Llosa
Llosa
Llosa
Quienes están allí, mientras, embrujados por lo que escuchan, dejan volar su imaginación y salen de sus
precarias existencias a vivir otra vida —una vida de a mentiras, que construyen en silenciosa complicidad con
el hombre o la mujer que, en el centro del escenario, fabula en voz alta—, realizan, sin advertirlo, el quehacer
más privativamente humano, el que define de manera más genuina y excluyente esa naturaleza humana
entonces todavía en formación: salir de sí mismo y de la vida tal como es mediante un movimiento de la
fantasía para vivir por unos minutos o unas horas un sucedáneo de la realidad real, esa que no escogemos, la
que nos es impuesta fatalmente por la razón del nacimiento y las circunstancias, una vida que tarde o
temprano sentimos como una servidumbre y una prisión de la que quisiéramos escapar. Quienes están allí,
escuchando al contador, arrullados por las imágenes que vierten sobre ellos sus palabras, ya antes, en la
soledad e intimidad, habían perpetrado, por instantes o ráfagas, esos exorcismos y abjuraciones a la vida real,
fantaseando y soñando. Pero convertir aquello en una actividad colectiva, socializarla, institucionalizarla, es un
paso trascendental en el proceso de humanización del primitivo, en la puesta en marcha o arranque de su vida
espiritual, del nacimiento de la cultura, del largo camino de la civilización. Pág. 10
Pero imaginar otra vida y compartir ese sueño con otros no es nunca, en el fondo, una diversión inocente.
Porque ella atiza la imaginación y dispara los deseos de una manera tal que hace crecer la brecha entre lo que
somos y lo que nos gustaría ser, entre lo que nos es dado y lo deseado y anhelado, que es siempre mucho más.
Pág. 10
El tema de la ficción y la vida es una constante que, desde tiempos remotos, aparece en la literatura, y, además
de las obras que ya he citado —el Quijote y Madame Bovary—, muchas otras lo han recreado y explorado de
mil maneras diferentes. Pero acaso en ningún otro autor moderno aparezca con tanta fuerza y originalidad
como en las novelas y los cuentos de Juan Carlos Onet, una obra que, sin exagerar demasiado, podríamos
decir está casi íntegramente concebida para mostrar la sutil y frondosa manera como, junto a la vida
verdadera, los seres humanos hemos venido construyendo una vida paralela, de palabras e imágenes tan
mentirosas como persuasivas, donde ir a refugiarnos para escapar de los desastres y limitaciones que a nuestra
libertad y a nuestros sueños opone la vida tal como es. Pág. 18
Hacia Santa María La primera novela de Juan Carlos Onet, El pozo, aparecida en 1939, cuando su autor tenía
treinta años, es una novela despoblada, o, mejor dicho, poblada no tanto de personas reales de fantasmas,
seres recordados, inventados o retocados por la imaginación.
Los críticos han señalado la curiosa semejanza de esta novela con las del existencialismo francés, La náusea de
Sartre (1938) y El extranjero de Camus (1936), que Onet sólo pudo conocer mucho después. Más que de
influencias cabe hablar de coincidencias: Onet es acaso el primer escritor latinoamericano que percibe y hace
suya una orientación de la sensibilidad que, nacida en Francia y denominada en forma vaga y general «el
existencialismo» —que no hay que identificar totalmente con la filosofía así llamada—, va a marcar a partir de
los años cuarenta toda la cultura de la época. En El pozo, como en las primeras novelas de Sartre y Camus,
reinan el pesimismo, la soledad y aquella angustia que condena a sus personajes a convertirse en seres
marginales, en entredicho existencial con el mundo, individualistas acérrimos y antisociales. Pero, a diferencia
del Axitoine Roquentin de La náusea o de Meursault, el antihéroe de El extranjero, Eladio Linacero dispone de
un recurso para soportar esa neurosis que lo incomunica con el resto de los seres humanos: la ficción, mundo
que, a diferencia del real, puede modelarse a capricho del modelador.
Parece mentira que, en 1939, cuando en América Latina la literatura narrativa no acababa todavía de salir del
regionalismo y el costumbrismo, con algunas contadas excepciones como las de Roberto Arlt y Jorge Luis
Borges, un joven uruguayo de treinta años que no había siquiera terminado el colegio escribiera una novela
tan astuta que, además de abrir las puertas de la modernidad a la narrativa en lengua española, sentaría las
bases de un mundo novelístico propio, al que sus ficciones posteriores irían enriqueciendo hasta convertirlo en
una pequeña «comedia humana» balzaciana o un mini universo semejante a Yoknapatawpha County de
Faulkner.
Desde el primer cuento que publicó, en 1933, hasta su última novela, aparecida un año antes de su muerte,
Cuando ya no importe (1993), es notable la coherencia de la obra de Onet, en su cosmovisión, su lenguaje,
sus técnicas y sus personajes. Sus ficciones pueden leerse como capítulos de un vasto y compacto mundo
imaginario. El tema obsesivo y recurrente en él, desarrollado, analizado, profundizado y repetido sin descanso,
aparece precozmente perfilado en El pozo: el viaje de los seres humanos a un mundo inventado para liberarse
de una realidad que los asquea.
Lo que nos ha llegado de aquella segunda novela es un ejercicio narrativo, un flujo prosístico en el que un
escribidor en ciernes da rienda suelta a un río de palabras en torno a unos vagos bocetos de anécdotas que no
se engranan en un conjunto coherente. Este texto resulta ilustrativo sobre el método de trabajo de Onet, que,
como él contaría más tarde, no obedecía nunca a un plan. Escribía siguiendo impulsos del momento, episodios,
escenas, descripciones, que luego se iban hilvanando dentro de una cierta continuidad, aunque sin integrarse
de manera absoluta. Por eso, algunas de sus novelas parecen hechas de retazos, como esas mantas de los
indios norteamericanos que llaman quilt, elaborada según la técnica del patchwork.
No fue aquélla la única vez que Onet habló con humor y simpatía de Roberto Arlt. Hasta donde he podido
averiguar, no dedicó nunca un artículo o ensayo tan elogioso a ningún escritor argentino, uruguayo o
latinoamericano, como lo hizo, aunque siempre parcamente, con escritores norteamericanos o europeos,
sobre todo Faulkner, Joyce y Céline. La excepción es Roberto Arlt, sobre el que escribió, para la edición italiana
de Los siete locos, una semblanza en la que lo llama genio.
Aún más que en las novelas, en los cuentos de Arlt aparece aquella propensión al mal, a mostrar el lado sucio y
perverso de la vida, a presentar a ésta como un manicomio, un chiquero o un burdel. Igual que a Onet, a Arlt
lo fascinaban el macró —el explotador de mujeres— y la puta que se deja explotar y golpear por aquél,
personajes centrales de los mundos de ambos escritores. Uno de los mejores cuentos de Arlt, aparecido por
primera vez en libro en El jorobadito (1933), es Las fieras, que, como El infierno tan temido de Onet, es una
pequeña obra maestra sobre la crueldad humana, aquel instinto de destrucción y odio al prójimo,
misteriosamente vecino y a veces hasta idéntico al amor, que el romanticismo decimonónico convirtió en
tópico literario.
Estoy seguro de que así como me ocurrió a mí, en 1953, mi primer año universitario, muchos jóvenes del
mundo entero leyeron las novelas y los cuentos de Faulkner con lápiz y papel a la mano, fascinados por la
riqueza de sus estructuras —con sus malabares en los puntos de vista, los narradores, el tiempo, sus
ambigüedades y sus silencios locuaces— y ese lenguaje lujoso y barroco de irresistible poder persuasivo.
Sin la influencia de Faulkner no hubiera habido novela moderna en América Latina. Los mejores escritores lo
leyeron y, como Carlos Fuentes y Juan Rulfo, Cortázar y Carpentier, Sábato y Roa Bastos, García Márquez y
Onet, supieron sacar partido de sus enseñanzas, así como el propio Faulkner aprovechó la maestría técnica
de James Joyce y las sutilezas de Henry James entre otros para construir su espléndida saga narrativa.
Aunque esto no resta personalidad propia ni creatividad a su mundo, hay que señalar la influencia de Jorge
Luis Borges (1899-1986) en la obra de Onet. A simple vista, la distancia entre ambos autores es muy grande.
La erudición y las referencias culturales y librescas que impregnan no sólo los ensayos, también los cuentos y
poemas de Borges, brillan por su ausencia en Onet, una de cuyas coqueterías fue siempre despreciar el
intelectualismo y la ostentación libresca, esos desplantes a los que Borges convirtió en una astuta, irónica y
deliciosa manera de crear un mundo literario propio. Los temas abstractos, como el tiempo, la eternidad y la
irrealidad, que fascinaban a Borges, a Onet lo dejaban indiferente. En éste los elementos fantásticos e
imaginarios que aparecen en su obra no son nunca abstractos, están embebidos del aquí y el ahora y de
carnalidad.
Onet no fue probablemente del todo consciente de la deuda que contrajo con Borges al concebir en Santa
María su propia Tlön, porque, aunque leía a Borges con interés, no lo admiraba. Rodríguez Monegal cuenta
que él los presentó y que el encuentro, en una cervecería de la calle Florida, de Buenos Aires, no fue feliz.
Onet, hosco y lúgubre, estuvo poco comunicativo y provocó a Borges y al anfitrión preguntándoles: « ¿Pero
qué ven ustedes en Henry James?», uno de los autores favoritos de Borges.* La poca simpatía personal de
Onet por Borges fue recíproca. En 1981 Borges fue jurado del Premio Cervantes, en España, y en la votación
final, entre Octavio Paz y Onet, votó por el mexicano.
* Emir Rodríguez Monegal, prólogo a Juan Carlos Onet, Obras completas, México, Editorial Aguilar, 1970, pp.
15-16.
** Rubén Loza Aguerrebere, «El ignorado rostro de Borges», diario El País, Montevideo, 10 de mayo de 1981,
p. 12.
Mi pálpito es que Borges nunca leyó a Onet y probablemente la sola idea que guardaba de él tenía que ver
con aquel frustrado encuentro en una cervecería porteña y las provocaciones anti-jamesianas del escritor
uruguayo.
A partir de la cuarta edición, Los adioses se publica acompañado del estudio de Wolfgang A. Luchting, «El
lector como protagonista de la novela», que a Onet le gustó mucho. Debieron ser razones muy subjetivas las
que entusiasmaron a Onet con las banalidades de este ensayo. A Luchting se le escapó el detalle más
importante de la historia: la posibilidad de que entre el ex basquetbolista y su hija haya una relación
incestuosa. Este supuesto, aunque incierto, es central, pues explica el misterio que ambos se empeñan en
guardar ante el almacenero, la mucama y el enfermero sobre su parentesco. ¿Por qué lo ocultarían, si no?
En efecto, en 1957, en Ficción, una revista argentina, aparece El infierno tan temido, el más extraordinario de
sus cuentos y, acaso, la más inquietante exploración del fenómeno de la maldad humana —lo que los
cristianos entienden como el pecado original— de la literatura en nuestra lengua, un cuento que merecía
figurar en el libro que Georges Bataille, acerado espeleólogo de la crueldad e irracionalidad, dedicó a estudiar
la relación entre La literatura y el mal. Este texto solo bastaría para hacer de Juan Carlos Onet uno de los más
personales y profundos escritores de nuestro tiempo.
Resumido en cuatro palabras, El infierno tan temido es la historia de la venganza de Gracia César, cuando su
marido, el periodista Risso, se divorcia de ella y la abandona al enterarse por ella misma que, en una de las
giras de la compañía teatral por provincia, su mujer se ha acostado con un desconocido. Esto parece una
historia más bien convencional, casi tópica, pero deja de serlo por la naturaleza de la venganza que lleva a cabo
Gracia César: enviar a su ex marido fotografías en las que se la ve copulando con los amantes de ocasión con
los que se acuesta a lo largo y ancho de Sudamérica. Es una venganza astuta, sutil y diabólica, porque
presupone algo que ni siquiera el pobre Risso sospechaba, que sólo se revela a su conciencia mientras padece
aquel vía crucis: que, pese a haber tomado él la iniciativa de divorciarse, la presencia de Gracia César en su
vida es todavía lo bastante fuerte como para que esas fotografías lo hagan sufrir lo indecible, lo vayan
enloqueciendo y finalmente lo empujen al suicidio. En El astillero, Larsen, cuando visita El Chamamé, un
barcito de gentes miserables, piensa «que un Dios probable tendría que sustituir el imaginado infierno general
y llameante por pequeños infiernos individuales. A cada uno el suyo, según una divina justicia y los méritos
hechos» (p. 171). Este «pequeño infierno individual» es el que describe El infierno tan temido, vivido por Risso.
¿Es sólo amor escarnecido lo que lo lleva a desesperarse de ese modo y matarse? ¿O influyen en esa decisión
la vanidad lesionada, el machismo, la humillación de saber que esas fotos, como una peste maligna, han
comenzado a circular por la redacción de El Liberal y que una de ellas ha llegado incluso a manos de su hija? Es
todo eso, sin duda, y algo más, que escapa ya del dominio de lo afectivo y pasional y roza esa intimidad difícil
siempre de apresar que llamamos condición humana o —los creyentes— el alma.
El estilo es tan eficazmente funcional desde la primera hasta la última línea que parece invisible, no estar allí,
desaparecer en lo que narra, el supremo éxito de una ficción: no parecer escrita sino ocurrida, vivida.
Entre 1957 y 1961, el año de la aparición de El astillero, Onet parece haber llevado una vida tranquila y
rutinaria en Montevideo, bien avenido con Dolly, conciliando sin dificultad su trabajo municipal, sus lecturas y
su esporádico trabajo de escritor. En esos años escribe dos relatos largos, o novelas cortas, Una tumba sin
nombre (1959), a la que, a partir de la segunda edición, en 1967, le cambiará el título, Para una tumba sin
nombre, y La cara de la desgracia, dedicada a su mujer con aquella intrigante dedicatoria: «Para Dorotea Muhr.
Ignorado perro de la dicha», así como otro de sus cuentos excepcionales, una pequeña obra maestra más de
sus ficciones cortas, Jacob y el otro (1961), en el que revelará una vena cómica y pintoresca que hasta entonces
no se le conocía.
Una reflexión del narrador sobre su propio oficio es el mejor hallazgo estilístico de esta ficción: «Lo único que
cuenta es que al terminar de escribirla me sentí en paz, seguro de haber logrado lo más importante que puede
esperarse de esta clase de tarea: había aceptado un desafío, había convertido en victoria por lo menos una de
las derrotas cotidianas».
Cuando Onetti leyó la crítica de David Gallagher al aparecer El astillero en inglés,* según la cual esta novela
puede ser leída como una alegoría de la decadencia del Uruguay, protestó, repitiendo algo que ya había dicho
antes: «No me interesa ese tipo de novela. No hay alegoría de ninguna decadencia. Hay una decadencia real, la
del astillero, la de Larsen».** En varias ocasiones Onetti rechazó que escribiera novelas de contenido social,
convencido, como Octavio Paz, de «los efectos nocivos de la tendencia moderna a considerar las obras literarias
como documentos históricos y sociales».***
*** Octavio Paz, Obras completas, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 1991, vol. I, p.680.
Pero éstos no escriben en el cielo ni en el infierno; todos, aun los que se empeñan en escribir en el limbo,
viven en la tierra, en un entorno no sólo cultural, también político.
* En la célebre entrevista que William Faulkner concedió a The Paris Review dijo, medio en serio medio en
broma, que el mejor trabajo que le ofrecieron fue ser «administrador de un burdel», institución que, por lo
demás, aparece en buen número de sus historias, y sobre todo en Santuario, la más truculenta en materia
sexual, en la que el psicópata Popeye desvirga a la joven Temple Drake con una mazorca de maíz. Véase El
oficio de escritor, México, Editorial Era, 1968, que reproduce varias de las entrevistas de The Paris Review
traducidas al español, entre ellas la de Faulkner. La referencia al burdel está en la p. 170.
Onetti en la cárcel
Cuando yo lo conocí, se había pasado del vino tinto al whisky —por prescripción facultativa, según decía— y
sólo leía novelas policíacas: Chandler, Simenon, Hammett, Jim Thompson, incluso algunas novelitas negras de
frágil calidad y enredo curioso. También oía de vez en cuando algún tango de la buena época y algún bolero
clásico. Apenas escribía o sólo escribía fragmentos hipotéticamente aprovechables, esas verbosidades de
insomnio que trataría luego de acomodar entre otros textos más elaborados.
Lo que hay en el mundo de Onet de amargo y pesimista, de frustración y sufrimiento, cambia de valencia
cuando, seducidos por la sutileza y astucia de su prosa, entramos en su mundo, lo vivimos, gozando con lo que
en él sucede aunque al mismo tiempo suframos y nos desgarremos con el espectáculo de las miserias
humanas que él exhibe. Ése es el misterio de la obra literaria y artística lograda: deleitar sufriendo, seducir y
encantar mientras nos sumerge en el mal y el horror.
Lima, abril de 2008
Este ensayo nació en un curso universitario que di en el semestre de otoño de 2006, en Georgetown University.
Sólo quien entra en literatura como se entra en religión, dispuesto a dedicar a esa vocación su tiempo, su
energía, su esfuerzo, está en condiciones de llegar a ser verdaderamente un escritor y escribir una obra que lo
trascienda.
2. No hay novelistas precoces. Todos los grandes, los admirables novelistas, fueron, al principio, escribidores
aprendices cuyo talento se fue gestando a base de constancia y convicción.