El Sentido Político de Caminar 120 Cuadras

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EL SENTIDO POLÍTICO DE CAMINAR CIENTO

VEINTE CUADRAS
En el marco del 24 de marzo, una tesis: democracia = militancia. Jóvenes subversivos,
jóvenes idealistas y jóvenes militantes. Dos palabras sobre la “corrupción” y los ex
presos políticos como hecho político.

Defensa de la militancia
De ningún modo gobierna la nueva derecha: si en algún lugar se nota la evidencia de esta
negación es cuando llega el 24 de marzo. Cambiemos destina buena parte de sus esfuerzos
a destruir el consenso en torno a los derechos humanos. Trata de liberar a Astiz, borra
pañuelos, etc. Es lógico que, pese a todas las derrotas sufridas en ese terreno (el 2x1 quizá
haya sido la más ejemplificadora), sigan intentándolo. Para ellos es un objetivo estratégico.
Basta recordar la consigna: “bajando un cuadro formaste miles”. No hay ninguna duda de
que el camino de la militancia política fue reabierto por Néstor Kirchner y en particular con
una medida: el impulso de los juicios por delitos de lesa humanidad. El genocidio de la
dictadura tuvo por objetivo la militancia: social, sindical y política. Solamente cuando el
Estado pidió perdón por esos crímenes y perdón por la impunidad, la juventud volvió a la
política.
Deshacer el consenso en torno a los derechos humanos, por consiguiente, es un objetivo
estratégico para la derecha. En cuanto Astiz fue a la cárcel, la militancia salió a las calles.
Si Astiz puede volver a las calles, evidentemente es con el propósito de atacar la condición
de posibilidad de la militancia: para ponerla en duda. Es muy importante tomar registro de
esta situación (cosa que los analistas políticos, por definición, no hacen nunca, debido a su
catastrófico déficit de historicidad): la militancia es la única prueba de que la sociedad
argentina elaboró realmente el trauma de la dictadura –los centros clandestinos, las
desapariciones forzadas, el robo de bebés, el terrorismo de Estado. La dictadura mataba
militantes. De modo que deslegitimar a la militancia es directamente suicida. Es, de hecho,
lo que hicieron los genocidas, como paso previo al exterminio.
Una consigna: ahí donde vemos un militante, estamos viendo directamente a la democracia.
Y con toda naturalidad hay que escribir la conclusión complementaria: bastardear a la
militancia es, tarde o temprano, bastardear a la democracia.

Los cuerpos idealistas


La liberación de Zannini y D´Elía agregó un componente extra al 42 aniversario del golpe
cívico-militar. El kirchnerismo ya había planeado realizar una extensa caminata de
aproximadamente doce kilómetros, desde la ex Esma hasta Plaza de Mayo. El sentido
político de atravesar la ciudad en una movilización no encierra ningún misterio: busca
duplicar la demostración de que, efectivamente, la militancia pone el cuerpo. Como en
política cualquiera puede decir cualquier cosa, la única prueba fehaciente de que nuestro
discurso político es “verdad”, de que tomamos en serio lo que decimos y no estamos
simplemente hablando en el aire, la suministra el hecho de “estamos ahí”: de que ponemos
el cuerpo. Por eso, no basta con repudiar el golpe de Estado cívico-militar… además, hay
que movilizar a la Plaza el 24. El kirchnerismo ha añadido esta vez un giro idealista: no
basta con movilizar, hay que caminar ciento veinte cuadras. Sólo una fuerza joven, en todo
sentido, se puede plantear este tipo de acciones políticas. (Un paréntesis comparativo: la
militancia caminó doce kilómetros el 24 de marzo, ¿qué hizo la “dirigencia opositora
dialoguista/constructiva/poskirchnerista” ese mismo día?)
El origen de estas pequeñas pruebas físicas es muy antiguo: lo que busca hacia afuera es
demostrar fortaleza ideológica, y hacia adentro… lo mismo. Hay que estar muy
ideologizado para caminar doce kilómetros. Este tipo de cosas dan orgullo, porque implica
un sacrificio de la comodidad en aras de un objetivo político loable. Y lo más importante:
ahí ya no se puede decir “están pagos”. O sea: no se puede hablar de corrupción. ¿Cómo es
esto? Cuando la derecha estigmatiza la movilización popular, lo que afirma simplemente es
que la gente no se mueve por ideología, sino por dinero (y además, por poco: el pancho y la
coca). Esa es toda la crítica: los cuerpos que ocupan la calle están disociados de los
elevados valores que dicen defender los oradores del acto (“los llevan arriados, les pagan el
micro”). Ahora bien, cuando una fuerza política camina ciento veinte cuadras, este ataque
ni siquiera se puede formular. Carecería de toda lógica económica hacer semejante esfuerzo
por un pancho y una coca. Y entonces surge lo innegable: estamos ante unos idealistas. Y
tal como sabemos por la cultura argentina, lo que es idealista es siempre digno, y no merece
morir. Pensemos en la primera caracterización de los desaparecidos, propia de los años 80:
“jóvenes idealistas”. Son idealistas: nunca puede estar bien matarlos, torturarlos. Aun con
toda su inocencia, esta mirada ya los salvaba de la estigmatización genocida (“jóvenes
subversivos”). La gran apuesta kirchnerista, todavía vigente, da un paso más: “jóvenes
militantes”.
La traducción actual de esto sería: la derecha dice “son corruptos”, la militancia responde
“somos idealistas”. Y el debate se gana.

Los ex presos políticos como hecho político


La presencia de Zannini y D´Elía en la columna kirchnerista fue emocionante. Estas
liberaciones le dan un golpe fuerte al Gobierno. No solamente porque podrían estar
indicando la disolución de la alianza persecutoria entre el Ejecutivo y Comodoro Py.
Además, y de manera bastante literal, le dan la razón al kirchnerismo: eran presos políticos,
es decir, no culpables, sino víctimas. Y el efecto es que, de manera bastante singular, los ex
presos políticos gozan por primera vez desde que asumió Macri de la “presunción de
inocencia”. Como sabemos, la construcción paranoide macrista consistió en montarse sobre
la locura antisocial del “son todos chorros”. Los kirchneristas eran, por definición, todos
culpables, del primero al último, y un gobierno justo debería encargarse de meterlos presos.
Por esa razón, cuando efectivamente encarcelaron a Boudou, no había ninguna necesidad
de probarlo en un juicio, porque ya estaba probado en el prejuicio. ¿Qué ocurre entonces
cuando liberan a Boudou? Una situación extraña: Boudou era más atacado en la calle antes
que ser detenido que después; ahora lo saludan más afectuosamente, y nadie se atreve a
gritarle “Ciccone”. Si bien el proceso judicial sigue exactamente como antes, la misma idea
de que es “chorro” parece difícil de sostener incluso en el nivel más bajo de conciencia: si
hubiese sido “chorro”, no lo habrían liberado…
Lo mismo vale para Zannini y D´Elía. De hecho, los ex presos políticos son de por sí un
hecho político, porque su liberación muestra algunos datos nuevos. Primero, que la fase de
omnipotencia macrista ya pasó. Segundo, da un golpe al corazón del discurso “son todos
corruptos”: siendo Macri presidente, estas excarcelaciones dan a entender que no había
motivos para tenerlos detenidos. Tercero, confirman que el problema para la derecha es
únicamente el kichnerismo, y que el resto de la oposición no les preocupa. ¿Qué haremos
ahora con el simpático “corruptómetro” de Felipe Solá? Imposible saberlo: con seguridad,
no obstante, el “militantómetro” debe haberles dado bien a Boudou, Zannini y D´Elía,
quienes caminaron dignamente junto a miles de compañeros las ciento veinte cuadras que
separan a la ex Esma de la Plaza de Mayo.
Breve defensa de la superioridad moral militante
Ante el idealismo, la derecha tiene una sola arma: “corrupción”. No es raro que sea el eje
ordenador de la política de Cambiemos. La corrupción es la antítesis del idealismo, y la
fuerza principal del kirchnerismo es el idealismo, es decir, la certeza de la superioridad
moral. Hay que afirmar estas cosas obvias porque todavía se pretende que la militancia pida
perdón por los bolsos de López. Mirando a Macri, a Massa, a Duhalde, los kirchneristas
deben sentirse moralmente superiores. Y es correcto que así sea; más todavía, es
absolutamente necesario. Sin la superioridad moral, lo único que queda es acomodarse al
sistema político, porque ya no hay ninguna ideología que demostrar, ningún cuerpo que
poner. La política pierde toda espiritualidad, que es lo único que la vuelve interesante. Se
convierte en esa cosa llamada “rosca”, que no tiene ninguna gracia.
La militancia desprecia la política amoral y con razón. Con razón: porque lleva a la derrota.
En efecto, ¿para qué querríamos vencer políticamente, si no fuese para producir una
sociedad mejor, moralmente hablando? ¿Qué nos habilita a pretender ganar, si no es la
convicción de que nuestros valores son los más auténticos y saludables? Vencer
políticamente sin sentirse superior moralmente es una irresponsabilidad delictiva: es
corrupto en sí mismo (Menem). Si nuestra pretensión de triunfo es válida, ello sólo ocurre
porque podemos argumentar que somos los más idealistas; por ende, lo más contrario a la
“corrupción”. Esto es lo que está en juego. En Argentina, la militancia de los 70 representa
el punto culminante del idealismo, o sea, de la responsabilidad. Los compañeros no querían
cargos, no querían contratos, querían la revolución. Y esto es elevado y noble. Por eso, el
24 de marzo, la sociedad los homenajea.

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