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Todos Irresponsables

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¡Todos irresponsables!

La comida se acaba silenciosamente.

Hacía dos días que Cristiana había regresado de su viaje y ya estaban contadas las nuevas que su familia tenía
para ella. La joven había recostado su cabeza leonada en el respaldo de la silla, y sus ojos de un verde profundo
miraban llenos de ensueño un rayo de sol que entraba por la ventana, mientras su pensamiento estaba en la buena
tierruca que acababa de abandonar.

La tía Luisa habló. Su voz tenía un saborcillo de ironía.

—¿Por qué no has preguntado por tu protegida, Cristiana?

—Como sé que ustedes no la quieren, prefiero ir yo misma a preguntar por ella cómo se encuentra.

—¿Con que irás tú misma? –y la Luisa tosió con aquella su tosecita que tanto exasperaba a Cristiana porque
sabía que era presagiadora de noticias que habían de mortificarla.

—Pues ya desistirás de tu idea, porque has de saber que ahora esa muchacha es toda una perdida.

—Toda una perdida –repitió el eco de la tía Luisa; la tía María, una viejecilla seca, tímida, para la cual su
hermana era oráculo que ella respetaba y admiraba.

—¡Oh! Cómo hablan ustedes así –exclamó Cristiana haciendo un gesto de cólera.

—Como lo oyes, hija; tú misma puedes ir a ver la casa que tiene puesta. Te digo que tu ángel es una perdida,
una cualquiera. No se necesitaba ser sibila para adivinar que así acabaría.

—Cállense ustedes y no digan más infamias –gritó Cristiana incorporándose, mientras la indignación brillaba
en su frente–. Por fin sucedió lo que me temía; ¡y pensar que no fui lo suficientemente fuerte para impedirlo! ¿Y
quiénes tienen la culpa de que esto haya sucedido? ¡Yo, ustedes, todo el mundo!

Sabíamos que por el camino que marchaba iría a la ruina, la vimos pasar como víctima al altar del sacrificio y
nadie la arrancó de él, nadie detuvo la mano del victimario.

—¿Pues qué esperaban que fuese? No pueden ustedes haber olvidado quién es su padre, quién su madre…

Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas al recuerdo de la madre de Soledad; le pareció ver la figura
repugnante, del rostro amarillento como marfil viejo y la mueca que contraía la boca desdentada cuando aquella
mujer estaba borracha.
—¡Es triste –continuó–: sus abuelos, sus tíos, sus padres, toda una generación de alcoholizados! ¿Y su padre?
¡Oh! ¡Ese hombre de malas entrañas! ¡Pobre Soledad! Ha pasado toda su vida entre malas e irresponsables gentes,
como ella. Ustedes no pueden haber olvidado los horribles patios en que ha vivido.

—La herencia, el medio y ¿todavía la acusáis? ¿Acaso la habéis ayudado? Y pensar que mirábamos esto con
la misma indiferencia con que se va a consumar una infamia en el escenario desde la luneta de un teatro. Yo quise
tenderle mi mano, pero aquí destruyeron mi buena obra. Os desprecio y yo también me desprecio por mi debilidad.
¿Y ahora ustedes son las primeras en anatemizarla? ¡Oh! Tía Luisa, me parece ver a usted esta mañana bajando
del comulgatorio con los ojos bajos y las manos puestas pensando que traía en su corazón a aquel Jesús que dijo
a los que perseguían a la mujer adúltera: “el que de vosotros es sin pecado, que arroje la piedra el primero”.

Cristiana miró valientemente a la tía Luisa. Nunca como entonces le había parecido más repugnante la flaca
figura, de rostro afilado; las dos trenzas en que siempre recogía su cabello le hicieron el efecto de dos malas
serpientes que tentaban a su tía.

—Una cualquiera, una perdida –murmuró la joven con tono reflexivo. Pero, es que piden de ella, ¿una estrella
o una azucena? ¿En dónde iba la pobre a beber su brillo o su blancura? No podía sacar esto del cieno en que ha
vivido.

—No te apures, hermanita predicadora –dijo su hermano en tono zumbón–, que yo conozco hermosas flores
como el nenúfar que no toman su belleza de aguas muy puras.

—Yo también conozco personajes que pasean un gran nombre, que no ha sido sacado de lugares muy limpios.

—La que quiere conservarse honrada, aunque viva entre bandidos, lo es –añadió el joven con tono displicente,
mientras sus tías le sonreían aprobándole.

—No saques a relucir paradojas del arca de Noé; me das lástima. Nunca creí que hubieras tomado con tanta
flema lo que aquí llaman la caída de Soledad. Creí que como eres joven y haces gala de amar lo bello, te indignaría
ver que quebraran y arrojaran al estercolero una bella estatua.

Tú y los demás de tus compañeros os indignaríais si os acusasen de haber arrastrado por los cabellos o de haber
abofeteado a una mujer. “¡Oh, somos caballeros!”, diríais enfáticamente. Os olvidáis que al perderla obráis como
si cogiérais un alma por los cabellos para pasearla por el polvo. Hojea el libro de Heans Wegner “Nosotros los
jóvenes” y no sonrías con desprecio al leerlo. Medita cada una de sus páginas preciosas y empapa tu alma de la
bondad que emana de ellas. Hazlo leer a tus amigos y aprended a levantar a la mujer caída y a impedir que otras
caigan. Sed buenos y misericordiosos. Tened piedad de las mujeres, que esto hará mejor la vida de las
generaciones futuras.
¿Por qué al que cae procuramos más con nuestro deprecio? ¿Qué cuesta darle, como el extremo de un manto
salvador, una palabra cariñosa a la que pueda asirse para salir del agua en que se ahoga. Quizá solo esto necesite,
¿y habríamos de negárselo? Cristiana escondió su cara entre las manos. Tenía ante sí el rostro de Soledad, aniñado,
encantador, rodeado de sus crespos cortos y oscuros. Le pareció verla manchada, llorosa, a ella tan linda, tan
seductora, que merecía ser amada de rodillas. Cristiana creía ver en Soledad la silueta de una de aquellas dulces
dolientes mujeres de Goethe: una Clara, una Margarita. ¿Por qué se obstinaba en esta idea? ¿Acaso aquellas
heroínas habían salido de un ambiente como en el que había vivido Soledad?

—¡Mi pobre amiga! ¿Qué puedo hacer por ti cuando todo lo que te rodea está en contra tuya? Cuando
encarnaste te besó la fatalidad. Eres una irresponsable…

Sus ojos fueron de su hermano a sus tías. Una sonrisa de amargura contrajo sus labios. ¿No son también estos
irresponsables al acusarla? ¡Qué es esto! En la vida nadie tiene la culpa de nada, como nadie la tuvo al nacer. ¡Me
confundo!

Con paso vacilante salió del comedor. Breves instantes después salió con su sombrero puesto.

—¿Dónde vas Cristiana?

—A buscar a la perdida, a pedirle perdone mi parte que he puesto en su caída: mi debilidad para impedir que
vosotros la maltratarais con vuestro odio y vuestro desprecio. Esto es lo único que puedo hacer, ¡pobre de mí!

—Dejadla –dijo su hermano con su mismo tono zumbón de antes–: es un pequeño Quijote con faldas. Ya iré
yo tras ella haciendo de Sancho.

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