Cuentos
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Érase una vez una castañera que se llamaba Tana y era muy buena. Los niños la querían
mucho porque cuando no tenían dinero, la castañera les regalaba castañas y porque sabía
explicar unos cuentos estupendos. Cuando Tana les narraba un cuento, ellos cerraban los ojos
y todo parecía de verdad.
Tana esperaba con alegría la llegada del otoño, cuando las hojas de los árboles se vuelven de
color oro, el viento sopla fuere y las hojas bailan alocadas en los campos. Entonces tana se
vestía de castañera: con falda acampanada, blusa ajustada y pañuelo en la cabeza. Se sentaba
en su silla y comenzaba a asar castañas.
Al anochecer cuando el frío comenzaba a ser más intenso volvía a su casa, y preparaba las
castañas para el día siguiente.
Tana esperaba con impaciencia el Día de Todos los Santos porque en esas fechas vendía
muchísimas castañas, pero unos días antes de la fiesta una señora extraña y con cara
de enfadada entró en la casa de Tana. Era otra castañera, una señora triste y malhumorada
que tenía envidia de Tana porque a ella los niños no le compraban castañas ni le ofrecían sus
sonrisas. La castañera le robó todas las castañas a Tana y se marchó corriendo.
Tana estaba muy triste, lloró y lloró hasta que se quedó dormida. Al día siguiente, los niños
camino a la escuela fueron a comprar castañas, y al no ver a Tana, fueron corriendo a su casa.
La encontraron llorando y muerta de frío. Al enterarse sobre lo que había pasado, rompieron
sus huchas, juntaron el dinero y le compraron un saco entero de castañas.
Ella emocionada les decía - Sois los niños más maravillosos del mundo-.
Mientras tanto, la castañera envidiosa asaba las castañas robadas, que comenzaron a saltar y a
explotar haciendo un ruido horroroso.
- Esto es un castigo por haber asado las castañas y haber tenido envidia-, se dijo y fue a pedir
perdón a Tana, que la perdonó y desde entonces fueron buenas amigas. Los niños decidieron
entonces comprar también a ella las castañas y compartir sus sonrisas y desde entonces nunca
estuvo triste.
La oveja y el cerdo
A primera hora de una mañana brillante, una oveja y un cerdo de cola enroscada se
aventuraron al mundo en busca de un hogar.
—Construiremos una casa —dijeron la oveja y el cerdo de cola enroscada—, allí
viviremos juntos.
Los dos siguieron un largo, largo camino, pasando sobre los campos, entre montañas y
a través del bosque, hasta que se encontraron con un conejo.
—¿Adónde van? —preguntó el conejo.
—Vamos a construir una casa —dijeron la oveja y el cerdo.
—¿Puedo vivir con ustedes? —preguntó el conejo.
—¿Qué puedes hacer para ayudar? —preguntaron la oveja y el cerdo.
—Puedo afilar estacas con mis dientes —dijo el conejo— y clavarlas con mis patas.
Los tres recorrieron el largo, largo camino, hasta que se encontraron con un ganso gris.
—¿Adónde van? —preguntó el ganso gris.
—Vamos a construir una casa —dijeron la oveja, el cerdo y el conejo.
—¿Puedo vivir con ustedes? —preguntó el ganso gris.
—¿Qué puedes hacer para ayudar? —preguntaron la oveja, el cerdo y el conejo.
—Puedo juntar musgo y usarlo para rellenar las hendijas con mi ancho pico —dijo el
ganso.
—Está bien —dijeron la oveja, el cerdo, el conejo—. Puedes venir con nosotros.
—¿Adónde van? —preguntó el gallo.
—Vamos a construir una casa —dijeron la oveja, el cerdo, el conejo y el ganso.
—¿Puedo vivir con ustedes? —preguntó el gallo.
—¿Qué puedes hacer para ayudar? —preguntaron la oveja, el cerdo, el conejo y el
ganso.
—Puedo cacarear de madrugada para despertarlos a tiempo —dijo el gallo.
—Está bien —dijeron la oveja, el cerdo, el conejo y el ganso—. Puedes venir con
nosotros.
Los cinco fueron más allá del largo, largo trecho, hasta que encontraron un buen lugar
para una casa.
La oveja cortó troncos y los apiló.
El cerdo fabricó ladrillos para el sótano.
El conejo afiló las estacas con sus dientes y las martilló con sus patas.
El ganso buscó musgo y rellenó las hendijas con el pico.
El gallo cantaba todas las madrugadas para anunciarles que era la hora de levantarse.
Y todos vivieron felices en su casita. Dibuja los personales que faltan en esta historia
La gallina roja
Había una vez una curiosa gallinita roja que vivía junto a otros animales en una bella
granja.
Los propietarios de la granja la tenían siempre tan limpia y ordenada, y atendían tan
bien a todos los animales por igual, que allí todo era armonía y felicidad.
Cada día todos los animales desempeñaban orgullosos sus funciones y los dueños
trabajaban con tal ahínco, que podríamos decir que era incluso una granja próspera,
con buenas producciones de leche, queso, carne, pienso, heno y trigo.
Sin embargo, hubo un breve tiempo en el que el trigo no abundó mucho, por lo que los
dueños reservaban el que había para su propia alimentación y la venta, dándole
entonces a los animales otras cosas igual de efectivas para su alimentación, pero que
quizás a alguno que otro no les agradase tanto como el tradicional grano.
Uno de esos animales al que le gustaba mucho el trigo era una gallinita roja, quien tuvo
tanta dicha que un día se encontró escarbando un reluciente grano de trigo.
Pensó la gallinita que no resolvería nada con picotearlo y comérselo así, por lo que
prefirió trazar una estrategia que le permitiese a la larga obtener más. Se dijo: -Si lo
siembro saldrá una planta, de la que luego obtendré mucho más para poder incluso
hacer pan y compartir con mis amigos.
Así, la gallinita fue muy contenta a donde estaban los otros animales y dijo:
-He encontrado un grano de trigo. Pienso plantarlo para luego cosecharlo y hacer un
rico pan. ¿Quién me ayudará a sembrar?
Ni cortos ni perezosos los animales se pronunciaron.
-¡Yo no! –dijo el pato.
-¡Ni yo!- exclamó el perro.
-¡Yo tampoco!-agregó el gato.
Un poco desilusionada por la falta de ayuda, pero aún resuelta en su empeño, la
gallinita roja dijo:
-Está bien. Ya lo plantaré yo sola.
Así, la gallinita fue y escogió un buen lugar para la siembra. Tanto esmero puso a su
labor y tanto vigiló y regó el lugar, que al cabo de unos pocos días la naturaleza la
premió con una bella planta.
Radiante de alegría la gallinita acudió una vez más a por ayuda de sus compañeros,
pues necesitaba de ellos para segar la planta y cosechar el fruto.
Cuando llegó al establo donde descansaban el resto de los animales les explicó:
-Mi grano se hizo una bella planta que ahora debo segar para luego separar el grano de
la paja. Es una gran tarea para la que requeriré de ustedes. ¿Me ayudan?
Al igual que en la ocasión anterior, la gallinita obtuvo las mismas respuestas.
-¡Yo no! –dijo el pato.
-¡Ni yo!- exclamó el perro.
-¡Yo tampoco!-agregó el gato.
Ya más desilusionada de sus amigos que en el anterior pedido la gallinita roja les
contestó:
-Pues bien, ya me las apañaré yo solita.
Acto seguido fue sin más ayuda que la de sus paticas y alas e invirtió gran cantidad de
horas segando y separando luego el grano de la paja. Al día siguiente, muy extenuada
pero contenta por haber obtenido un gran resultado después de un duro trabajo, cayó
en la cuenta de que ya solo le restaba ir al molino y hacer el delicioso pan que había
previsto.
Aunque estaba molesta por la falta de disposición de sus amigos para hacer algo de lo
que también podrían beneficiarse, pues a todos encantaba el pan de trigo, decidió
darles otra oportunidad y acudió a solicitar su ayuda.
-Amigos, -les dijo. –Ya tengo el grano listo para ir al molino y hacer un rico pan. Todo
será más fácil y rápido si me ayudan. ¿Se apunta?
Una vez más, la pereza de sus amigos la sorprendió.
-¡Yo no! Estoy muy cansado –dijo el pato.
-¡Ni yo! Prefiero quedarme aquí- exclamó el perro.
-¡Conmigo no cuentes!-agregó dándose un gran estirón el gato.
A la gallinita roja le pareció que esto era el colmo.
No solía pedir ayuda a ninguno de sus amigos, pero para una vez que lo hacía, y con el
objetivo de tener algo bueno para todos, la respuesta de ellos no podía menos que
molestarla.
Por ello, decidió que lo que había empezado sola lo acabaría de la misma manera y
disfrutaría del rico pan ella solita. Así, comenzó a hornear el delicioso producto en el
molino.
Cuando ya estaba listo, su agradable aroma invadió todos los rincones de la granja.
Atrapados por ella, los animales acudieron en masa hacia el molino y vieron como la
gallinita roja traía entre sus alas una bandeja muy grande, con un rico pan encima.
Al verlos la gallinita dijo pícaramente:
-He aquí el resultado de mi empeño y trabajo. ¿Quiere alguno compartir conmigo este
rico pan?
Enseguida las respuestas habituales variaron.
-¡Yo, que siempre he sido tu amigo! –exclamó el perro.
-¡Y yo también, que siempre te he apreciado mucho! –dijo el pato.
-¡Cuenta conmigo para eso! –ripostó el gato.
Sin dudarlo un segundo la gallinita roja dijo entre molesta y contenta a la vez:
-Pues pueden creer que no. Cuando acudí en su ayuda todos me rechazaron y ahora,
que el pan está listo para comer, es cuando único recuerdan nuestra amistad. Por eso
lo disfrutaré yo solita. Si no me ayudaron a hacerlo, no probarán bocado alguno del
resultado de mi arduo trabajo.
Así la gallinita roja disfrutó mucho su trabajoso pan y dio una gran lección a sus
supuestos amigos, porque los de verdad son aquellos que permanecen y luchan junto a
uno tanto en las buenas como en las malas.
Por suerte, el perro, el pato y el gato comprendieron esto y a partir de ese momento,
junto a la gallinita roja, fueron mejores animales y amigos de lo que habían sido.
Había una vez una bonita granja en la que convivía una gran familia de cerdos muy
feliz.
La causa de tal felicidad radicaba en que en la granja tenían todo cuanto necesitaban
para vivir plenamente como cerdos. No les faltaba el pienso ni ningún otro alimento, así
como tampoco el agua y el barro que necesitaban para revolcarse y divertirse de lo
lindo.
Sin embargo, esa armonía se rompió un día por un suceso que nunca nadie pudo
explicar. De una de las cerdas más bellas salió una camada de cerditos, todos muy
bonitos pero uno misteriosamente verde, igual de lindo pero con ese color nada habitual
para un ejemplar de la especie.
Todos reaccionaron de inmediato de la misma manera. Rechazaban al cerdito por su
color verde, que lo hacía diferente a todos, y en tal sentido lo marginaban de todas las
rutinas que normalmente desarrollaban.
Al principio esto no preocupó al cerdito verde. Consideraba que era normal que lo
dejasen de lado por ser el más chiquito y aunque no participaba en las actividades del
resto de la familia, se las arreglaba para hacer sus días divertidos en la granja.
Para ello se encaramaba en árboles y en el tejado de la casa, se dejaba caer sobre
pilas de paja, entraba al granero a jugar con las gallinas y hacía un sinfín de actividades
más, nada comunes para un cerdo.
No es que no le gustara revolcarse en el barro, es que no podían porque la familia no lo
dejaba.
Así pasaron unos meses y el cerdito se volvió uno de los pequeños más grandes y
fuertes de la familia.
A pesar de esto siguió siendo marginado, con lo que comprendió que el rechazo hacia
él se debía a su diferencia, que para él era leve y nada extravagante, y no al hecho de
que hubiese sido el menor de sus hermanos.
Caer en el entendimiento de esto le provocó una gran tristeza durante muchos días. No
obstante, repuso su ánimo y retomó con más intensidad que antes las actividades que
le hacían tener días felices.
Los cerdos mayores, al ver esto, no soportaron más la felicidad de un cerdito que para
ellos había roto la armonía familiar y ahora los abochornaba con sus extravagancias y
conducta impropias de un cerdito, como si no fuera suficiente el hecho de que era verde
y eso para ellos mancillaba el prestigio y la armónica belleza rosadita de la familia.
Cansados de él, los cerdos mayores decidieron expulsarlo de la granja. Le dijeron que
se marchara, que era un engendro de la naturaleza que solo deshonraba a la familia, y
que si se atrevía a volver por allí la pasaría realmente mal.
Tras esto el cerdito de color verde si no pudo reponerse de la tristeza. Había sido
obligado a abandonar el lugar que lo vio nacer y, en consecuencia, a vagar por el
mundo sin rumbo fijo ni destino al que ir.
Tras andar y desandar por un denso bosque durante unos días, el cerdito vio una bella
pareja de ciervos ya mayores. Quedó encantado con la belleza y cornamenta de tan
majestuosos animales, mas no se atrevió a interrumpir lo que hacían y se quedó en una
esquina de un descampado.
Sin embargo, los viejos ciervos se percataron de su presencia y lo observaron
detenidamente con una mezcla de asombro, gracia y admiración. Nunca habían visto
algo tan curioso, pero a la vez tierno, como un cerdito de color verde.
De pronto se percataron que el animalito estaba sollozando y sin dudarlo se acercaron
a él y le preguntaron que lo acongojaba.
El cerdito con el tono de la esperanza les hizo su historia y ganó la solidaridad en
sentimiento de los ciervos, que casualmente nunca habían podido tener descendencia y
vieron como esa extraña pero agradable criatura despertaba sus instintos maternal y
paternal.
Por ello propusieron al cerdito que viviese con ellos en el bosque, donde los tres
podrían ser muy felices y vivir en familia, esa de la que por distintas causas los tres
habían sido privados.
Por supuesto, el cerdito aceptó gustoso y desde entonces habita en el bosque junto a
los viejos y muy bellos ciervos.
Cuentan los que han pasado por allí que aún puede verse a esa insólita familia, lo
mismo tirados descansando en cualquier descampado, que disfrutando de un baño en
una laguna o correteando de un lugar a otro, radiando libertad y felicidad.
Ello demuestra que no importa cuán diferente seamos ni las cosas de las que hayamos
sido privados. La felicidad y la realización de nuestras vidas radican en nosotros
mismos y en las acciones que hagamos para potenciarlas y hacerlas extensivas a los
demás.
Esta es la historia de dos amigos, Pedro y Ramón, que se querían como hermanos a
pesar de no tener vínculo familiar alguno.
Tenían una amistad tan grande, que para todos los moradores del pueblo eran como
inseparables hermanos o gemelos sin mucho parecido físico, ya que uno era más alto y
el otro más grueso, uno rubio y otro trigueño.
Su vínculo surgió desde que eran niños. Vivían cerca uno del otro y desde pequeños se
adaptaron a jugar juntos y desempeñar todas las tareas en conjunto.
Podía vérseles lo mismo jugando a las escondidas que correteando de aquí para allá o
dándose un chapuzón en la laguna, o jugando con animales, en fin, todo lo que un niño
hace para hacer sus días divertidos.
De igual forma, los dos ayudaban mucho en sus casas y compartían las tareas del cole,
por lo que los padres de cada uno querían al otro como un hijo más.
Así, Pedro y Ramón fueron creciendo, y también lo hicieron su amistad y las labores
que hacían juntos.
Por supuesto, a medida que maduraban no hacían lo mismo que antes, pero igual se
les podía ver juntos haciendo cualquier tarea típica de hombres de pueblo de leñadores
como talando árboles, llevando madera al aserradero, vendiéndola o contribuyendo con
su fuerza a la ejecución de las obras del vecindario.
Asimismo, compartían partidas de ajedrez y naipe, asados, horas de bares y muchas
cosas más.
Tan inseparables eran que incluso cuando se casaron y tuvieron que construir su casa
y su familia, lo hicieron uno al lado del otro, para que sus familias fuesen partícipes
también del bello lazo de amistad que los unía.
Son muchos los ejemplos y las historias que reafirman que pocas veces se ha visto una
amistad como la que unía a estos leñadores. Sin embargo hay una que resulta
excepcional.
Resulta que un día estaba Pedro profundamente dormido en su hogar, junto a su
esposa e hijo pequeño. Había tenido una jornada bastante tranquila en el trabajo y no
había sucedido nada que se saliese de su rutina habitual.
Sin embargo, de repente despertó sobresaltado, como quien tuviese una gran
preocupación o tormento en su cabeza.
Sin dar explicación a su cónyuge, extremadamente intrigada por la agitación de su
marido, tomó una farola y fue rápido a casa de su vecino y amigo Ramón, al que tocó la
puerta con una dureza típica de una persona apurada.
En unos segundos, también asustado, Ramón abrió su puerta y al ver a su amigo tan
pálido le preguntó:
-¿Pasa algo Pedro? ¿Por qué me tocas a la puerta tan tarde en la noche y con ese
sobresalto?
El interpelado no pudo responder de pronto, pues su nerviosismo y agitación no le
dejaban aún recuperar el aliento e hilvanar las ideas para narrar lo sucedido.
Ante este silencio Ramón volvió a intervenir.
-En serio, dime –le pidió. –Me tienes preocupado. ¿Pasa algo en tu casa? ¿Intentaron
robarte? ¿Están bien tu esposa e hijo? ¿Te sucede algo a ti, te sientes enfermo acaso?
Ante tanta insistencia, y un poco más recuperado, Pedro pudo responder a Ramón.
-Amigo, no pasa nada. Sucede que dormía profundamente y de repente me vi en un
extraño sueño, donde corrías un grave peligro. Disculpa mi agitación y mis formas, pero
tenía que asegurarme de que tanto tú como tu familia estaban en perfectas
condiciones.
Agradecido y feliz, Ramón contestó:
-¡Qué disculpas ni ocho cuartos! ¿Cómo vas a pedir mi perdón por algo que debería
agradecer yo? Tener un amigo que preocupe así por uno es de lo más grande que se
puede desear en la vida. Ahora te digo, ten por seguro que yo haría lo mismo por ti, sin
importar la hora que fuese.
Y así ambos amigos se fundieron en un abrazo y fueron a jugar una partida de naipes y
a beber una cerveza hasta que a Pedro se le calmase su sobresalto.
Su amistad después de ese día siguió siendo igual de fuerte, tal vez un poco más, lo
que demostró a todos los que lo conocían, y a nosotros que nos enteramos ahora de
sus peripecias, que amistad como la de ellos hay realmente pocas y que los verdaderos
amigos son aquellos que siempre están ahí el uno para el otro, tanto en las buenas
como en las malas.
En sus familias la historia se repitió con sus hijos, luego con sus nietos, bisnietos y así
indefinidamente, aunque por supuesto, ya esas serían otras historias y otros sueños
para narrar.
La maceta vacía
Hace muchos siglos atrás, el emperador de China hizo un gran anuncio, necesitaba
encontrar a alguien para reemplazarlo como emperador pues estaba envejeciendo y no
tenía hijos. Como siempre le había encantado la jardinería, decidió repartir semillas de
flores entre todos los niños y niñas del reino.
—Quien dentro de un año me traiga las flores más bellas, será el sucesor al trono—
proclamó el emperador.
Todos los niños y niñas fueron al palacio a reclamar sus semillas. Entre los niños se
encontraba Ping, el mejor jardinero de todo el reino. Sus habichuelas y melones eran
siempre las más dulces y sus flores las más coloridas y perfumadas del mercado.
Con cuidado, él plantó la semilla que el emperador le había dado en una maceta con
tierra fértil. El pequeño regó y cuidó la semilla con mucho esmero, pero no pasó nada.
Sin embargo, las semillas de los otros niños brotaron rápidamente y crecieron hasta
convertirse en hermosas flores de todos los colores y tamaños. Todos se burlaron de
Ping y comenzaron a llamarlo el niño de la maceta vacía.
Ping plantó su semilla en una maceta más grande con tierra negra fertilizada. Aun así,
nada brotó.
Finalmente, llegó el día de llevar las plantas al emperador. Ping estaba triste, pero tomó
su maceta vacía y caminó hacia el palacio. El emperador examinó las plantas verdes de
flores coloridas de los niños y niñas. Cuando llegó hasta Ping, dijo con el ceño fruncido:
—¡Me trajiste una maceta vacía!
ANUNCIO
Todos comenzaron a reírse del niño de la maceta vacía.
Ping agachó la cabeza y dijo con mucha vergüenza:
—Lo siento su majestad. Intenté e intenté cultivar la semilla, pero no brotó nada de ella.
El emperador se rascó la barbilla y sonrió. Luego, les dijo a todos los presentes:
—¡Les presento a Ping, el nuevo emperador de China! Todas las semillas que les
entregué fueron cocinadas para que no pudieran crecer. No sé cómo el resto de
ustedes cultivaron flores, pero ellas no crecieron de mis semillas. Ping es el único que
ha sido honesto y por esto merece ser emperador.
Ping creció para convertirse en uno de los más memorables emperadores de China. Él
fue siempre honesto y dedicado; se preocupó por sus súbditos con el mismo esmero
con el que cuidó la semilla que lo hizo emperador.
El gato con botas
Érase una vez un molinero muy pobre que dejó a sus tres hijos por herencia un molino,
un asno y un gato. En el reparto, el molino fue para el hijo mayor, el asno para el
segundo y el gato para el más joven. Éste último se lamentó de su suerte en cuanto
supo cuál era su parte.
—¿Qué será de mí? Mis hermanos trabajarán juntos y harán fortuna, pero yo sólo tengo
un gato.
El gato escuchó las palabras de su joven amo y decidido a ayudarlo, dijo:
—No se preocupe mi señor, yo puedo ser más útil y valioso de lo que piensa. Le pido
que por favor me regale un saco y un par de botas para andar entre los matorrales.
Aunque el joven amo no creyó en las palabras del gato, le dio lo que pedía pues sabía
que él era un animal muy astuto.
Poniendo su plan en marcha, el gato reunió algunas zanahorias y se fue al bosque a
cazar conejos. Con el saco lleno de conejos y sus botas nuevas, se dirigió hacia el
palacio real y consiguió ser recibido por el rey.
—Su majestad, soy el gato con botas, leal servidor del marqués de Carabás —este fue
el primer nombre que se le ocurrió al gato—. El marqués quiere ofrecerle estos regalos.
Los conejos agradaron mucho al rey.
Al día siguiente, el gato con botas volvió al bosque y atrapó un jabalí. Una vez más, lo
presentó al rey, como un regalo del marqués de Carabás.
Durante varias semanas, el gato con botas atrapó más animales para presentarlos
como regalos al rey. El rey estaba muy complacido con el marqués de Carabás.
Un día, el gato se enteró que el rey iba de visita al río en compañía de su hija, la
princesa, y le dijo a su amo:
—Haga lo que le pido mi señor, vaya al río y báñese en el lugar indicado. Yo me
encargaré del resto.
El joven amo le hizo caso al gato. Cuando la carroza del rey pasó junto al río, el gato se
puso a gritar con todas sus fuerzas:
—¡Socorro, socorro! ¡El señor marqués de Carabás se está ahogando!
Recordando todos los regalos que el marqués le había dado, el rey ordenó a su guarda
a ayudar al joven. Como el supuesto marqués de Carabás se encontraba empapado y
su ropa se había perdido en la corriente del río, el rey también ordenó que lo vistieran
con el traje más elegante y lo invitó a pasar al carruaje. En el interior del carruaje se
encontraba la princesa quien se enamoró inmediatamente del apuesto y elegante
marqués de Carabás.
El gato, encantado de ver que su plan empezaba a dar resultado, se fue delante de
ellos. Al encontrar unos campesinos que cortaban el prado en un enorme terreno, dijo:
—Señores campesinos, si el rey llegara a preguntarles a quién pertenecen estas tierras,
deben contestarle que pertenecen al marqués de Carabás. Háganlo y recibirán una
gran recompensa.
Cuando el rey se detuvo a preguntar, los campesinos contestaron al unísono:
—Su majestad, estas tierras son de mi señor, el marqués de Carabás.
El gato, caminando adelante de la carroza, iba diciendo lo mismo a todos los
campesinos que se encontraba. El rey preguntaba lo mismo y con cada respuesta de
los campesinos, se asombraba más de la riqueza del señor marqués de Carabás.
Finalmente, el ingenioso gato llegó hasta el más majestuoso castillo que tenía por
dueño y señor a un horripilante y malvado ogro. De hecho, todas las tierras por las que
había pasado el rey pertenecían a este castillo.
El gato sabía muy bien quién era el ogro y pidió hablar con él. Para no ser rechazado, le
dijo al ogro que le resultaba imposible pasar por su castillo y no tener el honor de darle
sus respetos. El ogro sintiéndose adulado le permitió pasar.
—Señor, he escuchado que usted tiene el envidiable don de convertirse en cualquier
animal que desee —dijo el gato.
— Es cierto —respondió el ogro—, y para demostrarlo me convertiré en león.
El gato se asustó de tener a un león tan cerca. Sin embargo, estaba decidido a seguir
con su elaborado plan.
Cuando el ogro volvió a su horripilante forma, el gato dijo:
—¡Sus habilidades son extraordinarias! Pero me parecería más extraordinario que
usted pudiera convertirse en algo tan pequeño como un ratón.
—Claro que sí puedo—respondió el ogro un tanto molesto.
Cuando el ogro se convirtió en ratón, el gato lo atrapó de un solo zarpazo y se lo comió.
Al escuchar que se acercaba el carruaje, el gato corrió hacia las puertas del castillo
para darle la bienvenida al rey:
—Bienvenido al castillo del señor marqués de Carabás.
—¿Cómo, señor marqués de Carabás? —exclamó el rey—. ¿También este castillo le
pertenece?
El rey deslumbrado por la enorme fortuna del marqués de Carabás, dio su
consentimiento para que se casara con la princesa.
Aquel joven que antes fue pobre se había convertido en un príncipe gracias a la astucia
de un gato. El joven nunca olvidó los favores del gato con botas y lo recompensó con
una capa, un sombrero y un par de botas nuevas.
Al principio de los tiempos, cuando el mundo era muy joven y los animales empezaban
a repartirse los trabajos para ayudar al hombre, había un camello que se negaba a
trabajar. El muy holgazán se pasaba el día tendido en la arena, tomando el sol y
masticando palitos. Cada vez que alguien le dirigía la palabra, contestaba:
—¡No me jorobes!
El lunes, se presentó un caballo con la silla y el bocado puestos, y le dijo:
—Camello, ven conmigo y corre como hacemos todos.
—¡No me jorobes! —respondió el camello.
Y el caballo se marchó y le contó todo al hombre.
El martes, el perro fue a verlo con un palo en la boca y le dijo:
—Camello, busca y lleva cosas como hacemos todos.
—¡No me jorobes! —respondió el camello.
Y el perro se marchó y le contó todo al hombre.
El miércoles, fue a verlo el buey con el yugo en el cuello y le dijo:
—Camello, ven y ara como hacemos todos.
—¡No me jorobes! —respondió secamente el camello.
Y el buey se marchó y le contó todo al hombre.
Al final del día, el hombre llamó al caballo, perro y buey y les dijo:
—Siento mucho que el camello no quiera colaborarles. Él es terriblemente perezoso y
yo no puedo hacer otra cosa que dejarlo tranquilo. Por lo tanto, ustedes tendrán que
hacer su trabajo.
Estas palabras enfurecieron muchísimo al trío de animales. Así estaban las cosas,
cuando apareció un genio volando en una nube de polvo y se detuvo ante ellos.
—Genio del desierto, ¿te parece justo que, siendo este mundo tan nuevo alguien pueda
ser tan vago? —dijo el caballo.
—¡Claro que no! —respondió el genio— Imagino que me estás hablando del camello.
Es al único al que he visto vagando.
—Sí, es el camello de quien hablo, siempre que le pedimos que trabaje dice: «¡No me
jorobes!» —contestó el perro—. Y tampoco quiere recoger cosas y llevarlas de vuelta al
hombre.
—¿Ha dicho alguna otra cosa? — preguntó el genio.
—No, solo dice: «No me jorobes», y tampoco quiere arar la tierra —añadió el buey.
—Muy bien —dijo el genio—, en un momento verán cómo le daré al camello su
merecida lección.
El genio se envolvió en su nube de polvo y se fue a buscar al camello. Al día siguiente,
lo encontró tendido en la arena haciendo absolutamente nada y le dijo:
—Amigo camello, ¿es cierto que te niegas a colaborar con las tareas de este mundo
nuevo?
—¡No me jorobes! —respondió el camello.
La insolencia del camello tomó por sorpresa al genio. Con el dedo en la barbilla empezó
a pensar en un poderoso hechizo. El camello se había levantado para admirar su reflejo
en un charco de agua.
—Por culpa de tu pereza, has hecho que los tres animales tengan que trabajar más.
—¡No me jorobes! —exclamó el camello.
—No vuelvas a decirme eso —le advirtió el genio—. ¡Te ordeno que te pongas a
trabajar inmediatamente!
El camello miró al genio y dijo otra vez:
—¡No me jorobes!
Pero con solo decirlo, vio cómo su lomo, del que se sentía tan orgulloso, se hinchó y se
hinchó hasta convertirse en una enorme joroba.
—¿Ves lo que te ha pasado? —dijo el genio—. Es la joroba que tú mismo te has puesto
encima por haragán. Hoy es jueves y desde el lunes no has hecho nada.
—¿Cómo quieres que trabaje con esta joroba en la espalda? —preguntó el camello.
—Esa joroba tiene un propósito —contestó el genio—, y todo porque has perdido tres
días. Ahora podrás trabajar tres días sin comer, porque puedes vivir de tu joroba; y no
digas que no he hecho nada por ti. Sal del desierto, ve con los tres animales y pórtate
bien.
Desde aquel día, el camello anda con su joroba a cuestas. Aunque siendo un tanto
vanidoso, prefiere que la llamen giba.
Caperucita roja
Érase una vez una niñita que lucía una hermosa capa de color rojo. Como la niña la
usaba muy a menudo, todos la llamaban Caperucita Roja.
Un día, la mamá de Caperucita Roja la llamó y le dijo:
—Abuelita no se siente muy bien, he horneado unas galleticas y quiero que tú se las
lleves.
—Claro que sí —respondió Caperucita Roja, poniéndose su capa y llenando su canasta
de galleticas recién horneadas.
Antes de salir, su mamá le dijo:
— Escúchame muy bien, quédate en el camino y nunca hables con extraños.
—Yo sé mamá —respondió Caperucita Roja y salió inmediatamente hacia la casa de la
abuelita.
Para llegar a casa de la abuelita, Caperucita debía atravesar un camino a lo largo del
espeso bosque. En el camino, se encontró con el lobo.
—Hola niñita, ¿hacia dónde te diriges en este maravilloso día? —preguntó el lobo.
Caperucita Roja recordó que su mamá le había advertido no hablar con extraños, pero
el lobo lucía muy elegante, además era muy amigable y educado.
—Voy a la casa de abuelita, señor lobo —respondió la niña—. Ella se encuentra
enferma y voy a llevarle estas galleticas para animarla un poco.
—¡Qué buena niña eres! —exclamó el lobo. —¿Qué tan lejos tienes que ir?
—¡Oh! Debo llegar hasta el final del camino, ahí vive abuelita—dijo Caperucita con una
sonrisa.
—Te deseo un muy feliz día mi niña —respondió el lobo.
El lobo se adentró en el bosque. Él tenía un enorme apetito y en realidad no era de
confiar. Así que corrió hasta la casa de la abuela antes de que Caperucita pudiera
alcanzarlo. Su plan era comerse a la abuela, a Caperucita Roja y a todas las galleticas
recién horneadas.
El lobo tocó la puerta de la abuela. Al verlo, la abuelita corrió despavorida dejando atrás
su chal. El lobo tomó el chal de la viejecita y luego se puso sus lentes y su gorrito de
noche. Rápidamente, se trepó en la cama de la abuelita, cubriéndose hasta la nariz con
la manta. Pronto escuchó que tocaban la puerta:
—Abuelita, soy yo, Caperucita Roja.
Con vos disimulada, tratando de sonar como la abuelita, el lobo dijo:
—Pasa mi niña, estoy en camita.
Caperucita Roja pensó que su abuelita se encontraba muy enferma porque se veía muy
pálida y sonaba terrible.
—¡Abuelita, abuelita, qué ojos más grandes tienes!
—Son para verte mejor —respondió el lobo.
—¡Abuelita, abuelita, qué orejas más grandes tienes!
—Son para oírte mejor —susurró el lobo.
—¡Abuelita, abuelita, que dientes más grandes tienes!
—¡Son para comerte mejor!
Con estas palabras, el malvado lobo tiró su manta y saltó de la cama. Asustada,
Caperucita salió corriendo hacia la puerta. Justo en ese momento, un leñador se acercó
a la puerta, la cual se encontraba entreabierta. La abuelita estaba escondida detrás de
él.
Al ver al leñador, el lobo saltó por la ventana y huyó espantado para nunca ser visto.
La abuelita y Caperucita Roja agradecieron al leñador por salvarlas del malvado lobo y
todos comieron galleticas con leche. Ese día Caperucita Roja aprendió una importante
lección:
“Nunca debes hablar con extraños”.
El gigante bonachón
Sofía era una niña de apenas 9 años, llena de curiosidad pero muy tímida. Como no tenía
padres, vivía junto a otras niñas en un orfanato de Inglaterra. Le gustaba estar sola y no tenía
muchos amigos. Un día, o mejor dicho, una noche, algo le llamó la atención. Esa noche Sofía
no podía dormir, y se asomó a la ventana. Entonces lo vio: era grande, muy grande... era un
¡gigante!
Al principio Sofía tuvo miedo. Pensó que el gigante le haría daño. Pero el gigante lo trató desde
el principio con dulzura. Resultó ser un gigante bonachón.
El gigante le llevó hasta el mundo en donde vivía. Le enseñó todos los secretos sobre su país y
su gente. Por ejemplo, le contó por qué los gigantes tienen esas orejas tan grandes... ¿Quieres
saberlo? Chsss.... pero es un secreto: Los gigantes pueden oír gracias a sus enormes orejas...
¡todos los secretos de las personas! Sí, los gigantes oyen sonidos que nadie puede escuchar.
Escuchan los pensamientos y son capaces de oír a los corazones hablar.
Los gigantes son capaces de volar, siempre que se toman Gasipum, una bebida especial.
Además, corren muy deprisa, gracias a sus larguísimas piernas.
El gigante bonachón no lee cuentos, sino sueños. Sus libros están escritos con sueños que
consiguen cazar al vuelo. Gracias a los sueños que lee el gigante Bonachón, Sofía duerme
tranquila y sin pesadillas, y por muy tontos que parezcan esos sueños, siempre funcionan. De
hecho, el gigante Bonachón narra los sueños sobre los libros, unos libros mágicos. Cuando
empieza a contarlos, ya no pueden parar.
Pero no penséis que todos los gigantes son así de buenos. En el país de los gigantes, también
hay malos. De hecho, uno de ellos quería hacer daño a Sofía y a todos los niños del planeta. El
gigante bonachón decidió hacerles frente, con ayuda de Sofía y de la mismísima reina de
Inglaterra. Todos juntos (incluidos los sueños atrapados por el gigante bonachón) pudieron
parar a los gigantes malos.
Desde entonces, y para evitar nuevos problemas, los gigantes decidieron esconderse en su
mundo. Pero yo sé una cosa que muchos no saben: de vez en cuando, dejan entrar a algún
niño, para contarles todos sus secretos. Que además, son muchos.
La alegría ausente
Este cuento habla sobre la búsqueda de la felicidad, enseña a poner buena cara, hace
que nuestro día sea un poquito más feliz que ayer, mientras que la tristeza sólo genera
más tristeza.
Érase una vez, hace muchos años en un pequeño pueblo, vivía una niña llamada
Violeta, era muy feliz y vivía rodeada de la naturaleza y su familia.
Un día, cuando la pequeña Violeta se levantó por la mañana comprobó con terror que
su habitación se había quedado sin colores.
- ¿Qué ha pasado? – se preguntó la niña comprobando con alivio que su pelo seguía
rojo como el fuego y que su pijama aún era de cuadraditos verdes.
Violeta miró por la ventana y observó horrorizada que no solo su habitación, ¡toda la
ciudad se había vuelto gris y fea! Dispuesta a saber qué había ocurrido, Violeta, vestida
de mil colores, se marchó a la calle.
Al poco tiempo de salir de su casa se encontró con un viejito oscuro como la noche
sacando a un perro tan blanco que se confundía con la nada. Decidió preguntarle si
sabía algo de por qué los colores se habían marchado de la ciudad.
-Pues está claro. La gente está triste y en un mundo triste no hay lugar para los
colores.
Y se marchó con su oscuridad y su tristeza. Al poco tiempo, se encontró con una mujer
gris que arrastraba un carrito emborronado y decidió preguntarle sobre la tristeza del
mundo.
-Pues está claro. La gente está triste porque nos hemos quedado sin colores.
-Pero si son los colores los que se han marchado por la tristeza del mundo…
La mujer se encogió de hombros con cara de no entender nada y siguió caminando. En
ese momento, una ardilla descolorida pasó por ahí.
-Ardilla, ¿sabes dónde están los colores? Preguntó violeta, hay quien dice que se han
marchado porque el mundo está triste, pero hay otros que dicen que es el mundo el que
se ha vuelto triste por la ausencia de colores.
La ardilla descolorida dejó de comer su castaña blanquecina, miró con curiosidad a
Violeta y exclamó:
-Sin colores no hay alegría y sin alegría no hay colores. Busca la alegría y encontrarás
los colores. Busca los colores y encontrarás la alegría.
Violeta se quedó pensativa durante un instante. ¡Qué cosa extraordinaria acababa de
decir aquella inteligente ardilla descolorida!
La niña, cada vez más decidida a recuperar la alegría y los colores, decidió visitar a
su abuelo Filomeno. El abuelo Filomeno era un pintor aficionado y también la persona
más alegre que Violeta había conocido jamás. Como ella, el abuelo Filomeno tenía el
pelo de su barba rojo como el fuego y una sonrisa tan grande y rosada como una rodaja
de sandía. ¡Seguro que él sabía cómo arreglar aquel desastre!
-Pues está claro, Violeta: Tenemos que pintar la alegría con nuestros colores.
-Pero eso, ¿cómo se hace? Pinta a la ciudad pero alegre.
-Muy fácil, Violeta. Piensa en algo que te haga feliz…
-Jugar a la pelota en un campo de girasoles.
-Perfecto, pues vamos a ello…
Violeta y el abuelo Filomeno pintaron sobre las paredes grises del colegio un precioso
campo de girasoles. Un policía incoloro que pasaba por allí quiso llamarles la atención,
pero el abuelo Filomeno con su sonrisa de sandía le preguntó alegremente:
-Señor Policía, cuéntenos algo que le haga feliz…
-¿Feliz? Un sofá cómodo junto a una chimenea donde leer una buena novela policiaca.
Y fue así como Violeta, el abuelo Filomeno y aquel policía incoloro se pusieron a pintar
una enorme chimenea con una butaca de cuadros. En ese momento una mujer muy
estirada y sin una pizca de color se acercó a ellos con cara de malas pulgas, pero el
abuelo Filomeno con su sonrisa de sandía le preguntó alegremente:
-Descolorida señora, díganos algo que le haga muy feliz…
-¿Feliz? ¿En estos tiempos grises? Déjeme que piense…una pastelería llena de
buñuelos de chocolate.
Poco a poco, todos los habitantes de la ciudad fueron uniéndose a aquel grupo y
llenando la ciudad de murales llenos de cosas maravillosas, que a todos ellos les
hacían muy feliz. Cuando acabaron, la ciudad entera se había llenado de colores.
Todos sonreían alegres ante aquellas paredes repletas de naranjas brillantes, azules
marinos y verdes intensos. Volvían a ser felices y volvían de nuevo a llenarse de
colores.
Terminada la aventura, el abuelo Filomeno acompañó a Violeta a su casa. Pero cuando
iban ya a despedirse, a Violeta le entró una duda muy grande:
-Abuelo, ¿y si los colores vuelven a marcharse un día?
-Si se marchan tendremos que volver a sonreír. Solo así conseguiremos que
regresen…
Y con su sonrisa de sandía, el abuelo Filomeno se dio media vuelta y continuó su
camino a casa.
La princesa enfadada
Érase una vez, una muchacha llamada Isabel que todos decían que tenía nombre de
reina. Y aquello no era tan raro, porque Isabel algún día sería reina, que para eso era
una princesa y vivía en un palacio y tenía sirvientes a los que daba órdenes sin parar,
vestidos con piedras preciosas de los que se cansaba enseguida y todas esas cosas
lujosas que tienen las princesas de cuentos. Isabel también tenía un dragón tan torpe,
que siempre tenía que castigarle en un rincón y un padre al que le gustaba llevarle la
contraria.
Pero Isabel, con su nombre de reina y todos sus lujos, no sonreía mucho ni se sentía
muy feliz. Se pasaba el día enfadada porque no tenía amigos, pero no tenía amigos
porque se pasaba todo el día enfadada. Así que un día, decidió llamar a su hada para
que le cumpliera su deseo…
- ¡Ya era hora de que aparecieras! Venga… rápido… ¡cumple mis deseos: quiero tener
amigos!
El hada, a la que no le gustaba nada que le hablaran de malos modos, exclamó con su
voz de pito:
- Un poco de amabilidad, señorita. Con esos modales nunca tendrás un amigo. A los
amigos se les habla con cariño, se les pide las cosas por favor. ¡Me marcho! Ya veo
que no me necesitas…
Y el hada desapareció. Isabel se enfadó, gritó, lloró de rabia y finalmente, muy bajito,
pidió por favor, por favor, por favor, que el hada volviera. Y como lo había pedido por
favor, el hada regresó.
- Antes de conocer mundo y de tener amigos, debes aprender a sonreír. ¡No se puede
estar enfadada todo el día, querida princesa!
Y al decirlo, tocó a la princesa con su varita mágica. Un segundo después, Isabel
estaba rodeada de barro junto a una casa que olía peor que la torre en la que tenía
encerrado a su dragón.
- ¿Por qué me habrá traído esta hada aquí? ¡¡Qué asco!! Si aquí solo hay animales. Así
cómo voy a tener amigos, ¡cómo no voy a enfadarme todo el rato!
Isabel continuó caminando muy enfadada entre todas aquellas vacas que mugían y
aquellas gallinas que la seguían a todas partes. Hasta que se encontró a un niño
roncando en una silla junto a un perro pastor. Pero además de roncar, aquel niño tenía
la sonrisa más grande y más bonita que había visto nunca.
Isabel esperó a que el muchacho se despertara. Quizá, pensó, él puede ser mi amigo.
Pero la paciencia de Isabel era tan pequeña como su sonrisa, así que no habían
pasado ni dos minutos cuando empezó a molestarle el ronquido del niño, la sonrisa
enorme en la boca y sobre todo… ¡que no se despertara para ella!
- Pero bueeeeeeeno… ¡ya está bien! ¡¡Deja de roncar!! - dijo Isabel mientras le
zarandeaba muy enfadada.
El niño se despertó un poco despistado, pero sin dejar de sonreír.
- ¡Qué sorpresa más agradable! ¡Una niña con la que jugar! Aunque una niña un poco
enfadada…
- ¡¡Yo no estoy enfadada!! - exclamó muy enfadada Isabel.
El niño no pareció inmutarse con los gritos de Isabel, al contrario, estaba muy contento
de tener compañía aunque fuera la compañía de aquella princesa enfadada y era tan
amable y tan sonriente que a Isabel se le quitó el enfado en un periquete. El niño, que
sonreía siempre, le contó que se llamaba Miguel y que vivía solo en aquella granja,
pero que no se sentía solo porque todos aquellos animales eran sus amigos. Isabel, a
su vez, le contó que en su palacio tenía caballos con alas y hasta un dragón pero que
no tenía ni un solo amigo.
- A lo mejor no tienes amigos porque te pasas el día enfadada…
- ¡¡Yo no me paso el día enfadada!! - exclamó muy enfadada Isabel y se marchó a un
rincón de la granja con cara de pasa arrugada.
Miguel siguió jugando con los animales sin parar de sonreír. Parecía tan feliz y su
sonrisa era tan bonita, que a Isabel se le pasó el enfado. ¿Cómo conseguiría Miguel no
estar nunca enfadado?
- Es fácil. Cuando me levanto por la mañana lo primero que hago es sonreírle al espejo.
Y con esa sonrisa me voy a todas partes. Sonrío a los perros, a mi vaca, a las gallinas...
¡sonrío hasta a las princesas enfadadas como tú! Y de tanto sonreír, la alegría se me
mete dentro y todo me parece mucho mejor y ya no encuentro motivos para enfadarme.
Prueba a hacerlo.
Isabel pensó que aquel plan era de lo más absurdo. Pero como no tenía nada que
perder comenzó a sonreír. Estaba tan poco acostumbrada que al principio hasta los
músculos de la cara le dolían. Pero después de un rato jugando con los animales y sin
parar de sonreír, Isabel se dio cuenta de que ya no le dolía la cara al hacerlo y que
además ya no tenía ganas de enfadarse. Isabel y Miguel se pasaron toda la tarde
jugando con los animales y sin parar de sonreír. Cuando comenzaba a anochecer, de
repente, apareció el hada.
- Muy bien Isabel, ¡has conseguido olvidar tu enfado y sonreír! Y tus deseos se han
cumplido. Tienes un amigo y tendrás muchos más ahora que has dejado de estar
enfadada.
Y así fue como Isabel empezó a tener amigos y dejó de ser para siempre la princesa
enfadada.
Ejercicios de comprensión lectora
¿Cómo se llama la princesa?
¿Por qué no tenía amigos?
¿Qué le dijo el hada que debía aprender a hacer?
¿Cómo se llamaba el niño que se encontró?
¿Qué le enseñó a hacer Miguel a la princesa?
La bola mágica
Larisa había nacido en septiembre, la madrugada en que el verano y el otoño se daban
la mano. Por eso, por ser una niña a medio camino entre el sol y la lluvia, Larisa era
alegre y resplandeciente, pero también pensativa, nostálgica y a veces un poco llorona.
A Larisa le gustaba tostarse al sol y pasear bajo la lluvia. Le gustaban los helados y las
sopas calientes, las mantas a cuadros y los bañadores de volantes. El calor y el frío.
El verano y el otoño. Septiembre.
Por eso, el año que Larisa cumplió 8 años recibió un regalo muy especial. No creeras
que se lo hizo mamá, ni papá, sino el viejo vecino del primero. Se trataba de una bola
de cristal con una ciudad en miniatura dentro.
- La ciudad que hay dentro es la nuestra. ¡Agítala!
Y al hacerlo, Larisa observó sorprendida como la ciudad no se llenaba de nieve sino de
una lluvia de hojas de colores.
- ¡Es preciosa! Muchas gracias.
- No es solo preciosa. También es mágica.
- ¿Mágica?
- Claro. Es la bola de los cambios de estaciones. Solo alguien que haya nacido entre
una estación y otra puede tenerla.
- ¿Y qué puedo hacer con ella? – preguntó con incredulidad Larisa.
- Utilizarla con inteligencia. Cada vez que agites tres veces seguidas esta bola,
cambiará la estación.
Larisa agitó tres veces la bola y observó maravillada como las pequeñas hojas de
colores cubrían la ciudad en miniatura. De repente un fuerte estruendo la asustó.
- ¿Qué ha sido eso?
- Una tormenta. Va a empezar a llover.
- Pero si hacía un sol impresionante. ¿Cómo es posible?
- Porque has agitado tres veces la bola mágica. Esta bola controla las estaciones y
ahora tú eres su guardián.
- ¿Yo? Pero si solo soy una niña…
- Pero solo las personas que nacen entre estaciones pueden tenerla. Yo nací entre el
invierno y la primavera y tú entre el verano y el otoño.
- Está bien. Yo guardaré la bola mágica. Solo la agitaré tres veces cuando cambien las
estaciones.
Y así lo hizo. Cada tres meses, en todos los cambios de estaciones, Larisa cogía su
bola mágica y la agitaba tres veces. Entonces, contemplaba emocionada como el cielo
cambiaba de color y daba paso a una nueva estación. Del otoño al invierno,
del invierno a la primavera, de la primavera al verano, del verano al otoño y vuelta a
empezar. Un año. Y otro. Y otro. Y otro…
Las estaciones fueron pasando y Larisa se acabó convirtiendo en una anciana
despistada a la que poco a poco se le iban apagando los recuerdos. Primero olvidó dar
de comer a su gato, y el pobre tuvo que buscarse otra dueña. Luego se olvidó de pagar
los recibos de la luz y acabó viviendo a oscuras. Por último, se olvidó de aquella bola
mágica que cambiaba las estaciones.
Y así ocurre ahora: el tiempo es un caos. Un día llueve y al siguiente hace un calor
terrorífico. De repente viene el frío invernal y al momento corre un delicioso viento
primaveral. ¿No os habéis dado cuenta?
Es la vieja Larisa que agita tres veces su bola mágica sin saber muy bien para qué. No
recuerda nada. Solo sabe que espera a alguien que haya nacido entre una estación y
otra.
Un niño o una niña que sea mitad primavera, mitad verano. Mitad otoño, mitad invierno.
Algo así…
El gran milagro
En un precioso y frondoso árbol nació un alegre y risueño gusanito llamado Nano, un habitante
que dio mucho de que hablar en el bosque. Y es que desde que nació, Nano siempre se ha
portado distinto de los demás gusanos.
Caminaba más despacio que una tortuga, tropezaba en casi todas las piedras que encontraba
por delante, y cuando intentaba cambiar de hojas......¡qué desastre!....siempre se caía.
Por esa razón, la colonia de los gusanos le llamaba el gusanito torpecillo. A pesar de las burlas
de sus compañeros, Nano mantenía siempre su buen humor. Y se divertía mucho con su
torpeza.
Pero un día, llegado el otoño, mientras Nano se daba un paseo por los alrededores, una gran
nube cubrió rápidamente todo el cielo, y una gran tormenta se cayó.
Nano, que no tubo tiempo de llegar a su casa, intentó abrigarse en una hoja, pero de ella se
resbaló y acabó cayéndose al suelo, haciéndose mucho daño. Se había roto una de sus patitas,
y se había quedado cojo. Pobre gusanito... torpecillo y cojo. Agarrado a una hoja, Nano empezó
a llorar. Es que ya no podía jugar, ni irse de paseo, ni caminar... Pero, una noche, cuando Nano
estaba casi dormido, una pequeña luz empezó a volar a su alrededor.
Primero, pensó que sería una luciérnaga, pero la luz empezó a crecer y a crecer... y de repente,
se transformó en un hada vestida de color verde. Nano, asustado, le preguntó:
- He venido para decirte que cuando llegue la primavera, ocurrirá un milagro que te hará sentir
la criatura más feliz y libre del mundo. Explicó el hada.
El tiempo pasó y llegó el invierno. Pero Nano no ha dejado de pensar en lo que había dicho el
hada. Ansioso por la llegada de la primavera, Nano contaba los días, y así se olvidaba de su
problemita.
Con el frío, todos los gusanos empezaron, con un hilillo de seda que salía de sus bocas, a tejer
el hilo alrededor de su cuerpo hasta formar un capullo, o sea, una casita en la que estarían
encerrados y abrigados del frío, durante parte del invierno. Al cabo de algún tiempo, había
llegado la primavera.
El bosque se vistió de verde, las plantas de flores, y finalmente ocurrió lo que el hada había
prometido... ¡El gran milagro! Después de haber estado dormido en su capullo durante todo el
invierno, Nano se despertó.
Con el calor que hacía, el capullo se derritió y Nano finalmente pudo conocer el milagro. Nano
no sólo se dio cuenta de que caminaba bien, sino que también tenía unas alas multicolores que
se movían y le hacían volar..
Es que Nano había dejado de ser gusano y se había convertido en una mariposa feliz, y que ya
no cojeaba.
En un establo cerca de un gran pastizal vivían 30 vanidosas vacas y un perro pastor alemán.
Todos los días las vacas muy seguras de que eran muy importantes para su dueño, mecían sus
colas mirándose largos ratos unas a otras antes de hacer caso al perro pastor que, animado,
daba de brincos para llevarlas a pastar.
Luego, sin mucha prisa, pasito a pasito iban a comer. El perro brincaba mostrando el camino,
corriendo, ladrando, y diciendo a las vacas por donde llegar al gran pastizal. "Por aquí señoras!
Por aquí!". " Vamos, daos prisa que ya es hora de llegar", ladraba el perrito, "Señoras en fila
para cruzar el riachuelo".
Las vacas se burlaban del perro: "Nosotras somos importantes, somos las vacas, damos leche
a nuestro amo, así que nosotras marcamos el paso, no este perro tonto que está hecho de
saltos, carreras y no da nada al amo". Todos los días era lo mismo, las vacas miraban al perro
por encima del hombro, mientras el perro trataba de ordenarlas a su paso entre carreras,
ladridos y animados saltos.
Al amanecer el perro decidió no seguir pastando a aquellas vacas vanidosas y se fue en busca
de otros animales más agradecidos que reconocieran su trabajo. Cuando fue la hora de salir al
pasto las vacas meneaban sus rabos esperando que llegara el perro flaco brincando y ladrando
para salir de nuevo al campo, pero no escucharon ladridos ni vieron saltos.
Sólo se escuchaba al amo llamando "¡Tarzán!, ¡Tarzán! ¿Dónde estás?". Pasó la mañana y sus
¿grandes estómagos comenzaron a rugir. Las vacas esperaban ya poder salir, pero vieron
luego que el amo molesto sólo les traía heno. "Y que ha pasado con nuestro paseo?", decían
las vacas mientras comían rumiando, "¿Es que el perro inútil se olvidó de nosotras que somos
importantes?" y así las vacas pasaron el día burlándose, riéndose y criticando al perro.
Al día siguiente, por no salir al campo, las vacas vanidosas se estaban aburriendo, pero una vez
más no escucharon los ladridos del inútil perro, sólo vieron al amo trayéndoles heno, "Creo que
hoy tampoco al campo saldremos", " Seguro que esos ricos pastos ya deben estar creciendo y
nosotras aquí acaloradas nos quedaremos", decían las vacas mientras rumian su heno.
En lo que quedaba de día, las vacas siguieron discutiendo por quien tenía la culpa de la huída
del perro "Fue tu culpa por no darte prisa", "No, fue la tuya por no formar fila" " No, fue tuya por
mojarte en el arroyuelo cuando veníamos de regreso"… Se culpaban unas a otras sin encontrar
al responsable. Pasó un día más y las vacas ya cansadas se resignaron a su encierro.
Fue al no salir al campo y mugir su aburrimiento, cuando de pronto una de las vacas dijo con
gran suspiro: "Extraño al perro", "Sí, yo extraño sus ladridos", " y yo sus saltos de contento", "y
yo extraño el que nos pasee dando órdenes como de sargento", "ah! pero era bueno el perro,
nos sacaba temprano sin importarle el frío, calor o la lluvia de invierno", " Sí, siempre pensó en
nosotras y en nuestro alimento, en conseguirnos pasto y del más tierno".
Y en ese tercer día las vacas entristecieron y no dieron leche pues de tristeza casi no
comieron. El jilguero del roble que crecía al costado del establo escuchó los lamentos de las
vacas tristes y fue a buscar al perro. Voló todo el día buscando y buscando y al final de la tarde
encontró al perro, echado al costado de un hormiguero con el hocico picado y con cara triste.
"Al fin te encuentro perro. Te he estado buscando por todo el campo" dijo el jilguero. "¿Para que
me buscabas?, preguntó el perro". "Para que vuelvas al establo" respondió el jilguero. "¡Allí no
me necesitan! Esas vacas vanidosas no me quieren ni respetan, y yo no quiero eso, por eso me
fui a buscar otros rebaños", dijo el perro.
Fui donde las abejas, me picaron, y ni caso me hicieron, siguieron volando a las flores que
quisieron. Fui donde los patos, traté de dirigirlos en el agua pero nadar es demasiado cansado
para un perro. Fui luego donde unos gusanos que encontré en un árbol, pero caminaban muy
lento, y por más que yo ladrara, al día siguiente eran mariposas, salieron, volaron, y se fueron
muy lejos.
Ahora estoy aquí tratando de decirles a estas hormigas donde ir, pero pasaron sin mirarme, les
ladre, les brinqué y solo esquivaron mi pata y siguieron adelante". "Por eso debes regresar" dijo
el jilguero, "las vacas están tristes, ya ni leche pueden dar desde que te fuiste", "ayer las
escuché decir que te extrañaban y que si tu regresabas nunca más de ti se burlarían". "¿Eso
dijeron?" se alegró el perro, y partió rumbo al establo, ladró y brincó, sin dejar de mover el rabo.
A la mañana siguiente las vacas escucharon los ladridos sonoros, se arreglaron temprano para
salir al pasto, y el perro contento las llevó ladrando diciendo "Señoras, buen día, nos vamos al
campo", se hicieron amigos y nunca más pelearon. Y el jilguero pudo dormir sin burlas, sin
culpas ni quejas en el roble al costado del establo.
El pajarito perezoso
Había una vez un pajarito simpático, pero muy, muy perezoso. Todos los días, a la hora de
levantarse, había que estar llamándole mil veces hasta que por fin se levantaba; y cuando había
que hacer alguna tarea, lo retrasaba todo hasta que ya casi no quedaba tiempo para hacerlo.
Todos le advertían constantemente:
- ¡Eres un perezoso! No se puede estar siempre dejando todo para última hora...
- Bah, pero si no pasa nada.-respondía el pajarito- Sólo tardo un poquito más que los demás en
hacer las cosas.
Los pajarillos pasaron todo el verano volando y jugando, y cuando comenzó el otoño y empezó
a sentirse el frío, todos comenzaron los preparativos para el gran viaje a un país más cálido.
Pero nuestro pajarito, siempre perezoso, lo iba dejando todo para más adelante, seguro de que
le daría tiempo a preparar el viaje. Hasta que un día, cuando se levantó, ya no quedaba nadie.
Como todos los días, varios amigos habían tratado de despertarle, pero él había respondido
medio dormido que ya se levantaría más tarde, y había seguido descansando durante mucho
tiempo. Ese día tocaba comenzar el gran viaje, y las normas eran claras y
conocidas por todos: todo debía estar preparado, porque eran miles de pájaros y no se podía
esperar a nadie. Entonces el pajarillo, que no sabría hacer sólo aquel larguísimo viaje,
comprendió que por ser tan perezoso le tocaría pasar solo aquel largo y frío invierno.
Al principio estuvo llorando muchísimo rato, pero luego pensó que igual que había hecho las
cosas muy mal, también podría hacerlas muy bien, y sin dejar tiempo a la pereza, se puso a
preparar todo a conciencia para poder aguantar solito el frío del invierno. Primero buscó durante
días el lugar más protegido del frío, y allí, entre unas rocas, construyó su nuevo nido, que
reforzó con ramas, piedras y hojas; luego trabajó sin descanso para llenarlo de frutas y bayas,
de forma que no le faltase comida para aguantar todo el invierno, y finalmente hasta creó una
pequeña piscina dentro del nido para poder almacenar agua. Y cuando vio que el nido estaba
perfectamente preparado, él mismo se entrenó para aguantar sin apenas comer ni beber agua,
para poder permanecer en su nido sin salir durante todo el tiempo que durasen las nieves más
severas.
Y aunque parezca increíble, todos aquellos preparativos permitieron al pajarito sobrevivir al
invierno. Eso sí, tuvo que sufrir muchísimo y no dejó ni un día de arrepentirse por haber sido tan
perezoso.
Así que, cuando al llegar la primavera sus antiguos amigos regresaron de su gran viaje, todos
se alegraron sorprendidísimos de encontrar al pajarito vivo, y les parecía mentira que aquel
pajarito holgazán y perezoso hubiera podido preparar aquel magnífico nido y resistir él solito. Y
cuando comprobaron que ya no quedaba ni un poquitín de pereza en su pequeño cuerpo, y que
se había convertido en el más previsor y trabajador de la colonia, todos estuvieron de acuerdo
en encargarle la organización del gran viaje para el siguiente año.
Y todo estuvo tan bien hecho y tan bien preparado, que hasta tuvieron tiempo para inventar un
despertador especial, y ya nunca más ningún pajarito, por muy perezoso que fuera, tuvo que
volver a pasar solo el invierno.
Había una vez un conejo que se llamaba Serapio. Él vivía en lo más alto de una
montaña con sus nietas Serafina y Séfora. Serapio era un conejo bueno y muy
respetuoso con todos los animales de la montaña y por ello lo apreciaban mucho.
Pero sus nietas eran diferentes: no sabían lo que era el respeto a los demás. Serapio
siempre pedía disculpas por lo que ellas hacían. Cada vez que ellas salían a
pasear, Serafina se burlaba: 'Pero mira que fea está esa oveja. Y mira la nariz del toro'.
'Sí, mira que feos son', respondía Séfora delante de los otros animalitos. Y así se la
pasaban molestando a los demás, todos los días.
Un día, cansado el abuelo de la mala conducta de sus nietas (que por más que les
enseñaba, no se corregían), se le ocurrió algo para hacerlas entender y les dijo: 'Vamos
a practicar un juego en donde cada una tendrá un cuaderno. En él escribirán la palabra
disculpas, cada vez que le falten el respeto a alguien. Ganará la que escriba menos esa
palabra'.
'Está bien abuelo, juguemos', respondieron al mismo tiempo. Cuando Séfora le faltaba
el respeto a alguien, Serafina le hacía acordar del juego y hacía que escriba en su
cuaderno la palabra disculpas (porque así Séfora tendría más palabras y perdería el
juego). De igual forma Séfora le hacía acordar a Serafina cuando le faltaba el respeto a
alguien. Pasaron los días y hartas de escribir, las dos se pusieron a conversar: '¿no
sería mejor que ya no le faltemos el respeto a la gente? Así ya no sería necesario pedir
disculpas'.
Llegó el momento en que Serapio tuvo que felicitar a ambas porque ya no tenían quejas
de los vecinos. Les pidió a las conejitas que borraran poco a poco todo lo escrito hasta
que sus cuadernos quedaran como nuevos. Las conejitas se sintieron muy tristes
porque vieron que era imposible que las hojas del cuaderno quedaran como antes. Se
lo contaron al abuelo y él les dijo: 'Del mismo modo queda el corazón de una persona a
la que le faltamos el respeto. Queda marcado y por más que pidamos disculpas, las
huellas no se borran por completo. Por eso recuerden debemos respetar a los demás
así como nos gustaría que nos respeten a nosotros'.
Preguntas de comprensión lectora sobre el cuento
1. Responde 'V' si la afirmación es Verdadera y 'F' si es Falsa:
- Serapio era el papá de Serafina y Séfora
- Pedir disculpas lo soluciona todo y por ello no es importante aprender a respetar
- Solo debemos respetar a nuestros padres y maestros
- Debemos tratar a los demás como quisiéramos que nos traten a nosotros
2. Describe a los personajes con adjetivos:
- Serapio
- Serafina y Séfora
3. ¿Qué significa 'Respetar a los demás'?
4. Recuerda alguna vez en que sentiste que alguien te faltó el respeto (puede ser
alguna vez en que alguien se burló de ti por algo). ¿Cómo te sentiste en ese momento?
5. Subraya las palabras que no conozcas, búscalas en un diccionario e intenta
utilizarlas cuando converses con tus papás y maestros.
Atrapando a la luna
Cierta noche un campesino, mientras descansaba con su burrito a orilla de un riachuelo
y mientras tomaba agua vió el reflejo de la luna en el agua, tan hermosa, grande y
cerca de él.
La vio tan cerca que parecía que se la podría atrapar. Entonces decidió llamar a su
nieto porque sabía que a él le gustaría la idea, quien llegó al riachuelo con su largavista
para observarla y al hacerlo veían que la luna les sonreía.
Tanta fue la alegría, que hicieron todo lo posible para atraparla, primero con una red y
la ayuda de una escalera, pero vieron que era imposible tal intento.
Al no lograr su objetivo, no se dieron por vencidos, sino que consiguieron una caña de
pescar trataron de atraparla como que fuera un pez, mientras tanto a la luna le causaba
chiste al ver las hazañas de los dos.
Finalmente, el campesino y su nieto se pusieron a idear y buscar otras estrategias para
lograrlo.
Dibuja en cinco escenas el cuento siguiendo la secuencia
Estrategia 1
En tu Unidad Educativa se está llevando a cabo un concurso de escritura donde indica que
cada participante debe escribir un cuento con sus personajes favoritos debes aprovechar al
máximo tu creatividad se premiara al final del bimestre.
Ejercicio 2
A continuación, realizarás una prueba de escritura. Lee atentamente las instrucciones.
Observa las imágenes: ahora bien si tu quisiera ir a nadar ¿Cuál de la imágenes escogerías?
Ahora escribe por qué y realiza una nueva imagen que consideras que nos pueda ayudar a
orientarnos.
Escribe tu texto a continuación:
Observemos con detenimiento las imágenes, las ordenamos como creamos que es más
interesante .
A continuación escribe tu cuento
Titulo:
Autor:
Inicio
Desarrollo
Desenlace