Bajo El Culo Del Sapo - Tibor Fischer

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Estar

«bajo el culo del sapo» equivale para los húngaros a nuestro vulgar
«estar jodido». Y jodidos van a estar los húngaros Gyuri y Pataki en vísperas
del año 1956. Hasta entonces las cosas no les habían ido del todo mal.
Amigos inseparables desde 1944, cuando, aún jóvenes soldados, se
dedicaban a saquear lo que los nazis no se habían llevado, viajan por toda la
nación formando parte de un equipo de baloncesto con tres únicos objetivos:
los placeres del sexo, la holgazanería y la subversión de las normas del
estado comunista. En su desaforada picaresca conoceremos a una galería
de personajes pintorescos, como Ladányi, el jesuita de apetito pantagruélico,
el obrero Tamás, que duerme en la fábrica o en casa de sus conquistas, o
Makkai, profesor de inglés y su maloliente inquilino. Pero, un buen día, las
calles se llenan de gente alborotada: ¿será porque Hungría ha perdido un
partido de fútbol o porque los tanques soviéticos van a volver a ocupar la
ciudad?

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Tibor Fischer

Bajo el culo del sapo


Una comedia negra

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AlNoah 05.11.13

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Título original: Under the Frog
Tibor Fischer, 1992
Traducción: Cecilia Absatz
Retoque de portada: AlNoah

Editor digital: AlNoah


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Para todos aquellos que lucharon
(no sólo en el 56, no sólo en Hungría)

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Noviembre de 1955

Lo cierto es que a la edad de veinticinco años nunca había salido del país, no se había
alejado de su lugar de nacimiento a una distancia mayor de tres días de marcha,
nunca más allá de un día y medio de carro tirado por un caballo, o el viaje en tren de
una tarde prolongada. Pero por otro lado, reflexionó Gyuri, ¿cuántos podrían decir
que han recorrido desnudos Hungría de un extremo a otro?
Siempre viajaban desnudos. No podía recordar cuándo o por qué comenzó, pero
se había convertido en la regla inviolable del equipo Locomotora siempre que
atravesaban la nación para jugar sus partidos. Siempre viajaban en el vagón de lujo
(construido expresamente por los ferrocarriles húngaros para las Waffen SS, con el
fin de facilitarles sus saqueos de arte por toda Europa; era famoso entre las
autoridades de bienes motrices como un carruaje incomparable para recorrer las vías),
y siempre viajaban desnudos.
Róka, Gyurkovics, Demeter, Bánhegyi y Pataki jugaban a las cartas sobre la mesa
de caoba, una ex antigüedad (decía Bánhegyi, quien había trabajado en el negocio de
mudanzas de su padre) a la que se fue mutilando su valor durante años de marcas
circulares de bebidas, laceraciones inadvertidas y advertidas, y las excavaciones
producidas por el tabaco ardiente. Dejada de lado como un objeto poco apto para
incautarse en tiempos de fuga, la mesa fue conservada con orgullo por el Locomotora
a pesar de su gran (aunque progresivamente menor) valor, como símbolo de
excelencia corporativa.
¿Quién estaba hablando demasiado? ¿Quién era el informante?
Róka se movía por todas partes, como si se sintiera incómodo porque todo el
mundo le pedía dinero prestado, y también por la conmoción de su torrente
sanguíneo.
Para Róka, el baloncesto era esencialmente un pretexto para diseminar sus
cromosomas por todo el país. El baloncesto, y de hecho cualquier actividad que
sacara a Róka fuera de su casa, le servía como un puente entre él y los miembros del
sexo opuesto. Abstenerse de relaciones sexuales durante un periodo mayor de
veinticuatro horas provocaba que Róka se volviera extremadamente agitado e hiciera
cosas como correr por todas partes haciendo pequeñas figuras en forma de ocho, y
ululando. Incluso en un ambiente como el vagón del Locomotora, donde la
conversación representaba a las mujeres de manera extrema, era notable la devoción
de Róka por las circunvoluciones sexuales.
Pero Róka era demasiado decente para ser un ladrillo en el muro de esa gente.
Es decir, Róka tenía buen corazón, y a Gyuri le agradaba, como a todos los
demás. De manera que era difícil imaginárselo como un delator, como alguien que

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pasa información sobre el equipo. De hecho, era difícil imaginarse a cualquiera del
equipo como un soplón. Con excepción de Péter. Pero al ser el único portador del
carnet, Péter era demasiado obvio. Pataki: a ése lo conocía desde la edad en que uno
comienza a conocer. Gyuri no podía concebir que nadie del equipo informara.
Demeter: demasiado caballero. Bánhegyi: demasiado alegre. Gyurkovics: demasiado
desorganizado.
Y todos los demás eran… muy del estilo no informante. Sin embargo, consideró
Gyuri mientras dejaba que la proposición diera vueltas en su cabeza, tal vez Róka
había sido atrapado por su propia decencia. Si no haces esto, le haremos esto otro a tu
madrepadrehermanahermano.
Como siempre, cuando no estaba jodiendo, se consolaba a sí mismo hablando de
eso: «Así que yo le dije, si es por mí está todo bien». Ése era Róka. No era elitista.
Era generoso, ecuánime. Se burlaba de conceptos pequeñoburgueses tales como
belleza, deseo y juventud. Relataba cómo había sido su conquista más reciente, una
señora cuyo atractivo, enfatizaba, de ninguna manera se veía menoscabado por su
brazo ortopédico. El desenlace de la anécdota de Róka era que la dama quedó
desmembrada y que éste se encontró con un extenso anexo a su herramienta. Esto,
por lo visto, había provocado gran perturbación en la señora, a pesar de las
caballerosas afirmaciones de Róka de que algo así podía pasarle a cualquiera con un
brazo artificial.
Sin embargo, Gyuri sintió que aún no se había llegado a lo más gracioso de la
cosa cuando la narración quedó guillotinada por la furia de Róka al perder frente a
Pataki una mano de fuertes apuestas. Gyuri no estaba jugando a las cartas, le aburría,
y, además, siempre ganaba Pataki. Sólo jugaban pequeñas sumas de dinero, pero
como era lo único que poseía, pequeñas sumas de dinero, no veía la razón por la cual
debía entregárselas a Pataki. Era un proceso misterioso, pero al mismo tiempo obvio
e inevitable, igual que las gotas de lluvia que se deslizan hacia abajo por el vidrio de
una ventana, la manera en que el dinero gravitaba hacia Pataki. Pataki perdía alguna
que otra mano, de vez en cuando, pero en el mejor de los casos no era más que una
cortesía y tenía todo el aspecto de una trampa descarada.
Cansado por el intento de resolver el problema del informante, Gyuri se conformó
con pensar en la posibilidad de ser un limpiacristales callejero, mientras miraba por la
ventana el paso bastante perezoso del campo, a pesar de haberles cobrado el billete
como si fuera un tren expreso. Lo del limpiacristales callejero era una especie de
goma de mascar cerebral que Gyuri masticaba en los viajes largos. Un limpiacristales
callejero. ¿Dónde? Un limpiacristales en Londres. O Nueva York. O Cleveland; no
era tiquismiquis. Un modesto limpiacristales en cualquier parte. Cualquier lugar de
Occidente. Cualquier lugar fuera de allí. Cualquier trabajo. No importaba la
categoría, un limpiador de ventanas, alguien que quita el polvo, un peón: se hace y

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eso es todo, sencillamente uno puede hacer su trabajo sin necesidad de aprobar un
examen de marxismo-leninismo, sin tener que contemplar retratos de Rákosi o de
cualquiera que en los últimos tiempos haya superdelinquido su camino hacia la cima.
No tendría que enterarse de cómo brincan las cifras de producción, cómo suben a
grandes saltos, aún más arriba de lo que el Plan tenía previsto porque se había
subestimado el poder de la producción socialista. Sería bastante agradable ser un
limpiacristales callejero, reflexionó Gyuri. Trabajaría al aire libre, ocupado en una
tarea saludable, viendo cosas. La misma humildad de su fantasía, su frugalidad, era lo
que le proporcionaba el mayor placer: por tal motivo Gyuri esperaba que sucediera.
Lo cierto es que no estaba fastidiando a la Providencia en busca de una fortuna
millonaria, o aspirando a la presidencia de Estados Unidos. ¿Cómo podría alguien
rechazar el deseo de ser un limpiacristales callejero? Sólo sáquenme de aquí. Sólo
sáquenme de aquí. Además de la inclemencia política dominante y de la ubicua
mierdosidad de la vida, lo que le causaba rencor era el hecho simple y absurdo de no
haberse alejado nunca a más de doscientos kilómetros del lugar en que salió del útero
bajo fianza.
El tren pasó a una forma más lenta de lentitud, con lo que daba a entender que
estaban llegando a Szeged. Una localidad que, según había investigado, distaba 171
kilómetros de Budapest.
Cerca de la estación de Szeged había un edificio alto de ladrillos rojos que ahora
se anunciaba a sí mismo como un hotel. Todo el mundo sabía que había sido uno de
los burdeles más conocidos de Hungría antes de que tales antros capitalistas de
iniquidad fueran clausurados. La ciudad entera, la gente de toga, palurdos con sus
mejores ropas de domingo (las que sólo se usan para la iglesia, el ataúd o la tienda de
postín), vendedores de comercio y realeza (aunque admitamos que sólo la rama de los
Balcanes), todos ellos atravesaron sus umbrales.
No había duda de que ahora era un simple hotel. Las chicas debían de haber sido
dispersadas hacia otra tarea más digna. Gyuri recordó aquella vez en que el secretario
del Partido preparó toda una ceremonia en la fábrica de Ganz, cuando se incorporó a
cuatro mariposas de la noche. En el acto de bienvenida a las recién llegadas, Lakatos
se había lanzado a una acalorada denuncia sobre la forma en que el aborrecible
sistema capitalista había arrastrado a esas desgraciadas a los lujuriosos centros de
explotación de hipócrita depravación burguesa. Cómo el capitalismo había
perpetuado el droit de seigneur, cómo el capitalismo había reclutado jóvenes varones
proletarios para que murieran en las guerras por los mercados, y cómo empujó a sus
hermanas a la prostitución. Fue una excelente actuación, especialmente para Lakatos.
Obviamente lo había leído en alguna parte; lo más probable es que estuviera
repitiendo como un loro una sección del manual del secretario del Partido, «sobre
cómo se reciben putas reformadas en el sector obrero». Las chicas escucharon con

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todo recato las fulminaciones de Lakatos; llevaban puestos sus monos de trabajo. La
diatriba terminó cuando Lakatos secó de su frente el sudor inducido por la retórica y
desapareció en su oficina, mientras llevaban a las chicas a que aprendieran su tarea.
Al cabo de quince días las muchachas ya estaban ejerciendo otra vez su oficio,
ahora dentro de las enormes bobinas de alambre de cobre que la fábrica enrollaba.
Ése es en realidad el meollo del comunismo, concluyó Gyuri: hacer más difícil para
todos lo mismo que se hacía antes.
Pataki ganó una mano más y Róka arrojó sus cartas disgustado.
—En las palabras del gran preboste de Kalocsa, después de que un tren le rebanó
las dos piernas: «¿No vas a llevarte mi polla también?».
—¿Qué me dices de esos discos de jazz que tienes? —respondió Pataki, mientras
barajaba pacientemente las cartas.
Róka, como hijo de un prominente obispo luterano, era una autoridad absoluta en
cuestiones eclesiásticas, además de en las odas de Horacio. Cada vez que el padre de
Róka veía a uno de sus tres hijos lo saludaba con un verso de Horacio; las criaturas
debían responder con la línea siguiente, bajo amenaza de un inminente y doloroso
tirón de orejas. El obispo no era sólo severo. Ofrecía una porción de tarta de
chocolate a cualquiera que pudiera ponerse a su altura con los textos de Horacio;
Róka declaraba que no había comido tarta de chocolate hasta los dieciséis años.
Como Gyuri, Róka era de clase X. Pero a Róka esto no parecía perturbarlo, y
ciertamente no permitía que su desventaja política interfiriera con su misión en la
vida.
Recorría metódicamente los andenes de la estación de Szeged en busca de
cualquier mujer con la clase de mirada indicativa de que podría considerar una
relación vertical contra un muro apartado con un jugador de baloncesto camino de
Makó. Además de una inagotable provisión hormonal, Róka poseía también una
cantidad de excelentes (es decir, occidentales) discos de jazz que en este momento
estaban casi por completo en las garras de Pataki, y ahora miraba hacia fuera con la
esperanza de una aparición capaz de evitar que otro disco estableciera su residencia
en la colección de Pataki. El semblante de Róka registró con tristeza, sin errores, la
ausencia de toda mujer menor de sesenta años en la estación de Szeged.
—No hemos bendecido a Szeged, ¿verdad? —comentó Bánhegyi. Era infantil,
pero económico y algunas veces divertido. Ratona se asomó por una ventanilla un
poco más adelante, para poder capturar la escena, y en el momento en que el tren
partía de la estación, Róka, Gyurkovics, Demeter y Pataki empinaron sus traseros y
los apoyaron en la ventanilla del vagón que daba al andén. Las paredes del vagón
estaban adornadas con una galería de fotos de pasajeros de toda Hungría que miraban
fijamente llenos de azoramiento o indignación.
Szeged fue decepcionante. Una inspectora de billetes entrada en años recibió la

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intensa ráfaga del saludo de los cuatro traseros, pero permaneció impertérrita.
Miopía, quizás, o una sobredosis de la guerra; en gran medida tenía el aspecto de
alguien a quien la desgracia le ha quitado toda la energía a cucharadas. O
posiblemente en Szeged estuvieran acostumbrados a los equipos de baloncesto.
Al cruzar el río, Gyuri lo contempló por la ventanilla; todavía meditaba sobre las
atracciones de ser un limpiacristales callejero.
—La frontera está demasiado lejos para llegar caminando desde aquí —dijo
Pataki, mientras seguía expoliando a sus compañeros de equipo—. Debes salir por
Makó.
A pesar de no haberlas expresado abiertamente, las aspiraciones de Gyuri le salían
de vez en cuando por los poros y los demás las adivinaban con total claridad. No es
fácil guardar un secreto con aquellos con los que uno viaja desnudo.
—Las cosas no son realmente tan maravillosas fuera, Gyuri —repetía Gyurkovics
todo el tiempo. Gyurkovics era un mentiroso; no del mismo tipo de mentiroso que
Pataki, pero competente. Mientras Pataki se entregaba a la falsedad más que nada
para divertirse y sólo como último recurso la usaba de escudo, con Gyurkovics uno
sabía que, en cuanto abría la boca, se exiliaba la verdad.
Gyurkovics había logrado salir. En 1947, antes de que se cerraran las fronteras,
tan apretadas como el culo de un piojo, Gyurkovics se fue a Viena. Fue más o menos
por esa época cuando Gyuri fue a ver a Pataki para proponerle escapar del país.
Gyuri, que usaba el periódico como ropa interior, pasaba la mayor parte de su tiempo
preocupado por averiguar cuándo haría su aparición el próximo alimento. Mientras
subía las escaleras con la esperanza de atrapar un almuerzo en casa de Pataki, se topó
con que él en ese momento bajaba. Pataki llevaba puestas sus gafas de sol del ejército
de Estados Unidos (obtenidas clandestinamente, sólo había una docena de ellas en
toda Hungría). A Pataki le iba mejor, no llevaba las nalgas ceñidas en papel impreso,
y tenía una madre y un padre con empleo que lo ayudaban a obtener comida. Pero
Gyuri dudaba de que ése fuera el factor principal.
—Vámonos. Salgamos de este país —lo había urgido Gyuri. Pataki hizo una
pausa, evaluó mentalmente la proposición.
—No —dijo—. Vayamos a remar.
Eso fue todo. Gyuri estaba seguro de que si hubiera dicho que sí, habrían
caminado hasta la estación de tren sin más, pero había sido no y entonces fue un
paseo al embarcadero.
Gyurkovics, sin embargo, había cortado el cordón umbilical con la patria, pero
inesperadamente regresó seis meses más tarde, cuando había aun menos razones para
volver. Tenía un tío en Viena, inconmensurablemente rico visto desde Budapest, que
había amasado su fortuna en el negocio del calzado. Pasaron muchas noches
sumergidos en las angustias de la envidia irrestricta, pero un día Gyurkovics

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reapareció con aspecto melancólico y un traje modesto. Decían los rumores que sólo
la locura o el asesinato podían haberlo traído de vuelta; pero su hermano les contó la
verdad. Gyurkovics había hundido el imperio de los zapatos. En su nota de suicidio,
el tío de Gyurkovics escribió: «Tienes un don increíble. Alguien que en el plazo de
unas pocas semanas es capaz de acabar con una empresa levantada a lo largo de
cuarenta años con amor, diligencia, madrugones y una inigualada consideración por
el cliente, tiene un talento extraordinario. Confio en que esos poderes puedan
utilizarse un día en beneficio de la humanidad».
Ahora Gyurkovics se dedicaba al baloncesto, antes de redimir a la humanidad, y
mientras tanto despreciaba a Occidente. Probablemente dejó otras vergüenzas
desparramadas alrededor de Viena y esperaba que ningún conocido tuviera la
oportunidad de conocerlas. Además, el tramo de frontera de Makó no merecía la pena
cruzarse. ¿Quién quería ir a Yugoslavia o Rumanía? Los dos sitios estaban bajo la
estrella roja. Yugoslavia no era más que una banda de cuchilleros serbios, y
Rumanía…
Gyuri estaba ofendido porque no lo habían incluido en la gira por Rumanía. De
acuerdo, Rumanía no era realmente un país, pero tampoco era Hungría, y le resultaba
indignante que su linaje burgués le hubiera impedido hacer el viaje cuando sí lo
hicieron cripto-fascistas y podridos decadentes como Róka y Pataki. Como querían
que el equipo ganase, no podían dejar de llevar a Pataki, pero no querían que nadie
demasiado clase X le pasara la pelota. Por algún misterioso proceso ministerial, el
nivel de clase X de Róka se había considerado más aceptable que el suyo.
Rumanía, con todo, no tenía buena prensa. Años antes, Józsi, el de la planta baja,
regresó de unas vacaciones de verano en que visitó a unos parientes en Transilvania y
narró con tonos truculentos:
—Realmente se joden a los patos. No estoy bromeando. Yo mismo lo vi.
—No seas ridículo —le había respondido Pataki—. Sería más bien un ganso.
Józsi parecía auténticamente abatido, y cuando uno pensaba en todos esos
generales húngaros, esos grandes hombres duros de la historia de Hungría que habían
llegado de Transilvania, era lógico que te amargara un poco la vida levantarte por la
mañana y descubrir a tu vecino con los pantalones en los tobillos lanzando unos
asquerosos aullidos.
Gyuri también interrogó sobre Rumanía a István, el último soldado en salir de
Kilozsvár, «el último, pero el más veloz». István reaccionó echándose a reír y no hizo
otra cosa. Elek, que antes de la guerra viajó en el Orient Express para hacer negocios
en Bucarest, oyó que Gyuri buscaba la forma de ser incluido en el viaje a Rumanía y
comentó: «Mi hijo es un imbécil. No hay golpe más cruel».
A pesar de todo, Gyuri mantuvo un gesto de extrema arrogancia mientras los
otros hacían sus preparativos para Rumanía. Róka se las arregló para aprenderse una

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frase rumana, que cantaba todo el día, y que, según creía, podía traducirse a grandes
rasgos como «pon tu agujero en mi palo». Pataki metió en el equipaje una cantidad
extra de papel higiénico y una pequeña y añeja guía de las delicias gastronómicas de
Rumanía.
Fueron, vieron, perdieron, pero al menos regresaron. Gyuri fue a buscarlos a la
estación de Keleti. El primero en bajar fue Róka. Siempre había sido delgado como
un junco, pero era evidente que había perdido peso, un esqueleto pintado con el color
de una piel muy blanca, completamente fuera de lugar en agosto.
—Déjame que te lo explique de este modo —resumió Róka—, si me das a elegir
entre pasar dos semanas aquí en la sala de espera del Keleti sin nada que comer, o una
sola noche en el mejor hotel de Bucarest, no tendría que esforzarme mucho para
decidir.
Habían perdido los dos partidos que jugaron. En gran medida porque Pataki se
quedó en el banquillo. Pataki, que no había estado enfermo ni un solo día de su vida
(lo más cerca que había estado fue cuando se inventó algunas dolencias para
escabullirse de ciertas tareas), que sólo tuvo contacto con los médicos por las
revisiones obligatorias a todos los jugadores, se pasó de rodillas toda su estancia en
Bucarest, vomitando de manera incesante, vilmente traicionado por los músculos de
su esfínter, postrado ante las deidades del vómito, abrazado a diferentes inmuebles de
su cuarto de baño, suplicando intervención divina. Los otros habían tenido severos
trastornos digestivos pero lograron salir a la cancha; los jugadores del Locomotora
sintieron sus piernas como envueltas en armaduras de plomo y lamentaban
amargamente la posesión de la pelota, porque eso los obligaba a correr y tratar de
hacer algo. Con mucho gusto habrían dado por perdido el partido en el descanso, de
no haber sido por una ferviente apelación al honor nacional unida a una serie de
amenazas madrugadiles lanzadas por Hepp con una fuerza sin precedentes. Pese a
que comenzaron a perder irremediablemente en el primer segundo del partido (o tal
vez a causa de ello), la multitud abucheó sonoramente al Locomotora, los
espectadores arrojaron dardos y uno de ellos se ensartó en la oreja de Szabolc.
Cuando Demeter, de capitán accidental (dada la indisposición de Pataki), ofreció
intercambiar camisetas con el capitán del equipo contrario, como era costumbre en
los encuentros internacionales, el rumano se puso a regatear con insistencia; el
resultado fue que Demeter terminó con tres camisetas rumanas no queridas y los
rumanos se fueron congratulándose entre sí por haber engañado a los húngaros.
—Nunca pensé que volveríamos con vida —dijo Róka, mientras besaba el andén.
En el encuentro local del torneo se tomaron la revancha; vencieron al Sindicato
Rumano de Trabajadores del Ferrocarril pero sólo por dos puntos, un margen
insignificante, decepcionante en extremo, sobre todo si se tenía en cuenta que el
hermano de Róka, a cargo de la cocina en el hotel donde se alojaba el equipo rumano,

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había aplicado en su goulash cantidades enjundiosas de veneno para ratas.

*
El tren llegó a Makó, la última parada tanto para el tren como para el Locomotora.
Esa tarde tenían que jugar con los de Procesadores de Carne de Makó. Había un
pequeño matadero en Makó que ayudaba a proporcionar carne a la fábrica de
salchichones de Szeged. El equipo rival lo formaban jugadores de la unidad de
limpieza de los despojos de ese matadero.
Nadie había ido a recibirlos a la estación, pero Makó no era en realidad tan
grande como para que resultara difícil orientarse. Llegaron al pabellón de deportes de
una escuela y encontraron a los manipuladores de carne en la cancha, agrupados y
tirando a canasta en lo que parecía ser un intento desesperado de aprender a jugar al
baloncesto media hora antes de comenzar el encuentro.
Mientras se cambiaban, Hepp dio al equipo la versión de bolsillo de su
exhortación pre-partido. En absoluto era necesario: antes de verlos ya sabían que no
había ninguna posibilidad de que los procesadores de carne fueran buenos. Los
equipos desconocidos de provincias no tenían ninguna posibilidad de destacar porque
cualquier buen jugador era inmediatamente reclutado, atraído hasta caer en las garras
de uno de los equipos grandes, que podían ofrecer enormes ventajas. Aquél era un
partido amistoso para agasajar a los procesadores de carne, un equipo recién formado
que probablemente había usado canales políticos para conseguir un encuentro con un
equipo de primera como el Locomotora. Un secretario del Partido de Makó había
llamado por teléfono a otro secretario del Partido y le había enviado una caja de
salchichones, y éste a su vez llamó a otro secretario del Partido, quien pronto sería el
orgulloso poseedor de una caja de salchichones, y así sucesivamente, hasta que al
final de esa cadena el Locomotora entraba traqueteando en la ciudad.
No era necesario, por lo tanto, que Hepp soltara sus admoniciones, pero Hepp
tenía eso que algunas veces podía ser de lo más irritante: comportarse como un
profesional; se tomaba su trabajo con toda seriedad a pesar de que otros diez millones
de personas en Hungría no lo hicieran. Era bueno desde cualquier punto de vista,
como entrenador, mánager y mentor del equipo, pero la verdad es que tenía un grave
defecto. Siempre se levantaba a las cuatro y media de la mañana, y después de
cincuenta años sobre la tierra, todavía no podía comprender que los demás no se
levantaran a esa hora. Su peor amenaza era el entrenamiento en el circuito a las cinco
de la madrugada.
Una mañana, poco después de haberse incorporado al Locomotora, y no mucho
después de haber quemado su cama, Gyuri se despertó en el suelo con la horrible

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certeza de que Hepp lo esperaba a las 5.30 para algún tipo de entrenamiento en lo
más profundo de una negra y helada madrugada de octubre. Preguntarse por qué la
existencia consistía principalmente en levantarse en medio de la fría oscuridad para
hacer algo que a uno no le gustaba, y resolver no hacerlo fue todo uno. Por lo general
Gyuri demostraba una conducta ejemplar en los entrenamientos, y de hecho ése era el
motivo por el que había incendiado su cama en un intento de incinerar su pereza. No
era una gran cama, pero había sido servicial, útil, y la tentación de quedarse tendido
en ella por la mañana le resultaba preferible a salir a correr por las calles en lo más
crudo del invierno. Se quedó encogido en su fortificante y confortable calor, mientras
pensaba en el entrenamiento que debería estar haciendo, y en lugar de hacerlo lo
visualizaba repetidamente. Gyuri sabía que debía entrenarse, y entrenarse con más
ahínco que ningún otro, porque era un atleta que se había formado a sí mismo, a
diferencia de Pataki, de un talento innato. Para conseguir las recompensas que podía
proporcionarle el baloncesto, Gyuri tenía que trabajar.
Ése fue el motivo por el que colocó la cama en un lado del patio, la roció con
gasolina y la quemó: así se aseguraba de que en el futuro su voluntad no flaquearía.
Los vecinos no movieron un músculo de la cara; para ellos era suficiente que a
esa altura no les hubieran cortado el cuello a pesar de dormir cerca de Gyuri y Pataki,
considerados los más locos del edificio.
Gyuri depositó sus esperanzas en una sábana sobre las baldosas; esperaba que el
suelo lo alentara a levantarse de un salto para hacer unas horas de ejercicio antes de
que llegaran las otras preocupaciones del día. Pero incluso el suelo podía llegar a
imponerse sobre uno. Y esa mañana se dijo: «No puedes precipitar la realidad»;
desechó las órdenes de Hepp de correr por el Polo Norte y se hundió otra vez en el
sueño. A eso de las seis (supo luego) sonó el timbre. Elek, que estaba levantado pese
a no tener ninguna razón convincente para ello, le abrió la puerta a Hepp. Hepp le dio
a Elek su tarjeta, que siempre llevaba consigo —DOCTOR FERENC HEPP, DOCTOR EN
DEPORTES— y pidió que lo condujeran a la habitación de Gyuri. Acostado, Gyuri
mintió de manera automática y dijo que estaba enfermo, para sorpresa de Elek, que la
noche anterior no le había oído comentar que se sintiera mal. De algún modo, se
esfumaron los escasos vestigios de veracidad de la declaración de Gyuri.
—Bueno —dijo entonces Hepp con tono amable—, si te las arreglas para
sobreponerte a este malestar, si logras levantar tu cuerpo sobre los talones, puesto que
una mente fuerte hace un cuerpo fuerte, si consigues saltar a la pista en veinte
minutos y dar diez vueltas más que los demás, para mostrarle a tu enfermedad que no
vas a recibirla acostado, creo que podré hacerte un favor inconmensurable: puedo
firmar los papeles de tu prórroga militar.
Éste era el Hepp auténtico. Otros entrenadores habrían mandado a otra persona
para amenazarlo, pero Hepp era inconmovible a la hora de hacer las cosas por sí

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mismo.
—No será necesario insistir en que vais a ganar este partido —dijo Hepp—, así
que no insistiré. Estos chacineros tienen enredados los dedos de los pies, sin duda, y
si visten sus ropas de baloncesto es porque han traído a sus madres para que los
ayuden a cambiarse. No quiero que me acusen de poco razonable, no quiero ser el
destinatario de murmuraciones petulantes, pero, caballeros, debo exigir una victoria
de veinte puntos.
»Dicen que uno no debe juzgar un libro por su cubierta, pero eso es exactamente
lo que tenemos aquí: esa pandilla de inútiles sería incapaz de encontrarse a sí misma
en la oscuridad. Así que debo exigir, aun teniendo en cuenta vuestra nada desdeñosa
indolencia, debo exigir una victoria de veinte puntos; no, un margen de victoria de
treinta puntos. De lo contrario os espera una sesión de abdominales en el parque de la
Ciudad a las cinco de la mañana más lluviosa que pueda encontrar.
Hepp sacó entonces su pizarra, que siempre llevaba consigo, y anotó con tiza
algunas jugadas, seleccionadas de su cuaderno, grueso como el mango de un martillo
de lanzamiento (Gyuri detectó una vez una jugada con un número que llegaba al
602). Ésta solía ser la parte más difícil de cualquier partido, prestar atención a los
esquemas de Hepp, puesto que frente a una colección de recolectores de menudillos,
la táctica requerida, ciertamente, no era otra que atrapar la pelota, pasársela a Pataki y
esperar respuesta: Pataki correría por la cancha y la colaría por el aro. Ésta era la
táctica asombrosamente más efectiva contra todos los equipos, salvo los tres o cuatro
importantes de la primera división, que tenían el suficiente cerebro, talento, velocidad
o visión para impedir tal modelo operativo.
Pero en Makó era difícil prestar atención a las inspiradas maquinaciones
fenomenológicas de Hepp. Tenías que realizar una o dos estrategias,
independientemente de si se necesitaban o no, o si el hecho de usarlas iba a
proporcionar alguna ventaja, como anotar un par de puntos. Hepp era el entrenador, y
el baloncesto era mejor que cualquier empleo real en el que se esperaba que
trabajaras a cambio de un sueldo que no te daban. Podían librarse, sin embargo, con
unas cuantas explicaciones: «Míster, están marcando a Pataki muy estrechamente, no
hemos podido usar la jugada de los huevos batidos…», pero si no demostrabas que
habías obedecido las órdenes, el remedio favorito de Hepp por ignorar su anotador
especialmente encuadernado en cuero era media hora de ejercicios de escalón en el
estadio, y no importaba hasta qué punto estuviera uno preparado, las piernas se
convertían en sólidas expresiones de dolor.
Y desde luego había ocasiones en que los esquemas de Hepp ganaban partidos, tal
como ocurrió en la Gran Masacre de la Universidad Técnica, cuando las jugadas de
Hepp impidieron que ganara el mejor equipo. Al sonar el silbato final el equipo
universitario se quedó parado en la pista, sin moverse, incapaz de creer que había

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sido vencido, atrozmente vencido por un equipo ubicado cinco puestos más abajo en
la clasificación. Pero la cuestión no era tanto ganar como tener el control. Gyuri había
aprendido de su propio entrenamiento en los gimnasios que el placer consistía en su
mayor parte en tirar de esos hilos invisibles, en disfrutar del control remoto, lo mismo
que un director de teatro o un general. Uno quería reconocer su propia obra.
Como de costumbre, Róka salió el primero a la cancha con el gramófono. Todos
ellos sabían que este gesto del espectáculo era inútil en Makó, pero en eso consistía
precisamente ser aficionados profesionales: uno seguía adelante con el espectáculo
aunque no hubiera nadie para mirar, o aunque los espectadores fueran demasiado
obtusos para apreciarlo. El gramófono era de István. Podía decirse que István y el
gramófono eran lo único que quedaba del Segundo Ejército húngaro. István había
recibido el gramófono portátil como un regalo que Elek le hizo cuando partió para el
frente en 1941. Gyuri no tenía idea de lo que había costado, pero sabía que hubo
fortunas involucradas; había generales alemanes que no tenían la clase de recreo
musical de la que disfrutaba el teniente de artillería húngaro. El Segundo Ejército
húngaro, como todos los ejércitos húngaros, tenía el desafortunado hábito de ser
borrado del mapa. A pesar de que otros 200.000 húngaros no regresaron, István
regresó, desollado y herido por la metralla. Más milagrosamente todavía, el
gramófono fue enviado a casa por uno de sus compañeros de armas. István no opuso
objeciones para que Gyuri lo tomara prestado de manera permanente.
Róka colocó uno de los discos de jazz, y con esa música el Locomotora salió a la
cancha y comenzó su calentamiento, que consistía en botar la pelota por todas partes
y meterla por el aro. Los discos eran todos de origen estadounidense, lo cual pudo
haber sido arriesgado, pero antes de tirar a la basura un cargamento de discos que uno
de los equipos soviéticos del ferrocarril les regaló en una visita, les despegaron las
etiquetas con vapor y se las pegaron a los discos de jazz. De ese modo los decadentes
occidentales quedaron camuflados con rúbricas tales como Lenin entre nosotros,
Nuestra Máquina de Vapor, y el éxito mayor En el Bosque de la Línea del Frente,
ejecutado por el Conjunto de Coros y Danzas del Ejército Soviético (los créditos
originales del jazz quedaron olvidados mucho tiempo atrás). Cualquier mirada
inquisidora sólo encontraría apropiados caracteres cirílicos rojos, sin importar lo que
le dijeran sus oídos.
Los limpiadores de menudillos se quedaron visiblemente azorados. Gyuri sintió
que no iban a ascender al nivel superior de la limpieza de los huesos grandes. Uno de
ellos se incorporó y anunció que no contaban más que con un solo árbitro:
—Mi otro tío no ha podido venir.
Un jugador colosal, de unos dos metros de altura, el arma secreta que no lo era
tanto de los de la Carne, se alineó junto con Pataki para el salto de apertura, mientras
dejaba caer una mirada de arrogante desdén sobre un Pataki doce centímetros más

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bajo. Era gracioso: los de la Carne creían que iban a ganar.
Se quedaron muy sorprendidos cuando Pataki desapareció con la pelota, pero en
lugar de salir como un rayo cancha abajo para depositarla en el tablero como era su
costumbre, se la pasó atrás a Gyuri. Para tener un poco de diversión, Gyuri trató de
arrojar la bomba y hacer un lanzamiento desde debajo de su aro al aro opuesto. En
situaciones normales, esto sólo se intentaba como medida desesperada cuando sólo
faltaban segundos para que el partido terminara. Las probabilidades prácticamente
bloqueaban la entrada de la pelota en el aro, pero como Gyuri sabía que el partido de
todas maneras era del Locomotora aun cuando sólo jugaran con dos hombres, hizo un
intento. La pelota voló a través de la cancha y entró como un disparo a través de la
cesta sin tocar el aro ni el tablero. Cualquier jugador experimentado habría
diagnosticado la jugada como magnífica, una ocurrencia única en la carrera de un
caradura, pero los de la Carne se quedaron desconcertados y pasaron disparados de la
fanfarronada bucólica al pánico más abyecto. En lugar de apilarse sobre Pataki (no es
que hubiesen logrado entorpecerlo demasiado), se agruparon en torno a Gyuri.
Después de que Pataki aligerara su paso con diez encestes directos como si estuviera
practicando en una cancha vacía, los veinte puntos dieron a los de la Carne algún
indicio de que deberían vigilar a Pataki, pero eso tampoco les sirvió de gran ayuda. El
Arma Secreta recorría pesadamente la cancha tratando de robarle algún pase a Pataki,
pero la gravedad no podía perderse la oportunidad de ignorarlo, y Pataki le ganaba en
rapidez a la hora de adelantarse o retrasarse y así encestar.
Fue pura parcialidad, una clase de parcialidad que ninguno de los jugadores del
Locomotora había visto antes, asombrosa parcialidad por parte del árbitro, que dio a
los de la Carne impunidad para golpear, dar patadas y cometer faltas, junto con una
cantidad de tiros libres sin justificación alguna, lo que terminó por arrojar el resultado
final de 68-32 a favor del Locomotora. Era obvio que para meter a los de la Carne en
la primera división iba a ser necesario apelar a toda la capacidad de exportación de la
industria húngara del salchichón.
El placer del buen resultado que Hepp deseaba quedó perjudicado en buena
medida por la conducta del árbitro, que usaba su silbato cada vez que un jugador del
Locomotora se aproximaba a la pelota. Hepp se acercó al árbitro para discutir las
ciento ocho infracciones a un correcto arbitraje que él había apuntado durante el
transcurso del partido. Gyuri supo, por la cara del árbitro, que éste no se daba cuenta
de que realmente iba a tener que responder de las ciento ocho consideraciones, una
por una en exacto y atómico detalle.
Uno de los pilares de la alta clasificación del Locomotora en la liga era la
persistencia de Hepp, aunque con todo su ingenio, experiencia e impulso, no había
logrado todavía que el Locomotora venciera al equipo del ejército, que tenía el trofeo
del campeonato clavado con remaches en la sede de su club, puesto que no era

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necesario moverlo. Las fuerzas del ejército eran evidentes en sí mismas: una infinidad
de bendiciones para sus deportistas, innumerables beneficios, la capacidad de
convocar al jugador que quisieran y, sobre todo, la ventaja adicional de que jugar para
el ejército significaba que uno no tenía que estar en el ejército (el verdadero, aquel
donde uno no comía, vivía expuesto a temperaturas bajo cero y cavaba zanjas). De
hecho, una de las maneras más agradables de evitar el ejército —un pasatiempo que,
después de joder, era la preocupación principal de los varones húngaros jóvenes y
saludables— era ingresar en el ejército.
La vida de los jugadores de baloncesto del ejército, de hecho la de todos sus
deportistas, era una ganga. El primer día podían a lo sumo llegar a enseñarle qué
aspecto tenía un fúsil, pero ahí se acababa toda la ciencia militar para los deportistas.
Cualquiera que jugara en primera división tenía un empleo nominal que le conseguía
su club, y su tarea consistía principalmente en ir a recoger el sueldo (que se sumaba a
los pequeños sobres marrones en la sede del club, que contenían «dinero calórico»).
Por ejemplo, Gyuri había visitado muchas veces el lugar donde él mismo estaba
contratado, y a lo largo de su carrera laboral en los ferrocarriles había llegado a
aprender el código Morse. En el ejército, el falsamateurismo alcanzaba su máxima
expresión; el único deber que eventualmente se imponía a los atletas del ejército era
que de vez en cuando se pusieran el uniforme. Además, si adquirías un nivel
internacional, te asestaban un alto rango y un sueldo suculento. Puskas, el genio del
fútbol, no sólo tenía un coche, también tenía chófer.
En el vestuario se reunieron los oponentes vencidos con los del Locomotora. La
atmósfera no era en absoluto de fraternidad y benevolencia deportiva; la esperanza de
obtener un poco de pálinka destilada en casa, como a menudo sucedía en los viajes
por provincias, quedó truncada. La actitud y conducta de los muchachos de los
menudillos parecía innegablemente hostil; era de esperar que conservarían su
amargura de patanes en su propio vestuario, pero no podían mantenerse alejados de la
excitación de Budapest: por lo tanto, ese fin de semana en Makó no había otra cosa
que hacer que atormentar al equipo Locomotora.
Los de la Carne eligieron a Demeter como el sujeto principal de su atención.
Demeter era alto y aristocrático, como correspondía a un descendiente de una larga
línea de aristócratas altos. Tal vez porque setecientos años de apariciones públicas lo
habían preparado para tal cosa, o quizá porque emanaba de su propia naturaleza,
Demeter mostraba un aplomo constante: podías imaginártelo en un bombardeo salir
de debajo de una montaña de escombros sin un pelo fuera de lugar. Si tenías puesto
un traje de noche y Demeter estaba completamente desnudo, podías sentir que no
estabas vestido para la ocasión.
Demeter era también ecuánime en exceso, y ése era el motivo por el cual no había
respondido al poco imaginativo abuso de los de la Carne. Si en su lugar hubieran

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estado Pataki o Ratona, o de hecho cualquier otro miembro del equipo, ya se habrían
desparramado por el suelo algunos dientes fugitivos. ¿Por qué son siempre los
encuentros amistosos los que terminan de manera inamistosa?, pensó Gyuri mientras
miraba a su alrededor en el vestuario en busca de algún instrumento contundente que
le resultara útil, como por ejemplo un fragmento de tubería de hierro.
De hecho, la batalla universal que esperaba Gyuri no llegó a producirse. El
portavoz de la Carne se abría camino con una serie de observaciones tales como «Te
crees que eres muy bueno, ¿verdad?» y «Te crees que tu mierda no huele mal,
¿verdad?». Mientras estaba dedicado a esto, Demeter se ajustó la corbata y entonces,
con una deliberación tal que su movimiento pareció lento, le administró una sonora
bofetada en la cara. No un puñetazo, sino una réplica con la mano abierta, que no
tuvo respuesta. Luego, Demeter continuó metiendo sus cosas en la bolsa. Los de la
Carne se desbandaron en silencio; del mismo modo que un especialista en artes
marciales es capaz, como se sabe, de concentrar un poder fatal en uno solo de sus
dedos, así Demeter dirigió tan abrumadora cantidad de desprecio en esa bofetada que
evidenció incontrovertiblemente la cuarta-divisionez de ellos en todos los aspectos de
la vida. La ironía fue que el mismo Demeter insistiera en despedirse amablemente de
los anfitriones.
Antes de poder irse, tuvieron que andar por todas partes en busca de Hepp, hasta
que lo localizaron, casi sin aliento: había corrido dos kilómetros en persecución del
árbitro, quien había montado en su bicicleta cuando iban por el punto cuarenta y
ocho. Hepp estaba en buena forma incluso para alguien veinte años más joven que él,
y pudo haber seguido mucho más lejos de no haberse percatado de que sus exigencias
no eran muy bien recibidas.
De regreso en Szeged para pasar la noche, la mayoría del Locomotora optó por
realizar una inspección por la plaza mayor de la ciudad en busca de algún restaurante
dispuesto a atenderlos. Se acordaban de una vez que salieron de un restaurante del
centro sin pagar la cuenta, en un Zrínyi, como se le conocía en las filas del
Locomotora, en memoria del gran general húngaro Miklós Zrínyi, quien en una
ocasión salió disparado de su castillo, si bien es cierto que para presentar batalla a
una fuerza turca que lo superaba diez veces en número (y resultó completamente
borrado del mapa). Recordaban haber zrinyeado fuera de un restaurante, pero con las
piernas o el cerebro en tal estado que no podían recordar cuál era (estaban tan
alcoholizados que sólo la mitad del equipo podía caminar, y si lograron escapar fue
porque previamente habían encerrado a los empleados en la cocina). Pero ¿qué
sentido tenía estar lejos de casa si uno no podía comportarse de un modo vergonzoso?
Eligieron el restaurante del lado izquierdo de la plaza, donde después de asegurarles a
los dueños que no tenían nada que ver con el water-polo, los guiaron a una mesa.
—Cuando oigo la palabra water-polo —dijo el camarero jefe— sé que significa…

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muebles nuevos, hospital, policía, pérdida de dientes… años de lenta y dolorosa
recuperación.
Hepp se quedó en el hotel, dedicado a escribir cartas sobre los ciento ocho puntos
a toda persona remotamente relacionada con el mundo del baloncesto, y a otros no
relacionados en absoluto.
—Definitivamente creo que deberías escribirle al ministro —le había dicho
Pataki; sabía que las efusiones epistolares de Hepp salvarían al equipo de unas
cuantas horas de análisis post-partido, sesiones que en casos anteriores habían
obligado a algunos a trepar por las ventanas para huir de Hepp.
Gyuri había ido a la oficina central de correos para ver si podía hacer una llamada
a Budapest. Tres días antes lo había parado por la calle una espectacular muchacha
sueca, que le pidió indicaciones para ir al Museo de Bellas Artes. El milagro de un
encuentro como ése, con una chica del exterior, y bonita, que simplemente caminó
hacia él sin que mediase advertencia previa del destino, lo había dejado tan
estupefacto que a punto estuvo de despedirla sin hacer el intento de conocerla mejor.
Ella estaba de visita en Budapest en algún festival de la juventud organizado por uno
de los innumerables comités de paz, pero eso era lo de menos. Era un billete con dos
piernas para salir de Hungría y alguien por cuya llamada telefónica valía la pena
esperar cuatro horas. Mantén la calma, razonó Gyuri, mantén la calma por unos pocos
días más y entonces, si ella no se enamora locamente de ti, siempre quedará el
expediente de caer a sus pies, suplicarle matrimonio, ofrecerle la mitad de tu salario
por el resto de tu vida, ofrecerle cualquier cosa, matar a las personas que odie,
suplicar desvergonzada y desesperadamente.
Que se pudra el informante, concluyó cuando entraba en correos, yo me voy de
aquí. Se paró en la cola de las llamadas telefónicas y una figura familiar que tenía
enfrente fue enfocándose mnemotécnicamente hasta hacerse reconocible. Era
Sólyom-Nagy, el campeón de los raterillos de la escuela Minta. La eficacia de
Sólyom-Nagy para hurtar, especialmente barras de chocolate, había sido tal que a lo
largo del tercer curso, como resultado de las pantagruélicas cantidades consumidas de
chocolate barato, era incapaz de ver una barra de chocolate sin sentirse enfermo. A
pesar de que no habían mantenido el contacto, Gyuri se llevaba bien con Sólyom-
Nagy, y le estuvo muy agradecido cuando robó especialmente para él una navaja
multiusos, que se perdió en cuanto Keresztes la cogió prestada un minuto y la dejó en
la feria en la tienda de un cíngaro.
Sólyom-Nagy, ahora, estaba estudiando literatura húngara en la Universidad de
Szeged.
—A propósito, ésta es Jadwiga —dijo, señalando a una muchacha delgada junto a
él, que no ocultaba cómo la aburría esperar. El apellido era una palabra polaca que
Gyuri no se molestó siquiera en intentar retener, pero en cambio le decepcionó que

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Jadwiga no se mostrara más encantada de haberlo conocido a él. No se llegaba a
ninguna parte si uno no prestaba atención cuando le presentaban mujeres. De todas
maneras, y de acuerdo a la clasificación instantánea hecha en la trastienda del cráneo
de Gyuri, Jadwiga sólo se archivó como un «tener en cuenta», mientras quedaran
mujeres suecas más apremiantes a las que telefonear.
Costó tres horas de pesada espera ponerse en contacto con Budapest, y ella no
estaba en la residencia de estudiantes. Sería una dura tarea convertirse en un
limpiacristales callejero en Estocolmo.

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Diciembre de 1944

El soldado alemán iba un tanto rezagado y con la mano izquierda aferraba una buena
porción de los intestinos que se le derramaban por el uniforme, que por otra parte era
de lo más elegante. Gyuri no lo encontró demasiado afectado. Era más bien como si
el poco teutónico desorden de las tripas fugitivas fuera algo mucho más problemático
que cualquier dolor físico.
Desde luego, quejarse o esperar cierta simpatía o atención habría sido una pérdida
de tiempo: como todo lo demás, la simpatía y la atención estaban a punto de agotarse.
Los alemanes, a pie o motorizados, mientras aún pretendían que la guerra no había
terminado, se dirigían hacia el río y lo cruzaban para llegar al castillo donde se
rumoreaba que iban a esconderse y pelear contra los rusos que se aproximaban a toda
velocidad. Gyuri había observado a los alemanes meses antes, cuando llegaron en
masa y tomaron el gobierno húngaro sin ninguna dificultad. Los alemanes se habían
desparramado con sus heroicas motocicletas y otros vehículos de transporte rápido, y
se dedicaron a pavonearse con hermosos abrigos de cuero.
Ahora los alemanes no parecían tan confiados, puesto que no les sentaba muy
bien la perspectiva de ser aplastados por los rusos. Podría haber resultado divertido
observarlos, de no ser porque el aplastamiento iba a tener lugar en Budapest. Desde el
lado del parque de la Ciudad, Gyuri podía oír el distante retumbar de la artillería, las
pisadas poderosas del Ejército Rojo.
Ahora se exaltaba el entrenamiento militar, aun para muchachos de catorce años
como Gyuri, puesto que el Alto Mando húngaro, después de haber perdido un
ejército, trataba de reunir otro para jugar. Los instructores de Gyuri habían
concentrado el énfasis en la capacidad de correr por todas partes con máscaras de gas,
y después arrastrarse hacia delante y hacia atrás sobre bostas de vaca fresquísimas.
—Los rusos van a meterse en grandes problemas si tratan de defenderse con
mierda de vaca —comentó uno de los compañeros de Gyuri en el ejército.
También les mostraron el muy elogiado «Panzerfaust», el misil antitanque que se
lanzaba desde el hombro, la última arma secreta de los científicos alemanes, y la
pieza del equipo a la que todo el mundo quería echar mano. Su instructor había
sacado el Panzerfaust de su estuche y lo sostuvo frente a ellos como una suerte de
talismán.
—Aquí está, muchachos, el Panzerfaust —dijo, y luego lo volvió a meter en su
estuche para que pudieran llevárselo y exhibirlo en otra parte. A continuación soltó
una pormenorizada descripción de las técnicas diversas y altamente secretas para
conseguir un lustre de primera en las botas.
Había otras tareas más placenteras. Hubo una explosión de rapiña, probablemente

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a partir de la premisa de que había que saquear mientras se pudiera. El notoriamente
estúpido Hankóczy, que estaba al mando por haber cumplido los quince años, los
había conducido a una gira para desvalijar propiedades en el barrio judío.
Con el supuesto de que iban en busca de objetos que ayudaran al esfuerzo bélico,
Gyuri y Dózsa hicieron un pillaje excepcionalmente fructífero en una farmacia,
donde desvalijaron montañas de pastillas jabón. La presencia de Dózsa resultó más
bien extraña, puesto que su padre era judío: le habían colocado una estrella amarilla y
una noche lo fueron a buscar. Gyuri vio el momento en que se lo llevaron, con una
pequeña maleta en la mano. Pero al día siguiente, más o menos, el padre de Dózsa
regresó y, a pesar de que no se lanzó a tocar el violín por los tejados, lo dejaron en
paz.
Al salir de la farmacia, Gyuri y Dózsa oyeron protestar acaloradamente al otro
lado de la calle. Desde la ventana abierta de par en par de un primer piso, una anciana
diminuta pero de voz poderosa lanzó una salvaje diatriba contra la apropiación de los
artículos de baño.
—Carroñeros, sanguijuelas, chupasangres. ¿No tenéis vergüenza? ¿Robar de esa
forma a plena luz del día? —La mujer tenía el aspecto de quien se dedica todo el día
a irritar, pero Gyuri se quedó perplejo por la vehemencia de sus denuncias, que eran
sorprendentes: en medio de una situación general de exportación en gran escala de
familias enteras judías, el desvalijamiento de una farmacia no merecía en realidad
ninguna mención. Tampoco veía Gyuri por qué debía acusársele a él de las andanadas
de los nazis. ¿La mujer estaba ida o la farmacia le pertenecía?
Pero la señora era muy estentórea y muy persistente. La gente se detenía para
contemplar el espectáculo. Lo más molesto de todo, sospechaba Gyuri, era que la
mujer tenía razón. Entonces Hankóczy se materializó y se hizo cargo de la situación.
—Está bien, Fischer, dispárale a esa vieja de mierda. —A Gyuri le habían dado
un revólver antiguo, como una especie de garantía oficial, y a él le encantaba llevarlo
encima—. Vamos —ordenó Hankóczy con un cierto tono experimentado y militar.
Gyuri sacó el revólver de su funda.
—¡Dispara! ¡Dispara! ¡Dispara! —insistía la anciana, cansada del mundo, pero
Gyuri, después de convencerse de que desde esa distancia seguramente fallaría,
decidió ser piadoso.
—Su madre, vieja señora, fue una puta —le gritó en cambio con tono beligerante.
Esta grosería mayúscula y fuera de toda proporción le gustó a Hankóczy todavía más
de lo que le habrían gustado unos tiros a la vieja muchacha. Ciertamente la lanzó de
vuelta a su casa, haciendo trizas su adornado mundo de cortinas de encaje. Hankóczy
le palmeó la espalda con aprobación, pero pronto sobrecogió a Gyuri una
desagradable sensación de vergüenza. A uno lo educan para ser amable con las
ancianitas, pensó Gyuri, y lo único que quiere es pegarles un tiro.

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Cansado de observar alemanes en retirada, Gyuri se dirigió a su casa. Sentía
curiosidad por saber cómo se vería la guerra en primer plano. La primera entrega la
habían recibido el día anterior, cuando él y Pataki observaban desde un balconcito
que tenían los Pataki, una especie de losa de cemento que sobresalía del edificio. La
madre de Pataki los llamó para que probaran unas muestras de sus pastelillos recién
salidos del horno. Un minuto más tarde hubo una leve detonación y volvieron al
balcón para ver qué había sucedido, o más bien quisieron salir al balcón, pero no
pudieron porque éste había desaparecido, al interponerse en el trayecto de un
proyectil ruso de larga distancia que no tuvo ganas de explotar.
Gyuri había oído una historia similar narrada por Gergely. La familia de Gergely
estaba abajo en el refugio durante un bombardeo aéreo y cuando terminó volvieron a
subir las escaleras hasta su piso en la última planta; abrieron la puerta y se
encontraron con que todo el piso había desaparecido. Lo único que quedaba era la
puerta de enfrente, sus bisagras y un panorama de cuatro pisos de escombros
polvorientos a sus pies.
—Al menos no tenemos que molestarnos en limpiar —comentó Gergely.
Gyuri también había interrogado a István sobre la guerra. István pasó tres años en
diversos frentes, y a su regreso siempre traía, a la manera de un hermano mayor,
algunos recuerdos para Gyuri: balas, bayonetas, cascos y un revólver ruso que
lamentablemente no tenía municiones.
—¿Cómo es el frente? —preguntó Gyuri. István vaciló, de un modo poco
frecuente en él.
—Un sitio donde tienes que procurar disparar primero —respondió luego—…
Salvo en eso, es como todo. A algunos les gusta, otros lo detestan.
Elek, a quien habían condecorado profusamente la última vez, nunca hablaba con
Gyuri de la guerra, pero lo cierto es que tampoco hablaba de ninguna otra cosa. Tratar
con sus hijos le resultaba tan natural como hacer juegos malabares con pomelos. Una
vez Gyuri le preguntó por las condecoraciones, y Elek aportó la siguiente
información:
—Como soldado, uno termina o muy condecorado o muerto, aunque hay quien se
las arregla para hacer las dos cosas.
La inminencia de los rusos, sin embargo, provocó otra paternal revelación militar
por parte de Elek:
—Oye, si llegamos al punto en que alguien suficientemente estúpido te dice que
entres en combate, lo mejor es que desaparezcas y te escondas en alguna parte hasta
que todo haya pasado.
Gyuri bajaba por Damjanich utca y frente al número 10 vio aparcada una limusina
con una insignia del ejército. Se preguntó si aquello significaría algo particular para
la familia, y entonces divisó a Kálmán, uno de los amigos más íntimos de István, que

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ahora tenía cierta influencia en el Mando Supremo, y vio que llevaba puesto un
uniforme de gala. Kálmán se mostró abatido cuando vio a Gyuri, y se notó
claramente cómo ensayaba todos los enfoques posibles, hasta que tiró por la calle del
medio:
—István ha vuelto. Está muy grave.
Dentro del piso, Gyuri tuvo una visión fugaz de István acostado sobre la mesa del
comedor: parecía un filete de setenta kilos. Elek estaba a su lado con uno de sus
viejos compañeros del ejército, Krúdy, un médico que extraía su instrumental de un
viejo maletín negro. Gyuri sabía, a pesar de saber que no debía saberlo, que Krúdy
había amasado una fortuna con las jóvenes, trabajando ángeles (abortos),
reconstituyendo hímenes para producir vírgenes renacidas para las mejores familias
de Budapest. Justo antes de que Elek cerrara la puerta en sus narices, István, que
había notado la presencia de Gyuri, gritó:
—Lo siento, esta vez no te traje nada.
Cuando Kálmán volvió con otro oficial, Gyuri todavía pululaba fuera del
comedor.
—No pudimos encontrar ningún anestésico —dijo, mientras se desabrochaba el
uniforme—. Necesitaremos mucho tiempo. Tiene más metal dentro que una caja
registradora.
Durante los intervalos de la operación, Gyuri se enteró por Kálmán de que esa
misma mañana la unidad de István había sido atacada por aviones rusos cerca de
Gódóló, en las afueras de Budapest. Kálmán llamó a Elek y juntos salieron en busca
de István. Menos mal, consideró Gyuri, que su madre se había ido al campo a por
provisiones; de no ser así Elek tendría sobre sus hombros toda la responsabilidad de
la segunda guerra mundial.
Mucho más tarde salió Krúdy.
—Ahora podemos comenzar a preocuparnos por los rusos.

*
En cierto sentido István había tenido mucha suerte. Lo pusieron en el último tren que
salía de Budapest, momentos antes de que los rusos rodearan por completo la ciudad.
No tuvo que pasar seis semanas en un sótano mientras los rusos y los alemanes se
peleaban por la capital.
Había cierto consuelo en el hecho de vivir en un sótano. Noémi, la joven del
primer piso que durante un tiempo había sido el amor no correspondido de Gyuri, se
vio obligada a estar cerca de él. Pero la dieta de tedio, falta de aseo e intermitente
carne de caballo era difícil de soportar. También era difícil tener buenos pensamientos

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sobre cualquiera con quien uno hubiese pasado seis semanas en un sótano. La única
persona que salió del episodio del sótano con cierto crédito fue la señora Molnár,
venenosa en tiempos de paz, pero ahora que estaba extirpada la base de su disgusto
con la sociedad —por ejemplo por la ventaja de cualquier otro en terrenos tales como
juventud, placer y pastelería más cara— repartía ánimo y coraje entre los demás.
Pataki tenía una enorme provisión de libros y parecía satisfecho con la oportunidad
de una buena lectura. Elek había permanecido estoicamente sentado fumando
cigarrillos mientras los hubo. Después de eso, sólo permaneció estoicamente sentado.
No mucho después de que Noémi se quejara de no haber podido lavarse ninguna
vez en la historia reciente, se hizo realidad la tétrica observación del viejo Fitos, el
pesimista principal en aquel sótano con fuerte competencia en pesimismo:
«Anímense, cuando uno cree que las cosas se han vuelto insoportables, es que van a
ponerse peor». Los rusos descubrieron el sótano.
Según lo borrachos que estuvieran, a veces llevaban a las mujeres a una
habitación aparte, otras veces lo hacían en el mismo lugar. Fueron justos. No violaron
solamente a las jóvenes y atractivas, sino que distribuyeron las violaciones de manera
igualitaria. Llegó el día en que Gyuri se alegró de no tener vagina.
Los rusos arrasaron con todo lo que tuviera algún valor, cualquier cosa que
pudieran llevarse; Gyuri notó que uno llegó a mirar con codicia la enorme caldera.
Elek negoció con ellos en alemán, hasta donde las circunstancias y las habilidades
lingüísticas se lo permitieron. Su trabajo prácticamente se limitó a traducir las
demandas de los Ivanes. La legendaria afición del Ejército Rojo por los relojes
resultó bien fundada: todos, incluso Elek, perdieron el suyo.
Los rusos partieron con paso firme; sin duda salieron con la sensación de que el
sótano del número 10 había valido la pena. Gyuri no estaba molesto o preocupado por
las joyas de su madre o el reloj de su padre; después de todo, Elek podría comprarse
otro cuando terminara la guerra. Sin embargo, se alegraba de haber escondido su
propio reloj de pulsera —un modelo suizo de gran tamaño con tantos diales que no
podía recordar para qué servía cada uno— en su tobillo izquierdo, protegido bajo un
grueso calcetín.
—No se han llevado mi reloj —le contó a Elek, y le mostró su escondite.
Elek se quedó mirándolo con incredulidad, le pegó unos manotazos en la cabeza,
tomó el reloj y salió corriendo para dárselo a los rusos.
En las calles daba la impresión de que habían llovido rusos muertos. Gyuri y
Pataki deambularon por ellas sin detectar ningún alemán muerto; tal vez el horror de
los alemanes por el desorden los había convencido de hacer su retirada en orden.
Todos los cadáveres estaban sólidamente congelados y muchos de ellos habían
abandonado la vida en las posturas más ridículas. Le recordó a Gyuri las fotos de los
cadáveres de Pompeya, petrificados por la lava del Vesubio en erupción, fotos que

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István había traído de su viaje de fin de curso a ese lugar. Gyuri tenía ganas de visitar
Pompeya, principalmente por los murales más artísticos, como dijo István que el guía
los había etiquetado, uno de los cuales al parecer mostraba a un sujeto con la polla del
tamaño de un remo.
Un camión se detuvo a su lado, y antes de que él o Pataki hubieran siquiera
pensado en salir corriendo, un soldado soviético se bajó de un salto; era un gordo
campesino ucraniano. (Si no lo era, debió de considerar esa profesión porque tenía
todo el aspecto de serlo.) Blandió hacia ellos su ametralladora, una davai guitar, de
ese modo triunfante que tenían los Ivanes, y así, sucintamente, expresó el deseo de
que cargaran en el camión a sus camaradas caídos. Una vez aclarada cuál era la tarea,
el soldado se marchó para practicar una incursión investigadora. En las semanas
siguientes a la pelea, se acostumbraron a que los rusos entraran en casa como de
paseo y se llevaran los artículos que les llamara la atención, cualquier cosa, desde uno
de los trajes de Elek hasta el agua de colonia de su madre, que usualmente se
rociaban en el mismo lugar. Hubo incluso un individuo que se quedó durante largo
tiempo tratando de descubrir la manera en que se suponía que uno debía tomar agua
del inodoro.
Józsi se reunió con Gyuri y Pataki y les ayudó a cargar los soldados difuntos. La
plataforma del camión estaba congelada y los cadáveres podían deslizarse hasta el
fondo como si uno estuviera jugando al curling. Había poses verdaderamente
ridículas: un cadáver tenía una mano junto a su oreja como si se esforzara por oír
algo.
—¿Cómo has dicho, Sergei? —Pataki improvisó el diálogo—. Con toda
seguridad los relojes están en los otros bloques de pisos.
Con otro cadáver se las arreglaron para incorporarlo un poco y, al apoyarlo
ligeramente contra una pared, lograron que recuperara cierto aspecto de animación.
Pataki sacrificó un último cigarrillo para darle a la figura una apariencia más próxima
a la vida.
—Seguro, tengo fuego —dijo, y acercó una cerilla al cigarrillo insertado entre los
labios cadavéricos. Desde cierta distancia parecía de verdad un soldado ruso
fumándose un cigarrillo. Mientras trataban de cargar un cadáver a la espalda de otro
cadáver percibieron, por el rumor creciente de los insultos, el regreso del soldado, un
tanto enojado al ver que su camión todavía no estaba lleno de cadáveres y que Gyuri,
Pataki y Józsi, lenta, sombría, respetuosa, activa y tiernamente, colocaban en la parte
posterior del camión los restos mortales de un héroe caído.
—Malenky robot, malenky robot —(una frase que ahora todos sabían que
significaba «un poco de trabajo») repetía furiosamente—, bistro!, bistro! —y movía
su arma para indicar que deseaba un trabajo más eficiente; evidentemente tenía que
participar en un saqueo importante. Los cuerpos que quedaban en los alrededores se

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cargaron tan rápido como sacos de patatas.
Después de llenar el camión y a punto de despedirse, el soldado indicó, otra vez
mediante el elocuente sistema de la ametralladora, que ellos también debían subirse.
Pensaron en hacer alguna objeción, pero lo pensaron por muy poco tiempo.
Subieron a bordo y vieron cómo el camión salía del parque de la Ciudad. Fue un viaje
incómodo.
—Pesan como un muerto —comentó Pataki.
Los metieron en el interior de un edificio administrativo, los condujeron hasta el
subsuelo y allí los encerraron. Como notaron cierta fealdad en la atmósfera y a Pataki
le esperaba un plato de sopa de habichuelas para el almuerzo, decidieron escapar.
Había un ventanuco por el que pudieron salir con algo de dificultad (una porción más
de carne de caballo la semana anterior y no lo habrían logrado). Aparecieron por la
parte posterior del edificio, sin rusos en la costa. Después de correr todo el camino
hasta su casa, no pisaron la calle durante un par de días. El señor Pártos del primer
piso, que se había aventurado en la ciudad porque le dieron un soplo para conseguir
un poco de leche, desapareció ese día. Una semana más tarde logró enviar un mensaje
a casa desde el vagón de ganado que pasaba por Záhony, cerca de la frontera
soviética, mediante la amable gestión de un trabajador del ferrocarril. Un soldado
ruso lo había invitado a realizar un malenky robot, y obviamente se produjo algún
error que confiaba poder resolver.
Habían matado a un montón de compañeros de Gyuri, así que pasar lista por
primera vez en la escuela al recomenzar las clases fue un acto macabro. Lo molesto
era que ninguno de los maestros había muerto. Gyuri había tenido la esperanza de que
Vágvólgyi, en particular, hubiese recibido algún impacto directo de la artillería rusa o
de un bombardero estadounidense, pero allí estaba, calvo como una bola de billar, sin
sonreír, bloqueando el paso de Gyuri por el pasillo, y era evidente que esperaba el
trabajo sobre Kossuth, que ya llevaba una semana de retraso cuando llegaron los
rusos y le dieron a Gyuri un nuevo respiro. Si otro le hubiera dicho: «Confio en que
haya empleado usted el tiempo extra para ampliar su instrucción con nuevas lecturas»
seguramente parecería que bromeaba. Vágvólgyi no bromeaba. Mientras Gyuri se
explayaba en explicar que no había podido completar su obra ocupado en la lectura
de un nuevo libro sobre el exilio estadounidense de Kossuth, Vágvólgyi sacudió la
cabeza con la mirada de un hombre herido.
—Fischer, Fischer, esto es deplorable. No puede dejar que una guerra se interfiera
en su educación. Usted conoce nuestra historia. Como húngaro, debería estar
preparado para cualquier eventual cataclismo.

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Octubre de 1946

Pataki estaba elucubrando en el retrete cuando fueron a arrestarlo.


Confortablemente instalado, recorría una primera edición de la poesía de Tompa,
un volumen espléndido rubricado en oro impreso en 1849, que provenía de un
apartamento judío bombardeado. Tompa era el tipo de poeta que le gustaba a Pataki,
laborioso y menor, y ése era precisamente el motivo por el que Pataki estaba
investigando los esquemas de su rima. La mediocridad de Tompa era más bien
reconfortante. Tompa había estado allí, fue el asistente de Petófi durante la
revolución de 1848, el momento cumbre del siglo, y rebotó por todos los lados de esa
caldera que terminó por generar una era; todos los grandes momentos de la existencia
le fueron concedidos, y él sólo los farfulló. Lo único que Tompa logró hacer fue
formular versos dignos de tarjetas de felicitación, una cadencia de tum-ti-tum.
Tompa era exactamente lo que uno pediría como predecesor literario: sólido,
confiable, sin inspiración, realizador de útiles trabajos de base, hombre que compuso
algunas estrofas prometedoras, para después pasarle la batuta a sus sucesores y que
éstos pudieran lanzarse hacia la gloria. Un escudero. Un tramoyista en el escenario.
No como el cabrón de Petófi, que puso vallas para dejar fuera casi todo el lenguaje,
que confiscó la mayoría de los temas sobre los que valía la pena poetizar, y que creó
íntegra la literatura húngara en las pausas para el almuerzo que le dejaban sus
actividades revolucionarias; el hombre que (de acuerdo con algunas autoridades)
declaró abierta la revolución de 1848, el mismo que grabó las mejores formas
poéticas en su totalidad, lanzó, como tarea subsidiaria, programas enteros de la
escuela y la universidad, y peleó con el ejército revolucionario húngaro, el mismo que
derrotó a los Habsburgo, el ejército que tenía todo el aspecto de haber suprimido la
mala suerte, cuando de pronto, ¡paf!…, fue borrado del mapa.
Entonces Petófi tuvo el descaro de morirse, elegantísimo con una camisa blanca,
de pie, haciendo frente en solitario a la caballería cosaca. Tenía veintiséis años. Cada
húngaro nacería con un verso suyo grabado en la cabeza.
Eso era lo que uno no necesitaba, un genio podrido dispuesto a estropearte todos
tus proyectos, a devorar toda la gloria literaria de la mesa. Pataki tenía dos sueños
recurrentes. Uno, más que sueño, era una pesadilla: el corazón le latía atormentado
porque no podía recordar los nombres o las direcciones o los números telefónicos de
dos o tres chicas espectaculares que había conocido: sus datos siempre quedaban
fuera del recuerdo, las puntas de los dedos de su memoria no podían alcanzar el
estante donde los conservaba, de manera que no había manera de rastrear aquellas
bellezas. Estaban en alguna parte, esperándolo, pero no podía lograr que su memoria
las recordara. Solía despertarse bañado en sudor.

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En el otro sueño aparecía una biblioteca. Era el tipo de sueño en que uno sabe
desde el principio que se trata de un sueño. El libro principal era un grueso volumen
de poesía. Saltaba a la vista que era buena literatura, estaba lleno de material de
primera clase, del tipo de libros que tiene todo el mundo, incluso aquellos que no
leen. Así que Pataki leía el libro, y pensaba, ésta es una poesía brillante, podría
abrirse camino con toda fuerza hacia cualquier antología de versos, deja a Petófi en la
misma línea de partida, y no existe. Todo lo que tengo que hacer, piensa Pataki, es
memorizarlo, escribirlo cuando esté despierto y, presto, inmortalidad instantánea.
Sin embargo, a pesar de que recorría el sueño una y otra vez, nunca podía
recuperar un fragmento. Una vez, excepcionalmente, regresó con un verso: «El perro
está en la perrera», y tras una larga consideración, admitió que no era en sí mismo
nada bueno, y Pataki no fue capaz de elaborar la estrofa. Había una variante de este
sueño en la que él encontraba por casualidad un montoncito de monedas de oro y, a
pesar de concentrarse furiosamente en traerlas consigo, se despertaba con las manos
vacías.
Lo cierto es que Pataki trataba de escribir sin recurrir a los atajos, pero a pesar de
que se entusiasmaba mientras escribía, bastaba que se secara la tinta para que le
sucediera lo mismo a su satisfacción. Las ideas, las visiones que encendían su chispa
eran excitantes, pero era como tomar un guijarro resplandeciente del lecho de un río,
que al sacarlo se vuelve opaco y sin atractivo. Trataba de salpicar con tinta a los
hombres invisibles a quienes sólo él podía ver, para que pudieran apreciarse sus
siluetas, pero siempre fallaba y se quedaba con un revoltijo.
No había logrado poner nada por escrito que le apeteciera mostrar a otros. Era tan
frustrante como ver a una bella muchacha y terminar con un garabato pintado en la
pared.
De ahí que, mientras le reconfortaba la poesía mecánica de Tompa, Pataki se
sorprendiera al oír el golpe que sacudió la puerta del baño (que en realidad no estaba
diseñada para recibir fuertes puñetazos) y una voz masculina desconocida que decía
su nombre. Estaba sorprendido, pero no tanto como llegaría a estarlo al descubrir que
fuera lo esperaba la AVO.
Como suele suceder con la policía secreta, la AVO no era terriblemente secreta en
sus actividades. La mitad del trabajo de ser un policía secreto consiste en que la gente
sepa de ti, publicidad boca a boca. La madre de Pataki, afortunadamente, se quedó
más asombrada que él; cayó en un azorado silencio y de ese modo no se produjeron
escenas cuando salieron de casa. Más afortunado aún, el padre de Pataki todavía
estaba en el trabajo. Si iba a librarse de este problema con su verborrea, él no quería
interferencias. El problema era ¿cuál era el problema? Los dos sujetos de la AVO
pusieron especial énfasis en no decirle sobre qué iban a interrogarlo y se ocuparon de
explotar al máximo la superioridad que les daba el hecho de saber, eso Pataki lo podía

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notar. Hasta que descubriera la causa del problema, iba a ser difícil decidir qué fraude
le convenía desarrollar; preparó dos o tres excusas válidas para tener a mano una
buena historia.
Cuando bajaban por la escalera pasaron junto a la señora Vajda, que se lamentaba
con la señora Csórgó de la demolición de la iglesia que había estado durante más de
cien años al fondo de la Damjanich utca.
—Esto no puede durar mucho tiempo más —decía en ese momento.
El coche de la AVO era negro y largo, y Pataki trató de disfrutar del corto viaje.
Había algo halagador en el hecho de ser arrestado, un testimonio del entorno sobre la
importancia de uno, pero eso de estar bajo custodia comenzaba a convertirse en un
hábito; realmente había que terminar con la costumbre. Del incidente de la
recolección de cadáveres habían salido por la ventana. Luego él y Józsi acompañaron
una vez a Gyuri a la cabaña de su madre en Erdóvános. El primer día en el campo
treparon a una colina en medio del bosque y aparecieron en un campamento ruso. De
inmediato Pataki simuló un intenso dolor, como si tuviera una apendicitis aguda, y
envió a los otros a buscar un médico y medicinas. La argucia tuvo el efecto deseado:
los soldados los mandaron al infierno y los abuchearon para que se marcharan cuanto
antes de allí.
Al día siguiente revivieron la escapada burlándose del candor de los rusos,
mientras disparaban un revólver contra unas botellas que habían llevado a cierto
rincón panorámico para hacer un poco de práctica de tiro. Era la época en que
aparecían avisos en los periódicos, sobre las paredes, en los vagones del tren, por
todas partes, avisos que advertían que toda persona a la que se atrapara con un arma
de fuego sería considerada un delincuente, un fascista, un enemigo a quien se
fusilaría en el acto. Probablemente por los mismos disparos y sus risas, no
percibieron que se acercaba una patrulla rusa hasta que la tuvieron encima.
Uno de los cuatro soldados, un sujeto diminuto que parecía tener unos doce años,
era extremadamente jovial. Era obvio que el manual del Ejército Rojo para las tropas
estacionadas en Hungría contenía la frase «Te vamos a fusilar» (sólo para evitar
cualquier malentendido), dado que el enano la repetía una y otra vez con un acento
espantoso, y agregaba diversos efectos onomatopéyicos de una ejecución, como
«bbubbbbbuabbaa». Así lo repetía durante todo el camino hasta el pueblo de Jew, e
intercalando unas risitas, como si estuviera encantado. Los que vivían en Jew no
parecían judíos en absoluto, ni lo eran, de otro modo habrían estado muertos desde
mucho tiempo atrás. Pataki reflexionó, no por primera vez, sobre la imbecilidad de
los nombres de los pueblos húngaros y qué estúpido sería que a uno lo mataran en
Jew.
Los dejaron en un cuartito, con una ventana tan pequeña qué ninguno de ellos
podría sacar algo más que un brazo, mientras su inquieta escolta montaba guardia

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fuera, ensayando para formar el escuadrón de fusilamiento. Iba a ser penoso
mendigar para poder salir de ésa, reflexionó Pataki, sobre todo teniendo en cuenta
que el ruso que sabían ellos no iba mucho más allá de «la puta que te parió». Józsi
comenzaba a oler mal y en los ojos de Gyuri acechaba el terror.
—No os preocupéis —dijo Pataki con el intento de subirles la moral—, no van a
ejecutarnos.
—No es eso —dijo Gyuri—, es que todos han visto que nos traían aquí. Mi madre
me va a matar.
Pataki recordó entonces que la última palabra que Gyuri le dijo a su madre antes
de salir por la puerta había sido «No», en respuesta a su colérica pregunta «No
conservas todavía ese revólver, ¿verdad?».
Pataki exploraba dos líneas de pensamiento: en primer lugar, podían decir que
habían encontrado el revólver y se proponían entregarlo, precisamente porque se
daban cuenta de lo ilegal y peligroso que era tal objeto, y que con gran facilidad
podía caer en malas manos. Otra opción era hablar de la cacería de un soldado nazi,
que según los nativos del lugar se había escondido en el bosque en busca de comida,
mientras planeaba pérfidos ideales antisoviéticos, que iría junto con una frase tipo
«queríamos entregarlo nosotros mismos, como una forma de agradecimiento al
Ejército Rojo por la forma generosa en que han liberado nuestro país de una escoria
maldita como ésa». Esta última era una historia mejor, pero lamentablemente menos
verosímil.
En ese momento entró el oficial al mando del piquete. Por el aspecto abatido del
rostro del enano, Pataki adivinó que después de todo no iban a llenarlos de plomo. No
les dio oportunidad de exponer ninguna de sus invenciones, pero el hombre los
despellejó vivos (mediante un intérprete) con un sermón severo y abrasivo como el
papel de lija. Luego los liberaron, y para decepción de Gyuri tuvieron que irse a casa.
Ese cautiverio duró apenas una hora; ¿cuánto tiempo lo retendría la AVO?
El conductor llevó el coche de la AVO a una velocidad uniforme por el bulevar
Andrássy út y giró a la derecha en el número 60, el cuartel general. Pataki
interrumpió sus reminiscencias con la idea de que la entrada al número 60 le
resultaba familiar, y recordó que la había visto en el cine, en un noticiero que
mostraba cómo entraban por allí los líderes cautivos de la Cruz de la Flecha y sus
ayudantes nazis, esposados, y explicaba cómo iban a ser los juicios: había horcas por
todas partes. El coche entró por la puerta lateral, la entrada de los proveedores, y de
pronto todo el aplomo de Pataki desapareció; el miedo se instaló en su mente y se
adueñó de ella.
Le hicieron subir por una escalera larga y ornamentada, con una alfombra gruesa
hasta la ineficacia. La opulencia del interior le resultó a Pataki impactante puesto que
no recordaba en años una pared decorada, o sin agujeros de bala o cualquier otro tipo

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de daño bélico.
Lo encerraron en una habitación tan enorme, con un techo tan alto que casi se
perdía de vista. De él pendía una araña de las dimensiones de un yate de cristal.
—De pie contra el rincón —dijo uno de sus escoltas. Pataki advirtió entonces que
en otro rincón había alguien más, con la nariz presionada contra el ángulo recto que
formaban las paredes. A pesar de haberlo visto solamente desde atrás, reconoció a
Fuchs por el pelo rojo, erizado e hirsuto como un cardo. Esta revelación, junto con la
orden de carácter escolar de ponerse contra el rincón, le provocaron un ataque de risa
que tenía un alto contenido de histeria. Esto, a su vez, provocó un puñetazo en la
oreja de Pataki, que todavía le quemaba cuando empezó a oscurecer; aun así Pataki
estaba de lo más feliz, de pie como un idiota, porque ahora sabía de qué se trataba
todo eso y podía tener listos para fluir libremente los jugos de la expiación, la
protesta y la mala interpretación; más aún, por una vez, él no había hecho nada.
Todo empezó con un paseo que dieron en bote él y Gyuri por el Danubio. Se
detuvieron para almorzar en la isla Csepel y, mientras descansaban sobre la verde
ribera, Gyuri encontró un pequeño estuche de los que suelen contener granadas.
Pescaron un poco —las granadas producen resultados imbatibles— sin perder tiempo
con gusanos, hilos, anzuelos, lastre, esperas. Pero después de almacenar una buena
cantidad de pescado masacrado, la diversión comenzó a disminuir.
Eran buenas granadas, granadas alemanas, así que Pataki, después de haber
adquirido las acciones de Gyuri gracias a una apuesta referida a cantidades de botes,
decidió venderlas o cambiarlas en la escuela, del mismo modo en que una vez, hacia
el final de la guerra, había hecho una ruidosa venta en la que cambió armas por un
poco de calderilla.
Pataki inició sus proezas de venta minorista durante una de las clases de física de
Hidassy. No importa cuántas veces hubiese enseñado un tema, Hidassy era
apasionado y entusiasta en su exposición, hasta el punto de que se lanzaba a las
excentricidades del átomo o de la densidad y ni siquiera se daba cuenta de lo que
hacía la primera fila, así que, en la última, Pataki con sus granadas podía haber estado
en el otro lado del planeta. Una semana se las arreglaron para jugar un partido de
fútbol a escala reducida con una pelota de papel enrollado, sin que Hidassy
interviniera en absoluto.
Hidassy suponía una placentera alternativa al lado de los otros maestros, que
adoraban controlar cada aspecto de la existencia del alumno; por ejemplo, Horváth,
de quien se rumoreaba que lo habían degradado de su asignación en el ejército a
causa del bochornoso número de reclutas a su cargo que habían muerto. Horváth
estaba siempre castigando a la gente con una vara, o proponiendo que los expulsaran
sólo por no tener sus columnas vertebrales suficientemente perpendiculares. A
Hidassy, sin embargo, no le molestaba que dormitaran en el banco de trabajo; él sólo

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se dedicaba a cargar con secciones ondulantes de tubos de goma o a meter cosas en
un mechero Bunsen. El día en que Pataki incendió uno de los bancos del laboratorio,
por experimentar y ver si se quemaba, Hidassy tuvo como única reacción abrir una
ventana para que saliera el humo.
Un día, una hora después de que finalizara la escuela y cuando los alumnos ya se
habían retirado en fila, se decía que Hidassy siguió dando la clase sobre
electromagnetismo: él amaba la física. Y sus alumnos lo querían, no sólo porque los
dejaba en paz, sino porque en época de exámenes, cuando abrían sus bocas como
peces abandonados en tierra, él siempre ponía buena nota por «comprender el
principio». De hecho, lo que generalmente sucedía durante el examen oral era que él
hacía la pregunta y entonces, aun antes de que uno tuviera tiempo de dar una
respuesta (en el supuesto de que tuviera alguna) no importa cuán débil o
conquistadora, él mismo comenzaba a responderla de manera brillante, y lo único que
requería en el mejor de los casos era que el examinando asintiera un poco con la
cabeza para mostrar que estaba de acuerdo.
—Teller me decía que aquel que divida el átomo podrá hacer explotar el mundo
entero: lo menos que podía hacer era escribir para disculparse —se explayaba
Hidassy mientras Pataki vendía sus granadas. Keresztes, lo mismo que Fuchs, se
acercó para examinar los productos, pero Pataki hubiera preferido que no lo hiciera.
Keresztes era un cliente indeseable por peligrosamente imprevisible. Durante el sitio,
los que portaban las ametralladoras tenían a Keresztes siempre detrás de ellos,
pidiéndoles que le dejaran disparar. Una vez Pataki y Gyuri fueron a una feria y
Keresztes se les pegó. Un gitano, por descuido y sin malicia, sólo por el movimiento
browniano del público del lugar, rozó a Keresztes al pasar. Con toda cortesía éste
pidió prestada la celebrada navaja de Gyuri, revisó los diferentes complementos y,
después de haber elegido la cuchilla más larga, se la hundió al gitano. «Gracias», dijo
amablemente.
Ésa fue la única ocasión, hay que decirlo, en que Pataki le conoció buenos
modales. Fuchs tampoco era un cliente ideal, dada su intachable reputación de no
tener nunca un centavo. Siempre que se reúnen treinta jóvenes, suele haber uno sobre
el que se sientan todos los demás. Alguien, cualquiera, daba la señal: «Es hora de un
Fuchs», gritaba, e inmediatamente un grupo de ocho se sentaban encima de Fuchs;
podía haber más interesados, pero Fuchs no era muy grande, e incluso cuando
llegaban a diez algunos quedaban sentados sobre un par de dedos, una mano, una
nariz, o cualquier otra parte periférica. Era relativamente simple, pero resultaba una
diversión inagotable. Fuchs también era bueno para encerrarlo en los armarios, y
como era de conocimiento público que su madre llamaría a la policía si llegaba a casa
dos minutos tarde, en una ocasión —que fue para partirse de risa— lo esposaron a la
baranda del tranvía 47 y allí tuvo que permanecer, a pesar de sus desapasionadas

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súplicas, hasta que el conductor llevó el tranvía de vuelta a la terminal.
Más divertido todavía que meterse con Fuchs era meterse con su cartera. Había
adquirido una cartera de cuero muy sobria, muy cara, gracias a una creencia familiar
de que un equipamiento como ése iba a mejorar sus rendimientos académicos. Como
era lujosa, muy cara y sobre todo porque pertenecía a Fuchs, a la cartera se le
prestaba muchísima atención. Fuchs tenía una curiosa unión espiritual con esta
cartera, una unión que trascendía el mero intento de protegerla. Los otros
comenzaban a patearla en cuanto la veían, y Fuchs tenía que caminar por todas partes
con la cartera aferrada a su pecho, pero como no podía mantener todo el día una
vigilancia tan estrecha, la cartera acababa desapareciendo. Invariablemente, en el
momento en que caía en manos hostiles, no importaba lo distraído que estuviera,
Fuchs sentía una alerta telepática y era preciso sentarse encima de él mientras los
demás llenaban la cartera de líquidos, la usaban como trampolín, la clavaban a la
pared o, como sucedió en una memorable ocasión durante uno de los atracones con
los chocolates de Sólyom-Nagy a principios de 1944, la cubrieron de chocolate
derretido con un mechero Bunsen, como ilustración de un discurso de Hidassy sobre
el espectro.
Estaban al fondo de la clase, sentados sobre el alféizar de la ventana, donde
Keresztes toqueteaba las granadas para disgusto de Pataki. El laboratorio estaba en el
segundo piso a una altura de seis metros con respecto al suelo. Una moda arrasaba en
la escuela en aquella época: saltar desde el extremo de la sala de música, una caída de
cuatro metros sobre el césped. Era una moda iniciada por Gombóc, cuyo hermano
mayor había sido paracaidista, y a resultas de ello se produjo una epidemia de
torcimientos y roturas de tobillos. Keresztes sopesó una granada, acariciándola
meditabundo.
—Mira lo que te digo —propuso—. Te apuesto esta granada a que no puedes
saltar por la ventana y salir caminando.
Keresztes nunca llegó a explicar qué ofrecía a cambio, pero en cualquier caso
Pataki no iba a aceptarlo, puesto que independientemente de si se rompía el cuello o
no, un golpe como ése significaría para Pataki más tiempo de castigo, y una
reducción más drástica todavía de sus ejercicios de remo por el Danubio.
Pataki ya había dicho tres veces que no, cuando Keresztes, a quien había que
decirle las cosas seis veces como mínimo, tiró a Fuchs por la ventana. Fuchs se
mostró verdaderamente sorprendido por la forma en que la clase de física se le
escapaba, pero se incorporó con rapidez y se sacudió el polvo.
—¿Ves? —dijo Keresztes—, la granada es mía.
Después de eso le quitó la anilla. Fila tras fila los estudiantes se escondieron
acuclillados bajo sus bancos, atentos a la granada activada.
Pasados unos tres o cuatro minutos, Pataki salió arrastrándose de debajo de un

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banco vecino y vio que Keresztes sostenía la granada elevada hacia la luz.
—Muy bien —dijo—. ¿Cómo sabías que estaba desactivada?
—No lo sabía —repuso Keresztes.
En ese momento Fuchs entró otra vez en clase. Hidassy, que no se había saltado
ni una sola palabra de su eulogia sobre el electrón mientras duró el susto de la
granada, se volvió hacia Fuchs.
—¿Cómo se atreve a dejar la clase sin mi permiso? Doble amonestación.
Ésa fue la última vez que vieron a Keresztes. Circularon dos rumores. Según uno,
el director le pagaba una cantidad de dinero para que se mantuviera alejado de la
clase; según el otro, la desaparición de Keresztes se debía a que en la estación de
Kóbánya se había apostado con alguien a que era capaz de parar el tren de las 4.15 de
Keleti, que no se detenía en Kóbánya, en un acto de sometimiento. Pataki prefería
claramente esta última versión, que le parecía además más verosímil.
Fuchs quedó doblemente deprimido por la doble amonestación: nunca había
merecido alguna y, como todo el mundo sabía, Hidassy nunca había aplicado ese
castigo.
Cuando salieron de clase, Fuchs se dobló en dos por el infortunio siempre con la
cartera apretada contra su pecho, y Pataki, como no había nadie cerca que presenciara
la escena, se apiadó de él y trató de animarlo.
—Es inútil —murmuró Fuchs—, nunca haré algo grande como tú, que vendes
granadas. Nadie se sienta encima de ti.
Pataki trató de restarle importancia al prestigio de la compraventa de armas, pero
mientras esperaban el tranvía su sentido del humor prevaleció por encima de su
compasión cuando Fuchs sugirió:
—Oye, ¿no podría yo ayudarte a vender algunas?
Pataki lo miró contemplativo durante un momento teatral, y luego accedió.
—De acuerdo —dijo.
Pataki dibujó el oculto arsenal subterráneo de los alemanes descubierto por él,
que estaba atiborrado de equipamiento de las SS de primera calidad: municiones,
armas, granadas, etcétera, una mina.
—Tienes que traerte una soga… mucha soga, quince metros. Un casco de minero,
si puedes conseguir uno, y una linterna muy potente. Y también una gran cantidad de
acedera.
—¿Acedera?
—Sí, ya sabes, ramas verdes. La acedera es lo mejor para empaquetar explosivos;
los relaja —aclaró Pataki con una cara impenetrablemente seria. De vuelta a casa,
después de haberse despedido de Fuchs, Pataki no podía evitar los ataques de risa
cuando lo imaginaba repasando su lista de compras. Y el jueves señalado, cuando
Fuchs se presentó en la escuela bajo enormes rollos de cuerda, con un casco de

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minero encasquetado en el ángulo aerodinámico de su cabeza y dos grandes canastas
llenas de verde acedera fresca, Pataki se asustó de verdad por temor a herirse o
desmayarse de la risa. También informó al resto de la clase de la búsqueda proyectada
de armas, de manera que el regocijo fue universal, pero lo que remató a Pataki fue el
toque del casco de minero, que debió haber gravado con gran potencia la ingenuidad
de Fuchs. No se pudo controlar y se ganó tres amonestaciones por inexplicables
espasmos de risa. Sólo a la tarde siguiente logró reponerse, mientras leía su Tompa.

*
La atmósfera escolar en el número 60 de Andrássy út se acentuó más todavía después
de haber estado de cara al rincón durante unas horas, cuando le indicaron que
rellenara una hoja con su currículum vitae. Ahora Pataki estaba tranquilo, pero no
confiaba completamente en decir lo apropiado para poder salir de allí esa noche e irse
a casa. Las granadas que en efecto había vendido seguramente desaparecieron mucho
antes, eso podía negarlo. La táctica era una sólida negativa a reconocerlas. Y en
cuanto al subterráneo escondite alemán de armas, como no existía, podía revelar que
había sido una broma de escolar, disculparse profusamente e irse a casa. Era una
lástima que no pudiera ponerse en contacto con Fuchs para ponerse de acuerdo en sus
relatos, pero se ocupó de repasar varios estados emocionales: miedo, incredulidad,
arrepentimiento, y dejó en reserva unas pocas mentiras. Ajustó mentalmente los tonos
de negación y estableció el nivel de horrorizada inocencia que quería transmitir en los
momentos culminantes.
Los interrogaron por separado. A Pataki le permitieron sentarse, y fue lo que hizo
de la manera más respetuosa y cooperante que le fue humanamente posible. Su
interrogador usaba el nuevo uniforme de insignia azul de la AVO.
—Lo sabemos todo de ti, Pataki —dijo para comenzar la sesión. Pataki no hizo
caso del tono despectivo y mantuvo una sonrisa constante; trabajaba sobre la teoría de
que la sonrisa podría reducir las posibilidades de que le pegaran. El interrogador miró
su historial con disgusto evidente. Dejó el papel con un gesto que Pataki, como
simulador consumado, detectó instantáneamente como una pausa artificial; tuvo la
sensación de que su interrogador quería irse a casa. Después de todo eran las nueve
de la noche—. Fuchs lo confesó todo sobre las armas. Nos dijo que querías ayudarle a
organizar una batalla en toda regla…
—No —dijo Pataki de la manera menos contradictoria posible—, no hay armas
en absoluto, es…
—¿Y esto qué es, entonces? —preguntó el interrogador, y arrojó sobre la mesa
una ametralladora alemana.

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Pataki contó los latidos.
—¿Un mondadientes demasiado grande y muy pero que muy poco práctico? —
dijo—. ¿Un accesorio de una cortadora de césped, quizá?
Pataki observó que por primera vez en su vida no se le ocurría nada conveniente.
¿Iban a culparlo a él? Sucediera lo que sucediera, tuvo claro que no se le iban a
ocurrir las mejores respuestas.
—Ya te he dicho —continuó el interrogador— que Fuchs lo contó todo. Explicó
que tú no sabías nada, que él sólo te metió en el asunto para que lo ayudaras a
distribuir. Hemos logrado cortarlo de raíz, y a ti te conviene. —Ya está, pensó Pataki,
que se las veía venir, quiere irse a casa—. Lo sabemos todo de ti. Ése es nuestro
trabajo. Pero eres joven. Pasaremos por alto esta equivocación a pesar de que es una
ofensa importante. Vamos a darte otra oportunidad. —Lo que tú digas, pensó Pataki
—. Estás con los exploradores, ¿verdad? —Eso ya no era una pregunta.
No lo llevaron de vuelta a casa en coche. Andrássy út, oscura y lóbrega como era,
le pareció a Pataki tremendamente bella. Inhaló una generosa cantidad de aire
nocturno. Estaba a punto de escribir un poema acerca de la libertad, dada su nueva
calificación para poder valorarla. El gesto de la ametralladora había sido un tanto
crudo, juzgó, pero lo cierto es que por una vez había temido que lo dejaran frito. Si
ellos consideraban que era necesario blandir una ametralladora para conseguir su
cooperación, allá ellos.
Ladányi estaba en esa época a cargo del grupo de exploradores. Los otros jesuitas
también participaban, pero en realidad el encargado era Ladányi. Un cargo bastante
apropiado, por cierto, que él asumió mientras escalaba los diferentes rangos de su
carrera. Ladányi tenía todo el aspecto de los jesuitas: era alto, con unos ojos sobrios
que parecían colarse por tus pensamientos. Pataki tenía que recordarse a sí mismo
que, si bien Ladányi iba vestido de negro, aún estaba a prueba; el aprendizaje era
ridículamente largo en la Compañía de Jesús, e incluía formas avanzadas de besar el
altar y cosas por el estilo.
—Sé que esto le parecerá difícil de creer… —comenzó Pataki.
—Déjame adivinar: la AVO quiere que espíes a la tropa —propuso Ladányi.
—Ehh… sí, para serle franco. ¿Cómo lo sabía?
—Alguien tenía que hacerlo. Tu afición a meterte en problemas te convierte en la
elección obvia. ¿Puedo sugerirte que copies nuestra revista? Te ahorrará mucho
tiempo. Sólo dedícale un poco más de espacio a ciertos aspectos que te parezcan
particularmente llamativos, o cualquier fogata verdaderamente intrigante. Esa gente
es muy afecta al papeleo. ¿Algo más?
Pataki se encontró con Fuchs una semana más tarde camino de la escuela; era la
primera vez que lo veía desde su encarcelación conjunta. Fuchs pareció terriblemente
asustado y perturbado al verlo.

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—Lo siento, pensé que estabas bromeando acerca de esas armas: por eso me las
llevé a la cueva; pero logré convencerlos de que fui yo quien las había encontrado. Lo
siento.
Pataki y Fuchs no volvieron a hablar del asunto. En realidad nunca volvieron a
hablar de nada. Y Pataki ciertamente nunca habló de ello con ninguna otra persona.
Sin embargo, advirtió que la gente ya no se sentaba encima de Fuchs.

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Septiembre de 1948

El entrenamiento de hormigas era lo más común. Gyuri sabía que debía estudiar con
mucho más ahínco. A diferencia de los exámenes anteriores, cuya importancia nunca
le había convencido demasiado, ahora se trataba de una prueba decisiva hasta lo
terrorífico, tan importante que podría constreñirle la tráquea, y debía estudiar con
mucho más ahínco. En realidad él quería estudiar con más ahínco. La intención
estaba bellamente formulada, tenía todo lo que una intención debía tener, pero se
mantuvo siempre en la esfera de los buenos propósitos, y nunca logró salir a escena.
Salió solo y remó hasta la isla Margit en un bote lleno de libros de texto, sin dar a
nadie indicios de su paradero. Solos él y las matemáticas. Un mano a mano singular.
Recostado al calor del envejecido verano, Gyuri abrió los libros para entregarse a los
cálculos, para exponerse a los rayos de las ecuaciones, pero si su bronceado
avanzaba, lo cierto es que a su erudición no le pasaba lo mismo. Se sintió burlado.
Como quien salta desde un acantilado, se arrojó en dirección al álgebra distante, pero
en lugar de precipitarse hacia abajo para zambullirse en esas fórmulas, simplemente
se quedó revoloteando arriba, lejos, como si una secreta fuerza antigravitatoria lo
repeliera de las matemáticas.
Disfrutaba del sol, que no estaba racionado, y de pronto sucumbió a un ataque de
pastoreo de hormigas.
Hasta entonces, sus únicos tratos con las hormigas consistían en pisarlas, ya fuera
por accidente o por el acto deliberado de aplastarlas cuando invadían sus posesiones o
sus comestibles. Se instaló en la intersección de varias rutas de caravanas formicantes
y pasó casi tres horas dedicado a establecer desde su posición olímpica una serie de
obstáculos y pruebas para las hormigas con la ayuda de ramitas, hojas y extracciones
de sus bocadillos del almuerzo. Jugó con la idea de convertirse en un gran
entomólogo, un zoólogo de talla internacional. Hasta donde él sabía, la biología era
un área no contaminada por Marx, aunque algunos de sus discípulos, como Lysenko,
habían intentado compensar el silencio de Marx sobre dicha disciplina.
La fascinación por las hormigas continuó incólume mientras no hubiera cerca
ninguna otra distracción que lo alejara de las matemáticas. Las matemáticas tenían
algo muy recomendable —aunque fuera lo único—: volvía seductor y maravilloso
todo lo demás, las hormigas, la lengua inglesa, las conjugaciones, planchar la ropa o
lavarse. Ahora que los exámenes de matemáticas se acercaban, de golpe se abrían
ante él galaxias enteras de inédito interés; cualquier cosa desconectada de las
matemáticas resultaba irresistible.
Remó de vuelta hasta el embarcadero y descubrió que Pataki había salido a
recorrer el Danubio, de arriba abajo; estuvo buscándolo toda la tarde en un

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infructuoso intento de divertirse con sus estudios.
Gyuri cargó los libros de regreso a su casa. Estaba acostumbrado a cargar pesos
pesados, como una especie de tonificación tanto intelectual como física; por un lado
ayudaría a su energía, y también, esperaba, podía derramársele encima un poco de
sabiduría por su mera proximidad. Había muchos perros en Budapest a los que no
habían paseado tanto como a esos libros de matemáticas. Al entrar en casa y ver a
Elek solo, supo que Pataki no estaba allí. Pataki había adquirido la costumbre de
visitar la casa de los Fischer porque congeniaba mucho con Elek. A diferencia del
padre de Pataki, Elek no ponía objeciones a que éste fumara; de hecho acumulaba
cigarrillos, reservaba los escasos supervivientes de alguna entrega y los guardaba
para las apariciones de Pataki.
Cada vez con mayor frecuencia Gyuri volvía de un entrenamiento o de correr un
rato y se encontraba a Elek y a Pataki en una sociedad de nicotina, dedicados a sacar
el mayor provecho posible del escaso tabaco; Elek, mientras tanto, solía dar
testimonio de las ebúrneas glorias de un par de nalgas con las que se había topado
hacía nada menos que cuatro décadas. Gyuri no fumaba. Las probabilidades en contra
de jugar al baloncesto en la primera división ya eran tan grandes de por sí que no
podía afrontar ningún impedimento por pequeño que fuese, de manera que no le
molestaba el compartimiento extrafamiliar de los cigarrillos.
Lo que le resultaba irritante era la ecuanimidad de Elek.
Elek descansaba por lo regular en el gran sillón, casi el único remanente de sus
muebles de preguerra, virtualmente la última de sus propiedades de preguerra.
Estacionado en este sillón, con el agregado de un cigarrillo cuando había alguno
disponible, Elek tenía un aspecto increíblemente estupendo para un hombre arruinado
por completo. Su pelo y su bigote se veían tan disciplinados que parecían esculpidos;
sin embargo, el jersey gris que era ahora la estrella de su guardarropa tenía dos
agujeros que ciertamente resultaba imposible pasar por alto. Otros hombres, de haber
visto cómo se evaporaban todos sus bienes de la noche a la mañana, especialmente
una fortuna de tipo efímero como la suya, habrían protestado con amargura ante las
fuerzas ocultas que redujeron su riqueza a unas monedas en el bolsillo de su pantalón.
Destituido a la edad de sesenta años, y aun considerando el común denominador de
una guerra mundial y sus vastas industrias de sufrimiento y miseria, uno habría
esperado alguna maldición o queja de su parte. Algún puño apretado. Una denuncia
contra los poderes más altos.
Pero Elek no emitía ninguna lamentación fuera de tono. Simplemente se quedaba
a sus anchas sentado en el sillón, como si disfrutara de un día festivo. Hizo un intento
de rescatar su fortuna después de la guerra y, lo que es más crucial todavía, después
de la hiperinflación, que los húngaros calificaron con todo orgullo como la más
grande y la más veloz de la historia de la economía. Una vez terminada la inflación,

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Elek fue al banco donde había depositado millones, vació su cuenta descongelada,
compró una hogaza de pan y apenas le dieron un poco de cambio. Las zanjas de
Budapest se taponaron con cheques sin valor, las hojas caídas de un orden periclitado.
Lo que a Gyuri torturaba aún más que la tranquilidad de Elek, lo que carcomía su
mente de noche y de día, era la absoluta futilidad de la pérdida. Las cosas pudieron
haber sido tan diferentes… Una pequeña cantidad guardada en Suiza, un lingote de
oro perdido y enterrado en un campo, unas pocas joyas bien ocultas, y todo habría
cambiado lo suficiente para que pudieran comer, incluso comer bien. Pero todo se
había esfumado por algo que sólo podía provocar, en el mejor de los casos, el
alzamiento de una ceja en una nota al pie de página de algún diario económico
abstruso.
Aunque era bastante raro para un corredor de apuestas que se había ganado con
éxito la vida gracias a la gente que perdía su dinero con los caballos, Elek hizo sus
primeros intentos de recuperarse económicamente en el hipódromo, adonde fue en
busca de emociones. Gyuri podía recordar con toda claridad a Elek antes de la guerra,
cuando llegaba a casa con las ganancias de las carreras (en un maletín marrón, el
dinero todo mezclado que luego iba a ordenar el equipo de Elek) y exclamaba:
«Locura humana, ése es el mejor negocio. Nunca puede irte mal». Las riquezas que
obtenía de la contaduría del turf se debían menos a su astucia que al hecho de que
esos libros constituían un virtual monopolio, y uno de sus antiguos compañeros de
guerra era el responsable de proporcionar las licencias. Sin embargo, tal vez incitado
por su saber interior, Elek seguía convencido de que las apuestas le iban a
proporcionar, si no una entrada regular, un capital inicial para una futura empresa
innominada capaz de resolver las adversidades.
Las incursiones de Elek en las carreras resultaban principalmente una forma
segura de perder hasta la camisa; alguna vez debió de haber ganado, sin embargo,
puesto que algunas noches tenían algo de comer. En ocasiones se debía también a una
acción más directa. Un día Gyuri llegó a casa y descubrió que sus libros, todos sus
libros, habían desaparecido; lo único que quedaba en su lugar fue un rectángulo del
papel pintado de color más claro. «Tuve que venderlos», respondió Elek a las
preguntas de Gyuri, «sabes que tenemos que comer». Lo cual estaba bien, pero Elek
pudo haberle preguntado primero; lo irritante no era que los libros hubieran
desaparecido sino que, fuera cual fuese el actual valor de mercado de su biblioteca,
seguramente le habían engañado y sólo había obtenido una décima parte. El sentido
de los negocios de Elek, si es que alguna vez lo tuvo, parecía haberse traspapelado
durante la guerra. El almacén que manejó durante un mes era el mejor ejemplo;
estuvo a punto de destruir a la familia entera porque tenían que levantarse antes del
alba para comprar la mercadería, y no sólo no ganaron dinero, sino que además lo
perdieron. Perdieron una cantidad asombrosa, más de lo que habrían perdido si se

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hubiesen dedicado a desparramar las verduras por la calle. A los almacenistas no les
gusta que otra gente les pise el negocio.
Ahora Elek había dejado atrás los proyectos ambiciosos, como el de tener un
almacén; el sillón era suficiente. Desde que Mamá murió, Elek no había manifestado
la necesidad —ni mucho menos— de que le vieran haciendo algo. De tanto en tanto
se producían misteriosas ausencias que proporcionaban paquetes de comida, pero
Elek veía la vida en gran medida como un mero espectador.
Esta falta de remordimiento y de ganas de reescribir el libreto podía considerarse
admirable en ciertos barrios, pero Gyuri se sentía incapaz de aplaudir.
—¿Cómo se lleva lo de tener uno de los culos más sentados del universo? —le
preguntó después de un día especialmente melancólico. Elek se encogió de hombros.
—Mi padre lo perdió todo —dijo, como si fuera una explicación lúcida, y añadió
a manera de conclusión—: me comprenderás cuando me haya ido.
Gyuri no conocía mucho a su abuelo. Los recuerdos de las visitas a su abuelo en
lo más lejano de su infancia tenían dos componentes: hermosos pasteles que no le
permitían tocar y un viejo con cabeza en forma de bala y aspecto peligroso que
preguntaba continuamente quién era Gyuri. Su abuelo, según Elek, había firmado un
aval para las deudas de juego de uno de sus amigos. El amigo no había podido pagar
y, en lugar del gesto honorable que solía hacerse, que es meterse una bala en los
propios sesos, se escapó a Berlín para abrir un restaurante húngaro, y dejó que el
abuelo se las arreglara. Pero sin haber hecho ninguna otra cosa, lo cierto es que Elek
y el abuelo habían manejado fortunas. Gyuri, en cambio, tenía la impresión de que a
él no le darían una fortuna para perder.
Sin embargo, la rápida pauperización de Elek representaba ciertos beneficios para
Gyuri. Tener un padre que había elegido descender un escalón para apartarse de la
vida significaba la ausencia de toda fricción a propósito de sus exámenes. Elek nunca
se había preocupado demasiado por el rendimiento escolar de Gyuri; algunas veces
Gyuri se preguntaba si su padre sabía a qué escuela asistía. En una rara y efímera
llamarada de dedicación al estudio, Gyuri le pidió una vez a Elek que lo examinara de
verbos latinos.
—¿Los sabes o no? —inquirió Elek, y cuando Gyuri le hubo respondido que
pensaba que sí, Elek replicó—: ¿Entonces para qué tengo que examinarte?
Aun así, reflexionó Gyuri, mientras se afeitaba —el primero de los preparativos
para la salida de esa noche—, sólo le quedaba un examen para conseguir su
certificado de estudios. Mientras decapitaba sus barbas podía oír al señor Galántai, al
lado, quejarse repetidamente de la nacionalización de las fábricas; era evidente que la
cosa le preocupaba puesto que había sucedido meses atrás.
—Esto es demasiado —decía—. No puede continuar mucho tiempo más.
Para Gyuri estaba claro que las cosas continuarían así durante algún tiempo. Lo

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suficiente para que acabaran metiéndolo en el ejército. Ése era el único acicate que
tenía para estudiar, una zanahoria verdaderamente grande. Si no aprobaba el examen
no había universidad. Si no había universidad, sólo quedaba ejército. Y con él, años
de no comer, de mojarse bajo la lluvia, de cavar zanjas, sin ver a ningún conocido,
nadie que a uno le gustara, años de prisión con saludos marciales y las peores camas.
La gente prefería suicidarse antes que le reclutaran, como si fuera más agradable
morir confortablemente en casa que dejar truncas sus arterias en una barraca apestosa.
El único peso que todavía le amenazaba con sumergirlo en todo eso eran las
matemáticas. Lo cierto es que muchos aplazamientos se agazaparon en su contra
durante los exámenes. La literatura húngara, por ejemplo, fue un caso real en el que
debió salir trepando fuera de la tumba. Afortunadamente, los exámenes orales los
presidió Botond, acompañado por otros dos maestros que no le eran tan propicios, o
más bien que no lo eran en absoluto. El texto elegido era Toldi, de Arani. Gyuri nunca
había visto ese libro, o tal vez no pudo encontrarlo, pero la noche anterior, cuando se
decidió a leer un poco, su repentino deseo de leer a Arani quedó empañado, de
manera que al otro día se presentó al examen como era debido, listo para recibir un
aplazamiento.
Botond estaba sentado con los pies sobre el escritorio. Los rostros de los otros
maestros transmitían con gran fuerza la impresión de que tal gesto traicionaba el
decoro de la ocasión, pero Botond era el jefe del Departamento de Húngaro, y lo que
es más, era imbatible en literatura húngara. Había leído todos los libros dos veces, y
cuando se trataba de poesía podía recitar aproximadamente todo verso publicado. Si
uno tenía suerte y algo encendía una chispa en él, entraba en un trance tipo Hidassy y
recitaba sin cometer un solo error durante veinte minutos, con lo que daba a la clase
un muy bienvenido descanso. Como correspondía a alguien profundamente
identificado con el arte, Botond tenía el pelo largo y rebelde, tan rebelde y hasta tal
punto sin remordimientos, que los alumnos y el personal sospechaban que armaba
con cuidado su peinado para tener cada mañana el aspecto de una estrella de mar.
—Bien, Fischer —dijo Botond jovialmente con la mirada clavada en el techo,
mientras daba golpecitos en su incisivo con la patilla de sus gafas; probablemente,
mientras atravesaba la tediosa cuestión de examinar a sus alumnos, recorría algunos
jugosos textos en la tienda que tenía al fondo de su cerebro—, siempre es un placer
verlo, pero lamento decirle que va a tener que contarnos algo del Toldi antes de que
podamos dejarlo marchar.
—Para ser honesto, no puedo hacerlo —confesó Gyuri—. Lo siento mucho pero
no sé nada de él.
—Ja, ja. Siempre modesto. Siempre modesto. Cualquier sección, sólo dispare.
—No, honestamente. No quiero hacerle perder su tiempo —insistió Gyuri.
—Nervios de examen, ¿no? Muy bien, basta con que recite uno de sus poemas

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favoritos.
Era una petición razonable, pero pilló a Gyuri por sorpresa. Revisó su saber
literario pero el cajón estaba vacío.
—Me temo, señor, que no puedo recitar nada.
—Ja, ja, Fischer, su sentido del humor algún día le traerá problemas. Le pondré
un aprobado. Haga pasar al siguiente candidato, por favor.
Botond era extremadamente protector con todos (excepto con quienes
evidenciaban una sincera enemistad hacia la poesía). Era uno de los pocos maestros
queridos, un cariño alimentado por la información biográfica, que se transmitía curso
a curso de unos a otros, según la cual Botond se había emborrachado con todas las
principales figuras que habían trabajado con la lengua húngara desde principios de
siglo. Se había muerto de hambre con Ady en París («Bandi y yo discutíamos sobre
quién debía pelar la patata para la cena»), y con otros ocho húngaros sucios y no tan
asiduos en las efemérides compartió una cama en una buhardilla sin calefacción; se
emborrachó otra vez con todas las figuras importantes de la literatura, le pegó a
Picasso un puñetazo en una discusión sobre prosodia y, a pesar de su puesto superior
de enseñanza, estaba disponible en cualquier momento para salir de copas con
cualquier figura literaria mayor (o menor, si venía al caso) que hubiera sobrevivido a
dos guerras mundiales y a la emigración masiva. La crítica literaria era más
apasionante cuando uno sabía que su profesor había cogido alguna vez al autor por
las piernas y lo había arrastrado fuera del bar.
No, Botond no era del tipo que pusiera un aplazamiento con ligereza,
especialmente si todavía le debía a Elek una suma de cinco cifras.
Una vez fuera del examen, en el pasillo, con claridad post-incidente, a Gyuri le
vino a las mientes un poema que podía haber recitado entero, del amigo de Botond,
Ady, sobre el placer de ver la Gare de l’Est, en París; uno de los temas más atractivos
de Ady era que, según él, la perspectiva más noble para un húngaro era el camino que
lo sacara de Hungría. Un poeta bueno, aunque enfurruñado. István había estado
durante la guerra en Érmindszent, el lugar de nacimiento de Ady, y se sorprendió al
encontrar nada más que una placa en su memoria, cuando, por comparación, Hungría
estaba invadida de placas conmemorativas del estilo de «Por aquí caminó Petófi» y
«Por aquí estuvo a punto de caminar Petófi». Cuando István señaló esta omisión a un
nativo, obtuvo por respuesta: «¿Por qué habríamos de poner un monumento a un
alcohólico de segunda generación?».
El examen de matemáticas era lo más importante de la mañana siguiente, pero
sería demasiado cobarde quedarse en casa, a pesar del tiempo que había derrochado
en el circo de hormigas de la tarde. Elek estaba en el sillón, con cierta incomodidad al
carecer de cigarrillos.
Cuando Gyuri fue a salir, Elek lo atrapó por detrás con su saludo.

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—Te va a encantar el ejército.

*
La primera vez que se presentó a un examen de matemáticas tomó la prudente
precaución de llevarse el libro de texto para copiar. La razón principal por la que
había fracasado en el primer intento fue porque no sabía lo suficiente para saber que
no sabía lo suficiente. Gyuri se hundió en el libro con la esperanza de encontrar
socorro, pero sus páginas le resultaron completamente ininteligibles. Se dio cuenta,
enojado, de que si hubiese trabajado un poco más habría estado en condiciones de
copiar de manera apropiada.
La segunda vez, sus preparativos le habían proporcionado la experiencia
suficiente para al menos comprender las preguntas, si bien las respuestas no le
saltaban a la vista. Podía llegar a hacer algo con esas preguntas, pero era como
combatir el incendio de un bosque con un vaso de agua. Una desesperación masiva
por escapar del servicio militar saturó su ser. La semana anterior había visto a un
grupo de soldados, al parecer reclutados para formar una cadena de presidiarios sin
cadenas; se veían miserables, con los huesos apenas velados por la piel; llevaban una
rebanada de pan que hacía mucho tiempo habría perdido su credibilidad en el mundo
civilizado, un pan que iba a requerir un hacha más que un cuchillo.
A Gyuri le gustaba considerarse un hombre duro, pero sabía que no tenía
resistencia suficiente para una forma de adversidad tan bien planeada, tan constante.
A pesar de que las cosas se ponían difíciles, siempre quedaba la posibilidad de que a
uno le sucediera algo bueno, no importa cuán remota pudiera ser esa posibilidad,
bastaba con que estuviera fuera del ejército. En el ejército no molestaban a nadie con
ninguna clase de comodidad, alegría o cualquier otra cosa que pudiera ser calificada
de placentera; no había encuentro alguno con el placer.
Los otros que iban a examinarse, desde cierta distancia en todo caso, parecían
avanzar enérgicamente y con toda confianza. ¿Parecía él tener control de la materia
visto desde las dos filas traseras?, se preguntó Gyuri. La primera pregunta del examen
permitía algún punto de apoyo, de manera que se apresuró a anotarlo en el papel
antes de que se le escabullera el saber que había atrapado, con la esperanza de tener
las suficientes respuestas para aprobar, o de que algún apocalipsis interrumpiera el
examen al cabo de diez minutos.
Desarrolló todo lo que pudo la respuesta a la primera pregunta, cuando una
mirada a su izquierda lanzó la línea de su visión en vuelo directo a la teta izquierda de
la joven allí sentada; o se había olvidado de abotonar su blusa o los botones no se
sintieron con ganas de trabajar, lo cierto es que una luz partía de la piel destextilada

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para aterrizar estrepitosamente en las retinas de Gyuri. Sus genitales sufrieron una
incorporación, y toda la erudición matemática antes convocada se desvaneció
sumariamente. La posibilidad de arreglar deliberadamente una alineación semejante,
para eludir en lo visual la barrera de la ropa, podía llevarle horas enteras en otras
circunstancias, pero ahora, en un momento tan delicado como éste, la compostura de
él y la anatomía mamaria de ella sufrieron un impacto. Él miró para otro lado de
inmediato, pero fue demasiado tarde: los heraldos químicos ya habían salido a la calle
y movilizaron un dolor global.
Lisiado por esta involuntaria intrusión en su concentración, Gyuri regresó a las
matemáticas y descubrió que se había quedado fuera sin poder entrar. La segunda
pregunta a duras penas le devolvió el saludo.
Gyuri hizo un reconocimiento visual de 180 grados a su derecha, y estudió a un
grupo que venía de uno de los Colegios del Pueblo. Eran esos institutos especiales
donde una cantidad de individuos predominantemente del fondo del barril bucólico se
atiborraban de aprendizaje para proporcionar al Partido recursos humanos masculinos
y femeninos. Por lo general eran muchachos campesinos, con corbatas atadas a sus
cuellos, y con ejemplares de la Historia del Partido Comunista de la Unión Soviética
(Bolcheviques) en sus manos, junto con un pasaje al centro del universo, Budapest,
donde estaría esperándolos un hospedaje en algún apropiado edificio burgués.
Respaldaban el marxismo en voz bien alta, como lo habría hecho cualquier otro que
estuviera en su lugar.
Gyuri necesitaba, como mínimo, desarrollar tres respuestas para aprobar, pero si
le daba la impresión de tener una respuesta probable y otra amagada, las restantes le
parecían herméticamente selladas, inescrutables. Una chica a su derecha, una del
contingente de los Colegios del Pueblo, se pasó el examen mirando la hoja de él, lo
que a Gyuri le parecía extraño. ¿Cómo podía ella pensar que en su hoja risiblemente
en blanco habría algo que valiera la pena?
Estaba llegando a la conclusión de que era una pérdida de tiempo quedarse
mirando fijamente las preguntas con la esperanza de que se dieran por vencidas; a lo
mejor podría disfrutar de una exhibición de pavoneo si salía del lugar. Tal vez podría
engañar a un par de almas desesperadas si les hacía creer que había hecho un trabajo
brillante. Era mejor que quedarse retorcido como un gusano en un anzuelo.
La chica del Pueblo todavía miraba su hoja, y lo que era peor, se notaba que
estaba mirando. Ser descalificado por copiarse no suponía una diferencia notable para
Gyuri, pero para ella tal vez sí.
—No puedo ayudarte —le dijo Gyuri con los labios—. No mires o a los dos nos
van a… —se pasó un dedo por la garganta.
La muchacha se ruborizó y bajó la mirada a sus propias hojas. Ahora que había
renunciado al encuentro matemático, Gyuri decidió regalarse con un punto de

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regocijo visual en la teta de la chica de su izquierda, pero quedó contrariado al
descubrir que un pliegue de la blusa rechazaba esta vez la admisión de su mirada y
evitaba toda intrusión visual.
Después de decidir que no iba a quedarse más tiempo sentado como una col,
colocó el capuchón de su pluma como un preludio a su partida cuando los rayos
vigilantes del supervisor se apartaron por un momento, y un cuadrado de papel
avanzó desde la fila de su derecha hasta su escritorio. Al desdoblar el papel, Gyuri
vio que contenía una solución claramente escrita que, si bien no podía seguir por
completo, tenía tal aplomo que era imposible dudar de su corrección. Copió la
respuesta y salió del aula de exámenes convencido de que había logrado aprobar,
aunque, si examinaba las cosas con cuidado, concedía que el entrenamiento de
hormigas y las otras diversiones habían drenado la sangre de su suerte.
Más tarde se formaron varios conciliábulos de discusión matemática. Aquí y allá
se agolparon numerosas personas, con los rostros desencajados, como si estuvieran
presentándose a pruebas para ilustrar la palabra «desesperación». Por primera vez en
su vida, Gyuri tuvo ganas de ir a la iglesia a dar gracias a Dios.
Ciertamente se lo agradeció a su salvadora inmediata. Se portó bien con ella: era
tan poco atractiva que se descartaba cualquier posibilidad de hacer algún avance, así
que se tranquilizó. Apareció Pataki, se acercó a Gyuri y le frunció el ceño cuando lo
vio desperdiciar su energía verbal con una muchacha tan alejada de la provisión de
belleza. Pataki, por supuesto, no había suspendido ninguno de sus exámenes. Dio un
paseo por ellos, picoteó en uno o dos libros de pasada, como una ardilla guardó en
sus mejillas bocados de saber y luego los escupió a sus examinadores. A la salida del
examen todavía sabía menos que a la entrada. En términos de baloncesto era como un
manco ciego que arroja la pelota y la pelota cae en el aro, da vueltas alrededor, se
bambolea, titubea, pero luego por fin se cuela dentro de la cesta. A un tiro así se le
llama suerte, mucha suerte, justo en la frontera de la suerte y el milagro, pero dos
puntos de todas maneras.
Gyuri podía comprobar cómo Pataki se tomaba su tiempo y anotaba comentarios
ácidos para dedicarle toda una tarde a su pobre elección de interlocutoras femeninas,
pero eso le traía sin cuidado.
—Gracias de nuevo por tu ayuda —dijo Gyuri a manera de despedida—. Debes
de ser fantásticamente buena en matemáticas.
—Oh, no —dijo la chica modesta y cariñosamente—, nos pasaron todas las
respuestas la semana pasada. Tuvimos mucho tiempo para aprendérnoslas.
Llevaron el reloj al burdel. El reloj de su madre, que increíblemente no terminó
en un brazo del ejército soviético, tal vez la única pieza de ese tipo que quedaba en
Hungría desde la pre-liberación y que en otra época valía una fortuna, en esa noche
particular era suficiente para pagar dos revolcones, uno para él y otro para Pataki.

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Gyuri estaba fervientemente determinado a celebrarlo con ese tipo de diversión
tan respetada, pero una vez terminada la negociación sobre cuántas prostitutas valía el
reloj de oro, Gyuri se sintió extrañamente indiferente, como si hubiese dejado su
polla en casa. Nunca se habría creído capaz de apreciar de manera tan académica la
feminidad en exposición.
Con frecuencia se asociaba a las putas con la fealdad, la tristeza y la bajeza, pero
la muchacha que se presentó como Timea era joven y vivaz, y si bien no era
inteligente, era tan atenta que podría pasar por tal.
—Eres muy bella —comentó Gyuri; repetía la observación de sus ojos.
—Oh, mis pechos son demasiado pequeños —contestó ella, mientras seguía
desvistiéndose para trabajar. No era verdad. Tenía esa clase de belleza capaz de
suprimir las dificultades; podía haber obtenido lo que quisiera de hordas de hombres
genuflexos en estado de sumisión. Su empleo en el burdel era extraño, uno se
imaginaba que con toda facilidad podría conquistar un par de millonarios que le
dieran un estilo de vida menos suplicante.
Teniendo en cuenta la extraordinaria cantidad de tiempo que estaba pasando en la
contemplación de posturas con cuatro piernas, a Gyuri le resultaba difícil hacerse
cargo de la repentina amputación de su deseo. Era delicioso contemplar a Timea,
valía en sí mismo el dinero invertido, pero también era una experiencia curiosamente
abstracta, como si se admirara una pieza de arte en un museo. Gyuri sugirió que
Pataki pasara primero.
Fue terrible. Su insensibilidad simplemente lo bloqueó: no funcionaba. Estaba
molesto consigo mismo por no querer hacerlo y, al mismo tiempo, sabía que una vez
se alejara del burdel, se sentiría molesto consigo mismo por no haberlo hecho.
Cuando Pataki reemergió, lo único que Gyuri sugirió fue que debían irse.
—¿Has perdido el juicio? —lo amonestó Pataki—. ¡No puedes tirar por la borda
un perfecto revolcón!
Pataki volvió y reclamó el coito no utilizado.
Gyuri aprendió que hay gente que puede llevar el reloj de su difunta madre a un
burdel y hay gente que no puede hacerlo. Y si eres de los que no pueden, pues no
puedes. Fue una lección cara y probablemente no tendría aplicación alguna en el
futuro, puesto que no iba a tener ninguna otra madre fallecida y ningún otro reloj de
madre fallecida.
Deseó que Pataki acabara pronto. Quería irse a casa porque tenía la sensación de
que iba a llorar.

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Enero de 1949

Se pasaron la última hora contando chistes de camellos.


—El nuevo oficial de la Legión Extranjera llega al fuerte en medio del desierto de
Sahara —explicó Ladányi—. El sargento le hace un recorrido introductorio y él
escucha con atención, pero de pronto dice: «Todo esto es muy interesante, sargento,
pero hay un tema algo delicado sobre el que me gustaría hacerle una pregunta. Vamos
a estar aquí varios años. ¿Qué hace uno cuando los jugos se le empiezan a
amontonar?». «Bueno, señor», dice el sargento y señala un camello que pastorea por
el terreno, «cuando un oficial comienza a extrañar la compañía de las damas, bueno,
para eso tenemos a Daisy, el camello del regimiento». El nuevo oficial queda
relativamente escandalizado al oír aquello pero no dice nada. Pasan meses y
finalmente después de un año en el Sahara, un día el hombre se levanta de golpe y
dando gritos atraviesa corriendo el patio del fuerte y se arroja sobre el camello.
Cuando deja de bombear y se aparta, el sargento se le acerca y tose discretamente.
«No es asunto mío, señor, claro, pero los otros oficiales prefieren montar a Daisy para
ir al burdel del pueblo vecino».
Para ser un jesuita, Ladányi tenía un caudal asombroso de chistes de camellos.
Gyuri y Neumann apenas podían meter alguno. Ladányi sabía tantos que más bien
agotaba el capítulo de los camellos, pero era un viaje muy largo y los chistes de
camellos que Gyuri tenía a su disposición ciertamente no eran suficientes para cubrir
ni una fracción del viaje a Hálás.
Al principio Ladányi les había dado vagas explicaciones sobre el motivo que lo
llevaba a presentarse en Hálás, la aldea donde había nacido y crecido.
«Podría necesitar un guardaespaldas», le había dicho a Gyuri. Gyuri estaría
encantado de hacerle un favor a Ladányi en cualquier aspecto, y era muy halagador
que lo considerara fornido y peligroso (aunque por si acaso Gyuri traía consigo a
Neumann, por si se necesitaba un trabajo serio de seguridad. Como jugador de
waterpolo y persona muy corpulenta, Neumann era de los que daban el último
puñetazo sobre cualquier tema. Gyuri lo había visto un día en que dos bomberos
borrachos y bastante robustos le anunciaron alegremente que iban a partirle la cara:
por toda respuesta Neumann los levantó y los arrojó a la Rákóczi út, donde dieron
contra una pared con desagradables sonidos de huesos rotos. Batió con seguridad
algún tipo de marca, pero lamentablemente arrojar bomberos no era ningún deporte
reconocido).
—Un nuevo recluta de la Legión Extranjera llega al fuerte que está en medio del
desierto de Sahara —retomó Ladányi—; un veterano le muestra el lugar, y finalmente
el recluta reúne coraje para hacerle la pregunta que tiene en mente: «Si tenemos que

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pasarnos años aquí, ¿qué se hace cuando uno siente una urgencia?». «Lo que
hacemos», dice el veterano, «es salir, buscamos un grupo de beduinos, les tendemos
una emboscada y nos aliviamos con sus camellos». Así que pasa el tiempo, las tropas
salen al desierto, se esconden detrás de unas dunas de arena y atrapan en una
emboscada a un grupo de beduinos. El veterano corre de inmediato hacia los
camellos y el nuevo recluta pregunta: «¿Qué prisa hay? Hay bastantes camellos para
todo el mundo». «Sí, pero así podemos escoger los más atractivos».
En la estación de Békéscsaba los esperaba un campesino flaco y con sombrero
que besó la mano de Ladányi. Viajaron en un carro, lujoso para la media local, pero
que de todos modos les traqueteó el trasero durante un viaje de una hora, el tiempo
que el amable campesino les aseguró que tardarían en llegar a Hálás.
Ladányi no parecía demasiado excitado por la vuelta a sus orígenes, pero,
mientras Gyuri supervisaba el territorio, en el que los zapatos todavía se veían como
una intrépida novedad de la moda y donde sólo el sonido de los cultivos al crecer
perturbaba la paz, pudo comprender su falta de entusiasmo. Sobre el paisaje no había
nada que decir más allá del hecho de que comenzaba donde terminaba el cielo.
Ladányi venía a casa por el camarada Faragó. Al parecer, Faragó había sido una
figura egregia en la vida de Hálás durante bastante tiempo. Ladányi tenía vívidos
recuerdos de él a pesar de haber abandonado el pueblo a los catorce años para
estudiar en Budapest.
—Faragó era a la vez el idiota y el ladrón del pueblo. En un lugar pequeño como
Hálás uno tiene que duplicar sus tareas —contó Ladányi. Pero un pueblo pequeño
demuestra gran tolerancia hacia el tipo de problema que prospera en casa.
La guerra y la Cruz de la Flecha cambiaron todo eso. Los pobladores de Hálás
pensaron que verían a Faragó por última vez en octubre de 1944. Había pasado de
algunas fechorías de supervivencia tales como el robo de girasoles, saqueo de
albaricoques y abducción de cerdos, a manejar la concesión nazi del distrito. Ladányi
no se extendió en las otras actividades en las que también destacó.
—Es mejor que no lo sepáis.
Nadie en Hálás esperaba volver a verlo después de octubre de 1944, después de
que le dispararan seis veces en el pecho y se lo llevaran en un carro a la morgue en
Békéscsaba, donde la policía depositaba los cuerpos no identificados y no
reclamados. Eran épocas en que los cadáveres perdidos todavía atraían a la
burocracia; un poco más tarde nadie se habría molestado.
El caso es que cuando lo pusieron sobre la losa en Békéscsaba, Faragó comenzó a
reclamar, de forma bastante escandalosa para un cadáver, que quería echar un trago.
Los del pueblo se quedaron muy sorprendidos de volver a verlo.
«Me habéis dado un revólver que sólo tenía seis balas, ¿qué culpa tengo yo?», se
oyó una voz en la esárda con tono de reproche. No había sido el primer atentado

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contra la vida de Faragó. Un mes antes, mientras Faragó disfrutaba de la hospitalidad
de una zanja que, al no tenerse de pie, estaba mucho más cerca que su casa del lugar
donde se había emborrachado, y dormía ruidosamente en el frío, una mano anónima
le arrojó una granada para que le hiciera compañía. La granada, que fracasó con
Faragó, sí logró librarse de su pierna izquierda, pero ni siquiera eso lo detuvo en sus
deberes para con sus mentores alemanes; de ahí su práctica posterior como blanco de
atentados.
Fue el cura del pueblo quien sugirió entonces un auto de fe. Al otro día, cuando
todos sabían que Faragó tenía la nariz aplastada contra la almohada por una excesiva
ingesta de alcohol, manos anónimas prendieron fuego a su casa en medio de la noche.
Faragó debía de estar en las garras de un sueño muy profundo puesto que no se saltó
ni un ronquido, mientras el fuego achicharraba la puerta principal de su casa y luego
quemaba hasta los cimientos las dos casas vecinas.
—¿El cura sugirió eso? —observó Gyuri.
—Quién sabe —dijo Ladányi—. Si tuviéramos el texto original de los
mandamientos, bien podría haber una llamada al pie con excepciones referidas a
Faragó.
Cuando Hálás se enteró de que Faragó se había convertido en el secretario del
Partido Comunista local —conforme al cambio del viento político— se decidió a
terminar con las tonterías. Arrastraron a Faragó fuera de su casa en una noche negra
como la muerte, mortalmente borracho, un peso muerto. Le ataron las manos a la
espalda y echaron una soga sobre una rama; ciñeron un nudo en torno a su cuello y lo
colgaron. La rama se rompió y los gritos de Faragó atrajeron la atención de una
patrulla rusa que se acercó a investigar.
El resultado de este linchamiento nocturno fue que Faragó terminó con un collar
de ampollas alrededor del cuello y un revólver en la cintura, porque sintió que había
gente que no acababa de apreciarlo.
—Yo primero disparo —anunció Faragó en la esárda— y no me voy a molestar
en hacer ninguna pregunta después. —Esta declaración se produjo tras la muerte del
vecino a quien previamente se había adjudicado el sexto atentado contra Faragó.
El motivo del regreso de Ladányi era un pequeño viñedo de dos hectáreas muy
lejos de Hálás, que producía un vino tan ácido que Faragó era prácticamente la única
persona que se animaba a beberlo. Este viñedo fue legado a la Iglesia en una herencia
(probablemente con malicia), a pesar de que apenas obtenía ganancias suficientes
para quitarle el polvo al altar.
Faragó, como primer secretario y alcalde de la comunidad de Hálás-Mzómegyer-
Murony, había decretado que el viñedo se arrebatara a los defensores del opio de los
pueblos y se entregara al hegemónico proletariado. El pueblo recurrió a Ladányi
porque era alguien que había estado en Budapest, porque había visto los interiores de

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los libros, porque había respirado sus aires primeros en Hálás, porque era un miembro
pagado en su totalidad por la Compañía de Jesús y porque había roto la barrera de los
cincuenta huevos.
A pesar de haber dejado la aldea quince años atrás y aunque en todo ese tiempo
sólo había vuelto un fin de semana, Ladányi era todavía una gran noticia y fuente de
inmenso orgullo. ¿Cuántos otros lugares podían alardear de que el judío del pueblo se
hubiera convertido en un jesuita? También estaban los informes que se remontaban al
pasado, cuando Ladányi avanzaba por sus estudios de leyes en la universidad, sobre
su participación en los torneos de tortillas y las guerras de goulash que se desataron a
fines de los años treinta en los restaurantes de Budapest. Ladányi medía un metro
ochenta y cinco y esta copiosa contextura, en conjunción con el natural apetito de un
estudiante, creaban un enorme espacio de almacenamiento para la comida. Comenzó
a pagar sus estudios y el mantenimiento de su madre gracias a su participación en
comilonas, con un juego lateral de apuestas a favor del devorador máximo. Sus
primeras contiendas se dieron en el circuito estudiantil, donde los apostadores sólo
cubrían el coste de los alimentos consumidos (que por lo general consistían en
comidas de tres platos), pero su digestión inconmovible pronto lo llevó a los
encuentros de importancia del New York Café, donde los principales periodistas se
dedicaban fervorosamente a la tarea de expandir la capacidad humana de comer
tortillas. Una vez Ladányi barrió con una tortilla de cuarenta y cinco huevos a la que
echaron un par de kilos de setas y jamón para darles sabor; aquello apabulló al crítico
teatral del Pester Lloyd, quien tuvo que arrojar su servilleta a los treinta y ocho, y en
Hálás lo supieron enseguida. Cuando Ladányi, con sus cubiertos hechos a medida,
fue invitado a Gundel’s para probar el nuevo goulash reforzado, que eventualmente
se caracterizó como «incluso Ladányi comió solamente tres porciones», y que luego
la Universidad Tecnológica certificó con la garantía de contener 30.000 calorías,
Hálás estuvo al tanto de todos los detalles (aunque un mes más tarde). Cuando el
hombre forzudo del circo, Sándor el Salvaje, pensó que podía vencer a Ladányi en
pasteles grandes, todo el mundo se rió de buena gana, y también por el violín
Stradivarius que Ladányi ganó.
Pero Ladányi había colgado su cuchillo y tenedor después de haber roto por
segunda vez la barrera de los cincuenta huevos, después de que el editor de Pesti
Hirlap cayera muerto al otro lado de la mesa, con un ataque al corazón no del todo
desconectado con la tortilla de cuarenta y seis huevos que acababa de ingerir. Esta
abrupta defunción alimenticia y la decisión de entrar en la orden, dieron por
terminada su carrera gastronómica, sin que su fama disminuyera en Hálás. Así que
cuando Faragó oyó que Ladányi venía a reclamar el viñedo, simplemente lanzó el
desafío:
—Veamos quién come más.

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La población de Hálás apenas superaba las cuatrocientas almas, según Ladányi, y
a pesar del tiempo frío y lluvioso, la mayoría de ellas estaban reunidas fuera, bajo la
lluvia, esperando que llegara el carro con su carga de jesuita.
Era, según comprendió Gyuri, el acontecimiento más importante que se podía
imaginar. Ahora conozco el siglo XIX, pensó. Lo mejor de visitar un lugar como Hálás
era que uno regresaba de pronto muy agradecido de vivir en Budapest. Gyuri no
había estado fuera de Budapest más de siete horas y ya se le hacían poderosísimos los
encantos de la electricidad, el asfalto y la gran variedad de material genético. Porque
un día, cuando estuviera de vuelta en Budapest, sería muy feliz. Con la sensación de
haber adquirido la dimensión de un magnate o una estrella de cine, Gyuri bajó del
carro y contempló cómo sus mejores zapatos (nada de lo que alardear demasiado,
pero los mejores de su arsenal de vestuario) desaparecían en el barro.
Los guiaron hacia el interior de la esárda, una construcción de madera, con una
cocina en el centro que dispensaba un poco de calor en el ambiente, que sería
calentado en realidad por la multitud que ahora entraba en fila. Ladányi mantuvo una
confabulación susurrada con el cura del pueblo de un modo sombrío y confesional.
Mientras Ladányi se demoraba, Gyuri y Neumann fueron objeto de la hospitalidad
local. Era algo que ya había previsto Gyuri cuando aceptó venir a Hálás: el campo
significaba comida sin tasa. Podían quedarse cortos en cuanto a excitación, pero no
así en los alimentos. Gyuri tenía la firme intención de tragar junto con Ladányi todo
lo que pudiera y, si la gente insistía en imponerles regalos en especie cuando
partieran, Gyuri haría el esfuerzo de aceptarlos.
La escala y la ferocidad de la cocina campesina podía ser sobrecogedora si uno no
estaba debidamente entrenado. Gyuri tenía claro que un simple desayuno podía
mandar al hospital a un urbanita desprevenido. En Erdóvanos, el verano en el que
Gyuri tenía trece años, cuando fue confiado a una de las familias locales, le sirvieron
para el desayuno una generosa pálinka junto con un ladrillo de grasa condimentado
con una pizca de pimienta. Apreciando la liberalidad de sus anfitriones se tomó la
pálinka, y a poco de atravesar la puerta aterrizó en el suelo. Sus piernas tardaron
horas en recordar cómo se caminaba, pero su estómago sólo tardó unos pocos
minutos en expulsar los elementos sólidos de su comida. Esta clase de combustible
matinal sólo era tolerable si uno había crecido de esta forma y tenía por delante un
día en el campo. Pese a sus trece años de formación de atleta, cosechar durante una
hora le dio tanto dolor en tantos lugares diferentes que sólo pudo quedarse tirado en
el campo y suplicar una ambulancia, mientras la mujer pesadamente embarazada que
trabajaba a su lado se ofreció con amabilidad para ir a buscarle algo de beber.
La hospitalidad se desencadenó de inmediato. Gyuri no había visto tanta comida,
tanta buena comida, desde que la guerra había adquirido la forma evidente de una
guerra, y era bastante probable que nunca antes hubiese visto semejante cantidad de

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comida en un espacio cerrado. Lo deprimente era que, con independencia de cuánto
se tratara, no sería capaz de compensar cinco años de hambruna en una sola noche.
Hasta el expansivo Neumann se quedó pasmado ante la comida, dado que la gente
tenía designios inconfundibles de infligirles varios platos. Si Gyuri trataba de ingerir
sin prisas, los lugareños que formaban su personal corte de camareros giraban
incansablemente a su alrededor y, en cuanto se lo comía, reemplazaban los platos
consumidos por otros con rapidez. A la media hora de haber comenzado la
masticación, a Gyuri ya le preocupaba seriamente que se diera por finalizada su
relación con el estado de conciencia: alrededor de su enorme plato, en el que había
crecido una estalagmita de salsa, cerdo curado, queso fermentado y rebanadas de pan
del tamaño de un guante de boxeo, había dos vasos de vino, uno tinto, otro blanco,
dos vasos de pálinka, de albaricoque y de pera, y dos jarras de cerveza, por si tenía
sed. Podía oír detrás de él a campesinos encolerizados peleando por llegar a su lado y
poder servirle más alimentos y libaciones.
También le ofrecían a Ladányi refrescos y una selección de comidas, pero con
evidente moderación. Nadie quería agotar sus músculos alimentarios. Él estaba
ocupado principalmente en extender su mano para que la besaran los que se habían
formado en fila para presentarle sus respetos. A Ladányi aquello estaba lejos de
complacerle, Gyuri lo notaba, pero la veneración de la gente del pueblo era bastante
razonable si se consideraba que Ladányi aterrorizaba incluso a profesores
universitarios, quienes serían capaces de ocultarse tras las puertas con tal de evitar
una pregunta indagadora de Ladányi, una pregunta que iría a dar justo en el centro de
su ignorancia. La historia que Gyuri había oído era que cuando Ladányi fue a buscar
su título de Derecho, la facultad le ofreció darle directamente el doctorado para evitar
pérdidas de tiempo.
La hora del desafío se había establecido a las cinco, pero Faragó y sus secuaces
no se presentaron hasta media hora más tarde. Cuando Ladányi pidió a Gyuri que
viniera a Hálás para ayudarle ante cualquier estallido de violencia no fue porque
estuviera preocupado por su propia seguridad.
—La gente del pueblo me va a proteger, y eso es exactamente lo que no quiero. Si
las cosas se ponen feas, me gustaría tener a alguien de fuera, alguien que no tenga
que quedarse allí.
Toda la aprensión de Gyuri ante la eventual violencia, quedó anegada por el
asombro ante la aparición de Faragó.
—Nadie va a creernos —susurró Neumann a Gyuri, quien asintió con la cabeza.
Cuando vio entrar a Faragó, Gyuri supo que nada de cuanto contara podría
considerarse dentro de los límites estrictos de la veracidad; en Pest nadie les creería.
Faragó entró en escena con dos lacayos desgarbados y una pistola al cinto. El color
de su piel era tan fantasmagórico que Gyuri pudo imaginar cadáveres con aspecto

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más fresco en la mesa de disección de estudiantes de medicina. Venía borracho.
Hedía. Su traje de rayas finas parecía haber sido enterrado alrededor de 1932 y
desenterrado el día anterior; en todo caso no tenía nada que ver con el chaleco de
malla que llevaba debajo. La corbata era el detalle más vistoso de su atuendo:
atrapaba la vista como un lazo.
El odio que brotó al entrar Faragó fue tan rotundo, tan compacto, que Gyuri
quedó sorprendido de que Faragó pudiera abrirse paso a través de él. Se dio cuenta de
que el convite de esa noche sería especial.
Para Gyuri fue odio a primera vista, y le hizo reflexionar que Faragó debió usar
un trinquete interminable para llevar al pueblo hacia las tierras no soñadas de la ira
humana. Era el cero absoluto de la infamia. Merecía ser exhibido, aunque
probablemente mejor que se quedara anclado en Hálás.
—Yo pensaba que llevábamos una vida muy dura —observó Neumann mientras
contemplaba a Faragó—, pero el resto del país debería escribir una carta de
agradecimiento a Hálás por retenerlo aquí.
Durante el viaje Gyuri se había dedicado a provocar a Ladányi; le decía que la
Iglesia debía adoptar una actitud de perdón hacia Faragó, que debía renunciar
alegremente a sus posesiones mundanas. Con una sonrisa serena, siempre a punto de
ser atrapado con las manos en la masa de cualquier sentimiento no-jesuita, Ladányi
respondió: «Si debemos tener o no propiedades como ésas es una buena pregunta, y
también es una buena pregunta qué debemos hacer con ellas, pero no podemos
entregarlas a los bandidos. Y si bien nuestro Señor nos indicó que pusiéramos la otra
mejilla, hay que tener en cuenta que él nunca conoció a Faragó».
—¿Así que el escarabajo negro ha venido para que lo aplastara el poder del
pueblo? —rugió Faragó mientras fallaba la puntería con la silla donde intentaba
sentarse y desaparecía de la vista. Instalado en la silla con la asistencia de sus
ayudantes, continuó su discurso de bienvenida—. Como primer secretario del Partido
Húngaro… el… eh… el Partido Socialista Obrero Húngaro de la comunidad de
Hálás-Mezómegyer-Murony y como intendente y como presidente de la granja
colectiva «Mareados por el Exito», en las palabras del camarada Stalin, al informar
sobre la obra del Comité Central del Decimoctavo Congreso del PCUS (B)…
Aquí Faragó quedó ideológicamente agotado, hizo una pausa y, como ya no tenía
nada que decir, buscó su pistola para ilustrar un punto y se disparó a sí mismo en la
pierna. Para desolación general, fue en su pierna de madera.
—Y —retomó Faragó—, de una manera científica, con un tempo bolchevique,
voy a comer hasta dejarte por el suelo. —Hizo chasquear los dedos y el propietario de
la esárda se acercó a la mesa, donde colocó una enorme balanza con sus respectivas
pesas.
—Ésa la usaban en los campeonatos de pollo frito del condado de Békés —

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informó una voz en el oído de Gyuri, mientras el propietario de la esárda pesaba dos
vastos recipientes de humeante sopa de habichuelas como disparo de salida. Hasta el
momento Ladányi no había dicho nada más que «buenas noches», mientras que
Faragó seguía dejando a la vista de todos sus pensamientos.
—Tratas de impresionarnos, ¿eh? Crees que puedes seguir chupando la sangre del
pueblo, ¿verdad, sanguijuela del cuello de un perro? —Aquí Faragó hizo una pausa
mientras sus ojos por azar se posaron sobre el gitano del pueblo que en primera fila
disfrutaba de un buen panorama de la competición. Faragó emitió un raspado de
limpieza torácica y luego expectoró una andanada de flema tan enorme y enérgica
que el gitano, incauto, casi perdió el equilibrio.
—Sin gitanos —comentó Faragó. Lo cual resultó extraño a Gyuri, puesto que
Faragó tenía más aspecto gitano que el gitano del pueblo, con un estómago abultado
de tal magnitud que parecía llevar una enorme sandía metida debajo del chaleco; su
nariz se había lanzado también a un crecimiento extraordinario, y colgaba como una
frambuesa demasiado madura. Tripa y napia eran testigos incuestionables de las
celebraciones de Faragó en tiempos de vacas flacas; se consideraba un omnívoro, un
megalóvoro, para quien comer era una medida de virilidad. Faragó no dudaba de que
dejaría a su oponente vencido en el primer plato.
Ladányi bendijo la mesa y Faragó hizo un gesto de venganza: apretó el puño y
graznó el saludo comunista: «¡Libertad!». Era obvio a quién respaldaba la multitud en
esta ocasión, pensó Gyuri, mientras los dos contendientes comenzaron a palear en su
sopa de habichuelas, aunque no siempre era tan fácil tomar una decisión en cuanto a
quién respaldar en el conflicto entre Roma y Moscú. La Iglesia en Hungría se ganaba
a pulso un rechazo indisputable. Mindszenty, el cardenal, estaba en la cárcel, en
alguna parte de Budapest, mientras le preparaban los cargos a medida (Gábor Pétér, el
director de la AVO, había sido sastre): espiar para los estadounidenses, conspirar a
favor de la restauración de los Habsburgo, criar escarabajos colorados, despreciar las
novelas realistas del socialismo. Para reunir todas esas acusaciones debieron de haber
contratado a los supervivientes de los equipos de guionistas de la industria
cinematográfica húngara de preguerra, puesto que ningún policía era capaz de
inventar historias tan fantásticas como ésas.
Era difícil sentir piedad hacia el cardenal, reflexionó Gyuri, porque Mindszenty,
aunque víctima de la injusticia, era un bufón. La Iglesia húngara no estaba coronada
por la brillantez. Sería agradable tener una opción verdadera, reflexionó Gyuri. Era
como Hungría cuando estaba entre Alemania y la Unión Soviética. ¿Qué clase de
alternativa era ésa? ¿En qué idioma te gustaría que hablara tu escuadrón de
fusilamiento? En esas circunstancias, por supuesto, un cardenal brillante podría no
servir de nada. Ser inteligente y tener una visión aguda de las cosas no siempre era
útil. ¿Para qué le sirve la inteligencia a un cerdo camino del matadero?

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La estupidez puede ser bastante ventajosa de vez en cuando. Pero en este caso la
estupidez (de la cual él estaba bien equipado) tampoco le había hecho favor alguno a
Mindszenty. Si uno está cayendo por un acantilado, no cuenta demasiado la calidad
de los sesos que van a estrellarse.
Cuando Gyuri criticaba la posición de la Iglesia, Ladányi se mostraba grave pero
no preocupado. Era muy difícil imaginarse a Ladányi preocupado por algo. Si lo
quemaban en una hoguera, para él no sería más que parte de un día de trabajo, aun
cuando otros clérigos temblaran ante esa perspectiva. Era difícil imaginarse al padre
Jenik, por ejemplo, preparándose para el martirio, por mucho que a Gyuri le agradara.
Jenik se aferraba con firmeza a la filosofía de obtener lo mejor de las cosas: ¿para qué
había creado Dios los hoteles de primera clase si no tenía la intención de que los
usáramos? Poco después de que los rusos sometieran Budapest, Jenik llevó al campo
a la tropa entera de los exploradores. En un viaje de cien kilómetros pasaron dos días
en un tren tan lento que, cuando uno de los pequeños se cayó de un vagón que iba
con las puertas abiertas, un muchacho mayor tuvo tiempo suficiente para bajarse de la
plataforma del tren, rescatarlo y volver a arrojarlo dentro. Jenik condujo a la tropa a
una aldea con la que guardaba una tenue relación, y comenzó a narrar una historia,
fuertemente apoyado en la hipérbole, en la que exponía extensamente los horrores y
las degradaciones de la guerra y el triste modo en que los tiernos jóvenes quedaban
marcados por ella. Jenik no mentía, pero tampoco hacía nada para ocultar el
malentendido. El padre Jenik, que se había pasado riendo todo el viaje en tren, y de
quien Gyuri sospechaba que era el proveedor original de los chistes de camellos de
Ladányi, se volvió sombrío y dolido. Su discurso sobre los desastres de la guerra
llevaba ya un buen rato de desarrollo antes de que Gyuri se percatara de que Jenik se
refería a la tropa misma. Mientras conjuraba las torturas del hambre y la privación,
Jenik tenía su mano sobre el hombro de Papp. Papp, en efecto, tenía el aspecto de
haber sido construido con agujas de tejer pegadas entre sí: era trémulamente delgado
y demacrado, a pesar de que su padre era carnicero y lograba para su familia más
carne que todos los carnívoros del jardín zoológico de Budapest. Luego brotaron
lágrimas de los ojos campesinos y, hasta lo de Hálás, Gyuri nunca comió tanto de una
sola vez. Esa noche tuvo la firme convicción de que nunca tendría necesidad de
volver a comer mientras viviera; anduvo vagando por la oscuridad; quería mantener
sus piernas en movimiento en un intento desesperado de ayudar a la digestión y evitar
el vómito, para erosionar el yunque que tenía en el estómago.
Sin embargo, en otros aspectos el padre Jenik era el tradicional cura protector que
siempre enrollaba tu manga para tomarte el pulso espiritual, y se abría su propio
camino entre las reglas del club: asistir a misa, confesarse, observar los días sagrados.
Ladányi nunca mencionaba la religión, a menos que uno sacara el tema o surgiera
naturalmente en la conversación. No había acoso alguno, ninguna presión de tipo

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empresarial para sentar los traseros en el asiento: con Ladányi no se pasaba lista. A él
no parecía preocuparle si uno se presentaba o no, y esto era lo que resultaba tan
pernicioso. Gyuri había abandonado la Iglesia de una manera bastante parecida a la
forma en que dejó de creer en Papá Noel; llegó un punto en que resultó imposible
tomárselo en serio. Y esto era lo que le preocupaba especialmente de Ladányi. Era un
hombre muy inteligente, con la visión de un lince para las acciones de todos; ni
siquiera Pataki intentaba modificar la realidad frente a Ladányi, porque Ladányi era
capaz de leer tu diario antes incluso de que lo hubieses escrito. Gyuri no podía evitar
la sensación, cuando estaba haciendo algo completamente trivial, como limpiando la
bañera o comprando comida, de que todo era parte de un plan maestro, que limpiar la
bañera y comprar alimentos eran parte de las maquinaciones de Ladányi (sólo que él
no estaba al tanto) y que un día iba a despertarse vestido de negro con un cuello
blanco.
Quizás a causa de su orden, quizá por su ladányicismo, Ladányi operaba siempre
calladamente. El verano anterior, en un exceso de comedimiento, Gyuri se había
ofrecido a Katalin Takács para ir a buscar su vestido nuevo a la modista. Entre sus
compañeras de vestuario se rumoreaba que no tenía vello púbico. Así que viajó hasta
la casa de la modista para ayudar a vestir a la chica que quería desvestir, con el
propósito de verificar el chisme sobre su conejo.
El favor era doblemente generoso puesto que la modista vivía en el Angyalfóld, a
la salida de la Váci út. Se decía que cuando los liberadores estadounidenses
cometieron el error, a fines de 1944, de alfombrar con bombas el Angyalfóld, cuando
lo que buscaban eran las fábricas de la isla Csepel, a nadie le importó porque no se
podía notar la diferencia. También decían que tanto las Waffen SS como el Ejército
Rojo se habían mantenido fuera del Angyalfóld para ahorrarse problemas.
A pesar de que Gyuri conocía bien Budapest, nunca se había animado a meterse
en el Angyalfóld, y quedó consternado al ver que las historias sobre el lugar eran
ciertas. Bajó del tranvía y pasó junto a gente echada en las alcantarillas, de la misma
forma en que se apilan las hojas otoñales en los barrios más elegantes, gente a la que
el alcohol había cercenado sus relaciones con el universo conocido. A medida que
avanzaba, aparecían por los alrededores grupos de nativos que lo miraban con odio
indisimulado; alguna vez había experimentado la agresión y disgusto de otros, pero
nunca con tal fervor caníbal. Antes de salir esa mañana y dada la notoriedad del
Angyalfóld, Gyuri consideró la posibilidad de meterse una navaja en el bolsillo, pero
cuando dobló la esquina hacia Jász utca no pudo evitar la visión de dos hombres que
peleaban con lo que sólo podía describirse como alfanjes, espadas largas y pesadas,
del estilo preferido de los piratas de Hollywood. Observaban la escena un semicírculo
de espectadores descalzos que no parecían demasiado impresionados por la calidad
de la lucha. No habría ayudado para nada tener consigo una navaja, sólo habría

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logrado que se la robaran después de acuchillarlo, y una buena navaja, como todo lo
demás, era un utensilio difícil de conseguir en aquellos días.
Gyuri tuvo muchísimo tiempo para meditar sobre cómo su inadvertida e
inoportuna defunción en las calles del Angyalfóld iba a deberse al deseo de deslizar
su mirada por las suaves colinas de Katalin; lo asesinarían por la curiosidad que le
despertó un conejo calvo. También observó, mientras subía al quinto piso, que toda la
gente a la que visitaba vivía siempre en el quinto piso de edificios sin ascensor. La
modista, una señora muy vivaz de ochenta y tantos años, claramente de la clase que
trabaja-doce-horas-al-día-hasta-desmoronarse, encantadoramente desinformada de lo
que ocurría en el resto del Angyalfóld, felicitó a Gyuri por el corte de sus pantalones.
Los pantalones eran el último par que le quedaba a Elek de los pantalones de Savile
Row, de hecho el único par de pantalones dignos de tal nombre que conservó Elek,
prestados a Gyuri porque Elek había llegado a la conclusión de que ese día no iba a
salir de la cama, y si llegaba a levantarse, no iba a avanzar mucho más allá del sillón.
La modista se dedicó animadamente a preparar el vestido para el viaje, mientras
Gyuri lamentaba con tristeza que no pudiera prestarle a él los servicios de su
industria.
Volvía corriendo a la parada del tranvía cuando se topó por casualidad con
Ladányi: arengaba a algunos ciudadanos del Angyalfóld, quienes lo escuchaban con
paciencia. Era evidente que veían a Ladányi como si viniera de la luna. Ladányi se
mostró algo incómodo al ser atrapado en el acto de hacer el bien, pero acompañó a
Gyuri hasta el tranvía y de mala gana le reveló que solía frecuentar el Angyalfóld
antes de la primera misa del día. Era la pura locura de su fe, pensó Gyuri, lo que le
permitía a Ladányi volver con todas sus herramientas físicas intactas. Con gran alivio
por haber emergido de Angyalfóld con sus funciones indemnes, Gyuri esperaba fuera
de la estación de Nyugati, donde cambiaría de tranvía para entregar el vestido,
cuando apareció un grupo de cinco jóvenes de su edad y uno de ellos, sin más
preámbulos, con un par de tijeras, cortó de un golpe la corbata que Gyuri llevaba
puesta, la última de las corbatas de seda de Elek, la última de las corbatas de Elek y la
única corbata que aún residía en la casa de los Fischer. El cortador entregó luego a
Gyuri las porciones con la siguiente invocación:
—Cerúleo.
En ese punto Gyuri recordó que corría una moda por Budapest, especialmente
entre aquellos que andaban en grupos de a cinco, consistente en recorrer los bulevares
con un par de tijeras para cortar corbatas y después decir «cerúleo». La corbata no
había sido gran cosa, el dibujo no era en realidad del gusto de Gyuri y en los últimos
tiempos le había aparecido una mancha de sopa penosamente visible, pero el deseo de
pegarle una trompada en la boca al operador de tijeras lo había dejado casi sin aliento
por su intensidad, sobre todo porque era evidente que esperaba que Gyuri se echara a

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reír ante la sección de su corbata. Gyuri pensó cuánto le gustaría pegarle un puñetazo
en la boca, luego pensó cuánto no le gustaría recibirlo de vuelta multiplicado al
menos por cinco. Recurrió a lo que tuvo la esperanza de que fuera una mirada de
desprecio. Los cinco se montaron en el siguiente tranvía comentando que la gente
carecía por completo de sentido del humor.

*
Cuando, ante la sugerencia de Faragó, pasaron al helado de chocolate, Gyuri supo
que todo había terminado.
Ladányi y Faragó habían entrado en calor con un par de litros de sopa de
habichuelas antes de pasar al plato principal —pollo frito— con su consumición
meticulosamente medida en la balanza.
—Hálás siempre ha sido famosa por su pollo frito —continuó divagando Faragó
—, y ahora, bajo el socialismo, el pollo frito es más frito todavía. —Se extendió para
buscar una fuente con delgados tubos verdes—. La paprika es opcional —anunció,
mientras se metía un par en la boca.
Después de avanzar tres kilos en el pollo, Faragó comenzó a transpirar, aunque
era difícil juzgar si se debía a la ingestión gastronómica o a los efectos caloríferos de
la paprika. También empezaba a encontrarse un poco incómodo, quizá porque
cobraba conciencia de que los informes sobre la extraordinaria capacidad devoradora
del jesuita tenían algún fundamento. Faragó trasuntaba esfuerzo mientras que
Ladányi engullía metódica y calmadamente, con tal facilidad que aún no se había
tomado el trabajo de convocar su fuerza de voluntad.
—Sólo voy a sacudir la culebra —informó Gyuri a Neumann. Estaba cada vez
más temeroso de perder el control de varios puntos decisivos de su cuerpo. Atento a
la idea de drenar dos de los cuatro vasos de pálinka, se abrió camino fuera de la
esárda y entró en la protectora oscuridad. Allí vació el líquido quemante de su boca
en una ráfaga de aerosol para esquivar al menos una parte de la enorme hospitalidad
de Hálás. Un campesino común, un caballero entrado en años con un enorme bigote
tipo manubrio y el inevitable sombrero negro que los campesinos llevaban
abrochados a sus cabezas, se unió a él en la tarea de regar el planeta.
—Buenas noches, señor —dijo el campesino, con lo que Gyuri sacó la conclusión
de que sólo un hombre de campo podía mostrar esa cortesía mientras aireaba su polla.
La conversación se volcó hacia Faragó, puesto que Gyuri no tenía apuro en volver a
entrar y ser víctima de más generosidad; tenía curiosidad por los antecedentes de
Faragó.
—Por lo que he oído hizo cosas tremendas durante la guerra, ¿verdad?

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—Mejor que no las sepa, señor. Algunas cosas no hay que repetirlas, sólo hay que
olvidarlas. El mismo Satán es su entrenador.
Gyuri esperó fuera todo el tiempo que pudo antes de que lanzaran en su busca a
un equipo de rescate, y volvió a entrar en el momento en que Ladányi y Faragó
cruzaban la marca de los diez kilos, Faragó incómodo, Ladányi con un aspecto
todavía fuerte y frugal. Volcaron un tonel de patas de cerdo en aspic frente a Gyuri y
éste se preguntó por todos los cielos cómo haría para comer siquiera un poco.
—No le ha gustado el ganso ahumado, ¿no? —preguntó una mujer con tono
herido y acusador, a pesar de que Gyuri estimaba que se había servido seis
respetables porciones. Neumann, que estaba cerca de él, no decía mucho, pero
tampoco demostraba signos de sufrimiento (lo cierto es que tenía más de cien kilos
que mantener). El pueblo debió de haber reunido toda la comida de quince kilómetros
a la redonda. Gyuri lamentaba que su estómago no estuviera a la altura de las
circunstancias y hubiese abandonado el despacho: puso el cartel «salí a almorzar» y
dejó de hacer negocios.
Para completar sus otras cualidades desagradables, Faragó sufría un fuerte
resfriado, y cuando le alcanzó su pañuelo al secretario suplente del Partido para que
lo pusiera a secar sobre la estufa, Gyuri sintió otra ráfaga de simpatía por los
aldeanos. Éstos tenían una existencia sencilla y terrenal que, si a uno le gustaba ese
tipo de cosas, podía ser bastante placentera. No era raro que estuvieran llenos de odio
hacia Faragó; estaban desconcertados por su infortunio: era una plaga de langostas o
un dragón que habían decidido quedarse a vivir con ellos.
—¿Por qué nosotros? —imploraba un anciano—. Un mundo entero para reventar
como un soberano cabrón y él nunca perdió de vista a Hálás. ¿Por qué?
Hacía rato que la comida había perdido todo rastro de placer. Ya no era una
cuestión de apetito sino de voluntad, y por esta razón Gyuri sabía que Ladányi iba a
ganar. Es más, conociéndolo terminaría por reclutar a Faragó como monaguillo.
Conversión. Era increíble la forma en que la gente podía cambiar por completo, y al
mismo tiempo permanecer igual. Fodor, el de la escuela, por ejemplo, para quien
meterse en problemas no era un accidente imprevisto sino su actividad central, que
había sido tan molesto como Keresztes, sufrió, sin previo aviso, un grave ataque del
Espíritu Santo. Al principio sospecharon que se trataba de una simulación elaborada y
sin gracia, pero Fodor permaneció tan inamovible en su forma de entregar estampas
con Jesús y su palabra, que todos se dieron cuenta de que se había vuelto evangelista
de verdad: sermonear era la última herramienta que descubrió para irritar. Fodor
encontró un día a Gyuri vagabundeando por un pasillo.
—Jesucristo vino para ser tu salvador. Él murió por tus pecados. Debes aclamarlo
y entregarte a sus enseñanzas —lo urgió Fodor. Luego continuó, más calmadamente,
y fue evidente que saboreó la siguiente etapa—. Quedas advertido. Has recibido el

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mensaje, ahora no tienes excusa. Si lo ignoras, arderás. En el infierno. Durante toda la
eternidad.
Luego Fodor se alejó con aire satisfecho. Era para él la parte atractiva de la tarea,
ir por ahí con la versión cañón recortado de las escrituras y no tener que esperar el
momento en que los infieles fueran infinitamente incinerados. Gyuri también había
visto a Fodor en el Kórút, encaramado a una caja de sopas, soltando un sermón a
quienes pasaban por allí sin prestarle ninguna atención, con un destello de placer en
sus ojos ante la perspectiva de la masiva barbacoa que se aproximaba. Fodor no
quería que nadie pudiera conseguir atenuantes de ninguna clase en cuanto avistara el
muelle perlado, que nadie pudiera decir que no le habían explicado el contrato
nazareno. Entonces Fodor podría exclamar:
—¡Mentiroso! ¡Mentiroso! ¡Yo se lo dije, se lo dije! ¡Que se quemeeee!
Gyuri ignoraba qué fue de Fodor al final, si llegó a agotarse o no de su sádico
evangelismo. La última vez que lo vio fue en una excursión escolar al cine, dentro del
cual fueron encerrados. Cuando te encerraban dentro del cine significaba que era una
película soviética. La escuela ocupaba un palco enorme que descendía en plataformas
escalonadas. Fodor había saltado por el borde de lo que él pensó que era el final de
una de esas secciones, y de hecho era el final del palco. Justo antes de desaparecer de
la vista, hubo una expresión en su cara que duró una fracción de segundo: ¿por qué
no hay un palco aquí?
Con otros, Gyuri se había ofrecido generosamente como voluntario para llevar a
Fodor y sus piernas rotas al hospital, y así evitar las hazañas de Sergei, quien por sí
solo repelió a los invasores alemanes mientras reparaba su tractor para producir una
cosecha abundante. Tal vez por miedo al ridículo o tal vez porque había partido en
busca de almas frescas, Fodor nunca regresó.
—Usted no habla mucho, ¿verdad? —observó Faragó a Ladányi; Ladányi
reservaba energías para comer y eso no era justo. Por más que Faragó buscase más
pelea, el helado de chocolate era el final. Después de que Ladányi dejara atrás una
enorme montaña de pollo frito, Faragó eligió el dulce por el que Ladányi sentía
mayor debilidad. El apodo que Ladányi recibía en la tropa, «Heladero», se lo había
ganado por su mítica inclinación al helado de chocolate en los días anteriores a la
firma del contrato con Jesús. Gyuri se preguntó si Ladányi le habría mencionado a
alguien de la residencia de los jesuitas que se iba unos días al campo a ver si comía
más que un secretario del Partido. Por loable que fuera el objetivo, en una atmósfera
de austeridad donde abundaban frases como «¿No es ésta la segunda comida que ha
tenido en esta semana, padre?», esta clase de indecorosa gourmandise, aunque fuera
en gran medida una misión de la milicia cristiana, debió de valerle una penosa
penitencia en rezos del rosario.
—¿Qué le gustaría que dijera? —preguntó amablemente Ladányi, mientras

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mantenía en suspenso una cuchara llena de helado camino de su destino. El pueblo
entero inclinaba ahora la cabeza hacia delante, mientras Faragó dudaba abiertamente
y miraba con resentimiento su plato lleno de helado.
—Como suele decirse —dijo Faragó, peleando por conseguir aire—, no hay lugar
en la misma posada para dos que tocan la gaita. Nosotros, la clase trabajadora…,
nosotros, el instrumento del proletariado internacional…, vamos a defender las
ganancias del pueblo… —aquí Faragó se atascó, cayó de su silla y, como si estuviera
atragantándose en su propia propaganda, derramó su estómago sobre el suelo. A
Gyuri le dio la impresión de que estaba para la extremaunción.
Ladányi no parecía preocupado.
—Flay algunos documentos que el padre Orsó tiene preparados para que usted los
firme, creo —dijo. El cura del pueblo se arrodilló y le ofreció una pluma a Faragó,
quien estaba despatarrado en el suelo como si considerara la posibilidad de hacer
algunas flexiones. De mala gana garabateó una marca en el papel y, en posición
supina, con sus miembros colgando, lo retiró del lugar con cierta torpeza el resto de la
célula partidaria.
—Elija al individuo más podrido que pueda imaginarse —le había dicho el
anciano campesino a Gyuri durante su conversación postmicción—, y siempre habrá
alguien, por lo general muy estúpido pero no siempre, que te dirá no, no, lo que pasa
es que no lo comprenden. Lo han interpretado mal. Incluso los asesinos, cuando
escriben sobre ellos en los periódicos, tienen una esposa o una madre que sostiene
que no es malo, que es un muchacho adorable cuando uno llega a conocerlo. Pídale a
cualquiera de aquí que diga algo en favor de Faragó; pídale a quienes han conocido a
Faragó durante toda su vida que diga una sola cosa a su favor, sólo una cortesía, un
agradecimiento, un favor. Encontrará a la gente de este pueblo callada como los
melones sobre el pasto crecido. Hasta su propia madre, si Faragó estuviera esperando
para ser ejecutado, diría cosas como «Pongan el nudo más apretado» o «¿Puedo darle
propina al verdugo?».
Ladányi se limpió la boca con una servilleta bordada y luego se puso de pie
ágilmente como si hubiera tomado un rápido tentempié entre importantes
compromisos.
—Bueno, ahora tenemos que irnos. Que Dios los bendiga a todos. —A
continuación vino otra hora de besarle la mano y de cargar el carro con regalos, pero
Ladányi insistió resueltamente en que debían partir porque así tenían la oportunidad
de alcanzar un tren que los dejaría en Budapest por la mañana.
Bajo la luz de la luna, Ladányi se veía notablemente delgado. Gyuri se sintió un
poco inestable durante el traqueteado viaje en carro y le asombraba que Ladányi no
sintiera deseo alguno de destragar. Estaba convencido de que pasarían meses antes de
que quisiera volver a comer. Neumann rompió el silencio de la peregrinación.

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—¿Realmente significa algo este arreglo? Perdone que le diga esto, pero Faragó
parece capaz de entregar a su madre por un trago, o incluso por nada.
—Mira —contestó Ladányi—, esta noche hemos representado una pieza moral.
Me pidieron que viniera. Yo no podía negarme. Dudo de que esto vaya a significar
alguna diferencia, no porque el camarada Faragó esté más allá de toda probidad, sino
por todo lo demás que pasa en el país. Esta noche ha sido una victoria en miniatura en
medio de los años de derrota que nos esperan.
Tengo la esperanza de que llegue a tener alguna importancia para la gente de
Hálás.
—¿Cuánto tiempo cree usted que va a durar todo esto? —preguntó Gyuri, aunque
no estaba seguro de querer escuchar la respuesta.
—No mucho —pronunció Ladányi—. Yo diría que unos cuarenta años o algo así.
Habrá que esperar a que los bárbaros envejezcan para que se vuelvan blandos.
No era la respuesta que Gyuri quería oír, sobre todo viniendo de Ladányi.
—Es tiempo de irse del país.
—De ningún modo. En primer lugar, como seguramente sabrás, ya no es tan fácil,
y en segundo lugar, y debería señalar que ésta no es una idea patentada por la Iglesia,
lo material no es lo material. No es la condición física lo que cuenta, sino la opinión
que tú tengas sobre ellos. Toma al granjero de la pequeña aldea en medio de China,
que es el hombre más feliz del mundo porque tiene dos cerdos y en el pueblo nadie
más tiene ninguno. La vida no es como el baloncesto, no es una cuestión de puntos
sino de lo que tienes aquí. —Gyuri vio que Ladányi se tocaba la frente con un dedo
—. Sólo pierdes si te das por vencido, y si te das por vencido mereces perder. En el
baloncesto pueden vencerte. En cualquier otro caso, sólo pueden vencerte si tú estás
de acuerdo. Tú tienes suerte, tienes mucha suerte. Vivimos en circunstancias difíciles;
a menos que seas muy tonto, deberías aceptar el reto.
Gracias por el totalitarismo, Stalin. Gyuri dudaba de poder disfrutar tanto como
Ladányi en la celda de una prisión.
—Un pasaje a París sería más divertido —replicó—. ¿No podría anotarme
algunas plegarias para conseguir eso?
—Me encantaría apoyar tu petición, pero no seas demasiado específico o puedes
conseguir lo que pides. Uno debería rezar por lo que sea mejor. Quizá seas más feliz
aquí que en París.
—Estoy preparado para asumir el riesgo. Cualquier cosa con tal de escapar de los
torneros que baten marcas.
—Sí, ese culto al trabajador es un poco agotador. Es irónico que lo originara un
gordo académico alemán sin responsabilidades que nunca tuvo un empleo en su vida,
sino que se conformaba con vivir a costa de sus conocidos y que se permitía prácticas
tan burguesas como embarazar a la criada. Y tan aburrido. La gente a veces pasa por

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alto la obra de un pobre carpintero que prefería la compañía de los pescadores.
Siguieron traqueteando en el carro durante un rato.
—La mayor ironía de la influencia de Marx es que sus libros son ilegibles —
reflexionó Ladányi—. Puede que su atractivo resida en su ilegibilidad, una especie de
misticismo a partir de las estadísticas y los salarios de los obreros textiles. Algún día
la gente se reirá de eso a carcajadas. Pero desafortunadamente hay quienes se lo
creen, no la gente que se ha adherido ahora, sino los que se adhirieron antes de la
guerra, cuando el movimiento era ilegal. Ellos creen en eso y como muestra
ampliamente la historia de la Iglesia, algunas ideas locas pueden tardar mucho tiempo
en morir.
—Creo que es un proceso que me gustaría observar cuidadosamente desde un
café de Nueva York. Desde esa distancia podría incluso encontrarlo divertido.
—Yo también —dijo Neumann a coro.
—El deseo de viajar es parte de tu edad. Tú nunca has salido de Hungría,
¿verdad? Ten cuidado, la gente puede llegar a querer mucho sus prisiones.
Llegaron a la estación con el tiempo justo para el tren de Budapest. Neumann,
que tenía el don inapreciable de poder dormir en los trenes, se acostó en los asientos
desocupados de otro compartimiento, mientras Ladányi sacó un libro, las Analectas
de Confucio.
—¿Es bueno? —preguntó Gyuri.
—La vida es demasiado corta para los libros buenos —dijo Ladányi—. Uno sólo
debería leer grandes libros.
—¿Cómo sabe que es grande?
—Ha estado circulando durante un par de miles de años, por lo general eso es un
buen signo. No está mal. A algunos de nosotros, los más jóvenes, nos han dicho que
estudiáramos chino. Nuestros superiores creen que es un mercado en expansión.
Todos los años recibimos una carta que contiene sus órdenes. Tengo la sensación de
que podrían enviarnos fuera del país. Creo que eso es un error, pero ahí entra el voto
de obediencia.
Gyuri no había ido a la iglesia desde que tenía catorce años, cuando su madre lo
arrastró a la misa de Pascua. Naturalmente, él intentó ponerse en contacto con Dios
en varias ocasiones siguientes cuando pensaba que iba a morir, pero siempre en el
mismo lugar, lejos de los recintos de las iglesias. Ésta era, seguramente, la verdadera
bendición de una educación religiosa; te daba un número al que podías llamar en las
emergencias, lo cual era un consuelo, aunque nadie respondiera. Gyuri se había
topado con las diversas discusiones entre sus compañeros acerca de la existencia de
Dios, la prueba del diseño («esto es lo que yo llamo un universo bien hecho»), la
creación del universo (de hecho hubo, al parecer, una enorme cantidad de problemas
para que sólo se tratara de una broma pesada) o la forma en que lo había visto Pascal,

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cien francos a favor de Dios de una u otra forma. Pero, sopesando todos los
argumentos, el mejor para enrolarse en las filas de Jesús era que Ladányi, la navaja
más afilada, creía en él.
Cuando llegaron a Budapest, Ladányi agradeció a Gyuri y a Neumann su apoyo.
Fue la última vez que Gyuri vio a Ladányi. Él ni siquiera lo sospechaba entonces,
pero años más tarde, cuando repasaba la escena, sospechó que Ladányi sí lo sabía.
—No te olvides de lo que dije sobre los buenos libros. Y ocasionalmente lee la
Biblia. Ha tenido algunas buenas reseñas, no sé si lo sabes. —El tono de Ladányi en
su admonición de despedida no era el de un vendedor, o el de un amigo que
recomienda una buena lectura, sino más bien el de un visitante que le da a un
prisionero un pedazo de pan con una lima dentro.

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Septiembre de 1949

Cuando el tranvía recorría el último tramo del puente Margit, Gyuri detectó por el
rabillo del ojo a la muchacha sentada en el borde de la baranda, y enseguida vio que
la chica ya no estaba allí. No había nada que pudieran hacer él o los otros pasajeros
que advirtieron el gesto suicida. Para cuando el tranvía se detuviera y ellos pudieran
volver al puente, el destino de la joven dama ya estaría determinado, de un modo o de
otro. Parecía un poco insensible decir «Bueno, ahí va otro» y encogerse de hombros,
pero aparte de congregarse como público, nada podían hacer para que volviese. La
gente de abajo, la que estaba en las orillas del río, se ocuparía de las posibles acciones
samaritanas. Además, Gyuri iba con retraso.
Que un suicida le cayera justo sobre su regazo sería, por supuesto, típico de su
suerte, especialmente cuando se retrasaba camino del trabajo. Por otro lado, al menos
sería una excusa honorable para justificar su tardanza. Conservó una nítida imagen de
la muchacha —es extraño con qué rapidez puede imprimirse un retrato detallado—.
Parecía una chica de campo, alguien que buscaba un populoso centro urbano para
hallar la salida sin salida, y que en realidad no era lo suficientemente atractiva para
que uno se tirase al agua detrás de ella, pero lo cierto es que de haber sido
suficientemente atractiva para tener hordas de hombres dispuestos a tirarse al agua
detrás de ella, no habría tenido que saltar en primer lugar.
También había que respetar el suicidio como el pasatiempo nacional, como el
vicio húngaro. Gyuri no tenía información actualizada sobre la forma en que el
suicidio progresaba bajo el socialismo. Bien pudo haber sido abolido, pero la
popularidad del hágalo-usted-mismo no podía dejarse enteramente fuera de la acción
de Rákosi & Cía. Durante siglos, los húngaros de calidad y en cantidad, los que no
habían logrado formar parte de los ejércitos húngaros que fueron borrados del mapa,
estuvieron volándose los sesos o desenjaulando sus almas de formas diversas. Sí,
unos pocos minutos de pereza, una música melancólica y un húngaro trataría de
desenchufarse de la vida. Y no solamente la nobleza: las criadas húngaras de Viena
han cobrado notoriedad por su afición a echarse lejía en las entrañas.
El tranvía depositó a Gyuri frente a la monstruosa Obras Eléctricas Ganz, pero él
fue el único de los que bajaron del tranvía que entró por las puertas de Ganz; todos
los demás trabajadores habían llegado mucho más temprano, antes de que el turno
comenzara.
Por supuesto, pensó Gyuri, la propensión húngara al suicidio podría ser la base de
su otra gran inclinación: su amor a la queja. ¿A quién es mejor quejarse sino al
arquitecto en jefe? Ve a la cima, encuentra a tu hacedor y dale un tirón de orejas por
las inclemencias del universo. Probablemente había una enorme fila de húngaros

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frente a la oficina de Dios listos para formular su queja.
Cuando entraba por el patio principal pasó por un mural adornado con rojas
decoraciones hechas por aficionados, que llevaban por nombre «Brigadas
Socialistas». Debajo había carteles más pequeños como «Guernica», «Dimitrov» y
«Béla Kun», que presidían maravillosas cifras de producción y fotografías en blanco
y negro de grueso granulado, donde se veía trabajar a incómodos torneros
bovinamente complacidos. Estas fotografías no cambiaban. A lo largo de las vitrinas
una rúbrica escrita con toda elegancia, «Sociedad por la Amistad Húngaro-
Soviética», encabezaba la serie de dolientes fotografías en blanco y negro de torneros
soviéticos que, con el gesto alentador y protector de un hermano mayor, observaban
cómo torneaban los torneros húngaros, y fotografías de torneros húngaros que
observaban cómo torneaban los torneros soviéticos con la admiración y los ojos muy
abiertos de un hermano menor. En estas fotos tampoco había variación estacional.
No muy lejos de esas vitrinas pero diametralmente opuestas a ellas, al otro lado
del patio, colgaba una enorme caricatura en cartón del presidente de Estados Unidos
Harry Truman. Al pie de esta caricatura había un cartel que llevaba la inscripción
AMIGOS DE TRUMAN en caligrafía temblorosa, y en letras menos destacadas decía:
«Estoy decidido a destruir las ganancias del pueblo de la Hungría democrática; por
favor, ayúdenme. Contribuirán a ello trabajando con calma. Mi agradecimiento». El
cartón tenía el aspecto de esos viejos carteles que se colgaban fuera de la fábrica para
indicar que había vacantes, y en él se habían anotado varios nombres. En eso
tampoco se apreciaban variaciones estacionales. En el primer lugar de la lista estaba
Pataki, Tibor, seguido por Fischer, Gyórgy (Gyuri no podía imaginarse cómo
conseguía Pataki estar una vez más en el lugar más alto) y también uno o dos
nombres intercambiables, Németh, Sándor o Kovrig, Lászlo. Figuras desconocidas
para Gyuri, pero simpáticas.
Esta puesta en la picota se debía en gran medida a la forma en que Pataki y él
mismo se resistían a presentarse al trabajo más temprano de lo que era realmente
necesario para evitar el despido. Gyuri no se preocupaba demasiado por la amistad
del presidente Truman (aunque sí se preguntaba si esa amistad le serviría, de llegar
alguna vez a Estados Unidos, para conseguirle una buena situación); en gran medida
porque había pocas penalidades adicionales a la de tener tu nombre asociado
públicamente con el presidente de Estados Unidos (y Gombás ya habría pensado en
ellas). La yuxtaposición de nombres se gestaba a todas luces en el departamento de
agitación y propaganda, con la idea de que resultara lo suficientemente vergonzante
para obviar la necesidad de otra reprimenda.
Por pertenecer a la clase X, es decir, ser ajeno a toda clase, Gyuri no podía
realmente estar mucho peor; era el último de la fila para las cosas buenas
(considerando que hubiera alguna cosa buena). Aparte de los problemas obvios de

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ostentar la clase X estampada en las credenciales morales de obligada presentación
cada vez que uno buscaba un empleo, entraba en la universidad o casi cualquier otra
cosa, lo injusto y enfurecedor de ser etiquetado como el hijo de una familia burguesa
era que Elek fuera tan profunda y rotundamente no burgués. Aparte de que la
profesión de contable no era la más apreciada de las carreras en los círculos
elegantes, estaba todo el peso de la conducta del viejo morfinómano: acosar a viudas
y criadas, llevar una cachiporra, inyectarse. Siempre les había dicho a sus empleados
que lo llamaran Elek (cosa que ante los ojos de sus colegas capitalistas sería por sí
misma equivalente a ser miembro del Partido Comunista), y les daba la tarde libre si
el clima era extraordinariamente bueno o si tenía ganas de tratar su tortícolis con un
poco de morfina (aunque se había hecho evidente a lo largo de los años que la droga
no le hacía ningún bien a su cuello; fracasó igual que la hipnosis, aunque Elek sólo lo
había intentado una vez. El hipnotizador sostuvo su péndulo y cantó durante diez
minutos: «Usted está en un sueño muy, muy profundo», pasados los cuales Elek le
dijo: «No, no lo estoy. ¿Piensa cobrarme por esto?»). Y luego, cuando perdió todo su
dinero, en lugar de tratar de recuperar sus pérdidas, en lugar de salir a trabajar de la
manera debida en el respetable estilo burgués, Elek se conformó con quedarse
sencillamente sentado en su sillón, con su jersey de lana y su cuello rígido, y debatir
las cuestiones teóricas de cómo conseguir un cigarrillo. Lo burgués y Elek no se
mezclaban. Es cierto que en algún momento de su vida tuvo dinero, pero eso había
sucedido mucho tiempo atrás, antes de que Gyuri tuviera edad suficiente para
gastarlo.
—Lo que te estoy dando no tiene precio —le dijo Elek esa mañana, mientras
conducía la sesión de la corte desde su sillón—. Te doy tu independencia. La
posibilidad de recorrer tu propio camino. No me debes nada. De cualquier cosa que tú
logres podrás decir: «Lo logré por mí mismo». No estás abrumado por el peso de un
padre demasiado solícito. No te ha tocado una figura colosal de éxito paterno que
pueda intimidarte. ¿Cuánta gente hay que pueda decir eso? Tú eres una bellota con
talento que puede crecer sin miedo a la sombra de un gran roble.
Lo curioso de Elek era que cuanto menos actividad desplegaba menos dormía, y
por lo tanto aseguraba su disponibilidad para darle a Gyuri el beneficio de sus
pensamientos mientras éste se preparaba para ir a trabajar.
—Mira a István, por ejemplo: él siempre va a tener las desventajas de todo lo que
puede comprarse con dinero. —István, en la práctica, se las arreglaba bastante bien
para soportar esa carga. A finales de 1945 regresó con una docena de compañeros que
desembarcaron del campo de prisioneros de guerra de Dinamarca, donde se habían
estado protegiendo; traía consigo dos mil cigarrillos y la capacidad de hablar
fluidamente quince idiomas. Antes de que las cosas se pusieran feas, István se las
arregló para conseguir un empleo en el Ministerio de Agricultura, donde terminó por

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aprender todo lo que había que saber del azúcar. Como era un principiante y no
incomodaba a nadie, y puesto que ellos tenían que conservar en el ministerio a
alguien que supiera algo de agricultura, lo toleraron magnánimamente.
István se había reído de eso como se reía de todo lo demás. Siempre con un
temperamento jovial, había regresado de sus años en el frente ruso con un importante
recuerdo: la incapacidad de que le afectara nada que no representara tres años en el
frente ruso. Uno podía decirle a István cosas como, por ejemplo, que habías pillado la
hepatitis en un restaurante, que te iban a reclutar en el ejército, que te había dejado la
chica cuando era lo más importante de tu vida y querías morirte, e István no haría
más que reírse; cuando te sentías verdaderamente miserable, entonces lanzaba fuertes
carcajadas.
István reapareció en Budapest al día siguiente del saqueo. No había quedado
mucho para robar tras el paso del Ejército Rojo en un par de ocasiones por todo el
piso, y después de que cambiaran los muebles por comida. Cuando István entró en la
casa como si volviera de la tienda de la esquina, encontró a Gyuri abatido por la
condición inagotable de su desgracia. István salió de inmediato y a la mañana
siguiente todos los artículos robados estuvieron apilados fuera, junto a la puerta de
entrada, con una nota en la que se disculpaban porque la aspiradora no era la original,
pero esperaban que el modelo estuviera a la altura de las expectativas y deseaban
buena salud a la familia. El otro superviviente de la unidad de artillería de István, uno
de los ladrones maestros de Budapest, se enfadó muchísimo al enterarse de que la
familia de su oficial comandante había sufrido semejante indignidad. Una sola
pregunta era la que István formulaba cuando uno comenzaba a reconstruir alguna
tribulación:
—¿Qué has hecho al respecto?
Eso era lo que interesaba, y no el gimoteo. István volvió para siempre, se casó,
obtuvo un empleo, consiguió un piso. Su hábito más molesto era la forma que tenía
de hacer que la vida pareciera fácil. Su aplicación y su capacidad natural para tocar
de pies a tierra eran tales que parecía increíble que guardara alguna relación con Elek.
¿De dónde lo había sacado? ¿Por qué él no tenía nada de eso?, se preguntaba Gyuri.
István era capaz de resolver cualquier cosa, de extraer lo mejor de lo peor, y por eso
Gyuri no terminaba de comprender por qué volvió a Hungría y permanecía allí.
István parecía capaz de cualquier cosa, excepto quizá de conseguirle un buen empleo
a Elek.
—Entonces ¿simplemente has abandonado? —le preguntó Gyuri a Elek.
—¿Abandonado? ¿Abandonado qué? ¿El tenis? ¿El cigarrillo? ¿Las carreras de
caballos? ¿Mis estudios de sánscrito? Yo soy un viejo de mierda, ¿no? —comentó
Elek mientras revisaba el largo de cada brizna de su bigote con un espejo de bolsillo
—. No puedes esperar demasiado. Tú, el hijo saludable y vigoroso, con toda la vida

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por delante, deberías estar pensando en sostener a tu enfermizo padre.
—¿Eso no te molesta?
—¿Si me molesta? Sí. No. Tal vez te sorprenda saber que, mientras crecía, mi
ambición máxima no era terminar sentado en un sillón con un jersey gris lleno de
agujeros. Confieso que me inclinaba más a soñar con lujos excesivos. Pero me
encanta decepcionar a la gente por no sentirme miserable hasta el suicidio.
Elek debió aspirar a un puesto como secretario del Partido, reflexionó Gyuri, dada
su facilidad de palabra y su inclinación a no hacer nada. Después de la guerra habrían
admitido a cualquiera. Ahora no. Ahora incluso colgaban a los comunistas de antes.
Cuando Gyuri llegó por fin a cumplir su tarea del día, Sulyok, el capataz, estaba
realizando una de sus lecturas en voz alta frente a sus compañeros de trabajo. Al
descubrirlo, Gyuri se sintió muy complacido por haber llegado tarde. La enorme
indiferencia de Gyuri en lo que a puntualidad se refería se explicaba porque quien les
proporcionó esos empleos a él y a Pataki había sido Gombás en persona, el director
delegado de las obras, y todo el mundo lo sabía. Campeón olímpico y levantador de
pesas cuyos esfuerzos fueron recompensados con una suculenta posición en la fábrica
Ganz, Gombás estaba decidido a robustecer el equipo de baloncesto para lanzarlo a la
primera división. Por ese motivo Pataki y también Gyuri, como el pasador personal
de Pataki, habían sido invitados a integrar el equipo y a pasar un poco de tiempo en la
fábrica. Gyuri se llevaba bien con Gombás, le agradaba, y no sólo por haberle
proporcionado un empleo y el modo de evadir el ejército, sino porque Gombás era
además un tipo afable y Gyuri tendía a admirar su abierta perversión. Lo que Gyuri
admiraba era que, si para otros aquello era un pecado por el que se abrirían las venas,
Gombás era deliciosamente franco y no se arrepentía de su afición a las jovencitas
que bordeaban la pubertad. Su oficina era espaciosa, estaba aislada y muy bien
provista; tenía incluso una ducha. Allí, las chicas elegidas a dedo por Gombás en sus
viajes por provincias y traídas a Budapest para un «entrenamiento intensivo» recibían
su «tutelaje personal».
Gyuri esperaba que algún padre enfurecido o la policía irrumpieran en la oficina
de Gombás, pero hasta el momento el arreglo, al parecer, no había molestado a nadie,
y siempre cabía la posibilidad, como señaló Pataki, de que si la felación alguna vez
llegaba a convertirse en deporte olímpico, Hungría arrasara en el medallero.
De vez en cuando, Sulyok se sentía obligado a hacer una lectura extraída del
periódico del Partido, que por supuesto tenía el mismo contenido que los otros
periódicos, pero con fascinantes variaciones en la puntuación. Si se consideraba lo
aburrido que era Pueblo Libre, y cómo la gente sólo lo leía en las circunstancias más
desesperadas de tedio, era incomprensible que alguien lo considerara más memorable
cuando Sulyok se arrastraba por un párrafo y le superponía nuevas capas de
aburrimiento.

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Esa mañana el extracto era de Trabajador del Partido, un periódico quincenal
dominado por el tedio de manera más estricta todavía que Pueblo Libre. Era como si
se dedicaran a elegir los tramos más tremebundos de Pueblo Libre, les extirparan
todo vestigio microscópico de colorido y luego publicaran el resultado en Trabajador
del Partido.
Sulyok concluía en ese momento un artículo de Rival sobre las ejecuciones de
Rajk y su banda. Rajk fue acusado de trabajar no sólo para los servicios de
inteligencia británicos y estadounidenses (además de una distinguida carrera como
informante de la policía cuando el Partido Comunista estaba prohibido), sino también
por hacer un poco de investigación detectivesca para el mariscal Tito y sus
mugrientos desviacionistas yugoslavos. ¿No habría trabajado también para Walt
Disney? Gyuri se sintió tentado de preguntarlo. Probablemente no, porque ser
ministro del Interior le costó la mayor parte de su tiempo, se contestó a sí mismo. Fue
hasta cierto punto divertido ver colgado a Rajk, había una armoniosa ironía en el
hecho de que el ministro del Interior, el hombre que con tanto amor construyó el
Estado comunista, el que había nutrido a la policía secreta, fuera el primero en
esfumarse cuando los no-comunistas comenzaron a escasear.
Gyuri ignoraba qué había de verdad en lo de los ahorcamientos, pero no cabía
duda de que lo publicado en los periódicos era un hatajo de auténticos disparates,
puesto que provenía de la gente que se especializaba en los auténticos disparates, es
decir, del Partido del Pueblo Obrero Húngaro.
—«Pero con la eliminación de los conspiradores vamos a obtener una victoria
considerable que aumentará nuestra fuerza y capacidad de decisión para finalizar las
tareas que tenemos por delante» —concluía el artículo de Révai. El único chiste que
Gyuri pudo recordar sobre Rajk fue que le habían dado un cargo en el gobierno
porque necesitaban a alguien disponible para cuando hubiera que firmar documentos
en sábado. Rákosi, Geró, Farkas y Révai, el cuarteto importado de Moscú para
manejar Hungría, eran todos judíos, o al menos eran considerados judíos, ya que,
hasta donde Gyuri sabía, nadie los había visto jamás en la sinagoga. El cuarteto de
Moscú le daba al pueblo elegido la clase de publicidad que no habían tenido desde
que votaron por clavar a Cristo en un leño.
Cuando comenzó sus lecturas, Sulyok hizo no pocas veces el intento de iniciar
una discusión sobre los excitantes artículos que leía, dado que la discusión, siempre
que se conjugara con las líneas del Partido, se veía más democrática.
—Camaradas, no hay nada más democrático que una buena discusión, carajo —
insistía Sulyok. El problema era que la mayoría de su público ganaba su salario en
relación con las piezas producidas, y a pesar de que el dinero era despreciable,
especialmente para quienes tenían familia, un dinero despreciable era mejor que
ningún dinero en absoluto. Otros pudieron haber compartido las dudas editoriales de

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Gyuri, pero lo concreto era que nadie quería comprometer a Sulyok en un debate.
Esta vez Sulyok no trató de provocar comentarios, sino que extendió la mano hasta
alcanzar un delgado libro rojo en rústica titulado Ellos fueron héroes, una colección
evidente de biografías de personajes cuyos nombres empezaban a proliferar como
calles por todo Budapest y otras partes: mártires comunistas. El público de Sulyok
tuvo un gesto de horror invisible e inaudible porque habían creído terminado el mal
rato. Obviamente, Sulyok estaba defendiendo algún punto en beneficio de alguien.
Eran unas horas extra, éstas, verdaderamente ideológicas. Pero ¿en beneficio de
quién? Todos los allí reunidos tenían un nivel muy inferior al de Sulyok en la escalera
del progreso, de manera que no tenía por qué solicitar favores de ninguno de ellos,
pero quizá dedujo que alguno de los presentes estaría informando a los de arriba. El
mártir agregado, en efecto, parecía un poquito demasiado indulgente. Para Gyuri, sin
embargo, no representaba mayor diferencia escuchar a Sulyok, sin hacer nada, en
lugar de estar parado en su trabajo, sin hacer nada allí tampoco.
—… y Ferenc Rózsa, uno de los líderes más sobresalientes del Partido
Comunista, pereció por fin heroicamente en la cámara de torturas —terminó su
lectura Sulyok con una nota de finitud del tipo que se reserva para el final del cuento
que se relata a los chicos a la hora de ir a la cama.
—Perdón —dijo Pataki interrumpiendo el respetuoso silencio—, eso fue la
semana pasada, ¿verdad?
—No —dijo Sulyok, escandalizado—, fue en 1942.
—Oh, ya veo. Fueron los fascistas quienes lo mataron. Oiga, ¿podría leer otra vez
ese pasaje donde lo torturan hasta la muerte? Vale la pena oírlo una vez más.
Gyuri deseó que Pataki no fuera tan Pataki todo el tiempo. Pataki había dicho
todo esto con la cara aparentemente seria, como quien sólo desea conocer mejor los
antecedentes del movimiento de los trabajadores, pero Gyuri no podía creer que la
suerte de Pataki durara para siempre. El primer día en el trabajo, Pataki se había
llevado un largo trozo de alambre de cobre. «El Estado está en deuda conmigo»,
afirmó. Cualquier otro habría esperado un par de días para familiarizarse con la
ubicación de las cosas antes de hurtar algo. Y no era que Pataki estuviera en una
situación de abyecta necesidad: siempre tenía un plato con comida esperándole en
casa.
—No, lamentablemente, camaradas, no tenemos tiempo —se disculpó Sulyok—.
El imperialismo no descansa; recuerden que tenemos que fortificar nuestra disciplina
de trabajo.
—¿Por qué no fortificamos la polla de un caballo para metértela en el culo? —
comentó Tamás, en voz no demasiado baja, mientras él y Gyuri caminaban
lentamente hacia los motores eléctricos. Lo dijo con el volumen suficiente para ser
oído, pero lo bastante bajo para que Sulyok no se enterara. Tamás pudo salir indemne

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de ésa. ¿Quién quería morir? Tamás era increíblemente bueno para matar gente; tenía
un par de Cruces de Hierro y una Orden de Lenin que lo atestiguaban.
Tuvo un gran éxito durante la guerra, alistado en un gran número de ejércitos,
comenzando por el húngaro. No le importaba que lo enviaran solo detrás de las líneas
enemigas, sin comer nada más que una rata eventual a la que tenía que arrancar la
cabeza de un mordisco, sentado sobre uno de los montículos que se preparaban para
no volverse hielo (perdió por congelamiento el dedo meñique de su mano izquierda),
dedicado a matar rusos mientras esperaba sentado. Era un entusiasta del cuchillo.
—¿Sabes? —le confió un día a Gyuri—, a la gente no le gusta ser acuchillada. —
Una vez, al terminar una misión, después de haber pasado dos meses haciendo fintas
detrás de las líneas rusas sin que le renovaran los suministros, lo capturaron (no tenía
municiones) y le ofrecieron un empleo en el mismo lugar—. Matar rusos o matar
alemanes, ¿crees que me importa?
Tamás, adivinaba Gyuri, rondaba los cuarenta, pero todavía tenía los músculos
duros y bien definidos que incitaban a los pintores realistas rusos a conseguir más
espacio. Tenía la misión de aislar las partes de los motores eléctricos que necesitaban
ser aisladas. Gyuri de hecho no entendía de aquello, pero como él verdaderamente no
hacía nada, tampoco importaba demasiado. Tamás alzaba las partes pesadas con una
cadena y luego las sumergía en un recipiente lleno de reactivos que aislaban el cobre.
A pesar de haber asistido durante meses, Gyuri no tenía ni idea de cuáles eran los
componentes químicos o de cómo funcionaba el proceso. Tamás lo hacía todo y él lo
observaba con suma atención. Se suponía que era un trabajo peligroso y, para la
media de Ganz, estaba bien remunerado (es decir, que después de comer le quedaba
un poco de calderilla en el bolsillo).
La tarea por la que le pagaban a Gyuri, por entonces, se reducía a escuchar las
aventuras de Tamás, recientes o antiguas, que éste narraba sin pausa mientras subía y
bajaba motores eléctricos. Tamás tenía un montón de aventuras, principalmente
porque no parecía dormir demasiado. No tenía un alojamiento fijo y alquilar una
habitación le parecía un derroche de dinero. Sólo necesitaba tres o cuatro horas de
descanso, y las dormía enroscado en el suelo en algún ruidoso rincón de la fábrica
(sólo exigía que no fuera insoportablemente ruidoso), y salía del sueño de un salto,
fresco y lleno de energía. La mayoría de las noches, sin embargo, no necesitaba
dormir en la fábrica gracias a algún enredo amoroso o una juerga trasnochadora.
Tamás tenía un conocimiento único de Budapest en términos de las mujeres con
las que había dormido y por los kocsmas que se tomaba; esta topografía era lo que
compartía con Gyuri durante sus horas de trabajo. Un monólogo habitual en Tamás:
—Sí, estaba en El Ciego Ciegamente Borracho, donde tienen una excelente
cerveza checa. Bueno, pues no había estado allí desde que me tiraba a la sirvienta de
la mujer del embajador francés, y queda justo enfrente del lugar donde ofrecía los

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servicios de mi polla a la esposa del violinista cíngaro que solía tocar en El Cenicero
Volador, aquel violinista a quien tuve que acuchillar, no el que trató de pagarme para
conservar a su mujer; ésa fue la que conocí detrás del Puedes Hacer Vino Incluso con
Uvas. Era un lugar estupendo, ¿sabes?, donde pasé una noche maravillosa con una
muchacha búlgara. Ni yo hablaba nada de búlgaro, ni ella hablaba nada de húngaro.
Pero la verdad es que no lo necesitamos, ¿verdad? Ella tenía una habitación casi
encima de ¿Por Qué El Suelo Me Presiona La Nariz? No salí de allí en varios días.
»Bueno, pues yo estaba en El Ciego Ciegamente Borracho tomando un poco de la
pálinka que tienen debajo del mostrador (dicen que los alemanes la querían para sus
investigaciones en cohetes) cuando advertí a un sujeto de veras pequeño con una
mujer bastante atractiva. Estaban sentados cerca de un grupo de estibadores. De todos
modos, el tarado se inclina hacia los estibadores que están blasfemando por aquí y
por allá, y dice con un tono de lo más profesoral: «¿Podrían por favor no maldecir
delante de mi esposa?». Su coraje era digno de admiración, pero molestarse por las
maldiciones en El Ciego Ciegamente Borracho es un poco como ir al mercado y
escandalizarse de las verduras. Yo veo que al tipo le van a dar más patadas que a una
pelota de fútbol un sábado por la tarde en Ferencváros, así que le digo al barman que
esconda para mí una botella de la pálinka rompeportones, porque en un momento no
va a quedar ningún vidrio sin romper y me acerco en el momento apropiado para
desearle con la bota la mejor salud a uno de los estibadores justo cuando el sujeto le
estaba dando un amable pellizco a las tetas de la mujer del tipo.
Este episodio era representativo de las noches de Tamás: dejar atrás cinco
estibadores desmayados y otros dos buscando activamente los lóbulos de sus orejas.
—No iban a encontrarlos, porque me los tragué. Buena proteína: eso lo aprendí al
otro lado del Don. Apareció la policía. Creo que consideraron acusarme, porque el
tipo al que yo estaba ayudando de pronto se puso a gritar: «Es ése. Yo he visto todo lo
que pasó. Éste es el rufián que lo empezó todo». Los policías sabían, sin embargo,
que quedarían como estúpidos ante el juez cuando trataran de explicar cómo me dio
por atacar a diez estibadores. Claro que de todas maneras me esposaron para
interrogarme, pero sólo me hicieron una pregunta: «¿Dónde está la pálinka
rompeportones?».
Para beneficio de Gyuri, quizá, Tamás era siempre preciso hasta el fastidio en
cuanto a la localización de las mujeres con las que se acostaba.
Por eso Gyuri conocía tanto como la suya propia la dirección de la mujer
separada de Tamás, que vivía en Kóbánya, Kossuth út adelante, entre El Dipsómano
Bajo y El Dipsómano Alto. Tamás se tomaba también la enorme molestia de enfatizar
que su hijo, de diez años, era el que más «dinero suelto» tenía de Budapest. Tamás
hacía el trabajo de tres personas y era remunerado en consecuencia. Cuando calculaba
el pago que le correspondía (un acontecimiento horario) incluía la información sobre

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la condición superlativa de la asignación de su hijo. Los hercúleos esfuerzos de
Tamás constituían otra de las razones por las que Gyuri no tenía mucho que hacer (ni
siquiera le aventajaba Pataki, empleado en la sección donde se enrollaba el alambre
de cobre, que no tenía otra cosa más que comentar: «Mira cómo se estira ese
alambre»).
Pero de vez en cuando a Tamás se le ocurría alguna tarea para Gyuri.
—Consigue una hoja nueva para esta sierra —pedía Tamás, lo que complacía a
Gyuri porque así podía ocupar su tiempo hasta la hora del almuerzo. Se puso en
marcha en dirección a los almacenes tan lentamente como pudo para sacar todo el
provecho posible del viaje. Cuando llegó se sorprendió al ver un cartel: «No
Molestar», que parecía robado de un hotel de lujo treinta años antes. Dentro, el
gerente del almacén, que era el secretario del Partido en esa sección de Ganz, estaba
jugando a las cartas con tres confederados. No bien había atravesado Gyuri el umbral
cuando, sin mirarlo y sin mover los labios de manera evidente, el gerente soltó con
firmeza pero sin rencor: «Laputaqueteparió». Lo soltó tan de pasada, de manera tan
mecánica, que Gyuri tuvo la certeza de que nada tenía que ver con su entrada. Así
que dijo:
—Perdón por interrumpir, pero…
El gerente se volvió hacia él.
—¡Que Dios y todos los santos te manden al puto infierno! —exclamó en lo que
parecía un lamentable lapsus para un materialista histórico que ha hecho votos de
ateísmo—. ¿Cómo te llamas?
—Fischer.
—Muy bien. Estás despedido y camino de la salida puedes meterte un palo en el
culo —dijo el gerente mientras lo hacía salir con un tono colérico antes de volverse a
sus compañeros de juego—. ¿Habéis visto? No se puede conseguir un minuto de paz
en este lugar.
De regreso a sus motores eléctricos, Gyuri ponderó la cuestión y se preguntó si la
posición de Gombás, su protector, sería más fuerte que la de Lakatos, el secretario del
Partido del ala, y si por eso le despedirían, ¿le importaría mucho? Trató de engañarse
a sí mismo, pero pronto se dio cuenta de que sí le importaba. Ganz podía ser malo,
pero no lo era tanto como el ejército.
Tamás se sorprendió de ver volver a Gyuri con las manos vacías.
—Me dijo que estaba demasiado ocupado y me despidió —informó Gyuri.
—Tiene un cruel sentido del humor este Lakatos —dijo Tamás mientras ponía en
marcha la sierra desafilada. A medida que continuaba pensando en su predicamento,
Gyuri resolvió alertar de inmediato a Gombás sobre la amenaza a su empleo y subió a
su oficina.
La secretaria de Gombás no estaba. Gombás tampoco. Después de llamar

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repetidamente de manera amable y clara para asegurarse de no estropear una «sesión
de entrenamiento», Gyuri encontró vacía la oficina. Se quedó mirando el teléfono
negro de Gombás. Se deslizó por su cabeza la idea de levantar el receptor y hacer una
llamada al exterior, a alguna parte, a cualquier parte de Occidente. Jugó con la idea de
hacer eso, simplemente, hacer una llamada, sólo para escucharlos decir «Hola» o
«Buenos días», sólo para escuchar el sonido del extranjero, el crujido del aire libre, el
lenguaje inefable de allá fuera. La idea sonó como un xilófono a lo largo de su
columna vertebral.
Disfrutó unos minutos mientras jugaba con la idea, aunque sabía, por un montón
de razones —la primera y principal la falta de coraje—, que no lo haría, aunque
saboreó intensamente la oportunidad. Se imaginó en el acto de levantar el receptor y,
con una voz tipo Gombás, pedir una llamada a Nueva York, París, Londres, Berlín,
incluso Cleveland, Ohio. Fueron los cinco mejores minutos que pasó en un tiempo
muy pero que muy largo.
Luego recuperó su preocupación por el despido. ¿Dónde estaba Gombás? ¿Se
había embarcado en un viaje a la caza de talentos? ¿Estaría él en el ejército antes de
que Gombás volviera a la oficina? Cuando regresaba al piso del almacén, Gyuri se
topó con Pataki, que, con sus gafas oscuras puestas, paseaba por el pasillo haciendo
rebotar una pelota contra el suelo y las paredes. Presumiblemente se le había
terminado el alambre para contemplar. Gyuri le narró sus problemas mientras Pataki
rebotaba la pelota con furia en torno a un retrato de Rákosi.
—Siempre te imaginé como un militar —dijo Pataki con la absoluta falta de
simpatía que sólo puede mostrar un amigo íntimo—. No, no te rías. Nunca vi a nadie
capaz de rivalizar con tu genio para cavar zanjas. Sólo en reconocimiento a tu manera
de cavar zanjas deberían nombrarte general. He oído que van a ampliar el servicio
militar a tres años, eso te proporcionará un montón de tiempo. —Pataki entró
entonces en la zona de las oficinas para cortejar a muchachas cortejables con su verbo
fluido.
A pesar de estar bien entrenado en lo que a sus propios peligros se refería, Gyuri
no pudo suprimir un ramalazo de ansiedad hacia Pataki, que no daba tregua a su
indiferencia. Él era siempre el que los metía en problemas, problemas que lo
delataban y lo ponían en evidencia, como aquella vez en el campamento de
exploradores, cuando se tomaron todo el vino de la comunión, todo el vino de la
comunión, por sugerencia de Pataki. No esperaban salir indemnes de ésa. El padre
Jenik se mostró justificadamente furioso, pero como sólo faltaban tres días de
campamento, sólo hubo tres días de verdadero odio y castigo. El campamento podía
durar mucho tiempo más…
Tamás reapareció con dos hojas nuevas para la sierra.
—Te dije que te estaba tomando el pelo. Es un buen tipo el viejo Lakatos. No me

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dejó salir sin regalarme este cartón de cigarrillos. Yo no quería tomarlos, pero me
insistió tanto… —Tamás le dio dos paquetes a Gyuri.
Luego vino la hora del almuerzo. El clima era de un sol de justicia, de modo que
casi todos los empleados salieron al patio para comer cualquier cosa que hubieran
logrado conseguir. Zsigmond y Pártos, dos sacerdotes, estaban sentados uno junto al
otro; lidiaban con su pan y queso y conversaban en latín, con lo cual le sacaban lustre
a la única arma católica que les quedaba. Ya nadie les prestaba atención. A estas
alturas, los trabajadores estaban bastante acostumbrados a los extraños compañeros
de trabajo que les caían encima. Sacerdotes, contables, diplomáticos, cartógrafos,
aristócratas, todos ellos carentes de cualquier destreza manual. Por aquellos días
había una gran campaña sobre «compartir los métodos de trabajo». No había forma
de evitar los carteles de propaganda, las películas, las exhortaciones impresas y
proclamadas en persona. Una de las versiones que Gyuri había visto en un noticiario
en el cine mostraba a un viejo y templado trabajador que, con la boina que era la
marca registrada de su condición de proletario y después de ignorar las frustradas
chapuzas del joven de rostro fresco en el torno cercano al suyo, lee el editorial de
Pueblo Libre sobre lo imperativo de compartir los métodos de trabajo. El viejo
trabajador siente de inmediato una profunda vergüenza por su negligencia y corre al
instante a introducir al muchacho en las delicias del torneado avanzado.
En esencia, el Partido venía a decir: más vale que se enseñen los unos a los otros
porque nosotros no vamos a invertir tiempo ni dinero en hacerlo. Todo el mundo en la
fábrica preferiría estar muerto antes que practicar lo que el Partido los urgía a hacer, y
aunque no fuera por ningún otro motivo más que el de evitar perder tiempo valioso
para ganar dinero, de hecho proporcionaron ayuda, guía y aliento a los recién
llegados que habían aterrizado en la fábrica sin saber cómo hacer el trabajo, y a
menudo sin siquiera saber cuál era el trabajo. Se los reconoció en silencio como
exiliados domésticos.
Gyuri fue calurosamente saludado por Csokonai, que garabateaba con ímpetu
sobre un revoltijo de hojas en su regazo. Había sido un conferenciante universitario,
un experto en derecho internacional, un hombre decente aunque un poquito pelmazo,
si bien sólo en dosis muy pequeñas, que veía a Gyuri como un aliado. Cuando vio
que Csokonai tenía una bolsa rebosante de manzanas frescas, Gyuri se sentó a su
lado, sorprendido por las cosas que era capaz de hacer por un buen bocado. Csokonai
estaba en un estado incesante de furia, que sólo admitía ligeros ajustes en cuanto al
volumen. Varias veces le explicó a Gyuri, mientras aferraba con firmeza su muñeca
(con una fuerza prodigiosa para un abogado delgaducho):
—Me reemplazaron por un idiota. Un idiota. Un hombre que no sabía nada, nada.
Te lo aseguro. —Csokonai repetía esto para que no quedaran dudas de que no estaba
usando idiota sólo como una figura retórica, sino como un término puramente

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técnico. Gyuri siempre se mostraba completamente de acuerdo, porque quería que le
soltara la muñeca y porque le parecía plausible que algún tarado, después de haber
hojeado alguna edición de bolsillo de Lenin sobre derecho internacional, hubiese
conseguido el puesto de Csokonai. Con más de sesenta años, Csokonai era demasiado
viejo para tolerarlo; y ni siquiera podía intentar recurrir a los puños. Gran parte de su
hora del almuerzo la pasaba compilando cada vez más violaciones a los principios y
las leyes nacionales e internacionales.
—Ahora sí que los he atrapado —decía con tono furioso—. Me las pagarán. Este
disparate no puede durar toda la vida y ellos me las pagarán.
Lo que Csokonai hacía era extremadamente peligroso y Gyuri no tenía
intenciones de frecuentarlo más tiempo del necesario para conseguir una o dos
manzanas. La semana anterior, un trabajador que había tomado demasiada pálinka o
demasiada adversidad, explotó.
—Dicen que con Horthy Hungría era un país con dos millones de mendigos.
Bueno, al menos con Horthy sólo los mendigos eran mendigos y no todo el
embrutecido país. Yo no puedo alimentar a mi familia con esto.
A la salida, junto a los portones, lo estaba esperando un coche negro.
—Tenemos algunas preguntas que hacerte. Sólo serán unos minutos. —Después
de eso nadie lo volvió a ver, pero lo cierto es que tampoco nadie había vuelto a ver a
aquellas personas a las que los rusos habían invitado a un malenky robot, un poquito
de trabajo, cinco años atrás.
Amante de las cortesías del viejo mundo, Csokonai ofreció a Gyuri tres
manzanas, que tras juntar fuerzas, él rechazó una sola vez. Mientras meditaba sobre
cómo se resquebraja la dignidad cuando tu estómago grita, Gyuri volvió a su trabajo
y encontró a Sulyok hablando con Tamás.
—Oye, Tamás, necesitamos una pequeña ayuda, tenemos ciertas dificultades
camaraderiles.
A Sulyok le llevó su tiempo desembuchar lo que pasaba, pero el problema era
éste: había un solo lugar donde se manufacturaban las herramientas que Ganz
necesitaba y, por alguna razón —enemistad, soborno en los escalafones superiores,
incompetencia o nepotismo—, las herramientas se enviaban a otras fábricas, no al
lugar en que se las necesitaba en Ganz, donde a pesar de seguir al pie de la letra las
recetas del libro de cocina de Stajanov, no se estaban cumpliendo los objetivos del
Plan Trienal.
—Tamás, ¿podrías ir hasta allá y explicar con tono constructivo, fraternal y
socialista la absoluta y terminante necesidad que tenemos de algunos suministros
urgentes para poder intensificar la capacidad de cumplimiento del Plan Trienal?
—Quieres que vaya y piratee alguna de sus entregas, ¿eh?
Azorado por este lenguaje tan poco camaraderil, Sulyok hizo una mueca y

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abandonó la conversación.
—Sí —dijo, mientras le alcanzaba un juego de llaves de un camión—. Llévate a
Gyuri y a algunos muchachos si te hacen falta.
Es cuestión de tener los atributos apropiados para la tarea apropiada, reflexionó
Gyuri. Puedes leer lo que Lenin dice del derecho internacional, pero si no conoces el
negocio, por más Lenin que leas no te ayudará a asaltar y robar un camión en la
carretera.
Tamás recogió a Pálinkas, otro conocido pugilista, y a un rompe-mandíbulas
aprendiz, Bód. Cuando partían desde el portón de enfrente, Gyuri vio a Pataki en el
momento en que dos hombres de seguridad lo aprehendían y le desenroscaban un
largo tramo de alambre bajo su camisa. Gyuri le sonrió y lo saludó con la mano;
esperaba con gran expectación el relato de Pataki sobre las excusas aducidas para
librarse de ésa.
Tamás los dejó, uno por uno, en los lugares a los que querían ir, para luego apretar
el acelerador y dirigirse al Zugló, donde estaba ubicada la fábrica de herramientas.
—No os preocupéis, de esto puedo ocuparme yo solo —le dijo a Gyuri, con una
sonrisa expectante en su cara, mientras deslizaba su cuchillo entre los dientes.
En casa, Gyuri encontró a Elek aparcado en el sillón, pero con la visita de Szócs,
su antiguo conserje, que venía una vez al mes a presentarle sus respetos. Szócs era el
único del antiguo personal de Elek que se tomaba las molestias de ir a visitarlo, y por
ese motivo era bienvenido; y también, de manera más destacada, porque siempre traía
un paquete de comida de sus primos granjeros. Su madre siempre se quejaba de que
Elek inundaba a su personal de vacaciones y otras bonificaciones, aunque Gyuri
recordaba que Szócs, que trabajaba fuera de la oficina de Elek, nunca había
disfrutado de ninguno de estos beneficios.
Szócs estaba ineludiblemente atascado en la jovialidad, pero ascendió uno o dos
escalones más en el júbilo cuando vio al Fischer más joven.
—¿Cómo estás, Gyuri? ¿Cuándo vas a sentar la cabeza? ¿Piensas casarte? —
Gyuri sabía que atravesaba esa edad en la que todos se volvían inmensamente
inquisitivos en cuanto a lo que él hacía con su cosita, y estaba preparado para este
tipo de interrogatorio de sus mayores; se sentía tan dispuesto a casarse como a ser
castrado, pero entre risas negó con bastante gracia cualquier romance importante.
Alguien que había recorrido medio Budapest para entregar comida tenía todo el
derecho del mundo a preguntar lo que le diera la gana. Gyuri divisó un paquete
abierto de chicharrones de ganso, y comenzó a hacer los correspondientes arreglos
digestivos.
Szócs bajó la mirada por el dedo con el que apuntaba a Gyuri como si fuera el
cañón de un revólver.
—Cuando encuentres a la persona apropiada lo sabrás —comentó—, ya lo verás.

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—Gyuri asintió con la cabeza, mostrándose de acuerdo, como hace uno con alguien
que ha traído chicharrones de ganso—. Yo lo supe en el momento en que vi a mi
esposa —dijo y se echó a reír. Esto sorprendió a Gyuri porque sólo había visto a la
señora Szócs una vez, y su impresión primera, última y duradera fue de una fealdad
consumada; siempre imaginó que Szócs se había casado con ella por caridad, o que
su matrimonio, más que por afinidades elegidas, era otro de los síntomas del
infortunio crónico de Szócs. La vida de Szócs era una sola calamidad las veinticuatro
horas al día: era huérfano, pasó por un naufragio cuando era grumete, se quedó sin un
ojo por una infección, perdió los dedos de los pies por congelamiento en un campo
ruso de prisioneros de guerra, y sus dos hijos murieron en la epidemia de disentería
de 1919. Uno no podía menos que reírse. Seguramente había más desastres en su
pasado, pero, algo inusual para un húngaro con un material tan prometedor, Szócs era
muy tacaño para divulgar los detalles de sus contrariedades—. El secretario del
Partido agarra a Kovács —dijo Szócs cambiando de tema—, «Camarada Kovács,
¿por qué no estuviste en la última reunión del Partido?». «¿La última reunión del
Partido?», responde Kovács. «Si hubiera sabido que era la última reunión del Partido
habría llevado a toda la familia». —Para extrañeza de todos, Szócs se había
convertido en una figura triunfante: ahora que la pobreza y la miseria se habían
distribuido equitativamente por doquier, él era un magnate de jovialidad. En el país
de los ciegos, pensó Gyuri, el hombre que sabe usar el bastón blanco es rey.
Lo único irritante de Szócs era que su ligereza hacia el totalitarismo tendía a
invalidar la licencia que uno mismo se daba para la autocompasión. Gyuri no podía
disfrutar de su resentimiento durante mucho tiempo después de que Szócs se
marchara. La presencia de Szócs le hacía perder esa aguda sensación de enorme
injusticia y agravios acumulados que elaboraba con tanto cuidado. Elek, por ejemplo,
podría estar confortablemente sentado en el asiento trasero del gran coche negro de la
adversidad, pero Szócs parecía prosperar en la dificultad como si disfrutara de una
comilona.
Para su propia vergüenza, Gyuri se alegró cuando Szócs se marchó y ya no tuvo
que disimular sus intenciones de arrojarse encima de los chicharrones de ganso. Elek
se había aventurado a la calle más temprano para conseguir un poco de pan tierno, y
esto, en combinación con los chicharrones de ganso, le provocaron una profunda
sensación de bienestar, un resplandor de plenitud imborrable y que perduraría una
noche entera como mínimo, o hasta que comenzara el entrenamiento.
Los dos paquetes de cigarrillos (franceses) habían sido parte de un gran plan que
Gyuri había estado pergeñando para hacer un poco de trueque, pero Elek se veía tan
deformado, tan poco natural sin un cigarrillo que Gyuri se los alcanzó y vio que la
cara de Elek se convertía en una amalgama de alegría y reflexión en cómo
administrar los cigarrillos de manera cronológica.

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Uno luchaba por ser duro, por ser fuerte, peligroso e independiente (Gyuri sopesó
los efectos de la pila de chicharrones de ganso), pero la autodisciplina es un asunto
muy delicado, es como una planta que se marchita si se sale de una estrechísima
franja de temperatura. Como forma de mitigación, la comida resultó
excepcionalmente adiposa; sin duda la habían llevado esa misma mañana a la capital
y la envolvieron con rapidez antes de que anocheciera. Era de un crujiente
evanescente y un sabor que debía ser capturado por las papilas del gusto dentro de las
doce horas, o se disiparía en el limbo de los sabores fabulosos.
La saciedad de los cigarrillos y los chicharrones de ganso engendró entre ambos
cierta placidez y un poco de conversación. Últimamente, Pataki era el principal
receptor de las locuciones de Elek, un diálogo encorvado y cigarrillado que versaba
sobre el material obsceno de Elek. Mientras ellos estaban en lo suyo, Gyuri se
ocupaba de enfatizar una salida ostentosa con el pretexto de alguna diligencia, o hacía
mucho ruido con alguna tarea escolar, pero nunca surtió el efecto amortizador
perseguido.
Decidió presionar a Elek con el extranjero.
—¿Cómo es Viena?
Elek había pasado un par de años estacionado en las afueras de Viena como
oficial austro-húngaro y como caballero antes de que la Gran Guerra hubiera
vaporizado el Imperio del Strudel.
—No recuerdo mucho ahora —dijo Elek—. Fue hace tanto tiempo. Recuerdo el
sexo, pero casi ninguna otra cosa. Eso es lo raro de Viena: tanta cultura, tantas
bibliotecas, tantos recitales de piano, tanto aprendizaje, tanto Mozart estuvo aquí,
tanto chocolate, tanta pastelería elaborada, y las mujeres sólo estaban interesadas en
una cosa. Si yo no hubiese tenido veinte años, me habría matado.
»Hubo una señora, la esposa de un distinguido geólogo que todavía tenía el vigor
suficiente para cumplir con sus deberes conyugales. Un día me tomé el tiempo
preciso. Desde las diez de la mañana hasta las tres de la tarde: cinco horas. Pensé que
ella no querría más, que me pediría un descanso, pero no. Sólo abandonamos la
misión porque su esposo volvía a casa con una piedra de granito muy codiciada.
Cuando salí a la calle tuve que llamar un taxi porque mi cuerpo se había declarado en
huelga. Más tarde descubrí que había otra persona del regimiento que también dejaba
allí sus tarjetas de visita: el marido lo desafió a duelo y yo tuve que actuar como su
padrino. La verdad es que de vez en cuando ella podría haberse dedicado a leer un
libro o visitar un museo.
—Me parece que yo no podré ir a Viena durante algún tiempo —comentó Gyuri.
—Oh, estoy seguro de que irás. Esto no puede durar mucho más. ¿Te das cuenta
de que tú e István sois mis últimas esperanzas?
—¿Qué quieres decir?

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—La única clase de éxito que me puedo imaginar ahora es sentarme en un café y
regalar a mis cofrades relatos de los triunfos de mis hijos. Cuento con vosotros para
recibir alguna gloria indirecta y un ingreso modesto. No querrás que tu viejo padre se
quede atascado en un café sin nada de qué alardear, ¿verdad?
—De manera que estás decidido a quedarte sentado para siempre.
—Trabajo para conseguirlo. Pero no olvides que tú no tienes excusas: estás en la
edad perfecta para el desastre. Físicamente en la cumbre. Flexible. Durable. Una
buena reserva de optimismo. Diecinueve años es la edad perfecta para el infortunio.
Puedes dar guerra. Y las cosas cambian. Nada dura para siempre. Hungría ha
conocido momentos extraños en su historia. Mongoles y turcos que entraban y salían
del país. Nuestro amigo Horthy, un regente sin rey, un almirante sin mar. Pero Rákosi.
Lo único que con toda confianza puedo predecir que no va a funcionar en Hungría es
un rey judío. Estoy dispuesto a apostar que no vas a durar mucho tiempo en Ganz, y
que llegará el momento en que te reirás a carcajadas de todo esto.
—¿Cuánto estás dispuesto a apostar? —preguntó Gyuri, que olfateó dinero fácil.
—Podemos negociar una cifra —en este punto Elek fue atacado por una caravana
de toses de una ferocidad rompepulmones—. El problema —continuó débilmente—
es que a este paso yo no seguiré aquí para cobrarlo. Pero de todos modos tú no tienes
excusas para no lograr una estupenda prosperidad. Piensa en toda esa educación que
tu madre te prodigó.
Gyuri decidió asumir alguna tarea de la casa. Nada sustancial, pero apostó por la
domesticidad: fue al fregadero para lavar un poco y expuso algunos platos al agua del
grifo. Considerando lo poco que tenían para comer, había una cantidad alarmante de
platos sucios.
—Durante meses le dije que fuera al médico. Durante meses. ¿Sabes lo que me
respondía?: «No puedo ir. No tengo enagua». No me imagino qué tenía que ver una
cosa con la otra —propuso Elek.
De pronto, Gyuri deseó no haber iniciado aquella conversación.

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Agosto de 1950

Pasaron el verano en las afueras de Tatabánya.


Los campesinos que estaban en el campo, tal vez por todo lo que habían
soportado o gracias a algún tipo de terrenalidad innata, no manifestaron gran sorpresa
ante la media docena de figuras desnudas y bronceadas que paseaban entre sus
girasoles.
—Jugadores de baloncesto —murmuraron.
Pataki iba al frente y llevaba puestas sus gafas oscuras, sus zapatillas de
baloncesto y un mapa cuidadosamente doblado bajo el brazo. A pesar del mucho
ejercicio practicado en el campo de entrenamiento al que fue invitado el Locomotora
para actuar como equipo residente contra la selección nacional, estaban llenos de
energía, y ante la instigación de Pataki habían salido a pasar una tarde constitucional
con el propósito de comprobar que el campo de los alrededores era tan aburrido como
aparentaba. Hasta el momento así era.
La vecindad era pacata y simple en su mayoría, pero Pataki los encaminó hacia un
macizo con vegetación, un bosquecillo sobre una serie de montículos con una extensa
calva en la cima. El paisaje desde ese montecito corroboró sus peores pronósticos: la
ausencia total de nada que pudiera contar como remotamente notable o atractivo en
varios kilómetros a la redonda.
—Entonces, caballeros, he aquí el campo. El lugar para quienes aman las
travesuras vegetales. Residencia de las delicias bucólicas tal como fueron celebradas
por milenios de ilustres poetas, quienes, en mi opinión, o estaban fuertemente
sobornados por granjeros acaudalados ansiosos por promocionar sus pertenencias, o
bien eran locos atrabiliarios —concluyó Pataki.
En la cumbre había una piedra rectangular, de poco más de un metro de altura, y
Pataki, después de consultar el mapa, anunció que era un objeto de significativo valor
trigonométrico. Si no hubiera estado en el mapa, probablemente no se habrían
tomado la molestia; pero ¿con qué frecuencia tiene uno la oportunidad de destruir un
hito? La piedra era recalcitrante y sorprendentemente pesada pero, con la ayuda de
algunas gruesas ramas como palancas, pudieron levantarla y se concedieron el placer
de contemplar cómo rodaba cuesta abajo durante un buen trecho. Una vez satisfechos
por haber cumplido con la tarea impuesta para esa tarde de sabotear el Estado
húngaro, se encaminaron de vuelta al campamento.
—¿Acaso ha superado la nueva Hungría el viejo sistema clasista de tres capas:
trabajadores, burguesía y nobleza? —preguntó Róka, y se adelantó a proporcionar la
respuesta (antes de que nadie pensara que estaba formulando una pregunta en serio)
—. No del todo. Todavía hay tres clases en la nueva Hungría: los que han estado en la

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cárcel, los que están en la cárcel y los que van a ir a la cárcel.
En su camino de vuelta, Pataki saludó con el mapa a una joven campesina de
rostro feo incluso en un joven campesino varón. Una burla a la cortesía, pensó Gyuri,
pero otra semana en el campamento y las toscas muchachas envueltas en un saco
comenzarían a parecerles reinas de belleza.

Cansado después de un día de entrenamiento, Gyuri solía conectarse con la


negrura en cuanto entraba en contacto con su colchón, por mucho que éste fuera en
gran medida intratable. El entrenamiento era exigente y, como siempre, Gyuri tuvo
que hacer el doble que cualquier otro. Hay personas a quienes el atletismo se les sirve
en bandeja, otros tienen que sudar para llegar a clasificarse. A Gyuri sesenta flexiones
le causaban un horrible sufrimiento, mientras que Pataki podía hacerlas mientras
conversaba sobre cualquier tema propuesto. Había nacido con explosivos en sus
músculos, incluso en su lengua.
Cuando Gyuri regresaba de la primera ronda del entrenamiento de la mañana, una
carrera alrededor del lago, jadeando por el efecto de aquella manera tan brutal de
comenzar el día, Pataki solía estar desperezándose perezosamente, y a menudo
fumando un cigarrillo contemplativo en el porche de su cabaña. Pataki podía hacer
estas cosas, porque de todas maneras cumpliría en la cancha.
—Sé que la vida es injusta, no voy a discutirlo —decía Gyuri en medio de sus
jadeos—, ¿pero tiene que ser injusta en cantidades industriales?
El lugar de Pataki por justicia era la selección nacional, y no el de jugar contra
ellos para que pudieran entrenarse bien. Años antes, cuando todavía estaba en la
escuela, lo habían invitado a jugar con el equipo juvenil, pero pasados unos meses lo
expulsaron. No fue por pereza en el entrenamiento o por alguna otra deficiencia
baloncestística, sino por culpa de la luz de los ojos de Hármati.
«La luz de mis ojos» llamaba Hármati de un modo exagerado y sobreprotector a
su hija Piroska. Y fue la irrupción de Hármati, el entrenador de la selección nacional,
en el momento en que Pataki desfloraba a Piroska sobre una chaise-longue Luis XV
espantosamente valiosa —que el propio Hármati había escamoteado personalmente
de entre los escombros de una familia bombardeada de su barrio— lo que explicaba
la expulsión de Pataki.
—El motivo real fue el destrozo del sofá —mantenía éste.
Su encanto y sus innegables talentos lo habrían devuelto al equipo como un
bumerán después de un destierro nominal, de no haber sido porque Hármati entró otra
vez y lo descubrió a punto de meterse en la bañera con su otra hija, Noémi, en la
espuma de unas carísimas sales de baño que el propio Hármati había traído
personalmente de Italia. Afortunadamente para Pataki, era un piso diseñado con dos
puertas en cada habitación, y su velocidad le permitió mantenerse fuera del alcance

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de Hármati durante seis circuitos por la casa, antes de que pudiera juntar su ropa y
escapar.
—Es malo que te descubran con los pantalones bajados, pero cuando además
tienes que secarte… —reflexionó Pataki—. Yo creo que en realidad se enfadó por las
sales de baño —agregó después.
Pataki descubrió un día su propia velocidad, y allí la encontraba cada vez que la
necesitaba. Si Gyuri no hubiese corrido todos los días se habría vuelto más lento y
torpe, si no hubiera jugado todos los días a la pelota, su ventaja hubiera desaparecido,
pero Pataki podía entrar en la pista después de pasar un mes entero en un restaurante
parisino y aún así lanzaría la pelota y ésta seguiría entrando infaliblemente por el aro.
Se necesitaba una buena razón para inquietar a Pataki, y el entrenamiento no era una
de ellas.
—No nos pagan para entrenarnos, nos pagan para ganar —era lo que decía
cuando Hepp le suplicaba que perfeccionara sus habilidades.
Hepp se quedaba sin opción, y se veía obligado a ser condescendiente con él;
durante el entrenamiento no solía mantenerlo bajo control estricto, para no sentirse
ofendido por su falta de cooperación. En una ocasión inolvidable, Hepp había logrado
persuadir a Pataki de que corriera los 1500. Pataki debía de tener su cabeza en otra
parte cuando Hepp le explicó que el equipo atlético del Locomotora no tenía
corredores para los 1500 metros de un próximo encuentro y le rogó que corriera para
evitar la ignominia de no presentarse.
Gyuri estuvo presente el día en que se conocieron Pataki y el esfuerzo. Podía
recordar el desconcierto y la conmoción que aparecieron en la cara de su amigo
después de cubrir la primera etapa y media, cuando a éste se le hizo gradualmente
evidente que, a diferencia de salir disparado por el largo de una cancha de baloncesto,
los 1500 iban a requerir la más intimidante de las cosas: trabajo. Llegó quinto en una
carrera de seis y, al alcanzar la línea de meta, sus rasgos, habitualmente contenidos,
explotaron en un marasmo de impúdica agonía. Después de unos minutos de jadeos
sobre el suelo amorosamente abrazado para poder respirar, Pataki anunció
finalmente:
—Pensaba que iba a morir. Estos corredores están chiflados, ¿cómo pueden hacer
esto para ganarse la vida? Aquí se acaba mi carrera en las pistas.
Gyuri se sintió feliz al verlo tropezar con todo un universo nuevo de experiencias,
al ver cómo tenía que desempolvar su fuerza de voluntad. El dinero, en cambio,
siempre lo ponía en marcha. Los velocistas del campamento ya habían perdido la
porción más interesante de sus bienes terrenales en manos de Pataki, como siempre
que lo desafiaban. A los velocistas, a los cien muchachos que se entrenaban con
fanático fervor, que estiraban, flexionaban y tonificaban sus músculos durante horas,
que corrían por todas partes, levantaban pesas, comían con cuidado y se iban a la

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cama temprano y no hacían nada que no sirviera a su propósito de correr más rápido
los 100 metros, les parecía inconcebible que Pataki pudiera superarlos en una carrera.
Pero él podía si los desafiaba a 50 metros. Los que no conocían a Pataki ponían
alegremente el dinero en la apuesta (y los que sí lo conocían ponían el dinero con
petulancia) y entonces se encontraban con que no veían otra cosa que su espalda. En
los treinta primeros metros era tan explosivo, tan rápido, tan fulminante en salir
disparado que nadie podía acercársele. A los cincuenta, los profesionales se le habrían
podido acercar, pero todavía quedarían un tramo por detrás. Si Pataki se atrevía a
correr los cien metros completos, no por el dinero sino para divertirse, la pauta era
que antes de los sesenta los velocistas lo pasaban por una nariz, a los ochenta estaban
claramente delante y a los cien Pataki veía ya la suela de sus zapatillas.
Rónai, medalla de bronce en los 100 metros olímpicos, era quien menos podía
ponerse a la altura del arranque de Pataki. Año tras año Pataki lo vencía en sesiones
de entrenamiento, en partidos, en la isla Margit, y una vez incluso dentro del bar en la
Opera. Fanático, aun para los niveles apasionados de los velocistas, Rónai tenía la
naturaleza obsesiva de un corredor de maratones. En los campamentos era por lo
general una figura solitaria que parecía considerar la conversación, en el mejor de los
casos, como algo que obstaculizaba su programa de entrenamiento o, en el peor, un
sabotaje descarado, por lo que apenas murmuraba un «buenos días» de mala gana a
todo aquel que no estuviera directamente relacionado en la perfección de los
movimientos de sus piernas. Incluso cuando esperaba el autobús en la parada, o hacía
cola para entrar en el cine (algo que no ocurría demasiado a menudo), se le veía hacer
flexiones y estiramientos, o, si se reprimía de usarlos, imaginaba nuevas técnicas para
mantenerlos en buena forma.
Rónai se levantaba antes que nadie, con clima clemente o inclemente, y salía a
trotar; disfrutaba del tiempo extra que invertía, que lo ponía por delante de los otros
aun cuando estuviera en la cama en Budapest o en cualquier otra parte.
Constantemente se exigía más a sí mismo y no pensaba en otra cosa que no fuera el
próximo encuentro. El mundo de Rónai era un conglomerado de las diversas
alternativas de entrenamiento que le permitían cargar más munición en sus piernas,
con vistas a los Juegos Olímpicos de 1952 en Helsinki. Algunas de sus compañeras
de cama, fastidiadas por su monomanía, habían sugerido que, a la hora de acostarse,
Rónai estaba menos preocupado por los mercaderes del placer que pudieran golpear a
su puerta que en disciplinar determinados juegos de músculos mediante una serie de
acoplamientos torpes y retorcidos que se prolongaban hasta tanto él hubiese contado
el número requerido de contracciones musculares, la señal para poner en servicio una
constelación diferente de fuerza física.
—Es tan conmovedor —comentó una vez una jugadora de baloncesto femenino
— que te susurre en la oreja el glúteo máximo.

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Rónai perdió muchísimas cosas ante Pataki: dinero, comestibles diversos y un
ajedrez magnético de bolsillo adquirido en Londres durante las Olimpíadas de 1948.
No podía dejarlo en paz; la sola visión de Pataki hacía que se retorciera. Había
llegado a acercarse a él, a acercarse mucho, y perdió muchas carreras por la distancia
de un soplo; una de ellas incluso llegó a ser considerada por los jueces un empate.
Pero la paridad no era suficiente para Rónai. Para él no era aceptable que un mero
jugador de baloncesto, que ni siquiera jugaba en la selección nacional, y que siempre
estaba vagabundeando, dedicado a emborracharse, a jugar a las cartas, a beber
cerveza checa y ser perseguido por su entrenador, que un atleta destartalado como él
pudiera superar a un velocista que no había bebido una cerveza checa desde 1946.
—La cerveza —declaró públicamente— es para los débiles. Hay siete personas
sentadas en torno a una hoguera en un campamento, y todos ellos ponen una mano
sobre las llamas. Uno a uno la retiran. Aquel que deja su mano más tiempo es el
campeón mundial. —Un hombre que nunca dejaba de ejercitar sus orejas antes de ir a
dormir no se daba por vencido con facilidad.
—Rápido, dame unos cigarrillos —decía Pataki cuando veía que Rónai se le
acercaba, y encendía dos juntos para componer la verdadera imagen del deportista
pródigo. Después de dos semanas en el campamento, Rónai había perdido todo su
dinero y todos sus objetos de valor, incluido un par de notables tenacillas alemanas
para las uñas y un frasco menos notable de agua de rosas búlgaro. Y eso a pesar de
que ahora era más difícil juzgar las carreras, porque tras los primeros fracasos Rónai
insistió en correr de noche, cuando era improbable que hubiera gente en los
alrededores. El resultado era siempre muy ajustado: Rónai en los talones de Pataki
como encarnación de su sombra. Aun así, perder por la distancia de una tetilla
comenzaba a convertirse en un abismo terrible para Rónai, una brecha que se volvía
progresivamente más insalvable.
Una noche Gyuri y Pataki entraron en la cantina del campamento y se lo
encontraron sumergido en medio de botellas vacías de cerveza checa imprecando, al
parecer, a la raza humana.
—¡Es demasiado injusto! No tiene sentido. Todo está determinado. —Nunca se le
había ocurrido a Rónai que a alguna gente no podía molestársela para que pusiera su
mano en el fuego. Aquello hizo que Gyuri se sintiera mejor, y quizá Rónai también,
aunque siguió perdiendo ante Pataki.
La predestinación no era el tipo de cosas en las que Hepp creía. Su propósito era
salir a la cancha y humillar a la selección nacional de Hármati, y tenía una maleta
llena de estrategias para lograrlo.
—Vosotros probablemente sois demasiado jóvenes para comprenderlo —dijo
Hepp al equipo—, pero la verdadera tragedia de la vida, el hecho más duro con el que
tendréis que enfrentaros es que no existe escapatoria para el trabajo duro… —y

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entretanto desplegaba rollos de documentos—, y una correcta planificación.
La imagen de Hepp unida a la amenaza de un turno estalinista de entrenamiento
arrojó una ráfaga de pánico sobre el equipo: ellos habían planeado pasarse un mes de
baños de sol y degustación de la pletórica cocina preparada para los hombres y
mujeres deportistas que representaban a la nación húngara. Pataki llevó a Hepp a un
lado.
—Mire, comprendemos el mensaje: ¿quiere que le ganemos a los muchachos de
la selección?
—Sí —concedió Hepp.
—Muy bien, ésta es mi propuesta —urgió Pataki—. Nos entrenaremos duro, pero
mire, los muchachos me pidieron que me acercara a usted en su representación: si
podemos pasar por alto la cosa de la-llamada-del-deber, le garantizamos, yo le
garantizo, que en el último partido del campamento, en la exhibición donde se reúnen
todos los figurones, yo le garantizo la victoria. Pero créame, si exageramos el
entrenamiento el equipo se va a desgastar. Recuerde lo que dijo aquel jugador de
water-polo en un burdel después de haber pagado seis muchachas, y utilizar sólo
cinco: «Esto es ridículo, precisamente esta mañana podía tirarme a las ocho».
Para sorpresa universal, Hepp aceptó el pacto. Pataki podía ser persuasivo, desde
luego. Además de su manera de mentir sin esfuerzo, sabía qué llave podía abrir a qué
persona; era el maestro cerrajero del carácter. Bastaba recordar la forma en que se
había escabullido del fiasco del alambre de cobre en Ganz, cuando declaró que lo
llevaba prestado para un teniente coronel de la AVO, quien discretamente le había
pedido que consiguiera un poco para unos proyectos secretos. «Están realizando
experimentos eléctricos». Los de seguridad podrían haber detectado un rasgo de
mentira, pero ¿quién iba a arriesgarse a vejar a un teniente coronel, por infinitesimal
que fuera ese riesgo, por un trozo de alambre podrido? Pataki se había alejado
después de recibir la orden severa de mantenerse en los canales apropiados.
Gyuri sospechaba que Hepp pudo haber tenido otras razones para acceder,
además del engatusamiento de Pataki, pero Pataki lo tranquilizó y ofreció al resto del
equipo un nivel de actividad reducido (excepto a Gyuri, quien no podía darse el lujo
de dejar pasar una hora sin explotarla).
Algo arrancó a Gyuri de la antecámara del sueño, una procesión de fuertes
empujones procedentes, según pudieron situar con lentitud sus sentidos, del catre que
estaba encima del suyo. Asomó la cabeza fuera de su cama y observó que, a menos
que hubiese desarrollado un brillante acto de ventriloquismo y también un trasero
grande y pálido, Pataki había logrado colar compañía femenina en su cabaña. Era
indignante: en medio de una dictadura comunista, al borde de la Tercera Guerra
Mundial, en plena madrugada, y Pataki tenía el coraje de pasárselo bien y despertarlo.
—La polla de Dios —fue todo lo que Gyuri logró pensar en medio de su colérica

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ensoñación, puesto que no estaba del todo reconectado con sus herramientas
imaginativas.
—No te preocupes por ser amable —insistió Pataki, sin alterarse en lo más
mínimo—. No nos prestes la menor atención. Suponte que no estamos aquí. Siéntete
con toda libertad de seguir adelante con tu sueño.
No muy confiado en la resistencia de los embates del amor, Gyuri arrojó su
colchón al suelo, donde estaría a una distancia segura en caso de derrumbe de
cualquier artefacto.
—Si le atas una antorcha, es posible que puedas ver lo que estás haciendo —
aconsejó.
Con la llegada de la aurora, Gyuri se despertó y sintió más sueño que a la hora de
acostarse. Era una mañana que reconoció de inmediato como la clase de mañana de la
que él no quería saber nada, un día que le exponía de manera flagrante que no iba a
permitirle llegar a ninguna parte. Sin el más frugal asomo de vergüenza, Gyuri se
descubrió preguntándose por qué no había ingresado en el Partido Comunista. Ése fue
el momento en que su vida tomó el camino equivocado, decidió. Decidir dónde su
vida había tomado el camino equivocado le requirió una buena parte de su tiempo de
ocio y estaba convencido de que había logrado señalar con toda precisión al
responsable del directorio del error. Si sólo pudiera enviar un mensaje de vuelta a su
ser más joven para que firmara, si sólo hubiese entrado de un modo casual en una
oficina del Partido para dejar caer inadvertidamente su firma sobre un formulario de
afiliación.
Ahora, por supuesto, además del mal gusto que tal acción dejaría en su alma, su
participación en el movimiento comunista sería tan bienvenida como una hoguera en
un depósito de municiones. Tenía tantas oportunidades de integrarse como las que
tendría una ballena azul, suponiendo que un animal como ése pudiera llegar a
Budapest. Años atrás, en 1945 o 1946, las cosas eran diferentes. Hasta Hitler pudo
haber obtenido entonces un carnet de afiliado: cuantos más fueran, mejor. Podía
haber entrado, denunciado los antecedentes de su familia, vituperado a Elek como un
burgués decadente (lo cual no dejaba de ser divertido) y, con un poco de discurso
leninista, trabado amistad con los mineros de cobre algunos fines de semana dentro
de alguna mina, y así habría terminado con un trabajo cómodo y bien pagado de
funcionario en alguna parte, donde no tendría que trabajar y, si cumplía con un buen
nivel de arrestos y ahorcamientos, acabaría debidamente promocionado.

*
El chino los había asombrado a todos.

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Gyuri intentó conocerlo, con curiosidad todavía hacia la China Roja. Fue poco
después de la abortada visita a la embajada china. La visita a la embajada china se
produjo unas semanas después de la abortada visita al Ministerio del Interior, donde
él y Pataki habían tratado de meterse en la policía. Ingresar en la policía había sido
originariamente idea de Pataki, pero Gyuri se entusiasmó, porque pensaba en toda la
gente con la que podría ser rudo si vestía uniforme. La policía tenía un equipo de
baloncesto de segunda división y Pataki pensaba que podrían admitirlos. Tantos
chistes de policías eran desalentadores, pero después de deliberar y con una lista de
gente a la que había preparado para acosar, Gyuri se convenció de que valía la pena;
la razón principal era eludir el servicio militar, puesto que les había llegado el rumor
de que figurar en Ganz como fuerza de trabajo ya no puntuaría en términos de
exención estratégica. Nadie había explicado con claridad por qué los rechazaron; sólo
pudieron suponer que la policía había encontrado otra fuente de jugadores de primera
división, o tal vez influyó en sus proyectos el pésimo estado de sus credenciales
morales.
Mientras él y Pataki negociaban su transferencia al Locomotora y se matriculaban
en las clases nocturnas del Colegio de Contabilidad, Gyuri se dedicó a revisar sus
opciones en caso de seria emergencia, y logró encontrar algo preferible a la auto-
mutilación para quedarse fuera del ejército: volverse chino. Pensó en Ladányi. No
tuvo la oportunidad de volver a verlo tras la frenética comilona de Hálás, pero oyó
que, tal como había previsto, lo destinaron a China, justo antes de que se asentaran
allí comunistas. Después de eso, la única noticia que tuvo de él fue que estaba en
Shanghai. Seguramente no se quedaría allí mucho tiempo. Los chinos sufrían un caso
grave de socialismo, pero al menos no tenían demasiados rusos. No había suficiente
arroz para que se sintieran atraídos.
Mientras consideraba el estado de China y conjeturaba sobre el paradero de
Ladányi (¿estaría celebrando una misa de un solo hombre en la cárcel, en la gerencia
de un restaurante o corrigiendo los ideogramas de algún mandarín?), Gyuri tuvo la
luminosa idea de irse a China. La China Roja era la primera parada de la imaginación
periodística; cada vez que uno abría el periódico o encendía la radio, estaban
dándoles una palmada en la espalda a los chinos.
—Vamos a fastidiar a los chinos —le propuso Gyuri a Pataki—. Si logramos
llegar, después podríamos pasar a otras cosas. Y si es espantoso, bueno, aquí también
es espantoso y al menos la miseria allí será china. —Cualquier cosa parecía superior a
la miseria que rondaba en casa. Gyuri propuso que se hicieran pasar por ardientes
admiradores de la Revolución china, ávidos de conocer más sobre los logros del
poder del pueblo en China, y ansiosos por comenzar a aprender chino—. Con una
frontera como ésa, no debe ser un gran problema salir caminando por alguna parte —
razonó Gyuri. Pataki tenía una mirada que aludía a un clima magnífico para remar,

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pero ¿por qué no probar suerte?
La embajada china estaba en una calle elegante y tranquila justo a la salida de
Andrássy út, en el barrio diplomático. Grandes edificios decorados y opulentos que
hablaban de un estilo de vida sin apuros. ¿Qué habrá que hacer para enrolarse en el
juego diplomático?, se preguntaba Gyuri mientras inspeccionaba la serenidad de las
embajadas y su evidente ausencia de trabajo. Habían descartado la posibilidad de
escribir una carta o llamar por teléfono: eso daba pie a la postergación indefinida o al
rechazo. Lo mejor sería ir de una vez y meter el pie en la puerta. También el
momento de la visita se había debatido intensamente, y llegaron a la conclusión de
que lo más apropiado sería ir por la tarde, temprano.
La puerta de la embajada era negra e imponente, y no parecía del tipo de puerta a
la que le gusta que la molesten. Era una puerta que estaba allí para que la mirasen
pero no para que golpearan en ella, una puerta frente a la cual uno pasaba a la
distancia del caminito de la entrada. A diferencia de las embajadas occidentales, no
había un policía de guardia, pero en general el tenor de la fachada era puro desaliento.
Había un timbre de considerable tamaño al lado de la puerta. Gyuri lo pulsó una
vez, como un hombre, por un tiempo muy considerado, pero no oyó en el interior
señal alguna de respuesta. Esperó durante un tiempo también muy considerado, con
la esperanza de percibir signos de vida. Este proceso se repitió dos veces mientras los
que pasaban por allí se preguntaban qué hacían a las puertas de la embajada china dos
húngaros jóvenes y elegantemente vestidos. Era obvio que el timbre no había sido
diseñado para ser pulsado, de manera que Gyuri dio un breve golpecito a la puerta,
que le produjo un agudo dolor en los nudillos (pues no había picaporte alguno). Esto
continuó durante prolongados intervalos de considerada espera interrumpidos por
dolorosos golpecitos. Comenzaban a inferir que el edificio estaba abandonado cuando
advirtieron un rostro oriental que, desde la ventana de un primer piso, miraba al
exterior en dirección a ellos, después de haber descorrido una contundente cortina de
encaje. Pataki y Gyuri saludaron al observador y esbozaron hacia él sonrisas radiantes
y ejemplarmente consideradas.
Después de este primer contacto nada sucedió durante varios minutos.
—Están ocupados aprendiendo húngaro —propuso Pataki, que se sentía libre de
divertirse en la medida en que no había sido idea de él—. Buscan en el diccionario
cómo se dice «Muérete».
Después de un rato irracionalmente largo, un joven chino con un traje gastado
abrió la puerta y los saludó en un húngaro mecánico pero correcto.
—Somos admiradores fanáticos de la Revolución china —dijo Gyuri—. Mi
amigo y yo estamos asombrados por las proezas del Partido Comunista Chino.
¿Podemos entrar para expresar nuestra admiración?
Los escoltaron a una lujosa sala de recepción que no hizo más que confirmar el

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respeto de Gyuri por la vida diplomática. Otro funcionario chino se reunió con ellos.
Parecía tener un conocimiento rudimentario del húngaro, o ninguno en absoluto,
puesto que el que les abrió la puerta le traducía al chino algunos tramos de la
conversación.
—Nos hemos inspirado en el ejemplo de la Revolución china —proclamó Gyuri
—, como dijo Mao Zedong: «El Partido Comunista Chino ha proporcionado al
pueblo chino un nuevo estilo de trabajo, un estilo de trabajo que esencialmente
representa la integración de la teoría con la práctica, y de esta manera forja vínculos
estrechos con las masas y alienta la práctica de la autocrítica». Es ese nuevo estilo lo
que nos gustaría estudiar, personalmente, de primera mano, en un espíritu
internacionalista, científico y fraternal, con el propósito de ayudar al desarrollo de un
socialismo amante de la paz con alcance internacional.
Cosa bastante rara, nadie se echó a reír cuando Gyuri terminó; Pataki debió de
morderse los carrillos por dentro. Gyuri había cumplido. Pataki no. Pero eso no lo
detuvo.
—Sí, como dijo el camarada Mao, «Hungría y China están estrechamente
vinculadas por intereses comunes e ideales comunes». —Lo que Mao tenía de bueno,
lo mismo que Marx, y en particular Lenin y Stalin, era que en uno u otro punto lo
habían escrito todo, desde «Yo pedí un filete no demasiado tierno» hasta «La
ontogenia repite la filogenia», pasando por «Chattanooga Choo Choo». Todo había
pasado por sus labios, de manera que nadie se equivocaría si les atribuía una cita
imaginaria.
Gyuri volvió a tomar el hilo y reiteró su deseo ferviente de ir a China, aprender la
lengua y estudiar el renacimiento de China. Los dos chinos escucharon la propuesta
con gran circunspección, y acto seguido el que no hablaba húngaro y exudaba un aire
de importancia le dijo algo breve al otro, y las palabras de éste salieron a borbotones
en un húngaro chirriante:
—Camaradas, vuestro ardor es altamente elogiable y estamos en grado sumo
conmovidos por el hecho de que nuestros logros en China hayan supuesto para
vosotros un ejemplo de semejante magnitud. Pero como el camarada Mao también
dijo, y tan eficazmente formuló, la construcción del socialismo debe comenzar ante
tus vecinos, y para vosotros es mejor llevar adelante vuestra batalla aquí en Hungría a
vuestra propia manera. —No quedaba duda de que en China no habían desatendido u
olvidado la ciencia de detectar las tonterías.
En la salida les dieron a Gyuri y a Pataki dos ejemplares de la poesía de Mao. Se
lo agradecieron profusamente a sus anfitriones. Habían pasado no más de veinte
minutos en suelo chino.
—Supongo que puedo decir, aunque no pueda decir ninguna otra cosa, que he
estado en China —dijo Gyuri—. Fuera pero dentro.

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La guerra de Corea también les había parecido prometedora. De hecho Pataki
había llamado por teléfono al Ministerio de Defensa, seudonímicamente, desde un
teléfono público, para preguntar si había alguna posibilidad de «ir y luchar contra
esos cabrones imperialistas». Las autoridades, que tal vez adivinaban la enorme
cantidad de voluntarios, dedujeron que probablemente serían los soldados que se
rendirían con mayor rapidez en la historia de la guerra. A Pataki le dieron detalles
minuciosos de una demostración anti-Estados Unidos en la que, le aseguraron, podría
descorchar toda su justa ira.
—¿Por qué luchan contra el comunismo en Corea y no aquí? —preguntaba Pataki
hecho una furia—. ¿Son mejores los hoteles en Corea? ¿Es la superioridad de la
cocina local? Mi única objeción a la guerra es que debería ser aquí y no en algún
arrozal de Corea. ¿Qué hemos hecho para que los estadounidenses no vengan a
invadirnos?
Con estos antecedentes sobre estudios del Lejano Oriente, les intrigó la llegada al
campamento de un jugador de baloncesto chino. Hármati lo había presentado con
gran fanfarria y estallidos de aplausos de admiración. Estos primeros tiempos de
relaciones baloncestísticas húngaro-chinas marcharon bien, pero después, a pesar de
la innegable calidez, cordialidad y curiosidad por ambas partes, las cosas empezaron
a estropearse, porque quien hiciera los trámites para que el muchacho asistiera al
campamento pasó por alto, o tal vez olvidó, que Wu, como parecía llamarse, no
hablaba húngaro, ni inglés, ni alemán, ni ruso ni ninguna otra lengua remotamente
familiar para alguien del campamento. Nadie, desde luego, hablaba una sola palabra
de chino.
—Probablemente piensa que está en Moscú —observó Róka, mientras Wu trotaba
alrededor y botaba la pelota de manera respetable pero no brillante. Nadie lo había
visto llegar, y el propósito de su presencia permanecía bajo un relativo misterio.
Hármati, si lo interrogaban, negaba tener algún conocimiento previo de la
procedencia de Wu.
—Es chino, ¿no? O tal vez coreano. ¿Puedes notar la diferencia? Quizás es un
camboyano al que le gusta dar largos paseos. De todas maneras, si es chino, lo
saludamos como miembro del heroico pueblo de China. Éste es un campamento
deportivo, azotado por la brisa del progreso; nosotros le damos fraternalmente una
pelota de baloncesto y lo dejamos correr por nuestra cancha de la manera más
correcta, científica y socialista. Aunque sólo sirva para eso, va a aprender que para
jugar al baloncesto hay que ser un poco más alto. —Wu no medía más de metro
sesenta y cinco.
Wu agradaba a todo el mundo porque, a pesar de su existencia virtualmente
trapense, era amable y jovial en extremo. Era la única persona del campamento que
agradecía ostentosamente a los cocineros las comidas que le proporcionaban, y se

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pasaba el día haciendo vigorosas inclinaciones de cabeza.
—Las cosas deben estar muy mal en su país —comentó Gyuri, puesto que lo
único que se le podía reconocer a la comida del campamento era que existía, y que
uno podía servirse todo lo que quisiera. La cortesía de Wu se extendía a la cancha de
baloncesto, donde en esas raras ocasiones en que por descuido se las arreglaba para
atrapar la pelota, era demasiado educado para negarse a entregársela al primero que
se le acercara.
Un día, las mujeres deportistas invitaron a los deportistas varones a su parte del
campamento para una velada de huevos y nokedli. A pesar de que había atracciones
más importantes, Pataki se pasó la mayor parte de la noche formulando estrictas
observaciones sobre la textura de los nokedli, que la clase de harina utilizada no era la
correcta (lo cual era raro puesto que Pataki sabía tan bien como cualquier otro que
sólo había un tipo de harina disponible, harina harina, desde que las tiendas húngaras
adoptaron la filosofía de no fatigar a sus clientes con la posibilidad de elegir), que la
temperatura del agua resultó excesiva, que se dejó nadando a los nokedli demasiado
tiempo y que los huevos se añadieron en un momento inapropiado. Y luego se
abandonó a una evaluación molecular del método en general. Como percibía el
escepticismo de los otros ante su autoridad culinaria, Pataki anunció en voz alta que
la semana siguiente iba a corresponder a la hospitalidad de las deportistas con la
preparación de una genuina sopa de pescado, una verdadera sopa de pescado.
—¿Por qué una genuina sopa de pescado? —inquirió Róka—, ¿por qué no una
falsa?
—Quiero decir —respondió Pataki con arrogancia— una sopa de pescado
tradicional, preparada como se debe, como la han preparado los húngaros desde
tiempos inmemoriales.
—Pero si tú no sabes cocinar —señaló Gyuri.
—Hay ciertas cosas que todo hombre debe ser capaz de hacer, y cocinar una sopa
de pescado es una de ellas. Puede que sea complicado conseguir alguno de los
ingredientes, pero voy a esmerarme para hacerlo lo mejor que pueda.
—¿Tienes patatas? —preguntó Ratona.
—No —respondió Pataki.
—Pues a mí me gustan las patatas —insistió Ratona.
—A mí también —replicó Pataki, con un pie apoyado en la escalera de la
petulancia—. También me gustan las zapatillas de baloncesto, pero no las pondría en
una sopa de pescado. Las patatas no pertenecen a una genuina sopa de pescado.
Se acercaba el día de la recepción y Pataki, asediado las veinticuatro horas para
que incluyera patatas, comenzaba a volverse truculento y también, sospechaba Gyuri,
empezaba a preocuparse por su habilidad para preparar una sopa de pescado.
Una sopa de pescado era algo que a Pataki le resultaría muy difícil preparar sólo

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teorizando, puesto que la sopa de pescado o existía o no existía, y eso era todo. Pero
Pataki se las había arreglado para reunir los ingredientes, así que al menos tenía algo
con lo que intentar la preparación.
—¿Dónde están las patatas? —preguntó Gyuri.
—No hay —dijo Pataki, mientras trataba de parecer experto con el pescado que
sostenía en las manos, que había recibido una sobredosis de aire.
—Eso no es carpa, ¿verdad? —preguntó Gyuri.
—No, no es carpa —dijo Pataki—. Es perca.
—Oh —dijo Gyuri al salir—. No sabía que se pudiera hacer sopa de pescado con
percas.
Entró Gyurkovics.
—¿Dónde están las patatas? —preguntó.
—No hay —reafirmó Pataki, quien todavía se esforzaba en dar la impresión de
estar preparando una sopa de pescado.
—Eso no será una carpa, ¿no? —preguntó Gyurkovics.
—No, es una perca —fue la tensa respuesta.
—Oh —dijo Gyurkovics mientras salía de la cocina—. No sabía que se pudiera
hacer sopa de pescado con perca.
Cuando Hepp entró y preguntó por las patatas, Pataki con toda calma volvió a
colocar sobre la tabla la perca que había estado considerando, y enunció con firmeza:
—Sé lo que está sucediendo. Sé lo que estáis tratando de hacer. Estáis intentando
agotarme, pero —agregó con un tono convencido aunque no iracundo— no lo voy a
permitir.
—Muy bien —dijo Hepp—, pero ¿dónde están las patatas?
Fue Demeter quien se ganó la botella de pálinka cuando Pataki, en el
interrogatorio número quince, respondió a Demeter atacándole con una perca.
Después de lanzar la perca a un Demeter que retrocedió con toda rapidez, Pataki salió
hecho una furia.
Cuando Pataki regresó al campamento (horas más tarde, advirtió Gyuri;
demasiado tarde para hacer otro intento con la sopa de pescado), encontró a todo el
mundo reunido en la tienda principal, listos para una soirée de sopa de pescado.
—Ven —le dijo Katona—, tienes que ver esto. Logré convencer a Wu de que lo
hiciera.
—¿Que hiciera qué? —preguntó Pataki confundido.
—Su número. Es bastante asombroso. Lo pesqué el otro día cuando jugaba con su
radio. —Pataki siguió a Katona hasta el interior de la tienda donde parecía estar
presente el campamento entero. Katona se designó a sí mismo maestro de
ceremonias.
—Damas y caballeros, esta noche tenemos el inmenso privilegio de presenciar la

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actuación de un artista que ha viajado miles de kilómetros para estar con nosotros.
Antes que nada, ¿puedo pedir una iluminación discreta? —Las paredes de la carpa se
cerraron y se produjo una penumbra bastante aceptable. Introdujeron una camilla con
una figura escondida debajo de una manta. La manta fue levantada para revelar un
par de nalgas chinas—. En segundo lugar, les suplico que mantengan absoluto
silencio durante el recital. Cuando usted quiera, señor Wu.
Entonces comenzaron los sonidos, y a pesar de que al público le costó unos
segundos acertar qué pasaba, pronto se dieron cuenta de que Wu estaba pedorreando
la Internacional. El público, que se caracterizaba por su falta de coherencia
ideológica, estalló en un aplauso espontáneo a pesar de la reciente petición de
silencio. El fraseo y la energía de Wu eran asombrosos, y la Internacional fue sólo el
principio. Mientras la audiencia se preguntaba qué diantres habría comido, Wu se
lanzó a una serie de melodías, que concluyó con El Danubio azul. El público lo
ovacionó de pie.
Luego se sirvió la sopa de pescado. Gyuri y los otros pudieron ver que Pataki se
moría por discutir la cantidad de sal o algún otro aspecto de la sopa, pero sabía que su
reputación podía quedar menoscabada irrevocablemente, así que permaneció sentado
y lo aceptó.
—Está bastante buena, especialmente si se considera de dónde procede —le
comentó Hepp a Gyuri. Nunca le revelaron a Pataki el origen de la sopa: estaba
enlatada por iniciativa de un funcionario del Ministerio de Agricultura, quien calculó
que podría resultar un buen producto de exportación a Gran Bretaña, hasta que
alguien le recordó que Gran Bretaña era un país capitalista y que como tal no podía
ser receptor de la sopa de pescado húngara. De hecho quedó claro que todos los
países con posibilidades de pagar las latas de sopa de pescado eran capitalistas, dado
que sus socios comerciales, los países socialistas, no iban a soltar un solo kopec.
Entonces decidieron dividir la sopa de pescado dentro del ministerio, para que todas
las familias del personal experimentaran cierta bonanza en sopa de pescado. István
había malgastado diez latas con Elek, que era capaz de comer cualquier cosa…
menos pescado.
Jugar para los ferrocarriles tenía ciertos beneficios, incluidas algunas entregas
gratis.

*
Gyuri esperaba ansioso que terminara el campamento por las ganas de volver a ver a
Zsuzsa, pero también porque a Pataki no le pasaba lo mismo. A Pataki no le pasaba lo
mismo porque sabía que le había prometido a Hepp que el Locomotora iba a ganar el

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partido contra la selección nacional. Aunque no lo demostraba, a medida que el día se
acercaba su exuberancia disminuía de un modo apreciable.
La práctica con los jugadores del Locomotora era para Pataki un recordatorio
permanente de que la selección nacional era la selección nacional porque tenía los
mejores jugadores, provenientes del ejército y de la Universidad Técnica. Con el ceño
nublado por la preocupación, Pataki estudiaba las oportunidades de ganar. Todos
estaban satisfechos con el pacto de Pataki con Hepp, pues perder el partido supondría
cierta retribución general para ellos, mientras que para Pataki representaría una
represalia intensamente específica de Hepp, de quien se decía que arrastraba rencores
con treinta años de antigüedad.
Preocuparse por las cosas no era el fuerte de Pataki, así que después de una serie
de introspecciones que no le proporcionaron solución alguna, decidió dejar la acción
para el día del partido.
Lo único que el Locomotora tenía a favor era que la selección nacional no tenía
mucho que perder. Por más que figuraran en él estrellas del deporte mundial, nadie
iba a prestar atención al resultado. No contaría en el mundo exterior.
—¿Por qué ninguno de los tarados estará lesionado? —se lamentó Pataki mientras
se cambiaba para el partido; obviamente había rezado para que se produjera alguna
indisposición, pues ninguna otra cosa podría proporcionarles la victoria.
En la primera parte al Locomotora le fue bien. En el descanso iban ganando por
32 a 26. Fue una sesión llena de vida, jugada con una de las pelotas de cuero favoritas
del Locomotora, la Vladimir.
—¿No podríamos jugar con otra pelota, por favor? —le comentó al árbitro un
jugador de la selección nacional—. Pataki no nos deja jugar con ésta.
Nunca antes Gyuri había visto a Pataki correr de ese modo por la cancha. Era
como si estuviera jugando él solo, atacando tras la pelota como un lunático, siempre
con el motor al máximo. Su aceleración implacable dio resultado, pero Gyuri se
percató de que tenía un precio. Cuando sonó el silbato que puso fin a la primera parte,
Pataki estaba completamente agotado.
—¡Angyal! —Pataki llamó al compañero de trabajo de Gyuri en el sector de
juego sucio del equipo. Angyal, que había estado sentado en el banquillo, se acercó al
trote. Su talento consistía en neutralizar a los jugadores contrarios que mostraran una
facilidad demasiado molesta en el enceste, y para ello empleaba gran variedad de
técnicas de las que nunca recomendaban los entrenadores, pero extraordinariamente
efectivas, tales como aferrarle los testículos a un contrincante con la mano a su
espalda, o la estocada en la cara con un codo volador. Angyal estaba lesionado, se
había hecho daño en el tobillo después de darle un codazo particularmente devastador
a Demény, el anotador máximo de Hungría, de cuyas fosas nasales no tardó en brotar
un chorro rojo. Pataki se le acercó y le sopló algunas palabras al oído, y éste se alejó.

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—¿Qué hacemos? —le preguntó Gyuri a Pataki—. Tienes un aspecto desastroso.
No vas a poder con el segundo tiempo.
Pataki sonrió.
—Sólo tenemos que resistir como soldados.
La segunda parte demostró que Pataki había gastado todo su combustible y
perdido su mágica habilidad para conservar la pelota. Hepp permanecía impasible en
el banquillo, más consciente que nadie de que los puntos del Locomotora empezaban
a disminuir. Iban 33 a 32 a favor del Locomotora cuando se oyeron los gritos de
«¡Fuego!» y alguien entró en la cancha a pedir ayuda; había que acarrear cubos de
agua para apagar el fuego que consumía las dependencias de la selección nacional. Al
oír esto, la selección nacional salió disparada como un solo hombre para salvar sus
pertenencias duramente ganadas. Abandonaban el campamento esa tarde y, con el
trajín de buscar el champú francés y el jabón italiano entre las cenizas, el partido
nunca se reanudó.
A Hepp no parecía satisfacerle aquello, pero, lo que era más importante, para
alivio de todo el mundo tampoco parecía disgustarle; sabía que en el futuro no le
haría demasiado caso a Pataki.
Cuando estaban a punto de tomar el autobús que los llevaría a la estación de tren,
Pataki y Gyuri repararon en Wu, que estaba sentado cerca de las vías, con el aspecto
amable y fuera de lugar de siempre.
—Supongo que nadie le ha dicho que el campamento ya ha terminado, y si se lo
hubieran dicho, supongo que no lo sabe —dijo Gyuri.
Se dirigieron a él convencidos de que, aunque fuera lo único que tuvieran para
ofrecerle, sabían exactamente dónde dejarlo en Budapest…

*
Había conocido a Zsuzsa unos quince días antes de irse al campamento. Zsuzsa
representó para Gyuri un cambio de táctica. Hasta entonces había perseguido a
muchas mujeres atractivas, que, lejos de considerar acostarse con él, se retraían ante
su saludo como ante un cuchillo desenvainado. «Comunismo y celibato es
demasiado», murmuraba Gyuri. Como un jugador herido que busca un resultado
reparador de su orgullo en una división inferior, Gyuri conoció a Zsuzsa en un baile.
Una andanada de hormonas, apoyadas por cierto sentido de la desesperación,
descubrieron belleza en una superficie nada prometedora. A pesar de que sólo se
habían encontrado tres veces, Gyuri se dedicó a preparar su equipo, establecer
instalaciones de afecto y emplear buena parte de su tiempo en Tatabánya visualizando
el saqueo de sus tesoros carnales.

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Gyuri pasó por casa el tiempo suficiente para refrescarse y verificar ante el espejo
su aspecto descansado y juvenil. Mientras se contemplaba, no podía comprender por
qué las mujeres no entraban en su habitación trepando por las ventanas. Ahora que
iba a ver a Zsuzsa, el totalitarismo no le preocupaba en absoluto. «Todo lo que
necesitas es desear alguna cosa», se dijo a sí mismo. Zsuzsa tenía teléfono en su piso,
pero tuvo ganas de reaparecer en persona.
Estaba en casa, pero en ese momento se despedía de un invitado. En su
conmoción inicial, Gyuri no podía decidir qué era peor, si el hecho de que el visitante
fuera un caballero fornido, probablemente dueño de una polla de lujo, o que fuera
dueño de un uniforme azul radiante de la AVO. Un profesional, no como esos pobres
sujetos inmaduros que reclutaban para recorrer las fronteras y dispararle a cualquier
capitalista en retirada, a los espías extranjeros y en general a las malas hierbas que
trataran de llevarse las ganancias del pueblo. Sin ni siquiera el uniforme azul, se
habrían mirado el uno al otro como si les estuvieran presentando a un imbécil.
Pero lo que más enardeció a Gyuri fue que Zsuzsa no era consciente de la
monstruosidad que representaba invitar a su casa a un azul, por más que él se lo
señalara.
—Elemér es dulce —fue más o menos todo lo que Zsuzsa articuló mientras Gyuri
lanzaba rayos y centellas sobre las iniquidades de la AVO. Sometida a interrogatorio,
Zsuzsa explicó que Elemér apareció el día en que atrapó a Bodri, el perro de Zsuzsa,
un día en que Bodri sucumbió inexplicablemente a la llamada de la selva en el parque
e hizo caso omiso de las súplicas de Zsuzsa para que volviera.
—Debe de ser bueno para echar el lazo —comentó Gyuri.
El otro gran desengaño que sufrió esa noche fue la revelación de que Zsuzsa
estaba fuertemente identificada con la estupidez. Su ocupación (florista) debió de
habérselo advertido, pero lo cierto es que Zsuzsa, a pesar de vivir en Hungría, no
parecía vivir en el país. No comprendía lo que estaba sucediendo, no había reparado
en lo que estaba sucediendo, y no podía entender lo que Gyuri le decía. También esa
noche Gyuri notó que su nariz se veía demasiado grande, pero al mismo tiempo no
podía evitar la envidia por su completa falta de contacto con 1950. Ella estaba
herméticamente aislada en la penumbra.
—Toma un poco de té —insistió Zsuzsa. Estaba tan complacida con ver a Gyuri
que sus rabietas no la afectaban en absoluto; no comprendía qué lo enojaba tanto, ya
fuera en el plano masculino o ético. Gyuri le enumeró los privilegios de la AVO y sus
provisiones especiales.
—Eso no es verdad, Elemér acaba de decirme que tiene que trabajar durante
muchas horas y que necesita ganar dinero extra traduciendo artículos del Pravda para
poder cuidar a su madre. —Gyuri se dio cuenta de que era como tratar de demoler
una casa arrojándole un vaso de agua y un fuerte sentido de inutilidad que ya le

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resultaba familiar descendió sobre él como una jaula. Miró un buen rato lo que tenía
en el plato, y no se le despertó el apetito. Supo que iba a ser otro hermoso ejemplar en
su colección de fracasos. Pudo ver el título de su autobiografía: Mujeres con las que
estuve a punto de acostarme. Nada de besar y luego contar. «1950 fue un buen año.
Estuve a punto de acostarme con cuatro mujeres: un heroico incremento de la
producción, bajo estrictos principios marxistas-leninistas, con respecto a 1949, en que
estuve a punto de acostarme sólo con dos».
Tenía en sus manos un romance fallecido, pero iba a tener que arrastrar el
cadáver, como las tropas hacían en las trincheras con los camaradas caídos que
servían para engañar al enemigo y hacerle pensar que todavía eran muchos y estaban
dispuestos a pelear. La complicación era que el viernes siguiente el Locomotora
celebraba su fiesta anual, la cumbre de sus reuniones sociales, y Gyuri prefería
enfrentarse a un pelotón de fusilamiento antes que presentarse sin compañía.
Desafortunadamente Zsuzsa era la única representante de sexo femenino dispuesta a
considerar la invitación. Si Zsuzsa no iba con él, ninguna otra iría.
Se expulsó a Elemér de la conversación, pero esto dañó severamente los
coqueteos. Después de recordarle el festejo del Locomotora, Gyuri se marchó y
reflexionó a fondo sobre lo absurdo de vivir en un país lleno de mujeres, más de la
mitad de la población (la demografía estaba de su lado desde la desaparición del
Segundo Ejército Húngaro en 1944), y ser incapaz de establecer algún comercio
romántico con ellas. De pie en el tranvía, apretado con los otros pasajeros como
cigarrillos dentro de un paquete, centillizos en el útero oblongo del tranvía, notando
las espaldas de otros tres o cuatro ciudadanos, Gyuri se sintió sensibleramente solo.
Aplastado, pero solo. ¿Cómo encontrar gente con la que poder hablar? Debería haber
una tienda. Y una vez que encuentres gente con la que poder hablar, ¿cómo se hará
para estar con ellos?
Durante los días que siguieron reservó buena parte de su tiempo libre a la
lamentación interna y a sentir expertamente un poco de lástima por sí mismo; paseaba
su fatalismo por la casa, se miraba al espejo y se preguntaba: «¿Has tenido alguna vez
una de esas vidas donde nada sale bien?». La noche del martes no podía dormir. De
su digestión cerebral emanaban claramente eructos mentales. Eran las tres de la
mañana, la hora preferida por sus inquilinos de la trastienda del cráneo para
interrumpirle el sueño. Arrojaban a la superficie lo que le estaba molestando y,
aunque no pudiera nombrar la cuestión, un fuerte descontento asomaba por su colon
cerebral.
Encendió la luz y miró el reloj. Las tres y tres minutos. ¿Por qué no podía
despertarse puntualmente cuando quería, pero en cambio su borboteante ira interna se
autoconvocaba de un brinco siempre a la misma borboteante hora y por qué al
despertarse por la mañana nunca podía sentirse tan fresco como se sentía ahora?

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Apagó la luz y esperó a que el sueño volviera a reptar sobre él. No estaba menos
fresco cuando oyó que sonaba el timbre. Su primer pensamiento fue Hepp, pero era
demasiado temprano, una hora demasiado indignante incluso para Hepp, y él estaba a
buenas con su entrenador como para esperar una incursión suya al amanecer. Ese
timbre sólo podría anticipar alguna desgracia realmente interesante en el vecindario.
¿Asesinato? ¿Violación? ¿Ataque cardíaco? ¿O era la AVO?, pensó con sarcasmo. La
curiosidad de Gyuri se restregaba las manos con regocijo y le empujó hasta la puerta,
donde encontró a cuatro hombres de la AVO vestidos de civil. Las ropas de civil por
lo general hacían que se destacaran tanto como los uniformes, puesto que solamente
los de la AVO podían conseguir ropa decente.
Todo húngaro conocía la conmoción que provocaba el timbre y el sudor en que
uno se deshacía por miedo al arresto, pero Gyuri nunca se había sentido lo
suficientemente importante para que lo arrestaran. Por un instante creyó que
buscaban a otro, o que tenían la dirección equivocada; entonces le explicaron que no
venían a arrestarlo sino a hacerle algunas preguntas.
Gyuri se vistió y le dejó una nota a Elek, a quien no se veía por ninguna parte (sin
duda estaría metiendo en calor a alguna viuda por ahí).
Kovács, el portero, un estúpido incorregible, esperaba en la puerta,
profundamente desmañado, para acompañarles en la salida y luego cerrar con llave.
Gyuri logró llevarse consigo una sensación muy leve de satisfacción cuando vio a
Kovács bufando en su bata de casa, ventilada por los cigarrillos y comida por la
polilla, mientras el pelo le flotaba en todas direcciones.
El coche no era negro, como dictaba la tradición, sino de un color marrón
vomitivo. Era un poco decepcionante, puesto que estropearía la historia que relataría
cuando lo dejaran en libertad dentro de cinco, seis, siete, diez años, vete a saber. Fue
un viaje corto a través de calles desiertas. En cierto sentido Gyuri se sorprendía de
que algo temido durante tanto tiempo apareciera de manera tan súbita desde el fondo
de la oscuridad. ¿Lo entrenarían para que confesara culpas en un juicio público? ¿A
quiénes estaban metiendo en la cárcel en aquellos días? Ahora parecían estar más
inclinados hacia los comunistas, pero había que mantener siempre un elenco de
reparto.
Curiosamente, había un elemento de alivio en aquello. Había tocado fondo. No
tienes por qué temer que te arresten cuando te han arrestado. ¿De qué lo acusarían?
Hasta donde Gyuri sabía, opinar que el gobierno era una banda de delincuentes no
figuraba en los libros del estatuto. ¿Por qué no lo habían arrestado en noviembre de
1945, después de las elecciones, cuando sin nada de comer y con un revólver cargado
salió a las calles con el chaquetón de Elek para gritar «¡Cincuenta y siete por ciento!»
con muchísima otra gente? Que el partido de los Minifundistas, un grupo de
bigotudos a quienes les gustaba ir a la iglesia y agitar hogazas de pan, obtuviera el 57

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por ciento de los votos había sido un misterio que sólo se explicaba porque tenían
enfrente a los rusos y al partido del calvo Rákosi. El Partido Comunista de Rákosi
sólo obtuvo el 17 por ciento, a pesar de las múltiples prodigalidades provenientes de
Moscú y las entregas regulares de prisioneros de guerra realizadas para demostrar las
influencias diplomáticas de Rákosi. Rákosi había arruinado las elecciones, en parte
incrédulo, como el resto del Partido Comunista, de hasta qué punto lo detestaban, y
en parte por haber abierto el paquete con el kit «construye un estado comunista» que
le enviaron por correo desde la Unión Soviética, y estar todavía leyendo el manual.
«Cincuenta y siete por ciento» era algo bastante tonto para gritar por las calles, pero
había sido genial, y la proclama funcionó como una maleta repleta de juramentos e
imprecaciones interminables en contra de los comunistas.
Mientras guiaban a Gyuri a los elegantes interiores de Andrássy út 60, por alguna
razón le vino a la mente el rumor sobre la esposa del director de la AVO: se decía que
la esposa de Gábor Pétér era lesbiana, con una fuerte inclinación por los encuentros
triádicos. Este aparte salaz lo dejó de lado cuando un joven oficial de la AVO
(presumiblemente a los miembros y reclutas más jóvenes les deban el turno de
noche), de la edad de Gyuri, abrió una carpeta y murmuró: «Fischer», como si
estuviera recibiendo un encargo de lámparas de escritorio. El oficial recorrió las hojas
del legajo un poco molesto porque parecía estar virtualmente vacío y carecía de los
elementos cruciales que buscaba. Gyuri lo estudió y pensó: si yo no hubiese nacido
con vértebras morales, con inteligencia, con dignidad, podría estar confortablemente
sentado en ese lugar.
—Su confesión no parece estar aquí —comentó el oficial con la clara implicación
de ser la única persona en todo el edificio que manejaba el papeleo con alguna
conciencia.
—Más vale que sea algo bueno, no pienso firmar ninguna tontería —dijo Gyuri, y
se zambulló en el mutismo. Decidió esa salida por la escasa amenaza que aparentaba
el procedimiento (se parecía más a la sala de espera de un dentista, sin las revistas) y
porque tenía la sensación de que sería su última oportunidad de hacer un chiste en
mucho tiempo. Esa clase de relato divertiría a todo el mundo en la cárcel.
El recepcionista miró a Gyuri como si hubiera ensuciado la alfombra, no con una
mirada estúpida o tosca, sino simplemente triste. Luego llamó a un colega de la
habitación de al lado.
—Uno más. Fischer.
El colega entró con una lista sujeta a un tablero y la consultó con todo cuidado,
profesionalmente. Tardó un poco más de lo que se esperaría para examinar una sola
hoja de papel, aun con letras muy pequeñas. Finalmente pronunció:
—No hay ningún Fischer.
—¿Puedo irme a casa, entonces? —preguntó Gyuri. Sentía que no tenía nada que

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perder.
Los dos se volvieron hacia él con una mirada que expresaba que sería
extremadamente imprudente, extremadamente imprudente, que abriera la boca otra
vez. El recepcionista hizo un gesto señalando a Gyuri.
—¿Qué crees que está haciendo aquí? ¿Esperando el autobús?
—No me importa lo que esté haciendo aquí. No está en la lista. Ya os he hablado
de ello, lo sabes. No somos el Hotel Britannia. ¿Tu nombre es Fischer? —preguntó,
dirigiéndose a Fischer.
—Sí.
Volvió a mirar la lista largamente.
—¿No tienes algún alias o sobrenombre?
—No.
La lista fue consultada otra vez con la esperanza de que súbitamente
proporcionara un Fischer.
—Eres húngaro, según tengo entendido —preguntó mientras recorría una hoja de
color violeta, que evidentemente se destinaba a los extranjeros. Gyuri confirmó su
nacionalidad—. Bien, sólo tengo un Fodor. Y ni siquiera hay ninguna F en la lista de
extranjeros.
—No importa —dijo el recepcionista—. Mételo ahí abajo.
—Sí que importa. Qué sentido tiene una puta lista si no figuran en ella los putos
nombres de la gente.
El recepcionista tomó el tablero y recorrió la lista con la mirada con el aire de
quien duda de la habilidad del otro para detectar un Fischer aun cuando estuviera allí.
—Está bien, basta. Llévalo abajo.
—Pero estamos llenos. Sólo nos queda la doble.
Lo condujeron al sótano y lo metieron en una celda iluminada por un miembro
débil de la familia de las lamparitas, un lugar predominantemente lleno de gitanos.
Había dos bancos en la celda, y los dos estaban cubiertos por los gitanos de mayor
tamaño que Gyuri había visto en su vida, en realidad las personas más corpulentas
que hubiera visto jamás. Eran como Neumann, pero con tres o cuatro almohadas
atadas alrededor. ¿Cómo podía alguien llegar a ser tan gordo en Hungría? Además de
su impresionante colección de michelines, el puño izquierdo del gitano tenía tatuado
«bang», b-a-n-g en las falanges superiores de sus dedos, y su cara cargada de papadas
tenía una cicatriz marcada en el lado izquierdo, como si alguien hubiera estado
jugando al tres en raya con un cuchillo bien afilado. Gyuri se preguntó si alguna vez
el gitano habría considerado hacer carrera en water-polo.
—Hola —dijo el gitano, mientras retiraba un sector de su muslo para liberar un
poco de banco y extendía su mano—. Soy Nadas. —Luego agregó, resplandeciente
—: Proxeneta.

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Gyuri estrechó su mano y se presentó. Admiraba la claridad de Nadas con
respecto a su identidad. ¿Cómo debía él definirse a sí mismo? ¿Jugador de
baloncesto? ¿Empleado del ferrocarril? ¿Estudiante de la vida?
—Fischer, Gyórgy, desclasado.
—¿Por qué te han metido dentro? —inquirió Nadas.
Gyuri reflexionó.
—Por nada, en realidad.
—Si es por nada, te van a echar encima todo el Código Civil. Parece que tienen
que cubrir una cuota de sentencias de diez años. Hace dos semanas metieron dentro a
un amigo mío de Nyíregyháza. «Nada personal, Bognár», le dijeron, «pero tenemos
que encerrar a alguien diez años y sabemos que a ti no te importaría demasiado,
porque eres un gitano apestoso y todo lo demás. Firma la confesión y así podemos
irnos a casa».
Nadas estaba encerrado allí por obstrucción a la justicia. Dos hombres de la AVO
perseguían a un chico que había desinflado los neumáticos de su coche, y tropezaron
con Nadas, que estaba tirado en una escalera, mortalmente borracho después de la
prolongada celebración de una boda. Por el estado inconsciente en que se encontraba,
Nadas no pudo poner en práctica su técnica habitual de huida:
—Estos policías ya no son como los de antes. Sólo tienes que sentarte encima de
ellos para oír cómo revientan.
Nadas recibió las más terribles amenazas de torturas, porque para poder traerlo
tuvieron que utilizar dos equipos de arresto y la camioneta de un carnicero.
—No puedo decir que esté ansioso por la sentencia que me caerá. Las cárceles
realmente se han venido abajo —se quejó Nadas. Explicó que había estado en la
mayoría de las instituciones penales de Hungría, incluida la infame prisión «Star» en
Szeged, donde una vez Rákosi pasó quince años. Rákosi había contado con una
biblioteca satisfactoria, una celda para él solo y una campaña internacional a favor de
su liberación. Intelectuales progresistas de toda Europa se ocuparon de enviar
telegramas de protesta a los consulados húngaros. En una exhibición sobre la vida de
Rákosi, Gyuri había visto uno de la delegación de los Amigos de la Unión Soviética
en West Hull. El telegrama hablaba de su «enfático disgusto» por la encarcelación de
Rákosi. Gyuri reflexionó entonces que también él podía sentirse más amigo de la
Unión Soviética si viviera en West Hull. También buscó «enfático» en su diccionario
de inglés, porque no se había topado antes con esa palabra. Ahora los intelectuales
progresistas se mantenían extrañamente callados ante los abundantes
encarcelamientos que se producían en Hungría. Gyuri tuvo también el presentimiento
de que los intelectuales progresistas de West Hull, o de cualquier otra parte, no
mandarían ningún telegrama en su favor, pero de todas maneras él no les perdonaba
que hubieran salvado a Rákosi de la pena de muerte.

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—El pan y la pringue eran sobresalientes —dijo Nadas como continuación de sus
reminiscencias de la cárcel de «Star»—. Valió la pena sólo por el pan y la pringue.
El soliloquio de Nadas siguió adelante y abarcó otras delicias de la vida en
prisión, que concluyeron con la exhortación a Gyuri de que, cuando le tocara salir, en
uno, dos o diez años, debía dirigirse rápidamente y sin dilación a la hermana de
Nadas; por lo general se la podía encontrar alrededor de Rákóczi tér.
—Nada como eso para aliviar las tensiones.
La principal diferencia en Hungría entre estar en la cárcel o fuera de ella, meditó
Gyuri, era que en la cárcel había menos espacio. Eso era todo, más o menos. Menos
espacio y un fuerte olor a gitanos que no se bañaban. Como compensación por los
tentáculos de amoníaco que brotaban de Nadas, al menos no había retratos de Rákosi
en el vestíbulo.
Como todavía disfrutaba de una ráfaga de aplomo, Gyuri no pudo dejar de revisar
los diversos efectos de su encarcelación, que contenían masivas y generosas
porciones de cárcel, dolor y diversas variantes del sufrimiento. A Gyuri le gustaba
considerarse un sujeto duro, un tipo capaz de confiar en sí mismo, y por ese motivo
no le complacía encontrarse en circunstancias que podían demostrar claramente que
no lo era.
Alguien había escrito en la pared: «Soy un miembro del parlamento», una
declaración que no parecía valer la pena por sí misma; presumiblemente era una
aposiopesis, producida por la forma inoportuna en que el autor fue trasladado de
celda. Debajo, en un estilo diferente, con un diferente instrumento afilado, otro había
anotado: «Soy un miembro del club de fútbol Ujpest». También se leía, escrito con
lápiz borroso (notable, puesto que a Gyuri le habían retirado todas sus pertenencias
personales e impersonales, desde su cinturón hasta los cordones de sus zapatos): «Si
puedes leer esto, tienes problemas».
Bueno, pensó Gyuri, aquí estoy, bajo el culo del sapo. De hecho bajo el culo de
un sapo en una mina de carbón, hundido en el fondo último de la existencia. Nada
podía ser peor. ¿Le tocaría alguna vez en la vida una de esas cosas que se consideran
valiosas o disfrutables? Tenía veinte años. ¿Saldría de allí a tiempo para disfrutar de
algo que valiera la pena disfrutar? Inspeccionó la contabilidad de sus años sin mayor
satisfacción. Cuando el venerable poeta Arany llegó a los ochenta años, contaba
Pataki, le preguntaron cómo veía su celebrada vida, un poeta creador de leyendas,
revolucionario, vidente, héroe nacional y ornamento público. «Habría estado muy
bien joder un poquito más», respondió él.
Esta declaración no había entrado en la biografía de Arany. La perspectiva de
tener su polla en dique seco durante una década era sólo marginalmente menos
alarmante que el hecho de que le rompieran todos los huesos, o la posibilidad de
morir de manera insatisfactoria, o llegado el caso, satisfactoria.

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Nadas se cansó por fin de su discurso sobre la cocina carcelaria y los méritos de
su hermana, y se reclinó para dormir un poco. «Esto no puede continuar mucho
tiempo más», apareció escrito sobre la pared que estaba detrás de él, debajo de la
cual, con el deseo verdaderamente húngaro de tener la última palabra, alguien agregó:
«Ya lo ha hecho». ¿Se celebraría alguna vez una nueva ronda de juicios de
Nuremberg?, se preguntó Gyuri. ¿Sobreviviría él para verlos? ¿Qué diría la AVO en
su defensa? «Sólo obedecíamos ideales».
Era difícil juzgar el paso del tiempo, pero a Gyuri le pareció que había pasado un
día entero sin cambio o incursión dentro de su celda, salvo la conmoción de la mirilla,
de tanto en tanto, cuando los guardias los observaban. No hubo signos de comida, a
pesar de que el apetito de Gyuri se había encrespado.
—No nos dan nada de comer por mi culpa —se excusó Nadas—. No pueden
soportar la visión de un gitano gordo.
Cuando llegó al punto de sentirse amarrado a la celda, mentalmente acerado y
listo para enfrentarse cara a cara y con ecuanimidad a una sentencia de diez años,
Gyuri fue liberado.
A juzgar por la luz del exterior, era la mañana siguiente. Nadie había formulado
nada parecido a una explicación. Lo llamaron y le devolvieron una porción de sus
efectos personales (no estaban los cordones de sus zapatos ni las monedas). Gyuri no
se molestó en preguntar por el paradero de las pertenencias que faltaban o el porqué
de su liberación. Una vez fuera, se sintió enormemente complacido de volver a ver
Budapest. Budapest le pareció tan efervescente y activa que casi deseó ser arrestado
más a menudo.
Estaba en el proceso de reconciliarse con su liberación cuando advirtió que
Elemér, el brazo armado y cazaperros del proletariado, se detenía a su lado. Elemér
fumaba un perezoso cigarrillo dando muestras evidentes de estar esperándolo.
—Cuando quieras —fue todo lo que dijo antes de marcharse.
Fue tal la conmoción que Gyuri no tuvo tiempo de matarlo antes de que
desapareciera. Su ira se expandió con tanta intensidad que creyó estallar de rabia.
Temblaba de furia cuando regresó a su casa en tranvía y, si alguien hubiera hecho
algo tan simple como tropezar con él accidentalmente al pasar, el resultado habría
sido un acto violento, instantáneo y furioso, con cantidad de huesos rotos.
Ya en su casa, descubrió la nota que le había dejado a Elek en la cocina: al
parecer no había sido leída. ¿Dónde estaba el viejo chivo?, se preguntó mientras
rompía la nota. Elek entró en ese momento, olfateó e hizo exuberantes comentarios
sobre la condición maloliente de Gyuri tras la sauna fría de la AVO.
—El comunismo no es motivo para no lavarse, ¿sabes?
Gyuri nunca le contó el episodio a nadie.

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Agosto de 1952

Duró sólo un mes, pero aunque no consiguiera otra cosa el resto de su vida,
sobrevivir a ese mes habría sido un logro suficiente.
El campamento era en Bóhónye, pero en la estación de Pécs los esperaba un
sargento mayor, especialmente seleccionado para formar a los estudiantes
universitarios durante las cuatro semanas que estarían a su cargo, y moldearlos hasta
convertirlos en robustos oficiales. Un sargento mayor que en modo alguno
contradecía esa tradición centenaria de sargentos mayores sádicos, agresivos y muy
vocingleros. Desde el principio salió al frente para demostrar que él podía ser mucho
peor que todo lo que pudiera imaginar.
—Pronto pelearemos en la Tercera Guerra Mundial —fue su gambito de apertura.
Como todo soldado, no estaba demasiado enamorado de la paz, porque los militares
no tenían el respeto y los recursos que tanto consideraban merecer. Lo único que el
estómago del sargento mayor podía tolerar era una paz que sólo sirviera para la
preparación de un conflicto mundial—. Sois unos zurullos. Unos zurullos
impresentables… a quienes estoy obligado a metamorfosear en zurullos que quizás
alguna vez puedan llegar a ser útiles. Mi filosofía: mi filosofía es hacer de vuestra
vida algo tan inmundo que la guerra os acabe pareciendo un agradable recreo, un
alivio. Y también debo procurar que muráis de una manera que no represente una
desgracia para la bella tradición del ejército húngaro. —Que es más o menos lo único
que han logrado hasta ahora todos los ejércitos húngaros, pensó Gyuri—. Espero que
algunos de vosotros os suicidéis. De hecho consideraré que he fracasado en mi
trabajo si ninguno de vosotros, pedazos de mierda, intenta alguna vez cortarse las
venas. Y si vosotros no sabéis hacer las cosas como se debe, estaremos dispuestos a
ayudaros: el intento de suicidio se castiga con la muerte. —Para ser justos con el
sargento mayor, había que reconocer que al menos tenía el aspecto de saber algo
sobre la soldadesca: era grande, enérgico, inflexible, grosero, la clase de persona que
uno se alegra de tener en su bando. Un cabrón, pero un cabrón competente.
—Está bien tener un oficial tembloroso cuando estás en los barracones —le había
dicho Tamás a Gyuri en Ganz—. Ahí no es importante si necesita dos horas para
descubrir en el mapa cuál es el camino que se debe seguir, pero cuando llegas al
frente necesitas a alguien que sea bueno. Nosotros teníamos un oficial llamado
Kocsis. Lo gracioso era que él siempre quiso ser oficial porque venía de una familia
de militares, pero, después de haber hecho el Ludovika completo, era incapaz de
dirigir el pis dentro de un cubo, no digamos ya una operación militar. Nos llevó hasta
el frente y en menos de una hora hizo que nos atraparan; enseguida lo mató un
soviético que había atravesado nuestras defensas; se infiltró de un modo brillante: con

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un uniforme húngaro, hablando húngaro con fluidez y después de haber vivido treinta
años en Budapest.
La primera amenaza del sargento mayor:
—Cuando lleguemos a nuestra base conoceréis la zona de los desfiles. Tanto la
conoceréis que si por un insólito milagro llegáis a sobrevivir, recordaréis cada
recoveco del lugar hasta los noventa años. —Aquí, el sargento que se presentó como
asistente susurró al oído del sargento mayor algo que ellos iban a saber un poco más
tarde, que Bóhónye no tenía zona de desfiles—. Recibiréis tanta instrucción —
continuó el sargento mayor— que los imperialistas, a gran distancia, podrán
confundiros accidentalmente con soldados.
Los militares no habían perdido su afición a las vacas. Lo que sí tenía Bóhónye
eran prados, de modo que allí practicaban su marcha ceremonial con las bayonetas
caladas y apoyadas sobre el hombro de la persona que iba delante. En un terreno
nivelado, aquello podía haber sido una visión impresionante de coordinación y
demostración marcial. En un prado lleno de plastas de vaca y hoyos, era un ejercicio
masivo de poda de orejas. El primero en perder su equilibrio auricular fue Gyóngyósi,
un abogado, quien se lo merecía por abogado. Después de eso no volvería a aparecer
en ningún juicio público.
El mes fue malo, muy malo. Pero al ser nada más que un mes, en última instancia
no pudo ser insoportablemente malo. Dedicaron gran parte del tiempo a los habituales
trucos militares consistentes en que uno trate de hacer en cinco minutos lo que
requiere media hora para ser hecho. Y Dohányi, el sargento mayor, que nunca les dijo
su nombre («No quiero que piensen en mí como una persona, sólo como un cabrón
hijo de puta») era muy aficionado a hacerlos correr a toda velocidad, cargando un
equipo de diez kilos y una máscara de gas. Lo raro de las máscaras de gas, pensó
Gyuri, en principio diseñadas para respirar, era que resultaba virtualmente imposible
respirar a través de ellas, en particular cuando uno hacía cualquier cosa un poco más
ardua que estarse quieto.
El eje principal sobre el que giraba la agonía era el interminable agotamiento
físico. Fue exigente incluso para Gyuri, que era un atleta aficionado profesional.
Entre los estudiantes más sedentarios produjo el efecto que Dohányi perseguía: dolor
intenso, conmoción e incredulidad ante la cantidad de castigo físico que el cuerpo
podía recibir en veinticuatro horas.
«Dormir es burgués», declaró Dohányi, antes de mandarlos afuera con el sargento
para que hicieran maniobras toda la noche. Después del segundo día la mayoría del
grupo presentaba un aspecto espantoso, como si estuvieran pegándoles
constantemente puñetazos en el estómago. En algunos momentos de insoportable
esfuerzo físico, por ejemplo corriendo con una camilla de hipotéticos soldados
heridos, Gyuri recordó una pintura que había visto poco tiempo antes; mostraba a un

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soldado que descansaba muy cómodo en un campo, leyendo pensativamente y
rodeado por hermanos de armas relajados hasta un grado comatoso. La pintura se
llamaba Soldado leyendo, rodeado por sus hermanos de armas. Dohányi habría
matado de un tiro a cualquiera que hubiese encontrado tumbado en actitud reflexiva o
entregado a la lectura.
Por más que Dohányi se empeñara en que las cosas resultaran lo más horrendas
posible, fue cruelmente traicionado por el clima tibio y vigorizante: una cuestión de
las reglas veraniegas. A veces el calor era molesto, pero el verano impedía la miseria
suicida. Los tormentos de Dohányi, que habrían sido insoportables y desmoronadores
en un invierno frío y fangoso, se mantuvieron en un nivel digerible. Dohányi
comenzó a frustrarse visiblemente por la falta de derrumbes. Bencze, el arquitecto, se
desmoronó un día en el prado bajo una mochila llena de municiones, y quedó
aplastado bocabajo como si tratara débilmente de nadar a través del campo, incapaz
de incorporarse. Dohányi, de pie a su lado, le gritó con tono comprensivo:
—¿No aguantas más? ¿Quieres un descanso? ¡Deserta! Deserta, así puedo hacerte
fusilar. —Una y otra vez Dohányi aconsejaba la deserción, sin resultados, y siempre
repetía la misma amenaza impactante: «Haré que te fusilen. ¿Para qué hacerles perder
el tiempo a los imperialistas?».
Los imperialistas constituían otro tema clásico de Dohányi, un hombre que sólo
conocía los asuntos mundiales por los pocos meses en que había salido de Hungría
para matar gente.
—Vienen los imperialistas. En cualquier momento veremos la tercera. Suerte por
tercera vez. Por supuesto, ustedes, que no son más que una banda de zurullos
uniformados, no servirán para nada, pero no queremos que se lo hagan encima en los
refugios civiles y molesten al pueblo. Lo mejor que pueden hacer cuando comience la
guerra es cavar un pozo, saltar dentro y volver a llenarlo.
¿Dónde estaban entonces los imperialistas estadounidenses? ¿Y los imperialistas
británicos? ¿Incluso los alemanes? Hacía años y años que nos prometían
imperialistas, pensaba Gyuri colérico. ¿A qué jugaban los imperialistas? Había
ensayado con todo cuidado la frase para saludar a los invasores estadounidenses:
«¿Por qué habéis tardado tanto? Si me dejáis, os mostraré una cantidad de
interesantes comunistas a quienes estaréis ansiosos por matar, estoy seguro».
Todo el campamento y la idea misma del campamento eran una completa pérdida
de tiempo, cortesía de un pueblo que le había dado a Hungría ideas tan
impresionantes como una economía centralmente controlada donde tenías que abrirte
paso a través de una docena de barreras para llegar a la persona del ministerio que
debía conseguirte los paquetes extra y acabar descubriendo que el sujeto estaba de
vacaciones. Además de confirmar sus sospechas sobre cuál era el extremo del fusil
por el que salía la bala, los heroicos hijos de la democrática Hungría sólo habían

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aprendido una cosa más: un formativo odio al ejército. En el caso de Gyuri la
inutilidad del entrenamiento se duplicaba: a pesar de que el campamento tenía el
objetivo de proporcionar líderes fuertes, a Gyuri, por ser de clase X, nunca se le
permitiría ser oficial, de manera que lo más lejos que podría llegar alguna vez sería a
convertirse en el cabo mejor entrenado del Ejército del Pueblo.
Las clases de política, aunque de un tedio extremo, solían ser sumamente
bienvenidas en semejante contexto. Todo el mundo las esperaba con ansiedad porque
uno podía sentarse, no le gritaban y no tenía que preocuparse de cargar con una
máscara de gas. Dohányi se quedaba de pie a un lado, conspicuamente molesto por
esta interrupción de su dieta de disgustos concebida con toda meticulosidad.
El oficial político se llamaba teniente coronel Tibor Pataki, un hecho con el cual
Gyuri se proponía molestar a Pataki cuando volviera a Budapest, lejos de la fuerza
militar y de aquel campo, en el que lo único que podía elegirse era el pasto y el
excremento servido en una variedad de estilos. Saltaba a la vista que el teniente
coronel Pataki hacía este tipo de instrucción con mucha frecuencia: un chófer lo trajo
al campamento, tibio todavía de otro destino, y su chorro monótono y sin errores
sugería una práctica regular.
—Saludamos, por supuesto, al generalísimo Stalin, porque él nos ha dado vida, y
el triunfo de su estrategia en la Gran Guerra Patriótica nos sirve como precepto y
guía, y, por encima de todo, por sus Obras Completas, cuya edición húngara es un
arma nueva e invencible en nuestras manos que nos permitirá moldeamos y
acomodamos al glorioso Ejército Estalinista Soviético. —Todo esto lo decía sin
respirar, delante de una borrosa fotografía enmarcada de un oficial soviético que
bajaba la vista de manera experta y profesional por el cañón del fusil preferido de un
soldado de infantería soviético, quien sonreía afectadamente por el orgullo y la
confianza que le daba el estado inmaculado de su arma. Esa fotografía estaba a la
izquierda del teniente coronel Pataki. A su derecha había otra de color sepia y difícil
de distinguir con una hilera de figuras pequeñas que portaban pancartas con
proclamas indescifrables. Debajo de esa fotografía había un cartel que decía:
«Manifestación pacifista, Londres».
El teniente coronel Pataki tomó el relevo a Dohányi en lo de que el comunismo se
preparaba para poner su bota en la garganta de los decadentes países burgueses,
clavarles la bayoneta y revolvérsela dentro, pero lo dijo con un lenguaje mucho más
refinado y aburrido. Aquello duró unos quince minutos o algo así, y luego expuso un
poco más acerca de Stalin, el líder del Frente de Paz.
Que el teniente coronel se tomara aquello seriamente y creyera en lo que estaba
diciendo, sería algo triste. Que no creyera en los disparates que escupía, como un loro
o un gramófono color caqui, también lo sería. ¿Cuál de las dos cosas era más triste?
Otra posibilidad era tomar la escena completa, todos ellos reunidos en la cabaña

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simulando embeberse del saber que el teniente coronel simulaba impartir, como una
elaboradísima broma pesada. Quizás algún día todos en Hungría, en Polonia, en
Checoslovaquia, Alemania, Rumanía, la Unión Soviética e incluso Albania,
despertarían y oirían a Stalin reírse a carcajadas en el Kremlin: «No pensaríais que
hablaba en serio, ¿verdad?».
Vivir de acuerdo con los principios bolcheviques: la idea era tan absurda como
pasarse el día caminando por todas partes con dos dedos metidos en la nariz. La
Iglesia, al menos, sólo exigía que te presentaras una vez por semana, y salvo eso
estaba dispuesta a mantenerse fuera de tus asuntos. Si el poder del pueblo sólo
significara un sermón semanal de una hora, pensó Gyuri, podría soportarlo.
Mientras estudiaba con cuidado al teniente coronel, Gyuri se inclinaba a
catalogarlo como un verdadero creyente, un lisiado moral, éticamente nonato.
Aquello se consideraría, seguramente, el logro más duradero y magistral del
movimiento obrero húngaro: sacar a la luz, reunir y nutrir tanta mierda premiada.
¿Cuánta mierda superior podía producir un país pequeño como Hungría? ¿Un par de
cientos? ¿Un par de miles? No, los talentosos exploradores del Partido del Pueblo
Obrero Húngaro ofrecieron contratos a cientos de miles de zurullos con forma de
hombres. Hay que admitir que no todos ellos se clasificarían para verdaderas brigadas
de primera división, y quién sabe, incluso podía haber gente sumada al Movimiento
por error, pensando que podían hacer algún bien.
Pero para el público reclutado, ese discurso ostensiblemente aburrido estaba
adornado con el sabor de la relajación física; numerosos miembros y músculos habían
tenido la oportunidad de descansar, de manera que, al alejarse en fila del lugar de la
instrucción política, se preguntaban cuándo les convidarían a otra sesión.
Al final de las cuatro semanas todo el mundo estaba tan contento de irse que no
podían encontrar energía suficiente para odiar de verdad a Dohányi, mientras éste
abusaba de ellos un poco más como despedida:
—Lamento veros partir, zurullos apenas bípedos. Habría sido mejor negocio para
la humanidad que hubierais muerto aquí, pero supongo que vuestras pollas
autopropulsadas no podrán llevaros muy lejos. No tenéis por qué agradecérmelo.
Gyuri y algunos de los otros dudaron si dirigirle a Dohányi alguna obscenidad,
pero uno nunca podía estar seguro del alcance de la jurisdicción militar. Se
conformaron con unos pocos y torpes saludos y corrieron a la estación del ferrocarril.
De regreso a Budapest, Gyuri se sintió más viejo, más sabio, orgulloso de haber
soportado sus cuatro semanas sin caer de rodillas, suplicando piedad. La visión de
Budapest le despertó un torrente de excitación y gratitud. Cuando bajó del tren sintió
un deseo de besar el suelo que le duró varios segundos. La sensación de delicia de
vivir en la capital se mantuvo hasta que llegó a Thókóly út: a esa altura el viaje en el
tranvía repleto le había exprimido las últimas gotas de regocijo.

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Iba por la última sección de Thókóly út antes de girar a Dózsa Gyórgy út, cuando
una figura le atrapó el ojo en una delicatessen densamente superpoblada. Su
inconsciente le dio un codazo a su consciente, y distinguió a Pataki en una fila frente
al mostrador. Observó este espectáculo a través del escaparate por unos breves
momentos y luego, excitado y temeroso de perderse la continuación, entró
rápidamente en la tienda.
Allí estaba Pataki, emparedado entre dos resueltas amas de casa, con una cesta de
la compra, una gran construcción de mimbre que Gyuri no reconoció como un objeto
oficial de la familia Pataki.
Pataki reparó en la presencia de Gyuri cuando éste se acercaba. Sólo por una
fracción de segundo hubo una alarma general, una llamada a la acción, un ramalazo
de consternación que daba una fugaz vuelta a la esquina. Si Gyuri no hubiese
conocido a Pataki desde los cuatro años, no habría podido detectar estos movimientos
fugitivos, casi subcutáneos. Del mismo modo que se necesita un experto para
reconocer un billete falso, también se necesitaba un experto en Pataki para detectar la
falsificada placidez, para detectar el levísimo retraimiento, un protón de vergüenza,
como si lo hubieran pescado en el momento de retirar su polla de una planta
carnívora.
El motivo de asombro para Gyuri era que Pataki nunca salía de compras. Nunca.
Para ciertos accesorios masculinos tales como ropas y demás, sí, pero ese tipo de
compras no se hacían en una tienda; engatusaba a los conocidos para que le
proporcionaran el elemento requerido mediante trueque, soborno, chantaje o súplica.
Incluso cuando Pataki tenía seis o siete años, una edad más maleable, se negaba
obcecadamente a ir a la tienda, sin importarle los incentivos o amenazas. Sin haberlo
proclamado nunca públicamente como una decisión política, esta actitud implicaba
claramente que ir a hacer las compras era una de las cosas que uno no hacía, una
infracción al tiempo de remar y un envilecimiento de la dignidad masculina. Cuando
Gyuri fue a buscar el vestido a Angyalfóld, Pataki no dijo nada, pero su silencio fue
elocuente: tú eres mi amigo, de manera que pasaré por alto esta caída deplorable, esta
triste debilidad.
Pataki era el principal exponente del «arrebata lo que puedas», del
atropellamiento amatorio a la hora de remar. Gyuri todavía no disponía de la
evidencia claramente definida por escrito, pero tenía la sensación de que Pataki
haciendo cola para comprar un poco de queso era el signo de un derrumbe doctrinal,
la señal de que algún asunto mujeril lo había separado del equipo.
—¿Qué tal por el ejército? —lo saludó Pataki, de un modo impecablemente
despreocupado, como si se hubieran encontrado en un salón deportivo y no ante un
mostrador de quesos—. Te habrán ofrecido la graduación de general, me imagino.
—Exactamente lo que uno podía esperar —dijo Gyuri, que, incapaz de

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contenerse, se lanzó a la pregunta yugular—. De compras para tu madre, ¿no?
—No. Bea me pidió que llevara algunas cosas para el almuerzo —respondió
Pataki. En cierto sentido, éste era Pataki en su dimensión más grande. Habló con un
tono mundano y rutinario de lo más impecable, como si sólo estuviera en una fila
hablando de estar en una fila y no de una extrema capitulación, la masacre irreparable
de los preceptos de una vida joven.
Así que era Bea.
Cuando echaron a Pataki del Colegio de Contabilidad nadie se sorprendió. Lo de
los exámenes sólo se descubrió por accidente. Pasaba por el colegio cuando lo
sobrecogió la necesidad de orinar y en su camino al baño de caballeros descubrió de
manera fortuita las listas de exámenes. Le pidió a Gyuri que le recordara las materias
que presuntamente estaba cursando: ¿era el primer curso de inventario industrial o el
de análisis avanzado de costes? Estaba tan perdido que ni siquiera hacer trampa le
habría servido de ayuda.
Poco después Pataki consiguió un lugar en la Escuela de Artes Teatrales y
Cinematográficas. Irónicamente, no fue su excelente actuación lo que le liberó de las
garras del ejército, que había tratado de echarle mano de inmediato, en el momento
en que lo echaron del Colegio de Contabilidad. Pataki simuló tener un cartílago
deficiente, y eso requirió que caminara con una pata tiesa por todas partes, durante
seis semanas, una proeza maratoniana de actuación que le exigió una rigurosa
verosimilitud veinticuatro horas al día, histrionismo sin descanso, aunque por cierto
el salvajismo potencial de los críticos espontáneos le dio un enorme aliento para
mantener una postura correcta de cartílago dañado. Un médico amigo llamado por
István había quitado un cartílago sano de la rodilla derecha de Pataki y así consiguió
éste eximirse del ejército. Antes de que su rodilla tuviera tiempo de sanar
adecuadamente, Pataki ya estaba dentro de la Escuela de Artes Dramáticas y
Cinematográficas para estudiar fotografía, y de ese modo volvió a quedar eximido del
servicio militar.
La existencia de Bea se había revelado gradualmente, más por las ausencias de
Pataki que por la presencia de ella. Pero por fin atraparon a éste, después de que
informara a todo el mundo de que iba a buscar unos materiales de revelado, sentado
en tándem con Bea en un banco que miraba al Danubio.
Gyuri y Róka los detectaron cuando completaban una carrera en torno de la isla
Margit.
La forma vigorosa en que Bea decía «hola», la coreografía de sus movimientos, la
calidad meliflua de su voz que lograba dejar parada cada sílaba sobre sus propios
pies, la proyección de su postura, todo eso condenaba a Bea a ser una actriz en
formación, sin necesidad de que sacara su tarjeta de estudiante. Fue algo
relativamente desconcertante descubrir a Bea y a Pataki en un banco porque la

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política establecida de Pataki era que ir por ahí sentándose en los bancos de los
parques era propio de simplones y fracasados.
—¿Os importa si nos reunimos con vosotros? —dijo Gyuri mientras se sentaba en
el césped cerca del banco. Él y Róka se quedaron rondando a Pataki y a Bea porque
daban por supuesto que eso implicaría alguna forma de molestia, irrupción y
bochorno para Pataki, cuya actitud era de perfecta afabilidad, como si no hubiera
nada más natural y agradable para todos ellos que estar allí sentados contemplando el
Danubio.
—Has estado ahorrando para mi regalo, ¿verdad? —le preguntó Gyuri a Pataki,
aprovechándose de que lo tenía contra las cuerdas para recordarle que no le había
hecho su regalo de cumpleaños, y ya llevaba diez días de retraso. Pataki se retorció
apenas, de manera tan huidiza que nadie más que un observador experimentado en él
pudiera darse cuenta, y entonces, para sorpresa de Gyuri, le alargó un paquete
cuidadosamente envuelto (debió de envolverlo alguna otra persona).
—Acabamos de comprarlo —dijo Pataki. No había dudas de que era el regalo de
cumpleaños de Gyuri, pero pronto comprendieron todos la reserva de Pataki para
entregárselo.
El regalo era un libro, Homenaje de los escritores húngaros a Mátyás Rákosi, un
volumen editado para conmemorar el sexagésimo cumpleaños de Rákosi, que tendría
lugar en marzo.
—Es lo que siempre quise —dijo Gyuri, con uno de sus tonos más sutiles de
sarcasmo, puesto que sólo se requería la más mínima ironía. La antología era con
toda claridad algo en lo que Gyuri no sólo no tenía el mínimo interés, sino que le
apetecía tanto llevársela a su casa como clavar una navaja de sierra en la palma de su
mano. Probablemente Pataki lo había comprado para leerlo él mismo y ponerse al día
con lo último en los avatares literarios.
El libro era una colección de piezas escritas por escritores húngaros importantes
que bien pudo haberse llamado 35 variaciones sobre cómo lamer culos. La única
habilidad literaria destacable era la de minimizar la degradación y la vergüenza de
componer un panegírico al calvo orangután que resultaba ser primer ministro y el
primer secretario del Partido del Pueblo Obrero Húngaro. Uno podía imaginárselos
sentados en ronda en los cómodos salones del Sindicato de Escritores, y decirse unos
a otros: «No, no, Zoli, yo no soy lo suficientemente distinguido para hacer una
contribución al libro. Estoy seguro de que Józsi o Laci podrían hacer algo».
Bea era atractiva, aunque de ninguna manera la más hermosa de las mujeres
patakiadas, y su naturaleza teatral estimuló a Gyuri a leer en voz alta la primera obra
del libro, un poema de Zoltán Zelk. En su mejor momento, Zelk era bueno,
sorprendente. Era curioso que Pataki, por lo general despiadado en sus juicios críticos
sobre poesía, siempre fuera benigno con Zelk, aunque declaraba que él mismo podría

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entrenar a cualquier perro razonablemente inteligente para componer versos mejores
que los de Zelk con sólo sacar palabras del interior de un sombrero.

El camarada Rákosi cumple sesenta años,


No habrá que decirlo más,
Si lo escribo de mi mano,
Al instante lo sabrás,
El camarada Rákosi cumple sesenta años.

Quizás a causa de las elaboradas inflexiones en la lectura de Gyuri, Róka


comenzó a llorar de risa. Después de dominar las carcajadas, su musa le acercó una
estrofa:
—El camarada Rákosi es un tarado, no habrá que decirlo más, si lo escribo de mi
mano, al instante lo sabrás, el camarada Rákosi es un tarado.
—Oh, no seas injusto —le regañó Bea gentilmente—. Rákosi es un alma buena,
por él me afilié al Partido. —Aquello echó más leña al fuego. Tanto Gyuri como
Róka se rieron hasta el dolor, doblados en dos en el suelo para enorme desconcierto
de Bea, que no había tenido la intención de hacer un chiste: no bromeaba.
A Pataki se le ocurrió una buena escapatoria antes de que se produjera alguna
ofensa.
—Nosotros nos vamos al cine. Más vale que nos vayamos.
Salieron a paso ligero hacia la parada del autobús. Con todo, las palabras de
despedida de Bea dejaron a las claras la sinceridad de su admiración por Rákosi.
—Hizo muchísimo bien por este país. —Róka estaba bastante escandalizado;
aunque él no hacía discriminaciones a la hora de atender a las mujeres en sus
orgasmos, su naturaleza se apegaba a una pétrea y austera moralidad que le prohibía
cualquier forma de relación con el Partido. Para Gyuri, Bea era alguien que no había
pensado demasiado sobre Rákosi & Cía., alguien que no había pensado demasiado en
nada. Para ella el Partido significaba actos sociales, reuniones, canciones, discursos,
textos definidos.
—¿¡Qué está haciendo Pataki!? —preguntó Róka de manera persistente y
retórica.
—A lo mejor ya es hora de que el Partido le haga pasar un buen rato, ¿no? —
replicó Gyuri, mientras hojeaba el libro de homenaje a Rákosi, y se preguntaba si
podría encontrar a alguien lo suficientemente estúpido para cambiarle aquello por
cualquier otra cosa. Había un solo espécimen auténtico del Partido en el Locomotora:
Pé-ter, un muchacho campesino de Kecskemét, que se mostraba furiosamente
partidario del nuevo orden, como cualquiera que hubiese sido rescatado de una región
donde el acontecimiento más dramático era la perezosa producción de oxígeno por
parte de la verdura local. Pé-ter se pasaba todo el día asistiendo a cursos, irradiaba

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optimismo y un vital entusiasmo socialista. Era el candidato ideal para una de esas
fotografías donde los jóvenes húngaros contemplan con orgullo y satisfacción los
flamantes logros del poder del pueblo. Más aún, Péter siempre llevaba consigo libros
como Stalin, una biografía abreviada («no suficientemente abreviada», comentaban
algunos) y en los descansos se dedicaba con denuedo a un ponderado subrayado de
pasajes que según su criterio contenían un significado mayor. ¿Estaría dispuesto Péter
a intercambiar alguno de esos exquisitamente sabrosos objetos que recibía de sus
solícitos parientes por esta sobresaliente obra literaria?
—Pero ¿qué está haciendo? —insistió Róka.
El enfado de Róka habría sido mayor de saber que el padre de Pataki, un contable
simpatizante de la socialdemocracia, había pasado 1951 amarrado en un sótano de la
AVO. El padre de Pataki, Gáspár, sólo se lo había dicho a Pataki, y Pataki sólo se lo
había dicho a Gyuri. Lo detuvieron en enero, en la forma común: le pidieron que
fuera a Andrássy út como testigo. Comenzó a sospechar cuando lo ataron desde los
hombros hasta los dedos de los pies en una especie de camisa de fuerza de soga, un
capullo de cáñamo, y lo depositaron en un sótano sin luces durante probablemente
una semana. Después de eso lo desenvolvieron, le pegaron un puñetazo en la boca y
le ordenaron:
—Confiesa alguna cosa. Sorpréndenos. Diviértenos. Lo único que Gáspár pudo
hacer fue decir que debía de tratarse de algún error y luego emitir algunos ayes
mientras los otros trataban de ponerlo en marcha a golpes. Volvieron a tirarlo al
sótano con el veredicto: —¿Quién arrestó a este aburrido cabrón?
Pasó allí el resto del año, y para comer empujaba la cara dentro del cazo que de
vez en cuando metían en la celda. Se sentía como un sobre a la espera de ser abierto
en algún escritorio. Algunas veces escuchaba trozos de conversación que le llegaban
desde fuera:
—¿No necesitas un socialdemócrata, Jenó?
—¿Qué te crees, que estamos en 1950?
—¿Qué tal un contable?
—Bueno, la verdad es que no necesito ningún contable. Otra vez os habéis
excedido por tanta avidez, ¿verdad? Recuerda lo que dijo Belkin, no arrestes más de
lo que necesitas; lo único que se consigue es más papeleo.
Más o menos cada seis semanas llevaban a Gáspár para que se lavara un poco. En
una ocasión compartió la ducha con alguien que se parecía notablemente a János
Kádár, el que había sido ministro del Interior comunista. Incluso hablaba como
Kádár.
—¿Cuánto tiempo más puede durar todo esto? —preguntó el parecido a Kádár.
En esas circunstancias Gáspár no se sintió en condiciones de pensar nada apropiado
que responder.

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Finalmente, poco antes de Navidad, alguien vino al sótano y lo desató.
—Vete de aquí —le dijo—. Necesitamos esta celda.
Por suerte para Gáspár, en ese momento pasaba por delante de la puerta uno de
los cinco taxis de Budapest («Aquí consigo la mayoría de mis viajes», le informó el
taxista), puesto que la caminata desde el sótano hasta la calle habría quebrantado sus
músculos.
Gáspár nunca había sido un sujeto especialmente juerguista, pero ahora se volvió
más atado al sillón que Elek, aplastado por el disgusto físico que había pasado, por la
vergüenza del encarcelamiento y la humillación adicional de ser considerado
demasiado aburrido para incluirle en una conspiración.
Ante los muchachos, Pataki presentó sus relaciones con Bea como una
fanfarronada.
—El Partido me jodió, ahora yo me estoy jodiendo al Partido.
Pero ahora, mientras esperaba junto a Pataki que les despacharan tres decas de
queso Anikó, Gyuri se dio cuenta de que todo había terminado. Por un lado, le
hubiera gustado tener consigo su diario para hacer notas de denigración, provocación
y burla durante meses enteros. La calidad del material que le proporcionaba el
encontrarse a Pataki con una cesta de la compra prometía una cantidad de ridículo
casi ilimitada, desde acotaciones breves hasta denuncias de longitud épica. «Allí iba
yo, bajando por Thókóly út…». Por otro lado, sin embargo, Gyuri se sentía triste. En
la batalla de los sexos Pataki había asumido una condición heroica: era invencible,
inconquistable, inmune a los pesares que dejaban a los otros por el suelo, y de pronto
ahí estaba el poderoso poderosamente caído, domado por una cesta de la compra.
Pataki se había vuelto mortal.
En las paredes de la tienda se alineaban grandes frascos de pepinillos en vinagre,
que a su vez parecían vigilar botes más pequeños con conservas de albaricoques.
Toda superficie lisa de la tienda estaba cubierta por este tipo de botes de cristal llenos
de cosas. Era lo que uno podía encontrar por toda Hungría, en todas esas tiendas de
una sola habitación: pepinillos en vinagre y albaricoques en conserva. Si a uno le
gustaban mucho los pepinillos en vinagre y los albaricoques en conserva, desde luego
estaba en el país correcto. Tener abundantes pepinillos en vinagre y albaricoques en
conserva supone toda una proeza, rumió Gyuri, cuando Hungría encara la segunda
mitad del siglo XX.
Representaban la clase de estancamiento orgánico, estasis evidenciada,
obediencia encerrada en un cristal transparente, que querrían obtener de la gente: todo
el mundo metido en su casa, como productos que no requieren ni atención ni las
molestias de un lánguido sistema de distribución. De ese modo, no harían más que
existir dócilmente en el estante hasta el momento en que se los necesitara.

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Julio de 1954

Furioso ante la injusticia de un régimen que terminaría por convertirlo en un


contable, Gyuri siguió camino de su clase de inglés.
El piso de Makkai estaba a la salida de Ullói út y —cosa infrecuente entre los que
Gyuri visitaba de manera regular— sólo en el segundo piso. No era una casa
demasiado espaciosa, pero en su calidad de diplomático de preguerra y actualmente
burgués impenitente, Makkai tenía instalado en su casa, a la fuerza y con carácter
permanente, a un hijo del pueblo, un defensor de la paz internacional, alumno del
Colegio del Partido y costeado oficialmente.
Makkai acostumbraba a soltar su queja habitual en cuanto abría la puerta: hacía
entrar a Gyuri y al mismo tiempo regañaba a su inquilino.
—No me importa que sea un comunista. No me importa que deje los discursos de
Rákosi por todas partes. No me importa que sea un imbécil y un bruto —después de
todo, uno debería recapacitar antes de hacer juicios sobre los demás—, pero lo que no
puedo soportar es cómo apesta. Es imperdonable. Imperdonable. Durante la guerra
nos adjudicaron un oficial de las SS, un asesino de masas, torturador de niños y
supongo que todo lo demás. Yo tenía estómago para soportar aquello, pero esto no. Y
no vayas a creer que exagero. No es de la clase de los que no se lavan porque esta-
mañana-tenía-tanta-prisa-que-no-tuve-tiempo, no, no. Éste desprende el hedor
inconfundible de un cuerpo que no tiene recuerdos del jabón ni siquiera de su
infancia. Un olor que puede cortarse con un cuchillo.
»Lo intenté con sutileza: apologías diarias sobre las alegrías del agua corriente,
montañas prominentes de toallas frescas que dejaba apiladas en su habitación, un
relato largo y detallado de los problemas que tuve para comprar e instalar una nueva
ducha. Comenté un artículo de un periódico ficticio según el cual el hecho de lavarse
regularmente puede aumentar en veinte años tu esperanza de vida. Le hablé de otro
artículo de un periódico inexistente donde el camarada Rákosi enfatizaba la urgente
necesidad de que todo buen comunista se restregara las axilas, bajo el lema: «La
Pulcritud es amiga de la Sovietud». Nada. Incluso traté de que aceptara dos
fantásticas pastillas de jabón como regalo del Día del Trabajo.
Makkai parecía un poquitín indiscreto para alguien que debía cohabitar con un
futuro dirigente político, o quizás había reservado su indiscreción sólo para Gyuri. El
año anterior, el día en que murió Stalin, Gyuri salía del Colegio de Contabilidad y
encontró a la camarada Kompán de rodillas frente al busto de Stalin que estaba en el
vestíbulo. Lloraba de manera bastante descontrolada, como llora uno cuando ha
perdido a un familiar cercano. Ella se había portado de manera bastante decente con
Gyuri cuando él se inscribió en el colegio, considerando que él era de clase X.

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—Tenemos el ojo puesto en ti, Fischer —le señaló—. Vas a tener que trabajar el
doble que cualquier otro para mejorar tus antecedentes.
No lo había dicho con tono malévolo o sermoneador, sino más bien con una dosis
de perdón y aliento, y sólo expresaba lo que cualquier funcionario del Partido habría
pensado después de leer el legajo que siempre seguía a Gyuri por todas partes: sus
credenciales morales.
La camarada Kompán se había mostrado tan abatida que Gyuri pensó que quizá
debía ofrecerle, por cortesía, algún tipo de consuelo, pero tuvo la impresión de que no
funcionaría. Siguió adelante hacia su clase de inglés.
Al llegar a la casa de Makkai, lo encontró bailando sobre una mesa, algo que,
según explicó a Gyuri, no había hecho en más de cuarenta años. Fue a la despensa y
trajo una botella de champán.
—Lamentablemente es soviético. Lo tengo en fresco desde hace años, para
celebrar algo en cualquier momento. —Ese día la lección consistió en un brindis por
el finado y nada lamentado Joseph Vissarionovich, y una selección de epítetos
peyorativos—. Tienes suerte, eres joven. Esto no puede seguir mucho tiempo más —
dijo Makkai—. Y estarás en condiciones de participar en la peregrinación para orinar
sobre la tumba de Stalin. Lástima que cuando llegues al frente de la fila ya serás un
hombre viejo.
Fue la primera vez que Gyuri vio sonreír a Makkai; en cuatro años de clases,
nunca vislumbró que Makkai, hijo del infortunio, disfrutara de cosa alguna. Él creía
saberlo todo sobre Makkai, viudo sin hijos, sombrío académico, cuya erudición —
lejos de proporcionarle estima y fortuna, o de asegurarle una posición confortable—
era una desventaja, como si estuviera encadenado al esqueleto de un elefante en
descomposición. Aquella sonrisa hizo que Gyuri se diera cuenta de que había
estancias enteras de Makkai que él ni siquiera había vislumbrado; fue como darle la
vuelta a un jarrón colocado durante años sobre un armario y descubrir que en el
reverso tiene un dibujo que nunca había visto.
Cuando oyó por radio la noticia de la muerte de Stalin, Gyuri estaba lavándose el
pelo. Además de experimentar un intenso bienestar, su primer pensamiento fue
preguntarse si todo el sistema se derrumbaría a tiempo para no tener que presentarse
al examen de Marxismo-Leninismo que tenía programado para la semana siguiente.
¿Podría contar con la caída del comunismo, o de veras tendría que leer algo de Marx?
Su segundo pensamiento fue para calcular cómo podría faltar al respeto al
máximo durante el duelo de diez minutos de silencio que se había decretado para el
día siguiente. Cuando más tarde vio en el cine la película-tributo sobre las exequias
de Stalin en Budapest, toda la ciudad detenida, trabajadores de rostros tristes
congelados en las aceras, melancólicos obreros del ferrocarril echando vapor de sus
locomotoras, multitudes enteras vestidas de negro que se encaminaban hacia la

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gigantesca estatua de Stalin en la plaza Hósók…, cuando vio todo eso, Gyuri lamentó
no haber podido invitar a su casa a un equipo de filmación que registrara para la
posteridad la única parte de él que estaba erguida con toda atención, cuando se
enterraba y desenterraba en una vieja amiga, ahora casada pero todavía dispuesta a
revivir otros tiempos.
Gyuri contempló ese noticiario varias veces, porque contenía una vista de la
multitud alrededor de la estatua de Stalin que mostraba microscópicamente la ventana
de su dormitorio, y esto le permitía, con alguna imaginación, revivir las alegrías de su
duelo apenas-fuera-de-encuadre.
Pero la muerte de Stalin, aunque había sido locamente disfrutable, no había
cambiado demasiado las cosas. Rákosi se mostró un poco menos presumido y Nagy
se convirtió en primer ministro. Gyuri oyó rumores de que comenzaban a sacar gente
de las cárceles, pero Stalin continuó presente de manera monumental. La estatua de
bronce de ocho metros, plantada en el solar de una iglesia demolida al final de la
guerra, era el elemento principal que se veía desde la ventana de su dormitorio, para
quien esa ubicación de la estatua era como una patada personal que el Destino le
había prodigado. Nagy, por supuesto, era diferente de Rákosi. Tenía bigotes. Rákosi
no. Además, Nagy no era completamente calvo. Pero la estatua de Stalin seguía allí
sodomizando el horizonte de Budapest, mientras divorciaba de cualquier vestigio de
dignidad a una ciudad que todavía se recuperaba de su resaca de posguerra.
Esa tarde Makkai apareció en la puerta de su casa antes de que hubiera tocado el
timbre.
—Tres a dos han ganado los alemanes —dijo—. Seguro que estaba amañado.
Completamente furioso por las auditorías, frustrado y aburrido en su curso de
contabilidad, en el estupor del hartazgo, Gyuri no había prestado atención a la final
de la Copa del Mundo que obsesionaba a todos los demás, Hungría contra Alemania
Occidental. Por cierto, no estaba de humor para su clase de inglés, pero como Makkai
no tenía teléfono no había modo de cancelarla, así que se presentó para no ofender a
su profesor, que era un connoisseur de cortesías y disfrutaba de sus clases de idioma.
Makkai no cobraba mucho por las dos horas, y con todo era un gran esfuerzo para los
recursos de Gyuri. Pero Gyuri sentía que para Makkai enseñar tenía menos que ver
con el dinero (aunque lo necesitara) que con introducir alguna audiencia en su casa, y
por un rato se lo tomaba seriamente. Fuera, en la calle, él era otro pensionista, un
viejo cualquiera sin posición, sin influencia, sin empleo y sin dinero, pero en su silla
de instructor era un dotado poseedor de profundos tesoros intelectuales.
Estas infusiones de estima eran vitales para Makkai, quien parecía quitarse
algunos años de encima en el curso de sus revelaciones sobre la sintaxis, la
pronunciación y la vida inglesa, país donde en otro tiempo trabajó en la embajada
húngara.

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—Un maravilloso edificio. No podríamos haberlo pagado pero fue una herencia
de los Habsburgo. Nosotros conseguimos el viejo edificio Habsburgo de Londres, los
austríacos recibieron el de París y los checos estaban muy complacidos de haber
obtenido el edificio de Berlín. Así aprenderán.
Gyuri se sentó y esperó a Pataki, quien de pronto había resuelto que él también
debía estudiar inglés. Pataki decidió también que el método de aprendizaje ideal para
él sería apuntarse a las lecciones de Gyuri. Gyuri le recordó que estaba bastante
avanzado en su conocimiento del idioma inglés, pero eso no disuadió a Pataki,
convencido de que iba a ponerse a su nivel sin problemas.
—Tres a dos —repitió Makkai, azorado por el resultado del partido de fútbol y
abatido como todos los otros húngaros, todos menos Gyuri, que estaba demasiado
preocupado por las miserias de la contabilidad. Puskas, el hombre de la velocidad
imparable y los pies de oro, era, junto con el resto del equipo, el único vestigio del
orgullo nacional. Hungría, en términos contables, tenía una sola cosa en su haber:
Puskas, el genio del fútbol. Era regordete, parecía un chiste (era peor que Pataki, no
quería saber nada de entrenamientos), pero en cuanto saltaba al campo veía lo que
nadie más veía y terminaba metiendo infaliblemente la pelota en la red. El resto del
equipo tenía talento, pero Puskas era el diminuto gigante de la banda. Habían batido
incluso a los ingleses, por cinco a uno, así que todo el mundo había confiado en que
también vencerían a los alemanes.
—Seguro que el partido estaba comprado. Los alemanes deben de haber hecho
algún soborno. Seguramente le ofrecieron algún préstamo al gobierno. Deben de
haberle ordenado al equipo que perdiera —dijo Makkai.
La lección se retrasaba cinco minutos, pero aún no había señales de Pataki.
Makkai decidió permitirse una taza de café, un café de Brasil que entraba en
Budapest a través de un primo que vivía en Colonia.
—Tuve suerte. La gente de la aduana sólo robó la mitad, normalmente desaparece
el paquete entero —comentó Makkai—. Claro que puede que sea injusto con la
aduana, y sea el cartero quien lo haya robado.
La amable negativa de Gyuri sólo resistió hasta el segundo ofrecimiento.
Las lecciones de inglés iban bien. Gyuri había alcanzado el punto en el que podía
abrir un libro intrépidamente, y la página no contenía secretos para él. Tal vez
encontrara alguna oscuridad y confusión pasajeras, pero no había enormes trampas de
significado que se le escaparan. Esto tendía a complacerlo: después de todo,
estudiaba con intermitencia, durante las noches, a menudo medio muerto después del
baloncesto. El atractivo principal del inglés, suponía, era que sólo lo hablaban los
podridos imperialistas, sucios cabrones como los inmundos capitalistas de Wall
Street, o los que estaban en connivencia con ellos, los edificadores del Imperio
Británico. Lo atractivo era que el inglés no sólo no era compulsivo como el ruso, sino

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que además era más bien difícil de estudiar en cualquier parte puesto que se le
consideraba decadente, contaminante e insalubre, a diferencia de la estimulante e
higiénica escritura cirílica.
Gyuri había pasado una cantidad de exámenes de ruso que consistían en dominar
con firmeza frases como «¿Han llegado ya los delegados del Sindicato de
Trabajadores del Acero, camarada?» o «¿Cómo está hoy la hegemonía del
proletariado?». Uno casi podía pasar el examen con sólo suministrar una plétora de
«camaradas» dentro del texto o la conversación. Gyuri se sentía orgulloso de haber
logrado aprobar con las notas más bajas posibles y que al salir de la sala de exámenes
ya lo había olvidado todo: su saber auto-desmoronante había desaparecido.
Sólo una vez se había puesto a prueba su inglés, cuando un entrenador de
baloncesto de la Universidad de Manchester vino de visita y se nombró a Gyuri para
que intercambiara el entendimiento entre el invitado y sus anfitriones. Se quedó
horrorizado al descubrir que no podía entender ni una sola palabra, ni una sola de las
palabras que el hombre decía, hasta el punto que se llevó al hombre del ministerio
aparte para asegurarse de que el visitante realmente hablaba en inglés.
—Debería —fue la respuesta que obtuvo—. Es escocés.
Gyuri echó mano del recurso de inventar preguntas y declaraciones más o menos
de la misma duración de las que decía el escocés. Ambas partes quedaron satisfechas.
—Ten —dijo Makkai mientras le alcanzaba el café; era tan fuerte que podía
encafeinar a cinco pasos de distancia, oscuro y aromático con el perfume del
extranjero. Brasil, pensó Gyuri mientras tomaba un sorbo, montañas de café, playas,
fascistas húngaros. A pesar de los húngaros, Brasil no sería un mal destino.
Pataki seguía sin dar señales de vida; él nunca demostraba demasiado interés por
el tiempo y su pasaje regulado. Aun cuando se hubiera sovietizado hasta el punto de
tener una docena de relojes en su brazo, no habría podido llegar puntual a una cita. Su
falta de sincronización con el resto del país estaba más acusada desde que Bea lo
traicionó. Pataki nunca lo admitió. Nunca concedió que Bea lo había abandonado,
que lo dejó caer desde una gran altura, pero Bea inició una relación con uno de los
actores más importantes, más influyentes y más adinerados de Hungría, y esto
coincidió con que Pataki se quedó en la cama durante tres días, incapaz de juntar
suficiente coraje para cepillarse los dientes o incluso reunirse con Elek en un tete a
tete.
—Vamos —lo urgió Gyuri después de las cuarenta y ocho horas que Pataki
permaneció conectado a su cama—, a ver si juntas un poco de fuerzas y nos vamos a
remar.
Pataki se volvió sobre su otro lado para que Gyuri no mancillara su melancolía.
—Francamente, no veo la ventaja de estar consciente. Trae más problemas que
otra cosa —respondió.

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—Sé un hombre —reiteró Gyuri—. Mira con qué frecuencia me dan calabazas a
mí.
—Sí, pero tú estás acostumbrado —fue la respuesta.
Hasta Hepp fue incapaz de persuadir a Pataki de que se pusiera en posición
vertical. Al tercer día sin embargo se levantó, y Gyuri lo vio caminando por la calle a
toda velocidad, mientras botaba una pelota de baloncesto con pocas ganas.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó.
—Tuve una erección.
Veinte minutos más tarde entró Pataki.
—Tres a dos los alemanes —dijo—. Debe de haber sido un arreglo.
Pataki y Makkai intercambiaron muestras de indignación por la infamia y la
vileza del siglo, lo que le provocó a Gyuri bastante disgusto. Sin embargo, una vez
iniciada la lección recuperó su equilibrio y comenzó a disfrutar del absoluto
desconcierto de Pataki ante una lengua de la que no comprendía ni una sola palabra,
mientras Makkai recorría una vez más el vocabulario olfativo del inglés, y proponía
treinta adjetivos para describir la naturaleza miasmática de las grietas de su inquilino.
Gyuri vio que Pataki no se apresuraría en volver.
Cuando los acompañaba hasta la puerta, Makkai retomó el tema de su compañero
de piso.
—Está haciendo un curso de tres años en el Colegio del Partido. ¡Tres años!
Quiero decir, ¿cuánto tiempo se necesita para aprender a decir «Sí, camarada»? —
Insistió en mostrarle a Pataki la habitación de su intruso para ilustrarle
convenientemente sobre la magnitud del hedor—. ¿Qué puedo hacer? ¿No conocéis
algún lugar donde comprar vidrio molido?
—¿Por qué no enviar una carta a Andrássy út? —sugirió Pataki—. Algo como
que se lo ha visto vagabundear por las cercanías de la embajada de Estados Unidos
con un bigote falso. Si pudieras conseguir unos dólares para deslizárselos debajo de
su almohada, eso sería un bonito detalle.
Makkai se preparaba para echarse a reír, pero de pronto se dio cuenta de que
Pataki no bromeaba, y se conformó con una o dos afirmaciones con la cabeza que
podían interpretarse de cualquier modo.
En el tranvía no había más pasajeros que Gyuri y Pataki, pero todavía era un lugar
indiscutiblemente público cuando Pataki sacó una delgada carpeta de cartulina del
gran bolso que usaba para llevar por todas partes su parafernalia fotográfica. Le
alcanzó la carpeta a Gyuri.
—Es el tardío regalo de cumpleaños de este año —le dijo.
La carpeta estaba marcada con la sigla AVH, la última corrección del nombre de
la AVO, y debajo, con una tipografía más menuda, decía «altamente secreto». Dentro
estaba el formulario de Gyuri, su expediente del Ministerio del Interior, su perfil

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cívico e ideológico y su valoración. Su nombre y fecha de nacimiento estaban
escritos a máquina. La fecha de nacimiento era incorrecta, y su segundo nombre
estaba mal escrito. La única entrada del expediente, anotada con una letra más bien
florida, en tinta azul, decía: «Sin comentarios particulares». Era la evaluación más
insultante que nunca hubieran hecho de él, y dejaba muy atrás los cáusticos
comentarios de sus maestros de escuela. El estado policial no creía que valiera la
pena vigilarlo con la policía, no era lo suficientemente interesante para merecer
alguna otra consideración.
—¿Cómo has conseguido esto? —preguntó Gyuri; sentía una instintiva
incomodidad al sostener en sus manos un documento relacionado con Interior.
—Agnes, la policía secreta que canta. Si sabes a quién preguntar y qué preguntar,
puedes conseguir cualquier cosa.
Gyuri sabía, de un modo más bien superficial —como con todas las figuras
femeninas que pasaban por el dormitorio de Pataki en una cinta transportadora—, que
éste había tenido un romance con una dactilógrafa de la AVO, cantante también en el
coro de voces femeninas de la AVO que en ocasiones especiales actuaba ante el
embajador soviético. La más roja de las novias de Pataki también hacía un curso
nocturno de escritura de guiones en la Escuela de Artes Dramáticas y
Cinematográficas, «para hacer más animadas esas confesiones», tal como había
observado Pataki.
—No tuvieron demasiado que decir sobre este tema que soy yo —dijo Gyuri.
—Admitámoslo, uno no ingresa en la AVO porque quiera trabajar. Para que lo
sepas, no te imaginas lo que es mi expediente —dijo Pataki, mientras sacaba una
carpeta del volumen de una enciclopedia—. Nunca me habría imaginado que tenían
tantas mujeres trabajando para ellos, incluyendo a una limpiadora de chimeneas muy
sexy que conocí brevemente en el 49. No lo leí entero. —Pataki hizo una pausa para
recorrer algunas páginas—. Pero definitivamente hay alguien que informa sobre
nosotros en el Locomotora. —Buscó en su bolsillo y sacó una tarjeta—. Pero de todas
maneras, gracias a Agnes, estoy bien preparado. —Sostenía una credencial de la
AVO, con su foto y su nombre.
El prolongado asombro de Gyuri apenas comenzaba su viaje a una expresión
facial cuando, al tiempo en que el tranvía traqueteaba por el Muzeum Kórút, vieron y
oyeron el alboroto de una gran aglomeración de personas en torno de Bródy Sándor
utca.
—No es el cumpleaños de la madre de Lenin o algo por el estilo, ¿verdad? —
preguntó Pataki, a pesar de que la reunión tenía un desconocido aire no oficial. Se
bajaron del tranvía para echar un vistazo desde más cerca.
Cientos de personas se amontonaban en torno de la sede central de la Radio
Húngara. Pronto quedó claro que la multitud estaba allí por su disgusto ante el

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resultado de la final de la Copa del Mundo. Periódicamente estallaban cánticos
rítmicos: «Queremos justicia, queremos justicia», y «Tongo, tongo, tongo».
Más que por ninguna otra cosa, Gyuri estaba impresionado por la flagrante
expresión pública de un sentimiento. Era algo que no había visto en años, desde las
elecciones de 1945.
—Acerquémonos un poco más —dijo Pataki mientras empujaba a la gente.
La multitud se lanzaba hacia la puerta de la Radio, donde los de la AVO,
armados, formaban una cadena y parecían desdichados. Pataki estaba ansioso por
llegar a la línea de choque y, a pesar de las reservas de Gyuri, el movimiento de la
multitud lo empujaba cada vez más cerca de los sujetos irascibles y portadores de
armas que eran los defensores de la autoridad estatal.
Para mayor inquietud de Gyuri, llegaron justo en el momento en que el oficial al
mando estaba a punto de salirse de sus casillas. Qué perseguía la multitud era algo
que Gyuri no podía descubrir. No alcanzaba a discernir si consideraban que la Radio
era una representante del poder más tangible que el parlamento, y por lo tanto era un
blanco donde se podía expresar la ira, o si querían transmitir alguna cosa. Quizás era
el comentario sobre el partido lo que repudiaban. El oficial al mando del
destacamento de la AVO repetía una y otra vez, muy alto:
—Ésta es la última vez. Les recomiendo que retrocedan y regresen a sus casas.
—Ésta es la última que te lo digo, eres un pajillero —gritó un hombre
despatarrado cerca de Gyuri. La multitud estaba muy enojada y sorprendentemente
segura de sí misma, teniendo en cuenta que los de la AVO iban armados, la multitud
no tenía nada más que su furia y los hombres de la AVO pertenecían
inobjetablemente a la categoría de los que disparan a la multitud.
El oficial al mando seguía diciéndole a todo el mundo que se dispersara, mientras
quienes no estaban frente a él y a una distancia en que podían ser oídos seguían
diciéndole que era un pajillero. Gyuri se incluyó rápidamente en la avalancha de la
multitud, y gritó blasfemias como parecía que debía hacerse. La AVO empujó más
adelante. La multitud empujó a su vez, tres hombres de la AVO cayeron y hubo un
grito jubiloso de «¡Le di en los cojones!». Una piedra destrozó una ventana en el
edificio de la Radio.
Entonces hubo un estallido de fuego en el aire. La diversión había terminado.
Gyuri y al parecer montones de personas más pensaron que morir sería una reacción
exagerada por un portero que dejó escapar una pelota. Corrió lo más rápido que pudo
en el milímetro de espacio que tenía entre él mismo y la persona que iba delante. La
AVO se acercaba con las culatas de los rifles por delante. Costó su tiempo
descongestionar la calle, pero pronto la gente pudo correr a toda velocidad y alejarse
de la Radio en cualquier dirección.
Gyuri monopolizó toda su concentración en el acto de abandonar la vecindad lo

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más rápidamente posible, y descubrió que Pataki había desaparecido. No le
preocupaba que fuera uno de los que trataban de protegerse con las manos su cabeza,
tirados en la calle. Probablemente había conquistado a alguna atractiva revoltosa.
Llegó a casa y encontró a Elek escuchando la radio, donde se denunciaba a los
alborotadores que habían corrido salvajemente por las calles de Budapest. Era bonito
ser famoso.
—Esta noche he aprendido algo interesante —le relató Gyuri a Elek—. A los
húngaros no les importan las dictaduras. Pero odian como nadie perder un partido de
fútbol.

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Noviembre de 1955

El hombre roncaba, roncaba a tal volumen, de manera tan estentórea, que aun con una
sobredosis de tolerancia era insoportable. Gyuri y los otros pasajeros, equipados sólo
con su indulgencia cotidiana, descubrieron que les habían aplastado la paciencia
como a una cucaracha con una maza.
El hombre tenía el aspecto de un ingeniero, algo de tipo civil y nivel más bien
bajo, las estilográficas en el bolsillo de su camisa indicaban cierta erudición y
aprendizaje rudimentarios; la forma experta en que se sonó la nariz con la ayuda de
su mano derecha y cómo arrojó la flema por la ventana abierta en un solo movimiento
revelaban una familiarización excesiva con el sector de la construcción. Subió al tren
en Budapest y colocó sus destartaladas pertenencias sobre el estante portaequipajes,
se sentó en uno de los asientos que estaban cerca de la puerta, apoyó su cabeza contra
el cristal y se sumió en el sueño, de manera instantánea y sin preámbulo alguno.
En cuestión de pocos segundos comenzaron los ronquidos, como si vinieran
acercándose desde una gran distancia, leves al principio pero con una progresión
uniforme hasta alcanzar un estruendo prodigioso que brotaba de la boca abierta del
hombre. Todos los demás comenzaron a mirarse entre sí, primero con una suerte de
tácita diversión, que dio paso luego al desconcierto y por último condujo a la
irritación. Lo raro de la gente que se comporta mal, la que deja caer sus torpezas
sobre los demás, notó Gyuri, es que por lo general son las víctimas quienes se sienten
avergonzadas, antes que el perpetrador.
El volumen de los ronquidos era fenomenal. Unos suaves chirridos intermitentes
habrían resultado soportables, pero los pulmones del ingeniero atronaban los
tímpanos de todos sin piedad. Por otra parte, además, nadie se sentía cómodo en esa
forzada intimidad con el detallado funcionamiento interno de un ingeniero
corpulento, nadie quería tener una perspectiva panorámica de sus aventuras
respiratorias. Había pausas esporádicas que producían un optimista sentido de alivio,
la sensación de que el acoso auditivo se levantaba, pero esos interludios de silencio
sólo se mantenían mientras los ronquidos recuperaban el aliento y en cambio
lograban que, al restaurarse, los gorgoteos resultaran más chirriantes.
Gyuri, en el extremo opuesto del compartimiento, no estaba en una situación
contigua que le diera oportunidad de impedir los ronquidos, pero los que estaban más
cerca intentaban pasar por encima del volumen. Toses discretas, seguidas por toses
indiscretas, gritos, empujones y toqueteos no lograron que el hombre modificara un
solo latido en su sueño. Una mujer con un pañuelo en la cabeza comenzó a cacarear
en voz alta, como si hiciera la imitación tradicional de una gallina. El ronquido vaciló
y desapareció bajo el violento ataque del cacareo.

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—Siempre funciona con mi marido —dijo la mujer con orgullo, pero en cuanto lo
dijo el ronquido se lanzó otra vez por la línea rápida. El hombre que estaba sentado
frente a él intentó pasar una poderosa salsa de ajos por debajo de la nariz del
durmiente. Nada. El ingeniero siguió durmiendo a pierna suelta.
Ese descanso imperturbado, el dormitar sin esfuerzo, excitó la admiración de
Gyuri y al mismo tiempo lo irritó. El nunca podía dormir en los trenes, o, en el mejor
de los casos, sólo podía lograr un estupor desorientador que resultaba peor que estar
cansado.
El agitador de la salsa comenzaba a mostrarse malhumorado y agresivo hacia el
patán morfeizado que permanecía por completo indiferente a las súplicas y
requisitorias que recibía. De no haber sido por el obvio pasaje de aire dentro y fuera
de sus instalaciones, la falta de respuesta del durmiente podía haber sido
relativamente preocupante, hasta tal punto aborrecía su cuerpo hacer su tarea y acusar
recibo de las quejas.
—Mi querido señor, es un poco fuerte la forma en que usted ronca —dijo el pro
testador con gafas, mientras daba otro empujón al roncador. Para escapar del trueno
palatino, Gyuri abandonó el compartimiento.
La capacidad de dormir así era un don magnífico, pensó. Qué agradable sería
dormirse mientras durara aquello, para despertar sólo cuando todo hubiese cambiado.
Ésa era una de las peores cosas: el aburrimiento. La dictadura del proletariado,
además de la naturaleza abrasiva y brutal de su despotismo, era terriblemente
aburrida. No era la clase de tiranía que a uno le gustaría invitar a una fiesta.
Pensemos en las grandes tiranías de la antigüedad: Calígula, Nerón, eran tiranías
como la gente, llenas de exceso y color, fornicación abundante, expertas en puesta en
escena, excitación desatada, panem et circenses. ¿Nosotros qué teníamos?, meditó
Gyuri. Casi nada de panem, y en cuanto al circenses, sólo de esos donde la gente
corría por una pista con la nariz colorada.
No sólo me toca una dictadura, se enfadó Gyuri, me toca una dictadura raída, de
tercera clase, una dictadura aburrida. Podía haberme quedado en Budapest viendo
Boris Godunov, pensó. Sólo la había visto cuatro veces.
Otro triunfo nunca debidamente reconocido del nuevo orden era que uno siempre
podía ver Boris Godunov en cualquier momento en que se le ocurriera. Después de
todo, sólo había unas pocas óperas rusas entre las que elegir. Róka, relacionado con
una cantante, había adquirido un gusto insaciable por la ópera y más de una vez
invitó a Gyuri a acompañarlo a ver a su prometida actuando. Era divertido presenciar
a todos los policías y trabajadores del acero apretados en las primeras filas de la
platea, quisieran estar allí o no. (En Ganz, los torneros habían organizado sorteos para
colocar las entradas que el secretario del Partido distribuía entre ellos; muchos
preferían hacer un turno extra antes que enfrentarse a la música.) Gyuri había asistido

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a una función de Boris Godunov el mes anterior, así que decidió ir a Szeged para
investigar la fiesta que venía anunciando Sólyom-Nagy.
En el compartimiento siguiente, una bella muchacha hablaba animadamente con
una amiga, con la típica vitalidad de la gente atractiva. Con el aspecto adecuado y una
buena dosis de belleza, siempre se queda bien. Es una especie de cinturón de
seguridad que siempre te mantiene a flote. Sádicamente, la muchacha lamía sus
labios y balanceaba su pantorrilla izquierda, cruzada sobre su pierna derecha, de un
modo tan enérgico y rítmico que incluso en alguien sin la mente monotemática de
Gyuri despertaría reminiscencias del viaje por el monorraíl.
¿Por qué, se lamentaba Gyuri, las muchachas bellas nunca se sientan en mi
compartimiento? ¿Por qué me encuentro siempre rodeado de ruidosos palurdos? Pero
al volver a su compartimiento admitía, porque ya tenía edad suficiente para saberlo,
que si la muchacha se hubiese sentado a su lado él no habría podido formular ningún
gancho conversacional, ni tampoco habría tenido el coraje de usarlo.
El pasajero que había intentado detener los ruidos del durmiente desesperó por fin
de los amables mimos al sistema nervioso del roncador. Dispuso la mano del hombre
de manera que colgara por encima del paso de la entrada, y luego cerró de golpe la
puerta corrediza en un vigoroso intento de guillotinarle los dedos. El durmiente se
despertó pero sólo con un suave gruñido de sorpresa, como si se hubiera caído de
manera inesperada.
—Lo siento mucho —se disculpó el golpeapuertas—, me parece que le pillé los
dedos. —El pillado no se molestó en absoluto. Procedió a desenvolver un trozo de
papel del tamaño de una alfombra, del cual sacó tres grasosas alas de pollo fritas, que
comió con tanto gusto y ruido que todo el mundo sintió que asistía al paisaje molar de
su masticación. El alivio general que sobrevino una vez hubo engullido el último
trozo fue rápidamente desmantelado cuando, a los tres segundos, el patán regresó al
sueño y retomó los ronquidos en el lugar donde los había dejado. Todavía faltaban
dos horas para llegar a Szeged.
Como empleado putativo del ferrocarril, Gyuri viajaba gratis, pero eso no le hacía
el viaje menos oneroso. Cuando uno tiene dieciocho años es capaz de viajar al otro
lado de la Tierra para asistir a una fiesta, pensó, mientras sentía que ahora tenía que
empezar a reunir fuerzas para perseguir el placer.
—No te preocupes —había dicho Elek, atacado por una ráfaga de paternidad—.
Hay una estación para estas cosas. En mi caso fue 1911. En 1911 yo no hacía más que
decirle hola a una mujer y ella salía corriendo o llamaba a la policía. Durante todo
aquel año existió esa gran muralla china entre ellas y yo. Las naciones, los
individuos, todos tienen sus altibajos. La escasez de mujeres no dura demasiado. —
Esta sabiduría paternal habría sido más consoladora si Elek no la hubiera expresado
mientras se arreglaba el pelo para una salida nocturna con una de sus amistades

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femeninas. Sin duda Pataki ya le habría pasado alegremente a Elek la noticia del
último fracaso de Gyuri, un mágico sombrero de copa inagotable en cuanto a fracasos
románticos.
Gyuri se encontró por casualidad, en Andrássy út, con la hermana menor de la
mujer de István, quien le presentó a dos atractivas jugadoras de voleibol que estaban
con ella. Aprovechó una fortuita discusión que se planteó sobre una nueva película
para proponer una salida conjunta. La película, como todas las películas húngaras,
seguramente era una basura, pero podría contribuir a que las jugadoras de voley
exteriorizaran la evaluación que hicieran de él. Y la belleza de haber sugerido el film
era que, técnicamente, él no las había invitado a salir, de manera que si se negaban
sería un rechazo a la película más que a sus encantos. Esta apelación a la cultura era
necesaria porque su confianza en sí mismo rozaba la altura del pavimento, y también
porque con una lectura tan sumaria de los patrones de interés de las jugadoras de
voley no pudo establecer hasta qué punto estarían inclinadas a admitirlo a él en el
parque de los entretenimientos de dos piernas. Luego venía la cuestión de equilibrar
la inclinación de ellas hacia él con la inclinación de él hacia ellas; la rubia era más
atractiva, pero por otro lado sería una tontería pasar por alto a la morena si era picante
y no estaba comprometida.
La invitación actuaría como una forma de selección natural, porque era menos
probable que la menos interesada asistiera; sería como la supervivencia de lo
amoroso. Determinado a atravesar su mala suerte con un golpe de puño, Gyuri
también emitió una tercera convocatoria a otra aspirante a contable, Ildikó, a quien
atinó a conocer en la biblioteca gracias a que le alcanzó un libro desde un estante alto
al que ella luchaba por llegar.
De pie en la puerta del cine, Gyuri se felicitaba a sí mismo por su manera de
sabotear su propio infortunio, por la superación de sus contratiempos mediante un
ataque concertado de marea humana. Sin embargo, cuando la película comenzó sin
rastro de las muchachas, con ella comenzó su perplejidad y la sensación de ahogo
ante la constatación de que le habían dejado plantado por triplicado. Por querer
multiplicar sus probabilidades, había multiplicado su castigo. Y no tuvo la
oportunidad de vender las otras tres entradas. Para colmo, andaba muy apurado de
dinero y, a pesar de que Gyurkovics le debía cien florines, no podía reclamárselos
porque parecería que estaba en aprietos, justo lo que no quería parecer.
Mientras miraba por la ventanilla del tren, entre ronquido y ronquido, Gyuri veía
campesinos dedicados a tareas otoñalmente agrícolas. Demasiado estúpidos para
encontrar el camino de la ciudad, se rió Gyuri, un urbanita con confianza en sí
mismo. Sin embargo, alguien tenía que cultivar patatas. Y alguien tenía que filmarlos.
Como parte de su entrenamiento en el Colegio de Artes Teatrales y Cinematográficas,
Pataki había salido al campo, en calidad de cargador del trípode, con un equipo de

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filmación de un noticiario.
Fueron al pueblo de Zsámbék, que desde Budapest era el representante más
próximo a lo aldeano e imperturbablemente bucólico a sólo una hora de distancia en
coche. La noticia que el equipo iba a cubrir era el cuarto aniversario y medio de una
granja colectiva, lo que posiblemente estaba conectado con la necesidad del director,
Gáti, de adquirir algunas camaraderiles cajas de vino blanco para sus fiestas en el
jardín.
En los círculos artísticos de Budapest, donde el precio de entrada era la egomanía,
Gáti se labró su prominencia a fuerza de rabietas. Por alguna razón, sin embargo,
había interpretado la presencia de Pataki como un homenaje, el tributo de un joven
ansioso por aprender del maestro los secretos de la filmación de documentales. Gáti
lo acogió cálidamente bajo su protección, a pesar de que Pataki habría preferido sin
duda ir a remar.
—Este lugar es un agujero de mierda —dijo Gáti, mientras inspeccionaba
Zsámbék—. Me parece que voté aquí en el 47. Para que lo sepas, en 1947 voté en
todas partes. ¿Cuánta gente puede decir que votó sesenta veces en unas elecciones
generales? Esas casuchas miserables sin embargo se parecen todas entre sí. Yo y el
Comité de la Juventud Comunista del Segundo Distrito nos pasamos todo el día
recorriendo el país en coche y votando. Agotadora como la puta que la parió, esta
democracia. —Estaban en la oficina de la granja colectiva. Como notó que había que
dirigir un poco, Gáti se asomó a la ventana y le gritó al cámara que estudiaba diversos
ángulos:
—János, quiero que captures ese sentimiento de logro histórico, ¿de acuerdo? —
Luego volvió a gorgotear cantidades de vino local—. Regla número uno: debes saber
lo que quieres. Regla número dos: buen reparto. Un buen reparto hace toda la tarea
por ti. Yo ya tengo el personaje principal, el tío Feri. Es el más viejo de la aldea,
¿sabes?, un hombre que ha sobrevivido a décadas de sufrimiento, hambre,
explotación, etcétera, etcétera, pero que en su vejez radiante de alegría puede
regocijarse confortablemente por los avances del pueblo, feliz al saber que las futuras
generaciones nunca conocerán adversidad o deseo, gracias a la aplicación del
socialismo científico, etcétera, etcétera. —Gáti vaciaba los vasos de vino como si los
echara dentro de una cuba.
»El tío Feri es el candidato perfecto. Lo encontré cuando vine la semana pasada.
Investigación…, la investigación lo es todo. Este sujeto es perfecto. Tiene un bigote
que debe medir medio metro. Le sale por los poros el ingenio de la tierra, la
fanfarronada rústica. Todo el mundo es el tío Feri. El cree que va a negarse pero lo
voy a convertir en una estrella. —Sólo quedaban un par de vasos—. Y recuerda, regla
número tres: nunca debes hablarle demasiado a tu camarógrafo. —Gáti se inclinó
hacia la ventana—. János, ¿has terminado? —A Pataki—: Llegarás lejos. Sabes

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escuchar. —Luego se dirigió al director de la granja colectiva—: Genial. Nos
llevaremos el lote.
Rodeando a Pataki con su brazo en gesto protector, Gáti salió a los campos en
busca de algunas tomas clave.
—¿Dónde está nuestro tío Feri? —gritó.
—El tío Feri está gravemente enfermo —explicó el director de la granja. Había
dispuesto una selección de campesinos viejos y encorvados para que Gáti escogiera
alguno.
—Ves —le dijo Gáti a Pataki en lo que probablemente era un susurro fracasado
—, la gente siempre interfiere. Todos creen que saben más. Todos se creen directores
de cine. Vamos, ¿dónde está el viejo tímido, ese sinvergüenza?
El director, el alcalde y el secretario del Partido le explicaron sucesivamente y
con marcado tono de disculpa, que el viejo Feri realmente estaba muy enfermo, así
que ¿no quedaría satisfecho con otro viejo cuidadosamente aprobado, debidamente
decrépito? Gáti se echó a reír y ordenó que lo llevaran a la casa de Feri, donde el
sacerdote, tímidamente, le administraba los últimos sacramentos.
—Termine con eso, o haré que lo metan en la cárcel —dijo Gáti, que estaba
bromeando, pero a Pataki le pareció que el cura se cagó encima—. ¿Cómo está, tío
Feri? —dijo Gáti mientras le daba una saludable palmada, que no produjo una
reacción visible puesto que Feri estaba demasiado ocupado en morirse—. Para mí
tiene buen aspecto —declaró Gáti, pero el camarógrafo y Pataki tuvieron que cargar
laboriosamente al tío Feri hasta fuera porque ya no funcionaba ninguna parte de su
cuerpo. Por más que el tío Feri hubiese querido impartir instrucciones a sus piernas,
éstas no le habrían prestado ninguna atención.
Gáti siguió buscando una buena localización mientras Pataki, el camarógrafo y el
director de la cooperativa transportaban al tío Feri, un campesino de lo más liviano
que podía conseguirse, pero aun así una incómoda carga.
—Ya lo tengo —dijo Gáti, rodeado por una cantidad de brotes de maíz—. Esto
fílmicamente lo dice todo —anunció mientras los portadores del campesino
batallaban con su carga.
—Sí —comentó el director—, pero esto no pertenece a la granja colectiva. Esto
pertenece a Lévai. En la reunión en la que todos los campesinos tuvieron que firmar,
él se escapó por la ventana.
Al parecer a Gáti no le importó. Afortunadamente había un portón de madera
contra el cual pudieron apoyar al tío Feri, puesto que sus piernas no lograban
sostenerlo.
—Muy bien, rueden —gritó Gáti—. Ahora, tío Feri, ¿cuántos años tiene usted?
El tío Feri no dijo nada; parecía estar concentrado en el acto de respirar.
—¿Qué edad tiene? —le preguntó Gáti al director.

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—No lo sé. Setenta y pico.
—De acuerdo, entonces tío Feri —continuó Gáti—, ¿qué se siente al ver los
logros de la nueva Hungría? —El tío Feri seguía sin contestar. Gáti intentó otra
pregunta—: Tío Feri, ¿cómo se siente al contemplar los maravillosos cambios que
han tenido lugar aquí en Zsámbék?
El tío Feri permaneció mudo. Pataki tenía muy claro que, de haber conservado el
tío Feri el poder de la locomoción, a esas alturas ya se habría marchado. Pero todo
cuanto podía hacer era quedarse apoyado contra el portón. Gáti dejó pacientemente
que la cámara rodara, mientras esperaba algunas tomas del tío Feri. Después de un
minuto o algo así, el tío Feri comenzó a llorar.
—Esto es genial —exclamó Gáti—, está conmovido hasta las lágrimas por los
éxitos de la democracia del pueblo. Toma un primer plano. Podemos escribir algo
dentro. —Pataki consideró poco convincente la explicación de Gáti y razonó que el
tío Feri lloraba por el hecho de estar muriéndose en el campo, frente a una cámara.
Según Pataki, el tío Feri sobrevivió a su momento de posteridad, pero no por
mucho tiempo. Hombre de buenas maneras, esperó a que lo devolvieran a su casa
para morir, mientras Gáti cargaba las cajas de vino en la camioneta, al tiempo en que
reiteraba:
—¿Has visto ese bigote?
Saber lo que uno quiere ayuda un montón, reflexionó Gyuri.
—¿Cuáles son tus ambiciones? —le había preguntado Makkai la primera vez que
fue a verlo para las clases de inglés, cuando a su vez le reveló a Gyuri que a los
cuatro años lo habían colocado sobre un caballo sin ensillar en lo que era (según
declaraba Makkai) la forma magiar tradicional de probar su fortuna y fortaleza. La
pregunta hizo que Gyuri se diera cuenta de que no tenía ninguna ambición como tal,
sólo un deseo: salir. En cierto modo resultaba algo embarazoso no tener ambiciones,
una suerte de falta de gracia social, una carencia ignominiosa. Una buena idea sería
algo así como aspirar a ser billonario o gobernante del planeta. No rechazaría una
cosa de ese tipo. Quizás el hecho de no haber ido de compras entre las estanterías de
la ambición se debía a que Elek había olvidado colocarlo sobre un caballo sin ensillar
cuando tenía cuatro años.
Gyuri había tenido la esperanza de que el patán permaneciera dormido y siguiera
más allá de Szeged, pero con la misma precisión con la que el conductor del tren solía
arrastrar los vagones a lo largo del andén, el patán calculó el momento de salir
disparado fuera del sueño. Para entonces Gyuri era el único que quedaba en el
compartimiento, pues los demás habían huido bajo el implacable bombardeo de las
zetas.
Gyuri no sabía demasiado de Szeged, pero sabía lo suficiente, y cuando el patán
le preguntó el camino al centro de la ciudad, con amigable predisposición lo mandó

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en la dirección opuesta.
Mientras atesoraba su venganza en miniatura, Gyuri se puso en marcha para
buscar a Sólyom-Nagy con la idea de pasar el rato hasta la fiesta de la noche.
La búsqueda de Sólyom-Nagy representó una cantidad de idas y venidas
entrecruzadas por la universidad, viajes repetidos a su habitación y preguntas al azar
por su paradero, del cual todo el mundo negó tener conocimiento alguno.
Eventualmente, por un proceso de eliminación, Gyuri fue a parar a la biblioteca.
La biblioteca de la universidad tenía una pesadez apropiadamente grave, como
corresponde a una biblioteca, y aún conservaba el sedimento de milenios. La mayoría
de las bibliotecas, con sus letras acumuladas, le daban a Gyuri una sensación de raro
reaseguramiento. Todo está bien, animaban los libros sin palabras, estamos aquí.
Fuera la locura se apilará hasta el cielo, la basura sobre los despojos, los estragos de
la mediocridad, pero aquí ni siquiera hay un camión de ridiculocuencia; en este lugar
tenemos a los fantasmas de la cultura, lo mejor de los siglos. Tenemos lo que queda
una vez que se ha tamizado la resaca, después de echar a patadas a los poetastros y a
los latosos, a los traficantes de lugares comunes. Los invertebrados del pasado se han
reducido a polvo, han sido disecados, desmigajados y reventados, así que sólo quedan
los huesos de los que poseían columna vertebral, los que tuvieron la fortuna de ser
vertebrados antes que Marx, de modo que se libraron de la oportunidad de difamarlo
y de lanzarse, por tanto, al exilio para sus futuros lectores.
Las estanterías proporcionaban la libertad de viajar, miles de ventanillas de
escape hacia países y eras de las que Lenin jamás había oído hablar. («¿Qué pasó en
1874?» le había preguntado Róka el día anterior, cuando ayudaba a Gyuri para su
examen sobre marxismo-leninismo. «¿1874? ¿1874? No tengo ni idea». «Lenin tenía
cuatro años»). Entrar en una biblioteca era siempre algo oxigenante (mientras uno no
se metiera con nada publicado después de 1945), a pesar de que Gyuri nunca pudo
quedarse allí porque pasado un cuarto de hora o algo así comenzaba a inquietarse,
tenía ganas de rascarse la espalda o estirar las piernas, tomar un café, hacer cualquier
cosa menos leer. No importaba la vehemencia con que se esmeraba por sumergirse en
sus libros y contener su aliento académico, invariablemente tenía que levantarse para
tomar un poco de aire de interludio. Cuando se trataba de estudiar, se volvía un
velocista.
A eso se añadía el rugido de la bragueta. La disciplina y el decoro de las
bibliotecas se convertían de algún modo en un gran catalizador para cultivar las
propensiones amorosas. Precisamente por suponerse que las bibliotecas no estaban
relacionadas con el sexo, en efecto lo estaban. Gyuri se sentaba, emborronaba un par
de líneas, y entonces aparecía ella. No importaba lo vacía que estuviera la biblioteca,
siempre parecía estar provista de alguna joven. No importaba lo fascinante que le
resultara el texto de contabilidad que estuviera leyendo, la multitud entera que

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pululaba en la torre de control de Gyuri se apiñaría alrededor de la recién llegada. El
ambiente severo de una biblioteca mejoraba hasta niveles intolerables el aspecto de
cualquier muchacha, aun la más sencilla.
Comenzaba la especulación. ¿Afectaría al resto de su vida poner esta cosa en la
suya? ¿Necesitaría un machete para abrirse camino a través de la jungla sub-
ombligo? La densidad del césped venéreo era un tema recurrente hasta el cansancio,
la irrigación del delta, los bordes de las areolas. Su panel interno se formulaba la
misma pregunta una y otra vez, hasta que tanta curiosidad acababa doliéndolé y
dejándole sin aliento. Si hubiera podido desviar sólo una parte de ese torrente de
energía ya sería el presidente de un país de tamaño regular en alguna parte. Era un
movimiento perpetuo. Podía morigerarse, pero nunca se detenía. Se quedaba sentado
en la biblioteca y los diferentes estilos comenzaban a rotar: ¿el felpudo?, ¿la oveja
negra?, ¿el árbol del invierno?, ¿el pom-pom?, ¿la brocha de pintor?, ¿la cota de
malla? Su visión se precipitaba como por un túnel de tamaño monstruoso.
Gyuri recorrió los diferentes niveles de la biblioteca de la Universidad de Szeged
y siguió sin ver a Sólyom-Nagy. Recordó que allí había estudiado Attila József, y eso
dotó a las escaleras de una fracción adicional de interés. Por alguna razón Pataki se
había enojado mucho con József. Gyuri lo pescó en el momento en que le daba
patadas a un volumen de sus poesías. József había sido tan demencialmente pobre y
loco que no le quedó más remedio que convertirse en poeta. Tan pobre que ni siquiera
tuvo para morirse de hambre en una buhardilla, y tan loco que se arrojó a un tren a
una buena edad, treinta y dos. Algunos podrían argumentar que treinta y dos era el
límite máximo para una muerte joven y trágica; si se consideraba que su vida había
sido terrible de un modo tan inexorable, era difícil comprender por qué esperó tanto.
József fue también la única persona con alguna personalidad, y ciertamente la
única con algún sentimiento por el lenguaje húngaro, que se afilió al Partido
Comunista, cosa que hizo, movido por una soledad incurable, en los años treinta,
cuando el Partido era ilegal. Casi de inmediato lo expulsaron por haber tenido la
temeridad de pensar; con eso se salvó personalmente de la iniquidad, y le salvó al
Partido la marca de inmaculada imbecilidad.
Sólyom-Nagy derramó su ausencia por toda la biblioteca. Al pasar cerca de una
estudiosa dama sentada junto a una ventana, la mirada de Gyuri aleteó un instante con
la de ella y se dio cuenta de que era Jadwiga, la muchacha polaca que había conocido
la semana anterior, ahora ligeramente oscurecida por las gafas. Después de
intercambiar mudos saludos, Gyuri siguió adelante para inspeccionar los pocos
escondrijos que quedaban en la biblioteca, llenos de libros, vacíos de Sólyom-Nagy.
Sólyom-Nagy no significaba una compañía tan deslumbrante, pero ¿qué podía hacer
hasta la noche?
Volvió sus pasos hacia donde Jadwiga leía detrás de una fortificación de libros, y

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pensó que, aunque no tuviera ninguna otra cosa, Sólyom-Nagy y la vida universitaria
le proporcionarían suficiente sustancia conversacional para cubrir un café. Jadwiga
aceptó la sugerencia de Gyuri y dedicó unos momentos a recoger y guardar la
parafernalia del estudio con una meticulosidad que despertó mucha envidia en Gyuri.
Puso señaladores en el interior de los libros y lápices dentro de una caja, los libros se
apilaron y las notas se reunieron en un fajo, y el resto de utensilios académicos se
acumularon en un montículo impecable. Jadwiga se tomaba en serio sus pausas para
el café.
En el café se separaron; Jadwiga ocupó una mesa mientras Gyuri guardó turno en
la cola de los cafés. Cuando volvió a la mesa, la segunda silla había desaparecido.
—Lo siento —dijo Jadwiga, como si se acabara de despertar—, no me he dado
cuenta de en qué momento se la han llevado.
El café estaba lleno y Gyuri tuvo que recorrer todo el lugar para recuperar un
asiento. Un pálido novato que estaba reservando un juego de sillas perdió una a
manos de Gyuri, quien se veía a sí mismo lo suficientemente peligroso y violento tras
haber madrugado como para no tolerar otras resistencias.
—Así que Sólyom-Nagy es muy amigo tuyo —preguntó Gyuri.
—No —sonrió Jadwiga pícaramente—. No tengo muchos amigos.
Estudiaba literatura húngara. Medía la conversación, lo justo para ser cortés.
Gyuri tenía que exprimirla con preguntas para hacerse alguna idea de su entorno. Su
húngaro era temiblemente bueno, y sólo tenía el más leve de los acentos, casi
sostenido de manera deliberada para que le diera un poco de encanto exótico; era sólo
un recordatorio de que no debían confundirla con una húngara. Porque era verdad y
porque elogiar a una mujer nunca cerraba el paso, Gyuri le dijo:
—Tu húngaro es mejor que el de la mayoría de los húngaros. Creo también que
ostentas la distinción de ser la única persona no húngara de este siglo que quiere
estudiar húngaro. ¿Por qué lo haces?
—Mi padre estuvo aquí durante la guerra. Es un interés familiar.
Hordas de soldados polacos pasaron por Budapest durante la guerra, recordó
Gyuri; escapaban de un frente para ir a pelear en otro. Hombres duros, determinados,
fastidiados porque momentáneamente no podían matar a nadie, se preguntaban a
quién pondrían primero en la lista de los que iban a matar, si a los alemanes o a los
rusos. Cosa bastante rara en una región donde las naciones se pasaban la mayor parte
de su tiempo tratando de decidir a cuál de sus vecinos odiaban más, polacos y
húngaros fueron profundamente amigos durante siglos. Circuló incluso una canción,
disponible en ambos idiomas, que festejaba cuánto disfrutaban los dos países en hacer
violentas tropelías y beber juntos. Lo de ir a Hungría a aprender el idioma parecía un
deseo extraño, pero también él había tratado de irse a China, e incluso a Polonia, que
era roja. A él lo habían seleccionado el año anterior para el partido de Gdansk y su

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rostro sonriente había aparecido en el cartel publicitario, pero otra vez le negaron el
pasaporte. Hasta Hepp se sorprendió. Con todo, Gyuri sintió que de todas maneras
podía hacer algo para profundizar las relaciones húngaro-polacas. Gyuri mencionó la
fiesta que en parte patrocinaba Sólyom-Nagy y le preguntó a Jadwiga si iría.
—No me han invitado —dijo ella, y agregó para aniquilar un ofrecimiento de
Gyuri—: las fiestas no me gustan demasiado. —Después de dejar que pasara un
tiempo razonable tras el consumo de su café, Jadwiga se puso de pie para retomar sus
estudios. Gyuri la acompañó, por si Sólyom-Nagy hubiese reaparecido en la
biblioteca, algo improbable, a menos que se dedicara a contrabandear libros valiosos
para buscarles vidas nuevas con dueños dispuestos a pagar dinero por ellos.
Dejó el edificio sin Sólyom-Nagy pero con el número de la habitación que
ocupaba Jadwiga en la residencia de estudiantes, que ella le dio sólo con una leve
vacilación. Nunca fue perjudicial saber dónde se localizaban intrigantes mujeres
polacas. Ella tenía, calculaba él, diecinueve, veinte años, pero con un peso espiritual
muy adelantado para su edad y una técnica de flirteo extraordinaria para escamotear
los más escasos indicios.
Gyuri deambuló por Szeged y ni por asomo vio a Sólyom-Nagy. Szeged, como
era frecuente en las ciudades húngaras, era bastante grande: tardó cinco minutos en
recorrerlo de un extremo a otro, y era raro no haberse topado con Sólyom-Nagy
todavía. ¿Tendría la fecha equivocada? ¿Estaría Sólyom-Nagy en Budapest? Cuando
tengas dudas tómate tu tiempo para almorzar, pensó, cosa que hizo, de pie en la
tienda de un carnicero, con esforzados progresos sobre una miserable salchicha
csabai con pan y una mostaza que le arruinó el gusto. Después del almuerzo, decidió
almorzar otra vez, y después de eso regresó a la universidad para indagar sobre el
paradero de Sólyom-Nagy. Hizo el circuito ahora conocido del dormitorio, los patios,
la biblioteca.
Golpeó a la puerta de Jadwiga. Oyó los ruidos de alguien dentro.
—Te echaba de menos —le dijo cuando ella abrió la puerta. Ella lo examinó con
cuidado durante un largo segundo, y luego le hizo entrar.
—Espero que te guste el té —dijo ella—, porque es lo único que puedo ofrecerte.
Como veterano del impecunio, Gyuri de inmediato adivinó la penuria en su
habitación. Estaba clínicamente ordenada, lo que llevó a Gyuri a admirar una vez más
la milagrosa habilidad de las mujeres para poner el orden de manera automática.
Aquella mañana había tropezado con varios elementos en el suelo de su dormitorio,
que ciertamente estaban allí cuando él comenzó sus estudios de contabilidad.
Cuando Jadwiga sacó la tetera para hervir el agua, Gyuri recibió dos boletines
generados al mismo tiempo por los muchachos de su trastienda. Un pensamiento: qué
elegante y graciosa era ella, cómo hacía que el mero levantar una tetera se convirtiera
en un acto conmovedor, triunfalmente erótico. Mientras revisitaba ocularmente su

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pecho, brazos y piernas, apreció cuán elástica y atlética era. Tenía suerte: la suya era
la clase de estructura delgada y resistente a la edad que a los cuarenta años le
proporcionaría el mismo escenario conyugal que a los dieciséis.
Lo segundo que irrumpió en la atención de Gyuri fue la certeza de que quería
casarse con ella. Era sorprendente. Nunca antes se había sentido matrimoniable; de
hecho, la idea de una atadura añadida a la de Hungría, cualquier cosa que hiciera
menos aerodinámico su escape, lo consideraba un anatema. Así lo sentía entonces.
Pero hete aquí, sin aviso, sin advertencia alguna, sin carraspera previa, la noción de
que quería casarse, definida de modo tan preciso y urgente como un ataque repentino
de comer chocolate. ¿Estaría volviéndose loco? Ponderó esta evolución de las cosas
mientras Jadwiga hervía el agua sobre el hornillo de gas que estaba al fondo del
pasillo. El viejo Szócs tenía razón.
De la pared colgaba un rústico crucifijo tallado en madera, el típico objeto que
fabricaría un campesino creyente con suficiente tiempo libre. Quizá Stalin estuviera
muerto, quizás estábamos en 1955 después de todo, pero esto era equivalente a tener
un aparato de mármol de dos metros de altura depositado fuera de la oficina del
rector. Era evidente que no sólo los pechos de Jadwiga estaban firmes. Gyuri apreció
la audacia, pero se preguntó si habría algún impedimento teológico en su expedición
al sur.
Si en algo lamentó Gyuri haber aceptado el té y el bizcocho más bien revenido
que le ofreció Jadwiga fue por la sensación de estar consumiendo la mitad de sus
bienes terrenales; el té tuvo que rescatarlo del fondo de una lata, y el bizcocho,
sospechaba, había estado atesorado para alguna ocasión especial, cosa que él no
representaba. Ahora se imponía por partida doble invitarla a cenar, siempre que
pudiera encontrar un restaurante ridículamente barato.
—¿Podrías ayudarme con la ventana? —preguntó ella—. Hace un poquito de
calor aquí. —Estaba de pie y empujaba la ventana atascada. ¿Cómo lo hacía? Aquella
petición no podría haber sido más excitante que si le hubiese pedido que le quitara
toda su ropa. La ventana no necesitaba tanta persuasión, pero aunque hubiese estado
clavada al marco Gyuri la habría abierto de un golpe, tal era su vigor.
Jadwiga no cedía todavía en lo de la fiesta, o lo de ir a cenar.
—Voy retrasada con mi trabajo —afirmaba irrebatible. Aquel rehusar no
molestaba demasiado a Gyuri. Sentía intuitivamente que no lo provocaba un deseo de
eludir su compañía. Los regimientos de libros testificaban su dedicación. Estaba
interesada en sus estudios, cosa poco frecuente en alguien que iba a la universidad. El
bizcocho, solitario y mohoso como era, evitó que Gyuri se desalentara. Sentía que sus
trayectorias convergían, no que fueran paralelas. Aquello era amor a primera taza de
té.
Se retiró para dejar que ella estudiara un rato y para elaborar algunos avances.

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Ahora Sólyom-Nagy estaba de vuelta en su habitación. Se disculpó por su ausencia,
debida a diversos viajes que hizo para juntar provisiones de líquidos para la noche.
La fiesta iba a tener lugar en el teatro. Gyuri, convencido de haber visto
festividades de libertinaje profesional en Budapest, había anticipado un nivel más
provinciano de bacanal, pero tuvo que admitir que esa noche en Szeged estaba ante
una conducta inmoral y digna de arresto, nada menos. Era indiscutiblemente la
ocasión social más fastuosa a la que había asistido en su vida. Sobre el escenario
había una bañera dentro de la cual Sólyom-Nagy mezcló lo que calificó como el
cóctel más grande jamás preparado en Hungría, un triunfo de la planificación
socialista que incluía brandy de Albania, helado, vodka y otras cosas que nadie podría
o estaría dispuesto a identificar.
Menos de media hora después de que la bañera hubiese iniciado su cometido ya
había gente incapaz de sostenerse lejos del suelo. Gyuri sólo tomó una copa pequeña
de la que bebía pequeños sorbos pensativos, y estaba muy contento de no habérsela
vaciado por la garganta de un solo trago como los demás. Ya comenzaba a parecerle
que al escenario le había salido una horrible colina.
Allí estaba Agnes, Gyuri no la había visto en años. Ése era el problema con los
países pequeños: de pronto uno se metía en su propio pasado. Gyuri había oído que
ella se fue a estudiar a Szeged. Durante mucho tiempo la había invitado a salir. Pataki
rondaba en esa época a su mejor amiga, Elvira. Gyuri invitaba, Agnes se negaba.
—Ella siempre sale con el amigo de cualquiera que salga con Elvira —lo alentaba
Pataki, e insistía en que Agnes ya había dado su aprobación a los méritos de Gyuri.
Sin embargo, cada vez que Gyuri proponía alguna unión social, Agnes presentaba
una excusa. No era un rechazo áspero. Nunca daba la misma excusa dos veces y su
gama iba desde lavarse el pelo hasta una disculpa de veinte minutos donde explicaba
que un león había escapado del zoológico de Budapest, donde su hermano era el
representante del secretario del Partido. Gyuri recordaba que el argumento aquél
había comenzado con un intento de remover la mierda del elefante de una manera
más socialista y científica, mediante la aplicación de los más estrictos principios
marxistas-leninistas. Sin duda fue la coartada más larga que Gyuri toleró, y como
dudaba de que la imaginación de Agnes estuviera a la altura, era probable que fuera
cierto, pero al final de todo ese cuento ella dijo que, lamentablemente, no podía ir al
cine. Gyuri se habría colgado mucho antes sus botas de cazador de no haber sido por
las protestas de Pataki, quien le aseguraba que desde el centro de control de vuelo lo
aprobaban.
—Sólo invítala a salir —lo censuraba con impaciencia.
Por fin, después de escuchar docenas de aplazamientos por la agenda
abrumadoramente ocupada de Agnes, y como ella no era de la clase que engendraba
un deseo rabioso, Gyuri tiró la toalla. Después de todo, razonó, si iba a ser amor no

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correspondido y humillación regular, lo mismo podría ser amor no correspondido y
humillación regular en manos de una mujer prodigiosamente atractiva, lo que
aportaría un leve matiz menos humillante.
—Tú no sabes cómo invitar. Sencillamente no sabes cómo invitar —comentaba
Pataki.
Agnes parecía lamentar los pasados malentendidos, puesto que lloraba; de hecho
mucha otra gente hacía lo mismo. Resultó fenomenal la forma en que todo se aceleró,
desde el jubileo inicial hasta una especie de impotencia sensiblera. Una hora después
de la patada de salida, a las ocho, ya había una atmósfera de tres de la mañana.
—Lo lamento tanto, Gyuri —sollozaba ella. Su contrición parecía auténtica,
porque repetía eso una y otra vez con la cabeza hundida en el pecho de Gyuri. Él dio
por sentado que sus lamentos tenían que ver con la forma en que lo había rechazado,
aunque era difícil asegurarlo. Ante la requisitoria de una petición hormonal, Gyuri
consideró la posibilidad de un vals de espaldas desnudas contra alguna pared alejada,
pero descartó la idea. No quería que lo admitieran en el club sólo porque no había
nadie de guardia en la puerta, y además, a pesar de que una parte de él ya investigaba
su propia castidad por no tomar lo que se le ofrecía sobre la bandeja de su esternón,
se dio cuenta de que en realidad prefería estar con Jadwiga. Prefería estar con
Jadwiga y conversar con ella acerca de algún escritor húngaro antes que hacer con la
lengua un viaje de turismo por Agnes o por cualquier otra jovencita altamente
aceptadora. Uno siempre consigue lo que quiere cuando no lo quiere, concluyó, y
dejó a Agnes en un tramo del pasillo un poco más confortable, donde ella pudiera
continuar su soliloquio.
Abandonó el lugar y la noche fresca lo animó, lo limpió de los escombros
alcohólicos que le había dejado el invento de Sólyom-Nagy. Más tarde se enteró por
él de que dos actrices bailaron sobre un ataúd levantado y se fueron quitando la ropa
al poco de su partida. Nadie se habría arriesgado a votar por ellas como las mujeres
más bellas de Szeged, ni siquiera como las mujeres más bellas de la fiesta, pero aun
así, ¿quién llega a cansarse alguna vez de ver actrices desnudas? Sólyom-Nagy le
relató también la llegada de la policía, convocada por el alboroto de un grupo que
saltaba desde el bar del teatro hasta el pavimento, una caída de seis metros,
respondiendo a algún tipo de lógica embriagada. Los vecinos se quejaron a la policía
por el ruido que hacían los saltadores mientras se reían salvajemente por haberse
quebrado los tobillos.
El relato de la policía era mejor. «Me fui de la fiesta cinco minutos antes de que
llegara la policía» parecía un relato preferible a «Me fui de la fiesta cinco minutos
antes de que dos actrices se desnudaran por completo».
Al aproximarse a la residencia de estudiantes, Gyuri distinguió una luz en lo que
calculó era la habitación de Jadwiga. Eso era todo lo que uno necesitaba en la vida:

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una ventana iluminada en la distancia, el conocimiento de que allí había algo, algo
por lo cual trabajar. La compañía de una esperanza enana.
Llamó a la puerta de Jadwiga de manera civilizada.
—Tengo un importante envío de húngaro vernáculo para ti —le dijo cuando ella
abrió la puerta. Ella lo estudió pensativamente con ojos muy leídos, y luego
retrocedió en una silenciosa invitación a que entrara. Cerró la puerta. Gyuri se sentó
en la cama de su todavía ausente compañera de habitación, mientras Jadwiga se
sentaba en la otra cama frente a él. Cansada de tanto estudiar, ella lo apreció como si
no lo hubiera visto antes, y entornó ligeramente los ojos como si tratara de enfocar
mejor. Luego dijo algo con una media sonrisa.
—Tenemos que hablar. —Una pausa—. Podemos ser amigos… pero nada más.
—¿Tienes novio? —preguntó Gyuri; se sentía excepcionalmente confiado para
alejar cualquier competencia de una patada, superarla sin esfuerzo. Estaba intoxicado
con la certeza de que estaba destinado a ganar. Le gustaba todo lo que tenía que ver
con ella, la forma en que hablaba, el modo en que se sentaba, la manera como lo
trataba a él. Perfección. Ella hizo otra pausa.
—No —dijo con una sonrisa de oreja a oreja—. Tengo un marido.

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Septiembre de 1956

Gyuri caminaba por Petófi Sándor útca cuando vio el cartel en el escaparate del
laboratorio fotográfico: «Se necesita técnico de laboratorio». Fue eso, más que la
llamada telefónica, lo que le hizo cobrar conciencia de que Pataki se había ido.
El teléfono había sonado y Gyuri llevó la cuenta del entrecortado silencio. Sólo
pasaron cuarenta y dos segundos antes de que el receptor distante se colgara, pero no
podía ser más que la señal de cuarenta y cinco segundos que había acordado con
Pataki. Pataki estaba fuera. Se había ido al cielo y llamaba desde un teléfono
nacarado. Como si la llevara cosida, Gyuri lució una sonrisa tan ancha que al día
siguiente le dolió, una sonrisa que canceló por completo la suave melancolía que
sentía ante la huida de su amigo: una melancolía suave porque no quería demorarse
en la probabilidad de que nunca volvería a verlo.
Pataki estaba fuera. No sólo era una apestosa polla de caballo metida en el culo de
las autoridades, era una apestosa polla de caballo colosal. Le daba tanto placer que
trataba de no pensar demasiado en ello, para racionarse unas pocas horas de regocijo
por día. Pero aquel letrero abrió la tierra a los pies de su satisfacción. Sólo habían
pasado quince días y ya echaba agudamente de menos a Pataki. No había nadie en
todo el país que pudiera decirle que era un asno con la misma autoridad, con la
autoridad de una vida entera de conocerse mutuamente.
Cuando llegó a casa, se alegró de no ver a Elek instalado en el sillón para que su
curiosidad no lo siguiera por todas las habitaciones. También se alegraba de que
Jadwiga hubiese consentido en venir a Budapest porque así él se ahorraba el viaje a
Szeged. ¿Los otros también tenían que trabajar tanto por su felicidad? Encuentras un
amor de nivel internacional, pero tu amada vive al otro extremo del país. Miró por la
ventana y estudió la calle, a pesar de que era demasiado temprano para que
apareciera. Ella había insistido en que no la esperara en la estación de ferrocarril; con
su polaco desdén por el paso de los relojes no podía garantizar en qué tren llegaría.
Pero al menos se habían terminado los disparates sobre su marido. Cuando volvió de
Polonia después de su visita de verano, vino llena de noticias sobre los disturbios en
su ciudad natal de Poznan. Jadwiga le dio a Gyuri todos los detalles sobre eso, pero
se mantuvo agradablemente reticente con respecto a su marido, quien parecía
desaparecer del cuadro con un esfumado del pincel, igual que Trotsky detrás de
Lenin.
La noticia de que Jadwiga estaba casada había destrozado sus aspiraciones
artesanalmente labradas a mano, como la porcelana en un bazar en el que sueltan toda
la carga de un bombardero. Gyuri había confiado en que su semblante mostrara la
masculina resolución —que él buscaba pero no podía sentir—, y no el colapso total

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que iba derrumbando como un dominó las diferentes regiones de su cuerpo. Debió
haber esperado algo como eso; todo había fluido con demasiada suavidad. Jadwiga
hablaba de su marido con orgullo. «Mi marido es escritor», había afirmado de un
modo que no dejaba dudas de que ésa era la única cualidad de un buen marido.
Estaba escribiendo un libro sobre pintura polaca.
De todas maneras, salieron a dar una vuelta. Todo estaba muy oscuro, frío y
ventoso y en Szeged no había mucho para ver aun a pleno día, pero Gyuri disfrutó del
paseo porque a pesar de tener esa sensación tipo alguien-acaba-de-pisarme-la-
garganta, el negro entorno les había dado un duopolio. Ellos eran los que movían el
universo, eran lo animado en una oscuridad desgentada. Por lo general Gyuri había
considerado que caminar era uno de los entretenimientos más inferiores, pero ese
paseo con Jadwiga resultó infinitamente preferible a hacer cualquier otra cosa con,
digamos, Agnes. Después de besarla respetuosamente en la mejilla, le deseó buenas
noches.
En el tren de vuelta a Budapest hizo malabarismos con dos pensamientos. El
primero, que no le importaba si ella estaba casada o no, y el segundo (como premio
de consolación a su moral que estaba por el suelo), la conclusión de que debía de ser
un matrimonio más bien raro, si se vive a una distancia de cientos de kilómetros o
días enteros de viaje. Un matrimonio que no parecía prosperar en absoluto, en todo
caso un matrimonio estirado hasta un punto tan fino que en realidad no se podía
notar.
Había decidido evitar Szeged durante quince días pero el fin de semana siguiente
se lanzó inevitablemente hacia la estación de Nyugati. Inventó cierta actividad
atlética en las cercanías para justificar su presencia y salió en busca de Jadwiga. La
encontró como era debido, en la biblioteca, dormida. Salió, compró una flor y volvió;
la dejó sobre su cuaderno y esperó que se despertara su estudiante fatigada por el
estudio, cosa que ella hizo al cabo de diez minutos. Se sorprendió al ver la flor y
luego, al mirar a su alrededor, se sorprendió al ver a Gyuri. A pesar de que le
pareciera discutible lo apropiado de la flor, estaba complacida.
—Eres un amigo muy afectuoso —comentó.
Esta vez aceptó la invitación a cenar y Gyuri no lamentó haber tenido que dormir
en el suelo de la habitación de Sólyom-Nagy, a pesar de que sintió en la espalda las
señales de su abrazo durante las veinticuatro horas siguientes. La conversación fue
agradable y no especialmente brillante, pero al igual que el paseo le proporcionó un
intenso placer. De haber sabido Pataki que su amigo había viajado casi dos días
enteros para tomar una comida regular y participar de una árida conversación se
habría quedado conmocionado por la incredulidad, pero Gyuri sentía que fue un fin
de semana bien aprovechado. El marido de Jadwiga trabajaba mucho, al parecer,
aunque la admiración con la cual ella echó a rodar esta información había tenido un

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dejo de titubeo, una ligera adulteración.
El fin de semana siguiente logró que Gyuri se convirtiera en un verdadero experto
en el tramo ferroviario que unía Budapest con Szeged. En el camino de vuelta pudo
reconocer árboles y haces de paja individuales. Gyuri no le había contado a Elek la
razón de sus viajes a Szeged, pero era obvio que no se explicaba por su pasión por la
arquitectura local.
—Diviértete —le había dicho Elek como suelen decir los padres, convencidos de
que sus retoños se lanzaban a un libertinaje incesante en el momento mismo de poner
el pie fuera de su casa.
Jadwiga se sorprendió otra vez al verlo.
—La verdad es que te tomas la amistad en serio —observó. Fueron a cenar y al
cine, lo cual vació por completo los bolsillos de Gyuri. En el momento en que echaba
al correo una postal para sus abuelos, Jadwiga le preguntó si sus abuelos todavía
estaban vivos; le molestó un poco porque le había hecho esa misma pregunta durante
su primer paseo. Era obvio, por lo tanto, que no atesoraba cada cosa que él decía del
mismo modo en que él tomaba nota de cada una de sus palabras para un futuro
examen, mientras recopilaba datos para un informe sobre ella.
—Mi abuelo estuvo en lo que los alemanes llamaron Auschwitz. A los judíos no
les gusta mencionar cuántos polacos murieron allí. Mi abuelo sobrevivió, porque es
un hombre persistente: un hombre muy persistente. También me enseñó a mí el valor
de la persistencia.
Al revisar los procedimientos, Gyuri quedó asombrado por la cantidad de placer
que podía obtenerse sin quitarse la ropa, mientras un foso de oxígeno lo separaba del
castillo que quería asaltar. Escuchó educadamente cómo ella mencionaba varias veces
que su marido no le escribía todo lo debido, aunque sonara como una crítica a los
hombres en general. El viaje, sin embargo, era un engorro. Gyuri deseaba que se les
ocurriera poner un gimnasio en el tren, de manera que pudiera hacer un poco de
entrenamiento atlético. Abrió un manual de contabilidad y durante un rato él y la letra
impresa se miraron a la cara obnubiladamente. Los viajes se comían una buena parte
de su tiempo.
El fin de semana siguiente le evitó el purgatorio de las horas de viaje porque
Jadwiga vino a Budapest a visitar a sus amigos, unos estudiantes polacos a quienes al
final apenas saludó. Era una situación inusual para Gyuri. Nunca antes le había
mostrado Budapest a nadie, y de hecho nunca había tenido la inclinación de hacer
nada por el estilo. Jadwiga sólo había pasado algunas horas en Budapest camino de
Szeged, de manera que tuvo que sacudirse el cerebro para organizar un itinerario.
Llevó a Jadwiga a lo alto de la colina Gellért, donde se elevaba la estatua de la
Libertad, una mujer con los brazos completamente extendidos hacia arriba como si
tratara de coger algo en un estante superior. En su puño llevaba una especie de

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revoltijo amorfo, quizá de palmas, quizá de laureles de tamaño exagerado,
ciertamente algo de pesada significación que hacía sentir su peso sobre la enérgica
dama, quien exteriorizaba una expresión trascendente.
La estatua podía verse desde casi todos los lugares de la ciudad y a sus pies se
tenía una vista panorámica de Budapest. En su origen la estatua de la Libertad se
instaló como un monumento a la memoria del hijo del almirante Horthy, un piloto de
guerra que, como la mayoría de los húngaros de su edad, había muerto cerca del Don,
pero antes de que la erigieran se produjo un cambio de gobierno y de uniformes en
las calles. Purgada de su pasado dinástico y político, cargada con la ideología de la
nueva era, la colocaron en la cima de la colina Gellért para que sirviera como faro
espiritual.
Como complemento de la estatua de la Libertad, quizá como un estímulo
ideológico adicional para compensar el ignominioso origen de la estatua, a su lado se
levantaba otra más pequeña y torpe de un soldado soviético, conocido localmente,
explicó Gyuri, como el monumento al Ladrón de Relojes Desconocido.
Situado por debajo de la estatua de la Libertad, menos visible y sin entorpecer la
línea del horizonte, el soldado soviético, torpe y con el gesto ceñudo por haberlo
dejado tantos años de guardia, tenía una inscripción: «Del pueblo húngaro
agradecido».
—Te aseguro que los polacos son mucho más agradecidos —dijo Jadwiga.
Bánhegyi, como siempre que se quedaba sin dinero, se había dislocado un
hombro (podía dislocarse y retocarse el hombro a voluntad), fue al médico, retiró un
cheque de la compañía de seguros (a pesar de que al día siguiente iba a salir a la
cancha a fanfarronear con la pelota) y luego invitó a todo el mundo al restaurante de
la estación Keleti. Jadwiga los impresionó a todos con su dominio del húngaro (Róka
se negaba a creer que fuera polaca) y también por la forma en que se hizo cargo de un
enorme plato de wienerschnitzel y una porción generosa de sesos de ternera. Gyuri
advirtió miradas de admiración del equipo y Róka, en un estado de extrema
perturbación, tuvo que levantarse dos veces en busca de «aire fresco».
Pataki permaneció callado. Su mutismo expresaba ampliamente la alta opinión
que tenía de Jadwiga. Gyuri se habría preocupado por la posible competencia con
Pataki de no haber sido por su convicción de que esta vez lo respaldaba el destino.
—Supongo que todavía no has perforado en busca del petróleo blanco, ¿verdad?
—preguntó Pataki. A modo de respuesta comodín, Gyuri soltó un resoplido que
contenía diversión, negación, confirmación y desprecio, con la esperanza de que
Pataki seleccionara la versión que le cerrara la boca. Evidentemente todos los demás
daban por hecho que él ya había tenido acceso pleno, y eso satisfacía a Gyuri, puesto
que la reputación sólo está a un paso de la cosa verdadera—. Creo que esta vez lo
lograrás —agregó Pataki.

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Mientras ferrocarrileaba camino de Szeged el fin de semana siguiente, trató de
pensar en algún buen pretexto que justificara su viaje, y al mismo tiempo agradecía a
la Providencia el trabajar en los ferrocarriles, lo que hacía financieramente posible
mantener una relación tan a larga distancia. Jadwiga no pareció sorprendida de verlo
ni se molestó en pedir explicación alguna de su presencia en Szeged.
Gyuri todavía no había conocido a Magda, la compañera de habitación de
Jadwiga, pero había desarrollado un gran afecto por ella, sólo alimentado por la
fuerza de sus ausencias. Mientras estaban sentados en la habitación, Gyuri se
preguntaba cómo podría cambiar elegantemente el polo magnético de una amistad
para que apuntara a una forma de amor un poco más apretada. Controló la hora. Para
las seis de la tarde, resolvió, estaría o enredado entre sus ropas o en la calle. Había
puesto un límite de tiempo. Esa hora límite siguió avanzando de manera inalterable,
como el horizonte a medida que corría el tiempo, mientras él permanecía sentado
frente a ella, congelado en una postura de tibia cordialidad.
Las campanas lejanas de un reloj se colaron en la conversación aprovechando una
pausa.
—Son las ocho y no te has abalanzado —comentó ella—. Qué criaturas tan
frágiles sois los hombres.
Se acercaron para adecuar juntos sus urgencias. La cosa principal, ponderó él,
mientras la abrazaba de manera agradecida, era que ella también lo sentía; si él no se
hubiera adentrado en el corazón de ella, habría sido intolerable. Se aferraron el uno al
otro como si estuvieran precipitándose por el espacio exterior. Dos conclusiones
suplementarias se asentaron en el pensamiento de él: que al abrazarla había capturado
todo lo que quería de la vida, y que había llegado al extremo del placer.
—Apaga la luz —suspiró ella.
Justo antes de tenderse sobre ella en la oscuridad, lo detuvo, y desde la cama se
estiró para descorrer la cortina; su cuerpo desnudo quedó instantáneamente bañado
por la luz de la luna. ¿Cómo había aprendido eso?
Transpiraron su soledad y después de jadeos de sorpresa y agotamiento, quedaron
postrados cada uno en brazos del otro. Aquello era una posesión que nunca podrían
requisarle, reflexionó Gyuri. Era dinero en un banco a prueba de atracos. No
importaba lo que pasara ahora, había ganado.
Resultó que el marido de Jadwiga era un cabrón.
Bajo las órdenes de la lujuria, que lo tenía agarrado de los huevos, Gyuri siguió
mirando por la ventana, y cuando pensó que iba a desquiciarse por la expectativa,
Jadwiga apareció. Caminaba con paso furioso, notó él, era una mujer con un
propósito; una separación de una semana hacía que emanara de ella el mismo ardor
concupiscente. Uno de los rasgos que más le encendían su amor era la forma en que
se quitaba la ropa, como si estuviera en llamas, dejándola donde cayera, sin un solo

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pensamiento por cualquier desgracia sastreril que pudiera ocurrir, y el modo en que se
echaba en la cama como si ésta fuera una fresca fuente de agua. Las otras mujeres, no
importa cuán alta fuera la llama que ardía debajo de ellas, siempre se mostraban
temerosas de posibles arrugas y se tomaban tiempo para disponer su ropa en una
percha o una silla.
Gyuri vio su forma a través del vidrio opaco y ahumado de la puerta y pensó en la
suerte que tenía por recibir semejante visita. Desentendiéndose de él aparentemente,
ella se dirigió al dormitorio, se quitó el vestido y tiró sus zapatillas por cualquier
parte, luego cayó boca abajo sobre la cama.
—Entra —ordenó al final del camino del revoltijo de ropa.
«Un dios de media jornada», meditó Gyuri en una ráfaga de lirismo, «he liberado
relámpagos líquidos en mi tormenta privada». Jadwiga se incorporó para ir al baño, y
Gyuri percibió una fructífera gota que se deslizaba por su muslo en dirección al
tobillo. Quería embarazarla. ¿Qué estaba sucediendo? No podía creer que se sintiera
así, pero uno no puede vencer a la biología, concluyó.
Más todavía, era muy pero que muy improbable que pudiera lograr algo más
importante o significativo que esto, hacer que una persona sienta una felicidad plena,
manufacturar un éxtasis del tamaño de una habitación, aun cuando sólo fuera una
burbuja en un océano neblinoso. Parecía un pináculo algo mundano para una vida, un
clímax trillado para una biografía, una línea frívola para una lápida: «hizo algún hijo
que valió la pena». ¿Pero hubo alguna otra cosa que le hubiese dado la misma
recompensa de alegría y plenitud? La trampa más vieja del mundo se abrió frente a él
y lo atrapó de una dentellada, y a él no le importó en absoluto.
—Ahí va el mejor momento de mi vida —le dijo a una Jadwiga ausente. ¿Cómo
era esa historia en la que el diablo le ofrece a un hombre la oportunidad de detener el
tiempo, de frenar en un punto de su propia elección, pero el hombre no podía decidir
cuándo? Gyuri había tenido insinuaciones anteriores del amor, pero, si miraba a
Jadwiga, se daba cuenta de que era un proyecto que podía durarle por una eternidad,
no importaba lo que ocurriera fuera de esos muros. No le importaba quién era el
secretario general del Partido del Pueblo Obrero Húngaro, o si el socialismo
progresaba o no en el exterior, o si la gente se columpiaba en los árboles. Él tenía su
universo portátil, su autosuficiencia móvil. Esta clase de satisfacción podía atascar a
alguien que tuviera grandes metas, pero como él nunca había llegado a proponerse
ninguna, se sintió dispuesto para sumergirse de nuevo y disfrutarlo.
Mientras Jadwiga comenzaba a recuperar sus ropas, Elek regresó y por alguna
oscura razón (él sólo visitaba la habitación de Gyuri un promedio de dos veces por
año) atinó a entrar a tiempo para atrapar la historia entera de su piel. Elek murmuró
unas disculpas desde el otro lado de la puerta y retrocedió hasta su sillón, cual loro en
su jaula, como si eso pudiera volverlo invisible e inofensivo.

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Jadwiga siguió vistiéndose sin que la entrada de Elek la afectara. Su actitud
contrastaba con la histeria de Tünde cuando Elek descubrió sus pechos expuestos en
la ducha. Ella gritó como si su vida estuviera en peligro y tapó firmemente con sus
brazos aquellas regiones reconocidas como las que despiertan más interés en los
hombres, para interrumpir así la corriente de material libidinoso. La conducta de
Tünde había sido excesiva. A pesar de vivir en una época en la que se fruncía el ceño
ante la desnudez pública, su físico era tan conocido como el de la estatua de la
Libertad; en particular las partes que escudaba con sus manos, carnosas hojas de
parra, que fueron toqueteando tan implacablemente como el tablero con los horarios
de la estación de Keleti. Pero por alguna razón Tünde creía que la histeria a todo
pulmón era la reacción pertinente para una muchacha-bien-educada frente a un
invitado sin anunciar. La desnudez de Jadwiga ni siquiera había parpadeado.
Gyuri amaba sus pechos enhiestos. Amaba sus piernas de corredora (se había
entrenado en atletismo), paradisíacas contenedoras de afrodisíacos. Amaba sus nalgas
sagaces que definían definitivamente el concepto completo de las buenas nalgas.
Amaba sus labios, los bordes bien marcados de su boca; amaba sus plantas
congratuladoras y todo lo que tuvieran encima. No podía ver nada que decepcionara
la vista. Quizás ése era el síntoma del amor enteramente definido: como una gran
obra de arte, no había nada que pudiera recortarse, descartarse o manipularse. Si el
Creador se le hubiese presentado con un ofrecimiento especial de rediseño: «Por
tratarse de ti, Gyuri, puedo cambiar cualquier cosa que quieras: ¿un poco más de
pierna?, ¿una porción extra de pechos?, ¿el pelo más rubio?, ¿el pelo más oscuro?,
¿más lóbulo en la oreja?, ¿más joven?, ¿más adulta?, ¿más ingeniosa?, ¿más grave?,
¿repintamos los ojos?, ¿con pasaporte de Estados Unidos?», Gyuri se daba cuenta de
que respondería sencillamente: «Basta con lo que hay». No cambiaría un pelo, un
poro, nada, ni una partícula más, ni una partícula menos, porque entonces ella no
sería ella. Y era inútil tratar de decidirse sobre qué sectores eran mejores que otros;
no podía ser juez en el concurso de las bellezas de Jadwiga, porque sus componentes
no dejarían de saltar como sapos unos por encima de los otros y atrapaban su favor.
Entonces supo que se había librado del mundo. Que había echado amarras en el
planeta Jadwiga.
Aunque no era la primera visita de Jadwiga a su casa, fue en esa ocasión cuando
conoció a Elek, que había empezado a trabajar como guardia nocturno en el hospital
László (una ocupación que le venía bien, puesto que incluía buenas dosis de estar
sentado sin hacer nada y le daba completa libertad para especular sobre lo que haría
con el dinero que estaba seguro ganaría en la lotería). Entonces, después de una
presentación completamente frontal, llegó la hora del acto formal de besarle la mano,
cosa que Elek hizo con un taconazo.
En la cocina, mientras Gyuri preparaba los ingredientes para una tortilla, Elek se

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acercó furtivamente para susurrarle su cálida admiración.
—Mis felicitaciones. —Gyuri no quería registrar placer ante la aprobación de
Elek pero de todos modos fue placentero. Elek observó la forma en que Gyuri partía
los huevos con la admiración de los iletrados culinarios—. No sabes nada más del
joven Pataki, ¿verdad? —preguntó.
Gyuri sacudió la cabeza.
La motocicleta más veloz de Hungría estaba en la raíz de la partida de Pataki. O
quizás en una de las raíces. O quizá, reflexionó Gyuri a continuación, realmente de
humor para zarandear una metáfora, sólo era parte de las hojas. ¿Quién podía
saberlo?
La motocicleta era una Moto Guzzi, una montaña de moto. Su primer dueño había
sido Sándor Bokros. Bokros, por una serie de deslumbrantes especulaciones
comerciales que comenzaron en 1945, cuando se inició la muy extendida moda de
lavarse a fondo, hizo maravillas con una docena de jabones y, a través de diversas
metamorfosis que fueron en constante aumento, llegó a tener media docena de cremas
para la piel. En ese momento Bokros salió del país y se fue a Italia, donde, según
relatos fiables, casi se quedó sin polla y compró la motocicleta. De pronto, gracias a
alguna aberración mental incomprensible, Bokros regresó a Hungría en su
motocicleta, justo cuando las fronteras del país se sellaron de manera tan compacta
que se perdieron cincuenta kilómetros. Sólo existía un puñado de motocicletas como
ésa, incluso en Italia, y para los ciudadanos de Budapest parecía un artefacto
marciano. A Bokros le surgieron dos problemas: afrontar una epidemia de adulación e
interrogatorios callejeros, y encontrar un tramo de carretera en el que pudiera pasar
de la primera marcha.
Para cuando Bokros reparó en que debía haber elegido un totalitarismo que se
inclinara por largas avenidas de pavimento inmaculado, ya era demasiado tarde. Todo
el mundo daba por descontado que aquello terminaría en tragedia, bien porque le
nacionalizaran la motocicleta, bien porque muriese por no haberse enfrentado a una
curva húngara cara a cara. Lo que sucedió, en cambio, fue de lo más imprevisto. Iba
por un camino en el campo y trató de adelantar a un tractor con un remolque cargado
de accesorios de guadañas amarrados por arriba, cuando una de las hojas se deslizó
hacia abajo y decapitó a Bokros.
—No se necesita mucho cerebro para manejar una moto —había dicho Pataki en
el funeral, como comentario al hecho de que la moto siguió su marcha medio
kilómetro más sin cabeza.
«Te va a gustar Sándor, a todo el mundo le gusta», era lo que siempre se decía
para presentar a Bokros. Su hermano Vilmos, por el contrario, se describía siempre
como una de esas personas que no le gustan a nadie. Era innegable que la señora
Bokros no digirió suficiente afabilidad cuando lo concibió. Uno de los aspectos más

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molestos de la muerte de Sándor era que la motocicleta más veloz del país iba a pasar
a manos del odioso Vilmos.
Vilmos cumplía una función útil en el equipo Locomotora: todos podían
revolcarse en el disgusto que sentían por él. En lugar de la variedad de enconos y
venganzas que podían brotar en el equipo, el Locomotora podía usar a Vilmos como
el cubo de basura de la enemistad. Casi nunca jugaba en los partidos porque no era
demasiado bueno; también porque una de las diversiones clásicas cuando iban
camino de un encuentro consistía en echar a Vilmos fuera al andén en cuanto el tren
emprendía su marcha, a ser posible cuando sólo vestía sus zapatillas de baloncesto.
—¿Dónde está Bokros? —preguntaba Hepp.
—Lo vimos dando un paseo en Hatvan/Cegléd/Veszprém —contestaba alguien.
Vilmos descubrió que el único modo de asegurarse de que no lo abandonarían en
los lugares más aburridos del país sin muchos medios de transporte, era parapetarse
en el baño hasta que llegaran a destino.
Así sucedió una semana después de que Gyuri perdiera su apuesta con Bokros
sobre el resultado del partido de fútbol entre el Ejército y los Trabajadores del Hierro.
Gyuri había apostado con toda confianza a favor del Ejército, sin comprender por qué
Bokros se mostraba tan ostensiblemente estúpido, porque no sabía, como sabía
Bokros, que el mismo día se celebraba un partido internacional que despojaría al
Ejército de sus mejores jugadores. En esa época Gyuri iba escaso de dinero, pero le
había echado el ojo a un cinturón de cuero que también perteneció antes a Sándor, así
que, en un exceso de colorida hipérbole, apostó a cambio del cinturón que, si ganaban
los Trabajadores del Hierro, Bokros podía cagar en sus manos. Los Trabajadores del
Hierro ganaron, pero afortunadamente, sin que nadie lo esperara, a Vilmos le brotó un
poco de sentido del humor.
Naturalmente, todo el mundo se congregó para ver el espectáculo. Vilmos se
agachó y Gyuri se acuclilló debidamente para recibir en sus manos la bola fecal.
—No vale dejarlo caer —fue la exhortación general. De manera honesta, Gyuri
esperó para saldar su deuda, pero Bokros, súbitamente convertido en el centro de la
aprobación por haber originado un entretenimiento tan formidable, se reía tan fuerte
que fue incapaz de invocar a los alguaciles musculares para que expulsaran a algunos
inquilinos de sus intestinos.
—Dadme un periódico —instruyó Bokros, con la esperanza de que la lectura de
algún discurso del primer ministro Hegedus sobre las relaciones húngaro-soviéticas le
tranquilizara y relajara el esfínter, pero por el momento la multitud tuvo que
dispersarse decepcionada.
Otro día de la semana siguiente, Gyuri se perdió el preámbulo de la discusión
pero la apuesta entre Pataki y Bokros surgió de una escena en que se mezclaba el
abuso y la ira. Sucedió en la isla Margit, después de una sesión de entrenamiento, y

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Gyuri entró cuando Pataki, últimamente demasiado malhumorado, le decía a Bokros
la clase de basura que era. Pataki estaba enojado, y se le veía enojado, lo cual era
infrecuente puesto que no acostumbraba a ofrecer de este modo boletines públicos de
sus sentimientos. Bokros, de quien uno habría pensado que estaba bastante
acostumbrado a que le dijeran que era una mierda y todo eso, estaba enfurecido al
máximo.
—¿Y quién te crees que eres tú? —le espetó—. ¿Te crees que eres tan grandioso?,
¿que eres tan duro? —Bokros estuvo a punto de romperse al decir todo aquello—.
Cuando se trata de palabras mayores enseguida te arrugas.
—Yo no le he lamido el culo a todo el personal del Ministerio de Deportes,
incluido al portero.
—No, tú eres el independiente, el rebelde del vestuario, un revolucionario que lo
derribará todo con un sarcasmo explosivo dicho en voz baja… Tú no tienes el coraje
de hablar en voz alta. Si crees que todo apesta, ¿por qué no lo dices?
—Voy a demostrártelo —dijo Pataki, mientras señalaba la Casa Blanca al otro
lado del río. ¿Por qué no le pegaba a Bokros y listo?, se preguntaba Gyuri—. Tendrás
la oportunidad de ver lo que pienso, si quieres. Hagamos una apuesta. Tú pones tu
motocicleta contra la mitad de mi salario durante un año, y yo te aseguro que corro
completamente desnudo alrededor de la Casa Blanca y les ofrezco una visión de 360
grados de mi hermoso culo húngaro.
—Hecho —dijo Bokros, intrépido por la ira y la certeza de que Pataki no lo
intentaría. Pero Pataki llamó con la mano a Gyuri y a Gánhegyi.
—Venid, quiero testigos.
Gyuri pensó siempre que Pataki iba demasiado lejos, pero nunca sintió con tanta
fuerza que su amigo se dirigía a un choque de cabeza contra el destino desde aquella
vez en 1945, cuando Pataki le dijo: «Desde luego deberíamos probar ese revólver. Tu
madre no lo sabrá. ¿Temes que puede llegar a pasarnos algo? ¿Acaso los rusos van a
arrestarnos y hacernos fusilar?».
La Casa Blanca era nominalmente la casa central del Ministerio del Interior, y en
especial el reducto del Partido del Pueblo Obrero Húngaro y la AVO. Algunos decían
que era la central de la AVO, pero como la AVO no corría riesgos, al parecer tenía
varias casas centrales: una era Andrássy út, a la que se sumaban muchas otras
mansiones dispersas en las colinas de Budapest donde podían golpear a la gente en un
ambiente cómodo y tranquilo.
La Casa Blanca, como llamaban popularmente al Ministerio del Interior por su
excelente ubicación junto al río, tenía un marcado parecido con una caja de zapatos.
La historia era así: el arquitecto encargado de diseñarla (no porque fuera un miembro
del Partido sino por los antecedentes de su familia: su padre había sido dipsómano y
un fracaso como trabajador, su madre una prostituta moderadamente exitosa, así que

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se le consideró como un pasable anti-burgués), en la tradición reconocida de la
arquitectura húngara, es decir, emborracharse y parlotear excitadamente, dilapidó
tanto el dinero de la comisión como los seis meses que le concedieron para crear un
plan, dedicado por entero a emborracharse y parlotear, y contaba que lo habían
comisionado para diseñar el Ministerio a todos los que se encontraba: trabajadores de
la construcción, tenderos, proctólogos, gentes en las piscinas de natación,
pavimentadores, percusionistas y un señor del tranvía número dos que criaba
sanguijuelas, a la espera del gran retorno de éstas a la medicina.
Cierta mañana, una llamada telefónica de la sede central del Partido despertó
cruelmente al arquitecto: le dijeron que llevaban buscándolo una semana y que
esperaban que esa tarde presentara el boceto del nuevo edificio y que Rákosi no
estaba de muy buen humor. El arquitecto por fortuna no tenía resaca porque todavía
estaba borracho: acababa de irse a la cama después de pasar tres días de vigilia en una
boda gitana en Mátészalka. Tenía suficiente claridad mental para darse cuenta de que
lo iban a fusilar o, con un poco de suerte, podía pasar el resto de su corta vida
fabricando pasteles de uranio en el fondo de una mina en alguna parte poco elegante
de Hungría.
Buscó desesperadamente en su armario y desenterró un boceto que había
preparado años atrás, en sus días de estudiante antes de la guerra, con la intención de
presentarlo a un concurso para la construcción de un hotel de lujo en Lillafüted. El
boceto estaba bastante detallado, aunque las torres góticas no tenían mucho que ver
con las últimas ideas procedentes de Moscú. Si bien este boceto terminaría su carrera
como arquitecto, podría salvar su vida y tal vez le permitiera continuar con sus
borracheras y parloteos. Quién sabe, era posible que a Rákosi incluso le gustaran las
torres góticas.
Mientras soñaba con algunas mentiras descaradas para acompañar al boceto, no
prestó la atención necesaria al acto de subirse los pantalones y se cayó encima del
dibujo. De este modo rompió el boceto sin arreglo posible y acabó hasta con lo más
épico de su falsedad.
Entonces advirtió una caja de zapatos que sobresalía en el armario y recordó las
palabras de su profesor: «Las mejores ideas no son más que accidentes». (El profesor
obtuvo la asignación de construir el Museo Etnográfico porque se equivocó al anotar
la dirección de un posible cliente que quería un diseño para una pastelería, y terminó
en la puerta del director del comité del museo, quien quedó convencido por su
verborrea.) Tomó la caja de zapatos y dibujó encima algunas ventanas, mientras
comenzaba a improvisar un discurso con copiosas referencias a la dictadura del
proletariado: «Pude haber traído un diseño elaborado pero seguramente en una época
en la que rige el pueblo obrero…».
También estaba la historia de Széll. Cada vez que veía la Casa Blanca Gyuri la

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recordaba. Széll y su padre se especializaron en equipos para el procesamiento de
comida, e insistían en haber recibido una orden por decreto para instalar dos
picadoras de carne de gran tamaño en el subsuelo de la Casa Blanca, obviamente con
el propósito de desmenuzar para los peces aquellos cadáveres particularmente
difíciles. Por supuesto, tanto Széll como su padre eran mentirosos inveterados. De
estar frente a un pelotón de fusilamiento y tener que responder a la pregunta:
«¿Queréis salvar vuestra vida?», se verían obligados a contestar «No». Por otra parte,
era posible imaginar que allí resultara muy útil una amplia picadora de carne, lo que
también sería un método de teñir de rojo el Danubio azul.
Gyuri, Bánhegyi, Róka e incluso, al final, Bokros, todos trataron de disuadir a
Pataki de ejecutar la apuesta, pero Pataki, aun bajo la luz radiante del sol, estaba que
mordía. Bokros trató de atemperar la situación con alguna broma, quizá porque se
daba cuenta de que las consecuencias de una acción como ésa acabarían afectándole
también a él.
—No —dijo Pataki, al tiempo que se marchaba—. Mañana, a las doce.
Preocupado, Gyuri se preguntó cómo desanimar a Pataki en su intención de
provocar a la Casa Blanca enseñándole el culo. Tratar de disuadirlo directamente no
funcionaría y Gyuri dudaba sobre la estrategia conveniente para conseguir el efecto
deseado. Era como carecer de la llave adecuada para abrir un candado; algo simple si
uno tiene la herramienta apropiada, pero imposible en caso contrario. Debía de existir
alguna combinación de palabras que lograse que Pataki se echara a reír y saliera a
remar, pero Gyuri no se imaginaba la fórmula.
Tan alarmado estaba que incluso decidió hablar con Elek sobre la carrera
planeada por su amigo. Elek no se mostró abatido; no manifestó ninguna
consternación ante la posibilidad de perder a su compinche de nicotina, de hecho
mantuvo su habitual distancia de sillón.
—Supongo que a ti también acabarán arrestándote, ¿no? Dicen que la cárcel
forma el carácter. La verdad es que mi carácter ya estaba formado cuando me
enchironaron en Bucarest.
—¿Estuviste en la cárcel?
—Sólo unos días. Soborno.
—¿Soborno? ¿A quién sobornaste?
—No, el problema es que no soborné a nadie. Estaban muy enfadados.
—Mira, a Pataki lo encarcelarán durante algo más de unos días.
—Es muy difícil descubrir por qué la gente hace las cosas. Allá en Viena, cuando
yo estaba en el Ejército, uno de mis amigos tuvo una pelea salvaje por un asunto
trivial, la posición de las servilletas en el comedor de los oficiales o algo por el estilo.
Pero él desafió a duelo a su compañero. Todos nos turnamos para tratar de
disuadirlos. Además de la posibilidad de que alguien cayera muerto, los duelos

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estaban terminantemente prohibidos y podían tumbar como moscas algunas carreras
prometedoras. Si todos estábamos aterrorizados era por perder la dignidad, de manera
que lo rodeé con mi brazo y le dije: «Józsi, se trata de un estúpido malentendido. Un
hombre maduro no debe comportarse de ese modo. El honor es el honor, pero uno no
puede dispararle a un colega oficial por culpa de una servilleta». Yo pensé que estaba
haciendo un buen trabajo, pero me miró y todavía puedo recordarlo vívidamente por
lo apasionado que se veía. «No», me dijo. «No lo comprendes. Yo quiero volarle la
cabeza». No tenía nada que ver con la servilleta, desde luego, era sólo el clásico
atasco de tráfico en el muslo de una fraülein vienesa.
«Voy a hablar con Pataki si quieres, pero no creo que me haga ningún caso. Estas
locuras sin sentido generalmente se originan mucho tiempo antes, así como todos los
comentarios que se sacan de la manga. Pasó lo mismo cuando renuncié a mi
comisión; tuvo todo el aspecto de un hartazgo abrupto, pero lo había entrenado
durante un tiempo considerable. Ése fue mi problema con el Ejército, no podía
tomármelo en serio, eso era todo, y ellos no me lo podían perdonar. Me imagino que
en cualquier profesión la gente que no tiene la debida reverencia acaba con
problemas. Pero toda la fuerza militar era un chiste. Si alguna vez lograban que algo
funcionara bien, de todas maneras se lo arrojaban a los aficionados. En esas
condiciones un soldado natural sobresale como un roble en una pradera.
»Voy a hablar con Pataki si quieres. Pero me sorprendería que escuchara. Tú
nunca lo has hecho.
Pero esa noche no se pudo encontrar a Pataki por ninguna parte para poder
disuadirlo, así que, a la hora establecida, se reunieron en el puente Margit. Bokros
tenía un aspecto pálido y postumo, puesto que no iba a ganar pasara lo que pasara.
Imploró a Pataki que refrenara sus impulsos. Si le hubiese ofrecido la moto
probablemente hubieran cambiado las cosas, pero no lo hizo.
—Es mejor que os quedéis aquí —sugirió Pataki, y encargó a Gyuri que cuidara
la motocicleta próxima a ser confiscada.
—Esto puede llevamos algún tiempo —dijo Pataki, mientras salía trotando en
dirección a la Casa Blanca con la facilidad de un atleta despiadado. Llevaba puesta su
ropa negra de entrenamiento, hasta que llegó a la vereda próxima al Ministerio.
Desde su aventajado puesto de observación en el puente, Gyuri y Bokros
observaron cómo Pataki, a la manera Locomotora, redujo su vestimenta a las
zapatillas de baloncesto. Se le veía bronceado, relajado y aun a una distancia de
cientos de metros sus músculos tenían una definición precisa. Una musculatura
espectacular, pensó Gyuri, y recordó que Pataki había figurado entre los modelos
candidatos para la figura del Adonis proletario en el dorso del nuevo billete de veinte
florines. Lo que buscaban era un ejemplo impactante del nuevo prodigio húngaro y el
artista había preferido a Neumann, quien representaba un símbolo mucho más colosal

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del resurgimiento, la justicia y la verdad de la invencibilidad y valentía socialistas, y
quizá también porque Pataki había pedido dinero. «No van a conseguir gratis mis
pectorales».
Había guardias alrededor de todo el edificio. No se alentaba precisamente a la
gente a pasar por delante del Ministerio. Si bien la AVO sentía tener legítimo derecho
a una residencia central de ostentoso lujo sobre el Danubio, la desventaja de tener una
casa central era que la gente sabía dónde podía encontrarla, lo cual obviamente hacía
que se sintiera un poco incómoda.
Los guardias estaban somnolientos y claramente desacostumbrados a su trabajo.
Pataki llegó hasta la entrada principal antes de que ellos comenzaran a inquietarse y
se quedaran perplejos ante su desafío al poder obrero. Entonces uno de los guardias
tuvo la idea de salir tras Pataki; los otros pensaron que valía la pena intentarlo y
siguieron su ejemplo. Estaban bien armados, pero no muy bien provistos de piernas.
Mediante el sistema de usar juiciosamente su aceleración, Pataki salió disparado por
delante de ellos, esquivando a todo recién llegado y sin dejar de mantener unos pocos
y torturantes metros entre él mismo y su colección de perseguidores. Dio la vuelta a
la esquina del Ministerio con una estela de guardias que iban detrás de él dejando la
fachada de la Casa Blanca sin guardias y sin movimiento: veraniega.
Después de un tiempo más largo de lo que parecía posible, Pataki reapareció por
la parte posterior del edificio y completó su línea final hasta el punto de partida,
donde había dejado su ropa de entrenamiento; era visible su satisfacción por haber
rodeado la Casa Blanca con sus nalgas al aire cuando lo alcanzó su séquito
uniformado. Después de aprehender su pellejo al descubierto, los guardias parecían
inciertos en cuanto a qué hacer con él. Finalmente se lo devoró una manta y luego
una camioneta de la policía.
—Bueno —resumió Bokros—. La verdad es que el motor necesitaba repararse.
La mayoría del equipo Locomotora decidió ir a visitar parientes en el campo,
hacer prolongadas excursiones por las colinas, o residir por unos días en la dirección
de alguna otra persona. Gyuri esperó en su casa el derramamiento retributivo,
preparado para los interrogatorios y listo para una negativa en cuatro dimensiones.
Cinco días después de que Pataki hubiese atacado la Casa Blanca con sus dos
nalgas, Gyuri lo encontró a punto de tomar una ducha. Estaba algo maloliente y
necesitaba peinarse, pero salvo eso se le veía notablemente intacto.
—Espero que hayas traído tu propio jabón, pedazo de cabrón inconmensurable —
le espetó Gyuri, para acto seguido, incapaz de combatir su curiosidad durante más
tiempo, agregar—: ¿Qué pasó?
—¿Qué quieres decir? —gritó Pataki desde la ducha—. ¿A qué te refieres con qué
pasó?
Pataki se enjabonaba y Gyuri pudo ver que Pataki no iba a entregarle la historia

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sin más.
—Pensé que los talentosos exploradores de la AVO te habían incorporado.
—Oh, eso. ¿No es obvio? Estoy loco. ¿Podría alguien en su sano juicio correr
desnudo alrededor del Ministerio del Interior? Estás mirando a un lunático escapado.
¿Podrías prepararme algo de comer? Nosotros los chiflados comemos las mismas
cosas que vosotros, la gente cuerda.
Pataki entró en la cocina leyendo una carta que le habían enviado justo antes de
su escapada. La carta era del Ministerio de Deportes y le informaba de que su
solicitud para una beca en el exterior había sido rechazada. Un poco más abajo en la
misma página, debajo de la tersa negativa, se veía estampado con un sello una divisa
que decía: «Luchemos por la Paz».
—Mira esto —dijo Pataki mientras agitaba con disgusto la carta—, ¿cómo
esperan que viva en un país donde ponen este tipo de estupideces en todas las cartas?
Yo me voy.
Durante un tiempo Pataki intentó sacar el tema de la partida. Es decir que Pataki
procuraba hablar de eso cuando Gyuri estuviera lo bastante cerca para oírlo. El tema
se había vuelto fascinante para Pataki, principalmente porque a Bánhegyi lo habían
trasladado al departamento de fletes internacionales del ferrocarril. Como sucedía con
todos los jugadores del Locomotora, no se esperaba que Bánhegyi trabajara, pero
cuando se presentaba a cobrar su salario tenía acceso a toda la información. Era una
forma de salida en extremo azarosa, pero lo cierto era que solamente había formas de
salida en extremo azarosas. De no haber sido por Jadwiga, si hubiese estado solo,
Gyuri habría hecho algún intento, pero no tenía intenciones de exponer a Jadwiga a
ningún tipo de riesgo, aunque conociéndola sabía que ella no se negaría. Él tenía algo
que perder. Pataki debió de haber aceptado su ofrecimiento en 1947.
Pataki insistía en que debían acorralar a Bánhegyi.
—Tengo ganas de irme antes de que los médicos me atrapen.
Evidentemente la providencia estaba de humor para cumplir el deseo de Pataki
porque encontraron a Bánhegyi justo cuando volvía de solicitar al médico el
certificado de un dislocamiento.
—Sí —dijo—, hay trenes que salen del país, pero no hay manera de saber con
seguridad a qué lugares van. Recortan y cambian muchísimo los formularios.
Bánhegyi quería esperar unos días para estudiar las oportunidades, pero Pataki no
quiso oír hablar del asunto.
—Pensar en eso no facilitará las cosas —dijo. Así que a medianoche se dirigieron
a los andenes y, después de romper el candado de un vagón de mercancías, lograron
abrirlo. Estaba lleno de zapatos.
—Los zapatos son peligrosos —dijo Bánhegyi—. Pueden ir a Oriente o a
Occidente.

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—¿Hay alguna otra cosa disponible esta noche? —preguntó Pataki.
—No.
—Bien. Esto servirá. —Montó a bordo con una bolsa que contenía dos panes,
queso, seis manzanas, una botella de agua mineral y tres botellas de cerveza checa
cuyo último lugar de residencia había sido el apartamento Fischer—. Emborracharse
es una de las pocas diversiones posibles en un vagón de mercancías oscuro y lleno de
zapatos —dijo Pataki para defender la elección de compañía que había hecho.
Se pusieron de acuerdo en cuanto a los medios de comunicación.
—Aunque sea Siberia, no dejes de enviarnos una postal —le urgió Gyuri.
—Claro —dijo Pataki—, y avisa a mis padres dentro de uno o dos días. Diles que
se lo habría dicho, pero creo que así es más fácil para todos. —Le entregó un sobre a
Gyuri—. Ésta es una extensa disculpa para ellos. Y diles que no busquen el anillo de
bodas del abuelo. Lo tengo yo. ¿Alguien sabe cuántos años te pueden caer por esto?
—Miró a Gyuri—. ¿De verdad que no vienes?
—Esto no puede durar mucho tiempo más.
Cerraron la puerta y Bánhegyi volvió a sellar el vagón con la práctica que da el
oficio.

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23 de octubre de 1956

Cuando se dirigía al Ministerio de Deportes (como llamaban todos al Comité


Nacional para la Educación Física y Deportes, aunque pretendía no ser un ministerio,
puesto que un ministerio iría en detrimento de la atmósfera de afición desinteresada
que trataban de estimular), Gyuri advirtió que subía al tranvía un revisor. Él no tenía
billete. Nunca había tenido billete. Gyuri no había pagado por el transporte público
desde los últimos años de la guerra. En realidad, en todo ese tiempo ni siquiera había
contemplado la idea de pagar. Ni por un momento. En primer lugar, porque no tenía
ganas de entregar al Estado nada de su dinero, por insignificante que fuera la suma, y
en segundo lugar porque los tranvías solían ir tan atestados de gente que sólo un
porcentaje risible de su cuerpo conseguía entrar. Tenía que viajar casi siempre
colgado de una sola mano, encaramado en la plataforma inferior con un solo pie, en
compañía de varios ciudadanos en la misma posición, y no consideraba que tal
postura justificara pago alguno.
Gyuri estaba preguntándose en qué momento debería bajarse del tranvía, esta vez
que iba sentado, cuando de pronto, en el otro extremo, un obrero vestido con mono
azul le ladró al revisor:
—Cuando el Estado comience a pagarme dinero válido, en ese momento tendré
un billete válido, ¿de acuerdo?
La ferocidad de aquel estallido fue sorprendente, mucho mayor de lo que uno
imaginaba que podría provocar un billete de tranvía aun en la más extrema de las
circunstancias. Esto silenció el tranvía entero y concentró la atención de todos, a la
espera de un buen espectáculo en el transporte. Lo habitual era que la gente que no
estaba interesada en pagar o en condiciones de hacerlo saltara del tranvía ante la
proximidad de las autoridades, como hacía Gyuri, a la manera de un árbol que perdía
sus hojas.
Era obvio que el revisor había tropezado con una furia largamente alimentada. Su
petición abrió la puerta a una multitud de resentimientos, y el salvajismo de su cruda
respuesta, con una promesa de daño corporal inminente y despiadado anunciada en
las marquesinas, lo persuadieron de seguir adelante. Sólo una vez Gyuri había
presenciado antes un rechazo total. Un hombre mayor, flanqueado a ambos lados por
enormes y babosos dogos alsacianos a los que tenía dificultades para contener, había
sonreído ante la solicitud de que mostrara su billete, y declaró:
—Honestamente, no tengo ganas de pagar. —No pagó.
Con su dignidad amenazada, el revisor se bajó en el Astoria. Gyuri miró por la
ventanilla y pudo ver pequeños grupos de estudiantes que deambulaban con pancartas
por los alrededores. Durante un tiempo habían permanecido quietos, domesticados

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por dosis sistemáticas de la mejor brutalidad que se podía conseguir en el planeta,
pero ahora los húngaros volvían a retomar su pasatiempo nacional: la queja. Todo el
mundo parecía dedicarse a ello. Incluso el Sindicato de Escritores, el hogar de la
desnutrición moral, participaba de la acción, con lo que súbitamente se desdecían de
todo lo que habían escrito en los últimos años. El sindicato había asomado la cabeza
fuera del culo de Rákosi y ahora guiñaba los ojos a plena luz del día.
Mientras se preparaba para la audiencia disciplinaria, Gyuri se enteró por Laci, el
hermano menor de Pataki, de que los estudiantes de la Universidad Técnica iban a
hacer una manifestación.
—Sabes, una verdadera manifestación; una que fue idea nuestra. —Hubo una
disputa por si estaba garantizado o no el permiso para llevarla a cabo. Algunos
dirigentes decían que sí, otros decían que no. A los estudiantes por lo visto no les
importaba.
La demostración no supondría diferencia alguna con respecto a nada. Gyuri no le
dijo esto a Laci, ya que Laci estaba tan complacido con el proyecto, pero estuvo
tentado de citar las palabras del doctor Hepp: «Señores, uno puede tomar mierda de
oso y ponerla del revés. Puede llevársela consigo en un viaje al Balaton. Puede
meterla en una bonita caja con una cinta azul. Puede gritarle o componer una oda en
su honor. Pero seguirá siendo mierda de oso».
¿Y qué si cambiaban el líder del Partido como habían hecho en Polonia? ¿Y qué
si el nuevo líder denigraba al líder anterior? ¿Qué pasaría si tenían a un Geró en lugar
de un Rákosi? ¿O a un Nagy en lugar de un Geró? Todos ellos eran zurullos salidos
de la misma cadena de montaje. Era como hacer toda una historia para solo cambiar
una lamparita de luz. ¿Qué pasaría si el nuevo líder culpaba de todo al líder anterior?
Era un salto de rana político, el juego de las sillas en el Comité Central. ¿Para qué
excitarse por una cosa así?
Para Gyuri aquella mañana estaba agriada porque se había requerido su presencia
en una audiencia disciplinaria, pero se sintió animado por el incidente de la AVO.
En el Astoria, subió un oficial de la AVO (ahora era más difícil detectar a los
AVO uniformados; parecían sentirse bastante incómodos). Llevaba elegantemente
una elegante cartera. Exudaba una vigorosa certeza de su propia importancia, como si
su importancia le levantara la barbilla con movimientos constantes y llamativos.
Cerca de él iba un grupo de obreros. Figuras sucias, endurecidas, oscurecidas por el
trabajo, que sin dudarlo pondrían a la cabeza de sus ansiados placeres un buen pateo
de cabeza. Se veía venir. Se tomaron su tiempo, sin embargo, y se dedicaron a
observar al oficial mientras el tranvía continuaba su traqueteo. En la parada siguiente,
uno de ellos se inclinó en su dirección y le preguntó de manera estentórea, con el
acompañamiento de vaharadas de pálinka.
—Dime, ¿te has lavado los dientes esta mañana?

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—¿Qué? —preguntó el AVO, desconcertado por esta pregunta sin más
preámbulos.
—¿Te has lavado los dientes esta mañana? —insistió su interrogador.
—Sí —fue lo único que se le ocurrió al AVO como respuesta.
—Excelente. En ese caso, sólo por esta vez, puedes lamerme el culo.
La detonación de carcajadas prácticamente disparó al oficial de la AVO fuera del
tranvía. Gyuri se sintió privilegiado por estar presente en una anécdota que iba a
animar muchas veladas en una kocsma. Con su enorme desagrado a cuestas,
torpemente, el AVO notó que había llegado su parada y se bajó del tranvía.
Hepp lo esperaba en la puerta del Ministerio de Deportes, mientras miraba
enojado su reloj como si éste estuviera en connivencia con la demora de Gyuri. No
era tarde para la audiencia, pero a Hepp siempre le gustaba estar diez minutos por
delante de los acontecimientos. Gyuri hizo un verdadero esfuerzo para presentarse
con la puntualidad que Hepp requería, porque si no estaba, pagaría por ello.
—Pero habíamos dicho a las once en punto —decía Hepp, sinceramente
consternado por el hecho de que un acuerdo tan claro no se hubiera respetado. Y lo
repetía hasta que uno comenzaba a temer por su propia salud mental. Si uno ofrecía
como explicación una hambruna de tranvías, un terremoto, o que tu casa había
estallado súbitamente en llamas, Hepp sólo decía:
—¿Por qué no saliste más temprano?
Llegar tarde era algo incomprensible para él, tablillas escritas en una lengua
antigua desenterradas de alguna parte. Era más confusión que ira.
—Pero habíamos dicho a las once en punto. —Repetía, una y otra vez, con el
tono más alto o el tono más bajo, con la determinación de un descifrador de códigos
empeñado en vencer un código indescifrable. La puntualidad solar de Hepp nunca le
había fallado. Hasta donde todo el mundo sabía, sólo una vez en su vida había llegado
tarde a una cita, y eso fue cuando Pataki, previamente advertido de que Hepp debía
estar en un seminario de entrenadores, se deslizó dentro de su oficina justo cuando
Hepp se preparaba para salir. Se quedó allí bajo la excusa de alguna conversación
anodina y luego se retiró, llevándose consigo la llave de la puerta de la oficina de
Hepp. Entonces cerró la puerta con llave desde el pasillo y se reunió con los demás al
otro lado de la calle, donde tenían un buen panorama de la oficina del entrenador. En
cuestión de minutos Hepp comenzó a ordenar en voz alta que lo dejara salir, y por
momentos le gritaba con gran pathos desde su ventana del segundo piso.
Eventualmente pudo convencer a alguien que pasaba de que le proporcionara una
escalera, pero a esa altura ya tenía una demora irrecuperable de quince minutos.
Detrás de la aparición de Gyuri frente al tribunal disciplinario, como era bastante
natural, estaba Matasits. En cierto sentido era aburrido. Cada vez que le tocaba jugar
un partido arbitrado por Matasits, Gyuri acumulaba con rapidez sus cinco personales

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y antes de que pudiera recorrer el largo de la cancha se le enviaba fuera, cometiera
realmente faltas o no, o aunque sólo se tratara de entrar en la vecindad de la pelota.
La compulsión de ese árbitro a tocar su silbato cada vez que veía a Gyuri le había
dejado en claro mucho tiempo atrás que Matasits lo tenía catalogado como un mal
elemento y un reincidente pertinaz.
Aunque Gyuri hubiese admitido de buena gana que los árbitros no le elegirían el
jugador de baloncesto más deportivo de la nación, esta acumulación de culpa ficticia
que se le atribuía era irritante. Sin importar cuán ejemplar fuera la conducta de Gyuri
en la cancha, sin importar el grado ridículamente cortés de su conducta —le ofrecía la
pelota en bandeja de plata a sus oponentes ante la más leve sugerencia de que tenían
interés en ella, y evitaba el contacto con los jugadores del otro equipo como si fueran
enfermos radiactivos—, bastaba que Matasits estuviera allí para que él quedara fuera.
Un rumor sostenía que Matasits consideraba a Gyuri responsable de una entrega de
doscientos pares de gafas soviéticas que le habían llevado a su casa, y que trataba de
vengarse de ese insulto a través del miedo.
Con todo, era la primera vez que Gyuri comparecía ante el tribunal. Su don para
ubicarse en los puntos ciegos de los árbitros le permitía, por lo general, birlar
impunemente la oposición; también había desarrollado un talento de prestidigitador
para desviar la atención de los árbitros en la dirección equivocada y poder él así pegar
codazos, aferrar calzones y hacer zancadillas ante las mismísimas narices de la
autoridad. Hepp llegaba a evaluar incluso la calidad de sus personales en el análisis
posterior como «adecuada», «con estilo» o, el día en que detuvo de un cabezazo a
Princs (un hombre que consideraba los partidos de baloncesto como una oportunidad
ilimitada para el apriete de testículos) y logró que se lo llevaran en camilla, «de clase
internacional».
Sin embargo, con Matasits en la banda, Gyuri se mantenía resuelta, aunque
inútilmente, en la deportividad. Pero durante un partido con el Ejército, que el
Ejército ganaba con dificultad a pesar de la ausencia de Pataki, Gyuri y un jugador
del Ejército saltaron por una pelota. El jugador del Ejército se llevó la pelota y logró
que Gyuri se estrellara contra el suelo; allí permaneció mientras el jugador del
Ejército lo esquivó por un lado y corrió hasta la red del Locomotora para meter la
pelota por el aro en busca de dos puntos fáciles. Como todos los demás, Róka
contempló el colapso de Gyuri y lo consideró un intento extremadamente histriónico
de conseguir la pelota de nuevo.
—Está bien —le dijo Róka al derrumbado Gyuri—, ya puedes levantarte.
Pero Gyuri no se levantó porque estaba firmemente inconsciente. Matasits lo
penalizó como causante de obstrucción deliberada del curso del juego, y dijo que en
todos sus años de arbitraje nunca había visto una simulación tan descarada y que esto
iba a ir a parar al consejo de baloncesto, en particular porque Gyuri, una vez que

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recuperó el contacto con el mundo y se enteró de lo que estaba sucediendo, hizo un
intento frustrado de estrangular a Matasits.
El tribunal estaba compuesto por tres caballeros inertes y extraordinariamente
aburridos detrás de un imponente escritorio: tenían el aspecto de haber sido dejados
allí cuando el tribunal no estaba en funciones.
Matasits dio la patada inicial.
—Estimado tribunal, estamos tratando aquí con un transgresor de lo que es más
sagrado para un hombre —leía mal unas notas. Gyuri se puso cómodo, puesto que, a
juzgar por el grosor de las hojas de Matasits, iba a ser una larga perorata. Matasits se
había apoyado en su diccionario. A través de una cantidad de refritos denunció a
Gyuri como la fuente de todo mal, un neanderthal homicida, que se abría paso en la
cancha con sus nudillos y que sólo empleaba su limitada capacidad de discurso para
colmar con sus abusos a funcionarios debidamente investidos de poder. Para la
evidente y progresiva decepción de Matasits, el tribunal no se quedó con la boca
abierta por el horror, y en cambio tomó notas de manera desapasionada aunque
diligente. Dado que había contado con algo así como una incineración en la hoguera,
con una dosis de descuartizamiento en medio por si acaso, Matasits abandonó la sala,
molesto ante la frialdad obtenida. Los rostros aburridos se volvieron levemente hacia
Gyuri, muy al tanto de que hasta la gente más aburrida puede destripar de verdad una
carrera.
Entonces fue el turno de Hepp.
—Caballeros, si bien no puedo disculpar en modo alguno la conducta de Fischer,
me gustaría señalar que el muchacho ha estado bajo enormes, enormes presiones. Su
madre murió recientemente, y esta desgracia combinada con su tarea de voluntario en
el orfelinato Ferencváros, sumado esto a su excelente registro de trabajo en su lugar
de empleo… —Era un buen material, aunque Gyuri no estaba seguro de que hubiese
un orfelinato en Ferencváros.
Para concluir, le pidieron que se pusiera de pie y que hiciera alguna sugerencia
adicional.
—Me gustaría disculparme, señores, por hacerles perder su valioso tiempo; y
puedo asegurarles que ésta será la última vez que me verán ustedes en estas
circunstancias. —El tribunal no pudo soportar más. Les pagaban para sentarse allí, no
para escuchar. Era la hora del almuerzo y el hombre del centro interrumpió a Gyuri.
—Multa de cincuenta florines —fue el veredicto. Gyuri, abrumado por la
modestia de la multa, tuvo un repentino impulso de ofrecerse a redondearla a cien si
le permitían pegarle un puñetazo en la boca a Matasits.
—¿No vas a la manifestación? —le preguntó Hepp una vez fuera—. Parece que
todos los demás van a ir.
—Si creyera que puede producir el más leve cambio, la encabezaría.

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Gyuri se debatió entre ir o no ir al trabajo. Fue un debate corto. La Empresa de
Procesamiento de Plumas podía pasarse sin él durante una tarde. Le había ido
bastante bien sin él en los dos meses que llevaba allí. Ese empleo se lo había
conseguido Hepp; como buen jugador de baloncesto no profesional, Gyuri necesitaba
un empleo. Una vez que se sacó el título de contable, resolvió que debía tener un
trabajo con un poco más de estatus, más perspectivas y mejor paga que la de
golpetear ocasionalmente el código morse para los ferrocarriles.
Se dispuso para él el puesto de planificador en la Empresa de Procesamiento de
Plumas. Obviamente, nadie quería un empleo donde se intuyera el peligro de trabajar,
pero era bonito tener un entorno estimulante y atractivo al que acudir para cobrar un
salario.
Lo único que Gyuri había hecho en dos meses de empleo, por curiosidad, fue
consultar las cifras que proporcionaba el ministerio, donde se estipulaban las
cantidades que la fábrica debía producir conforme al Plan Quinquenal, y dividir esos
totales por la cantidad de unidades producidas por la fábrica. Luego, al tener las cifras
correspondientes a las unidades de producción, sumó todo otra vez para obtener la
cifra de producción deseada por el Plan. Lo que en realidad estaba sucediendo en la
fábrica era para él un misterio. Gyuri dudaba de que alguien lo supiera o incluso
quisiera saberlo. La mayor parte del escaso tiempo que pasaba en su oficina, la
empleada, con su amigo economista Zalán, en tirarse cerillas encendidas (disparadas
desde el raspador de la caja) cada uno al escritorio del otro, y hacían apuestas sobre
qué pilas de papeles se incendiarían.
Así fue como se topó accidentalmente con los detalles del Plan, después de
haberse encontrado con Fekete, el director de la Empresa de Procesamiento de
Plumas, cuando éste recorría un pasillo con un par de cañas de pescar. Reconoció a
Fekete porque antes de la guerra había sido un famoso luchador de varias categorías,
conocido como «La Boa Gorda». Un rumor decía que le había prestado dinero a
algunos miembros del Comité Central en los días de su ilegalidad, cuando compartían
el mismo alojamiento.
—Encantado de conocerlo —había dicho Fekete, y estrechó su mano con calidez
y la sonrisa ondulante de quien alguna vez fuera un hombre del espectáculo—. Estoy
terriblemente ocupado, pero en mi oficina hay un ejemplar del Plan. Tómelo usted
mismo. —Fue la única ocasión en que Gyuri vio a Fekete, más que nada porque
Fekete sólo iba a la oficina cuando necesitaba un sitio conveniente para sus aventuras
extramaritales, y también porque no había nada que discutir.
Gyuri fue a la oficina de Fekete y, con la ayuda de una de sus secretarias que ese
día había ido a regar las plantas, la revisó meticulosamente. No había señales del
Plan. Porque era nuevo en el trabajo y se sentía inquisitivo, ligeramente intoxicado
por su responsabilidad, Gyuri decidió llamar por teléfono al Ministerio para obtener

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alguna información.
Habló con tres personas antes de darse cuenta de que quedaría exhausto por el
sólo hecho de descubrir lo que se suponía que debía hacer, y que con eso iba a
situarse mucho más allá del obligado deber. Sólo para divertirse, Gyuri contó las
veintidós veces que explicó que llamaba desde la Empresa de Procesamiento de
Plumas y que quería obtener las cifras correctas y actualizadas del Plan. Finalmente
lo conectaron a una voz cuya hostilidad y reticencia lo convencieron de que por fin
había llegado a la persona correcta en el departamento correcto.
—¿Espera que le diga todo eso por teléfono? —reiteró la voz iracunda—. ¿Cómo
sé que no es un espía estadounidense?
—Mírelo de este modo —dijo Gyuri, mientras espetaba esta duda epistemológica
—, ¿acaso un espía estadounidense le diría que se cagaba en la puta que lo parió?
Avergonzado por haber tratado de hacer su trabajo, Gyuri salió apresuradamente
de la planta. Cuando pasaba junto a la cabina del guardia de la entrada, su ojo atrapó
al esforzado vigilante del poder del proletariado viviseccionando dos colillas sobre su
mesa para reconstruir a lo frankenstein un cigarrillo nuevo. Gyuri advirtió que el
guardia arrancaba una hoja de papel de un documento titulado: La Empresa Húngara
de Procesamiento de Plumas: Cifras Revisadas del Plan Quinquenal, 1955.
Cuando tengas dudas, vete a tu casa, vete a la cama, pensó Gyuri. Había tenido
una noche sin descanso, inquieto por la perspectiva de la sesión disciplinaria y
dedicado a elaborar su defensa; calculaba que el tribunal podía ser una oportunidad
para que se desplomara sobre él un alud atrasado de mala suerte. Optó por irse a su
casa y archivarse a sí mismo entre las sábanas.
Encontró a Elek tratando de persuadir a una cantidad de café molido ya hervido
de que hiciera un esfuerzo y produjera un poco más de caldo negro.
—Acabas de perderte a Jadwiga —dijo—. Vino a Budapest para la manifestación.
Gyuri giró sobre sus talones y volvió a salir.
En el momento en que se disponía a cruzar el puente Margit vio a la multitud en
torno a la estatua Bem, al otro lado del río. Bem había sido el general polaco que se
confundió de revolución, y en 1848 condujo con toda energía al Ejército húngaro de
la Independencia contra los Habsburgo, y lo condujo con gran éxito hasta que
entraron los rusos y el Ejército de la Independencia demostró cuán húngaro era por la
forma en que lo borraron del mapa. Pero al menos fue derrotado a manos de fuerzas
vastamente superiores, aunque se decía, apócrifamente, que al enterarse de que
atacaba la fuerza rusa, diez veces mayor, Bem comentó: «Bien, me preocupaba que
pudieran escapar».
Los estudiantes eligieron reunirse en torno a Bem puesto que uno de los objetivos
de la manifestación era expresar su aprobación a los cambios políticos producidos en
Polonia (Jadwiga se había explayado con gran entusiasmo sobre ellos), la clase de

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cambios que querían en Hungría: una forma de comunismo amistoso, despreocupado,
ideológicamente accesible y común. No parecían estar solos en este deseo.
No sólo estaba llena la plaza Bem como una gran extensión de cabezas, sino que
toda la explanada de alrededor era una inmensa masa de humanidad. Había treinta
mil, cuarenta mil personas y otras muchas que se acercaban por los accesos. Era el
vómito de un sistema indigerible. Tenía todas las características de lo incontrolable.
—¡Gyuri! —Se volvió y encontró a Laci con dos amigos que portaban una
inmensa bandera húngara. Fue la primera ocasión que Gyuri recordaba en que
experimentara la sensación de sentirse viejo y contemplar con envidia a otros más
jóvenes que él, que no habían agotado todavía su optimismo, y que eran capaces de
creer que portar una bandera podía cambiar las cosas.
—Jadwiga está por ahí en alguna parte —dijo Laci, mientras miraba a la multitud
detrás de él—. Está con unos amigos de Szeged.
Gyuri recorrió la multitud con la mirada. Encontrarla podía tomarle el resto del
día si sus destinos no estaban sincronizados.
—Tengo que felicitarte. Nunca pensé que vería algo como esto —comentó Gyuri,
desconcertado por la magnitud de la protesta.
—¿Has visto los dieciséis puntos? —preguntó Laci, mientras desplegaba una hoja
de papel y se la pasaba a Gyuri—. Comenzamos a formularlos ayer en la universidad
y no hicimos más que seguir adelante.
La primera demanda que Gyuri leyó se refería a un cambio en la conducción del
Partido Obrero del Pueblo Húngaro. Ésta era la clase de cosas que, pongamos en
1950, por sólo pensarla te habría conseguido una temporada de diez años en una
celda oscura con los riñones hinchados y agua helada hasta las rodillas. Ahora que
Stalin se dedicaba a oler el perfume de las violetas desde sus raíces y el tío Nikita
degradaba a todos sus antecesores, este tipo de cosas podía ser negociable si uno se
presentaba acompañado por una multitud muy pero muy grande. El movimiento
comunista, en la mejor tradición de los capitalistas en quiebra, era sumamente adepto
a cambiar de nombre y de premisas y seguir adelante con el negocio bajo un nuevo
ropaje.
Las demandas se volvían cada vez más demandantes. Imre Nagy dentro, las
tropas soviéticas fuera. Elecciones libres, prensa libre. Gyuri se preguntaba: ¿Por qué
no exigir también la vida eterna y la millonariez compulsiva para todos los húngaros?
También se reclamaba que se abrieran los archivos secretos de todo el mundo.
—Buena lista —dijo—. Buena multitud.
—Las autoridades han estado en contra hasta que hemos comenzado —dijo Laci
—, pero ahora se ha pasado a nuestro bando un montón de gente del Partido.
Supongo que quieren dar la impresión de que ellos están detrás de todo esto.
La idea de que Jadwiga estuviera manifestándose en contra del Partido preocupó

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muchísimo a Gyuri cuando se enteró. Aparte de los riesgos estrictamente físicos,
como las palizas o la muerte, le mordisqueaba las entrañas la amenaza de
deportación. Polonia era para él, un miembro de las masas sin pasaporte, tan
inaccesible como el Polo Sur. Pero pudo ver que la multitud era demasiado grande
para que hubiera problemas. Era una multitud tan inmensa que no se podía disparar
contra ella o tratar de dispersarla. Pronto invitarían a los líderes y pronunciadores de
discursos a alguna celda subterránea para mantener una pequeña charla y lesionar sus
estructuras. Pero en las calles la multitud era demasiado: como la visita de un pariente
que no es bienvenido, lo único que se podía hacer era seguirle la corriente hasta que
decidiera irse a casa. Todo andaría bien mientras Jadwiga reprimiese sus ansias de
arengar al pueblo o recitar algún tipo de poesía inflamatoria.
—Ahora nos vamos hacia el Parlamento —dijo Laci—. Nos quedaremos allí
hasta que vuelvan a nombrar a Imre Nagy primer ministro. —Gyuri contempló cómo
se marchaban por el puente. Laci sólo tenía cuatro o cinco años menos que él, pero
ante su idealismo Gyuri se sintió su abuelo. Era extraño cómo dos hermanos podían
presentar tantas diferencias y similitudes. Pataki siempre había puesto su inteligencia
al servicio de su polla y la usó para dejar a la gente sin aliento todo lo que le fuera
posible. Laci era estudioso y procuraba pasar inadvertido; cada vez que Gyuri iba a
casa de Pataki, Laci estaba aferrado a un libro, y con frecuencia eran textos de estudio
extremadamente aburridos. Aunque uno no lo notara, él siempre estaba allí.
No fue ninguna sorpresa que ganara la beca para la universidad, un logro
considerable para alguien cuyo padre no estaba en el Comité Central. Sin embargo, su
carácter travieso sólo había estado un poco más escondido y era más insidioso
mientras se tomaba su tiempo. Laci no comentaba nada, pero Gyuri estaba seguro de
que era un cabecilla, más que un seguidor en la Universidad Técnica.
Mientras recorría la multitud con la mirada, Gyuri trató de pescar algún
fragmento de Jadwiga. Lo animaba el hecho de no verla arengando a los
manifestantes con un megáfono. Los que estaban reunidos ya no eran
predominantemente estudiantes; la manifestación crecía como una bola de nieve:
soldados, viejos y todo tipo de gente, jugadores de water-polo, amas de casa,
empleados de oficina: todos los que veían la manifestación y las pancartas y se daban
cuenta de que aquello no era una representación dirigida por los comunistas, que no
era un Primero de Mayo fuera de temporada, abandonaban sus asuntos y se unían a la
multitud con un aire de ¿por-qué-no-se-nos-había-ocurrido-antes?

*
Unas cuantas docenas de personas trataban de tirar abajo la estatua de Stalin: los más

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decididos estaban reunidos en torno a sus pies. Otra multitud de gente alrededor se
dedicaba a dar consejos sobre cómo había que hacerlo. Los ensayos y los consejos se
prolongaron durante un rato. Almádenas, sierras, cadenas sujetas a camiones junto
con un copioso cúmulo de sanguíneos insultos, todo se dirigía a la estatua de ocho
metros de altura. Esta permanecía por completo indiferente al alboroto que se agitaba
a sus pies.
Gyuri se sentía contento de estar allí. De no haber salido en busca de Jadwiga
probablemente se lo habría perdido. Podía apostar a que Radio Budapest no estaba
difundiendo la noticia de que esa noche habría una función única de derrocamiento de
ídolo.
Era indiscutible que sería un momento histórico, una de esas cosas que los nietos
iban a escuchar tuvieran o no ganas. Gyuri nunca había sentido antes una satisfacción
tan intensa; placer sí, pero nada por lo cual su alma le echara la cabeza hacia atrás
sólo para reír. Sin embargo, reflexionó Gyuri, lo ideal sería que el momento histórico
se apresurara un poco y lograra su propósito porque realmente empezaba a hacer
demasiado frío para estar allí de pie, aun para una sensación que se daba una sola vez
en la vida, y porque después de haber patrullado las calles durante todo el día estaba
cansado. Gyuri tampoco pudo suprimir del todo la sensación de que aquello iba a
llegar un poco demasiado lejos. Se situó con cuidado para tener una buena visión,
pero también para tener una buena escapatoria en el caso de que llegaran las
penalidades. Era como ese momento de exuberancia escolar, cuando el maestro está a
punto de entrar en la clase y asestar una paliza.
Nada parecía materializar este incómodo pensamiento. Circulaban algunos
policías, pero parecían más bien estar disfrutando del espectáculo y Gyuri oyó que
uno de ellos, el de bigote, sugería que un soplete de acetileno haría muy bien el
trabajo. Una hora antes habían estado presentes dos policías más importantes, más
gordos. El más gordo, y presumiblemente más importante, intentó dispersar a la
multitud, pero después de pronunciar algunas advertencias se cansó de que se le
rieran en la cara y se esfumó con su megáfono a ocuparse de asuntos más apremiantes
en alguna otra parte.
Cualquiera que fuese el resultado de aquella jornada, había sido el día más
disfrutable, en todos los sentidos, que Gyuri había pasado en… bueno, no podía
recordar con precisión la última vez que el reino del aburrimiento se hubiese tomado
un día libre.
Un camión se detuvo a poca distancia y dos trabajadores que cargaban el equipo
de acetileno con experimentada agilidad se acomodaron al pie de la estatua para
amputar al tío Joe el borde de las botas. Una ráfaga de aplausos estalló cuando la
llama pegó en la pantorrilla de Stalin, un sol en miniatura en la oscuridad de la noche.
El público de ese monumental acontecimiento pudo haber sido mayor; no podían

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haber sido más de tres mil personas reunidas en torno a la estatua, una mera fracción
de todos los que correteaban esa noche por las calles, que habrían sentido un
estremecimiento de placer ante el derrocamiento de la abominación de bronce. Con
todo, Gyuri tenía la certeza de que al día siguiente todos afirmarían que habían estado
allí.
Gyuri dio por sentado que la mayoría de la gente todavía estaba en el centro de la
ciudad, alrededor del parlamento, donde Imre Nagy saludó tímidamente a las cien mil
personas allí reunidas y comenzó a dirigirles un discurso.
—Camaradas… —Esto tuvo el efecto exactamente opuesto a lo que Nagy había
pretendido. A pesar de que la multitud quería que él se hiciera cargo del
acontecimiento, su inoportuno comienzo provocó abucheos y un canto rítmico que
decía «No hay camaradas». Nagy manejó mejor el resto de su discurso, pidió
tranquilidad y sensatez. No fue una actuación brillante, pero lo cierto es que, en su
condición de comunista, Nagy no estaba familiarizado con el concepto de un público
que quisiera oírle hablar. La gente no estaba fuera de sí de júbilo, pero la verdad es
que se hacía tarde y la mayoría de ellos, satisfechos con un buen día de
manifestación, comenzó a irse a su casa. Gyuri vio en la plaza del Parlamento a casi
todas las personas que había conocido en su vida, pero no a Jadwiga. Iba ya camino
de casa con la intención de comprobar si había estado allí, cuando se topó con Stalin
a punto de derrumbarse.
Con alguna combustión bien dirigida, Stalin fue arrancado gracias a la voluntad
de la gente y se estrelló con un golpe que por un momento apagó la ovación de los
cazadores de recuerdos que se abalanzaron con picos y mazos para darse un festín
con los escombros. Gyuri tuvo ganas de guardarse un trozo de Stalin como una suerte
de talismán, un recuerdo de que el mal no siempre se sale con la suya, pero resolvió
que mejor sería ir de nuevo a la Radio en busca de Jadwiga, si es que no estaba en
casa. No estaba. Así que tomó el tranvía hasta la plaza Kálvin.
El entramado de calles que rodeaban la Radio en Sándor Bródy utca estaba
repleto, colmado de gente. Era como una repetición de la manifestación surgida tras
el Campeonato del Mundo, pero esta vez el número de extras se había cuadruplicado.
Gyuri oyó que una delegación de estudiantes fue hasta la Radio a última hora de la
tarde para pedir amablemente que se leyeran los términos de su demanda al resto del
país. Más delegaciones, más gente con los mejores deseos para la democracia y más
amabilidad fueron llegando a lo largo de la noche y ahora, a las once en punto, la
amabilidad comenzaba a ponerse a un lado y el idealismo estudiantil comenzaba a ser
reemplazado por la belicosidad proletaria. Gyuri esperaba que Jadwiga no estuviera
allí (aunque pensaba que la presencia de él provocaría la ausencia de ella) porque
estaba seguro de que la Radio era el lugar donde el Partido trazaría la línea divisoria.
Lo de la estatua de Stalin era dejar que la gente se desahogara puesto que, después de

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todo, Stalin estaba bien muerto y enterrado, y esto les evitaba el bochorno de tener
que retirarla ellos mismos. Pero la Radio era poder verdadero aquí y ahora, podía
extender la inquietud por las partes más adormiladas de la ciudad y la nación…
Gyuri detectó a Laci y su banda cerca de la entrada principal. Se apretujó entre la
gente para avanzar, con lo que se ganó una ristra de improperios de las personas a las
que tuvo que empujar y pisar para alcanzarlos.
—¿Has visto a Jadwiga? —preguntó.
—Sí —contestó Laci—, estuvo aquí hace un minuto. —Luego agregó con orgullo
—: Van a transmitir nuestras exigencias.
Hubo un revuelo en torno a la puerta de entrada y un hombre de aspecto bien
mierdoso comenzó a gritar:
—Ahora están leyendo las exigencias. Por favor váyanse a casa. Están leyendo
las exigencias mientras yo hablo. Por favor vayan a casa. —Sonaba familiar y tenía
una voz sonora; Gyuri asumió que debía de ser uno de los locutores. El hombre de la
radio enfatizaba que estaban transmitiendo las exigencias y que la gente debía irse a
su casa. Entonces, desde una ventana en uno de los pisos opuestos a la entrada de la
Radio, se materializó una mujer con el aspecto de un ama de casa fatigada. Trataba
con dificultad de equilibrar su radio portátil sobre el alféizar de la ventana de modo
que todos pudieran oír desde la calle una leve muestra de la transmisión, y gritó:
—¡Maldito mentiroso! No suena más que música.
Inmediatamente después de eso comenzaron los gases lacrimógenos. Todo salió
mal. Los de la AVO no tenían máscaras de gas y la gente les arrojó de vuelta casi
todo el gas; como la calle era tan angosta y estaba tan atiborrada de gente, aun los que
querían irse no podían hacer demasiado al respecto. Hubo montones de toses y
llantos, pero por encima de todo, hubo una gran cantidad de ira. Se podía ver cómo
crecía, como un cielo que se oscurece al presagiar la tormenta. Gyuri se echó a andar
hacia atrás en busca de Jadwiga y porque sabía lo que se avecinaba. Los comunistas
podían no ser buenos para organizar la economía, pero si había una cosa que sabían
era cómo organizar la seguridad.
Gyuri se abrió paso esforzadamente para refugiarse en las proximidades del
Museo Nacional, que quedaba fuera de la línea directa de las balas que venían desde
la entrada de la Radio y estaba dotado de paredes y columnas tan gruesas que los
disparos no serían más efectivos que la lluvia. En ese momento comenzó el tiroteo.
Fue el sonido más enfermante que había escuchado en su vida. Su miedo fue
sobrepasado por la náusea que le producía el hecho de que se disparara a la gente por
estar en el lugar equivocado. Las calles, por supuesto, se vaciaron a la mayor
velocidad posible.
En una entrada de un edificio, enfrente, que se revelaba esporádicamente cuando
la gente pasaba corriendo por delante, Gyuri vio a un hombre regordete apoyado

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contra la puerta, sus piernas rectas extendidas frente a él, como un oso de peluche
sentado en el suelo. Tenía un gran parche rojo en el estómago. Un compañero le
susurraba al oído, quizá tratando de convencerlo de que dejara de sangrar hasta morir.
Gyuri pudo discernir dos cuerpos inmóviles que yacían frente a la Radio. Estaba
sorprendido de la náusea que esta visión le provocaba. Pensaba que había visto
suficientes cadáveres en la guerra como para sentirse inmune a la indisposición, pero
era obvio que si se trataba de indiferencia frente a la muerte uno tenía que mantenerse
bien entrenado. Y la furia. Había pensado alguna vez que deseaba matar gente, pero
ahora conocía de verdad esa sensación: ahora sabía a ciencia cierta que quería matar
gente, y que no tendría ningún problema en hacerlo. El deseo que se había mantenido
apartado, irrumpía ahora, listo para la acción.
Durante un tiempo continuaron los gritos y las carreras. Luego sucedió algo que
Gyuri no había previsto. Comenzó el tiroteo hacia la Radio. Las ventanas estallaban
hechas trizas y Gyuri espió a un joven que se acomodaba en la esquina de una calle y
disparaba al edificio. Vestía ropas civiles. ¿De dónde había sacado ese fusil? Gyuri
miró hacia atrás, en dirección a la plaza Kálvin, y pudo ver lo que parecía un camión
del Ejército. Debían de estar entregando armas porque el traquido de los disparos
empezó a surgir por todas direcciones.
Sería divertido, pensó Gyuri, que aquí en el Museo Nacional comenzara una
segunda revolución. Fue aquí, sobre estos escalones, donde Petófi leyó uno de sus
poemas al cortar la cinta, como si hubiera habido una cinta, e inaugurar la Revolución
de 1848.
Aparecieron dos obreros con sus cascos obligatorios y explicaron que venían de
Zsepel con pesadas ametralladoras y cargados de municiones. Pensaban en voz alta
cómo podrían alcanzar la terraza del museo, desde donde tendrían un espectacular
ángulo de fuego frente a la Radio.
—Nunca vengas a la Radio sin tu ametralladora —comentó uno.
Apareció también un muchacho delgado de pelo rizado que se acomodó detrás de
una columna y comenzó a ajustar la mira de su rifle recién adquirido. Éste es el
resultado de obligar a todo el mundo al entrenamiento militar, pensó Gyuri. Estaba
convencido de que conocía al hombre, su cara se debatía para ser nombrada y
ubicada. Se miraron el uno al otro y el aspirante a tirador le hizo una repentina y
ocular transferencia de pensamiento: Sí. Se trataba de aquello por lo que hemos
estado rezando. Venganza armada. Sonrió ampliamente a Gyuri. Tal vez sí lo conocía,
o tal vez era sólo el instante de camaradería de esa noche.
—Me siento muy afortunado —dijo el hombre—. Esto es simplemente
maravilloso. Maravilloso. —Disparó dos ráfagas sin demasiada puntería.
Fue una noche larga y desconcertante. La mayoría de los tiroteos se dirigió a la
Radio en general más que a alguna parte específica del edificio o a algún blanco

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específico. La gente se divertía sólo por disparar a los ladrillos. También hubo un
prolongado intercambio de disparos con el otro extremo de Sándor Bródy utca,
durante un lapso en el que se temió la llegada de refuerzos de la AVO. En realidad era
otro grupo de oyentes recién armados de la Radio que querían dejar constancia de sus
quejas.
Cansado y con frío, Gyuri llegó sin embargo a la conclusión de que nunca se
perdonaría no hacer él mismo algún disparo. Se acercó furtivamente a un combatiente
bien vestido y le preguntó dónde había conseguido su arma.
—Me la dio un soldado. Pero si quieres una, por favor toma la mía. Yo tengo que
irme. Desvía un poco hacia la izquierda. —Entonces miró largamente su reloj en la
oscuridad—. Tenía la esperanza de darle a alguno de la AVO, pero mi esposa se
estará preguntando dónde estoy. No creo que un tiroteo en la Radio sea aceptable
como excusa.
Hacia las dos de la mañana, Gyuri y algunos otros se deslizaron por un terreno
adyacente para ver si podían entrar en un piso de la planta superior. Encontraron un
grupo de cinco hombres de la AVO acurrucados en un rincón, sin armas y sin
inclinación alguna de ofrecer resistencia.
—¿No deberíais estar en el edificio de la Radio, defendiendo los beneficios del
pueblo? —preguntó sarcásticamente uno del grupo de Gyuri.
—¿Creéis que vamos a morir por una banda de comunistas de mierda? —replicó
indignado uno de los hombres de la AVO. Desafortunadamente eran tan patéticos que
ninguno de ellos quiso ni tan siquiera aporrearlos. Mientras ponderaban qué harían
con ellos, una encantadora pensionista apareció con su bata de noche y preguntó si
alguien quería té o café.
—También tengo algunas galletitas —dijo—, pero nada más. No esperaba visitas.
—Les llevó bebidas a todos ellos y se enfadó mucho cuando alguien quiso darle un
poco de dinero—. Es lo menos que puedo hacer.
Después de tomar su té, Gyuri, que todavía no había hecho ningún disparo, entró
en el piso de la anciana, se presentó ante su esposo, abrió sus ventanas y disparó tres
veces en la dirección general de la Radio. Cerró la ventana y agradeció a la pareja su
cooperación. Se sentía mejor, mucho mejor. Había participado.
Alrededor de las seis la gente que sitiaba la Radio se percató de que no había
nadie dentro que pudiera impedirles la entrada al edificio. Entraron entonces y
encontraron a unos pocos hombres de la AVO, pero para su bochorno parecía que la
mayoría de los agentes se había escabullido por una puerta trasera. Hallaron a uno o
dos avergonzados locutores escondidos debajo de los escritorios o dentro de los
armarios de las escobas. Un joven entusiasta, de no más de quince años, los llamó
hermanos y los exhortó a que tomaran las armas para la revolución. Uno podía darse
cuenta de que era una revolución porque esta apelación no sonó ridícula. Revolución.

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Era la primera vez que Gyuri oía esa palabra aplicada a los procedimientos. ¿Y por
qué no? Sin que aquello sorprendiera a nadie, los locutores expresaron rápidamente
que estaban dispuestos a aceptar de buen grado lo que les pedían. Es asombroso el
modo en que la gente te respeta cuando tienes tú el arma y no ellos, pensó Gyuri.
Los estudios estaban vacíos, con las señales de una apresurada retirada, pero
desde uno de los aparatos podían oír que retransmitían música como una mañana de
miércoles perfectamente normal. Estaban transmitiendo desde alguna otra parte.
—¿Y ahora qué hacemos? —dijo uno de los vencedores, con lo que puso el dedo
exactamente en la llaga. Gyuri le pasó su rifle a otro joven entusiasta pero desarmado
y se fue a casa.
Frente a la estación Keleti vio cómo avanzaba traqueteando una caravana de
carros y tanques que de manera inconfundible aportaban fuerzas y armas soviéticas.
Bueno, había sido emocionante mientras duró.
Llegó a su casa y encontró a Elek desayunando modestamente en la cocina.
—No me digas que te lo has perdido —dijo, escandalizado. Sin esperar mayor
iluminación, Gyuri corrió afuera y exploró con persistencia las calles vecinas. Era
ridículo. Iba a aferrarse a su filosofía de permanecer en la cama (la partida de Pataki
le había traído una nueva máquina de dormir para reemplazar a la que había quemado
en espartano ardor) hasta que Jadwiga apareciera.
—Imre Nagy ha hablado por la radio —dijo Elek—. ¿Lo has oído?
—No, me lo he perdido.
—Vuelve a ser primer ministro. Pidió calma a todo el mundo.
—Pues tendrá que pedirla con mucho ahínco —murmuró Gyuri desde su cama.

*
Cuando iba camino de la Universidad Técnica, vio a un hombre de la AVO que
tomaba una lección de vuelo. Se había despertado por la tarde, después de unas seis
insatisfactorias horas de reposo, perturbado su sueño por el sentimiento amoroso y
otros bombeadores de adrenalina, y decidió dirigirse a la universidad, puesto que
probablemente todas las actividades estudiantiles estarían coordinándose desde allí.
—Oye —le dijo a Elek, quien sintió que los acontecimientos justificaban un día
libre para quedarse en casa—, volveré a las ocho en punto, sin importar lo interesante
que se vuelva la revolución. Dile a Jadwiga que si viene a casa debería esperarme.
Fuera se oía el sonido remoto de disparos, a una distancia apropiada para resultar
atrayente pero no tanto como para ensuciar el pantalón. En el Lenin Kórút la gente se
había procurado escaleras para tirar abajo los carteles callejeros que decían Lenin
Kórút. Una multitud se reunió para disfrutar de esto, pero de pronto se produjo un

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empujón, y un hombre de cara redonda con impermeable fue aferrado por los que
estaban cerca de él, mientras gritaban «¡AVO! ¡AVO!». Gyuri no pudo darse cuenta
de qué fue lo que lo delató, pero no cabía duda de que la acusación era correcta. El
hombre de cara redonda sacó una pistola y terminó su carrera al disparar dos tiros,
con lo que hirió severamente a un árbol. Sostenido por ocho pares de manos, sus
documentos fueron examinados. Fue entonces cuando alguien dijo:
—Démosle una lección de vuelo.
Es lo que hicieron. Lo condujeron hasta una terraza y lo obligaron a caminar por
una plancha inexistente. El hombre de la AVO no era muy bueno para volar. Se fue
abajo directamente y agotó toda su energía gritando.
La gente no aplaudió su comportamiento, pero tampoco pareció molesta. Estaba
más o menos bien. Algunos ciudadanos con espíritu cívico comenzaron a arrastrar el
cuerpo fuera del camino, y mientras hacían esto, un sujeto diminuto y silencioso que
estaba cerca de Gyuri, después de haber observado todo como si esperara un autobús,
se arrojó sin advertencia alguna sobre el cuerpo, y lo acuchilló con una navaja como
si estuviera golpeando a una puerta, mientras gritaba: «Tú mataste a mi hermano, tú
mataste a mi hermano», con la misma monotonía con la que acuchillaba. Los otros se
quedaron perplejos e inmóviles, pero interrumpir su rabia habría sido descortés.
Gyuri pensó que a estas alturas los disturbios habrían terminado, que el flirteo con
la libertad sería cuestión de una sola noche. Pero estaba claro que la gente seguía
haciendo cualquier cosa que le diera la gana. ¿Qué estarían tramando los rusos?
En el centro de la ciudad, más cerca de la universidad, Gyuri vio tanques rusos
estacionados amenazadoramente aquí y allá, tratando de parecer agresivos y
camuflados al mismo tiempo, pero no avistó pelea alguna.
De inmediato, en la universidad, Gyuri se cruzó con Laci, que portaba una banda
tricolor alrededor de su brazo y una pistola en su funda. Era evidente que estaba en la
órbita de Laci del mismo modo que estaba fuera de la de Jadwiga. En la entrada
principal de la universidad, el accesorio normal de moda parecía ser un arma de
fuego, ya fuera una davai guitar o, como mínimo, un revólver. Gyuri esperaba que
Laci le dijera que Jadwiga acababa de pasar por allí buscándolo a él, pero no la había
visto para nada.
Laci estaba conmocionado.
—Esta mañana nos atacaron. Algunos hombres de la AVO pasaron en un coche,
abrieron fuego, mataron a uno de los nuestros. Yo tenía una ametralladora, los tenía
en la mira… Gyuri, no pude apretar el gatillo.
Así que allí estaba. La conmoción de ser un idealista. Algunas personas no
pueden contar chistes o tocarse los pies. Laci no podía apretar el gatillo. Era gracioso,
su hermano habría trotado por todas partes con cargadores de repuesto. Mientras
Gyuri se apiadaba de él, otro estudiante se les acercó.

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—Hey, Gyuri, ¿estás disfrutando de la revolución? ¿Quieres ver nuestra colección
de AVO?
En la sala de conferencias de química encerraron a doce empleados de la AVO,
que como era previsible se sentían miserables; los habían atrapado patrullas de
estudiantes. Un estudiante los torturaba al describirles sus perspectivas bajo los
principios de la ley internacional y la justicia natural.
Les explicaba cómo serían formal, legal y correctamente investigados por un
cuerpo constituido con propiedad, y que si habían cometido algún acto ilegal tendrían
que someterse a juicio. Mientras pasaba la vista por las figuras encorvadas, rodeadas
por unos platos de espinacas a medio comer (que incluso estudiantes hambrientos
encontraban algo difícil de digerir), Gyuri pensó en la suerte que tenían al haber sido
capturados por estudiantes, y no tener que caminar por planchas inexistentes.
Alguien lo llamó por su nombre. Era, como supo enseguida, Elemér, el fuerte
brazo cazaperros del proletariado.
—Gyuri, Gyuri, ¿por qué no les explicas a todos quién soy yo? Diles que yo sólo
trabajaba en el departamento de papelería y materiales de oficina. No comprenden
que no soy importante.
Gyuri se quedó tan desconcertado que por un momento permaneció quieto en
busca de emociones y respuestas. Más tarde se preguntó si la consumada
invertebradez de Elemér no sería en algunos sentidos admirable, una ausencia tan
notable de espina moral resulta tan digna de atención como la de un contorsionista de
circo.
La habilidad para sobrevivir es sin duda algo laudable. El tono de Elemér pudo
haber sido apto para saludar en una fiesta a un amigo a quien hace mucho tiempo que
no se ve. Gyuri resolvió no hacer nada más que mirarlo fijamente, sólo lamentó que
no estuviera entre un edificio de la Radio y una ametralladora automática. Era
cuestión de matarlo a golpes o no hacer nada. Como sabía que los estudiantes se
molestarían por su transgresión al decoro y lo correcto en el territorio de su reserva
AVO, Gyuri le echó a Elemér una mirada que estaba seguro iba a afectar su digestión,
y luego se marchó.
En las calles podía oírse todavía un mudo fragor de batalla, como la discusión
atenuada de una disputa doméstica a una pared de distancia. Los tranvías se habían
convertido en una especie rara, apenas divisados, pero apareció uno que llevó a Gyuri
hasta la plaza Zsigmond Móricz, donde tuvo un buen panorama en primer plano de
dos tanques soviéticos que disparaban hacia lo que supuso que eran bastiones de los
luchadores por la libertad. Una vez que el tranvía entró en la vía del puente en Pest
las cosas se calmaron; unos pocos barrenderos pasaban sus escobas para limpiar los
pavimentos con sus lentos chasquidos de costumbre. Evidentemente su sindicato no
les había indicado que suspendieran el trabajo.

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Mientras miraba a su alrededor por si veía algún tanque en acción, Gyuri
reflexionó acerca del cuerpo del estudiante que habían matado esa mañana, y que
ahora yacía frente a la universidad cerca de unos árboles, rodeado de flores y unas
coronas espontáneas, cubierto por una bandera nacional que depositaron sobre él. Era
una de las tricolores del viejo estilo que debió haber estado guardada en alguna parte,
y no una de esas banderas del nuevo estilo que todos usaban para desfilar, después de
haber recortado de su centro el escudo de armas comunista.
El improvisado catafalco era conmovedor, pero ni siquiera comenzaba a
compensar por la muerte misma. Una vida entera se iba por la alcantarilla. La persona
se había ido, y sólo quedaba una efigie de tamaño natural, una caricatura lívida y bien
observada. A la basura con todas esas creencias, emociones, recuerdos
cuidadosamente atesorados por más de veintitrés años. Veintitrés años. ¿Qué?
200.000 horas, el tiempo de un Segundo Ejército Húngaro de cepillarse los dientes,
limpiarse detrás de las orejas, apretarse puntos negros, charlar de cosas sin
importancia, esperar el transporte público, todo borrado de un plumazo. Una
identidad que desapareció en medio de la limpieza de primavera. Un ser entero que
quedó como un currículum vitae en unos pocos recuerdos, hasta el momento en que
también se hicieran desaparecer esos requisitos. Recortados. Nada como la muerte,
pensó Gyuri mientras escalaba la cuesta de la morbidez, para que la vida tenga buen
aspecto.
Bajó del tranvía en el Kórút. Aunque las tiendas en su mayoría estaban cerradas,
recordó que había una casa de comidas para noctámbulos (un delicatessen con pocas
delicadezas) que abría más temprano, y decidió investigar cómo afectaba aquello al
abastecimiento.
Cerca de la casa de comidas, echada en medio de la calle como una pelota de
fútbol abandonada por un gigante, estaba la cabeza de la estatua de Stalin, arrastrada
hasta allí por un público jubiloso como una señal de su triunfo, para exponer la
cabeza de un traidor en escala pantagruélica. Un caballero estaba tratando de sacar un
trozo a golpes de piqueta, y a Gyuri se le ocurrió que él también podía llevarse un
recuerdo. Estaba guardando pacientemente fila detrás del hombre cuando apareció el
tanque soviético.
Rugió en mitad del Kórút y abrió fuego sobre Gyuri.
Escudado detrás de la cabeza de Stalin junto con el otro cazador de recuerdos, la
primera y única cosa en que Gyuri pudo pensar mientras las balas se estrellaban
contra las tiendas y hacían caer las ramas de los árboles, fue cuánto quería vivir.
Nunca había tenido conciencia de lo enorme, lo global que había sido ese deseo en la
profundidad de su ser, un deseo que de ninguna manera era más pequeño que el
universo; cómo era capaz de hacer cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, con
tal de vivir, vivir aunque sea unos pocos segundos más. Si la vida significaba

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acurrucarse detrás de la cabeza de Stalin durante unos cuarenta años, lo aceptaría
mientras le permitiera vivir. Más acurrucado que un feto, cerró los ojos sin
preguntarse si eso sería de alguna utilidad.
El tiroteo se detuvo y no hubo otro movimiento, salvo la caída de algunos
cristales; los que habían ocupado posiciones diversas en el terreno evidentemente
estaban muy felices con ellas y nadie mostró prisa alguna por moverse. Gyuri podía
oír todavía el retumbar del motor del tanque a una distancia desagradablemente
próxima. Un hombre viejo que abrazaba el pavimento cerca de un árbol, con su cesta
de la compra cerca de él, a unos metros de Gyuri, protestaba con una persistencia y
un volumen asombrosos:
—Dos guerras mundiales. Dos guerras mundiales y ahora esto.
Gyuri consideró la posibilidad de correr a un refugio más seguro y espacioso,
pero si bien tenía fe en su velocidad, la noción de que sólo hubiera aire entre él y el
cañón de la pesada ametralladora del tanque era demasiado perturbadora. A menos
que el tanque se largara, él se quedaría allí todo el tiempo, sudando detrás de Stalin.
El retumbar del tanque seguía a la misma distancia; Gyuri comenzó a sentir
curiosidad por saber qué se proponían, pero no iba a mirar.
—Nunca pensé que iba a estar agradecido a Stalin —comentó el compañero a
quien Gyuri estaba casi aplastando. Estuvieron allí por lo que pudo o no haber sido
un largo tiempo, pero ciertamente es lo que pareció. A Gyuri no le importaba esperar;
era una de esas actividades que uno podía hacer cuando estaba con vida. Su co-
acurrucado había estado en Recsk, el campamento de trabajo que se dispuso como un
centro de exterminio en medio del campo húngaro. Gyuri no sabía nada sobre eso
más que el hecho de que había existido y que se había cerrado bajo el mandato de
Nagy; uno de los amigos de István estuvo allí internado pero sólo le había hecho el
más elíptico de los relatos.
Normalmente Gyuri evitaba los ofrecimientos de batallitas que se ofrecían en el
estilo tradicional húngaro de historias propias expandidas, las autobiografías orales
que todos los húngaros parecían estar elaborando constantemente, pero no tenía
demasiada opción, y además algunos extractos de Miklós eran bastante impactantes.
Gyuri siempre se había considerado a sí mismo una persona sin suerte pero ahora se
daba cuenta de que en lo del infortunio no pasaba de aficionado dominguero.
—Los alemanes, qué gente tan culta cuando no están invadiendo tu país —
explicó Miklós. Miklós había participado en la resistencia antinazi. Atrapados, los
húngaros fueron demasiado perezosos para ejecutarlo y lo entregaron a los alemanes,
quienes lo metieron en Dachau, donde a punto estuvo de morir de cólera cuando
llegaron los estadounidenses. Entonces mejoró.
—Era un poco disparatado morirse cuando te acaban de liberar —dijo. Volvió a
Hungría—: Eso es lo que se llama ser estúpido. —Donde trabajó para el Partido de

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los Pequeños Terratenientes—. Eso es lo que se llama buscarse problemas.
Luego consiguió un viaje gratis en un coche negro que lo condujo a su
encarcelamiento en Recsk. La definición básica de Recsk era que uno entraba pero no
volvía a salir.
—Su alcance era modesto comparado con los modelos alemanes o soviéticos,
supongo —concedió Miklós—, pero después de todo somos un país pequeño: sólo
éramos mil quinientos. —Durante tres años Miklós y los otros no tuvieron noticias
del exterior—. Sólo recibíamos noticias de los periódicos llenos de mierda que
pescábamos en los retretes de los guardias y, seamos honestos, los periódicos no
ofrecen mucho de lo que hablar. Nos enteramos de la muerte de Stalin sólo cuando
uno de nosotros advirtió la orla negra en el retrato de la oficina principal.
Miklós era muy conversador a pesar de lo incómodo de su posición, apretujado
por un jugador de baloncesto de primera división.
—¿Sabes qué era lo peor? Todo eso de la importancia de la libertad, la amistad y
todas esas cosas abstractas son una mierda. ¿Sabes qué es lo que importa? Dormir y
comer. El hambre era inimaginable. ¿Crees que las cosas estuvieron mal durante la
guerra? Te digo, unas pocas semanas, un par de meses de hambre constante, no es
nada, nada. Una ganga. Un año… dos años… tres años sin tener suficiente para
comer —ahora gritaba—, está más allá de la creencia humana. Desde que salí,
siempre llevo esto conmigo. —Con alguna dificultad desenvolvió un lienzo que
contenía un trozo de queso, un mendrugo de pan y unos rábanos—. Tengo que llevar
provisiones conmigo siempre. Casi nunca las uso. Sólo tengo que tenerlas conmigo
—dijo, y le ofreció a Gyuri un rábano de aspecto marchito.
—No, gracias. Entonces, ¿vas a ir a buscar a tus viejos guardias mientras tengas
la oportunidad de expresarles tu gratitud?
—Ésa es una pregunta interesante. En Recsk solíamos discutir mucho ese asunto.
¿Qué clase de gente puede golpear a alguien hasta matarlo sólo porque sí, porque le
da la realísima gana? En el campamento había un desacuerdo en cuanto a esto, como
siempre hay desacuerdos cuando se juntan dos húngaros. ¿Sabes cómo se va a
describir el 23 de octubre para que quede en los libros de historia? El día en que los
húngaros se pusieron de acuerdo.
»De todas maneras, mi punto de vista era que los guardias de Recsk eran
básicamente muy ordinarios, además de no muy brillantes. Les habían dicho que
nosotros éramos la escoria de la tierra, los parásitos más perversos, odiosos,
degenerados, asesinos de niños y piojosos que pudieran encontrarse en la creación: la
clase de gente, en resumen, que podría manejar un campo de concentración. ¿En qué
podía ayudarnos tratar de explicarles que estábamos allí sólo porque habíamos votado
de manera equivocada?
»La otra cosa es que, ¿sabes?, alguien que está encarcelado sin motivo durante un

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tiempo largo, no un año o dos, sino tres o más, tiende a pasar de un extremo al otro. A
juzgar por mi propia experiencia uno se vuelve excesivamente indulgente o bien
excesivamente vengativo. Me parece que deberíamos recordar Recsk. La gente
debería saber lo que pasó. Pero también deberíamos olvidarlo y seguir adelante con
otras cosas. Cuando los tanques se vayan.
Se oyó un retumbar de tanques en partida. Después de haber manifestado lo suyo
y de haber intimidado a la vecindad, el tanque se alejó. Cuando Gyuri vio que salía
gente del local, supo que podía ponerse de pie otra vez y que estaría a salvo. Su ropa
estaba empapada de sudor, el hedor del miedo, que hacía torcer las fosas nasales.
—Encantado de haberte conocido —dijo, mientras estrechaba la mano de Miklós
—. Espero que te guste la revolución.
Compró un poco de comida. Eran más de las siete, y como había establecido las
ocho como la hora del encuentro con Jadwiga, y porque su suerte había desmejorado
dolorosamente, Gyuri tenía muchas ganas de llegar a casa. Mientras avanzaba hacia
la estación de Keleti, se asombró de la forma en que se fortalecía la revolución. Había
soldados rusos muertos echados en las zanjas y apoyados contra los edificios como
vagabundos borrachos. Aunque Gyuri no tenía nada que objetar contra los soldados
rusos muertos, su proliferación sugería que se acercaba al lugar de la lucha en vez de
alejarse de él como era su propósito. Sus manos todavía le temblaban por el tiempo
que había pasado en la línea de fuego. Su estómago seguiría revuelto por el terror
durante semanas. En medio del tiroteo, había tenido el ridículo impulso de gritar al
equipo del tanque: «¡Paren! No lo comprenden. Yo soy un cobarde. Esto no es justo.
Busquen gente valiente para dispararle».
Un carro blindado soviético que había reventado, probablemente por una granada,
se convirtió en una gran atracción entre la gente del lugar porque, al parecer, tenía
dentro un ruso sin cabeza en exposición. La gente se agrupaba para espiar el
chamuscado interior. Gyuri no se conmovió en absoluto ante la visión del ruso
muerto. Había oído todas las discusiones sobre cómo los rusos eran personas, cómo
todos somos iguales, qué gran compositor había sido Tchaikovski; sin embargo, no
podía evitar el deseo de que los rusos se fueran al carajo y que todos fueran personas,
pero allá en la Unión Soviética. Un cadáver calcinado a sus pies no lograba
despertarle compasión alguna. Probablemente era un soldado de reemplazo, le
importaba un comino.
Alrededor de la estación de Keleti había grupos de tanques que le cortaban la ruta
que intentaba seguir para llegar a su casa. Los tanques rusos no estaban haciendo
nada pero no parecían tener intenciones de moverse. Sólo ocupaban espacio. Nadie,
notó Gyuri, caminaba cerca de ellos. Las calles estaban llenas de gente, nadie quería
quedarse en casa, pero alrededor de los tanques se extendía un cinturón vacío de
cientos de metros. La milicia que se había formado en la esquina de la Rákóczi út

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discutía qué hacer. Eran dos soldados, varios adolescentes (dos con patines) y un
puñado de personas de las que uno encontraría esperando el autobús, incluidas dos
empleadas de correos.
—Necesitamos cócteles mólotov. Eso es lo que están usando en el Corvin. ¿Quién
puede conseguir botellas vacías? —preguntó uno de los soldados.
Eran cerca de las ocho. Gyuri atajó por una calle lateral para ver si podía eludir al
Ejército Rojo.
Una hora más tarde, cuando recorría el tramo final y se acercaba desde el lado del
Zoológico, Gyuri se quedó consternado al descubrir que el Ejército Rojo había
rodeado completamente su edificio. Comenzaba a sentirse tan enojado como para
atacar por sí mismo a uno de los tanques.
Mientras observaba el tanque que bloqueaba el final de Bencsur utca y meditaba
sobre la forma de volarlo, de manera segura, sin riesgo, con sus propias manos, vio
desde muy lejos a un hombre que salía de uno de los bloques de pisos del final de la
calle y comenzaba a golpear en el lado de uno de los tanques, como si llamara a una
puerta. Golpeaba de modo muy insistente, hasta que, después de unos minutos, la
torreta se abrió y asomó una cabeza con casco de cuero. ¿Qué estaba haciendo? ¿Les
pedía una cerilla? Como confiaba en que difícilmente los rusos abrirían fuego en
medio de una conversación, Gyuri galopó hacia allí. Cuando pasó corriendo cerca de
ellos, se dio cuenta, a pesar de su ruso rezongado, de que el hombre arengaba al
equipo del tanque.
—¿Qué están haciendo aquí? —preguntaba.
—Estamos aquí para protegerlos de los revoltosos y los reaccionarios —replicó el
oficial.
—¿Dónde están los revoltosos? ¿Dónde están los reaccionarios? —Era un
intercambio intrigante, pero Gyuri había tenido bastante actualidad para un solo día.
Al subir las escaleras se encontró con Jadwiga que las bajaba.
—Llegas tarde —dijo ella con severidad.
—El tiempo vuela cuando hay una revolución.
Dentro de casa, Elek los recibió con la noticia de que Imre Nagy había formado
un nuevo gobierno.
—Me alegro por él —dijo Gyuri—, pero, si nos disculpas, tenemos algunos
aspectos urgentes de la relación húngaro-polaca que considerar.

*
¿Por qué no hacer las cosas en condiciones confortables?, pensó Gyuri, feliz de haber
recibido por parte de Pataki una cama perfectamente homologada como regalo de

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despedida. Agotado por la historia, la preocupación, el miedo y su labor conyugal, se
reclinaba dentro del sueño cuando Jadwiga dijo a propósito de nada en especial:
—Estamos ganando. Polonia será la próxima.
A él le encantaba su locura. ¿Acaso importaba realmente lo que sucedía fuera del
dormitorio donde habían establecido una zona libre del mal?
—Quién sabe, quizás hasta los checos lleguen a hacer algo —continuó Jadwiga.
Reconstruía su día libre en la revolución y cómo había venido a Budapest. El sábado,
los estudiantes de la Universidad de Szeged realizaron una reunión, como de pronto
se había puesto de moda, para discutir la masiva iniquidad de las cosas—. Era la
primera vez en mi vida que veía algo que podía llamarse, si bien débilmente,
democrático. Es extraño que tuviera que esperar veintidós años para ver a alguien
decir en público lo que pensaba; tenía incluso algo indecoroso. Así que votamos por
retirarnos de ese sindicato estudiantil manejado por los comunistas y establecer uno
por nuestra cuenta. Yo les dije que debíamos hacerlo. Recordé lo que tú dijiste sobre
pelear hasta el final. Eso me estimuló.
Gyuri escudriñó su memoria pero no pudo recordar haber dicho nada por el estilo.
Los estudiantes de Szeged votaron entonces enviar una delegación a la juventud
universitaria de Budapest para exhortarlos a hacer lo mismo. Jadwiga había llegado a
Budapest el lunes por la noche pero no quiso quebrar la espina del sueño de Gyuri
para saludarlo a las cuatro de la mañana. Entonces recorrió el desmoronamiento del
poder del Partido. Mientras Gyuri se escudaba detrás de Stalin, ella había estado en el
cine Corvin, uno de los mejores asientos de la ciudad para ver la batalla. Gyuri relató
sus variados encuentros con los tanques rusos.
—¿Has tenido miedo? —preguntó ella.
—No —mintió él, y lo hizo con un tono de animada indiferencia a la naturaleza
letal del armamento soviético, sin caer en la burla, porque no quería exagerar la cosa.
—Yo tampoco —dijo ella. No era la primera vez que Gyuri registraba que
Jadwiga era mucho más valiente que él. Un alma tan firme como sus pechos, belleza
y fortaleza, Venus y Marte en unidad. Y su valentía se alimentaba a sí misma, era una
valentía independiente y desenvuelta, que funcionaría por sí misma, en la oscuridad,
en la cámara de gas. ¿Qué está haciendo conmigo? Gyuri podía imaginarse a sí
mismo en medio de alguna bravata sólo si contaba con público o algún tipo de
respaldo, pero sabía que el coraje solitario que existe aunque no haya nadie para
presenciarlo o registrarlo era algo que le sobrepasaba.
¿Podía hacerte más valiente el hacer cosas valientes, así como las flexiones te
hacían más fuerte? ¿El coraje era hueso o músculo? ¿Algo que se repartía a la hora de
nacer o algo que dependía de ti?
Abandonaron la habitación para mezclar en una tortilla los alimentos que Gyuri
había comprado. Después de comer, Jadwiga salió de la cocina y reapareció con una

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ametralladora, la clásica davai guitar, que puso sobre la mesa.
—¿Tienes algo para limpiar esto? —preguntó. Gyuri advirtió que Elek lo miraba
enormemente divertido.

*
Lo único más improbable que una revolución, se le ocurrió a Gyuri mientras llegaba a
la embajada británica con una carpeta llena de documentos de la AVO sobre un
diplomático británico que había estado espiando para la AVO, sería que él llegara a la
embajada británica con una carpeta llena de documentos de la AVO sobre un
diplomático británico que había estado espiando para la AVO.
Llamó al timbre. Después de una pausa adecuadamente dignificada, Gyuri vio
complacido que era Nigel quien abría la puerta.
—Buenos días —dijo Gyuri con su pronunciación más florida—. ¿Cómo estás,
Nigel? ¿Sabes si el embajador está disponible?
—En realidad, es un ministro plenipotenciario, pero no dejes que eso te detenga.
Gyuri no sabía de qué estaba hablando Nigel, pero no quería que nada
disminuyera su condición de estrella en el dominio del inglés. Había conocido a
Nigel tres días antes, en lo más rudo de la batalla. Se había acordado disparar a
cualquier cosa que se moviera más allá de Nádor utca. Tenían una ametralladora lista
para disparar, acaparada por un minero de carbón de Tatabánya, robusto y
malhumorado, a quien no le gustaba que nadie se acercara demasiado al arma.
—Yo era artillero en el ejército, ¿de acuerdo? Yo sé cómo se usan estas cosas. No
quiero que nadie se meta con esto, no quiero que nadie lo estropee.
El hombre no se tomaba ningún descanso y orinaba en el mismo lugar, porque no
quería soltar la ametralladora o perderla de vista. Cuando apareció el coche, el minero
disparó de inmediato y falló, lo cual estuvo bien porque le dio tiempo a todo el
mundo para distinguir la bandera del Reino Unido atada de manera apresurada al
capó del automóvil. El coche rodó respetuosamente hasta la posición en la que ellos
estaban y, mientras el minero continuaba con sus maldiciones, denostaba la calidad
de los niveles de fabricación soviéticos y lanzaba casquillos a la derecha, a la
izquierda y al centro, Nigel bajó del coche y dijo con tono animado:
—Buenas tardes. ¿Existe alguna posibilidad de que alguien aquí hable inglés y
conozca el camino a la Delegación británica?
Gyuri se ganó esta conversación.
Nigel tenía el garbo elegante de un espía de primera calidad, un diplomático en
ascenso: alguien, en resumen, a quien valía la pena llegar a conocer. Pero de hecho lo
que dijo fue que era un aspirante a cantante de ópera, y que estudiaba en Viena. Había

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llegado en coche a Budapest con un amigo para entregar suministros médicos. No
había nadie más que hablara inglés, pero aunque hubiera habido algún otro no habría
tenido ninguna oportunidad. Gyuri se hizo cargo, exultante por cada florín bien
gastado en sus lecciones de inglés.
—¿Y qué te parece Budapest, Nigel? Déjame que te acompañe a la embajada. Y
también me gustaría que me dijeras qué te parecen las mujeres de Viena.
Una semana después del comienzo de la revolución todo había terminado, salvo
la escritura de la historia. Para asombro de Gyuri, para asombro de todo el mundo, y
sin duda para asombro en particular de los rusos, los aficionados de Budapest habían
vencido al Ejército Rojo. Es verdad, muchos de los rusos no se mostraron demasiado
ansiosos por pelear, la mayoría de ellos habían tenido base en Budapest durante algún
tiempo y parecían comprender lo que se esperaba de ellos, tenían claro que no
estaban combatiendo el fascismo internacional o al submundo húngaro sino al pueblo
de Budapest. En realidad, el único ruso a quien Gyuri había visto completamente
entusiasmado en apretar el gatillo había sido un desertor que conoció en el Corvin, y
que peleaba contra sus antiguos colegas.
Pero el problema principal para los rusos, que habían contado con que la AVO los
apoyara, fue que, sin la conveniente cobertura de la infantería, sus tanques resultaron
inesperadamente vulnerables en las calles de Budapest. La gente esperaba que pasara
un tanque y entonces, por el precio de una buena bebida, arrojaba su cóctel mólotov
sobre la parte trasera del blindado, donde el combustible ardiente era aspirado hasta
el interior del motor a través de las rejillas de ventilación de los T-34, y los ocupantes
se convertían en troncos de carbón; a los que eran suficientemente rápidos para evitar
ser carbonizados, los mataban a tiros cuando trataban de trepar fuera del tanque.
Imre Nagy formó un nuevo gobierno, esta vez con personas que no habían estado
en el Partido Comunista. Cese del fuego. Alegría. Los húngaros se habían ganado
luchando su camino al paraíso.
Junto con mucha otra gente curiosa, Gyuri y Jadwiga fueron a echar un vistazo a
la Casa Blanca, la cual, de un modo bastante apropiado para una revolución, tenía el
aspecto de haber sido puesta patas arriba, con todos los cajones y los estantes
vaciados después de que la gente diera rienda suelta a su lascivia o simplemente se
divirtiera con las algaradas.
—Tú siempre eliges los lugares más románticos para las salidas, Gyuri —
comentó ella. El primer documento que Gyuri levantó para leer era un legajo en el
que se detallaba el chantaje a un diplomático británico a quien atraparon en el
contrabando de oro y a quien luego entrenó la AVO. Gyuri tomó el legajo y se dirigió
a la embajada británica, complacido de haber encontrado un puente hacia partes más
civilizadas del mundo, y dejó a Jadwiga leyendo de manera estudiosa, la forma lenta
y cuidadosa en que siempre lo hacía, en las vastas antologías de la infamia.

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Con notable rapidez y facilidad, gracias quizás a alguna palabra favorable de
Nigel, o quizá por la informalidad de los tiempos, condujeron a Gyuri a la presencia
del embajador, quien recibió el legajo con cortesía. Dio unas caladas a su pipa,
evidentemente a sus anchas en la revolución, y hojeó las primeras páginas.
—Ah. Dawson. Sí —pensó en voz alta—. Muchísimas gracias, señor Fischer. Es
muy amable de su parte haber traído esto hasta aquí. —Todo transcurrió en cincuenta
segundos; Gyuri estuvo fuera casi tan rápidamente como había entrado. No es que
esperara algo en particular, aunque un lingote de oro, un pasaporte británico, el
ofrecimiento de un empleo o algo así habría sido muy agradable. Un poco de
excitación e incredulidad como mínimo. El embajador lo acompañó hasta la puerta
del despacho como si sólo hubiese devuelto un botón perdido de su chaquetón.
En la sala de espera, cerca de la entrada, Nigel conversaba con un hombre a quien
Gyuri había conocido antes, el corresponsal de The Times. Gyuri estaba excitado de
haberlo conocido porque The Times era The Times, y también porque todo el mundo
sabía que su corresponsal extranjero trabajaba para la Inteligencia británica, aunque
por cierto el corresponsal se ocupaba activamente de disimularlo. Su conducta, de
hecho, era más bien anodina. Brillante cobertura. Gyuri admiraba la profesionalidad.
También estaba presente una figura ancha y militar que daba la impresión de que lo
haría más feliz inspeccionar fusiles, quien como era de esperarse le fue presentado a
Gyuri como el agregado militar.
—¿Qué le parece este nuevo gobierno? —le preguntó The Times,
presumiblemente en busca de alguna buena cita.
—Está bien. Lo apruebo, mientras dure.
—¿Qué quiere usted decir?
—Los rusos van a volver.
Hubo una suave burla británica ante esta declaración. En los pocos días que pasó
en tratos con británicos vivos, Gyuri advirtió con rapidez cómo los ingleses habían
alcanzado tal nivel de civilización que podían decirte con toda claridad lo estúpido
que eras, sin tener que decírtelo en realidad; eso es lo que pueden proporcionarte el
cricquet y siglos de democracia.
—Los rusos asumieron el compromiso de irse. Vi con mis propios ojos a
Mikoyan en el parlamento, el hombre estaba al borde de las lágrimas por perder
Hungría —explicó el corresponsal—. Se van. No tienen alternativa.
Gyuri había tenido la misma discusión esa mañana con Elek, a quien los ojos le
brillaban de alegría por la noticia.
«Te dije que esto no podía durar mucho tiempo más», había dicho Elek. Gyuri
resumió para consumo británico una versión de su tesis simplificada y libre de
obscenidades.
—Sé que los rusos han perdido una batalla. Se van. Pero no me parece que vayan

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a decir: «Oh. Ustedes quieren ser independientes. Lamentamos no haber
comprendido que no nos querían». Volverán.
Hubo más muecas y cejas levantadas por la diversión ante el húngaro agotado que
no terminaba de comprender la situación internacional.
—No —declaró el agregado militar—, aquí han terminado.
—De hecho —dijo The Times—, estoy dispuesto a apostarme cinco libras a que
no van a volver. Puede darme unas lecciones de húngaro cuando yo gane.
—Espero que gane usted —dijo Gyuri.
Jadwiga había acordado encontrarse con Gyuri en el Corvin, y le dijo que de
camino se detuviera en el Kórút para comprar un periódico. Ahí yacía todavía un
cadáver soviético, ahora una visión inusual porque habían recogido y guardado fuera
de la vista a la mayoría de los muertos. Algo metálico brillaba en su muñeca. Parecía
familiar: un reloj Omega, como aquel del cual lo había librado el Ejército Rojo allá
en 1944, exactamente el mismo modelo. Desprendió la correa y miró el dorso del
reloj. Ahí estaban las iniciales Gy. F.
—Muchas gracias por habérmelo cuidado —dijo, y se lo guardó en el bolsillo.
Cuando cruzaba en dirección al puesto de periódicos, un grito lo detuvo. Era
Róka.
—¡Hey, desclasado! Esto es lo que buscas —dijo, mientras le alcanzaba a Gyuri
un ejemplar de un montón de periódicos que estaba cuidando—. ¿Has matado a
alguien interesante? —inquirió.
—En realidad no —respondió Gyuri—, es que me dio por ser selectivo.
Róka había pasado casi todo su tiempo bajo fuego, a la caza de un camión de la
AVO lleno de gente afecta a las atrocidades por sorpresa; abrían de golpe las puertas
traseras del camión y disparaban a cualquiera que estuviera a la vista, hombre o
mujer, joven o viejo, armado o desarmado. El equipo de Róka los perdió varias veces
por cuestión de segundos. La historia terminó cuando los vieron por última vez; iban
en dirección al Angyalfóld.
—No pudieron haber durado más de diez minutos —sentenció Róka. El periódico
que Róka le pasó a Gyuri tenía por título La Verdad—. Estoy trabajando en el comité
editorial —explicó con orgullo—. Oh, antes de que me olvide, Hepp quiere a todo el
mundo reunido en el club, el lunes por la mañana, a la hora Hepp. Dice que ya hemos
perdido bastante tiempo. —Como despedida, Róka le ordenó que buscara a
Gyurkovics. Éste había logrado que le encargaran la distribución de una enorme
cantidad de queso de Suiza, y siguió adelante repartiendo su periódico a cualquiera
que estuviera dispuesto a cogerlo.
Gyuri nunca se imaginó que alguna vez en su vida estaría ansioso por leer un
periódico húngaro. Ahora los periódicos circulaban de una manera desbordante, en un
incremento que en condiciones normales sólo correspondían a las cifras de

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producción de las empresas comunistas. Los periódicos viejos cambiaron y recibieron
trasplantes editoriales, y otros nuevos brotaban como hongos. No eran demasiado
buenos, pero se tenía la novedosa sensación de querer leer lo que decían. No se
conocía el contenido del periódico antes de leerlo; ahora aparecían todas las cosas
que durante aproximadamente diez años habían faltado, expresando opiniones que no
eran las del Partido. Al poner la vista sobre La Verdad, Gyuri leyó alguna nueva
poesía maltrecha, alguna vieja poesía exhausta y unos artículos acerca del 23 que a
duras penas podían considerarse como noticias. Aun así leerlo fue un placer.
Después de la pelea, se imponía el orden. Por todas partes, el pueblo, orgulloso de
su ciudad, limpiaba victoriosamente los cristales rotos, los cascotes y la basura
marcial. Apartaban los despojos soviéticos de los caminos para que se pudiera
circular sin dificultad. Todo el mundo se comportaba inmejorablemente, como si la
revolución fuera un invitado de honor a quien se quisiera impresionar con
hospitalidad y cortesía. Una burbuja de decencia había ascendido desde el corazón de
la tierra para explotar en Budapest. Los campesinos venían a la ciudad con sus carros
y distribuían comida a cualquiera que se les pusiera delante, repartían sacos de
patatas, manzanas, calabacines, melones tardíos. En el escaparate roto de una joyería
Gyuri vio una nota que explicaba que habían trasladado el contenido al piso superior
para mantenerlo a salvo. En el pavimento se depositaron cajas de cartón con el cartel
«para los caídos», repletas de billetes para los familiares de los muertos.
La peor batalla, o la mejor, según como se viese, se había librado en los
alrededores del cine Corvin. El cine Corvin no era demasiado cómodo o saludable, no
era un edificio del que uno pudiera alardear demasiado, pero, como por una
asombrosa premonición, no podía haber sido mejor diseñado para la lucha callejera.
El cine era circular y estaba rodeado por un anillo de bloques de pisos con un montón
de convenientes callejones de entrada y de salida.
Pero el Corvin no fue el único club de lucha callejera. Toda Budapest se había
convertido en una caja de sorpresas. Incluso alrededor del Corvin se produjo una
fuerte competencia: por un lado la escuela de Práter utca, justo detrás del Corvin, y
enfrente, también, al otro lado del Ullói út, los barracones Kilián, hogar del batallón
«C», una colección de soldados que en opinión de las autoridades no se habían
comprometido lo suficiente con la causa comunista. Estuvieron allí recluidos más
tiempo del ya excesivo habitual empleado para cavar zanjas y pavimentar caminos;
por lo general estaban hacinados, mal pagados y peor alimentados, por lo que se
interesaron muchísimo con las noticias de la revolución.
Como si esto no bastara, en sentido paralelo al Ullói út, la ruta que usaron las
tropas soviéticas como entrada principal a Budapest, estaba el Túzoltó út, una calle
ridículamente estrecha que engendró sus propios guerreros, bastante conocidos por la
zona como los muchachos Túzoltó. Estos lograron uno de los golpes más certeros de

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la batalla, que se dio en llamar la masacre Túzoltó. El comandante de un tanque
soviético, al ver que sus camaradas tenían horribles y casi siempre fatales accidentes
en el Ullói út cuando iban a buscar revoltosos y reaccionarios, tomó la decisión de
bajar a Túzoltó út. Entraron cinco tanques, pero ninguno volvió a salir.
—Tomamos el primer tanque y el último —le relató a Gyuri uno de los
participantes (un conocido jugador de water-polo)—. De manera que los otros tres
quedaron atrapados en medio. No irían a ninguna parte. Nos tomamos un descanso
para almorzar, y luego los liquidamos.
Túzoltó út quedó tan atiborrada de fragmentos de tanques soviéticos que los
muchachos tuvieron que trasladar sus operaciones a otra calle.
Cuando Gyuri llegó al Corvin había, como siempre, muchos grupos congregados
en el exterior del cine; la necesidad de salir a la calle no había disminuido. La gente
quería ver la historia con sus propios ojos. El arma antitanque, montada sobre su pie,
seguía colocada en la entrada, con un cartel que decía «retenida por demanda
popular»; la gente aún portaba sus armas, a pesar de que se había pedido que
comenzaran a entregarlas. Jankó, el comandante de la única batería antitanque del
Corvin, andaba cojeando por todas partes con su pata de madera y no parecía
dispuesto a hacer caso. Llevaba un fúsil en la mano, a su espalda un AK-47 de alto
precio, lo último en fusiles de asalto soviéticos, una pistola guardada en su funda y
una bayoneta que sobresalía por la bota de su pierna sana. Era sin duda un hombre al
que no le gustaría perderse la oportunidad de matar a algún ruso. Jankó hizo por
cierto un trabajo impecable con el arma antitanque: seis tanques reventaron como
palomitas de maíz, con un disparo cada uno. No era nada sorprendente, pues, en un
hombre con semejante eficiencia homicida y especialmente dotado para los aparatos
de la muerte, que tuviera un gesto malvado en su cara. Gyuri podía imaginárselo
como un cazador de ratas, como alguien que sentía oleadas de placer matando
pequeños mamíferos a la espera de otros más grandes o de más soviéticos.
Jadwiga, fiel a su estilo, no estaba nunca donde debía estar. Gyuri la buscó en
algunas de las reuniones que se llevaban a cabo, pero no la encontró. Ahora que la
lucha había terminado, la gente hacía una de dos cosas, o se reunía o pintaba por
todas partes la vieja insignia nacional. Las reuniones, estimulantes y eufóricas al
principio, empezaron a caer raudamente en el tedio. La ausencia de asociaciones
libres los había entumecido; era como no haber leído un libro durante cinco años y
ahora tratar de leer cinco al mismo tiempo para recuperar el tiempo perdido. Orgías
de credos en todo el territorio de la nación.
Brotaron todo tipo de organizaciones; los viejos partidos políticos retomaban la
marcha desde la mitad de la frase, donde se habían detenido en 1947, y también
surgían todo tipo de sociedades para prisioneros políticos, estudiantes, oficinistas,
economistas y jugadores de water-polo revolucionarios. Se reactivó con toda

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intensidad el viejo chiste de los dos húngaros en una isla desierta que fundan tres
partidos políticos. Seguramente ya había una asociación de luchadores por la libertad
de una sola pierna para que Jankó se afiliara.
Gyuri dio una vuelta por el terreno del Corvin. Las caras de los luchadores eran
jóvenes, la mayoría adolescentes (otra vez se sintió algo así como obsoleto); por lo
general eran de la clase trabajadora y, bueno, tal vez no demasiado brillantes. Pero,
pensándolo bien, ¿pasaría alguien inteligente su tiempo libre provocando a los
tanques soviéticos? No, la gente inteligente y educada tendía a quedarse en su casa
produciendo panfletos, y dejaba que los pobres y los estúpidos se ocuparan de morir
por ellos cuando salían en los momentos apropiados a enarbolar las banderas.
El Corvin estaba en un distrito que sabía apreciar una buena pelea, ya fuera entre
defensores de equipos de fútbol rivales, o contra el Ejército Rojo. Gyuri todavía
esperaba ver a Tamás; el Corvin era su clase de acontecimiento, y no cabía duda
alguna de que si Tamás estaba vivo, los rusos estarían muriendo. Pero había otras
muchas localizaciones entre las que se podía elegir, además del Corvin. Las caras
familiares, sin embargo, estaban en el Corvin; él había visto a Nadas discutir con dos
chicas equipadas con ametralladoras. Gyuri le había dicho hola, pero sospechaba que
Nadas no lo había reconocido, puesto que Nadas había representado un papel
importante para él como compañero de celda, y Gyuri sólo fue un extra en el
escenario de Nadas.
Gyuri también conservaba la esperanza de ver a Pataki. Distinguía espaldas,
perfiles, cortes de pelo, abrigos, formas remotas que imitaban a Pataki o transmitían
cierta patakinez. Imaginó que estaría camino de vuelta a Hungría, no le gustaría
perderse aquello. De pronto vio un hombre saliendo del Parlamento que se parecía
tanto a Pataki, hasta tal punto se movía como él, que Gyuri ya tenía listos la alegría y
los saludos; la ausencia de todo reconocimiento en los iris del impostor fue lo único
que lo delató en el último momento…
Al final, bien lejos de Ullói út y cerca de ciertos escombros escénicos, Gyuri
encontró a Jadwiga mientras un par de fotógrafos occidentales le sacaban una foto.
Parecían sentir cierta inclinación hacia mujeres atractivas con armas. A Gyuri no le
gustó en absoluto. Jadwiga apenas sostenía una de sus sonrisas amables, su tarjeta de
visita llena de dientes, pero ellos no podían saberlo.
Gyuri se acercó a los fotógrafos para desanimarlos desde una distancia más corta,
pero ya habían terminado su tarea y se ponían en marcha hacia la próxima toma.
Viktor, el desertor soviético, y otro polaco, cuyo nombre creía Gyuri que era Witold,
estaban apoyados contra la carcasa de un tanque y desde allí habían observado la
sesión de fotos.
Jadwiga llevaba puesta su chaqueta soviética acolchada, el pellejo de un soldado
soviético muerto, pensó Gyuri macabramente. El mismo había tomado armas de

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internacionalistas muertos, pero las armas eran de algún modo cosas sin fe, no
pertenecían a nadie, sólo eran portadas por alguien. La cazadora azul de Jadwiga,
aproximadamente una tercera parte de su pequeño guardarropa, se había hecho
pedazos el día 26, cuando se arrastraron por debajo del fuego soviético en el Corvin.
Más que ninguna otra cosa, lo aterrador fue el ruido de los tanques. En principio era
menos peligroso que los disparos de la infantería, pero sonaba más amenazante.
Cuando Jankó disparó el arma antitanque como respuesta, a Gyuri le pareció morir de
miedo. Tirado en tierra, echando mano de músculos que ignoraba tener para
arrastrarse por el pavimento, más aplastado que si tuviese un elefante encima,
ponderó que sólo se habría requerido una sola de las cientos de balas que zumbaban a
través del Corvin para levar anclas del imparable discurrir de las cosas, y se preguntó
por qué la gente no hacía lo más lógico, que era escapar. Mientras tanto, Jadwiga sólo
estaba molesta porque su chaqueta le falló en esas condiciones de combate, y se hizo
jirones mientras ella disparaba. Durante una de las expediciones que hacía en la pausa
para recoger municiones y armas de soviéticos desactivados, ella regresó con la fuerte
chaqueta.
—Bueno, ¿cómo anda el gran optimista? —le dijo ella a Gyuri. Esa mañana
Jadwiga se había puesto del lado de Elek, desde luego, cuando insistió en que el
Ejército Rojo ya había tenido suficiente y que Gyuri no quería enfrentarse al hecho de
que ahora era libre de hacer lo que deseara porque ya no tenía a mano la cómoda
excusa de un régimen cruel y dictatorial que le impidiera alcanzar un gran éxito.
—Hoy Budapest, la semana que viene Varsovia, ¿verdad, Witold? —Witold
asintió con la cabeza—. Moscú —agregó luego ella en ruso—, siendo realistas, en un
mes.
Witold sonrió con aprobación.
—Por eso tienen que detenerse aquí —dijo Gyuri—. Esto no puede durar mucho
más tiempo.
—Eres tan miserable —protestó Jadwiga—. Espero que nuestros hijos no tengan
nada de eso. Cuando les cuente qué estúpido era su padre van a reírse.
Después de arrancarle la promesa de que iba a volver temprano a casa, Gyuri
retomó su camino de regreso por Damjanich utca. Al pasar por una librería que había
vomitado su contenido a la calle, se le ocurrió que en su casa había poco papel y,
como quería realizar un experimento científico, juntó algunos volúmenes que no
habían sido quemados, o que sólo estaban un poco chamuscados por las llamas.
En casa, relajado en el retrete, revisó los libros. Révai, el ideólogo del Partido,
resultó decepcionante. Era un volumen imponente, Supimos cómo usar la libertad
(684 páginas), pero el papel era demasiado brillante para merecer el diploma de
limpia-traseros. Parecía prometedor el Testimonio (213 páginas) de Méray, el
periodista que intrépidamente inventó y luego expuso en un ejemplar ilustrado las

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atrocidades estadounidenses en Corea. Gyuri no tenía idea de lo que había ocurrido
realmente en Corea, pero de buena gana apostaría su vida a que las únicas cosas del
libro que no eran mentiras descaradas eran el nombre del autor y las comas. Sin
embargo, Méray proporcionaba un grado mayor de absorción. Llegó a los Discursos
y artículos selectos de Rákosi (559 páginas), pero era una obra que no acababa de
servir para aquel propósito. La servilleta inferior más efectiva resultó ser El momento
decisivo de Rákosi (359 páginas), un ofrecimiento temprano, de 1946, de un papel
áspero que casi funcionaba.
Gyuri trató de disfrutar su residencia en el cuartel general de los cuartos traseros
con extractos de esos libros, pero a pesar de que la idea había sido muy agradable, la
realidad no resultó tan satisfactoria. Los comunistas no servían ni siquiera como
papel higiénico. Podía adivinarse que Rákosi, ante la perspectiva de que la gente
tomase un día sus libros para convertirlos en forraje para el culo, ordenaba que sus
obras se imprimieran en la calidad más inconveniente de papel. Con todo, aquello
daría un párrafo divertido cuando le escribiera a Pataki.
¿Dónde estaban Révai, Rákosi y los otros?, se preguntó Gyuri. ¿Dónde estaban
todos esos cabrones, los amados hijos favoritos del pueblo? Los rusos probablemente
los tenían escondidos en el subsuelo de su embajada, almacenados para una futura
necesidad, etiquetados como «dictadores sobrantes».
El último libro que tomó Gyuri estaba en inglés, Europa Oriental en el Mundo
Socialista, de Hewlett Johnson, quien se suponía que era el deán de Canterbury. El
libro era un canto al orden socialista. O se trataba de una falsificación, o pescaron al
deán jodiéndose muchachitos en Varsovia y entonces lo chantajearon para que
escribiera esto, pensó Gyuri, porque nadie podía ser tan estúpido como para escribir
cosas como ésas por su propia voluntad.

*
Era el parque más grande de Hamburgo; estaba lleno de patos, pero aun así no
lograba atrapar ninguno. Los patos tenían más cerebro y eran más rápidos de lo que
parecían, y Pataki estaba en desventaja porque tenía que mirar continuamente por
encima de su hombro para que no lo arrestaran. Seguramente habría alguna
ordenanza municipal que protegiera a los patos alemanes de los refugiados húngaros.
Trató de improvisar trampas con cuerda y pan seco, trató de atraparlos con su
chaquetón, trató de aferrar uno directamente para retorcerle el cuello. A medida que
oscurecía, Pataki se resignó a cenar otra vez huevos pasados por agua. Había
explorado todas las opciones para cocinar huevos y de algún modo los hervidos eran
los que resultaban menos descorazonadores. Los huevos eran mejor que nada, pero

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después de meses de huevos implacables, los alimentos que no fueran huevos
comenzaron a adquirir una fascinación sin precedentes.
Al pasar cerca de una taberna, sin embargo, Pataki tomó una decisión repentina y
resolvió gastar un poco de dinero. Dos cervezas para celebrar la Revolución. Tenía
delante a un gordo alemán que estúpidamente parecía estar comprando más cerveza
de la que podría llevarse. El hombre trataba de encontrar el modo de controlar su
carga imposible y Pataki estaba a punto de pedir dos botellas de cerveza cuando una
mano aterrizó en su hombro. Se volvió y se encontró con una figura de pelo largo que
le decía en alemán:
—Soy húngaro, déjame invitarte a un trago. —¿Loco? ¿Borracho?
¿Incontrolablemente gregario? ¿Sólo húngaro?
—Yo también soy húngaro, y voy a dejar que me invites a un trago —respondió
Pataki en su lengua materna.
Su anfitrión se llamaba Kincses y era evidente que estaba acostumbrado a
recorrer grandes distancias en busca de compañía. Su habitación quedaba
virtualmente encima de la borrachería, de modo que se acomodaron allí para beber.
Kincses estaba muy complacido de no tener que usar su alemán de acento
asombrosamente marcado y así mostrarse de veras locuaz. Llevaba en Alemania
Occidental más de tres años. Trabajó un poco como modelo de un artista, pero el
expresionismo abstracto le había desecado la mayor parte de su ocupación y ahora
trabajaba como factótum en uno de los burdeles más activos.
—Todo fue muy alemán —contó—. Hubo una entrevista previa. Me preguntaron
si tenía alguna experiencia de trabajo en un burdel. Eran perfectamente serios; les
aterrorizaba contratar a alguien que no estuviera cualificado. ¿Tú qué haces?
—Soy el director del departamento de compras de sellos postales en un banco —
respondió Pataki—. Es decir, el que envían a por el correo.
Bebieron a la salud de la Revolución.
—Traté de regresar ayer. Llegué hasta la frontera de Austria —dijo Kincses—.
Pero los austríacos no me dejaron entrar. Estaban convencidos de que ya había
suficientes húngaros en Hungría. En realidad, no sé para qué tenía tantas ganas de
volver cuando pienso en todos los problemas que tuve para salir. Tuve que bailar el
vals a través de los campos minados. ¿Y tú?
—Mi vagón de tren personal. Debiste tener muchas ganas de irte para salir de ese
modo.
—En realidad no tenía muchas opciones. Eso siempre hace las cosas más fáciles.
Sabes, salí de un lugar llamado Recsk, un campamento de trabajo. —Kincses
describió la inspiración que animaba a Recsk—. Un montón de gente me ayudó a
escapar. Tardamos meses en reunir partes de un uniforme de un guardia. Fue muy
atrevido, muy dramático. Una gran desfachatez, una oscura noche de invierno,

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guardias aburridos, gordinflones, y de pronto estuve fuera. Sencillamente salí
caminando. No había esperanza alguna de permanecer libre en Hungría, así que
estaba claro que debía partir.
»Todos pensamos que era importante informar al mundo de lo que pasaba en
Recsk. Memoricé los nombres de todos ellos, su fecha de nacimiento, la ocupación y
la ciudad en la que habían vivido. Trabajaba sobre las direcciones cuando se
completó el uniforme.
—¿Y entonces qué fue lo que dijo el mundo? —preguntó Pataki.
—No demasiado. Si sales caminando de un campo de trabajo, eso es heroico; si
sales caminando de un campo de trabajo y atraviesas el Telón de Acero, entonces
descubres que has dado la vuelta al mundo moral y ya no es heroico, sino
extremadamente sospechoso. Todos fueron de lo más amable, pero me daba la
impresión de que me creían a sueldo de Moscú. (Pataki recordó a sus interrogadores:
«Ach, Herr Pataki, comprendemos que usted diga haber sido despedido por la AVO,
pero nos ha hablado de gente despedida por la AVO, cuando a la gente despedida por
la AVO se le pide que diga que ha sido despedida por la AVO». La reunión había
quedado en un punto muerto; él se quedó en el país pero sin un salario generoso de
los servicios de seguridad.)
—¿Vas a volver? —inquirió Kincses.
—Cuando me voy, me voy.
—¿No crees que debería decírselo? —preguntó Jadwiga.
—No. Es mejor no interferir en esa clase de tráfico emocional —respondió Elek.
—Pero no puede haber duda alguna; los documentos son muy claros.
Elek se veía desdichado.
—Es posible que los documentos hayan sido muy claros, pero tú no has conocido
realmente a Pataki. Era tan rápido fuera de la cancha como dentro de ella. El acto de
lucir sus desnudeces ante ellos tal vez sea algo difícil de justificar, pero él es
escurridizo. La AVO pudo haber pensado que estaba trabajando para ellos, pero es
probable que él lo haya aceptado sólo para poder escapar. —Encendió un cigarrillo
que había guardado durante mucho tiempo—. Y apuesto a que consiguió sacarles un
anticipo.

*
Fue la artillería lo que los despertó. Lejana, pero poderosa. Gyuri miró por la ventana.
Oscuridad, quietud. No había señales del amanecer ni de los rusos, pero ambos se
acercaban. Encendieron la radio y oyeron a Imre Nagy anunciar el obvio ataque de
los rusos y declarar que las fuerzas húngaras estaban peleando. A continuación hizo

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una petición de ayuda al exterior. Gyuri se vistió, puesto que el infortunio debía
encontrarlo con los pantalones puestos, mientras los jugos de su estómago decidían
suspender su actividad.
—Debemos ir al Corvin —dijo Jadwiga.
Gyuri no quería realmente ir al Corvin. De ninguna manera le complacía el haber
tenido razón. Tener razón, descubrió, no necesariamente es mejor para ti que estar
equivocado. Creyó haber estado enojado antes, pero se dio cuenta de que sus rabietas
anteriores sólo habían sido falsos comienzos comparados con su ira presente. Gracias
al Ejército Rojo iba a explotar, pero no quería pelear. Temblaba con una mezcla de un
noventa por ciento de furia y un diez por ciento de miedo. Quería hacer la sugerencia
de ir a la frontera, pero sabía que Jadwiga no lo iba a escuchar. De todas maneras lo
sugirió, porque sabía que si no lo hacía se iba a arrepentir más tarde.
—Vámonos a Austria —dijo.
—No lo dices en serio —replicó ella.
Salieron de la casa y anduvieron por las calles; Jadwiga portaba su arma favorita.
Había poca gente, y los que habían salido, armados o desarmados, parecían no saber
qué hacer. Él trató de mantener sus pensamientos sumergidos: no quería que salieran
al mundo porque no ayudarían en nada, pero tampoco podía mantenerlos abajo:
subían flotando hacia la superficie. Se agitaban en el interior de su cabeza. Vamos a
perder. Nos van a matar. Los otros miraban a Gyuri como si también estuvieran
tratando de mantener quietos los mismos pensamientos. Subrepticiamente llegaron al
Kórút, que Gyuri reconoció de pronto como la calle donde iba a morir.
—Me siento a salvo contigo —dijo Jadwiga, mientras preparaba su arma, lo cual
era intrigante porque lo cierto es que Gyuri no se sentía a salvo consigo mismo.
Kurucz también recorría el camino hacia el Kórút; se escabullía por las entradas
de los edificios con un par de granadas en su cinturón y con su arma lista para ser
usada; Kurucz era uno de los soldados profesionales que fueron a parar al Corvin. La
visión de Kurucz animó un poco a Gyuri. Lo consideraba un amigo íntimo y personal
de la supervivencia. Era inteligente. Tenía suerte. Kurucz no cometía errores y
mataría masivamente. Estar cerca de él podría arrojar un poco de protección sobre
ellos. Gyuri notó que tenía puesto el jersey con la parte de detrás delante.
—¿Has oído algo sobre Maléter? —preguntó Kurucz. Gyuri negó con la cabeza.
Unos pocos días antes el coronel Maléter había sido nombrado ministro de Defensa
gracias a su enérgica actividad en los barracones Kilián—. Anoche fue a cenar con el
Alto Mando Soviético, y nunca volvió. —Más buenas noticias, pensó Gyuri,
ensordecido por la voz que le gritaba en el oído vas a morir.
—Bueno, el liderazgo militar nunca fue el punto fuerte de este país —observó
Kurucz. Era algo estúpido, pero Gyuri no pudo evitar el pensamiento de que las cosas
habrían sido diferentes si Pataki se hubiese quedado. Pataki no habría dejado que esto

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sucediera. Pataki no habría sido estafado por una banda de gordos generales
soviéticos. No les habría dejado que se cagaran en el país entero. Gyuri no sabía
cómo, pero de algún modo Pataki los habría burlado, o al menos no habría perdido el
partido antes de comenzar.
—Si sólo Pataki estuviera aquí… —dijo, mientras trataba de pensar qué hacer.
—Si leyeras mejor no dirías cosas como ésas —respondió cortante Jadwiga.
Gyuri no comprendió a qué se refería, pero ella siempre tenía ráfagas de misticismo
eslavo.
Lo más intenso del ataque parecía dirigirse al Corvin; ése era el precio de la
celebridad, un tributo asesino a su ejército adolescente. Todos estaban en acción: la
aviación, la artillería y tanques nuevos, más grandes. Ellos se acercaban al Kórút
centímetro a centímetro, pero parecía suicida tratar de acercarse más. Estaban detrás
de una pila de sacos de arena, remanentes de la batalla anterior, cuando uno de los
tanques, a cientos de metros de distancia, abrió fuego.
La mitad del edificio que estaba detrás de ellos desapareció. Gyuri tardó un rato
en convencerse a sí mismo de que todavía estaba con vida y de que todos los
componentes de su cuerpo seguían en los lugares correctos y todavía en funciones.
Jadwiga estaba a su lado, cubierta de polvo y escombros. Cuando él vio que estaba
herida, dos pensamientos lo recorrieron a la carrera, uno, el axioma de que las heridas
en el estómago siempre resultan fatales, y el otro, que su cordura no iba a poder
afrontarlo. La sostuvo como si eso pudiera ayudar, y trató de mantener el horror fuera
de su cara, la certeza de que estaba a punto de ver lo último que nadie quería ver, la
muerte de alguien a quien se ama.
De todas maneras, ella lo sabía.
—No te olvidarás de mí —dijo.

*
Mientras esperaba que comenzara la Tercera Guerra Mundial, Nigel pasaba el rato
dedicado a lustrar todos los zapatos de la embajada a los que pudiese echar mano.
El teléfono estaba sonando. Nigel había contestado una vez.
—Hola, embajada británica —dijo.
—Estamos atrapados. Vamos a morir —había dicho una voz. Era una voz rica,
profunda, tranquila, que hablaba un inglés fluido con el deje suficiente de acento
húngaro para darle un color agradable; uno podía imaginarse que la voz pertenecía a
un profesor de literatura inglesa. Nigel no supo qué decir. Estaba claro que
correspondía a algún tipo de conmiseración, pero en su etiqueta inmediata no tenía
nada a mano que cubriera una situación como ésa. La voz siguió adelante aunque,

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afortunadamente, sin darle a Nigel la oportunidad de participar—. Nuestro edificio
está completamente rodeado por los rusos. Pelearemos hasta la última bala, pero
vamos a morir. No nos importa, pero usted debe ayudar a nuestro país. Hungría debe
ser libre… —la línea quedó muerta.
Todo el mundo aportaba lo suyo y seguía adelante con las tareas en la Delegación,
pero Nigel decidió no volver a atender el teléfono. El edificio era un refugio para una
extraña mezcla de británicos, estudiantes bien intencionados, aventureros, periodistas,
gente de vacaciones y dos hombres de negocios con una inconmovible devoción por
comercializar su marca de hojas de afeitar en el rostro de la historia. Nadie hablaba
de ello, pero de manera tácita se daba por sentado que iba a estallar la guerra y que
ellos iban a estar muy por detrás de las líneas enemigas; cualquier cosa que fuera a
suceder no iba a resultar placentera. A cada uno se le había regalado un ejemplar de
su propia muerte.
Nigel había optado por limpiar zapatos puesto que así tenía algo que hacer, y tal
como él decía en broma:
—Queremos estar elegantes cuando los rusos nos capturen. El director de mi
colegio nunca me perdonaría si llegara a encontrar mi fin con el calzado sucio.
El periodista de la BBC circulaba por el edificio aferrado a una botella de vodka,
y a toda mujer que tuviera a la vista le decía: «¿Alguien quiere joder?». Nigel se daba
cuenta de que una vez pasado todo esto, el ministro iba a hacer declaraciones a la
BBC, si es que estaba en disposición de hacerlo. El ministro tenía una imagen
sombría de los periodistas; al corresponsal del Daily Worker casi le habían prohibido
la entrada:
—¿No debería estar usted allá fuera, junto con sus amigos comunistas?
El agregado político y el agregado militar subieron hasta donde Nigel había
establecido su negociado de limpieza de calzado.
—Kádár ha vuelto finalmente a la superficie. Ha estado transmitiendo desde
alguna parte, y ha dicho que estableció un gobierno de obreros-campesinos, un nuevo
gobierno que invitó a los rusos a que pusieran sus cosas en orden. Me encantaría
contar la cantidad de obreros y campesinos que hay en su gobierno —comentó el
político.
—¿Quién es Kádár? —preguntó Nigel.
—Fue ministro del Interior con Rákosi. Un comunista de formación interna, en
oposición a lo que podrían ser los moscovitas. También fue ministro en el último
gobierno de Nagy, pero enseguida pareció cansarse de éste y desapareció hace unos
días.
—¿Alguien sabe dónde ha estado? —preguntó el agregado militar.
—Me aventuraría a decir que en algún lugar seguro y soviético. Probablemente se
ha pasado la semana tratando de pensar una nueva configuración socialista-obrera

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para darle nombre a su nuevo partido. Pero está estancado con el Partido Socialista
Obrero Húngaro, que fue idea de Nagy. Me imagino que ya se han usado todas las
variantes.
—Mmmm. Supongo que ha llegado la hora de alistarse —dijo el agregado militar,
y dio un paso hacia fuera para entrar en la revolución.

*
Uno no se vuelve más valiente, sólo se cansa y se aburre del miedo, pensó Gyuri
mientras trepaba por encima del muro para aterrizar en el cementerio Kerepesi. Él y
Kurucz lo atravesaron a la carrera, eludiendo tumbas y malezas. ¿Dónde estaban los
otros?, se preguntó Gyuri. Miró hacia atrás y pudo ver a los mongoles que saltaban
por encima del muro.
El Ejército Rojo regresó con refuerzos procedentes en gran medida del Asia
Central o de algún otro lugar con ojos rasgados de la Unión. A diferencia de las
tropas que habían estado estacionadas en Hungría y tenían alguna idea de lo que
sucedía, Gyuri oyó que los mongoles creían estar peleando en el Canal de Suez. A
ellos ciertamente no les importaba matar gente.
Kurucz le hizo una señal de que se detuvieran. Gyuri conservaba la energía
suficiente para saborear la ironía de asistir a un tiroteo en un cementerio; muy
conveniente para la gente que más tarde tenía que limpiar. Los mongoles se movían
con cautela, como si esperaran que en cualquier momento los atacaran paracaidistas
estadounidenses. Gyuri se pasó el día entero escuchando historias de paracaidistas
estadounidenses que llegaban a cada rincón de Hungría, especialmente a los lugares
donde no se les necesitaba. Bueno, si no se apresuraban, pronto habría terminado
todo.
Aquí está enterrada mucha gente del Partido, observó Gyuri; tenía la esperanza de
encontrar la lápida de algún dirigente político que recibiera los disparos y le
permitiera escudarse detrás.
Kurucz disparó a sus perseguidores todo un cargador; les activó de verdad sus
sistemas cardiovasculares y tal vez le dio a alguno de los cabrones amarillos. Él y
Kurucz cayeron detrás de un mausoleo gigante que estaba unos metros más alejado,
una especie de mini-historia de la arquitectura compuesta por una docena de estilos
diferentes, quizá para registrar cualquier cambio de la moda hasta el día del Juicio
Final. Era horrible pero debió de haber costado una fortuna. EN MEMORIA DE LA
FAMILIA GEREBEND, decía la inscripción. La familia Gerebend está a punto de recibir
algún castigo, pensó Gyuri.
Él y Kurucz estaban escasos de municiones. Kurucz conservarla todavía una

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granada, y nada más. Después de eso podían comenzar a tirar piedras. Los mongoles
discutían en voz alta su estrategia, muy a lo lejos. Pasados unos pocos minutos,
apareció uno de ellos arrastrándose sobre su estómago, con el arma acurrucada entre
sus brazos como indicaba el manual, pero bien a la vista. ¿Acaso pensaba que era
invisible? Aquello rozaba lo insultante.
Gyuri sintió una ráfaga de ira en su paladar emocional. Toda la mañana había
fallado sus blancos, pero con sus últimas dos descargas le dio al serpenteante mongol.
El mongol resultó ser un escandaloso, que de manera elocuente expresó en un
lenguaje universal lo doloroso que era recibir un disparo.
Hubo más consultas asiáticas apresuradas y luego, desde un frente amplio, les
llovió una descarga de armas pequeñas que melló la última residencia de la familia
Gerebend. Gyuri se daba cuenta de que Kurucz quería quedarse y arrancarles los ojos,
pero le indicó que deberían irse. Fue fácil. Después de un breve y acertado
lanzamiento de granada, mientras el tiroteo continuaba, abandonaron el cementerio.
Los mongoles seguirían allí varias horas antes de darse cuenta de que ellos habían
salido por la puerta trasera.
—Voy a Ullói út —dijo Kurucz.
—No regresarás de allí —dijo Gyuri, y notó por el tono de su voz que estaba
histérico. Le sorprendió que le quedaran fuerzas para eso. El Ullói út era la antesala
del fin del mundo, un pequeño apocalipsis localizado. Era más seguro dispararse un
tiro en la boca.
—He vivido como un gusano durante mucho tiempo —dijo Kurucz, a pesar de
que Gyuri no podía visualizar en Kurucz nada parecido—. Me alegra poder morir
como un hombre. ¿Dónde vas tú?
—Fuera. Occidente. Austria —respondió Gyuri.
—Tampoco tú vas a volver.
Gyuri arrojó su revólver vacío. Si necesitaba otra arma podía cogerla en cualquier
esquina, y llevar una encima no le hacía a uno ningún favor.
—El Ejército Rojo no olvidará su salida de Budapest —dijo Kurucz—. Ha sido…
Bueno, van a escribir sobre nosotros.
Mientras iba hacia su casa arrimado siempre a las paredes, Gyuri se topó con el
agregado militar inglés, que observaba los procedimientos escondido en la entrada de
un edificio. Por la forma en que lo saludó en inglés, el agregado advirtió que se
habían conocido antes, aunque era obvio que no lo pudo precisar.
—Asombrosos estos tanques nuevos —dijo, y señaló con un gesto al otro lado de
la plaza Hósók—, y también esos nuevos cañones, una velocidad de tiro formidable.
Gyuri asintió con la cabeza porque no estaba en condiciones de agregar nada a la
conversación. Solamente sonrió con amabilidad, del modo en que uno sonríe cuando
su país ha sido invadido por interesantes tanques nuevos. El agregado llevaba un

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paraguas, observó Gyuri, como todos los ingleses.
Al llegar a casa vio que estaba vacía. Elek se había refugiado en el sótano junto
con todos los vecinos del edificio, como habían hecho durante el sitio de 1944. En un
acto final de rebelión y desafío, Gyuri se metió en la cama y durmió de manera
infatigable durante las siguientes veinte horas, en verdadera resistencia pasiva.

*
Lo despertó István, que andaba por el comedor. István estaba descolgando un cuadro,
un paisaje al óleo tan fantasmagórico que fue despreciado por legiones de soviéticos
saqueadores y, aun cuando se morían de hambre, Elek no pudo encontrar a nadie que
quisiera quitárselo de las manos a cambio de algunos florines.
—Un tanque lanzó una ráfaga de ametralladora sobre nuestra vida tranquila —
dijo István—. Liona insistió en que encontrara alguna cosa para reponerla. Has estado
peleando, ¿verdad? Tienes un aspecto de lo más temible.
Gyuri registró la cocina en busca de comida, más por reflejo que por hambre.
—¿Dónde está Jadwiga? —preguntó István. La mirada que le echó Gyuri dejó
todo en claro.
Gyuri comenzó a ponerse encima capas de ropa. Cuando llegó a su chaquetón,
metió la mano en el bolsillo y puso sobre la mesa las cosas de Jadwiga, algunas
tarjetas de identificación y los anillos. Conservó el pasaporte.
—Necesito que me hagas un favor. Cuando las cosas se hayan calmado, ¿puedes
enviar esto a Polonia? —Tomó su bufanda y le dijo a István—: Me voy. Que tengas
una buena vida y todo eso.
Estaba lisiado por la tristeza y era una larga caminata. Dios mío, pensó Gyuri,
¿realmente tiene que ser así? Hacía más frío de lo normal para noviembre, y a las
seis parecía mucho más oscuro de lo normal, como si los rusos hubiesen importado la
oscuridad consigo y el amanecer hubiera presentado su renuncia. No circulaban
demasiados trenes, pero en la estación Keleti había uno, enormemente atiborrado, que
se preparaba para partir. No era un tren que llevara gente a ninguna parte de Hungría,
aunque tuviera oficialmente un destino húngaro. Nadie lo decía, pero todos sabían
que era un lento tren a Viena.
El centro de la ciudad se había aquietado, pero cuando el tren traqueteaba fuera de
Budapest y pasaba por la isla Csepel se oyeron explosiones. Csepel, a la que siempre
se había considerado oficialmente como «roja» porque estaba habitada
exclusivamente por obreros industriales, era el último bastión que resistía. Tenían una
fábrica de municiones. Tenían baterías antiaéreas tan poderosas que las podían usar
para convertir a los tanques en quesos suizos. Sus propios líderes aconsejaron que

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abandonaran la lucha. Y les contestaron que se fueran al infierno. Durante todo el día
pendieron inmóviles sobre la isla enormes columnas de humo, como clavadas allí. La
gente que vivía en Csepel tenía una reputación de tenacidad y dureza y un increíble
grado de violencia sólo superado por Angyalfóld.
En el tren viajaban dos personas a quienes Gyuri conocía. El primero, Kórodi,
vivía al otro extremo de Damjanich utca. A pesar de su proximidad Gyuri no lo había
visto en años, y resultaba irónico toparse con él en este lance por ver si la frontera
todavía seguía abierta. Aferrado al estuche de su violín como si fuera una tabla de
salvación, Kórodi se mostró muy contento al ver a Gyuri.
—No te veía desde hacía mucho tiempo —dijo Gyuri, mientras se sentaba a su
lado en el vagón comedor sin comedor.
—Nadie me ha visto en mucho tiempo —dijo Kórodi riéndose—. Me he pasado
todo el tiempo practicando. Algunas veces catorce horas al día. Ninguna noche sin el
violín. Ningún noviazgo. Nada de largos baños. Nada de novelas baratas. Nada de
novelas buenas. No seré el violinista vivo más grande, pero soy el que ha trabajado
más duro. Renuncié a todo lo demás, porque sabía, sabía que un día iba a salir y que
entonces todo valdría la pena. Esos cabrones haraganes de Occidente no van a saber
qué fue lo que les pasó por encima.
—Es posible que las calles no estén pavimentadas de oro —dijo una parte de la
mente de Gyuri que se sentía responsable por el reparto.
—¿Sabes qué? No me importa si están pavimentadas de mierda.
El otro conocido de Gyuri era Kurucz. Mientras buscaba un asiento, Gyuri no lo
reconoció de inmediato porque su cara estaba en gran parte cubierta de vendajes. Se
apoyaba en una muleta. Lo que Gyuri pudo ver de aquel rostro era horrible, peor que
el de los cadáveres que estuvieron un par de días tirados por los alrededores. Al
principio no se reconocieron entre sí, la vieja cautela que había retornado en silencio,
pero, una hora después de haber salido de Budapest, Gyuri advirtió que Kurucz
fumaba un cigarrillo en el pasillo. Tenían espacio suficiente para una conversación
tranquila.
—¿Qué pasó? —preguntó Gyuri.
—Me mataron —dijo Kurucz, que hablaba con la suavidad de alguien que no ha
comido ni dormido durante días—. Cerca de Rákóczi út. Estábamos rodeados. Nos
quedamos sin municiones. ¿Alguna vez has tratado de darle una patada en las bolas a
un tanque? Existía alguna posibilidad de salir con vida si nos rendíamos. No teníamos
demasiadas esperanzas. Eramos doce, la mayoría hombres. Nos alinearon en el
mismo lugar, nos dispararon y nos arrojaron un par de granadas por si acaso. A mí me
dieron en la nuca y no me quedó mucho de la oreja izquierda. Por no hablar de la
generosa porción de metralla que recibí. Debía de tener mal aspecto, gracias al cielo.
Lo siguiente que recuerdo fue que estaba en una casa y que me estaban remendando

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un poco, mientras yo pensaba en el horrible papel que cubría las paredes; la gente que
me ayudó dijo que fui el único que salió con vida.
Se quedaron mirando la oscuridad por la ventana. Sólida penumbra, una gelatina
siniestra. No podía divisarse rasgo alguno allá fuera.
—¿Matamos demasiados? ¿No los suficientes? —preguntó Kurucz a propósito de
la AVO y el Partido—. Ellos siempre parecen encontrar repuestos. Los
colaboracionistas: las mierdas, igual que la esperanza, giran eternamente. —Kurucz
había hecho parte de su servicio militar en la frontera; le ofreció a Gyuri llevarlo por
una ruta muy verde que él conocía.

*
Elek, aburrido en casa y no demasiado ansioso por ir al hospital a ver si todavía
conservaba su empleo, saludó calurosamente a István en cuanto éste apareció.
—¿Has visto a Gyuri? Estoy comenzando a preocuparme. Me las he arreglado
para comprar mis pasteles favoritos. ¿Puedes creerte, en medio de todo esto, que la
pastelería haya vuelto a trabajar?
István suspiró ante el descuido de Gyuri.
—Se ha marchado —dijo. Ese noviembre no había necesidad de decir nada más.
—Justo cuando comenzaba a volverse interesante —comentó Elek.

*
Una vez llegó el tren a Hungría Occidental la gente comenzó a bajarse en diferentes
puntos, según el modo en que planeara su huida. Había familias con dos, tres, incluso
cuatro chicos y con innumerables maletas, viajeros solitarios, parejas en las que cada
uno sólo llevaba la mano del otro, e incluso un granjero que había anunciado su
intención de sacar de contrabando su cerdo premiado. Se respiraba una atmósfera de
triste excursión de vacaciones.
Kurucz parecía saber lo que hacía, aunque iba claramente de camino a la muerte.
Esto, al menos, le ahorraba a Gyuri pensar. No podía tomarse la molestia de tener
miedo; los acontecimientos habían sofocado su terror, si bien a un coste muy alto.
Caminaron lentamente hacia la frontera, sin dejar de evaluar con cuidado la aparición
de otras personas, aunque la mayoría de éstas los evitaban a su vez lo mismo que
ellos, con la misma acritud y distancia. El plan era acercarse a un kilómetro o menos
de la frontera, esperar a que oscureciera y luego ponerse en marcha.
Había una fina alfombra de nieve. ¿Por qué tenía que hacer tanto frío? Gyuri

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pensó que permanecería inconmovible por las circunstancias, pero el frío lo
atravesaba con perceptible intensidad. No tenía hambre en absoluto. Nada como la
muerte para suprimir el apetito, no podía siguiera imaginarse a sí mismo con ganas de
comer. Habría cambiado alegremente un poco de frío por hambre. Sin embargo, no
podía quejarse en realidad. Kurucz, que tenía mucho más material que él para
trabajar, no había rezongado ni una sola vez.
—Quitaron las minas, ¿verdad? —preguntó Gyuri, casi como una ocurrencia
tardía, después de recordar que, como gesto de amistad hacia Austria, se había
anunciado que iban a desmantelar la mayoría de fortificaciones y campos de minas.
—Sí, en principio los campos de minas deberían haberse desmantelado —dijo
Kurucz, y continuó—, pero ¿puedes decirme alguna cosa que alguna vez se haya
hecho bien en este país?
Hacia el crepúsculo, de acuerdo con Kurucz, tenían Austria a la vista. Les
rodeaban árboles y nieve por todas partes. Austria se parecía notablemente a Hungría.
Mientras esperaban en el bosque, el frío era tal que Gyuri perdió contacto con algunas
de sus extremidades. Comenzó a trazar círculos para evitar quedarse completamente
congelado y de pronto tropezó con tres cadáveres, ligeramente cubiertos de nieve: dos
mujeres, un muchacho. Sus emociones, descubrió, estaban tan adormecidas como sus
dedos.
La luna estaba casi llena, lo cual no era muy alentador. Pero, probablemente a
causa del frío, podían ver el resplandor de las enormes fogatas donde estaban
reunidos sombríos centinelas de nacionalidad desconocida, faros que los empujaban a
alejarse. A pesar de que Gyuri y Kurucz se movían de manera muy lenta, muy
cuidadosa, tropezaban y caían a menudo en una frontera sorprendentemente desigual.
Se mantuvieron circunspectos en particular cuando llegaron a un tramo abierto que al
parecer era el antiguo campo de minas. Aunque sus pies se habían vuelto muy poco
comunicativos, de algún modo Gyuri sintió de pronto que debajo de su pie derecho
había algo que no era igual al resto del campo. Se quedó completamente paralizado.
En un susurro como de puntillas, Kurucz preguntó con ansiedad y enojo divididos
a partes iguales:
—¿Qué pasa?
—Nada. Creo que acabo de pisar una mina —bajo la leve luz Gyuri dedujo que se
había detenido sobre lo que parecía ser una mina desenterrada. Finalmente prosiguió,
puesto que, si la mina iba a explotar, pensó, ya lo habría hecho. Basura soviética.
Encontraron un granero. No se estaba más caliente dentro que fuera, pero al
menos les daba la posibilidad de creer que lo estaba. Gyuri intentó dormir algunas
horas, temblando de frío y miseria. En cuanto se presentó la sospecha del amanecer,
salió a orinar. A duras penas pudo encontrársela, tanto se había reducido a causa del
frío.

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—Bueno. Encontraremos algo tibio —dijo Kurucz en cuanto hubo luz suficiente
que les permitiera proseguir.
Al mirar atrás, Gyuri pudo comprobar por una fila de lejanas torres de vigilancia a
sus espaldas que estaban fuera. Estaba fuera. De pronto, inesperadamente, se echó a
llorar. Caminó un poco de lado, lo mejor que podía, para que Kurucz no lo viera.
Las lágrimas, en equipos, rodaron por su cara.

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