Bajo El Culo Del Sapo - Tibor Fischer
Bajo El Culo Del Sapo - Tibor Fischer
Bajo El Culo Del Sapo - Tibor Fischer
«bajo el culo del sapo» equivale para los húngaros a nuestro vulgar
«estar jodido». Y jodidos van a estar los húngaros Gyuri y Pataki en vísperas
del año 1956. Hasta entonces las cosas no les habían ido del todo mal.
Amigos inseparables desde 1944, cuando, aún jóvenes soldados, se
dedicaban a saquear lo que los nazis no se habían llevado, viajan por toda la
nación formando parte de un equipo de baloncesto con tres únicos objetivos:
los placeres del sexo, la holgazanería y la subversión de las normas del
estado comunista. En su desaforada picaresca conoceremos a una galería
de personajes pintorescos, como Ladányi, el jesuita de apetito pantagruélico,
el obrero Tamás, que duerme en la fábrica o en casa de sus conquistas, o
Makkai, profesor de inglés y su maloliente inquilino. Pero, un buen día, las
calles se llenan de gente alborotada: ¿será porque Hungría ha perdido un
partido de fútbol o porque los tanques soviéticos van a volver a ocupar la
ciudad?
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Tibor Fischer
ePub r1.0
AlNoah 05.11.13
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Título original: Under the Frog
Tibor Fischer, 1992
Traducción: Cecilia Absatz
Retoque de portada: AlNoah
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Para todos aquellos que lucharon
(no sólo en el 56, no sólo en Hungría)
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Noviembre de 1955
Lo cierto es que a la edad de veinticinco años nunca había salido del país, no se había
alejado de su lugar de nacimiento a una distancia mayor de tres días de marcha,
nunca más allá de un día y medio de carro tirado por un caballo, o el viaje en tren de
una tarde prolongada. Pero por otro lado, reflexionó Gyuri, ¿cuántos podrían decir
que han recorrido desnudos Hungría de un extremo a otro?
Siempre viajaban desnudos. No podía recordar cuándo o por qué comenzó, pero
se había convertido en la regla inviolable del equipo Locomotora siempre que
atravesaban la nación para jugar sus partidos. Siempre viajaban en el vagón de lujo
(construido expresamente por los ferrocarriles húngaros para las Waffen SS, con el
fin de facilitarles sus saqueos de arte por toda Europa; era famoso entre las
autoridades de bienes motrices como un carruaje incomparable para recorrer las vías),
y siempre viajaban desnudos.
Róka, Gyurkovics, Demeter, Bánhegyi y Pataki jugaban a las cartas sobre la mesa
de caoba, una ex antigüedad (decía Bánhegyi, quien había trabajado en el negocio de
mudanzas de su padre) a la que se fue mutilando su valor durante años de marcas
circulares de bebidas, laceraciones inadvertidas y advertidas, y las excavaciones
producidas por el tabaco ardiente. Dejada de lado como un objeto poco apto para
incautarse en tiempos de fuga, la mesa fue conservada con orgullo por el Locomotora
a pesar de su gran (aunque progresivamente menor) valor, como símbolo de
excelencia corporativa.
¿Quién estaba hablando demasiado? ¿Quién era el informante?
Róka se movía por todas partes, como si se sintiera incómodo porque todo el
mundo le pedía dinero prestado, y también por la conmoción de su torrente
sanguíneo.
Para Róka, el baloncesto era esencialmente un pretexto para diseminar sus
cromosomas por todo el país. El baloncesto, y de hecho cualquier actividad que
sacara a Róka fuera de su casa, le servía como un puente entre él y los miembros del
sexo opuesto. Abstenerse de relaciones sexuales durante un periodo mayor de
veinticuatro horas provocaba que Róka se volviera extremadamente agitado e hiciera
cosas como correr por todas partes haciendo pequeñas figuras en forma de ocho, y
ululando. Incluso en un ambiente como el vagón del Locomotora, donde la
conversación representaba a las mujeres de manera extrema, era notable la devoción
de Róka por las circunvoluciones sexuales.
Pero Róka era demasiado decente para ser un ladrillo en el muro de esa gente.
Es decir, Róka tenía buen corazón, y a Gyuri le agradaba, como a todos los
demás. De manera que era difícil imaginárselo como un delator, como alguien que
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pasa información sobre el equipo. De hecho, era difícil imaginarse a cualquiera del
equipo como un soplón. Con excepción de Péter. Pero al ser el único portador del
carnet, Péter era demasiado obvio. Pataki: a ése lo conocía desde la edad en que uno
comienza a conocer. Gyuri no podía concebir que nadie del equipo informara.
Demeter: demasiado caballero. Bánhegyi: demasiado alegre. Gyurkovics: demasiado
desorganizado.
Y todos los demás eran… muy del estilo no informante. Sin embargo, consideró
Gyuri mientras dejaba que la proposición diera vueltas en su cabeza, tal vez Róka
había sido atrapado por su propia decencia. Si no haces esto, le haremos esto otro a tu
madrepadrehermanahermano.
Como siempre, cuando no estaba jodiendo, se consolaba a sí mismo hablando de
eso: «Así que yo le dije, si es por mí está todo bien». Ése era Róka. No era elitista.
Era generoso, ecuánime. Se burlaba de conceptos pequeñoburgueses tales como
belleza, deseo y juventud. Relataba cómo había sido su conquista más reciente, una
señora cuyo atractivo, enfatizaba, de ninguna manera se veía menoscabado por su
brazo ortopédico. El desenlace de la anécdota de Róka era que la dama quedó
desmembrada y que éste se encontró con un extenso anexo a su herramienta. Esto,
por lo visto, había provocado gran perturbación en la señora, a pesar de las
caballerosas afirmaciones de Róka de que algo así podía pasarle a cualquiera con un
brazo artificial.
Sin embargo, Gyuri sintió que aún no se había llegado a lo más gracioso de la
cosa cuando la narración quedó guillotinada por la furia de Róka al perder frente a
Pataki una mano de fuertes apuestas. Gyuri no estaba jugando a las cartas, le aburría,
y, además, siempre ganaba Pataki. Sólo jugaban pequeñas sumas de dinero, pero
como era lo único que poseía, pequeñas sumas de dinero, no veía la razón por la cual
debía entregárselas a Pataki. Era un proceso misterioso, pero al mismo tiempo obvio
e inevitable, igual que las gotas de lluvia que se deslizan hacia abajo por el vidrio de
una ventana, la manera en que el dinero gravitaba hacia Pataki. Pataki perdía alguna
que otra mano, de vez en cuando, pero en el mejor de los casos no era más que una
cortesía y tenía todo el aspecto de una trampa descarada.
Cansado por el intento de resolver el problema del informante, Gyuri se conformó
con pensar en la posibilidad de ser un limpiacristales callejero, mientras miraba por la
ventana el paso bastante perezoso del campo, a pesar de haberles cobrado el billete
como si fuera un tren expreso. Lo del limpiacristales callejero era una especie de
goma de mascar cerebral que Gyuri masticaba en los viajes largos. Un limpiacristales
callejero. ¿Dónde? Un limpiacristales en Londres. O Nueva York. O Cleveland; no
era tiquismiquis. Un modesto limpiacristales en cualquier parte. Cualquier lugar de
Occidente. Cualquier lugar fuera de allí. Cualquier trabajo. No importaba la
categoría, un limpiador de ventanas, alguien que quita el polvo, un peón: se hace y
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eso es todo, sencillamente uno puede hacer su trabajo sin necesidad de aprobar un
examen de marxismo-leninismo, sin tener que contemplar retratos de Rákosi o de
cualquiera que en los últimos tiempos haya superdelinquido su camino hacia la cima.
No tendría que enterarse de cómo brincan las cifras de producción, cómo suben a
grandes saltos, aún más arriba de lo que el Plan tenía previsto porque se había
subestimado el poder de la producción socialista. Sería bastante agradable ser un
limpiacristales callejero, reflexionó Gyuri. Trabajaría al aire libre, ocupado en una
tarea saludable, viendo cosas. La misma humildad de su fantasía, su frugalidad, era lo
que le proporcionaba el mayor placer: por tal motivo Gyuri esperaba que sucediera.
Lo cierto es que no estaba fastidiando a la Providencia en busca de una fortuna
millonaria, o aspirando a la presidencia de Estados Unidos. ¿Cómo podría alguien
rechazar el deseo de ser un limpiacristales callejero? Sólo sáquenme de aquí. Sólo
sáquenme de aquí. Además de la inclemencia política dominante y de la ubicua
mierdosidad de la vida, lo que le causaba rencor era el hecho simple y absurdo de no
haberse alejado nunca a más de doscientos kilómetros del lugar en que salió del útero
bajo fianza.
El tren pasó a una forma más lenta de lentitud, con lo que daba a entender que
estaban llegando a Szeged. Una localidad que, según había investigado, distaba 171
kilómetros de Budapest.
Cerca de la estación de Szeged había un edificio alto de ladrillos rojos que ahora
se anunciaba a sí mismo como un hotel. Todo el mundo sabía que había sido uno de
los burdeles más conocidos de Hungría antes de que tales antros capitalistas de
iniquidad fueran clausurados. La ciudad entera, la gente de toga, palurdos con sus
mejores ropas de domingo (las que sólo se usan para la iglesia, el ataúd o la tienda de
postín), vendedores de comercio y realeza (aunque admitamos que sólo la rama de los
Balcanes), todos ellos atravesaron sus umbrales.
No había duda de que ahora era un simple hotel. Las chicas debían de haber sido
dispersadas hacia otra tarea más digna. Gyuri recordó aquella vez en que el secretario
del Partido preparó toda una ceremonia en la fábrica de Ganz, cuando se incorporó a
cuatro mariposas de la noche. En el acto de bienvenida a las recién llegadas, Lakatos
se había lanzado a una acalorada denuncia sobre la forma en que el aborrecible
sistema capitalista había arrastrado a esas desgraciadas a los lujuriosos centros de
explotación de hipócrita depravación burguesa. Cómo el capitalismo había
perpetuado el droit de seigneur, cómo el capitalismo había reclutado jóvenes varones
proletarios para que murieran en las guerras por los mercados, y cómo empujó a sus
hermanas a la prostitución. Fue una excelente actuación, especialmente para Lakatos.
Obviamente lo había leído en alguna parte; lo más probable es que estuviera
repitiendo como un loro una sección del manual del secretario del Partido, «sobre
cómo se reciben putas reformadas en el sector obrero». Las chicas escucharon con
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todo recato las fulminaciones de Lakatos; llevaban puestos sus monos de trabajo. La
diatriba terminó cuando Lakatos secó de su frente el sudor inducido por la retórica y
desapareció en su oficina, mientras llevaban a las chicas a que aprendieran su tarea.
Al cabo de quince días las muchachas ya estaban ejerciendo otra vez su oficio,
ahora dentro de las enormes bobinas de alambre de cobre que la fábrica enrollaba.
Ése es en realidad el meollo del comunismo, concluyó Gyuri: hacer más difícil para
todos lo mismo que se hacía antes.
Pataki ganó una mano más y Róka arrojó sus cartas disgustado.
—En las palabras del gran preboste de Kalocsa, después de que un tren le rebanó
las dos piernas: «¿No vas a llevarte mi polla también?».
—¿Qué me dices de esos discos de jazz que tienes? —respondió Pataki, mientras
barajaba pacientemente las cartas.
Róka, como hijo de un prominente obispo luterano, era una autoridad absoluta en
cuestiones eclesiásticas, además de en las odas de Horacio. Cada vez que el padre de
Róka veía a uno de sus tres hijos lo saludaba con un verso de Horacio; las criaturas
debían responder con la línea siguiente, bajo amenaza de un inminente y doloroso
tirón de orejas. El obispo no era sólo severo. Ofrecía una porción de tarta de
chocolate a cualquiera que pudiera ponerse a su altura con los textos de Horacio;
Róka declaraba que no había comido tarta de chocolate hasta los dieciséis años.
Como Gyuri, Róka era de clase X. Pero a Róka esto no parecía perturbarlo, y
ciertamente no permitía que su desventaja política interfiriera con su misión en la
vida.
Recorría metódicamente los andenes de la estación de Szeged en busca de
cualquier mujer con la clase de mirada indicativa de que podría considerar una
relación vertical contra un muro apartado con un jugador de baloncesto camino de
Makó. Además de una inagotable provisión hormonal, Róka poseía también una
cantidad de excelentes (es decir, occidentales) discos de jazz que en este momento
estaban casi por completo en las garras de Pataki, y ahora miraba hacia fuera con la
esperanza de una aparición capaz de evitar que otro disco estableciera su residencia
en la colección de Pataki. El semblante de Róka registró con tristeza, sin errores, la
ausencia de toda mujer menor de sesenta años en la estación de Szeged.
—No hemos bendecido a Szeged, ¿verdad? —comentó Bánhegyi. Era infantil,
pero económico y algunas veces divertido. Ratona se asomó por una ventanilla un
poco más adelante, para poder capturar la escena, y en el momento en que el tren
partía de la estación, Róka, Gyurkovics, Demeter y Pataki empinaron sus traseros y
los apoyaron en la ventanilla del vagón que daba al andén. Las paredes del vagón
estaban adornadas con una galería de fotos de pasajeros de toda Hungría que miraban
fijamente llenos de azoramiento o indignación.
Szeged fue decepcionante. Una inspectora de billetes entrada en años recibió la
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intensa ráfaga del saludo de los cuatro traseros, pero permaneció impertérrita.
Miopía, quizás, o una sobredosis de la guerra; en gran medida tenía el aspecto de
alguien a quien la desgracia le ha quitado toda la energía a cucharadas. O
posiblemente en Szeged estuvieran acostumbrados a los equipos de baloncesto.
Al cruzar el río, Gyuri lo contempló por la ventanilla; todavía meditaba sobre las
atracciones de ser un limpiacristales callejero.
—La frontera está demasiado lejos para llegar caminando desde aquí —dijo
Pataki, mientras seguía expoliando a sus compañeros de equipo—. Debes salir por
Makó.
A pesar de no haberlas expresado abiertamente, las aspiraciones de Gyuri le salían
de vez en cuando por los poros y los demás las adivinaban con total claridad. No es
fácil guardar un secreto con aquellos con los que uno viaja desnudo.
—Las cosas no son realmente tan maravillosas fuera, Gyuri —repetía Gyurkovics
todo el tiempo. Gyurkovics era un mentiroso; no del mismo tipo de mentiroso que
Pataki, pero competente. Mientras Pataki se entregaba a la falsedad más que nada
para divertirse y sólo como último recurso la usaba de escudo, con Gyurkovics uno
sabía que, en cuanto abría la boca, se exiliaba la verdad.
Gyurkovics había logrado salir. En 1947, antes de que se cerraran las fronteras,
tan apretadas como el culo de un piojo, Gyurkovics se fue a Viena. Fue más o menos
por esa época cuando Gyuri fue a ver a Pataki para proponerle escapar del país.
Gyuri, que usaba el periódico como ropa interior, pasaba la mayor parte de su tiempo
preocupado por averiguar cuándo haría su aparición el próximo alimento. Mientras
subía las escaleras con la esperanza de atrapar un almuerzo en casa de Pataki, se topó
con que él en ese momento bajaba. Pataki llevaba puestas sus gafas de sol del ejército
de Estados Unidos (obtenidas clandestinamente, sólo había una docena de ellas en
toda Hungría). A Pataki le iba mejor, no llevaba las nalgas ceñidas en papel impreso,
y tenía una madre y un padre con empleo que lo ayudaban a obtener comida. Pero
Gyuri dudaba de que ése fuera el factor principal.
—Vámonos. Salgamos de este país —lo había urgido Gyuri. Pataki hizo una
pausa, evaluó mentalmente la proposición.
—No —dijo—. Vayamos a remar.
Eso fue todo. Gyuri estaba seguro de que si hubiera dicho que sí, habrían
caminado hasta la estación de tren sin más, pero había sido no y entonces fue un
paseo al embarcadero.
Gyurkovics, sin embargo, había cortado el cordón umbilical con la patria, pero
inesperadamente regresó seis meses más tarde, cuando había aun menos razones para
volver. Tenía un tío en Viena, inconmensurablemente rico visto desde Budapest, que
había amasado su fortuna en el negocio del calzado. Pasaron muchas noches
sumergidos en las angustias de la envidia irrestricta, pero un día Gyurkovics
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reapareció con aspecto melancólico y un traje modesto. Decían los rumores que sólo
la locura o el asesinato podían haberlo traído de vuelta; pero su hermano les contó la
verdad. Gyurkovics había hundido el imperio de los zapatos. En su nota de suicidio,
el tío de Gyurkovics escribió: «Tienes un don increíble. Alguien que en el plazo de
unas pocas semanas es capaz de acabar con una empresa levantada a lo largo de
cuarenta años con amor, diligencia, madrugones y una inigualada consideración por
el cliente, tiene un talento extraordinario. Confio en que esos poderes puedan
utilizarse un día en beneficio de la humanidad».
Ahora Gyurkovics se dedicaba al baloncesto, antes de redimir a la humanidad, y
mientras tanto despreciaba a Occidente. Probablemente dejó otras vergüenzas
desparramadas alrededor de Viena y esperaba que ningún conocido tuviera la
oportunidad de conocerlas. Además, el tramo de frontera de Makó no merecía la pena
cruzarse. ¿Quién quería ir a Yugoslavia o Rumanía? Los dos sitios estaban bajo la
estrella roja. Yugoslavia no era más que una banda de cuchilleros serbios, y
Rumanía…
Gyuri estaba ofendido porque no lo habían incluido en la gira por Rumanía. De
acuerdo, Rumanía no era realmente un país, pero tampoco era Hungría, y le resultaba
indignante que su linaje burgués le hubiera impedido hacer el viaje cuando sí lo
hicieron cripto-fascistas y podridos decadentes como Róka y Pataki. Como querían
que el equipo ganase, no podían dejar de llevar a Pataki, pero no querían que nadie
demasiado clase X le pasara la pelota. Por algún misterioso proceso ministerial, el
nivel de clase X de Róka se había considerado más aceptable que el suyo.
Rumanía, con todo, no tenía buena prensa. Años antes, Józsi, el de la planta baja,
regresó de unas vacaciones de verano en que visitó a unos parientes en Transilvania y
narró con tonos truculentos:
—Realmente se joden a los patos. No estoy bromeando. Yo mismo lo vi.
—No seas ridículo —le había respondido Pataki—. Sería más bien un ganso.
Józsi parecía auténticamente abatido, y cuando uno pensaba en todos esos
generales húngaros, esos grandes hombres duros de la historia de Hungría que habían
llegado de Transilvania, era lógico que te amargara un poco la vida levantarte por la
mañana y descubrir a tu vecino con los pantalones en los tobillos lanzando unos
asquerosos aullidos.
Gyuri también interrogó sobre Rumanía a István, el último soldado en salir de
Kilozsvár, «el último, pero el más veloz». István reaccionó echándose a reír y no hizo
otra cosa. Elek, que antes de la guerra viajó en el Orient Express para hacer negocios
en Bucarest, oyó que Gyuri buscaba la forma de ser incluido en el viaje a Rumanía y
comentó: «Mi hijo es un imbécil. No hay golpe más cruel».
A pesar de todo, Gyuri mantuvo un gesto de extrema arrogancia mientras los
otros hacían sus preparativos para Rumanía. Róka se las arregló para aprenderse una
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frase rumana, que cantaba todo el día, y que, según creía, podía traducirse a grandes
rasgos como «pon tu agujero en mi palo». Pataki metió en el equipaje una cantidad
extra de papel higiénico y una pequeña y añeja guía de las delicias gastronómicas de
Rumanía.
Fueron, vieron, perdieron, pero al menos regresaron. Gyuri fue a buscarlos a la
estación de Keleti. El primero en bajar fue Róka. Siempre había sido delgado como
un junco, pero era evidente que había perdido peso, un esqueleto pintado con el color
de una piel muy blanca, completamente fuera de lugar en agosto.
—Déjame que te lo explique de este modo —resumió Róka—, si me das a elegir
entre pasar dos semanas aquí en la sala de espera del Keleti sin nada que comer, o una
sola noche en el mejor hotel de Bucarest, no tendría que esforzarme mucho para
decidir.
Habían perdido los dos partidos que jugaron. En gran medida porque Pataki se
quedó en el banquillo. Pataki, que no había estado enfermo ni un solo día de su vida
(lo más cerca que había estado fue cuando se inventó algunas dolencias para
escabullirse de ciertas tareas), que sólo tuvo contacto con los médicos por las
revisiones obligatorias a todos los jugadores, se pasó de rodillas toda su estancia en
Bucarest, vomitando de manera incesante, vilmente traicionado por los músculos de
su esfínter, postrado ante las deidades del vómito, abrazado a diferentes inmuebles de
su cuarto de baño, suplicando intervención divina. Los otros habían tenido severos
trastornos digestivos pero lograron salir a la cancha; los jugadores del Locomotora
sintieron sus piernas como envueltas en armaduras de plomo y lamentaban
amargamente la posesión de la pelota, porque eso los obligaba a correr y tratar de
hacer algo. Con mucho gusto habrían dado por perdido el partido en el descanso, de
no haber sido por una ferviente apelación al honor nacional unida a una serie de
amenazas madrugadiles lanzadas por Hepp con una fuerza sin precedentes. Pese a
que comenzaron a perder irremediablemente en el primer segundo del partido (o tal
vez a causa de ello), la multitud abucheó sonoramente al Locomotora, los
espectadores arrojaron dardos y uno de ellos se ensartó en la oreja de Szabolc.
Cuando Demeter, de capitán accidental (dada la indisposición de Pataki), ofreció
intercambiar camisetas con el capitán del equipo contrario, como era costumbre en
los encuentros internacionales, el rumano se puso a regatear con insistencia; el
resultado fue que Demeter terminó con tres camisetas rumanas no queridas y los
rumanos se fueron congratulándose entre sí por haber engañado a los húngaros.
—Nunca pensé que volveríamos con vida —dijo Róka, mientras besaba el andén.
En el encuentro local del torneo se tomaron la revancha; vencieron al Sindicato
Rumano de Trabajadores del Ferrocarril pero sólo por dos puntos, un margen
insignificante, decepcionante en extremo, sobre todo si se tenía en cuenta que el
hermano de Róka, a cargo de la cocina en el hotel donde se alojaba el equipo rumano,
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había aplicado en su goulash cantidades enjundiosas de veneno para ratas.
*
El tren llegó a Makó, la última parada tanto para el tren como para el Locomotora.
Esa tarde tenían que jugar con los de Procesadores de Carne de Makó. Había un
pequeño matadero en Makó que ayudaba a proporcionar carne a la fábrica de
salchichones de Szeged. El equipo rival lo formaban jugadores de la unidad de
limpieza de los despojos de ese matadero.
Nadie había ido a recibirlos a la estación, pero Makó no era en realidad tan
grande como para que resultara difícil orientarse. Llegaron al pabellón de deportes de
una escuela y encontraron a los manipuladores de carne en la cancha, agrupados y
tirando a canasta en lo que parecía ser un intento desesperado de aprender a jugar al
baloncesto media hora antes de comenzar el encuentro.
Mientras se cambiaban, Hepp dio al equipo la versión de bolsillo de su
exhortación pre-partido. En absoluto era necesario: antes de verlos ya sabían que no
había ninguna posibilidad de que los procesadores de carne fueran buenos. Los
equipos desconocidos de provincias no tenían ninguna posibilidad de destacar porque
cualquier buen jugador era inmediatamente reclutado, atraído hasta caer en las garras
de uno de los equipos grandes, que podían ofrecer enormes ventajas. Aquél era un
partido amistoso para agasajar a los procesadores de carne, un equipo recién formado
que probablemente había usado canales políticos para conseguir un encuentro con un
equipo de primera como el Locomotora. Un secretario del Partido de Makó había
llamado por teléfono a otro secretario del Partido y le había enviado una caja de
salchichones, y éste a su vez llamó a otro secretario del Partido, quien pronto sería el
orgulloso poseedor de una caja de salchichones, y así sucesivamente, hasta que al
final de esa cadena el Locomotora entraba traqueteando en la ciudad.
No era necesario, por lo tanto, que Hepp soltara sus admoniciones, pero Hepp
tenía eso que algunas veces podía ser de lo más irritante: comportarse como un
profesional; se tomaba su trabajo con toda seriedad a pesar de que otros diez millones
de personas en Hungría no lo hicieran. Era bueno desde cualquier punto de vista,
como entrenador, mánager y mentor del equipo, pero la verdad es que tenía un grave
defecto. Siempre se levantaba a las cuatro y media de la mañana, y después de
cincuenta años sobre la tierra, todavía no podía comprender que los demás no se
levantaran a esa hora. Su peor amenaza era el entrenamiento en el circuito a las cinco
de la madrugada.
Una mañana, poco después de haberse incorporado al Locomotora, y no mucho
después de haber quemado su cama, Gyuri se despertó en el suelo con la horrible
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certeza de que Hepp lo esperaba a las 5.30 para algún tipo de entrenamiento en lo
más profundo de una negra y helada madrugada de octubre. Preguntarse por qué la
existencia consistía principalmente en levantarse en medio de la fría oscuridad para
hacer algo que a uno no le gustaba, y resolver no hacerlo fue todo uno. Por lo general
Gyuri demostraba una conducta ejemplar en los entrenamientos, y de hecho ése era el
motivo por el que había incendiado su cama en un intento de incinerar su pereza. No
era una gran cama, pero había sido servicial, útil, y la tentación de quedarse tendido
en ella por la mañana le resultaba preferible a salir a correr por las calles en lo más
crudo del invierno. Se quedó encogido en su fortificante y confortable calor, mientras
pensaba en el entrenamiento que debería estar haciendo, y en lugar de hacerlo lo
visualizaba repetidamente. Gyuri sabía que debía entrenarse, y entrenarse con más
ahínco que ningún otro, porque era un atleta que se había formado a sí mismo, a
diferencia de Pataki, de un talento innato. Para conseguir las recompensas que podía
proporcionarle el baloncesto, Gyuri tenía que trabajar.
Ése fue el motivo por el que colocó la cama en un lado del patio, la roció con
gasolina y la quemó: así se aseguraba de que en el futuro su voluntad no flaquearía.
Los vecinos no movieron un músculo de la cara; para ellos era suficiente que a
esa altura no les hubieran cortado el cuello a pesar de dormir cerca de Gyuri y Pataki,
considerados los más locos del edificio.
Gyuri depositó sus esperanzas en una sábana sobre las baldosas; esperaba que el
suelo lo alentara a levantarse de un salto para hacer unas horas de ejercicio antes de
que llegaran las otras preocupaciones del día. Pero incluso el suelo podía llegar a
imponerse sobre uno. Y esa mañana se dijo: «No puedes precipitar la realidad»;
desechó las órdenes de Hepp de correr por el Polo Norte y se hundió otra vez en el
sueño. A eso de las seis (supo luego) sonó el timbre. Elek, que estaba levantado pese
a no tener ninguna razón convincente para ello, le abrió la puerta a Hepp. Hepp le dio
a Elek su tarjeta, que siempre llevaba consigo —DOCTOR FERENC HEPP, DOCTOR EN
DEPORTES— y pidió que lo condujeran a la habitación de Gyuri. Acostado, Gyuri
mintió de manera automática y dijo que estaba enfermo, para sorpresa de Elek, que la
noche anterior no le había oído comentar que se sintiera mal. De algún modo, se
esfumaron los escasos vestigios de veracidad de la declaración de Gyuri.
—Bueno —dijo entonces Hepp con tono amable—, si te las arreglas para
sobreponerte a este malestar, si logras levantar tu cuerpo sobre los talones, puesto que
una mente fuerte hace un cuerpo fuerte, si consigues saltar a la pista en veinte
minutos y dar diez vueltas más que los demás, para mostrarle a tu enfermedad que no
vas a recibirla acostado, creo que podré hacerte un favor inconmensurable: puedo
firmar los papeles de tu prórroga militar.
Éste era el Hepp auténtico. Otros entrenadores habrían mandado a otra persona
para amenazarlo, pero Hepp era inconmovible a la hora de hacer las cosas por sí
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mismo.
—No será necesario insistir en que vais a ganar este partido —dijo Hepp—, así
que no insistiré. Estos chacineros tienen enredados los dedos de los pies, sin duda, y
si visten sus ropas de baloncesto es porque han traído a sus madres para que los
ayuden a cambiarse. No quiero que me acusen de poco razonable, no quiero ser el
destinatario de murmuraciones petulantes, pero, caballeros, debo exigir una victoria
de veinte puntos.
»Dicen que uno no debe juzgar un libro por su cubierta, pero eso es exactamente
lo que tenemos aquí: esa pandilla de inútiles sería incapaz de encontrarse a sí misma
en la oscuridad. Así que debo exigir, aun teniendo en cuenta vuestra nada desdeñosa
indolencia, debo exigir una victoria de veinte puntos; no, un margen de victoria de
treinta puntos. De lo contrario os espera una sesión de abdominales en el parque de la
Ciudad a las cinco de la mañana más lluviosa que pueda encontrar.
Hepp sacó entonces su pizarra, que siempre llevaba consigo, y anotó con tiza
algunas jugadas, seleccionadas de su cuaderno, grueso como el mango de un martillo
de lanzamiento (Gyuri detectó una vez una jugada con un número que llegaba al
602). Ésta solía ser la parte más difícil de cualquier partido, prestar atención a los
esquemas de Hepp, puesto que frente a una colección de recolectores de menudillos,
la táctica requerida, ciertamente, no era otra que atrapar la pelota, pasársela a Pataki y
esperar respuesta: Pataki correría por la cancha y la colaría por el aro. Ésta era la
táctica asombrosamente más efectiva contra todos los equipos, salvo los tres o cuatro
importantes de la primera división, que tenían el suficiente cerebro, talento, velocidad
o visión para impedir tal modelo operativo.
Pero en Makó era difícil prestar atención a las inspiradas maquinaciones
fenomenológicas de Hepp. Tenías que realizar una o dos estrategias,
independientemente de si se necesitaban o no, o si el hecho de usarlas iba a
proporcionar alguna ventaja, como anotar un par de puntos. Hepp era el entrenador, y
el baloncesto era mejor que cualquier empleo real en el que se esperaba que
trabajaras a cambio de un sueldo que no te daban. Podían librarse, sin embargo, con
unas cuantas explicaciones: «Míster, están marcando a Pataki muy estrechamente, no
hemos podido usar la jugada de los huevos batidos…», pero si no demostrabas que
habías obedecido las órdenes, el remedio favorito de Hepp por ignorar su anotador
especialmente encuadernado en cuero era media hora de ejercicios de escalón en el
estadio, y no importaba hasta qué punto estuviera uno preparado, las piernas se
convertían en sólidas expresiones de dolor.
Y desde luego había ocasiones en que los esquemas de Hepp ganaban partidos, tal
como ocurrió en la Gran Masacre de la Universidad Técnica, cuando las jugadas de
Hepp impidieron que ganara el mejor equipo. Al sonar el silbato final el equipo
universitario se quedó parado en la pista, sin moverse, incapaz de creer que había
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sido vencido, atrozmente vencido por un equipo ubicado cinco puestos más abajo en
la clasificación. Pero la cuestión no era tanto ganar como tener el control. Gyuri había
aprendido de su propio entrenamiento en los gimnasios que el placer consistía en su
mayor parte en tirar de esos hilos invisibles, en disfrutar del control remoto, lo mismo
que un director de teatro o un general. Uno quería reconocer su propia obra.
Como de costumbre, Róka salió el primero a la cancha con el gramófono. Todos
ellos sabían que este gesto del espectáculo era inútil en Makó, pero en eso consistía
precisamente ser aficionados profesionales: uno seguía adelante con el espectáculo
aunque no hubiera nadie para mirar, o aunque los espectadores fueran demasiado
obtusos para apreciarlo. El gramófono era de István. Podía decirse que István y el
gramófono eran lo único que quedaba del Segundo Ejército húngaro. István había
recibido el gramófono portátil como un regalo que Elek le hizo cuando partió para el
frente en 1941. Gyuri no tenía idea de lo que había costado, pero sabía que hubo
fortunas involucradas; había generales alemanes que no tenían la clase de recreo
musical de la que disfrutaba el teniente de artillería húngaro. El Segundo Ejército
húngaro, como todos los ejércitos húngaros, tenía el desafortunado hábito de ser
borrado del mapa. A pesar de que otros 200.000 húngaros no regresaron, István
regresó, desollado y herido por la metralla. Más milagrosamente todavía, el
gramófono fue enviado a casa por uno de sus compañeros de armas. István no opuso
objeciones para que Gyuri lo tomara prestado de manera permanente.
Róka colocó uno de los discos de jazz, y con esa música el Locomotora salió a la
cancha y comenzó su calentamiento, que consistía en botar la pelota por todas partes
y meterla por el aro. Los discos eran todos de origen estadounidense, lo cual pudo
haber sido arriesgado, pero antes de tirar a la basura un cargamento de discos que uno
de los equipos soviéticos del ferrocarril les regaló en una visita, les despegaron las
etiquetas con vapor y se las pegaron a los discos de jazz. De ese modo los decadentes
occidentales quedaron camuflados con rúbricas tales como Lenin entre nosotros,
Nuestra Máquina de Vapor, y el éxito mayor En el Bosque de la Línea del Frente,
ejecutado por el Conjunto de Coros y Danzas del Ejército Soviético (los créditos
originales del jazz quedaron olvidados mucho tiempo atrás). Cualquier mirada
inquisidora sólo encontraría apropiados caracteres cirílicos rojos, sin importar lo que
le dijeran sus oídos.
Los limpiadores de menudillos se quedaron visiblemente azorados. Gyuri sintió
que no iban a ascender al nivel superior de la limpieza de los huesos grandes. Uno de
ellos se incorporó y anunció que no contaban más que con un solo árbitro:
—Mi otro tío no ha podido venir.
Un jugador colosal, de unos dos metros de altura, el arma secreta que no lo era
tanto de los de la Carne, se alineó junto con Pataki para el salto de apertura, mientras
dejaba caer una mirada de arrogante desdén sobre un Pataki doce centímetros más
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bajo. Era gracioso: los de la Carne creían que iban a ganar.
Se quedaron muy sorprendidos cuando Pataki desapareció con la pelota, pero en
lugar de salir como un rayo cancha abajo para depositarla en el tablero como era su
costumbre, se la pasó atrás a Gyuri. Para tener un poco de diversión, Gyuri trató de
arrojar la bomba y hacer un lanzamiento desde debajo de su aro al aro opuesto. En
situaciones normales, esto sólo se intentaba como medida desesperada cuando sólo
faltaban segundos para que el partido terminara. Las probabilidades prácticamente
bloqueaban la entrada de la pelota en el aro, pero como Gyuri sabía que el partido de
todas maneras era del Locomotora aun cuando sólo jugaran con dos hombres, hizo un
intento. La pelota voló a través de la cancha y entró como un disparo a través de la
cesta sin tocar el aro ni el tablero. Cualquier jugador experimentado habría
diagnosticado la jugada como magnífica, una ocurrencia única en la carrera de un
caradura, pero los de la Carne se quedaron desconcertados y pasaron disparados de la
fanfarronada bucólica al pánico más abyecto. En lugar de apilarse sobre Pataki (no es
que hubiesen logrado entorpecerlo demasiado), se agruparon en torno a Gyuri.
Después de que Pataki aligerara su paso con diez encestes directos como si estuviera
practicando en una cancha vacía, los veinte puntos dieron a los de la Carne algún
indicio de que deberían vigilar a Pataki, pero eso tampoco les sirvió de gran ayuda. El
Arma Secreta recorría pesadamente la cancha tratando de robarle algún pase a Pataki,
pero la gravedad no podía perderse la oportunidad de ignorarlo, y Pataki le ganaba en
rapidez a la hora de adelantarse o retrasarse y así encestar.
Fue pura parcialidad, una clase de parcialidad que ninguno de los jugadores del
Locomotora había visto antes, asombrosa parcialidad por parte del árbitro, que dio a
los de la Carne impunidad para golpear, dar patadas y cometer faltas, junto con una
cantidad de tiros libres sin justificación alguna, lo que terminó por arrojar el resultado
final de 68-32 a favor del Locomotora. Era obvio que para meter a los de la Carne en
la primera división iba a ser necesario apelar a toda la capacidad de exportación de la
industria húngara del salchichón.
El placer del buen resultado que Hepp deseaba quedó perjudicado en buena
medida por la conducta del árbitro, que usaba su silbato cada vez que un jugador del
Locomotora se aproximaba a la pelota. Hepp se acercó al árbitro para discutir las
ciento ocho infracciones a un correcto arbitraje que él había apuntado durante el
transcurso del partido. Gyuri supo, por la cara del árbitro, que éste no se daba cuenta
de que realmente iba a tener que responder de las ciento ocho consideraciones, una
por una en exacto y atómico detalle.
Uno de los pilares de la alta clasificación del Locomotora en la liga era la
persistencia de Hepp, aunque con todo su ingenio, experiencia e impulso, no había
logrado todavía que el Locomotora venciera al equipo del ejército, que tenía el trofeo
del campeonato clavado con remaches en la sede de su club, puesto que no era
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necesario moverlo. Las fuerzas del ejército eran evidentes en sí mismas: una infinidad
de bendiciones para sus deportistas, innumerables beneficios, la capacidad de
convocar al jugador que quisieran y, sobre todo, la ventaja adicional de que jugar para
el ejército significaba que uno no tenía que estar en el ejército (el verdadero, aquel
donde uno no comía, vivía expuesto a temperaturas bajo cero y cavaba zanjas). De
hecho, una de las maneras más agradables de evitar el ejército —un pasatiempo que,
después de joder, era la preocupación principal de los varones húngaros jóvenes y
saludables— era ingresar en el ejército.
La vida de los jugadores de baloncesto del ejército, de hecho la de todos sus
deportistas, era una ganga. El primer día podían a lo sumo llegar a enseñarle qué
aspecto tenía un fúsil, pero ahí se acababa toda la ciencia militar para los deportistas.
Cualquiera que jugara en primera división tenía un empleo nominal que le conseguía
su club, y su tarea consistía principalmente en ir a recoger el sueldo (que se sumaba a
los pequeños sobres marrones en la sede del club, que contenían «dinero calórico»).
Por ejemplo, Gyuri había visitado muchas veces el lugar donde él mismo estaba
contratado, y a lo largo de su carrera laboral en los ferrocarriles había llegado a
aprender el código Morse. En el ejército, el falsamateurismo alcanzaba su máxima
expresión; el único deber que eventualmente se imponía a los atletas del ejército era
que de vez en cuando se pusieran el uniforme. Además, si adquirías un nivel
internacional, te asestaban un alto rango y un sueldo suculento. Puskas, el genio del
fútbol, no sólo tenía un coche, también tenía chófer.
En el vestuario se reunieron los oponentes vencidos con los del Locomotora. La
atmósfera no era en absoluto de fraternidad y benevolencia deportiva; la esperanza de
obtener un poco de pálinka destilada en casa, como a menudo sucedía en los viajes
por provincias, quedó truncada. La actitud y conducta de los muchachos de los
menudillos parecía innegablemente hostil; era de esperar que conservarían su
amargura de patanes en su propio vestuario, pero no podían mantenerse alejados de la
excitación de Budapest: por lo tanto, ese fin de semana en Makó no había otra cosa
que hacer que atormentar al equipo Locomotora.
Los de la Carne eligieron a Demeter como el sujeto principal de su atención.
Demeter era alto y aristocrático, como correspondía a un descendiente de una larga
línea de aristócratas altos. Tal vez porque setecientos años de apariciones públicas lo
habían preparado para tal cosa, o quizá porque emanaba de su propia naturaleza,
Demeter mostraba un aplomo constante: podías imaginártelo en un bombardeo salir
de debajo de una montaña de escombros sin un pelo fuera de lugar. Si tenías puesto
un traje de noche y Demeter estaba completamente desnudo, podías sentir que no
estabas vestido para la ocasión.
Demeter era también ecuánime en exceso, y ése era el motivo por el cual no había
respondido al poco imaginativo abuso de los de la Carne. Si en su lugar hubieran
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estado Pataki o Ratona, o de hecho cualquier otro miembro del equipo, ya se habrían
desparramado por el suelo algunos dientes fugitivos. ¿Por qué son siempre los
encuentros amistosos los que terminan de manera inamistosa?, pensó Gyuri mientras
miraba a su alrededor en el vestuario en busca de algún instrumento contundente que
le resultara útil, como por ejemplo un fragmento de tubería de hierro.
De hecho, la batalla universal que esperaba Gyuri no llegó a producirse. El
portavoz de la Carne se abría camino con una serie de observaciones tales como «Te
crees que eres muy bueno, ¿verdad?» y «Te crees que tu mierda no huele mal,
¿verdad?». Mientras estaba dedicado a esto, Demeter se ajustó la corbata y entonces,
con una deliberación tal que su movimiento pareció lento, le administró una sonora
bofetada en la cara. No un puñetazo, sino una réplica con la mano abierta, que no
tuvo respuesta. Luego, Demeter continuó metiendo sus cosas en la bolsa. Los de la
Carne se desbandaron en silencio; del mismo modo que un especialista en artes
marciales es capaz, como se sabe, de concentrar un poder fatal en uno solo de sus
dedos, así Demeter dirigió tan abrumadora cantidad de desprecio en esa bofetada que
evidenció incontrovertiblemente la cuarta-divisionez de ellos en todos los aspectos de
la vida. La ironía fue que el mismo Demeter insistiera en despedirse amablemente de
los anfitriones.
Antes de poder irse, tuvieron que andar por todas partes en busca de Hepp, hasta
que lo localizaron, casi sin aliento: había corrido dos kilómetros en persecución del
árbitro, quien había montado en su bicicleta cuando iban por el punto cuarenta y
ocho. Hepp estaba en buena forma incluso para alguien veinte años más joven que él,
y pudo haber seguido mucho más lejos de no haberse percatado de que sus exigencias
no eran muy bien recibidas.
De regreso en Szeged para pasar la noche, la mayoría del Locomotora optó por
realizar una inspección por la plaza mayor de la ciudad en busca de algún restaurante
dispuesto a atenderlos. Se acordaban de una vez que salieron de un restaurante del
centro sin pagar la cuenta, en un Zrínyi, como se le conocía en las filas del
Locomotora, en memoria del gran general húngaro Miklós Zrínyi, quien en una
ocasión salió disparado de su castillo, si bien es cierto que para presentar batalla a
una fuerza turca que lo superaba diez veces en número (y resultó completamente
borrado del mapa). Recordaban haber zrinyeado fuera de un restaurante, pero con las
piernas o el cerebro en tal estado que no podían recordar cuál era (estaban tan
alcoholizados que sólo la mitad del equipo podía caminar, y si lograron escapar fue
porque previamente habían encerrado a los empleados en la cocina). Pero ¿qué
sentido tenía estar lejos de casa si uno no podía comportarse de un modo vergonzoso?
Eligieron el restaurante del lado izquierdo de la plaza, donde después de asegurarles a
los dueños que no tenían nada que ver con el water-polo, los guiaron a una mesa.
—Cuando oigo la palabra water-polo —dijo el camarero jefe— sé que significa…
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muebles nuevos, hospital, policía, pérdida de dientes… años de lenta y dolorosa
recuperación.
Hepp se quedó en el hotel, dedicado a escribir cartas sobre los ciento ocho puntos
a toda persona remotamente relacionada con el mundo del baloncesto, y a otros no
relacionados en absoluto.
—Definitivamente creo que deberías escribirle al ministro —le había dicho
Pataki; sabía que las efusiones epistolares de Hepp salvarían al equipo de unas
cuantas horas de análisis post-partido, sesiones que en casos anteriores habían
obligado a algunos a trepar por las ventanas para huir de Hepp.
Gyuri había ido a la oficina central de correos para ver si podía hacer una llamada
a Budapest. Tres días antes lo había parado por la calle una espectacular muchacha
sueca, que le pidió indicaciones para ir al Museo de Bellas Artes. El milagro de un
encuentro como ése, con una chica del exterior, y bonita, que simplemente caminó
hacia él sin que mediase advertencia previa del destino, lo había dejado tan
estupefacto que a punto estuvo de despedirla sin hacer el intento de conocerla mejor.
Ella estaba de visita en Budapest en algún festival de la juventud organizado por uno
de los innumerables comités de paz, pero eso era lo de menos. Era un billete con dos
piernas para salir de Hungría y alguien por cuya llamada telefónica valía la pena
esperar cuatro horas. Mantén la calma, razonó Gyuri, mantén la calma por unos pocos
días más y entonces, si ella no se enamora locamente de ti, siempre quedará el
expediente de caer a sus pies, suplicarle matrimonio, ofrecerle la mitad de tu salario
por el resto de tu vida, ofrecerle cualquier cosa, matar a las personas que odie,
suplicar desvergonzada y desesperadamente.
Que se pudra el informante, concluyó cuando entraba en correos, yo me voy de
aquí. Se paró en la cola de las llamadas telefónicas y una figura familiar que tenía
enfrente fue enfocándose mnemotécnicamente hasta hacerse reconocible. Era
Sólyom-Nagy, el campeón de los raterillos de la escuela Minta. La eficacia de
Sólyom-Nagy para hurtar, especialmente barras de chocolate, había sido tal que a lo
largo del tercer curso, como resultado de las pantagruélicas cantidades consumidas de
chocolate barato, era incapaz de ver una barra de chocolate sin sentirse enfermo. A
pesar de que no habían mantenido el contacto, Gyuri se llevaba bien con Sólyom-
Nagy, y le estuvo muy agradecido cuando robó especialmente para él una navaja
multiusos, que se perdió en cuanto Keresztes la cogió prestada un minuto y la dejó en
la feria en la tienda de un cíngaro.
Sólyom-Nagy, ahora, estaba estudiando literatura húngara en la Universidad de
Szeged.
—A propósito, ésta es Jadwiga —dijo, señalando a una muchacha delgada junto a
él, que no ocultaba cómo la aburría esperar. El apellido era una palabra polaca que
Gyuri no se molestó siquiera en intentar retener, pero en cambio le decepcionó que
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Jadwiga no se mostrara más encantada de haberlo conocido a él. No se llegaba a
ninguna parte si uno no prestaba atención cuando le presentaban mujeres. De todas
maneras, y de acuerdo a la clasificación instantánea hecha en la trastienda del cráneo
de Gyuri, Jadwiga sólo se archivó como un «tener en cuenta», mientras quedaran
mujeres suecas más apremiantes a las que telefonear.
Costó tres horas de pesada espera ponerse en contacto con Budapest, y ella no
estaba en la residencia de estudiantes. Sería una dura tarea convertirse en un
limpiacristales callejero en Estocolmo.
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Diciembre de 1944
El soldado alemán iba un tanto rezagado y con la mano izquierda aferraba una buena
porción de los intestinos que se le derramaban por el uniforme, que por otra parte era
de lo más elegante. Gyuri no lo encontró demasiado afectado. Era más bien como si
el poco teutónico desorden de las tripas fugitivas fuera algo mucho más problemático
que cualquier dolor físico.
Desde luego, quejarse o esperar cierta simpatía o atención habría sido una pérdida
de tiempo: como todo lo demás, la simpatía y la atención estaban a punto de agotarse.
Los alemanes, a pie o motorizados, mientras aún pretendían que la guerra no había
terminado, se dirigían hacia el río y lo cruzaban para llegar al castillo donde se
rumoreaba que iban a esconderse y pelear contra los rusos que se aproximaban a toda
velocidad. Gyuri había observado a los alemanes meses antes, cuando llegaron en
masa y tomaron el gobierno húngaro sin ninguna dificultad. Los alemanes se habían
desparramado con sus heroicas motocicletas y otros vehículos de transporte rápido, y
se dedicaron a pavonearse con hermosos abrigos de cuero.
Ahora los alemanes no parecían tan confiados, puesto que no les sentaba muy
bien la perspectiva de ser aplastados por los rusos. Podría haber resultado divertido
observarlos, de no ser porque el aplastamiento iba a tener lugar en Budapest. Desde el
lado del parque de la Ciudad, Gyuri podía oír el distante retumbar de la artillería, las
pisadas poderosas del Ejército Rojo.
Ahora se exaltaba el entrenamiento militar, aun para muchachos de catorce años
como Gyuri, puesto que el Alto Mando húngaro, después de haber perdido un
ejército, trataba de reunir otro para jugar. Los instructores de Gyuri habían
concentrado el énfasis en la capacidad de correr por todas partes con máscaras de gas,
y después arrastrarse hacia delante y hacia atrás sobre bostas de vaca fresquísimas.
—Los rusos van a meterse en grandes problemas si tratan de defenderse con
mierda de vaca —comentó uno de los compañeros de Gyuri en el ejército.
También les mostraron el muy elogiado «Panzerfaust», el misil antitanque que se
lanzaba desde el hombro, la última arma secreta de los científicos alemanes, y la
pieza del equipo a la que todo el mundo quería echar mano. Su instructor había
sacado el Panzerfaust de su estuche y lo sostuvo frente a ellos como una suerte de
talismán.
—Aquí está, muchachos, el Panzerfaust —dijo, y luego lo volvió a meter en su
estuche para que pudieran llevárselo y exhibirlo en otra parte. A continuación soltó
una pormenorizada descripción de las técnicas diversas y altamente secretas para
conseguir un lustre de primera en las botas.
Había otras tareas más placenteras. Hubo una explosión de rapiña, probablemente
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a partir de la premisa de que había que saquear mientras se pudiera. El notoriamente
estúpido Hankóczy, que estaba al mando por haber cumplido los quince años, los
había conducido a una gira para desvalijar propiedades en el barrio judío.
Con el supuesto de que iban en busca de objetos que ayudaran al esfuerzo bélico,
Gyuri y Dózsa hicieron un pillaje excepcionalmente fructífero en una farmacia,
donde desvalijaron montañas de pastillas jabón. La presencia de Dózsa resultó más
bien extraña, puesto que su padre era judío: le habían colocado una estrella amarilla y
una noche lo fueron a buscar. Gyuri vio el momento en que se lo llevaron, con una
pequeña maleta en la mano. Pero al día siguiente, más o menos, el padre de Dózsa
regresó y, a pesar de que no se lanzó a tocar el violín por los tejados, lo dejaron en
paz.
Al salir de la farmacia, Gyuri y Dózsa oyeron protestar acaloradamente al otro
lado de la calle. Desde la ventana abierta de par en par de un primer piso, una anciana
diminuta pero de voz poderosa lanzó una salvaje diatriba contra la apropiación de los
artículos de baño.
—Carroñeros, sanguijuelas, chupasangres. ¿No tenéis vergüenza? ¿Robar de esa
forma a plena luz del día? —La mujer tenía el aspecto de quien se dedica todo el día
a irritar, pero Gyuri se quedó perplejo por la vehemencia de sus denuncias, que eran
sorprendentes: en medio de una situación general de exportación en gran escala de
familias enteras judías, el desvalijamiento de una farmacia no merecía en realidad
ninguna mención. Tampoco veía Gyuri por qué debía acusársele a él de las andanadas
de los nazis. ¿La mujer estaba ida o la farmacia le pertenecía?
Pero la señora era muy estentórea y muy persistente. La gente se detenía para
contemplar el espectáculo. Lo más molesto de todo, sospechaba Gyuri, era que la
mujer tenía razón. Entonces Hankóczy se materializó y se hizo cargo de la situación.
—Está bien, Fischer, dispárale a esa vieja de mierda. —A Gyuri le habían dado
un revólver antiguo, como una especie de garantía oficial, y a él le encantaba llevarlo
encima—. Vamos —ordenó Hankóczy con un cierto tono experimentado y militar.
Gyuri sacó el revólver de su funda.
—¡Dispara! ¡Dispara! ¡Dispara! —insistía la anciana, cansada del mundo, pero
Gyuri, después de convencerse de que desde esa distancia seguramente fallaría,
decidió ser piadoso.
—Su madre, vieja señora, fue una puta —le gritó en cambio con tono beligerante.
Esta grosería mayúscula y fuera de toda proporción le gustó a Hankóczy todavía más
de lo que le habrían gustado unos tiros a la vieja muchacha. Ciertamente la lanzó de
vuelta a su casa, haciendo trizas su adornado mundo de cortinas de encaje. Hankóczy
le palmeó la espalda con aprobación, pero pronto sobrecogió a Gyuri una
desagradable sensación de vergüenza. A uno lo educan para ser amable con las
ancianitas, pensó Gyuri, y lo único que quiere es pegarles un tiro.
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Cansado de observar alemanes en retirada, Gyuri se dirigió a su casa. Sentía
curiosidad por saber cómo se vería la guerra en primer plano. La primera entrega la
habían recibido el día anterior, cuando él y Pataki observaban desde un balconcito
que tenían los Pataki, una especie de losa de cemento que sobresalía del edificio. La
madre de Pataki los llamó para que probaran unas muestras de sus pastelillos recién
salidos del horno. Un minuto más tarde hubo una leve detonación y volvieron al
balcón para ver qué había sucedido, o más bien quisieron salir al balcón, pero no
pudieron porque éste había desaparecido, al interponerse en el trayecto de un
proyectil ruso de larga distancia que no tuvo ganas de explotar.
Gyuri había oído una historia similar narrada por Gergely. La familia de Gergely
estaba abajo en el refugio durante un bombardeo aéreo y cuando terminó volvieron a
subir las escaleras hasta su piso en la última planta; abrieron la puerta y se
encontraron con que todo el piso había desaparecido. Lo único que quedaba era la
puerta de enfrente, sus bisagras y un panorama de cuatro pisos de escombros
polvorientos a sus pies.
—Al menos no tenemos que molestarnos en limpiar —comentó Gergely.
Gyuri también había interrogado a István sobre la guerra. István pasó tres años en
diversos frentes, y a su regreso siempre traía, a la manera de un hermano mayor,
algunos recuerdos para Gyuri: balas, bayonetas, cascos y un revólver ruso que
lamentablemente no tenía municiones.
—¿Cómo es el frente? —preguntó Gyuri. István vaciló, de un modo poco
frecuente en él.
—Un sitio donde tienes que procurar disparar primero —respondió luego—…
Salvo en eso, es como todo. A algunos les gusta, otros lo detestan.
Elek, a quien habían condecorado profusamente la última vez, nunca hablaba con
Gyuri de la guerra, pero lo cierto es que tampoco hablaba de ninguna otra cosa. Tratar
con sus hijos le resultaba tan natural como hacer juegos malabares con pomelos. Una
vez Gyuri le preguntó por las condecoraciones, y Elek aportó la siguiente
información:
—Como soldado, uno termina o muy condecorado o muerto, aunque hay quien se
las arregla para hacer las dos cosas.
La inminencia de los rusos, sin embargo, provocó otra paternal revelación militar
por parte de Elek:
—Oye, si llegamos al punto en que alguien suficientemente estúpido te dice que
entres en combate, lo mejor es que desaparezcas y te escondas en alguna parte hasta
que todo haya pasado.
Gyuri bajaba por Damjanich utca y frente al número 10 vio aparcada una limusina
con una insignia del ejército. Se preguntó si aquello significaría algo particular para
la familia, y entonces divisó a Kálmán, uno de los amigos más íntimos de István, que
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ahora tenía cierta influencia en el Mando Supremo, y vio que llevaba puesto un
uniforme de gala. Kálmán se mostró abatido cuando vio a Gyuri, y se notó
claramente cómo ensayaba todos los enfoques posibles, hasta que tiró por la calle del
medio:
—István ha vuelto. Está muy grave.
Dentro del piso, Gyuri tuvo una visión fugaz de István acostado sobre la mesa del
comedor: parecía un filete de setenta kilos. Elek estaba a su lado con uno de sus
viejos compañeros del ejército, Krúdy, un médico que extraía su instrumental de un
viejo maletín negro. Gyuri sabía, a pesar de saber que no debía saberlo, que Krúdy
había amasado una fortuna con las jóvenes, trabajando ángeles (abortos),
reconstituyendo hímenes para producir vírgenes renacidas para las mejores familias
de Budapest. Justo antes de que Elek cerrara la puerta en sus narices, István, que
había notado la presencia de Gyuri, gritó:
—Lo siento, esta vez no te traje nada.
Cuando Kálmán volvió con otro oficial, Gyuri todavía pululaba fuera del
comedor.
—No pudimos encontrar ningún anestésico —dijo, mientras se desabrochaba el
uniforme—. Necesitaremos mucho tiempo. Tiene más metal dentro que una caja
registradora.
Durante los intervalos de la operación, Gyuri se enteró por Kálmán de que esa
misma mañana la unidad de István había sido atacada por aviones rusos cerca de
Gódóló, en las afueras de Budapest. Kálmán llamó a Elek y juntos salieron en busca
de István. Menos mal, consideró Gyuri, que su madre se había ido al campo a por
provisiones; de no ser así Elek tendría sobre sus hombros toda la responsabilidad de
la segunda guerra mundial.
Mucho más tarde salió Krúdy.
—Ahora podemos comenzar a preocuparnos por los rusos.
*
En cierto sentido István había tenido mucha suerte. Lo pusieron en el último tren que
salía de Budapest, momentos antes de que los rusos rodearan por completo la ciudad.
No tuvo que pasar seis semanas en un sótano mientras los rusos y los alemanes se
peleaban por la capital.
Había cierto consuelo en el hecho de vivir en un sótano. Noémi, la joven del
primer piso que durante un tiempo había sido el amor no correspondido de Gyuri, se
vio obligada a estar cerca de él. Pero la dieta de tedio, falta de aseo e intermitente
carne de caballo era difícil de soportar. También era difícil tener buenos pensamientos
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sobre cualquiera con quien uno hubiese pasado seis semanas en un sótano. La única
persona que salió del episodio del sótano con cierto crédito fue la señora Molnár,
venenosa en tiempos de paz, pero ahora que estaba extirpada la base de su disgusto
con la sociedad —por ejemplo por la ventaja de cualquier otro en terrenos tales como
juventud, placer y pastelería más cara— repartía ánimo y coraje entre los demás.
Pataki tenía una enorme provisión de libros y parecía satisfecho con la oportunidad
de una buena lectura. Elek había permanecido estoicamente sentado fumando
cigarrillos mientras los hubo. Después de eso, sólo permaneció estoicamente sentado.
No mucho después de que Noémi se quejara de no haber podido lavarse ninguna
vez en la historia reciente, se hizo realidad la tétrica observación del viejo Fitos, el
pesimista principal en aquel sótano con fuerte competencia en pesimismo:
«Anímense, cuando uno cree que las cosas se han vuelto insoportables, es que van a
ponerse peor». Los rusos descubrieron el sótano.
Según lo borrachos que estuvieran, a veces llevaban a las mujeres a una
habitación aparte, otras veces lo hacían en el mismo lugar. Fueron justos. No violaron
solamente a las jóvenes y atractivas, sino que distribuyeron las violaciones de manera
igualitaria. Llegó el día en que Gyuri se alegró de no tener vagina.
Los rusos arrasaron con todo lo que tuviera algún valor, cualquier cosa que
pudieran llevarse; Gyuri notó que uno llegó a mirar con codicia la enorme caldera.
Elek negoció con ellos en alemán, hasta donde las circunstancias y las habilidades
lingüísticas se lo permitieron. Su trabajo prácticamente se limitó a traducir las
demandas de los Ivanes. La legendaria afición del Ejército Rojo por los relojes
resultó bien fundada: todos, incluso Elek, perdieron el suyo.
Los rusos partieron con paso firme; sin duda salieron con la sensación de que el
sótano del número 10 había valido la pena. Gyuri no estaba molesto o preocupado por
las joyas de su madre o el reloj de su padre; después de todo, Elek podría comprarse
otro cuando terminara la guerra. Sin embargo, se alegraba de haber escondido su
propio reloj de pulsera —un modelo suizo de gran tamaño con tantos diales que no
podía recordar para qué servía cada uno— en su tobillo izquierdo, protegido bajo un
grueso calcetín.
—No se han llevado mi reloj —le contó a Elek, y le mostró su escondite.
Elek se quedó mirándolo con incredulidad, le pegó unos manotazos en la cabeza,
tomó el reloj y salió corriendo para dárselo a los rusos.
En las calles daba la impresión de que habían llovido rusos muertos. Gyuri y
Pataki deambularon por ellas sin detectar ningún alemán muerto; tal vez el horror de
los alemanes por el desorden los había convencido de hacer su retirada en orden.
Todos los cadáveres estaban sólidamente congelados y muchos de ellos habían
abandonado la vida en las posturas más ridículas. Le recordó a Gyuri las fotos de los
cadáveres de Pompeya, petrificados por la lava del Vesubio en erupción, fotos que
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István había traído de su viaje de fin de curso a ese lugar. Gyuri tenía ganas de visitar
Pompeya, principalmente por los murales más artísticos, como dijo István que el guía
los había etiquetado, uno de los cuales al parecer mostraba a un sujeto con la polla del
tamaño de un remo.
Un camión se detuvo a su lado, y antes de que él o Pataki hubieran siquiera
pensado en salir corriendo, un soldado soviético se bajó de un salto; era un gordo
campesino ucraniano. (Si no lo era, debió de considerar esa profesión porque tenía
todo el aspecto de serlo.) Blandió hacia ellos su ametralladora, una davai guitar, de
ese modo triunfante que tenían los Ivanes, y así, sucintamente, expresó el deseo de
que cargaran en el camión a sus camaradas caídos. Una vez aclarada cuál era la tarea,
el soldado se marchó para practicar una incursión investigadora. En las semanas
siguientes a la pelea, se acostumbraron a que los rusos entraran en casa como de
paseo y se llevaran los artículos que les llamara la atención, cualquier cosa, desde uno
de los trajes de Elek hasta el agua de colonia de su madre, que usualmente se
rociaban en el mismo lugar. Hubo incluso un individuo que se quedó durante largo
tiempo tratando de descubrir la manera en que se suponía que uno debía tomar agua
del inodoro.
Józsi se reunió con Gyuri y Pataki y les ayudó a cargar los soldados difuntos. La
plataforma del camión estaba congelada y los cadáveres podían deslizarse hasta el
fondo como si uno estuviera jugando al curling. Había poses verdaderamente
ridículas: un cadáver tenía una mano junto a su oreja como si se esforzara por oír
algo.
—¿Cómo has dicho, Sergei? —Pataki improvisó el diálogo—. Con toda
seguridad los relojes están en los otros bloques de pisos.
Con otro cadáver se las arreglaron para incorporarlo un poco y, al apoyarlo
ligeramente contra una pared, lograron que recuperara cierto aspecto de animación.
Pataki sacrificó un último cigarrillo para darle a la figura una apariencia más próxima
a la vida.
—Seguro, tengo fuego —dijo, y acercó una cerilla al cigarrillo insertado entre los
labios cadavéricos. Desde cierta distancia parecía de verdad un soldado ruso
fumándose un cigarrillo. Mientras trataban de cargar un cadáver a la espalda de otro
cadáver percibieron, por el rumor creciente de los insultos, el regreso del soldado, un
tanto enojado al ver que su camión todavía no estaba lleno de cadáveres y que Gyuri,
Pataki y Józsi, lenta, sombría, respetuosa, activa y tiernamente, colocaban en la parte
posterior del camión los restos mortales de un héroe caído.
—Malenky robot, malenky robot —(una frase que ahora todos sabían que
significaba «un poco de trabajo») repetía furiosamente—, bistro!, bistro! —y movía
su arma para indicar que deseaba un trabajo más eficiente; evidentemente tenía que
participar en un saqueo importante. Los cuerpos que quedaban en los alrededores se
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cargaron tan rápido como sacos de patatas.
Después de llenar el camión y a punto de despedirse, el soldado indicó, otra vez
mediante el elocuente sistema de la ametralladora, que ellos también debían subirse.
Pensaron en hacer alguna objeción, pero lo pensaron por muy poco tiempo.
Subieron a bordo y vieron cómo el camión salía del parque de la Ciudad. Fue un viaje
incómodo.
—Pesan como un muerto —comentó Pataki.
Los metieron en el interior de un edificio administrativo, los condujeron hasta el
subsuelo y allí los encerraron. Como notaron cierta fealdad en la atmósfera y a Pataki
le esperaba un plato de sopa de habichuelas para el almuerzo, decidieron escapar.
Había un ventanuco por el que pudieron salir con algo de dificultad (una porción más
de carne de caballo la semana anterior y no lo habrían logrado). Aparecieron por la
parte posterior del edificio, sin rusos en la costa. Después de correr todo el camino
hasta su casa, no pisaron la calle durante un par de días. El señor Pártos del primer
piso, que se había aventurado en la ciudad porque le dieron un soplo para conseguir
un poco de leche, desapareció ese día. Una semana más tarde logró enviar un mensaje
a casa desde el vagón de ganado que pasaba por Záhony, cerca de la frontera
soviética, mediante la amable gestión de un trabajador del ferrocarril. Un soldado
ruso lo había invitado a realizar un malenky robot, y obviamente se produjo algún
error que confiaba poder resolver.
Habían matado a un montón de compañeros de Gyuri, así que pasar lista por
primera vez en la escuela al recomenzar las clases fue un acto macabro. Lo molesto
era que ninguno de los maestros había muerto. Gyuri había tenido la esperanza de que
Vágvólgyi, en particular, hubiese recibido algún impacto directo de la artillería rusa o
de un bombardero estadounidense, pero allí estaba, calvo como una bola de billar, sin
sonreír, bloqueando el paso de Gyuri por el pasillo, y era evidente que esperaba el
trabajo sobre Kossuth, que ya llevaba una semana de retraso cuando llegaron los
rusos y le dieron a Gyuri un nuevo respiro. Si otro le hubiera dicho: «Confio en que
haya empleado usted el tiempo extra para ampliar su instrucción con nuevas lecturas»
seguramente parecería que bromeaba. Vágvólgyi no bromeaba. Mientras Gyuri se
explayaba en explicar que no había podido completar su obra ocupado en la lectura
de un nuevo libro sobre el exilio estadounidense de Kossuth, Vágvólgyi sacudió la
cabeza con la mirada de un hombre herido.
—Fischer, Fischer, esto es deplorable. No puede dejar que una guerra se interfiera
en su educación. Usted conoce nuestra historia. Como húngaro, debería estar
preparado para cualquier eventual cataclismo.
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Octubre de 1946
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En el otro sueño aparecía una biblioteca. Era el tipo de sueño en que uno sabe
desde el principio que se trata de un sueño. El libro principal era un grueso volumen
de poesía. Saltaba a la vista que era buena literatura, estaba lleno de material de
primera clase, del tipo de libros que tiene todo el mundo, incluso aquellos que no
leen. Así que Pataki leía el libro, y pensaba, ésta es una poesía brillante, podría
abrirse camino con toda fuerza hacia cualquier antología de versos, deja a Petófi en la
misma línea de partida, y no existe. Todo lo que tengo que hacer, piensa Pataki, es
memorizarlo, escribirlo cuando esté despierto y, presto, inmortalidad instantánea.
Sin embargo, a pesar de que recorría el sueño una y otra vez, nunca podía
recuperar un fragmento. Una vez, excepcionalmente, regresó con un verso: «El perro
está en la perrera», y tras una larga consideración, admitió que no era en sí mismo
nada bueno, y Pataki no fue capaz de elaborar la estrofa. Había una variante de este
sueño en la que él encontraba por casualidad un montoncito de monedas de oro y, a
pesar de concentrarse furiosamente en traerlas consigo, se despertaba con las manos
vacías.
Lo cierto es que Pataki trataba de escribir sin recurrir a los atajos, pero a pesar de
que se entusiasmaba mientras escribía, bastaba que se secara la tinta para que le
sucediera lo mismo a su satisfacción. Las ideas, las visiones que encendían su chispa
eran excitantes, pero era como tomar un guijarro resplandeciente del lecho de un río,
que al sacarlo se vuelve opaco y sin atractivo. Trataba de salpicar con tinta a los
hombres invisibles a quienes sólo él podía ver, para que pudieran apreciarse sus
siluetas, pero siempre fallaba y se quedaba con un revoltijo.
No había logrado poner nada por escrito que le apeteciera mostrar a otros. Era tan
frustrante como ver a una bella muchacha y terminar con un garabato pintado en la
pared.
De ahí que, mientras le reconfortaba la poesía mecánica de Tompa, Pataki se
sorprendiera al oír el golpe que sacudió la puerta del baño (que en realidad no estaba
diseñada para recibir fuertes puñetazos) y una voz masculina desconocida que decía
su nombre. Estaba sorprendido, pero no tanto como llegaría a estarlo al descubrir que
fuera lo esperaba la AVO.
Como suele suceder con la policía secreta, la AVO no era terriblemente secreta en
sus actividades. La mitad del trabajo de ser un policía secreto consiste en que la gente
sepa de ti, publicidad boca a boca. La madre de Pataki, afortunadamente, se quedó
más asombrada que él; cayó en un azorado silencio y de ese modo no se produjeron
escenas cuando salieron de casa. Más afortunado aún, el padre de Pataki todavía
estaba en el trabajo. Si iba a librarse de este problema con su verborrea, él no quería
interferencias. El problema era ¿cuál era el problema? Los dos sujetos de la AVO
pusieron especial énfasis en no decirle sobre qué iban a interrogarlo y se ocuparon de
explotar al máximo la superioridad que les daba el hecho de saber, eso Pataki lo podía
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notar. Hasta que descubriera la causa del problema, iba a ser difícil decidir qué fraude
le convenía desarrollar; preparó dos o tres excusas válidas para tener a mano una
buena historia.
Cuando bajaban por la escalera pasaron junto a la señora Vajda, que se lamentaba
con la señora Csórgó de la demolición de la iglesia que había estado durante más de
cien años al fondo de la Damjanich utca.
—Esto no puede durar mucho tiempo más —decía en ese momento.
El coche de la AVO era negro y largo, y Pataki trató de disfrutar del corto viaje.
Había algo halagador en el hecho de ser arrestado, un testimonio del entorno sobre la
importancia de uno, pero eso de estar bajo custodia comenzaba a convertirse en un
hábito; realmente había que terminar con la costumbre. Del incidente de la
recolección de cadáveres habían salido por la ventana. Luego él y Józsi acompañaron
una vez a Gyuri a la cabaña de su madre en Erdóvános. El primer día en el campo
treparon a una colina en medio del bosque y aparecieron en un campamento ruso. De
inmediato Pataki simuló un intenso dolor, como si tuviera una apendicitis aguda, y
envió a los otros a buscar un médico y medicinas. La argucia tuvo el efecto deseado:
los soldados los mandaron al infierno y los abuchearon para que se marcharan cuanto
antes de allí.
Al día siguiente revivieron la escapada burlándose del candor de los rusos,
mientras disparaban un revólver contra unas botellas que habían llevado a cierto
rincón panorámico para hacer un poco de práctica de tiro. Era la época en que
aparecían avisos en los periódicos, sobre las paredes, en los vagones del tren, por
todas partes, avisos que advertían que toda persona a la que se atrapara con un arma
de fuego sería considerada un delincuente, un fascista, un enemigo a quien se
fusilaría en el acto. Probablemente por los mismos disparos y sus risas, no
percibieron que se acercaba una patrulla rusa hasta que la tuvieron encima.
Uno de los cuatro soldados, un sujeto diminuto que parecía tener unos doce años,
era extremadamente jovial. Era obvio que el manual del Ejército Rojo para las tropas
estacionadas en Hungría contenía la frase «Te vamos a fusilar» (sólo para evitar
cualquier malentendido), dado que el enano la repetía una y otra vez con un acento
espantoso, y agregaba diversos efectos onomatopéyicos de una ejecución, como
«bbubbbbbuabbaa». Así lo repetía durante todo el camino hasta el pueblo de Jew, e
intercalando unas risitas, como si estuviera encantado. Los que vivían en Jew no
parecían judíos en absoluto, ni lo eran, de otro modo habrían estado muertos desde
mucho tiempo atrás. Pataki reflexionó, no por primera vez, sobre la imbecilidad de
los nombres de los pueblos húngaros y qué estúpido sería que a uno lo mataran en
Jew.
Los dejaron en un cuartito, con una ventana tan pequeña qué ninguno de ellos
podría sacar algo más que un brazo, mientras su inquieta escolta montaba guardia
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fuera, ensayando para formar el escuadrón de fusilamiento. Iba a ser penoso
mendigar para poder salir de ésa, reflexionó Pataki, sobre todo teniendo en cuenta
que el ruso que sabían ellos no iba mucho más allá de «la puta que te parió». Józsi
comenzaba a oler mal y en los ojos de Gyuri acechaba el terror.
—No os preocupéis —dijo Pataki con el intento de subirles la moral—, no van a
ejecutarnos.
—No es eso —dijo Gyuri—, es que todos han visto que nos traían aquí. Mi madre
me va a matar.
Pataki recordó entonces que la última palabra que Gyuri le dijo a su madre antes
de salir por la puerta había sido «No», en respuesta a su colérica pregunta «No
conservas todavía ese revólver, ¿verdad?».
Pataki exploraba dos líneas de pensamiento: en primer lugar, podían decir que
habían encontrado el revólver y se proponían entregarlo, precisamente porque se
daban cuenta de lo ilegal y peligroso que era tal objeto, y que con gran facilidad
podía caer en malas manos. Otra opción era hablar de la cacería de un soldado nazi,
que según los nativos del lugar se había escondido en el bosque en busca de comida,
mientras planeaba pérfidos ideales antisoviéticos, que iría junto con una frase tipo
«queríamos entregarlo nosotros mismos, como una forma de agradecimiento al
Ejército Rojo por la forma generosa en que han liberado nuestro país de una escoria
maldita como ésa». Esta última era una historia mejor, pero lamentablemente menos
verosímil.
En ese momento entró el oficial al mando del piquete. Por el aspecto abatido del
rostro del enano, Pataki adivinó que después de todo no iban a llenarlos de plomo. No
les dio oportunidad de exponer ninguna de sus invenciones, pero el hombre los
despellejó vivos (mediante un intérprete) con un sermón severo y abrasivo como el
papel de lija. Luego los liberaron, y para decepción de Gyuri tuvieron que irse a casa.
Ese cautiverio duró apenas una hora; ¿cuánto tiempo lo retendría la AVO?
El conductor llevó el coche de la AVO a una velocidad uniforme por el bulevar
Andrássy út y giró a la derecha en el número 60, el cuartel general. Pataki
interrumpió sus reminiscencias con la idea de que la entrada al número 60 le
resultaba familiar, y recordó que la había visto en el cine, en un noticiero que
mostraba cómo entraban por allí los líderes cautivos de la Cruz de la Flecha y sus
ayudantes nazis, esposados, y explicaba cómo iban a ser los juicios: había horcas por
todas partes. El coche entró por la puerta lateral, la entrada de los proveedores, y de
pronto todo el aplomo de Pataki desapareció; el miedo se instaló en su mente y se
adueñó de ella.
Le hicieron subir por una escalera larga y ornamentada, con una alfombra gruesa
hasta la ineficacia. La opulencia del interior le resultó a Pataki impactante puesto que
no recordaba en años una pared decorada, o sin agujeros de bala o cualquier otro tipo
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de daño bélico.
Lo encerraron en una habitación tan enorme, con un techo tan alto que casi se
perdía de vista. De él pendía una araña de las dimensiones de un yate de cristal.
—De pie contra el rincón —dijo uno de sus escoltas. Pataki advirtió entonces que
en otro rincón había alguien más, con la nariz presionada contra el ángulo recto que
formaban las paredes. A pesar de haberlo visto solamente desde atrás, reconoció a
Fuchs por el pelo rojo, erizado e hirsuto como un cardo. Esta revelación, junto con la
orden de carácter escolar de ponerse contra el rincón, le provocaron un ataque de risa
que tenía un alto contenido de histeria. Esto, a su vez, provocó un puñetazo en la
oreja de Pataki, que todavía le quemaba cuando empezó a oscurecer; aun así Pataki
estaba de lo más feliz, de pie como un idiota, porque ahora sabía de qué se trataba
todo eso y podía tener listos para fluir libremente los jugos de la expiación, la
protesta y la mala interpretación; más aún, por una vez, él no había hecho nada.
Todo empezó con un paseo que dieron en bote él y Gyuri por el Danubio. Se
detuvieron para almorzar en la isla Csepel y, mientras descansaban sobre la verde
ribera, Gyuri encontró un pequeño estuche de los que suelen contener granadas.
Pescaron un poco —las granadas producen resultados imbatibles— sin perder tiempo
con gusanos, hilos, anzuelos, lastre, esperas. Pero después de almacenar una buena
cantidad de pescado masacrado, la diversión comenzó a disminuir.
Eran buenas granadas, granadas alemanas, así que Pataki, después de haber
adquirido las acciones de Gyuri gracias a una apuesta referida a cantidades de botes,
decidió venderlas o cambiarlas en la escuela, del mismo modo en que una vez, hacia
el final de la guerra, había hecho una ruidosa venta en la que cambió armas por un
poco de calderilla.
Pataki inició sus proezas de venta minorista durante una de las clases de física de
Hidassy. No importa cuántas veces hubiese enseñado un tema, Hidassy era
apasionado y entusiasta en su exposición, hasta el punto de que se lanzaba a las
excentricidades del átomo o de la densidad y ni siquiera se daba cuenta de lo que
hacía la primera fila, así que, en la última, Pataki con sus granadas podía haber estado
en el otro lado del planeta. Una semana se las arreglaron para jugar un partido de
fútbol a escala reducida con una pelota de papel enrollado, sin que Hidassy
interviniera en absoluto.
Hidassy suponía una placentera alternativa al lado de los otros maestros, que
adoraban controlar cada aspecto de la existencia del alumno; por ejemplo, Horváth,
de quien se rumoreaba que lo habían degradado de su asignación en el ejército a
causa del bochornoso número de reclutas a su cargo que habían muerto. Horváth
estaba siempre castigando a la gente con una vara, o proponiendo que los expulsaran
sólo por no tener sus columnas vertebrales suficientemente perpendiculares. A
Hidassy, sin embargo, no le molestaba que dormitaran en el banco de trabajo; él sólo
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se dedicaba a cargar con secciones ondulantes de tubos de goma o a meter cosas en
un mechero Bunsen. El día en que Pataki incendió uno de los bancos del laboratorio,
por experimentar y ver si se quemaba, Hidassy tuvo como única reacción abrir una
ventana para que saliera el humo.
Un día, una hora después de que finalizara la escuela y cuando los alumnos ya se
habían retirado en fila, se decía que Hidassy siguió dando la clase sobre
electromagnetismo: él amaba la física. Y sus alumnos lo querían, no sólo porque los
dejaba en paz, sino porque en época de exámenes, cuando abrían sus bocas como
peces abandonados en tierra, él siempre ponía buena nota por «comprender el
principio». De hecho, lo que generalmente sucedía durante el examen oral era que él
hacía la pregunta y entonces, aun antes de que uno tuviera tiempo de dar una
respuesta (en el supuesto de que tuviera alguna) no importa cuán débil o
conquistadora, él mismo comenzaba a responderla de manera brillante, y lo único que
requería en el mejor de los casos era que el examinando asintiera un poco con la
cabeza para mostrar que estaba de acuerdo.
—Teller me decía que aquel que divida el átomo podrá hacer explotar el mundo
entero: lo menos que podía hacer era escribir para disculparse —se explayaba
Hidassy mientras Pataki vendía sus granadas. Keresztes, lo mismo que Fuchs, se
acercó para examinar los productos, pero Pataki hubiera preferido que no lo hiciera.
Keresztes era un cliente indeseable por peligrosamente imprevisible. Durante el sitio,
los que portaban las ametralladoras tenían a Keresztes siempre detrás de ellos,
pidiéndoles que le dejaran disparar. Una vez Pataki y Gyuri fueron a una feria y
Keresztes se les pegó. Un gitano, por descuido y sin malicia, sólo por el movimiento
browniano del público del lugar, rozó a Keresztes al pasar. Con toda cortesía éste
pidió prestada la celebrada navaja de Gyuri, revisó los diferentes complementos y,
después de haber elegido la cuchilla más larga, se la hundió al gitano. «Gracias», dijo
amablemente.
Ésa fue la única ocasión, hay que decirlo, en que Pataki le conoció buenos
modales. Fuchs tampoco era un cliente ideal, dada su intachable reputación de no
tener nunca un centavo. Siempre que se reúnen treinta jóvenes, suele haber uno sobre
el que se sientan todos los demás. Alguien, cualquiera, daba la señal: «Es hora de un
Fuchs», gritaba, e inmediatamente un grupo de ocho se sentaban encima de Fuchs;
podía haber más interesados, pero Fuchs no era muy grande, e incluso cuando
llegaban a diez algunos quedaban sentados sobre un par de dedos, una mano, una
nariz, o cualquier otra parte periférica. Era relativamente simple, pero resultaba una
diversión inagotable. Fuchs también era bueno para encerrarlo en los armarios, y
como era de conocimiento público que su madre llamaría a la policía si llegaba a casa
dos minutos tarde, en una ocasión —que fue para partirse de risa— lo esposaron a la
baranda del tranvía 47 y allí tuvo que permanecer, a pesar de sus desapasionadas
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súplicas, hasta que el conductor llevó el tranvía de vuelta a la terminal.
Más divertido todavía que meterse con Fuchs era meterse con su cartera. Había
adquirido una cartera de cuero muy sobria, muy cara, gracias a una creencia familiar
de que un equipamiento como ése iba a mejorar sus rendimientos académicos. Como
era lujosa, muy cara y sobre todo porque pertenecía a Fuchs, a la cartera se le
prestaba muchísima atención. Fuchs tenía una curiosa unión espiritual con esta
cartera, una unión que trascendía el mero intento de protegerla. Los otros
comenzaban a patearla en cuanto la veían, y Fuchs tenía que caminar por todas partes
con la cartera aferrada a su pecho, pero como no podía mantener todo el día una
vigilancia tan estrecha, la cartera acababa desapareciendo. Invariablemente, en el
momento en que caía en manos hostiles, no importaba lo distraído que estuviera,
Fuchs sentía una alerta telepática y era preciso sentarse encima de él mientras los
demás llenaban la cartera de líquidos, la usaban como trampolín, la clavaban a la
pared o, como sucedió en una memorable ocasión durante uno de los atracones con
los chocolates de Sólyom-Nagy a principios de 1944, la cubrieron de chocolate
derretido con un mechero Bunsen, como ilustración de un discurso de Hidassy sobre
el espectro.
Estaban al fondo de la clase, sentados sobre el alféizar de la ventana, donde
Keresztes toqueteaba las granadas para disgusto de Pataki. El laboratorio estaba en el
segundo piso a una altura de seis metros con respecto al suelo. Una moda arrasaba en
la escuela en aquella época: saltar desde el extremo de la sala de música, una caída de
cuatro metros sobre el césped. Era una moda iniciada por Gombóc, cuyo hermano
mayor había sido paracaidista, y a resultas de ello se produjo una epidemia de
torcimientos y roturas de tobillos. Keresztes sopesó una granada, acariciándola
meditabundo.
—Mira lo que te digo —propuso—. Te apuesto esta granada a que no puedes
saltar por la ventana y salir caminando.
Keresztes nunca llegó a explicar qué ofrecía a cambio, pero en cualquier caso
Pataki no iba a aceptarlo, puesto que independientemente de si se rompía el cuello o
no, un golpe como ése significaría para Pataki más tiempo de castigo, y una
reducción más drástica todavía de sus ejercicios de remo por el Danubio.
Pataki ya había dicho tres veces que no, cuando Keresztes, a quien había que
decirle las cosas seis veces como mínimo, tiró a Fuchs por la ventana. Fuchs se
mostró verdaderamente sorprendido por la forma en que la clase de física se le
escapaba, pero se incorporó con rapidez y se sacudió el polvo.
—¿Ves? —dijo Keresztes—, la granada es mía.
Después de eso le quitó la anilla. Fila tras fila los estudiantes se escondieron
acuclillados bajo sus bancos, atentos a la granada activada.
Pasados unos tres o cuatro minutos, Pataki salió arrastrándose de debajo de un
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banco vecino y vio que Keresztes sostenía la granada elevada hacia la luz.
—Muy bien —dijo—. ¿Cómo sabías que estaba desactivada?
—No lo sabía —repuso Keresztes.
En ese momento Fuchs entró otra vez en clase. Hidassy, que no se había saltado
ni una sola palabra de su eulogia sobre el electrón mientras duró el susto de la
granada, se volvió hacia Fuchs.
—¿Cómo se atreve a dejar la clase sin mi permiso? Doble amonestación.
Ésa fue la última vez que vieron a Keresztes. Circularon dos rumores. Según uno,
el director le pagaba una cantidad de dinero para que se mantuviera alejado de la
clase; según el otro, la desaparición de Keresztes se debía a que en la estación de
Kóbánya se había apostado con alguien a que era capaz de parar el tren de las 4.15 de
Keleti, que no se detenía en Kóbánya, en un acto de sometimiento. Pataki prefería
claramente esta última versión, que le parecía además más verosímil.
Fuchs quedó doblemente deprimido por la doble amonestación: nunca había
merecido alguna y, como todo el mundo sabía, Hidassy nunca había aplicado ese
castigo.
Cuando salieron de clase, Fuchs se dobló en dos por el infortunio siempre con la
cartera apretada contra su pecho, y Pataki, como no había nadie cerca que presenciara
la escena, se apiadó de él y trató de animarlo.
—Es inútil —murmuró Fuchs—, nunca haré algo grande como tú, que vendes
granadas. Nadie se sienta encima de ti.
Pataki trató de restarle importancia al prestigio de la compraventa de armas, pero
mientras esperaban el tranvía su sentido del humor prevaleció por encima de su
compasión cuando Fuchs sugirió:
—Oye, ¿no podría yo ayudarte a vender algunas?
Pataki lo miró contemplativo durante un momento teatral, y luego accedió.
—De acuerdo —dijo.
Pataki dibujó el oculto arsenal subterráneo de los alemanes descubierto por él,
que estaba atiborrado de equipamiento de las SS de primera calidad: municiones,
armas, granadas, etcétera, una mina.
—Tienes que traerte una soga… mucha soga, quince metros. Un casco de minero,
si puedes conseguir uno, y una linterna muy potente. Y también una gran cantidad de
acedera.
—¿Acedera?
—Sí, ya sabes, ramas verdes. La acedera es lo mejor para empaquetar explosivos;
los relaja —aclaró Pataki con una cara impenetrablemente seria. De vuelta a casa,
después de haberse despedido de Fuchs, Pataki no podía evitar los ataques de risa
cuando lo imaginaba repasando su lista de compras. Y el jueves señalado, cuando
Fuchs se presentó en la escuela bajo enormes rollos de cuerda, con un casco de
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minero encasquetado en el ángulo aerodinámico de su cabeza y dos grandes canastas
llenas de verde acedera fresca, Pataki se asustó de verdad por temor a herirse o
desmayarse de la risa. También informó al resto de la clase de la búsqueda proyectada
de armas, de manera que el regocijo fue universal, pero lo que remató a Pataki fue el
toque del casco de minero, que debió haber gravado con gran potencia la ingenuidad
de Fuchs. No se pudo controlar y se ganó tres amonestaciones por inexplicables
espasmos de risa. Sólo a la tarde siguiente logró reponerse, mientras leía su Tompa.
*
La atmósfera escolar en el número 60 de Andrássy út se acentuó más todavía después
de haber estado de cara al rincón durante unas horas, cuando le indicaron que
rellenara una hoja con su currículum vitae. Ahora Pataki estaba tranquilo, pero no
confiaba completamente en decir lo apropiado para poder salir de allí esa noche e irse
a casa. Las granadas que en efecto había vendido seguramente desaparecieron mucho
antes, eso podía negarlo. La táctica era una sólida negativa a reconocerlas. Y en
cuanto al subterráneo escondite alemán de armas, como no existía, podía revelar que
había sido una broma de escolar, disculparse profusamente e irse a casa. Era una
lástima que no pudiera ponerse en contacto con Fuchs para ponerse de acuerdo en sus
relatos, pero se ocupó de repasar varios estados emocionales: miedo, incredulidad,
arrepentimiento, y dejó en reserva unas pocas mentiras. Ajustó mentalmente los tonos
de negación y estableció el nivel de horrorizada inocencia que quería transmitir en los
momentos culminantes.
Los interrogaron por separado. A Pataki le permitieron sentarse, y fue lo que hizo
de la manera más respetuosa y cooperante que le fue humanamente posible. Su
interrogador usaba el nuevo uniforme de insignia azul de la AVO.
—Lo sabemos todo de ti, Pataki —dijo para comenzar la sesión. Pataki no hizo
caso del tono despectivo y mantuvo una sonrisa constante; trabajaba sobre la teoría de
que la sonrisa podría reducir las posibilidades de que le pegaran. El interrogador miró
su historial con disgusto evidente. Dejó el papel con un gesto que Pataki, como
simulador consumado, detectó instantáneamente como una pausa artificial; tuvo la
sensación de que su interrogador quería irse a casa. Después de todo eran las nueve
de la noche—. Fuchs lo confesó todo sobre las armas. Nos dijo que querías ayudarle a
organizar una batalla en toda regla…
—No —dijo Pataki de la manera menos contradictoria posible—, no hay armas
en absoluto, es…
—¿Y esto qué es, entonces? —preguntó el interrogador, y arrojó sobre la mesa
una ametralladora alemana.
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Pataki contó los latidos.
—¿Un mondadientes demasiado grande y muy pero que muy poco práctico? —
dijo—. ¿Un accesorio de una cortadora de césped, quizá?
Pataki observó que por primera vez en su vida no se le ocurría nada conveniente.
¿Iban a culparlo a él? Sucediera lo que sucediera, tuvo claro que no se le iban a
ocurrir las mejores respuestas.
—Ya te he dicho —continuó el interrogador— que Fuchs lo contó todo. Explicó
que tú no sabías nada, que él sólo te metió en el asunto para que lo ayudaras a
distribuir. Hemos logrado cortarlo de raíz, y a ti te conviene. —Ya está, pensó Pataki,
que se las veía venir, quiere irse a casa—. Lo sabemos todo de ti. Ése es nuestro
trabajo. Pero eres joven. Pasaremos por alto esta equivocación a pesar de que es una
ofensa importante. Vamos a darte otra oportunidad. —Lo que tú digas, pensó Pataki
—. Estás con los exploradores, ¿verdad? —Eso ya no era una pregunta.
No lo llevaron de vuelta a casa en coche. Andrássy út, oscura y lóbrega como era,
le pareció a Pataki tremendamente bella. Inhaló una generosa cantidad de aire
nocturno. Estaba a punto de escribir un poema acerca de la libertad, dada su nueva
calificación para poder valorarla. El gesto de la ametralladora había sido un tanto
crudo, juzgó, pero lo cierto es que por una vez había temido que lo dejaran frito. Si
ellos consideraban que era necesario blandir una ametralladora para conseguir su
cooperación, allá ellos.
Ladányi estaba en esa época a cargo del grupo de exploradores. Los otros jesuitas
también participaban, pero en realidad el encargado era Ladányi. Un cargo bastante
apropiado, por cierto, que él asumió mientras escalaba los diferentes rangos de su
carrera. Ladányi tenía todo el aspecto de los jesuitas: era alto, con unos ojos sobrios
que parecían colarse por tus pensamientos. Pataki tenía que recordarse a sí mismo
que, si bien Ladányi iba vestido de negro, aún estaba a prueba; el aprendizaje era
ridículamente largo en la Compañía de Jesús, e incluía formas avanzadas de besar el
altar y cosas por el estilo.
—Sé que esto le parecerá difícil de creer… —comenzó Pataki.
—Déjame adivinar: la AVO quiere que espíes a la tropa —propuso Ladányi.
—Ehh… sí, para serle franco. ¿Cómo lo sabía?
—Alguien tenía que hacerlo. Tu afición a meterte en problemas te convierte en la
elección obvia. ¿Puedo sugerirte que copies nuestra revista? Te ahorrará mucho
tiempo. Sólo dedícale un poco más de espacio a ciertos aspectos que te parezcan
particularmente llamativos, o cualquier fogata verdaderamente intrigante. Esa gente
es muy afecta al papeleo. ¿Algo más?
Pataki se encontró con Fuchs una semana más tarde camino de la escuela; era la
primera vez que lo veía desde su encarcelación conjunta. Fuchs pareció terriblemente
asustado y perturbado al verlo.
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—Lo siento, pensé que estabas bromeando acerca de esas armas: por eso me las
llevé a la cueva; pero logré convencerlos de que fui yo quien las había encontrado. Lo
siento.
Pataki y Fuchs no volvieron a hablar del asunto. En realidad nunca volvieron a
hablar de nada. Y Pataki ciertamente nunca habló de ello con ninguna otra persona.
Sin embargo, advirtió que la gente ya no se sentaba encima de Fuchs.
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Septiembre de 1948
El entrenamiento de hormigas era lo más común. Gyuri sabía que debía estudiar con
mucho más ahínco. A diferencia de los exámenes anteriores, cuya importancia nunca
le había convencido demasiado, ahora se trataba de una prueba decisiva hasta lo
terrorífico, tan importante que podría constreñirle la tráquea, y debía estudiar con
mucho más ahínco. En realidad él quería estudiar con más ahínco. La intención
estaba bellamente formulada, tenía todo lo que una intención debía tener, pero se
mantuvo siempre en la esfera de los buenos propósitos, y nunca logró salir a escena.
Salió solo y remó hasta la isla Margit en un bote lleno de libros de texto, sin dar a
nadie indicios de su paradero. Solos él y las matemáticas. Un mano a mano singular.
Recostado al calor del envejecido verano, Gyuri abrió los libros para entregarse a los
cálculos, para exponerse a los rayos de las ecuaciones, pero si su bronceado
avanzaba, lo cierto es que a su erudición no le pasaba lo mismo. Se sintió burlado.
Como quien salta desde un acantilado, se arrojó en dirección al álgebra distante, pero
en lugar de precipitarse hacia abajo para zambullirse en esas fórmulas, simplemente
se quedó revoloteando arriba, lejos, como si una secreta fuerza antigravitatoria lo
repeliera de las matemáticas.
Disfrutaba del sol, que no estaba racionado, y de pronto sucumbió a un ataque de
pastoreo de hormigas.
Hasta entonces, sus únicos tratos con las hormigas consistían en pisarlas, ya fuera
por accidente o por el acto deliberado de aplastarlas cuando invadían sus posesiones o
sus comestibles. Se instaló en la intersección de varias rutas de caravanas formicantes
y pasó casi tres horas dedicado a establecer desde su posición olímpica una serie de
obstáculos y pruebas para las hormigas con la ayuda de ramitas, hojas y extracciones
de sus bocadillos del almuerzo. Jugó con la idea de convertirse en un gran
entomólogo, un zoólogo de talla internacional. Hasta donde él sabía, la biología era
un área no contaminada por Marx, aunque algunos de sus discípulos, como Lysenko,
habían intentado compensar el silencio de Marx sobre dicha disciplina.
La fascinación por las hormigas continuó incólume mientras no hubiera cerca
ninguna otra distracción que lo alejara de las matemáticas. Las matemáticas tenían
algo muy recomendable —aunque fuera lo único—: volvía seductor y maravilloso
todo lo demás, las hormigas, la lengua inglesa, las conjugaciones, planchar la ropa o
lavarse. Ahora que los exámenes de matemáticas se acercaban, de golpe se abrían
ante él galaxias enteras de inédito interés; cualquier cosa desconectada de las
matemáticas resultaba irresistible.
Remó de vuelta hasta el embarcadero y descubrió que Pataki había salido a
recorrer el Danubio, de arriba abajo; estuvo buscándolo toda la tarde en un
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infructuoso intento de divertirse con sus estudios.
Gyuri cargó los libros de regreso a su casa. Estaba acostumbrado a cargar pesos
pesados, como una especie de tonificación tanto intelectual como física; por un lado
ayudaría a su energía, y también, esperaba, podía derramársele encima un poco de
sabiduría por su mera proximidad. Había muchos perros en Budapest a los que no
habían paseado tanto como a esos libros de matemáticas. Al entrar en casa y ver a
Elek solo, supo que Pataki no estaba allí. Pataki había adquirido la costumbre de
visitar la casa de los Fischer porque congeniaba mucho con Elek. A diferencia del
padre de Pataki, Elek no ponía objeciones a que éste fumara; de hecho acumulaba
cigarrillos, reservaba los escasos supervivientes de alguna entrega y los guardaba
para las apariciones de Pataki.
Cada vez con mayor frecuencia Gyuri volvía de un entrenamiento o de correr un
rato y se encontraba a Elek y a Pataki en una sociedad de nicotina, dedicados a sacar
el mayor provecho posible del escaso tabaco; Elek, mientras tanto, solía dar
testimonio de las ebúrneas glorias de un par de nalgas con las que se había topado
hacía nada menos que cuatro décadas. Gyuri no fumaba. Las probabilidades en contra
de jugar al baloncesto en la primera división ya eran tan grandes de por sí que no
podía afrontar ningún impedimento por pequeño que fuese, de manera que no le
molestaba el compartimiento extrafamiliar de los cigarrillos.
Lo que le resultaba irritante era la ecuanimidad de Elek.
Elek descansaba por lo regular en el gran sillón, casi el único remanente de sus
muebles de preguerra, virtualmente la última de sus propiedades de preguerra.
Estacionado en este sillón, con el agregado de un cigarrillo cuando había alguno
disponible, Elek tenía un aspecto increíblemente estupendo para un hombre arruinado
por completo. Su pelo y su bigote se veían tan disciplinados que parecían esculpidos;
sin embargo, el jersey gris que era ahora la estrella de su guardarropa tenía dos
agujeros que ciertamente resultaba imposible pasar por alto. Otros hombres, de haber
visto cómo se evaporaban todos sus bienes de la noche a la mañana, especialmente
una fortuna de tipo efímero como la suya, habrían protestado con amargura ante las
fuerzas ocultas que redujeron su riqueza a unas monedas en el bolsillo de su pantalón.
Destituido a la edad de sesenta años, y aun considerando el común denominador de
una guerra mundial y sus vastas industrias de sufrimiento y miseria, uno habría
esperado alguna maldición o queja de su parte. Algún puño apretado. Una denuncia
contra los poderes más altos.
Pero Elek no emitía ninguna lamentación fuera de tono. Simplemente se quedaba
a sus anchas sentado en el sillón, como si disfrutara de un día festivo. Hizo un intento
de rescatar su fortuna después de la guerra y, lo que es más crucial todavía, después
de la hiperinflación, que los húngaros calificaron con todo orgullo como la más
grande y la más veloz de la historia de la economía. Una vez terminada la inflación,
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Elek fue al banco donde había depositado millones, vació su cuenta descongelada,
compró una hogaza de pan y apenas le dieron un poco de cambio. Las zanjas de
Budapest se taponaron con cheques sin valor, las hojas caídas de un orden periclitado.
Lo que a Gyuri torturaba aún más que la tranquilidad de Elek, lo que carcomía su
mente de noche y de día, era la absoluta futilidad de la pérdida. Las cosas pudieron
haber sido tan diferentes… Una pequeña cantidad guardada en Suiza, un lingote de
oro perdido y enterrado en un campo, unas pocas joyas bien ocultas, y todo habría
cambiado lo suficiente para que pudieran comer, incluso comer bien. Pero todo se
había esfumado por algo que sólo podía provocar, en el mejor de los casos, el
alzamiento de una ceja en una nota al pie de página de algún diario económico
abstruso.
Aunque era bastante raro para un corredor de apuestas que se había ganado con
éxito la vida gracias a la gente que perdía su dinero con los caballos, Elek hizo sus
primeros intentos de recuperarse económicamente en el hipódromo, adonde fue en
busca de emociones. Gyuri podía recordar con toda claridad a Elek antes de la guerra,
cuando llegaba a casa con las ganancias de las carreras (en un maletín marrón, el
dinero todo mezclado que luego iba a ordenar el equipo de Elek) y exclamaba:
«Locura humana, ése es el mejor negocio. Nunca puede irte mal». Las riquezas que
obtenía de la contaduría del turf se debían menos a su astucia que al hecho de que
esos libros constituían un virtual monopolio, y uno de sus antiguos compañeros de
guerra era el responsable de proporcionar las licencias. Sin embargo, tal vez incitado
por su saber interior, Elek seguía convencido de que las apuestas le iban a
proporcionar, si no una entrada regular, un capital inicial para una futura empresa
innominada capaz de resolver las adversidades.
Las incursiones de Elek en las carreras resultaban principalmente una forma
segura de perder hasta la camisa; alguna vez debió de haber ganado, sin embargo,
puesto que algunas noches tenían algo de comer. En ocasiones se debía también a una
acción más directa. Un día Gyuri llegó a casa y descubrió que sus libros, todos sus
libros, habían desaparecido; lo único que quedaba en su lugar fue un rectángulo del
papel pintado de color más claro. «Tuve que venderlos», respondió Elek a las
preguntas de Gyuri, «sabes que tenemos que comer». Lo cual estaba bien, pero Elek
pudo haberle preguntado primero; lo irritante no era que los libros hubieran
desaparecido sino que, fuera cual fuese el actual valor de mercado de su biblioteca,
seguramente le habían engañado y sólo había obtenido una décima parte. El sentido
de los negocios de Elek, si es que alguna vez lo tuvo, parecía haberse traspapelado
durante la guerra. El almacén que manejó durante un mes era el mejor ejemplo;
estuvo a punto de destruir a la familia entera porque tenían que levantarse antes del
alba para comprar la mercadería, y no sólo no ganaron dinero, sino que además lo
perdieron. Perdieron una cantidad asombrosa, más de lo que habrían perdido si se
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hubiesen dedicado a desparramar las verduras por la calle. A los almacenistas no les
gusta que otra gente les pise el negocio.
Ahora Elek había dejado atrás los proyectos ambiciosos, como el de tener un
almacén; el sillón era suficiente. Desde que Mamá murió, Elek no había manifestado
la necesidad —ni mucho menos— de que le vieran haciendo algo. De tanto en tanto
se producían misteriosas ausencias que proporcionaban paquetes de comida, pero
Elek veía la vida en gran medida como un mero espectador.
Esta falta de remordimiento y de ganas de reescribir el libreto podía considerarse
admirable en ciertos barrios, pero Gyuri se sentía incapaz de aplaudir.
—¿Cómo se lleva lo de tener uno de los culos más sentados del universo? —le
preguntó después de un día especialmente melancólico. Elek se encogió de hombros.
—Mi padre lo perdió todo —dijo, como si fuera una explicación lúcida, y añadió
a manera de conclusión—: me comprenderás cuando me haya ido.
Gyuri no conocía mucho a su abuelo. Los recuerdos de las visitas a su abuelo en
lo más lejano de su infancia tenían dos componentes: hermosos pasteles que no le
permitían tocar y un viejo con cabeza en forma de bala y aspecto peligroso que
preguntaba continuamente quién era Gyuri. Su abuelo, según Elek, había firmado un
aval para las deudas de juego de uno de sus amigos. El amigo no había podido pagar
y, en lugar del gesto honorable que solía hacerse, que es meterse una bala en los
propios sesos, se escapó a Berlín para abrir un restaurante húngaro, y dejó que el
abuelo se las arreglara. Pero sin haber hecho ninguna otra cosa, lo cierto es que Elek
y el abuelo habían manejado fortunas. Gyuri, en cambio, tenía la impresión de que a
él no le darían una fortuna para perder.
Sin embargo, la rápida pauperización de Elek representaba ciertos beneficios para
Gyuri. Tener un padre que había elegido descender un escalón para apartarse de la
vida significaba la ausencia de toda fricción a propósito de sus exámenes. Elek nunca
se había preocupado demasiado por el rendimiento escolar de Gyuri; algunas veces
Gyuri se preguntaba si su padre sabía a qué escuela asistía. En una rara y efímera
llamarada de dedicación al estudio, Gyuri le pidió una vez a Elek que lo examinara de
verbos latinos.
—¿Los sabes o no? —inquirió Elek, y cuando Gyuri le hubo respondido que
pensaba que sí, Elek replicó—: ¿Entonces para qué tengo que examinarte?
Aun así, reflexionó Gyuri, mientras se afeitaba —el primero de los preparativos
para la salida de esa noche—, sólo le quedaba un examen para conseguir su
certificado de estudios. Mientras decapitaba sus barbas podía oír al señor Galántai, al
lado, quejarse repetidamente de la nacionalización de las fábricas; era evidente que la
cosa le preocupaba puesto que había sucedido meses atrás.
—Esto es demasiado —decía—. No puede continuar mucho tiempo más.
Para Gyuri estaba claro que las cosas continuarían así durante algún tiempo. Lo
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suficiente para que acabaran metiéndolo en el ejército. Ése era el único acicate que
tenía para estudiar, una zanahoria verdaderamente grande. Si no aprobaba el examen
no había universidad. Si no había universidad, sólo quedaba ejército. Y con él, años
de no comer, de mojarse bajo la lluvia, de cavar zanjas, sin ver a ningún conocido,
nadie que a uno le gustara, años de prisión con saludos marciales y las peores camas.
La gente prefería suicidarse antes que le reclutaran, como si fuera más agradable
morir confortablemente en casa que dejar truncas sus arterias en una barraca apestosa.
El único peso que todavía le amenazaba con sumergirlo en todo eso eran las
matemáticas. Lo cierto es que muchos aplazamientos se agazaparon en su contra
durante los exámenes. La literatura húngara, por ejemplo, fue un caso real en el que
debió salir trepando fuera de la tumba. Afortunadamente, los exámenes orales los
presidió Botond, acompañado por otros dos maestros que no le eran tan propicios, o
más bien que no lo eran en absoluto. El texto elegido era Toldi, de Arani. Gyuri nunca
había visto ese libro, o tal vez no pudo encontrarlo, pero la noche anterior, cuando se
decidió a leer un poco, su repentino deseo de leer a Arani quedó empañado, de
manera que al otro día se presentó al examen como era debido, listo para recibir un
aplazamiento.
Botond estaba sentado con los pies sobre el escritorio. Los rostros de los otros
maestros transmitían con gran fuerza la impresión de que tal gesto traicionaba el
decoro de la ocasión, pero Botond era el jefe del Departamento de Húngaro, y lo que
es más, era imbatible en literatura húngara. Había leído todos los libros dos veces, y
cuando se trataba de poesía podía recitar aproximadamente todo verso publicado. Si
uno tenía suerte y algo encendía una chispa en él, entraba en un trance tipo Hidassy y
recitaba sin cometer un solo error durante veinte minutos, con lo que daba a la clase
un muy bienvenido descanso. Como correspondía a alguien profundamente
identificado con el arte, Botond tenía el pelo largo y rebelde, tan rebelde y hasta tal
punto sin remordimientos, que los alumnos y el personal sospechaban que armaba
con cuidado su peinado para tener cada mañana el aspecto de una estrella de mar.
—Bien, Fischer —dijo Botond jovialmente con la mirada clavada en el techo,
mientras daba golpecitos en su incisivo con la patilla de sus gafas; probablemente,
mientras atravesaba la tediosa cuestión de examinar a sus alumnos, recorría algunos
jugosos textos en la tienda que tenía al fondo de su cerebro—, siempre es un placer
verlo, pero lamento decirle que va a tener que contarnos algo del Toldi antes de que
podamos dejarlo marchar.
—Para ser honesto, no puedo hacerlo —confesó Gyuri—. Lo siento mucho pero
no sé nada de él.
—Ja, ja. Siempre modesto. Siempre modesto. Cualquier sección, sólo dispare.
—No, honestamente. No quiero hacerle perder su tiempo —insistió Gyuri.
—Nervios de examen, ¿no? Muy bien, basta con que recite uno de sus poemas
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favoritos.
Era una petición razonable, pero pilló a Gyuri por sorpresa. Revisó su saber
literario pero el cajón estaba vacío.
—Me temo, señor, que no puedo recitar nada.
—Ja, ja, Fischer, su sentido del humor algún día le traerá problemas. Le pondré
un aprobado. Haga pasar al siguiente candidato, por favor.
Botond era extremadamente protector con todos (excepto con quienes
evidenciaban una sincera enemistad hacia la poesía). Era uno de los pocos maestros
queridos, un cariño alimentado por la información biográfica, que se transmitía curso
a curso de unos a otros, según la cual Botond se había emborrachado con todas las
principales figuras que habían trabajado con la lengua húngara desde principios de
siglo. Se había muerto de hambre con Ady en París («Bandi y yo discutíamos sobre
quién debía pelar la patata para la cena»), y con otros ocho húngaros sucios y no tan
asiduos en las efemérides compartió una cama en una buhardilla sin calefacción; se
emborrachó otra vez con todas las figuras importantes de la literatura, le pegó a
Picasso un puñetazo en una discusión sobre prosodia y, a pesar de su puesto superior
de enseñanza, estaba disponible en cualquier momento para salir de copas con
cualquier figura literaria mayor (o menor, si venía al caso) que hubiera sobrevivido a
dos guerras mundiales y a la emigración masiva. La crítica literaria era más
apasionante cuando uno sabía que su profesor había cogido alguna vez al autor por
las piernas y lo había arrastrado fuera del bar.
No, Botond no era del tipo que pusiera un aplazamiento con ligereza,
especialmente si todavía le debía a Elek una suma de cinco cifras.
Una vez fuera del examen, en el pasillo, con claridad post-incidente, a Gyuri le
vino a las mientes un poema que podía haber recitado entero, del amigo de Botond,
Ady, sobre el placer de ver la Gare de l’Est, en París; uno de los temas más atractivos
de Ady era que, según él, la perspectiva más noble para un húngaro era el camino que
lo sacara de Hungría. Un poeta bueno, aunque enfurruñado. István había estado
durante la guerra en Érmindszent, el lugar de nacimiento de Ady, y se sorprendió al
encontrar nada más que una placa en su memoria, cuando, por comparación, Hungría
estaba invadida de placas conmemorativas del estilo de «Por aquí caminó Petófi» y
«Por aquí estuvo a punto de caminar Petófi». Cuando István señaló esta omisión a un
nativo, obtuvo por respuesta: «¿Por qué habríamos de poner un monumento a un
alcohólico de segunda generación?».
El examen de matemáticas era lo más importante de la mañana siguiente, pero
sería demasiado cobarde quedarse en casa, a pesar del tiempo que había derrochado
en el circo de hormigas de la tarde. Elek estaba en el sillón, con cierta incomodidad al
carecer de cigarrillos.
Cuando Gyuri fue a salir, Elek lo atrapó por detrás con su saludo.
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—Te va a encantar el ejército.
*
La primera vez que se presentó a un examen de matemáticas tomó la prudente
precaución de llevarse el libro de texto para copiar. La razón principal por la que
había fracasado en el primer intento fue porque no sabía lo suficiente para saber que
no sabía lo suficiente. Gyuri se hundió en el libro con la esperanza de encontrar
socorro, pero sus páginas le resultaron completamente ininteligibles. Se dio cuenta,
enojado, de que si hubiese trabajado un poco más habría estado en condiciones de
copiar de manera apropiada.
La segunda vez, sus preparativos le habían proporcionado la experiencia
suficiente para al menos comprender las preguntas, si bien las respuestas no le
saltaban a la vista. Podía llegar a hacer algo con esas preguntas, pero era como
combatir el incendio de un bosque con un vaso de agua. Una desesperación masiva
por escapar del servicio militar saturó su ser. La semana anterior había visto a un
grupo de soldados, al parecer reclutados para formar una cadena de presidiarios sin
cadenas; se veían miserables, con los huesos apenas velados por la piel; llevaban una
rebanada de pan que hacía mucho tiempo habría perdido su credibilidad en el mundo
civilizado, un pan que iba a requerir un hacha más que un cuchillo.
A Gyuri le gustaba considerarse un hombre duro, pero sabía que no tenía
resistencia suficiente para una forma de adversidad tan bien planeada, tan constante.
A pesar de que las cosas se ponían difíciles, siempre quedaba la posibilidad de que a
uno le sucediera algo bueno, no importa cuán remota pudiera ser esa posibilidad,
bastaba con que estuviera fuera del ejército. En el ejército no molestaban a nadie con
ninguna clase de comodidad, alegría o cualquier otra cosa que pudiera ser calificada
de placentera; no había encuentro alguno con el placer.
Los otros que iban a examinarse, desde cierta distancia en todo caso, parecían
avanzar enérgicamente y con toda confianza. ¿Parecía él tener control de la materia
visto desde las dos filas traseras?, se preguntó Gyuri. La primera pregunta del examen
permitía algún punto de apoyo, de manera que se apresuró a anotarlo en el papel
antes de que se le escabullera el saber que había atrapado, con la esperanza de tener
las suficientes respuestas para aprobar, o de que algún apocalipsis interrumpiera el
examen al cabo de diez minutos.
Desarrolló todo lo que pudo la respuesta a la primera pregunta, cuando una
mirada a su izquierda lanzó la línea de su visión en vuelo directo a la teta izquierda de
la joven allí sentada; o se había olvidado de abotonar su blusa o los botones no se
sintieron con ganas de trabajar, lo cierto es que una luz partía de la piel destextilada
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para aterrizar estrepitosamente en las retinas de Gyuri. Sus genitales sufrieron una
incorporación, y toda la erudición matemática antes convocada se desvaneció
sumariamente. La posibilidad de arreglar deliberadamente una alineación semejante,
para eludir en lo visual la barrera de la ropa, podía llevarle horas enteras en otras
circunstancias, pero ahora, en un momento tan delicado como éste, la compostura de
él y la anatomía mamaria de ella sufrieron un impacto. Él miró para otro lado de
inmediato, pero fue demasiado tarde: los heraldos químicos ya habían salido a la calle
y movilizaron un dolor global.
Lisiado por esta involuntaria intrusión en su concentración, Gyuri regresó a las
matemáticas y descubrió que se había quedado fuera sin poder entrar. La segunda
pregunta a duras penas le devolvió el saludo.
Gyuri hizo un reconocimiento visual de 180 grados a su derecha, y estudió a un
grupo que venía de uno de los Colegios del Pueblo. Eran esos institutos especiales
donde una cantidad de individuos predominantemente del fondo del barril bucólico se
atiborraban de aprendizaje para proporcionar al Partido recursos humanos masculinos
y femeninos. Por lo general eran muchachos campesinos, con corbatas atadas a sus
cuellos, y con ejemplares de la Historia del Partido Comunista de la Unión Soviética
(Bolcheviques) en sus manos, junto con un pasaje al centro del universo, Budapest,
donde estaría esperándolos un hospedaje en algún apropiado edificio burgués.
Respaldaban el marxismo en voz bien alta, como lo habría hecho cualquier otro que
estuviera en su lugar.
Gyuri necesitaba, como mínimo, desarrollar tres respuestas para aprobar, pero si
le daba la impresión de tener una respuesta probable y otra amagada, las restantes le
parecían herméticamente selladas, inescrutables. Una chica a su derecha, una del
contingente de los Colegios del Pueblo, se pasó el examen mirando la hoja de él, lo
que a Gyuri le parecía extraño. ¿Cómo podía ella pensar que en su hoja risiblemente
en blanco habría algo que valiera la pena?
Estaba llegando a la conclusión de que era una pérdida de tiempo quedarse
mirando fijamente las preguntas con la esperanza de que se dieran por vencidas; a lo
mejor podría disfrutar de una exhibición de pavoneo si salía del lugar. Tal vez podría
engañar a un par de almas desesperadas si les hacía creer que había hecho un trabajo
brillante. Era mejor que quedarse retorcido como un gusano en un anzuelo.
La chica del Pueblo todavía miraba su hoja, y lo que era peor, se notaba que
estaba mirando. Ser descalificado por copiarse no suponía una diferencia notable para
Gyuri, pero para ella tal vez sí.
—No puedo ayudarte —le dijo Gyuri con los labios—. No mires o a los dos nos
van a… —se pasó un dedo por la garganta.
La muchacha se ruborizó y bajó la mirada a sus propias hojas. Ahora que había
renunciado al encuentro matemático, Gyuri decidió regalarse con un punto de
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regocijo visual en la teta de la chica de su izquierda, pero quedó contrariado al
descubrir que un pliegue de la blusa rechazaba esta vez la admisión de su mirada y
evitaba toda intrusión visual.
Después de decidir que no iba a quedarse más tiempo sentado como una col,
colocó el capuchón de su pluma como un preludio a su partida cuando los rayos
vigilantes del supervisor se apartaron por un momento, y un cuadrado de papel
avanzó desde la fila de su derecha hasta su escritorio. Al desdoblar el papel, Gyuri
vio que contenía una solución claramente escrita que, si bien no podía seguir por
completo, tenía tal aplomo que era imposible dudar de su corrección. Copió la
respuesta y salió del aula de exámenes convencido de que había logrado aprobar,
aunque, si examinaba las cosas con cuidado, concedía que el entrenamiento de
hormigas y las otras diversiones habían drenado la sangre de su suerte.
Más tarde se formaron varios conciliábulos de discusión matemática. Aquí y allá
se agolparon numerosas personas, con los rostros desencajados, como si estuvieran
presentándose a pruebas para ilustrar la palabra «desesperación». Por primera vez en
su vida, Gyuri tuvo ganas de ir a la iglesia a dar gracias a Dios.
Ciertamente se lo agradeció a su salvadora inmediata. Se portó bien con ella: era
tan poco atractiva que se descartaba cualquier posibilidad de hacer algún avance, así
que se tranquilizó. Apareció Pataki, se acercó a Gyuri y le frunció el ceño cuando lo
vio desperdiciar su energía verbal con una muchacha tan alejada de la provisión de
belleza. Pataki, por supuesto, no había suspendido ninguno de sus exámenes. Dio un
paseo por ellos, picoteó en uno o dos libros de pasada, como una ardilla guardó en
sus mejillas bocados de saber y luego los escupió a sus examinadores. A la salida del
examen todavía sabía menos que a la entrada. En términos de baloncesto era como un
manco ciego que arroja la pelota y la pelota cae en el aro, da vueltas alrededor, se
bambolea, titubea, pero luego por fin se cuela dentro de la cesta. A un tiro así se le
llama suerte, mucha suerte, justo en la frontera de la suerte y el milagro, pero dos
puntos de todas maneras.
Gyuri podía comprobar cómo Pataki se tomaba su tiempo y anotaba comentarios
ácidos para dedicarle toda una tarde a su pobre elección de interlocutoras femeninas,
pero eso le traía sin cuidado.
—Gracias de nuevo por tu ayuda —dijo Gyuri a manera de despedida—. Debes
de ser fantásticamente buena en matemáticas.
—Oh, no —dijo la chica modesta y cariñosamente—, nos pasaron todas las
respuestas la semana pasada. Tuvimos mucho tiempo para aprendérnoslas.
Llevaron el reloj al burdel. El reloj de su madre, que increíblemente no terminó
en un brazo del ejército soviético, tal vez la única pieza de ese tipo que quedaba en
Hungría desde la pre-liberación y que en otra época valía una fortuna, en esa noche
particular era suficiente para pagar dos revolcones, uno para él y otro para Pataki.
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Gyuri estaba fervientemente determinado a celebrarlo con ese tipo de diversión
tan respetada, pero una vez terminada la negociación sobre cuántas prostitutas valía el
reloj de oro, Gyuri se sintió extrañamente indiferente, como si hubiese dejado su
polla en casa. Nunca se habría creído capaz de apreciar de manera tan académica la
feminidad en exposición.
Con frecuencia se asociaba a las putas con la fealdad, la tristeza y la bajeza, pero
la muchacha que se presentó como Timea era joven y vivaz, y si bien no era
inteligente, era tan atenta que podría pasar por tal.
—Eres muy bella —comentó Gyuri; repetía la observación de sus ojos.
—Oh, mis pechos son demasiado pequeños —contestó ella, mientras seguía
desvistiéndose para trabajar. No era verdad. Tenía esa clase de belleza capaz de
suprimir las dificultades; podía haber obtenido lo que quisiera de hordas de hombres
genuflexos en estado de sumisión. Su empleo en el burdel era extraño, uno se
imaginaba que con toda facilidad podría conquistar un par de millonarios que le
dieran un estilo de vida menos suplicante.
Teniendo en cuenta la extraordinaria cantidad de tiempo que estaba pasando en la
contemplación de posturas con cuatro piernas, a Gyuri le resultaba difícil hacerse
cargo de la repentina amputación de su deseo. Era delicioso contemplar a Timea,
valía en sí mismo el dinero invertido, pero también era una experiencia curiosamente
abstracta, como si se admirara una pieza de arte en un museo. Gyuri sugirió que
Pataki pasara primero.
Fue terrible. Su insensibilidad simplemente lo bloqueó: no funcionaba. Estaba
molesto consigo mismo por no querer hacerlo y, al mismo tiempo, sabía que una vez
se alejara del burdel, se sentiría molesto consigo mismo por no haberlo hecho.
Cuando Pataki reemergió, lo único que Gyuri sugirió fue que debían irse.
—¿Has perdido el juicio? —lo amonestó Pataki—. ¡No puedes tirar por la borda
un perfecto revolcón!
Pataki volvió y reclamó el coito no utilizado.
Gyuri aprendió que hay gente que puede llevar el reloj de su difunta madre a un
burdel y hay gente que no puede hacerlo. Y si eres de los que no pueden, pues no
puedes. Fue una lección cara y probablemente no tendría aplicación alguna en el
futuro, puesto que no iba a tener ninguna otra madre fallecida y ningún otro reloj de
madre fallecida.
Deseó que Pataki acabara pronto. Quería irse a casa porque tenía la sensación de
que iba a llorar.
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Enero de 1949
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pasarnos años aquí, ¿qué se hace cuando uno siente una urgencia?». «Lo que
hacemos», dice el veterano, «es salir, buscamos un grupo de beduinos, les tendemos
una emboscada y nos aliviamos con sus camellos». Así que pasa el tiempo, las tropas
salen al desierto, se esconden detrás de unas dunas de arena y atrapan en una
emboscada a un grupo de beduinos. El veterano corre de inmediato hacia los
camellos y el nuevo recluta pregunta: «¿Qué prisa hay? Hay bastantes camellos para
todo el mundo». «Sí, pero así podemos escoger los más atractivos».
En la estación de Békéscsaba los esperaba un campesino flaco y con sombrero
que besó la mano de Ladányi. Viajaron en un carro, lujoso para la media local, pero
que de todos modos les traqueteó el trasero durante un viaje de una hora, el tiempo
que el amable campesino les aseguró que tardarían en llegar a Hálás.
Ladányi no parecía demasiado excitado por la vuelta a sus orígenes, pero,
mientras Gyuri supervisaba el territorio, en el que los zapatos todavía se veían como
una intrépida novedad de la moda y donde sólo el sonido de los cultivos al crecer
perturbaba la paz, pudo comprender su falta de entusiasmo. Sobre el paisaje no había
nada que decir más allá del hecho de que comenzaba donde terminaba el cielo.
Ladányi venía a casa por el camarada Faragó. Al parecer, Faragó había sido una
figura egregia en la vida de Hálás durante bastante tiempo. Ladányi tenía vívidos
recuerdos de él a pesar de haber abandonado el pueblo a los catorce años para
estudiar en Budapest.
—Faragó era a la vez el idiota y el ladrón del pueblo. En un lugar pequeño como
Hálás uno tiene que duplicar sus tareas —contó Ladányi. Pero un pueblo pequeño
demuestra gran tolerancia hacia el tipo de problema que prospera en casa.
La guerra y la Cruz de la Flecha cambiaron todo eso. Los pobladores de Hálás
pensaron que verían a Faragó por última vez en octubre de 1944. Había pasado de
algunas fechorías de supervivencia tales como el robo de girasoles, saqueo de
albaricoques y abducción de cerdos, a manejar la concesión nazi del distrito. Ladányi
no se extendió en las otras actividades en las que también destacó.
—Es mejor que no lo sepáis.
Nadie en Hálás esperaba volver a verlo después de octubre de 1944, después de
que le dispararan seis veces en el pecho y se lo llevaran en un carro a la morgue en
Békéscsaba, donde la policía depositaba los cuerpos no identificados y no
reclamados. Eran épocas en que los cadáveres perdidos todavía atraían a la
burocracia; un poco más tarde nadie se habría molestado.
El caso es que cuando lo pusieron sobre la losa en Békéscsaba, Faragó comenzó a
reclamar, de forma bastante escandalosa para un cadáver, que quería echar un trago.
Los del pueblo se quedaron muy sorprendidos de volver a verlo.
«Me habéis dado un revólver que sólo tenía seis balas, ¿qué culpa tengo yo?», se
oyó una voz en la esárda con tono de reproche. No había sido el primer atentado
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contra la vida de Faragó. Un mes antes, mientras Faragó disfrutaba de la hospitalidad
de una zanja que, al no tenerse de pie, estaba mucho más cerca que su casa del lugar
donde se había emborrachado, y dormía ruidosamente en el frío, una mano anónima
le arrojó una granada para que le hiciera compañía. La granada, que fracasó con
Faragó, sí logró librarse de su pierna izquierda, pero ni siquiera eso lo detuvo en sus
deberes para con sus mentores alemanes; de ahí su práctica posterior como blanco de
atentados.
Fue el cura del pueblo quien sugirió entonces un auto de fe. Al otro día, cuando
todos sabían que Faragó tenía la nariz aplastada contra la almohada por una excesiva
ingesta de alcohol, manos anónimas prendieron fuego a su casa en medio de la noche.
Faragó debía de estar en las garras de un sueño muy profundo puesto que no se saltó
ni un ronquido, mientras el fuego achicharraba la puerta principal de su casa y luego
quemaba hasta los cimientos las dos casas vecinas.
—¿El cura sugirió eso? —observó Gyuri.
—Quién sabe —dijo Ladányi—. Si tuviéramos el texto original de los
mandamientos, bien podría haber una llamada al pie con excepciones referidas a
Faragó.
Cuando Hálás se enteró de que Faragó se había convertido en el secretario del
Partido Comunista local —conforme al cambio del viento político— se decidió a
terminar con las tonterías. Arrastraron a Faragó fuera de su casa en una noche negra
como la muerte, mortalmente borracho, un peso muerto. Le ataron las manos a la
espalda y echaron una soga sobre una rama; ciñeron un nudo en torno a su cuello y lo
colgaron. La rama se rompió y los gritos de Faragó atrajeron la atención de una
patrulla rusa que se acercó a investigar.
El resultado de este linchamiento nocturno fue que Faragó terminó con un collar
de ampollas alrededor del cuello y un revólver en la cintura, porque sintió que había
gente que no acababa de apreciarlo.
—Yo primero disparo —anunció Faragó en la esárda— y no me voy a molestar
en hacer ninguna pregunta después. —Esta declaración se produjo tras la muerte del
vecino a quien previamente se había adjudicado el sexto atentado contra Faragó.
El motivo del regreso de Ladányi era un pequeño viñedo de dos hectáreas muy
lejos de Hálás, que producía un vino tan ácido que Faragó era prácticamente la única
persona que se animaba a beberlo. Este viñedo fue legado a la Iglesia en una herencia
(probablemente con malicia), a pesar de que apenas obtenía ganancias suficientes
para quitarle el polvo al altar.
Faragó, como primer secretario y alcalde de la comunidad de Hálás-Mzómegyer-
Murony, había decretado que el viñedo se arrebatara a los defensores del opio de los
pueblos y se entregara al hegemónico proletariado. El pueblo recurrió a Ladányi
porque era alguien que había estado en Budapest, porque había visto los interiores de
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los libros, porque había respirado sus aires primeros en Hálás, porque era un miembro
pagado en su totalidad por la Compañía de Jesús y porque había roto la barrera de los
cincuenta huevos.
A pesar de haber dejado la aldea quince años atrás y aunque en todo ese tiempo
sólo había vuelto un fin de semana, Ladányi era todavía una gran noticia y fuente de
inmenso orgullo. ¿Cuántos otros lugares podían alardear de que el judío del pueblo se
hubiera convertido en un jesuita? También estaban los informes que se remontaban al
pasado, cuando Ladányi avanzaba por sus estudios de leyes en la universidad, sobre
su participación en los torneos de tortillas y las guerras de goulash que se desataron a
fines de los años treinta en los restaurantes de Budapest. Ladányi medía un metro
ochenta y cinco y esta copiosa contextura, en conjunción con el natural apetito de un
estudiante, creaban un enorme espacio de almacenamiento para la comida. Comenzó
a pagar sus estudios y el mantenimiento de su madre gracias a su participación en
comilonas, con un juego lateral de apuestas a favor del devorador máximo. Sus
primeras contiendas se dieron en el circuito estudiantil, donde los apostadores sólo
cubrían el coste de los alimentos consumidos (que por lo general consistían en
comidas de tres platos), pero su digestión inconmovible pronto lo llevó a los
encuentros de importancia del New York Café, donde los principales periodistas se
dedicaban fervorosamente a la tarea de expandir la capacidad humana de comer
tortillas. Una vez Ladányi barrió con una tortilla de cuarenta y cinco huevos a la que
echaron un par de kilos de setas y jamón para darles sabor; aquello apabulló al crítico
teatral del Pester Lloyd, quien tuvo que arrojar su servilleta a los treinta y ocho, y en
Hálás lo supieron enseguida. Cuando Ladányi, con sus cubiertos hechos a medida,
fue invitado a Gundel’s para probar el nuevo goulash reforzado, que eventualmente
se caracterizó como «incluso Ladányi comió solamente tres porciones», y que luego
la Universidad Tecnológica certificó con la garantía de contener 30.000 calorías,
Hálás estuvo al tanto de todos los detalles (aunque un mes más tarde). Cuando el
hombre forzudo del circo, Sándor el Salvaje, pensó que podía vencer a Ladányi en
pasteles grandes, todo el mundo se rió de buena gana, y también por el violín
Stradivarius que Ladányi ganó.
Pero Ladányi había colgado su cuchillo y tenedor después de haber roto por
segunda vez la barrera de los cincuenta huevos, después de que el editor de Pesti
Hirlap cayera muerto al otro lado de la mesa, con un ataque al corazón no del todo
desconectado con la tortilla de cuarenta y seis huevos que acababa de ingerir. Esta
abrupta defunción alimenticia y la decisión de entrar en la orden, dieron por
terminada su carrera gastronómica, sin que su fama disminuyera en Hálás. Así que
cuando Faragó oyó que Ladányi venía a reclamar el viñedo, simplemente lanzó el
desafío:
—Veamos quién come más.
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La población de Hálás apenas superaba las cuatrocientas almas, según Ladányi, y
a pesar del tiempo frío y lluvioso, la mayoría de ellas estaban reunidas fuera, bajo la
lluvia, esperando que llegara el carro con su carga de jesuita.
Era, según comprendió Gyuri, el acontecimiento más importante que se podía
imaginar. Ahora conozco el siglo XIX, pensó. Lo mejor de visitar un lugar como Hálás
era que uno regresaba de pronto muy agradecido de vivir en Budapest. Gyuri no
había estado fuera de Budapest más de siete horas y ya se le hacían poderosísimos los
encantos de la electricidad, el asfalto y la gran variedad de material genético. Porque
un día, cuando estuviera de vuelta en Budapest, sería muy feliz. Con la sensación de
haber adquirido la dimensión de un magnate o una estrella de cine, Gyuri bajó del
carro y contempló cómo sus mejores zapatos (nada de lo que alardear demasiado,
pero los mejores de su arsenal de vestuario) desaparecían en el barro.
Los guiaron hacia el interior de la esárda, una construcción de madera, con una
cocina en el centro que dispensaba un poco de calor en el ambiente, que sería
calentado en realidad por la multitud que ahora entraba en fila. Ladányi mantuvo una
confabulación susurrada con el cura del pueblo de un modo sombrío y confesional.
Mientras Ladányi se demoraba, Gyuri y Neumann fueron objeto de la hospitalidad
local. Era algo que ya había previsto Gyuri cuando aceptó venir a Hálás: el campo
significaba comida sin tasa. Podían quedarse cortos en cuanto a excitación, pero no
así en los alimentos. Gyuri tenía la firme intención de tragar junto con Ladányi todo
lo que pudiera y, si la gente insistía en imponerles regalos en especie cuando
partieran, Gyuri haría el esfuerzo de aceptarlos.
La escala y la ferocidad de la cocina campesina podía ser sobrecogedora si uno no
estaba debidamente entrenado. Gyuri tenía claro que un simple desayuno podía
mandar al hospital a un urbanita desprevenido. En Erdóvanos, el verano en el que
Gyuri tenía trece años, cuando fue confiado a una de las familias locales, le sirvieron
para el desayuno una generosa pálinka junto con un ladrillo de grasa condimentado
con una pizca de pimienta. Apreciando la liberalidad de sus anfitriones se tomó la
pálinka, y a poco de atravesar la puerta aterrizó en el suelo. Sus piernas tardaron
horas en recordar cómo se caminaba, pero su estómago sólo tardó unos pocos
minutos en expulsar los elementos sólidos de su comida. Esta clase de combustible
matinal sólo era tolerable si uno había crecido de esta forma y tenía por delante un
día en el campo. Pese a sus trece años de formación de atleta, cosechar durante una
hora le dio tanto dolor en tantos lugares diferentes que sólo pudo quedarse tirado en
el campo y suplicar una ambulancia, mientras la mujer pesadamente embarazada que
trabajaba a su lado se ofreció con amabilidad para ir a buscarle algo de beber.
La hospitalidad se desencadenó de inmediato. Gyuri no había visto tanta comida,
tanta buena comida, desde que la guerra había adquirido la forma evidente de una
guerra, y era bastante probable que nunca antes hubiese visto semejante cantidad de
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comida en un espacio cerrado. Lo deprimente era que, con independencia de cuánto
se tratara, no sería capaz de compensar cinco años de hambruna en una sola noche.
Hasta el expansivo Neumann se quedó pasmado ante la comida, dado que la gente
tenía designios inconfundibles de infligirles varios platos. Si Gyuri trataba de ingerir
sin prisas, los lugareños que formaban su personal corte de camareros giraban
incansablemente a su alrededor y, en cuanto se lo comía, reemplazaban los platos
consumidos por otros con rapidez. A la media hora de haber comenzado la
masticación, a Gyuri ya le preocupaba seriamente que se diera por finalizada su
relación con el estado de conciencia: alrededor de su enorme plato, en el que había
crecido una estalagmita de salsa, cerdo curado, queso fermentado y rebanadas de pan
del tamaño de un guante de boxeo, había dos vasos de vino, uno tinto, otro blanco,
dos vasos de pálinka, de albaricoque y de pera, y dos jarras de cerveza, por si tenía
sed. Podía oír detrás de él a campesinos encolerizados peleando por llegar a su lado y
poder servirle más alimentos y libaciones.
También le ofrecían a Ladányi refrescos y una selección de comidas, pero con
evidente moderación. Nadie quería agotar sus músculos alimentarios. Él estaba
ocupado principalmente en extender su mano para que la besaran los que se habían
formado en fila para presentarle sus respetos. A Ladányi aquello estaba lejos de
complacerle, Gyuri lo notaba, pero la veneración de la gente del pueblo era bastante
razonable si se consideraba que Ladányi aterrorizaba incluso a profesores
universitarios, quienes serían capaces de ocultarse tras las puertas con tal de evitar
una pregunta indagadora de Ladányi, una pregunta que iría a dar justo en el centro de
su ignorancia. La historia que Gyuri había oído era que cuando Ladányi fue a buscar
su título de Derecho, la facultad le ofreció darle directamente el doctorado para evitar
pérdidas de tiempo.
La hora del desafío se había establecido a las cinco, pero Faragó y sus secuaces
no se presentaron hasta media hora más tarde. Cuando Ladányi pidió a Gyuri que
viniera a Hálás para ayudarle ante cualquier estallido de violencia no fue porque
estuviera preocupado por su propia seguridad.
—La gente del pueblo me va a proteger, y eso es exactamente lo que no quiero. Si
las cosas se ponen feas, me gustaría tener a alguien de fuera, alguien que no tenga
que quedarse allí.
Toda la aprensión de Gyuri ante la eventual violencia, quedó anegada por el
asombro ante la aparición de Faragó.
—Nadie va a creernos —susurró Neumann a Gyuri, quien asintió con la cabeza.
Cuando vio entrar a Faragó, Gyuri supo que nada de cuanto contara podría
considerarse dentro de los límites estrictos de la veracidad; en Pest nadie les creería.
Faragó entró en escena con dos lacayos desgarbados y una pistola al cinto. El color
de su piel era tan fantasmagórico que Gyuri pudo imaginar cadáveres con aspecto
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más fresco en la mesa de disección de estudiantes de medicina. Venía borracho.
Hedía. Su traje de rayas finas parecía haber sido enterrado alrededor de 1932 y
desenterrado el día anterior; en todo caso no tenía nada que ver con el chaleco de
malla que llevaba debajo. La corbata era el detalle más vistoso de su atuendo:
atrapaba la vista como un lazo.
El odio que brotó al entrar Faragó fue tan rotundo, tan compacto, que Gyuri
quedó sorprendido de que Faragó pudiera abrirse paso a través de él. Se dio cuenta de
que el convite de esa noche sería especial.
Para Gyuri fue odio a primera vista, y le hizo reflexionar que Faragó debió usar
un trinquete interminable para llevar al pueblo hacia las tierras no soñadas de la ira
humana. Era el cero absoluto de la infamia. Merecía ser exhibido, aunque
probablemente mejor que se quedara anclado en Hálás.
—Yo pensaba que llevábamos una vida muy dura —observó Neumann mientras
contemplaba a Faragó—, pero el resto del país debería escribir una carta de
agradecimiento a Hálás por retenerlo aquí.
Durante el viaje Gyuri se había dedicado a provocar a Ladányi; le decía que la
Iglesia debía adoptar una actitud de perdón hacia Faragó, que debía renunciar
alegremente a sus posesiones mundanas. Con una sonrisa serena, siempre a punto de
ser atrapado con las manos en la masa de cualquier sentimiento no-jesuita, Ladányi
respondió: «Si debemos tener o no propiedades como ésas es una buena pregunta, y
también es una buena pregunta qué debemos hacer con ellas, pero no podemos
entregarlas a los bandidos. Y si bien nuestro Señor nos indicó que pusiéramos la otra
mejilla, hay que tener en cuenta que él nunca conoció a Faragó».
—¿Así que el escarabajo negro ha venido para que lo aplastara el poder del
pueblo? —rugió Faragó mientras fallaba la puntería con la silla donde intentaba
sentarse y desaparecía de la vista. Instalado en la silla con la asistencia de sus
ayudantes, continuó su discurso de bienvenida—. Como primer secretario del Partido
Húngaro… el… eh… el Partido Socialista Obrero Húngaro de la comunidad de
Hálás-Mezómegyer-Murony y como intendente y como presidente de la granja
colectiva «Mareados por el Exito», en las palabras del camarada Stalin, al informar
sobre la obra del Comité Central del Decimoctavo Congreso del PCUS (B)…
Aquí Faragó quedó ideológicamente agotado, hizo una pausa y, como ya no tenía
nada que decir, buscó su pistola para ilustrar un punto y se disparó a sí mismo en la
pierna. Para desolación general, fue en su pierna de madera.
—Y —retomó Faragó—, de una manera científica, con un tempo bolchevique,
voy a comer hasta dejarte por el suelo. —Hizo chasquear los dedos y el propietario de
la esárda se acercó a la mesa, donde colocó una enorme balanza con sus respectivas
pesas.
—Ésa la usaban en los campeonatos de pollo frito del condado de Békés —
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informó una voz en el oído de Gyuri, mientras el propietario de la esárda pesaba dos
vastos recipientes de humeante sopa de habichuelas como disparo de salida. Hasta el
momento Ladányi no había dicho nada más que «buenas noches», mientras que
Faragó seguía dejando a la vista de todos sus pensamientos.
—Tratas de impresionarnos, ¿eh? Crees que puedes seguir chupando la sangre del
pueblo, ¿verdad, sanguijuela del cuello de un perro? —Aquí Faragó hizo una pausa
mientras sus ojos por azar se posaron sobre el gitano del pueblo que en primera fila
disfrutaba de un buen panorama de la competición. Faragó emitió un raspado de
limpieza torácica y luego expectoró una andanada de flema tan enorme y enérgica
que el gitano, incauto, casi perdió el equilibrio.
—Sin gitanos —comentó Faragó. Lo cual resultó extraño a Gyuri, puesto que
Faragó tenía más aspecto gitano que el gitano del pueblo, con un estómago abultado
de tal magnitud que parecía llevar una enorme sandía metida debajo del chaleco; su
nariz se había lanzado también a un crecimiento extraordinario, y colgaba como una
frambuesa demasiado madura. Tripa y napia eran testigos incuestionables de las
celebraciones de Faragó en tiempos de vacas flacas; se consideraba un omnívoro, un
megalóvoro, para quien comer era una medida de virilidad. Faragó no dudaba de que
dejaría a su oponente vencido en el primer plato.
Ladányi bendijo la mesa y Faragó hizo un gesto de venganza: apretó el puño y
graznó el saludo comunista: «¡Libertad!». Era obvio a quién respaldaba la multitud en
esta ocasión, pensó Gyuri, mientras los dos contendientes comenzaron a palear en su
sopa de habichuelas, aunque no siempre era tan fácil tomar una decisión en cuanto a
quién respaldar en el conflicto entre Roma y Moscú. La Iglesia en Hungría se ganaba
a pulso un rechazo indisputable. Mindszenty, el cardenal, estaba en la cárcel, en
alguna parte de Budapest, mientras le preparaban los cargos a medida (Gábor Pétér, el
director de la AVO, había sido sastre): espiar para los estadounidenses, conspirar a
favor de la restauración de los Habsburgo, criar escarabajos colorados, despreciar las
novelas realistas del socialismo. Para reunir todas esas acusaciones debieron de haber
contratado a los supervivientes de los equipos de guionistas de la industria
cinematográfica húngara de preguerra, puesto que ningún policía era capaz de
inventar historias tan fantásticas como ésas.
Era difícil sentir piedad hacia el cardenal, reflexionó Gyuri, porque Mindszenty,
aunque víctima de la injusticia, era un bufón. La Iglesia húngara no estaba coronada
por la brillantez. Sería agradable tener una opción verdadera, reflexionó Gyuri. Era
como Hungría cuando estaba entre Alemania y la Unión Soviética. ¿Qué clase de
alternativa era ésa? ¿En qué idioma te gustaría que hablara tu escuadrón de
fusilamiento? En esas circunstancias, por supuesto, un cardenal brillante podría no
servir de nada. Ser inteligente y tener una visión aguda de las cosas no siempre era
útil. ¿Para qué le sirve la inteligencia a un cerdo camino del matadero?
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La estupidez puede ser bastante ventajosa de vez en cuando. Pero en este caso la
estupidez (de la cual él estaba bien equipado) tampoco le había hecho favor alguno a
Mindszenty. Si uno está cayendo por un acantilado, no cuenta demasiado la calidad
de los sesos que van a estrellarse.
Cuando Gyuri criticaba la posición de la Iglesia, Ladányi se mostraba grave pero
no preocupado. Era muy difícil imaginarse a Ladányi preocupado por algo. Si lo
quemaban en una hoguera, para él no sería más que parte de un día de trabajo, aun
cuando otros clérigos temblaran ante esa perspectiva. Era difícil imaginarse al padre
Jenik, por ejemplo, preparándose para el martirio, por mucho que a Gyuri le agradara.
Jenik se aferraba con firmeza a la filosofía de obtener lo mejor de las cosas: ¿para qué
había creado Dios los hoteles de primera clase si no tenía la intención de que los
usáramos? Poco después de que los rusos sometieran Budapest, Jenik llevó al campo
a la tropa entera de los exploradores. En un viaje de cien kilómetros pasaron dos días
en un tren tan lento que, cuando uno de los pequeños se cayó de un vagón que iba
con las puertas abiertas, un muchacho mayor tuvo tiempo suficiente para bajarse de la
plataforma del tren, rescatarlo y volver a arrojarlo dentro. Jenik condujo a la tropa a
una aldea con la que guardaba una tenue relación, y comenzó a narrar una historia,
fuertemente apoyado en la hipérbole, en la que exponía extensamente los horrores y
las degradaciones de la guerra y el triste modo en que los tiernos jóvenes quedaban
marcados por ella. Jenik no mentía, pero tampoco hacía nada para ocultar el
malentendido. El padre Jenik, que se había pasado riendo todo el viaje en tren, y de
quien Gyuri sospechaba que era el proveedor original de los chistes de camellos de
Ladányi, se volvió sombrío y dolido. Su discurso sobre los desastres de la guerra
llevaba ya un buen rato de desarrollo antes de que Gyuri se percatara de que Jenik se
refería a la tropa misma. Mientras conjuraba las torturas del hambre y la privación,
Jenik tenía su mano sobre el hombro de Papp. Papp, en efecto, tenía el aspecto de
haber sido construido con agujas de tejer pegadas entre sí: era trémulamente delgado
y demacrado, a pesar de que su padre era carnicero y lograba para su familia más
carne que todos los carnívoros del jardín zoológico de Budapest. Luego brotaron
lágrimas de los ojos campesinos y, hasta lo de Hálás, Gyuri nunca comió tanto de una
sola vez. Esa noche tuvo la firme convicción de que nunca tendría necesidad de
volver a comer mientras viviera; anduvo vagando por la oscuridad; quería mantener
sus piernas en movimiento en un intento desesperado de ayudar a la digestión y evitar
el vómito, para erosionar el yunque que tenía en el estómago.
Sin embargo, en otros aspectos el padre Jenik era el tradicional cura protector que
siempre enrollaba tu manga para tomarte el pulso espiritual, y se abría su propio
camino entre las reglas del club: asistir a misa, confesarse, observar los días sagrados.
Ladányi nunca mencionaba la religión, a menos que uno sacara el tema o surgiera
naturalmente en la conversación. No había acoso alguno, ninguna presión de tipo
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empresarial para sentar los traseros en el asiento: con Ladányi no se pasaba lista. A él
no parecía preocuparle si uno se presentaba o no, y esto era lo que resultaba tan
pernicioso. Gyuri había abandonado la Iglesia de una manera bastante parecida a la
forma en que dejó de creer en Papá Noel; llegó un punto en que resultó imposible
tomárselo en serio. Y esto era lo que le preocupaba especialmente de Ladányi. Era un
hombre muy inteligente, con la visión de un lince para las acciones de todos; ni
siquiera Pataki intentaba modificar la realidad frente a Ladányi, porque Ladányi era
capaz de leer tu diario antes incluso de que lo hubieses escrito. Gyuri no podía evitar
la sensación, cuando estaba haciendo algo completamente trivial, como limpiando la
bañera o comprando comida, de que todo era parte de un plan maestro, que limpiar la
bañera y comprar alimentos eran parte de las maquinaciones de Ladányi (sólo que él
no estaba al tanto) y que un día iba a despertarse vestido de negro con un cuello
blanco.
Quizás a causa de su orden, quizá por su ladányicismo, Ladányi operaba siempre
calladamente. El verano anterior, en un exceso de comedimiento, Gyuri se había
ofrecido a Katalin Takács para ir a buscar su vestido nuevo a la modista. Entre sus
compañeras de vestuario se rumoreaba que no tenía vello púbico. Así que viajó hasta
la casa de la modista para ayudar a vestir a la chica que quería desvestir, con el
propósito de verificar el chisme sobre su conejo.
El favor era doblemente generoso puesto que la modista vivía en el Angyalfóld, a
la salida de la Váci út. Se decía que cuando los liberadores estadounidenses
cometieron el error, a fines de 1944, de alfombrar con bombas el Angyalfóld, cuando
lo que buscaban eran las fábricas de la isla Csepel, a nadie le importó porque no se
podía notar la diferencia. También decían que tanto las Waffen SS como el Ejército
Rojo se habían mantenido fuera del Angyalfóld para ahorrarse problemas.
A pesar de que Gyuri conocía bien Budapest, nunca se había animado a meterse
en el Angyalfóld, y quedó consternado al ver que las historias sobre el lugar eran
ciertas. Bajó del tranvía y pasó junto a gente echada en las alcantarillas, de la misma
forma en que se apilan las hojas otoñales en los barrios más elegantes, gente a la que
el alcohol había cercenado sus relaciones con el universo conocido. A medida que
avanzaba, aparecían por los alrededores grupos de nativos que lo miraban con odio
indisimulado; alguna vez había experimentado la agresión y disgusto de otros, pero
nunca con tal fervor caníbal. Antes de salir esa mañana y dada la notoriedad del
Angyalfóld, Gyuri consideró la posibilidad de meterse una navaja en el bolsillo, pero
cuando dobló la esquina hacia Jász utca no pudo evitar la visión de dos hombres que
peleaban con lo que sólo podía describirse como alfanjes, espadas largas y pesadas,
del estilo preferido de los piratas de Hollywood. Observaban la escena un semicírculo
de espectadores descalzos que no parecían demasiado impresionados por la calidad
de la lucha. No habría ayudado para nada tener consigo una navaja, sólo habría
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logrado que se la robaran después de acuchillarlo, y una buena navaja, como todo lo
demás, era un utensilio difícil de conseguir en aquellos días.
Gyuri tuvo muchísimo tiempo para meditar sobre cómo su inadvertida e
inoportuna defunción en las calles del Angyalfóld iba a deberse al deseo de deslizar
su mirada por las suaves colinas de Katalin; lo asesinarían por la curiosidad que le
despertó un conejo calvo. También observó, mientras subía al quinto piso, que toda la
gente a la que visitaba vivía siempre en el quinto piso de edificios sin ascensor. La
modista, una señora muy vivaz de ochenta y tantos años, claramente de la clase que
trabaja-doce-horas-al-día-hasta-desmoronarse, encantadoramente desinformada de lo
que ocurría en el resto del Angyalfóld, felicitó a Gyuri por el corte de sus pantalones.
Los pantalones eran el último par que le quedaba a Elek de los pantalones de Savile
Row, de hecho el único par de pantalones dignos de tal nombre que conservó Elek,
prestados a Gyuri porque Elek había llegado a la conclusión de que ese día no iba a
salir de la cama, y si llegaba a levantarse, no iba a avanzar mucho más allá del sillón.
La modista se dedicó animadamente a preparar el vestido para el viaje, mientras
Gyuri lamentaba con tristeza que no pudiera prestarle a él los servicios de su
industria.
Volvía corriendo a la parada del tranvía cuando se topó por casualidad con
Ladányi: arengaba a algunos ciudadanos del Angyalfóld, quienes lo escuchaban con
paciencia. Era evidente que veían a Ladányi como si viniera de la luna. Ladányi se
mostró algo incómodo al ser atrapado en el acto de hacer el bien, pero acompañó a
Gyuri hasta el tranvía y de mala gana le reveló que solía frecuentar el Angyalfóld
antes de la primera misa del día. Era la pura locura de su fe, pensó Gyuri, lo que le
permitía a Ladányi volver con todas sus herramientas físicas intactas. Con gran alivio
por haber emergido de Angyalfóld con sus funciones indemnes, Gyuri esperaba fuera
de la estación de Nyugati, donde cambiaría de tranvía para entregar el vestido,
cuando apareció un grupo de cinco jóvenes de su edad y uno de ellos, sin más
preámbulos, con un par de tijeras, cortó de un golpe la corbata que Gyuri llevaba
puesta, la última de las corbatas de seda de Elek, la última de las corbatas de Elek y la
única corbata que aún residía en la casa de los Fischer. El cortador entregó luego a
Gyuri las porciones con la siguiente invocación:
—Cerúleo.
En ese punto Gyuri recordó que corría una moda por Budapest, especialmente
entre aquellos que andaban en grupos de a cinco, consistente en recorrer los bulevares
con un par de tijeras para cortar corbatas y después decir «cerúleo». La corbata no
había sido gran cosa, el dibujo no era en realidad del gusto de Gyuri y en los últimos
tiempos le había aparecido una mancha de sopa penosamente visible, pero el deseo de
pegarle una trompada en la boca al operador de tijeras lo había dejado casi sin aliento
por su intensidad, sobre todo porque era evidente que esperaba que Gyuri se echara a
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reír ante la sección de su corbata. Gyuri pensó cuánto le gustaría pegarle un puñetazo
en la boca, luego pensó cuánto no le gustaría recibirlo de vuelta multiplicado al
menos por cinco. Recurrió a lo que tuvo la esperanza de que fuera una mirada de
desprecio. Los cinco se montaron en el siguiente tranvía comentando que la gente
carecía por completo de sentido del humor.
*
Cuando, ante la sugerencia de Faragó, pasaron al helado de chocolate, Gyuri supo
que todo había terminado.
Ladányi y Faragó habían entrado en calor con un par de litros de sopa de
habichuelas antes de pasar al plato principal —pollo frito— con su consumición
meticulosamente medida en la balanza.
—Hálás siempre ha sido famosa por su pollo frito —continuó divagando Faragó
—, y ahora, bajo el socialismo, el pollo frito es más frito todavía. —Se extendió para
buscar una fuente con delgados tubos verdes—. La paprika es opcional —anunció,
mientras se metía un par en la boca.
Después de avanzar tres kilos en el pollo, Faragó comenzó a transpirar, aunque
era difícil juzgar si se debía a la ingestión gastronómica o a los efectos caloríferos de
la paprika. También empezaba a encontrarse un poco incómodo, quizá porque
cobraba conciencia de que los informes sobre la extraordinaria capacidad devoradora
del jesuita tenían algún fundamento. Faragó trasuntaba esfuerzo mientras que
Ladányi engullía metódica y calmadamente, con tal facilidad que aún no se había
tomado el trabajo de convocar su fuerza de voluntad.
—Sólo voy a sacudir la culebra —informó Gyuri a Neumann. Estaba cada vez
más temeroso de perder el control de varios puntos decisivos de su cuerpo. Atento a
la idea de drenar dos de los cuatro vasos de pálinka, se abrió camino fuera de la
esárda y entró en la protectora oscuridad. Allí vació el líquido quemante de su boca
en una ráfaga de aerosol para esquivar al menos una parte de la enorme hospitalidad
de Hálás. Un campesino común, un caballero entrado en años con un enorme bigote
tipo manubrio y el inevitable sombrero negro que los campesinos llevaban
abrochados a sus cabezas, se unió a él en la tarea de regar el planeta.
—Buenas noches, señor —dijo el campesino, con lo que Gyuri sacó la conclusión
de que sólo un hombre de campo podía mostrar esa cortesía mientras aireaba su polla.
La conversación se volcó hacia Faragó, puesto que Gyuri no tenía apuro en volver a
entrar y ser víctima de más generosidad; tenía curiosidad por los antecedentes de
Faragó.
—Por lo que he oído hizo cosas tremendas durante la guerra, ¿verdad?
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—Mejor que no las sepa, señor. Algunas cosas no hay que repetirlas, sólo hay que
olvidarlas. El mismo Satán es su entrenador.
Gyuri esperó fuera todo el tiempo que pudo antes de que lanzaran en su busca a
un equipo de rescate, y volvió a entrar en el momento en que Ladányi y Faragó
cruzaban la marca de los diez kilos, Faragó incómodo, Ladányi con un aspecto
todavía fuerte y frugal. Volcaron un tonel de patas de cerdo en aspic frente a Gyuri y
éste se preguntó por todos los cielos cómo haría para comer siquiera un poco.
—No le ha gustado el ganso ahumado, ¿no? —preguntó una mujer con tono
herido y acusador, a pesar de que Gyuri estimaba que se había servido seis
respetables porciones. Neumann, que estaba cerca de él, no decía mucho, pero
tampoco demostraba signos de sufrimiento (lo cierto es que tenía más de cien kilos
que mantener). El pueblo debió de haber reunido toda la comida de quince kilómetros
a la redonda. Gyuri lamentaba que su estómago no estuviera a la altura de las
circunstancias y hubiese abandonado el despacho: puso el cartel «salí a almorzar» y
dejó de hacer negocios.
Para completar sus otras cualidades desagradables, Faragó sufría un fuerte
resfriado, y cuando le alcanzó su pañuelo al secretario suplente del Partido para que
lo pusiera a secar sobre la estufa, Gyuri sintió otra ráfaga de simpatía por los
aldeanos. Éstos tenían una existencia sencilla y terrenal que, si a uno le gustaba ese
tipo de cosas, podía ser bastante placentera. No era raro que estuvieran llenos de odio
hacia Faragó; estaban desconcertados por su infortunio: era una plaga de langostas o
un dragón que habían decidido quedarse a vivir con ellos.
—¿Por qué nosotros? —imploraba un anciano—. Un mundo entero para reventar
como un soberano cabrón y él nunca perdió de vista a Hálás. ¿Por qué?
Hacía rato que la comida había perdido todo rastro de placer. Ya no era una
cuestión de apetito sino de voluntad, y por esta razón Gyuri sabía que Ladányi iba a
ganar. Es más, conociéndolo terminaría por reclutar a Faragó como monaguillo.
Conversión. Era increíble la forma en que la gente podía cambiar por completo, y al
mismo tiempo permanecer igual. Fodor, el de la escuela, por ejemplo, para quien
meterse en problemas no era un accidente imprevisto sino su actividad central, que
había sido tan molesto como Keresztes, sufrió, sin previo aviso, un grave ataque del
Espíritu Santo. Al principio sospecharon que se trataba de una simulación elaborada y
sin gracia, pero Fodor permaneció tan inamovible en su forma de entregar estampas
con Jesús y su palabra, que todos se dieron cuenta de que se había vuelto evangelista
de verdad: sermonear era la última herramienta que descubrió para irritar. Fodor
encontró un día a Gyuri vagabundeando por un pasillo.
—Jesucristo vino para ser tu salvador. Él murió por tus pecados. Debes aclamarlo
y entregarte a sus enseñanzas —lo urgió Fodor. Luego continuó, más calmadamente,
y fue evidente que saboreó la siguiente etapa—. Quedas advertido. Has recibido el
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mensaje, ahora no tienes excusa. Si lo ignoras, arderás. En el infierno. Durante toda la
eternidad.
Luego Fodor se alejó con aire satisfecho. Era para él la parte atractiva de la tarea,
ir por ahí con la versión cañón recortado de las escrituras y no tener que esperar el
momento en que los infieles fueran infinitamente incinerados. Gyuri también había
visto a Fodor en el Kórút, encaramado a una caja de sopas, soltando un sermón a
quienes pasaban por allí sin prestarle ninguna atención, con un destello de placer en
sus ojos ante la perspectiva de la masiva barbacoa que se aproximaba. Fodor no
quería que nadie pudiera conseguir atenuantes de ninguna clase en cuanto avistara el
muelle perlado, que nadie pudiera decir que no le habían explicado el contrato
nazareno. Entonces Fodor podría exclamar:
—¡Mentiroso! ¡Mentiroso! ¡Yo se lo dije, se lo dije! ¡Que se quemeeee!
Gyuri ignoraba qué fue de Fodor al final, si llegó a agotarse o no de su sádico
evangelismo. La última vez que lo vio fue en una excursión escolar al cine, dentro del
cual fueron encerrados. Cuando te encerraban dentro del cine significaba que era una
película soviética. La escuela ocupaba un palco enorme que descendía en plataformas
escalonadas. Fodor había saltado por el borde de lo que él pensó que era el final de
una de esas secciones, y de hecho era el final del palco. Justo antes de desaparecer de
la vista, hubo una expresión en su cara que duró una fracción de segundo: ¿por qué
no hay un palco aquí?
Con otros, Gyuri se había ofrecido generosamente como voluntario para llevar a
Fodor y sus piernas rotas al hospital, y así evitar las hazañas de Sergei, quien por sí
solo repelió a los invasores alemanes mientras reparaba su tractor para producir una
cosecha abundante. Tal vez por miedo al ridículo o tal vez porque había partido en
busca de almas frescas, Fodor nunca regresó.
—Usted no habla mucho, ¿verdad? —observó Faragó a Ladányi; Ladányi
reservaba energías para comer y eso no era justo. Por más que Faragó buscase más
pelea, el helado de chocolate era el final. Después de que Ladányi dejara atrás una
enorme montaña de pollo frito, Faragó eligió el dulce por el que Ladányi sentía
mayor debilidad. El apodo que Ladányi recibía en la tropa, «Heladero», se lo había
ganado por su mítica inclinación al helado de chocolate en los días anteriores a la
firma del contrato con Jesús. Gyuri se preguntó si Ladányi le habría mencionado a
alguien de la residencia de los jesuitas que se iba unos días al campo a ver si comía
más que un secretario del Partido. Por loable que fuera el objetivo, en una atmósfera
de austeridad donde abundaban frases como «¿No es ésta la segunda comida que ha
tenido en esta semana, padre?», esta clase de indecorosa gourmandise, aunque fuera
en gran medida una misión de la milicia cristiana, debió de valerle una penosa
penitencia en rezos del rosario.
—¿Qué le gustaría que dijera? —preguntó amablemente Ladányi, mientras
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mantenía en suspenso una cuchara llena de helado camino de su destino. El pueblo
entero inclinaba ahora la cabeza hacia delante, mientras Faragó dudaba abiertamente
y miraba con resentimiento su plato lleno de helado.
—Como suele decirse —dijo Faragó, peleando por conseguir aire—, no hay lugar
en la misma posada para dos que tocan la gaita. Nosotros, la clase trabajadora…,
nosotros, el instrumento del proletariado internacional…, vamos a defender las
ganancias del pueblo… —aquí Faragó se atascó, cayó de su silla y, como si estuviera
atragantándose en su propia propaganda, derramó su estómago sobre el suelo. A
Gyuri le dio la impresión de que estaba para la extremaunción.
Ladányi no parecía preocupado.
—Flay algunos documentos que el padre Orsó tiene preparados para que usted los
firme, creo —dijo. El cura del pueblo se arrodilló y le ofreció una pluma a Faragó,
quien estaba despatarrado en el suelo como si considerara la posibilidad de hacer
algunas flexiones. De mala gana garabateó una marca en el papel y, en posición
supina, con sus miembros colgando, lo retiró del lugar con cierta torpeza el resto de la
célula partidaria.
—Elija al individuo más podrido que pueda imaginarse —le había dicho el
anciano campesino a Gyuri durante su conversación postmicción—, y siempre habrá
alguien, por lo general muy estúpido pero no siempre, que te dirá no, no, lo que pasa
es que no lo comprenden. Lo han interpretado mal. Incluso los asesinos, cuando
escriben sobre ellos en los periódicos, tienen una esposa o una madre que sostiene
que no es malo, que es un muchacho adorable cuando uno llega a conocerlo. Pídale a
cualquiera de aquí que diga algo en favor de Faragó; pídale a quienes han conocido a
Faragó durante toda su vida que diga una sola cosa a su favor, sólo una cortesía, un
agradecimiento, un favor. Encontrará a la gente de este pueblo callada como los
melones sobre el pasto crecido. Hasta su propia madre, si Faragó estuviera esperando
para ser ejecutado, diría cosas como «Pongan el nudo más apretado» o «¿Puedo darle
propina al verdugo?».
Ladányi se limpió la boca con una servilleta bordada y luego se puso de pie
ágilmente como si hubiera tomado un rápido tentempié entre importantes
compromisos.
—Bueno, ahora tenemos que irnos. Que Dios los bendiga a todos. —A
continuación vino otra hora de besarle la mano y de cargar el carro con regalos, pero
Ladányi insistió resueltamente en que debían partir porque así tenían la oportunidad
de alcanzar un tren que los dejaría en Budapest por la mañana.
Bajo la luz de la luna, Ladányi se veía notablemente delgado. Gyuri se sintió un
poco inestable durante el traqueteado viaje en carro y le asombraba que Ladányi no
sintiera deseo alguno de destragar. Estaba convencido de que pasarían meses antes de
que quisiera volver a comer. Neumann rompió el silencio de la peregrinación.
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—¿Realmente significa algo este arreglo? Perdone que le diga esto, pero Faragó
parece capaz de entregar a su madre por un trago, o incluso por nada.
—Mira —contestó Ladányi—, esta noche hemos representado una pieza moral.
Me pidieron que viniera. Yo no podía negarme. Dudo de que esto vaya a significar
alguna diferencia, no porque el camarada Faragó esté más allá de toda probidad, sino
por todo lo demás que pasa en el país. Esta noche ha sido una victoria en miniatura en
medio de los años de derrota que nos esperan.
Tengo la esperanza de que llegue a tener alguna importancia para la gente de
Hálás.
—¿Cuánto tiempo cree usted que va a durar todo esto? —preguntó Gyuri, aunque
no estaba seguro de querer escuchar la respuesta.
—No mucho —pronunció Ladányi—. Yo diría que unos cuarenta años o algo así.
Habrá que esperar a que los bárbaros envejezcan para que se vuelvan blandos.
No era la respuesta que Gyuri quería oír, sobre todo viniendo de Ladányi.
—Es tiempo de irse del país.
—De ningún modo. En primer lugar, como seguramente sabrás, ya no es tan fácil,
y en segundo lugar, y debería señalar que ésta no es una idea patentada por la Iglesia,
lo material no es lo material. No es la condición física lo que cuenta, sino la opinión
que tú tengas sobre ellos. Toma al granjero de la pequeña aldea en medio de China,
que es el hombre más feliz del mundo porque tiene dos cerdos y en el pueblo nadie
más tiene ninguno. La vida no es como el baloncesto, no es una cuestión de puntos
sino de lo que tienes aquí. —Gyuri vio que Ladányi se tocaba la frente con un dedo
—. Sólo pierdes si te das por vencido, y si te das por vencido mereces perder. En el
baloncesto pueden vencerte. En cualquier otro caso, sólo pueden vencerte si tú estás
de acuerdo. Tú tienes suerte, tienes mucha suerte. Vivimos en circunstancias difíciles;
a menos que seas muy tonto, deberías aceptar el reto.
Gracias por el totalitarismo, Stalin. Gyuri dudaba de poder disfrutar tanto como
Ladányi en la celda de una prisión.
—Un pasaje a París sería más divertido —replicó—. ¿No podría anotarme
algunas plegarias para conseguir eso?
—Me encantaría apoyar tu petición, pero no seas demasiado específico o puedes
conseguir lo que pides. Uno debería rezar por lo que sea mejor. Quizá seas más feliz
aquí que en París.
—Estoy preparado para asumir el riesgo. Cualquier cosa con tal de escapar de los
torneros que baten marcas.
—Sí, ese culto al trabajador es un poco agotador. Es irónico que lo originara un
gordo académico alemán sin responsabilidades que nunca tuvo un empleo en su vida,
sino que se conformaba con vivir a costa de sus conocidos y que se permitía prácticas
tan burguesas como embarazar a la criada. Y tan aburrido. La gente a veces pasa por
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alto la obra de un pobre carpintero que prefería la compañía de los pescadores.
Siguieron traqueteando en el carro durante un rato.
—La mayor ironía de la influencia de Marx es que sus libros son ilegibles —
reflexionó Ladányi—. Puede que su atractivo resida en su ilegibilidad, una especie de
misticismo a partir de las estadísticas y los salarios de los obreros textiles. Algún día
la gente se reirá de eso a carcajadas. Pero desafortunadamente hay quienes se lo
creen, no la gente que se ha adherido ahora, sino los que se adhirieron antes de la
guerra, cuando el movimiento era ilegal. Ellos creen en eso y como muestra
ampliamente la historia de la Iglesia, algunas ideas locas pueden tardar mucho tiempo
en morir.
—Creo que es un proceso que me gustaría observar cuidadosamente desde un
café de Nueva York. Desde esa distancia podría incluso encontrarlo divertido.
—Yo también —dijo Neumann a coro.
—El deseo de viajar es parte de tu edad. Tú nunca has salido de Hungría,
¿verdad? Ten cuidado, la gente puede llegar a querer mucho sus prisiones.
Llegaron a la estación con el tiempo justo para el tren de Budapest. Neumann,
que tenía el don inapreciable de poder dormir en los trenes, se acostó en los asientos
desocupados de otro compartimiento, mientras Ladányi sacó un libro, las Analectas
de Confucio.
—¿Es bueno? —preguntó Gyuri.
—La vida es demasiado corta para los libros buenos —dijo Ladányi—. Uno sólo
debería leer grandes libros.
—¿Cómo sabe que es grande?
—Ha estado circulando durante un par de miles de años, por lo general eso es un
buen signo. No está mal. A algunos de nosotros, los más jóvenes, nos han dicho que
estudiáramos chino. Nuestros superiores creen que es un mercado en expansión.
Todos los años recibimos una carta que contiene sus órdenes. Tengo la sensación de
que podrían enviarnos fuera del país. Creo que eso es un error, pero ahí entra el voto
de obediencia.
Gyuri no había ido a la iglesia desde que tenía catorce años, cuando su madre lo
arrastró a la misa de Pascua. Naturalmente, él intentó ponerse en contacto con Dios
en varias ocasiones siguientes cuando pensaba que iba a morir, pero siempre en el
mismo lugar, lejos de los recintos de las iglesias. Ésta era, seguramente, la verdadera
bendición de una educación religiosa; te daba un número al que podías llamar en las
emergencias, lo cual era un consuelo, aunque nadie respondiera. Gyuri se había
topado con las diversas discusiones entre sus compañeros acerca de la existencia de
Dios, la prueba del diseño («esto es lo que yo llamo un universo bien hecho»), la
creación del universo (de hecho hubo, al parecer, una enorme cantidad de problemas
para que sólo se tratara de una broma pesada) o la forma en que lo había visto Pascal,
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cien francos a favor de Dios de una u otra forma. Pero, sopesando todos los
argumentos, el mejor para enrolarse en las filas de Jesús era que Ladányi, la navaja
más afilada, creía en él.
Cuando llegaron a Budapest, Ladányi agradeció a Gyuri y a Neumann su apoyo.
Fue la última vez que Gyuri vio a Ladányi. Él ni siquiera lo sospechaba entonces,
pero años más tarde, cuando repasaba la escena, sospechó que Ladányi sí lo sabía.
—No te olvides de lo que dije sobre los buenos libros. Y ocasionalmente lee la
Biblia. Ha tenido algunas buenas reseñas, no sé si lo sabes. —El tono de Ladányi en
su admonición de despedida no era el de un vendedor, o el de un amigo que
recomienda una buena lectura, sino más bien el de un visitante que le da a un
prisionero un pedazo de pan con una lima dentro.
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Septiembre de 1949
Cuando el tranvía recorría el último tramo del puente Margit, Gyuri detectó por el
rabillo del ojo a la muchacha sentada en el borde de la baranda, y enseguida vio que
la chica ya no estaba allí. No había nada que pudieran hacer él o los otros pasajeros
que advirtieron el gesto suicida. Para cuando el tranvía se detuviera y ellos pudieran
volver al puente, el destino de la joven dama ya estaría determinado, de un modo o de
otro. Parecía un poco insensible decir «Bueno, ahí va otro» y encogerse de hombros,
pero aparte de congregarse como público, nada podían hacer para que volviese. La
gente de abajo, la que estaba en las orillas del río, se ocuparía de las posibles acciones
samaritanas. Además, Gyuri iba con retraso.
Que un suicida le cayera justo sobre su regazo sería, por supuesto, típico de su
suerte, especialmente cuando se retrasaba camino del trabajo. Por otro lado, al menos
sería una excusa honorable para justificar su tardanza. Conservó una nítida imagen de
la muchacha —es extraño con qué rapidez puede imprimirse un retrato detallado—.
Parecía una chica de campo, alguien que buscaba un populoso centro urbano para
hallar la salida sin salida, y que en realidad no era lo suficientemente atractiva para
que uno se tirase al agua detrás de ella, pero lo cierto es que de haber sido
suficientemente atractiva para tener hordas de hombres dispuestos a tirarse al agua
detrás de ella, no habría tenido que saltar en primer lugar.
También había que respetar el suicidio como el pasatiempo nacional, como el
vicio húngaro. Gyuri no tenía información actualizada sobre la forma en que el
suicidio progresaba bajo el socialismo. Bien pudo haber sido abolido, pero la
popularidad del hágalo-usted-mismo no podía dejarse enteramente fuera de la acción
de Rákosi & Cía. Durante siglos, los húngaros de calidad y en cantidad, los que no
habían logrado formar parte de los ejércitos húngaros que fueron borrados del mapa,
estuvieron volándose los sesos o desenjaulando sus almas de formas diversas. Sí,
unos pocos minutos de pereza, una música melancólica y un húngaro trataría de
desenchufarse de la vida. Y no solamente la nobleza: las criadas húngaras de Viena
han cobrado notoriedad por su afición a echarse lejía en las entrañas.
El tranvía depositó a Gyuri frente a la monstruosa Obras Eléctricas Ganz, pero él
fue el único de los que bajaron del tranvía que entró por las puertas de Ganz; todos
los demás trabajadores habían llegado mucho más temprano, antes de que el turno
comenzara.
Por supuesto, pensó Gyuri, la propensión húngara al suicidio podría ser la base de
su otra gran inclinación: su amor a la queja. ¿A quién es mejor quejarse sino al
arquitecto en jefe? Ve a la cima, encuentra a tu hacedor y dale un tirón de orejas por
las inclemencias del universo. Probablemente había una enorme fila de húngaros
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frente a la oficina de Dios listos para formular su queja.
Cuando entraba por el patio principal pasó por un mural adornado con rojas
decoraciones hechas por aficionados, que llevaban por nombre «Brigadas
Socialistas». Debajo había carteles más pequeños como «Guernica», «Dimitrov» y
«Béla Kun», que presidían maravillosas cifras de producción y fotografías en blanco
y negro de grueso granulado, donde se veía trabajar a incómodos torneros
bovinamente complacidos. Estas fotografías no cambiaban. A lo largo de las vitrinas
una rúbrica escrita con toda elegancia, «Sociedad por la Amistad Húngaro-
Soviética», encabezaba la serie de dolientes fotografías en blanco y negro de torneros
soviéticos que, con el gesto alentador y protector de un hermano mayor, observaban
cómo torneaban los torneros húngaros, y fotografías de torneros húngaros que
observaban cómo torneaban los torneros soviéticos con la admiración y los ojos muy
abiertos de un hermano menor. En estas fotos tampoco había variación estacional.
No muy lejos de esas vitrinas pero diametralmente opuestas a ellas, al otro lado
del patio, colgaba una enorme caricatura en cartón del presidente de Estados Unidos
Harry Truman. Al pie de esta caricatura había un cartel que llevaba la inscripción
AMIGOS DE TRUMAN en caligrafía temblorosa, y en letras menos destacadas decía:
«Estoy decidido a destruir las ganancias del pueblo de la Hungría democrática; por
favor, ayúdenme. Contribuirán a ello trabajando con calma. Mi agradecimiento». El
cartón tenía el aspecto de esos viejos carteles que se colgaban fuera de la fábrica para
indicar que había vacantes, y en él se habían anotado varios nombres. En eso
tampoco se apreciaban variaciones estacionales. En el primer lugar de la lista estaba
Pataki, Tibor, seguido por Fischer, Gyórgy (Gyuri no podía imaginarse cómo
conseguía Pataki estar una vez más en el lugar más alto) y también uno o dos
nombres intercambiables, Németh, Sándor o Kovrig, Lászlo. Figuras desconocidas
para Gyuri, pero simpáticas.
Esta puesta en la picota se debía en gran medida a la forma en que Pataki y él
mismo se resistían a presentarse al trabajo más temprano de lo que era realmente
necesario para evitar el despido. Gyuri no se preocupaba demasiado por la amistad
del presidente Truman (aunque sí se preguntaba si esa amistad le serviría, de llegar
alguna vez a Estados Unidos, para conseguirle una buena situación); en gran medida
porque había pocas penalidades adicionales a la de tener tu nombre asociado
públicamente con el presidente de Estados Unidos (y Gombás ya habría pensado en
ellas). La yuxtaposición de nombres se gestaba a todas luces en el departamento de
agitación y propaganda, con la idea de que resultara lo suficientemente vergonzante
para obviar la necesidad de otra reprimenda.
Por pertenecer a la clase X, es decir, ser ajeno a toda clase, Gyuri no podía
realmente estar mucho peor; era el último de la fila para las cosas buenas
(considerando que hubiera alguna cosa buena). Aparte de los problemas obvios de
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ostentar la clase X estampada en las credenciales morales de obligada presentación
cada vez que uno buscaba un empleo, entraba en la universidad o casi cualquier otra
cosa, lo injusto y enfurecedor de ser etiquetado como el hijo de una familia burguesa
era que Elek fuera tan profunda y rotundamente no burgués. Aparte de que la
profesión de contable no era la más apreciada de las carreras en los círculos
elegantes, estaba todo el peso de la conducta del viejo morfinómano: acosar a viudas
y criadas, llevar una cachiporra, inyectarse. Siempre les había dicho a sus empleados
que lo llamaran Elek (cosa que ante los ojos de sus colegas capitalistas sería por sí
misma equivalente a ser miembro del Partido Comunista), y les daba la tarde libre si
el clima era extraordinariamente bueno o si tenía ganas de tratar su tortícolis con un
poco de morfina (aunque se había hecho evidente a lo largo de los años que la droga
no le hacía ningún bien a su cuello; fracasó igual que la hipnosis, aunque Elek sólo lo
había intentado una vez. El hipnotizador sostuvo su péndulo y cantó durante diez
minutos: «Usted está en un sueño muy, muy profundo», pasados los cuales Elek le
dijo: «No, no lo estoy. ¿Piensa cobrarme por esto?»). Y luego, cuando perdió todo su
dinero, en lugar de tratar de recuperar sus pérdidas, en lugar de salir a trabajar de la
manera debida en el respetable estilo burgués, Elek se conformó con quedarse
sencillamente sentado en su sillón, con su jersey de lana y su cuello rígido, y debatir
las cuestiones teóricas de cómo conseguir un cigarrillo. Lo burgués y Elek no se
mezclaban. Es cierto que en algún momento de su vida tuvo dinero, pero eso había
sucedido mucho tiempo atrás, antes de que Gyuri tuviera edad suficiente para
gastarlo.
—Lo que te estoy dando no tiene precio —le dijo Elek esa mañana, mientras
conducía la sesión de la corte desde su sillón—. Te doy tu independencia. La
posibilidad de recorrer tu propio camino. No me debes nada. De cualquier cosa que tú
logres podrás decir: «Lo logré por mí mismo». No estás abrumado por el peso de un
padre demasiado solícito. No te ha tocado una figura colosal de éxito paterno que
pueda intimidarte. ¿Cuánta gente hay que pueda decir eso? Tú eres una bellota con
talento que puede crecer sin miedo a la sombra de un gran roble.
Lo curioso de Elek era que cuanto menos actividad desplegaba menos dormía, y
por lo tanto aseguraba su disponibilidad para darle a Gyuri el beneficio de sus
pensamientos mientras éste se preparaba para ir a trabajar.
—Mira a István, por ejemplo: él siempre va a tener las desventajas de todo lo que
puede comprarse con dinero. —István, en la práctica, se las arreglaba bastante bien
para soportar esa carga. A finales de 1945 regresó con una docena de compañeros que
desembarcaron del campo de prisioneros de guerra de Dinamarca, donde se habían
estado protegiendo; traía consigo dos mil cigarrillos y la capacidad de hablar
fluidamente quince idiomas. Antes de que las cosas se pusieran feas, István se las
arregló para conseguir un empleo en el Ministerio de Agricultura, donde terminó por
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aprender todo lo que había que saber del azúcar. Como era un principiante y no
incomodaba a nadie, y puesto que ellos tenían que conservar en el ministerio a
alguien que supiera algo de agricultura, lo toleraron magnánimamente.
István se había reído de eso como se reía de todo lo demás. Siempre con un
temperamento jovial, había regresado de sus años en el frente ruso con un importante
recuerdo: la incapacidad de que le afectara nada que no representara tres años en el
frente ruso. Uno podía decirle a István cosas como, por ejemplo, que habías pillado la
hepatitis en un restaurante, que te iban a reclutar en el ejército, que te había dejado la
chica cuando era lo más importante de tu vida y querías morirte, e István no haría
más que reírse; cuando te sentías verdaderamente miserable, entonces lanzaba fuertes
carcajadas.
István reapareció en Budapest al día siguiente del saqueo. No había quedado
mucho para robar tras el paso del Ejército Rojo en un par de ocasiones por todo el
piso, y después de que cambiaran los muebles por comida. Cuando István entró en la
casa como si volviera de la tienda de la esquina, encontró a Gyuri abatido por la
condición inagotable de su desgracia. István salió de inmediato y a la mañana
siguiente todos los artículos robados estuvieron apilados fuera, junto a la puerta de
entrada, con una nota en la que se disculpaban porque la aspiradora no era la original,
pero esperaban que el modelo estuviera a la altura de las expectativas y deseaban
buena salud a la familia. El otro superviviente de la unidad de artillería de István, uno
de los ladrones maestros de Budapest, se enfadó muchísimo al enterarse de que la
familia de su oficial comandante había sufrido semejante indignidad. Una sola
pregunta era la que István formulaba cuando uno comenzaba a reconstruir alguna
tribulación:
—¿Qué has hecho al respecto?
Eso era lo que interesaba, y no el gimoteo. István volvió para siempre, se casó,
obtuvo un empleo, consiguió un piso. Su hábito más molesto era la forma que tenía
de hacer que la vida pareciera fácil. Su aplicación y su capacidad natural para tocar
de pies a tierra eran tales que parecía increíble que guardara alguna relación con Elek.
¿De dónde lo había sacado? ¿Por qué él no tenía nada de eso?, se preguntaba Gyuri.
István era capaz de resolver cualquier cosa, de extraer lo mejor de lo peor, y por eso
Gyuri no terminaba de comprender por qué volvió a Hungría y permanecía allí.
István parecía capaz de cualquier cosa, excepto quizá de conseguirle un buen empleo
a Elek.
—Entonces ¿simplemente has abandonado? —le preguntó Gyuri a Elek.
—¿Abandonado? ¿Abandonado qué? ¿El tenis? ¿El cigarrillo? ¿Las carreras de
caballos? ¿Mis estudios de sánscrito? Yo soy un viejo de mierda, ¿no? —comentó
Elek mientras revisaba el largo de cada brizna de su bigote con un espejo de bolsillo
—. No puedes esperar demasiado. Tú, el hijo saludable y vigoroso, con toda la vida
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por delante, deberías estar pensando en sostener a tu enfermizo padre.
—¿Eso no te molesta?
—¿Si me molesta? Sí. No. Tal vez te sorprenda saber que, mientras crecía, mi
ambición máxima no era terminar sentado en un sillón con un jersey gris lleno de
agujeros. Confieso que me inclinaba más a soñar con lujos excesivos. Pero me
encanta decepcionar a la gente por no sentirme miserable hasta el suicidio.
Elek debió aspirar a un puesto como secretario del Partido, reflexionó Gyuri, dada
su facilidad de palabra y su inclinación a no hacer nada. Después de la guerra habrían
admitido a cualquiera. Ahora no. Ahora incluso colgaban a los comunistas de antes.
Cuando Gyuri llegó por fin a cumplir su tarea del día, Sulyok, el capataz, estaba
realizando una de sus lecturas en voz alta frente a sus compañeros de trabajo. Al
descubrirlo, Gyuri se sintió muy complacido por haber llegado tarde. La enorme
indiferencia de Gyuri en lo que a puntualidad se refería se explicaba porque quien les
proporcionó esos empleos a él y a Pataki había sido Gombás en persona, el director
delegado de las obras, y todo el mundo lo sabía. Campeón olímpico y levantador de
pesas cuyos esfuerzos fueron recompensados con una suculenta posición en la fábrica
Ganz, Gombás estaba decidido a robustecer el equipo de baloncesto para lanzarlo a la
primera división. Por ese motivo Pataki y también Gyuri, como el pasador personal
de Pataki, habían sido invitados a integrar el equipo y a pasar un poco de tiempo en la
fábrica. Gyuri se llevaba bien con Gombás, le agradaba, y no sólo por haberle
proporcionado un empleo y el modo de evadir el ejército, sino porque Gombás era
además un tipo afable y Gyuri tendía a admirar su abierta perversión. Lo que Gyuri
admiraba era que, si para otros aquello era un pecado por el que se abrirían las venas,
Gombás era deliciosamente franco y no se arrepentía de su afición a las jovencitas
que bordeaban la pubertad. Su oficina era espaciosa, estaba aislada y muy bien
provista; tenía incluso una ducha. Allí, las chicas elegidas a dedo por Gombás en sus
viajes por provincias y traídas a Budapest para un «entrenamiento intensivo» recibían
su «tutelaje personal».
Gyuri esperaba que algún padre enfurecido o la policía irrumpieran en la oficina
de Gombás, pero hasta el momento el arreglo, al parecer, no había molestado a nadie,
y siempre cabía la posibilidad, como señaló Pataki, de que si la felación alguna vez
llegaba a convertirse en deporte olímpico, Hungría arrasara en el medallero.
De vez en cuando, Sulyok se sentía obligado a hacer una lectura extraída del
periódico del Partido, que por supuesto tenía el mismo contenido que los otros
periódicos, pero con fascinantes variaciones en la puntuación. Si se consideraba lo
aburrido que era Pueblo Libre, y cómo la gente sólo lo leía en las circunstancias más
desesperadas de tedio, era incomprensible que alguien lo considerara más memorable
cuando Sulyok se arrastraba por un párrafo y le superponía nuevas capas de
aburrimiento.
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Esa mañana el extracto era de Trabajador del Partido, un periódico quincenal
dominado por el tedio de manera más estricta todavía que Pueblo Libre. Era como si
se dedicaran a elegir los tramos más tremebundos de Pueblo Libre, les extirparan
todo vestigio microscópico de colorido y luego publicaran el resultado en Trabajador
del Partido.
Sulyok concluía en ese momento un artículo de Rival sobre las ejecuciones de
Rajk y su banda. Rajk fue acusado de trabajar no sólo para los servicios de
inteligencia británicos y estadounidenses (además de una distinguida carrera como
informante de la policía cuando el Partido Comunista estaba prohibido), sino también
por hacer un poco de investigación detectivesca para el mariscal Tito y sus
mugrientos desviacionistas yugoslavos. ¿No habría trabajado también para Walt
Disney? Gyuri se sintió tentado de preguntarlo. Probablemente no, porque ser
ministro del Interior le costó la mayor parte de su tiempo, se contestó a sí mismo. Fue
hasta cierto punto divertido ver colgado a Rajk, había una armoniosa ironía en el
hecho de que el ministro del Interior, el hombre que con tanto amor construyó el
Estado comunista, el que había nutrido a la policía secreta, fuera el primero en
esfumarse cuando los no-comunistas comenzaron a escasear.
Gyuri ignoraba qué había de verdad en lo de los ahorcamientos, pero no cabía
duda de que lo publicado en los periódicos era un hatajo de auténticos disparates,
puesto que provenía de la gente que se especializaba en los auténticos disparates, es
decir, del Partido del Pueblo Obrero Húngaro.
—«Pero con la eliminación de los conspiradores vamos a obtener una victoria
considerable que aumentará nuestra fuerza y capacidad de decisión para finalizar las
tareas que tenemos por delante» —concluía el artículo de Révai. El único chiste que
Gyuri pudo recordar sobre Rajk fue que le habían dado un cargo en el gobierno
porque necesitaban a alguien disponible para cuando hubiera que firmar documentos
en sábado. Rákosi, Geró, Farkas y Révai, el cuarteto importado de Moscú para
manejar Hungría, eran todos judíos, o al menos eran considerados judíos, ya que,
hasta donde Gyuri sabía, nadie los había visto jamás en la sinagoga. El cuarteto de
Moscú le daba al pueblo elegido la clase de publicidad que no habían tenido desde
que votaron por clavar a Cristo en un leño.
Cuando comenzó sus lecturas, Sulyok hizo no pocas veces el intento de iniciar
una discusión sobre los excitantes artículos que leía, dado que la discusión, siempre
que se conjugara con las líneas del Partido, se veía más democrática.
—Camaradas, no hay nada más democrático que una buena discusión, carajo —
insistía Sulyok. El problema era que la mayoría de su público ganaba su salario en
relación con las piezas producidas, y a pesar de que el dinero era despreciable,
especialmente para quienes tenían familia, un dinero despreciable era mejor que
ningún dinero en absoluto. Otros pudieron haber compartido las dudas editoriales de
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Gyuri, pero lo concreto era que nadie quería comprometer a Sulyok en un debate.
Esta vez Sulyok no trató de provocar comentarios, sino que extendió la mano hasta
alcanzar un delgado libro rojo en rústica titulado Ellos fueron héroes, una colección
evidente de biografías de personajes cuyos nombres empezaban a proliferar como
calles por todo Budapest y otras partes: mártires comunistas. El público de Sulyok
tuvo un gesto de horror invisible e inaudible porque habían creído terminado el mal
rato. Obviamente, Sulyok estaba defendiendo algún punto en beneficio de alguien.
Eran unas horas extra, éstas, verdaderamente ideológicas. Pero ¿en beneficio de
quién? Todos los allí reunidos tenían un nivel muy inferior al de Sulyok en la escalera
del progreso, de manera que no tenía por qué solicitar favores de ninguno de ellos,
pero quizá dedujo que alguno de los presentes estaría informando a los de arriba. El
mártir agregado, en efecto, parecía un poquito demasiado indulgente. Para Gyuri, sin
embargo, no representaba mayor diferencia escuchar a Sulyok, sin hacer nada, en
lugar de estar parado en su trabajo, sin hacer nada allí tampoco.
—… y Ferenc Rózsa, uno de los líderes más sobresalientes del Partido
Comunista, pereció por fin heroicamente en la cámara de torturas —terminó su
lectura Sulyok con una nota de finitud del tipo que se reserva para el final del cuento
que se relata a los chicos a la hora de ir a la cama.
—Perdón —dijo Pataki interrumpiendo el respetuoso silencio—, eso fue la
semana pasada, ¿verdad?
—No —dijo Sulyok, escandalizado—, fue en 1942.
—Oh, ya veo. Fueron los fascistas quienes lo mataron. Oiga, ¿podría leer otra vez
ese pasaje donde lo torturan hasta la muerte? Vale la pena oírlo una vez más.
Gyuri deseó que Pataki no fuera tan Pataki todo el tiempo. Pataki había dicho
todo esto con la cara aparentemente seria, como quien sólo desea conocer mejor los
antecedentes del movimiento de los trabajadores, pero Gyuri no podía creer que la
suerte de Pataki durara para siempre. El primer día en el trabajo, Pataki se había
llevado un largo trozo de alambre de cobre. «El Estado está en deuda conmigo»,
afirmó. Cualquier otro habría esperado un par de días para familiarizarse con la
ubicación de las cosas antes de hurtar algo. Y no era que Pataki estuviera en una
situación de abyecta necesidad: siempre tenía un plato con comida esperándole en
casa.
—No, lamentablemente, camaradas, no tenemos tiempo —se disculpó Sulyok—.
El imperialismo no descansa; recuerden que tenemos que fortificar nuestra disciplina
de trabajo.
—¿Por qué no fortificamos la polla de un caballo para metértela en el culo? —
comentó Tamás, en voz no demasiado baja, mientras él y Gyuri caminaban
lentamente hacia los motores eléctricos. Lo dijo con el volumen suficiente para ser
oído, pero lo bastante bajo para que Sulyok no se enterara. Tamás pudo salir indemne
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de ésa. ¿Quién quería morir? Tamás era increíblemente bueno para matar gente; tenía
un par de Cruces de Hierro y una Orden de Lenin que lo atestiguaban.
Tuvo un gran éxito durante la guerra, alistado en un gran número de ejércitos,
comenzando por el húngaro. No le importaba que lo enviaran solo detrás de las líneas
enemigas, sin comer nada más que una rata eventual a la que tenía que arrancar la
cabeza de un mordisco, sentado sobre uno de los montículos que se preparaban para
no volverse hielo (perdió por congelamiento el dedo meñique de su mano izquierda),
dedicado a matar rusos mientras esperaba sentado. Era un entusiasta del cuchillo.
—¿Sabes? —le confió un día a Gyuri—, a la gente no le gusta ser acuchillada. —
Una vez, al terminar una misión, después de haber pasado dos meses haciendo fintas
detrás de las líneas rusas sin que le renovaran los suministros, lo capturaron (no tenía
municiones) y le ofrecieron un empleo en el mismo lugar—. Matar rusos o matar
alemanes, ¿crees que me importa?
Tamás, adivinaba Gyuri, rondaba los cuarenta, pero todavía tenía los músculos
duros y bien definidos que incitaban a los pintores realistas rusos a conseguir más
espacio. Tenía la misión de aislar las partes de los motores eléctricos que necesitaban
ser aisladas. Gyuri de hecho no entendía de aquello, pero como él verdaderamente no
hacía nada, tampoco importaba demasiado. Tamás alzaba las partes pesadas con una
cadena y luego las sumergía en un recipiente lleno de reactivos que aislaban el cobre.
A pesar de haber asistido durante meses, Gyuri no tenía ni idea de cuáles eran los
componentes químicos o de cómo funcionaba el proceso. Tamás lo hacía todo y él lo
observaba con suma atención. Se suponía que era un trabajo peligroso y, para la
media de Ganz, estaba bien remunerado (es decir, que después de comer le quedaba
un poco de calderilla en el bolsillo).
La tarea por la que le pagaban a Gyuri, por entonces, se reducía a escuchar las
aventuras de Tamás, recientes o antiguas, que éste narraba sin pausa mientras subía y
bajaba motores eléctricos. Tamás tenía un montón de aventuras, principalmente
porque no parecía dormir demasiado. No tenía un alojamiento fijo y alquilar una
habitación le parecía un derroche de dinero. Sólo necesitaba tres o cuatro horas de
descanso, y las dormía enroscado en el suelo en algún ruidoso rincón de la fábrica
(sólo exigía que no fuera insoportablemente ruidoso), y salía del sueño de un salto,
fresco y lleno de energía. La mayoría de las noches, sin embargo, no necesitaba
dormir en la fábrica gracias a algún enredo amoroso o una juerga trasnochadora.
Tamás tenía un conocimiento único de Budapest en términos de las mujeres con
las que había dormido y por los kocsmas que se tomaba; esta topografía era lo que
compartía con Gyuri durante sus horas de trabajo. Un monólogo habitual en Tamás:
—Sí, estaba en El Ciego Ciegamente Borracho, donde tienen una excelente
cerveza checa. Bueno, pues no había estado allí desde que me tiraba a la sirvienta de
la mujer del embajador francés, y queda justo enfrente del lugar donde ofrecía los
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servicios de mi polla a la esposa del violinista cíngaro que solía tocar en El Cenicero
Volador, aquel violinista a quien tuve que acuchillar, no el que trató de pagarme para
conservar a su mujer; ésa fue la que conocí detrás del Puedes Hacer Vino Incluso con
Uvas. Era un lugar estupendo, ¿sabes?, donde pasé una noche maravillosa con una
muchacha búlgara. Ni yo hablaba nada de búlgaro, ni ella hablaba nada de húngaro.
Pero la verdad es que no lo necesitamos, ¿verdad? Ella tenía una habitación casi
encima de ¿Por Qué El Suelo Me Presiona La Nariz? No salí de allí en varios días.
»Bueno, pues yo estaba en El Ciego Ciegamente Borracho tomando un poco de la
pálinka que tienen debajo del mostrador (dicen que los alemanes la querían para sus
investigaciones en cohetes) cuando advertí a un sujeto de veras pequeño con una
mujer bastante atractiva. Estaban sentados cerca de un grupo de estibadores. De todos
modos, el tarado se inclina hacia los estibadores que están blasfemando por aquí y
por allá, y dice con un tono de lo más profesoral: «¿Podrían por favor no maldecir
delante de mi esposa?». Su coraje era digno de admiración, pero molestarse por las
maldiciones en El Ciego Ciegamente Borracho es un poco como ir al mercado y
escandalizarse de las verduras. Yo veo que al tipo le van a dar más patadas que a una
pelota de fútbol un sábado por la tarde en Ferencváros, así que le digo al barman que
esconda para mí una botella de la pálinka rompeportones, porque en un momento no
va a quedar ningún vidrio sin romper y me acerco en el momento apropiado para
desearle con la bota la mejor salud a uno de los estibadores justo cuando el sujeto le
estaba dando un amable pellizco a las tetas de la mujer del tipo.
Este episodio era representativo de las noches de Tamás: dejar atrás cinco
estibadores desmayados y otros dos buscando activamente los lóbulos de sus orejas.
—No iban a encontrarlos, porque me los tragué. Buena proteína: eso lo aprendí al
otro lado del Don. Apareció la policía. Creo que consideraron acusarme, porque el
tipo al que yo estaba ayudando de pronto se puso a gritar: «Es ése. Yo he visto todo lo
que pasó. Éste es el rufián que lo empezó todo». Los policías sabían, sin embargo,
que quedarían como estúpidos ante el juez cuando trataran de explicar cómo me dio
por atacar a diez estibadores. Claro que de todas maneras me esposaron para
interrogarme, pero sólo me hicieron una pregunta: «¿Dónde está la pálinka
rompeportones?».
Para beneficio de Gyuri, quizá, Tamás era siempre preciso hasta el fastidio en
cuanto a la localización de las mujeres con las que se acostaba.
Por eso Gyuri conocía tanto como la suya propia la dirección de la mujer
separada de Tamás, que vivía en Kóbánya, Kossuth út adelante, entre El Dipsómano
Bajo y El Dipsómano Alto. Tamás se tomaba también la enorme molestia de enfatizar
que su hijo, de diez años, era el que más «dinero suelto» tenía de Budapest. Tamás
hacía el trabajo de tres personas y era remunerado en consecuencia. Cuando calculaba
el pago que le correspondía (un acontecimiento horario) incluía la información sobre
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la condición superlativa de la asignación de su hijo. Los hercúleos esfuerzos de
Tamás constituían otra de las razones por las que Gyuri no tenía mucho que hacer (ni
siquiera le aventajaba Pataki, empleado en la sección donde se enrollaba el alambre
de cobre, que no tenía otra cosa más que comentar: «Mira cómo se estira ese
alambre»).
Pero de vez en cuando a Tamás se le ocurría alguna tarea para Gyuri.
—Consigue una hoja nueva para esta sierra —pedía Tamás, lo que complacía a
Gyuri porque así podía ocupar su tiempo hasta la hora del almuerzo. Se puso en
marcha en dirección a los almacenes tan lentamente como pudo para sacar todo el
provecho posible del viaje. Cuando llegó se sorprendió al ver un cartel: «No
Molestar», que parecía robado de un hotel de lujo treinta años antes. Dentro, el
gerente del almacén, que era el secretario del Partido en esa sección de Ganz, estaba
jugando a las cartas con tres confederados. No bien había atravesado Gyuri el umbral
cuando, sin mirarlo y sin mover los labios de manera evidente, el gerente soltó con
firmeza pero sin rencor: «Laputaqueteparió». Lo soltó tan de pasada, de manera tan
mecánica, que Gyuri tuvo la certeza de que nada tenía que ver con su entrada. Así
que dijo:
—Perdón por interrumpir, pero…
El gerente se volvió hacia él.
—¡Que Dios y todos los santos te manden al puto infierno! —exclamó en lo que
parecía un lamentable lapsus para un materialista histórico que ha hecho votos de
ateísmo—. ¿Cómo te llamas?
—Fischer.
—Muy bien. Estás despedido y camino de la salida puedes meterte un palo en el
culo —dijo el gerente mientras lo hacía salir con un tono colérico antes de volverse a
sus compañeros de juego—. ¿Habéis visto? No se puede conseguir un minuto de paz
en este lugar.
De regreso a sus motores eléctricos, Gyuri ponderó la cuestión y se preguntó si la
posición de Gombás, su protector, sería más fuerte que la de Lakatos, el secretario del
Partido del ala, y si por eso le despedirían, ¿le importaría mucho? Trató de engañarse
a sí mismo, pero pronto se dio cuenta de que sí le importaba. Ganz podía ser malo,
pero no lo era tanto como el ejército.
Tamás se sorprendió de ver volver a Gyuri con las manos vacías.
—Me dijo que estaba demasiado ocupado y me despidió —informó Gyuri.
—Tiene un cruel sentido del humor este Lakatos —dijo Tamás mientras ponía en
marcha la sierra desafilada. A medida que continuaba pensando en su predicamento,
Gyuri resolvió alertar de inmediato a Gombás sobre la amenaza a su empleo y subió a
su oficina.
La secretaria de Gombás no estaba. Gombás tampoco. Después de llamar
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repetidamente de manera amable y clara para asegurarse de no estropear una «sesión
de entrenamiento», Gyuri encontró vacía la oficina. Se quedó mirando el teléfono
negro de Gombás. Se deslizó por su cabeza la idea de levantar el receptor y hacer una
llamada al exterior, a alguna parte, a cualquier parte de Occidente. Jugó con la idea de
hacer eso, simplemente, hacer una llamada, sólo para escucharlos decir «Hola» o
«Buenos días», sólo para escuchar el sonido del extranjero, el crujido del aire libre, el
lenguaje inefable de allá fuera. La idea sonó como un xilófono a lo largo de su
columna vertebral.
Disfrutó unos minutos mientras jugaba con la idea, aunque sabía, por un montón
de razones —la primera y principal la falta de coraje—, que no lo haría, aunque
saboreó intensamente la oportunidad. Se imaginó en el acto de levantar el receptor y,
con una voz tipo Gombás, pedir una llamada a Nueva York, París, Londres, Berlín,
incluso Cleveland, Ohio. Fueron los cinco mejores minutos que pasó en un tiempo
muy pero que muy largo.
Luego recuperó su preocupación por el despido. ¿Dónde estaba Gombás? ¿Se
había embarcado en un viaje a la caza de talentos? ¿Estaría él en el ejército antes de
que Gombás volviera a la oficina? Cuando regresaba al piso del almacén, Gyuri se
topó con Pataki, que, con sus gafas oscuras puestas, paseaba por el pasillo haciendo
rebotar una pelota contra el suelo y las paredes. Presumiblemente se le había
terminado el alambre para contemplar. Gyuri le narró sus problemas mientras Pataki
rebotaba la pelota con furia en torno a un retrato de Rákosi.
—Siempre te imaginé como un militar —dijo Pataki con la absoluta falta de
simpatía que sólo puede mostrar un amigo íntimo—. No, no te rías. Nunca vi a nadie
capaz de rivalizar con tu genio para cavar zanjas. Sólo en reconocimiento a tu manera
de cavar zanjas deberían nombrarte general. He oído que van a ampliar el servicio
militar a tres años, eso te proporcionará un montón de tiempo. —Pataki entró
entonces en la zona de las oficinas para cortejar a muchachas cortejables con su verbo
fluido.
A pesar de estar bien entrenado en lo que a sus propios peligros se refería, Gyuri
no pudo suprimir un ramalazo de ansiedad hacia Pataki, que no daba tregua a su
indiferencia. Él era siempre el que los metía en problemas, problemas que lo
delataban y lo ponían en evidencia, como aquella vez en el campamento de
exploradores, cuando se tomaron todo el vino de la comunión, todo el vino de la
comunión, por sugerencia de Pataki. No esperaban salir indemnes de ésa. El padre
Jenik se mostró justificadamente furioso, pero como sólo faltaban tres días de
campamento, sólo hubo tres días de verdadero odio y castigo. El campamento podía
durar mucho tiempo más…
Tamás reapareció con dos hojas nuevas para la sierra.
—Te dije que te estaba tomando el pelo. Es un buen tipo el viejo Lakatos. No me
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dejó salir sin regalarme este cartón de cigarrillos. Yo no quería tomarlos, pero me
insistió tanto… —Tamás le dio dos paquetes a Gyuri.
Luego vino la hora del almuerzo. El clima era de un sol de justicia, de modo que
casi todos los empleados salieron al patio para comer cualquier cosa que hubieran
logrado conseguir. Zsigmond y Pártos, dos sacerdotes, estaban sentados uno junto al
otro; lidiaban con su pan y queso y conversaban en latín, con lo cual le sacaban lustre
a la única arma católica que les quedaba. Ya nadie les prestaba atención. A estas
alturas, los trabajadores estaban bastante acostumbrados a los extraños compañeros
de trabajo que les caían encima. Sacerdotes, contables, diplomáticos, cartógrafos,
aristócratas, todos ellos carentes de cualquier destreza manual. Por aquellos días
había una gran campaña sobre «compartir los métodos de trabajo». No había forma
de evitar los carteles de propaganda, las películas, las exhortaciones impresas y
proclamadas en persona. Una de las versiones que Gyuri había visto en un noticiario
en el cine mostraba a un viejo y templado trabajador que, con la boina que era la
marca registrada de su condición de proletario y después de ignorar las frustradas
chapuzas del joven de rostro fresco en el torno cercano al suyo, lee el editorial de
Pueblo Libre sobre lo imperativo de compartir los métodos de trabajo. El viejo
trabajador siente de inmediato una profunda vergüenza por su negligencia y corre al
instante a introducir al muchacho en las delicias del torneado avanzado.
En esencia, el Partido venía a decir: más vale que se enseñen los unos a los otros
porque nosotros no vamos a invertir tiempo ni dinero en hacerlo. Todo el mundo en la
fábrica preferiría estar muerto antes que practicar lo que el Partido los urgía a hacer, y
aunque no fuera por ningún otro motivo más que el de evitar perder tiempo valioso
para ganar dinero, de hecho proporcionaron ayuda, guía y aliento a los recién
llegados que habían aterrizado en la fábrica sin saber cómo hacer el trabajo, y a
menudo sin siquiera saber cuál era el trabajo. Se los reconoció en silencio como
exiliados domésticos.
Gyuri fue calurosamente saludado por Csokonai, que garabateaba con ímpetu
sobre un revoltijo de hojas en su regazo. Había sido un conferenciante universitario,
un experto en derecho internacional, un hombre decente aunque un poquito pelmazo,
si bien sólo en dosis muy pequeñas, que veía a Gyuri como un aliado. Cuando vio
que Csokonai tenía una bolsa rebosante de manzanas frescas, Gyuri se sentó a su
lado, sorprendido por las cosas que era capaz de hacer por un buen bocado. Csokonai
estaba en un estado incesante de furia, que sólo admitía ligeros ajustes en cuanto al
volumen. Varias veces le explicó a Gyuri, mientras aferraba con firmeza su muñeca
(con una fuerza prodigiosa para un abogado delgaducho):
—Me reemplazaron por un idiota. Un idiota. Un hombre que no sabía nada, nada.
Te lo aseguro. —Csokonai repetía esto para que no quedaran dudas de que no estaba
usando idiota sólo como una figura retórica, sino como un término puramente
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técnico. Gyuri siempre se mostraba completamente de acuerdo, porque quería que le
soltara la muñeca y porque le parecía plausible que algún tarado, después de haber
hojeado alguna edición de bolsillo de Lenin sobre derecho internacional, hubiese
conseguido el puesto de Csokonai. Con más de sesenta años, Csokonai era demasiado
viejo para tolerarlo; y ni siquiera podía intentar recurrir a los puños. Gran parte de su
hora del almuerzo la pasaba compilando cada vez más violaciones a los principios y
las leyes nacionales e internacionales.
—Ahora sí que los he atrapado —decía con tono furioso—. Me las pagarán. Este
disparate no puede durar toda la vida y ellos me las pagarán.
Lo que Csokonai hacía era extremadamente peligroso y Gyuri no tenía
intenciones de frecuentarlo más tiempo del necesario para conseguir una o dos
manzanas. La semana anterior, un trabajador que había tomado demasiada pálinka o
demasiada adversidad, explotó.
—Dicen que con Horthy Hungría era un país con dos millones de mendigos.
Bueno, al menos con Horthy sólo los mendigos eran mendigos y no todo el
embrutecido país. Yo no puedo alimentar a mi familia con esto.
A la salida, junto a los portones, lo estaba esperando un coche negro.
—Tenemos algunas preguntas que hacerte. Sólo serán unos minutos. —Después
de eso nadie lo volvió a ver, pero lo cierto es que tampoco nadie había vuelto a ver a
aquellas personas a las que los rusos habían invitado a un malenky robot, un poquito
de trabajo, cinco años atrás.
Amante de las cortesías del viejo mundo, Csokonai ofreció a Gyuri tres
manzanas, que tras juntar fuerzas, él rechazó una sola vez. Mientras meditaba sobre
cómo se resquebraja la dignidad cuando tu estómago grita, Gyuri volvió a su trabajo
y encontró a Sulyok hablando con Tamás.
—Oye, Tamás, necesitamos una pequeña ayuda, tenemos ciertas dificultades
camaraderiles.
A Sulyok le llevó su tiempo desembuchar lo que pasaba, pero el problema era
éste: había un solo lugar donde se manufacturaban las herramientas que Ganz
necesitaba y, por alguna razón —enemistad, soborno en los escalafones superiores,
incompetencia o nepotismo—, las herramientas se enviaban a otras fábricas, no al
lugar en que se las necesitaba en Ganz, donde a pesar de seguir al pie de la letra las
recetas del libro de cocina de Stajanov, no se estaban cumpliendo los objetivos del
Plan Trienal.
—Tamás, ¿podrías ir hasta allá y explicar con tono constructivo, fraternal y
socialista la absoluta y terminante necesidad que tenemos de algunos suministros
urgentes para poder intensificar la capacidad de cumplimiento del Plan Trienal?
—Quieres que vaya y piratee alguna de sus entregas, ¿eh?
Azorado por este lenguaje tan poco camaraderil, Sulyok hizo una mueca y
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abandonó la conversación.
—Sí —dijo, mientras le alcanzaba un juego de llaves de un camión—. Llévate a
Gyuri y a algunos muchachos si te hacen falta.
Es cuestión de tener los atributos apropiados para la tarea apropiada, reflexionó
Gyuri. Puedes leer lo que Lenin dice del derecho internacional, pero si no conoces el
negocio, por más Lenin que leas no te ayudará a asaltar y robar un camión en la
carretera.
Tamás recogió a Pálinkas, otro conocido pugilista, y a un rompe-mandíbulas
aprendiz, Bód. Cuando partían desde el portón de enfrente, Gyuri vio a Pataki en el
momento en que dos hombres de seguridad lo aprehendían y le desenroscaban un
largo tramo de alambre bajo su camisa. Gyuri le sonrió y lo saludó con la mano;
esperaba con gran expectación el relato de Pataki sobre las excusas aducidas para
librarse de ésa.
Tamás los dejó, uno por uno, en los lugares a los que querían ir, para luego apretar
el acelerador y dirigirse al Zugló, donde estaba ubicada la fábrica de herramientas.
—No os preocupéis, de esto puedo ocuparme yo solo —le dijo a Gyuri, con una
sonrisa expectante en su cara, mientras deslizaba su cuchillo entre los dientes.
En casa, Gyuri encontró a Elek aparcado en el sillón, pero con la visita de Szócs,
su antiguo conserje, que venía una vez al mes a presentarle sus respetos. Szócs era el
único del antiguo personal de Elek que se tomaba las molestias de ir a visitarlo, y por
ese motivo era bienvenido; y también, de manera más destacada, porque siempre traía
un paquete de comida de sus primos granjeros. Su madre siempre se quejaba de que
Elek inundaba a su personal de vacaciones y otras bonificaciones, aunque Gyuri
recordaba que Szócs, que trabajaba fuera de la oficina de Elek, nunca había
disfrutado de ninguno de estos beneficios.
Szócs estaba ineludiblemente atascado en la jovialidad, pero ascendió uno o dos
escalones más en el júbilo cuando vio al Fischer más joven.
—¿Cómo estás, Gyuri? ¿Cuándo vas a sentar la cabeza? ¿Piensas casarte? —
Gyuri sabía que atravesaba esa edad en la que todos se volvían inmensamente
inquisitivos en cuanto a lo que él hacía con su cosita, y estaba preparado para este
tipo de interrogatorio de sus mayores; se sentía tan dispuesto a casarse como a ser
castrado, pero entre risas negó con bastante gracia cualquier romance importante.
Alguien que había recorrido medio Budapest para entregar comida tenía todo el
derecho del mundo a preguntar lo que le diera la gana. Gyuri divisó un paquete
abierto de chicharrones de ganso, y comenzó a hacer los correspondientes arreglos
digestivos.
Szócs bajó la mirada por el dedo con el que apuntaba a Gyuri como si fuera el
cañón de un revólver.
—Cuando encuentres a la persona apropiada lo sabrás —comentó—, ya lo verás.
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—Gyuri asintió con la cabeza, mostrándose de acuerdo, como hace uno con alguien
que ha traído chicharrones de ganso—. Yo lo supe en el momento en que vi a mi
esposa —dijo y se echó a reír. Esto sorprendió a Gyuri porque sólo había visto a la
señora Szócs una vez, y su impresión primera, última y duradera fue de una fealdad
consumada; siempre imaginó que Szócs se había casado con ella por caridad, o que
su matrimonio, más que por afinidades elegidas, era otro de los síntomas del
infortunio crónico de Szócs. La vida de Szócs era una sola calamidad las veinticuatro
horas al día: era huérfano, pasó por un naufragio cuando era grumete, se quedó sin un
ojo por una infección, perdió los dedos de los pies por congelamiento en un campo
ruso de prisioneros de guerra, y sus dos hijos murieron en la epidemia de disentería
de 1919. Uno no podía menos que reírse. Seguramente había más desastres en su
pasado, pero, algo inusual para un húngaro con un material tan prometedor, Szócs era
muy tacaño para divulgar los detalles de sus contrariedades—. El secretario del
Partido agarra a Kovács —dijo Szócs cambiando de tema—, «Camarada Kovács,
¿por qué no estuviste en la última reunión del Partido?». «¿La última reunión del
Partido?», responde Kovács. «Si hubiera sabido que era la última reunión del Partido
habría llevado a toda la familia». —Para extrañeza de todos, Szócs se había
convertido en una figura triunfante: ahora que la pobreza y la miseria se habían
distribuido equitativamente por doquier, él era un magnate de jovialidad. En el país
de los ciegos, pensó Gyuri, el hombre que sabe usar el bastón blanco es rey.
Lo único irritante de Szócs era que su ligereza hacia el totalitarismo tendía a
invalidar la licencia que uno mismo se daba para la autocompasión. Gyuri no podía
disfrutar de su resentimiento durante mucho tiempo después de que Szócs se
marchara. La presencia de Szócs le hacía perder esa aguda sensación de enorme
injusticia y agravios acumulados que elaboraba con tanto cuidado. Elek, por ejemplo,
podría estar confortablemente sentado en el asiento trasero del gran coche negro de la
adversidad, pero Szócs parecía prosperar en la dificultad como si disfrutara de una
comilona.
Para su propia vergüenza, Gyuri se alegró cuando Szócs se marchó y ya no tuvo
que disimular sus intenciones de arrojarse encima de los chicharrones de ganso. Elek
se había aventurado a la calle más temprano para conseguir un poco de pan tierno, y
esto, en combinación con los chicharrones de ganso, le provocaron una profunda
sensación de bienestar, un resplandor de plenitud imborrable y que perduraría una
noche entera como mínimo, o hasta que comenzara el entrenamiento.
Los dos paquetes de cigarrillos (franceses) habían sido parte de un gran plan que
Gyuri había estado pergeñando para hacer un poco de trueque, pero Elek se veía tan
deformado, tan poco natural sin un cigarrillo que Gyuri se los alcanzó y vio que la
cara de Elek se convertía en una amalgama de alegría y reflexión en cómo
administrar los cigarrillos de manera cronológica.
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Uno luchaba por ser duro, por ser fuerte, peligroso e independiente (Gyuri sopesó
los efectos de la pila de chicharrones de ganso), pero la autodisciplina es un asunto
muy delicado, es como una planta que se marchita si se sale de una estrechísima
franja de temperatura. Como forma de mitigación, la comida resultó
excepcionalmente adiposa; sin duda la habían llevado esa misma mañana a la capital
y la envolvieron con rapidez antes de que anocheciera. Era de un crujiente
evanescente y un sabor que debía ser capturado por las papilas del gusto dentro de las
doce horas, o se disiparía en el limbo de los sabores fabulosos.
La saciedad de los cigarrillos y los chicharrones de ganso engendró entre ambos
cierta placidez y un poco de conversación. Últimamente, Pataki era el principal
receptor de las locuciones de Elek, un diálogo encorvado y cigarrillado que versaba
sobre el material obsceno de Elek. Mientras ellos estaban en lo suyo, Gyuri se
ocupaba de enfatizar una salida ostentosa con el pretexto de alguna diligencia, o hacía
mucho ruido con alguna tarea escolar, pero nunca surtió el efecto amortizador
perseguido.
Decidió presionar a Elek con el extranjero.
—¿Cómo es Viena?
Elek había pasado un par de años estacionado en las afueras de Viena como
oficial austro-húngaro y como caballero antes de que la Gran Guerra hubiera
vaporizado el Imperio del Strudel.
—No recuerdo mucho ahora —dijo Elek—. Fue hace tanto tiempo. Recuerdo el
sexo, pero casi ninguna otra cosa. Eso es lo raro de Viena: tanta cultura, tantas
bibliotecas, tantos recitales de piano, tanto aprendizaje, tanto Mozart estuvo aquí,
tanto chocolate, tanta pastelería elaborada, y las mujeres sólo estaban interesadas en
una cosa. Si yo no hubiese tenido veinte años, me habría matado.
»Hubo una señora, la esposa de un distinguido geólogo que todavía tenía el vigor
suficiente para cumplir con sus deberes conyugales. Un día me tomé el tiempo
preciso. Desde las diez de la mañana hasta las tres de la tarde: cinco horas. Pensé que
ella no querría más, que me pediría un descanso, pero no. Sólo abandonamos la
misión porque su esposo volvía a casa con una piedra de granito muy codiciada.
Cuando salí a la calle tuve que llamar un taxi porque mi cuerpo se había declarado en
huelga. Más tarde descubrí que había otra persona del regimiento que también dejaba
allí sus tarjetas de visita: el marido lo desafió a duelo y yo tuve que actuar como su
padrino. La verdad es que de vez en cuando ella podría haberse dedicado a leer un
libro o visitar un museo.
—Me parece que yo no podré ir a Viena durante algún tiempo —comentó Gyuri.
—Oh, estoy seguro de que irás. Esto no puede durar mucho más. ¿Te das cuenta
de que tú e István sois mis últimas esperanzas?
—¿Qué quieres decir?
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—La única clase de éxito que me puedo imaginar ahora es sentarme en un café y
regalar a mis cofrades relatos de los triunfos de mis hijos. Cuento con vosotros para
recibir alguna gloria indirecta y un ingreso modesto. No querrás que tu viejo padre se
quede atascado en un café sin nada de qué alardear, ¿verdad?
—De manera que estás decidido a quedarte sentado para siempre.
—Trabajo para conseguirlo. Pero no olvides que tú no tienes excusas: estás en la
edad perfecta para el desastre. Físicamente en la cumbre. Flexible. Durable. Una
buena reserva de optimismo. Diecinueve años es la edad perfecta para el infortunio.
Puedes dar guerra. Y las cosas cambian. Nada dura para siempre. Hungría ha
conocido momentos extraños en su historia. Mongoles y turcos que entraban y salían
del país. Nuestro amigo Horthy, un regente sin rey, un almirante sin mar. Pero Rákosi.
Lo único que con toda confianza puedo predecir que no va a funcionar en Hungría es
un rey judío. Estoy dispuesto a apostar que no vas a durar mucho tiempo en Ganz, y
que llegará el momento en que te reirás a carcajadas de todo esto.
—¿Cuánto estás dispuesto a apostar? —preguntó Gyuri, que olfateó dinero fácil.
—Podemos negociar una cifra —en este punto Elek fue atacado por una caravana
de toses de una ferocidad rompepulmones—. El problema —continuó débilmente—
es que a este paso yo no seguiré aquí para cobrarlo. Pero de todos modos tú no tienes
excusas para no lograr una estupenda prosperidad. Piensa en toda esa educación que
tu madre te prodigó.
Gyuri decidió asumir alguna tarea de la casa. Nada sustancial, pero apostó por la
domesticidad: fue al fregadero para lavar un poco y expuso algunos platos al agua del
grifo. Considerando lo poco que tenían para comer, había una cantidad alarmante de
platos sucios.
—Durante meses le dije que fuera al médico. Durante meses. ¿Sabes lo que me
respondía?: «No puedo ir. No tengo enagua». No me imagino qué tenía que ver una
cosa con la otra —propuso Elek.
De pronto, Gyuri deseó no haber iniciado aquella conversación.
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cárcel, los que están en la cárcel y los que van a ir a la cárcel.
En su camino de vuelta, Pataki saludó con el mapa a una joven campesina de
rostro feo incluso en un joven campesino varón. Una burla a la cortesía, pensó Gyuri,
pero otra semana en el campamento y las toscas muchachas envueltas en un saco
comenzarían a parecerles reinas de belleza.
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de Hármati durante seis circuitos por la casa, antes de que pudiera juntar su ropa y
escapar.
—Es malo que te descubran con los pantalones bajados, pero cuando además
tienes que secarte… —reflexionó Pataki—. Yo creo que en realidad se enfadó por las
sales de baño —agregó después.
Pataki descubrió un día su propia velocidad, y allí la encontraba cada vez que la
necesitaba. Si Gyuri no hubiese corrido todos los días se habría vuelto más lento y
torpe, si no hubiera jugado todos los días a la pelota, su ventaja hubiera desaparecido,
pero Pataki podía entrar en la pista después de pasar un mes entero en un restaurante
parisino y aún así lanzaría la pelota y ésta seguiría entrando infaliblemente por el aro.
Se necesitaba una buena razón para inquietar a Pataki, y el entrenamiento no era una
de ellas.
—No nos pagan para entrenarnos, nos pagan para ganar —era lo que decía
cuando Hepp le suplicaba que perfeccionara sus habilidades.
Hepp se quedaba sin opción, y se veía obligado a ser condescendiente con él;
durante el entrenamiento no solía mantenerlo bajo control estricto, para no sentirse
ofendido por su falta de cooperación. En una ocasión inolvidable, Hepp había logrado
persuadir a Pataki de que corriera los 1500. Pataki debía de tener su cabeza en otra
parte cuando Hepp le explicó que el equipo atlético del Locomotora no tenía
corredores para los 1500 metros de un próximo encuentro y le rogó que corriera para
evitar la ignominia de no presentarse.
Gyuri estuvo presente el día en que se conocieron Pataki y el esfuerzo. Podía
recordar el desconcierto y la conmoción que aparecieron en la cara de su amigo
después de cubrir la primera etapa y media, cuando a éste se le hizo gradualmente
evidente que, a diferencia de salir disparado por el largo de una cancha de baloncesto,
los 1500 iban a requerir la más intimidante de las cosas: trabajo. Llegó quinto en una
carrera de seis y, al alcanzar la línea de meta, sus rasgos, habitualmente contenidos,
explotaron en un marasmo de impúdica agonía. Después de unos minutos de jadeos
sobre el suelo amorosamente abrazado para poder respirar, Pataki anunció
finalmente:
—Pensaba que iba a morir. Estos corredores están chiflados, ¿cómo pueden hacer
esto para ganarse la vida? Aquí se acaba mi carrera en las pistas.
Gyuri se sintió feliz al verlo tropezar con todo un universo nuevo de experiencias,
al ver cómo tenía que desempolvar su fuerza de voluntad. El dinero, en cambio,
siempre lo ponía en marcha. Los velocistas del campamento ya habían perdido la
porción más interesante de sus bienes terrenales en manos de Pataki, como siempre
que lo desafiaban. A los velocistas, a los cien muchachos que se entrenaban con
fanático fervor, que estiraban, flexionaban y tonificaban sus músculos durante horas,
que corrían por todas partes, levantaban pesas, comían con cuidado y se iban a la
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cama temprano y no hacían nada que no sirviera a su propósito de correr más rápido
los 100 metros, les parecía inconcebible que Pataki pudiera superarlos en una carrera.
Pero él podía si los desafiaba a 50 metros. Los que no conocían a Pataki ponían
alegremente el dinero en la apuesta (y los que sí lo conocían ponían el dinero con
petulancia) y entonces se encontraban con que no veían otra cosa que su espalda. En
los treinta primeros metros era tan explosivo, tan rápido, tan fulminante en salir
disparado que nadie podía acercársele. A los cincuenta, los profesionales se le habrían
podido acercar, pero todavía quedarían un tramo por detrás. Si Pataki se atrevía a
correr los cien metros completos, no por el dinero sino para divertirse, la pauta era
que antes de los sesenta los velocistas lo pasaban por una nariz, a los ochenta estaban
claramente delante y a los cien Pataki veía ya la suela de sus zapatillas.
Rónai, medalla de bronce en los 100 metros olímpicos, era quien menos podía
ponerse a la altura del arranque de Pataki. Año tras año Pataki lo vencía en sesiones
de entrenamiento, en partidos, en la isla Margit, y una vez incluso dentro del bar en la
Opera. Fanático, aun para los niveles apasionados de los velocistas, Rónai tenía la
naturaleza obsesiva de un corredor de maratones. En los campamentos era por lo
general una figura solitaria que parecía considerar la conversación, en el mejor de los
casos, como algo que obstaculizaba su programa de entrenamiento o, en el peor, un
sabotaje descarado, por lo que apenas murmuraba un «buenos días» de mala gana a
todo aquel que no estuviera directamente relacionado en la perfección de los
movimientos de sus piernas. Incluso cuando esperaba el autobús en la parada, o hacía
cola para entrar en el cine (algo que no ocurría demasiado a menudo), se le veía hacer
flexiones y estiramientos, o, si se reprimía de usarlos, imaginaba nuevas técnicas para
mantenerlos en buena forma.
Rónai se levantaba antes que nadie, con clima clemente o inclemente, y salía a
trotar; disfrutaba del tiempo extra que invertía, que lo ponía por delante de los otros
aun cuando estuviera en la cama en Budapest o en cualquier otra parte.
Constantemente se exigía más a sí mismo y no pensaba en otra cosa que no fuera el
próximo encuentro. El mundo de Rónai era un conglomerado de las diversas
alternativas de entrenamiento que le permitían cargar más munición en sus piernas,
con vistas a los Juegos Olímpicos de 1952 en Helsinki. Algunas de sus compañeras
de cama, fastidiadas por su monomanía, habían sugerido que, a la hora de acostarse,
Rónai estaba menos preocupado por los mercaderes del placer que pudieran golpear a
su puerta que en disciplinar determinados juegos de músculos mediante una serie de
acoplamientos torpes y retorcidos que se prolongaban hasta tanto él hubiese contado
el número requerido de contracciones musculares, la señal para poner en servicio una
constelación diferente de fuerza física.
—Es tan conmovedor —comentó una vez una jugadora de baloncesto femenino
— que te susurre en la oreja el glúteo máximo.
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Rónai perdió muchísimas cosas ante Pataki: dinero, comestibles diversos y un
ajedrez magnético de bolsillo adquirido en Londres durante las Olimpíadas de 1948.
No podía dejarlo en paz; la sola visión de Pataki hacía que se retorciera. Había
llegado a acercarse a él, a acercarse mucho, y perdió muchas carreras por la distancia
de un soplo; una de ellas incluso llegó a ser considerada por los jueces un empate.
Pero la paridad no era suficiente para Rónai. Para él no era aceptable que un mero
jugador de baloncesto, que ni siquiera jugaba en la selección nacional, y que siempre
estaba vagabundeando, dedicado a emborracharse, a jugar a las cartas, a beber
cerveza checa y ser perseguido por su entrenador, que un atleta destartalado como él
pudiera superar a un velocista que no había bebido una cerveza checa desde 1946.
—La cerveza —declaró públicamente— es para los débiles. Hay siete personas
sentadas en torno a una hoguera en un campamento, y todos ellos ponen una mano
sobre las llamas. Uno a uno la retiran. Aquel que deja su mano más tiempo es el
campeón mundial. —Un hombre que nunca dejaba de ejercitar sus orejas antes de ir a
dormir no se daba por vencido con facilidad.
—Rápido, dame unos cigarrillos —decía Pataki cuando veía que Rónai se le
acercaba, y encendía dos juntos para componer la verdadera imagen del deportista
pródigo. Después de dos semanas en el campamento, Rónai había perdido todo su
dinero y todos sus objetos de valor, incluido un par de notables tenacillas alemanas
para las uñas y un frasco menos notable de agua de rosas búlgaro. Y eso a pesar de
que ahora era más difícil juzgar las carreras, porque tras los primeros fracasos Rónai
insistió en correr de noche, cuando era improbable que hubiera gente en los
alrededores. El resultado era siempre muy ajustado: Rónai en los talones de Pataki
como encarnación de su sombra. Aun así, perder por la distancia de una tetilla
comenzaba a convertirse en un abismo terrible para Rónai, una brecha que se volvía
progresivamente más insalvable.
Una noche Gyuri y Pataki entraron en la cantina del campamento y se lo
encontraron sumergido en medio de botellas vacías de cerveza checa imprecando, al
parecer, a la raza humana.
—¡Es demasiado injusto! No tiene sentido. Todo está determinado. —Nunca se le
había ocurrido a Rónai que a alguna gente no podía molestársela para que pusiera su
mano en el fuego. Aquello hizo que Gyuri se sintiera mejor, y quizá Rónai también,
aunque siguió perdiendo ante Pataki.
La predestinación no era el tipo de cosas en las que Hepp creía. Su propósito era
salir a la cancha y humillar a la selección nacional de Hármati, y tenía una maleta
llena de estrategias para lograrlo.
—Vosotros probablemente sois demasiado jóvenes para comprenderlo —dijo
Hepp al equipo—, pero la verdadera tragedia de la vida, el hecho más duro con el que
tendréis que enfrentaros es que no existe escapatoria para el trabajo duro… —y
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entretanto desplegaba rollos de documentos—, y una correcta planificación.
La imagen de Hepp unida a la amenaza de un turno estalinista de entrenamiento
arrojó una ráfaga de pánico sobre el equipo: ellos habían planeado pasarse un mes de
baños de sol y degustación de la pletórica cocina preparada para los hombres y
mujeres deportistas que representaban a la nación húngara. Pataki llevó a Hepp a un
lado.
—Mire, comprendemos el mensaje: ¿quiere que le ganemos a los muchachos de
la selección?
—Sí —concedió Hepp.
—Muy bien, ésta es mi propuesta —urgió Pataki—. Nos entrenaremos duro, pero
mire, los muchachos me pidieron que me acercara a usted en su representación: si
podemos pasar por alto la cosa de la-llamada-del-deber, le garantizamos, yo le
garantizo, que en el último partido del campamento, en la exhibición donde se reúnen
todos los figurones, yo le garantizo la victoria. Pero créame, si exageramos el
entrenamiento el equipo se va a desgastar. Recuerde lo que dijo aquel jugador de
water-polo en un burdel después de haber pagado seis muchachas, y utilizar sólo
cinco: «Esto es ridículo, precisamente esta mañana podía tirarme a las ocho».
Para sorpresa universal, Hepp aceptó el pacto. Pataki podía ser persuasivo, desde
luego. Además de su manera de mentir sin esfuerzo, sabía qué llave podía abrir a qué
persona; era el maestro cerrajero del carácter. Bastaba recordar la forma en que se
había escabullido del fiasco del alambre de cobre en Ganz, cuando declaró que lo
llevaba prestado para un teniente coronel de la AVO, quien discretamente le había
pedido que consiguiera un poco para unos proyectos secretos. «Están realizando
experimentos eléctricos». Los de seguridad podrían haber detectado un rasgo de
mentira, pero ¿quién iba a arriesgarse a vejar a un teniente coronel, por infinitesimal
que fuera ese riesgo, por un trozo de alambre podrido? Pataki se había alejado
después de recibir la orden severa de mantenerse en los canales apropiados.
Gyuri sospechaba que Hepp pudo haber tenido otras razones para acceder,
además del engatusamiento de Pataki, pero Pataki lo tranquilizó y ofreció al resto del
equipo un nivel de actividad reducido (excepto a Gyuri, quien no podía darse el lujo
de dejar pasar una hora sin explotarla).
Algo arrancó a Gyuri de la antecámara del sueño, una procesión de fuertes
empujones procedentes, según pudieron situar con lentitud sus sentidos, del catre que
estaba encima del suyo. Asomó la cabeza fuera de su cama y observó que, a menos
que hubiese desarrollado un brillante acto de ventriloquismo y también un trasero
grande y pálido, Pataki había logrado colar compañía femenina en su cabaña. Era
indignante: en medio de una dictadura comunista, al borde de la Tercera Guerra
Mundial, en plena madrugada, y Pataki tenía el coraje de pasárselo bien y despertarlo.
—La polla de Dios —fue todo lo que Gyuri logró pensar en medio de su colérica
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ensoñación, puesto que no estaba del todo reconectado con sus herramientas
imaginativas.
—No te preocupes por ser amable —insistió Pataki, sin alterarse en lo más
mínimo—. No nos prestes la menor atención. Suponte que no estamos aquí. Siéntete
con toda libertad de seguir adelante con tu sueño.
No muy confiado en la resistencia de los embates del amor, Gyuri arrojó su
colchón al suelo, donde estaría a una distancia segura en caso de derrumbe de
cualquier artefacto.
—Si le atas una antorcha, es posible que puedas ver lo que estás haciendo —
aconsejó.
Con la llegada de la aurora, Gyuri se despertó y sintió más sueño que a la hora de
acostarse. Era una mañana que reconoció de inmediato como la clase de mañana de la
que él no quería saber nada, un día que le exponía de manera flagrante que no iba a
permitirle llegar a ninguna parte. Sin el más frugal asomo de vergüenza, Gyuri se
descubrió preguntándose por qué no había ingresado en el Partido Comunista. Ése fue
el momento en que su vida tomó el camino equivocado, decidió. Decidir dónde su
vida había tomado el camino equivocado le requirió una buena parte de su tiempo de
ocio y estaba convencido de que había logrado señalar con toda precisión al
responsable del directorio del error. Si sólo pudiera enviar un mensaje de vuelta a su
ser más joven para que firmara, si sólo hubiese entrado de un modo casual en una
oficina del Partido para dejar caer inadvertidamente su firma sobre un formulario de
afiliación.
Ahora, por supuesto, además del mal gusto que tal acción dejaría en su alma, su
participación en el movimiento comunista sería tan bienvenida como una hoguera en
un depósito de municiones. Tenía tantas oportunidades de integrarse como las que
tendría una ballena azul, suponiendo que un animal como ése pudiera llegar a
Budapest. Años atrás, en 1945 o 1946, las cosas eran diferentes. Hasta Hitler pudo
haber obtenido entonces un carnet de afiliado: cuantos más fueran, mejor. Podía
haber entrado, denunciado los antecedentes de su familia, vituperado a Elek como un
burgués decadente (lo cual no dejaba de ser divertido) y, con un poco de discurso
leninista, trabado amistad con los mineros de cobre algunos fines de semana dentro
de alguna mina, y así habría terminado con un trabajo cómodo y bien pagado de
funcionario en alguna parte, donde no tendría que trabajar y, si cumplía con un buen
nivel de arrestos y ahorcamientos, acabaría debidamente promocionado.
*
El chino los había asombrado a todos.
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Gyuri intentó conocerlo, con curiosidad todavía hacia la China Roja. Fue poco
después de la abortada visita a la embajada china. La visita a la embajada china se
produjo unas semanas después de la abortada visita al Ministerio del Interior, donde
él y Pataki habían tratado de meterse en la policía. Ingresar en la policía había sido
originariamente idea de Pataki, pero Gyuri se entusiasmó, porque pensaba en toda la
gente con la que podría ser rudo si vestía uniforme. La policía tenía un equipo de
baloncesto de segunda división y Pataki pensaba que podrían admitirlos. Tantos
chistes de policías eran desalentadores, pero después de deliberar y con una lista de
gente a la que había preparado para acosar, Gyuri se convenció de que valía la pena;
la razón principal era eludir el servicio militar, puesto que les había llegado el rumor
de que figurar en Ganz como fuerza de trabajo ya no puntuaría en términos de
exención estratégica. Nadie había explicado con claridad por qué los rechazaron; sólo
pudieron suponer que la policía había encontrado otra fuente de jugadores de primera
división, o tal vez influyó en sus proyectos el pésimo estado de sus credenciales
morales.
Mientras él y Pataki negociaban su transferencia al Locomotora y se matriculaban
en las clases nocturnas del Colegio de Contabilidad, Gyuri se dedicó a revisar sus
opciones en caso de seria emergencia, y logró encontrar algo preferible a la auto-
mutilación para quedarse fuera del ejército: volverse chino. Pensó en Ladányi. No
tuvo la oportunidad de volver a verlo tras la frenética comilona de Hálás, pero oyó
que, tal como había previsto, lo destinaron a China, justo antes de que se asentaran
allí comunistas. Después de eso, la única noticia que tuvo de él fue que estaba en
Shanghai. Seguramente no se quedaría allí mucho tiempo. Los chinos sufrían un caso
grave de socialismo, pero al menos no tenían demasiados rusos. No había suficiente
arroz para que se sintieran atraídos.
Mientras consideraba el estado de China y conjeturaba sobre el paradero de
Ladányi (¿estaría celebrando una misa de un solo hombre en la cárcel, en la gerencia
de un restaurante o corrigiendo los ideogramas de algún mandarín?), Gyuri tuvo la
luminosa idea de irse a China. La China Roja era la primera parada de la imaginación
periodística; cada vez que uno abría el periódico o encendía la radio, estaban
dándoles una palmada en la espalda a los chinos.
—Vamos a fastidiar a los chinos —le propuso Gyuri a Pataki—. Si logramos
llegar, después podríamos pasar a otras cosas. Y si es espantoso, bueno, aquí también
es espantoso y al menos la miseria allí será china. —Cualquier cosa parecía superior a
la miseria que rondaba en casa. Gyuri propuso que se hicieran pasar por ardientes
admiradores de la Revolución china, ávidos de conocer más sobre los logros del
poder del pueblo en China, y ansiosos por comenzar a aprender chino—. Con una
frontera como ésa, no debe ser un gran problema salir caminando por alguna parte —
razonó Gyuri. Pataki tenía una mirada que aludía a un clima magnífico para remar,
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pero ¿por qué no probar suerte?
La embajada china estaba en una calle elegante y tranquila justo a la salida de
Andrássy út, en el barrio diplomático. Grandes edificios decorados y opulentos que
hablaban de un estilo de vida sin apuros. ¿Qué habrá que hacer para enrolarse en el
juego diplomático?, se preguntaba Gyuri mientras inspeccionaba la serenidad de las
embajadas y su evidente ausencia de trabajo. Habían descartado la posibilidad de
escribir una carta o llamar por teléfono: eso daba pie a la postergación indefinida o al
rechazo. Lo mejor sería ir de una vez y meter el pie en la puerta. También el
momento de la visita se había debatido intensamente, y llegaron a la conclusión de
que lo más apropiado sería ir por la tarde, temprano.
La puerta de la embajada era negra e imponente, y no parecía del tipo de puerta a
la que le gusta que la molesten. Era una puerta que estaba allí para que la mirasen
pero no para que golpearan en ella, una puerta frente a la cual uno pasaba a la
distancia del caminito de la entrada. A diferencia de las embajadas occidentales, no
había un policía de guardia, pero en general el tenor de la fachada era puro desaliento.
Había un timbre de considerable tamaño al lado de la puerta. Gyuri lo pulsó una
vez, como un hombre, por un tiempo muy considerado, pero no oyó en el interior
señal alguna de respuesta. Esperó durante un tiempo también muy considerado, con
la esperanza de percibir signos de vida. Este proceso se repitió dos veces mientras los
que pasaban por allí se preguntaban qué hacían a las puertas de la embajada china dos
húngaros jóvenes y elegantemente vestidos. Era obvio que el timbre no había sido
diseñado para ser pulsado, de manera que Gyuri dio un breve golpecito a la puerta,
que le produjo un agudo dolor en los nudillos (pues no había picaporte alguno). Esto
continuó durante prolongados intervalos de considerada espera interrumpidos por
dolorosos golpecitos. Comenzaban a inferir que el edificio estaba abandonado cuando
advirtieron un rostro oriental que, desde la ventana de un primer piso, miraba al
exterior en dirección a ellos, después de haber descorrido una contundente cortina de
encaje. Pataki y Gyuri saludaron al observador y esbozaron hacia él sonrisas radiantes
y ejemplarmente consideradas.
Después de este primer contacto nada sucedió durante varios minutos.
—Están ocupados aprendiendo húngaro —propuso Pataki, que se sentía libre de
divertirse en la medida en que no había sido idea de él—. Buscan en el diccionario
cómo se dice «Muérete».
Después de un rato irracionalmente largo, un joven chino con un traje gastado
abrió la puerta y los saludó en un húngaro mecánico pero correcto.
—Somos admiradores fanáticos de la Revolución china —dijo Gyuri—. Mi
amigo y yo estamos asombrados por las proezas del Partido Comunista Chino.
¿Podemos entrar para expresar nuestra admiración?
Los escoltaron a una lujosa sala de recepción que no hizo más que confirmar el
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respeto de Gyuri por la vida diplomática. Otro funcionario chino se reunió con ellos.
Parecía tener un conocimiento rudimentario del húngaro, o ninguno en absoluto,
puesto que el que les abrió la puerta le traducía al chino algunos tramos de la
conversación.
—Nos hemos inspirado en el ejemplo de la Revolución china —proclamó Gyuri
—, como dijo Mao Zedong: «El Partido Comunista Chino ha proporcionado al
pueblo chino un nuevo estilo de trabajo, un estilo de trabajo que esencialmente
representa la integración de la teoría con la práctica, y de esta manera forja vínculos
estrechos con las masas y alienta la práctica de la autocrítica». Es ese nuevo estilo lo
que nos gustaría estudiar, personalmente, de primera mano, en un espíritu
internacionalista, científico y fraternal, con el propósito de ayudar al desarrollo de un
socialismo amante de la paz con alcance internacional.
Cosa bastante rara, nadie se echó a reír cuando Gyuri terminó; Pataki debió de
morderse los carrillos por dentro. Gyuri había cumplido. Pataki no. Pero eso no lo
detuvo.
—Sí, como dijo el camarada Mao, «Hungría y China están estrechamente
vinculadas por intereses comunes e ideales comunes». —Lo que Mao tenía de bueno,
lo mismo que Marx, y en particular Lenin y Stalin, era que en uno u otro punto lo
habían escrito todo, desde «Yo pedí un filete no demasiado tierno» hasta «La
ontogenia repite la filogenia», pasando por «Chattanooga Choo Choo». Todo había
pasado por sus labios, de manera que nadie se equivocaría si les atribuía una cita
imaginaria.
Gyuri volvió a tomar el hilo y reiteró su deseo ferviente de ir a China, aprender la
lengua y estudiar el renacimiento de China. Los dos chinos escucharon la propuesta
con gran circunspección, y acto seguido el que no hablaba húngaro y exudaba un aire
de importancia le dijo algo breve al otro, y las palabras de éste salieron a borbotones
en un húngaro chirriante:
—Camaradas, vuestro ardor es altamente elogiable y estamos en grado sumo
conmovidos por el hecho de que nuestros logros en China hayan supuesto para
vosotros un ejemplo de semejante magnitud. Pero como el camarada Mao también
dijo, y tan eficazmente formuló, la construcción del socialismo debe comenzar ante
tus vecinos, y para vosotros es mejor llevar adelante vuestra batalla aquí en Hungría a
vuestra propia manera. —No quedaba duda de que en China no habían desatendido u
olvidado la ciencia de detectar las tonterías.
En la salida les dieron a Gyuri y a Pataki dos ejemplares de la poesía de Mao. Se
lo agradecieron profusamente a sus anfitriones. Habían pasado no más de veinte
minutos en suelo chino.
—Supongo que puedo decir, aunque no pueda decir ninguna otra cosa, que he
estado en China —dijo Gyuri—. Fuera pero dentro.
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La guerra de Corea también les había parecido prometedora. De hecho Pataki
había llamado por teléfono al Ministerio de Defensa, seudonímicamente, desde un
teléfono público, para preguntar si había alguna posibilidad de «ir y luchar contra
esos cabrones imperialistas». Las autoridades, que tal vez adivinaban la enorme
cantidad de voluntarios, dedujeron que probablemente serían los soldados que se
rendirían con mayor rapidez en la historia de la guerra. A Pataki le dieron detalles
minuciosos de una demostración anti-Estados Unidos en la que, le aseguraron, podría
descorchar toda su justa ira.
—¿Por qué luchan contra el comunismo en Corea y no aquí? —preguntaba Pataki
hecho una furia—. ¿Son mejores los hoteles en Corea? ¿Es la superioridad de la
cocina local? Mi única objeción a la guerra es que debería ser aquí y no en algún
arrozal de Corea. ¿Qué hemos hecho para que los estadounidenses no vengan a
invadirnos?
Con estos antecedentes sobre estudios del Lejano Oriente, les intrigó la llegada al
campamento de un jugador de baloncesto chino. Hármati lo había presentado con
gran fanfarria y estallidos de aplausos de admiración. Estos primeros tiempos de
relaciones baloncestísticas húngaro-chinas marcharon bien, pero después, a pesar de
la innegable calidez, cordialidad y curiosidad por ambas partes, las cosas empezaron
a estropearse, porque quien hiciera los trámites para que el muchacho asistiera al
campamento pasó por alto, o tal vez olvidó, que Wu, como parecía llamarse, no
hablaba húngaro, ni inglés, ni alemán, ni ruso ni ninguna otra lengua remotamente
familiar para alguien del campamento. Nadie, desde luego, hablaba una sola palabra
de chino.
—Probablemente piensa que está en Moscú —observó Róka, mientras Wu trotaba
alrededor y botaba la pelota de manera respetable pero no brillante. Nadie lo había
visto llegar, y el propósito de su presencia permanecía bajo un relativo misterio.
Hármati, si lo interrogaban, negaba tener algún conocimiento previo de la
procedencia de Wu.
—Es chino, ¿no? O tal vez coreano. ¿Puedes notar la diferencia? Quizás es un
camboyano al que le gusta dar largos paseos. De todas maneras, si es chino, lo
saludamos como miembro del heroico pueblo de China. Éste es un campamento
deportivo, azotado por la brisa del progreso; nosotros le damos fraternalmente una
pelota de baloncesto y lo dejamos correr por nuestra cancha de la manera más
correcta, científica y socialista. Aunque sólo sirva para eso, va a aprender que para
jugar al baloncesto hay que ser un poco más alto. —Wu no medía más de metro
sesenta y cinco.
Wu agradaba a todo el mundo porque, a pesar de su existencia virtualmente
trapense, era amable y jovial en extremo. Era la única persona del campamento que
agradecía ostentosamente a los cocineros las comidas que le proporcionaban, y se
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pasaba el día haciendo vigorosas inclinaciones de cabeza.
—Las cosas deben estar muy mal en su país —comentó Gyuri, puesto que lo
único que se le podía reconocer a la comida del campamento era que existía, y que
uno podía servirse todo lo que quisiera. La cortesía de Wu se extendía a la cancha de
baloncesto, donde en esas raras ocasiones en que por descuido se las arreglaba para
atrapar la pelota, era demasiado educado para negarse a entregársela al primero que
se le acercara.
Un día, las mujeres deportistas invitaron a los deportistas varones a su parte del
campamento para una velada de huevos y nokedli. A pesar de que había atracciones
más importantes, Pataki se pasó la mayor parte de la noche formulando estrictas
observaciones sobre la textura de los nokedli, que la clase de harina utilizada no era la
correcta (lo cual era raro puesto que Pataki sabía tan bien como cualquier otro que
sólo había un tipo de harina disponible, harina harina, desde que las tiendas húngaras
adoptaron la filosofía de no fatigar a sus clientes con la posibilidad de elegir), que la
temperatura del agua resultó excesiva, que se dejó nadando a los nokedli demasiado
tiempo y que los huevos se añadieron en un momento inapropiado. Y luego se
abandonó a una evaluación molecular del método en general. Como percibía el
escepticismo de los otros ante su autoridad culinaria, Pataki anunció en voz alta que
la semana siguiente iba a corresponder a la hospitalidad de las deportistas con la
preparación de una genuina sopa de pescado, una verdadera sopa de pescado.
—¿Por qué una genuina sopa de pescado? —inquirió Róka—, ¿por qué no una
falsa?
—Quiero decir —respondió Pataki con arrogancia— una sopa de pescado
tradicional, preparada como se debe, como la han preparado los húngaros desde
tiempos inmemoriales.
—Pero si tú no sabes cocinar —señaló Gyuri.
—Hay ciertas cosas que todo hombre debe ser capaz de hacer, y cocinar una sopa
de pescado es una de ellas. Puede que sea complicado conseguir alguno de los
ingredientes, pero voy a esmerarme para hacerlo lo mejor que pueda.
—¿Tienes patatas? —preguntó Ratona.
—No —respondió Pataki.
—Pues a mí me gustan las patatas —insistió Ratona.
—A mí también —replicó Pataki, con un pie apoyado en la escalera de la
petulancia—. También me gustan las zapatillas de baloncesto, pero no las pondría en
una sopa de pescado. Las patatas no pertenecen a una genuina sopa de pescado.
Se acercaba el día de la recepción y Pataki, asediado las veinticuatro horas para
que incluyera patatas, comenzaba a volverse truculento y también, sospechaba Gyuri,
empezaba a preocuparse por su habilidad para preparar una sopa de pescado.
Una sopa de pescado era algo que a Pataki le resultaría muy difícil preparar sólo
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teorizando, puesto que la sopa de pescado o existía o no existía, y eso era todo. Pero
Pataki se las había arreglado para reunir los ingredientes, así que al menos tenía algo
con lo que intentar la preparación.
—¿Dónde están las patatas? —preguntó Gyuri.
—No hay —dijo Pataki, mientras trataba de parecer experto con el pescado que
sostenía en las manos, que había recibido una sobredosis de aire.
—Eso no es carpa, ¿verdad? —preguntó Gyuri.
—No, no es carpa —dijo Pataki—. Es perca.
—Oh —dijo Gyuri al salir—. No sabía que se pudiera hacer sopa de pescado con
percas.
Entró Gyurkovics.
—¿Dónde están las patatas? —preguntó.
—No hay —reafirmó Pataki, quien todavía se esforzaba en dar la impresión de
estar preparando una sopa de pescado.
—Eso no será una carpa, ¿no? —preguntó Gyurkovics.
—No, es una perca —fue la tensa respuesta.
—Oh —dijo Gyurkovics mientras salía de la cocina—. No sabía que se pudiera
hacer sopa de pescado con perca.
Cuando Hepp entró y preguntó por las patatas, Pataki con toda calma volvió a
colocar sobre la tabla la perca que había estado considerando, y enunció con firmeza:
—Sé lo que está sucediendo. Sé lo que estáis tratando de hacer. Estáis intentando
agotarme, pero —agregó con un tono convencido aunque no iracundo— no lo voy a
permitir.
—Muy bien —dijo Hepp—, pero ¿dónde están las patatas?
Fue Demeter quien se ganó la botella de pálinka cuando Pataki, en el
interrogatorio número quince, respondió a Demeter atacándole con una perca.
Después de lanzar la perca a un Demeter que retrocedió con toda rapidez, Pataki salió
hecho una furia.
Cuando Pataki regresó al campamento (horas más tarde, advirtió Gyuri;
demasiado tarde para hacer otro intento con la sopa de pescado), encontró a todo el
mundo reunido en la tienda principal, listos para una soirée de sopa de pescado.
—Ven —le dijo Katona—, tienes que ver esto. Logré convencer a Wu de que lo
hiciera.
—¿Que hiciera qué? —preguntó Pataki confundido.
—Su número. Es bastante asombroso. Lo pesqué el otro día cuando jugaba con su
radio. —Pataki siguió a Katona hasta el interior de la tienda donde parecía estar
presente el campamento entero. Katona se designó a sí mismo maestro de
ceremonias.
—Damas y caballeros, esta noche tenemos el inmenso privilegio de presenciar la
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actuación de un artista que ha viajado miles de kilómetros para estar con nosotros.
Antes que nada, ¿puedo pedir una iluminación discreta? —Las paredes de la carpa se
cerraron y se produjo una penumbra bastante aceptable. Introdujeron una camilla con
una figura escondida debajo de una manta. La manta fue levantada para revelar un
par de nalgas chinas—. En segundo lugar, les suplico que mantengan absoluto
silencio durante el recital. Cuando usted quiera, señor Wu.
Entonces comenzaron los sonidos, y a pesar de que al público le costó unos
segundos acertar qué pasaba, pronto se dieron cuenta de que Wu estaba pedorreando
la Internacional. El público, que se caracterizaba por su falta de coherencia
ideológica, estalló en un aplauso espontáneo a pesar de la reciente petición de
silencio. El fraseo y la energía de Wu eran asombrosos, y la Internacional fue sólo el
principio. Mientras la audiencia se preguntaba qué diantres habría comido, Wu se
lanzó a una serie de melodías, que concluyó con El Danubio azul. El público lo
ovacionó de pie.
Luego se sirvió la sopa de pescado. Gyuri y los otros pudieron ver que Pataki se
moría por discutir la cantidad de sal o algún otro aspecto de la sopa, pero sabía que su
reputación podía quedar menoscabada irrevocablemente, así que permaneció sentado
y lo aceptó.
—Está bastante buena, especialmente si se considera de dónde procede —le
comentó Hepp a Gyuri. Nunca le revelaron a Pataki el origen de la sopa: estaba
enlatada por iniciativa de un funcionario del Ministerio de Agricultura, quien calculó
que podría resultar un buen producto de exportación a Gran Bretaña, hasta que
alguien le recordó que Gran Bretaña era un país capitalista y que como tal no podía
ser receptor de la sopa de pescado húngara. De hecho quedó claro que todos los
países con posibilidades de pagar las latas de sopa de pescado eran capitalistas, dado
que sus socios comerciales, los países socialistas, no iban a soltar un solo kopec.
Entonces decidieron dividir la sopa de pescado dentro del ministerio, para que todas
las familias del personal experimentaran cierta bonanza en sopa de pescado. István
había malgastado diez latas con Elek, que era capaz de comer cualquier cosa…
menos pescado.
Jugar para los ferrocarriles tenía ciertos beneficios, incluidas algunas entregas
gratis.
*
Gyuri esperaba ansioso que terminara el campamento por las ganas de volver a ver a
Zsuzsa, pero también porque a Pataki no le pasaba lo mismo. A Pataki no le pasaba lo
mismo porque sabía que le había prometido a Hepp que el Locomotora iba a ganar el
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partido contra la selección nacional. Aunque no lo demostraba, a medida que el día se
acercaba su exuberancia disminuía de un modo apreciable.
La práctica con los jugadores del Locomotora era para Pataki un recordatorio
permanente de que la selección nacional era la selección nacional porque tenía los
mejores jugadores, provenientes del ejército y de la Universidad Técnica. Con el ceño
nublado por la preocupación, Pataki estudiaba las oportunidades de ganar. Todos
estaban satisfechos con el pacto de Pataki con Hepp, pues perder el partido supondría
cierta retribución general para ellos, mientras que para Pataki representaría una
represalia intensamente específica de Hepp, de quien se decía que arrastraba rencores
con treinta años de antigüedad.
Preocuparse por las cosas no era el fuerte de Pataki, así que después de una serie
de introspecciones que no le proporcionaron solución alguna, decidió dejar la acción
para el día del partido.
Lo único que el Locomotora tenía a favor era que la selección nacional no tenía
mucho que perder. Por más que figuraran en él estrellas del deporte mundial, nadie
iba a prestar atención al resultado. No contaría en el mundo exterior.
—¿Por qué ninguno de los tarados estará lesionado? —se lamentó Pataki mientras
se cambiaba para el partido; obviamente había rezado para que se produjera alguna
indisposición, pues ninguna otra cosa podría proporcionarles la victoria.
En la primera parte al Locomotora le fue bien. En el descanso iban ganando por
32 a 26. Fue una sesión llena de vida, jugada con una de las pelotas de cuero favoritas
del Locomotora, la Vladimir.
—¿No podríamos jugar con otra pelota, por favor? —le comentó al árbitro un
jugador de la selección nacional—. Pataki no nos deja jugar con ésta.
Nunca antes Gyuri había visto a Pataki correr de ese modo por la cancha. Era
como si estuviera jugando él solo, atacando tras la pelota como un lunático, siempre
con el motor al máximo. Su aceleración implacable dio resultado, pero Gyuri se
percató de que tenía un precio. Cuando sonó el silbato que puso fin a la primera parte,
Pataki estaba completamente agotado.
—¡Angyal! —Pataki llamó al compañero de trabajo de Gyuri en el sector de
juego sucio del equipo. Angyal, que había estado sentado en el banquillo, se acercó al
trote. Su talento consistía en neutralizar a los jugadores contrarios que mostraran una
facilidad demasiado molesta en el enceste, y para ello empleaba gran variedad de
técnicas de las que nunca recomendaban los entrenadores, pero extraordinariamente
efectivas, tales como aferrarle los testículos a un contrincante con la mano a su
espalda, o la estocada en la cara con un codo volador. Angyal estaba lesionado, se
había hecho daño en el tobillo después de darle un codazo particularmente devastador
a Demény, el anotador máximo de Hungría, de cuyas fosas nasales no tardó en brotar
un chorro rojo. Pataki se le acercó y le sopló algunas palabras al oído, y éste se alejó.
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—¿Qué hacemos? —le preguntó Gyuri a Pataki—. Tienes un aspecto desastroso.
No vas a poder con el segundo tiempo.
Pataki sonrió.
—Sólo tenemos que resistir como soldados.
La segunda parte demostró que Pataki había gastado todo su combustible y
perdido su mágica habilidad para conservar la pelota. Hepp permanecía impasible en
el banquillo, más consciente que nadie de que los puntos del Locomotora empezaban
a disminuir. Iban 33 a 32 a favor del Locomotora cuando se oyeron los gritos de
«¡Fuego!» y alguien entró en la cancha a pedir ayuda; había que acarrear cubos de
agua para apagar el fuego que consumía las dependencias de la selección nacional. Al
oír esto, la selección nacional salió disparada como un solo hombre para salvar sus
pertenencias duramente ganadas. Abandonaban el campamento esa tarde y, con el
trajín de buscar el champú francés y el jabón italiano entre las cenizas, el partido
nunca se reanudó.
A Hepp no parecía satisfacerle aquello, pero, lo que era más importante, para
alivio de todo el mundo tampoco parecía disgustarle; sabía que en el futuro no le
haría demasiado caso a Pataki.
Cuando estaban a punto de tomar el autobús que los llevaría a la estación de tren,
Pataki y Gyuri repararon en Wu, que estaba sentado cerca de las vías, con el aspecto
amable y fuera de lugar de siempre.
—Supongo que nadie le ha dicho que el campamento ya ha terminado, y si se lo
hubieran dicho, supongo que no lo sabe —dijo Gyuri.
Se dirigieron a él convencidos de que, aunque fuera lo único que tuvieran para
ofrecerle, sabían exactamente dónde dejarlo en Budapest…
*
Había conocido a Zsuzsa unos quince días antes de irse al campamento. Zsuzsa
representó para Gyuri un cambio de táctica. Hasta entonces había perseguido a
muchas mujeres atractivas, que, lejos de considerar acostarse con él, se retraían ante
su saludo como ante un cuchillo desenvainado. «Comunismo y celibato es
demasiado», murmuraba Gyuri. Como un jugador herido que busca un resultado
reparador de su orgullo en una división inferior, Gyuri conoció a Zsuzsa en un baile.
Una andanada de hormonas, apoyadas por cierto sentido de la desesperación,
descubrieron belleza en una superficie nada prometedora. A pesar de que sólo se
habían encontrado tres veces, Gyuri se dedicó a preparar su equipo, establecer
instalaciones de afecto y emplear buena parte de su tiempo en Tatabánya visualizando
el saqueo de sus tesoros carnales.
Duró sólo un mes, pero aunque no consiguiera otra cosa el resto de su vida,
sobrevivir a ese mes habría sido un logro suficiente.
El campamento era en Bóhónye, pero en la estación de Pécs los esperaba un
sargento mayor, especialmente seleccionado para formar a los estudiantes
universitarios durante las cuatro semanas que estarían a su cargo, y moldearlos hasta
convertirlos en robustos oficiales. Un sargento mayor que en modo alguno
contradecía esa tradición centenaria de sargentos mayores sádicos, agresivos y muy
vocingleros. Desde el principio salió al frente para demostrar que él podía ser mucho
peor que todo lo que pudiera imaginar.
—Pronto pelearemos en la Tercera Guerra Mundial —fue su gambito de apertura.
Como todo soldado, no estaba demasiado enamorado de la paz, porque los militares
no tenían el respeto y los recursos que tanto consideraban merecer. Lo único que el
estómago del sargento mayor podía tolerar era una paz que sólo sirviera para la
preparación de un conflicto mundial—. Sois unos zurullos. Unos zurullos
impresentables… a quienes estoy obligado a metamorfosear en zurullos que quizás
alguna vez puedan llegar a ser útiles. Mi filosofía: mi filosofía es hacer de vuestra
vida algo tan inmundo que la guerra os acabe pareciendo un agradable recreo, un
alivio. Y también debo procurar que muráis de una manera que no represente una
desgracia para la bella tradición del ejército húngaro. —Que es más o menos lo único
que han logrado hasta ahora todos los ejércitos húngaros, pensó Gyuri—. Espero que
algunos de vosotros os suicidéis. De hecho consideraré que he fracasado en mi
trabajo si ninguno de vosotros, pedazos de mierda, intenta alguna vez cortarse las
venas. Y si vosotros no sabéis hacer las cosas como se debe, estaremos dispuestos a
ayudaros: el intento de suicidio se castiga con la muerte. —Para ser justos con el
sargento mayor, había que reconocer que al menos tenía el aspecto de saber algo
sobre la soldadesca: era grande, enérgico, inflexible, grosero, la clase de persona que
uno se alegra de tener en su bando. Un cabrón, pero un cabrón competente.
—Está bien tener un oficial tembloroso cuando estás en los barracones —le había
dicho Tamás a Gyuri en Ganz—. Ahí no es importante si necesita dos horas para
descubrir en el mapa cuál es el camino que se debe seguir, pero cuando llegas al
frente necesitas a alguien que sea bueno. Nosotros teníamos un oficial llamado
Kocsis. Lo gracioso era que él siempre quiso ser oficial porque venía de una familia
de militares, pero, después de haber hecho el Ludovika completo, era incapaz de
dirigir el pis dentro de un cubo, no digamos ya una operación militar. Nos llevó hasta
el frente y en menos de una hora hizo que nos atraparan; enseguida lo mató un
soviético que había atravesado nuestras defensas; se infiltró de un modo brillante: con
El hombre roncaba, roncaba a tal volumen, de manera tan estentórea, que aun con una
sobredosis de tolerancia era insoportable. Gyuri y los otros pasajeros, equipados sólo
con su indulgencia cotidiana, descubrieron que les habían aplastado la paciencia
como a una cucaracha con una maza.
El hombre tenía el aspecto de un ingeniero, algo de tipo civil y nivel más bien
bajo, las estilográficas en el bolsillo de su camisa indicaban cierta erudición y
aprendizaje rudimentarios; la forma experta en que se sonó la nariz con la ayuda de
su mano derecha y cómo arrojó la flema por la ventana abierta en un solo movimiento
revelaban una familiarización excesiva con el sector de la construcción. Subió al tren
en Budapest y colocó sus destartaladas pertenencias sobre el estante portaequipajes,
se sentó en uno de los asientos que estaban cerca de la puerta, apoyó su cabeza contra
el cristal y se sumió en el sueño, de manera instantánea y sin preámbulo alguno.
En cuestión de pocos segundos comenzaron los ronquidos, como si vinieran
acercándose desde una gran distancia, leves al principio pero con una progresión
uniforme hasta alcanzar un estruendo prodigioso que brotaba de la boca abierta del
hombre. Todos los demás comenzaron a mirarse entre sí, primero con una suerte de
tácita diversión, que dio paso luego al desconcierto y por último condujo a la
irritación. Lo raro de la gente que se comporta mal, la que deja caer sus torpezas
sobre los demás, notó Gyuri, es que por lo general son las víctimas quienes se sienten
avergonzadas, antes que el perpetrador.
El volumen de los ronquidos era fenomenal. Unos suaves chirridos intermitentes
habrían resultado soportables, pero los pulmones del ingeniero atronaban los
tímpanos de todos sin piedad. Por otra parte, además, nadie se sentía cómodo en esa
forzada intimidad con el detallado funcionamiento interno de un ingeniero
corpulento, nadie quería tener una perspectiva panorámica de sus aventuras
respiratorias. Había pausas esporádicas que producían un optimista sentido de alivio,
la sensación de que el acoso auditivo se levantaba, pero esos interludios de silencio
sólo se mantenían mientras los ronquidos recuperaban el aliento y en cambio
lograban que, al restaurarse, los gorgoteos resultaran más chirriantes.
Gyuri, en el extremo opuesto del compartimiento, no estaba en una situación
contigua que le diera oportunidad de impedir los ronquidos, pero los que estaban más
cerca intentaban pasar por encima del volumen. Toses discretas, seguidas por toses
indiscretas, gritos, empujones y toqueteos no lograron que el hombre modificara un
solo latido en su sueño. Una mujer con un pañuelo en la cabeza comenzó a cacarear
en voz alta, como si hiciera la imitación tradicional de una gallina. El ronquido vaciló
y desapareció bajo el violento ataque del cacareo.
Gyuri caminaba por Petófi Sándor útca cuando vio el cartel en el escaparate del
laboratorio fotográfico: «Se necesita técnico de laboratorio». Fue eso, más que la
llamada telefónica, lo que le hizo cobrar conciencia de que Pataki se había ido.
El teléfono había sonado y Gyuri llevó la cuenta del entrecortado silencio. Sólo
pasaron cuarenta y dos segundos antes de que el receptor distante se colgara, pero no
podía ser más que la señal de cuarenta y cinco segundos que había acordado con
Pataki. Pataki estaba fuera. Se había ido al cielo y llamaba desde un teléfono
nacarado. Como si la llevara cosida, Gyuri lució una sonrisa tan ancha que al día
siguiente le dolió, una sonrisa que canceló por completo la suave melancolía que
sentía ante la huida de su amigo: una melancolía suave porque no quería demorarse
en la probabilidad de que nunca volvería a verlo.
Pataki estaba fuera. No sólo era una apestosa polla de caballo metida en el culo de
las autoridades, era una apestosa polla de caballo colosal. Le daba tanto placer que
trataba de no pensar demasiado en ello, para racionarse unas pocas horas de regocijo
por día. Pero aquel letrero abrió la tierra a los pies de su satisfacción. Sólo habían
pasado quince días y ya echaba agudamente de menos a Pataki. No había nadie en
todo el país que pudiera decirle que era un asno con la misma autoridad, con la
autoridad de una vida entera de conocerse mutuamente.
Cuando llegó a casa, se alegró de no ver a Elek instalado en el sillón para que su
curiosidad no lo siguiera por todas las habitaciones. También se alegraba de que
Jadwiga hubiese consentido en venir a Budapest porque así él se ahorraba el viaje a
Szeged. ¿Los otros también tenían que trabajar tanto por su felicidad? Encuentras un
amor de nivel internacional, pero tu amada vive al otro extremo del país. Miró por la
ventana y estudió la calle, a pesar de que era demasiado temprano para que
apareciera. Ella había insistido en que no la esperara en la estación de ferrocarril; con
su polaco desdén por el paso de los relojes no podía garantizar en qué tren llegaría.
Pero al menos se habían terminado los disparates sobre su marido. Cuando volvió de
Polonia después de su visita de verano, vino llena de noticias sobre los disturbios en
su ciudad natal de Poznan. Jadwiga le dio a Gyuri todos los detalles sobre eso, pero
se mantuvo agradablemente reticente con respecto a su marido, quien parecía
desaparecer del cuadro con un esfumado del pincel, igual que Trotsky detrás de
Lenin.
La noticia de que Jadwiga estaba casada había destrozado sus aspiraciones
artesanalmente labradas a mano, como la porcelana en un bazar en el que sueltan toda
la carga de un bombardero. Gyuri había confiado en que su semblante mostrara la
masculina resolución —que él buscaba pero no podía sentir—, y no el colapso total
*
Unas cuantas docenas de personas trataban de tirar abajo la estatua de Stalin: los más
*
Cuando iba camino de la Universidad Técnica, vio a un hombre de la AVO que
tomaba una lección de vuelo. Se había despertado por la tarde, después de unas seis
insatisfactorias horas de reposo, perturbado su sueño por el sentimiento amoroso y
otros bombeadores de adrenalina, y decidió dirigirse a la universidad, puesto que
probablemente todas las actividades estudiantiles estarían coordinándose desde allí.
—Oye —le dijo a Elek, quien sintió que los acontecimientos justificaban un día
libre para quedarse en casa—, volveré a las ocho en punto, sin importar lo interesante
que se vuelva la revolución. Dile a Jadwiga que si viene a casa debería esperarme.
Fuera se oía el sonido remoto de disparos, a una distancia apropiada para resultar
atrayente pero no tanto como para ensuciar el pantalón. En el Lenin Kórút la gente se
había procurado escaleras para tirar abajo los carteles callejeros que decían Lenin
Kórút. Una multitud se reunió para disfrutar de esto, pero de pronto se produjo un
*
¿Por qué no hacer las cosas en condiciones confortables?, pensó Gyuri, feliz de haber
recibido por parte de Pataki una cama perfectamente homologada como regalo de
*
Lo único más improbable que una revolución, se le ocurrió a Gyuri mientras llegaba a
la embajada británica con una carpeta llena de documentos de la AVO sobre un
diplomático británico que había estado espiando para la AVO, sería que él llegara a la
embajada británica con una carpeta llena de documentos de la AVO sobre un
diplomático británico que había estado espiando para la AVO.
Llamó al timbre. Después de una pausa adecuadamente dignificada, Gyuri vio
complacido que era Nigel quien abría la puerta.
—Buenos días —dijo Gyuri con su pronunciación más florida—. ¿Cómo estás,
Nigel? ¿Sabes si el embajador está disponible?
—En realidad, es un ministro plenipotenciario, pero no dejes que eso te detenga.
Gyuri no sabía de qué estaba hablando Nigel, pero no quería que nada
disminuyera su condición de estrella en el dominio del inglés. Había conocido a
Nigel tres días antes, en lo más rudo de la batalla. Se había acordado disparar a
cualquier cosa que se moviera más allá de Nádor utca. Tenían una ametralladora lista
para disparar, acaparada por un minero de carbón de Tatabánya, robusto y
malhumorado, a quien no le gustaba que nadie se acercara demasiado al arma.
—Yo era artillero en el ejército, ¿de acuerdo? Yo sé cómo se usan estas cosas. No
quiero que nadie se meta con esto, no quiero que nadie lo estropee.
El hombre no se tomaba ningún descanso y orinaba en el mismo lugar, porque no
quería soltar la ametralladora o perderla de vista. Cuando apareció el coche, el minero
disparó de inmediato y falló, lo cual estuvo bien porque le dio tiempo a todo el
mundo para distinguir la bandera del Reino Unido atada de manera apresurada al
capó del automóvil. El coche rodó respetuosamente hasta la posición en la que ellos
estaban y, mientras el minero continuaba con sus maldiciones, denostaba la calidad
de los niveles de fabricación soviéticos y lanzaba casquillos a la derecha, a la
izquierda y al centro, Nigel bajó del coche y dijo con tono animado:
—Buenas tardes. ¿Existe alguna posibilidad de que alguien aquí hable inglés y
conozca el camino a la Delegación británica?
Gyuri se ganó esta conversación.
Nigel tenía el garbo elegante de un espía de primera calidad, un diplomático en
ascenso: alguien, en resumen, a quien valía la pena llegar a conocer. Pero de hecho lo
que dijo fue que era un aspirante a cantante de ópera, y que estudiaba en Viena. Había
*
Era el parque más grande de Hamburgo; estaba lleno de patos, pero aun así no
lograba atrapar ninguno. Los patos tenían más cerebro y eran más rápidos de lo que
parecían, y Pataki estaba en desventaja porque tenía que mirar continuamente por
encima de su hombro para que no lo arrestaran. Seguramente habría alguna
ordenanza municipal que protegiera a los patos alemanes de los refugiados húngaros.
Trató de improvisar trampas con cuerda y pan seco, trató de atraparlos con su
chaquetón, trató de aferrar uno directamente para retorcerle el cuello. A medida que
oscurecía, Pataki se resignó a cenar otra vez huevos pasados por agua. Había
explorado todas las opciones para cocinar huevos y de algún modo los hervidos eran
los que resultaban menos descorazonadores. Los huevos eran mejor que nada, pero
*
Fue la artillería lo que los despertó. Lejana, pero poderosa. Gyuri miró por la ventana.
Oscuridad, quietud. No había señales del amanecer ni de los rusos, pero ambos se
acercaban. Encendieron la radio y oyeron a Imre Nagy anunciar el obvio ataque de
los rusos y declarar que las fuerzas húngaras estaban peleando. A continuación hizo
*
Mientras esperaba que comenzara la Tercera Guerra Mundial, Nigel pasaba el rato
dedicado a lustrar todos los zapatos de la embajada a los que pudiese echar mano.
El teléfono estaba sonando. Nigel había contestado una vez.
—Hola, embajada británica —dijo.
—Estamos atrapados. Vamos a morir —había dicho una voz. Era una voz rica,
profunda, tranquila, que hablaba un inglés fluido con el deje suficiente de acento
húngaro para darle un color agradable; uno podía imaginarse que la voz pertenecía a
un profesor de literatura inglesa. Nigel no supo qué decir. Estaba claro que
correspondía a algún tipo de conmiseración, pero en su etiqueta inmediata no tenía
nada a mano que cubriera una situación como ésa. La voz siguió adelante aunque,
*
Uno no se vuelve más valiente, sólo se cansa y se aburre del miedo, pensó Gyuri
mientras trepaba por encima del muro para aterrizar en el cementerio Kerepesi. Él y
Kurucz lo atravesaron a la carrera, eludiendo tumbas y malezas. ¿Dónde estaban los
otros?, se preguntó Gyuri. Miró hacia atrás y pudo ver a los mongoles que saltaban
por encima del muro.
El Ejército Rojo regresó con refuerzos procedentes en gran medida del Asia
Central o de algún otro lugar con ojos rasgados de la Unión. A diferencia de las
tropas que habían estado estacionadas en Hungría y tenían alguna idea de lo que
sucedía, Gyuri oyó que los mongoles creían estar peleando en el Canal de Suez. A
ellos ciertamente no les importaba matar gente.
Kurucz le hizo una señal de que se detuvieran. Gyuri conservaba la energía
suficiente para saborear la ironía de asistir a un tiroteo en un cementerio; muy
conveniente para la gente que más tarde tenía que limpiar. Los mongoles se movían
con cautela, como si esperaran que en cualquier momento los atacaran paracaidistas
estadounidenses. Gyuri se pasó el día entero escuchando historias de paracaidistas
estadounidenses que llegaban a cada rincón de Hungría, especialmente a los lugares
donde no se les necesitaba. Bueno, si no se apresuraban, pronto habría terminado
todo.
Aquí está enterrada mucha gente del Partido, observó Gyuri; tenía la esperanza de
encontrar la lápida de algún dirigente político que recibiera los disparos y le
permitiera escudarse detrás.
Kurucz disparó a sus perseguidores todo un cargador; les activó de verdad sus
sistemas cardiovasculares y tal vez le dio a alguno de los cabrones amarillos. Él y
Kurucz cayeron detrás de un mausoleo gigante que estaba unos metros más alejado,
una especie de mini-historia de la arquitectura compuesta por una docena de estilos
diferentes, quizá para registrar cualquier cambio de la moda hasta el día del Juicio
Final. Era horrible pero debió de haber costado una fortuna. EN MEMORIA DE LA
FAMILIA GEREBEND, decía la inscripción. La familia Gerebend está a punto de recibir
algún castigo, pensó Gyuri.
Él y Kurucz estaban escasos de municiones. Kurucz conservarla todavía una
*
Lo despertó István, que andaba por el comedor. István estaba descolgando un cuadro,
un paisaje al óleo tan fantasmagórico que fue despreciado por legiones de soviéticos
saqueadores y, aun cuando se morían de hambre, Elek no pudo encontrar a nadie que
quisiera quitárselo de las manos a cambio de algunos florines.
—Un tanque lanzó una ráfaga de ametralladora sobre nuestra vida tranquila —
dijo István—. Liona insistió en que encontrara alguna cosa para reponerla. Has estado
peleando, ¿verdad? Tienes un aspecto de lo más temible.
Gyuri registró la cocina en busca de comida, más por reflejo que por hambre.
—¿Dónde está Jadwiga? —preguntó István. La mirada que le echó Gyuri dejó
todo en claro.
Gyuri comenzó a ponerse encima capas de ropa. Cuando llegó a su chaquetón,
metió la mano en el bolsillo y puso sobre la mesa las cosas de Jadwiga, algunas
tarjetas de identificación y los anillos. Conservó el pasaporte.
—Necesito que me hagas un favor. Cuando las cosas se hayan calmado, ¿puedes
enviar esto a Polonia? —Tomó su bufanda y le dijo a István—: Me voy. Que tengas
una buena vida y todo eso.
Estaba lisiado por la tristeza y era una larga caminata. Dios mío, pensó Gyuri,
¿realmente tiene que ser así? Hacía más frío de lo normal para noviembre, y a las
seis parecía mucho más oscuro de lo normal, como si los rusos hubiesen importado la
oscuridad consigo y el amanecer hubiera presentado su renuncia. No circulaban
demasiados trenes, pero en la estación Keleti había uno, enormemente atiborrado, que
se preparaba para partir. No era un tren que llevara gente a ninguna parte de Hungría,
aunque tuviera oficialmente un destino húngaro. Nadie lo decía, pero todos sabían
que era un lento tren a Viena.
El centro de la ciudad se había aquietado, pero cuando el tren traqueteaba fuera de
Budapest y pasaba por la isla Csepel se oyeron explosiones. Csepel, a la que siempre
se había considerado oficialmente como «roja» porque estaba habitada
exclusivamente por obreros industriales, era el último bastión que resistía. Tenían una
fábrica de municiones. Tenían baterías antiaéreas tan poderosas que las podían usar
para convertir a los tanques en quesos suizos. Sus propios líderes aconsejaron que
*
Elek, aburrido en casa y no demasiado ansioso por ir al hospital a ver si todavía
conservaba su empleo, saludó calurosamente a István en cuanto éste apareció.
—¿Has visto a Gyuri? Estoy comenzando a preocuparme. Me las he arreglado
para comprar mis pasteles favoritos. ¿Puedes creerte, en medio de todo esto, que la
pastelería haya vuelto a trabajar?
István suspiró ante el descuido de Gyuri.
—Se ha marchado —dijo. Ese noviembre no había necesidad de decir nada más.
—Justo cuando comenzaba a volverse interesante —comentó Elek.
*
Una vez llegó el tren a Hungría Occidental la gente comenzó a bajarse en diferentes
puntos, según el modo en que planeara su huida. Había familias con dos, tres, incluso
cuatro chicos y con innumerables maletas, viajeros solitarios, parejas en las que cada
uno sólo llevaba la mano del otro, e incluso un granjero que había anunciado su
intención de sacar de contrabando su cerdo premiado. Se respiraba una atmósfera de
triste excursión de vacaciones.
Kurucz parecía saber lo que hacía, aunque iba claramente de camino a la muerte.
Esto, al menos, le ahorraba a Gyuri pensar. No podía tomarse la molestia de tener
miedo; los acontecimientos habían sofocado su terror, si bien a un coste muy alto.
Caminaron lentamente hacia la frontera, sin dejar de evaluar con cuidado la aparición
de otras personas, aunque la mayoría de éstas los evitaban a su vez lo mismo que
ellos, con la misma acritud y distancia. El plan era acercarse a un kilómetro o menos
de la frontera, esperar a que oscureciera y luego ponerse en marcha.
Había una fina alfombra de nieve. ¿Por qué tenía que hacer tanto frío? Gyuri