Belvedresi
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Introducción
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desde el campo de la filosofía de la historia podemos analizar cómo se presentan estas
tensiones, sin pretensión de resolverlas, sino más bien pensar con, y a partir de ellas, los
alcances y límites de la memoria y la historia como mediaciones con el pasado. A continuación
revisaremos algunos de estos tópicos del debate.
Las disputas entre memoria e historia se presentan con fuerza en el campo intelectual
durante la última década del siglo XX, como consecuencia de ciertos debates teóricos en
historia sobre el modo de narrar o representar los genocidios contemporáneos, especialmente
el perpetrado por Alemania bajo el régimen nazi. Las dificultades tienen lugar que ver con
encontrar el modo adecuado para dar cabida a la voz de los sobrevivientes, quienes han
“estado allí” y han sido víctimas sobrevivientes de experiencias límites. El carácter de límite de
esas experiencias intenta reflejar la dificultad de su transmisión, dada la magnitud del horror
vivido. Se trata de situaciones que las víctimas nunca hubiesen podido imaginar o anticipar por
la dimensión del horror que les esperaba. No se contaba con experiencias previas, disponibles,
que hubieran servido para resistir o evitar el horror que finalmente sucedió. Frente a esta
situación la ciencia histórica comenzó a debatir de qué modo se debían articular esos
testimonios con el resto de los datos investigados, pues ya no era posible tomar esos
testimonios como una fuente más en la reconstrucción del pasado. La verdadera razón por la
cual se debía estudiar el genocidio radicaba en esas experiencias del horror, que sólo las
víctimas podían enseñar en algún grado. Así surgirá el problema sobre los alcances de la
memoria y la historia en tanto formas de acceso a un pasado complejo que obliga a pensar en
cuáles son las formas más adecuadas para su representación y para su transmisión. La
pregunta por si la memoria puede reemplazar a la historia, o si la historia debe subordinar los
testimonios a los objetivos de su investigación es uno de los núcleos del debate.
En la medida que se entiende por "la historia del pasado reciente o historia del presente
aquella historiografía que tiene por objeto acontecimientos o fenómenos sociales que
constituyen recuerdos de al menos una de las tres generaciones que comparten un mismo
presente histórico" (Mudrovcic, M.I, 2005: 125), podemos decir que el estudio de los
acontecimientos límite forma parte de esta investigación; pero, ¿cómo ser objetivo e imparcial,
o cómo estar seguro de no ponderar el testimonio influenciado por la afectación emocional, por
la empatía con la víctima? ¿Cómo hacer del testimonio una fuente sin cosificar o
instrumentalizar al testimoniante? ¿Cómo contar el horror sin justificarlo?
Un posible punto de partida puede ser ubicado en el modo en que se decide contar el
pasado reciente signado por el horror. Nos encontramos aquí con el problema de los modos de
representación y sus implicancias epistemológicas y ético-políticas. La cuestión central es si los
acontecimientos límite son susceptibles de ser reconstruidos históricamente con los conceptos,
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las herramientas y métodos tradicionales del historiador o acaso sea necesario una
reformulación drástica del modo de investigar, dada la singularidad del objeto.
Debemos hacer una precisión terminológica antes de avanzar con el problema. En primer
lugar, cuando hablamos de acontecimientos límites nos referimos al conjunto de sucesos o
hechos cuyo núcleo y sentido lo constituye la pregunta por las condiciones de posibilidad que lo
originaron, dado que no es comprensible desde el saber disponible. Según D. LaCapra, el
acontecimiento límite es “aquel que supera la capacidad imaginativa de concebirlo o anticiparlo”
(2006: 181). En virtud de ello, el querer narrarlo para transmitirlo obliga a pensar de qué modo
ha de hacerse esto, ya que compararlo con otros acontecimientos históricos es insuficiente
cuando no un reduccionismo (Feierstein, 2007). Si tomamos como ejemplo el genocidio judío,
también llamado Shoá u Holocausto -lo cual ya es un problema, pues al nombrarlo de un modo
u otro se enfatizan formas de comprensión de esa singularidad, a riesgo de opacar o
invisibilizar otras formas-, podemos señalar de modo general que ensayar explicaciones de tipo
economicistas, de insania mental de los dirigentes nazis, o intolerancia religiosa, política,
étnica, resulta siempre como mínimo insuficiente ante la pregunta ¿cómo pudo suceder un
exterminio? Sin duda los intentos mono-causales son inviables. La multiplicidad de causas es
más pertinente, pero no por ello se allana el camino fácilmente. Resulta necesario para la
historiografía articular esa multiplicidad causal en un relato que haga comprensible estos
hechos sin consentir con ello en alguna responsabilidad o culpabilidad de las víctimas como
promotoras de lo que les sucedió, o sugerir que las víctimas fueron meros medios, individuos
pasivos de una teodicea.
Ahora bien, por el lado de la voz de los sobrevivientes debemos señalar la insuficiencia de
restringir el pasado al recuerdo colectivo o individual, pues en principio la memoria no se
presenta como objetiva, sino como fidedigna. Si bien el pasado es verdadero en tanto alguien
testimonia lo ocurrido, no por ello se puede omitir que, en principio, se trata de una verdad
subjetiva que reconstruye el haber estado allí. En todo caso, la memoria, aunque sea de una
experiencia límite y sea irremplazable en el esfuerzo de comprensión del pasado reciente, dista
mucho de satisfacer dicha comprensión; la memoria es una condición necesaria pero no
suficiente para dar cuenta del pasado reciente.
Así, ni la ciencia histórica ni la memoria colectiva o individual de los sobrevivientes
individualmente constituye a priori un acceso claro al pasado reciente cuando se trata de este
tipo de acontecimientos. Veamos a continuación con más detenimiento el problema de la
verdad histórica y los acontecimientos límite.
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verdad en el marco del pasado reciente. También sumaremos la propuesta alternativa a esta
polarización desarrollada por Dominick LaCapra, quien recurre al cruce de psicoanálisis e
historia para señalar una alternativa a estas posiciones que de un modo u otro, parecen arrojar
el bebé junto al agua sucia.
La perspectiva positivista en historia ha tenido una fuerte recepción en las investigaciones
sobre el pasado. La más clara expresión de la historia “científica” se remite al historiador
alemán del siglo XIX Leopoldo von Ranke, quien postulaba que la tarea del historiador era
mostrar el pasado “tal cual sucedió”. Lejos de pensar en esquemas previos para avanzar sobre
los datos del pasado, para este historiador el pasado debía hablar por sí mismo. La idea de
tratar a la historia como una disciplina científica asume, según el positivista, que el investigador
ha de ser un sujeto neutro en la reconstrucción del pasado, no dando lugar a interferencias o
apreciaciones subjetivas sobre los hechos. El deseo es contar los hechos de la forma más
objetiva posible, y en tanto modelo de investigación postula que la recolección rigurosa y
exhaustiva de pruebas es la condición necesaria y suficiente para hacer historiografía. La
verdad histórica de un relato se sostiene únicamente en los datos y pruebas recopiladas,
sujetas a comprobación objetiva (véase lo señalado en el capítulo 2).
En términos generales, las críticas a este objetivismo señalan la ingenuidad de pretender
suprimir toda subjetividad por parte del historiador, así como también desconocer otros
aspectos que condicionan a priori la mirada sobre los hechos (vg. intereses políticos,
ideológicos, estéticos, morales, culturales, etc.) Y, si se extrapola el criterio positivista al campo
de la historia reciente, surge la dificultad frente a los testimonios de experiencias límites, que
mediante silencios señalan la necesidad de ir más allá de las reconstrucciones factuales, e
interpelan acerca de la posibilidad de contar absolutamente todo en un lenguaje descriptivo.
Sucede entonces que más allá de los hechos datables, se manifiestan aspectos que exigen
una interpretación más compleja para dar cuenta de lo acontecido. Existe una certeza o
convicción del testimonio que no es mensurable, y es la que expresa lo padecido, esa vivencia
intransferible que sólo es apreciable para un tercero en los gestos y marcas corporales.
Frente al positivismo que busca estructurar los pasos de la investigación histórica a fin de
obtener una historiografía objetiva como lo es una ciencia natural, encontramos al narrativismo
o nueva filosofía de la historia, cuyo representante más importante es Hayden White. En
estrecha ligazón con los enfoques posmodernos, inscribe sus tesis sobre la práctica
historiográfica dentro del denominado giro lingüístico, a partir del cual cobró relevancia la idea
de que todo acceso a la realidad, al mundo, se da mediado por el lenguaje, lo que equivale a
plantear un determinismo lingüístico. Toda la realidad antes que nada es lenguaje, y por ello el
sentido no proviene de la referencia del mundo exterior, sino de los distintos discursos acerca
del mundo. La historiografía formaría parte de esa constelación de discursos que imponen un
sentido a los hechos, en este caso a los hechos pasados.
De este modo podrá verse que la filosofía narrativista de la historia se constituye en
franca oposición al positivismo historiográfico. Abiertamente discute y niega la aspiración a
estatuto científico de la historiografía, y sostiene el carácter eminentemente literario,
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estético, moralizante y político de toda obra historiográfica. Esto se debe a que el
historiador, más allá de trabajar con documentos, huellas y archivos, en su esfuerzo por
articular el material disponible no puede más que emular el trabajo de un escritor de ficción.
Todo discurso histórico parte de estructuras narrativas previas determinantes que darán
por resultado una posible versión del pasado. En clara oposición al positivismo, el
historiador sólo puede contar el pasado si lo somete a sus preferencias previas y a las
mencionadas estructuras, las cuales en realidad hacen posible desarrollar cualquier novela
ficcional u obra historiográfica en general. De este modo, se impone siempre sobre los
hechos –reales o imaginarios- una forma, la forma narrativa. Historia y ficción dejan de ser
opuestas, la verdad histórica pasa a un segundo plano –es decir, queda limitada a la
constatación de los datos o hechos básicos- y en su reemplazo la historiografía se
convierte en una disputa política acerca de cuál versión del pasado se logra imponer con
mayor éxito, o cual logra mayor aceptación (sobre esta corriente véase el capítulo 3).
Ante esta consecuencia, la dificultad de contar el pasado reciente se presenta en la
posibilidad de manipular el relato, y con ello validar cualquier modo de narrar, o empezar a
discutir qué criterio puede postularse para no convalidar, por ejemplo, formas negacionistas o
abiertamente falsas sobre el pasado. Cuando este criterio o forma de concebir la relación con
los hechos alcanza el campo de la historia reciente, las dificultades más acuciantes surgen
frente al recuerdo vivo en la voz de las víctimas, pues allende lo transmitido, la decisión de
contar lo sucedido será procesado u ordenado según el modo de tramar propuesto por el
historiador. Pero dicha elección, en principio, nunca se ve condicionada o exigida por los
hechos, pues la verdad del pasado se disputa en la aceptación que tiene el modo de narrar
propuesto. El peligro de borrar la frontera entre verdad y ficción es dar lugar o posibilidad a la
aceptación de relatos negacionistas o relatos abiertamente inexactos construidos para
satisfacer intereses ajenos al estudio del pasado. Si se pierde la realidad pasada como
referencia, la memoria y la historia pasan a ser dos formas más de contar el pasado, en el
mismo nivel que cualquier intento artístico o estético, pues finalmente todos no serían más que
intentos de sensibilizar acerca de cómo dar sentido al pasado, indiferente a lo que pueda
comprobarse o no como acontecido realmente. En resumen, podríamos decir que ambas
posiciones son insatisfactorias frente a la investigación en el campo de la historia reciente. Por
distintas razones, ninguna logra siquiera dimensionar de modo adecuado los desafíos que
presenta el trabajo con el testimonio vivo de las víctimas. Mientras que en un caso se prescinde
de los hechos para centrar el debate en la forma en que elige narrarlos; en el otro caso se
reduce la historia a la sola recolección y comprobación de hechos observables.
Frente a esta tensión epistemológica, en el campo actual de la filosofía de la historia tiene
lugar el intento de vincular historiografía y psicoanálisis con el propósito de dar una respuesta
al tratamiento del pasado reciente. Un referente en esta línea es Dominick LaCapra, quien
sostiene que la historia no ha de renunciar a la pretensión de verdad, y por tanto de su
diferencia con la ficción, pero también le interesa mostrar que la objetividad es un momento en
la investigación y no la finalidad única del discurso historiográfico. Por un lado, sostiene la
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necesidad de contar con datos fechables, con una base empírica que permita constatar que un
determinado acontecimiento ha tenido lugar, pues de lo contrario se confunde en la
representación del pasado lo real con lo imaginario. No obstante, la interpretación de los
acontecimientos nunca es definitiva y siempre está sometida al debate. El consenso sobre los
límites de la interpretación del pasado no refiere a una práctica exclusiva de la comunidad
historiográfica, sino que supone el diálogo con la sociedad y sobre todo muy especialmente
cuando se tenga trato directo con víctimas y sobrevivientes de acontecimientos límites
recientes. Así la historiografía no sólo confirma su vocación de verdad sino también la
condición de un conocimiento socialmente responsable orientada a alcanzar la mayor
racionalidad y responsabilidad ético-política en el ejercicio de su práctica epistémica.
Ahora bien, uno de los aspectos más importantes en su señalamiento acerca del problema
de la representación histórica es diferenciar entre historia y trauma, pues mientras que la
primera es el esfuerzo por dar forma a lo sucedido, el segundo marca su imposibilidad
(LaCapra, 2001). LaCapra observa que si tomamos al trauma como la imposibilidad de
representar el pasado, de tomar distancia para recordarlo, conocerlo, estudiarlo y proyectar a
partir de ello un futuro más deseable, entonces debemos estar atentos a que los relatos de las
memorias de los sobrevivientes no sean un impedimento para el historiador. No obstante, el
testimonio del sobreviviente es esencial para acercase al pasado reciente. Lo importante es no
confundir o identificar la historia con lo relatado por los sobrevivientes, pues esta disciplina al
aspirar a la verdad cuenta con otras herramientas, además de los testimonios, en la
reconstrucción que hacen posible una representación adecuada del pasado. De este modo,
articular el trauma a nivel individual y social es el trabajo a realizar por los historiadores cuando
afronten el testimonio directo de los sobrevivientes. Mientras que el trauma a nivel individual
constituye una prueba irrefutable de que los hechos a conocer han tenido lugar, el uso del
trauma a nivel social puede servir como categoría de análisis para afrontar representaciones
del pasado que exceden sus límites, mezclando real e imaginario, y generando una oscura
interpretación del pasado. En este tipo casos se llega a buscar causas no constatables que
promueven una sacralización del pasado reticente antes que valorar el análisis de lo que
efectivamente se puede constatar. Este tipo de interpretaciones es contrario a la práctica
historiográfica, pues obtura la posibilidad de conocer cómo fueron los hechos. Podría decirse
que frente al temor de historizar un genocidio por los reduccionismos o simplificaciones en las
que pueda caerse, se niega toda posibilidad investigar (Todorov, 2002).
Por tanto, el recurso al psicoanálisis le permite a la historia identificar el comportamiento
patológico de la memoria, y a partir de allí diferenciar los problemas propios de la
representación historiográfica de los problemas de representación de la memoria individual o
colectiva, especialmente en lo atinente al trauma.
A continuación veremos algunos problemas que plantea la figura del testigo y los
testimonios cuando intentan disputar el pasado a la historia.
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La memoria frente a la historia: la fidelidad al pasado compartido
Una vez más diremos que de lo que se trata al revisar la tensión entre memoria e historia es
aquello que genera la condición reciente del pasado, por su cercanía a nuestro presente. A lo
que se suma la excepcionalidad de los acontecimientos, su carácter de impensables antes de
que tuvieran lugar. De allí también su identificación con la figura del trauma. Qué debe ser
recordado y cómo, son las cuestiones centrales que hacen al problema de la memoria del
pasado reciente en tanto el recordar tiene el propósito tanto de conservar como de transmitir
los hechos. Las dificultades específicas del recuerdo tienen que ver con las condiciones que lo
hacen posible, tanto a nivel individual como colectivo. Problemas en el intento de
reconstrucción del pasado, ya que la memoria se ha de esforzar por conseguir claridad en esas
imágenes; problemas en el intento de legar a las generaciones futuras lo acontecido, pues la
forma de transmitirlo exige que se sepa lo que pasó para no olvidar a las víctimas y para evitar
su repetición. Por tanto, la fidelidad del recuerdo en la reconstrucción y lo ético- político en la
transmisión son las cuestiones a desandar.
Comencemos este apartado por aclarar que la palabra ‘testigo’ puede ser entendida de dos
maneras. Por un lado, podemos hablar de testigo como aquel que como ‘tercero’ da cuenta de
una situación entre dos. En este sentido se destaca la condición de espectador del testigo, y su
neutralidad, pues se supone que no participó de los acontecimientos de los cuales da fe que
tuvieron lugar. Por otro lado la palabra testigo significa también ‘superviviente’ siendo éste el
caso de quien ha vivido de modo directo un acontecimiento sobre el que brinda información. El
testigo como sobreviviente, no es un espectador ajeno a lo sucedido, sino alguien que lleva
consigo la posibilidad de transmitir y dar fe de que un acontecimiento tuvo lugar, lo cual lo
convierte en una voz muy singular pues nadie puede testimoniar por él.
A partir de la segunda caracterización del testigo, la disputa con la historiografía acerca de
la representación del pasado reciente, alcanza su mayor complejidad. Sin su voz y su
presencia no sería posible pensar en el genocidio como acontecimiento radical. El recuerdo de
las experiencias concentracionarias es un relato singular, que no se presta a comparación con
otros testimonios, sino sólo con experiencias límite de otros genocidios. La dificultad extrema
de narrar lo vivido determina la reconstrucción y la transmisión de la memoria y radica tanto en
la falta de categorías disponibles para conceptualizar lo vivido, como por lo terrible de revivir la
inhumanidad de esas experiencias. En la medida en que el testigo se entienda como
superviviente, su relato es el de su experiencia íntima, en primera persona acerca de algo que
ha presenciado; una verdad que no puede ser más que de carácter particular y subjetiva que
resiste a cualquier intento de generalización. Es decir, testimonios como el de los
sobrevivientes del Holocausto, no valen por su imparcialidad sino por lo vivenciado. Así, dirá
Ricoeur, la “fórmula tipo del testimonio: yo estuve allí”, implica al mismo tiempo: “la realidad de
la cosa pasada y la presencia del narrador en los lugares del hecho” (Ricoeur, 2004: 211); y
agrega: “el testigo pide ser creído. No se limita a decir ‘Yo estaba allí’, añade ‘Creedme’” (212).
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Ahora bien, esta caracterización del testimonio plantea, entre otras cosas, la cuestión del
privilegio epistémico de quien cuenta en primera persona lo vivido como equiparable a lo
acontecido. Quien estuvo allí, conoce de modo directo y personal lo que sucedió, y así se
pretende que ninguna otra forma de acceso a ese hecho pueda ser superior o más
satisfactoria. Esta manera de entender el valor de la memoria aparta o desplaza a la
historiografía a un segundo plano, convirtiéndola en una fuente secundaria que debería
confirmar lo testimoniado. La memoria reclama en nombre de los que estuvieron allí, en los
campos, no olvidar a las víctimas, no olvidar el horror (Ricoeur, 2004: 120). La memoria
individual pasa así a un estatuto plural, a memoria colectiva, cuya función principal es la
transmisión de lo vivido16. La memoria colectiva fundada en los grupos de sobrevivientes,
amplía luego su alcance al resto de la sociedad. Esto da lugar a diferentes memorias
colectivas que pugnan porque las sociedades se comprometan a no olvidar distintos
acontecimientos, pero también pugnan entre sí en ocasiones tratando de dirimir qué y cómo
recordar del pasado reciente. Estas diferencias encierran otras cuestiones como reconocer
quiénes son víctimas o cómo presentar ante la sociedad el reclamo de la memoria colectiva, lo
que implica poner en marcha distintas formas de conmemoración.
El recuerdo colectivo se instala en fechas, lugares, monumentos, y diferentes formas de
hacer visible y presente al acontecimiento y a las víctimas (Vezzetti, 2002: 32-3). Uno de
los mayores riesgos es la cristalización o condensación de una única imagen del pasado
refractaria a todo intento de ampliación, modificación o corrección. Si la única voz
autorizada para hablar del pasado reciente signado por el carácter traumático es la de los
sobrevivientes, encargada de repetir lo que sucedió una y otra vez, conmemoración tras
conmemoración, se corre el riesgo -parafraseando una conocida distinción introducida por
Todorov-, de que la memoria no funcione como ejemplificadora, es decir, buscando evitar
que se repitan las condiciones que hicieron posible aquellos acontecimientos y se reduzca
entonces a un recuerdo literal, a un ejercicio colectivo de memoria consagrado únicamente
a revivir el pasado (Todorov, 2000).
A estas dificultades políticas de la memoria debemos sumarle las limitaciones que tiene la
propia facultad de la memoria. Para la memoria individual o colectiva existe siempre el
problema de que recordar no es un acto automático, libre de engaños, que garantiza de por sí
la verdad sobre el pasado. En este sentido, recordar implica el esfuerzo de traer al presente
aquello vivido, y en este esfuerzo aparece la memoria como reconstrucción del pasado. No hay
un pasado puro, objetivo, que la memoria trae al presente. Es siempre desde un presente que
se trae algún aspecto del pasado. Se ejerce una selección, donde algunos aspectos quedan
olvidados y otros remarcados en virtud de la resignificación de la época desde la que se
recuerda. A ello se ha de agregar lo mencionado anteriormente acerca de las patologías de la
memoria, especialmente lo vinculado con el carácter traumático (Ricoeur, 1999). Y esto porque
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La caracterización de la memoria colectiva proviene de la clásica definición de M. Halbwachs, para quien los
individuos pueden recordar sólo dentro de los marcos sociales generados por los diferentes grupos a los que
pertenecen. Para este autor la memoria colectiva tiene preeminencia sobre la memoria individual, ya que “nadie
recuerda solo” (Halbwachs, 2004). La relación entre memoria colectiva y memoria individual es compleja y ha sido
abordada directa o indirectamente por casi todos los autores mencionados en este capítulo.
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de algún modo, los problemas del pasado reciente se ven constituidos y atravesados por la
posibilidad de una memoria que podría no ser fiel a los hechos, no solo en los casos que
intencionalmente podría falsearse un dato, sino en los casos en que la memoria no puede dar
cuenta por sí misma de los olvidos o inexactitudes.
El trauma es esa manifestación de la imposibilidad de recordar que se patentiza en no
poder tomar distancia con el pasado, lo cual ha sido propuesto desde el psicoanálisis freudiano
como la sustitución del recordar por revivir o volver actuar lo vivido (acting out, LaCapra, 2001:
108). De este modo, la representación del pasado se ve afectada involuntariamente, al no
poder contar con la distancia temporal entre pasado y presente. La causa de esta afección en
el plano de la memoria individual obedecería a las estrategias de la psiquis para sobrellevar el
recuerdo de una experiencia que resulta lesiva a la integridad del individuo, a la identidad
personal. A su vez, suponiendo que sea válido transpolar el mecanismo de la memoria
individual analizado por el psicoanálisis al campo de la memoria colectiva, el trauma sería
identificable en las formas conmemorativas que se limitan a venerar o sacralizar el pasado. En
este sentido el trauma aplicado al colectivo de sobrevivientes como a la sociedad que los
contiene, remitiría también a una amenaza contra la integridad de la sociedad misma. Las
implicancias del trauma en ambos niveles terminan por confirmar la inadecuación de la
memoria como único registro válido del pasado reciente.
Conclusión
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experiencias disponibles. Por esta razón el pasado reciente reviste un interés permanente,
pues obliga a pensar e investigar los aportes y superposiciones entre ambas formas de
representación del pasado, la historia y la memoria.
Bibliografía
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Conclusión
Rosa E. Belvedresi
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otras disciplinas puesto que provee, al igual que ellas, teorías que dan cuenta
razonablemente de la evidencia empírica disponible. Esto también se vincula a la
caracterización del objeto de investigación historiográfica, el cual se modifica, en cuanto
nuevas técnicas o nuevos datos permitan considerarlo bajo otras miradas; algo similar a lo
que ocurre en las ciencias, en general.
Sin embargo, además de la verdad sobre el pasado y su constitución como objeto de
estudio, surge un elemento extra en cuanto se trata también de los modos en que aquél es
rememorado y considerado valioso para constituir la herencia a legar. En las sociedades
actuales pueden constatarse debates en los que operan los componentes práctico-normativos
que invisten la relación que cada comunidad mantiene con su pasado. Un ejemplo de estos
debates es la llamada Historikerstreit (la disputa de los historiadores) que se dio en Alemania
en la década de los ochenta sobre la comprensión histórica del pasado nazi. Similar debate se
generó en los años noventa con la publicación del libro de D. Goldhagen sobre la colaboración
de la sociedad civil en el exterminio judío. En ambos casos lo que estaba en discusión fue cuál
interpretación era, no sólo empíricamente adecuada sino, también, políticamente admisible
(Finchelstein, 1999; Friedlander, 2008).
En tal sentido, la discusión acerca de la verdad de los relatos históricos, o al menos, la de
su pretensión, no se agota en determinar si una particular descripción del pasado es adecuada
para la evidencia disponible. Dado que, como la filosofía de la ciencia desde Popper ya lo ha
afirmado, los datos pueden ser funcionales a más de una teoría, la cuestión de la aceptación
de una por sobre otra adquiere, en las comunidades sociales, la dimensión de un debate por la
justicia que determinada representación histórica hace de los actores y situaciones de las que
pretende dar cuenta. Si bien los historiadores pueden debatir en términos metodológicos la
fertilidad que un enfoque pueda tener sobre otro (uno económico sobre otro político, por ej.), el
debate por el pasado, y fundamentalmente por su sentido, no es privativo de una práctica
científica. En nuestro país es notable la presencia que el pasado tiene en las producciones
artísticas, las manifestaciones sociales y los debates políticos. En relación a las primeras, basta
con un recorrido por librerías, cines o programas de televisión para encontrarse con
interpretaciones de hechos puntuales del pasado que le disputan a la historiografía su
pretendida superioridad para dar cuenta del pasado con “objetividad y verdad”. En tal sentido
resulta muy ilustrativa la posición de escritores como Andrés Rivera que abiertamente
cuestionan el papel político que la historiografía argentina ha jugado y en su lugar reivindican
aproximaciones literarias y estéticas que incluso hacen explotar la diferencia entre verdad y
ficción sobre la que podría basarse la legitimidad cognitiva de la historia frente al arte y la
literatura (Rivera, 1995).
En la medida en que la filosofía de la historia se preocupa por la condición histórica del ser
humano, su campo de reflexión también cubrirá cuestiones tales como la disputa por las formas
de abordar el pasado, la construcción de su sentido, los usos que se hagan de él y las formas
de recordarlo. Cuestiones que, como se ha dicho, no se responden únicamente atendiendo al
quehacer de los historiadores.
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Surgen, además, otras cuestiones cuando se reflexiona sobre lo que la filosofía de la historia se
propone pensar, una vez admitido que ya no se propone descubrir (en verdad, proponer) el plan de
la historia ni se agota en una teoría sobre el conocimiento histórico. Se trata de qué pasado puede
ser considerado histórico, y en tal sentido, objeto de reflexión filosófica.
Así como en la introducción se identificaron las que considerábamos características propias
del tiempo histórico, vale ahora detenerse a reflexionar qué constituye al pasado histórico. Del
mismo modo que para aquella consideración del tiempo, el pasado histórico será el pasado
compartido, socialmente significativo, en relación al cual los agentes sociales ubican sus
propios pasados biográficos. No todo pasado es históricamente relevante, y ésa es una
cuestión que no se plantea en términos de las notas definitorias de cuál sea un objeto de
estudio. La conformación del pasado histórico supone, para retomar el título clásico de L.
Febvre, un verdadero combate.
La historiografía ha “descubierto” el carácter histórico de objetos y sujetos que no parecían
tenerlo. Así, nuevos temas historiográficos disputaron la hegemonía que la política, y el Estado
en particular, tuvieron tradicionalmente. La sensibilidad histórica podrá asumir la forma de la
curiosidad del forastero que se preocupa por conocer lo que es distinto de él, sin ninguna otra
finalidad que la de satisfacer su propia curiosidad. Pero actualmente, podría decirse que el
anhelo de transformarse en objeto de indagación histórica expresa, también, una lucha por el
reconocimiento. Así, la irrupción de un nuevo campo de indagación expresa la puja de un grupo
social por ser incluido en el relato que determinada comunidad o generación se cuenta sobre sí
misma. Es posible que la denominada “historia de las mujeres”, sea un buen ejemplo de este
caso, si bien no el único.
Como señala Scott (1993), el reconocimiento de una nueva dimensión del pasado histórico
no puede ser resuelto bajo una simple lógica aditiva: sabemos “más”, sabemos lo que antes no
sabíamos. No basta con agregar un capítulo a un libro de historia, en el que se dé cuenta de
los pueblos que habitaban lo que hoy llamamos América antes de la colonización española, o
se estudie la participación de las mujeres o de los esclavos en distintos momentos de la historia
nacional. Se trata de una re-significación del pasado que lo constituye como digno de recuerdo
y valioso para el traspaso a las nuevas generaciones. Y esa re-significación surge de las
inquietudes y preguntas que se plantean en el presente. Se trata, de nuevo, de la densidad
histórica de la vida social, de las estrategias que cada generación, grupo social o comunidad
nacional despliegan para insertarse en una trama de significados que vincule el presente con el
pasado y, también, con el futuro. Por eso no se agota en una discusión entre especialistas en
historia, sino que incluye los debates sociales y políticos acerca de cuáles son los modos
valiosos de pensar el pasado.
Se puede generar así una tensión interesante entre lo que podríamos llamar el pasado
historiográfico y el pasado histórico, social. Mientras el primero remite a un objeto de estudio de
una disciplina académica con sus propias reglas y una comunidad reconocida que la lleva
adelante, el segundo se vincula a las significaciones que las comunidades generan acerca del
pasado que consideran relevante. Se trata de significaciones compartidas pero también
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disputadas. Aún cuando el sentido del pasado pueda aparecer cristalizado, como cuando
conforma la memoria oficial o el relato contenido en un libro escolar, ese sentido está siempre
abierto a ser re-creado. Podría decirse así que el pasado nunca está demasiado lejos, ni
demasiado “frío”. No es un pasado “encapsulado” (la expresión es de Collingwood) que opere
como una entidad trascendente sobre la conciencia histórica. En Argentina puede verificarse un
debate intenso incluso en relación a lo que podría considerarse el pasado “fundacional”, como
lo ejemplifican las disputas en torno a figuras como Rosas o Roca. Esos debates no se saldan
con los resultados que podrá proveer la investigación histórica, aunque ella deba garantizar la
autenticidad y suficiencia de la evidencia histórica, su adecuación y pertinencia para abordar
determinado suceso histórico. La verdad es la condición necesaria pero sólo inicial para la
comprensión histórica, ésta involucra operaciones más complejas que la constatación de que
una teoría historiográfica no incurra en falsedades manifiestas o tergiversaciones.
Como bien lo ha señalado el narrativismo, lo que está en disputa es el sentido que se otorga
al pasado, los modos de pensarlo, conservarlo, rememorarlo. En suma, transmitirlo a los que
están por venir. Hoy, por ejemplo, está disponible para nosotros una matriz de sentido que nos
permite pensar nuestra historia nacional como el proceso de construcción de un Estado cuya
constitución supuso el exterminio de determinados grupos sociales, a los que denominamos
“pueblos originarios”. Esa “idea” sobre nuestro pasado habilita incluso la discusión acerca de la
aplicación de categorías que se formularon mucho después o para otros casos, como la de
“genocidio”. Tal re-significación debe verse en relación a la reflexión política y a la
sensibilización social que se generó en torno a la comprensión de las llamadas “masacres
administradas” del siglo pasado.
El pasado histórico se nutre de los avances de las ciencias sociales, es decir del pasado
historiográfico, como el ejemplo mencionado. Su constitución supone también la intersección
de valoraciones políticas y culturales (en sentido amplio) cuyo origen puede no estar en una
disciplina científica sino en las disputas que atraviesan a las comunidades sociales. El pasado
historiográfico, a su vez, tiende a incorporar las demandas de sentido que provienen de actores
excluidos del tratamiento “académico” hasta el momento (las clases subalternas, las mujeres,
los trabajadores, los indígenas y un largo etcétera), generando las historias respectivas.
Como decíamos más arriba, la comprensión histórica no se desarrolla sólo por sumar más
información a la que ya teníamos, ella es producto también de las disputas por el sentido del
pasado. Disputas que se dan en el presente y cuyo desarrollo tiene que ver, también, con el
futuro que es posible pensar. De todo eso, como esperamos haber podido mostrar, hemos
dado cuenta en este libro.
Bibliografía
Belvedresi, R. (2005). “El sentido de la historia: ¿un viejo tema?”, en: La comprensión del
pasado; Brauer, D. y Cruz, M. (eds.), Herder, Barcelona.
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