Catequesis Camino Por El Desierto

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El ser humano, como la vela, está hecho para dar luz, pero la vela, nada más encenderla, se

empieza a consumir. La vela, hasta que no es encendida, es un trasto que rueda por los cajones. El
día que se va al luz, la buscamos y la encendemos. En ese momento empieza a ser vela. Nuestro
ego nos impide aceptar esta perspectiva.

Lo cierto es que avanzar supone hacer opciones, renunciar a la comodidad de lo conocido y dar lugar
al cambio. Pero cambiar nos da miedo y el miedo, a veces, paraliza. Desprendernos de lo viejo y
hacer lugar a lo nuevo implica un proceso siempre enriquecedor pero también doloroso, aun cuando
sabemos que ya no sirve a nuestra vida. Por eso, escapando al dolor, preferimos evitar los riesgos en
vez de asumir el hecho de que, para dar a luz algo nuevo, necesariamente debemos tomar la
decisión de soltar lo que nos tiene anclados y no nos permite desplegarnos. A veces son personas, a
veces son hábitos, otras idealizaciones o simplemente excusas. Casi siempre es comodidad Lo cierto
es que avanzar supone hacer opciones, renunciar a la comodidad de lo conocido y dar lugar al
cambio. Pero cambiar nos da miedo y el miedo, a veces, paraliza. Desprendernos de lo viejo y hacer
lugar a lo nuevo implica un proceso siempre enriquecedor pero también doloroso, aun cuando
sabemos que ya no sirve a nuestra vida. Por eso, escapando al dolor, preferimos evitar los riesgos en
vez de asumir el hecho de que, para dar a luz algo nuevo, necesariamente debemos tomar la
decisión de soltar lo que nos tiene anclados y no nos permite desplegarnos. A veces son personas, a
veces son hábitos, otras idealizaciones o simplemente excusas. Casi siempre es comodidad

Parálisis no implica necesariamente quietud sino también tiempo y movimiento


aparentemente estéril, en tanto no nos conduce al destino que anhelamos. Es el tiempo en
que pensamos que avanzamos pero damos, en vez de eso, vueltas en falso. Nos movemos,
pero no vamos a ninguna parte. A esa parálisis, a la más profunda, refiere el evangelio.
Y ahora sí, vuelvo la mirada a Jesús. ¿Qué hace frente a la realidad de este hombre?
Había allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermos. Jesús lo vio acostado y,
sabiendo que llevaba así mucho tiempo, le dice:
— ¿Quieres sanarte?
Le contestó el enfermo:
—Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua. Cuando yo
voy, otro se ha metido antes.
Le dice Jesús:
—Levántate, toma tu camilla y camina.
Lo ve, se detiene y, sin avasallar, lo interpela. “¿Quieres sanarte?”. Una pregunta simple,
que invita a empezar por reconocer la propia necesidad para poder optar sanar en
libertad. Entonces, al que estaba mirando hacia fuera y esperando lo imposible, le devuelve
la mirada hacia dentro y lo interroga respecto de algo que sí puede responder. Así es Dios,
su presencia siempre nos cambia la lógica. Y ante esto la respuesta del paralítico es muchas
veces la nuestra: un puñado de razones que nos mantienen postrados. Pero Jesús lo vuelve
a sorprender, no se enrolla con las excusas, sino que simplemente contesta: “Levántate,
toma tu camilla y anda”. Vuelve a poner foco en él. No niega con esto su enfermedad, sino
que lo invita a dejar de estar recostado sobre ella. Es un llamado a ponerse de pie, pero no
como si nada, sino tomando su camilla, haciéndose cargo de su historia.
No soy ninguna experta y me excede el poder dar fe de la cientificidad de esta mirada, pero
lo cierto es que conocerla me hizo ver un nuevo sentido. Parálisis no implica necesariamente
quietud sino también tiempo y movimiento aparentemente estéril, en tanto no nos conduce
al destino que anhelamos. Es el tiempo en que pensamos que avanzamos pero damos, en
vez de eso, vueltas en falso. Nos movemos, pero no vamos a ninguna parte. A esa parálisis,
a la más profunda, refiere el evangelio.
Y ahora sí, vuelvo la mirada a Jesús. ¿Qué hace frente a la realidad de este hombre?
Había allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús lo vio acostado y,
sabiendo que llevaba así mucho tiempo, le dice:
—¿Quieres sanarte?
Le contestó el enfermo:
—Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua. Cuando yo
voy, otro se ha metido antes.
Le dice Jesús:
—Levántate, toma tu camilla y camina.
Lo ve, se detiene y, sin avasallar, lo interpela. “¿Quieres sanarte?”. Una pregunta simple,
que invita a empezar por reconocer la propia necesidad para poder optar sanar en
libertad. Entonces, al que estaba mirando hacia fuera y esperando lo imposible, le devuelve
la mirada hacia dentro y lo interroga respecto de algo que sí puede responder. Así es Dios,
su presencia siempre nos cambia la lógica. Y ante esto la respuesta del paralítico es muchas
veces la nuestra: un puñado de razones que nos mantienen postrados.
Pregúntate tú y yo estamos esperando resignados, que baje un ángel del cielo para que
ocurra un milagro. El desierto es el territorio de la verdad.
Jesucristo, no se enrolla con tus excusas, sino que simplemente contesta: “Levántate, toma
tu camilla y anda”. Vuelve a poner foco en él. No niega con esto su enfermedad, sino que
lo invita a dejar de estar recostado sobre ella. Es un llamado a ponerse de pie, pero no
como si nada, sino tomando su camilla, haciéndose cargo de su historia.

DEUTERONOMIO 8, 2-3 y 14-16


Habló Moisés al pueblo y le dijo:
- Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer estos cuarenta años por
el desierto para afligirte, para ponerte a prueba y conocer tus intenciones: si guardas
sus preceptos o no.
Él te afligió haciéndote pasar hambre y después te alimentó con el maná -que tú no
conocías ni conocieron tus padres- para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre
sino de todo cuanto sale de la boca de Dios.
No sea que te olvides del Señor tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te
hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal
sin una gota de agua; que sacó agua para ti de una roca de pedernal; que te alimentó
en el desierto con un maná que no han conocido tus padres.
Toda la epopeya del éxodo de Israel hacia la tierra prometida es un riquísimo símbolo sobre
la vida humana. La vida humana es desierto. Es desamparo, ausencia de Dios, sed, hambre,
peligro.
Este es el primer contenido de la Revelación, y la primera tentación. La vida no es no es
una situación agradable que nos gustaría hacer definitiva: es una situación desagradable,
pero pasajera, hacia algo que puede ser mejor.
Y ahí entra Dios. Con Él, el desierto sigue siendo desierto, la vida sigue siendo igual: Dios
no nos soluciona los problemas, la fe no nos da certeza, la oración no nos consigue lo que
pedimos... La vida sigue siendo desierto.
Dios es "pan y agua" para caminar por el desierto. Este es el segundo contenido de la
Revelación. A éste Dios hay que aceptar, no al que da certezas y soluciona problemas.
Tampoco al Juez que espera al final para castigar las transgresiones. Desde el principio, la
Revelación más pura y profunda del Dios de Israel es ésta: pan y agua para caminar por el
desierto.

1ª tentación: utilizar el poder en beneficio propio


Partiendo del hecho normal del hambre después de cuarenta días de ayuno, la primera
tentación es la de utilizar el poder en beneficio propio. Es la tentación de las necesidades
imperiosas, la que sufrió el pueblo de Israel repetidas veces durante los cuarenta años por
el desierto. Al final, cuando Moisés recuerda al pueblo todas las penalidades sufridas, le
explica por qué tomó el Señor esa actitud: “(Dios) te afligió, haciéndote pasar hambre, y
después te alimentó con el maná, para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino
de todo lo que sale de la boca de Dios” (Dt 8,3). En la experiencia del pueblo se han dado
situaciones contrarias de necesidad (hambre) y superación de la necesidad (maná). De ello
debería haber aprendido dos cosas. La primera, a confiar en la providencia. La segunda,
que vivir es algo mucho más amplio y profundo que el simple hecho de satisfacer las
necesidades primarias. En este concepto más rico de la vida es donde cumple un papel la
palabra de Dios como alimento vivificador. En realidad, el pueblo no aprendió la lección. Su
concepto de la vida siguió siendo estrecho y limitado. Mientras no estuviesen satisfechas las
necesidades primarias, carecía de sentido la palabra de Dios.
Lo que acabo de decir refleja el gran problema teológico de fondo. En la práctica, la
tentación se deja de sutilezas y va a lo concreto: “Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que
se convierta en pan”. Jesús, el nuevo Israel, no necesita quejarse del hambre, ni murmurar
como el pueblo, ni acudir a Moisés. Es el Hijo de Dios. Puede resolver el problema fácilmente,
por sí mismo. Pero Jesús, el nuevo Israel, demuestra que tiene aprendida desde el comienzo
esa lección que el pueblo no asimiló durante años: “Está escrito: No sólo de pan vive el
hombre”.
En realidad, la enseñanza de Jesús en esta primera tentación es tan rica que resulta
imposible reducirla a una sola idea. Está el aspecto evidente de no utilizar su poder en
beneficio propio. Está la idea de la confianza en Dios. Pero quizá la idea más importante,
expresada de forma casi subliminar, es esa visión amplia y profunda de la vida como algo
que va mucho más allá de la necesidad primaria y se alimenta de la palabra de Dios.
2ª tentación: Tener, aunque haya que arrastrarse
La segunda tentación no es la tentación provocada por la necesidad urgente, sino por el
deseo de tener todo el poder y la gloria del mundo. ¿Es esto malo, tratándose del Mesías?
Los textos proféticos y algunos Salmos hablaban de su dominio cada vez mayor, universal,
concedido por Dios. Pero Satanás parte de un punto de vista muy distinto, propio de la
mentalidad apocalíptica: el mundo presente es malo, no está en manos de Dios, sino en las
suyas; es él quien lo domina y entrega su poder a quien quiere. Solo pone como condición
que se postren ante él, que lo reconozcan como dios. Jesús se niega a ello, citando de nuevo
un texto del Deuteronomio: “Está escrito: al Señor tu Dios adorarás, a él solo darás culto”.
El relato es tan fantástico que cabe el peligro de no advertir su tremenda realidad. El ansia
de poder y de gloria lo percibimos continuamente (mucho más en España en tiempos de
elecciones y de formación de gobierno), y también queda clara la necesidad de arrastrarse
para conseguir ese poder. Pero este peligro no es solo de políticos, banqueros y grandes
empresarios. Todos nos creamos a menudo pequeños ídolos ante los que nos postramos y
damos culto.
3ª tentación: pedir pruebas que corroboren la misión encomendada.
En 1972, cuando todavía estaba permitido llegar hasta el pináculo del Templo de Jerusalén,
tuve ocasión de contemplar la impresionante vista de las murallas de Herodes
prolongándose en la caída del torrente Cedrón. Una de las pocas veces en mi vida en las
que he sentido vértigo. En ese escenario sitúa Satanás a Jesús para invitarlo a que se tire,
confiando en que los ángeles vendrán a salvarlo.
Esta tentación se presta a interpretaciones muy distintas. Podríamos considerarla la
tentación del sensacionalismo, de recurrir a procedimientos extravagantes para tener éxito
en la actividad apostólica. La multitud congregada en el templo contempla el milagro y
acepta a Jesús como Hijo de Dios. Pero esta interpretación olvida un detalle importante: el
tentador nunca hace referencia a esa hipotética muchedumbre, lo que propone ocurre a
solas entre Jesús y los ángeles de Dios.
Por eso considero más exacto decir que la tentación consiste en pedir pruebas que
corroboren la misión encomendada. Nosotros no estamos acostumbrado a esto, pero es
algo típico del Antiguo Testamento, como recuerdan los ejemplos de Moisés (Ex 4,1-7),
Gedeón (Jue 6,36-40), Saúl (1 Sam 10,2-5) y Acaz (Is 7,10-14). Como respuesta al miedo
y a la incertidumbre, espontáneos ante una tarea difícil, Dios concede al elegido un signo
milagroso que corrobore su misión. Da lo mismo que se trate de un bastón mágico (Moisés),
de dos portentos con el rocío nocturno (Gedeón), de una serie de señales diversas (Saúl),
o de un gran milagro en lo alto del cielo o en lo profundo de la tierra (Acaz). Lo importante
es el derecho a pedir una señal que tranquilice y anime a cumplir la tarea.
Jesús, a punto de comenzar su misión, tiene derecho a un signo parecido. Basándose en la
promesa del Salmo 91,11-12 (“a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus
caminos; te llevarán en volandas para que tu pie no tropiece en la piedra”), el tentador le
propone una prueba espectacular y concreta: tirarse del alero del templo. Así quedará claro
si es o no el Hijo de Dios.
Sin embargo, Jesús no acepta esta postura, y la rechaza citando de nuevo un texto del
Deuteronomio: “No tentarás al Señor tu Dios” (Dt 6,16). La frase del Deuteronomio es más
explícita: “No tentaréis al Señor, vuestro Dios, poniéndolo a prueba, como lo tentasteis en
Masá”. ¿Qué ocurrió en Masá? Lo cuenta el libro de los Números 17,1-7: el pueblo, durante
la marcha por el desierto, se queja por falta de agua para beber. Y en esta queja se esconde
un problema mucho más grave que el de la sed: la auténtica tentación consiste en dudar
de la presencia y la protección de Dios: "¿Está o no está con nosotros el Señor?" (v.7). En
el fondo, cualquier petición de signos y prodigios encubre una duda en la protección divina.
Jesús confía plenamente en Dios, no quiere signos ni los pide. Su postura supera con mucho
incluso la de Moisés.
Cuando termina el relato de las tentaciones, Lucas añade que “el tentador lo dejó hasta otro
momento”. Ese momento será al final de la vida de Jesús, cuando esté crucificado.
Nuestras tentaciones
Las tentaciones tienen también un valor para cada uno de nosotros y para toda la comunidad
cristiana. Sirven para analizar nuestra actitud ante las necesidades, miedos y apetencias y
nuestro grado de interés por Dios.
1) La necesidad primaria: afecto, comprensión.
2) ¿Está Dios en medio de nosotros?
3) La tentación de tener.
4) La tentación del dejarse arrastrar, dejar hacer a los demás, callar.
1ª lectura (Deuteronomio)
Recoge la oración que pronuncia el israelita cuando, después de recoger la cosecha, ofrece
a Dios las primicias de los frutos. Va recordando la historia del pueblo, desde Jacob (“mi
padre era un arameo errante”), la opresión de Egipto, la liberación y el don de la tierra. En
el contexto de la cuaresma, esta lectura nos invita a pensar en los beneficios recibidos de
Dios y a ser generosos con él. El agradecimiento a Dios es más importante incluso que la
mortificación cuaresmal.
Primera tentación
Partiendo del hecho normal del hambre después de cuarenta días de ayuno, la primera
tentación es la de utilizar el poder en beneficio propio. Es la tentación de las necesidades
imperiosas, la que sufrió el pueblo de Israel repetidas veces durante los cuarenta años por
el desierto. Al final, cuando Moisés recuerda al pueblo todas las penalidades sufridas, le
explica por qué tomó el Señor esa actitud: «(Dios) te afligió, haciéndote pasar hambre, y
después te alimentó con el maná, para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino
de todo lo que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3).
En la experiencia del pueblo se han dado situaciones contrarias de necesidad (hambre) y
superación de la necesidad (maná). De ello debería haber aprendido dos cosas. La primera,
a confiar en la providencia. La segunda, que vivir es algo mucho más amplio y profundo que
el simple hecho de satisfacer las necesidades primarias. En este concepto más rico de la
vida es donde cumple un papel la palabra de Dios como alimento vivificador. En realidad, el
pueblo no aprendió la lección. Su concepto de la vida siguió siendo estrecho y limitado.
Mientras no estuviesen satisfechas las necesidades primarias, carecía de sentido la palabra
de Dios.
En el caso de Jesús, el tentador se deja de sutilezas y va a lo concreto: «Si eres Hijo de
Dios, di que las piedras éstas se conviertan en panes». Jesús no necesita quejarse de pasar
hambre, ni murmurar como el pueblo, ni acudir a Moisés. Es el Hijo de Dios. Puede resolver
el problema fácilmente, por sí mismo. Pero Jesús tiene aprendida desde el comienzo esa
lección que el pueblo no asimiló durante años: «Está escrito: No sólo de pan vive el hombre,
sino también de todo lo que diga Dios por su boca».
La enseñanza de Jesús en esta primera tentación es tan rica que resulta imposible reducirla
a una sola idea. Está el aspecto evidente de no utilizar su poder en beneficio propio. Está la
idea de la confianza en Dios. Pero quizá la idea más importante, expresada de forma casi
subliminar, es la visión amplia y profunda de la vida como algo que va mucho más allá de
la necesidad primaria y se alimenta de la palabra de Dios.
Segunda tentación
La segunda tentación (tirarse desde el alero del templo) también se presta a interpretaciones
muy distintas. Podríamos considerarla la tentación del sensacionalismo, de recurrir a
procedimientos extravagantes para tener éxito en la actividad apostólica. La multitud
congregada en el templo contempla el milagro y acepta a Jesús como Hijo de Dios. Pero
esta interpretación olvida un detalle importante. El tentador nunca hace referencia a esa
hipotética muchedumbre. Lo que propone ocurre a solas entre Jesús y los ángeles de Dios.
Por eso parece más exacto decir que la tentación consiste en pedir a Dios pruebas que
corroboren la misión encomendada. Nosotros no estamos acostumbrados a esto, pero es
algo típico del Antiguo Testamento, como recuerdan los ejemplos de Moisés (Ex 4,1-7),
Gedeón (Jue 6,36-40), Saúl (1 Sam 10,2-5) y Acaz (Is 7,10-14). Como respuesta al miedo
y a la incertidumbre espontáneos ante una tarea difícil, Dios concede al elegido un signo
milagroso que corrobore su misión. Da lo mismo que se trate de un bastón mágico (Moisés),
de dos portentos con el rocío nocturno (Gedeón), de una serie de señales diversas (Saúl),
o de un gran milagro en lo alto del cielo o en lo profundo de la tierra (Acaz). Lo importante
es el derecho a pedir una señal que tranquilice y anime a cumplir la tarea.
Jesús, a punto de comenzar su misión, tiene derecho a un signo parecido. Basándose en la
promesa del Salmo 91,11-12 («a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus
caminos; te llevarán en volandas para que tu pie no tropiece en la piedra»), el tentador le
propone una prueba espectacular y concreta: tirarse del alero del templo. Así quedará claro
si es o no el Hijo de Dios. Sin embargo, Jesús no acepta esta postura, y la rechaza citando
de nuevo un texto del Deuteronomio: «No tentarás al Señor tu Dios» (Dt 6,16). La frase del
Dt es más explícita: «No tentaréis al Señor, vuestro Dios, poniéndolo a prueba, como lo
tentasteis en Masá (Tentación)». Contiene una referencia al episodio de Números 17,1-
7. Aparentemente, el problema que allí se debate es el de la sed; pero al final queda claro
que la auténtica tentación consiste en dudar de la presencia y la protección de Dios: «¿Está
o no está con nosotros el Señor?» (v.7). En el fondo, cualquier petición de signos y prodigios
encubre una duda en la protección divina. Jesús no es así. Su postura supera con mucho
incluso a la de Moisés.
Tercera tentación
La tercera tentación, a tumba abierta por parte del tentador, consiste en la búsqueda del
poder y la gloria, aunque suponga un acto de idolatría. No es la tentación provocada por la
necesidad urgente o el miedo, sino por el deseo de triunfar. Jesús rechaza la condición que
le impone Satanás citando Dt 6,13.
Para Mt, Jesús en el desierto es lo contrario de Israel en el desierto. En la época del desierto,
el pueblo sucumbió fácilmente a las pruebas inevitables de la marcha: hambre, sed, ataques
enemigos. Dudaba de la ayuda de Dios, se quejaba de las dificultades. Jesús, nuevo Israel,
sometido a tentaciones más fuertes, las supera. Y las supera, no remontándose a teorías
nuevas ni experiencias personales, sino a las afirmaciones básicas de la fe de Israel, tal
como fueron propuestas por Moisés en el Deuteronomio. Los judíos contemporáneos de
Mateo y de su comunidad no tienen derecho a acusar a su fundador de no atenerse al
espíritu más auténtico. Jesús es el verdadero hijo de Dios, el único que se mantiene fiel a
Él en todo momento.
Resumen
La tentación es un hecho real en la vida de Jesús, a la que se vio sometida por ser verdadero
hombre.
Mt ha recogido este tema para dejarnos claro desde el principio cómo entiende Jesús su
filiación divina: no como un privilegio, sino como un servicio.
En el fondo, las tres tentaciones se reducen a una sola: colocarse por delante de Dios, poner
las propias necesidades, temores y gustos por encima del servicio incondicional al Señor,
desconfiando de su ayuda o queriendo suplantarlo.
Las tentaciones tienen también un valor para cada uno de nosotros y para toda la comunidad
cristiana. Sirven para analizar nuestra actitud ante las necesidades, miedos y apetencias y
nuestro grado de interés por Dios.

“Él te condujo por el desierto, y en esa tierra seca y sin agua ha hecho brotar para ti
un manantial de agua de la roca dura” (Dt 8,15)

El desierto te expone, en desnudez total, ante el misterio de Dios que envuelve. Nada ni
nadie podrá interferir tu encuentro, “lo verás cara a cara, y llevarás su nombre en tu
frente” (Ap 22,4). Sé consciente de que el lenguaje del Amor te es revelado como don
del Espíritu que te capacita para entenderlo y vivirlo.

El desierto es el lugar del despojo del propio yo. La inmensa aridez que te rodeará, hará
desaparecer de ti todas aquellas cosas que no son imprescindibles en tu vida. Desnudará
tu alma, y te despojará de todo, incluso de lo que consideras como más amado.

El desierto te libera, te deja desnudo delante de Él, te ayuda a comprender las cosas
desde dentro, desde otra perspectiva que todo tiene en Dios.

En el desierto la oración se simplifica mucho: descubres que orar es ser simplemente tú,
ante Él. Porque nada ni nadie te condiciona, te limitarás a estar, en la transparencia de tu
realidad ante Dios, al que buscas porque lo añoras, con un amor cada vez más fuerte. Y
aprendes a vivir con un amor confiado, abandonado, en medio del desierto, y sumergido
en el mar del Amor… consumido por su agua.
El Pueblo de Israel caminó por el desierto durante cuarenta años. Moisés vivió en él
antes de acoger la misión que Dios le quería confiar.

Jesús fue al desierto para enfrentarse a los cuarenta días de tentación y de prueba, en los
que se preparó para la predicación del Reino, después de haber vivido en la plena
voluntad del Padre que lo había enviado al mundo, para ser Palabra visible y cercana del
Amor Salvador de Dios.

María vive sus años de Nazaret, en el silencio de una vida oculta en la sencillez de lo
cotidiano, como un tiempo largo de desierto en el que se prepara para acoger el misterio
del proyecto de amor del Padre para ella, en el Espíritu.

Pablo cruza el desierto en el camino de conversión a Damasco. Allí experimenta la


fuerza de la luz que, deslumbrándole, le hace caer del caballo e iniciar un intenso
proceso de conversión.

El desierto también es indispensable para ti. Será un tiempo de gracia, ya que es una
etapa por la cual ha de pasar todo aquel que quiera dar fruto en Dios. Descubrirás la
necesidad del silencio, de la interiorización y de la renuncia a todo lo superfluo, para que
Dios pueda construir en ti su Reino y hacer crecer, en cada uno, el espíritu interior, la
vida de intimidad con Dios, en el diálogo directo con Él.

El Espíritu que te ha conducido al desierto, te llevará a mantenerte en una comunión


interior en la fe, la esperanza y la caridad.

Después, purificado por la fe, alentado por la esperanza confiada, y transformado por el
Amor que te invade, podrás dar fruto, en la medida en la que tu ser interior se ha dejado
convertir al Amor.

En el silencio de María, en el abandono confiado en las manos del Padre, en la comunión


sincera y cordial con los hermanos, “manteniendo tu mirada en Jesús”, entra en el
camino interior del desierto, porque necesitas andar por sendas de paz y de encuentro
hacia el océano de Amor que es Dios.
Senderos de silencio

El objetivo de tus primeros pasos, en esta experiencia espiritual que estás iniciando, es
sencillo y claro: En la serenidad y en la paz, busca el silencio. Reencuéntrate con la
unificación interior en Él.

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