El Sermón de Las Siete Palabras
El Sermón de Las Siete Palabras
El Sermón de Las Siete Palabras
Esta devoción consiste en reflexionar en las últimas siete frases que pronunció Jesús en la cruz,
antes de su muerte.
Primera Palabra
"Padre: Perdónalos porque no saben lo que hacen". (San Lucas 23, 24)
Jesús nos dejó una gran enseñanza con estas palabras, ya que a pesar de ser Dios, no se ocupó de
probar su inocencia, ya que la verdad siempre prevalece. Nosotros debemos ocuparnos del juicio
ante Dios y no del de los hombres. Jesús no pidió el perdón para Él porque no tenía pecado, lo pidió
para quienes lo acusaron. Nosotros no somos nadie para juzgar. Dios nos ha perdonado grandes
pecados, por lo que nosotros debemos perdonar a los demás. El perdonar ayuda a quitar el odio. El
amor debe ganar al odio. La verdadera prueba del cristiano no consiste en cuánto ama a sus amigos,
sino a sus enemigos. Perdonar a los enemigos es grandeza de alma, perdonar es prueba de amor.
Segunda Palabra
Estas palabras nos enseñan la actitud que debemos tomar ante el dolor y el sufrimiento. La manera
como reaccionemos ante el dolor depende de nuestra filosofía de vida. Dice un poeta que dos
prisioneros miraron a través de los barrotes de su celda y uno vio lodo y otro vio estrellas. Estas son
las actitudes que se encuentran manifestadas en los dos ladrones crucificados al lado de Jesús: uno
no le dio sentido a su dolor y el otro sí lo hizo. Necesitamos espiritualizar el sufrimiento para ser
mejores personas. Jesús en la cruz es una prueba de amor. El ladrón de la derecha, al ver a Jesús en
la cruz comprende el valor del sufrimiento. El sufrimiento puede hacer un bien a otros y a nuestra
alma. Nos acerca a Dios si le damos sentido.
Tercera Palabra
"Mujer, ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu Madre". (San Juan 19, 26-27)
La Virgen es proclamada Madre de todos los hombres. El amor busca aligerar al que sufre y tomar
sus dolores. Una madre cuando ama quiere tomar el dolor de las heridas de sus hijos. Jesús y María
nos aman con un amor sin límites. María es Madre de cada uno de nosotros. En Juan estamos
representados cada uno de nosotros. María es el refugio de los pecadores. Ella entiende que somos
pecadores.
Cuarta Palabra
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (San Marcos 15, 34)
Es una oración, un salmo. Es el hijo que habla con el Padre. Estas palabras nos hacen pensar en el
pecado de los hombres. El pecado es la muerte del alma. La bondad es el constante rechazo al
pecado. El pecado es el abandono de Dios por parte del hombre. El hombre rechazó a Dios y Jesús
experimentó esto.
Quinta Palabra
La sed es un signo de vida. Tiene sed de dar vida y por eso muere. Él tenía sed por las almas de los
hombres. El Pastor estaba sólo, sin sus ovejas. Durante toda su vida Jesús había buscado almas. Los
dolores del cuerpo no eran nada en comparación del dolor del alma. Que el hombre despreciara su
amor le dolía profundamente en su corazón. Todo hombre necesita ser feliz y no se puede ser feliz
sin Dios. La sed de todo hombre es la sed del amor.
Sexta Palabra
Todo tiene sentido: Jesús por amor nos da su vida. Jesús cumplió con la voluntad de su Padre. Su
misión terminaría con su muerte. El plan estaba realizado. Nuestro plan no está aún terminado,
porque todavía no hemos salvado nuestras almas. Todo lo que hagamos debe estar dirigido a este
fin. El sufrimiento, los tropiezos de la vida nos recuerdan que la felicidad completa solo la
podremos alcanzar en el cielo. Aprendemos a morir muriendo a nosotros mismos, a nuestro orgullo,
nuestra envidia, nuestra pereza, miles de veces cada día.
Séptima Palabra
Jesús muere con serenidad, con paz, su oración es de confianza en Dios. Se abandona en las manos
de su Padre. Estas palabras nos hacen pensar que debemos de cuidar nuestra alma, no sólo nuestro
cuerpo. Jesús entregó su cuerpo, pero no su alma. Devolvió su espíritu a su Padre no con grito de
rebelión sino con un grito triunfante. Nadie nos puede quitar nuestro espíritu. Es importante
recordar cuál es nuestro destino en al vida para no equivocarnos de camino a seguir. Jesús nunca
perdió de vista su meta a seguir. Sacrificó todo para alcanzarla. Lo más importante en la vida es la
salvación de nuestras almas.
Vía Crucis en el Coliseo. Presidido por el
Santo Padre
Meditaciones del Cardenal Camillo Ruini
Vicario general emérito de Su Santidad para la diócesis de Roma
Cuando lo vieron los sacerdotes y los guardias gritaron: ¡Crucifícalo, crucifícalo! Pilato
les dijo: “Lleváoslo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro culpa en él”. Los
judíos le contestaron: “Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tiene que morir, porque
se ha declarado Hijo de Dios”…
Desde este momento Pilato trataba de soltarlo, pero los judíos gritaban: “Si sueltas a ése,
no eres amigo del César. Todo el que se declara rey está contra el César” …Entonces se lo
entregó para que lo crucificaran.
MEDITACIÓN
¿Por qué Jesús fue condenado a muerte, él, que “pasó haciendo el bien”? (Hch 10, 38). Esta
pregunta nos acompañará a lo largo del Via Crucis como nos acompaña durante toda la
vida.
En los Evangelios encontramos una respuesta verdadera: los jefes de los judíos quisieron su
muerte porque comprendieron que Jesús se consideraba el Hijo de Dios. Y hallamos
también una respuesta que los judíos utilizaron como pretexto para obtener de Pilato su
condena: Jesús habría pretendido ser un rey de este mundo, el rey de los judíos.
Detrás de estas respuestas se abre un abismo, que los mismos Evangelios y toda la Sagrada
Escritura nos permiten contemplar: Jesús ha muerto por nuestros pecados. Y aún más
profundamente, ha muerto por nosotros, ha muerto porque Dios nos ama, y nos ama tanto
que entregó a su Hijo único, para que el mundo se salve por él (cf. Jn 3, 16-17).
Debemos, por tanto, mirar a nosotros mismos: al mal y al pecado que habitan dentro de
nosotros y que con excesiva frecuencia fingimos ignorar. Pero aún más debemos dirigir la
mirada al Dios rico en misericordia que nos ha llamado amigos (cf. Jn 15, 15). Así, el
camino del Via Crucis y todo el camino de la vida se convierte en un itinerario de
penitencia, de dolor y de conversión, pero también de gratitud, fe y alegría.
Todos:
Y Jesús, cargando con la cruz, salió al sitio llamado “de la Calavera”, que en hebreo se
dice Gólgota.
MEDITACIÓN
Después de la condena viene la humillación. Lo que los soldados hacen a Jesús nos parece
inhumano. Más aún, es ciertamente inhumano: son actos de burla y desprecio en los que se
expresa una oscura ferocidad, sin preocuparse del sufrimiento, incluso físico, que sin
motivo se causa a una persona condenada ya al suplicio tremendo de la cruz. Sin embargo,
este comportamiento de los soldados es también, por desgracia, incluso hasta demasiado
humano. Miles de páginas de la historia de la humanidad y de la crónica cotidiana
confirman que acciones de este tipo no son en absoluto extrañas al hombre. El Apóstol
Pablo puso bien de manifiesto esta paradoja: “Sé muy bien que no es bueno eso que habita
en mí… El bien que quiero hacer no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que
hago” (Rom 7, 18-19).
Así es, precisamente: en nuestra conciencia se enciende la luz del bien, una luz que en
muchos casos se hace evidente y por la cual, afortunadamente, nos dejamos guiar en
nuestras opciones. En cambio, a menudo, sucede lo contrario: esa luz queda oscurecida por
los resentimientos, por deseos inconfesables, por la perversión del corazón. Y entonces nos
hacemos crueles, capaces de las peores cosas, incluso de cosas increíbles.
Señor Jesús, también yo soy de los que se han burlado de ti y te han golpeado. En efecto, tú
has dicho: “cada vez que hicisteis eso con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo
hicisteis” (Mt 25, 40). Señor Jesús, perdóname.
Todos:
¡Eran nuestras dolencias las que él llevaba, y nuestros dolores los que soportaba!
Nosotros lo tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por
nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y
con sus llagas hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó
por su camino, y el Señor descargó sobre él la culpa de todos nosotros.
MEDITACIÓN
Los Evangelios no nos hablan de las caídas de Jesús bajo el peso de la cruz, pero esta
antigua tradición es muy verosímil. Recordemos tan sólo que, antes de cargar con la cruz,
Jesús había sido flagelado por orden de Pilato. Después de todo lo que le había sucedido
desde la noche en el huerto de los olivos, sus fuerzas debían de estar prácticamente
agotadas.
El sufrimiento físico es lo más fácil de vencer, o al menos de atenuar, con nuestras actuales
técnicas y métodos, con la anestesia y otras terapias del dolor. Si bien, una masa gigantesca
de sufrimientos físicos sigue presente en el mundo, debido a muchas causas naturales o
dependientes de comportamientos humanos.
De todas formas, Jesús no rechazó el dolor físico y así se solidarizó con toda la familia
humana, en especial con aquella parte más numerosa cuya vida, todavía hoy, está marcada
por esta forma de dolor. Mientras lo vemos caer bajo el peso de la cruz, le pedimos
humildemente el valor de agrandar con una solidaridad hecha no sólo de palabras la
pequeñez de nuestro corazón.
Todos:
Con este segundo sí, María se convierte en madre de todos nosotros, de todo hombre y de
toda mujer por los cuales Jesús ha derramado su sangre. Una maternidad que es signo
viviente del amor y de la misericordia de Dios por nosotros. Por eso, los vínculos de afecto
y confianza que unen a María con el pueblo cristiano son tan profundos y fuertes; por eso
acudimos espontáneamente a ella, sobre todo en las circunstancias más difíciles de la vida.
María, sin embargo, ha pagado un precio muy elevado por su maternidad universal. Como
profetizó de ella Simeón en el templo de Jerusalén, “una espada te traspasará el corazón”
(Lc 2, 35).
María, Madre de Jesús y madre nuestra, ayúdanos a experimentar en nuestras almas, en esta
noche y siempre, ese sufrimiento lleno de amor que te unió a la cruz de tu Hijo.
Todos:
Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo,
y le cargaron la cruz para que la llevase detrás de Jesús.
MEDITACIÓN
Jesús debía de estar verdaderamente agotado; por eso los soldados intentan remediarlo
tomando al primer desventurado que encuentran y lo cargan con la cruz. También en la vida
de cada día, la cruz, bajo muchas formas diversas –como una enfermedad o un accidente
grave, la pérdida de una persona querida o del trabajo- cae sobre nosotros a menudo sin
esperarlo. Y nosotros sólo vemos en ella una mala suerte o en el peor de los casos una
desgracia.
Pero Jesús dijo a sus discípulos: “El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí
mismo, cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 24). No son palabras fáciles; más aún, en el
contexto de la vida concreta son las palabras más difíciles del Evangelio. Todo nuestro ser,
todo lo que existe dentro de nosotros, se rebela contra semejantes palabras.
Sin embargo, Jesús sigue diciendo: “Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la
pierda por mí, la encontrará” (Mt 16, 25). Detengámonos en este “por mí”: aquí está toda la
pretensión de Jesús, la conciencia que él tenía de sí mismo y la petición que nos dirige a
nosotros. Él está en el centro de todo, él es el Hijo de Dios que es una sola cosa con Dios
Padre (cf. Jn 10, 30), él es nuestro único Salvador (cf. Hch 4, 12).
En efecto, con frecuencia sucede que lo que al comienzo sólo parecía una mala suerte o una
desgracia, luego se ha revelado como una puerta que se ha abierto en nuestra vida
llevándonos a un bien mayor. Pero no siempre es así: a menudo, en este mundo, las
desgracias no son más que pérdidas dolorosas. Aquí de nuevo Jesús tiene algo que decirnos.
O mejor, algo que le sucedió: después de la cruz, resucitó de entre los muertos, y resucitó
como primogénito de muchos hermanos (cf. Rm 8, 29; 1 Co 15, 20). Sí, su cruz no se puede
separar de su resurrección. Sólo creyendo en la resurrección podemos recorrer de manera
sensata el camino de la cruz.
Todos:
Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, como un hombre
de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros; despreciado y
desestimado.
MEDITACIÓN
Cuando la Verónica enjugó el rostro de Jesús con un paño, ese rostro no debía ser
ciertamente atractivo: era un rostro desfigurado. Sin embargo, ese rostro no podía dejar
indiferente, turbaba. Podía provocar burla y desprecio, aunque también compasión e incluso
amor, deseo de ayudarlo. La Verónica es el símbolo de esos sentimientos.
A pesar de estar muy desfigurado, el rostro de Jesús es siempre el rostro del Hijo de Dios.
Es un rostro desfigurado por nosotros, por el cúmulo enorme de la maldad humana. Pero es
también un rostro desfigurado en favor nuestro, que expresa el amor y la donación de Jesús
y es espejo de la misericordia infinita de Dios Padre.
Todos:
Mis enemigos me desean lo peor: “A ver si se muere, y se acaba su apellido”. El que viene
a verme, habla con fingimiento, disimula su mala intención, y, cuando sale afuera, la dice.
Mis adversarios se reúnen a murmurar contra mí, hacen cálculos siniestros: “Padece un
mal sin remedio, se acostó para no levantarse”. Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba,
que compartía mi pan, es el primero en traicionarme.
MEDITACIÓN
Jesús cae de nuevo bajo el peso de la cruz. Cierto que estaba agotado físicamente, pero
estaba también herido mortalmente en su corazón. Pesaba sobre él el rechazo de los que,
desde el principio, se habían opuesto obstinadamente a su misión. Pesaba el rechazo que, al
final, le había mostrado aquel pueblo que parecía estar lleno de admiración e incluso de
entusiasmo por él. Por eso, mirando a la ciudad santa que tanto amaba, Jesús había
exclamado: “¡Jerusalén, Jerusalén,… cuántas veces quise reunir a tus hijos a la manera que
la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste!” (Mt 23, 37). Pesaba
terriblemente la traición de Judas, el abandono de los discípulos en el momento de la
prueba suprema, pesaba en particular la triple negación de Pedro.
Sabemos bien que pesaba también sobre él la masa innumerable de nuestros pecados, de las
culpas que acompañan a la humanidad a lo largo de los milenios.
Por eso, supliquemos a Dios, con humildad, pero también con confianza: ¡Padre rico en
misericordia, ayúdanos a no hacer todavía más pesada la cruz de Jesús! En efecto, como
escribió Juan Pablo II, de quien esta noche se celebra el quinto aniversario de su muerte: “el
límite impuesto al mal, del que el hombre es artífice y víctima, es en definitiva la Divina
Misericordia” (Memoria e identità, p. 70).
Todos:
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se daban golpes y lanzaban
lamentos por él. Jesús se volvió a ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí,
llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán:
“Dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han
criado”…
MEDITACIÓN
En efecto, es Jesús quien tiene compasión de las mujeres de Jerusalén, y de todos nosotros.
Incluso llevando la cruz, Jesús sigue siendo el hombre que tiene compasión de las
multitudes (cf. Mc 8, 2), que prorrumpe en llanto ante la tumba de Lázaro (cf. Jn 11, 35),
que proclama bienaventurados a los que lloran, porque serán consolados (cf. Mt 5, 5).
Jesús se muestra como el único que conoce realmente el corazón de Dios Padre y que por lo
mismo nos lo puede dar a conocer a nosotros: “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a
quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27).
Desde los tiempos más remotos, la humanidad se ha preguntado, a menudo con angustia,
cuál es realmente la actitud de Dios hacia nosotros: ¿una actitud de solicitud providencial, o
por el contrario de soberana indiferencia, o incluso de desdén y de odio? No podemos
responder con certeza a una pregunta de este tipo con el único recurso de nuestra
inteligencia, de nuestra experiencia y ni siquiera de nuestro corazón.
Por esto, Jesús –su vida y su palabra, su cruz y su resurrección– es con mucho la realidad
más importante de toda la existencia humana, la luz que ilumina nuestro destino.
Todos:
Lectura del la segunda carta del apóstol San Pablo a los Corintios. 5, 19-21
Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus
pecados, y a nosotros nos ha confiado el mensaje de la reconciliación… En nombre de
Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado, Dios lo hizo
expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios.
MEDITACIÓN
He aquí el motivo más profundo de las repetidas caídas de Jesús: no sólo los sufrimientos
físicos y las traiciones humanas, sino la voluntad del Padre. Esa voluntad misteriosa y
humanamente incomprensible, pero infinitamente buena y generosa, por la cual Jesús se
hizo “pecado por nosotros”; todas las culpas de la humanidad recaen sobre él, realizándose
ese misterioso intercambio que hace de nosotros pecadores “justicia de Dios”.
Mientras tratamos de ensimismarnos en Jesús que camina y cae bajo el peso de la cruz, es
justo que experimentemos en nosotros sentimientos de arrepentimiento y de dolor. Pero
más fuerte aún debe ser la gratitud que invade nuestra alma.
Sí, oh Señor, tú nos has rescatado, nos has librado, con tu cruz nos has hecho justos ante
Dios. Es más, nos has unido tan íntimamente contigo, que has hecho de nosotros, en ti, los
hijos de Dios, sus familiares y amigos. Gracias, Señor, haz que la gratitud hacia ti sea la
nota dominante de nuestra vida.
Todos:
Los soldados... cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y
apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y
se dijeron: “No la rasguemos, sino echemos a suertes a ver a quién le toca”. Así se
cumplió la Escritura: “Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica”.
MEDITACIÓN
Jesús es despojado de sus vestiduras: estamos en el acto final de aquel drama, iniciado con
la detención en el huerto de los olivos, a través del cual Jesús es despojado de su dignidad
de hombre, antes incluso que de la de Hijo de Dios.
Viendo a Jesús desnudo en la cruz, percibimos dentro de nosotros una necesidad imperiosa:
mirar sin velos dentro de nosotros mismos; pero, antes de desnudarnos espiritualmente ante
nosotros mismos, hacerlo ante Dios y ante nuestros hermanos los hombres. Despojarnos de
la pretensión de aparecer mejores de lo que somos, para tratar en cambio de ser sinceros y
transparentes.
El comportamiento que, más que ningún otro indignaba a Jesús era, en efecto, la hipocresía.
Cuántas veces dijo a sus discípulos: no hagáis “como los hipócritas” (Mt 6, 2.5.16), o a los
que desacreditaban sus buenas acciones: “¡Ay de vosotros hipócritas!” (Mt 23,
13.15.23.25.27.29).
Señor Jesús, desnudo en la cruz, ayúdame a estar yo también desnudo ante ti.
Todos:
MEDITACIÓN
Jesús es clavado en la cruz. Una tortura tremenda. Y mientras está colgado en la cruz hay
muchos que se burlan de él e incluso lo provocan: «A otros ha salvado y él no se puede
salvar… ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libere ahora. ¿No decía
que era Hijo de Dios?» (Mt 27, 42-43). Así se mofaban no sólo de su persona, sino también
de su misión de salvación, la misión que Jesús estaba llevando a cumplimiento
precisamente en la cruz.
Pero, en su interior, Jesús experimenta un sufrimiento incomparablemente mayor, que le
hace prorrumpir en un grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,
34). Se trata, en verdad, de las palabras inciales de un salmo, que se concluye con la
reafirmación de la plena confianza en Dios. Y, sin embargo, son palabras que hay que
tomar totalmente en serio, ya que expresan la prueba más grande a la que fue sometido
Jesús.
Cuántas veces, frente a una prueba, pensamos que hemos sido olvidados o abandonados por
Dios. O incluso estamos tentados a concluir que Dios no existe.
El Hijo de Dios, que bebió hasta el fondo su amargo cáliz y luego resucitó de entre los
muertos, nos dice, en cambio, con todo su ser, con su vida y su muerte, que debemos
fiarnos de Dios. En él sí que podemos creer.
Todos:
Sabiendo Jesús que todo había llegado a su término, para que se cumpliera la Escritura
dijo: “Tengo sed”. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja
empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó
el vinagre, dijo: “Está cumplido”. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
MEDITACIÓN
Cuando la muerte llega después de una dolorosa enfermedad, se suele decir con alivio: “Ha
terminado de sufrir”. En cierto sentido, estas palabras sirven también para Jesús. Sin
embargo, frente a la muerte de cualquier hombre y mucho más de ese hombre que es el
Hijo de Dios, son palabras demasiado limitadas y superficiales.
Efectivamente, cuando Jesús muere, el velo del templo de Jerusalén se rasga en dos
mientras tienen lugar otros signos, que hacen exclamar al centurión romano que estaba de
guardia en la cruz: “Realmente éste era Hijo de Dios” (cf. Mt 27, 51-54).
En realidad, nada hay tan oscuro y misterioso como la muerte del Hijo de Dios, que junto
con Dios Padre es la fuente y la plenitud de la vida. Pero, tampoco hay nada tan luminoso,
porque aquí resplandece la gloria de Dios, la gloria del Amor omnipotente y
misericordioso.
Todos:
Había una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí; Jesús y sus discípulos
estaban también invitados a la boda. Faltó el vino y la madre de Jesús le dijo: “No les
queda vino”. Jesús le contestó: “Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora”. Su madre
dijo a los sirvientes: “Haced lo que él diga”.
MEDITACIÓN
Sólo así Dios podrá ocupar el centro de nuestra vida, sin quedar reducido a una consolación
que, aunque esté siempre a mano, no interfiera con los intereses concretos que nos impulsan
a actuar.
Todos:
Al anochecer llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era también discípulo
de Jesús. Este acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo
entregaran. José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en
el sepulcro nuevo que se había excavado en una roca, rodó una piedra grande a la entrada
del sepulcro y se marchó.
MEDITACIÓN
Con la piedra que cierra la entrada del sepulcro, parece que todo haya acabado realmente.
¿Pero podía quedar prisionero de la muerte el Autor de la vida? Por eso, el sepulcro de
Jesús, desde entonces hasta hoy, no sólo se ha convertido en el objeto de la más
conmovedora devoción, sino que también ha provocado la más profunda división de las
inteligencias y de los corazones: aquí se divide el camino que separa a los que creen en
Cristo de los que, por el contrario, no creen en él, aunque a menudo lo consideren un
hombre maravilloso.
Efectivamente, aquel sepulcro quedó vacío muy pronto y jamás se ha podido encontrar una
explicación convincente de por qué quedó vacío, excepto la que dieron María Magdalena,
Pedro y los otros Apóstoles, los testigos de Jesús resucitado de entre los muertos.
Ante el sepulcro de Jesús detengámonos en oración, pidiendo a Dios esos ojos de la fe que
nos permitan unirnos a los testigos de la resurrección. Así, el camino de la cruz se
convertirá también para nosotros en fuente de vida.
Todos:
CANTO