CHINCHORRO, Los Que Llegaron para No Morir PDF

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PATRICIO BARRIOS ALDAY

CHINCHORRO
Los que llegaron para no morir

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Patricio Barrios Alday. Arica, Chile. 1952. Estudioso de las identidades culturales desde
hace más de cuarenta años. Docente de la Escuela de Cultura Tradicional de la Pontificia
Universidad Católica de Chile y de la Escuela Nacional de Folklore y del Centro de
Formación Técnica de Tarapacá. Director de Arte y Cultura de Arica, entre 1995 y 2000.
Actualmente, es Consejero del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, Región de
Arica y Parinacota.
Sus monografías y ensayos han sido reproducidos en revistas y ediciones nacionales e
internacionales. Tercer lugar, en 1999 y Primero, en 2000, en el Concurso de Cuentos de
la Universidad Católica del Norte, Antofagasta. Ha publicado dos volúmenes de cuentos:
“Las albacoras de Juan Bautista” y “Las fotografías del ‘Tani’ Rodríguez”; la novela
“Secreto de familia o la importancia de tener un animal negro”, y el relato novelado sobre
los cuerpos momificados artificialmente más antiguos del mundo, “Chinchorro, los que
llegaron para no morir”, del cual este volumen es la tercera edición.

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Presentación

Quiero comenzar afirmando que me cuento entre los muchos y variados


amigos que conocen y cultivan la cercanía fraterna de este inquieto, creativo y
estudioso hombre ariqueño, gran difusor y amante del patrimonio cultural que esta
tierra generosa tiene depositado en su milenaria historia.
En mi caso, debo confesar que con el autor me une algo más: el hecho
principal de compartir una misma visión sobre el papel del Estado y del Hombre en
el desarrollo de los pueblos, y por compartir, además, muchas horas de juegos de
niños en los antiguos barrios ariqueños. Esos barrios de sencillas casas de
madera y adobes, de pisos de tierra y cocina de yareta, de olor a tecito con
huevos y un gran pan batido con pescado frito... por compartir esas largas tardes
acompañados por los relatos sabrosos de viejos queridos en torno a la historia de
nuestro puerto y de nuestros valles. Ellos nos enseñaron a conocer y querer la
historia de esta hermosa tierra.
Esta obra que hoy nos entrega Patricio Barrios Alday apunta, justamente, a
rescatar un tema cultural sobre las momias más antiguas del mundo, a través de
una narrativa original, propia, y que identifica a hombres y mujeres que nacieron y
han permanecido por milenios para asombrarnos y guiarnos hacia nuevos y
mejores mañanas.
El trabajo que me permito presentar nos llama a reflexionar sobre la
necesidad y la importancia de conocer la propia temporalidad, ya que nuestros
actos nos siguen en el tiempo: lo que hayamos hecho antes condiciona, de algún
modo, lo que podremos o deberemos hacer después. Quiero decir que nuestro
presente –diferente del presente de los procesos o fenómenos físicos- depende de
todo nuestro pasado. El Hombre vive todo su pasado en cada acto presente.
Nuestra historia personal se entreteje con la historia de muchos otros
hombres y otras mujeres. Según K. Jaspers, el Hombre es el único que tiene

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historia, porque no vive sólo de una herencia biológica, sino de una tradición
motivado por experiencias pasadas o por expectativas respecto al futuro.
Como educador me preocupa que hoy en día nuestros alumnos
desconozcan este pasado histórico. Me pregunto ¿qué futuro construiremos sin
conocer nuestro pasado? Fácil respuesta. Ojalá que las autoridades valoren estas
obras culturales y exijan sean incluidas, en forma obligatoria, en el currículum
escolar de la Región de Arica y Parinacota.

Luis N. Cornejo Sánchez


Profesor, Licenciado en Educación
Orientador Educacional
Magíster en Educación

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Introducción

Patricio Barrios Alday, toma como pretexto la milenaria cultura Chinchorro,


que inició su desarrollo en la costa del desierto norte de Chile, hace nada menos
que 7.000 años atrás, para elaborar una entretenida y original novela. A través de
sus personajes centrales, k’enkhe, experto pescador y cazador de lobos marinos,
y Ak’utti, el chamán de su pueblo, nos va relatando la odisea por la conquista de
un nuevo territorio, donde después de una gran catástrofe a la que estuvieron
expuestos, su comunidad desaparece y se ven enfrentados al desafío de
reconstituirse nuevamente como pueblo.
Existe más de un centenar de artículos científicos, publicados en revistas
especializadas sobre esta particular cultura que habitó desde Ilo, por el sur del
Perú, hasta la desembocadura del río Loa, por el norte de Chile. Fueron
comunidades de cazadores, pescadores y recolectores que vivieron de los ricos
recursos que extraían de las playas, caletas costeras y los valles del desierto, y
que desarrollaron un extraordinario ritual mortuorio que incluía las prácticas de la
momificación artificial, una de las más antiguas del planeta.
Lamentablemente, hay escasos trabajos de divulgación científica sobre el
tema, pero ésta es, sin duda, la primera novela que se escribe, y que le da vida a
los Chinchorro, gracias a la imaginación del autor.
Bienvenida sea.

Vivien Standen
Antropóloga Física

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Intervinieron los cuerpos
para prolongar la vida
más allá de la muerte
y en ese acontecer
llevan más de ocho mil años
entre nosotros.

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Obligados a partir

El fuerte brillo del sol sobre el mar en su elíptica caída sobre el horizonte
impedía la búsqueda de K’enkhe que, horas atrás, frente a la sorpresiva aparición
de una enorme albacora, había perdido el equilibrio cayendo de los roqueríos que
se adentraban en el mar.
Los que ya habían recogido la pesca del día, ante la demora inexplicable
del retorno del jefe, corrieron otra vez hacia las olas, sobrevoladas por numerosas
changuitas, que reventaban en las rocas que servían de abrigo a la pequeña bahía
al pie de la cueva que habitaban desde ya bastante tiempo. Era un lugar especial
y estaban convencidos de que era el mejor que podían haber encontrado para
vivir. La cueva. Formada por materia volcánica y sales minerales, había
permanecido millones de años bajo el mar, entregando sus partes más blandas a
la erosión y, ahora, producto de los continuos movimientos telúricos se levantaba
imponente por sobre el nivel del mar.
La parte superior de la entrada se erguía en un gran murallón rocoso que
terminaba en lejanos picos donde anidaban aves de negro plumaje y roja cabeza,
alertas para devorar animales muertos. Entre las altas cumbres y las suaves
arenas, abundaba una variedad enorme de otras aves, más pequeñas, que se
sumergían en impecables clavados en el mar volviendo al aire con plateados
peces en sus picos.
Era casi un idílico lugar, ni siquiera el agua para beber estaba tan lejos. A
media jornada de camino se podían encontrar verdaderos ojos de agua dulce que
filtraban eternos desde ignotos lugares, dando vida a algunas especies vegetales
de largos y fibrosos tallos que les permitían fabricar lazos y fuertes redes de
captura. El vital elemento lo trasladaban en verdaderos odres fabricados con los
estómagos interiores de los lobos de mar que cazaban, dejando una capa de
grasa siempre fresca en su interior. Estos odres eran vaciados a otros más

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grandes ubicados en uno de los lugares más profundos de la cueva, produciendo
una especie de bodega para posibles tiempos difíciles que, en otros sitios, ya los
habían tenido.
Efectivamente –y estaba escrito en la memoria colectiva de cada uno de
ellos-, el grupo había vivido en lugares diferentes y más inhóspitos. Sus últimas
viviendas las habían levantado en “la tierra de los hombres de arriba”, sobre las
arenas de una extensa playa, cálidas de día y de noche, y con una excelente
variedad de peces que aseguraban una deliciosa y nutritiva dieta al grupo.
Hacía ya bastante tiempo, en el antiguo lugar, después de un tremendo
sacudón que venía desde las mismas profundidades de la tierra haciendo graznar
y levantarse en agitado vuelo a las garumas, entre el susto y la búsqueda de los
niños que corrieron despavoridos, habían visto recogerse el mar dejando en
agonía infinidad de peces que saltaban desesperados y de mariscos que era una
tentación ir a recogerlos.
K’enkhe era, entonces, uno de esos niños. No se imaginaba en absoluto
que algún día llegaría a ser el jefe de su propio grupo. Entre los hombres y
mujeres de la costa no había una descendencia jerárquica de liderazgo. El hijo del
jefe no llegaría necesariamente a tal condición. Todo dependería de sus
habilidades en la pesca, en la caza, de su sabiduría, de su bondad y de su espíritu
de sacrificio en beneficio de la pequeña comunidad, y esas características
adquiridas las podía desarrollar cualquier individuo. Todos estaban en las mismas
condiciones.
No sucedía así con el hechicero. Cada uno de los que había desarrollado
esa función descendía de una línea directa y sanguínea de anteriores chamanes
que se perdía en el tiempo y en la memoria grupal. Era sólo “desde siempre”.
Ak’ari había asumido como hechicero a la muerte de su padre, recibiendo de él
todo el conocimiento que, a su vez, venía de su propio padre.
La primera intención de K’enkhe fue correr con los demás niños, mujeres y
hombres tras las plateadas olas que se alejaban lentamente y reflejaban la luz del

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atardecer, para llenar sus bolsas de lenguados, corvinas y navajuelas que estaban
al alcance de la mano, como nunca antes. Solamente la actitud de Ak’ari lo
detuvo. Sus ojos desorbitados, su pálido rostro y sus brazos extendidos que eran
cubiertos por un manto de plumas de pelícano y que parecían alas prestas a
iniciar un vuelo eterno, lo impulsaron a quedarse. Algo lo obligó a mirar
detenidamente a Ak’ari. Lo vio juntar sus brazos sobre su pecho, hincarse sobre la
arena e iniciar un monótono cántico que le recordó aquel que entonaba con
ocasión de la muerte de algún miembro del grupo. K’enkhe estaba a menos de
tres pasos del hechicero y apenas escuchaba los sonidos que salían de su boca.
Por eso fue grande su sorpresa cuando observó a Ak’utti, hijo de Ak’ari, a más de
treinta zancadas, detener su loca carrera hacia el mar como si su padre lo hubiese
llamado con un gran grito que nunca salió de su boca. Ak’utti quedó estático
mirando el fenómeno que se producía anunciando la tragedia, luego abrió los
brazos en la misa forma que lo había hechos su progenitor y se arrodilló en la
misma actitud. A K’enkhe le pareció una escena duplicada, sólo que Ak’utti no
tenía plumas ni en sus brazos ni en su espalda. Su compañero de juegos, su casi
hermano, se levantó mirando las extensas arenas húmedas que dejaban libres las
aguas, giró rápidamente y corrió hacia donde estaba Ak’ari. Lo encontró todavía
arrodillado y se abalanzó en un abrazo de desesperación, de amor y de
agradecimiento. Tomó en sus manos la bolsita vegetal que colgaba de su cuello y,
antes de iniciar una vertiginosa carrera en sentido contrario a la que había tomado
el mar, miró a K’enkhe de tal forma que a éste no le quedó otra cosa que seguirlo.
Entonces, corrieron y corrieron con sus piernas jóvenes y rápidas. Con la
fuerza de los años mozos, y no pararon hasta que el cansancio los venció en la
falda del lejano cerro por donde aparecía el sol. Volvieron su vista atrás y
alcanzaron a ver una gigantesca ola que, con un ruido ensordecedor, devolvía
toda el agua sobre la tierra. Las viviendas que los habían cobijado desaparecieron
bajo el torrente que arrastraba también a su propia gente. El silencio llegó
lentamente hasta ser absoluto. De las cálidas arenas sólo quedaba un enorme

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charco que agrandaba el mar hasta las orillas del lejano cerro en el que ahora
estaban.

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Los inicios de un pueblo

Fue una luna muy larga para K’enkhe y Ak’utti. La ausencia del familiar
sonido costero profundizó el sentimiento de soledad al no tener a su gente y a sus
padres que habían sido tragados por las fauces terribles que –se imaginaban-
tenía ahora el mar. La helada del amanecer entumecía sus desnudos cuerpos
apenas cubiertos por faldellines de fibra vegetal que les habían sido entregados,
en un magnífico ritual de iniciación, con ocasión de entrar a la edad adulta. Sus
catorce ciclos ya los hacían hombres, pero igual el miedo los mantuvo despiertos
imaginando sombras que se abalanzaban sobre ellos, seres marinos monstruosos
que los venían a buscar y los empujaban a un remolino interminable donde se les
aparecían, una y otra vez, los rostros de sus seres queridos.
El sol los sorprendió sin casi haber dormido. Y fue muy extraño no verlo de
frente como lo veían aparecer desde la playa. La seguridad y la tranquilidad de la
luz los impulsó a iniciar una marcha sin un puno final en el camino. Sólo caminar.
Durante toda la primera luna no cruzaron palabra alguna y se preocuparon, en
especial, de no causar ningún ruido. Pensaron, recíprocamente, que cualquier
sonido podía romper la ilusión de la compañía. Que la presencia del otro era sólo
la necesidad de estar con alguien. Y que al mínimo murmullo la imagen construida
en la mente desaparecería.
Realmente, K’enkhe y Ak’utti, se querían. Habían compartido los primeros
juegos. Más aún, la esposa de Ak’ari había amamantado a K’enkhe ante la
prematura muerte de su madre. Era mucho lo que los unía. También se hicieron
hombres juntos. Y juntos fueron iniciados en los ritos de la procreación. Entonces,
era casi una necesidad estar cerca, sentir la presencia próxima del casi hermano.
Por eso el temor a que la imagen del amigo fuera sólo una construcción mental.
-¡Vamos, Ak’utti!- Fueron las primeras palabras que salieron de la boca de
K’enkhe, tomándole del brazo como una forma de evitar que se esfumara. Así lo

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entendió el hijo del hechicero que devolvió el gesto apoyando sobre la mano que
lo tocaba su propia mano, iniciando el descenso de su seguro refugio en la altura
del cerro hasta unas tierras bajas llenas de árboles y verdes hierbas, no sin antes
echar una mirada sobre el mar, más para cerciorarse que estaba tranquilo, que no
venía tras ellos y como una forma, también, de despedirse de los suyos ausentes.
La bajada no fue difícil. Sólo trataron de orillar las aguas saladas, fuera de su
espacio natural, que a esa hora ya se habían transformado en ccachina, en tierra
salada y blanca, para no tener ningún contacto con aquello que todavía les
causaba temor. El sol golpeándose las cabezas verticalmente, el hambre y la sed,
los obligaron a buscar sombra que consiguieron bajo una frondosa cabellera que
era sostenida por el rugoso y grueso tronco de un viejo tamarugo.
-Nosotros dos somos, ahora, el grupo, K’enkhe-, interrumpió el descanso
Ak’utti.
-Sí, pero un grupo especial. Sin mujeres, sin niños, sin jefe. Sólo con un
hechicero y un hombre- respondió K’enkhe.
-Sólo con dos hombres –replicó el hijo de Ak’ari.
-No, Ak’utti. Tú no eres un simple hombre. Tú eres hechicero. A la muerte
de tu padre te corresponde a ti seguir con la fuerza y la sabiduría de los
antepasados. Tú tienes ese poder. Así tiene que ser.
-Pero muy poco puedo hacer para proteger a mi pueblo si no tengo pueblo.
Y apenas tengo la bolsita que recibí de mi padre cuando se entregó a su destino
no tengo sus sales, no tengo mi tapado de plumas.
-Tienes tu sangre que es la misma que ha recorrido cientos de cuerpos
sabios y sí tienes un pueblo. ¡Yo soy tu pueblo!
Las palabras de K’enkhe estremecieron a Ak’utti que se alejó unos pasos
para que su amigo no viera las lágrimas que empezaban a aparecer en sus ojos.
A las primeras horas del sol siguiente, un ruido cercano les volvió a traer el
terrible recuerdo del día anterior. Asustados juntaron sus espaldas y sus miradas
repitieron los mismos movimientos cuando, en su aldea, comunicaban la llegada

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de extraños. Sólo sus ojos se movían lentamente tratando de registrar cada detalle
del nuevo paisaje que les rodeaba. Un largo silencio precedió a agitados ruidos.
Caminaron lentamente, casi arrastrándose como cuando el chungungo quería
robar los huevos de los guanay. Un sonido distinto les llamó la atención:
-¡K’u k’u li... k’u k’u li... k’u k’u li!
Dirigieron su vista hacia el punto de donde salí el extraño sonido y, luego de
separar suavemente unas ramas, vieron a dos pequeñas aves intercambiando
mensajes -K’u k’u li, k’u k’u li-. Tenían las plumas del color de algunas de las
gaviotas que abundaban a la orilla del mar, pero sin el pico largo y con los dedos
de sus patas separados. No hubo necesidad de consultas. La decisión estaba
tomada sin hablar. Desde pequeños habían sido adiestrados en cazar las aves
que permanentemente les rondaban. Casi se había convertido en un juego. Claro
que cuando se hicieron hombres les entregaron, además de los faldellines, una
red vegetal con cuatro piedras en cada uno de sus extremos, que les permitía
cazar a las palmípedas sin acercase tanto. Unos segundos para contener la
respiración. Otros para tensar los músculos y los mismos para afinar la mirada y
calcular la distancia exacta del salto, del movimiento de los brazos, de la presión
de los dedos. El ágil y elástico brinco repetido por dos fue terminado con los
jóvenes de espaldas en el suelo, entre una pequeña nube de polvo producto de la
caída, con sonoras carcajadas y con las avecillas en cada par de manos que se
levantaban hacia el cielo.
-¡K’u k’u li, K’enkhe,!
-¡K’u k’u li, Ak’utti!
Un rápido movimiento de sus dedos sobre el cuello de los pajaritos los dejó
definitivamente inertes.
Sabían que no podían comer su carne en estado natural. Había que
salarlas y secarlas. Pero no tenían sal. En las orillas del mar abundaba, pero allí
no. K’enkhe recordó la blanquecina marca que habían dejado las aguan marinas al

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pie del cerro que los cobijó en la huida. Su joven y adiestrado cerebro para
decisiones rápidas instruyó a su boca decir:
-¡Ak’utti, vuelve sobre nuestros pasos y recoge sal de la ccachina. Yo
desplumaré estas aves y las partiré a tu espera!
La orden fue tan perentoria y con tanta autoridad que el hijo de Ak’ari sólo
atinó a cerciorarse que tenía con él la bolsita heredada de su padre antes de
iniciar, obedientemente, la caminata.
K’enkhe retiró las plumas de los cuerpecillos y, ayudado por sus dientes,
separó cada miembro ya desnudo. En ese instante, una idea le empezó a rondar
en la cabeza y ocultó, cuidadosamente, las plumas bajo unas grandes y verdes
hojas. Entonces, le atrajo un rumor desconocido. Sus oídos educados al mar le
recordaron su murmullo. Pero éste era diferente, continuo, no como las olas que
iban y venían. Cuando se acercó descubrió agua que corría encerrada entre dos
naturales paredes. Pero corría juguetona, muy clara, muy alegre. No puede ser
prisionera, pensó K’enkhe, introduciendo sus manos para lavarlas y eliminar la
sangre que ya se había secado en sus dedos y en el borde de su boca. Allí se dio
cuenta que esa agua no era como la del mar. No sabía a sal. Era igual a aquellos
pozos que se abrían cerca de su aldea.
-¡Es agua para beber! ¡Es agua para beber!- exclamó con un grito como
queriendo compartir el hallazgo con su amigo que, en ese momento, ya se
encontraba muy lejos. No tenía conchas de tortugas, tampoco bolsas de piel de
lobo de mar, ni una vértebra hueca de ballena para guardar el líquido. Giró su
cuerpo y su vista en redondo, buscando. ¿Qué? No lo sabía, pero tenía que
buscar y tenía que encontrar. Corrió unos pasos, regresó los mismos. Otra carrera
corta en otra dirección. Fijó la vista en unas extrañas hojas que reptaban por el
suelo y, entre ellas, sendas esferas verdes que se asoleaban. Se acercó y
encontró otras amarillentas con perforaciones que habían hecho, seguramente, las
aves para comer su interior, su forma, su color, su esfericidad le recordó, de
inmediato, los recipientes con que llegaban los visitantes a su pueblo y

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comprendió que allí podía guardar y trasladar agua. Tomó una de las amarillas.
Con su mano ayudó a terminar el trabajo iniciado por los pájaros. Luego se dirigió
a las aguas acanaladas y sumergió la calabaza media seca. La retiró brillante de
líquido y regresó al protector árbol, a la espera de Ak’utti.
El hijo del Ak’ari volvió cuando ya caía la tarde y el aire se llenaba de cantos
k’uk’uli y de otros cantos que le anunciaron a K’enkhe días venideros de buena
caza. Venía exhausto. Con sed. Con hambre. Lleno de polvo, pero traía sus
manos llenas de sal humedecida por la transpiración de su cuerpo. Luego de dejar
el preciado producto de su viaje sobre las mismas hojas en las que ocultaba
K’enkhe las plumas, se tendió cuan largo era sobre la tierra con sus ojos cerrados
y su pecho agitado.
El amigo, entonces, tomó entre sus manos la calabaza y dejó caer líquido
sobre los labios de Ak’utti, los que se abrieron y movieron como queriendo
succionar cada gota del vital elemento. Abrió los ojos. Encontró iluminados los de
su casi hermano:
-¡Tenemos agua, Ak’utti, tenemos agua!
Ambos bebieron abundantemente. La ausencia de alimentos sólidos en
más de una jornada, el mal dormir de la noche anterior y el agotamiento de Ak’utti
por el doble viaje, le hizo entrar en un profundo y reparador sueño. K’enkhe tomó
la sal ya seca y la impregnó en cada miembro de las avecillas. Luego, cuando se
cercioró del insensible sopor de su amigo, descubrió las plumas ocultas y
pacientemente empezó a unirlas con fibras que iba retirando de su faldellín hasta
construir un delicado y hermoso pectoral. Al despertar, Ak’utti encontró a K’enkhe
observándolo con una mirada distinta. Lo vio más alto. Más fornido. Más profundo.
-¡Ya eres hechicero, Ak’utti! Tienes la bolsita de tu padre. Guardé un poco
de sal. Y aquí tienes tus plumas que te permitirán volar al encuentro de los dioses-
profundizó la voz de K’enkhe, levantando el pectoral y anudándolo al cuello del
ungido.

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–Que el fuego del cielo en la noche oscura te entregue la claridad de su visión,
que los vientos del norte te traspasen el hálito de la vida y que el sol y la luna
guíen tu canto para aplacar la ira de los mares, Gran Ak’utti.
El hijo de Ak’ari bajó su cabeza al mismo tiempo que apoyaba una rodilla en
el suelo. Tomó un poco de sal de la bolsita y untó su propia frente y su pecho
ahora casi entero cubierto por las plumas que K’enkhe le colgara del cuello. Emitió
extraños sonidos que le aseguraron a su compañero que no se había equivocado.
Ak’utti era hechicero por obra y gracia de la historia genética y por obra y gracia de
la memoria colectiva, aquella que seguiría viviendo por la presencia de los dos
jóvenes que, ahora, eran la única continuación de su gente.
Ak’utti se levantó y miró a K’enkhe:
-No sólo soy ahora un verdadero hechicero. Soy también parte de un
pueblo, de un pueblo que tiene un verdadero jefe. Me mandaste a buscar sal y he
obedecido. Me fabricaste un símbolo y lo he usado. Me ordenaste hechicero y lo
he asumido, que los dioses que me escuchan te protejan y te guíen en tu mando.
Serás rápido como el guanay, fuerte como el lobo de mar y sabio como el
pelícano. Tendrás la habilidad del chungungo y la paciencia del lenguado. Las
toninas te entregarán la alegría de vivir y las ballenas su resistencia, Gran
K’enkhe.
La solemnidad del momento se selló en un abrazo lleno de cariño y
silenciosas promesas de lealtades futuras.

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Se quedan en la nueva tierra

K’enkhe y Ak’utti. Jefe y hechicero. Casi hermanos. Eran todo un pueblo.


Eran todo su pueblo. Pero los pueblos tenían un territorio donde vivir hasta que
fuera necesario buscar otro. Y ellos no lo tenían. Eran hombres de arenas y mar.
Conocían los designios de la luna respecto a las mareas. Habían aprendido de
redes, de anzuelos y de arpones. De peces y de mariscos. Dominaban la dirección
de los vientos que crispaban las olas. Dominaban las corrientes marinas que
alejaban o acercaban los peces. Usaban el aceite extraído de los lobos que
cazaban para untar su cuerpo en le buceo, para curar heridas y para
impermeabilizar sus utensilios de cestería. El mar era toda su vida. Pero, a pesar
de ello, no querían regresar. La visión de la enorme ola devorando todo a su paso
era tan fuerte y con una carga emocional tan negativa que, sin haberlo discutido,
sabían que estaban de acuerdo en no regresar.
Entonces, había que tomar la decisión de elegir el lugar. No les demoró
mucho. La protección del tamarugo brindada ante el desamparo de la tragedia
marina, la cercanía del agua dulce, la cantidad de aves y, por sobretodo, la
seguridad de lo ya conocido, los hizo optar por quedarse allí mismo e iniciar su
nueva vida, lejos del mar.
Mientras K’enkhe salió a reconocer las cercanías, Ak’utti asumió la misión
tácita de pedir a los dioses la protección del lugar. Pero ¿a cuáles dioses? Los que
conocía habían arrojado su incontenible furia y la de las aguas sobre su gente.
¿Estarían enojados con ellos o, simplemente, se habían equivocado y no eran
dioses buenos? ¿Su padre, su abuelo y los abuelos de sus abuelos vivieron
invocando y agradeciendo a quienes no debían? ¿Y si éstos no eran los
convenientes, cuáles sí lo eran?
Eran profundas las cavilaciones del joven hechicero. Tan profundas que
ponían en duda todo el andamiaje cosmogónico construido por generaciones. Su

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vista flotaba en la nada o, mejor dicho, en sus propios pensamientos que se
transformaban en olas impresionantes que se repetían una y otra vez sobre Ak’ari,
sobre él, sobre K’enkhe. Con gritos sordos llamaba a su padre para que no se
quedara allí, para que se levantara y corriera. Para que huyera. Para que rompiera
el destino trágico de los hechiceros de su pueblo.
Su rostro se empezó a marcar con dolorosas arrugas, entre las cuales
empezó a correr el sudor que se mezclaba con las lágrimas involuntarias que
empezaron a salir de sus ojos vacíos de visión real. No reparó que sus labios
apretados se separaban dejando escapar pequeños sonidos hasta transformarse
en un cántico suave, nuevo que, cual bálsamo mágico, empezó a tranquilizar su
mente.
Unos graznidos conocidos lo sacaron de su trance. Abrió lentamente sus
ojos y descubrió una bandada de gaviotas que dibujaban con su vuelo perfectas
líneas onduladas que se repetían cada vez que cambiaban el curso de su
dirección. Instintivamente, miró su mano y se dio cuenta de que tenía una delgada
rama tomada firmemente, con la cual había trazado, en una inexplicable tierra
húmeda, finas líneas también onduladas. Como las líneas que se pintaban en el
cuerpo con ocasión de los ritos y las ceremonias. Como las líneas que dibujaban
en el cuerpo de sus muertos. Como las líneas de la base de su tótem. Como las
líneas que formaban las olas al llegar a la orilla.
-¡El lugar no es malo, Ak’utti!- alcanzó a decir K’enkhe al regresar de su
primera exploración por los alrededores, al darse cuenta del estado extraño en
que se encontraba su amigo. Le pareció que no era Ak’utti, sino Ak’ari. Su misma
actitud, casi su mismo porte. Su misma mirada.
-Nuestros dioses del mar siguen con nosotros. No nos han abandonado-
respondió lento y muy seguro el hechicero.
-¡No puede ser, Gran Ak’utti. No han sido buenos con nosotros. Nos
arrojaron de nuestras tierras reclamándolas sólo para ellos!- terció K’enkhe,
discutiendo la aseveración del hechicero.

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-Llegaron hasta mí –prosiguió Ak’utti sin hacer caso de los reparos de su
amigo-, a través del viento y a través de la tierra. Con las alas de las gaviotas y
con su frescura mojando la tierra. Llegaron para decirnos que no temamos. Que
ahora todo depende de ti, Gran K’enkhe y de mí, simple mediador entre los cielos
y la tierra. Ellos sabrán guiarnos.
A pesar de llevar en su sangre la leche de la madre de Ak’utti, el
pragmatismo de K’enkhe y su instinto de supervivencia, le impidieron compartir la
convicción del hijo de Ak’ari.
-De acuerdo. Entonces yo haré el nuevo tótem para honrarlos. Pero
nuestros dioses del mar nos han traído hasta este lugar para que aprendamos.
Por lo que deberemos quedarnos –sentenció K’enkhe-, asegurándose de que
Ak’utti no le pidiera regresar de forma inmediata, temeroso todavía de los trágicos
acontecimientos que los habían llevado a la situación actual.
-Así se hará, Gran K’enkhe. Tú eres el jefe, tú decides. Pero nuestros
dioses no están enojados con ...– No pudo continuar porque K’enkhe ya había
iniciado su marcha para recoger tallos de totora y fabricar sus nuevas redes de
caza. Esta vez no para peces, sino para aves y pequeños y extraños animales que
había descubierto en su reciente exploración.

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Era un gran y hermoso tótem

Cuando vivían en las orillas del mar, en las arenas cálidas de día y de
noche, el tótem del pueblo, ubicado en el centro exacto de la hilera de viviendas
que enfrentaban la playa, estaba construido con una sucesión vertical de vértebras
de ballena unidas por tiras de cuero de lobo marino finamente trenzadas, de abajo
hacia arriba, terminando en el extremo superior en una gran cantidad de flecos
sueltos que le entregaban a la mágica figura, cuando el viento soplaba, un aspecto
casi humano. Ayudaban a esta sensación los colores terracota y ocre con que
habían dibujado, sobre las vértebras, sendas ondas que representaban el
movimiento del mar, adquiriendo una apariencia de piel humana. Pero, por sobre
todo, impresionaban la caparazón de tortuga, decorada con una incipiente riqueza
artística, que hacía las veces de amplio tórax, y la gran cabeza de tiburón
disecada, obra de los antecesores de Ak’utti, que se mantenía fresca gracias a
complicados procedimientos aprehendidos y aprendidos solamente por la casta de
los hechiceros.
Era un gran y hermoso tótem, permanentemente admirado por cada uno de
los k’ara, como se llamaban a sí mismos los visitantes que llegaban al lugar.
Temido por los niños y adorado por los hombres y las mujeres del pueblo. K’enkhe
nunca se sumó al temor infantil. Creció mirándolo y admirándolo. Le fascinaba el
volumen del pecho que, intuía, guardaba poderosos pulmones que le permitían
nadar bajo las aguas, como los peces, todo el tiempo que deseara. No como él y
los demás hombres y mujeres que tenían que salir a la superficie cada cierto
tiempo para renovar el oxígeno. A escondidas, jugaba poniéndose la caparazón de
tortuga que tenía la mujer de Ak’ari, al interior de la vivienda, para mantener agua
fresca en uso permanente. Pero lo que más le impactaba era la poderosa cabeza
de escualo, misteriosamente viva, tratada cada cierto tiempo en un rito solitario por
Ak’ari.

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Cuando el viejo hechicero se acercaba al tótem, sin existir una convocatoria
previa a la comunidad, cada uno de los miembros de la gran familia se retiraba a
realizar cualquier menester. No importaba cuál. Sólo sabían que tenían que
alejarse para dejar solos al tótem y a Ak’ari. A K’enkhe siempre le produjo una
atracción especial esa situación. Por eso se mantenía cerca tratando de observar
a escondidas. Así reparó en los extraños procedimientos del hechicero que
desarticulaba cuidadosamente las mandíbulas de la inerte cabeza de tiburón,
extrayendo pequeños trozos de madera y reemplazándolos por unos nuevos. Lo
descubría colocando en su sitio la pieza dental extraída, rellenar espacios con
barro conseguido en la tierra del agua dulce, modelar las formas que se iban
perdiendo y untar, finalmente, la magnífica cabeza, con aceite de ballena que
guardaba celosamente en pequeños recipientes fabricados con la piel del cetáceo
que, en pocas oportunidades y con mucho esfuerzo, el grupo decidía cazar.
No podía contradecir a Ak’utti en su autoridad mediadora afirmando que los
dioses del mar seguían junto a ellos. No estaba capacitado para hacerlo. Se dio,
entonces, la tarea de iniciar la representación visual de la conjunción de seres que
los protegerían. Vértebras de ballena no había, tampoco cabeza de tiburón, ni
cuero de lobo para trenzar.
Se dirigió al cercano totoral y cortó gran cantidad de tallos que trasladó al
pie del árbol y empezó el hábil trabajo de ir entretejiéndolos hasta lograr largas y
firmes cuerdas. Luego, las llevó a mojar a las aguas del riachuelo. En un recodo,
donde las aguas alcanzaban a descansar antes de seguir su curso, acumuló
piedras de distintos tamaños transformando el espacio en un pequeño estanque
que le permitió dejar humedeciendo la totora hasta que lograra la flexibilidad
necesaria. Para ello tuvo que entrar a las aguas que le llegaron hasta la cintura,
sintiendo el grato placer de recuerdos marinos, pero, al mismo tiempo de
sensaciones nuevas en la húmeda y segura tranquilidad. Se tendió
horizontalmente, como tantas veces lo hiciera en el mar, y movió, como el experto
que era, sus brazos y sus piernas, en un ejercicio instintivo que había arrinconado

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en el fondo de su cerebro. Era otra vez K’enkhe, el hombre de mar, el hombre de
agua. Con un impulso, llenando sus pulmones de aire, se sumergió bajo las aguas
con los ojos muy abiertos. Le impresionó la claridad con que podía observar el
fondo de la pequeña represa. No había corrientes que movieran las arenas y la
calidad cristalina del líquido permitía ver cada detalle. Pequeños vegetales
adosados a las piedras le recordaron las algas marinas y volvió a su mente infantil
el juego de reventar las cápsulas de oxígeno que guardaban. Rápidos y cercanos
movimientos llamaron poderosamente su atención. Aguzó la vista hasta observar
unos pequeños animales que se arrastraban en el fondo con grandes tenazas en
sus extremidades. ¡Se parecían a las langostas de su mar! Eran más pequeñas y
más rápidas. Pero deberían ser igual de sabrosas. Se puso de pie para tomar aire.
Ahora sólo introdujo su cabeza lentamente para observar con más cuidado,
descubriendo pequeñas hendiduras en los costados donde se ocultaban. Luego la
sacó, sacudiéndola al agradable calor del sol, afirmando el cintillo de fibra que
aseguraba su larga y negra cabellera. Pensó unos momentos y, de inmediato, ideó
la forma de capturar a esos seres casi marinos. Salió escurriendo agua de su
faldellín que apenas cubría su orgullosa y joven desnudez y se dirigió a buscar las
redes que días atrás había tejido. Volvió a ingresar a la poza, ahora con
movimientos bruscos, con el objetivo que los pequeños animales se asustaran y
se escondieran en las pequeñas cuevas que los protegían. Tomando el aire
suficiente y trabajando en cuclillas, aseguró las redes con pequeñas piedras al
fondo justo frente al refugio de las diminutas langostas. La parte superior del
artefacto de caza, que volvía a servir para su origen, llegaba a la superficie de las
aguas donde se mantenía con pequeños trozos de troncos a manera de
flotadores.
Entusiasmado en este acontecer que recuperaba su memoria empírica,
había olvidado la tarea principal. Sintiéndose culpable, apuró el paso para salir
hasta la tierra, cuando sintió un agudo dolor en la planta de su pie izquierdo.
Agachándose, hundió una de sus manos para tomarlo en un sentido de

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protección. Un dolor como aquella vez primera cuando tomó una navajuela en sus
manos y la aguzada concha abrió su carne palmar dejando salir la sangre,
aumentada en glóbulos rojos por la necesidad permanente de mayor oxígeno
debido a los continuos buceos. Se sumergió preocupado y encontró una filosa
piedra, casi en forma de arpón, que había cortado su piel y su carne. La tomó
cuidadosamente con la otra mano y la sacó a la superficie observándola con
mayor detención. En realidad parecía una punta de arpón. Una piedra como las
que había tallado su gente. Como la que había empezado a tallar él antes de la
gran ola. Pero no descubrió trabajo humano. El agua que corría desde algún lugar
gastando los costados ribereños, había, también, logrado gastar la granítica piedra
entregándole un filo y una punta sorprendentes.
-¡Es un castigo de los dioses por haber postergado la construcción del
tótem!- se dijo para sí K’enkhe, pensando, otra vez, en un dios castigador. Ante
ese desamparo volvió a su mente la seguridad del frondoso tamarugo y su rugoso
y grueso pilar. Y su primer temor se transformó en la exactitud de una clarividencia
al recordar la verticalidad de las vértebras de ballena de su antigua imagen divida
y la verticalidad del tronco.
-¡Los dioses del mar, que también están en esta agua, me han entregado la
herramienta para construir sus imágenes y honrarlas. Con dolor ha sido, pero
buen dolor!-. Saltó de las aguas. Se dirigió al árbol y comenzó un febril trabajo que
llenó su mente de antiguas historias de seres marinos protectores y buenos.
Cetáceos y escualos se confundieron con mantarrayas y peces voladores. Vientos
con rostros humanos con largas barbas blancas y mejillas infladas, que
empujaban suavemente a las aves hasta el destino seguro se juntaron a
poderosas mujeres de cabelleras de algas y vestidos de espumas que, con su
fuerza maternal, formaban las corrientes y guiaban a los peces. Mientras sus
manos, con el poderoso cuchillo lítico, se movían de arriba abajo, de un lado al
otro, hiriendo la carne del tronco haciendo chorrear un líquido blanco que, como
sangre, iba corriendo hasta mojar sus pies descalzos.

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Tres soles enteros y tres lunas completas estuvo en ese quehacer. Los
alimentos que silenciosamente le llevaba Ak’utti quedaban casi sin consumirse. El
hechicero observaba de lejos mientras tejía paños de totora, reflejándose en su
rostro una sonrisa de aprobación por el avance y la perfección del trabajo. En la
tercera jornada. Después de la medianoche, el sueño venció tranquilamente a
Ak’utti. Sin sobresaltos. El rugido furioso del mar con su ola descomunal ya no era
sonido e imagen constante de pesadillas. Antes de cerrar los ojos y entregarse al
descanso nocturno, alcanzó a ver a K’enkhe trabajando con el mismo ímpetu del
comienzo. No necesitaba luz. No necesitaba mirar. Sus manos eran guiadas por
algo o por alguien que él mismo, siendo el mediador de los dioses, no podía
percibir.
Los rayos del cuarto sol lo despertaron suavemente. Al abrir sus ojos
descubrió, una vez más, un entorno tranquilo, seguro, de coloridos matices, con
alegres cantos de pajarillos y el murmullo del agua que corría saltarina a lo lejos.
Inmediatamente giró la vista hasta el lugar de trabajo de K’enkhe, pensando
encontrarlo dormido por el agotamiento y el hambre.
No estaba.
Pero la primera preocupación por su amigo sucumbió ante la maravillosa
obra que se erguía imponente, orgullosa, poderosa.
El viejo tronco, lleno de rugosidades anteriores, mostraba un vientre blanco,
casi brillante, donde aparecían esculpidas una serie vertical de siete vértebras de
ballena, a manera de escalinatas, de mayor a menor, de abajo hacia arriba, como
invitando a llegar a algo superior. La base que mantenía su corteza hasta una
altura de una rodilla humana, estaba cubierta por cuerdas vegetales trenzadas en
líneas onduladas que traían el recuerdo del mar hasta los pies de la figura. De los
costados del tronco, salían dos gruesas ramas arqueadas, a manera de brazos,
que se juntaban en la cuarta vértebra, donde emergía desde un cesto vegetal
quizás lo más impresionante de la representación de K’enkhe: un hermoso pez
tallado al lado de una calabaza natural.

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Era la conjunción perfecta de su realidad. Su pasado y su presente.
Ni él, con toda la sabiduría acumulada por generaciones, habría sido capaz
de visualizar tan poderoso símbolo de agradecimiento y representación de la
fertilidad de la vida. De la anterior, a la orilla del mar y de la actual, en la nueva
tierra.
El conjunto era realmente maravilloso. Por sí mismo mágico y divino. Pero
una segunda mirada, ya sin la pasión primera, le permitió reparar que el tótem no
tenía cabeza. Que terminaba abruptamente en la séptima vértebra. En el momento
que las interrogantes empezaban a formarse en su mente, apareció K’enkhe,
chorreando agua de su pelo y de su faldellín, con un bulto en sus manos que
aseguraba contra el cuerpo:
-Ahora entras tú a ayudar a terminar nuestro tótem –le dijo con gran
autoridad-. Esto que traigo en esta bolsa son seres de agua, hermanos menores
de nuestras langostas deber ser. Fue muy fácil atraparlos, casi se entregaron
voluntariamente. Por eso no pueden servir la primera vez para alimento. Éstos
están destinados a otra función.
Ak’utti no pudo decir nada. Aún no entendía a su jefe y amigo. Entonces
K’enkhe prosiguió:
-Estos son seres vivos y tú, con tu magia, tu ciencia y tu sabiduría, deberás
mantenerlos siempre vivos, como hizo tu padre con la poderosa cabeza de tiburón
de nuestro viejo tótem.
Las últimas palabras estremecieron a Ak’utti. ¿Cómo podía saber K’enkhe
de tales procedimientos si no descendía de la casta de los hechiceros?. Nadie del
pueblo sabía de esas intervenciones. Era un secreto celosamente guardado en el
tiempo y así debería seguir siéndolo. ¿Por qué dijo eso? ¿Acaso conocía la forma
de mantener vivas las carnes de los animales marinos que cazaban? Dudó del
origen de K’enkhe. ¿No descendería, también de algún hechicero? ¡De su propio
padre! ¡De Ak’ari! No. No podía ser. El hechicero estaba obligado a procrear con
una sola mujer para mantener la estirpe, y tenía que ser hija de hechicero, como lo

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fue su madre. ¡Su madre! ¡Sí! ¡Su madre amamantó a K’enkhe cuando era
pequeño, cuando compartían los pechos de la dulce mujer! ¡Su madre le traspasó
la sabiduría exclusiva! ¡Entonces las mujeres también pueden ser hechiceras!
¡También tienen ese poder!
La cabeza le daba vueltas a Ak’utti, sin poder fijar su mente en un solo
pensamiento. Se limitó a extender las manos y recibir los cuerpos húmedos y
movedizos que le ofrecía K’enkhe.
Había aprendido de Ak’ari las técnicas para mantener la cabeza de tiburón
que se enseñoreaba sobre las vértebras de ballena en ese tótem mágico que
había conocido desde siempre. Su padre lo había hecho practicar con los peces
grandes que atrapaban en algunas oportunidades. Así, pejezorros y tollos de
regular tamaño conocieron de sus aguzados cortantes y de la habilidad de sus
manos para extraer vísceras y agallas, sin dañar los huesos y las carnes. Adquirió
la habilidad para ubicar soportes de ramas y colocar verdaderas cataplasmas de
barro interiores entregándoles volúmenes y texturas semejantes alas que tenían
cuando eran temidos depredadores marinos de especies más pequeñas y antes
de formar parte del enjambre de aletas, colas y hocicos abiertos que se retorcían y
boqueaban desesperados entre las fuertes redes de los pescadores que los
arrastraban hasta la orilla para chinchorrearlos.
Estaba claro. No era novedad ninguna para Ak’utti la tarea que le estaba
ordenando K’enkhe.¡Pero en cuerpos tan pequeños! Los observó detenidamente
uno a uno en sus manos. Estudió sus movimientos que, en forma paulatina, se
hacían más lentos y demostraban que la vida se les estaba escapando. Luego,
con sus dedos movió las articulaciones y reconoció sus partes blandas y sus
caparazones. Sus fuertes tenazas. Los apéndices que salían de sus diminutas
cabezas.
-Está bien. Pero solamente podré hacerlo con sus partes más duras-
manifestó sin mucha seguridad Ak’utti.

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-Es suficiente –respondió parcamente K’enkhe, alejándose, otra vez, a la
ribera del riachuelo.
Ayudado por sus dientes, el hechicero fue partiendo con mucho cuidado los
cuerpos inertes, preguntándose por las intenciones del jefe K’enkhe, sin llegar a
ninguna respuesta. Al terminar de vaciar prolijamente los interiores y sin tener
ninguna claridad sobre el siguiente paso, lo vio aparecer trayendo en dos
calabazas sendas porciones de barro extraídas desde las orillas del río.
-Esta es una tierra que no conocimos en la otra aldea. Cuando el sol seca
su humedad queda casi tan dura como una piedra. Te va a servir para rellenar las
caparazones y mantenerlas firmes- acotó determinante.
Ak’utti volvió a sentir la intranquilidad de su secreto descubierto.
-Te ayudaré a cortar pequeñas ramas para que el barro se afirme y se
endurezca parejo- añadió K’enkhe.
Ya no había ninguna duda en la mente del joven hechicero. K’enkhe
conocía totalmente los procedimientos. Lo aceptó con cierta resistencia. Como
cuando compartía los pechos de su madre y no lograba entender el por qué. Lo
asumiría igual. Lentamente. Con resignación primero y luego con alegría. Como
cuando empezaron a crecer juntos. A jugar juntos. Además, encontraría un apoyo
en sus primeros pasos en el difícil accionar del hechicero oficial de ese singular
pueblo.
Todo el día y toda la noche le llevó a Ak’utti terminar con el trabajo. Al final,
dos docenas de camarones “muertos-vivos”, ubicados delicadamente en hilera,
demostraban las capacidades desarrolladas en el aprendizaje y en la experiencia.
Durante todo ese tiempo, K’enkhe entre idas y venidas hasta el río, trabajó
afanosamente. Cuando lo estimó conveniente, cubrió todo con grandes hojas de
los matorrales cercanos y se acercó a Ak’utti que le fue entregando uno a uno los
cercenados cuerpos de los camarones ya intervenidos. Aprovechando el barro
todavía húmedo y blando protegido por las hojas, introdujo los pequeños animales
cubriendo con ellos toda la masa de tierra y agua. El resultado que se empezó a

28
preciar con las primeras luces del amanecer era impresionante: sobre la séptima
vértebra, K’enkhe había modelado una perfecta cabeza de tiburón cuya superficie
se cubría de camarones alineados perfectamente, dándole un aspecto mágico y
fantasmagórico al mismo tiempo. De las mandíbulas amenazadoras y abiertas con
tres corridas de terribles colmillos hechos de pequeños trozos de rama aguzadas,
salía el camarón más grande, en una suerte de espíritu interior.
Ak’utti no pudo hablar. Sólo se arrodilló e inició un hermoso canto que
empezó a llenar cada uno de los espacios cercanos, mezclándose suavemente
con el canto de los pajarillos en el alba y el murmullo del agua que corría cercana
hasta llegar –después lo entenderían- al mar.
El sol, en su posición más vertical, los encontró todavía en la misma actitud
de veneración. Cuando el hechicero dejó de cantar, ambos levantaron la cabeza.
En realidad, la imagen era la perfecta representación de sus dioses: fuerza, poder,
fertilidad y, ahora, dos manos seguras y guardianas de la vida cruzadas sobre el
vientre en actitud protectora. Pero, sobretodo, representaba al mar. Su mar. Ese
que les había arrojado de sus tierras. Ese mismo mar que ya les empezaba a
llamar.
-Nuestros dioses ya están con nosotros, K’enkhe- interrumpió Ak’utti.
-Si, Gran Ak’utti. Los he sentido.
Y se sintieron, uno al lado del otro, sintiéndose protegidos. Sintiéndose
amparados. Sintiéndose, otra vez, pueblo.

29
Un hijo de dos tierras

El tiempo de los días largos pasó con lentitud y con bonanza. Gran cantidad
de agua bajaba por el río llenando los otros tranques que construyeron y donde se
acumulaba gran número de camarones que aportaron sabor y proteínas a su
alimentación. Conocieron nuevas aves que cazaron, desplumaron y guardaron sus
carnes, gracias a gruesos y duros trozos de sal que encontraron en la falda de un
cerro al otro lado del río que después de bastante tiempo se atrevieron a cruzar.
De las calabazas aprendieron a prensar su carne blanda extrayendo un
líquido blanquecino que mezclado con tierras de colores usaron para pintar sus
rostros y sus cuerpos cada treinta soles y treinta lunas para honrar a sus dioses.
Del árbol protector, aprendieron a abrir heridas en la corteza para extraer la
espesa sangre vegetal transparente que les permitió proteger y darle brillo a los
camarones que ya eran parte integral de la cabeza de su tótem.
Su dieta se vio aumentada con gran cantidad de extrañas esferas que
colgaban de los árboles y matorrales, regalándoles colores nuevos a sus ojos y un
sabor diferente a sus bocas.
Los soles se hicieron más cortos y las lunas más largas, al mismo tiempo
que disminuía el volumen del río. La temperatura empezó a bajar lentamente
haciéndoles reparar en la desprotección de sus cuerpos. Entonces, afilaron largas
varas que velaron durante toda una noche frente a su imagen sagrada, pidiendo
guía y protección para el nuevo sol.
Salieron muy temprano con sus rostros y cuerpos pintados, con sus lanzas,
con algunos alimentos seleccionados y con pequeños cuchillos de piedra, orillando
el río en dirección del nacimiento del sol. No necesitan palabras. Era tal el mutuo
entendimiento que bastaba que uno de los dos iniciara una actividad para que el
otro comprendiera inmediatamente el objetivo. Así habían preparado el día de
caza. Pero no iban en busca de qué comer. Iban a buscar pieles para abrigar sus

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cuerpos. Se alistaron física y mentalmente como para un día de pesca en su
antigua tierra, pero esta vez no llevaban anzuelos. K’enkhe, en sus continuas
salidas a recorrer lugares cercanos, se había impresionado al observar
desconocidos animales que corrían y se ocultaban en los tupidos matorrales,
llamándole la atención la extraña piel que los envolvía. Se veía suave y protectora.
Tan protectora como la de los lobos del mar, pero a la distancia le parecía mucho
más suave. Se lo había comentado a Ak’utti, pero por muchos esfuerzos que hizo
para relatarle la forma de sus cuerpos y de su forma de desplazarse, no logró
construir una imagen real en la mente del hechicero. Sólo su comentario de la
suavidad de su piel encontró eco en su memoria recordando la llegada a su
antiguo pueblo de una mujer k’ara que envolvía a su pequeño niño enfermo en
una rara capa que le protegía.
No tuvieron que caminar mucho. A poco tiempo de marcha cuidadosa y
desconfiada encontraron los animales que había descrito su amigo. Ak’utti no
había visto nada parecido. Se paralizó un momento ante esa nueva visión. Un
suave movimiento de K’enkhe tocando con la mano uno de sus brazos lo volvió a
la realidad y a la misión iniciada. Una mirada y una seña corta y seca del jefe fue
la instrucción para iniciar la faena.
Un zumbido rasgó el tranquilo aire que terminó con dos golpes secos, casi
simultáneos. Las dos lanzas se hundieron en la blanda carne de dos grandes
vizcachas dejándolas tendidas en el suelo casi sin perder sangre. Otras habían
huido despavoridas ante la sorpresa y el temor a lo absolutamente desconocido.
K’enkhe y Ak’utti las vieron alejarse. No importaba. La caza recién había
comenzado. Habría tiempo para las otras. Retiraron sus armas cazadoras e
iniciaron la faena de abrir y sacar con mucho cuidado la piel utilizando sus
cuchillos de piedra. Era como descuerar un lobo. Además, la carne abierta era del
mismo color. Pero no podían retirar sólo la piel y botar la carne. Sus dioses los
castigarían. Sin importar la demora, trozaron y guardaron los cuerpos todavía
sangrantes.

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La jornada no pudo terminar mejor. Cada uno regresó al árbol protector con
siete cueros y sus respectivas carnes que inmediatamente empezaron a ser
saladas. K’enkhe llevó todas las pieles hasta el río donde las limpió de sangre ya
seca y las sobó suavemente antes de dejarlas a secar extendidas sobre piedras.
Los soles que siguieron los ocuparon en unirlas con delgadas fibras vegetales
trenzadas transformándolas en poderosas mantas protectoras. Como aquella que
envolvía al niño de la k’ara, pensó Ak’utti. Cubrieron, entonces, sus cuerpos y
sintieron rápidamente el agradable calor que les producía, justo cuando el tiempo
ya cambiaba definitivamente y las bajas temperaturas les empezaba a helar hasta
los huesos.
Las noches más largas les dieron más tiempo para intercambiar opiniones
respecto a su futuro inmediato. Salvo la importancia de la trascendencia y
permanencia de sus dioses, la vida para ellos siempre se había resumido en una
planificación para el día siguiente. Pero ahora estaban en una situación especial.
-De acuerdo K’enkhe. Somos pueblo. Tú y yo. Pero ¿qué va a pasar
cuando tú mueras? Quedaré sólo yo. No habrá nadie que pueda ser jefe. ¿y si
muero primero? No habrá nunca más hechicero –hizo una pausa-, bueno, tú
conoces mucho de los secretos. No sé cómo. Debe ser por nuestra madre. Por
ella debe ser.
Era la primera vez que se refería en esos términos a la mujer que le dio la
vida. K’enkhe no respondió, sólo bajó su cabeza en actitud de ser sorprendido
culpable de algo que conocía y que le estaba vedado.
-Yo no mi resigno a que conmigo se acaben los hechiceros –prosiguió
Ak’utti-. Debemos volver a nuestras tierras y encontrarnos con gente como
nosotros.
El estremecimiento que sintió K’enkhe ante las últimas palabras de Ak’utti,
lo convenció de que no había superado aún el temor a la gran ola y a la posibilidad
de ser tragado por el mar. ¿Regresar? ¿Ahora? No. Todavía no estaba listo.
Había crecido. Ya era un hombre. Sus músculos se habían fortalecido en la caza,

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en las largas caminatas. Su vista se había aguzado. Su cerebro trabajaba más
rápido. Se había entrenado bien. Pero no estaba listo para el regreso.
-Debemos partir. Pero no a nuestra aldea. Debemos buscar. No podemos
ser los únicos en estas tierras. Nuestros dioses –se aprovechó de la credulidad de
Ak’utti- nos piden que sigamos acá. Nuestro tótem sigue entregándonos de la
sangre espesa y brillante de su vientre. Ellos han sido buenos todo este tiempo.
Ellos nos trajeron. Por algo será. No podemos regresar todavía. Debemos conocer
otros lugares.
-Está bien. Cuando pasen los fríos iniciaremos el camino. Que los dioses de
los vientos y de las corrientes nos lleven hasta buen destino- aceptó Ak’utti.
Las pequeñas hojas que comenzaron a verdear la desnuda cabellera de su
tamarugo protector, las florecillas que pintaron todo su entorno de infinitos colores,
la cantidad de aves nuevas que surcaban el aire y el agradable cambio del clima,
les indicó que era el momento de prepararse.
Despojaron sus cuerpos de las pieles que los cubrían y, aprovechando la
calidez de los rayos del sol, se introdujeron en uno de los tranques construidos. No
era sólo en función de refrescarse o lavar su cuerpo. Era mucho más que eso. En
su antigua aldea era la época en que despertaban sus dioses y les permitían
volver a sumergirse en el mar. Esos mismos dioses que les entregaban gran
cantidad de huevos de gaviotas y grandes navajuelas que con un simple
movimiento de los pies en las arenas de la orilla de la playa aparecían numerosas.
En ese entonces, todo empezaba a ser más fácil para el pueblo y, ahora, también
debería empezar a ser más fácil para ellos. No era un simple baño. Era abrir su
piel para que el agua penetrara, para que los seres divinos que la habitaban
ingresaran a sus cuerpos entregándoles fortaleza y sabiduría. Era como volver a
nacer. Fueron entrando poco a poco, para poder apreciar la sensación diferente
que se iba adueñando de cada parte de su cuerpo. Se mantuvieron en cuclillas,
bajo el agua, un buen tiempo. Todo el que le permitieron sus grandes pulmones.
Frente a frente, con los ojos muy abiertos, como en un útero compartido, se

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miraban, se observaban, se analizaban, descubriéndose, otra vez, iguales. Era
como volver a flotar en el vientre de sus respectivas madres. Cuando les empezó
a faltar el oxígeno, se impulsaron con sus pies flectados, en una suerte de nueva
parición para recibir el aire y el sol. ¿Cuántas veces hicieron lo mismo con toda su
gente? Habían perdido la cuenta. Sólo sabían que tenían que hacerlo. Cuando
niños eran los primeros que corrían a cumplir con el rito y también eran los
primeros en terminarlo para poder sentarse y observar, complacidos y divertidos,
cómo iba apareciendo desde las aguas todo su pueblo. Era casi un juego: el de
ver nacer a los hombres y a las mujeres a la vida. A la nueva vida.
Dos jornadas les tomó la preparación del viaje. K’enkhe, aprovechando la
inactividad en el invierno, había ocupado su tiempo en afilar varias piedras, en
amarrarlas a igual cantidad de ramas fuertes y rectas que fue recogiendo por su
grosor y su largo, a la vez que acumuló mucha carne seca. Por su parte, Ak’utti,
había molido sal y la había mezclado cuidadosamente con tierras de colores y
resina del tamarugo que continuaba escurriendo fácil como una demostración de
que sus dioses seguían entregando su sangre a la vida de sus dos seguidores. En
una gran calabaza que había ahuecado pacientemente y que tenía una especie de
tapa, guardó el gran camarón de las mandíbulas de la cabeza de tiburón y que
había retirado con dulces cantos de agradecimiento y de peticiones. A diferencia
de cuando se trasladaban a otros lugares en la costa, esta vez la imagen de sus
dioses no podía ser llevada con ellos. Pertenecía físicamente a ese lugar. Pero el
espíritu que la alimentaba, sus dioses mismos, iría con ellos. Tomó resina y la
guardó en otra calabaza más pequeña. Lo mismo hizo con las mezclas
preparadas.
Todo lo que habían logrado acumular en el tiempo de estancia en el lugar
fue cuidadosamente reunido y depositado a los pies del gran tronco, como una
forma de demostrarle al cuerpo del tótem su seguro regreso. Agua no llevarían.
Vegetales tampoco. La experiencia les decía que no les haría falta. Seguirían el
curso del río hacia los lejanos cerros.

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La primera jornada de camino fue tranquila. No era un paisaje nuevo. Sólo
que aumentaba la frondosidad de los árboles y de los arbustos. Todo estaba bien.
El río. Las frutas. Los alimentos que llevaban. Seguramente el espíritu de su tótem
los protegía y los guiaba. La noche los cubrió en un sueño reconfortante.
Los suaves rayos del sol matinal y el ruido de la fauna que los rodeaba, les
hizo levantarse para proseguir el camino. Comieron trozos de carne salada,
bebieron y se refrescaron en la orilla del río. Luego, Ak’utti abrió la gran calabaza y
le dedicó algunas palabras y un corto canto. La volvió a cerrar con gran cuidado y
se preparó para la continuación del viaje. K’enkhe, que lo esperaba de pie, le
indicó don una mano el camino que seguirían.
Antes de que cayera el sol, una especie de tranque como los que ellos
habían construido, les sorprendió poniéndolos alertas. No era precisamente igual,
pero cumplía la misma función. Además de las piedras que contenían las aguas,
poseía, sobre ellas, un grueso brazo de totora amarrada que permitía el paso de
las aguas, sin rebase de sus bordes, cuando el caudal del agua aumentaba. Al
mismo tiempo, servía de protección para que los tallos vegetales que esperaban
flotando –seguramente- ser trenzados, no siguieran la corriente del río.
Fue la primera señal de que K’enkhe tenía razón. De que otras gentes
debían habitar, también, las tierras a las que habían llegado huyendo de la furia de
su mar.
-Debe ser de los k’ara- dijo calladamente Ak’utti, más como pensamiento
que como comunicación con su amigo.
-Serán éstas sus tierras- respondió K’enkhe.
Siguieron internándose entre los matorrales, alejándose unos metros del
río. De pronto, quedaron estáticos observando con grandes ojos lo que veían en
un sitio desprovisto de arbustos. No había duda. Estaban entierra de los k’ara.
Esos grandes animales de cuatro patas, con cuello muy largo y con largo pelo que
los miraban tranquilamente mientras movían sus mandíbulas en proceso de
alimentación, habían llegado, algunas veces, con los visitantes a su pueblo. Al

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margen del magnífico porte que tenían, les impresionó que no huyeran
despavoridos ante su presencia. Por el contrario, continuaron su actividad sin casi
siquiera moverse del lugar. Tan grande fue su sorpresa que olvidaron todo tipo de
precauciones. Si hubieran sido atacados en ese momento, habrían sucumbido
fácilmente, tan fácil como los camarones de su tranque.
-No son de acá, pero están mucho tiempo con nosotros- escucharon una
voz de mujer a sus espaldas. Giraron rápidamente adoptando una actitud de
defensa inicial para pasar, luego, al ataque. Era el entrenamiento recibido antes de
entrar a al edad adulta. Instintivo. Pero nunca puesto en práctica en una situación
concreta. Jamás habían participado en un enfrentamiento real. Fueron visitados
por otros grupos, pero siempre con objetivos pacíficos de conocimiento y de
intercambios.
-Sin temer. Somos gente de paz- prosiguió la mujer que estaba vestida sólo
con un taparrabos de piel. Tenía sus pechos caídos que denotaban la tarea de
haber amamantado durante mucho tiempo, más de una vez, y su piel ya era
surcada por las arrugas de los años. El rostro era apacible. Sin temor. Sin ningún
gesto de desconfianza, a pesar de la actitud de K’enkhe y Ak’utti que no atinaban
a pronunciar palabra.
-Ustedes deber ser los llegados a las márgenes del valle después de que
nuestros k’ollos retumbaran, waira arrasara con nuestras casas y uma del río se
volviera loca- continuó hablando de forma natural.
Las últimas palabras revolotearon en la mente de K’enkhe. ¡No sólo las
aguas de su mar se agitaron con fuerza! ¡También acá! Entonces todos los dioses
estaban de acuerdo. Fue un castigo para todos. Fue una lección para todos.
Analizaba rápidamente la situación, mientras Ak’utti seguía sin poder ordenar un
solo pensamiento.
La suave y cálida voz de la mujer los fue tranquilizando a la vez que
terminaba con la rígida actitud de combate que habían mantenido hasta ese
entonces. La siguieron observando desconfiados. Su color de piel era casi igual a

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la de ellos. Las espaldas mucho más angostas que las de sus mujeres y una nariz
pronunciada y quebrada sobresalía de su rostro ancho, adornado con largos
cabellos negros que se juntaban en una hermosa trenza que salía a la altura de la
nuca. ¡Como nuestros trenzados de totora, pero con pelo humano!, pensó
K’enkhe, que no apartaba la vista de la hermosa cabeza femenina que ya
blanqueaba en algunas partes, recordándole a la mujer que llevaba en brazos su
niño envuelto e pieles suaves y protectoras, aquella vez, en su antigua tierra.
-Ustedes son de la orilla de las grandes aguas- acotó, como una forma de
sacar la penetrante mirada del hombre.
-Si tú estás segura que somos del mar, entonces tú conoces el mar- se
atrevió a decir Ak’utti.
Intuía la desconfianza y el temor a lo desconocido de los forasteros.
Entonces prosiguió:
-Sí. En mi cuarto vientre hinchado bajamos con Sinsi, nuestro jefe y padre
de mis hijos, junto a dos hombres y dos mujeres. Fuimos a conseguir chaullas,
pescado fresco, y llevar nuestras cosas para cambiarlas por ellas. En el camino,
mi hijo quiso nacer. Allí mismo vio la luz por primera vez. Y allí mismo pusimos
una señal a la que dimos como nombre Sinsi-Uma, igual al nombre que le pusimos
al niño, porque Sinsi nos guió hasta el mar por el camino de uma, por el camino de
agua. Llegué hasta el mar con la wawa en brazos cubierta y acariciada por una
fina piel de vizcacha, a un pueblo de gente buena que tenía a una gran cabeza de
animal marino como representación de sus dioses.
¡Ya le parecía a K’enkhe recordar a esa mujer! Era, sin lugar a dudas, la
que había visto en una oportunidad, llamándole tanto la atención por la curiosa piel
que cubría al niño en su regazo. Había educado la vista y la observación, la
memoria visual, el análisis de cada elemento de su entorno, de los cuerpos y
rostros de su gente y, también, los de los k’ara que llegaban hasta su aldea. Sobre
todo los de los k’ara, con sus colores distintos, con sus acentos diferentes, con sus
extraños alimentos que tenían tan agradable sabor.

37
-Era la imagen de los dioses de nuestro pueblo- Ak’utti interrumpió el relato
de la mujer y los pensamientos de K’enkhe. –Era, entonces, nuestro pueblo el que
visitaste. Recuerdo que Ak’ari, mi padre y hechicero de mi gente, tomó un niño de
los brazos de una mujer y lo llevó hasta el tótem diciendo: “Eres hijo de dos tierras.
De la de tu gente y de la nuestra. Algún día te hermanarás con nuestros hijos”.
Un breve silencio interrumpió la casi íntima conversación. Las miradas se
cruzaron, hasta que los párpados cayeron reverencialmente en un homenaje tácito
a la premonición del viejo hechicero que, seguramente, en ese momento,
navegaba entre los espíritus del mar.
-¡Vamos!- invitó la mujer a seguirla-. Deben estar muy cansados.
Conocerán a Sinsi, a mi gente –hizo una pausa buscando los ojos de Ak’utti... y a
Sinsi-Uma.
La aldea del valle no era más numerosa en viviendas que la que tenían en
la costa. Construida con ramas a manera de soporte, afirmadas con piedras y
cubiertas con follaje de árboles de pimiento, tallos de totora unidos por amarras
formando verdaderos paños y algunos cueros de animales, tenían sí una
disposición distinta: en una especie de círculo, las entradas de cada una de ellas
daban a aun centro de considerable diámetro donde destacaba, sin lugar a dudas,
la imagen sagrada. Estaba representada por una roca más alta que la estatura de
un hombre. Desde su base, más ancha, se aguzaba hasta llegar a una punta, del
porte de una cabeza, adornada por una cuerda de cuero de animal que se
enrollaba cuidadosamente. Colgaban de la parte superior vellones de lana de los
grandes animales de cuello largo. Era un tótem simple. Pero tenía una belleza
especial que llamaba al respeto. Debía tener mucho poder. Protegía a ese pueblo
en sus desplazamientos hasta la costa, a muchos días de distancia. Había
determinado que el hijo de esa mujer naciera a mitad de camino manteniéndoles
la vida, y le entregaba un buen vivir con muchos alimentos, con mucha agua y con
grandes animales.

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Aparecían en el cuero de la imagen magníficos grabados que cubrían
prácticamente todo el volumen granítico, con extrañas representaciones que sus
ojos y sus mentes no alcanzaban a descifrar. En la parte inferior del tótem y
rodeando su figura, entre una serie de objetos y elementos desconocidos para su
experiencia, se destacaba un familiar recipiente de agua, como los que ellos
fabricaban, con cuero de lobo de mar y colgante de totora trenzada. Desde su
interior salían huesos de pescados y una pequeña lanza. No había duda. Ese
recipiente era de su pueblo. Lo habrían traído con ocasión de uno de sus viajes a
la orilla del mar. Entonces, los otros elementos pertenecerían a otros pueblos que
habían logrado conocer.
-Yo son Sinsi, jefe de esta gente. También somos gente de paz. Como
ustedes. Y estos son nuestros dioses. Dioses buenos –apareció diciendo el jefe de
la aldea, al darse cuenta de la atención con que miraban a su tótem. Era un
hombre fornido. Con piernas cortas y musculosas que denotaban permanente
ejercicio. De negro cabello recogido en la nuca de la misma forma que habían
observado en la mujer que los recibió. Su mirada era franca y de su boca de
gruesos labios sobresalía, cada vez que hablaba, una blanca y sana dentadura.
K’enkhe y Ak’utti no dejaron de observarlo minuciosamente. La seguridad y la
autoridad con que se presentaba les recordó a aquel hombre que acompañaba a
la mujer con la wawa en brazos que llegó a su aldea. Un dibujo en la piel de su
tórax les confirmó la primera apreciación. Sí, era él. Y ese dibujo era reproducción
fiel de uno de los que llenaba la superficie rocosa del tótem.
-Vengan- invitó –serán recibidos por todos.
Hombres y mujeres, niños y ancianos empezaron a aparecer desde las
viviendas y desde los matorrales cercanos. Era una numerosa comunidad. Las
mujeres sonreían al mirarles el cabello suelto. Los niños, sin ningún tipo de
protocolo, se acercaban a tocar sus bolsos de redes y sus faldellines vegetales.
Los hombres, más recelosos, comparaban sus propias espaldas con las de los
visitantes, impresionados por su volumen. Los visitantes eran como los hombres

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de los que hablaba Sinsi cuando relataba sus grandes caminatas. Una vez más,
Sinsi les había hablado con la verdad. Existían otros pueblos. En sus
expediciones, los elegidos por el jefe traían cosas que, decían, pertenecían a otras
comunidades. Pero siempre se mantuvo una duda respetuosa. K’enkhe y Ak’utti
eran la confirmación de las aventuras narradas y eran el respaldo que
profundizaba el respeto y la autoridad del líder.
Entre los cuerpos que se tocaban ansiosos ante la novedad y los
murmullos, emergió una figura distinta. Una mujer un poco más alta que el común
de su gente. Era la única mujer que, además de cubrir su sexo, cubría también sus
pechos. Desde el cuello hacia su bajo vientre y hacia sus sentaderas, sendos
trozos de piel colgaban hasta las rodillas, amarrados a la altura de la cintura por
una especie de faja de la cual colgaban calaveras de animales, semillas vegetales
y pequeñas calabazas sonoras que acompasaban cada uno de sus pasos.
Se acercó directamente a Ak’utti. Al joven hechicero le pareció inmensa.
Esa primera impresión era reforzada por un extraño tocado hecho de vistosas
plumas de colores que iban ordenando y acumulando su cabello en posición
vertical. Después de mirarlo fijamente a los ojos, pasó por su lado sin pronunciar
palabra. Algo le recorrió de pies a cabeza. Y ese algo le obligó a girar y seguirla.
En silencio.
Marcharon los dos. Uno tras otra. Al ritmo de los golpes de los guijarros que
chocaban contra la pared interna de las pequeñas calabazas. El sonido, la
prestancia del paso de la mujer y el obediente seguimiento de Ak’utti –sin todavía
explicárselo- constituían una suerte de procesión.
K’enkhe no pudo ocultar su preocupación. Sinsi lo tranquilizó:
-Es Majsa, nuestra hechicera. Es hija de hechiceros por los tiempos de los
tiempos. Tiene el poder para agradar y tranquilizar a nuestros dioses. Ella los
calmó cuando los k’ollos, cuando nuestros cerros tronaron y las aguas del río
cambiaron su dirección y su sabor. Tienen mucho de qué hablar. No temas. No
será malo para él. Tampoco para ti.

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Hablaba con frases cortas y moduladas lentamente, tratando de ser
comprendido a plenitud, le tomó un brazo y le empujó hasta su wassi, su vivienda,
observados atentamente por su gente.
-Esta es Ujsa –indicando a la mujer-, madre de mis hijos y a quien ya
conocieron y éste es Sinsi-Uma, el menor de mi descendencia y pequeño hombre
de dos tierras.
A Sinsi-Uma le faltaba muy poco para ser iniciado en la edad adulta. Sus
diez años, recibiendo el mejor de los adiestramientos, lo habían convertido en un
experto cazador de pequeñas especies y en un miembro especial de su
comunidad. Especial por la situación de haber nacido fuera de sus límites. Sin
recibir inmediatamente la protección de sus dioses y, por el contrario, recibir la de
otros. A esto se agregaba el extraño dibujo ondulado que Sinsi había hecho
grabar en el pequeño pecho del niño por las manos expertas de Majsa que, al
paso del tiempo y del crecimiento del joven cuerpo, fue adquiriendo mayores
dimensiones.
Sinsi, el jefe, tenía tatuado su tórax. Pero la figura correspondía a una de
las que poseía el tótem y representaba la fuerza propia y la unidad del pueblo.
La de Sinsi-Uma, era diferente. Además, no correspondía que a un recién
nacido se le entregara un símbolo. Sólo después de ser reconocido hombre y en
una significativa ceremonia se le tatuaba, soportando el dolor como una
demostración de fortaleza. Sinsi-Uma tenía una imagen que inquietaba por lo
desconocida. Apenas llegado del largo viaje. Sinsi instruyó a Majsa. Le relató,
paso a paso, la aventura. El nacimiento del niño, el dolor y el debilitamiento de la
madre, las atenciones y cuidados que ella recibió en el pueblo de la costa, y la
ceremonia que un viejo hechicero había realizado frente a su magnífico tótem,
reconociéndolo como parte de esa comunidad. Le confirmó que, de no ser por la
gente del mar, su cuarto hijo habría muerto, por lo tanto, también era parte de ellos
y Sinsi-Uma debería crecer sabiéndolo.

41
Majsa, sin conocer el mar, reconstruyó imágenes en su cerebro logrando
visualizar lo que los ojos de Sinsi habían observado. Así, grabó con mucho
esmero y delicadeza, doliéndole en el alma el llanto del pequeño, dos líneas
onduladas paralelas en forma horizontal y, sobre ellas, un pequeño círculo que se
enseñoreaba en el centro. Se había aceptado en el pueblo que representaban el
movimiento de las aguas del mar y que el círculo era el sol que bajaba cada día a
dormir en su regazo.
¿Hay agua en mayor cantidad que la que lleva nuestro río? ¿Y el sol, acaso
no es sólo nuestro? Muchas eran las preguntas que se hacían y a las que no
encontraban respuesta. Sólo los elegidos por sus condiciones físicas
acompañaban a Sinsi en sus desplazamientos. Por eso no lograban imaginarse
sus relatos. Sólo Majsa lo había logrado y, algunas veces, ella se atrevía a hablar
de los poderes de los dioses del mar y el futuro que le estaba predeterminado a
Sinsi-Uma.
Era lo único que lo diferenciaba de la comunidad. En el resto, era un joven
como los demás, con sus juegos que cambiaban de lo infantil a lo naturalmente
erótico cada vez que se acercaba más a la edad adulta y debía elegir y ser elegido
como pareja.
La seguridad con que su padre le afirmaba que era hijo de dos tierras, le
hacía esperar con ansias la oportunidad de encontrarse con la gente del mar.
Descubrirse parecido a ellos, encontrar una señal para identificar su mitad marina.
Se imaginaba los hermosos tatuajes que deberían tener. Por eso se desilusionó
un poco cuando vio a K’enkhe con su cuerpo sin ninguna marca en su piel y le
entregó una mirada interrogante a Sinsi.
-No necesitan grabar su piel, Sinsi-Uma, sus tatuajes los llevan por dentro.
Han sido grabados en su corazón y en su mente. Nacen con ellos, crecen y
mueren con ellos. Tú necesitabas saber desde pequeño, mirándote, que una mitad
de tu vida pertenece al mar. Por eso Majsa dibujó en tu piel el mar que ellos llevan
por dentro.

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K’enkhe metió la mano a su bolso tejido y sacó una pequeña punta de
arpón. Tomó una fibra de su faldellín y hábilmente amarró la piedra aguzada en el
centro de ella. Luego, con una mirada a Sinsi que pedía autorización, llevó la
cuerda hasta el pequeño cuello anudándola en la nuca.
-Nuestro mar lo llevas en la piel y ahora tienes un elemento para extraer
vida de él. Mantenlo siempre contigo, pequeño hermano mío –dijo K’enkhe
acompañando con palabras los movimientos que hacía con sus manos.
El gesto de complacencia que se dibujó en el rostro de Sinsi y el orgullo no
disimulado del joven, le demostró la acertada acción recién realizada. Eso lo
decidió a invitar a Sinsi-Uma a sentarse a su lado, una vez que el jefe de la aldea
le mostró el lugar para hacerlo, al tiempo que le entregaba una calabaza que
contenía un líquido blanquecino de extraño y agradable sabor.
La bebida le entregó confianza y narró con un sinnúmero de detalles los
paisajes, los animales del mar, sus balsas, sus aventuras marinas. Le habló de la
belleza de sus mujeres. Y también de sus dioses y de la gran ola que los llevó
hasta el valle. Sinsi-Uma, con los ojos muy abiertos, escuchaba atento y
entusiasmado.
-¡Algún día, Sinsi-Uma, pequeño hermano, conocerás mi mar. Ése que nos
da alimento y que cobija a nuestros dioses. Algún día!

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El reencuentro con los dioses

Majsa se detuvo frente a una pequeña caverna natural formada en la ladera


de piedra caliza del cerro aledaño al río. Encorvando su espalda, la mujer ingresó
haciendo un ademán con su mano para que Ak’utti la siguiera. Se sentaron sobre
unos cueros dispuestos para tal función. Los minutos pasaron sin que Majsa
pronunciara palabra. El silencio se hizo profundo. Las pupilas de Ak’utti se
dilataron hasta poder percibir las dimensiones de la cueva y algunos elementos
que estaban ordenadamente ubicados. La superficie rocosa que recibía rayos de
la luz del sol estaba llena de grabados con figuras que representaban seres
humanos y animales. Había soles y lunas. Sin duda, pertenecían a épocas
distintas, lo que hizo pensar a Ak’utti que era un lugar ocupado durante mucho
tiempo por hechiceras y hechiceros anteriores a Majsa. Muchos de esos dibujos
estaban repetidos en el tótem de ese pueblo. Su mirada empezó a recorrer el
pequeño espacio, lentamente y con mucha atención. Siguió la revisión instintiva.
En el fondo de la cueva, a unos tres metros de la entrada, observó una pequeña
figura de piedra, réplica exacta de la imagen de los dioses de aquel pueblo del
valle. Dio la impresión que Majsa esperaba que Ak’utti descubriera la escultura,
porque apenas sucedió ese instante preciso se puso de pie y se acercó a la figura
despojándose de su faja y sus elementos colgantes para depositarlos a sus pies.
De rodillas, untó con el líquido de las calabazas la parte superior de la imagen y
roció con polvos un espacio circular alrededor de ella. Luego, con una pasta
barrosa que logró con la mezcla de líquido y tierras de colores, pintó
delicadamente su propio rostro. Su aspecto tomó una dimensión distinta. Su
mirada se hizo más profunda. Tomó más de los colores preparados y repitió el
procedimiento en la cara de Ak’utti. Con una profunda voz, se dirigió al joven
sacerdote:
-Sólo me falta saber si tus dioses están contigo. Ak’utti tomó la calabaza de
mayor tamaño y a la que cuidaba con mayor esmero. Desató las trenzas de totora

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para poder abrirla y la dejó sobre las pieles. Con un inmenso respeto y devoción
introdujo en ella sus manos sacando el hermoso cuerpo de camarón que había
retirado desde la boca de su tótem.
-Es el espíritu de nuestros dioses. En él están nuestro pasado y los soles y
las lunas de mañana.
Los ojos de Majsa se abrieron de forma desmesurada. Entre la sorpresa de
lo inesperado y el amor que Ak’utti le entregaba al pequeño cuerpo, guardó un
humilde silencio. ¿Ese gran camarón estaba vivo o sólo lo parecía? Y si sólo lo
parecía ¿cómo había logrado el hechicero mantenerlo en ese estado? ¿Su magia
era, acaso, más poderosa para mantener los cuerpos vivos después de la muerte
o eran sus dioses los que permitían esa belleza sobrenatural?
Majsa tomó entre sus manos el espíritu de los dioses de K’enkhe y Ak’utti.
El contacto material le produjo una extraña sensación que recorrió todo su cuerpo.
Era como cuando sus propios dioses entraban en ella para comunicar algo a su
pueblo. Debía ser un tótem muy poderoso. Lo dejó suavemente al lado de su
pequeña roca sagrada. No atrás. Al lado. En ese momento, Ak’utti, entendió lo que
representaba la imagen de piedra. ¡Era el espíritu de esos dioses! ¡Y Majsa lo
guardaba en esa cueva! ¡Entonces, por primera vez, se juntaban los espíritus de
esas dos tierras!
Los dioses hablarían a través de ellos, de sus manos, de sus cuerpos, de
sus bocas. Majsa tomó dos calabazas diferentes, alargadas, una en cada mano, y
empezó a batirlas en el aire produciendo un sonido con sus sueltas semillas en el
interior que llenó toda la cueva, al tiempo que iniciaba la entonación de un cántico
agudo que salía desde lo más profundo de sus entrañas. Ak’utti recordó, en ese
momento, que no tenía su tambor de hueso de cetáceo y membrana de vejiga de
lobo. Rápidamente tomó la gran calabaza que servía de depósito al espíritu de su
tótem y empezó a percutirla con la palma de su mano derecha, a la vez que
empezaba a untar el hermoso camarón, suavemente con la izquierda, con la
resina de su árbol protector que traía guardada. El brillo que ganó con el ungüento

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impresionó tanto a Majsa que disminuyó el volumen de su canto invitando a
Ak’utti a iniciar el suyo. La voz le salió ronca, gutural, resumiendo toda la historia
de su pueblo, todas las voces de su pueblo, el de antes y el de ahora. Su voz y la
de K’enkhe.
Era un relato musical maravilloso. Contó y cantó la vida de sus vidas y la
vida de sus antepasados. Y cuando llegó el momento de contar y cantar sus
mañanas se unió, fuerte de nuevo, la voz de Majsa, en una suerte de estructura
responsorial, dando a conocer sus nuevos soles y sus nuevas lunas, hasta
terminar, unidos, en una sola nota prolongada hasta que el aire se extinguió
completamente en sus pulmones.
Sin darse cuenta del paso del tiempo y después de una larga pausa en que
quedaron con la cabeza inclinada frente a sus respectivos dioses, Majsa ofreció un
líquido blanquecino a Ak’utti que bebió ansiosamente, calmando su sed y
produciendo un extraño sopor en su cabeza. Majsa hizo lo mismo, empinando la
vasija vegetal hasta extraer la última gota del brebaje. Se sintió despegar del piso,
flotar en el aire, adormecer su cuerpo. Sólo su cabeza funcionaba. Se vio
acompañado de Majsa que, en ese momento, era aire como él y sintió que subían
y subían. Un gran resplandor les iluminó y les cegó por un momento. Voces que
tronaban retumbaron en sus oídos. Observó, con cierto temor, cómo Majsa se
adelantaba. Escuchó que empezaba a pronunciar algunas palabras que se
repetían una y otra vez en su confundido cerebro.
-He traído a un hermano del mar, Gran Dios de los Cerros y de las Alturas.
Es un hermano que protege a su pueblo y que camina por la buena senda. Creo,
Gran Dios, que merece ver a sus propios dioses.
El mismo ruido que, recordaba, había producido la gran ola en su tierra lo
asustó impulsándolo a apretar fuertemente sus párpados. -¡Ak’utti!- escuchó a
Majsa y se atrevió a abrir los ojos. La visión era fantástica. Entre nubes y rayos
transparentes de un sol matinal apareció un ser impresionante. Con parte de su
cuerpo en el mar, -ese mar que no comprendía cómo podía estar allí-, mostraba

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brillantes vértebras de ballena perfectamente ligadas que movían una ágil
estructura vertical. Una cabeza enorme de tiburón, feroz y dulce al mismo tiempo,
abría sus fauces para que apareciera una brillante langosta moviendo sus
poderosas tenazas, invitándolo a acercarse. Las tenazas se convertían en dos
grandes brazos que lo tomaban y acunaban junto a una calabaza y a un pez que
le entregaban su frescor y su compañía. Se dejó atrapar suavemente y sintió una
profunda tranquilidad. Recordó los brazos de su madre y la protección de Ak’ari y
empezó a adormecerse. Antes, un fugaz pensamiento cruzó por su mente:
K’enkhe, su jefe y amigo, no se había equivocado.
El regreso de los dos hechiceros fue recibido con eufóricos gritos y brazos
en alto a manera de saludo. Ak’utti venía adelante golpeando la gran calabaza que
había contenido el espíritu de sus dioses. La mujer aportaba su música con sus
sonajeros, golpeando sus manos haciendo un contrapunto con los secos golpes
de Ak’utti y que fueron replicados por toda la comunidad que los acompañó hasta
el mismo centro, donde se encontraba el tótem. Luego, se produjo un corto
silencio esperando las palabras de Majsa. Así estaba establecido, desde siempre,
cada vez que ella volvía de la cueva. Y, como siempre, esperaban las noticias.
-Estos hombres tienen poderosos dioses. Hemos viajado juntos a
encontrarlos y he visto cómo son amados. Han viajado con ellos. Y han llegado
con ellos hasta nuestras wassis. Y su poder y su protección se unirán al poder y
protección de los nuestros.
K’enkhe miraba extasiado a su amigo que se mantenía más erguido y más
seguro que nunca. Le pareció mayor.
-Es un gran orgullo contar con estos visitantes. Ellos sólo nos traerán
mejores días y mejores noches-sentenció Majsa.
Los gritos de aceptación y de alegría se multiplicaron y fueron derivando en
un rítmico canto, coreado por todos, al tiempo que se tomaban de los brazos
conformando una gran ronda alrededor del tótem que sólo fue abierta para permitir
la salida de Majsa y de Ak’utti en dirección a Sinsi y K’enkhe. El jefe de la aldea se

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adelantó unos pasos para salirles al encuentro. K’enkhe se acercó a Ak’utti. Se
miraron con ojos francos. Recordaron, calladamente, sus cómplices miradas
infantiles en los juegos y en los inicios de sus pubertades. Pero, luego, algo
diferente sucedió. K’enkhe bajó su vista e inclinó su cabeza, a la vez que doblaba
una de sus piernas hasta apoyar una rodilla en el suelo. Ak’utti lo dejó hacer.
Apoyó suavemente una mano sobre la cabeza de larga cabellera, con un gesto
que más parecía una caricia y le tomó el mentón levantando su rostro hacia el de
él.
-No te equivocaste, Gran K’enkhe. Nuestros dioses te iluminaron para que
le entregaras el mismo cuerpo y el mismo espíritu. Así los he visto. Ven. Levántate
–dijo el hechicero, mientras eran observados por Majsa y Sinsi. Al ponerse de pie,
Ak’utti abrió los brazos y estrechó fuertemente a su amigo que respondió el afecto.
-Gracias, Gran Ak’utti. Nuestro pueblo está orgulloso de tener a un
mediador como tú. Eres digno representante de la estirpe de Ak’ari.
Sinsi y Majsa ofrecieron sendas calabazas con bebida y compartieron aquel
momento de intimidad, no sin antes dejar caer voluntariamente parte del líquido
que mojó la fértil tierra en que se encontraban.
Unos llamados desde la ronda apuraron el brebaje y se dirigieron a integrar
la danza comunitaria en un espacio que produjo Majsa. Tomó del brazo a Ak’utti y
llamó su atención para que cogiera el de una joven mujer.
-Mi tercera hija- fue todo su comentario.

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Después de treinta soles y de treinta lunas

Danzaron, cantaron, comieron y bebieron hasta la llegada del nuevo sol.


Los sonajeros de calabazas de distintos tamaños se multiplicaron por doquier,
mientras algunos hombres hacían sonar pequeñas cañas ahuecadas que
soplaban con fuerza y producían agradables sonidos. Unas veces como el viento,
otras como el trinar de las aves. Los sonidos graves los lograban con cortezas de
árboles cubiertos en un extremo por un cuero tensado. Eran como sus tambores
de hueso. Los cantos eran dulces, sin estridencias. Ak’utti se acercó a la entrada
de la vivienda de Majsa que se encontraba junto a otros hombres y mujeres,
alternando comentarios sobre los recién llegados.
-Bienvenidos sean tú y tus dioses, Gran Ak’utti- manifestó la hechicera,
desplazándose un poco de donde estaba sentada para producir un espacio en el
cuero que la separaba de la tierra. –Esta es parte de mi familia.
Ak’utti, encontró los ojos de la mujer que danzó a su lado y recordó la
suavidad de sus brazos y la cadencia de sus movimientos en la ronda, sintiendo
una agradable sensación en su estómago y un aceleramiento en el ritmo de su
corazón.
-Ella es mi tercera hija. Es imilla. Ausiña es su nombre –fue presentada por
Majsa, percatándose de la impresión que había causado en el joven.
Ausiña bajó la mirada ante la fuerza de los ojos de Ak’utti, ofreciéndole al
instante una pequeña vasija de calabaza para que bebiera y compartiera. Uno a
uno se fueron retirando a descansar, hasta que quedaron solos Majsa y Ak’utti.
Entonces, el hechicero habló de la idea que había venido tomando forma en su
mente.
-Gran Majsa, tú eres mediadora como yo. Tú sabes que los hechiceros
nacemos hechiceros, porque nuestros padres y nuestros abuelos y los abuelos de
nuestros abuelos lo fueron. Tú tienes descendencia. Te seguirán tus hijas o tus
hijos. A mí no me seguirá nadie. Conmigo se muere la estirpe de los hechiceros de

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mi pueblo. Y eso significa que se muere mi pueblo, porque se queda sin dioses.
¿Quién va a interceder por él? ¿Quién llegará hasta ellos para pedir y para
agradecer?-. Majsa escuchaba en silencio, asintiendo con breves movimientos de
cabeza cada cierto rato. –K’enkhe podrá encontrar mujer. Puede ser cualquier
mujer. La que él elija. Pero yo no tengo esa misma libertad. Mi mujer tiene que ser
hija de hechicero... o de hechicera. Sólo así se mantendrá la estirpe y se permitirá
la continuidad de la sangre.
Majsa se puso de pie, respondiendo:
-Ausiña es la tercera de mis hijas. La primera será hechicera a mi muerte y
con suerte la segunda llegará a serlo. Pero Ausiña no alcanzará. Será desplazada
por las hijas de mis hijas. Puede ser tu compañera y aprender de ti y tú aprender
de ella en lo que ha sido formada y guiada. Eres un buen hombre y un mejor
sacerdote. Me llenas de orgullo como hechicera y de satisfacción como madre. Lo
anunciaremos mañana.
Ak’utti, antes de dormirse en la vivienda de Sinsi, alcanzó a articular unas
palabras que se le escaparon de su mente, siendo escuchadas y no entendidas
por K’enkhe:
-Mi pueblo no se acabará. De eso estoy más seguro que nunca. Nuestros
dioses nos tienen destinado algo mucho más importante que todo lo que nos ha
pasado.
Las primeras luces del alba, encontraron a la comunidad reunida en el
centro del pueblo, para escuchar a sus guías.
-Gracias, Gran dios de los Cerros y de la Alturas. Gracias por traernos a
esta gente. Gente buena como sus dioses han de ser –inició Sinsi sus palabras
frente a la figura de piedra que representaba físicamente el espíritu de sus
divinidades protectoras-. Alegría y sabiduría nos han traído. Deberemos aprender
de ellos. A pesar de la tragedia de su pueblo y la orfandad que significa su
desaparición, dan muestras de voluntad de continuación de las enseñanzas de
sus dioses y de sus achachilas, de sus abuelos.

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Continuó Majsa:
-Nuestros dioses están gratos. Así me lo han hecho saber y cada uno de
ustedes lo ha sentido como nunca. Ellos trajeron a estos visitantes para
mostrarnos un camino distinto. El camino de la unión y del aprendizaje
permanente. Han traído a K’enkhe, sabio y poderoso jefe, y a Ak’utti, Gran
Hechicero y guardián de un gran espíritu marino. Los hemos recibido y ya son
parte nuestra. Yo, Majsa –continuó- soy la mediadora de este pueblo porque soy
hija de hechicera y mi primera hija lo será a mi muerte. Gran Ak’utti también es
mediador, porque es hijo de Ak’ari, hechicero, y de abuelos hechiceros. Es la
misma tradición. Es el mismo mandato de los dioses y de la sangre para dos
pueblos distintos, para dos pueblos iguales. A la muerte de Ak’utti nadie lo seguirá
porque no tiene descendencia. Porque de su pueblo no queda nadie, salvo
K’enkhe, y no podrá encontrar mujer que descienda de hechicera como lo manda
la verdad ancestral –hizo una pausa que concentró más aún la atención en sus
palabras-. Yo creo profundamente en eso, y estoy dispuesta a desprender carne
de mi carne para la continuidad de la sangre. Ak’utti me habló con suaves
palabras. Nuestros dioses me guiaron en esta dirección. Carne de mi carne se irá
de mi lado, pero se irá para juntar dos pueblos en un pueblo. Carne de mi carne,
Ausiña, tercera hija mía, imilla, se unirá a Ak’utti, si así lo permite Sinsi, y
entregará su sangre, mi sangre y la sangre de los anteriores a mí, para unirse a la
sangre que entregará Ak’utti, que es la sangre de su padre y de los padres de sus
padres.
Sinsi, más preocupado de la organización y de la planificación de las
actividades de su gente que de las posibles uniones de hombres y mujeres, fue
tomado por sorpresa. Se levantó abruptamente y buscó los ojos de Ausiña. No
tomaría una decisión que no agradara a la joven. La suave sonrisa en el agraciado
rostro de la recién iniciada mujer le entregó la anuencia. Poniéndose de pie se
dirigió a Ak’utti y lo estrechó en un gran abrazo. Lo mismo hizo con K’enkhe.

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-Empiezan a recuperar su estructura de pueblo –dijo- y me siento orgulloso
de que podamos aportar a ello. Serán hombre y mujer de dos tierras. Así debe
estar escrito. Sinsi-Uma, mi cuarto hijo, también lo es. Ha llegado el tiempo de que
él empiece a vivir su segunda vida. Yo también entrego carne de mi carne, sangre
de mi sangre. Te lo entrego a ti, Gran K’enkhe, serás su padre y tus dioses serán
sus dioses. Habrá tiempo para la marcha. No hay apuro. Tenemos mucho que
aprender de ustedes. Hasta que lo decidan, ésta será su gente y ésta será su
tierra. A un lado de Sinsi, Sinsi-Uma aspiró aire profundamente, hinchando su
pecho, tratando de imitar el gran tórax que diferenciaba a los visitantes.
Entre las continuas charlas de Ak’utti y Majsa, compartiendo experiencia e
historias de poderosos dioses, y los acercamientos cada vez más intensos con
Ausiña, K’enkhe empezó a necesitar, cada vez más, el mar. Muy de mañana salía
solitariamente e ingresaba a los estanques artificiales, tratando de sentir que su
pelo se movía como las algas al compás de las corrientes, que sus manos
avanzaban tratando de dar alcance a un pez rezagado de su cardumen, que sus
pies se movían tan rápidos como la cola del lenguado en una arenosa huida.
Luego, salía del agua y se tendía al sol, sobre la ligera hierva, esperando sentir la
tirantez de su piel al secarse la sal que debería cubrir su cuerpo. Pero no sucedía
como en la orilla de su mar. Esta era otra agua. No había peces. No había arena.
No había corrientes. No había sal.
Empezó a extrañar el graznido de las gaviotas al amanecer y en los
atardeceres cuando volaban hasta los roqueríos de las tierras de abajo en
perfectas formaciones que dibujaban ondas marinas en los mismos cielos.
Siempre le atrajo que volaran en esa dirección. Su aguzada vista de niño, mientras
vivió en la antigua aldea, le permitió divisar grandes formaciones rocosas a la
distancia. La gente de su pueblo hablaba de grandes picos inaccesibles que
servían de morada a los seres alados, donde ponían sus huevos y nacían sus
crías, lejos de los animales cazadores de las orillas arenosas, y a las que tenían
que defender sólo de las grandes aves de negro plumaje que llegaban a rapiñar

52
huevos y polluelos. Pero la cantidad de gaviotas, gaviotines, guanay, pelícanos,
piqueros, changuitas, garumas, era tal que, difícilmente, los cóndores se atrevían
a asaltar los nidos. Pasaban de largo a compartir con las grandes gallináceas y
pequeños zorros, que salían de las madrigueras rocosas en los cerros, las
descompuestas carnes de los animales muertos que se empezaban a secar bajo
el inclemente sol.
Ese día se cumplían los treinta soles y las treinta lunas desde que habían
salido de su nueva y pequeña aldea. Treinta soles y treinta lunas de tranquilo
pasar. Sin miedos. Sin pesadillas, y con Ak’utti siempre cerca de Ausiña. Tan
cerca que había llegado a olvidar la importancia de los treinta soles y las treinta
lunas.
El recuerdo constante del mar, de la imagen del tótem de siempre en la
antigua aldea, había hecho contar al jefe costero, jornada a jornada, las que
faltaban para honrar a sus dioses. Cuando el sol empezaba a caer y se coloreaba
de naranjas y rojos el cielo, como plumas de chate, K’enkhe salió de su habitación
con un aspecto distinto: gruesos trazos rojo-sangre cruzaban su rostro. El mismo
color y la misma intensidad de las líneas dibujaban en su tórax la misma figura que
Sinsi-Uma llevaba en el pecho. De su cuello colgaban anudadas las pequeñas
piedras aguzadas y terciado en su espalda un gran arpón cruzado por un acuerda
de totora.
Al verlo aparecer con esa indumentaria y en una actitud distinta a la
conocida, los habitantes del poblado detuvieron sus últimas tareas del día girando
el cuerpo y la vista en su dirección. El joven Sinsi-Uma se pintó, también, el rostro
con las mismas líneas y siguió instintivamente a K’enkhe. Sinsi lo observó en
silencio. Sólo hizo una seña para que le avisaran a Majsa quien, a su vez, hizo
llamar a Ausiña, segura de que estaba en compañía de Ak’utti. Contrariado, el
hechicero tomó rápidamente sus implementos. Colgó reverencialmente su pectoral
de plumas cubriéndole el pecho, tomó la gran calabaza protectora del espíritu de
sus dioses y la pequeña bolsita herencia de su padre, para, luego, unirse a

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K’enkhe y a Sinsi-Uma. Los tres, con una rodilla apoyada en el suelo, esperaron
un momento. Sólo Sinsi-Uma no adivinaba las palabras que vendrían.
-¡Gran Dios de los Cerros y de las Alturas! ¡Gran Dios de Sinsi y de Majsa!
¡Gran Dios de este pueblo que ha sido nuestro pueblo por todos estos soles y por
todas estas lunas! –comenzó respetuosamente K’enkhe-. Estamos muy
agradecidos de tu protección y de la hospitalidad de tu gente. Pero, aunque nos ha
considerado como parte de ella, en realidad pertenecemos a otra tierra. Ak’utti,
Gran Hechicero y yo, K’enkhe, somos hombres de mar, somos hombres de lunas
y de mareas, de estrellas que guían y de vientos que empujan nuestras olas.
Somos hombres de peces y de gaviotas, hombres que miramos el horizonte para
ver acostarse el sol. Hombres de los Dioses del Mar. Nos equivocamos al pensar
que no nos querían. Nos han seguido protegiendo aún en la distancia. Tú también,
Gran Dios de los Cerros y de las Alturas, le demostraste a tu gente tu poder, pero
ellos no huyeron, ellos no te dejaron. Por el contrario, se acercaron más a ti. Eso
lo he aprendido. Humildemente lo he asumido. Por lo tanto, ha llegado el momento
de regresar a lo que siempre hemos sido: hombres de mar, hombres de vida.
Mañana, al despuntar el nuevo sol, cuando los pukupuku con su canto anuncien el
nuevo sol, iniciaremos nuestro viaje de retorno. A reencontrarnos con lo nuestro, a
reencontrarnos, con nuestra historia, con nuestros antepasados y a
reencontrarnos con nosotros mismos.
Sinsi y Ak’utti se pusieron tensos. ¿Había llegado el momento de cumplir la
promesa inicial de entregar el cuarto hijo para que viviera su segunda vida? El
dolor de Sinsi empezaba a aumentar en su pecho y la respiración se le empezaba
a agitar. ¡Su cuarto hijo! ¡El mejor cazador! ¡El que había asimilado mejor sus
enseñanzas!. Ak’utti dudaba de la promesa de Majsa y del consentimiento de
Ausiña para convertirse en su mujer. Había llegado el instante de las decisiones.
De hacer realidad las palabras.
Manteniendo su rodilla en el suelo, Sinsi-Uma miró a su padre. Éste con un
leve movimiento afirmativo con su cabeza y llevándose la mano derecha al

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corazón le confirmó la autorización, a la vez que Majsa, después de un fuerte
abrazo, instó a Ausiña para que se ubicara en la misma posición al lado de Ak’utti.
Entonces, el joven hechicero tomó la palabra:
-Cada treinta soles y cada treinta lunas, en nuestro antiguo pueblo y en la
pequeña aldea que construimos en el valle, donde K’enkhe levantó nuestro
hermoso y poderoso tótem, honramos a nuestros dioses, les agradecimos por la
protección, les pedimos los consejos necesarios y les prometimos seguir viviendo
en las lecciones adquiridas y entregadas por nuestros abuelos. Hoy estamos
haciendo lo mismo. Lo que corresponde. El Gran Jefe K’enkhe ha determinado
nuestra partida. Nos llevamos vuestro cariño y vuestras enseñanzas. Nos
llevamos vuestra sangre, para que nos permita seguir creciendo y seguir
existiendo como pueblo.
Al terminar sus palabras, Ak’utti invitó a Ausiña a ponerse de pie. Lo mismo
hizo K’enkhe con Sinsi-Uma que ya no miraba a su padre y, los cuatro, se
estrecharon en un abrazo circular que empezaba a construir comunidad.
Majsa y Ak’utti no durmieron en toda la noche. La pasaron completa en la
cueva del Gran Dios de los Cerros y de las Alturas, junto a Ausiña, a quien por
primera vez le era permitido ingresar y conocer los secretos de los sacerdotes.
Pacientemente, fue guardando en pequeñas bolsitas de cuero las distintas clases
de hojas que Majsa iba explicando a Ak’utti. “Estas pequeñas se llaman paik’o y
son para el dolor de vientre y para los empachos de las wawas; éstas grandes,
que les decimos mocomoco, sirven para las heridas sangrantes; estos trozos
partidos son airapo y se puede hacer bebida refrescante contra la calentura; éstas
que están acá son más chiquitas, soico se llaman, tienes que mezclarlas con
líquido para eliminar la tos y los dolores de pecho; estas otras son wiñawiña y hay
que usarlas para el mal de aire...”.
Faltaba poco para que el sol apareciera por sus espaldas cuando K’enkhe
se dirigió a Sinsi-Uma: “Anda con tu padre, anda con Sinsi”. Al momento, tomó
unas pieles cubriendo su cuerpo frente al tótem del valle y dejó que su cuerpo

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descansara, mientras su mente empezó a recorrer su memoria histórica. Los
pechos calientes y sabrosos de la mujer de Ak’ari, que fue madre de Ak’utti y
también su casi madre; los incipientes juegos con pequeñas conchas de
moluscos; los primeros peces cazados; las carreras con la niñas de su edad que
terminaban en miradas que le producían extrañas sensaciones; sus hermosos
faldellines entregados con ocasión de la edad adulta y que iniciaban comentarios
diferentes en las mujeres del pueblo en torno a ellos; la ola ¡la gran ola! que ya no
asustaba tanto, que ya aparecía como una condición ineludible en la vida de su
gente como lo fue para la gente del valle. Hacía tiempo que ya no despertaba
asustado pensando en ella. Rápidamente su mente fue ocupada por las
experiencias vividas en la nueva tierra; la entereza de su gente; la solidaridad y,
principalmente, su desprendimiento. Ak’utti ya tenía warmi, ya tenía mujer y no se
interrumpiría su estirpe de hechicero y eso era muy bueno; y él, K’enkhe, tenía
ahora un hijo, un waynawawa al que cuidar, enseñar y proteger.
Los dioses del mar, de las alturas y de los cerros no habían sido malos con
Kénkhe. Le habían entregado la posibilidad de una nueva vida. Entonces la vida
no terminaba de golpe. Lo empezaba a entender. La vida podía continuar.
Diferente, pero podía y debía continuar.
El tiempo que K’enkhe pasó frente a la figura sagrada, fue aprovechada por
Sinsi para acariciar y abrazar a Sinsi-Uma. El hijo que se iba para cumplir la otra
mitad de su existencia. El dolor que le causaba esa situación era grande, pero
sabía que se lo debía a ese pueblo que había salvado de la muerte al pequeño
recién nacido y a la madre que lo estaba pariendo. No podía dar pie atrás, por muy
doloroso que fuera. Le entregó su mejor lanza, le soltó la trenza que caía sobre su
nuca para que su pelo cayera natural sobre sus orejas y sobre su cuello,
anudándolo en la frente con un hermoso trenzado de totora que había preparado
pacientemente. En ese momento, cuando Sinsi-Uma aspiró profundamente aire
para inflar sus pulmones y aumentar su tórax, le pareció más un hijo de mar que
un hijo de valle.

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-¡Gracias, Tatito Sinsi, por mi primera vida. Tú me enseñaste a esperar la
segunda. Y la segunda ya está llegando. Me vino a buscar y no me puedo negar.
Así lo decidiste, Gran Sinsi, y así lo decidió el viejo hechicero del pueblo de
K’enkhe y de Ak’utti. Que tus lágrimas y las mías por el dolor de la separación
corran por el cauce que llevarán a K’enkhe, a Ak’utti, a Ausiña y a este hijo de dos
tierras hasta el mismo mar!

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De regreso al gran mar

-De tierra y de mar están hechos, mujer y hombre. Y de tierra y de mar


serán entonces sus vidas y sus muertes. Para que en la tierra sigan viviendo y en
el mar sigan navegado para siempre- se despidió Majsa y abrazó a su hija.
Extraña, pero de una profunda y misteriosa verdad sonó la última frase en
los oídos de Ak’utti. Algún día encontraría el completo sentido que tenía la
sentencia.
-Nuestros dioses nos guiarán hasta el mar –interrumpió K’enkhe los
pensamientos de su amigo-, no sin antes pasar primero por nuestra pequeña
aldea del valle para agradecer y descansar.
-Eres sabio, fuerte y decidido, Gran Jefe K’enkhe. Cuando pase por el lugar
Sinsi-Uma, nombre de mi hijo porque allí nació, tomen una piedra en cada mano,
piedras como la de nuestro tótem, sóbenlas en sus rodillas y déjenlas apiladas,
para que otro viajero conozca la dirección y le den buena suerte en el resto del
camino. Así será apacheta permanente.
-Así se hará, Gran Sinsi. Algún día nos volveremos a encontrar. En esta
misma vida. No en otra.
Parecieron fuera de lugar las palabras de su jefe y que, de alguna forma
coincidían con las de Majsa. No podría ser tan pronto el reencuentro. Todavía
había mucho que caminar para llegar y lograr reconstruir su pueblo. Quizás la
emoción del momento había atolondrado su cerebro y se le había agolpado la voz.
“En esta misma vida. No en otra”.
No fue difícil dar con la pequeña aldea del valle que K’enkhe y Ak’utti
habían construido. Al llegar, Sinsi-Uma quedó maravillado con ese tótem
gigantesco, vivo, poderoso, que seguía manando de sus vértebras talladas la
sangre blanca de la vida. Sintió que era parte de él y se arrodilló en silencio con la
cabeza apoyada en la tierra. Ausiña hizo lo mismo al lado del jefe y del hechicero
que empezó a entonar sus cantos antiguos y nuevos. La dulzura de la melodía

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hizo sentir a Sinsi-Uma y a Ausiña alas de rápidas aves cortando el aire, sonido
diferente de agua que iba y venía haciéndoles recordar las historias de Sinsi que
hablaban de un mar inmenso que tenía un encuentro eterno con la arena y que
contenía los alimentos de ese pueblo costero que ya empezaba a ser el de ellos.
Ak’utti depositó el espíritu de los dioses del mar en las fauces vacías del
tiburón de barro. Se cubrieron con los cueros que habían quedado bajo la
protección del tótem y se aprestaron a dormir. Ak’utti muy cerca de Ausiña y Sinsi-
Uma apoyando la cabeza en las piernas de K’enkhe, a quien le costó conciliar el
sueño.
Recordó su llegada al lugar. Trató de comprender que, seguramente, cada
cierto tiempo, los dioses manifestaban su enojo para que los hombres
enmendaran rumbos, para que fueran mejores y, por sobre todas las cosas,
entendieran la importancia de la vida. ¿Por qué le costaba pensar y hablar de la
muerte? ¿Acaso por la marcada experiencia del antiguo tótem siempre vivo de
Ak’ari? ¿Acaso por eso construyó con tanta fuerza la figura viva de su dios-
tiburón? ¿Por eso le había dicho a Sinsi las últimas palabras de despedida,
sentenciando su reencuentro: “En esta misma vida. No en otra”?. Sus muertos
siempre fueron enterrados con sus lanzas para cazar y para defenderse ¿de qué?,
con alimentos para subsistir ¿con qué boca?, con anzuelos, con arpones ¿para
pescar y cazar qué? No lograba imaginarse una vida igual a ésta después de
morir. Más aún, cuando en aquella oportunidad en que su gente excavaba en la
arena para enterrar a uno de sus compañeros que había sucumbido en el mar,
encontraron el cuerpo antiguo de un abuelo, ya seco, con las lanzas intactas, con
los alimentos sin consumirse, y con los anzuelos y arpones sin presa alguna. No
comprendía la muerte. Era un concepto que estaba más allá de su razón. Esa
misma razón que se empezó a adormecer, sin antes cerciorarse de la seguridad
con que descansaban profundamente y muy juntos Ak’utti y Ausiña, y la
tranquilidad del sueño de Sinsi-uma, su waynawawa, su responsabilidad y su

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retribución al Gran Sinsi del valle, con su pelo suelto y su hermoso tatuaje del
pecho que, mesiánicamente, anunciaban el reencuentro con su mar.
Nunca, K’enkhe y Ak’utti, habían observado tanto el sol y la luna como los
tres días que permanecieron en el lugar. Midieron el tiempo que demoraba el sol
desde que se levantaba hasta que se acostaba, allá lejos, obviamente en el mar.
¡Su mar! Mensuraron, de día, las sombras que se iban acortando y alargando. De
noche, afinaron sus ojos para descubrir las estrellas que se cruzaban y que
apuntaban –así recordaban- a los acantilados en donde anidaban las aves.
Escasos alimentos probaron en esos tres soles y en esas tres lunas, alimentos
ofrecidos con humildad por Ausiña. Ni siquiera los avances en el buceo de Sinsi-
Uma en el tranque fueron capaces de sacarlos del mutismo en que se
encontraban.
Al cuarto nuevo sol, antes de que abrieran los ojos Ausiña y Sinsi-Uma,
K’enkhe y Ak’utti estaban arrodillados frente al tótem en una suerte de
comunicación silente que llenaba todo el ambiente. Las voces inexistentes
despertaron a los jóvenes que, apurados, se ubicaron a las espadas de los
adultos. Mientras Ak’utti avanzaba para retirar el gran camarón de las fauces del
escualo de barro y guardarlo en la calabaza, K’enkhe explicó:
-Hemos estado observando el sol, la luna y las estrellas para elegir el mejor
camino de regreso. Hace ya mucho tiempo que con Ak’utti llegamos huyendo, sin
darnos cuenta por donde veníamos. No tenemos camino trazado. Seguiremos el
camino del sol al acostarse y, en la noche, nos alejaremos de las estrellas que se
cruzan. Con la ayuda de nuestros dioses, lograremos reencontrarnos con el mar.
Y partieron. El corazón de K’enkhe saltaba como una cabinza y su sangre
se distribuía a raudales por todo su cuerpo. No era el miedo a la gran ola. Eso ya
lo había asumido. Era la emoción del retorno a lo propio. Del brillo del sol en el
espejo de las aguas, del imán que tenía la luna para hacer subir o bajar el nivel de
las aguas. Del canto de las gaviotas. Del vuelo pausado y seguro de los
guajaches. De las acrobacias de los piqueros. Del recuerdo de los juegos de

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niños. De los cangrejos que corrían al revés. De la arena en los ojos. De su agua
liviana y salada.
Aprovecharon una detención para acercarse al río disminuido en su torrente
que habían venido orillando para beber agua fresca y aprovechar de comer un
poco. Ausiña sacó de su bolso oscuros trozos de carne seca que ofreció a los tres
hombres. Sinsi-Uma trituró un pedazo con sus jóvenes dientes y empezó a
rumiarlo en su boca. K’enkhe y Ak’utti se quedaron mirando. –Es charkki –dijo la
mujer explicando-, es carne que se seca con ccachi y así no se pudre ni toma mal
olor. Sirve para viajes largos y para guardar para al época de mala caza-. Lo
salobre recordó a los hombres de mar el sabor de la carne de sus peces y se
alegraron de disfrutarlo.
A un par de horas del inicio de la caminata de la nueva jornada, el paisaje
empezó a cambiar. Los árboles desaparecieron quedando escasos arbustos, cada
vez más separados unos de otros, que se levantaban escuálidos entre la tierra
seca y polvorienta. El paso seguro y ligero de K’enkhe que encabezaba el
trayecto, se empezó a hacer más lento. Más pausado. La dirección que seguía era
recta. Ak’utti asumía la preocupación y las indecisiones de su amigo y jefe. Él
estaba pasando por lo mismo. En realidad, no sabían cómo llegar al mar. K’enkhe
pidió que descansaran un poco mientras se adelantaba. Le preocupaba la rápida
caída del sol. No faltaba mucho para que llegara la noche. No alcanzó a avanzar
doscientos metros cuando el bullicioso graznido de una bandada de garumas que,
asustadas y protectoras, iniciaron el vuelo por sobre su cabeza, lo hizo dar un gran
salto hacia atrás en actitud de defensa. La primera impresión de temor, dio paso a
una ligera sonrisa en su rostro. Estaban en buen camino. Las garumas volaban,
así lo había aprendido de pequeño, desde la orilla del mar hacia el desierto, para
poner sus huevos en las tibias arenas y empollarlos, para luego volver a los aires
costeros con sus crías ya voladoras. K’enkhe, recurriendo a su memoria histórica,
aguzó su vista para descubrir los huevos de un pálido verde con manchas negras.
Encontró sólo trozos de ellos. ¡Ya habían nacido! Dio unos pasos buscando los

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polluelos. ¡No estaban! ¡Por eso las garumas no emprendieron un vuelo de ataque
en su contra! ¡Las crías ya estaban volando! ¡Pronto se irían hasta el mar! ¡Sólo
tendrían que seguir su dirección!
Volvió corriendo hasta el grupo. Sinsi-Uma y Ausiña miraban extasiados
hacia el cielo tratando de seguir con la mirada los rápidos cambios de dirección del
vuelo de las aves. Ak’utti se sonreía. La presencia de las garumas le decía,
también, que no estaban tan lejos. Los dos hombres se abrazaron y abrazaron a
los jóvenes. ¡Vamos en buena dirección! –dijo alborozado K’enkhe.
-Esperemos aquí la noche, cerca de las garumas. Si ellas lo eligieron para
dar vida a sus huevos no puede ser un mal lugar –sentenció Ak’utti y tomó a
Ausiña del brazo, guiándola para sacar espinas de cactus secos-. Son quichcas.
Servirán para anzuelos. Los guardaremos para cuando vivamos en las orillas de
las grandes aguas.
-Servirán, también, para peines –respondió Ausiña ante la sorpresa de
Ak’utti. Para ordenar tu pelo, el de K’enkhe y el de Sinsi-Uma y no parezcan
allpak’o-. Hombre y mujer rieron a carcajadas y se abrazaron sellando la alegría
de sus nuevas vidas.
A mediados de la siguiente jornada, el jefe se detuvo. A unos pasos de
distancia, un pedazo de cuero reseco y polvoriento, rodeado circularmente por
piedras y atravesado por una lanza que se mantenía en posición vertical, se
destacaba en el árido paisaje. Se acercó y lo observó todo cuidadosamente.
Pequeños restos de carne seca rodeaban la base de la lanza que incrustaba su
punta en el cuero y la tierra. Sólo faltaba una cosa para confirmar su sospecha: la
opinión de Sinsi-Uma –dijo sin vacilación. Éste se acercó y emitió su veredicto. –
Es una lanza de Sinsi –dijo sin vacilación. –Éste fue el lugar de wachán de mi
madre. Aquí nací yo. Tenías razón, Gran Jefe K’enkhe, vamos por buen camino.
Fue la forma en que señalizaron el lugar, según me contó mi otro padre. Un cuero
recibió la placenta de Ujsa que fue atravesada por una lanza, como símbolo de
pertenencia al lugar. Éste es Sinsi-Uma y será apacheta por siempre.

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K’enkhe, entonces, recogió dos piedras que frotó en sus rodillas
depositándolas, luego, al lado de la lanza. “Para que el resto del camino sea
bueno”, dijo. Ak’utti repitió la acción y luego rodeó y afirmó la lanza y formó una
pequeña pirámide.
-Será señal permanente del buen camino y de buena dirección para
quienes seguirán encontrándose en las dos tierras. Y crecerá y crecerá con cada
hombre y con cada mujer que quieran nacer de nuevo. Así lo enseñaremos y así
se aprenderá –sentenció Ak’utti, al tiempo que giraba en torno al epicentro de la
lanza y las piedras con la gran calabaza del camarón sagrado en sus manos.
Fue justo el momento. Fue justa la sincronización de tiempo y espacio. Fue
el instante preciso en que la vida cíclica de las garumas les definió que la bandada
debía reencontrarse con su ambiente. El vuelo y la partida estridente de graznidos
estremeció a Sinsi-Uma. Había llegado al límite físico de su pertenencia a la tierra
de los árboles y del río. De su pertenencia a Sinsi y a Ujsa. A su aldea. El
siguiente paso era otra vida. Así estaba definido. Dudó en avanzar. Como todos,
temía a lo nuevo, a lo extraño. Era más fácil quedarse con lo ya conocido.
Recordó los tibios brazos de Ujsa. La protección y el orgullo de Sinsi. A Majsa. A
los hombres con su cabellera trenzada y los comparó con los que iban adelante.
Seguros. Contentos. Sin dudas. Sin miedos a pesar de todo lo que habían pasado.
Eran como Sinsi. Su padre nunca se conformó con lo que sabía. Era el único así
en su aldea, por eso, además, era el jefe. K’enkhe y Ak’utti eran iguales. ¿Serían
sólo ellos o todos los habitantes de las orillas del mar también lo serían?. Jefe y
hechicero costeros creían en la vida. Sabían que había que vivirla. A él le gustaría
ser como Sinsi, como K’enkhe y como Ak’utti. Pero había crecido temeroso de los
castigos divinos como todo su pueblo, a pesar del ejemplo de su padre. El chillido
de una joven garuma extraviada que pasó sobre su cabeza buscando la bandada,
lo devolvió a la realidad. Justo cuando K’enkhe le llamaba: “Mi waynawawa, no te
quedes atrás”.

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El fuego de la vida

Por todos lados aparecían esqueletos de lobos marinos, de grandes


cetáceos y escualos con sus carnes devoradas por las aves de rapiña.
Diseminados en toda la extensión restos de totora elaborada y trozos de
utensilios, partes de herramientas, cueros resecos, conchas marinas fuera de su
lugar natural. Todo era un cementerio de la vida. Esa vida que se había apagado
con la furia de la gran ola. Cuando apareció el primer conjunto de huesos
humanos, Sinsi-Uma se abrazó a Ausiña, reflejando su temor a la muerte. K’enkhe
asumió una actitud de respeto y dolor. Podría haber sido un hombre o una mujer
de su aldea. Ak’utti, seguramente con el mismo sentimiento, agregó una aguda
curiosidad por la distribución de los huesos. Nunca antes había visto la estructura
interna de un cuerpo humano. Cumplía la misma función que la de los peces y la
de los mamíferos marinos, pero era más complicada. Se quedó largo rato
observando las costillas palpando, a su vez, las suyas sobre la piel. Lo mismo con
el cráneo. Con los huesos de las piernas, de los brazos. Sus tres compañeros
pensaron que estaba realizando alguna invocación silenciosa para la protección
de esa vida que se había escapado del cuerpo. Por eso no les extrañó cuando el
sacerdote les planteó su decisión, aunque para él mismo no sonó muy
convincente:
-Lo llevaremos para enterrarlo como corresponde cuando hayamos
encontrado nuestra tierra.
Cuidadosamente, recogió hueso por hueso, tratando de memorizar su
ubicación exacta y pensando en su función específica en el cuerpo, los envolvió y
amarró en un paño de totora y los cargó sobre su espalda. Demoró tiempo Ak’utti
en este quehacer. El mismo que usó K’enkhe para subir la pequeña loma que
protegía la natural tumba de aquello que había sido una persona y, así, poder
observar el entorno. Su mirada recorrió lentamente el paisaje. Todo era desierto y

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signos de muerte. Se sobrecogió. Apretó su mano sobre uno de los hombros de
Sinsi-Uma y acercó al muchacho a su cuerpo para no sentirse tan solo.
-Es el resultado de la gran ola, waynawawa –dijo pausadamente, con voz
que denotaba dolor-. Arrasó todo. No hizo diferencia con nada. Confundió los
animales de la tierra con los animales del mar y cada uno perdió su ubicación.
Todo se desordenó. Quizás, algún día, lograremos equilibrar, otra vez, las cosas-.
Nos quedaremos a dormir al pie de la loma, donde encontramos los huesos.
Se estremeció Sinsi-Uma. Dormir allí era como dormir en el lugar donde
enterraban a sus muertos en la aldea. Allí nadie vivía. Nadie dormía. Sólo se
hacían ceremonias de recordación. A Ak’utti no le sorprendió la decisión de
K’enkhe. Más aún, la esperaba. La esperaba porque era el mejor sitio en todo ese
lugar para descansar, al abrigo de los vientos. Pero, además, la esperaba porque
ya empezaba a entender algunos de los pensamientos del jefe en torno a la vida y
a la muerte. La situación límite que habían vivido escapando de la furia del mar,
seguramente lo habría hecho dudar de las enseñanzas de los antiguos
apegándose a la vida y rechazando toda posibilidad de terminarla. ¿Es que,
acaso, terminaba? ¿Por qué no se llevó sus huesos para la otra vida ese hombre
que encontraron? ¿Cómo podía andar sin sus huesos? ¿O no había otra vida?
¿Es que los pequeños tollos y tiburones que intervino cuando niño, como parte del
aprendizaje de hechicero, no siguieron viviendo? ¿Y la cabeza de tiburón de
Ak’ari, su padre? ¿Y los camarones que cazó K’enkhe y los entregó en sus manos
para que siguieran viviendo?
Fue difícil entregarse al sueño. Entre la búsqueda de las palabras que
tranquilizaran a Ausiña y a Sinsi-Uma, las respuestas a esas profundas
interrogantes existenciales y la emoción de la seguridad de encontrarse muy cerca
del mar, pasó mucho tiempo. Tiempo en que los dos hombres no dejaron de
observar la brillante luna que estaba sobre ellos y que les recordaba toda su
primera existencia. K’enkhe se preguntaba si encontrarían su antigua tierra y
podrían reconstruir una aldea, mientras Ak’utti trataba de recordar la distribución

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de los huesos en el cuerpo y comprobar sus utilidades moviendo, a ratos, cada
parte de su propio cuerpo.
Al avanzar en la nueva jornada, K’enkhe creyó que el sol, en su caída, le
estaba jugando una mala pasada. Pensó que los rayos poderosos cayendo
verticalmente sobre su cabeza y el polvo en sus ojos le mostraban imágenes
equivocadas. Siguió caminando en la recta dirección que habían decidido el día
anterior, pero sin dejar de mirar a la distancia girando un poco su cabeza hacia la
izquierda. Entonces se dio cuanta de que Ak’utti había apurado el paso para
alcanzarlo. Marcharon un rato uno al lado del otro. Observó que su amigo
hechicero también trataba de alargar su vista hacia la misma dirección que lo
hacía él.
-¿Estás viendo lo mismo que yo o el cansancio de tus ojos te hace ver lo
mismo que hace ver a los ojos míos? –compartió en voz baja.
-Parece que no es cansancio de ojos, K’enkhe.
En efecto, allá muy lejos empezaba a dibujarse el término abrupto de la
columna de cerros que comprobaba –ellos lo sabían- que el mar estaba allí. La
punta final del roquerío, redonda y blanqueada por el huano de miles de aves, les
demostraba que estaban ya muy cerca. Sabían que, al abrigo de ese peñón
imponente, vivía la gente de abajo –o había vivido hasta la gran ola- que conocían
por los relatos de sus mayores cuando hablaban de sus largos desplazamientos
por la orilla del mar.
K’enkhe calculó visualmente las distancias. Concluyó que podían estar al
frente de lo que fuera su aldea, a poco menos de una jornada de camino. Ak’utti
apretó con sus dos manos un brazo de K’enkhe:
-Nos has guiado bien, hermano mío. Nos has traído de vuelta a nuestras
tierras. Entonces, ya no sigamos en la misma dirección. Nuestra aldea está allá -
apuntó con su brazo y con su mano, mostrando el ángulo en el que se debía
cambiar el rumbo-. Si seguimos hasta ahora llegaremos a la tierra de los hombres
y de la mujeres de arriba –sentenció el hechicero, acudiendo a su memoria.

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-No –respondió K’enkhe-, seguiremos en la misma dirección hasta que
empiecen a llegar las estrellas. Dormiremos y decidiremos, con la ayuda de
nuestros dioses, el rumbo a continuar.
A lo lejos, el horizonte se encendía de un fuego que el mar debería reflejar
gustoso. El mismo fuego que se apoderó de las mentes y de los corazones de
K’enkhe y Ak’utti, ése que se habría adueñado de Ausiña y de Sinsi-Uma si
hubieran nacido, como ellos, arrullados por el ruido de las olas y el trinar de la
aves marinas que surcaba el cielo y llenaban de cantos sus oídos.
-Cuando llegue otra vez la luz será un día importante. Debemos descansar
bien y preparar las fuerzas. Ausiña cuidará de Sinsi-Uma. Tú, Ak’utti, deberás
preguntar a los dioses si no me he equivocado. Si te lo hacen saber, cambiaré la
dirección. Si no, continuaremos como lo he decidido. Yo me alejaré un poco,
necesito estar solo-, dijo con autoridad de jefe que no dejó lugar a ninguna duda.
Ak’utti, con gran delicadeza, desató su carga de huesos y la llevó hasta el
lugar que había escogido para comunicarse con los dioses. Ausiña y el muchacho,
ante el misterio que rodeó la situación, se alejaron respetuosamente y se
prepararon para dormir. En ellos no vivía la excitación que hacía que Ak’utti y
K’enkhe se comportaran distintos. Claro. Ellos no volvían. Sólo llegaban.
El hechicero extendió un pequeño paño de fibra vegetal sobre el cual
dispuso la gran calabaza. Al abrirla y retirar de su interior el espíritu de sus dioses,
se impresionó al percatarse de lo seco y opaco que estaba el cuerpo del camarón.
Rápidamente, lo untó con resina del árbol protector produciendo de forma
inmediata un efecto de brillo y de vida. ¿Se estará quedando sin fuerzas? ¿Estará
perdiendo sus poderes? ¿Es que nuestros dioses nos están abandonando otra
vez?, se preguntaba Ak’utti casi al límite de la angustia.
Miró a su alrededor buscando, quizás, una respuesta en K’enkhe, pero el
jefe no había visto el camarón. Entonces, no había por qué alarmarlo. Sólo lo
llamó para pedir su asistencia:
-Ayúdame a iniciar el fuego. Lo necesito, tú sabes, para llamar a los dioses.

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K’enkhe se sorprendió. Hacía mucho tiempo que no prendían fuego. No lo
hicieron en la aldea que habían fundado cuando Ak’utti se hizo hechicero y él jefe.
Lo habían visto, sí, en el pueblo del valle, encendido permanentemente. ¿Por qué
cuando empezaban a llegar al mar Ak’utti quería prender fuego? Cuando
invocaron, en un nuevo y antiguo rito, a sus dioses después de la fabricación de la
imagen sagrada e el gran árbol no lo habían hecho. No lo había insinuado K’enkhe
ni lo había pedido Ak’utti. Era como una decisión de vivir voluntariamente sin el
calor y sin la luz del fuego. Era como si hubieran querido arrinconar en su memoria
esa necesidad. No habían sancochado sus alimentos. No habían alumbrado la
noche, no habían calentado sus cuerpos en los fríos del invierno. De seguro, la
certeza de la cercanía de lo propio, de lo ancestral, el retorno a la tierra, traía de
vuelta el conocimiento aprendido y aprehendido.
Buscaron en la oscuridad, casi a tientas, las maderas necesarias para
iniciar la faena. Nada más compartido, nada más comunitario que producir fuego.
Sentados con las piernas cruzadas, uno frente a otro, empezaron a frotar, primero
el uno y después el otro, con gran rapidez una varilla, que bailaba en sus manos
gruesas y fuertes, sobre un madero más ancho y muy seco, el más seco que
encontraron- Con una aguda concentración y con la vista fija en el orificio que se
producía a propósito de la fricción de la varilla, fueron turnándose a medida que
sus manos se recalentaban y se cansaban los músculos. Un suave y agradable
aroma les indicó que estaban cerca de su objetivo. No habían olvidado cómo
hacerlo. Apuraron, entonces, el movimiento. Las manos se agitaron más ágiles y
los soplidos empezaron a avivar el primer y rojo brillo que apareció. El acercar a la
pequeña chispa unos delgados y secos tallos de totora fue suficiente para que
naciera, como una nueva y buena vida, una anaranjada llama que iluminó sus
rostros ya sonrientes. Mientras Ak’utti allegaba ramas y pequeños troncos al
incipiente fuego que crecía y crecía, K’enkhe recogió varias piedras con las cuales
lo encerró en un círculo para protegerlo del viento.
-Ya está, Ak’utti. Tienes fuego.

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-Ya está, K’enkhe, tenemos, otra vez, nuestro fuego- respondió el hechicero
acentuando sus últimas palabras.
Al jefe le sonó muy bien la sentencia de su amigo. Sí. Tenía razón. Tenían,
otra vez, fuego. Y eso significaba que, también otra vez, tenían pueblo, tenían
tierra y tenían mañanas. Como esa mañana que se empezaba a acercar y que los
reencontraría con su mar.
Ak’utti se volvió a sentar, esta vez solo, frente al fuego, mirando hacia
donde debía estar el mar. Sobre el pequeño paño de totora, además de la gran
calabaza, dispuso otras más pequeñas que contenían la resina, las tierras de
colores y algunas hierbas que había recibido de Majsa, muy cerca de él yacía el
bulto que contenía los huesos. Fue lo último que alcanzó a ver K’enkhe mientras
se alejaba del lugar. Quería y necesitaba estar solo. Ak’utti también lo necesitaba.
Debían cumplir una importante tarea. Habían aprendido desde pequeños que las
responsabilidades se compartían. Cada uno asumía la suya y la suma de ellas, el
resultado final de ellas, era el bienestar de todos, era la continuidad de la
comunidad. El hechicero inició una serie de golpes secos sobre la gran calabaza
que le dieron el ritmo primero a su invocación. ¡La primera tan cerca del mar! A
Ak’utti le parecía que el fuego estaba vivo. Que cada tam-tam producido por sus
manos en la calabaza era respondido por el crepitar de las ramas y las maderas
que se consumían en la fogata. El suave y melodioso canto que salió de su boca
se transformó en un gran vozarrón que, alternando los sonidos graves y agudos,
empezó a llenar el espacio que los rodeaba, a medida que se adentraba en un
viaje embriagador que lo llevaría hasta sus dioses. K’enkhe, a la distancia, se
sentía agradado y preocupado por lo que escuchaba. Porque en el canto que
escuchaba había pasado y futuro, había ayeres y mañanas, y porque –era posible-
los dioses le podían confirmar a Ak’utti que el jefe se había equivocado. Luego, no
lo escuchó más. “Habrá iniciado el contacto”, pensó y se adentró en sus propios
pensamientos. Él también tenía mucho que recorrer.

69
El hechicero sintió la misma sensación de aquella vez, junto a Majsa, en la
cueva sagrada del valle. Se le pusieron pesados los brazos y sintió que de su
espalda le crecían alas, como las alas que tenía Ak’ari, su padre, que lo
levantaban por las alturas, lo hacían planear por los aires como las aves
permitiéndoles ver un hermoso brillo sobre una superficie plateada: el brillo de la
vieja luna sobre su viejo mar. Y recorría grandes distancias y observaba que su
aldea no existía. Veía a hombres y mujeres, solitarios, sin destino, sin rumbo,
recorriendo las tierras del mar. Hombres y mujeres de la gente de arriba y de la
gente de abajo que habían logrado salvarse del castigo. –Debe ser gente buena-
pensaba Ak’utti, después de un vuelo rasante siguiendo una columna de
guajaches que iba en dirección a los acantilados. No tenían figuras sagradas. No
tenían altares. Sólo estaban. No eran.
Escuchó un gran ruido y una brillante luz encegueció su mirada. Era la
misma voz de antes. Era la misma luz de antes. Con la misma fuerza. Con la
misma autoridad y con la misma dulzura. –Seas bienvenido a tus tierras de
siempre. Gran Ak’utti. Seas bienvenido tú, tu jefe el gran sabio, tu mujer y el hijo
de dos tierras- sintió que le decían haciendo retumbar sus oídos. Acostumbrados
ya sus ojos al brillo, buscó de dónde venía la voz. Venía de la gran cabeza de
escualo y las vértebras de ballena de Ak’ari, pero que ahora tenía los brazos que
K’enkhe le había puesto al tótem del valle y que sostenían al pez y a la calabaza.
Su antigua y su nueva figura, las dos sagradas, estaban sincretizadas en lo que
visualizaba. Sólo el gran camarón no salía de las fauces del tiburón. En su lugar,
un gran cangrejo de mar ofrecía sus tenazas abiertas atrayéndolo con
movimientos suaves. Comenzó de nuevo su canto, ya no llamando, sino
agradeciendo por el reencuentro. Y de sus ojos brotó agua que se confundió con
la saliva de su boca entregándole el sabor del mar. Ese mar que le estaba
esperando y que se le presentaba, otra vez, tranquilo, protector y fecundo. Gran
K’enkhe es un buen jefe. Sabio de decisiones- escuchó de nuevo a la voz-. Eligió
bien el camino. Hay mucha gente que no lo ha encontrado todavía. Deberán

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recorrer las tierras del mar hasta donde vive la gente de abajo y reunirla para ser
un nuevo pueblo. Esa gente no ha sabido cómo honrar a sus dioses. Ustedes le
guiarán. Ustedes serán jefe y hechicero para ella. Los están esperando-. Quiso
seguir escuchando, quiso seguir aprendiendo, pero el brillo se hizo más fuerte y un
gran ruido de olas, como el que producían las ballenas cuando, después de un
hermoso salto, volvían a entrar al mar, hizo que no oyera nada más. Sintió que
bajaba rápidamente, más bien que caía. Abrió los brazos en un acto instintivo y
entró en un suave remolino que lo envolvió en graznidos de gaviotas, en juegos
acrobáticos de toninas y en cálidas arenas que le abrigaban y recibían maternales.
No pudo saber cuánto tiempo viajó ni cuánto tiempo durmió. Sólo que despertó
sobresaltado percatándose que unas llamas, peligrosamente, amenazaban con
quemar sus piernas. El viento de la noche había levantado una brizna encendida
que crecía delante de él. El primer impulso fue retroceder, pero, luego, se
horrorizó ante lo que veían sus ojos: las llamas provenían del camarón sagrado
que se consumía rápidamente aportando la resina y su relleno de ramas y barro
mezclado con paja como combustible. De forma mecánica y memorial arrojó arena
sobre la figura para apagar el fuego. Cuando éste acabó descubrió que la imagen
adorada estaba totalmente destruida. Estupefacto, todavía, por lo ocurrido, se dio
cuenta que sólo ella había ardido. Misteriosamente, ni la gran calabaza, ni las
otras vasijas, ni el pequeño paño de totora se habían quemado. Sólo el camarón
sagrado. Sin pensarlo dos veces, con el temor de una funesta premonición, corrió
hacia Ausiña y Sinsi-Uma, pero ellos dormían tranquilamente. Luego, buscó a
K’enkhe. ¿Dónde estaría? Recorrió asustado el lugar hasta que divisó un pequeño
fuego a la distancia. Allí lo encontró dormido. Había logrado una fogata sin ayuda
y ya descansaba. No había para qué despertarlo. Tenía que dormir. La jornada
que les esperaba era importante y el jefe debía dirigir. La terrible noticia se la daría
con el nuevo sol. O quizás no se lo diría. Él, como hechicero, era el absoluto
responsable de lo sucedido. Sobre él caerían los castigos eternos.

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K’enkhe, ajeno a lo que le sucedía a su compañero, soñaba con animales
que hablaban y que compartían con los humanos. Y en un sueño, un gran
cangrejo de mar conversaba con un gran camarón de río, agradeciéndole los
desvelos para que los hombres pudieran transitar por la vida más seguros. Y veía
que se abrazaban y en el abrazo el camarón entraba en el cangrejo y lo hacía,
aún, más grande.

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Volver a nacer

Pequeñas brasas aún ardían en las fogatas cuando el sol empezó a


despuntar. K’enkhe y Ak’utti, ya despiertos en sus respectivos lugares, lo
esperaban. Lo vieron aparecer, otra vez, por los cerros, como cuando vivían en el
mar. La seguridad de lo ya conocido les dio el impulso para ponerse en
movimiento y romper sus soledades voluntarias y necesarias. K’enkhe volvió sobre
sus pasos y fue al encuentro del hechicero. Lo notó taciturno. No le dio mayor
importancia pensando que era producto del cansancio por el ritual de la noche.
Caminaron en silencio hasta encontrarse con Ausiña y Sinsi-Uma. Antes de partir,
K’enkhe miró interrogativo a su amigo.
-Sí, estás en lo correcto, gran jefe. Debemos seguir en la dirección que
trazaste- respondió Ak’utti, sin agregar más palabras y, acto seguido, empezaron a
caminar. Se estaban acercando. No cabía ninguna duda. La brisa que refrescaba
sus acalorados cuerpos les traía el olor guardado permanentemente en su
memoria. No caminaron mucho más. Bastó subir una pequeña loma de arena
arrastrada por el viento para que, a la distancia, disfrutaran del maravilloso
espectáculo que hizo saltar sus corazones. Ak’utti cayó de rodillas, extendiendo
sus brazos. Ausiña y Sinsi-Uma no podían contener en el rostro sus ojos que se
abrieron desmesuradamente. K’enkhe aspiró hondo y soltó las primeras palabras
de esa jornada, afirmando lo que ya sabían:
-Estamos llegando. Es nuestro mar. Es nuestra tierra.
La gran extensión estaba, otra vez, ante ellos. Como siempre. Inmensa.
Tranquila. Llena de buenos augurios. Ninguno de los dos hombres recordó la gran
ola. Sólo existía la memoria de la vida. De los peces, de los lobos, de las gaviotas,
de las ballenas, la memoria de la muerte había sido relegada al último rincón de
sus mentes. Avanzaron rápidamente con grandes zancadas que dejaron atrás a
Ausiña y a Sinsi-Uma. En ese momento existían sólo ellos. Sólo ellos y su mar.

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Sólo ellos y su tierra. Corrieron como niños. Rápido como aquella vez que se
fueron. Pero ahora sin miedos. Para volver. Para vivir.
Atravesaron los matorrales que empezaban a crecer de nuevo por sobre las
tierras saladas recogiendo la humedad de las aguas subterráneas que se dirigían
hasta el mar. Corrieron y corrieron hasta sentir la conocida sensación de la arena
caliente en sus pies y cayeron de bruces con los brazos abiertos, como si
quisieran abrazar toda la tierra de una sola vez. Esa tierra que los vio nacer y los
protegió.
-¡Escucha el sonido de las olas, K’enkhe!
-¡Escucha el canto de las gaviotas, Ak’utti!
Se revolcaron y se lanzaron arena como en sus infantiles juegos. Corrieron
de un lado a otro, persiguiéndose, hasta que, de rodillas, se abrazaron y lloraron
con voces de hombres. Así ahogaron la emoción del reencuentro. Apretados, muy
apretados, confundiendo sus latidos y sus lágrimas hasta que el hermoso silencio
recordado llenó sus oídos.
-¡Ausiña!- dijo preocupado Ak’utti.
-¡Sinsi-Uma!- agrego K’enkhe, reparando en la ausencia de los
acompañantes. Se pusieron ágilmente de pie y se devolvieron unos pasos al
tiempo que, a lo lejos, divisaban las figuras de la mujer y del niño que caminaban a
paso cansino. Agitaron varias veces sus brazos en alto para cerciorarse de que
eran vistos. Los movimientos respondidos a la distancia les convenció que Ausiña
y Sinsi-Uma se dirigían hacia ellos.
Fue la ocasión que aprovechó Ak’utti para hablar con K’enkhe de lo
sucedido la noche anterior.
-Gran Jefe K’enkhe, la alegría que sentimos puede ser una alegría
pasajera. No tengo buenos augurios de nuestros dioses. Te he fallado, Gran Jefe.
Ha sido culpa mía. He perdido al espíritu de nuestros dioses- dijo agachando
sumisamente su cabeza ante una autoridad superior.

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-No lo has perdido, gran Ak’utti, sólo se ha transformado- le respondió
sonriente, tomándolo de los hombros e invitándolo a erguirse y mirarlo. –Nos debe
estar esperando a orillas del mar. Él se nos mostrará. Él nos encontrará. Como se
nos mostró y nos encontró el gran camarón del río-. Y sin dar mayor importancia a
la preocupación de su amigo, terminó diciendo –Mira, allá se ve todavía el gran
peñón. Algún día llegaremos hasta él y, quizás, más allá todavía. Esas deben ser
buenas tierras.
Ak’utti se quedó mirándolo sin comprender lo que decía. Al final, y así se
conformó, K’enkhe era también medio hechicero.
Se fueron despojando de sus respectivas cargas. Lanzas, calabazas,
pectoral y sonajeros fueron quedando en el corto recorrido que les faltaba para
llegar hasta el mar. Sólo sus faldellines bailaban de un lado a otro. Acompañando
el ritmo de sus largos pasos. El primer contacto con las aguas les produjo un
temblor que se trasladó por cada rincón de sus cuerpos y de sus mentes. Tres,
cuatro saltos más y casi simultáneamente desaparecieron de la vista de Ausiña y
de Sinsi-Uma. Esa transitoria soledad acongojó a los dos observadores que
temieron por la suerte de los hombres de mar. Y, aparecieron sobre la superficie
con un gran salto y con sendos gritos que denotaban alegría y celebración.
-¡Hemos nacido de nuevo, Ak’utti. Empieza una nueva vida para nosotros-
dijo K’enkhe y volvió a abrazar a su amigo-. Ven, vamos a buscar a Ausiña y a
Sinsi-Uma para que el agua recorra, también, sus cuerpos.
Salieron del mar lentamente, estilando agua de sus largas cabelleras y de
sus faldellines. Saboreando la sal de sus labios. Ak’utti se detuvo bruscamente. De
cientos de agujeros aparecían y se escondían, nerviosos, innumerables cangrejos
que caminaban de lado y hacia atrás. Pero no fue eso lo que llamó su atención.
Fue un gran cangrejo que, en vez de huir ante la cercanía de los hombres, se
mantuvo en el mismo lugar, al dado de su agujero. Su caparazón brillaba por la
humedad y sus tenazas se movían suavemente hacia la presencia de Ak’utti. Miró
a K’enkhe. Éste sólo le devolvió una sonrisa de complicidad. Era el mismo

75
cangrejo que había visto cuando invocó a los dioses! Se arrodilló ante el crustáceo
al momento en que una ola volvía sobre la arena y los cangrejos desaparecían en
sus pasadizos subterráneos. ¡No va a estar cuando el agua se recoja otra vez!,
pensó el hechicero con gran preocupación y decepción. Pero cuando eso sucedió,
el imponente cangrejo seguía en el mismo lugar con sus patas fuertemente
incrustadas en la arena. Sólo él quedaba. Los demás buscaban otros agujeros por
donde salir. Ak’utti, olvidando la posible peligrosidad de sus poderosas tenazas, lo
tomó suavemente entre sus manos y lo levantó hacia el cielo, avanzando hacia la
arena seca, al tiempo que ordenó a K’enkhe, con una instrucción suave que más
parecía un ruego:
-K’enkhe, recoge mis calabazas y mis sonajeros. Como tú dijiste, el espíritu
de los dioses del mar nos ha encontrado.
El jefe buscó y tomó silenciosamente lo solicitado ante las interrogantes
miradas de Ausiña y Sinsi-Uma. Recogió pequeños trozos de ramas y sin
pronunciar ni una palabra dejó todo al lado del hechicero que se dispuso a la tarea
que debía realizar e instruyó a los acompañantes:
-Acá esperaremos a Ak’utti y esperaremos, también la noche. El sol está
todavía alto. Hay tiempo para preparar arpones y anzuelos. Mañana será una
atareada jornada y debemos continuar el viaje.
¡Continuar el viaje! Las últimas palabras produjeron inquietud en Ausiña.
¿Acaso no habían llegado ya al mar ¿Qué no era éste el final del camino?
Continuar el viaje ¿hasta dónde? K’enkhe, adivinado la preocupación de la mujer,
sentenció:
-Hemos llegado al mar. Ahora tenemos que encontrar nuestra nueva tierra.
Ausiña, obedeciendo a su nuevo jefe, abrió un pequeño bulto y entregó a
K’enkhe una buena cantidad de espinas de cactus.
-Ak’utti y yo recogimos esto. Dijo que servirían para anzuelos-. La mirada de
complacencia del jefe dibujó una sonrisa en el rostro de la mujer.

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-Ven Sinsi-Uma, ven Ausiña, siéntense a mi lado. Haremos anzuelos.
Saquen ustedes fibras lo más largas que puedan de la totora y tréncenlas lo más
fino que sean capaces. Yo iré a buscar algunas conchas que nos ayudarán.
Volvió con sus manos llenas de restos de nacaradas conchas gastadas por
el ir y venir de las olas entregándoles curiosas formas. Se sentó entre los dos y,
aprovechando los delicados trenzados, fue amarrando cuidadosamente dos, tres y
cuatro espinas en cada trozo de concha. Sinsi-Uma, aprovechando la herencia de
su gente, rápidamente se apoderó de la técnica entregada por K’enkhe y logró
construir un par de anzuelos, recibiendo las felicitaciones de su nuevo padre. Tan
absortos estaban en esos menesteres que cuando K’enkhe levantó la vista el sol
ya estaba empezando a bajar al horizonte y el cielo se teñía de hermosos colores.
-¡Miren, el sol ya se va acostar!
La gran esfera bajaba lentamente reflejándose en el espejo del mar, al
tiempo que la hileras de aves marinas recortaban sus siluetas y sus vuelos en
dirección a los acantilados. K’enkhe se las quedó mirando como hacía cuando era
niño y otra vez las mismas interrogantes se apoderaron de su mente: ¿Hasta
dónde llegarán? ¿Cómo serán esas misteriosas tierras? ¿Será muy lejos?. La voz
de Sinsi-Uma interrumpió sus pensamientos:
-¡Mira, K’enkhe ¿cómo se llaman esas aves que vuelan todas juntas? ¿Y
esas con el pico tan largo? ¿Y esas otras que vuelan más rápido?
Lo quería aprender todo. Lo quería saber todo. Ya habría tiempo para ello.
Todo se lo enseñaría. Todo lo que él había aprendido y todo lo que tenía todavía
por aprender. Por algo era su hijo, su waynawawa.
-Ven, Sinsi-Uma, encenderemos fuego antes de que llegue la noche- y
comenzó la tarea de frotar los maderos. Ya estaba oscuro cuando Ak’utti llegó
hasta ellos. Traía en sus manos el gran cangrejo, totalmente intervenido y cubierto
con la resina del árbol protector del valle, que le entregaba un fresco brillo como si
recién hubieses salido del mar. En silencio, lo ubicó muy cerca de la fogata que le
entregó mayor luminosidad y un aspecto impresionante.

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-El espíritu de nuestros dioses que nos acompañará por siempre- dijo a
manera de explicación y acercó con sus brazos a los tres estrechándose en un
abrazo compartido.
Largo rato observaron la nueva imagen. K’enkhe pensó que el hechicero se
había esmerado más de la cuenta. La figura había quedado perfecta. Estaba casi
realmente viva. ¡Está viva! reafirmó en su pensamiento. ¡No tiene por qué morir!
Cuando Ak’utti, Ausiña y Sinsi-Uma empezaron a cubrir sus cuerpos con las
pieles para dormir, K’enkhe se paró y se alejó un poco para observar el reflejo de
la luna en su viejo mar. Instintivamente, llevó su mirada hacia donde debía estar el
gran peñón. La oscuridad reinante impidió que lo viera, pero en la trayectoria de su
mirada aparecieron, a gran distancia, diminutos puntos que brillaban
intermitentemente. Observó la situación un largo rato ordenando sus ideas.
-Desde lejos nuestro fuego se debe ver igual –pensó y, luego, en voz alta
no dirigiéndose a nadie en particular se descubrió diciendo:
-Deben ser otros hombres y otras mujeres. Mañana, después de recoger
alimentos, partiremos para encontrarlos. Así debe ser.
Cuando Ak’utti despertó, K’enkhe ya se encontraba en el agua. Le observó
complacido cómo desaparecía y volvía aparecer con su cabellera húmeda y su
rostro de felicidad completa. Se levantó rápidamente y fue a su encuentro y al
reencuentro con su pasado. Ese pasado en el cual siempre estuvieron juntos,
compartiendo todo. Cuando salían escurriendo agua, K’enkhe le comunicó su
decisión:
-Pescaremos algo y luego partiremos en dirección de las tierras de los
hombres de abajo.
A Ak’utti no le sorprendió la noticia. Sabía que su jefe no elegiría ese lugar
para formar su nuevo pueblo. Además, estaba seguro de que K’enkhe intuía la
presencia de otros hombres y otras mujeres que, como ellos, habían logrado
salvarse de la gran ola. Cuando Sinsi-Uma escuchó que iniciarían una faena de

78
pesca, saltó de las pieles que le abrigaban para alcanzar los anzuelos que habían
construido el día anterior.
K’enkhe y Ak’utti, con una habilidad que hablaba de sus conocimientos
empíricos, ataron un anzuelo al lado de otro, en una cuerda de gran extensión. En
cada anzuelo fue colocado un trozo de carne de cangrejo. Cuando estuvo listo, los
dos hombres, pese a la solicitud de Sinsi-Uma que reclamaba por participar, se
adentraron en el mar, llevando amarradas a sus cinturas sendas sogas trenzadas
que doblaban la extensión de la de los anzuelos, sosteniendo cada uno un
extremo de la gran cuerda. Caminaron hasta que el agua les llegó a la altura del
cuello. Luego, a grandes y seguras brazadas, avanzaron un poco más. Se
detuvieron. Sinsi-Uma trataba de adivinar lo que estaban haciendo. Dejaron caer
naturalmente los cebos atados. Nadando primero y, luego, caminando, soltaron las
cuerdas de las cinturas hasta llegar a la orilla.
-Observa, Sinsi-Uma. Ahora, sin juntarnos con Ak’utti, manteniendo la
misma distancia de separación, empezaron a tirar, empezaremos a arrastrar los
anzuelos hasta este lugar- le comentó K’enkhe, ya en la orilla.
-Toma este extremo, Sinsi-Uma, tiremos juntos- invitó Ak’utti.
En medio de la faena, el joven se impresionó. La ligera carga que
significaba arrastrar la cuerda con los anzuelos, se empezó a poner más y más
pesada.
-¡Tira, Sinsi-Uma, tira! No te pueden ganar- reía K’enkhe.
Después de unos minutos de actividad, pudo apreciar el resultado: de cada
uno de los anzuelos colgaba, boquiabierto, un plateado pez.
-¡Ya, Sinsi-Uma, ahora tienes que chinchorrearlos! Y comenzaron la tarea
de golpearlos con gruesas ramas recogidas. Al rato, un par de decenas de
lenguados, roncachos y sargos, yacían inertes sobre la arena. Con habilidad
sorprendente, abrieron los vientres de los pescados con filosas conchas de
machas, destripándolos. Sinsi-Uma estaba impresionado. Todo era novedad. Pero
todo, también, estaba siendo grabado y aprehendido en su joven cerebro.

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La tierra de la gente de abajo

Reiniciaron la marcha, alegres, sonrientes, aún con el agradable sabor de la


carne salobre de los pescados sancochados, con el agua jugueteando en sus pies
y el rumor de las olas cantando en sus oídos. Cantos de siempre para K’enkhe y
Ak’utti, cantos nuevos para Ausiña y Sinsi-Uma, que no dejaban de admirarse ante
la inmensidad del mar y de la cantidad de aves que vivían en esas tierras. No se
apuraban. Todo aguardaba por ellos. No cargaron alimentos. No había necesidad.
El mar, su mar, entregaría lo necesario. Sólo Ak’utti mantenía su preciosa carga
del espíritu de sus dioses y de las calabazas rituales, además del fardo de huesos
que no sólo ocupaba su espalda, sino gran parte de sus cavilaciones en torno a su
distribución y funciones en ese cuerpo sin carnes y sin músculos.
A media jornada de marcha tuvieron su primer reencuentro. No había duda.
Era gente de mar. Sus anchas espaldas, sus faldellines y sus cintillos vegetales
así lo demostraban. Un pequeño grupo de tres mujeres y dos hombres, con dos
pequeños niños, interrumpían el camino normal en la orilla de la playa en una
actitud expectante. No había en ellos actitud recelosa o desafiante. Más bien sus
ojos y sus rostros reflejaban la incredulidad de la situación. Los divisaron a la
distancia, pensando en una alucinación de su memoria, como cuando volvían de
las faenas de pesca. No hubo palabras. No eran necesarias para reconocerse
iguales. Primero se abrazaron fuertemente los hombres. Tocándose.
Asegurándose de la realidad de la situación. Luego, las mujeres ofrecieron sus
hijos. K’enkhe recordó a los pequeños de su vieja aldea que no pudieron crecer.
Ausiña y Sinsi-Uma se mantuvieron unos pasos más atrás de los abrazos, de las
manos y de los ojos que acariciaban. Ak’utti los presentó:
-Ausiña, mi mujer, hija de hechicera, y Sinsi-Uma, hombre de dos tierras y
waynawawa de Gran Jefe K’enkhe.
-¿Cuál de ustedes es el jefe?-, preguntó.
-No tenemos jefe. Estamos así desde la gran ola.

80
-¿Y sacerdote?-, terció Ak’utti.
-Tampoco sacerdote. Sólo nosotros. Y nuestros hijos han nacido sin
conocer bendiciones ni augurios.
Entonces, Ak’utti, ante la atenta mirada de todos, abrió la calabaza grande,
extrajo de su interior el gran cangrejo espíritu de los dioses, lo levantó hacia el
cielo y, luego, acercándolo hacia los niños, exclamó:
-¡Entrega tu fuerza y tu poder a estos pequeños que serán continuidad
permanente de la vida en estas tierras! ¡Recíbelos como hijos nuevos, a la vez –
dirigiéndolo a los adultos- que recuperas a estos hombres y a estas mujeres como
pueblo!
Había bastado esa pequeña ceremonia para reincorporarse a la historia
ancestral. Fueron invitados los recién llegados –no se explicaban de dónde y
tampoco importaba mucho- a acompañarlos a su improvisada vivienda y compartir
los alimentos del día.
No sólo por la ausencia de jefe y hechicero esa gente no era pueblo.
Tampoco había tótem. Ni responsabilidades de comunidad. Sólo sobrevivían. Así
era desde la gran ola. Ellos no estaban en la orilla de la playa cuando sucedió.
Recogían totora en un lejano y gran ojo de agua cuando sintieron el tremendo
sacudón y vino, luego, toda esa agua acumulada sobre la tierra. Algo alcanzaron a
correr, pero igual el mar los alcanzó, pero no con la misma fuerza. Habían sido
arrastrados, jalonados por esa corriente misteriosa e iracunda, casi ahogados y
botados sobre la arena. Después, en el deambular solitario se habían encontrado
y se habían juntado. Sin objetivos claros. Sólo sobrevivir. Por eso asumieron
rápidamente a K’enkhe como su jefe y a Ak’utti como su sacerdote, y aceptaron a
Ausiña con su extraño pelo trenzado en la nuca y a Sinsi-Uma con su inquietante
grabado en el pecho. Esos dos K’ara que le obedecían le entregaban mayor
autoridad a K’enkhe.
Por eso mismo, no les costó sumarse a su decisión de partir al sol
siguiente. Se unieron dócilmente, aunque con la curiosidad interior por los

81
cuidados que el hechicero prodigaba con mucho esmero al bulto envuelto y que no
dejaba de lado en ningún momento.
Sinsi-Uma y Ausiña se sentían orgullosos. No sólo ellos admiraban y
seguían a K’enkhe y Ak’utti. También esta nueva gente que parecía aprender junto
con ellos todo lo que les enseñaban incorporándose a las invocaciones
permanentes que realizaba el sacerdote y a la fabricación de arpones y anzuelos
para la pesca, de redes con cuatro piedras en sus extremos y pequeñas
boleadoras para cazar aves, anzuelos y depósitos para el agua con el cuero de
un lobo que encontraron recién muerto a la orilla del mar y que disputaron
fácilmente con los carroñeros alados atraídos por la carne inerte del mamífero
marino.
La seguridad que les entregaba el sentirse, otra vez, comunidad y la
recuperación de la memoria en el aprendizaje, entregó a la marcha un ritmo muy
lento. No había apuro. Por eso, a media tarde, mucho antes de que el sol cayera,
ya se habían detenido iniciando los preparativos para descansar. Nada les pareció
totalmente nuevo: ni la rapidez de K’enkhe para producir fuego, por algo era el
jefe, ni la distribución circular que tomaron de manera instintiva ante la cálida
fogata, ni los inicios de los melodiosos cánticos de Ak’utti acompañados por un
dulce sonido que salía de una flauta de hueso de pelícano construida por K’enkhe.
Sí les llamo la atención, luego de terminada la pequeña ceremonia, el silencio y el
respeto con que el hechicero empezó a abrir el bulto con los huesos. Extendió un
paño de totora sobre el que dispuso la extraña carga:
-Es esto lo que tenemos adentro. Es esto lo que nos hace mover el brazo y
esto las piernas –comenzó a explicar a medida que iba mostrando los distintos
huesos acomodándolos en un determinado lugar-. Y esto está en nuestro pecho y
esta es nuestra cabeza por dentro –terminó colocando la calavera en el lugar
superior del esqueleto que había reconstruido a la perfección.
K’enkhe sonrió orgulloso. Ak’utti era superior a Ak’ari. No había duda.
Ausiña le acercó la calabaza con el gran cangrejo al momento que Sinsi-Uma se

82
tocaba cada parte de su propio cuerpo escuchando, por primera vez, esa
maravillosa revelación. Los dos hombres, Paik’ano y Kesk’ho, y las mujeres.
Amuk’a, J’anka y K’illia, no daban crédito a lo que veían sus ojos. ¿Cómo podía
tener, el hechicero, ese cuerpo interior? ¿Acaso le había robado el alma a un
hermano? ¿Habría sido enterrado con la cabeza hacia el mar y por eso no había
podido viajar al encuentro de los dioses? ¿Y cómo sabía todo eso?
No durmió Ak’utti en toda la noche. Bajó innumerables veces hasta la orilla
para volver con arena mojada que dejaba al lado del esqueleto. Cuando tuvo la
suficiente, empezó a cubrir con ella los huesos.
Las primeras luces del alba iluminaron aquello que impresionó a todos. El
sacerdote había reconstruido un cuerpo sobre los huesos. Con arena había
modelado la cabeza, el tórax, los brazos, las piernas. Era un cuerpo perfecto.
Como si estuviera durmiendo.
-Aquí esperará, vivo, para iniciar una nueva vida. Para ello, no debe ser
enterrado.
K’illia, sin hijo que sostener ni amamantar, arregló el cintillo en la cabeza de
Sinsi-Uma y acarició su hermoso tatuaje. K’enkhe observó satisfecho ese gesto y
acotó al tiempo que ordenaba el reinicio de la caminata:
-No debe ser enterrado, para que siga viendo los soles y las lunas... para
que nos acompañe siempre.
Se acercaban a aquel lugar conocido sólo a través de las historias de los
mayores, de los antiguos. El imponente peñón se recortaba sobre el intenso azul
del cielo. Las largas extensiones de arenas empezaban a ser interrumpidas por
cada vez más numerosos roqueríos que hacían reventar las olas con sonoridades
distintas y que llenaban el aire de minúsculas gotas de agua de mar refrescando
sus rostros y sus cuerpos. Era agradable esa sensación. Casi al llegar a ese morro
de rocas y de tierra, protegiéndolos del viento del sur, los divisaron. Un grupo
cercano a la docena de hombres y de mujeres realizaba faenas de pesca en una
pequeña ensenada de aguas calmas y transparentes. La presencia de los que

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llegaban produjo un especial alboroto en el grupo. No deben haber parecido
k’aras, extraños, porque no hubo una actitud de defensa cuando los vieron venir.
Por el contrario, una alegría generalizada recorrió esos cuerpos y esas mentes
que los hizo correr al encuentro. Al reencuentro. Se detuvieron a escasa distancia.
Se miraron. Se observaron. Se acercaron casi hasta tocarse:
-Son gente de arriba.
-No, son gente de abajo, visten como nosotros.
K’enkhe y su comitiva guardaban silencio mientras las voces aumentaban y
crecía, también, la diferencia de opinión. Hasta que el jefe se decidió a hablar:
-No somos gente de arriba ni somos gente de abajo. Fuimos gente de
arriba, pero ya no lo somos. Ahora sólo somos gente que construye su nuevo
pueblo y que se reconoce en ustedes hermanos del mar y de la tierra.
Las palabras se silenciaron en la boca de los lugareños. Grandes dudas
cruzaron sus mentes. Ese hombre que hablaba con gran autoridad y seguridad
debía estar mintiendo. O se es de arriba o se es de abajo. Así estaba definido
desde siempre. ¿De dónde vendrían? ¿Y ese niño con el pecho grabado? ¿Y esa
mujer con el pelo trenzado? ¿Y el hombre de las calabazas y de serio rostro? ¿No
serían el aviso de una nueva y gigante ola?
-Somos gente que se salvó del castigo de los dioses y gente de otro pueblo,
dueños de las aguas dulces que alimentan nuestros pequeños ojos en la tierra –
mostró K’enkhe a Sinsi-Uma y a Ausiña-. Somos gente que aprende a vivir y que
recupera el amor de nuestros padres de los cielos. Ellos nos han indicado el
camino para encontrarlos y construir un solo pueblo para continuar prolongando la
vida para siempre.
Hablaba distinto, con sabiduría profunda y era como ellos, de anchas
espaldas, de negro cabello.
-Logramos salvarnos de la gran ola –terció uno- porque sacábamos huano
del gran cerro. Allí no llegó el agua. Fue muy triste ver desaparecer nuestra gente

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y nuestras viviendas. Sólo después de varios días nos atrevimos a bajar hasta
donde ahora estamos.
-Vengan con nosotros –continuó otro que parecía tener ascendiente sobre
los demás, terminando definitivamente con la primera desconfianza-, vengan, yo
soy K’irk’i y hablo por todos.
Los dos grupos, fundidos en uno sólo, se encaminaron hasta donde se
levantaban simples viviendas construidas con gruesas pieles de lobos marinos.
Frente a ellas, trataba de destacar una figura formada por algunas vértebras de
ballena que se blanqueaban indefectiblemente por el sol y el aire salino. Hacia esa
imagen se dirigió Ak’utti. Llegó hasta ella reverencialmente y se arrodilló. Acto
seguido, ante la atenta mirada de decenas de ojos, levantó con sus manos el
cangrejo sagrado sosteniéndolo largos minutos en dirección al cielo. La gente de
abajo, estupefacta ante la preciosa visión, cayó de rodillas y escuchó en silencio
su profundo canto que terminó justo en el momento en que dispuso el espíritu de
los dioses sobre las secas vértebras del cetáceo.
Todo el resto del día, Ak’utti, estuvo atendiendo a la gente del lugar. Que
por dolores del cuerpo, que por dolores del alma, que por las calenturas de los
niños. A todos dio respuesta y hojas para sus curaciones. No había duda. Había
sido reconocido como su hechicero. Es que le había entregado vida a su tótem
muerto.
Mientras Sinsi-Uma mostraba su hermoso grabado a los otros hombres y
Ausiña jugaba con el pelo de las mujeres, K’enkhe y K’irk’i se alejaron unos metros
a compartir experiencias.
En la noche, alrededor de un gran fuego comunitario, compartieron con
todos sus conclusiones. K’irk’i fue el primero en hablar:
-K’enkhe es jefe de la gente que ha llegado. De nuestros hermanos que han
llegado. Es un jefe sabio. Un jefe probado en estas tierras y en otras tierras, al
extremo que ha sido regalado con un medio hijo de la gente k’ara. K’enkhe

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asegura que más abajo es mejor lugar para vivir. Él y su gente continuarán el
camino. Nos invita a acompañarlo. La decisión es de ustedes.
Cruzaron miradas y gestos. Hombres y mujeres se interrogaron breves
momentos con los ojos. Uno de ellos tomó la voz.
-K’irk’i nos ha ordenado en estos tiempos, pero él ha dicho que no es jefe.
Si Gran Hechicero Ak’utti tiene a K’enkhe como jefe no puede ser jefe malo. Si
K’irk’i no se molesta, nosotros marchamos también hasta más abajo, donde dice
K’enkhe.
K’irk’i se puso de pie y, ante la algarabía de todos, abrazó a K’enkhe
colgando de su cuello un delicado collar de conchas marinas que hasta entonces
adornaba su pecho.
Los tambores sonaron en las curtidas manos pescadoras y los sonidos de
la flauta de K’enkhe llenaron la noche que se iluminaba con el fuego encendiendo
la figura del gran cangrejo que refulgía en un brillo permanente de vida.

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Más allá de la muerte

Muchas veces se habían repetido las épocas de las noches largas y


también las de los soles eternos en la nueva tierra, en la protectora cueva del
acantilado sobre la pequeña bahía. No había sido una mala vida desde su llegada.
El pueblo crecía en número y en conocimientos. Un hermoso tótem, construido por
K’enkhe, K’irk’i y Sinsi-Uma y bendecido por Ak’utti con la ayuda de Ausiña,
presidía la entrada de la cueva en el pequeño terraplén de acceso, destacando
entre las vivas fauces de escualo el hermoso y vivo cangrejo espíritu de sus
buenos dioses.
La desgracia de la gran ola había desaparecido de sus mentes ante los
tiempos de bonanza: abundante y variada pesca, buenas temperaturas de día y de
noche, respeto mutuo de cada miembro de la comunidad y multiplicación de las
fértiles y sanas parejas. Muchos niños habían recibido, al interior de la cueva, en
el lugar reservado para las ceremonias, sus hermosos faldellines que los hacían
hombres. En el mismo sitio, con tierra color sangre, pintaron las paredes con soles
que protegían a hombres y mujeres, con espirales que expandían la vida, con
líneas sin fin que proyectaban su existencia.
K’enkhe, ya viejo, frisando los treinta y cinco años, seguía dirigiendo
suavemente los destinos del pueblo que había formado en el compartir y en el
agradecer.
De verdad era profundamente querido y respetado. Por eso, la
preocupación de todos cuando perdió el equilibrio en los roqueríos frente a la
embestida de la enorme albacora y que le hizo caer y desaparecer en las aguas.
Corrieron de un lado a otro, revisando las rocas, buceando en las
profundidades, buscando entre las algas que se adherían en las paredes rocosas.
En esa desesperación los encontró la noche. No pudieron seguir buscando.
Durante toda la oscuridad del cielo, Ak’utti conversó con los dioses, al tanto que
Sinsi-Uma hacía llorar la flauta junto a K’illia, sus cinco medios hermanos, su

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propia mujer y a sus propios hijos. Nadie durmió esa noche, pero tampoco nadie
habló. Una nerviosa y caliente brisa nocturna corría como siniestro signo
premonitorio.
Antes de que llegara el sol vino el terrible ruido de las mismas entrañas de
los cerros que precedió el primer fuerte temblor de tierra. La gran ola vino a la
memoria de todos. Pero no. El mar se mantuvo tranquilo. Cuando el día ya
clareaba, vino otro sacudón más fuerte que crispó y llenó de espumas las olas.
Pero el mar no se movía de su sitio. Entre el miedo generalizado y las
imploraciones de Ak’utti frente al tótem, con sus brazos abiertos como el viejo
Ak’ari, los hombres decidieron reiniciar la búsqueda de K’enkhe. Una y otra vez
entraron y salieron de las aguas sin resultado alguno. El jefe no aparecía por
ningún lado. La noche volvió a llegar. Recorrieron paso a paso cada trozo de
playa, con sus faldellines mojados, percatándose de la extraña subida de la
temperatura de las aguas.
Al sol siguiente, entre nuevos temblores de tierra y vientos calientes y
arremolinados, desaparecieron los peces y los mariscos se empezaron a resecar
en las rocas. Decenas de lobos marinos empezaron a varar en la orilla, sin
siquiera ser depredados por los alados carroñeros de plumas negras y cabezas
rojas que habían abandonado las altas cumbres al momento mismo que
empezaron a desprenderse grandes piedras que caían verticalmente sobre la
entrada de la otrora segura cueva.
Durante ocho jornadas se sucedieron los magros acontecimientos en la
comunidad costera. A las mujeres se les secó la leche de los pechos y muchos
niños murieron misteriosamente, sin que el poder de Ak’utti y los conocimientos de
Ausiña pudieran hacer algo por salvarlos. Ocho jornadas de temblores
continuados y aguas embravecidas. Ocho jornadas que el gran cangrejo sagrado
no brillaba. Ocho jornadas desde que K’enkhe había desaparecido.
En esa octava jornada, poco antes de caer el sol, apareció el cuerpo
hinchado, casi deforme, del jefe flotando en la orilla. Corrieron a sacarlo del agua.

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Todos le rodearon y lloraron su muerte. Sólo Ak’utti no lo hizo. Observó esa masa
casi informe y se retiró. K’irk’i dio las instrucciones:
-Preparémonos para enterrar, como se merece, al Gran Jefe K’enkhe.
Los hombres fabricaron miniaturas de lanzas. Las mujeres prepararon
alimentos que depositaron en cestos vegetales, a la vez que Sinsi-Uma ordenaba
el pelo de su padre y lo sujetaba con un fino trenzado.
En el momento que abrían la tierra para depositar el cuerpo junto a las
ofrendas para la nueva vida, un nuevo sacudón les hizo perder el equilibrio y llenó
de arena la fosa excavada. Entonces, Ak’utti, con el Espíritu de los Dioses del Mar
en sus manos, seguido por Ausiña y Sinsi-Uma, intervino:
-Tiempos terribles han pasado. Nos ha faltado la comida, el agua, la
tranquilidad, la tierra ha hablado con voz ronca y los vientos han soplado palabras
que no hemos escuchado. El mismo tiempo que el Gran Jefe K’enkhe no ha
estado con nosotros. Por eso no ha pasado. Porque no ha estado. Y no se puede
ir porque no existe nada adónde ir. Debe seguir siendo parte nuestra. No lo
enterraremos.
Nadie entendió lo que dijo el sacerdote, pero nadie, tampoco, se atrevió a
contradecirlo. Sólo se alejaron lentamente del lugar en dirección a la cueva.
Ak’utti y Ausiña, en compañía del mayor de sus hijos, encendieron una
fogata al lado del cuerpo de K’enkhe. Luego, con filosas conchas, el hechicero
comenzó a lacerar las carnes y músculos muertos del jefe. Poco a poco,
cuidadosamente, sacó las vísceras hinchadas, los órganos interiores y raspó los
huesos sin dañar la piel. Cortó trozos de ramas y pequeños troncos que amarró a
los huesos y a las articulaciones con firmes trenzas de totora. Terminada esa
delicada labor, se ocupó de rellenar cada espacio vacío con barro, con algas
secas y con restos vegetales, hasta que el cuerpo comenzó a tomar forma otra
vez. Juntó la piel separada en las muñecas, en los hombros, en los muslos, en las
rodillas, en los tobillos, y cubrió de barro moldeando manos y pies. Para el final
quedó la cabeza y la cara: fabricó con tierra y agua una hermosa mascarilla que

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puso sobre el descarnado rostro de K’enkhe, dibujando ojos, nariz y boca en un
tranquilo gesto de paz. Repuso el largo cabello retirado y lo ordenó
cuidadosamente con un cintillo. No dieron cuenta de las horas que pasaron en ese
trabajo. Sólo que en el momento en que Ak’utti movía el Espíritu de los Dioses
sobre el nuevo cuerpo de K’enkhe, el sol comenzaba a alumbrar la pequeña
bahía.
Todo el pueblo bajó desde la cueva. Con una preocupación que, además,
trasuntaba curiosidad. Desde arriba, con las primeras luces del amanecer, no
divisaron el hinchado cuerpo del jefe rescatado de las aguas, sólo un K’enkhe
durmiendo. No. Eso no podía ser. K’enkhe, el jefe, estaba muerto. La sorpresa fue
tan grande como inexplicable. Sólo entendieron cuando Ak’utti habló:
-Ya dije. Todo pasó porque K’enkhe no estaba. Por eso seguirá con
nosotros. Para siempre. Y no sólo él. Cada uno de nosotros es necesario. Por lo
tanto. Cada uno de nosotros seguirá viviendo y seguirá teniendo cuerpo. Porque
no hay lugar donde ir. Hay sólo lugar donde estar.
Y K’enkhe tomó su lugar al lado del tótem. El primero en hacerlo. Otros,
después, lo seguirían. También Ak’utti. Y su primogénito dirigiría la ceremonia de
la recuperación del cuerpo, y los hijos de sus hijos.
Y el mar recuperó su temperatura y su tranquilidad. Y la tierra se calmó. Y
volvieron los peces y las aves. Y también la seguridad de la continuidad y la
prolongación de sus vidas. Porque habían llegado para no morir.

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