Francisco Romero - Filosofía de La Persona

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Francisco Romero, Filosofía de la persona

Losada, Buenos Aires, 1944

Filosofía de la persona
1935

El problema es la doble naturaleza del hombre, que por un lado apunta a lo contingente, lo
que satisface sus apetencias naturales, y por el otro se orienta fuera de lo individual, hacia
lo objetivo y universal. A estas dos caras de nuestro ser, denominamos psique a la primera y
espíritu a la segunda.
El espíritu es la forma más reciente de la realidad (nace con la historia) y posee la debilidad
de un recién nacido. Es fácil aplastar a un recién nacido, pero no negar que existe. El
espíritu vive y se alimenta de la psique, pero es irreductible a ella.
El animal no posee un mundo, posee un medio ambiente. El hombre, gracias a su espíritu,
puede objetivar su contorno y convertirlo en mundo otorgándole significación propia e
independiente. (Scheler) Así también, el hombre se orienta hacia otras formas de
objetividad: hacia los valores. La esencia de estos es valer, mostrar cierta dignidad,
objetivamente, sin referencia a ningún impulso individual.

La persona es el individuo espiritual, es pura actividad. La persona es el conjunto de los


actos espirituales en cada sujeto. Pero este conjunto es unitario, hay un centro desde donde
irradia. Individuo y persona son dimensiones opuestas, en guerra constante.

La marcha de las formas inferiores hacia las superiores se nos presenta como progresiva
unificación. La persona es unidad, pero también es voluntad de unidad: autoposesión,
autodominio. De este unidad derivan dos exigencias: deber de conciencia y deber de
conducta. El deber de la conciencia nos impone poseernos intelectualmente, sabernos. El
autoconocimiento se extiende hasta convertirse en exigencia de conocimiento total. Este
deber corrobora la propia naturaleza del espíritu que es el poder des-individualizar. Ciencia
y filosofía buscan la verdad porque son actividades en cuanto encarnamos el espíritu. Son
tareas infinitas que nos aproximan a una realidad infinita.
El deber de conducta nos impone obrar como personas. Ello supone impedir que a los
impulsos que se manifiesten por su cuenta, sin orden, ni norma.

El individuo actúa según su naturaleza. La persona se determina por principios, por puros
valores.

La dualidad rostro-máscara puede describir a la de individuo-persona.

La vida personal como programa y decisión. No es tanto la acción como el propósito


(Ortega). Lo que nos ocupa no es la acción misma, sino la acción futura, lo que vamos a
hacer después. El presente es proyectado hacia el porvenir. Toda acción supone la decisión
previa. El programatismo se cumple tanto para el individuo como para la persona. Mientras
que el individuo el programa puede variar entre límites muy amplios (horizonte subjetivo),
en la persona ella misma es programa (el horizonte es un orden estable). La persona es el
papel impuesto al individuo y también el autor.
La capacidad espiritual de descubrir y reconocer objetividades está organizada en la
persona alrededor de la voluntad de valor, la decisión de afirmar el valor. Lo más nuestro
no es lo que hacemos, sino lo que nos hemos propuesto hacer. Los valores residen en un
mundo aparte, ajeno a nosotros. Hay ciertos valores que se establecen como intermediarios
entre la persona y los demás valores: son los valores éticos, los valores mediante los cuales
la persona se articula con los restantes. Los valores éticos se afirman cuando afirmamos
cualquier valor. La verdad nos dice que algo es verdadero, pero no se nos impone. Obramos
éticamente cuando nos decidimos por la verdad. Desde el punto de vista de la persona, la
eticidad goza de una especia de universalismo. Es lo que le permite entrar en relación activa
con todos los valores.

Por su esencia, los valores están fuera del tiempo, pero el espíritu humano que los descubre
sí está en el tiempo. Pueblos históricos han ignorado ciertos valores que ahora se nos dan
como evidentes. El espíritu de ellos carecía del órgano adecuado para captarlos. La
afirmación de los valores es esencial a la persona, pero ella participa de la relatividad
histórica del espíritu. No puede afirmar sino los valores que entran dentro de su campo
visual. Los valores en cuanto afirmados históricamente por el hombre, dan lugar a los
complejos valiosos que llamamos bienes y componen el mundo de la cultura. El espíritu
crea la cultura, pero a la vez es sostenido y alimentado por ella. Pero la cultura también
presenta un obstáculo para el espíritu, ya que los bienes logrados quieren imponer su estilo
a los venideros.

El individuo establece con su contorno y con los demás individuos únicamente relaciones
de hecho. La persona, en cambio, se interesa por lo que deber ser, en tanto para estimar lo
que es como para aspirar a los que no es todavía.

La libertad es indispensable a la persona porque la persona no es sino la libre afirmación


del valor. No hay persona sin afirmación del valor pero esta afirmación no es personal si no
es libre, si no surge espontáneamente del centro de la persona.

Persona y trascendencia
Ensayos, Montevideo, marzo 1937

El espíritu es autonomía ante lo orgánico.

El individuo es centralizador en provecho propio. En la persona hay un contraste entre la


centralización y la dispersión. Hay una unidad, un centro, pero también hay una fuerza
centrífuga, una fuerza que va mas allá de los que propio para el individuo.

Es propio de la persona estatuir un orden universal de derecho y garantizarlo. Este orden


tiene dos sectores. El “reconocimiento” de lo que es. Conocer por el saber mismo. La
persona respeta lo que es, salvo que no sea lo que debe ser. La intervención activa para
imponer lo que debe ser es la acción ética.
El individuo atrae a sí todos los objetos que entran en su zona de influencia. La persona
funciona como un haz de movimientos trascendentes. Es pura trascendencia. Trasciende
hacia las cosas en el conocimiento, en la apreciación estética, trasciende hacia los valores,
hacia la afirmación de las demás personas. El espíritu se realiza trascendiendo.

El presente inviolable
Cuadernos Americanos, México, enero-febrero 1943

Teoría y práctica de la verdad, la claridad y la precisión


Revista de Pedagogía, Tucumán, julio 1939

Sólo el conocimiento verdadero es propiamente conocimiento. La claridad y la precisión


sólo son deseables.

La verdad consiste en la conformidad de un conocimiento con la situación objetiva que


enuncia. La verdad se nos hace presente mediante la certeza. Ésta se da de dos formas:
como certeza asertórica o certeza de hecho, y certeza apodíctica o de derecho.

Saber ingenuo y saber crítico


La Nación, 13 de julio de 1941

El saber ingenuo se va constituyendo en nosotros a lo largo de oda la vida, mediante la


recepción y la propia experiencia; el saber crítico ocurre sobre todo en la ciencia y en la
filosofía, esto es, en las actitudes deliberadamente cognoscitivas. Sin embargo, no
podemos decir que uno sea incierto y el otro sólido e indudable. Tampoco es cierto que
haya hombres que practiquen uno sólo de estos saberes. El saber ingenuo es natural en todo
hombre (espontáneo), el saber crítico es una especialización (disciplina).
En el saber ingenuo no se busca ninguna finalidad definida. Este saber acumula un gran
caudal de experiencia cierta, pero muy vulnerable, llena de desfallecimientos (olvido,
intromisión de la imaginación, etc.). El conocimiento crítico parte de que el saber seguro es
fruto de la disciplina: es un saber que se vigila a sí mismo. Lo que se busca es un método.
El saber ingenuo es subjetivo. El método del saber crítico se orienta a suprimir cualquier
rasgo de subjetividad. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la objetividad nunca se
alcanza totalmente. La universalidad y objetividad sigue funcionando como norma
reguladora para el saber crítico.
En el saber común sólo hallamos un conjunto de hechos, en el saber reflexivo encontramos
dos instancias: una cierta idea (deber ser) y una colección de hechos en los que esta idea se
va realizando.
El saber común crece como por capas geológicas, el saber crítico es siempre arquitectural.

El positivismo: etapa y movimiento


La Nación, 28 de diciembre de 1941
Existe una “etapa” positivista y un “movimiento” positivista.
La etapa positivista va desde 1830 (publicación del Curso de filosofía positiva) hasta 1870
u 80. El positivismo en cuanto etapa no es positivismo puro, sino positivismo más
materialismo cientificista. El positivismo pretende ceñirse a la experiencia, no avanzando
más allá del fenómeno. Se renuncia a la metafísica y se aspira a la organización filosófica
de un saber de los hechos y sus conexiones. Se convierte en un relativismo afirmativo.
El cientificismo materialista concibe como entidades últimas la materia y la fuerza
(Buchner). Su fundamentalismo lo emparenta con el racionalismo mecanicista de
Descartes.
La llegada del positivismo y materialismo se produce por el cansancio producido por la
especulación metafísica del idealismo alemán.
Para Dilthey hay una unidad entre materialismo y positivismo. Ambos conciben al mundo
como un mundo de cosas. El materialismo sería la posición dogmática, mientras que el
racionalismo sería la posición más crítica.
El positivismo en cuanto movimiento o dirección es tan antiguo como el hombre: es una de
las actitudes permanentes del espíritu humano.

La filosofía de la historia en el positivismo


La Nación, 19 de abril de 1942

El racionalismo, con su predilección por las esencias universales, difícilmente podía


considerar la historia como asunto digno de atención. El iluminismo no tenía para la
historia otro criterio que la “razón”, criterio usado para juzgar antes que para entender. El
iluminista cree que la razón se extenderá gobernando la historia. Interpreta el acontecer
humano como marcha hacia una meta, como superación y progreso. En el tránsito de la
ilustración al romanticismo, esta marcha se dirige hacia un fin ideal, la realización de la
idea de hombre, la humanidad (Herder). Para el romanticismo, la historia es un
desenvolvimiento, un desarrollo que afirma y hace florecer el espíritu y conquista su
libertad.
Lo determinante en el positivismo es dar cuenta de la historia, no por sus fines o ideales,
sino por motivos concretos y de hecho, mediante la búsqueda de causas. Un ejemplo es el
materialismo histórico que posee la particularidad de ser un programa de inmediata acción
política-social. Una de las claves para la interpretación positivista de la historia es la
influencia del medio. Otra clave es el evolucionismo mecánico y cósmico (Spencer).
Darwin introduce la idea de que la finalidad se origina por el funcionamiento de la mera
causalidad. Sin embargo, se debe tener cuidado en usar la metáfora biológica en la historia
(pueblos jóvenes, que crecen, mueren, etc.). Los motivos de índole biológico también
llevan a posiciones racistas.

Sobre la filosofía en Iberoamérica


La Nación, 29 de diciembre de 1940
Se ha superado la soledad del pensador iberoaméricano. Se han dado las condiciones para
un producción intensa y continuada gracias a la conciencia de participar en un trabaja
solidario. Se inicia una etapa de “normalidad filosófica”
Normalidad filosófica es, ante todo, el ejercicio de la filosofía como función ordinaria de la
cultura. No como una actividad exclusiva de unos pocos dotados de vocación, sino de
muchos que sin mentes extraordinarias aporten su seriedad y disciplina. Es necesario un
“clima filosófico”, una especie de opinión pública especializada que puede operar como
estímulo o freno. La labor filosófica no se desarrollará a saltos, dependiendo del genio de
unos pocos, sino como un progreso. Uno de los signos más provisorios es al voluntad de
agrupación y mutuo conocimiento entre quienes trabajan.
Esto puede resultar modesto, pero es un esfuerzo sólido para que alguna vez podamos tener
una filosofía original.
En nuestra espiritualidad, la vocación filosófica ha llegado a adquirir conciencia de sí y
búsqueda de su expresión. Una expresión de esto, es la vuelta al pasado que ha tomado
nuestra filosofía.

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