Cuentos Navidenos Politicamente Correctos - James Finn Garner

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Los

cuentos navideños siempre nos han emocionado pero hasta ahora venían
soportando el lastre de unos valores y tradiciones propios de una sociedad
injusta. Historias que refuerzan el sofocante e intolerable sistema de clases o
que legitiman el estereotipo de un feliz y rechoncho patriarca opresor y
justifican los abusos a animales salvajes que abundan en la literatura
universal. Ahora, tras sorprendernos con sus divertidísimos y agudos libros
anteriores —«Cuentos infantiles políticamente correctos» y «Más cuentos
infantiles políticamente correctos»—, James Finn Garner se atreve a
profundizar en estos cuentos aptos para todos los públicos con la finalidad de
liberar nuestra conciencia del fantasma de prejuicios que pertenecen al
pasado. Resultado: unas entrañables historias que reavivan el auténtico
espíritu navideño dignificando a sus privilegiados protagonistas, incluidos
preadultos y animales de compañía, que harán las delicias de todas las
generaciones venideras políticamente correctas.

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James Finn Garner

Cuentos navideños
políticamente correctos
ePub r1.0
Titivillus 28.04.2019

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Título original: Politically Correct Holiday Stories
James Finn Garner, 1995
Traducción: Gian Castelli Gair

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Dedicado a la buena gente de la Universidad Estatal de
Moorhead, en la que el muérdago ha sido oficialmente
prohibido como forma de decoración navideña debido, según el
presidente de dicha institución, Roland Dille, a que «tiende a
justificar muestras de afecto no solicitadas[1]».

Y también a Lies y Liam, mis dos relucientes estrellas
navideñas.

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INTRODUCCIÓN

lanca nieve algodonosa. Tazas de dorado ponche. Imágenes de


ciruelas escarchadas.
En esta festiva época del año, es bueno que todos y cada uno
de nosotros consideremos cuidadosamente hasta qué punto
continúan resultando crueles y discriminatorias tantas de nuestras antiguas
«tradiciones» estacionales. La importancia que damos a la nieve y a unas
«Navidades Blancas» constituye, sin duda, una bofetada en pleno rostro para
todas aquellas personas que pueblan naciones tropicales en vías de desarrollo,
gentes que en la vida real nunca llegan a ver la nieve. El amable ofrecimiento
de una taza de ponche de huevo es poco menos que un insulto para los
vegetarianos convencidos de nuestro entorno.
Y cualquiera que padezca las consecuencias de una afección digestiva
podrá atestiguar que la danzarina imagen mental de unas ciruelas escarchadas
representa más una pesadilla que un dulce sueño.
La dureza e insensibilidad que tanto abundan durante la época de la
Natividad me obligan así, una vez más, a llevar a cabo un servicio público en
nombre de los probos celebrantes que en el mundo existen y someter a
revisión nuestros cuentos navideños favoritos para adaptarlos a la sensibilidad
de la era actual. Permítaseme mencionar que, con objeto de evitar cualquier
sugerencia acerca de mi posible intención de aprovecharme con este libro del
frenesí consumista de las fiestas, traté de persuadir a mi editor para que lo
lanzara al mercado en una época más apacible del año, tal como podrían ser
los meses de febrero o marzo, lo que permitiría a cualquiera reflexionar sobre
estas ideas de un modo sosegado y racional. Sin embargo, el libro se ha
puesto a disposición del público en otoño debido a que finalmente se acordó
que no había por qué tolerar una sola Navidad más a la antigua usanza.
A todos aquellos cínicos que opinan que una celebración responsable y
progresista debe asimismo ser alternativamente divertida (esto es, aburrida),
les pediría que reflexionaran sobre la evolución de las actuales tradiciones.
Todos sabemos (o deberíamos saber) que los primeros cristianos y cristianas

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decidieron conmemorar el nacimiento de su Salvador al mismo tiempo que
los festejos paganos de invierno con los que se saludaba el retorno del sol. De
este modo, podían celebrar su «Misa de Cristo» sin tener que relegar a sus
vecinos o vecinas y, a la vez, multiplicaban las posibilidades de verse
invitados a un opíparo festejo. Tan temprano ejemplo de jolgorio solidario
debería servirnos a todos de inspiración. Los neopaganos y las neopaganas
actuales pueden sentirse especialmente orgullosos y orgullosas de su legado.
Del mismo modo, podemos convertir estos días festivos en otras tantas
oportunidades para desarrollar un pensamiento crítico positivo, simplemente
aprovechando las enseñanzas de numerosas leyendas y tradiciones orales.
Piensen en ese cuento de viejas (y viejos) acerca de los animales que,
aprisionados en el corral, obtuvieron el don del habla al llegar la Nochebuena.
Inicialmente, podríamos contemplar este ejemplo como un inquietante intento
por antropomorfizar a otras especies, obligándolas contra su voluntad a
celebrar las fiestas de los humanos en detrimento de sus propias tradiciones.
No obstante, también podemos convertir esta fábula en un positivo ejercicio
de autocrítica si tratamos de concebir las perspectivas que otros animales
podrían descubrirnos sobre nuestra propia especie. Que luego nos guste —o
no— lo que puedan revelarnos es, por supuesto, cosa bien distinta.
Es sin duda de lamentar que esta tarea de liberar los festejos de la
opresión de las tradiciones no haya sido acometida anteriormente, así como
que su puesta en práctica se haya encomendado a un miembro de mi raza,
clase y género. Recurriendo a la simbología propia de la estación, diré que no
me considero un hombre sabio, ni una estrella luminosa, ni una lámpara
maravillosa, ni un festín de frutas, ni un mensajero celestial, ni una piñata ni
ninguna clase de troncos mágicos ni budines flambeados[2]. Confío en que no
transmitiré la impresión de que tengo por modelo a ese otro miembro de la
Élite del Poder Genital[3], Kris Kringle, y que por ello irrumpo aquí dando por
supuesto que mis «dones» habrán de ser graciosamente aceptados por cuantas
personas de bien habitan en el mundo. Mi único deseo es que disfruten
ustedes de estas historias y que las compartan con su familia, sus asistentes
laborales domésticos y los demás grupos de su entorno, ya sean sociales o de
cualquier otra índole. Asimismo, espero que se conviertan para ustedes en
nuevas tradiciones, al menos hasta que aparezca algo mejor. Y voto por que
estas fiestas resulten precisamente como ustedes las conciban, si es que de
hecho las han concebido de algún modo.

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ERA NOCHEBUENA

ra Nochebuena, en la cooperativa
nadie alborotaba, nadie se movía.

Los niños dormían: por todo consuelo,
sueños de lentejas y pan de centeno.

Después del colegio, habían saludado
con bailes y cantos el invierno helado;

para honrar la Tierra con más eficacia
que comprando dulces a la tía Engracia

o arrancando un árbol para mutilarlo
y luego vestirlo de puesta de largo.

Tras bajar un poco la calefacción
y acostarnos todos en nuestro jergón,

se oyó en el jardín un estrépito tal
que al suelo me vine de un golpe infernal.

Repté a la ventana, descorrí el pestillo:
«¿Dónde está el sereno?», grité en calzoncillos.

Y observé allí abajo, entre la penumbra,
un trineo con renos de escasa estatura.

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Sentado a las riendas, un anciano agriado
que trataba a todos como sus esclavos.

Recordé su rostro de anuncios variados:
juguetes, champañas y coches usados.

Por lo que expresaba su faz jactanciosa
muy mal no debían de marcharle las cosas.

Por más reforzar sus tiránicos modos
llamaba a los renos con viles apodos:

«Negrito», «Morito»… palabras provistas
de fuerte desprecio y de tintes racistas.

No les permitió reposar en el suelo:
chasqueó los dedos y alzaron el vuelo,

pero la techumbre ya estaba tan vieja
que al posarse en ella partieron las tejas.

Al verle trepar sobre la chimenea
supe cuál sería mi siguiente tarea.

Me puse la bata y bajé a toda prisa;
sólo con pensarlo, ya muerto de risa:

estaba cubierto de pies a cabeza
con desechos fósiles de enorme pureza.

Su casaca roja se hallaba adornada
con pieles de armiño aún ensangrentadas.

Le encaré gritando con voz resonante:
¡No a los que torturan a los animales!

Me miró aturdido, con gesto agradable,
desde su gordura, nada saludable.

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Puesto en pie era, el pobre, más ancho que largo
(muchos alimentos, más dulces que amargos).

Mas no sólo era eso lo que me asqueaba
lo más espantoso es que, encima… ¡fumaba!

No podía creerme lo que había entrado:
¡un carcinogénico sobrealimentado!

Le vaticinaba —tal era su aspecto
un fallo cardíaco en cualquier momento.

Tras de sí arrastraba una bolsa roja
en la que portaba yo qué sé qué cosas.

«¿Dónde está vuestro árbol?», preguntó extrañado.
«En el jardín —dije—. Como está mandado».

«¿Y qué hago con todo lo que os he traído?».
«Por mí, te lo llevas por donde has venido.

Seguro que topas con seres humanos
más materialistas de los que aquí estamos.

Gentes entregadas al vil consumismo,
de esas que alimentan el capitalismo».

Mi expresión severa no sirvió de nada:
su única respuesta fue una carcajada.

Añadió: «¿Y los niños? No seas riguroso:
crecer sin juguetes es algo espantoso».

Me miró despacio, con ojos serenos,
mas yo seguía firme, sin ceder terreno.

«Se lo pasan bomba jugando ellos solos

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y en nada precisan de tus chirimbolos.

Hacen socorrismo para salvar vidas,
llevan a los pobres ropas y comida;

reciclan, reponen, reforman, renuevan,
para alivio y gozo del planeta Tierra.

Van a encadenarse a centros militares
para protestar contra las nucleares».

«¿Y qué hago yo ahora? —preguntó el anciano—.
No tengo costumbre de viajar en vano».

«Me estás resultando un poquito creído…
Anda, abre esa bolsa; a ver qué has traído».

Y ante mis narices, va el muy sinvergüenza
y saca una Barbie enjoyada y con trenzas.

«¡Traerle esto a mi hija no es más que un ultraje!
¡Ni ella es tan sexista, ni yo tan salvaje!

¡Con esa tripita y con esa figura,
idiotizaría a mi criatura!

Querría someterse en plena adolescencia
a dietas sin grasas y a graves carencias.

Tomando su aspecto normal del revés
en vez de aceptarse tal y como es».

Él seguía buscando dentro del capazo:
«¡Mira este juguete! ¡Es un exitazo!».

Al ver lo que era, solté un alarido:
¡Una metralleta de aire comprimido!

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«¿Llamas exitazo a ese trasto dañino?
¿Al arma perfecta para un asesino?

¿Por qué no una bazuca o quizá una granada?
¿Por qué no un machete o una recortada?

¿Qué otros disparates transportas ahí dentro?
Ábrelo ahora mismo, a ver lo que encuentro…

¡Una cocinita! ¡Esto es repugnante!
¡Qué idea tan machista y tan esclavizante!

“Flechas dirigidas mediante infrarrojos”…
¿Quieres que mis hijos me salten un ojo?

Y grúas, y sierras, e incluso un mecano
que hacen de las selvas zonas de secano.

Palés y Monopolys… valiente inmundicia:
escuelas primarias para la codicia.

Y aquí hay aún más armas, esto no termina…
¡y aquí hay más muñecas, y aquí hay más cocinas!».

Tan sólo eso había en su cargamento:
juego de incultura y aburguesamiento.

(Aunque vi una cosa que era interesante:
un libro de cuentos de un tal James Finn Garner).

«¿Sabes qué te digo? —anuncié finalmente—.
Que nada hay aquí que interese a mi gente.

Aquí predicamos valores más altos,
de los que estos “juegos” se revelan faltos».

El viejo granuja, por fin derrotado,
se echó el saco al hombro y me dijo apenado:

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«Qué lástima siento de todos tus niños
y de que les tengas tan poco cariño.

Recorren los pobres, por lo que has contado,
en vez de una infancia, un voluntariado».

Repuse: «Ya basta, no montes un drama
porque los criemos de una forma sana.

Viven y se nutren de buenos principios,
ya te lo he explicado en no sé cuántos ripios».

Preguntó: «¿Y podría conocerlos, al menos?».
«Están ocupados soltando a tus renos».

Se enfadó el anciano, y sin más despedida
que una palabrota, salió de estampida.

Subió como un rayo por la chimenea
y oí que las cosas se ponían feas.

Era obvio que aquel asesino de armiños
no apreciaba el gesto de mis nobles niños.

Los espantó a todos y, sin gran trabajo,
volvió a uncir los yugos de todo su hatajo.

(Pienso hoy que, de aquello, lo único agradable
es que su retorno resulta improbable).

Mas ¿saben qué dijo aquel viejo truhán
después de desearnos Feliz Navidad?

«Me voy sin rencores, tenéis mi palabra;
pero, ojo, que conste: ¡¡estáis como cabras!!».

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GLACIAL, LA PERSONA DE NIEVE

obby y Betty eran dos hermanos que solían reñir por todo.
Algunas veces se peleaban por cosas importantes, y otras veces
por insignificancias (y, como suele suceder en la mayoría de los
esquemas conflictivos de comunicación masculinos/femeninos, a
menudo ni siquiera conseguían ponerse de acuerdo acerca de la importancia o
irrelevancia de las mismas). No había forma de intervención en tiempo de
crisis que lograra poner fin a sus rencillas.
Un día de invierno, su desesperado proveedor de cuidados les envió
afuera a jugar. La noche anterior había caído una delgada capa de nieve —la
primera de la estación—, y el mundo exterior aparecía escarchado como la
superficie de una tarta de esclavización matrimonial. Rodeados por aquel
entorno deslumbrante, Bobby y Betty intentaron decidir a qué jugarían.
¿Y si construían un fuerte de nieve? Demasiado militarista, dijo Betty.
¿Y qué tal unos ángeles de nieve? No, se opuso Bobby, pues ambos
habían sido educados en el agnosticismo. Por otra parte, semejante exhibición
pública de imágenes religiosas podría incomodar a otras personas.
Lo mismo sucedió con las bolas de nieve, el trineo y los patines: todos se
vieron rechazados por un motivo u otro. Sugirió entonces Betty la posibilidad
de esculpir personas en la nieve. Por más que lo intentó, Bobby no consiguió
descubrir defecto alguno en la idea de su hermana, y ambos comenzaron a
modelar sendas bolas, empujándolas para que crecieran tanto como fuera
posible. A continuación, colocaron una encima de otra para formar el cuerpo,
y Betty fabricó otra bola más pequeña para la cabeza, que colocó sobre las
anteriores. Se sirvieron de dos ramas para proporcionarle brazos, y de dos
trozos de carbón y un botón para dibujar el rostro. Bobby quería ponerle una
pipa de mazorca en la boca, pero Betty se opuso, afirmando que el mensaje
que ello implicaba podría perjudicar a los niños más impresionables del
vecindario.
Exclamó Bobby iracundo:

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—¡Cuando fabrico un hombre de nieve, siempre le pongo una pipa de
mazorca!
—¿Qué quieres decir? —repuso Betty—. ¡Esto ha sido idea mía, y afirmo
que se trata de una mujer de nieve!
—¡Pues tiene forma de hombre! —dijo Bobby.
—¡Sólo para los que compartan tu falocéntrica visión del mundo! —
rebatió Betty.
—¿Cómo puede ser una mujer si le ponemos la vieja chistera? ¡Las
mujeres no usan chistera!
—¿Ah, no? ¿Y qué me dices de Marlene Dietrich?
Así siguieron, sin ceder un ápice ninguno de los dos y con la figura de
nieve erguida frente a ellos cual silencioso testigo. En un arranque de cólera,
Bobby decidió demostrar a su hermana que, efectivamente, se trataba de un
individuo de nieve del género masculino y le encajó de golpe el sombrero
sobre la cabeza.
Tan pronto como lo hubo hecho, una súbita ráfaga de viento sopló a su
alrededor, levantando un torbellino de cristales de nieve que giraba y giraba
como un gélido tornado. Y entonces, tan súbitamente como había comenzado,
el viento se apaciguó. Bobby y Betty se limpiaron la nieve que cubría sus
ojos, y a punto estaban de proseguir la discusión cuando una voz inocente
preguntó:
—¿A qué viene todo este jaleo?
Los hermanos se interrumpieron para volverse en dirección a la fuente de
procedencia de la voz. Allí, justamente en el lugar en el que habían erigido su
helada efigie, había ahora un ser nevado vivo, animado y perfectamente
hablante. Ambos se quedaron con la boca abierta contemplando aquel
prodigio.
—Me parece una discusión bastante boba —prosiguió el ente—, sobre
todo si tenemos en cuenta que habéis omitido dotarme de mis partes íntimas.
Betty recobró rápidamente el control.
—Me da igual que hayas nacido hace apenas un instante —dijo—. ¿Cómo
puedes ser tan ingenuo para pensar que el género de una persona viene
determinado por sus atributos físicos? En primer lugar, y antes que nada, se
trata de una cuestión cultural.
—Si piensas ponerte en plan susceptible —repuso el recién llegado—,
dime antes por qué proyectabais asignarme un género sin consultar primero
mis preferencias.
Betty se ruborizó ante su propia falta de sensibilidad.

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—Dinos, pues, ¿qué preferirías ser? —inquirió Bobby.
—Visto el modo en que os comunicáis, ni lo uno ni lo otro. Creo que me
gustaría ser conocido como «persona de nieve».
—¿Y cuál sería tu nombre? —preguntó Betty en un intento de
reconciliación.
—A modo de crítica posmoderna a las ideas preconcebidas que imperan
en nuestra sociedad, voy a escoger el nombre más obvio posible. ¡Podéis
llamarme Glacial!
Bobby y Betty coincidieron en que era un nombre magnífico. La aparición
en sus vidas de aquella nueva amistad resultaba tan mágica y emocionante
que las criaturas olvidaron por completo su reciente discusión. Glacial y los
dos preadultos danzaron y jugaron y rieron juntos durante varias horas, sin
que apenas se cruzara una palabra de enojo entre ambos hermanos.
A medida que el sol se elevaba en el firmamento, los niños seguían
correteando sin cesar, pero Glacial comenzó a experimentar una sensación de
humedad y pesadez. Al poco rato, a la persona de nieve ya le costaba trabajo
seguir el ritmo de los dos preadultos.
—¿Qué te ocurre, Glacial? —le preguntaron con voz preocupada.
—¡Ay, hace tanto calor! —dijo Glacial—. Yo no estoy hecho de carne y
hueso como vosotros. Si continúa subiendo la temperatura, dentro de poco no
quedará nada de mí.
—La Tierra está calentándose debido a la destrucción de la capa de ozono
—dijo Bobby con tono desapasionado—. En el colegio Montessori nos han
contado todo acerca del tema.
—¿La capa de ozono? —repitió Glacial—. Ignoro lo que es eso, pero más
vale que hagamos algo al respecto y rápido, o me convertiré en un charco de
agua.
—¿Qué os parece una marcha sobre Washington? —sugirió Betty.
—¡Sí, eso es exactamente lo que hay que hacer! —exclamó su hermano.
—Pues démonos prisa —dijo Glacial—. Si nos manifestamos en número
suficiente, el Gobierno tendrá que hacer algo.
Glacial echó a correr por el vecindario movilizando a los demás
ciudadanos de nieve. En patios traseros y jardines delanteros, en parques y
recintos de recreo, numerosas personas de nieve de todos los tamaños y
formas escucharon el plan de Glacial.
La magia que inspiraba su chistera y su verbo apasionado impulsaron a
todos ellos a desembarazarse de las heladas cadenas de la pasividad y a
adoptar una línea de acción positiva encaminada a su propia supervivencia. Al

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poco tiempo, el carismático Glacial había congregado una respetable multitud
de ciudadanos dispuestos a trasladar sus quejas al Gobierno.
Bobby y Betty también hicieron su parte. Fueron a buscar a su perro Spot
y a su minino Puff y se dispusieron a unirse a la marcha. A continuación,
llamaron a sus amigos Ahmed y Fátima, a sus amigos Ho-Shi y Chin-Wa, a
sus amigos Shadrach y Lu’Minaria y a su amiga Brezo —que acudió con sus
dos mamás—, y todos juntos se incorporaron al desfile de personas de nieve.
Glacial marchaba al frente de la manifestación sosteniendo un palo de
escoba sobre su cabeza. Otros portaban carteles con mensajes tales como «¡El
ozono es zona nuestra!» y «¡No nos derretirán!». Durante el trayecto hasta
Washington, fueron recogiendo nuevos simpatizantes, tanto de nieve como de
carne y hueso. Glacial y sus amigos despertaron asimismo el interés de los
medios de comunicación: el espectáculo de aquellos rubensianos seres de
nieve de ojos oscuros constituía un «magnífico espectáculo televisivo» a
juicio de los equipos de retransmisión.
Los manifestantes no tardaron en llegar a la Avenida del Capitolio, lugar
en el que habían resuelto acampar hasta que el Presidente aceptara recibirles y
escuchar sus quejas. El sector de la avenida que escogieron para congregarse
aparecía cubierto de una mullida alfombra blanca en la que destacaban
pequeños grupúsculos de humanos desperdigados como piedrecillas
multicolores. Por desgracia, Washington no tenía un clima frío, y muchas de
las personas de nieve comenzaban a sentirse sumamente incómodas.
La noticia no tardó en llegar: el Vicepresidente había aceptado
entrevistarse con Glacial ante las cámaras de televisión para sostener un
debate cara a cara acerca de los pasos necesarios para detener la destrucción
de la capa de ozono. Una oleada de excitación recorrió las filas de los
acampados en la avenida. ¡Por fin iban a considerarse seriamente sus
reivindicaciones!
Aquel mismo día acudió un equipo de televisión para disponer las
butacas, las cámaras y los monitores necesarios. Bobby y Betty se mostraban
especialmente emocionados por Glacial, a quien para entonces consideraban
ya un buen amigo. De hecho, desde la llegada de Glacial los dos niños apenas
habían reñido. Betty le echó a Glacial los brazos al cuello y, estrechándole
con fuerza, le dijo:
—¡Estoy muy orgullosa de ti!
—Bah, gracias —dijo Glacial—, pero tampoco es que haya hecho gran
cosa hasta ahora. Deberíais enorgulleceros del modo en que todas esas
personas —ya sean de nieve o de carne y hueso— se han unido y esforzado

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para la preservación del medio ambiente. Y ahora, por favor, escúchame con
atención. Si algo me ocurriera, confío en que vosotros dos seréis capaces de
dejar de pelearos y que encabezaréis el movimiento en mi lugar.
Bobby y Betty prometieron a su amigo que harían cuanto estuviera en su
mano.
Había llegado la hora de comenzar la retransmisión. Los miembros del
equipo de televisión intentaron aplicar un poco de maquillaje sobre Glacial
para rebajar el deslumbrante fulgor de su frente, pero no tardaron en darse
cuenta de que era una tarea imposible. Glacial se acomodó en el asiento que le
habían adjudicado y aguardó la señal del director.
De pronto, se encendieron las luces y alguien dio la señal de que estaban
en antena. Por respeto a las autoridades, Glacial dejó que fuera el
Vicepresidente quien iniciara el debate, Durante la intervención del político,
la persona de nieve comenzó a experimentar una profunda sensación de calor
y de pereza. Cuando el Vicepresidente hubo concluido, Glacial intentó
exponer con firmeza la postura de los manifestantes, pero para entonces le
acometía tal fatiga que se veía en la obligación de hacer frecuentes pausas, y
le costaba trabajo respirar. A medida que pasaba el tiempo, Glacial iba
arrellanándose en su asiento, y su aspecto era cada vez peor. Bobby y Betty
gritaron «¡Deténganse! ¡Apaguen las luces!», pero ya era demasiado tarde.
Bajo el ardiente resplandor de los focos, Glacial se había derretido
irremediablemente ante las cámaras de la televisión nacional hasta convertirse
en un grisáceo montón de aguanieve.
Bobby y Betty, al igual que el resto de los manifestantes, experimentaron
un profundo dolor por la suerte de su amigo. Sin embargo, al final, su
desaparición no constituyó una tragedia. Glacial había expuesto la crisis por
la que atravesaba la capa de ozono mejor de lo que jamás podría haberlo
hecho todo un batallón de científicos. Todos los que aquel día habían
encendido su televisor se sintieron profundamente conmovidos por el valiente
sacrificio de Glacial. Las centralitas de la Casa Blanca y del Capitolio
permanecieron saturadas durante varias horas, y a las pocas semanas ya se
habían establecido nuevas normativas para que tanto la industria en general
como las agencias gubernamentales redujeran las emisiones que corroían el
ozono.
Bobby y Betty recogieron la chistera de Glacial y se marcharon a casa.
Intentaron obedecer sus deseos y no volver a pelearse nunca, pero ello les
resultaba sumamente difícil sin la benéfica influencia de su amigo. No era
posible reconciliar las profundas diferencias de sus respectivos puntos de

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vista sobre el mejor modo de honrar la memoria de Glacial y mantener vivo el
movimiento. A medida que el tiempo fue caldeándose, derivaron hacia nuevas
discusiones y comenzaron a olvidarse de su invernal compañero. Al año
siguiente, cuando intentaron recobrar la magia de aquella primera nevada,
fueron incapaces de localizar la chistera de Glacial y tuvieron que
conformarse con modelar personas de nieve que invariablemente se
enfrentaron a su suerte en resignado silencio.

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EL CASCANUECES

n cierta ocasión, hace ya muchas Nochebuenas, los progenitores


de Clara organizaron una fiesta para sus numerosas amistades y
parientes. Aquellas reuniones festivas constituían un
acontecimiento anual en el hogar de Clara; una ocasión singular
en la que, una vez al año, todos olvidaban sus preocupaciones, bailaban,
cotilleaban y consumían tantos alimentos ricos en grasas y azúcares como les
era posible. (Los progenitores de Clara consideraban oportuno dar rienda
suelta de un modo regular a aquellos impulsos latentes). Para los niños, el
cocinero siempre solía preparar un enorme castillo de pan de jengibre
magníficamente decorado con montones de campesinos y siervos de mazapán
que escalaban sus muros y derrocaban a los parásitos que integraban la
familia real.
Aquellas fiestas siempre constituían un motivo de gozo para Clara y para
su hermano Fritz debido a que conllevaban regalos, especialmente aquellos
procedentes de su tío Drosselmeier. Su tío era un tipo misterioso y poco
corriente cuyo estilo de vida alternativo (si es que en realidad tenía un estilo
de vida propio) era objeto de numerosas especulaciones. Poseía un rostro
demacrado y lucía una voluminosa peluca empolvada y un parche sobre uno
de sus ojos («Fundamentalmente para causar sensación», decía el padre de
Clara). Era dado a gestos dramáticos y a ropajes exóticos y ostentosos: a
cualquier cosa que sirviera para zarandear la aburguesada complacencia de las
gentes. Clara y Fritz, sin embargo, adoraban a su carismático familiar, tanto
por su actitud independiente como por los maravillosamente intrincados
juguetes mecánicos que construía para ellos.
Aquella Nochebuena, su tío hizo acto de presencia más tarde de lo
habitual, pero el retraso no hizo sino reforzar la emoción de su llegada.
Aguardó a que los invitados se hubieran atiborrado de cenar para comparecer
por fin en el salón principal con una bolsa al hombro. Clara, Fritz y el resto de
los pequeños apenas podían contener su deleite, y a punto estuvieron de
derribar al tío Drosselmeier en su afán por ver qué les había traído aquel año.

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Su tío dejó escapar una risita enigmática y, a continuación, con florido
ademán, introdujo la mano en la bolsa. Tanto los adultos como los preadultos
se congregaron en torno a él con gran curiosidad, y aquel hombre de
excentricidad exacerbada sonrió al ver la atención de que era objeto y extrajo
una peonza de plata decorada con intrigantes símbolos.
—Con objeto de hacer del acto del regalo algo aún más inclusivo y
generalizado —dijo con voz temblorosa—, he desarrollado esto: la primera
hucha dispensadora automática del mundo.
A continuación, depositó su prodigio sobre el mantel, y el objeto,
impulsado por su propia energía, comenzó a bailar con un zumbido mientras
despedía relucientes destellos. Cuando por fin aminoró la marcha y cayó
sobre un costado, emitió un peculiar chasquido y escupió unas cuantas
monedas por una ranura que se abría junto al pomo.
Todos se quedaron boquiabiertos y aplaudieron aquel ingenio mecánico
con excepción de unos cuantos aguafiestas que protestaron, afirmando que
con todos aquellos juguetes automáticos la juventud estaba perdiendo la
capacidad de divertirse por sí misma. A continuación, el tío Drosselmeier
extrajo de la bolsa una muñeca que, tras la espectacularidad de la hucha
dispensadora, presentaba un aspecto bastante normal. Al advertir la evidente
decepción de los presentes, sonrió con malicia e hizo girar un botón que
sobresalía de la espalda de la figura. «Mamá… —dijo la muñeca con voz
aparentemente natural— o papá… cualquiera de mis dos proveedores de
cuidados que se encuentre disponible».
Los reunidos juzgaron aquello considerablemente ingenioso, a la par que
socialmente progresista. El tío entregó la muñeca a su sobrina, que la sostuvo
en sus manos con cautela. Acto seguido, extrajo de la bolsa el último de sus
presentes: un Cascanueces tallado a mano. Estaba vestido de soldado y
mostraba una expresión de lo más cómica. Alargó la pequeña figura en
dirección a Fritz.
¡Ay, qué alboroto e indignación despertó aquello! ¡Malo era ya haber
reforzado los papeles de los distintos géneros al entregar la muñeca a Clara,
pero encima regalar al joven e impresionable Fritz tan evidente símbolo de
castración y emasculación resultaba inexcusable! Los invitados se mostraban
tan iracundos que el tío Drosselmeier temió verse expulsado de la fiesta por la
fuerza.
—No pretendía nada malo —protestó con sinceridad—. Mi intención era
que ambos pequeños compartieran sus juguetes a partes iguales.

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Dicho esto, intercambió la muñeca y el Cascanueces entre Clara y Fritz.
(Años después, aquel incidente, entre otros, había de retornar a Fritz durante
sus sesiones de terapia de la memoria reprimida para mortificación y conflicto
legal de su bienintencionado tío).
A Clara le gustó el Cascanueces y se pasó el resto de la tarde jugando con
él. Los invitados comieron y bebieron hasta bien entrada la noche sin
molestarse en prever las purgaciones e irrigaciones intestinales que
precisarían a la mañana siguiente. Cuando todos hubieron partido, el padre de
Clara intentó persuadirla de que era hora de irse a la cama.
—¿Puedo quedarme levantada un ratito más? —preguntó ella—. El
Cascanueces me está contando por qué abandonó el Ejército.
Su padre sonrió fatigadamente y se encaminó escaleras arriba. Poco
después, Clara depositó el Cascanueces sobre el estante del aparador en el
momento preciso en que las campanadas del reloj señalaban la medianoche.
Al sonar la última campanada, en la estancia comenzaron a suceder cosas
sumamente extrañas. A través de la tarima del suelo surgió un tropel de
ratoncitos que chillaban y correteaban: ¡cientos de ratones, un ejército entero
de ratones! Al frente de ellos destacaba su líder, el multicraneal Rey de los
Ratones, el cual mostraba sus siete cabezas rematadas por sendas coronas de
oro.
Aún no había salido Clara de su asombro ante tal espectáculo cuando oyó
que los juguetes del aparador comenzaban a agitarse y a vociferar.
—¡Socorro! —gritaban—. ¡El Rey de los Ratones y sus fuerzas
expansionistas han vuelto! ¡Sálvanos, Cascanueces! ¡Condúcenos ala batalla!
Para perplejidad de Clara, su pequeño amigo, el Cascanueces, se adelantó
para dirigirse a todos ellos:
—Nobles ciudadanos, reflexionad un instante. ¿Acaso deseáis perpetuar el
viejo mito del «Gran Hombre» a lo largo de la historia? ¡Las acciones más
importantes surgen de la voluntad del pueblo, y no de la megalomanía de un
individuo en particular!
Los juguetes admitieron que su primer impulso había resultado levemente
servil y reaccionario, y constituyeron un comité destinado a examinar posibles
planes de acción para contrarrestar el avance del Rey de los Ratones.
Finalmente, nombraron al Cascanueces para que encabezara un equipo de
investigación e intercambio cultural encargado de desarrollar vías de diálogo
con los ratones.
Los miembros del equipo de investigación partieron para regresar, veinte
minutos más tarde, ensangrentados y maltrechos. En consecuencia, los

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juguetes votaron por la creación de un equipo de intervención para tiempos de
crisis encabezado, una vez más, por el Cascanueces. Dicho equipo partió a su
vez para regresar al cabo de quince minutos en peor estado aún que el
anterior. Parecía que las opciones no-agresivas iban agotándose.
Tras largos debates, los juguetes acordaron su último curso de acción:
enviarían un equipo de mediadores para que negociara un final pacífico al
proceso de crisis. A pesar del deteriorado aspecto que ya mostraba para
entonces, el Cascanueces volvió a resultar elegido para acaudillar la
delegación, y el equipo partió con las bendiciones y los mejores deseos de los
demás juguetes y de la propia Clara. Veinte minutos transcurrieron sin que se
recibieran noticias, y luego una hora, y hasta hora y media… Finalmente, tras
dos horas de ansiosa espera, los mediadores retornaron con gozosas nuevas.
—Hemos alcanzado un acuerdo con el Rey de los Ratones —anunció el
Cascanueces—: se retirarán de los territorios que ocupan en la actualidad si
les ayudamos a llevar a cabo una remoción regular de los alimentos de la
despensa.
Los juguetes prorrumpieron en vítores y ensalzaron la sabiduría y la ardua
labor de su equipo de mediadores.
El Cascanueces se aproximó a Clara, que había permanecido allí para
prestar su apoyo a los asediados juguetes:
—El Rey de los Ratones no era ni mucho menos tan peligroso e irracional
como parecía —explicó el leñoso individuo—. Al final, deduje de su
septicéfala apariencia que podría estar padeciendo alguna clase de desorden
de personalidad múltiple del que derivaban a la vez su ofuscación y su
paranoia. Tan pronto como logré comunicarme con la más racional y juiciosa
de sus personalidades resultó sencillo alcanzar un acuerdo.
—¡Bravo! —exclamó Clara—. Tu abnegación es admirable. No cabe
duda de que ya hacía demasiado tiempo que los ratones eran una especie
temida y marginada.
El Cascanueces realizó una cortés reverencia.
—Y ahora, dulce Clara, querría que, a través del Bosque de la Navidad y
el Claro de las Hadas de las Ciruelas Escarchadas, viajaras conmigo a mis
propios dominios: ¡la maravillosa Dulcelandia, capital del Reino de los
Juguetes!
A Clara le sorprendió tal oferta.
—L-l-lo siento —tartamudeó—, pero… no.
El Cascanueces se mostró alicaído y dejó caer su sobredesarrollada
mandíbula sobre el pecho.

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—Verás —explicó Clara—: precisamente hemos estado comentando esta
clase de ideas en nuestro Grupo Femenino de Estudios sobre Cuentos y nos
oponemos a que sean siempre las jóvenes mujeres quienes se vean obligadas a
someterse a los trastornos que causan esta clase de viajes. La implicación más
obvia es que somos todas dóciles, indefensas y fáciles de manipular, y que
nuestros antecedentes e identidades poseen una menor importancia. Tú mismo
deberías ser capaz de darte cuenta de hasta qué punto un viaje como el que
propones resultaría simbólico de la violenta abducción que tiene lugar durante
la noche de bodas. Así pues, y en memoria de Dorothy y de Alicia —pobre,
pobre Alicia; no sé si sabes que nunca ha sido capaz de enfrentarse de nuevo a
la realidad—, debo declinar tu oferta.
Tras aquello, el Cascanueces se sintió un poco ridículo. Era inconsciente
del simbolismo de su invitación, pero ni por lo más remoto había pretendido
resultar irrespetuoso. Se excusó con la mayor consideración y volvió a reunir
a todos los juguetes en el aparador. Lo último que recordaba Clara antes de
despertar fue la cortés reverencia del Cascanueces, reverencia que ella aceptó
tan graciosamente como le había sido ofrecida.
A la mañana siguiente, Clara se despertó acurrucada en el suelo del salón,
junto al aparador de los juguetes. En sus estantes, unos y otros ocupaban sus
lugares habituales y, en medio de todos ellos, destacaba el Cascanueces,
inmóvil, impertérrito y aún sonriente.
—¡Qué magnífico y pacificador sueño! —se dijo a sí misma—. Por más
que no sea tanto un sueño como una realidad alcanzable.
Clara se estiró y se levantó de la alfombra, pero al mirar a su alrededor,
bajo las primeras luces del alba, su gozo se vio atemperado por una escena
desoladora. Sobre la mesa del comedor reposaban las ruinas del castillo de
pan de jengibre, saqueado y arrasado por los ratones durante la noche
mientras ella soñaba tranquilamente.

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RUDOLPH, EL RENO NASALMENTE
PRIVILEGIADO

a historia de Rudolph resulta familiar para la mayoría de los


preadultos de Norteamérica y de otras partes del mundo
occidental (lo que no pretende representar un respaldo a dicha
cultura occidental, sino constatar que los mecanismos de la
publicidad y la mercadotecnia funcionan con mayor eficacia en dichas zonas).
Mas, si bien la imagen de un joven y diligente reno dispuesto a prestar
alegremente todo su esfuerzo a Papá Noel puede resultar de indudable utilidad
para los grandes almacenes y los compositores de cuñas publicitarias, la
realidad de esta historia resulta más complicada.
Cierto es que, ya desde su nacimiento, Rudolph era un individuo único, y
que su luminiscente órgano olfatorio lo hacía diferente (que no inferior) de los
demás renos de su grupo generacional; y también lo es que éstos le dirigían
con frecuencia maliciosas pullas referentes a sus dotes supranasales. Ciertos
progenitores de la especie, preocupados por la posibilidad de que su nariz
fuera resultado de la lluvia radiactiva o de algún modo contagiosa, advertían
incluso a sus retoños que no jugaran con él.
Lo que no es cierto es que a Rudolph le molestara verse marginado de
aquel modo. Aunque sus padres habían luchado con éxito por escolarizarle en
compañía de los demás jóvenes machos y hembras, Rudolph siempre se tuvo
por un ser especial. De hecho, se esforzaba por cultivar una imagen de «joven
reno inadaptado». No mostraba interés por los demás renos ni por sus juegos
inanes. Se tomaba a sí mismo —a la vez que a su fluorescente don— con gran
seriedad, y se mostraba convencido de que estaba llamado a más elevados
destinos en esta vida, tales como el de mejorar la fortuna de los renos
trabajadores y derrocar la tiranía opresora de Papá Noel.
Durante innumerables años, el éxito del monopolio juguetero de Papá
Noel había dependido de la cooptación y explotación de la población de renos
y de elfos. Con tal fin, sus principales criterios a la hora de escoger los renos

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de su tiro eran la fortaleza de las patas, las ramificaciones de las astas (al
menos diez puntas) y una cantidad mínima de materia gris. (El hecho de que
tan sólo reclutara machos para su equipo y excluyera a las hembras constituye
un motivo adicional de escándalo. Papá Noel insistía en que con ello no
buscaba sino elevar la moral de los machos, pero desgraciadamente, durante
la época de Rudolph, las hembras aún se encontraban a la espera de su
emancipación).
Para Papá Noel, Rudolph representaba una de las criaturas más peligrosas
que podían existir en los territorios septentrionales: era un reno con cerebro.
Durante sus años en el Polo había visto unos cuantos, pero algo había en
Rudolph que le ponía especialmente nervioso. Quizá fuera su actitud distante,
o acaso ciertos rumores según los cuales se dedicaba a organizar asambleas
con los demás renos a altas horas de la noche. Papá Noel percibía asimismo
en Rudolph un carisma que, de no mantenerse debidamente controlado,
podría llegar a poner en peligro la buena marcha de su bonito negocio.
Y así fue como, aquel neblinoso atardecer del cuento, Papá Noel se
encontró ante una disyuntiva. Las desapacibles condiciones meteorológicas le
impedían explotar al máximo la capacidad aerodinámica de su equipo. Ni que
decir tiene que ya había volado antes con ellos en todo tipo de circunstancias
a cual más peligrosa sin prestar la menor consideración al posible cansancio
físico o trauma mental de sus animales. Aquella noche, sin embargo, reinaba
un tiempo tan tormentoso que el barbudo acemilero de esclavos temía por su
propia seguridad y por los trastornos que un accidente en su industria
juguetera habría sin duda de ocasionarle con la compañía de seguros.
Aunque hacía años que Papá Noel conocía las dotes de diseminación de
incandescencia de Rudolph, tampoco había prestado al hecho mayor atención.
Calculaba Papá Noel mezquinamente que ya surgiría el modo de
aprovecharlas a su debido tiempo, y que hasta entonces no había por qué dejar
traslucir hasta qué punto éstas podrían resultar útiles. Dicho momento había
llegado por fin. Aquella noche brumosa buscó a Rudolph entre los miembros
del rebaño y, adoptando su expresión más humilde y solícita, le rogó:
—Rudolph, el de nariz reluciente, ¿querrías guiar mi trineo en esta noche
inclemente?
El joven reno le miró de arriba abajo con atención y, tras unos instantes de
silencio, repuso:
—No.
Papá Noel parpadeó unas cuantas veces.

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—¿No? —repitió. Los demás miembros de la manada tampoco podían dar
crédito a sus oídos.
—No sin antes exigir ciertas concesiones —repuso la astada criatura—.
Los días en que aquí había que levantarse de un salto al reclamo de tus
silbidos ya han pasado a la historia.
—¿De qué concesiones estás hablando? —bramó Papá Noel, cogido por
sorpresa ante el giro de los acontecimientos—. Ésta es tu gran oportunidad, tu
ocasión para unirte al grupo. El sueño en la vida de todo joven reno.
Rudolph se echó a reír.
—Esto empieza a parecerse al argumento de Ha nacido una estrella. Lo
próximo que me dirás será: «Muchacho, sales de aquí nervioso como
cualquier jovencito, pero has de retornar convertido en… un astro».
Todos los componentes del rebaño ahogaron una carcajada al oír aquellas
palabras. Acaso ya habían oído demasiadas veces otros discursos igualmente
enardecidos. Papá Noel enrojeció, comprendiendo que había incurrido en un
error táctico al enfrentarse en público a aquel joven agitador.
—Aquí fuera hace frío. ¿Por qué no discutimos todo esto en mi chalé?
Tengo unos musgos y unos líquenes deliciosos, recién recogi…
—Me limitaré a comer lo que coman los demás —le interrumpió Rudolph
—, y cualquier cosa que tengas que decirme puedes decírmela aquí mismo.
Los demás renos, entretanto, eran testigos fascinados de aquel desplante.
Durante años, habían tratado a Rudolph con suspicacia debido a lo osado de
sus ideas, pero ahora le veían dar valerosamente la cara por ellos a expensas
de su propia carrera. Algunos le gritaron palabras de ánimo, pero los más
reaccionarios gruñeron algo acerca de la inconveniencia de exprimir
demasiado las posibilidades.
A medida que transcurrían los minutos y la niebla se espesaba, Papá Noel
comenzó a sentirse presionado por la hora. Finalmente, preguntó a Rudolph
en qué consistían sus exigencias.
—Haces trabajar demasiado a los renos, sin la menor consideración hacia
sus familias —dijo Rudolph—. Queremos la garantía de que no se nos exigirá
trabajar en días de fiesta.
Durante la media hora siguiente, Papá Noel intentó explicarle los
inconvenientes de aquella idea, el principal de los cuales estribaba, por
supuesto, en el hecho de que, dado que los renos tan sólo trabajaban una
noche al año y que esa noche siempre coincidía con un día festivo, semejante
cambio no podría por menos de dificultar gravemente tanto el trabajo de los

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animales como el suyo propio. Por fin, Rudolph convino en postergar aquella
cuestión por el momento.
Papá Noel consultó su reloj. A pesar del frío ártico, comenzaba a sudar.
—¿Podríamos acelerar todo esto? —inquirió—. ¿O quizá diseñar un
acuerdo laboral transitorio al que luego podamos dar carácter permanente una
vez concluida la Navidad?
Rudolph le soltó un resoplido en plena cara.
—Que no hemos nacido ayer, Papi. Si no hay contrato, no hay vuelo. Si
este año no hay Navidad, ¿a quién crees que le echarán la culpa los niños y las
niñas? ¿A los renos? ¿Al tiempo? ¿A la Comisión Interestatal de Comercio?
No, le echarán la culpa a ese gordo sobrealimentado que va vestido de rojo.
Papá Noel calculó el trastorno que a nivel de relaciones públicas podría
causarle aquello, y su estructura pareció a punto de derrumbarse. Rudolph
comenzó a atacar en torno a cuestiones tales como seguros sanitarios,
permisos de paternidad, reparto de beneficios y consejos de administración
conjuntos. Dado que la niebla se negaba a disiparse y que los minutos
transcurrían implacables, Papá Noel fue aceptando más y más de las
demandas planteadas por el reno.
Finalmente, tanto Rudolph como el resto de la tropa de astados lograron
apuntarse una buena serie de victorias: los renos habrían de volar tan sólo una
noche al año, y al cabo de las primeras cuatro horas de trabajo contarían con
una pausa de hora y media para cenar y otras tres pausas de quince minutos.
Mientras durara la Nochebuena, Papá Noel debería mantener un equipo de
reserva de otros cuatro renos con paga y beneficios completos.
Adicionalmente, la edad de jubilación obligatoria se rebajó a ocho años, tras
los cuales los renos tendrían derecho a una pensión equivalente a su salario
completo más un seguro sanitario de por vida.
Una vez aprobados todos los términos del acuerdo, Papá Noel, exhausto
pero aliviado, enganchó a Rudolph al resto del tiro. Los demás renos
prorrumpieron en tres hurras para Rudolph por haber defendido sus derechos
frente «al hombre», y el reno nasalmente dotado aceptó agradecido el
homenaje. Por primera vez, se sentía completamente realizado. Acto seguido,
se sirvió de su singular don de luminiscencia para conducir el trineo a través
de aquel tiempo encrespado, y gracias a ello la Navidad resultó salvada aquel
año.

EPÍLOGO

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Mas, como le sucediera al profeta de la fábula en su propia tierra, Rudolph
había de descubrir lo poco que iba a perdurar su auténtica influencia después
de aquello. Durante algunas semanas, recibió las alabanzas de todos los
demás renos, que le decían: «¡Vas a pasar a la historia!». Sin embargo, toda
aquella atención y admiración comenzaron a resultarle superficiales y
molestas. Rudolph sentía que cualquier intento por leonizarle no haría sino
robar energía a la permanente lucha por el bienestar de los renos trabajadores.
En un pueril intento por emular a su nuevo héroe, los demás renos jóvenes
comenzaron a adornar sus hocicos forrándolos de rojo. Cuando Rudolph
expresó su desacuerdo con aquella actitud, algunos refunfuñaron que estaba
volviéndose demasiado dogmático y carente de sentido del humor.
Para Rudolph, aquel primer acuerdo con Papá Noel no debía constituir
sino el principio. Contemplaba ya la creación de un paraíso obrero para los
renos, una comuna colectiva de juguetería y distribución en la que todos
compartieran los medios de producción. Desgraciadamente, muchos de los
renos comenzaron a considerar los beneficios recientemente obtenidos como
un derecho inviolable que les venía concedido por naturaleza. Engordaron por
exceso de musgo, sin dejar de protestar por el hecho de que sus horarios —
aun mejorados— seguían resultando demasiado agotadores. Comenzaron a
formarse ciertas facciones de miembros interesados en los mejores modos de
invertir sus nuevos fondos de pensiones. Rudolph trató de convencer a los
renos disidentes de que debían permanecer unidos, pero ellos comenzaban a
mostrarse resentidos ante su farisaica actitud. Algunos sembraron el rumor de
que Rudolph era un agente provocador enviado por otros animales
aeronáuticamente dotados que perseguían obtener el favor de Papá Noel y
enviar a los renos al paro. Por más que tales teorías fueran notoriamente
absurdas, lo cierto es que sirvieron para desacreditar a Rudolph y
envalentonar a sus detractores. Finalmente, se votó su expulsión del sindicato
que tanto había contribuido a formar. Ante semejante ultraje, Rudolph decidió
pedir asilo en Laponia, donde confiaba encontrar renos indomesticados que
estuvieran más capacitados para controlar su propio futuro.
Y así, como muchos otros revolucionarios antes que él, Rudolph, el joven
reno rebelde, vivió el resto de sus días en el exilio, preguntándose
amargamente cómo un movimiento tan prometedor podía haber demostrado
resultar tan frágil después de todo.

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CANCIÓN DE NAVIDAD

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ESTROFA PRIMERA

LA REPRESENTACIÓN SUPRAVITAL DE MARLEY

ara empezar, Marley se había tornado no-viable. De eso no cabe


la menor duda, al menos si exceptuamos ciertas cuestiones
filosóficas tales como la inmutabilidad de la muerte y las
posibilidades —reales, desde luego— de una eventual
reencarnación. La calificación de «no-viable» resulta asimismo bastante
limitada pero, dado que Marley no había dejado herederos ni parejas de
hecho, no se escucharon protestas. Teniendo en cuenta las condiciones en que
se hallaba su karma, lo más probable era que el próximo organismo receptor
que albergara el espíritu de Marley fuera del tipo invertebrado, y hasta que no
surja un campeón entre los mudos filos no es de esperar que volvamos a oír
noticias de Marley. Así pues, digamos que desde cualquier punto de vista
práctico Marley estaba más muerto que Carracuca. A no ser que uno sea un
animista, claro está. Pero basta de divagaciones.
Scrooge, ciertamente, sabía que Marley había progresado hacia una
situación posvital. Durante muchos años, ambos habían administrado en
calidad de socios una despiadada operación capitalista mediante la cual se
aprovechaban de la adicción de sus conciudadanos a la cafeína y explotaban a
los campesinos cafeteros de los países en vías de desarrollo. En sus
comienzos, el negocio se había basado en nobles y generosas intenciones, y
en su día incluso habían ofrecido a los campesinos cafeteros opciones
accionariales. Sin embargo, los largos años de competencia y de permanente
obsesión por los resultados finales habían ido desgastando aquel espíritu.
Todo cuanto restaba de su inicial perspectiva de igualitarismo era una cadena
de cafeterías decoradas con mármoles y cromados y unas relajadas normas
corporativas de vestimenta. Si bien Marley había sido parcialmente
responsable de tan reaccionarios cambios, el verdadero arquitecto de aquella
situación corrupta era su más longevo socio.
¡Y, ay, cuán prieto era el puño de Scrooge; de ese viejo pecador,
mezquino, rastrero, acaparador, avaro, codicioso y egoísta! Lo que, como
pueden imaginar, poco bien le hacía a su autoestima. ¡Ay, qué larga y fatigosa

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puede llegar a ser la vida cuando ha de enfrentarse a una imagen negativa de
uno mismo!
Érase pues una vez uno de esos días únicos del año, una Navidad (sin que
con ello pretenda menospreciarse en lo más mínimo la importancia de otros
días conmemorados por los practicantes de otras religiones o no-religiones, o
de cualquier otro día libre de designaciones de este tipo) en la que Scrooge se
hallaba sentado en las oficinas de su almacén, absorto en los balances
semanales. Hacía un tiempo frío, triste y desapacible. Las Bolsas acababan
apenas de cerrar, pero en el exterior reinaba ya la oscuridad más completa.
Scrooge mantenía la puerta de su despacho siempre abierta para poder
vigilar en todo momento a sus empleados, de los que en ese instante tan sólo
quedaba uno. Los demás habían sido descargados de sus obligaciones apenas
la semana anterior con motivo del último ajuste empresarial de
Scrooge & Marley, Inc. A pesar del desfavorable momento del año en que
dichos exempleados se habían visto liberados de sus deberes, Scrooge quería
pensar que les había hecho un favor al posibilitarles la persecución de sus
propios intereses empresariales. «Además —se decía—, los impuestos que he
pagado a lo largo de tantos años han generado unos beneficios de paro
sumamente atractivos. Esa gente se ha quedado prácticamente de rositas».
A través de la puerta, podía distinguir a su solitario ayudante
administrativo, Roberto «Bob» Cratchit, afanosamente ocupado en trasladar
apuntes contables. En el almacén reinaba una temperatura tan baja que al
pobre Cratchit le era posible distinguir su propio aliento. El mismo Scrooge
llevaba un estilo de vida ascético, y esperaba de los demás que hicieran lo
mismo. Opinaba que un exceso de calor y de comodidades debilitaba el
espíritu humano y tornaba el cuerpo susceptible de padecer numerosas
enfermedades. Pero, si bien sus propósitos declarados consistían en fomentar
la vitalidad y contribuir a la conservación de los combustibles fósiles, lo que
más deleitaba a Scrooge en el fondo de su corazón era el ahorro monetario
que suponía aquella gélida atmósfera. Guardaba el termostato en su despacho
bajo siete llaves, por lo que su unifoliado personal se veía obligado a
arreglárselas con pesados abrigos, gruesos calcetines y grandes cantidades de
sopa caliente que se traía de casa.
Como ven, pues, el dinero había llegado a convertirse en el único interés y
en la única pasión de Scrooge. Pero su vida no siempre había sido así. De
joven, se había mostrado activo en diversos movimientos humanitarios y
progresistas, principalmente porque lo consideraba un buen método para
conocer mujeres. Pero nunca había llegado a respetarse a sí mismo como

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persona, y no tardó en comenzar a desconfiar de los demás tanto como
desconfiaba de sí mismo. Halló consuelo para su inseguridad en la
acumulación de riquezas, ya que el dinero era algo que nunca podía ni partirle
el corazón ni pedirle prestado el coche. Semejante desplazamiento afectivo no
habría pasado, en su caso, de resultar meramente trágico si no fuera porque se
trataba de un fenómeno generalizado en el mundo que le rodeaba.
—¡Felices y fraternales Navidades, tío! —exclamó una voz alegre. Era el
sobrino de Scrooge, Fred, quien de algún modo se las había arreglado para
sorprender a Cratchit y a su tío.
—¡Bah! —respondió Scrooge—. ¡Pamplinas!
—¿La Navidad una pamplina, tío? —repuso Fred, cuyo rostro risueño
aparecía rubicundo por el frío—. Vamos, seguro que no lo dices en serio.
—¡Sí! —insistió Scrooge, fustigando el escritorio con uno de sus libros de
cuentas—. ¡Una pamplina! Al alzar de nuevo el libro, quedaron al descubierto
los pastosos restos de una rara especie de cucaracha zumbadora hondureña.
—Pero, tío, ¡qué crueldad!
—Estos bichos suelen llegar con frecuencia en los envíos de judías —
repuso Scrooge—. Si los dejara a su aire, terminarían por conquistar nuestro
entorno privado, así que deja tu numerito de Brigitte Bardot para mejor
ocasión. Y ahora, dime: ¿qué son esos desatinos de «Feliz Navidad»? Pues no
eres tú poco presuntuoso.
—En ese caso lo cambiaré por «Felices Fiestas».
—Sigue resultando presuntuoso.
—«¿Mis mejores deseos para la estación?».
—¡Bah! —exclamó Scrooge con enojo—. Ya me tienen aburrido esta
dichosa estación y su alegría obligatoria. ¿En definitiva qué otra cosa es más
que la ocasión de sentirse un año más viejo y ni un ápice más realizado a
nivel personal? ¿Qué es sino el momento de ponerse a hacer malabarismos
con los libros de contabilidad en previsión del cierre del año fiscal? ¿Qué sino
el peligro de que te tachen de antipatriótico si no derrochas suficiente dinero
en chucherías con las que comprar el afecto de la gente? Si me dejaran a mí,
obligaría a todos esos idiotas que andan farfullando «Felices Fiestas» a ver el
«Especial Nochevieja TV» durante un mes entero y a beber a la fuerza 100
vasos de Ponche McDonald’s.
—Vamos, tío, no puedes estar hablando en serio.
—¡Puedo y lo estoy! ¡Y no denigres mis opiniones, sobrino! ¿Qué
beneficio te han reportado jamás estas fiestas tiránicas?

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—Ya que lo preguntas —repuso Fred—, estas fiestas me brindan la
ocasión de mantener las apariencias, de aplacar mi culpabilidad burguesa y de
convencerme de que he contribuido más que generosamente a hacer el bien en
el mundo cada vez que envío un cheque por correo. Es una época en la que
oigo que todos abren sus corazones al bien en la persona de sus semejantes, y
en la que ricos y pobres beben por igual de sus mieles, postergando su
despiadada lucha de clases hasta el año siguiente. Así que, aunque las fiestas
sólo me proporcionen una magra recompensa económica y cierta sensación
difuminada de calor humano, puedo afirmar que en general me muestro
completamente a favor de ellas.
—¡Muy bien! —dijo Bob Cratchit.
—¡Tú, a callar de una vez! —previno Scrooge a su personal—. ¡Estoy
rodeado de seres cerebralmente infracapitalizados! ¿Qué derecho tenéis de
sentiros felices? Estáis demasiado entrampados para eso.
—¿Y qué derecho tienes tú a estar de tan mal humor? —repuso su sobrino
—. Tus ventas por catálogo son lo suficientemente elevadas. He venido a
invitarte a que vengas a casa mañana. Mi mujer y yo traeremos unos cuantos
invitados. Un poco de vino y de queso… algo en plan informal.
—¡Bah! Antes me paso al descafeinado.
—Jugaremos al Monopoly —le tentó el sobrino.
—Buenas tardes —dijo Scrooge.
—En ese caso me limitaré a desearte un repunte estacional de beneficios y
un provechoso Año Nuevo.
—¡Buenas tardes! —repitió Scrooge.
A pesar de lo sucedido, su sobrino partió sin una palabra de amargura y
deseó Felices Fiestas al ayudante de Scrooge, quien correspondió agradecido
a sus buenos deseos.
Sonó el teléfono de Scrooge y éste descolgó el auricular y oyó una alegre
voz grabada que decía: «¡Felices Fiestas!… Ha sido usted seleccionado para
recibir un magnífico regalo gratuito… Un apetitoso pastel de frutas, con lo
que al mismo tiempo… podrá ayudar a una organización dedicada a mejorar
nuestra comunidad. Si desea descubrir cómo aprovechar esta espléndida
oferta, por favor permanezca en línea…».
Scrooge colgó violentamente con expresión crispada.
—¡Pamplinas! —gruñó y aplastó una nueva cucaracha sobre su mesa.

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Cuando por fin dieron las cinco, Roberto Cratchit ordenó su escritorio y se
preparó para marchar. Scrooge se aproximó a él con mirada encendida y
espetó a su único empleado:
—¿Mañana querrás tener libre el día completo, supongo?
—Hemos discutido esto una y otra vez —dijo Roberto—. Si realmente
quiere tener aquí a alguien mañana, llame a una agencia de empleo temporal.
Si quiere que venga yo, tendrá que pagarme triple por tratarse de una fiesta
oficial. Así lo estipula mi contrato.
Scrooge soltó un resoplido de desprecio.
—¡Bah! ¿Cómo puede ser «legal» atracar de esa manera a un hombre de
negocios? Limítate a respetar tu cuerpo durante el día de mañana para no
traerte la resaca al día siguiente.
Bob, que no se sentía de humor para discutir, prometió mantener los
excesos a un nivel moderado y abandonó el almacén. Scrooge se quedó a
trabajar unas cuantas horas más hasta que, por fin, apagó las luces y cerró la
oficina. Al llegar al aparcamiento, se encogió bajo el frío reinante y subió a su
desvencijado y bien traqueteado Volvo familiar. Sin duda, podría haberse
permitido un coche nuevo, pero el valor de reventa del Volvo había caído
estrepitosamente, y Scrooge no estaba dispuesto a separarse de él por tan poco
dinero. Tan decidido estaba a extraer hasta el último céntimo de valor del
automóvil que no se daba cuenta de que el parachoques trasero permanecía en
su lugar gracias únicamente a los innumerables adhesivos que lo adornaban:
adhesivos que daban triste y mudo testimonio de las numerosas y nobles
causas que habían alimentado el idealismo juvenil de su dueño.
Scrooge no tardó en llegar a su casa, situada al final de un complejo
urbanizado de antiguos edificios industriales reformados que permanecían
casi vacíos. Estacionó el Volvo cerca de la puerta principal y abrió
apresuradamente la puerta de la verja. Mientras cruzaba el severo y lúgubre
claustro en dirección a su puerta no vio a ninguno de sus vecinos, cosa que le
alegró sobremanera. Sin embargo, no se sentía completamente solo.
Abrió la puerta de entrada, ascendió las escaleras y penetró en su
condominio del tercer piso. Si allí había habido alguna vez un hogar
acogedor, para entonces ya no quedaban trazas de ello. Las luces permanecían
constantemente amortiguadas, y calificar el mobiliario de espartano hubiera
constituido un insulto para los habitantes de aquella noble y antigua tierra.
Scrooge opinaba que la austeridad del lugar impartía al mismo cierto aire de
espiritualidad oriental, pero al visitante (si es que Scrooge había tenido
alguno) le hubiera parecido mezquino y desolado. Ya desde el umbral advirtió

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que, por primera vez que él recordara, estaba parpadeando la luz del
contestador automático. Convencido de que se trataría de una nueva llamada
publicitaria, pensó en hacer caso omiso de ella, pero aquellos insistentes
destellos rojos le producían una sensación de inquietud. Con gesto dubitativo,
oprimió el botón de reproducción y oyó algo que le pareció la voz de su
terminalmente afectado socio, Jacob Marley, que hablaba con entonación
lamentosa: «¡Sssssscrro​o​o​o​o​o​o​o​ggge!» *bip*.
Scrooge, irritado por aquella aparente broma pesada, propinó un manotazo
al aparato.
—¡Bah! ¡No me lo creo! —dijo y entró en la cocina. Recientemente,
había leído acerca de las ventajas que para la salud tenía una estricta dieta a
base de gachas aguadas, por lo que había adoptado tan frugal y poco apetitoso
régimen. Se sirvió un cuenco de gachas (frías, por supuesto), lo llevó consigo
al salón y se sentó a comer en un cojín del suelo. Pero, apenas lo había hecho,
cuando oyó un estrépito indescriptible procedente del patio. Scrooge
interrumpió su colación y escuchó. Era como si alguien estuviera arrastrando
cadenas y maquinaria pesada por encima de los cubos de basura. Anotó
mentalmente que tendría que hablar con la asamblea del condominio acerca
de la necesidad de reforzar la seguridad y, a continuación, echó una vuelta
más al cerrojo.
No pudo evitar un brinco de sobresalto al oír el siguiente golpe, ya que
daba la sensación de que estuvieran derribando la puerta del edificio. Ahora
podía localizar el estruendo con más fuerza en los pisos inferiores; luego,
subiendo las escaleras; luego, aproximándose en derechura a su puerta.
—Sigo sin creérmelo —afirmó Scrooge.
Pero se le demudó el rostro al ver que la fuente de sonido atravesaba la
puerta. ¡Era la representación supravital de Jacob Marley! El espíritu se
hallaba vestido con el traje de jogging y las costosas zapatillas de deporte a
las que tan aficionado se había mostrado Marley en vida. Ahora, sin embargo,
aparecían ajadas y mugrientas por su estancia en la tumba. Mostraba una cinta
en la cabeza, aunque curiosamente la llevaba arrollada bajo la barbilla en
lugar de en la frente. Los horribles sonidos metálicos que oyera procedían de
una cadena enrollada en torno a la cintura, y Scrooge advirtió que se hallaba
formada por barras de pesas, aparatos de abdominales y otras partes diversas
de antiguos sistemas gimnásticos rotos.
—Siempre trabajando a deshoras, ¿eh, Jacob? —bromeó inquieto
Scrooge.
—No crees en mí, ¿verdad? —inquirió el visitante espectral.

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—Por lo general, nunca pongo en tela de juicio las manifestaciones de
espiritualidad de los demás —dijo Scrooge—, pero confieso que la mayoría
de las personas no monta esta clase de numeritos.
Aunque intentaba imprimir valentía a su voz, no sonaba demasiado
convincente.
—¿Por qué dudas de tus sentidos? —preguntó el ente.
—¿Así que ahora me dices que debería fiarme de mis sentidos? —
preguntó con gran agilidad mental Scrooge, quien a menudo recurría a
argumentos con segundas para escabullirse de las situaciones difíciles—.
¡Qué limitación! ¿Desde cuándo se ha convertido Jacob Marley en un mero
racionalista? Además, si tuviera que fiarme de mis sentidos, todo eso que
arrastras me daría la sensación de estar perseguido por el fantasma de algún
culturista.
Al oír aquello, el espíritu dejó escapar un sobrecogedor alarido y sacudió
su cadena con un estrépito tan espantoso y lúgubre que Scrooge, aterrorizado,
se aferró con fuerza a su cojín y cayó de espaldas como un muñeco de
juguete. Mas su pavor no hizo sino aumentar cuando el fantasma se despojó
de la cinta que rodeaba su cabeza: al hacerlo, su mandíbula inferior se
desplomó abruptamente y todos sus dientes cayeron al suelo.
Scrooge se puso de rodillas, temblando.
—Jacob, por favor —imploró—. ¿Puede saberse a qué has venido? ¿A
enseñarme unos dientes falsos?
—Eso no es más que el comienzo —manifestó el incorpóreo visitante a
través de las encías—. ¿Sabes qué otras cosas había en mí que también eran
falsas? Tenía implantes en el pecho y en las pantorrillas, cabello trenzado,
operaciones de cirugía estética una encima de otra… incluso lentes de
contacto coloreadas. Ahora, en la muerte, soy incapaz de distinguir qué partes
de mí eran originales y cuáles pagadas a plazos. Y debido a toda esa falsedad
me veo condenado a vagar por el mundo admirando todas aquellas cosas que
son auténticas y genuinas y que yo no puedo disfrutar.
Una vez más, el fantasma emitió un aullido terrorífico.
—¡No puedo volver a visitar un concurso de belleza!
Scrooge, tembloroso, le preguntó el motivo de sus cadenas.
—Arrastro la cadena que forjé en vida —fue su respuesta—. Cada vez que
me fijaba en las cosas prefabricadas y superficiales en lugar de en las nobles y
auténticas le añadía un nuevo eslabón. ¿Te has parado a pensar en la longitud
que tendrá la tuya? Era tan larga como ésta hace ya siete años, y desde
entonces te has aplicado de firme.

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—¿No tienes nada más tranquilizador que decirme? —preguntó Scrooge.
—Nada. Conozco bien tu codicia y tus negocios de doble filo. Das más
valor a los beneficios que a las personas, y todo en nombre de chorradas como
la «sabiduría del mercado» y la «necesidad de aprovechar la marea». ¡Qué
vanidad! No sabes nada de los valores auténticos, de las verdaderas riquezas.
A no ser que corrijas tu camino, recibirás un castigo aún peor que el mío. Yo
ya casi he consumido mi estancia aquí. He venido a prevenirte de que aún
estás a tiempo de librarte de mi suerte.
—Siempre fuiste un buen amigo para mí, Jacob —dijo Scrooge—. Un
excelente y apreciado amigo que conocía mi interior más que yo mismo.
Permíteme que aproveche esta ocasión para agradecerte el…
—¡Basta ya de monsergas! —le interrumpió el espectro—. No creas que
vas a librarte a base de verborrea. Esta noche te visitarán tres intercesores
extradimensionales.
—¿Ángeles? —preguntó Scrooge animadamente.
—Algo menos elegante que todo eso. Espera la llegada del primero
cuando el reloj dé la una.
—¿No podrían venir todos juntos y acabar de una vez? —sugirió Scrooge.
—Se trata de espíritus individuales —repuso la sombra de Marley—, cada
uno con necesidades distintas que deben ser respetadas. Harás bien en
recordarlo.
Una vez hubo dicho aquellas palabras, el espíritu recogió su dentadura y
volvió a atarse la mandíbula. A continuación, fue retrocediendo lentamente,
alejándose de Scrooge. A cada paso del representante supravital de Marley, la
ventana iba alzándose unos centímetros, hasta que estuvo completamente
abierta. En ese instante, el espíritu se elevó flotando en la oscuridad de la
noche con un aullido lastimero y la ventana volvió a cerrarse de golpe.
Scrooge examinó la puerta, que seguía cerrada a cal y canto. Intentó
articular la palabra «Pamplinas», pero descubrió que se hallaba vocalmente
incapacitado. Ignorante de si ello se debería a la odisea que acababa de
experimentar o al efecto del zumbido de fondo de la máquina relajante, se
arrastró hasta el tatami extendido sobre el suelo de su dormitorio y se quedó
inmediatamente dormido.

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ESTROFA SEGUNDA

EL PRIMERO DE LOS TRES FACILITADORES


ESPIRITUALES

uando Scrooge despertó, aún reinaba la oscuridad. Tendido sobre


su estera, se rió para sí cuando creyó recordar el episodio que
había tenido lugar. Aunque se mostraba abierto a la posible
existencia de fenómenos extracientíficos, le resultaba imposible
atribuir la menor credibilidad al acontecimiento de la tarde anterior. Después
de todo, la imagen de Marley había resultado demasiado melodramática, por
no mencionar su actitud solemne y acusatoria. Por si fuera poco, eran bien
conocidos los efectos secundarios de las dietas a base de gachas, entre los que
se contaban las más vívidas alucinaciones.
En ese instante, la alarma de su reloj de pulsera emitió un pitido, y las
tinieblas de la estancia se vieron inmediatamente disipadas por una brillante
luz. Cuando sus ojos se acostumbraron a ella, Scrooge pudo ver ante sí una
extraña figura: un ente de estatura algo inferior a la de un adulto cuyo aspecto,
sin embargo, no era del todo el de un niño. Sus cabellos, elegantemente
peinados y moldeados, parecían plateados por años de experiencia, pero su
rostro, de expresión traviesa, no mostraba la menor arruga, al menos por lo
que Scrooge alcanzaba a discernir a través del maquillaje. Iba ataviado con
una radiante chaqueta de sport con botones de acebo. Pero lo más curioso es
que detrás de su cabeza brotaba una luz brillante… de hecho toda una batería
de focos perteneciente al equipo de filmación que había traído consigo.
—¿Quién y qué eres? —inquirió Scrooge intentando parecer valiente.
—Soy el Espíritu cuya llegada te fue anunciada —dijo el otro,
acercándose al micrófono—. Soy el Fantasma de las Navidades Pasadas, y
éste es mi equipo.
Scrooge preguntó al Espíritu por qué había traído todas aquellas cámaras.
—Hoy en día, ya nadie teme realmente a los fantasmas —respondió el
Espíritu—. Todo el mundo piensa que somos un holograma o un efecto
especial. Ahora bien, preséntate con un equipo de cámara ávido y curtido, y
vaya si la gente te presta atención.

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—¿Y qué quieres de mí?
—Hay quien denuncia que te has pasado la vida adorando a los falsos
ídolos y volviendo la espalda al resto de tus semejantes. ¿Tienes algo que
decir al respecto? —dijo el Espíritu, poniendo el micrófono ante el rostro de
Scrooge.
Éste sonrió con aire autosuficiente.
—Verdaderamente, debes de tomarme por alguien de exagerados recursos
mentales y emocionales. Yo no respondo a alegatos anónimos.
—¿Pretendes con eso decirnos que eres un modelo de ciudadano
responsable, trabajador y honesto?
—Sí —afirmó Scrooge, a lo que añadió una nueva elusión de la verdad—:
aunque desde luego no comulgo con el orden establecido de las cosas.
—En ese caso, debemos de estar en un error —dijo el Espíritu con
expresión solemne—. Pero aquí olfateo la posibilidad de un reportaje
diferente. ¿Qué te parece si te entrevistamos sobre algunos de los
acontecimientos que hayan conformado el destacado personaje que eres hoy
en día?
Scrooge no veía inconveniente alguno en ello, por lo que aceptó de buen
grado. El Espíritu le hizo firmar una autorización y posteriormente le condujo
hasta la ventana.
—Un momento —dijo Scrooge—. Estamos en un tercer piso. Me caeré.
—Roza simplemente el cable de mi micrófono —dijo el Espíritu—, y
quedarás flotando en el aire. Pero ponte este casco de seguridad de todos
modos. Estoy un poco harto de querellas. Y ahora… estamos rodando.
Apenas había pronunciado aquellas palabras cuando Scrooge, el Espíritu y
el equipo atravesaron el muro para precipitarse en un completo caos.
Rodeados por una horda de personas ataviadas con ropajes desaliñados y
chillones, sus oídos se vieron asaltados por el ritmo atronador e incesante de
música de discoteca. Entre carcajadas y aullidos ocasionales, hombres y
mujeres relataban secretos personales, deseos ocultos y bromas indecorosas
con notable informalidad. Todo ello, sin embargo, aparentaba discurrir en un
ambiente de lo más cordial, al menos para los modelos de la época. Se
encontraban en el elegante y atestado salón de baile de un hotel, y el festivo
jolgorio parecía derramarse tanto de los corazones de los celebrantes como de
las numerosas copas que éstos sostenían en el aire.
—¿Dónde estamos ahora? —preguntó el Espíritu, poniéndole nuevamente
el micrófono a Scrooge debajo de las narices.

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—¡Dios mío! —vociferó Scrooge para sobreponerse al estruendo—. Éste
es uno de los guateques de empresa que solía organizar el viejo Fezziwig
antes de que le capturaran los federales. Cuánto me alegro de volver a ver
uno… solían ser difíciles de recordar a la mañana siguiente.
Entre los rostros allí reunidos, Scrooge pudo reconocer a muchos viejos
amigos y conocidos. Iba gritando sus nombres a medida que los veía, pero
ellos, amparándose en las prerrogativas que les concedía su condición de
sombras del pasado, no le hacían el menor caso. A Scrooge, dominado por
una oleada de alegría y nostalgia, tal indiferencia no le inquietaba en absoluto.
Rodeado por aquel bullicio, se dejó llevar incluso hasta el punto de intentar
unirse a un baile de carretilla. El Espíritu y su equipo contemplaban la escena
con expresión abstraída, sin pensar en ningún momento en interrumpir las
frivolidades de Scrooge. La autorización que le habían hecho firmar
establecía claramente que aquello no eran sino imágenes del pasado
inconscientes de su presencia.
Mientras las sombras seguían comiendo, bebiendo y gozando de su mutua
compañía, el Espíritu le preguntó con tono mordaz:
—En su opinión, ¿podía acusarse a Fezziwig de malversación de caudales
de la empresa, tal y como establecía la acusación?
—¿Malversación? ¡De ningún modo! —respondió Scrooge—. Fezziwig
era un gran hombre, a la vez que un magnífico jefe.
—Se dice, sin embargo, que desvió fondos corporativos a un presupuesto
secreto destinado a financiar un lujoso estilo de vida en el que se incluía la
celebración de esta clase de fiestas enloquecidas.
—Todo el mundo esperaba ansiosamente sus fiestas. Constituían el
acontecimiento del año y eran estupendas para elevar la moral.
—Pero ¿no resultaban excesivamente caras?
—Teniendo en cuenta lo felices que nos hacía a todos, pagara lo que
pagara era una verdadera ganga.
—En ese caso, ¿cabe presumir que ha adoptado usted la filosofía de
Fezziwig y que también celebra extravagantes fiestas para sus empleados? —
inquirió el Espíritu sin apartar los labios del micrófono.
Scrooge vaciló unos instantes.
—Preferimos invertir en el capital humano de nuestra compañía de otras
maneras. Damos libertad a nuestros empleados para perseguir aquellas metas
que les parezcan más significativas dentro del terreno de los festejos
conmemorativos.

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—¿A eso se debe que este año únicamente haya obsequiado a Cratchit con
una libreta de cupones regalo? —preguntó el Espíritu.
—Sin comentarios —balbució Scrooge, ruborizándose de vergüenza.
Pensó para sí que acaso se hallaba, en efecto, algo más en deuda con la
memoria de su mentor Fezziwig.
El Espíritu extendió la mano en dirección a un oscuro rincón del salón de
baile y dijo:
—Parece ser que, además de la comida y la bebida, existían innumerables
oportunidades de practicar el acoso sexual.
Tanto él como su equipo, seguidos de cerca por Scrooge, se apresuraron a
dirigirse al punto señalado con los focos a plena potencia. En el oscuro rincón
había un hombre y una mujer fundidos en un abrazo apasionado. A Scrooge la
escena le parecía bastante divertida, hasta que la pareja se interrumpió para
tomar aire.
—¡Candy! —gritó.
En ese instante, desapareció el salón de baile, y Scrooge, el Espíritu y los
miembros del equipo se vieron trasladados al fondo de un tenebroso
restaurante. A la mesa situada frente a ellos se hallaba sentada la imagen de
un Scrooge más joven, acompañada de la mujer con la que dicho joven había
estado abrazado durante la fiesta.
—Sencillamente, pensé que sería divertido casarse contigo —decía ella—,
pero hace cinco meses yo era mucho más joven. Emocionalmente, al menos.
—¿Y quién es ésta a la que estamos viendo? —quiso saber el Espíritu.
—Candy —dijo Scrooge—. Fue mi segunda esposa.
La mujer prosiguió:
—Nunca habría seguido adelante con ello de haber sabido hasta qué punto
te hallabas desconectado de tus sentimientos. Procuras tenernos a mí y a todos
los demás al alcance de la mano, y luego te inventas quién sabe qué
argumentos para huir de cualquier contacto real.
—No voy a decirte que te equivocas, Candy —dijo aquel Scrooge
rejuvenecido—. ¿Pero cuántas personas hay que se conozcan a sí mismas lo
suficiente como para reconocer que están efectivamente desconectadas de sus
sentimientos? Si lo admitiera, consideraría incluso esa capacidad como una
forma de progreso.
—¡Oh! —exclamó Candy con tono incrédulo—. ¡Oh! ¡Oh, claro! ¡Oh!
Candy desapareció súbitamente para verse sustituida por una joven
diferente.

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—Aparte de lo cual —dijo la recién llegada—, debes saber que no soy de
esa clase de esposas dispuestas a sonreír con valentía mientras su marido
convoca conferencias de prensa en un intento de limpiar su nombre.
—¡Ahhh! —gritó el verdadero Scrooge.
—¿Y quién es ésta? —preguntó el Espíritu.
—Ésa es Sandy —repuso él—. Mi tercera esposa.
—Ignoro a qué te refieres —dijo la imagen rejuvenecida de Scrooge.
—Sí, ya —replicó ella desabridamente—. Sé todo lo de la emisión
gratuita de acciones y tus proyectos para hacer la puñeta a esos pobres
granjeros.
El joven Scrooge dio una palmada sobre la mesa.
—¡En esa cuestión estamos totalmente respaldados por la ley!
—Me da lo mismo —dijo ella fríamente—. Yo me marcho. No es
agradable ver cómo pones en venta tus ideales uno tras otro.
Al igual que la anterior, se desvaneció de repente para dar paso a otra
mujer.
—Ésa es Brandy, mi cuarta esposa —dijo Scrooge sin esperar a que le
preguntaran.
—¿La cuarta? —dijo el Espíritu—. Piensa bien.
Scrooge adoptó una expresión de pánico.
—¿La quinta? —preguntó, en absoluto seguro de estar en lo cierto. Y
mientras contemplaba la escenificación de una nueva y airada despedida, ante
sus ojos incrédulos fueron desfilando todas las mujeres de su vida. Exesposas,
amoríos, parejas formales, sustitutas sexuales… Scrooge equivocó algunos
nombres, así como el orden en el que habían ido apareciendo en su vida, pero
todas tenían lo mismo que decirle a su representación juvenil: que era frío y
distante, y que veneraba el éxito a expensas de su propia integridad; que las
había utilizado a todas para sus propios fines egoístas y que al día siguiente
tendría noticias de sus abogados.
—Espíritu, llévame a casa —imploró Scrooge—. No soporto más esto. Ni
siquiera recuerdo bien sus nombres.
—Pero si aún tenemos más escenas que visitar —dijo el Espíritu—. Y aún
nos queda mucha película. ¿Qué me dices de este equipo de trabajadores?
¿Sabes lo que me está costando?
—¡No! ¡Llévame a casa! ¡Esta entrevista ha terminado! —Scrooge se
abalanzó sobre la cámara que le enfocaba el rostro e intentó arrebatársela al
operador. El Espíritu y el resto del equipo le obligaron a soltar el aparato, y la
lucha prosiguió hasta que Scrooge se despertó solo en su dormitorio,

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enzarzado cuerpo a cuerpo con un cojín. Sudando y jadeando profusamente,
se dirigió al cuarto de baño, se tragó un par de Orfidales, regresó hasta su
estera con paso vacilante y se quedó inmediatamente dormido.

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ESTROFA TERCERA

EL SEGUNDO DE LOS TRES FACILITADORES


ESPIRITUALES

crooge volvió a despertarse cuando el reloj marcó la siguiente


hora en punto. Miró a su alrededor, pero no vio a ningún espíritu
dispuesto a darle la lata. La estancia, sin embargo, aparecía
bañada por un resplandor sobrenatural, lo que le sugería la
posibilidad de no encontrarse solo. Dado que la fuente de luz parecía provenir
del salón, Scrooge se puso en pie y se dirigió a la puerta. La abrió
conteniendo la respiración y atisbó el interior.
Lo que vio le dejó atónito. En lugar de sus habituales grises y blancos
posmodernos, la habitación aparecía abrasada por la abundante y cálida luz
amarillenta procedente de un tronco que ardía en la chimenea. Las paredes y
el techo se hallaban tan profusamente adornados de acebo, muérdago, hiedra
y siemprevivas que se diría que alguien había trasplantado allí una selva
virgen en toda su biodiversidad. Amontonados en el suelo y formando una
suerte de trono, podían verse gansos, faisanes, quesos, grandes cuartos de
carne, lechones, largas ristras de salchichas, pasteles, empanadas, barriles de
ostras, inmensas tartas y humeantes cuencos de ponche de huevo: toda una
colección de alimentos dotados de calorías y colesterol suficientes para
obturar los vasos sanguíneos de todo un destacamento de paz. A la vista de
aquella cantidad de comida, el habitualmente moderado Scrooge a punto
estuvo de sufrir un desvanecimiento, en parte por avidez y en parte por
repugnancia. Majestuosamente acomodada sobre el trono descansaba una
jovial figura de estatura superior a la media y magnífico aspecto; portaba en
su mano derecha una reluciente antorcha que elevó para mejor iluminar a
Scrooge cuando éste se asomó por el quicio de la puerta.
—¡Entra! —exclamó el Espíritu—. Entra a conocerme mejor.
Scrooge se aproximó tímidamente y le rogó que no blandiera la antorcha
tan cerca de los aspersores antiincendios que colgaban del techo.
—Vamos, alegra esa cara —rió el Espíritu—. ¡Mírame! Soy el Espíritu de
las Navidades Presentes. ¡Divirtámonos!

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Scrooge alzó los ojos como se le ordenaba y experimentó una sensación
de alivio al distinguir una expresión cálida y risueña en el barbudo rostro del
Espíritu. Aquel espectro había de resultar, aparentemente, menos agresivo e
insinuante que el anterior. Iba vestido con túnica verde sencilla, pero de
elegante corte, que colgaba ampliamente en torno a su generosa figura. Poseía
largos y oscuros rizos castaños que pendían de su frente con una libertad
comparable a la de su campechano porte y sus festivos modales. En ese
momento, Scrooge advirtió tras el Espíritu la presencia de otra figura de
aspecto más discreto y sobrio que el primero, aunque no desagradable.
—¿Quién es tu compañero? —inquirió Scrooge.
—¿Quién, él? Es Rupert: le ha tocado no beber esta noche. ¿Puedes
creerlo? ¡Ja! —exclamó el Espíritu, poniéndose en pie—. ¡Adelante, sígueme
que vamos a levantar el vuelo!
Scrooge obedeció, y tanto la habitación como su contenido se
desvanecieron inmediatamente.
Un instante después, se encontraban en la humilde morada de una familia
que sobrevivía situada en un estrato porcentual socioeconómico inferior. A
pesar de la situación que soportaban, sus miembros se negaban a adoptar el
papel de víctimas; antes bien, parecían disfrutar alegres y joviales de los
deleites propios de las fechas. El amor y el respeto decoraban su hogar con
tanta esplendidez como su cursimente adornado compañero arbóreo. Los
aromas de su cena flotaban acogedores en torno a los componentes de la
familia, acomodados en el sofá mientras contemplaban Qué bello es vivir en
la trémula pantalla de su televisor. El Espíritu estudió la escena con expresión
afectuosa pero atenta y, a continuación, lanzó un silbido a Rupert e hizo un
gesto con el pulgar por encima del hombro.
Antes de que Scrooge pudiera siquiera parpadear, tanto él como sus
compañeros se vieron transportados a una nueva residencia, más opulenta,
perteneciente a miembros de las clases opresoras. Había allí gente reunida
para disfrutar de una velada íntima durante la cual intercambiarían
informaciones confidenciales y exclusivas destinadas a reforzar sus
privilegiadas posiciones sociales. Había asimismo vinos y manjares en
abundancia, y los invitados se atiborraban sin preocuparse en lo más mínimo
de las necesidades de los trabajadores a los que explotaban: aquella noche, la
lucha de clases se hallaba a gran distancia de sus pensamientos. Hombres y
mujeres, reunidos en torno al centro de entretenimiento de la sala, disfrutaban
con excelente humor de la grabación en disco láser de Qué bello es vivir.

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A Scrooge le llamó la atención el genuino calor que unos y otros se
demostraban mutuamente sin por ello dejar de respetar en todo momento el
espacio personal de cada uno. Hacía años que no percibía esa calidez, y en
aquel momento sintió que sufría profundamente su carencia.
—Espíritu, ¿por qué me muestras estas imágenes? —preguntó por fin—.
¿Acaso intentas mostrarme lo aislado que me encuentro de mis semejantes?
¿Hacerme ver hasta qué punto he aislado mi corazón del resto del mundo y
demostrarme que el amor es el vínculo común que a todos puede unirnos?
—Qué va… —dijo el Espíritu desde la mesa del buffet, situada a corta
distancia—. Aquí hemos venido únicamente a saquear la nevera.
El Espíritu se aproximó a Scrooge sin dejar de masticar el grueso
emparedado que acababa de fabricarse y señaló el televisor con un gesto.
—¿Sabes? Desde prácticamente siempre, en todas las casas en las que
entro están viendo la misma película, y todavía no he visto cómo termina.
¿Puedes creerlo? ¡Ja! ¡Nos abrimos de aquí!
Y en apenas un fugaz intervalo, los tres viajeros astrales aterrizaron en un
apartamento de la ciudad. Era una vivienda austeramente amueblada pero
sumamente pulcra, y el televisor estaba apagado (gracias le sean dadas a un
cielo no sectario, pensó Scrooge). Podía distinguir las voces de un hombre y
una mujer, y una de ellas le resultaba especialmente familiar.
—No sé… —decía la mujer—, a mí todo esto, sencillamente, no me
parece lo bastante alegre.
—¿Quieres que volvamos a poner el vídeo del tronco ardiendo? —
preguntó el hombre.
—¡Bob Cratchit! —exclamó atropelladamente Scrooge—. ¿Es ésta su
casa? ¿Y es ésta Mercedes, la persona con la que mantiene una relación
primaria? ¡Válgame Dios!
Los Cratchit, ignorantes de la presencia de Scrooge y los Espíritus,
prosiguieron su conversación:
—No —suspiró Mercedes—. Hoy en día ese vídeo no me resulta tan
alegre y tan emocionante como cuando era niña. Hay ocasiones en las que
desearía poder dejar de ser atea, aunque sólo fuera temporalmente. Si tan sólo
el calendario contuviera más fiestas destinadas a los deísticamente
liberados…
De la cocina llegó el estrépito de una bandeja al estrellarse contra el suelo.
Scrooge volvió la mirada hacia el lugar de donde procedía el sonido y vio
emerger al corpulento Espíritu de las Navidades Presentes con un muslo de

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pavo en la mano y una cómica e inocente expresión en el rostro. Roberto
corrió a la cocina a investigar.
—Debe de haber sido el perro —sugirió el Espíritu con considerable
especiesismo mientras avanzaba contoneándose.
—Debe de haber sido el perro —repitió, como un eco, Roberto antes de
recoger los restos y meter la comida en el refrigerador.
Scrooge miró al robusto espíritu con mal disimulada repugnancia.
—Ya que no muestras el menor respeto hacia ti mismo —dijo con
desprecio—, al menos intenta mostrarlo hacia los demás.
—¡Vamos, hombre, alegra esa cara! ¡Es Nochebuena! —dijo el Espíritu,
alternando bocados de muslo de pollo con puñados de crujientes patatas de
bolsa—. ¡Y cuanto más engorde, más cantidad de mí podréis querer! ¡Ja!
Roberto regresaba a la estancia cuando Mercedes le dijo:
—Creo que también me tiene deprimida el poco dinero que entra en casa.
—Vamos, Mercedes —dijo Roberto con tono de consuelo—, no caigas en
la trampa de esta cultura nuestra tan materialista. Tenemos un techo bajo el
que cobijarnos, suficiente comida, buenos amigos, un niño encantador…
—Ay, Roberto, no me hables de trampas. Obviamente, te encuentras
atrapado bajo esos ridículos conceptos de la «nobleza en la pobreza» que
genera la clase burguesa para aplacar su propio sentido de culpa. Tú y yo no
somos dos pobres virtuosos y lánguidos extraídos de una novela de Dickens.
Tenemos facturas a las que hacer frente, y ese ogro de Scrooge se niega a
pagarte un sueldo digno.
—Estoy haciendo cuanto está en mi mano para sumir la oficina en la
anarquía —explicó Roberto—. Me estoy resarciendo de Scrooge donde más
le duele a base de robar fotocopias y alargar las pausas para tomar café. Tanto
él como el despiadado sistema que representa no han de tardar mucho en
derrumbarse.
Scrooge se quedó estupefacto. Ignoraba que Roberto alimentaba tanta
amargura, aunque también es verdad que raramente encontraba ocasión de
sostener una conversación sincera con su empleado, y no sabía casi nada de
su vida familiar.
—¿Y en qué nos ayuda eso? —preguntó Mercedes—. ¿De qué le sirve eso
al Pequeño Timón? ¡Con esa enorme deducción que exige la miserable
cobertura de seguro de Scrooge, nunca seremos capaces de proporcionarle
una asistencia médica adecuada!
Como si lo hubieran ensayado de antemano, su verticalmente limitado
preadulto escogió aquel momento para comparecer en la estancia. El Pequeño

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Timón era un chaval cariñoso y lleno de ilimitada energía. De hecho, el único
rasgo que lo diferenciaba de los demás miembros de su grupo de jóvenes
congéneres era que su tamaño no se ajustaba al promedio. Saltando sobre el
sofá, abrazó a sus proveedores de cuidados, y éstos vieron disiparse sus
preocupaciones, al menos momentáneamente.
Scrooge sintió que su corazón se conmovía ante la presencia del pequeño
retoño. Se volvió y preguntó:
—Y en cuanto a este niño, el Pequeño Timón, ¿qué es lo que le ocurre?
—Nadie lo sabe —contestó Rupert—. Su reiterada obstinación y sus
incontrolables ataques de energía tienen perplejo a todo el mundo. Al
principio, se pensó que su comportamiento no era más que un simple caso de
bloqueo de chakra, pero últimamente su estado se asemeja a un desorden
postraumático inducido por el parto.
Scrooge sintió que se le caía el alma a los pies.
—Pero ¿no hay especialistas? ¿No existen programas televisivos
dedicados a víctimas como él?
—No le llames víctima —dijo Rupert—. No es más que una persona que
ha de convivir con un trastorno. En cuanto a los programas televisivos…
bueno, admitirás que resultan un poco pueriles.
Scrooge reflexionó durante unos instantes y preguntó finalmente:
—Dime, Espíritu, ¿tan irreversiblemente negras parecen sus perspectivas?
El Espíritu de las Navidades Presentes le miró cara a cara. Sus ojos habían
comenzado a tornarse vidriosos y de sus barbas colgaban pequeñas hebras de
comida.
—Si les ofrecieras mejor cobertura, pedazo de roñoso, al menos podrían
costearse más pruebas y tratamientos.
Scrooge, debidamente reprendido, continuó observando los juegos de
aquella familia. Incluso a pesar de la afección de Timón, el aspecto de los tres
era de lo más disfuncional. Scrooge les envió secretamente su más positiva,
cálida y constructiva interacción. Al cabo de un rato, Bob anunció que había
llegado el momento de brindar por las fechas en curso. Sacó unas copas de
chispeante agua mineral y las repartió entre Mercedes y Timón.
—Brindemos —dijo— por estas fiestas, y que las fuerzas que nos han
situado (o no) en este mundo continúen bendiciéndonos.
Timón alzó su copa.
—Que algún ente superior (si es que existe semejante cosa) bendiga a
cada uno de nosotros.

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Se llevaron las copas a los labios simultáneamente. Por fin, Roberto alzó
de nuevo su copa y dijo:
—Por el señor Scrooge…
Mercedes se detuvo y soltó la copa.
—Verdaderamente, Roberto, ¿a qué viene mencionarle? ¿Acaso quieres
echarnos a perder la fiesta?
—No me habéis dejado terminar —dijo Roberto—. Por el señor Scrooge
y su increíble habilidad para encarnar a los enemigos de la clase obrera. ¡Que
siempre continúe inspirándonos para proseguir la lucha!
Mercedes y Timón se echaron a reír. Alzaron todos las copas y bebieron.
Y así prosiguieron su jolgorio y sus risas hasta que el Espíritu, con lengua de
trapo, anunció que había llegado la hora de proseguir su camino. Scrooge
continuó contemplando la escena a medida que ésta se desvanecía,
observando en particular al Pequeño Timón.
El siguiente sonido que oyó (aparte de los monótonos gemidos del
Espíritu de las Navidades Presentes) fueron las sonoras carcajadas de su
sobrino. El acogedor salón de Fred, repleto de los invitados que habían
acudido a la fiesta, no tardó en materializarse en torno a ellos.
—Pues bien, el tío Scrooge no se movió de su escritorio —relataba su
sobrino—, negándose en todo momento a aceptar mis buenos deseos para
estas fiestas e intentando cazar los bichos que se paseaban por su mesa.
Al imaginarse al humanitariamente discapacitado distribuidor de café en
semejante escena, todos los presentes se echaron a reír de buena gana, pero se
interrumpieron cuando una de las personas del grupo dijo con voz gélida:
—No me parece que la crueldad con insectos indefensos sea algo tan
gracioso.
La expresión de Fred se tornó de inmediato en un gesto de preocupación:
—No, tienes razón. Lo siento —murmuró.
El Espíritu soltó una risotada y realizó un comentario despreciativo acerca
de la capacidad sexual de los miembros del grupo que, por fortuna para él,
éstos no pudieron oír. De hecho, el Espíritu se rió con tantas ganas de su
propia observación que perdió el equilibrio, derribó un taburete y cayó al
suelo con un golpe sordo. Para entonces, Scrooge se hallaba profundamente
irritado por el palurdo comportamiento del Espíritu.
—¿Se puede saber qué le pasa? —preguntó finalmente a Rupert—. Yo no
le he visto beber nada.
—Es un problema de abuso de sustancias —respondió el chofer—. Se
regodea y deleita con las mieles de la bondad humana, pero a veces se pasa

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con la dosis.
—Qué razón tienes, Ruperto, coleguilla —dijo el Espíritu con voz
estropajosa mientras se incorporaba con gesto vacilante—. Y ya sabes lo que
dice el dicho: las mieles de la bondad humana no se beben, se alquilan.
Perdonadme un segundo.
Y el Espíritu se retiró con paso tembloroso en busca de alivio.
Los asistentes volvieron a animarse cuando la esposa de Fred anunció:
—Os gustará saber que hemos conseguido disuadir a todos los
comerciantes locales de que este año vendan muérdago. Brindemos, pues, por
el fin de una forma de acoso sexual hasta ahora tradicionalmente aprobada.
Todos los presentes menos uno alzaron sus copas de ponche sin alcohol,
bajo en calorías y colesterol.
—¿Sasha? —inquirió Fred dirigiéndose a la persona en cuestión—. ¿Le
ocurre algo al ponche de huevo?
—Has olvidado —dijo Sasha con voz queda— que soy vegetariano.
El semblante de Fred enrojeció. Farfullando excusas, corrió a la cocina a
preparar un zumo de remolacha para Sasha. Aquel pequeño error, sin
embargo, no enfrió por mucho tiempo el buen humor de los presentes, y la
alegría y el espíritu de generosidad propios de las fechas no tardaron en
reaparecer. El ambiente volvió a llenarse de sanos vítores y risas que ya no se
emitían a expensas de ningún grupo o persona individual.
Scrooge se veía cada vez más arrastrado por la festiva atmósfera, y
comenzó a aplaudir y a vitorear jovialmente los juegos y bromas que
disfrutaban los asistentes. Los invitados de Fred jugaron a la Ratita
Visualmente Incapacitada durante un buen rato y luego disfrutaron de una
animada ronda de Veinte Preguntas no Indiscretas. A continuación, se
afanaron en decorar su árbol de Navidad del modo más diverso y equitativo
imaginable. ¡Oh, cuánto se divirtieron adornándolo con estrellas de David y
menorás, y dragones orientales y adornos sintoístas, y estrellas y medias lunas
y fetiches de todos los tamaños! Colgaron de él manojos de acebo por los
druidas, talismanes por los naturistas, y yin-yangs, amuletos, varillas de
I Ching, cartas del tarot, runas y todos las formas concebibles de símbolos y
mandalas. Al concluir, admiraron aquel árbol tan gloriosa y ecuménicamente
dispuesto.
El siguiente punto del programa lo ocupaban los alimentos, y los invitados
de Fred comieron bien. Disfrutaron de ensaladas y de guisos, de frutos frescos
y secos, de tartas y pastas con edulcorantes naturales, hasta encontrarse
repletos. Para indignación de Scrooge, el Espíritu de las Navidades Presentes

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no pudo evitar un nuevo comentario desdeñoso acerca del menú, demasiado
saludable y delicado para sus gustos. Se puso a blandir los puños sin dejar de
vociferar que estaba muerto de hambre, pero los invitados no podían oír ni
una palabra. Tanto Scrooge como el chofer advirtieron que las poderosas
corrientes de buena voluntad estaban produciendo un comportamiento
sumamente errático en el Espíritu. Cuando finalmente éste comenzó a lanzar
puñetazos al aire y se tiró encima una fuente de potaje vegetariano, Rupert le
condujo al patio para que el aire fresco le despejara la cabeza.
Para rematar el festín, Fred trajo de la cocina una humeante bandeja de
tortitas de patata bajas en calorías y acompañadas de generosos cuencos de
yogur y salsa de manzana. Aunque se encontraban todos ahítos a reventar, no
pudieron resistir la tentación de engullir unas cuantas tortitas de patata.
Finalmente, los invitados se acomodaron en el salón, Fred sacó una menorá
que había comprado aquel mismo día y colocó sendas velas en sus ocho
orificios. Recitó lo que sabía del Festival de las Luces (bastante poco, hay que
admitirlo) y encendió las ocho velas, logrando así incluir un saludo a Januká
en el apretado programa de la velada.
Acto seguido, Fred sacó una estera de paja y la colocó bajo la menorá.
—Ha llegado el momento de nuestra celebración Kwanzaa —anunció—.
Me perdonaréis que emplee de nuevo la menorá, pero no tuve tiempo de
localizar en la tienda una kinara como es debido.
Así pues, los invitados se apresuraron a rendir homenaje a los Nguzo Saba
o Siete Principios, mientras Fred dirigía sus cánticos y destrozaba los
vocablos en suajili que iba leyendo en su manual Kwanzaa. Luego despejaron
la mesa para celebrar el Divali en honor a los invitados de creencias hindúes.
Para cuando sacaron las piñatas destinadas a la siguiente etapa de la fiesta,
Scrooge había salido al patio en busca de sus dos guías astrales. Rodeado por
el frío aire de diciembre, pudo ver al Espíritu de las Navidades Presentes que,
tendido de espaldas, seguía emitiendo aullidos y desternillándose de sus
propias bromas.
—Bien, ¿adónde vamos ahora? —preguntó Scrooge.
—Nuestra estancia contigo se halla próxima a su fin —dijo Rupert—.
Cuando el Espíritu se empacha de las mieles de la bondad humana, cualquier
viaje ulterior se vuelve contraproducente, por no decir embarazoso.
El Espíritu había comenzado a cantar «Navidad, Navidad, Dulce
Navidad» a pleno pulmón, sustituyendo por «Tra-la-la» aquellas estrofas que
olvidaba (y que al final resultaron ser prácticamente todas).

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—¿Ha concluido, pues, mi reeducación? ¿No me han visitado esta noche
tres espíritus diferentes? —preguntó Scrooge con tono esperanzado.
—Yo no soy realmente un Espíritu de las Fiestas —dijo Rupert—, sino un
mero observador interesado. Aún tendrás que recibir la visita de un tercer
espectro.
Dicho esto, asió al postrado Espíritu por las manos y comenzó a
arrastrarle. A medida que se alejaban, la escena cambió y Scrooge se vio a sí
mismo en medio de una llanura fría y solitaria en la que podía verse a lo lejos
el lúgubre rostro de otro fantasma que surgía de las tinieblas y se encaminaba
hacia él.

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ESTROFA CUARTA

EL ÚLTIMO (PERO EN MODO ALGUNO MENOS


IMPORTANTE) DE LOS FACILITADORES ESPIRITUALES

l Espíritu fue acercándose lenta, solemne y silenciosamente. Al


aproximarse a Scrooge, éste hincó una rodilla en el suelo, ya que
la misma aura que despedía el ente parecía henchida de
melancolía y misterio. Algo de lo que, por supuesto, sólo
podemos culpar a nuestros propios miedos e inseguridades y al hábito de
proyectarlos sobre lo desconocido.
El Espíritu aparecía ataviado por entero de negro —unas desgastadas
botas negras, chaqueta negra de cuero, abultado jubón negro y ajadas medias
negras—, aunque en su figura destacaba algún que otro destello de los
remaches, cadenas, aros y hebillas que adornaban tanto su atuendo como las
diversas partes de su cuerpo. Bajo una espesa masa de pajizos y oxigenados
cabellos postizos podía distinguirse un rostro enjuto e inexpresivo,
grotescamente resaltado por capas de maquillaje y de lápiz de labios negro.
Mientras contemplaba al Espíritu avanzar hacia él arrastrando lentamente los
pies con aire algo distraído, Scrooge se sintió incapaz de determinar su género
(por más que tan insignificante variable resultara despreciable a la hora de
determinar sus capacidades o autoridad). Cuando el ente se detuvo junto a
Scrooge, su misteriosa presencia y el aroma a tabaco y a cerveza trasegada
despertaron en el hombre una ominosa sensación de solemnidad.
—¿Me encuentro acaso en presencia del Espíritu de las Navidades
Venideras? —preguntó Scrooge.
El Espíritu no respondió y se limitó a toser, a rascarse y a señalar al frente
con la mano.
—Te dispones a mostrarme las sombras de las cosas que han de suceder
en el tiempo que se extiende ante nosotros —insistió Scrooge—. ¿No es así,
Espíritu?
El Espíritu le miró con expresión desapasionada, tras lo cual le obsequió
con una rápida combinación de encogimiento de hombros, ademán de

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asentimiento y mueca burlona que Scrooge interpretó como una respuesta
afirmativa.
—¡Espíritu del Futuro! —exclamó—. Te temo más que a ningún otro
debido a que soy un poco maniático en lo que se refiere al control y me
aterroriza la idea de contemplar lo desconocido. Creía estar haciendo
progresos con el último Espíritu, al menos hasta que se volvió incoherente.
Algo estaba desarrollándose entre nosotros. Pero sé que tu intención es
instruirme en la verdad, por lo que me pongo en tus manos. Indícame el
camino.
Echaron a andar, pero no parecían cubrir terreno alguno a lo largo de la
nebulosa carretera. Por el contrario, parecía que la ciudad iba surgiendo en
torno a ellos, rodeándoles por propia iniciativa. Desde los edificios a los
caminos más apartados, a Scrooge iba resultándole todo inmediatamente
familiar. A cierta distancia del punto en que se encontraban en aquella helada
calle podía distinguirse la presencia de un hombre y una mujer que Scrooge
reconoció como periodistas a los que a menudo había filtrado rumores
dañinos acerca de sus competidores y otros enemigos.
—Ignoro cuál ha sido la causa —decía el primer periodista—. Todo
cuanto sé es que está muerto.
—Una estaca en el corazón, probablemente —bromeó su compañera—; si
es que alguien ha logrado encontrarle un corazón, claro está.
El primer periodista suspiró y al hacerlo emitió una helada nube de vaho.
—Consigue fastidiarme incluso desde la tumba —dijo—. No podía haber
escogido peor momento para morirse. Me interrumpe todo el artículo que
estaba preparando sobre sus acciones inmobiliarias de Central American.
Ahora no podré conseguir imágenes para el reportaje.
—Habla con alguno de los organizadores de la revuelta campesina —
sugirió su compañera—. Puedes conseguir buenos vídeos. A estas alturas
deben de estar bailando por las calles.
Los periodistas se echaron a reír ante la idea y siguieron su camino.
Scrooge se volvió hacia el Espíritu y preguntó:
—¿A quién se refieren, Espíritu? ¿De qué hombre estaban hablando?
El Espíritu no respondió y se limitó a toser y a señalar al frente. Scrooge
se puso a temblar de pies a cabeza al pensar en el cálido y acogedor salón de
su sobrino.
—Déjame que te diga ya desde el principio —advirtió al Espíritu— que
todo este concepto de la muerte no es algo que se me dé muy bien.

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Algo más adelante, Scrooge y su desnutrido guía se toparon con dos
hombres que salían de una oficina poniéndose los abrigos y ajustándose las
bufandas contra el frío. A juzgar por el vecindario en que se hallaban, cabía
presumir que su profesión estaba relacionada con las leyes. Le decía uno al
otro:
—¿Sin testamento, dices? Pues ya verás la pelea de gatos que nos
espera…
—Pueden pasar años hasta que legalicen la herencia —repuso su
compañero—. Una cosa son los acreedores, pero con semejante patrimonio,
todas esas exesposas no van a darse por vencidas así como así.
—Más vale que tengan cuidado con lo que exigen —dijo el primero—.
Cualquiera de los elementos que componen ese pequeño imperio va a valer
bastante menos cuando llegue el momento de abonar los honorarios legales.
—Bueno, míralo desde este punto de vista —rió el segundo entre dientes
—: se las habrá arreglado para no pagarnos en vida, ¡pero antes o después
teníamos que obtener la parte de dinero que nos correspondía en justicia!
Los dos abogados siguieron calle abajo sin dejar de reír, y el sonido de sus
pasos fue desvaneciéndose gradualmente a medida que calculaban su inmenso
botín de horas facturables.
Scrooge se sentía indignado ante tamaña insensibilidad.
—Detesto contemplar las mentes legales ocupadas en su carroñero trabajo
—dijo al Espíritu—. Son todos unos parásitos. Yo mismo puedo haber
arruinado un par de compañías y de carreras en mi época, pero jamás cobré
por ello ni fingí estar prestando servicio alguno.
Consciente de la misión del Espíritu, Scrooge se esforzaba por aprender
una lección de todo cuanto era testigo, pero aquellas escenas tan sólo le
inspiraban horror y repugnancia, y el implacable silencio del fantasmagórico
visitante no contribuía precisamente a tranquilizarle.
—¿Quién era el muerto? —preguntó de nuevo—. ¿Acaso su fallecimiento
no tiene que ver con nada que no sea cinismo y codicia? ¿No eres capaz de
mostrarme algo constructivo que pueda haber surgido de esta vida perdida, o
alguien para el que hayan significado algo su existencia y su desaparición?
El Espíritu le contempló con aire grave y a continuación le obsequió con
la misma combinación de encogimiento de hombros, ademán de asentimiento
y mueca burlona de antes. Indicó la siguiente esquina que habrían de doblar, y
Scrooge, obediente, siguió avanzando a través de la gélida bruma. Al doblar
el recodo, se encontraron en una parte de la ciudad completamente nueva, de
camino hacia un edificio de aspecto neutro cuyas desproporcionadas

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dimensiones aparecían bien iluminadas mediante focos. Scrooge y su
facilitador espiritual atravesaron una muchedumbre de personas que,
tiritando, hacían pacientemente cola frente al edificio y se fundieron a través
de los muros de hormigón del mismo. Al emerger por el lado opuesto se
encontraron entre los bastidores de un estudio de televisión lleno de
espectadores que asistían a la transmisión de un programa en directo. Scrooge
reconoció el escenario de uno de esos programas diurnos de tertulia amarilla
dedicados a explotar éxitos mediocres y fracasos personales para disfrute de
una audiencia colosal. La moderadora del programa se paseaba entre el
auditorio micrófono en mano mientras su invitado del día permanecía sentado
en el escenario.
—¿Querría contarnos qué fue lo que ocurrió después de eso? —preguntó
la moderadora.
—Bueno, la falta de dinero en casa siempre era causa de tensión entre mis
padres —explicó el invitado—, y sus preocupaciones por mi salud no hacían
sino añadirse a la mala atmósfera que allí reinaba. Tardaron años en
realizarme un diagnóstico correcto, y para entonces mi familia había sufrido
tanto que a punto estuvo de desmembrarse.
—Y díganos, ¿qué le diagnosticaron?
—Padezco alergias psicomedioambientales agudas —afirmó el
entrevistado con valentía—, lo que significa que todas las personas, todos los
lugares y todos los objetos que constituyen mi entorno pueden elevar mi
estado de ansiedad por las nubes sin previo aviso y, en ocasiones, producirme
severos dolores de cabeza e incluso leves sarpullidos.
—¿Y culpa usted de todo esto al jefe de su padre?
—Sí: explotó a mi padre hasta la médula, y tan mísera era la cobertura
sanitaria que le proporcionaba que tardaron varios años en diagnosticar mi
dolencia.
—¿Cuál fue su reacción ante la reciente noticia de la muerte de ese
hombre? —preguntó la anfitriona.
—Alivio —suspiró el invitado—. Sentí que se había hecho justicia. Pero
luego experimenté unos remordimientos y una ira terribles hacia mis
sentimientos de culpa. De algún modo, ese hombre se las había arreglado para
introducirse en mi cerebro como un gusano y se negaba a soltarme. Me había
hecho tanto daño en la vida que éste no cesó con su muerte. Por eso escribí mi
libro: para purgarme de su influencia y para reconciliarme de nuevo conmigo
mismo.

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—De acuerdo, vamos a hacer una pausa —dijo la presentadora—. El libro
se titula Mi opresor y yo. Volveremos después con Timón Cratchit.
A una señal, el público prorrumpió en aplausos, y Scrooge, sobresaltado,
pegó un brinco en el aire. Contemplaba incrédulamente al hombre del
escenario. Se parecía, efectivamente, al hijo de Bob Cratchit, pero ya no era
pequeño. A los ojos de Scrooge, mostraba un aspecto sano y robusto a pesar
de su sumisa y lastimera expresión.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó dirigiéndose al Espíritu—. ¿Cómo
va a estar ligada la suerte de Timón a la mía? Nunca le había visto hasta
anoche, y ya entonces expresé mi preocupación, aunque su aspecto me
parecía el de un chiquillo normalmente alborotador. Creía que habías venido
para velar por mi bienestar. ¿Por qué me has mostrado esto? ¿Qué se supone
que debo hacer tras esta revelación sentimentaloide?
El Espíritu le miró con rostro perplejo; parecía desconcertado por la
reacción de Scrooge. Aparentemente, transmitirle a aquel mortal el mensaje
en cuestión iba a suponer un desafío mayor de lo previsto. El espectro vaciló,
sopesando al parecer su próximo movimiento, y finalmente, como tantas
veces había hecho ya, señaló hacia delante.
Atravesaron de nuevo la pared del estudio y se vieron de repente a las
puertas de un cementerio. La nieve silbaba a través de los retorcidos hierbajos
que asfixiaban el descuidado terreno. El Espíritu se situó en un punto
determinado de entre las tumbas, tosiendo y señalando con el dedo una de las
lápidas. Scrooge se sentía desorientado y muerto de frío. Su pulso comenzó a
acelerarse al percibir que su trayecto con el fantasma se aproximaba a un
inquietante final.
—¿Por qué has venido aquí? —preguntó—. Ya te he dicho que no se me
da bien esta clase de cosas.
El Espíritu señaló nuevamente la lápida, exhortando al hombre a leerla.
—Desde un punto de vista intelectual, soy consciente de que todo esto no
es más que parte del gran ciclo de la vida —explicó Scrooge—, pero
emocionalmente me produce serios problemas. Y tú, Espíritu, has resultado
un compañero de lo más deprimente. Todo este teatro barato no me está
sentando demasiado bien que digamos. Pídeme cualquier otra cosa, pero por
favor no me obligues a leer la lápida.
El Espíritu se mantuvo tan inflexible como de costumbre. Scrooge se
aproximó lentamente, temblando a cada paso que daba. Por fin, apartó las
hierbas y leyó la lápida de la descuidada sepultura, en la que aparecía grabado
su propio nombre: EBENEZER SCROOGE.

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—¡No, Espíritu, no! —gritó—. Esta vez has ido demasiado lejos. Los
otros espíritus ya habían abusado bastante de mis emociones, ¡y ahora llegas
tú queriendo intimidarme con todos estos escenarios y supuestas
conversaciones para luego traerme aquí y enfrentarme a mi propia
mortalidad! ¡Jamás había visto una trampa semejante!
Scrooge se sacudió la nieve de las manos con ademán irritado y comenzó
a incorporarse.
—Tú y tus colegas deberíais miraros al espejo antes de venir a mejorar el
carácter de los demás —prosiguió—. ¡Cuánta manipulación, qué sórdida
pantomima! ¡Además de todos los insultos e indignidades que he tenido que
soportar esta noche, ahora decides demostrarme que puedo morir! ¡Pues bien,
olvídalo! ¡Ya es suficiente! ¡Lo repruebo y te repruebo a ti!
El Espíritu, atónito, tenía los ojos abiertos de par en par. Se hallaba, sin
duda, ante algo que constituía una sorpresa en su sepulcral experiencia: un
hombre que, enfrentado a su inevitable desaparición, manifiesta que para él
aquello no es más que una opción.
—Llévame de vuelta al estudio de televisión —dijo Scrooge—, que tengo
un par de cosas que decirle a ese quejica de Timón. Ahora se enterará de las
presiones que hay que soportar cuando se tiene un negocio y hay que dar
empleo a ingratos subversivos como su padre.
Mientras decía esto, Scrooge iba aproximándose al Espíritu con aire
amenazador. Éste, con los ojos muy abiertos y las pupilas inquietas,
retrocedió unos cuantos pasos.
—Llévame de nuevo con esos reporteros, que pienso decirles que no son
más que un puñado de sanguijuelas y de lemmings. ¿Conque quieren
filmarme? ¡Ya les daré yo imágenes!
Para entonces, Scrooge había asido al Espíritu por el brazo y se aferraba
con fuerza a él; mientras tanto, el fantasma, completamente desorientado,
comenzó a debatirse en un intento por soltarse de él.
—¡Llévame con todos ellos, que voy a decirle a ese puñado de llorones lo
que pienso de ellos! ¡Pretenden que sea siempre el jefe el que tenga todas las
respuestas y resuelva todos los problemas y luego le desprecian porque son
conscientes de su propia inutilidad! ¿Qué saben ellos lo que tengo que
soportar yo? ¡Me merezco un trato mejor que todo esto!
A medida que luchaban, Scrooge advirtió que el Espíritu iba
experimentando una transformación. Sus cabellos se encogieron, el cuerpo se
tornó fláccido, y Scrooge se vio finalmente peleando con un
desproporcionado arreglo floral de plantas secas.

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ESTROFA QUINTA

LA CONCLUSIÓN DE TODO

í! Y el arreglo de flores secas era el suyo, la estera para dormir era


la suya y la lámpara halógena era también suya. Y, sobre todo: ¡el
tiempo que se extendía ante él era suyo y podía emplearlo para
planear su venganza!
—¡Se acabó, ya hemos terminado! —exclamó Scrooge, aliviado—. ¡Los
Espíritus han concluido su tarea en una sola noche! Y apúntate esto, Jacob
Marley: ¡No me han vencido!
Scrooge se levantó de la estera y comenzó a deambular por la habitación
inspeccionándolo todo para asegurarse de que estaba despierto. Entretanto,
iba hablando consigo mismo sin cesar:
—¡Qué desfachatez! Mira que restregarme en la cara imágenes de mi
posible mortalidad… Menudos impertinentes todos, tratando de que me sienta
culpable… ¡Ja! ¡En todo caso, han venido a demostrarme que soy un producto
de mi entorno! ¡Nadie soporta las presiones que hemos de sufrir los varones
blancos! ¡No es de extrañar que sea como soy! ¡No es culpa mía en absoluto!
Irrumpió en el salón sin detenerse siquiera a ajustarse la ropa como es
debido. Se sentía demasiado excitado, demasiado indignado, demasiado
impaciente por tomar medidas sobre todo cuanto le habían mostrado los
Espíritus.
—¡Gracias, Jacob! Fuiste tú quien envió a los fantasmas para permitirme
descubrir la verdad y la realidad. Y he podido averiguar que lo que siempre
había imaginado era cierto: todos están en contra de mí y me culpan de sus
problemas. ¿Quién es, pues, la auténtica víctima aquí? ¡Yo! ¡Eso es!
Aquellas revelaciones le producían accesos de vértigo. Realizó numerosos
planes para su vida y su futuro.
—¡Fundaré una emisora de radio desde la que dirigirme a los varones
blancos menospreciados y explotados! —exclamó, hablando a la habitación
desierta—. ¡No, una red por cable! ¡No, mejor aún: me presentaré como
candidato a la presidencia para proteger los intereses de los varones blancos y
de los hombres de negocios de todo el mundo! ¡Yujuu! ¡Ja, ja!

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Y Scrooge se echó a reír de sí mismo y de su estado de agitación con unas
carcajadas que, a buen seguro, hubieran helado la sangre en las venas a
cualquiera capaz de oírlas.
Sin detenerse siquiera para consumir su habitual desayuno de tortitas con
gachas, abandonó apresuradamente su vivienda. ¡Había muchas cosas que
hacer! ¡Tenía que despedir a Bob Cratchit por sisar y gorronear! ¡Tenía que
hacer testamento y legar el agujero de un donuts a cada una de sus exesposas!
Tenía tantas cosas que hacer… Pero lo primero era presentarse en la oficina.
¿Dónde estaba su Volvo?
—¡Pobre de mí! ¡Estoy tan aturdido y excitado que debo de haber pasado
junto a él sin darme cuenta, ja, ja!
Scrooge volvió sobre sus pasos, recorrió de nuevo el pequeño
aparcamiento y giró una vez más sobre sus talones. Sabía con exactitud dónde
había dejado el automóvil estacionado la noche anterior, pero el espacio
aparecía completamente vacío.
—¡Qué! ¡Cómo! —gritó con voz incrédula Scrooge—. ¿Dónde está?
¿Quién iba a querer robar un Volvo con diecinueve años?
Furioso, se disponía a regresar al edificio para llamar a la policía cuando
un nuevo resplandor se produjo ante sus ojos, ocasionándole una situación de
incapacidad visual transitoria. Al recobrarse, vio ante sí lo que probablemente
era otro espíritu. El aspecto de este último, sin embargo, era de los más
corrientes y mundanos que había visto (pues no cabe dudar del grado de
magia que lo corriente y lo mundano pueden contener).
Ante él se alzaba lo que parecía ser una mujer de mediana edad ataviada
con un traje de poliéster azul marino considerablemente apartado de las
tendencias de la moda. La dama llevaba los cabellos dispuestos en una
permanente ligeramente torcida, y sus gafas, encaramadas sobre la punta de la
nariz, se hallaban sujetas en torno al cuello por medio de una cadena. Sostenía
en la mano un atril portapapeles cuyo contenido parecía ocupada en
investigar, y transmitía un aire de absoluta indiferencia. En la solapa de la
chaqueta lucía una insignia de plástico conmemorativa de la Navidad: un
encantador Papá Noel que se movía como un don Nicanor (o doña Nicanora)
al tirar de un cordoncito.
—¿El señor Scrooge? —preguntó la dama sin alzar la mirada—.
¿Ebenezer Scrooge?
—El mismo —respondió él con cierta impaciencia—. ¿Qué quiere de mí?
Tengo una prisa tremenda.

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—No lo dudo —dijo ella sin inmutarse en lo más mínimo. Pasó unas
cuantas páginas y, finalmente, alzó la vista hacia él—. Estoy aquí para
presentarle oficialmente nuestras excusas por todo lo que ocurrió anoche. Se
debió todo a un malentendido.
Scrooge no podía dar crédito a sus oídos.
—¿Cómo? ¿Quién es usted? ¿Cómo sabe lo que ocurrió anoche?
—Soy la Espíritu Supervisora de Terapias de Intercesión —sentenció el
espectro—. Estoy encargada de coordinar las tareas de todos los facilitadores
espirituales que trabajan ayudando a las personas a mejorar en esta época del
año. Anoche le envié a los tres Espíritus y a Rupert, el chofer, pero las
órdenes que recibí estaban algo confusas y me temo que se vio usted sometido
a una terapia incorrecta.
Scrooge se había quedado con la boca abierta. ¡A pesar de todo cuanto
había tenido que soportar, jamás hubiera esperado semejante bombazo! Sintió
acumulársele la ira.
—¿Qué quiere decir con eso de «terapia incorrecta»? ¿Cómo ha podido
suceder tal cosa?
—Lo hacemos lo mejor que podemos, pero a veces se cometen errores.
—¿Y qué me dice de Marley? Él…
—De nada sirve echarle la culpa a una sombra en particular. Por favor,
entienda que reeducamos a miles de personas todos los días, y esta época del
año nos pilla especialmente ocupados. Usted mismo se habrá dado cuenta de
lo difícil que es sacar adelante el trabajo durante las fiestas.
—¡Serán entrometidas e incompetentes las burocracias espirituales! —
protestó Scrooge.
—Ruego disculpe las molestias —dijo la Supervisora sin el menor calor o
sinceridad—, pero todo esto es por su propio bien y el de todos los demás.
Según su perfil psicológico, señor Scrooge, el método terapéutico empleado
anoche no sólo no ha podido serle de gran ayuda, sino que incluso podría
haber reforzado sus rasgos más negativos, cosa que, me temo, ya ha sucedido.
No obstante, existen otros tratamientos.
—¿Qué otros tratamientos? —preguntó Scrooge—. No pienso tolerar
que…
—Existe el de Regresión Pasada-Progresión Futura, el mismo que recibió
usted anoche. Para los casos especialmente descorazonadores contamos con
un tratamiento llamado de Resultado Alternativo Negativo, más conocido
entre los miembros de nuestra profesión como la sesión «Qué bello es vivir».

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Aunque para usted, señor Scrooge, tenemos algo mucho más directo y
traumático. Pero es por su propio bien, créame.
—¿Qué quiere decir con eso de «traumático»? —preguntó él—. Lo de
anoche no fue precisamente un paseo por el parque.
—Su plan de tratamiento exige un Urgente Despojamiento Materialista —
explicó la Supervisora—. Por medio de él, se verá usted desposeído de todas
esas ligaduras mundanas a las que tanta importancia concede. Para
perfeccionar su carácter estamos obligados a arruinar su empresa. Para
empezar, mañana se hará público un informe gubernamental en el que se
demostrará una vinculación definitiva entre el consumo de café y las
enfermedades hepáticas. El precio de sus acciones caerá en picado, y todos
sus accionistas, incluido usted mismo, sufrirán terribles pérdidas.
El rostro de Scrooge dibujó una expresión de pánico.
—¡No! ¡Espere un momento! ¡Tengo que acudir a mi almacén!
—No es necesario que se moleste. A estas alturas, ya está envuelto en
llamas y resulta irrecuperable.
Aquel segundo mazazo hizo tambalearse a Scrooge. La labor de toda una
vida, en llamas… ¡y él que había decidido dejar que le venciera el seguro la
semana anterior!
—Esto es demasiado —dijo con voz trémula—. Necesito un vaso de agua.
Déjeme entrar un momento.
—Ah, casi se me olvida —dijo la Supervisora, extrayendo del bolsillo una
pequeña unidad de control remoto. Tras manipularla con cierta torpeza para
dar con la posición debida, oprimió un voluminoso botón rojo con el pulgar.
¡Santo cielo, el estruendo fue como para reventarle a uno los tímpanos! Una
feroz explosión incendiaria hizo saltar por los aires las ventanas del
apartamento de Scrooge, regando el patio de escombros y cristales rotos.
—Ahí tiene. Se encuentra usted ya en pleno proceso de recuperación.
Enhorabuena.
Scrooge se dejó caer lentamente al suelo hasta quedar sentado sobre el
pavimento. Su ruina, efectivamente, era completa. Quebrantado,
conmocionado y casi exangüe, alzó la mirada hacia la Supervisora y gimió,
tanto para ella como para sí mismo:
—¿Y ahora qué? ¿Y ahora qué?
—Créame, señor Scrooge —dijo la Supervisora con tono sincero—, a
pesar del pequeño malentendido de anoche, en este departamento sabemos lo
que hacemos. Se recobrará usted de estos percances con una comprensión
más profunda de lo que realmente tiene valor en este mundo y lo que no.

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—¡Pero si no me queda nada! ¿Qué puede tener ahora valor para mí?
—Existe una cosa —le recordó la Supervisora—, aunque si se lo digo
estoy saltándome lo que es mi competencia oficial. Aún le queda la invitación
a casa de su sobrino. Le sugiero que la aproveche y se empape un poco de su
hospitalidad. Juegue un poco al Monopoly; si acaso vea un poco los dibujos
animados navideños en televisión. Necesita reconectar con las personas que le
rodean, y el hogar de Fred podría ser un buen lugar para empezar. Ha sido un
placer ayudarle, señor Scrooge. Una vez más, le ruego acepte mis disculpas
por lo de anoche.
Con aquellas palabras, la Supervisora se puso el portapapeles bajo el
brazo y, sin esfuerzo aparente, fue perdiendo definición hasta desvanecerse
contra el fondo.
Así, sin alternativa aparente que perseguir, Scrooge decidió seguir el
consejo de la Espíritu Supervisora. Consiguió detener a un camionero que
transportaba una carga de pavos congelados, le convenció para que le llevara
y, al poco rato, estaba llamando a la puerta de su sobrino. Una vez allí, trató
de distraerse en compañía de Fred y de su esposa, por más que el gusto del
«pastel de pobre» le resultara nuevo y no del todo sabroso.
Con el tiempo, los esfuerzos de Scrooge por aprender las lecciones que —
se suponía— debían enseñarle sus cuitas, se vieron coronados por el éxito.
Mientras trabajaba para reconstruir su compañía fue reconociendo los valores
de la amistad y la cooperación (principalmente con los banqueros e
industriales que le ayudaron a salir a flote). Conoció el valor de la
generosidad, especialmente con los políticos encargados de proteger sus
intereses. Y aprendió que no estaba solo en el mundo, por lo que procuró
prestar más atención a su imagen pública.
Finalmente, y como resultado de la intercesión de los facilitadores
espirituales, Scrooge se aseguró de seguir sus enseñanzas (ya que no su
auténtica intención) al pie de la letra al servicio de sus propósitos, acechado
siempre por el temor de verse sometido a nuevas terapias espirituales o de
tener que hacer otra vez de acompañante del maleducado Espíritu de las
Navidades Presentes.

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JAMES FINN GARNER (Detroit, 1960). Se graduó en la Universidad de
Michigan. Tuvo distintos trabajos antes de ser colaborador en varias
publicaciones y dedicarse a escribir, dar conferencias y ofrecer espectáculos
cómicos. Actualmente vive en Chicago.

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Notas

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[1] En los países anglosajones existe la tradición de colgar ramas de muérdago

del dintel de las puertas. Cualquier hombre que sorprenda a una mujer bajo
una de ellas disfruta del privilegio de besarla. (N. del T.) <<

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[2] El autor se refiere a los Yule logs (cuya incineración posee un significado

religioso en ciertas tradiciones celtas) y al típico budín de Navidad británico,


regado con brandy y luego flambeado. (N. del T.) <<

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[3]
La «Genital Power Elite» constituye un término acuñado por cierta
feminista norteamericana para describir cualquier patriarcado de carácter
opresivo, en este caso asociado a la benéfica figura de Kris Kringle (Papá
Noel). (N. del T.) <<

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Índice

Introducción
Era nochebuena
Glacial, la persona de nieve
El cascanueces
Rudolph, el reno nasalmente privilegiado
Canción de navidad
Estrofa primera
Estrofa segunda
Estrofa tercera
Estrofa cuarta
Estrofa quinta

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