Resumen Cap 2 Moral e Historia
Resumen Cap 2 Moral e Historia
Resumen Cap 2 Moral e Historia
CAPÍTULO 2
MORAL E HISTORIA
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morales tendrían su origen en los instintos, y por ello, podrían encontrarse
no sólo en lo que hay en el hombre de ser natural, biológico, sino incluso en
los animales. .
III. El Hombre como origen y fuente de la moral. El hombre de que aquí se
habla es un ser dotado de una esencia eterna e inmutable, inherente a
todos los individuos, cualesquiera que sean las vicisitudes históricas o la
situación social. De este modo de ser, que permanece y dura a lo largo de
los cambios históricos y sociales, formaría parte la moral.
Estas tres concepciones del origen y fuente de la moral coinciden en buscar éstos
fuera del hombre concreto, real, es decir, del hombre como ser histórico y social.
En un caso, se busca fuera del hombre, en un ser que es trascendente a él; en
otro, en un mundo natural, o, al menos, no específicamente humano; en un
tercero, el centro de gravedad traslada al hombre, pero a un hombre abstracto,
irreal, situado fuera de la sociedad y de la historia.
Hay que subrayar el carácter histórico de la moral en virtud del propio carácter
histórico-social del hombre.
El comportamiento moral se da en el hombre desde que éste existe como tal, o
sea, desde las sociedades más primitivas, la moral cambia y se desarrolla con el
cambio y desarrollo de las diferentes sociedades concretas.
Así lo demuestran el desplazamiento de unos principios y normas por otros, de
unos valores morales o virtudes por otras, el cambio de contenido de una misma
virtud a través del tiempo, etc.
Pero el reconocimiento de estos cambios históricos de la moral plantea a su vez
dos problemas importantes: el de las causas o factores que determinan esos
cambios y el del sentido o dirección de ellos.
Sobre la base de los datos objetivos de la historia real trataremos de encontrar la
verdadera correlación entre cambio histórico-social y cambio moral. También
encontrar el sentido o dirección del cambio moral, o dicho en otros términos, el
problema de si existe o no, a través del cambio histórico de las morales concretas,
un progreso moral.
2. ORÍGENES DE LA MORAL
La moral sólo puede surgir cuando el hombre deja atrás su naturaleza puramente
natural, instintiva, y tiene ya una naturaleza social; es decir, cuando ya forma parte
de una colectividad (gens, varias familias emparentadas entre sí, o tribu,
constituida por varias gens). Como regulación de la conducta de los individuos
entre sí, y de éstos con la comunidad, la moral requiere forzosamente no sólo que
el hombre se halle en relación con los demás, sino también cierta conciencia de
esa relación a fin de poder conducirse de acuerdo con las normas o prescripciones
que lo rigen.
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Pero esta relación de hombre a hombre, o entre el individuo y la comunidad, es
inseparable de otra vinculación originaria: la que los hombres —para subsistir y
protegerse--con la naturaleza que les rodea, y a la cual tratan de someter.
Dicha vinculación se expresa, en el uso y fabricación de instrumentos, o sea, en el
trabajo humano. Mediante su trabajo, el hombre primitivo establece ya un puente
entre él y la naturaleza, y produce una serie de objetos que satisfacen sus
necesidades.
Con su trabajo, los hombres primitivos tratan de poner la naturaleza a su servicio,
pero su debilidad ante ella es tal que, aquélla se les presenta como un mundo
extraño y hostil.
La propia debilidad de sus fuerzas ante el mundo que les rodea,
determina que para hacerle frente, y tratar de dominarlo, agrupen todos sus
esfuerzos con el fin de multiplicar su poder. Su trabajo cobra necesariamente un
carácter colectivo, y el fortalecimiento de la colectividad se convierte en una
necesidad vital.
El carácter colectivo del trabajo y, en general, de la vida social garantiza la
subsistencia y afirmación de la gens o de la tribu.
Surgen así una serie de normas, mandatos o prescripciones no escritas, de
aquellos actos o cualidades de los miembros de la gens o de la tribu que
benefician a la comunidad. Así surge la moral con el fin de asegurar la
concordancia de la conducta de cada uno con los intereses colectivos.
La necesidad de ajustar la conducta de cada miembro de la colectividad a los
intereses de ésta, determina que se considere como bueno o beneficioso todo
aquello que contribuye a reforzar la unión o la actividad común, y, por el contrario,
que se vea como malo o peligroso Io contrario; o sea, lo que contribuye a debilitar
o minar dicha unión: el aislamiento, la dispersión de esfuerzos, etc.
Se establece, una línea divisoria entre lo bueno y lo malo, así como una tabla de
deberes u obligaciones basada en lo que se considera bueno y beneficioso para la
comunidad. Se destacan así una serie de deberes: todo el mundo está obligado a
trabajar, a luchar contra los enemigos de la tribu, etcétera. Estas obligaciones
comunes entrañan el desarrollo de las cualidades morales que responden a los
intereses de la colectividad: solidaridad, ayuda mutua, disciplina, amor a los hijos
de la misma tribu, etc. Lo que más tarde se calificará de virtudes, así como los
vicios, se halla determinado por el carácter colectivo de la vida social.
Por razones semejantes, se aprueba y exalta la solidaridad, la ayuda mutua, la
disciplina, etcétera. La cobardía, en cambio, es un vicio terrible en la sociedad
primitiva porque atenta, sobre todo, contra los intereses vitales de la comunidad.
El concepto de justicia responde también al mismo principio colectivista. Como
justicia distributiva, implica la igualdad en la distribución (los víveres o el botín de
guerra se distribuyen sobre la base de la igualdad más rigurosa; justicia significa
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reparto igual. Como justicia retributiva, la reparación del daño inferido a un
miembro de la comunidad es colectiva (los agravios son un asunto común; quien
derrama sangre, derrama la sangre de todos, y por ello todos los miembros del
clan o de la tribu están obligados a vengar la sangre derramada).
El reparto igual, por un lado, y la venganza colectiva, por otro, como dos tipos de
justicia primitiva, cumplen la misma función práctica, social: fortalecer los lazos
que unen a los miembros de la comunidad.
Esta moral colectivista, propia de las sociedades primitivas que no conocen la
propiedad privada ni la división en clases es, por tanto, una moral única y válida
para todos los miembros de la comunidad. Pero, al mismo tiempo, se trata de una
moral limitada por el marco mismo de la colectividad; más allá de los límites de la
gens, o de la tribu, sus principios y normas perdían su validez. Las tribus extrañas
eran consideradas como enemigas, y de ahí que no le fueran aplicables las
normas y principios que eran válidos dentro de la comunidad propia.
Por otra parte, la moral primitiva implicaba una regulación de la conducta de cada
uno de acuerdo con los intereses de la colectividad, pero en esta relación el
individuo sólo se veía a sí mismo como una parte de la comunidad
No existían propiamente cualidades morales personales, ya que la moralidad del
individuo, Io que habla de bueno, de digno de aprobación en su conducta (su
valor, tu actitud ante el trabajo, su solidaridad, etc.) era propia de todo miembro de
la tribu; el individuo sólo existía fundido con la comunidad, y no se concebía que
pudiera tener intereses propios
Esta absorción de lo individual por lo colectivo no dejaba, en rigor, lugar para una
verdadera decisión personal y por tanto, para una responsabilidad propia, que son
índices, como veremos de una vida propiamente moral.
La colectividad aparece como un límite de la moral (hacia afuera, en cuanto que el
ámbito de ella es el de la comunidad propia, y hacia sí mismo, en cuanto que lo
colectivo absorbe lo individual); por ello, se trata de una moral poco desarrollada,
cuyas normas y principios se aceptan, sobre todo, por la fuerza de la costumbre y
la tradición.
Los rasgos de una moral más elevada, basada en la responsabilidad personal,
sólo podrán aparecer cuando surjan las condiciones sociales para un nuevo tipo
de relación entre el individuo y la comunidad.
3. CAMBIOS HISTÓRICO-SOCIALES Y CAMBIOS DE MORAL
El aumento general de la productividad del trabajo (a consecuencia del desarrollo
de la ganadería, la agricultura y los oficios manuales), así como la aparición de
nuevas fuerzas de trabajo (al ser transformados los prisioneros de guerra en
esclavos), elevó la producción material hasta el punto de disponerse de una masa
de productos sobrantes, es decir, de productos que podían guardarse porque ya
no se requerían para satisfacer necesidades inmediatas,
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Con ello se crearon las condiciones para que surgiera la desigualdad de bienes
entre los jefes de familia que cultivaban las tierras comunales.
Con ello se hizo posible la apropiación privada de los bienes o productos del
trabajo de otros, así como los antagonismos entre pobres y ricos.
Desde el punto de vista económico, se convirtió en una necesidad social el
respeto a la vida de los prisioneros de guerra, los cuales se libraban de ser
exterminados convirtiéndose en esclavos.
Con la descomposición del régimen comunal y el surgimiento de la propiedad
privada, fue acentuándose la división en hombres libres y esclavos.
La propiedad —particularmente la de los propietarios de esclavos-— liberaba de la
necesidad de trabajar. El trabajo físico acabó por convertirse en una ocupación
indigna de los hombres libres.
Los esclavos vivían en condiciones espantosas, y sobre ellos recata el trabajo
físico, en particular el más duro. Su trabajo manual fue en Roma la base de la
gran producción, La construcción de grandes obras y el desarrollo de la minería
fueron posibles gracias al trabajo forzado de los esclavos.
Los esclavos no eran personas, sino cosas, y como tales sus dueños podían
comprarlos, venderlos, jugárselos a las cartas o incluso matarlos.
La división de la sociedad antigua en dos clases antagónicas fundamentales se
tradujo asimismo en una división de la moral. Con la desaparición del régimen de
la comunidad primitiva, desapareció la unidad de la moral. Ésta dejó de ser un
conjunto de normas aceptadas conscientemente por toda la sociedad.
Existían dos morales: una, dominante, la de los hombres libres —la única que se
tenía por verdadera-—, y otra, la de aquellos esclavos que internamente
rechazaban los principios y normas morales vigentes, y consideraban válidos los
suyos propios en la medida en que se elevaban a la conciencia de su libertad.
La moral de los hombres libres no sólo era una moral efectiva, vivida, sino que
tenía también su fundamento y justificación teóricas en las grandes doctrinas
éticas de los filósofos de la Antigüedad, especialmente en Sócrates, Platón y
Aristóteles.
Aristóteles consideraba que unos hombres eran libres y otros esclavos por
naturaleza, y que esta distinción era justa y útil.
De acuerdo con esta concepción, que respondía a las ideas dominantes de la
época, los esclavos eran objeto de un trato despiadado, feroz, que ninguno de los
grandes filósofos de aquel tiempo consideraba inmoral.
Aplastados y embrutecidos como estaban, los esclavos no podían dejar de estar
influidos por aquella moral servil que hacía que se vieran a sí mismos como cosas;
por tanto, no les era posible superar con su propio esfuerzo los límites de aquella
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moral dominante. Pero, en plena esclavitud, llegaron a lanzarse en algunos casos
a una lucha espontánea y desesperada contra sus opresores.
Una lucha de ese género no habría sido posible sin el reconocimiento y despliegue
de una serie de cualidades morales: espíritu de sacrificio, solidaridad, disciplina,
lealtad a los jefes, etc. Pero, en las condiciones espantosas en que vivían, era
imposible que los esclavos pudieran forjar una moral propia como conjunto
de principios y reglas de acción. Práctica y teóricamente, la moral que dominaba
era la de los hombres libres.
Los rasgos de esta moral, más estrechamente vinculados a su carácter de clase,
se han extinguido con la desaparición de la sociedad esclavista, pero esto no
significa que todos sus rasgos fueran perecederos.
En algunos Estados esclavistas, como el de Atenas, la moral dominante tiene
aspectos muy fecundos no sólo para su tiempo, sino para el desarrollo moral
posterior, La moral ateniense se halla vinculada estrechamente a la política como
intento de dirigir y organizar las relaciones entre los miembros de la comunidad
sobre bases racionales.
Pero, dentro de estos límites, surge una nueva y fecunda relación para la moral
entre el individuo y la comunidad.
Por un lado, se eleva la conciencia de los intereses de la colectividad, y, por otro,
surge una conciencia reflexiva de la propia individualidad.
El individuo se siente miembro de la comunidad, sin que por otro lado se vea
absorbido totalmente por ella. Esta comprensión de la existencia de un dominio
propio, aunque inseparable de la comunidad, es de capital importancia desde el
punto de vista moral, ya que conduce a la conciencia de la responsabilidad
personal, que forma parte de una verdadera conducta moral.
Con el hundimiento del mundo antiguo surge una nueva sociedad cuyos rasgos
esenciales se perfilan ya en los siglos V•VI de nuestra era, y cuya existencia se
prolongará durante unos diez siglos.
Se trata de la sociedad feudal, cuyo régimen económico-social se caracteriza por
la división en dos clases sociales fundamentales: la de los señores feudales y la
de los campesinos siervos; los primeros poseían absolutamente la tierra y
gozaban de una propiedad relativa sobre los siervos adscritos de por vida a ella.
Los siervos de la gleba eran vendidos y comprados con las tierras a las que
pertenecían, y no podían abandonarlas. Estaban obligados a trabajar para su
señor y a cambio de ello podían disponer de una parte de los frutos de su trabajo.
Aunque su situación seguía siendo muy dura, en comparación con la de los
esclavos, ya que eran objeto de toda clase de violencias y arbitrariedades, tenían
derecho a la vida y formalmente se les reconocía que no eran cosas, sino seres
humanos.
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Los hombres libres de las villas (artesanos, pequeños industriales y comerciantes,
etc.) se hallaban sujetos a la autoridad del señor feudal, y estaban obligados a
ofrecerle ciertas prestaciones a cambio de su protección. Pero, a su vez, cada
señor feudal se hallaba en una relación de dependencia o vasallaje (no forzosa,
sino voluntaria) respecto de otro señor feudal más poderoso al que debía ser leal a
cambio de su protección militar, constituyéndose así un sistema de dependencias
o vasallajes en forma de una pirámide cuyo vértice era el señor más poderoso,
el rey o emperador.
En ese sistema jerárquico se insertaba también la Iglesia, ya que también disponía
de sus propios feudos o tierras. La Iglesia era el instrumento del señor supremo o
Dios, al que todos los señores de la Tierra debían vasallaje, y ejercía por ello, un
poder espiritual indiscutido en toda la vida cultural.
La moral de la sociedad medieval respondía a sus características económico-
sociales y espirituales.
De acuerdo con el papel preeminente de la Iglesia en la vida espiritual de la
sociedad, la moral estaba impregnada de un contenido religioso, y puesto que el
poder espiritual eclesiástico era aceptado por todos los miembros de la
comunidad, dicho contenido aseguraba cierta unidad moral de la sociedad. Pero,
al mismo tiempo, se daba una estratificación moral, o sea, una pluralidad de
códigos morales.
Así, había un código de los nobles o caballeros con su moral caballeresca y
aristocrática; códigos de las órdenes religiosas con su moral monástica; códigos
de los gremios, códigos universitarios, etc. Sólo los siervos carecían de una
formulación codificada de sus principios y reglas.
Pero de todos esos códigos hay que destacar el que correspondía al de la clase
social dominante: el de la aristocracia feudal.
La moral caballeresca y aristocrática se distinguía por su desprecio por el trabajo
físico, y su exaltación del ocio y la guerra. Un verdadero noble debía ejercitarse en
las virtudes caballerescas: montar a caballo, nadar, disparar la flecha, esgrimir,
jugar al ajedrez y componer versos a la «bella dama».
El culto al honor y el ejercicio de las altas virtudes tenían como contrapartida las
prácticas más despreciables: el valor en la guerra se acompañaba de crueles
hazañas; la lealtad al señor era oscurecida con frecuencia por la hipocresía.
La moral caballeresca partía de la premisa de que el noble, por el hecho de serlo,
por su sangre, tenía ya una serie de cualidades morales que lo distinguían de los
plebeyos y siervos. De acuerdo con esta ética, lo natural tenía ya de por sí una
dimensión moral, en tanto que los siervos, por su origen mismo, no podían llevar
una vida verdaderamente moral.
Sin embargo, los siervos en su propio trabajo y, particularmente, en la protesta y la
lucha por mejorar sus condiciones de existencia, iban apreciando otros bienes y
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cualidades que no podían encontrar cabida en el código moral feudal: su libertad
personal, el amor al trabajo en la medida en que disponían de una parte de sus
frutos, la ayuda mutua y la solidaridad con los que sufrían su misma suerte.
Y apreciaban, sobre todo, como una esperanza y una compensación a sus
desdichas terrenas, la vida feliz que la religión les prometía para después de la
muerte, junto con el reconocimiento pleno de su libertad y dignidad personal. Así
como igualdad en el plano espiritual, y con ello la posibilidad de una vida moral
que, en este mundo real, como siervos, les era negada.
En las entrañas de la vieja sociedad feudal fueron gestándose nuevas relaciones
sociales a las que habría de corresponder una nueva moral; es decir, un nuevo
modo de regular las relaciones entre los individuos, y entre ellos y la comunidad.
Surgió y se fortaleció una nueva clase social ---la burguesía—, poseedora de
nuevos y fundamentales medios de producción (manufacturas y fábricas), que
iban desplazando a los talleres artesanales, y, a la vez, fue surgiendo una clase de
trabajadores libres que por un salario vendían o alquilaban su fuerza de trabajo.
Eran ellos los trabajadores asalariados o proletarios, que vendían así una
mercancía -—su capacidad de trabajar o fuerza de trabajo-—, que tiene la
propiedad peculiar de producir un valor superior al que se le paga por
usarla (plusvalía, o valor no remunerado, que el obrero produce o crea).
Los intereses de la nueva clase social, vinculados al desarrollo de la producción, y
a la expansión del comercio, exigían mano de obra libre (y, por tanto, la liberación
de los siervos), así como la desaparición de las trabas feudales para un mercado
nacional único y un Estado centralizado, que acabaran con la fragmentación
económica y política. A través de una serie de revoluciones en los Países Bajos,
Inglaterra, y particularmente en Francia se consolida económica y políticamente el
poder de la nueva clase social en ascenso y desaparece del primer plano en los
países más desarrollados la aristocracia feudal-terrateniente.
En este nuevo sistema económico-social, que alcanza su expresión clásica, a
mediados del siglo XIX, en Inglaterra, rige como ley fundamental la ley de la
producción de plusvalía. De acuerdo con esta ley, el sistema sólo funciona
eficazmente si asegura beneficios.
Lo cual exige, que el obrero sea considerado exclusivamente como hombre
económico, es decir, como medio o instrumento de producción, y no como hombre
concreto (con sus sufrimientos y calamidades). La situación en que se encuentra
el obrero con respecto a la propiedad de los medios fundamentales de producción
(desposesión total), da lugar al fenómeno de la enajenación, o del trabajo
enajenado (Marx). Como sujeto de esta actividad, produce objetos que satisfacen
necesidades humanas, pero siendo, a su vez, una actividad esencial del hombre,
el obrero no la reconoce como tal, o como actividad propiamente suya, ni se
reconoce en sus obras, sino que, por el contrario, su trabajo y sus productos se le
presentan como algo extraño e hostil, ya que no le trae sino miseria, sufrimiento e
incertidumbre.
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En este sistema económico-social, la buena o la mala voluntad individual, las
consideraciones morales no pueden alterar la necesidad objetiva, impuesta por el
sistema, de que el capitalista alquile por un salario la fuerza de trabajo del obrero y
lo explote para obtener una plusvalía.
La economía se rige, ante todo, por la ley del máximo beneficio, y esta ley genera
una moral propia.
En efecto, el culto al dinero y la tendencia a acumular los mayores beneficios
constituyen un terreno abonado para que en las relaciones entre los individuos
florezcan el espíritu de posesión, el egoísmo, la hipocresía, el cinismo y el
individualismo exacerbado. Cada quien confía en sus propias fuerzas, desconfía
de la de los demás, y busca su propio bienestar, aunque haya que pasar por
encima del bienestar de los demás. La sociedad se convierte así en un campo de
batalla en el que se libera una guerra de todos contra todos.
Tal es la moral individualista y egoísta que responde a las relaciones sociales
burguesas.
Sin embargo, la burguesía estaba interesada en mostrar su superioridad moral. Y,
con este motivo, a los vicios de la aristocracia (desprecio por el trabajo, ocio,
libertinaje en las costumbres, etc.) contraponía sus virtudes propias: laboriosidad,
honradez, puritanismo, amor a la patria y a la libertad, etc.
En los países más desarrollados, la imagen del capitalismo ya no corresponde, en
muchos aspectos, a la del capitalismo clásico, que representaba Inglaterra a
mediados del siglo pasado. Gracias, sobre todo, al impetuoso progreso científico y
tecnológico de las últimas décadas, se ha elevado considerablemente
la productividad del trabajo.
Sin embargo, pese a los cambios experimentados, la médula del sistema se
mantiene: la explotación del hombre por el hombre y su ley fundamental, la
obtención de la plusvalía.
Con todo, en algunos países, la situación de la clase obrera no es exactamente la
misma de otros tiempos. Bajo la presión de sus luchas reivindicativas y de los
frutos de ellas recogidos en la legislación social vigente, se puede trazar a veces
un cuadro de la situación del obrero que ya no corresponde a la del siglo pasado,
con sus salarios bajísimos, jornadas de doce a catorce horas, carencia total de
derechos y prestaciones sociales.
De los métodos brutales de explotación del capitalismo clásico se pasó, en nuestro
siglo, a los métodos científicos y racionalizados, como los del trabajo en cadena,
en el que una operación laboral se divide en múltiples partes que hacen del trabajo
de cada individuo, repetido monótonamente durante una jornada una labor
mecánica, impersonal y agobiante. Pero de estas formas de explotación se ha
pasado últimamente a otras basadas en una pretendida humanización o
realización del trabajo. A los incentivos materiales se añade ahora una aparente
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solicitud por el hombre, al inculcar al obrero la idea de que, como ser humano, es
parte de la empresa, y ha de integrarse en ella.
Pero, al integrarse así el obrero en el mundo del tener, en el que la explotación
lejos de desaparecer no hace sino adoptar formas más sutiles, contribuye él
mismo a mantener su propia enajenación y explotación.
La moral que se le inculca como una moral común, desprovista de todo contenido
particular, contribuye a justificar y reforzar los intereses del sistema regido por la
ley de la producción de plusvalía y es, por ello, una moral ajena a sus verdaderos
intereses, humanos y de clase.
En este terreno se da un proceso semejante al operado históricamente en las
relaciones entre los individuos. De la misma manera que el esclavista en la
Antigüedad no consideraba necesario justificar moralmente su relación con el
esclavo, ya que éste a sus ojos no era persona, sino cosa o instrumento; y de
modo análogo también a como el capitalista del período clásico no veía la
necesidad de justificar moralmente el trato bárbaro y despiadado que infligía al
obrero, ya que para él sólo era un hombre económico, y la explotación, un hecho
económico perfectamente natural y racional, así también durante siglos los
conquistadores y colonizadores de pueblos consideraron que el sojuzgamiento,
saqueo o exterminio de ellos no requería ninguna justificación moral.
Durante siglos, la espantosa violencia colonial se ejerció sin que planteara
problemas morales a los que la ordenaban o llevaban a cabo.
Pero, en los tiempos modernos se echa mano de la moral para justificar la
opresión. Esta moral colonialista empieza por presentar como virtudes del
colonizado lo que responde a los intereses del país opresor: la resignación, el
fatalismo, la humildad o la pasividad. Pero los opresores no sólo suelen hacer
hincapié en esas supuestas virtudes, sino también en una pretendida catadura
moral del colonizado, que viene a justificar la necesidad de imponerle una
civilización superior. Frente a esta moral colonialista, que responde a intereses
sociales determinados, los pueblos sojuzgados han ido afirmando, cada vez más,
su propia moral, aprendiendo a distinguir sus propias virtudes y sus propios
deberes. Y esto sólo lo logran en la medida en que, al elevarse la conciencia de
sus verdaderos intereses, luchan por su emancipación nacional y social.
En esta lucha, su moral se afirma no ya con las virtudes que el opresor le
presentaba como suyas, o con los vicios que se le atribuían sino con virtudes
propias, las de una moral que los opresores no pueden aceptar: su honor, su
fidelidad a los suyos, su patriotismo, su espíritu de sacrificio, etcétera.
Todo lo expuesto anteriormente nos lleva a la conclusión de que la moral vivida
efectivamente en la sociedad cambia históricamente de acuerdo con los virajes
fundamentales que se operan en el desarrollo social. De ahí los cambios decisivos
de moral que se operan al pasarse de la sociedad esclavista a la feudal, de ésta a
la sociedad burguesa.
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Vemos, asimismo, que en una y la misma sociedad, basada en la explotación de
unos hombres por otros, o de unos países por otros, la moral se diversifica de
acuerdo con los intereses antagónicos fundamentales.
La superación de este desgarramiento social, y, por tanto, la abolición de la
explotación, constituye la condición necesaria para construir una nueva sociedad
en la que impere una moral verdaderamente humana, es decir, universal, válida
para todos los miembros de ella, ya que habrán desaparecido, los intereses
antagónicos que conducían a una diversificación de la moral.
Una nueva moral, verdaderamente humana, implicará un cambio de actitud hacia
el trabajo, un desarrollo del espíritu colectivista, la extirpación del espíritu del
tener, del individualismo, del racismo; entrañará asimismo un cambio radical en la
actitud hacia la mujer y la estabilización de las relaciones familiares. En suma,
significará la realización efectiva del principio kantiano que exhorta a considerar
siempre al hombre como un fin y no como un medio.
Una moral de este género sólo puede darse en una sociedad en la que, tras de la
supresión de la explotación del hombre, las relaciones de los hombres con sus
productos y de los individuos entre sí se vuelvan transparentes, es decir, pierdan
el carácter mistificado, enajenante que hasta ahora han tenido. Estas condiciones
necesarias son las que se dan en una sociedad socialista, creándose así las
posibilidades para la transformación radical que implica la nueva moral.
Pero, aunque la sociedad socialista rompe con todas las sociedades anteriores,
basadas en la explotación del hombre, y, en este sentido, constituye ya una
organización social superior, tiene que hacer frente a las dificultades,
deformaciones y limitaciones que frenan la creación de una nueva moral, como
son: el productivismo, el burocratismo, las supervivencias del espíritu de posesión
y del individualismo burgués, la aparición de nuevas formas de enajenación, etc.
La nueva moral no puede surgir si no se dan una serie de condiciones necesarias
económicas, sociales y políticas,
4. EL PROGRESO MORAL
La historia nos muestra una sucesión de morales que corresponden a las
diferentes sociedades que se suceden en el tiempo. Cambian los principios y
normas morales, la concepción de lo bueno y lo malo, así como de lo obligatorio y
lo no obligatorio.
Es evidente que, si comparamos una sociedad con otra anterior, podemos
establecer objetivamente una relación entre sus morales respectivas, y considerar
que una moral es más avanzada, más elevada o más rica que la de otra sociedad.
Existe, pues, un progreso moral que no se da, como vemos, al margen de los
cambios radicales de carácter social. Esto significa que el progreso moral no
puede separarse del paso de una sociedad a otra, es decir, del movimiento
histórico en virtud del cual se asciende de una formación económico-social, que ha
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agotado sus posibilidades de desarrollo, a otra superior. Lo que quiere decir, a su
vez, que el progreso moral no puede concebirse al margen del progreso histórico-
social.
Aunque uno y otro se halle vinculados estrechamente, conviene distinguirlos entre
sí, y no ver de un modo simplista en todo progreso histórico-social un progreso
moral.
El progreso con relación al cambio y sucesión de formaciones económico-sociales,
es decir, sociedades consideradas como todos en los que se articulan
unitariamente estructuras diversas: económica, social y espiritual.
Aunque en cada pueblo o nación, ese cambio y sucesión tiene sus peculiaridades,
hablamos de su progreso histórico-social considerando la historia de la humanidad
en su conjunto.
Se progresa en las actividades humanas fundamentales, y en las formas de
relación u organización que el hombre contrae en sus actividades prácticas y
espirituales.
El hombre es, ante todo, un ser práctico, productor, transformador de la
naturaleza. A diferencia del animal, conoce y conquista su propia naturaleza, y la
mantiene y enriquece, transformando con su trabajo lo dado naturalmente.
El incremento de la producción expresa en cada sociedad el grado de dominio del
hombre sobre la naturaleza, o también su grado de libertad respecto de la
necesidad natural.
Así, pues, el grado de desarrollo de las fuerzas productivas puede considerarse
como índice o criterio del progreso humano.
Pero el hombre sólo produce socialmente, es decir, contrayendo determinadas
relaciones sociales; por consiguiente, no sólo es un ser práctico, productor, sino
un ser social.
El tipo de organización social muestra una peculiar relación entre los grupos o
clases sociales, así como entre el individuo y la sociedad, y un mayor o menor
grado de dominio del hombre sobre su propia naturaleza, es decir, sobre sus
propias relaciones sociales, y, por tanto, un determinado grado de participación
consciente en la actividad práctica social, o sea, en la creación de su propia vida
social.
El hombre no sólo produce materialmente, sino espiritualmente. Ciencia, arte,
derecho, educación, etc., son también productos o creaciones del hombre. En la
cultura espiritual como en la cultura material, se afirma como ser productor,
creador, innovador.
La producción de bienes culturales es Índice y criterio del progreso humano, pero
hay que advertir que, en este terreno, el concepto de progreso no puede ser
aplicado por igual a los diferentes sectores de la cultura.
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En cada esfera de la cultura el progreso adquiere un sello peculiar, pero siempre
con el denominador común de un enriquecimiento o paso a un nivel superior de
determinados aspectos en la correspondiente actividad cultural.
El progreso histórico es fruto de la actividad productiva, social y espiritual de los
hombres. En esa actividad cada individuo participa como ser consciente, tratando
de realizar sus proyectos o intenciones; sin embargo, el progreso no ha sido
hasta ahora el producto de una actividad concertada, consciente.
El paso de la sociedad no es resultado de una actividad común intencional de los
hombres. (Los individuos no se pusieron de acuerdo para crear el capitalismo.)
En suma, el progreso histórico es fruto de la actividad colectiva de los hombres
como seres conscientes, pero no de una actividad común consciente.
El progreso histórico —considerado en escala universal-— es igual para todos los
pueblos y todos los hombres. Unos pueblos han progresado más que otros, y
dentro de una misma sociedad no todos los individuos o grupos sociales participan
en él de la misma forma, ni se benefician por igual con sus resultados.
Finalmente, el progreso histórico-social de unos países se opera manteniendo al
margen de él, o retardando el progreso de otros pueblos.
Tales son las características del progreso histórico-social que han de ser tenidas
en cuenta al poner en relación con el progreso moral. De ellas se derivan estas
dos conclusiones:
El progreso histórico-social crea las condiciones necesarias para el progreso
moral.
El progreso histórico-social afecta, a su vez, en un sentido u otro —positivo o
negativo-- a los hombres de una sociedad dada desde un punto de vista moral.
Vemos, así, que el progreso histórico-social puede tener consecuencias positivas
o negativas desde el punto de vista moral.
Pero del hecho de que tenga estas consecuencias no se desprende que podamos
juzgar o valorar moralmente el progreso histórico.
Sólo puedo juzgar moralmente los actos realizados libre y conscientemente, y, por
consiguiente; aquellos cuya responsabilidad puede ser asumida por sus agentes.
Como el progreso histórico-social no es el resultado de una acción concertada de
los hombres, no podemos hacerlos responsables de aquello que no han buscado
libre y conscientemente, aunque se trate siempre de una libertad que no excluye
cierta determinación.
En consecuencia, no puedo juzgar moralmente el hecho histórico progresista de la
acumulación originaria del capital, en los albores del capitalismo, pese a los
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sufrimientos, humillaciones y degradaciones morales que trajo consigo, porque no
se trata de un resultado buscado libre y conscientemente.
Tampoco podemos juzgar así al capitalista individual en la medida en que obra de
acuerdo con una necesidad histórica, impuesta por las determinaciones del
sistema, aunque sí puedo juzgar su conducta en la medida en que,
personalmente, puede optar entre varias posibilidades.
Así, pues, aunque el progreso histórico entrañe actos positivos o negativos desde
el punto de vista moral, no podemos hacerlo objeto de una aprobación o
reprobación moral.
Por ello, afirmamos que el progreso histórico, aunque cree las condiciones para el
progreso moral, y tenga consecuencias positivas para éste, no entraña de suyo un
progreso moral, ya que los hombres no progresan siempre por el lado bueno
moralmente, sino también a través del lado malo; es decir, mediante la violencia,
el crimen o la degradación moral.
El hecho de que el progreso histórico no deba ser juzgado a la luz de categorías
morales, no significa que histórica y objetivamente no pueda registrarse un
progreso moral, que, como el progreso histórico, no ha sido hasta ahora el
resultado de una acción concertada, libre y consciente de los hombres, pero que,
no obstante, se da independientemente de que lo hayan buscado o no.
El progreso moral se mide, en primer lugar, por la ampliación de la esfera moral en
la vida social. Esta ampliación se pone de manifiesto al ser reguladas moralmente
relaciones entre los individuos que antes se regían por normas externas.
La sustitución de los estímulos materiales (mayor recompensa económica) por los
estímulos morales en el estudio y el trabajo es índice también de una ampliación
de la esfera moral, y, por consiguiente, de un progreso en esta esfera.
El progreso moral se determina, en segundo lugar, por la elevación del carácter
consciente y libre de la conducta de los individuos o de los grupos sociales y, en
consecuencia, por la elevación de la responsabilidad de dichos individuos o
grupos en su comportamiento moral.
Una sociedad es tanto más rica moralmente cuantas más posibilidades ofrece a
sus miembros para que asuman la responsabilidad personal o colectiva de sus
actos; es decir, cuanto más amplio sea el margen que se les ofrece para aceptar
consciente y libremente las normas que regulan sus relaciones con los demás. En
este sentido, el progreso moral es inseparable del desarrollo de la libre
personalidad.
Índice y criterio del progreso moral es, en tercer lugar, el grado de articulación y
concordancia de los intereses personales v colectivos.
Los intereses propios sólo se afirman modernamente: esta afirmación tiene un
sentido positivo en el Renacimiento frente a las comunidades cerradas y
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estratificadas de la sociedad feudal, pero la afirmación de la individualidad acaba
por convertirse en una forma exacerbada de individualismo en la sociedad
burguesa, produciéndose así la disociación de los intereses del individuo respecto
de los de la comunidad.
La elevación de la moral a un peldaño superior requiere tanto la superación del
colectivismo primitivo, en el marco del cual no podía desarrollarse libremente la
personalidad, como del individualismo egoísta, en el que el individuo sólo se
afirma a expensas del desenvolvimiento de los demás.
Esta moral superior ha de conjugar los intereses de cada uno con los de la
comunidad, y esta conjugación ha de tener por base un tipo de organización social
en el que el libre desenvolvimiento de cada individuo suponga necesariamente el
libre desenvolvimiento de la comunidad.
El progreso moral se nos presenta, una vez más, en estrecha relación con el
progreso histórico-social
El progreso moral, como movimiento ascensional en el terreno moral, se
manifiesta asimismo como un proceso dialéctico de negación y conservación de
elementos de las morales anteriores.
Los valores morales admitidos a lo largo de siglos ---como la solidaridad, la
amistad, la lealtad, la honradez, etc.— adquieren cierta universalidad, y por tanto
dejan de ser exclusivos de una moral en particular, aunque su contenido cambie y
se enriquezca a medida que rebasan un marco histórico particular. De modo
análogo, hay vicios morales -—como la soberbia, la vanidad, la hipocresía, la
perfidia, etc.-— que son rechazados por una y otra moral. Por otro lado, antiguas
virtudes morales que respondían a los intereses de la clase dominante en otros
tiempos pierden su fuerza moral al cambiar radicalmente la sociedad.
En contraste con esto, hay valores morales que sólo son reconocidos después de
haber recorrido el hombre un largo trecho en su progreso social y moral. Así
sucede, por ejemplo, con el trabajo humano y con la actitud del hombre hacia él,
que sólo adquieren un verdadero contenido moral en nuestra época, dejando atrás
su negación o desprecio por las morales de otros tiempos.
Pero este aspecto del progreso moral, consistente en la negación radical de viejos
valores, en la conservación dialéctica de algunos de ellos, o en la incorporación de
nuevos valores y virtudes morales sólo se da sobre la base de un
progreso histórico-social que condiciona dicha negación, superación o
incorporación, con lo cual se pone de manifiesto, una vez más, que el cambio
y sucesión de unas morales por otras, según una línea ascensional, hunde sus
raíces en el cambio y sucesión de unas formaciones sociales por otras.
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