Albert Schweitzer y El Respeto Por Todo Lo Creado

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DESCUBRIENDO A ALBERT SCHWEITZER: EL

RESPETO Y LA REVERENCIA POR LA VIDA

Federico Velázquez de Castro González

Albert Schweitzer (1875 – 1965) nació en un pequeño pueblo de Alsacia,


perteneciente entonces a la nación alemana. Fue un brillante filósofo, teólogo, médico
y musicólogo que tras haberse doctorado en filosofía en 1899 y desarrollado estudios
de teología protestante, interrumpió bruscamente su doble y brillante carrera en 1913,
para graduarse en medicina y partir hacia el Congo francés, con el propósito de fundar
un hospital para la población local. Para hacerlo posible, a la finalización de la primera
guerra mundial, organizó una gira de conciertos, interpretando a J.S. Bach, que le
permitieron recoger los fondos necesarios. Él describe así su proceso:

Era catedrático de la Universidad de Estrasburgo, organista y escritor, y lo


abandoné todo por ser médico en el África Ecuatorial. ¿Por qué?

Diversos escritos y testimonios orales de misioneros me habían revelado la


miseria física de los indígenas de la Selva Virgen. Cuánto más pensaba en ello, más
dificultades encontraba para comprender que nosotros, los europeos, nos
preocupásemos tan poco por la gran misión humanitaria que nos incumbe en aquellas
tierras lejanas. Me parecía que la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro se
podía aplicar perfectamente a nosotros. Los progresos de la medicina han puesto a
nuestra disposición muchos conocimientos y medios eficaces contra las enfermedades
y los dolores físicos; las ventajas incalculables de esta riqueza nos parece algo
completamente natural. El hombre rico seríamos nosotros y el pobre Lázaro, el
hombre negro; el conoce lo mismo y aún mejor que nosotros la enfermedad y los
sufrimientos, y no tiene ningún medio para combatirlos.

Los pocos centenares de médicos que los Estados europeos sostienen


oficialmente en las Colonias no pueden cumplir, me dije, más que una parte ínfima de
esta inmensa tarea, ya que la mayor parte de ellos están destinados, ante todo, a los
colonos blancos y a las tropas de ocupación. Nuestra civilizada sociedad, como tal,
tiene el deber de reconocer como suya la labor humanitaria. Debe llegar el momento
en que médicos voluntarios, enviados por ella en número suficiente y por ella
sostenidos, vayan por el mundo y hagan bien a los indígenas. Solamente entonces
habremos comenzado a reconocer y cumplir la responsabilidad que nos incumbe
como sociedad frente a estas culturas.
Agitado por estos pensamientos, me decidí, teniendo ya 30 años a estudiar
medicina y probar allí lejos la idea dentro de la realidad. A principios de 1913 obtuve el
grado de doctor en medicina. En la primavera de ese mismo año, acompañado de mi
esposa, que se había hecho enfermera, partí hacia el Ogoué, en el África ecuatorial
para comenzar allí mi actividad.

Conmueve observar cómo se despierta en él una fuerte vocación de servicio,


tras haber tenido conocimiento de las necesidades de tantos hombres y mujeres que,
bajo el yugo colonial, estaban excluidos de los más mínimos derechos, comenzando
por el de una vida digna y saludable. Es muy interesante su apreciación por la que,
dentro de esa deuda histórica que tenemos con los países del Sur, por el saqueo al
que hemos sometido sus recursos humanos y materiales (quizás en aquella época aún
no comprendido en toda su magnitud), deberíamos responder con atención y cuidado,
mediante el envío de médicos y servicios de salud, motivados para esta clase de labor,
y financiados por los Estados, como una justa obligación retributiva, si se quiere
atender a las más mínimas normas de solidaridad con los empobrecidos. La asistencia
a estos países no tendría que quedar sólo a merced de la caridad y donativos
ciudadanos, sino que debiera ser un compromiso real de los Estados occidentales
que, antes de otras veleidades, se obligaran a atender las necesidades de nuestros
semejantes.

Más adelante escribe:

Hay algo que me conmueve cuando miro atrás, hacia mis días de juventud. La
ayuda que muchos me prestaron o lo que para mí significaron, sin que ellos lo
supiesen. Esas personas, con alguna de las cuales nunca crucé una palabra, y otras
de las que tuve noticia por referencias, han tenido una influencia decisiva sobre mí,
entraron en mi vida y se convirtieron en un poder dentro de mí. Cosas que no habría
sentido tan claramente, o hecho tan efectivamente, fueron sentidas o realizadas bajo
la influencia de esas personas. Por lo tanto, creo que todos vivimos espiritualmente de
lo que otros nos han dado en momentos significativos de nuestra vida. Esas preciadas
horas no se anuncian, sino que llegan inesperadamente. Tampoco hacen alardes, sino
que pasan casi desapercibidas. Con frecuencia su significado se nos hace patente
cuando miramos atrás, así como la belleza de una pieza musical o de un paisaje nos
admira cuando lo recordamos. Mucha de nuestra benevolencia, modestia, bondad,
buena voluntad para perdonar, veracidad, lealtad, resignación al sufrimiento…, se lo
debemos a gente en la que hemos observado estas virtudes en la práctica, a veces en
grandes acontecimientos, a veces en cosas muy sencillas. Un pensamiento saltó como
una chispa y encendió una llama en nosotros.

Solamente los insensatos afirman no deber nada a nadie, o que ellos se han
hecho a sí mismos sin la ayuda de otros…; esta afirmación encierra una gran falsedad,
pues en toda nuestra trayectoria vital han colaborado multitud de personas. Es la
grandeza y lo asombroso de nuestra existencia, reconocer cómo todos vamos
interactuando y tejiendo redes y urdimbres de las que salimos fortalecidos. Nadie
educa a nadie, afirmaba Pablo Freire, nos educamos en comunidad mediatizados por
el mundo. Es de grandes almas reconocer y agradecer las influencias recibidas que,
finalmente, han contribuido a hacernos como somos.
Y, como la otra cara de la moneda, el poder del ejemplo. A lo largo de nuestras
existencias aprendemos y enseñamos, transmitiendo lo mejor de nosotros. Las
palabras mueven, pero los ejemplos arrastran, por eso es tan importante la
transmisión no verbal de nuestros valores. En nuestro caminar diario, con nuestra
forma de estar en el mundo, enviamos continuamente mensajes a nuestro alrededor. Y
esos mensajes sutiles, sin aparente público que los escuche, llegan, sin embargo, a
las personas que nos rodean. De ahí la importancia de nuestro cultivo personal, paso
necesario (aunque no suficiente) para la transformación social.

En el crepúsculo de un día de septiembre de 1915, repentinamente, Schweitzer


se hizo la pregunta: ¿Quién soy yo? Y se respondió a la vez: yo soy vida, que quiere
vivir, rodeado de otras vidas, que también desean vivir. Así acuñó la expresión
respeto por la vida, idea que le serviría de base y de sostén para erigir sobre ella toda
la moral schweitzeriana, una de las más valiosas con la que cuenta el hombre actual.

Más adelante comentará:

Qué incómoda es la voz que me susurra: “Tú eres feliz” por ello debes parte de
tu felicidad a los demás. Cuanto hayas recibido de más que la mayoría, en cuanto a
talento, habilidad, éxito…, en una niñez y juventud dichosa, en una vida de familia
armónica, todo esto no debes aceptarlo como de tu exclusiva pertenencia. Has de
pagar un precio por ello. Debes conceder un extraordinario sacrificio de tu vida para
las demás vidas. La voz de la verdadera ética es peligrosa para los que son felices, si
tienen el valor de escucharla; ya no puede apagarse el fuego que ésta enciende, los
reta a abandonar el camino ordinario, y a intentar convertirse en esos aventureros del
sacrificio personal, de los que el mundo anda escaso.

En relación con la vida, nos comenta:

Respetar la inmensidad sin fin de la Vida, no ser nunca más un extraño entre
los hombres, participar y compartir la vida de todos. Yo debo respetar todo lo que vive.
Yo no puedo evitar sentir compasión hacia todo lo que vive: he aquí donde radica el
principio y fundamento de toda ética. Quien un día haya realizado esta experiencia, no
dejará de repetirla, quien haya tenido esa toma de conciencia una vez, ya no podrá
ignorarla jamás. Este es un ser moral que lleva en su interior el fundamento de su
ética, porque la ha adquirido por propio convencimiento, porque la siente y no la puede
perder. Pero aquellos que no han adquirido esta convicción, no tienen más que una
ética añadida, aprendida, sin fundamento interior, que no les pertenece y de la que
fácilmente, según las conveniencias del momento, pueden prescindir. Lo trágico es
que durante siglos, la humanidad sólo ha aprendido éticas de conveniencia, que
cuando hay que ponerlas a prueba no resisten: son éticas no sentidas. El resultado es
la grosería, la ignorancia, la falta de corazón y, no lo dudemos, esto es así porque
todavía no es general la posesión de la base de toda ética: el sentimiento solidario
hacia toda vida, el respeto total a la vida.

De niño, en Alsacia, se negó a colaborar con los innobles juegos de matar


pájaros, comunes en algunos ambientes rurales. Por el contrario, desde pequeño se
rodeó de animales, con los que más tarde conviviría en la población africana de
Lambarené. A partir de entonces, su notoriedad como filántropo fue en aumento
recibiendo el premio Goethe en 1928, la Legión de Honor en 1948 y el Premio Nobel
de la Paz en 1952.

La fórmula resumida de su filosofía será la de reverencia por la vida, reverencia


que es más que respeto y que surge de una profunda comprensión espiritual del
mundo: Hasta que el ser humano no extienda si compasión a toda forma de vida,
no llegará a encontrar la paz.

En la compasión encontró su misión, trabajando a favor de toda criatura que


pudiera sentirse necesitada. Por ello, el gran mérito de la vida de Scheweitzer fue su
testimonio, no fue sólo un hombre de palabra sino de acción, capaz de llevar a la
práctica sus ideas y mostrar coherencia en sus formas de vida:

Que cada cual se esfuerce en dar testimonio, en el medio en el que se


mueva, de una humanidad verdadera. Sólo de ello depende el futuro del mundo.

Algunos de sus pensamientos finales se condensan en los siguientes párrafos:

La época actual de la historia se caracteriza por un desprecio cada vez mayor


de aquella ley íntima de la naturaleza humana que ordena ser fiel a sí mismo. La
inclinación natural del hombre a dejarse llevar por la simpatía aparece sensiblemente
afectada: éste se deja inducir por sus dirigentes y considera adversarios a los que con
él compiten, olvidando su condición de prójimos.

Si no queremos perder toda confianza respecto al futuro de la humanidad,


debemos fortalecer la esperanza de que los pueblos de la Tierra volverán a encontrar
el camino de la comprensión, y que desarrollarán un sentido de lo humano más
profundo y firme que nunca. Los hombres y las mujeres que dieron un testimonio vivo
de su bondad y de su altruismo, nos robustecen en esta esperanza.

En la actualidad se habla mucho de construir una nueva humanidad. ¿Cuál


puede ser esta nueva humanidad, que no sea conducir a los hombres hacia una ética
verdadera, adquirida por propio convencimiento, inalienable y perfectible? Porque esta
nueva humanidad no será hasta que unos y otros hayan hecho un encuentro consigo
mismo, hasta que los ojos que no ven sean abiertos a la luz, hasta que no se
comience a descifrar, letra por letra este mandamiento único, tan grande como sencillo
que es: el RESPETO A LA VIDA, mandamiento más lleno de sentido que la Ley y los
Profetas, puesto que lleva implícito en él toda la ética del amor, en su más profunda y
noble acepción, y es a través de este mandamiento único que la ética impulsa, sin
pausa ni descanso, una renovación, un resurgimiento, para cada uno de nosotros en
particular y para el conjunto de la humanidad entera.
Para un mejor conocimiento, remitimos a su bibliografía:

- J. S. Bach, el músico poeta (1905)


- De la filosofía de la civilización (1923)
- El cristianismo y las religiones universales (1924)
- Recuerdos de mi infancia (1924)
- Mi vida y pensamiento (1931)
- Desde mi agenda africana (1939)
- Los grandes pensadores de la India. Estudios de filosofía comparada (1952)
- El problema de la paz en el mundo de hoy (1954)
- Entre el agua y la selva virgen (1956)

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