Psicosis II - Robert Bloch
Psicosis II - Robert Bloch
Psicosis II - Robert Bloch
www.lectulandia.com - Página 2
Robert Bloch
Psicosis II
ePUB v1.0
Creepy 09.04.12
www.lectulandia.com - Página 3
Título Original: Psycho II, 1982
Autor: Robert Bloch[*]
Fecha edición española: 1983
Editorial: Plaza & Janés Editores, S.A.
Traducción: Rosalía Vázquez Tomás
www.lectulandia.com - Página 4
Este libro está dedicado
a Stella Loeb Bloch,
con el amor de toda una vida
www.lectulandia.com - Página 5
UNO
Norman Bates miró por la ventana de la biblioteca, esforzándose por no ver los
barrotes.
El truco consistía en ignorarlos. La ignorancia es bienaventurada. Pero ninguna
bienaventuranza, y tampoco truco alguno, servían de nada detrás de los barrotes del
«Hospital General». Antaño fue el «Hospital General para Criminales Dementes»,
ahora vivimos en una era de mayores luces y ya no se le llama así. Pero siguen
existiendo los barrotes en las ventanas y él seguía dentro, mirando al exterior.
Una prisión no la hacen los muros de piedra, y tampoco los barrotes de hierro
forman una jaula. Eso lo había dicho el poeta Richard Lovelace, allá por el siglo
XVII, hacía ya mucho, muchísimo tiempo. Y Norman había permanecido sentado allí
hacía mucho tiempo… no trescientos años, claro, pero se sentía como si hubieran
pasado siglos.
Aún así, si tenía que seguir sentado, probablemente la biblioteca fuese el mejor
lugar, y trabajar de bibliotecario una tarea fácil. Eran muy escasos los pacientes a
quienes interesaban los libros y disponía de mucho tiempo para leer él. Así fue como
descubriera a Richard Lovelace y a todos los demás. Sentado allí, día tras día, en la
fresca penumbra de la biblioteca sin que nadie le molestara. Incluso le habían dado
una mesa de escritorio propia para demostrarle que confiaban en él, que sabían que
era responsable.
Norman se sentía agradecido por ello, pero en momentos como aquél, en que el
sol brillaba y los pájaros cantaban en los árboles del otro lado de su ventana, se daba
cuenta de que Lovelace era un embustero. Las aves estaban libres pero Norman se
encontraba enjaulado.
Jamás le había dicho aquello al doctor Claiborne porque no quería disgustarle,
pero no podía evitar aquel sentimiento. Era tan injusto, se sentía tan inicuamente
tratado…
Lo que hubiera podido ocurrir, y que tuvo como resultado el que le condujeran
allí, lo que le dijeron que había ocurrido, si es que era verdad, fue hacía ya mucho
tiempo. Hacía ya mucho tiempo y en otro lugar. Además la muchacha estaba muerta.
Ahora ya sabía que era Norman Bates, y no su madre. Ya no estaba loco.
Claro que hoy ya nadie está loco. Nadie, haga lo que haga es un maníaco. Sólo
sufre perturbación mental. Pero, ¿quién no estaría perturbado si le encierran en una
jaula con una pandilla de lunáticos? Claiborne no los llamaba así, pero Norman sabía
distinguir a un loco cuando lo veía y en el transcurso de los años había visto muchos.
Chiflados, solían llamarles. Pero ahora ya la televisión tenía la última palabra…
Mochales, majaretas, orates. ¿Qué era lo que aquellos célebres cómicos decían en las
charlas televisadas acerca de no estar en sus cabales?
www.lectulandia.com - Página 6
Pues bien, él sí que se hallaba del todo en sus cabales, aunque su situación fuera
desventajosa. Y, además, no estaba de acuerdo con esa terminología humorística que
utilizaban para referirse a una enfermedad grave. Era extraño cómo todo el mundo
intentaba disfrazar la verdad con naderías. Como esa jerga para referirse a la muerte:
estirar la pata, espicharla, hincar el pico, palmarla, diñarla. Toda clase de chistes para
ahuyentar el intenso miedo.
¿Qué significa una palabra? Podrán romperme los huesos con palos y piedras,
pero las palabras jamás podrán herirme. Otra cita, pero ésta no era de Richard
Lovelace, Era su madre quien solía decir aquello, cuando Norman era sólo un niño.
Pero ahora su madre estaba muerta y él aún vivía. Estaba vivo y metido en una jaula.
El saber aquello, el enfrentarse con la verdad demostraba que estaba cuerdo.
Si al menos se hubieran dado cuenta de ello, le habrían juzgado por asesinato y
declarado culpable. Entonces le hubieran condenado a prisión durante cierto tiempo
y, al cabo de unos años, siete u ocho lo más, estaría otra vez en la calle. Sin embargo,
afirmaron que era un demente, pero no lo era. Ellos eran los locos, encerrando de por
vida a un hombre enfermo y dejando en libertad a los asesinos.
Norman, poniéndose en pie, se encaminó hacia la ventana. Apretando la cara
contra los barrotes, su campo de visión ya no quedaba limitado por ellos. Ahora podía
mirar hacia abajo y contemplar el paisaje centelleante bajo el brillante sol de aquella
tarde de domingo primaveral. Se escuchaba con una mayor claridad el canto de los
pájaros, sosegado, más melodioso. Sol y canto en armonía, la música de las esferas.
Cuando llegó allí por vez primera no brillaba el sol ni se escuchaban cantos: sólo
oscuridad y alaridos. La oscuridad estaba en el interior de su ser, un lugar donde se
había escondido de la realidad, y los alaridos eran la voz de los demonios que le
perseguían para amenazarle y acusarle. Pero el doctor Claiborne había encontrado la
forma de llegar hasta él en la oscuridad, exorcizando a los demonios. Su voz había
acallado los alaridos: la voz de la cordura. A Norman le había costado tiempo salir de
su escondrijo y escuchar la voz de la razón, la voz que le dijera que él no era su
propia madre, que él era… ¿Cómo lo dijeron?: Su propia persona. Una persona que
había hecho daño a otros, pero jamás de forma consciente. Por lo tanto, no existía
culpabilidad, no podía hacérsele responsable. El llegar a comprender aquello era estar
curado; el aceptarlo era sanar.
Y de veras que ya estaba curado. Nada de camisa de fuerza, de celda acolchada,
de tranquilizantes. En su calidad de bibliotecario tenía acceso a los libros que siempre
amara tanto, y la televisión le abría otra ventana al mundo, una ventana sin barrotes.
Allí la vida era confortable. Y él siempre había sido un solitario.
Pero, en días como aquél, descubrió que echaba de menos el contacto con otras
personas. Personas reales, de carne y hueso, no personajes de los libros o imágenes en
una pantalla. Aparte de Claiborne, los médicos, enfermeras y sanitarios eran
www.lectulandia.com - Página 7
presencias fugaces. Y el doctor Claiborne, ahora que había dado fin a su tarea, pasaba
la mayor parte de su tiempo con otros pacientes.
Norman no podía continuar así. Ahora que de nuevo era él mismo, no podía
relacionarse con los lunáticos. Todo aquel mascullar, las muecas y gesticulaciones le
perturbaban, y prefería la soledad al trato con ellos. Aquello era algo que Claiborne
se sentía incapaz de cambiar, aun cuando ciertamente se había esforzado mucho. Fue
el propio doctor Claiborne quien insistiera para que Norman participara en el
programa teatral de aficionados que se desarrollaba allí, y por un tiempo constituyó
una interesante experiencia. Al menos en el escenario se sentía a salvo, con las
candilejas aislándole del público. Allá arriba, era él quien dominaba, haciéndoles reír
o llorar a placer. La ocasión más emocionante fue cuando representó el papel
principal en La Tía de Carlos, desempeñando el personaje con inmensa veracidad y
tan bien que fue en extremo aplaudido y vitoreado. Pero, a lo largo de la
representación, fue del todo consciente de que tan sólo era eso, una ficción.
El doctor Claiborne se lo dijo después así y sólo entonces comprendió Norman
que todo había sido preparado, una prueba deliberada para comprobar su capacidad
de funcionar. Debes de sentirte orgulloso de ti mismo, le explicó el doctor Claiborne
tras la representación.
Pero había algo de lo que Claiborne no se dio cuenta, algo que Norman no le
contó. El instante de temor que le invadió hacia el final, poco antes de que se
descubriera el disfraz del héroe. El momento en que, sonriendo bobamente, haciendo
arrumacos y coqueteando al tiempo que agitaba sus bucles, Norman se fundió con su
personaje. El instante en el que realmente fue la Tía de Carlos… Pero el abanico que
tenía en la mano ya no era un abanico sino un cuchillo… Y la Tía de Carlos se
convirtió en una mujer real y viva, una mujer mayor, como su Madre.
¿El momento del temor… o el de la verdad?
Norman no lo sabía. No quería saberlo. Lo único que deseaba era dejar de una vez
por todas su puesto en el teatro de aficionados.
En aquel momento, mientras miraba por la ventana, observó que el resplandor del
sol desaparecía con rapidez tras una masa de nubes. Por el horizonte aparecían
cúmulos y los árboles que bordeaban la zona de aparcamiento se estremecían bajo el
frío desapacible del viento inminente. Los trinos dieron paso al desacorde de un
tremolar de alas cuando los pájaros abandonaron las oscilantes ramas, alzaron el
vuelo y se desperdigaron por el cielo cada vez más oscuro.
No era la presencia de las nubes lo que les ahuyentaba. Se iban porque
empezaban a llegar los coches, introduciéndose en los huecos libres del
aparcamiento. Y de ellos salían sus ocupantes, encaminándose hacia la entrada del
hospital, tal como hacían durante las horas de visita cada domingo por la tarde.
Oye, mamá, mira a ese hombre tan raro.
www.lectulandia.com - Página 8
Oye, niño. No digas esas cosas. Recuerda lo que te advertí… No des cuerda a los
locos.
Norman sacudió la cabeza. No estaba bien pensar así. Aquellos visitantes eran
amigos, familiares que acudían allí porque se ocupaban de los suyos.
Pero no de él.
Hacía años se presentaron los periodistas, pero el doctor Claiborne no les dejó
verle, ni siquiera cuando ya estaba curado. Ahora ya nadie venía.
Casi toda la gente que conocía había muerto. Su madre, la chica Crane y aquel
detective. Arbogast. Ya estaba completamente solo y cuanto le quedaba por hacer era
ver llegar a los forasteros. Algunos hombres, algunos niños, mujeres la mayoría.
Esposas, novias, hermanas, madres que les llevaban regalos, y su amor.
Norman hizo una mueca despreciativa hacia ellos. Aquella gente no significaba
nada para él. Todo lo que hacían era espantar los pájaros. Y eso era cruel porque a él
siempre le había gustado tener pájaros en derredor, incluso aquellos que hacía años
rellenaba y montaba, durante la época en que le interesaba la taxidermia. Para él no
era sólo una afición; realmente sentía cariño por ellos. San Francisco de Asís.
Extraño. ¿Qué le indujo a pensar aquello?
Mirando de nuevo hacia abajo encontró la respuesta. Las grandes aves que se
alejaban del camión aparcado cerca de la puerta de entrada. Aguzando la mirada
podía incluso descifrar el letrero que aparecía en uno de los costados del camión…
Orden Sagrada de las Hermanitas de la Caridad.
Ahora las aves se encontraban casi frente a él. Dos grandes pingüinos, blancos y
negros, que anadeaban en dirección a la entrada. Y si habían recorrido todo el camino
desde el Polo Sur únicamente para verle…
Pero ésa era una idea loca.
Y Norman ya no estaba loco.
www.lectulandia.com - Página 9
DOS
Los pingüinos entraron en el vestíbulo del hospital y se acercaron a recepción. La
más baja, con lentes, que abría la marcha era la hermana Cupertine y la alta, más
joven, la hermana Barbara.
La hermana Barbara no pensaba en sí misma como en un pingüino. En aquel
momento ni siquiera pensaba en ella. Sus pensamientos estaban centrados en la gente
que había por allí, aquellas pobres y desgraciadas personas.
Y siempre debería recordar que eran eso; no reclusos, sino, básicamente, gente
muy semejante a ella. Aquélla era una de las cosas en la que habían hecho hincapié
en la clase de Psicología y, ciertamente, constituía un precepto fundamental de las
enseñanzas religiosas. Y aquí estoy yo por la gracia de Dios. Y si la gracia de Dios la
había llevado hasta ellos, entonces debería aportar Su palabra y Su consuelo.
Pero la hermana Barbara se veía obligada a admitir que, en aquel momento, no se
sentía del todo cómoda. A fin de cuentas era nueva en la Orden y, con anterioridad,
jamás había cumplido una misión de caridad y, mucho menos, una que la llevara
hasta un manicomio.
Fue la hermana Cupertine quien sugirió que hicieran aquel viaje juntas y por una
razón evidente: necesitaba a alguien que condujera. Durante años, la hermana
Cupertine había acudido allí una vez al mes junto con la hermana Loretta, pero ésta
había caído enferma con gripe. Una mujer tan pequeña y frágil… Dios haga que se
recupere pronto.
La hermana Barbara pasaba las cuentas de su rosario, dando gracias por su propio
vigor. Una muchacha fuerte y saludable como tú, le decía siempre mamá. Una
muchacha fuerte y saludable como tú no tendrá dificultad en encontrar un marido
decente cuando yo me haya ido. Pero mamá se había hecho demasiadas ilusiones. La
muchacha fuerte y saludable no era más que una desgarbada zagalona, sin el rostro y
el tipo, o incluso la feminidad básica para atraer a cualquier hombre, con intenciones
honestas o deshonestas. De manera que, al morir mamá, se quedó sola hasta que le
llegó la llamada. Entonces, de repente, se despejó el camino; respondió a la llamada,
pasó el noviciado y encontró su vocación. Gracias le sean dadas a Dios por ello.
Y en aquellos momentos también daba gracias a Dios por haberle enviado a la
hermana Cupertine, que saludaba con tal seguridad a la pequeña recepcionista y la
presentaba a ella mientras esperaban que el superintendente, que se encontraba en su
despacho, bajase al vestíbulo. En aquel momento le vio salir por el corredor superior,
enfundado en un ligero gabán y con un maletín en la mano izquierda.
El doctor Steiner era un hombre de baja estatura, calvo, que cultivaba
amorosamente unas frondosas patillas, sin duda como compensación por su alopecia
craneal, y una inmensa panza que distraía la atención de su escasa estatura. Pero,
www.lectulandia.com - Página 10
¿quién era la hermana Barbara para enjuiciarle o tratar de adivinar sus motivaciones?
Ya no era estudiante de Psicología; en su último año, había abandonado la Escuela, al
morir mamá, y ahora ya tenía que dar de lado para siempre todas aquellas
especulaciones mentales.
En realidad, el doctor Steiner había resultado ser muy agradable y, al ser un
profesional, resultaba evidente que se daba cuenta de su timidez y hacía todo lo
posible para que se sintiera a gusto.
Pero fue el otro hombre, el médico que acompañaba a Steiner al reunirse con
ellas, quien, en realidad, logró llevar a cabo esa tarea. Tan pronto como le vio, la
hermana Barbara se relajó de manera consciente.
—Ya conoce al doctor Claiborne, ¿verdad?
Steiner se dirigía a la hermana Cupertine, quien asintió con un movimiento de
cabeza.
—Y ésta es la hermana Barbara. —Steiner se volvió hacia ella señalando con un
ademán al joven alto de pelo rizado—. Tengo el gusto de presentarle al doctor
Claiborne, mi socio, hermana.
El hombre alto alargó la mano. Su apretón fue cálido, al igual que su sonrisa.
—El doctor Claiborne es alguien difícil de encontrar —añadió Steiner—. Un
auténtico psiquiatra que no es judío.
Claiborne hizo una sonriente mueca.
—Se olvida de Jung —repuso.
—Estoy olvidando un montón de cosas. —Steiner echó una ojeada al reloj que
había en el vestíbulo, detrás de la mesa de recepción y su expresión se tornó seria—.
Debería estar ya camino del aeropuerto.
Volvióse y se cambió el maletín de mano.
—Tendrán que perdonarme —siguió—. A primera hora de la mañana tengo una
reunión con la Junta Municipal y, hasta mañana, el único vuelo es el de las cuatro
treinta. De manera que, con su permiso, les dejo con el doctor Claiborne. Por el
momento, está a cargo de todo.
—Naturalmente. —La hermana Cupertine asintió vivaz, con un movimiento de
cabeza—. No se preocupe por nosotras.
Tras dirigir una mirada al joven médico, Steiner se encaminó hacia la puerta. El
doctor Claiborne le acompañó y ambos se detuvieron un momento al llegar a la
salida. Steiner habló con rapidez y en voz baja con su compañero; luego, tras un
ademán de despedida, salió.
El doctor Claiborne volviéndose, se acercó de nuevo a las hermanas.
—Siento haberlas hecho esperar —dijo.
—No tiene por qué excusarse.
El tono de la hermana Cupertine fue cordial, pero la hermana Barbara observó el
www.lectulandia.com - Página 11
repentino fruncimiento del entrecejo detrás de la montura de sus gruesas gafas.
—Tal vez lo mejor será aplazar nuestra visita hasta una próxima ocasión. Ya debe
tener bastante de qué ocuparse aquí, sin que nosotras vengamos a distraerle.
—No es ningún problema.
El doctor Claiborne echó mano al bolsillo de la chaqueta y sacó un pequeño bloc
de notas.
—Aquí está la lista de los parientes por los que preguntó por teléfono.
Arrancó la primera hoja del bloc se la entregó a la hermana de más edad.
Desapareció su ceño mientras examinaba los nombres garrapateados sobre el
blanco rectángulo de papel.
—Tucker, Hoffman y Shaw. A los tres los conozco —explicó—. Pero, ¿quién es
Zander?
—Ha ingresado recientemente. Diagnóstico experimental. Melancolía
involucional.
—¿Y qué significa eso?
Se reflejó un leve tono de irritación en la voz de la hermana Cupertine, que volvió
a fruncir el ceño. Y la hermana Barbara se encontró hablando, antes siquiera de darse
cuenta.
—Depresión grave —afirmó—. Sentimientos de culpabilidad, ansiedad,
preocupaciones somáticas…
Se detuvo, consciente de la repentina atención del doctor Claiborne. La hermana
Cupertine le dirigió una sonrisa exculpatoria.
—La hermana Barbara estudió Psicología en el Instituto.
—Pues, al parecer, con gran aprovechamiento.
La hermana Barbara sintió que se ruborizaba.
—En realidad, no… Lo que pasa es que siempre me ha interesado lo que le ocurre
a la gente…, con tantos problemas…
—Y tan pocas soluciones —asintió Claiborne—. Ése es el motivo de que me
encuentre aquí.
La hermana Cupertine apretó los labios y la hermana más joven deseó haber sido
ella la que mantuviera la boca cerrada. Había cometido una falta al dejarla de lado de
aquella manera.
Se preguntó si el doctor Claiborne comprendería el lenguaje de los gestos y
ademanes. Pero ya no importaba, porque la hermana Cupertine lo traducía ya en
palabras.
—Y ése es el motivo de que yo esté aquí —manifestó—. Tal vez no sepa mucho
sobre Psicología, pero, a veces, creo que sólo unas palabras amables pueden hacer
más bien que todos esos rebuscados términos.
—Exactamente. —La sonrisa del doctor Claiborne logró que el ceño
www.lectulandia.com - Página 12
desapareciera—. Y lo aprecio de veras, y sé que nuestros pacientes aún lo agradecen
más. A veces, un visitante que llega del exterior puede levantar más su moral en sólo
unas horas de lo que nosotros somos capaces de lograr durante meses de análisis. Por
ello, desearía que hoy, una vez haya visto a sus pacientes regulares, visiten a Mr.
Zander. Por lo que sabemos, no tiene familiares. Si lo desea puedo darle una copia de
su historial.
—No será necesario. —La hermana Cupertine sonreía de nuevo, tras recuperar su
habitual forma de ser—. Charlaremos un rato y podrá hablarme de él. ¿Dónde puedo
encontrarlo?
—La dieciocho, en la cuarta planta, enfrente de la habitación de Tucker —dijo el
doctor Claiborne—. Pida a la enfermera de piso que la acompañe.
—Gracias. —La cabeza con la toca se volvió—. Vamos, hermana.
La hermana Barbara vaciló. Sabía lo que quería decir, lo había estado ensayando
en su mente durante todo el viaje hasta allí. Pero, ¿debería correr el riesgo de ofender
de nuevo a la hermana Cupertine?
Muy bien. Ahora o nunca.
—Me pregunto si no le importaría que me quedara aquí con el doctor Claiborne.
Hay algunas cosas que me gustaría preguntarle sobre el programa de terapia…
De nuevo apareció el ceño. La hermana Cupertine la cortó rápida.
—En realidad no debemos molestarle más. Tal vez más tarde, cuando no esté tan
ocupado.
—Por favor… —intervino el doctor Claiborne—. Durante las horas de visita
siempre interrumpimos nuestra actividad. Con su permiso, me gustaría contestar a las
preguntas de la hermana.
—Es muy amable por su parte —repuso la hermana Cupertine—. Pero, ¿está
seguro…?
—Será un placer —replicó el doctor Claiborne—. Y no se preocupe. Si no se
reúne con usted arriba, la encontrará aquí, en el vestíbulo, a las cinco.
—Muy bien.
La hermana Cupertine dio media vuelta alejándose, pero no antes de que sus ojos,
tras los gruesos cristales, transmitieran un mensaje a su acompañante. Cuando nos
reunamos a las cinco dedicaremos cierto tiempo a recordarle el tema del deber y la
obediencia a los superiores.
Por un instante, la hermana Barbara flaqueó en su resolución. Pero la voz del
doctor Claiborne puso fin a su indecisión.
—Muy bien, hermana. ¿Le gustaría que recorriésemos primero un poco el
edificio? ¿O prefiere entrar en materia inmediatamente?
—¿Materia?
—Está quebrantando las reglas. —El doctor Claiborne hizo una sonriente mueca
www.lectulandia.com - Página 13
—. Tan sólo un psiquiatra cualificado puede permitirse contestar una pregunta con
otra.
—Lo siento.
La hermana Barbara observó cómo la monja de más edad se metía en un ascensor
situado al fondo del vestíbulo. Luego, se volvió hacia el médico con una sonrisa de
alivio.
—No se preocupe. Limítese a preguntarme lo que la ha estado preocupando
durante todo el tiempo.
—¿Cómo lo sabe?
—Tan sólo es una suposición educada. —La sonrisa se hizo más amplia—. Otro
de los privilegios de que gozamos los psiquiatras cualificados. —Hizo un ademán—.
Adelante.
De nuevo un instante de vacilación. ¿Debería…, podría? La hermana Barbara
hizo una profunda aspiración.
—¿Tienen aquí un paciente llamado Norman Bates?
—¿Conoce su caso? —La sonrisa se desvaneció—. Me alegra saber que no es así
para la mayor parte de la gente.
—¿Se alegra?
—Una manera de hablar. —El doctor Claiborne se encogió de hombros—. No, a
fuer de sincero, he de reconocer que Norman representa algo especial en mi libro. Y
esto no es hablar por hablar.
—¿Ha escrito un libro sobre él?
—Pienso hacerlo algún día. He estado reuniendo material desde que me hice
cargo de su tratamiento, del que se ocupaba el doctor Steiner.
Habían salido ya del vestíbulo y el doctor Claiborne la condujo, mientras
hablaban, por el corredor que había a su derecha. Al pasar junto al encristalado salón
de visitas, observó a una familia. El padre, la madre y un muchacho adolescente,
posiblemente un hermano, rodeaban a una jovencita rubia sentada en una silla de
ruedas. La muchacha permanecía allí inmóvil, con su pálido rostro sonriendo a sus
visitantes mientras éstos charlaban. Parecía tratarse de una enferma convaleciente en
cualquier hospital corriente. Pero aquél no era un hospital corriente, se recordó a sí
misma la hermana Barbara, y tras el rostro pálido y sonriente se ocultaba un oscuro y
tenebroso secreto.
Dirigió otra vez su atención al doctor Claiborne mientras seguían avanzando.
—¿Qué tipo de tratamiento…? ¿Terapia electroconvulsiva?
El doctor Claiborne replicó con un ademán negativo.
—Eso fue lo que recomendó el doctor Steiner cuando me hice cargo del caso.
Pero yo no estaba de acuerdo. ¿Qué necesidad hay, cuando el paciente se encuentra
ya en un estado pasivo que llega a la catatonía? El problema residía en sacar a
www.lectulandia.com - Página 14
Norman de su fuga amnésica, no en aumentar su introversión.
—Así que encontró otros medios para curarle…
—Norman no está curado. No lo está desde un punto de vista clínico, ni siquiera
en el sentido legal del término. Pero nos libramos de los síntomas. Las buenas y
viejas técnicas de regresión hipnótica, sin narcosíntesis ni otro tipo de atajo.
Sencillamente, forzando preguntas y respuestas. Desde luego, en los últimos años
hemos aprendido mucho acerca de los desórdenes de personalidad múltiple y de
reacción disasociativa.
—Deduzco que está diciendo que Norman ya ha dejado de creer que es su madre.
—Norman es Norman. Y creo que se acepta a sí mismo como tal. Recordará que
cuando se vio inmerso en la personalidad de su madre, cometió asesinatos como
travestí. Ahora se ha dado cuenta de ello, aunque sigue sin tener un recuerdo
consciente de tales episodios. El material subió a la superficie bajo los efectos de la
hipnosis y, después de cada sesión, discutíamos su contenido, pero él jamás realmente
lo recordará. La única diferencia estriba en que ya no niega la realidad. Ha
experimentado una catarsis.
—Pero sin abreacción.
—Exactamente. —El doctor Claiborne se la quedó mirando atentamente—.
Estudió en serio sus libros de texto, ¿verdad?
La hermana Barbara hizo un ademán de asentimiento.
—¿Qué es la prognosis?
—Ya se lo he dicho. Realizamos análisis intensivos discontinuos… No cabe
esperar ulteriores brechas importantes. Pero ahora actúa sin restricciones ni
calmantes. Desde luego, no nos arriesgamos a dejarle salir fuera de los terrenos del
hospital. Le he nombrado encargado de la biblioteca… De esa forma goza de cierto
grado de libertad, al tiempo que tiene una responsabilidad. Pasa leyendo la mayor
parte de su tiempo.
—Da la impresión de una vida muy solitaria.
—Sí, me doy cuenta de ello. Pero no podemos hacer mucho más por él. No tiene
parientes y tampoco amigos. Además, últimamente, con el gran número de pacientes
que tenemos aquí, no me ha sido posible pasar mucho tiempo con él. Sólo algunas
breves visitas.
Mientras desgranaba las cuentas de su rosario, la hermana Barbara volvió a
respirar hondo.
—¿Podría verle?
El doctor Claiborne se detuvo y se la quedó mirando.
—¿Por qué?
La hermana se esforzó en sostener su mirada.
—Usted ha dicho que está muy solo. ¿No es razón suficiente?
www.lectulandia.com - Página 15
El médico sacudió la cabeza.
—Créame, comprendo su empatía…
—Es algo más que eso. Se trata de nuestra vocación, el motivo por el que la
hermana Cupertine y yo estamos aquí. Para ayudar al desvalido, para ofrecer nuestra
amistad a quienes no tienen amigos.
—Y tal vez para convertirlos a su fe, ¿no?
—¿No aprueba la religión? —preguntó la hermana Barbara.
El doctor Claiborne se encogió de hombros.
—Mis creencias carecen de importancia. Pero no puedo correr el riesgo de que se
trastorne a mis pacientes.
—¿Pacientes? —Ahora las palabras brotaron ya libres, sin que nada las
contuviera—. Si usted mismo sintiera alguna empatía, no pensaría en Norman Bates
como en un paciente. Es un ser humano, un pobre, solitario y confuso ser humano,
que ni siquiera comprende el motivo de encontrarse encerrado aquí. Lo único que
sabe es que nadie se preocupa por él.
—Yo me preocupo.
—¿De veras? Entonces proporciónele una oportunidad de que se dé cuenta de que
también le importa a otros.
El doctor Claiborne suspiró levemente.
—Muy bien. La conduciré junto a él.
—Gracias. —Mientras el médico atravesaba con ella el vestíbulo, enfilando por
un pasillo lateral, la hermana habló con tono más tranquilo—: Doctor…
—¿Dígame?
—Siento haberme mostrado inconveniente.
—No se preocupe.
También el tono de voz del doctor Claiborne fue más tranquilo, y allí, en la
penumbra del corredor, presentó, de repente, un aspecto fatigado y exangüe.
—A veces es conveniente que le sacudan a uno. Hace que la adrenalina se ponga
de nuevo en acción.
Sonrió y se detuvo ante una puerta doble al final del corredor.
—Hemos llegado. Ésta es la biblioteca.
La hermana Barbara hizo la tercera inhalación del día, o al menos lo intentó. La
atmósfera era húmeda, bochornosa y estaba absolutamente inmóvil. Y, sin embargo,
en alguna parte había movimiento… Un ritmo palpitante, como de pulsación, con
tanta intensidad que, por un instante, sintió una especie de vértigo. De manera
involuntaria, su mano buscó las cuentas del rosario y fue entonces cuando descubrió
el origen de aquella sensación. El corazón le palpitaba de forma desusada.
—¿Se encuentra bien?
El doctor Claiborne le dirigió una rápida mirada.
www.lectulandia.com - Página 16
—Desde luego.
La hermana Barbara no se sentía tan segura en su fuero interno. ¿Por qué se había
mostrado tan insistente? ¿Era de veras un sentimiento de compasión lo que la
impulsara, o tan sólo un orgullo estúpido…, el orgullo que precede a la caída?
—No tiene de qué preocuparse —le aseguró el doctor Claiborne—. Entraré con
usted.
Los latidos volvieron a la normalidad.
El doctor Claiborne se dio la vuelta y abrió la puerta.
Y en aquel mismo momento, se encontraron dentro de la tela de araña.
Eso era precisamente, se dijo la hermana… Las estanterías que, semejantes a
radios, partían del centro de la habitación eran como los hilos de una telaraña.
Avanzaron por uno de los pasillos en penumbra, bordeado a cada lado de estanterías
rebosantes de libros y desembocaron en la parte despejada de la biblioteca. Allí, bajo
la pálida fluorescencia de una única lámpara sobre la mesa de escritorio, se
encontraba el centro de la telaraña.
Y de allí se irguió la figura de la araña.
El corazón empezó a latirle de nuevo desacompasadamente. Y, por encima de
aquellos latidos, escuchó, lejana, la voz del doctor Claiborne.
—Hermana Barbara…, le presento a Norman Bates.
www.lectulandia.com - Página 17
TRES
Por un instante, al ver entrar al pingüino en la habitación, Norman pensó que,
después de todo, acaso estuviera loco.
Pero en seguida aquello pasó. La hermana Barbara no era un ave y el doctor
Claiborne no había ido allí para discutir sobre su cordura o la falta de ella. Se trataba
tan sólo de una visita social.
Visita social. ¿Cómo ha de representar uno el papel de anfitrión ante sus
visitantes en un manicomio?
—Siéntese, por favor.
Evidentemente, aquélla era la frase adecuada. Pero una vez que todos se
encontraron sentados en derredor de la mesa, se produjo un momento de incómodo
silencio. De súbito, y en forma sorprendente, Norman se percató de que sus visitantes
se sentían violentos; les resultaba tan difícil como a él comenzar una conversación.
Bueno, siempre se podía recurrir al tiempo.
Norman miró hacia la ventana.
—¿Qué ha sido de todo ese sol? El ambiente huele a lluvia.
—Un día típico de primavera…, ya los conoces —le dijo el doctor Claiborne.
Fin del boletín meteorológico. Después de todo, acaso sea de verdad un pingüino.
¿Qué les dirá a sus hermosos amigos con plumas?
La hermana Barbara miró el libro abierto que había sobre la mesa, frente a él.
—Confío en que no le hayamos interrumpido.
—De ninguna manera. Sólo estaba pasando el rato.
Norman cerró el libro, apartándolo.
—¿Puedo preguntarle qué leía?
—Una biografía de Moreno.
—¿El psicólogo italiano?
La pregunta de la hermana Barbara provocó una rápida mirada de Norman.
—¿Le conoce?
—Sí, claro. ¿No es el que descubrió la técnica del psicodrama?
Así que después de todo no era un pingüino. Sonrió a la hermana al tiempo que
asentía.
—Está en lo cierto. Claro que eso ya pertenece al pasado.
—Norman tiene razón —se apresuró a intervenir el doctor Claiborne—. Más o
menos, hemos abandonado el sistema de terapia en grupo. Sin embargo, aún
seguimos alentando la exposición de las fantasías personales a nivel de la palabra.
—Incluso hasta permitir que los pacientes suban a un escenario y hagan el
ridículo —explicó Norman.
—Eso también pertenece al pasado. —El doctor Claiborne sonreía pero Norman
www.lectulandia.com - Página 18
percibió su preocupación—. Pero aún sigo creyendo que tu actuación fue excelente y
me hubiera gustado que siguieras con el grupo.
La hermana Barbara parecía desconcertada.
—Me temo que no les entiendo.
—Hablamos del programa dramático de aficionados que se está desarrollando
aquí —repuso Norman—. Sospecho que se trata de un perfeccionamiento por parte
del doctor Claiborne de las teorías de Moreno. De cualquier forma, me indujo a tomar
parte pero no sirvió de nada. —Se inclinó hacia delante—. ¿Cómo…?
—Perdonen…
De súbito, hubo una interrupción y Norman frunció el ceño. Era un enfermero…
Otis, el nuevo de la tercera planta, había entrado en la habitación. Se acercó al doctor
Claiborne, el cual se le quedó mirando.
—¿Qué pasa, Otis?
—Una llamada de larga distancia para el doctor Steiner.
—El doctor Steiner está de viaje. No regresará hasta el martes por la mañana.
—Eso es lo que les he dicho. Pero ese señor quiere hablar con usted. Dice que es
muy importante.
—Siempre lo es —suspiró el doctor Claiborne—. ¿Le ha dicho su nombre?
—Un tal Mr. Driscoll.
—Nunca he oído ese nombre.
—Afirma que es productor de uno de esos estudios de Hollywood. Llama desde
allí.
El doctor Claiborne empujó hacia atrás su silla.
—Muy bien. Contestaré yo. —Se levantó y miró sonriendo a la hermana Barbara
—. Tal vez quiera que le escenifiquemos un psicodrama.
Se acercó al asiento que ocupaba la monja, dispuesto a ayudarla a levantarse:
—Lamento que hayamos de interrumpir esto.
—¿Es preciso? —preguntó la hermana Barbara—. ¿Por qué no le espero aquí?
Norman volvió a sentirse dominado por la tensión. Algo en su interior le advirtió
que no comentara nada, pero se concentró en la idea: Ojalá se quede, necesito hablar
con ella.
—Si lo prefiere…
El doctor Claiborne siguió a Otis junto a las estanterías, hasta llegar a la puerta.
Allí se detuvo y se volvió para mirarles.
—No tardaré —explicó.
La hermana Barbara sonrió y Norman siguió sentado, observando a los dos
hombres por el rabillo del ojo. El doctor Claiborne dijo algo en voz baja a Otis, quien
asintió y le siguió hasta el vestíbulo. Durante un momento, vio la sombra de sus dos
siluetas sobre la pared más alejada del corredor; luego, una de las sombras se alejó
www.lectulandia.com - Página 19
mientras la otra se quedaba allí quieta. Otis. Permaneció montando guardia junto a la
puerta.
La atención de Norman se sintió atraída por un débil clic. La monja desgranaba
las cuentas de su rosario. ¿Un ancla de seguridad? —se dijo—. Pero ella insistió en
quedarse. ¿Por qué?
Se inclinó hacia ella.
—¿Cómo sabe lo del psicodrama, hermana?
—Seguí los cursos en el bachillerato.
Habló en voz queda, pero aún así la oyó a pesar del clic.
—Comprendo —Norman, a su vez, replicó en voz baja.
Dejó de escucharse el cliqueteo. Había atraído hacia sí toda la atención de la
monja. Se aprovecharía de ello. Por vez primera desde hacía años, dominaba la
situación. ¡Qué sensación tan maravillosa reclinarse en su asiento y, para cambiar,
que alguien más se estremeciera presa de los nervios! Una mujerona descarnada,
poco atractiva, que se ocultaba tras un disfraz de pingüino.
De repente, empezó a preguntarse qué era lo que realmente se escondía debajo de
aquel hábito, qué tipo de cuerpo velaba. Carne cálida, palpitante. Mentalmente trazó
el contorno desde los senos agresivos, sedientos, hasta el redondeado vientre y el
triángulo debajo de él. Las monjas se afeitaban la cabeza…, pero ¿y el vello del
pubis? ¿Se lo afeitarían también?
—Sí —exclamó la hermana Barbara.
Norman parpadeó. ¿Acaso había leído en su mente? Luego se dio cuenta de que
se limitaba a contestar la pregunta que le había hecho.
—¿Qué decían sobre mí?
La hermana Barbara se agitó incómoda en la silla.
—En realidad, sólo se trataba de una nota a pie de página, únicamente unas líneas
en uno de nuestros libros de texto.
—Quiere decir que soy un caso de libro de texto, ¿no es así?
—Por favor… No era mi intención molestarle…
—Entonces, ¿cuál era su intención? —Era extraño contemplar a otra persona
que intentaba evadirse de algo difícil. Durante todos aquellos años fue él quien
intentó zafarse, y aún no lo había logrado, jamás lo lograría. ¡Fuera, mancha
maldita!— ¿Por qué ha venido aquí? ¿Cierran el zoológico los domingos?
Ya estaba otra vez desgranando aquellas malditas cuentas. ¡Maldito rosario,
maldita mancha! ¿Estaría realmente afeitado aquel sitio?
La hermana Barbara alzó la mirada.
—Pensé que podríamos hablar. Verá, después de que supe su nombre por aquel
libro, consulté algunos periódicos de los archivos. Lo que leí me interesó…
—¡Le interesó! —El tono de voz de Norman no respondía a la sonrisa que dirigió
www.lectulandia.com - Página 20
a la hermana—. Estaba escandalizada, ¿no es así? Escandalizada, horrorizada,
asqueada… ¿Cómo se sentía?
La hermana Barbara repuso casi con un susurro:
—Todas esas cosas a la vez. Pensaba en usted como en un monstruo, una especie
de aparecido que surgía de las tinieblas y enarbolaba un cuchillo. Durante muchos
meses no pude apartarle de mi mente, siempre estaba en mis sueños. Pero ahora ya
no. Todo ha cambiado.
—¿Cómo?
—Es difícil de explicar. Pero algo me ocurrió después de tomar el hábito. El
noviciado…, la meditación… El examen de los propios pensamientos secretos, de los
pecados ocultos. Supongo que, en cierto modo, es como el análisis.
—La psiquiatría no cree en el pecado.
—Pero cree en la responsabilidad. Y también cree en ella mi fe. De forma gradual
llegué a descubrir la verdad. Usted no se daba cuenta de lo que hacía, de manera que
nadie podía responsabilizarle por ello. Fui yo quien pequé al juzgarle sin intentar
comprender. Y cuando me enteré de que hoy veníamos aquí, supe que tenía que verle,
aunque sólo fuera a modo de acto de contrición.
—¿Me está pidiendo que la perdone? —Norman negó con un movimiento de
cabeza—. Sea sincera. Lo que la atrajo aquí ha sido la curiosidad. Vino a ver al
monstruo, ¿no es así? Muy bien, míreme bien y dígame lo que soy.
La hermana Barbara levantó la vista y le contempló durante un largo momento
bajo la luz fluorescente.
—Veo un cabello canoso, arrugas en la frente señales del sufrimiento. No del
sufrimiento que causara a otros, sino el que atrajo sobre sí. No es un monstruo…,
sólo un hombre —concluyó.
—Resulta muy halagador.
—¿Qué quiere decir?
—Nadie me dijo jamás que era un hombre —replicó Norman—. Ni siquiera mi
propia madre. Ella pensaba que era débil, afeminado. Y todos los chiquillos me
llamaban mariquita…, los juegos de pelota… —Se le ahogó la voz.
—¿Juegos de pelota? —La hermana Barbara le miraba de nuevo—. Cuénteme,
por favor. Quiero saber.
Sí que quiere. ¡Realmente quiere!
Norman recobró la voz.
—Era un niño enfermizo. Hasta hace sólo unos años llevaba gafas para leer. Y
nunca descollé en los deportes. Al terminar las clases jugábamos a béisbol en el patio
del colegio. Los chicos mayores eran los capitanes. Se turnaban para elegir a los más
pequeños para su equipo. Yo era siempre al último que elegían… —Se le quebró la
voz—. Pero es algo que usted no puede entender.
www.lectulandia.com - Página 21
La mirada de la hermana Barbara no se apartó de su rostro, pero ya no le
contemplaba con fijeza. Asintió al tiempo que su expresión se suavizaba.
—Lo mismo me ocurrió a mí —dijo.
—¿A usted?
—Sí. —Su mano izquierda se inmovilizó sobre las cuentas y se quedó mirándolas
sonriente—. Verá. Yo soy lo que llaman zurda. También las chicas juegan a béisbol,
¿sabe? Yo era una buena lanzadora. Siempre me seleccionaban la primera.
—Pero eso es precisamente todo lo contrario de lo que me ocurría a mí.
—Lo contrario, pero significaba lo mismo —susurró la hermana Barbara—. A
usted le consideraban un mariquita. A mí, un marimacho. El ser la primera me dolió
tanto como a usted ser el último.
La atmósfera estaba densa, bochornosa; a través de la ventana se deslizaban
sombras, que se desprendían del anochecer, del exterior, para arracimarse alrededor
del foco de luz de la lámpara.
—Acaso eso formara parte de mi problema —siguió Norman—. Ya sabe lo que
ocurrió conmigo… Ese asunto del travestismo. Usted fue afortunada. Al menos, evitó
la pérdida de identidad, la pérdida de su género.
—¿De veras? —La hermana Barbara dejó caer el rosario—. Una monja es neutra.
No existe el género. Y tampoco una auténtica identidad. Incluso perdemos nuestro
nombre real. —Sonrió—. Y no lo lamento. Pero si se detiene a pensar, usted y yo
tenemos mucho en común. Los dos somos semejantes.
Por un instante, Norman casi la creyó. Quería creer, quería aceptar la similitud.
Pero, en la zona de fluorescencia del suelo, vio las sombras de lo que les separaba…,
las sombras de los barrotes de la ventana.
—Con una diferencia —dijo—. Usted ha venido aquí por su propia voluntad. Y
cuando quiera se irá por su libre albedrío.
—No existe el libre albedrío —aseveró la hermana Barbara sacudiendo la cabeza
—. Sólo la voluntad de Dios. Él me ha enviado aquí. Yo voy y vengo de acuerdo con
Su deseo. Y usted sigue aquí sólo para cumplir con el mismo propósito divino.
Se detuvo al invadir la habitación una luz lívida. Norman buscó su origen en el
súbito oscurecimiento que se produjo en el exterior. El trueno retumbó contra la reja.
—Parece que tendremos tormenta. —Norman frunció el entrecejo mirando a la
hermana Barbara—. ¿Qué pasa?
La respuesta a su pregunta se hizo evidente. A la luz de la lámpara, el rostro de la
monja estaba mortalmente pálido y tenía los ojos cerrados mientras seguía aferrada a
su rosario. En su expresión no existía el menor indicio de seguridad espiritual, ni
siquiera la menor huella de bravata juvenil. Los acusados rasgos, casi masculinos, se
habían suavizado y revelaban el miedo que sentía.
Norman se levantó de repente, dirigiéndose con paso largo hasta la ventana. Tras
www.lectulandia.com - Página 22
atisbar al exterior, vio un trozo del cielo encapotado más allá de la verja. Entonces,
otro relámpago iluminó la zona de aparcamiento; por un instante tembló, semejante a
un nimbo, sobre los coches y la furgoneta. Norman corrió las cortinas cubriendo el
centelleo verdoso mientras, una vez más, retumbaba amenazador.
—¿Se encuentra mejor? —preguntó.
—Sí, gracias.
La mano de la hermana Barbara soltó el rosario.
Hubo un chasquido. Las cuentas. Norman se quedó mirándolas.
Todas esas tonterías sobre percepción psicológica, todas esas bobadas acerca de la
voluntad de Dios se habían esfumado con el estruendo de un trueno. Era tan sólo una
mujer aterrada, asustada de su propia sombra.
Ahora ya les rodeaban esas sombras. Estaban agazapadas en los rincones, se
arrastraban entre las amenazadoras estanterías que se prolongaban hasta la distante
puerta. Echando una ojeada, Norman se dio cuenta de que en el corredor ya no había
nadie; la sombra había desaparecido. Desde luego él conocía el motivo. Siempre que
estallaba una tormenta tenían mucho trabajo con los dementes. Dios debió haber
enviado a Otis para calmar a sus pupilos de la planta superior.
Norman se volvió de nuevo hacia la hermana Barbara, al tiempo que otra vez
sonaban las cuentas entrechocándose.
—¿Seguro que se encuentra bien? —inquirió.
—Naturalmente.
Pero las cuentas sonaban entre sus dedos y en su voz aún se percibía un eco
trémulo. Temerosa del trueno y el rayo; después de todo sólo era una mujer
indefensa.
De súbito, y de forma sorprendente, Norman sintió despertarse aquella extraña
sensación en sus costados. Luchó contra ella de la única forma que sabía, con
palabras sarcásticas.
—Recuerde lo que me dijo hace un momento. Si Dios la ha enviado aquí, también
envió Él la tormenta.
La hermana Barbara levantó la mirada mientras las cuentas del rosario colgaban y
tintineaban.
—No debe decir esas cosas. ¿Acaso no cree en la voluntad de Dios?
Fuera de aquellas paredes retumbó de nuevo el trueno, martillando el cráneo de
Norman, golpeando su cerebro. Luego, el destello del rayo lo iluminó todo detrás de
las cortinas. La voluntad de Dios. Había rogado y sus ruegos escuchados.
—Sí —dijo Norman—. Sí creo.
La monja se levantó.
—Es mejor que me vaya. La hermana Cupertine estará preocupada.
—No hay de qué preocuparse —dijo Norman.
www.lectulandia.com - Página 23
Pero hablaba para sí. Llovía aquella noche, hace ya mucho tiempo, cuando todo
empezó. Y ahora vuelve a llover. Lluvia del cielo. Ha de cumplirse la voluntad de
Dios.
Retumbó otra vez el trueno, y luego la lluvia golpeó contra el muro exterior de la
habitación en penumbra. Pero Norman no la oyó.
No escuchaba otra cosa que el tintineo de las cuentas de la hermana Barbara,
mientras la seguía sumergiéndose en las sombras, entre las estanterías.
www.lectulandia.com - Página 24
CUATRO
La hermana Cupertine no tuvo oportunidad de visitar al nuevo paciente de la 418.
Se encontraba aún en la habitación de Tucker cuando estalló la tormenta y, al salir de
la habitación, la lluvia tamborileaba ya con fuerza.
Avanzó con la mayor rapidez que le fue posible entre la confusión del corredor,
abarrotado de pacientes excitados que volvían a las salas, acompañados por sus
amigos y familiares. Los sanitarios y las enfermeras de planta pasaban presurosos,
para atender a las llamadas que se escuchaban procedentes de las habitaciones
provistas de cerrojos que se encontraban al fondo del vestíbulo. Cuando la hermana
llegó a la puerta del ascensor de la cuarta planta, una multitud se encontraba ya allí
esperando, ansiosa e impaciente.
Se presentó el ascensor y los visitantes se agolparon en él. La hermana Cupertine
dio un paso adelante, pero ya estaba lleno de pasajeros. La puerta se cerró con un
chasquido y la dejó allí junto a media docena de rezagados.
Nadie había hecho el menor movimiento para cederle un sitio en el ascensor, y
ninguno de los que quedaron con ella prestaron la menor atención a la hermana
Cupertine. Ya no existe el respeto. En absoluto. Perdónales, Santa María…, ¿qué
pasa en el mundo de hoy?
La hermana Cupertine se humedeció los labios mientras recitaba el rosario de
afrentas a que se había visto sometida. El anciano Mr. Tucker se encontraba aquel día
con uno de sus peores talantes, rechazó su sugerencia de rezar con ella y contestó a su
reprimenda con un lenguaje obsceno. Claro que, en cierto modo, era lo que cabía
esperar de alguien en sus condiciones. Pero el comportamiento de la hermana Barbara
no tenía excusa. Su negativa a subir con ella había constituido una abierta
insubordinación. Acaso fuera necesario, a su regreso al convento, mantener una breve
conversación con la Madre Superiora acerca de su conducta.
Retumbó un trueno al subir de nuevo el ascensor. Esta vez la hermana Cupertine
fue una de las primeras en entrar. Pero ello no contribuyó en modo alguno a acelerar
su camino; el ascensor hubo de parar de nuevo en la tercera planta y, una vez más, en
la segunda para admitir, a duras penas, nuevos pasajeros. La pequeña hermana
Cupertine se vio incómodamente estrujada contra el rincón metálico, al fondo del
ascensor, y cuando se abrieron las puertas al llegar al vestíbulo se vio forzada a
aguardar a que salieran los demás ocupantes. Sentía correrle el sudor por debajo del
hábito, y tenía las gafas empañadas por el vaho provocado por el calor de aquella
humanidad encerrada en el cubículo.
Se las quitó, limpió los cristales en la manga y una pareja que se precipitaba hacia
la salida estuvo a punto de derribarla. Mientras se ajustaba de nuevo la toca, recorrió
con la mirada el vestíbulo. Para entonces eran ya muy pocos los que quedaban en la
www.lectulandia.com - Página 25
zona de recepción, pero a la hermana Barbara no se la veía por parte alguna.
La hermana Cupertine echó un vistazo al reloj de pared que había detrás del
mostrador de recepción. Las cinco y diez. Afuera reinaba ya por completo la
oscuridad y la lluvia caía a raudales. ¡Santa Madre de Dios! Se empaparía con sólo
recorrer el corto trecho hasta la furgoneta. ¿Dónde estaría aquella muchacha?
Acercóse al mostrador y la recepcionista levantó la cabeza.
—¿Puedo ayudarla en algo?
La hermana Cupertine intentó sonreír.
—Estoy buscando a…
El trueno ahogó parte de su pregunta y de la contestación de la pequeña
recepcionista.
—…la vi salir hace un minuto.
—¿Que salió? ¿Está segura?
—Sí, hermana. —El tono de la joven parecía preocupado—. ¿Algo va mal?
—No, gracias.
La hermana Cupertine dio media vuelta y avanzó hacia la salida. Peccavi. Desde
luego una mentira blanca. Aquello nada tenía que ver con la joven y no valía la pena
preocuparla. Pero algo andaba muy mal cuando se producía un acto tan patente de
desobediencia. Desde luego, antes de terminar el día la Madre Superiora estaría al
corriente de todo.
¡Si al menos hubiera acabado el día! Aún tenían por delante todo el penoso y
largo viaje de regreso con aquella espantosa tormenta. La hermana Cupertine se
detuvo un momento y miró a través de la puerta encristalada, contemplando el
intenso aguacero y fuerte viento. Los ágiles focos de los faros se entrecruzaban en la
oscuridad al ponerse en marcha los coches, sumergiéndose en la noche. En aquel
momento, un ramalazo de luz iluminó, momentáneamente, la silueta de la furgoneta
que aún se encontraba junto a la verja de la zona de aparcamiento. ¡Gracias sean
dadas al Cielo por los pequeños favores! Y gracias le sean dadas también por la
protección que le brindaba su hábito.
Abrió la puerta y salió, chapoteando a continuación en los charcos con sus
zapatones, mientras la lluvia golpeaba con fuerza sobre las alas de su cofia. A medio
camino de la furgoneta, las gruesas gotas de lluvia le habían ya empañado los
cristales de las gafas, impidiéndole totalmente la visión.
Al quitárselas para limpiarlas, se le torció el tobillo y sintió un intenso dolor. Se
tambaleó al tiempo que lanzaba un grito; luego recuperó el equilibrio,
amortiguándose el dolor. Sólo entonces se percató de que se le habían caído las gafas
de las manos.
La hermana Cupertine lanzó una mirada en derredor, sintiéndose desamparada,
intentando localizarlas en la encharcada oscuridad del suelo. Era inútil…, habían
www.lectulandia.com - Página 26
desaparecido. Gracias a Dios en el convento tenía otro par para sustituirlas. Lo mejor
sería dejarse de lamentos y protegerse de la lluvia.
Mientras iniciaba la marcha casi a ciegas, el viento se volvió, prácticamente,
huracanado, azotando sus mangas empapadas de agua y agitando con violencia sus
sayas.
De súbito, una luz atravesó la confusa visión y el rugido de un motor en marcha
se escuchó por encima del ulular del viento.
Al levantar la vista, vio que la furgoneta estaba en movimiento. ¡Cómo es
posible! ¿Acaso la hermana Barbara pensaba irse sin ella?
—¡Espere! —Se precipitó dando traspiés hacia la zona iluminada—. ¡Espéreme!
La hermana Cupertine respiraba entrecortadamente al llegar junto al vehículo. Se
aferró a la manilla de la portezuela, al tiempo que la furgoneta aminoraba la marcha.
Se abrió la portezuela y la hermana subió a duras penas, instalándose en el asiento del
pasajero.
El motor rugió y la furgoneta atravesó la puerta de la verja. Antes siquiera de que
el vehículo girase para enfilar la carretera, la hermana Cupertine se había lanzado a
una diatriba que, según sabía muy bien, lamentaría más tarde.
—¿Dónde estaba, hermana? ¿Por qué no me esperó en el vestíbulo? ¿Acaso no
tiene consideración? Si pensaba salir sola, lo menos que podía haber hecho era
acercarse a la entrada y recogerme allí.
—Lo siento…
La respuesta de su acompañante fue seguida por un tremendo trueno. Aunque, en
realidad, carecía de importancia porque la hermana Cupertine aún no había
terminado.
—¡Míreme…, estoy completamente empapada! Y se me han caído las gafas en el
aparcamiento. De veras que éste es…, ¡cuidado!
La furgoneta se había salido de la carretera y se dirigía en línea recta hacia una
zanja. La hermana Barbara, con un golpe de volante a tiempo, pudo evitar el desastre.
—Mire adonde va, por favor…
La hermana Cupertine calló, al darse cuenta, de repente, de que aquél no era
momento para lamentos. Con aquella lluvia torrencial, resultaría peligroso distraer a
la conductora.
Permaneció callada, con la mirada fija ante sí mientras el limpiaparabrisas
oscilaba de forma rítmica, dejando ver la borrosa extensión de la carretera. La
hermana Barbara le echó una mirada, pero no dijo nada; resultaba imposible observar
su reacción con aquella oscuridad. Al cabo de un instante, fijó de nuevo su atención
en la carretera e intentó mantener fija la furgoneta sobre aquella resbaladiza calzada.
La lluvia tamborileaba sobre la capota.
La hermana Cupertine clavó la vista ante sí, distinguiendo apenas un bosquecillo
www.lectulandia.com - Página 27
de árboles cuyas ramas agitaba violentamente el viento. Algo más allá arrancaba una
carretera lateral que atravesaba una zona boscosa.
—¡Se ha equivocado de dirección! —gritó intentando hacerse oír entre el
estruendo de la tormenta.
Pero la hermana Barbara prosiguió impertérrita y la furgoneta enfiló a través de
un túnel de ramas retorcidas. La hermana Cupertine le tiró de la manga.
—¿Es que no me oye? ¡Se ha equivocado de carretera!
Esta vez la hermana Barbara hizo un ademán de asentimiento y se detuvo junto a
un saliente de la angosta carretera, alargando la mano para quitar el contacto. Luego,
inclinándose hacia delante, bajó la mano derecha hasta el suelo de la furgoneta, en un
punto entre sus pies.
Por un momento, la hermana Cupertine tuvo la sensación de que aquella figura
borrosa e inclinada que se sentaba junto a ella se asemejaba a un ave… un ave de
presa. Pero sólo por un momento.
Luego la figura se enderezó y se volvió hacia ella en el preciso momento en que
la luz de un rayo lo iluminaba todo.
Bajo su resplandor, la hermana Cupertine pudo ver el contorsionado rostro que
había debajo de aquella toca, la mano que se alzaba sujetando la reluciente llave de
ruedas y que descendió luego hacia ella.
No llegó a oír el trueno.
www.lectulandia.com - Página 28
CINCO
Bombeando. Bombeando. En la parte trasera de la furgoneta había mucho
espacio. Sitio suficiente para quitar los hábitos, para separar las piernas sin vida. Tal
vez la otra…, la hermana Barbara…, llevara afeitado el sitio, pero éste no estaba
afeitado. En realidad, él a quien había deseado era a la otra, desde el mismo momento
en que la siguiera a lo largo de las estanterías, pero no hubo tiempo. Ni siquiera lo
hubo para mirar; tenía que hacerse todo con tanta rapidez… Ésta era vieja, pero ahora
disponía de tiempo y si cerraba los ojos no le vería la cara.
Lo que importaba era la sensación. Bombeando. Bombeando vida en un cuerpo
muerto. La posición de la Madre Superiora.
¿Madre?
Aquello era incesto. Pero él sabía que la hermana Cupertine no era su madre. ¿O
sí lo era? Cerró los ojos para no tener que ver su rostro. Bombeando. Ahora ya con
más fuerza, más de prisa. Madre. ¡Oh, Dios, Dios, Dios…!
Norman rodó sobre un costado, incorporándose. Sudoroso y todavía jadeante,
pero gracias a Dios todo había terminado. Dios había enviado a las monjas para
librarle del mal. La Novia de Cristo era ahora su novia. O lo había sido. Todo
pertenecía ya al pasado… la Conquista de Norman.
Rió quedamente en la oscuridad, mientras ponía en orden aquellos ropajes tan
poco familiares. Un disfraz perfecto. Había engañado a la hermana Cupertine, los
había engañado a todos saliendo de aquella forma. Claro que ya tenía experiencia en
lo de representar papeles. El mundo entero es un escenario y cada hombre, en el
momento adecuado, representa muchos papeles. Él había desempeñado el de mujer y
ahora representó el de hombre. Su Madre siempre le llamaba mariquita; tal vez
pensara que no podía hacerlo. Muy bien, ahora ya lo sabes. ¿No te parece, Madre?
Madre de Dios…
Su risita se perdió entre el estruendo del trueno, haciéndolo volver a la realidad
del momento. Y cuando el rayo volvió a iluminarlo todo, Norman no pudo evitar el
espectáculo de la figura grotescamente desmadejada que tenía junto a él. Apartando
la vista, cubrió presuroso con la falda negra la desnuda obscenidad de muslos y
piernas.
Aquello ya no era necesario. Lo que tenía que hacer era librarse de ello lo más
pronto posible. Pero ¿cómo?
Atisbo por encima del asiento y a través del parabrisas casi cubierto por la lluvia.
Había una angosta zanja que se prolongaba entre la carretera y los árboles que había
detrás de ella. Podía ocultar el cuerpo allí bajo un montón de ramajes, pero no por
mucho tiempo. Era posible que alguien pasara por allí y lo viera. A menos que cavase
una tumba…
www.lectulandia.com - Página 29
Norman se volvió y esperó a que el resplandor de otro relámpago le permitiera
ver lo que había en la trasera de la furgoneta. Allí era donde había encontrado la llave
de ruedas. Pero no veía por parte alguna una pala; sería estúpido pensar que llevaran
una. Y, desde luego, no estaba dispuesto, con todo aquel lodo, a cavarla con sus
propias manos.
Norman se dio cuenta, sobresaltado, de que estaba temblando y no precisamente
de frío. Tenía que haber alguna otra manera. ¡Santo Dios!, tenía que haber…
Intentó alcanzar la cabina de la furgoneta y, al hacerlo, algo chocó junto a él.
Alargó la mano y tropezó con un envase metálico. Su contenido produjo un ruido de
chapoteo al alzar la pesada lata a la altura de sus ojos, intentando descifrar la etiqueta.
Pero antes siquiera de hacerlo, su olfato le reveló lo que quería saber.
Gasolina. Una lata de cinco litros para casos de emergencia. Quemaría el cuerpo.
Y también quemaría la furgoneta. Borraría todas las huellas.
La solución perfecta. Busca y encontrarás. Norman tanteó por el suelo de la
furgoneta en busca de cerillas.
Ya estaba temblando otra vez. Y es que no encontraba ninguna caja de cerillas.
No las había. Y tampoco cerillas en parte alguna. ¿Por qué tenía que haberlas? En
circunstancias normales, las cerillas eran tan innecesarias como una pala. A menos,
naturalmente, que tuvieran alguna en la guantera…
Trepó de nuevo hasta el asiento del conductor y, bruscamente, abrió el
receptáculo rectangular sobre el salpicadero. Al hacerlo, quedó al descubierto su
contenido. Su mano hizo el inventario de todo aquello: una caja vacía de pañuelos de
papel, un mapa de carreteras, un pequeño destornillador, el permiso de conducir con
una funda de plástico, una linterna. Pero ni siquiera una cerilla.
Ni una sola cerilla. Te has encontrado con la horma de tu zapato.
Norman permaneció sentado y entumecido, escuchando aquellas voces
tartamudeantes, clamorosas, martillantes.
La voz tartamudeante era la suya. ¡Ayúdame… por favor, que alguien me ayude!
La clamorosa era un eco de la voz del doctor Claiborne. Relájate. Recuerda tan
sólo que yo no puedo hacerlo todo por ti. A la larga, tienes que aprender a ayudarte
a ti mismo.
La martillante no era, en modo alguno, una voz; sólo el tableteo de la lluvia sobre
el techo de la furgoneta.
Y el doctor Claiborne tenía razón. A la larga, tenía que ayudarse a sí mismo. Pero
no podía huir por mucho tiempo. Al menos con aquella tormenta. Tendría que
quedarse en la furgoneta. La única forma de ayudarse a sí mismo en aquellos
momentos era la de dejar de temblar. Lo que le quedaba por hacer requería nervios de
acero, manos firmes.
Recordó haber visto una manta en la parte trasera y cubriendo el neumático de
www.lectulandia.com - Página 30
recambio, en la esquina de la derecha. Norman dio media vuelta y se obligó a entrar
en la oscura zona, pasando junto a aquella cosa que yacía allí…, la cosa-Madre, la
cosa hermana, silenciosa en las sombras, con la mirada clavada en el cielo. Era
extraño el que no pudiera soportar la idea de tocarla, o ni siquiera de volverla a mirar.
Pero, por un instante, pudo verla, a la luz del rayo que formó un halo alrededor de
la espantosa cabeza. ¡Santa Madre!
Cerrando los ojos, alargó la mano para coger la manta; finalmente la agarró y la
extendió con frenético apresuramiento. Cuando de nuevo abrió los ojos, el inmóvil
bulto estaba cubierto. Con minucioso cuidado recogió los bordes debajo del cuerpo a
cada lado. Seguidamente, examinó el resultado de sus esfuerzos. Nadie podía decir lo
que había allí debajo. Nadie podía decirlo… Y si cualquiera lo intentase…
La mano de Norman encontró la barra en el mismo sitio en donde la había
arrojado, exactamente detrás del asiento. Se la llevó mientras se encaramaba de
nuevo a la cabina del conductor y dejó caer la pesada herramienta de metal al suelo,
entre sus pies. Al menos tenía aquello, la posibilidad de protegerse en caso de
necesidad.
Pero no habría necesidad, si actuaba con cautela. Las manos ya no le temblaban y
podía conducir. Y eso es lo que tenía que hacer en aquel momento. Conducir, alejarse
de allí.
Dio el contacto y el motor se puso en marcha. Con todo cuidado, condujo la
furgoneta de nuevo a la carretera, avanzando entre los árboles y luego, dejándolos
atrás, hasta un calvero. El mero acto de conducir constituía una garantía. El hecho de
poder dominar la furgoneta significaba que era capaz de dominarse a sí mismo. Y
quien se domina, puede dominar el futuro. Lo único que le quedaba por hacer era
planificarlo.
En alguna parte de la carretera encontraría una tienda o una gasolinera. Allí
podrían facilitarle cerillas.
Pero en aquella desviación no tendría muchas oportunidades de encontrar un
comercio cualquiera. Lo mejor que podía hacer era volver a la carretera general.
Norman encontró un lugar despejado y, dando la vuelta, condujo de nuevo hacia la
bifurcación.
Una vez hubo llegado a la carretera más ancha, se relajó. Mejor carretera,
mayores oportunidades ante sí. O al menos así lo creyó, hasta que la aleteante manga
de su hábito rozó contra el metal del volante. Se miró el hábito y frunció el ceño.
En el hospital aquello había sido su salvación. Nadie se fijó en él durante el breve
instante en que atravesó presuroso, entre la confusión que reinaba, el vestíbulo,
desapareciendo en la oscuridad del exterior.
Pero ahora aquellos hábitos eran ya una pura condena. No cabía esperar que
entrase en cualquier tienda sin llamar la atención; incluso la propia hermana Barbara
www.lectulandia.com - Página 31
hubiera sido objeto de curiosidad. Y detenerse en una gasolinera era igualmente
peligroso.
Se imaginó con rapidez la escena. Un lluvioso anochecer de domingo, sin apenas
tráfico, todo cerrado…, un muchachito sentado en la oficina con su padre, leyendo un
tebeo y escuchando la radio. Luego murmuraría irritado al escuchar una bocina que le
obligaba a salir con aquella lluvia. ¡Santo Cielo, una monja! Y no quiere gasolina…
Sólo ha pedido cerillas. ¿Para qué diablos necesita cerillas una monja? Aquí pasa
algo raro. ¡Eh, papá! Mejor será que vayas a ver qué pasa…
La escena se desvaneció y se encontró de nuevo con la vista clavada en la manga.
Vamos a ver, ahora serenidad. Tienes que seguir pensando y conduciendo. Pero,
¿adonde? ¿Adonde podría ir con aquellas ropas?
Vete a un convento.
Hamlet había dicho aquello.
Pero Hamlet estaba loco.
Por este camino vas a la locura. Pero, ¿qué otro camino quedaba? El quitarse el
hábito no era una solución. Debajo llevaba el uniforme azul de reglamento del
hospital, que contribuiría a que lo identificaran donde se presentase. La elección era
suya: O un paciente fugado o un ser con hábito monacal. Claro que necesitaba
cerillas, pero aún le urgía más una ropa corriente. La indumentaria hace al hombre.
El trueno retumbaba, sobresaltaba, se burlaba. La voz de Dios. Pero Dios no se
burlaría de él, al menos no ahora, no después de haberle guiado, sano y salvo a través
de aquello. El Señor proveerá.
Y entonces llegó el rayo. Iluminó sólo un instante, pero el tiempo suficiente para
que Norman viese aquella figura acurrucada debajo de un árbol solitario, delante de
él en el lindero de la carretera, sosteniendo una cartulina en la que se veía
garrapateada una palabra con toscas letras mayúsculas.
Dios había enviado una señal y decía Fairvale.
www.lectulandia.com - Página 32
SEIS
El doctor Claiborne no se había dado cuenta de lo cansado que estaba hasta que
llegó al despacho de Steiner y se dejó caer en la butaca detrás de la mesa de
escritorio. Era una butaca revestida de cuero en los brazos y el respaldo, con un
mullido e inmenso asiento concebido para acomodar enormes y bien rellenos
traseros. Asientos para los poderosos.
Su fatiga dio paso momentáneamente a la irritación al comparar toda aquella
comodidad, con los contornos duros y llenos de aristas del barato mobiliario de
plástico y chapa de madera de su pequeño despacho en el vestíbulo. No era de
extrañar que se sintiera exhausto, al trabajar turnos dobles, mientras Steiner
permanecía sentado y daba órdenes en su mullido asiento, o acudía a sesiones a cargo
de su bien nutrida cuenta de gastos.
Claiborne suspiró y cogió el auricular que se encontraba sobre la mesa. Luego,
haciendo un esfuerzo concentró su atención en el asunto pendiente.
—Hola. Al teléfono el doctor Claiborne. Siento haberle hecho esperar.
—No tiene importancia. —La voz al otro lado de la linea era profunda, hablando
lo bastante alto para ser escuchado por encima de un sonido de estéreo que se oía al
fondo—. Aquí, Marty Driscoll, de «Enterprise Productions». Le llamo sobre la
película.
—¿La película?
—El filme. ¿No le ha hablado de ello el doctor Steiner?
—Me temo que no.
—Pues es extraño. Hablé con él el jueves y dejamos acortado todo el asunto.
¿Llegó el paquete?
—¿Qué paquete?
—Lo envié el viernes por la mañana certificado para su entrega urgente. —Un
leve clic subrayó la frase de Driscoll y se desvaneció la música que se escuchaba tras
la voz—. Debería haber llegado ya.
Claiborne empezó a asentir, e inmediatamente se contuvo. ¿Por qué asentía la
gente cuando hablaba con alguien por teléfono? Era el tipo de cosas que uno espera
ver hacer a un paciente. Acaso la psicosis fuera contagiosa. No se necesita estar loco
para trabajar aquí, pero ayuda.
—No sé nada sobre un paquete —dijo. Y luego añadió—: Haga el favor de
esperar un minuto.
Mientras hablaba había observado que en la bandeja metálica, colocada al otro
extremo de la mesa de escritorio, había un gran sobre pardo. Cogiéndolo leyó la
dirección del remitente en la esquina superior izquierda.
—Su paquete llegó. Está aquí, sobre la mesa de escritorio del doctor Steiner.
www.lectulandia.com - Página 33
—¿Lo ha abierto?
Claiborne observó la solapa abierta del sobre.
—Sí.
—Entonces, ¿a qué viene la demora? Me prometió llamarme tan pronto como
hubiera leído el guión.
Los truenos competían con la conversación, Claiborne no estaba completamente
seguro de lo que creía haber oído.
—¿Le importaría repetirlo? Tenemos aquí una tormenta con gran aparato
eléctrico…
—El guión… —La voz de Driscoll resonó con más fuerza, subrayando su
impaciencia—. Tiene que estar ahí. Échele un vistazo y compruébelo.
Claiborne volvió el sobre del revés y su contenido se desparramó sobre la mesa
escritorio… Tres brillantes fotografías, de ocho por diez, más un abultado montón de
páginas manuscritas sujetas con unas tapas de imitación a cuero. Echó una mirada al
título mecanografiado en la tarjeta colocada en el centro de la tapa.
—Dama Loca —repitió.
—Ése es. ¿Le gusta el título?
—No mucho.
—Tampoco a Steiner. —El tono de Driscoll revelaba una tolerancia divertida—.
No se preocupe, no estamos casados con él. Tal vez usted y Ames puedan verse y
encontrar algo mejor.
—¿Ames?
—Roy Ames. Mi escritor. Me gustaría enviarle un par de días para que les
conociera. Algo así como para que tome contacto por si se atasca con detalles
técnicos. Ya sé que Bates está todavía algo mochales, pero tal vez si Ames hablara
con él…
—No creo entenderle. ¿Se refiere a Norman Bates?
—Sí. El chiflado.
—Pero, ¿qué tiene él que ver con…?
—Tranquilo, doctor —Driscoll rió entre dientes—. Nunca recuerdo que usted no
ha leído el guión. Estamos haciendo una película sobre el caso Bates.
Claiborne dejó caer el cuaderno sobre la mesa de escritorio. Dama Loca. Se
quedó mirándolo como atontado. ¿Qué era lo que le había dicho a la hermana Barbara
sobre el psicodrama? No hay que estar loco para trabajar aquí, pero ayuda.
—Doctor… ¿sigue usted ahí?
—Sí.
—Pues diga algo. ¿Qué le ha parecido?
—¿Quiere mi opinión profesional?
—Sí, eso es.
www.lectulandia.com - Página 34
—Entonces, escúcheme con atención. En mi calidad de psiquiatra en ejercicio,
creo que anda usted mal de la cabeza.
La risa de Driscoll resonó con mayor fuerza aún que su voz, hasta que Claiborne
cortó por lo sano.
—Lo digo de veras. Usted no puede hacer una película sobre Norman Bates.
—No se preocupe, el departamento jurídico ha tomado todas las medidas. El
kapoosta completo es un expediente público, como el Estrangulador de Boston y
Charlie Manson y…
—Esto es diferente.
Pero Driscoll no lo escuchaba.
—Confíe en mí. Los dejaremos patidifusos. Está programada para su estreno a
últimos de otoño y hemos volcado los restos.
—Lo que sé propone es sensacionalismo barato…
—¡Diablos, barato…! Ésta es una de las grandes. La hemos presupuestado a
once-cinco como mínimo.
—No me refiero a la financiación.
—Hace bien. Eso me compete a mí.
—Y a mí el bienestar de mis pacientes.
—Deje de preocuparse. Nosotros, al igual que usted, no queremos una pieza de
schlock. Por eso le he enviado el guión…, para darles oportunidad de corregir
cualquier error…
—Si quiere mi opinión, todo el asunto es un puro error.
—Vamos, doctor. Si ni siquiera lo ha leído. —La potente voz resonó a través del
auricular—. ¿Por qué no me hace un favor y le echa un vistazo? Pero recuerde, si hay
que introducir algún cambio, tienen de plazo máximo una semana a partir del lunes,
para comunicárnoslo, para que así dispongamos de un par de días para su estudio y
ensayos. Todo cuanto quiero de ustedes es una pequeña cooperación. Y si considera
conveniente que Ames vaya ahí a echar un vistazo durante unos días, no tiene más
que decírmelo.
—¿Está de acuerdo con esto el doctor Steiner?
—Me dijo que se pondría en contacto conmigo tan pronto como hubiera leído el
guión. Así que le ruego que cuando regrese le diga que me telefonee.
—Así lo haré.
—Gracias. —Se escuchó de nuevo el estéreo, significando con ello que se había
puesto fin a la conversación—. Encantado de hablar con usted —añadió Driscoll—.
Que tenga un buen día.
Claiborne colgó el teléfono y se reclinó en el asiento. Que tenga un buen día. Por
un instante, imaginó el buen día que Marty Driscoll estaba disfrutando,
probablemente llamando desde un teléfono portátil en una piscina, en Bel-Air,
www.lectulandia.com - Página 35
bañado por unos rayos de sol en tecnicolor y rodeado por sonido «Dolby».
Aquí no había sol, tan sólo la oscuridad de la tormenta; y ningún sonido salvo el
del trueno y la lluvia.
Pensó en Steiner instalado muy cómodo, muy pulcro en su asiento de primera
clase de avión. ¿Por qué no le había mencionado el guión? ¿Acaso no se daba cuenta
de las implicaciones? ¿Cómo podía siquiera considerar la posibilidad de apoyar
semejante proyecto, poniendo en tela de juicio la dignidad de su profesión,
afrentando a su paciente? Pero a Steiner no le preocupaban los sentimientos de
Norman, todo cuanto le importaba era aquella gran reunión en San Luis. Lo que
ocurría aquí carecía de importancia. Esto es como en las películas: la estrella recibe
todos los homenajes y los restantes actores hacen todo el trabajo.
Claiborne sacudió la cabeza. Estás prejuzgando. Te sientes condenadamente
cansado para pensar con lógica. En realidad ignoras lo que opina Steiner. Y no has
leído el guión. Apartó la libreta con las tapas en imitación de cuero, echando una
ojeada a las fotografías ocho por diez, que había debajo. La primera era una brillante
copia del busto de un individuo reluciente, con una reluciente sonrisa, reconocible a
primera vista. Paul Morgan, perteneciente a la última cosecha de estrellas, era…,
¿cómo se decía? Rentable… ¿No serían capaces de hacerle desempeñar el papel de
Norman?
Pero allí sólo había aquella foto de actor; las otras eran las de la cabeza de una
actriz que Claiborne no conocía. ¿O tal vez sí? Debajo de aquel sonriente rostro de
mirada asombrada no había nota alguna identificándola y, sin embargo, a él le
resultaba vagamente familiar.
De pronto, se dio cuenta de dónde había visto antes aquel rostro; mirándole desde
las borrosas reproducciones de «Xerox» en los viejos recortes de periódicos que
formaban parte del expediente que contenía la historia clínica de Norman Bates.
¡Era Mary Crane!
Imposible. Mary Crane fue la víctima de Norman, la muchacha a la que asesinó
en la ducha.
Habían descubierto un doble.
Mientras miraba a la joven de las fotos, Claiborne sintió aquella sensación que
sólo había conocido en sueños, sueños en los que algo turba y persigue, algo
amenazador que era incapaz de ver o identificar. Pero sabía que iba detrás de él, de
manera que seguía corriendo, hasta sentirse exhausto y dispuesto a dejarse caer,
aunque no hubiese escape posible. Y luego, cuando ya estaba prácticamente junto a
él, se despertaba.
Pero ahora, aunque no soñaba, la amenaza seguía allí. Algo…
—¡Doctor Claiborne!
Otis se encontraba, jadeante, en el umbral de la puerta.
www.lectulandia.com - Página 36
Claiborne levantó la vista, dejando caer las fotos sobre la mesa de escritorio.
—¿Dígame?
—Dése, prisa…, en la biblioteca… Ha ocurrido algo…
Algo.
Corrió presuroso tal como hacía en los sueños, pero esta vez no huía. Corría hacia
la cosa. Sin esperar al ascensor bajó de dos en dos las escaleras, en seguimiento de
Otis.
Tenía que ser una máscara, porque el cuerpo de ella estaba fantasmalmente
blanco; el rostro de un púrpura espantoso. Una máscara, se dijo Claiborne. ¿Qué otra
cosa podía ser?
Al inclinarse hacia la monja descubrió la respuesta incrustada en la tumefacta
carne… El rosario, fuertemente enroscado alrededor del cuello de la hermana
Barbara.
www.lectulandia.com - Página 37
SIETE
Debía de hacer ya casi media hora que Bo Keeler estaba allí, de pie, bajo aquella
gélida lluvia.
En todo aquel tiempo sólo habían pasado por allí dos coches y las dos madres que
tampoco se detuvieron. O tenían una condenada prisa o demasiado canguelo para
pararse.
Está bien. Era muy posible que el pelo, la barba y el sombrero de explorador les
hubiera espantado. Tal vez pensaron que era un lunático, acaso la chaqueta les puso
en guardia y creyeron que pertenecía a algún club de motoristas.
¡Mierda! Si así fuera no estaría allí, bajo la lluvia y sin ruedas. Hubo un tiempo en
que pudo serlo. Hacía dos años intentó unirse a los «Angeles», allá en Tulsa, pero no
tenía su propio chisme. Lo siento, chico…
De manera que a la faena. Localizó la exposición de un agente de «Honda» y
preparó el golpe. El Día del Trabajo. Todo el mundo fuera para el fin de semana. Pura
dinamita. El cerrojo en la parte trasera fue coser y cantar y una vez dentro echó el ojo
a la moto más despampanante de todo aquel antro. Un trasto súper, de dos de los
grandes, con todos los accesorios, y dispuesta para arrancar. ¿Cómo diablos podía
imaginarse lo del sistema de alarma silenciosa? Pero de repente todos se precipitaron
sobre él, lanzando alaridos y él se quedó parado. Aquellos malditos estúpidos le
acorralaron, asalto con fractura, segundo delito. Cargó con dos años, y punto.
Bo, temblando de frío, volvió a refugiarse bajo los árboles, tratando de mantener
seco el letrero. Tenía escasas posibilidades con aquella tormenta. Si hubiera tenido
siquiera un adarme de inteligencia hubiera tomado el autobús. Cuando le soltaron
hicieron una suscripción para el billete.
El tener pasta fue un inmenso error, pero logró lo que buscaba: seis porros y
acostarse con aquella «conejita» de camping que localizara en la estación de autobús.
Hoy, al separarse, parecía fácil viajar en autocar. Pero en seguida le falló la suerte con
aquel camión-cisterna… El camionero dijo que tenía que pasar por Fairvale y que
podía dejarle frente a la casa de Jack. Pero luego estalló aquella espantosa tormenta y
el tipo se echó atrás. Lo siento, amigo, pero no puedo correr riesgos. Me quedaré
aquí, en Rock Center, hasta que aclare.
Así que se quedó plantado. Allí en medio de la carretera, bajo la lluvia,
chapoteando y sin sitio donde guarecerse, tan sólo con aquella maldita cartulina
sujeta a un palo.
Pero tenía que llegar aquella misma noche a Fairvale antes de que el viejo
camarada Jack se fuera a la Costa, como le escribiera el mes pasado; Jack le debía
alguna pasta, de manera que a lo mejor se lo llevaría con él. ¡Maldita sea, tenía que
hacerlo! Ya que no había nadie más en el mundo que diera un centavo por él. No
www.lectulandia.com - Página 38
tenía adonde ir con sólo medio paquete de colillas y treinta y siete centavos.
El viento soplaba ya con tal fuerza que impulsaba lateralmente la lluvia y de poco
le servía guarecerse bajo el árbol. Bo se estremeció, sujetando la pancarta delante de
su cara a manera de escudo. Uno podría muy bien ahogarse allí en medio de ninguna
parte. Lo que necesitaba era un paraguas.
Ni siquiera eso. Lo que precisaba era un buen golpe. Tenía que reconocerlo,
Fairvale era una carcamal, lo mismo que el viejo camarada Jack. Pero si daba un
golpe lo bastante importante para hacerse con algo de pasta y un vehículo…
Algo brilló a su derecha. No era un relámpago porque se mantenía constante. Era
un coche que avanzaba por la carretera.
Bo se apartó del árbol y avanzó unos pasos. Al acercarse más los faros, pudo ver
que se trataba de una furgoneta.
Para. Párate, maldita sea…
Y se paró. La furgoneta se detuvo y Bo se acercó a la portezuela.
El conductor le miró desde el fondo de la cabina a oscuras.
—¿Quiere ir a alguna parte?
¿Para qué diablos crees que estoy aquí, estúpido? Sólo que no lo dijo. Tenía que
andar con tiento.
—¿Va a Fairvale?
—Eso es…
Bo arrojó la pancarta a la zanja y subió a la cabina, cerrando la portezuela al
tiempo que la furgoneta se ponía en marcha. Aquí se estaba mejor, con la calefacción
funcionando, caliente y seco. Se recostó en el asiento y echó una ojeada al conductor.
Por un instante pensó que veía visiones. ¿Quién diablos va por ahí conduciendo
una furgoneta envuelto en un gran manto negro, como los que se ven en esas
películas de Drácula?
Luego le miró la cabeza…, la capucha, o como le llamaran a aquello… Y se dio
cuenta. El conductor era una monja.
Bo no era uno de aquellos hippies que parecían un Jesús redivivo pues no le daba
por aquella basura, pero era como si alguien hubiera escuchado su ruego. Una monja
conduciendo una furgoneta. Sus propias ruedas. En aquel preciso momento otras
ruedas le daban vueltas en la cabeza. Si fuera capaz de imaginarse cómo orquestarlo
todo. Anda con tiento. Sigue la corriente.
La furgoneta continuaba su marcha. La encapuchada figura le echó una ojeada,
pero sólo cuestión de un segundo, no el tiempo suficiente para que Bo pudiera verle
la cara en la oscuridad. Sonrió, sólo por si su indumentaria la hubiera asustado.
La monja tenía la atención fija en la carretera, pero Bo sabía que también le
vigilaba por el rabillo del ojo. De repente, empezó a hablar con voz ronca, como si
estuviera resfriada.
www.lectulandia.com - Página 39
—¿Vive en Fairvale?
—No, hermana —Ve con tiento—. sólo estoy de paso. Tengo allí amigos.
—Entonces, ¿conoce la ciudad?
—Más o menos. ¿Es usted de allí?
La monja asintió.
—Crecí cerca. Pero hace años que no he vuelto.
—Supongo que si está en un convento no la dejarán corretear mucho.
Emitió una extraña risita… Sonaba rara en una monja.
—Eso es verdad.
—Le aseguro que no se ha perdido gran cosa. Apuesto a que Fairvale está igual
que cuando usted se fue.
La lluvia arreciaba y la monja tenía la mirada fija en la calzada.
—¿Dice que tiene amigos en el pueblo?
—Sí.
—Me estaba preguntando si, por casualidad, conocería a un tal Mr. Loomis. Sam
Loomis…
—Me parece haber oído ese nombre —repuso Bo—. ¿No es el que tiene la
ferretería?
—Entonces, ¿aún sigue allí?
Bo asintió.
—Ya le he dicho que no ha cambiado gran cosa.
Pero, en verdad, todo había cambiado. Mientras hablaban había estado tratando
de preparar la acción. Y luego, cuando la vieja bruja le hizo la última pregunta, la
respuesta a su problema pareció caída del cielo.
Sam Loomis. Ni que decir tiene que había oído hablar de él. Era aquel individuo
mezclado en un caso de asesinato, hacía ya muchos años, cuando pescaron a una
especie de chiflado que se disfrazaba en el viejo motel. El «Motel Bates», junto a
County Trunk A. El lugar ardió pero la carretera seguía allí. Casi nadie la utilizaba,
puesto que por allí atravesaba la autopista, y ni que decir tiene que aquella noche
nadie se detendría en aquella casa.
¿Cuánto tiempo llevarían rodando? Si su memoria no le era infiel muy pronto
llegarían a la curva. Bo intentó penetrar la oscuridad a través del parabrisas, pero
llovía con tal fuerza que los limpiaparabrisas no daban abasto y afuera todo era
tinieblas. Escuchó el trueno y luego la luz iluminó el trecho de carretera que tenían
ante sí, el tiempo suficiente para que le fuera posible distinguir el lugar que esperaba.
Ve con tiento.
—Hermana…
—¿Dígame?
—¿Ve esa encrucijada, ahí delante? Si toma a la derecha hay un atajo a la ciudad.
www.lectulandia.com - Página 40
—Gracias.
¿Oía visiones o había vuelto a reír de aquella manera? No, parecía más bien como
si hubiera tosido.
—¿Se ha resfriado?
La hermana hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Estoy bien.
Desde luego que lo estaba. Era más bien fortachona, casi tan alta como él, pero
Bo sabía que podía arreglárselas. Un buen derechazo, lo suficiente para dejarla fuera
de combate y arrojarla al lindero de la carretera. Luego, ya dueño del volante
atravesaría como un rayo Fairvale, y por Ravenswood cruzaría la frontera del Estado.
Sigue la corriente.
Ahora ya avanzaban a trompicones por el camino vecinal, hundiéndose en los
baches entre la oscuridad. Por un instante, Bo pensó que iba a regañarle por haberla
llevado por allí, pero la monja no dijo una palabra. La tormenta empezaba a
amainar…, tal vez pronto cesara la lluvia.
Ahora la cuestión era cómo hacerla parar. Tenía ante sí los árboles, un lugar
agradable y oscuro, algo estupendo. ¿Qué más podía pedirse? Era el momento de
entrar en acción.
Cuando abrió la boca fue él quien parecía estar resfriado. Tenía la garganta seca,
como papel secante y sintió que se le encogía el estómago. ¡Sigue la corriente,
idiota!
Echó mano al bolsillo de su chaqueta y sacó una colilla del paquete.
—¿Le importa que fume? —preguntó.
La monja irguió veloz la cabeza, como si hubiera dicho alguna obscenidad, pero
había luz suficiente para que Bo pudiera ver que sonreía.
—¿Tiene cerillas? —le preguntó.
¡Vaya pregunta estúpida! En vez de contestar rebuscó en su bolsillo y se las
enseñó. Luego hizo un ademán de asentimiento.
—Si no le importa reducir un poco la marcha para que pueda encender…
—Claro.
Detuvo la furgoneta exactamente junto a los árboles. ¡Formidable!
Se demoró un segundo, para asegurarse de que tenía bien calibrados sus
movimientos. Primero encendería el pitillo, después un rápido derechazo a la cara de
la monja. Ella se erguiría llevándose las manos al rostro y entonces le daría el golpe
de gracia en el estómago. Cuando tratara de protegerse con las manos, ¡zas!, uno en
la mandíbula. Dicho y hecho.
Bo se llevó el pitillo a la boca, encendió una cerilla, protegiendo la llama con las
manos. Al encenderse el fósforo perdió el rostro de la monja en el resplandor, pero
únicamente durante uno o dos segundos.
www.lectulandia.com - Página 41
Suficientes para que ella se inclinara y cogiera algo que había en el suelo, entre
sus pies…
www.lectulandia.com - Página 42
OCHO
Claiborne había perdido la medida del tiempo. Le pareció que transcurría una
eternidad hasta la llegada de la patrulla de carreteras; cuando al fin aparcaron en el
estacionamiento, había dejado de llover.
En el coche iban tres hombres. El conductor permanecía sentado ante el volante,
mientras los otros dos hombres bajaban, dirigiéndose hacia la entrada donde les
esperaba Claiborne.
Las presentaciones fueron breves. El individuo grande y canoso, de cuello grueso,
era el capitán Banning, y el otro delgado era un agente llamado Novotny. De repente
Claiborne se dio cuenta de que se estaba preguntando el porqué los mesomorfos eran
siempre jefes y los ectomorfos subordinados.
Y no era que Banning no pareciera capacitado. Incluso antes de que entraran en el
vestíbulo, empezó a disparar preguntas como una ametralladora ordenando al mismo
tiempo a Novotny que se quedara allí y tomara declaración a Clara, que era la
recepcionista.
Banning y Claiborne se dirigieron directamente al ascensor.
—Lamento el retraso —le dijo Banning mientras subía el ascensor—. ¿Se ha
enterado del accidente?
—¿Qué accidente?
—El autobús de Greyhound ha chocado contra un gran semirremolque y ha
volcado, prácticamente en las afueras de Montrose. Hasta el momento hay siete
muertos y alrededor de veinte pasajeros heridos. Ahora están allí casi todas las
unidades del Condado…, el departamento del sheriff, ambulancias y toda nuestra
gente. Y encima tenemos apagones de fluido eléctrico por culpa de la tormenta. Tuvo
suerte al poder localizarnos. Un auténtico lío.
Claiborne escuchaba, asintiendo en los intervalos apropiados, pero, como quiera
que fuese, el relato del capitán le dejaba frío. Lo que realmente le importaba era lo
que tenía aquí, en la biblioteca.
Y respecto a eso empezarían de nuevo las preguntas. Otis, siguiendo las
instrucciones de Claiborne, había cubierto el cuerpo con una sábana, pero, aparte de
ello, no se había tocado absolutamente nada. Y, en aquel momento, Banning
interrogaba a ambos, anotando sus respuestas en un bloc. Mediada la sesión, envió a
Otis en busca de Allen y, al aparecer el vigilante, comenzó de nuevo el interrogatorio.
Sí, lo habían registrado todo… absolutamente todo, incluyendo los cobertizos de
almacenamiento y las viviendas de los empleados. Siguiendo las órdenes de
Claiborne, se había llevado a cabo un minucioso registro en el propio hospital; las
habitaciones de los pacientes, los lavabos, la cocina, la lavandería, incluso la alacena
donde se guardaban los artículos de limpieza.
www.lectulandia.com - Página 43
—Una pérdida de tiempo —afirmó Banning cerrando su cuaderno de notas—.
Con toda seguridad, su hombre se vistió con la indumentaria de la víctima y salió por
la puerta principal. Lo más seguro es que se dirigiera, directamente, a la furgoneta en
la que viajaban las hermanas.
—Pero la hermana Cupertine también se fue —repuso Claiborne—. ¿Es posible
que no le reconociera?
—Capitán…
Banning se volvió hacia otro agente uniformado que apareció en el umbral de la
puerta. Era el agente que se había quedado en el coche patrulla y Banning avanzó por
el pasillo en su dirección.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó.
El agente le contestó en voz baja. Pero cuando Banning habló lo hizo con voz
fuerte y clara.
—¡Santo Cielo! —exclamó.
Claiborne se acercó a él.
—¿Qué ocurre?
—La furgoneta —gruñó Banning—. Un viajante la encontró al pasar por County
Trunk A. Llevaba teléfono en el coche y llamó inmediatamente a los bomberos.
—¿A los bomberos? ¿Qué ha pasado?
Banning se metió bruscamente el bloc de notas en el bolsillo.
—Cuando lo sepa se lo diré.
Los bomberos. A Claiborne le volvió aquella sensación de ensoñamiento, igual
que cuando Otis fue a buscarle para que acudiera a la biblioteca, una sensación de
pesadilla, de que algo le aguardaba. Ahora ya no servía de nada correr, tarde o
temprano tenía que hacerle frente. Sólo entonces se despertaría.
—¿Puedo ir con usted? —preguntó Claiborne—. Tengo el coche afuera.
—Muy bien. Si quiere, sígame. —Banning se encaminó hacia la puerta—. En
caso de que me pierda, es en el County Trunk A…
—No se preocupe. No le perderé —afirmó Claiborne.
Pero lo perdió.
Para cuando terminó de dar instrucciones a Otis a fin de que se hiciera cargo de
todo, advirtiéndole que el personal no se enterase de lo que estaba ocurriendo, el
coche patrulla de Banning salía ya del aparcamiento. Los dos agentes se quedaron
para seguir tomando declaraciones y llamar a la ambulancia, para que se hiciera cargo
del cuerpo de la hermana Barbara. Pero Banning no necesitaba a nadie para conducir;
las luces traseras parpadeaban ya a distancia, antes de que Claiborne enfilara la
carretera.
Apretó el acelerador, observando la aguja que marcaba los ciento diez. Era inútil.
El coche de la Policía debía de ir a ciento cuarenta o más y no podía abrigar
www.lectulandia.com - Página 44
esperanzas de alcanzarle tal y como estaba de mojado el pavimento.
Al cabo de uno o dos segundos, el coche patrulla tomó una curva y desapareció
de la vista. Claiborne redujo la velocidad a noventa, pero aún así tenía que
concentrarse mucho para que el coche no acabara en una zanja. Como resultado de
ello no observó la encrucijada en la carretera y, cuando se dio cuenta de su error,
hubo de retroceder. Luego, después de tomar por County Trunk A, ya no le hizo falta
más orientación.
En la carretera, y gracias a la lluvia, el aire nocturno era fresco y fragante. Pero
allí, un olor acre se mezclaba a un hedor repugnantemente dulzón. Claiborne
descubrió su origen a la luz de los destellos que tenía ante sí.
Había esperado ver el autobomba de los bomberos, pero sólo había dos coches
aparcados en el lindero de la carretera, enfocando con sus faros a un tercer vehículo.
Claiborne reconoció la furgoneta, o más bien lo que había quedado de ella. El
parabrisas había desaparecido y surgía un enorme agujero en el techo carbonizado de
la cabina; las portezuelas, abiertas, pendían de las charnelas casi fundidas. La parte
trasera había volado por completo y el capó desaparecido, dejando al descubierto una
maraña de metal fundido de la que aún surgían columnillas de humo que se
mezclaban con los restos de los gases de la gasolina. Debajo de los neumáticos
reventados había un montón de cristales rotos y otros restos inidentificables.
Apoyado en el portaequipajes de su coche, el viajante se encontraba vomitando
ruidosamente en la zanja. Al otro lado del camino, el coche patrulla aparecía vacío
pero, al salir del suyo, una vez aparcado, Claiborne vio a Banning alejarse de la
cabina de la furgoneta. Levantó la vista, con su rostro lívido bajo aquella luz.
—Ha explotado el depósito de la gasolina —explicó.
—¿Accidente?
—No lo sé. También puede tratarse de un incendio premeditado. El Departamento
de incendios podrá decirlo, si es que alguna vez llegan los bomberos.
Banning escudriñó la carretera con el ceño fruncido.
El aire era puro veneno. A Claiborne se le removió el estómago.
—¿Cuál es su teoría? —preguntó.
—Aquí hay algo que no encaja. La furgoneta se encontraba aparcada cuando
sucedió todo… El freno está echado. Y, al parecer, el fuego empezó por delante.
Tengo la impresión de que tuvieron tiempo de salir antes de que el depósito estallase.
Claiborne aguzó el oído.
—¿Tuvieron?
Adelantóse en dirección a la cabina abierta, pero Banning le puso una mano sobre
el hombro.
—No vale la pena mirar —indicó con la cabeza el viajante que vomitaba al otro
lado del camino—. Apuesto a que él desearía no haberlo hecho.
www.lectulandia.com - Página 45
—Pero tengo que saberlo.
—Muy bien, doctor. —Banning dejó caer la mano y se apartó—. Luego no diga
que no le advertí.
Claiborne, inclinándose hacia delante, echó una ojeada a la cabina. El cuero se
había desprendido, quemado, de los asientos y el plástico se había fundido en el
salpicadero. Allí era más fuerte el hedor dulzón, casi insoportable. En aquel momento
descubrió su origen.
Yaciendo atravesada en el suelo de la cabina, se veía una masa carbonizada con
dos muñones a cada lado. Apenas podía reconocerse en ella un torso humano, y la
protuberancia redondeada en la parte superior era tan sólo una especie de bola negra
achicharrada, de la que había desaparecido todo rastro de facciones. Los ojos, la
nariz, todo vestigio de piel o pelo se habían esfumado y lo que fuera una boca era ya
tan sólo una brecha sin lengua abierta en silencioso alarido.
Claiborne dio media vuelta, casi sin respiración por el hedor y el espectáculo, y
dirigió la mirada al interior de la parte trasera de la furgoneta.
Allí, entre las sombras, yacía otra masa, un bulto sin miembros, semejante al
costado de un buey asado. No tenía cabeza. Al parecer, la explosión del depósito de
gasolina había destrozado el cráneo. Tan sólo un detalle anatómico identificaba
aquellos restos como pertenecientes a una mujer: la cavidad achicharrada de la
vagina. Una única tira de piel se había desprendido revelando debajo una vedija de
carne rosada.
Claiborne se apartó de la furgoneta respirando hondo. Consciente del escrutinio
por parte de Banning, luchó por dominar sus gestos y su voz.
—Tiene usted razón, es inútil. Requerirá una autopsia completa.
—Y eso tardará algo —dijo Banning—. El juez no va a dar abasto con el
accidente del autocar en Montrose. Pero tengo una idea general de lo que ocurrió
aquí. —Se pasó la mano por la incipiente maraña canosa de su barbilla—. Lo que
opino que ocurrió es que a la hermana Cupertine la dejaron sin sentido o la mataron,
y luego la ocultaron en la trasera de la furgoneta. El siguiente movimiento consistía
en encontrar un lugar apartado de la carretera general y…
—Un momento… —Claiborne frunció el entrecejo—. Primero me dice que no
sabe si fue o no accidente y ahora afirma que hubo asesinato.
—En cuanto a la segunda parte, jamás tuve la menor duda —le dijo Banning—.
El cuerpo encontrado en la trasera del vehículo nos revela al menos eso. Si no hubiera
estado muerta o, al menos inconsciente, la hermana Cupertine se hubiera encontrado
en la cabina intentando desesperadamente salir de ella cuando se inició el fuego.
—Pero aún desconocemos la causa que provocó la explosión de la furgoneta —
alegó Claiborne.
El viajante se acercó a él, silencioso y conmocionado, al tiempo que Banning,
www.lectulandia.com - Página 46
inclinándose, cogía en la oscuridad algo que había a sus pies. Un cilindro metálico
chamuscado.
—Aquí tiene la respuesta —le dijo—. Encontré esta lata de gasolina aquí, en el
camino, mientras usted miraba el interior. Con toda seguridad se trata de un incendio
provocado. La intención era empapar el cuerpo y la furgoneta para que el fuego diera
al traste con todas las pruebas. —Banning hizo un leve movimiento de cabeza—.
Pero algo en la operación salió mal y él quedó también atrapado en la cabina.
—¿Él?
—Su paciente. Norman Bates.
Atrapado. Esa cosa en la parte delantera de la furgoneta era Norman. Claro.
¿Quién más podía ser?
—¡No!
—¿Qué quiere decir?
Claiborne se quedó mirando a Banning sin contestar. No había respuesta, sólo la
convicción lograda al cabo de años de experiencia profesional, de años de trabajar
con su paciente.
El viajante le miró, desconcertado y Banning hizo un ademán negativo con la
cabeza.
—Dése cuenta, doctor. Sabemos que Bates logró escapar en la furgoneta y la
hermana Cupertine debió irse con él. ¿Se hace a la idea? Al principio, bajo los hábitos
no le reconoce y, cuando al fin lo descubre, es demasiado tarde…, la golpea y viene
hasta aquí como ya le he dicho. Luego prende la gasolina y… ¡pafff! ¿Qué otra cosa
puede haber ocurrido?
—No lo sé —dijo Claiborne—. No lo sé.
—Puede creerme. Bates está muerto…
El resto de sus palabras se perdieron con el ulular.
Los tres hombres miraron en aquella dirección, pudiendo ver las luces que
centelleaban y giraban al enfilar por el camino. Un chirrido de frenos anunció la
estruendosa llegada del coche de bomberos. Se detuvo violentamente e iluminó la
escena.
Banning dio media vuelta y se dirigió hacia ellos seguido por el viajante.
Claiborne vaciló mientras observaba bajar a los hombres uniformados y dirigirse
hacia los restos de la furgoneta. Un capitán de bomberos calvo permanecía en pie
esperando junto al coche cisterna y luego, al aproximarse Banning y el viajante,
empezó a hablar.
De ahora en adelante se hablaría mucho, se hablaría sin cesar porque lo único que
todo el mundo sabía hacer era hablar. Llegaría una ambulancia para retirar aquellas
masas carbonizadas, pero seguirían hablando…, palabras inútiles, sin sentido. Ahora
ya nada tenía sentido y no era necesario que Claiborne lo escuchara de nuevo. Deja la
www.lectulandia.com - Página 47
autopsia para el forense. Tú no eres más que un espectador casual.
Volvió junto a su coche y se sentó ante el volante. Nadie se dio cuenta y nadie
intentó detenerle mientras se alejaba, retrocediendo por donde había llegado hasta
tomar de nuevo la carretera general.
De forma gradual, fueron extinguiéndose el hedor y los ruidos, al menos
externamente. Pero la visión permanecía, oscilando ante sus ojos con mayor vividez
que la propia carretera que tenía ante sí… El espectáculo de los torsos retorcidos, de
los seres achicharrados en el escenario del crimen.
Nada de autopsia. Espectador casual.
Pero la autopsia proseguía, allá en lo más profundo de su ser, y se desvanecieron
las protestas de inocencia. Porque Norman estaba muerto. Norman estaba muerto y él
era culpable. Culpable de juicio equivocado, al permitir que se conocieran Norman y
la hermana Barbara. Culpable de negligencia al haberlos dejado solos. Y, en
consecuencia, también era responsable, de forma indirecta, de la muerte de la
hermana Cupertine. Pero, sobre todo, era culpable de haber fallado a Norman. Sus
errores profesionales de diagnosis y prognosis constituían el auténtico crimen.
Claiborne llegó a la carretera general y giró de forma casi automática. El aire
fresco contribuyó a despejarle los pulmones y la cabeza.
Ahora ya podía enfrentarse a los hechos. Ahora era capaz de comprender su
resistencia ante la realidad de la muerte de Norman. Porque, en cierto modo, no era
Norman quien había muerto en aquella furgoneta en llamas…, era el propio
Claiborne. Era su propia imagen la que había sido destruida hasta el punto de quedar
irreconocible: sus planes, sus esperanzas, sus sueños habían explotado. Su vida se
había convertido en humo.
Ahora ya no habría libro. Ya no habría una exposición erudita y, a un tiempo,
sutilmente triunfante, de la forma en que le fue devuelta la razón a su psicótico, al
parecer incurable, sin recurrir al uso de electroshock, psicocirugía o ataraxia. Sabía
que aquél había sido su objetivo durante todo el tiempo; escribir el libro, crearse un
nombre y una reputación, apartarse de la sombra de Steiner, abandonar aquel trabajo
sin salida y alcanzar un cargo interesante. Al igual que Norman, había estado
prisionero en aquel hospital y, si las cosas hubieran marchado bien, ambos hubieran
podido quedar libres.
Y casi lo había logrado, estuvo a punto de lograrlo. Estuvo a punto de alcanzar el
éxito, a punto de liberar al propio Norman. Habían trabajado juntos durante tanto
tiempo, que llegó a conocer perfectamente a aquel hombre. O creyó conocerlo.
¿Cómo pudo cometer aquel error?
Arrogancia.
Orgullo, creer en la superioridad de la ciencia, en la omnisciencia del intelecto.
Aquél fue el error fatal.
www.lectulandia.com - Página 48
A veces es preferible confiar en el instinto, tal como había hecho cuando estuvo a
punto de descolgarse con lo de que Norman no estaba muerto.
Y entonces se dio cuenta, sobresaltado, de que aquella creencia seguía allí.
—¿Y si fuera verdad?
Claro que no tenía sentido, pero tampoco lo tenía lo ocurrido con la furgoneta.
Banning se estaba precipitando en sus conclusiones; también él tenía su arrogancia,
necesitaba una respuesta fácil. Pero ¿por qué habría de empaparlo todo Norman con
gasolina y prenderle fuego sin antes salir de la furgoneta? Pese a cuanto pudiera ser
Norman, desde luego no tenía instintos suicidas y tampoco era un estúpido.
Entonces, ¿quién?
Aquello tampoco tenía sentido. Todo carecía de sentido salvo aquella mordiente
sensación. A menos que se tratara tan sólo de un deseo expresado una y otra vez.
Norman está vivo, vivo, vivo…
Claiborne parpadeó, forzándose en mantener la atención concentrada en la
carretera que se extendía ante él. Y fue entonces, en aquel preciso instante, cuando
vio lo que había tirado en la zanja del lateral izquierdo de la carretera. Lo vio,
aminoró la marcha y, finalmente, se detuvo.
Bajó del coche y, cruzando la carretera, se acercó para examinarlo más de cerca.
Acaso su vista le hubiera jugado una mala pasada.
Pero al coger la empapada pancarta sujeta a aquel palo supo que no se trataba de
un error, Las letras aún aparecían visibles.
Fairvale.
Claiborne permaneció allí mirando aquella pancarta y, de repente, todas las piezas
encajaron. Miró hacia el saliente de la carretera.
La furgoneta pudo haberse detenido allí y recoger a un autoestopista.
De ser así, tendría que haber huellas de neumáticos en el barro. Se detuvo para
echar un nuevo vistazo, pero todo cuanto vio fue un enorme charco. Claro, era
posible que la lluvia hubiera hecho desaparecer las huellas. Y, además, no tenia
importancia, nada importaba salvo la verdad. Confía en tu instinto. Después de todo
hubo una tercera persona.
Y si hubo una tercera persona, entonces todo era posible. El autoestopista pudo
ser atraído hacia el lugar donde tenía que ser destruida la furgoneta, golpeado allí en
la cabeza y abandonado entre las llamas después de haberle despojado de sus ropas.
Mientras que Norman…
Fairvale.
Claiborne cogió la pancarta y la llevó hasta el coche. Después de colocarla con
cuidado sobre el asiento trasero, puso en marcha el motor. Sus ideas se pusieron en
movimiento con igual rapidez.
El coche dio la vuelta. Fairvale se encontraba junto a la carretera general, más allá
www.lectulandia.com - Página 49
de la encrucijada. Y allí era adonde se dirigiría Norman después de abandonar la
furgoneta en llamas. Un hombre capaz de matar en estado maníaco a forasteros
inocentes, ciertamente no vacilaría un solo instante en matar a enemigos conocidos.
Sam Loomis y su mujer, Lila, vivían en Fairvale.
Había llegado a la bifurcación. Por un instante, Claiborne vaciló. ¿Debería volver
a informar a Banning? Pero aquello significaba hablar, más palabras y, de antemano,
sabía cuál sería la reacción si le dijera lo que sospechaba.
Muy bien, ¿pero qué pruebas tiene? Tan sólo un letrero que ha encontrado en una
zanja. ¿Y sólo con eso pretende que crea toda esa historia de que Norman ha matado
a un autoestopista y metido el cuerpo en la furgoneta? Y aunque lo hubiera hecho,
¿cómo puede usted saber que va detrás de los Loomis…? Es posible que sea usted un
buen curandero, pero eso no le faculta para leer en la mente humana. Verá, doctor,
está usted fatigado. ¿Por qué no regresa al hospital y se toma un descanso,
dejándonos a nosotros el trabajo policial?
La voz de Banning. La voz de la arrogancia.
Claiborne sacudió la cabeza. Era verdad que se sentía fatigado, absolutamente
exhausto. Y que tampoco era capaz de leer el pensamiento. ¿Cómo podría convencer
a Banning de que él sabía, sabía con toda certeza lo que estaba pensando Norman?
No había forma. Y tampoco tiempo.
El coche dejó atrás la bifurcación y aceleró al apretar Claiborne con súbita
decisión el pedal.
Al llegar al letrero que se erguía a la derecha de la carretera, lo leyó sin aminorar
la marcha. Fairvale - 20 km.
El coche se lanzó hacia delante.
En aquel momento, la sensación era más fuerte que nunca, la sensación de
avanzar, en sueños, hacia un espantoso destino.
Pero eso no era un sueño.
Y no había tiempo.
www.lectulandia.com - Página 50
NUEVE
Norman caminó calle abajo, y la calle estaba muerta.
La tormenta la había matado; la tormenta y la noche dominical. Todos los pueblos
tenían su calle mayor y, cuando en domingo llega el crepúsculo, también con él llega
la muerte. Las tiendas cerradas, los aparcamientos vacíos y, si acaso queda un hálito
de vida, se refugia en las viviendas, ocultándose tras las cortinas corridas.
Allí es donde seguramente estarían Sam y Lila…, ocultos en una de esas casas.
Sam, el de la ferretería y su mujer Lila. Era la hermana de Mary Crane y había
acudido allí en busca de Mary al desaparecer ésta. Y se había dirigido a Sam sabiendo
que él y su hermana eran amantes.
Nadie se hubiera enterado de lo ocurrido a no ser por ellos. Tanto Mary Crane
como el detective que la buscaba estaban muertos, y Sam y Lila también debieron ir a
sus tumbas. Pero, en vez de ello acudieron, al «Bates Motel» y descubrieron a
Norman y fue a él a quien enterraron, lo enterraron vivo en aquel manicomio durante
todos aquellos años.
Su encierro fue un castigo peor que la muerte…, el castigo por crímenes que
jamás cometiera. Fue Madre quien lo hizo, apoderándose de su mente y de su cuerpo
y haciéndole realizar todos los movimientos del asesinato. Él no era responsable, todo
el mundo lo había reconocido. De no ser así, le hubieran sometido a un juicio.
Pero no hubo juicio, tan sólo todos aquellos largos años de castigo, mientras Sam
y Lila estaban libres. Y se casaron y vivieron por siempre felices.
Hasta ahora.
Esta noche aquello se acabaría. Y no porque estuviera loco, sino porque había
recuperado la cordura y él, no su Madre, sería el vengador. Daba gracias a Dios por
ello.
No, a Dios no. Gracias al doctor Claiborne. Él era el Salvador, quien le había
salvado de la locura. Si no hubiera sido por el doctor Claiborne Norman no estaría
allí.
Y acaso no debiera estar, ya que el doctor Claiborne no lo aprobaría. Todos
aquellos años juntos, hablando para sacárselo todo, ayudándole a reencontrarse,
librándose de Madre, librándose del temor y el odio… Un hombre maravilloso, tanta
amabilidad y preocupación por él, tanta empatía. Si las cosas hubieran sido
diferentes, acaso el propio Norman pudo haber sido médico.
Pero las cosas no eran diferentes. Y no podrían serlo hasta que se hiciera justicia.
Hacer justicia, no tomar venganza. Así lo tenía que considerar seguramente el doctor
Claiborne.
Y no habría justicia mientras vivieran Sam y Lila. Fueron ellos quienes le
marcaron y sentenciaron con su testimonio… Pero, ¿quiénes eran ellos para emitir
www.lectulandia.com - Página 51
juicios? Lila, entregando su cuerpo cálido para saciar la lujuria del amante de su
hermana muerta. Y Sam, ganándose la vida con la sangre de los inocentes, vendiendo
revólveres y cuchillos en su tienda; escopetas de caza para abatir animales inocentes
y cuchillos para despedazarlos. Era el asesino, el carnicero, el tratante de la muerte…,
¿cómo era posible que nadie lo viera?
El doctor Claiborne jamás lo comprendería, pero Norman sí. Quien a hierro mata
a hierro muere. Esta noche.
Pero la calle mayor estaba muerta y a oscuras las viviendas que se alzaban a cada
lado. Sam y Lila se escondían de él, se ocultaban detrás de las cortinas de las
ventanas. ¿Dónde…, en qué casa? No podía andar por allí llamando a todas las
puertas. ¿Cómo podría encontrarles?
Norman se detuvo en una esquina, frunciendo el ceño. Nadie le había visto allí, en
pie, debajo de la farola, pero no seguiría pasando por siempre inadvertido. Era un
fugitivo, le buscaban. Si estaba decidido a actuar tenía que hacerlo en ese mismo
momento. No había tiempo…
Y entonces descubrió, entre las sombras, la cabina telefónica, junto a la gasolinera
a oscuras. Claro, allí estaba la solución. Bastaría con consultar la guía telefónica.
Pero no había guía. Tendría que pedir la información a la Telefonista.
Norman alargó la mano para descolgar el auricular, pero la retiró al punto. No
podía llamar. Nadie pide direcciones…, y aunque se la dieran, la operadora lo
recordaría. En un sitio como aquél todo el mundo siente curiosidad por los forasteros.
Tan pronto como él colgara, la operadora, probablemente, llamaría a Sam y Lila para
decirles que alguien les buscaba. Y entonces se encontraría en vía muerta.
Muerto. Él no estaba muerto y tampoco lo estaría si se andaba con cuidado. Pero
tenía que actuar con rapidez. No había tiempo…
Norman salió de la cabina y, apartándose de la luz, cruzó la calle por una esquina,
pasando junto a la taberna. Estaba a oscuras por la orden de cierre en domingo. Todas
las ventanas de la calle se encontraban a oscuras. Todas, salvo una.
Uno de los escaparates aparecía iluminado. No pudo verlo con claridad hasta que
se acercó a él, e intentó descifrar el letrero que había encima.
Ferretería Loomis.
Una luz en el escaparate, pero aquello era sólo para atraer la atención. La otra era
la que importaba…, la de arriba que brillaba tenue, desde el fondo de la tienda.
Dentro había alguien.
Norman inició un movimiento para cruzar la calle, pero seguidamente se detuvo.
Ahora he de ir con cuidado, detenerme y pensar. Mostrarme cauteloso. Lo que
hay que hacer ahora es avanzar, cruzar por la esquina y deslizarse, por el costado de
la tienda por si hay alguien mirando hacia afuera. Y permanecer en las sombras.
Fuera de la vista, fuera de la mente.
www.lectulandia.com - Página 52
Norman asintió para sí y luego avanzó silencioso. Sólo cuando alcanzó el cobijo
en penumbra del angosto pasadizo entre la tienda y el edificio contiguo, empezó a
emitir una risita tenue. Tenía que hacerlo, porque el viejo refrán estaba equivocado.
Al alcanzar la puerta trasera y manipular el picaporte, quedaba fuera de la vista.
Pero no estaba en modo alguno fuera de la mente.
www.lectulandia.com - Página 53
DIEZ
Cuando ocurrió, Lila Loomis estaba en su casa, sentada en la sala de estar en
penumbra y mirando un estúpido concurso en la televisión. No había elegido aquel
programa. La recepción era mala por causa de la tormenta y el «Canal 5» era el único
que podía verse con claridad.
Al menos, el espacio servía para distraer su atención de lo que ocurría fuera.
Se dio cuenta de que se estaba preguntando por centésima vez qué era lo que
estaba viendo en la pantalla. El Concurso era estúpido y las preguntas que se hacían a
los concursantes todavía más bobas. ¡Y ahora llegamos a la Jugada Gigante! Por
diez mil dólares en metálico, un «Ford Galaxia» completamente nuevo y una semana
completa de vacaciones para dos personas con todos los gastos pagados en el
maravilloso «Acapulco Hilton»… ¿Cómo se llamaba de soltera Jackie Onassis?
—Minnie Schwartz —susurró Lila.
Luego, al darse cuenta, se sonrió de su propia estupidez. No tenía pies ni cabeza
hablar con aquel aparato, pero últimamente estaba cayendo en aquella costumbre. Y
no era la única. Otras gentes parecían reaccionar también en aquel sentido ante los
concursos, las charlas entre invitados y los idiotas anónimos que voceaban
comerciales, con un fondo invisible de un coro de voces angélicas en alabanza de un
fertilizante líquido. Unos años más con aquella monserga y todos terminarían
hablando consigo mismos.
Lila estaba a punto de levantarse para ir a la cocina, cuando empezaron las
noticias de la noche. Volvió a sentarse y escuchó agradecida. La voz y los rasgos
normales del locutor resultaban sedantes después de la fingida histeria del concurso, y
las chillonas respuestas y muecas de los participantes.
La mayoría de los boletines se referían a la reciente tormenta, y la historia más
destacada era la del terrible accidente de autocar ocurrido en Montrose.
Afortunadamente para la tranquilidad de espíritu de Lila, no hubo reportaje filmado
del suceso. Aunque el locutor anunció que a las once pasarían un informe gráfico.
Lila tomó nota de ello para no conectar el aparato; tal vez fuera infantil por su parte,
pero no podía soportar el espectáculo de la muerte o los sufrimientos.
Lila hizo un ademán negativo con la cabeza rechazando su propia crítica. Desde
luego no se trataba de una reacción infantil; ella, de manera especial, tenía derecho a
sentir así después de lo ocurrido. Claro que aquello fue hacía ya años, historia pasada,
y no había estado presente cuando aquel maníaco asesinó a su hermana y al detective.
Pero Lila había visto a Norman Bates precipitarse hacia ella enarbolando un cuchillo
y el miedo seguía latente. A veces, volvía en sus sueños; entonces empezaba a
temblar y a gritar hasta que Sam la abrazaba tranquilizándola. No pasa nada, cariño.
Luego encendía la luz que había sobre la mesilla de noche. ¿Lo ves? Aguí no hay
www.lectulandia.com - Página 54
nadie. Has tenido una pesadilla.
Incluso en aquellos momentos, Lila deseaba que Sam hubiera estado allí con ella.
Eran ya pasadas las siete y todavía seguía en la tienda pasando cuentas. Claro que
tenía que hacerlo con la liquidación de impuestos a la vuelta de la esquina, y el
domingo por la tarde era el mejor momento para ocuparse de los libros. Pero se
habían fastidiado todos los planes de una cena agradable, y ni siquiera cabía pensar
poder salir a última hora de la tarde.
Pero tampoco cabía pensar en ello después de aquella tormenta. De todas
maneras, gracias a Dios ya había terminado y los informes sobre los daños locales y
los cortes de electricidad en toda la región nada tenían que ver con ella. Lila
escuchaba a medias, cuando el locutor empezó a hablar de una alerta general a causa
de un paciente que aquella tarde se había escapado del «Hospital General», después
de dar muerte a una visitante.
—Las autoridades creen que huyó en una furgoneta perteneciente a la visitante
asesinada, miembro de una orden religiosa, las Hermanitas de la Caridad. El paciente,
Norman Bates, no ha sido todavía localizado.
Norman Bates.
Lila se quedó rígida.
Asesinando. Fugado. Todavía sin localizar.
Se sintió incapaz de moverse, de ver, de oír. Todo había quedado inmovilizado, al
igual que en las pesadillas. Pero ahora estaba completamente despierta. Y Norman…
Como quiera que fuese, logró recuperarse y escuchar con suma atención otra
noticia de última hora que daba el locutor:
—A última hora de esta tarde ha caído un rayo en el invernadero de Weiland
Nurseries, en Rock Center, habiendo sido calculados los daños en…
¿Eso era todo? No había llegado a captar el resto del informe sobre Norman al
sentirse dominada por el pánico. Pero, ¡maldición!, tenía todo el derecho del mundo a
sentirse aterrada, todo el derecho. Y si aquel ignorante que leía las noticias tuviera el
más mínimo adarme de seso, también lo estaría. Esto no es únicamente una noticia
más. ¡Norman anda por ahí suelto!
De nuevo se estaba dirigiendo al aparato, hablando consigo misma. Cuando con
quien debería estar hablando era con Sam.
Lila se levantó y acercándose al televisor lo apagó. Luego atravesando la
habitación a oscuras, se dispuso a encender las lámparas, deteniéndose justo a tiempo.
Nada de luces. ¿Y si estuviera ahí fuera?
Pero, ¿cómo podía estar? Aun cuando Norman supiera dónde vivía, no había
motivo alguno para pensar que acudiera allí. Sólo que la gente como Norman no
actúa impulsada por la razón o la realidad.
Lila seguía todavía en pie, junto a la lámpara, cuando escuchó el ruido.
www.lectulandia.com - Página 55
Súbitamente alerta aguzó el oído, pero sólo reinaba el silencio. Eran los nervios.
Estaba imaginando cosas.
Luego se estremeció al oírlo de nuevo…, una especie de roce ahogado.
¿Pisadas?
No podía identificar el ruido, tan sólo localizar su origen. Venía de fuera.
Otra vez el silencio. Silencio y oscuridad. Sin oír ni ver, Lila se dirigió a tientas
hacia la ventana; Con mano temblorosa levantó ligeramente el visillo. Muy despacio,
sólo unos centímetros, lo preciso para poder ver…
Nada.
El sendero, el césped, la calle al fondo. Todo vacío la noche.
Y de nuevo llegó el ruido al oscilar el árbol que había junto a la casa, impulsado
por el viento, sus ramas superiores azotando el alero del tejado.
Norman no estaba allí.
Lila no se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento, hasta sentir que
lo exhalaba con súbito alivio. Ya lo ves, no es más que tu imaginación. ¿Por qué
habría de querer Norman hacerte daño? No eres su enemiga. No vendrá aquí.
Y entonces, al dejar caer de nuevo el visillo, el alivio se esfumó al llegar a una
conclusión.
Claro que no está aquí. En la mente de Norman había otro enemigo. Va en busca
de Sam.
Cuando alcanzó la mesa sobre la que estaba el teléfono, Lila temblaba de nuevo.
Tanteando en la oscuridad, se obligó a concentrarse, contando los invisibles dígitos
mientras marcaba el número de la tienda.
Esperó la llamada, pero no llegó. Lo único que escuchó fue una especie de
zumbido. ¿Señal de ocupado? No, el tono no era el mismo. ¿Qué habían dicho en las
noticias sobre cortes de electricidad?
Al colgar el teléfono, se reanudó afuera el ruido. Aunque ya conocía su origen,
Lila contuvo una vez más el aliento. Acaso esta vez podría escuchar por encima de él
otro ruido, el zumbido de un motor de coche. El coche de Sam que bajaba por la
calle, torciendo para tomar el sendero…
Silencio.
Si Sam hubiera estado escuchando la radio en la tienda, tal vez oyese algún
noticiario y acudiese a casa junto a ella. Pero no se veía coche alguno, de manera que
no había escuchado nada y nada sabía.
Consultó el reloj. Las manecillas luminosas le revelaron que eran las ocho.
Las ocho. Aunque Sam no hubiera oído nada ya debería estar en casa. A menos…
No habla necesidad de pensar en aquello. Lo que tenía que hacer era atravesar a
tientas la habitación hasta la cocina, coger el bolso que estaba sobre la mesa y
dirigirse a la puerta trasera. Y una vez allí atisbar por la parte superior de la cristalera
www.lectulandia.com - Página 56
hacia el camino, para asegurarse de que allí no había nadie.
El camino estaba vacío. Abrió despacio la puerta de la cocina y salió afuera. El
viento nocturno le azotó el rostro al volverse para vigilar el patio trasero, la parte
lateral de césped, el trecho de camino que conducía hasta la calle. Todo despejado.
Agarrando el bolso, cerró la puerta y subió por el camino, echando una ojeada a la
silueta de la casa contigua. Tal vez debería decírselo a los Dempster, era posible que
Ted la llevara en su coche a la tienda. Luego recordó que sus vecinos se encontraban
ausentes; dijeron algo de visitar aquel fin de semana a su hija casada, en
Ravenswood. Y los del otro lado de la calle se habían ido aquella mañana de
vacaciones al lago.
Lila llegó a la calle, aminorando el paso para vigilar la acera de la derecha. Allí
nada se movía, salvo las sombras que proyectaban los árboles. Pero entre esas
sombras…
No te dejes dominar por el pánico. Manten los ojos abiertos y tómalo con calma.
Sólo son tres manzanas.
Se repetía aquello una y otra vez pero, pese a todo, Lila se percató de que casi
corría. Las sombras eran sólo sombras y en la noche reinaba el silencio, salvo por el
susurro del viento y el sonido cada vez más rápido de sus tacones sobre el cemento
húmedo de la acera.
Luego, al volver la esquina y entrar en la calle mayor, Lila vio los faros de un
coche que avanzaba desde la izquierda.
¿Sam?
Se detuvo dispuesta a levantar el brazo, pero el coche que pasó rápido junto a ella
no era su coche «rubia» y el rostro del conductor no le era conocido. De cualquier
forma, tal vez debiera haberle detenido, pero ya era demasiado tarde, porque el coche
se encontraba en la esquina de la calle girando a la derecha. La calle mayor estaba de
nuevo desierta.
Lila reemprendió la marcha. Sólo una manzana. Ya estaba cerca de la tienda,
intentando mirar a través del escaparate iluminado.
Pero el escaparate estaba a oscuras.
Disminuyó el paso, tratando de atisbar, a través del cristal, la tienda en tinieblas.
No te dejes dominar por el pánico. Es posible que ya haya cerrado, saliendo por
la parte trasera en busca del coche.
Lila echó a andar por el camino lateral del edificio, avanzando despacio, con
cautela. Sólo había caminado unos metros, cuando pudo ver la «rubia» aparcada
cerca del sendero que conducía a la puerta trasera de la tienda. Tenía las portezuelas
cerradas y el asiento del conductor estaba vacío. Sam no se había ido.
Entonces, ¿por qué estaban apagadas las luces?
Tal vez se hubiera quedado dormido. O acaso…
www.lectulandia.com - Página 57
Ahora volvía a su mente la otra idea, la que había intentado ahuyentar. La visita
de Sam al doctor Rowan el mes pasado, y el informe médico…, el cardiograma. Nada
serio, sólo un leve soplo. No hay de qué preocuparse. Pero los médicos no lo saben
todo, y la mitad de las veces aquellos cardiogramas están equivocados. ¿Y si Sam
hubiera sufrido un ataque al corazón? No te dejes dominar por el pánico.
Lila avanzó con cuidado por el camino. Sus movimientos eran silenciosos y sólo
encontró silencio al dar vuelta a la esquina para alcanzar la puerta trasera. Las
persianas de las ventanas a cada lado estaban corridas y la puerta cerrada. Al intentar
mover el picaporte comprendió que estaba echada la llave.
En el bolsillo tenía otra, pero no intentó sacarla. De la espantosa experiencia que
sufriera años atrás había aprendido al menos una lección. Anda con cuidado, no
corras riesgos si estas sola. Y de haberle ocurrido algo a Sam, nada podía hacer a
menos que pidiese ayuda. No te dejes dominar por el pánico.
Lila dio media vuelta y, dejando atrás la «rubia» vacía, se dirigió hacia la avenida,
deteniéndose para vigilar en ambas direcciones. Ni un ruido, ni el menor movimiento
en la noche.
Ya más tranquila, recorrió la avenida doblando luego a la derecha con lo que se
encontró en el extremo más alejado de la calle lateral. Al otro lado y en la plaza se
hallaba el Palacio de Justicia. Se encaminó hacia él, pasando junto a los bancos
vacíos y mojados y el astil de granito erigido en homenaje a los caídos. El edificio
estaba completamente a oscuras, pero en la edificación aneja la puerta estaba del todo
abierta y una luz brillaba en el corredor.
Lila entró y, tras subir las escaleras, se encontró en el vestíbulo. Al hacerlo tuvo
aquella sensación…, ¿cómo la llamaban?, déja visto o vue. Algo parecido, cuando te
parece que aquello ya ha ocurrido antes.
Luego se corrigió. Era recuerdo, no sensación. Aquello había ocurrido antes,
hacía años, cuando ella y Sam buscaban al asesino de su hermana. Había acudido allí
un domingo por la mañana para ver al sheriff Chambers y al funcionario…, ¿cómo se
llamaba? Peterson, el viejo Peterson les dijo que estaba en la iglesia. Los dos,
Peterson y Chambers ya no se encontraban allí y ella estaba sola, aunque la similitud
de su situación resultaba estremecedora. Lila avivó el paso al cruzar el umbral de la
oficina que surgía al fondo del corredor.
La menuda y vieja Irene Grovesmith estaba sentada ante su mesa leyendo una
revista. La dejó a un lado para mirar, semejante a una lechuza, por encima de sus
gafas. Al reconocer a su visitante la saludó con un movimiento de cabeza.
—Lila…
—Hola, Irene. ¿Está ocupado el sheriff Engstrom?
—Y que lo digas. —Tras los gruesos cristales los ojos de Irene expresaban agria
desesperación—. Salió hace más de tres horas. Se fue a Montrose por culpa de ese
www.lectulandia.com - Página 58
accidente de autobús, ¿te has enterado? Me prometió estar de vuelta lo más tarde a las
siete y, fíjate, ya son pasadas las ocho y media. La radio no funciona y tampoco los
teléfonos. Al parecer, ahora se están ocupando de las averías.
—¿Así que no hay manera de que me ponga en contacto con el sheriff?
—Acabo de decirte… —Irene se contuvo, se quitó las gafas y carraspeó,
aclarándose la voz—. Lo siento. ¿Qué pasa?
Ya era hora de que lo preguntaras, viejo murciélago. Pero Lila se guardó mucho
de decir aquello, limitándose a forzar una sonrisa acompañada de un movimiento de
cabeza.
—Estoy algo preocupada por Sam. Se ha quedado toda la tarde en la tienda y no
ha venido a casa a cenar. Acabo de pasar por allí y el coche sigue aparcado fuera,
pero la puerta está cerrada con llave y todo se encuentra apagado.
—¿No tienes una llave?
—Sí. Pero no me atrevo a entrar allí sola.
Lila vaciló un instante, preguntándose qué debía decir. Una sola palabra a Irene y,
al día siguiente, todo el pueblo estaría al corriente. Pero, ¿qué más daba? Quien
importaba ahora era Sam. Si algo le había ocurrido…
—En las noticias lo dijeron —alegó—. Hablaban de un paciente que se había
escapado esta tarde del «Hospital General».
—¿Norman Bates?
Lila contuvo el aliento.
—¿Tenéis noticias sobre él?
Irene asintió.
—Chuck Merwin pasó por aquí en busca del sheriff hará una media hora.
Pertenece al Departamento de Incendios. Ya lo conoces, el chico de Dave Merwin.
Ese muchacho alto, moreno, con una dentadura feísima…
—Sí, le conozco. ¿Qué ocurría?
—Bueno, el camión cisterna acaba de llegar de allí, y querían informar al sheriff
antes de acudir de nuevo a Montrose. No pude tomar contacto con la radio.
—¿De dónde acababa de llegar?
—Tomé nota. —Irene rebuscó hasta encontrar un bloc debajo de la revista—.
Aquí está. —Tras ponerse las gafas consultó sus notas—. Chuck dijo que habían
encontrado la furgoneta con la que ese lunático se había fugado. Por County Trunk A,
justamente en las afueras de la ciudad. Al parecer, hubo una explosión de gasolina…
Dentro había dos cadáveres. Uno era de una mujer, una monja que había ido a visitar
el hospital, o al menos eso es lo que creen. El otro pertenecía a Norman Bates.
—¿Está muerto?
—Completamente achicharrado. Chuck dijo que nunca vio nada tan espantoso, al
menos durante los cinco años que lleva en el Departamento.
www.lectulandia.com - Página 59
—Gracias a Dios.
Irene alzó rápida la mirada.
—¿Qué tiene que ver todo esto con Sam?
—Nada —replicó Lila al tiempo que hacía un ademán negativo con la cabeza—.
Mira, ahora voy a volver a la tienda. Pero cuando llegue el sheriff, ¿querrás decirle
que se pase por allí? Si no está la «rubia» es que habremos regresado a casa y todo
estará bien. Sólo dile que eche un vistazo.
—Desde luego. Voy a tomar nota.
Irene garrapateó algo sobre el bloc al tiempo que ella salía. Ahora ya no tenía que
andarse con precauciones; afuera la calle seguía desierta, pero la noche no ocultaba
terror alguno.
Lo único que le preocupaba ya era Sam. Aquel condenado cardiograma…
No te dejes dominar por el pánico. Es posible que se haya quedado dormido.
Pese a ello, Lila se percató de que apresuraba el paso al entrar en el callejón.
Abrigaba ciertas esperanzas de que la «rubia» ya no se encontrara allí, pero
comprobó que seguía aparcada delante de la puerta trasera. Entonces casi corrió.
Cuando llegó a la puerta en sombras, ya tenía la llave en la mano. Intentando
serenarse, la insertó a tientas en la cerradura. Al fin lo logró y el picaporte giró.
Lila entró, se detuvo al punto e intentó recordar dónde estaba el conmutador. ¿En
qué pared…, la derecha o la izquierda? Era realmente estúpido no acordarse de algo
tan simple.
Tanteando en la derecha encontró el conmutador y lo apretó. Nada. ¿Estaría
fundida la bombilla? Quemada. Norman estaba quemado, se forzó a recordar. No te
dejes dominar por el pánico.
Tal vez la explicación de la falta de luz en el escaparate y allí dentro se debiera al
corte de electricidad. Lila se obligó a esperar, mientras su visión se adaptaba a la
oscuridad. Y, al hacerlo, sus ojos hicieron inventario de cuanto había en la habitación.
Archivadores adosados a la pared del fondo, a cada lado estanterías, en el centro de la
habitación una mesa de escritorio y un sillón giratorio. Sobre la mesa, un montón de
libros de contabilidad y tarjetas de archivo, pero el sillón estaba vacío. Sam jamás
hubiera dejado todo aquello tan desordenado, así que debía de estar en la parte
delantera.
Pasó junto a la mesa de escritorio y siguió hacia la puerta que conducía a la
tienda. Allí la oscuridad era absoluta, por lo que se detuvo en el umbral e intentó
penetrar en las sombras.
—¿Sam?
Las sombras permanecieron mudas.
—¡Sam!
¡Dios mío…! ¡Algo le ha ocurrido…! ¡Su corazón…!
www.lectulandia.com - Página 60
Avanzó, dando la vuelta al mostrador del fondo y allí lo encontró.
Se hallaba caído en el suelo, boca arriba, mirándola.
Lila le miró a su vez. Estaba en lo cierto, era su corazón.
Allí era donde le habían clavado el cuchillo, haciendo en su pecho aquella terrible
brecha borboteante.
Por un instante, creyó que no estaba muerto. No podía estarlo porque ella
escuchaba la respiración.
Y entonces, al apartarse la sombra del mostrador que había detrás de ella, Lila se
volvió y el cuchillo cayó.
Una y otra vez.
Una y otra vez…
www.lectulandia.com - Página 61
ONCE
Cuando Claiborne se detuvo delante de la ferretería, ya se encontraba allí el coche
del sheriff aparcado delante de ella.
Al verlo, frenó con un chirrido de ruedas. Bajando del coche, se encaminó hacia
la entrada, abierta e iluminada.
—Un momento, por favor.
Claiborne se detuvo al surgir en el umbral aquel individuo menudo, que le
interceptaba el paso.
De manera casi automática, hizo una valoración profesional e inmediata del
forastero: el rostro enjuto y cetrino, el escaso pelo castaño del mismo color que los
ojos, y el bigote cuidadosamente recortado. Vestía un terno oscuro, camisa blanca y
una estrecha corbata gris. Era el típico atuendo dominguero del típico comerciante de
pueblo. Y, al observarle, Claiborne sonrió con súbito alivio.
—¿Sam Loomis? —inquirió.
El hombrecillo hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Milt Engstrom —repuso—. Sheriff del Condado.
Claiborne sintió desvanecerse su alivio al tiempo que bajaba la vista. Fue
entonces cuando observó algo que antes pasara por alto; las brillantes y puntiagudas
botas negras que sobresalían por debajo de los conservadores pantalones con vuelta.
Un duro golpe para su aguda percepción psicológica, y también para sus
renovadas esperanzas.
Claiborne alzó la vista y se encontró con la mirada firme del sheriff. Sabía lo que
tenía que preguntar y temía la respuesta.
—¿Dónde está Mr. Loomis? ¿Le ha ocurrido algo?
Los inexpresivos ojos no se apartaron de él.
—Si no le importa, seré yo quien haga las preguntas. Para empezar, supongamos
que me dice quién es y qué está haciendo aquí.
Claiborne sintió una contracción en las piernas al variar de posición para soportar
mejor su fatiga. ¿Cuánto tiempo hacía que no se había dado la oportunidad de
tomarse un descanso? Mientras conducía en dirección al pueblo, una vez hubo dejado
la carretera general, se percató de que se estaba adormilando frente al volante; la
excesiva tensión se cobraba su cuenta. Todo lo que ahora ansiaba era sentarse y
descansar.
—Es una larga historia —dijo—. ¿No podríamos entrar y…?
El sheriff frunció el ceño.
—Empiece a hablar —le dijo—. No dispongo de toda la noche.
Para cuando Claiborne se hubo identificado y explicado a Engstrom lo ocurrido
en el hospital y en la carretera, estaba ya a punto de derrumbarse. A diferencia de
www.lectulandia.com - Página 62
Banning, el sheriff no tomó nota alguna, pero no cabía la menor duda de que,
mentalmente, había registrado cuanto se le había dicho. Finalmente, hizo un ademán
de asentimiento, dando a entender que había cerrado su archivo mental.
—Más vale que entre —dijo Engstrom—. Ha habido un accidente.
Volviéndose bruscamente, el sheriff entró de nuevo en la tienda sin dar tiempo a
Claiborne para contestarle. Pero entonces, mientras seguía a Engstrom por el pasillo,
tuvo oportunidad de hablar.
—¿Está muerto Loomis?
El sheriff se detuvo delante del mostrador del fondo e indicó el suelo a su
izquierda.
—Usted es el médico —le indicó—. Espero que podrá decírmelo.
Claiborne se adelantó, siguiendo con la mirada la dirección de la mano del sheriff.
Por un largo instante permaneció silencioso, consciente del escrutinio de
Engstrom, sintiendo la penetrante y fría mirada en sus espaldas. Condenado sádico…
¡Está disfrutando! ¿Qué espera que haga, derrumbarme como ese viajante ante la
furgoneta? Soy médico, no es la primera vez que me enfrento con la muerte violenta.
Y también había visto antes a Sam Loomis. Aquello era precisamente lo que le
perturbaba; su familiaridad con los contorsionados rasgos del cadáver. Y entonces lo
comprendió todo: en el expediente figuraban recortes, recortes de periódicos con las
personas complicadas en el caso de Norman.
El caso de Norman. Claiborne se forzó a alzar la vista y encontrar la mirada de
Engstrom. Se sentía incapaz de reflejar en sus ojos una réplica de aquella frialdad
impersonal, pero hizo cuanto pudo por adoptarla en el tono de su voz.
—La incisión es muy grande —dijo—. Es evidente que han utilizado un cuchillo
con una hoja enormemente ancha. Por el grado de hemorragia, presumo que fue
alcanzada la aorta, probablemente sajada. ¿Quiere que proceda a un examen?
El sheriff hizo un ademán negativo.
—Mi hombre está en camino desde el distrito central…, o lo estará tan pronto
como vuelva de ese desastre en Montrose. Hoy ando mal de gente, ni siquiera he
podido encontrar un agente extra.
Engstrom, dando media vuelta, se situó detrás del mostrador del fondo.
—Mientras esperamos, hay algo más a lo que tal vez usted quiera echar un
vistazo.
Claiborne dio la vuelta por el otro lado y luego miró abajo.
El sheriff estaba equivocado. No quería mirar aquella…, no quería ver aquel
espantoso y apuñalado despojo humano, desplomado en posición supina detrás del
mostrador, bañada en sangre de, al menos, una docena de heridas que se abrían
semejantes a bocas rojas en la carne blanca.
Por lo que podía ver no había forma de reconocer aquello, pero antes incluso de
www.lectulandia.com - Página 63
que Engstrom hablara supo de quién se trataba.
—Lila Loomis —explicó el sheriff—. La mujer de Sam.
Claiborne se alejó, sintiéndose enfermo a pesar suyo, semejante a un estudiante
de Medicina novato ante su primera disección. Cuando recobró el habla, todo cuanto
pudo emitir fue un murmullo.
—Entonces, los mató a los dos.
—¿Quién?
—Norman Bates. El paciente del que le he hablado.
—Tal vez.
—Pero ahora ya no hay duda. Sabía que tenía razón… Vino directamente aquí
después de incendiar la furgoneta. ¿Recuerda lo que le dije sobre aquel autoestopista
que debió recoger en la carretera?
—¿Debió? Me da la impresión de que se precipita en extraer conclusiones.
—Tengo su letrero en mi coche. —Claiborne dio media vuelta—. Venga, se lo
enseñaré…
—Más tarde. —El sheriff se dirigió hacia el final del mostrador—. Quiero que
antes vea esto.
Al reunirse Claiborne con el sheriff, éste le indicó el cajón abierto de la caja
registradora que había sobre el mostrador.
—Vacío —dijo—. Novecientos ochenta y tres dólares había aquí esta tarde y han
desaparecido.
—¿Cómo sabe la cantidad exacta?
—Encontré esto en el suelo. —Engstrom sacó un trozo de papel del bolsillo de su
chaqueta—. El impreso de depósito preparado para ingresar la cantidad en el Banco
mañana por la mañana.
—Entonces Norman se llevó el dinero.
—Lo que es seguro es que alguien lo hizo. —El sheriff se volvió—. Venga, aún
hay más.
Metió la mano por debajo del mostrador encristalado y sacó una bandeja de
exposición. En ella, y en sus correspondientes huecos, había una docena de cuchillos
de monte con la empuñadura de hueso de diversos tamaños, sus hojas de acero
centelleantes bajo la luz.
No, no había una docena, se corrigió, rápidamente, Claiborne después de
contarlos. Había once cuchillos y, en el extremo de la bandeja, un hueco vacío.
Engstrom hizo un gesto de asentimiento.
—Falta uno —le confirmó—. El arma con la que cometió los asesinatos.
Girando sobre sus talones, regresó a la habitación trasera seguido por Claiborne.
Una vez allí, señaló hacia la lámpara del techo.
—Cuando llegué en busca de Mrs. Loomis, la puerta de atrás estaba abierta y el
www.lectulandia.com - Página 64
conmutador no funcionaba. En un principio, pensé que la bombilla se había fundido,
pero luego me di cuenta de que estaba sobre la mesa. La enrosqué de nuevo y, como
puede ver, está en perfectas condiciones.
—Claro —Claiborne vio la mesa de escritorio y el sillón—. Norman entró
inadvertido en la tienda y mató a Loomis, mientras éste se encontraba trabajando en
su escritorio. Arrastró el cuerpo a la parte delantera para que no pudiera verlo…
Mire, aquí en el suelo hay sangre. Luego volvió, desenroscó la bombilla y esperó a
Mrs. Loomis en la tienda…
—¿Cómo sabía que iba a venir?
—Posiblemente esperaba que acudiera en busca de su marido. ¿No lo
comprende? Por eso estaba aquí…, quería matarlos a los dos.
Engstrom se encogió de hombros.
—Veámoslo a mi modo —repuso—. Consideremos un ladrón, un ladrón
corriente. Puede incluso ser alguien que vive cerca de aquí, o incluso ese
autoestopista que usted asegura murió achicharrado en la furgoneta. Pero quienquiera
que sea, está dispuesto a asaltar una tienda. Tal vez lo haya intentado un par de veces
con otras, sin lograrlo. Luego ve luz aquí. Prueba con la puerta trasera y la encuentra
abierta. Paso por lo que ha dicho de que se introdujo de rondón. Pero eso es todo.
—¿Y qué me dice del resto? ¿Qué tiene de malo esa teoría?
—Lo que pasa es que usted no tiene madera de detective —Engstrom miró al
suelo—. Es cierto, aquí hay sangre. Pero sólo unas gotas. Yo diría que cayeron del
cuchillo que el ladrón se llevó consigo. A Sam no le apuñalaron sentado ante su
escritorio…, la herida la tiene en el pecho, no en la espalda. De hecho, al llegar aquí
el ladrón no tenía un cuchillo. Lo cogió del mostrador de la tienda.
Claiborne frunció el entrecejo.
—Sigo creyendo…
—No importa. Déjeme terminar. —Engstrom señaló hacia la puerta—.Tal como
yo me lo imagino, Sam estaba en la parte delantera apagando las luces de la tienda
cuando entró el ladrón. Venía en busca de dinero, no con la intención de asesinar a
nadie. Y todo lo que quería era permanecer oculto hasta que Sam se fuera. En la parte
de atrás no tenía sitio dónde esconderse, de manera que se dirigió a la tienda para
hacerlo detrás del mostrador, en la oscuridad. Pero entonces algo salió mal…, tal vez
Sam le vio o le oyó. Entonces es cuando el ladrón coge el cuchillo y le apuñala.
»El ladrón toma el dinero de la caja registradora. Y se prepara a huir por la puerta
trasera, cuando aparece Lila en el camino. Vuelve a cerrar la puerta, creyendo que
intentará abrir y luego se irá. Pero le espera una sorpresa: tiene una llave. Dispone del
tiempo justo para desenroscar la bombilla con el fin de que la luz no se encienda
cuando ella haga funcionar el conmutador. Y cuando entra, el ladrón la está
esperando delante, en la oscuridad, con el cuchillo.
www.lectulandia.com - Página 65
Claiborne frunció de nuevo el entrecejo.
—Ya ha visto el cuerpo —dijo—. Tal vez alguien que haya cometido un asesinato
en un momento de pánico, ataque de nuevo para evitar ser descubierto. Pero no de esa
manera. No se limitaron a matarla…, se encarnizaron con ella una y otra vez, como
Norman hizo con su hermana en la ducha…
De repente quedó callado, consciente de que sus palabras no encontraban eco.
Nadie le creería, sobre todo al carecer de pruebas. Pruebas sólidas, incontrovertibles.
—No se preocupe —le dijo Engstrom—. Si en realidad Bates está vivo, no podrá
llegar muy lejos.
—Pero ahora tiene dinero.
—Y nosotros tenemos un documento de identidad, fotos, un expediente con su
historial completo… No podrá ocultarse por mucho tiempo. ¿Adonde iría?
Claiborne no contestó. No había respuesta.
Y entonces, al echar una ojeada al montón de libros de contabilidad y las carpetas
de los expedientes sobre la mesa de escritorio, vio un periódico. Estaba desdoblado a
medias como si lo hubieran dejado de lado, pero los titulares de la historia, a dos
columnas, en la parte superior, eran claramente visibles.
www.lectulandia.com - Página 66
DOCE
Jan Harper revisó su maquillaje ante el espejo del cuarto de baño, llegando a la
conclusión de que era perfecto.
Muy bien, chica. Vamos a exhibirnos por la calle.
Cogió su bolso y, girando sobre sus talones, salió de puntillas. En realidad,
aquella precaución era innecesaria; en el segundo dormitorio, situado al otro lado del
cuarto de baño, Connie seguía durmiendo como una marmota. La amiga de Jan, que
compartía con ella el apartamiento, estaría muerta para el mundo hasta mediodía y,
cuando finalmente se despertara, desearía estar realmente muerta, agobiada por la
resaca y el remordimiento de la juerga corrida la noche anterior.
Mientras atravesaba el vestíbulo en dirección a la puerta de la calle, Jan sintió el
aguijón de la envidia. Connie no tenía que permanecer esclavizada ante el espejo; al
despertarse, le bastaría con tomar una ducha y pasarse rápidamente el peine. No tenía
que preocuparse en lograr un perfecto trabajo de maquillaje, no con aquella gran
nariz y aquellas tetillas. Lo que una necesita para poder introducirse en este negocio
era una nariz pequeña y unos senos exuberantes. Lo que dejaba a Connie fuera de
combate.
De repente, Jan se sintió avergonzada. Connie no tenía la culpa de su aspecto; al
menos era honesta y no hacía trampas con la nariz por arriba y con relleno más abajo.
Sacaba el mejor partido posible de lo que tenía, por lo que merecía alabanzas y no
burlas.
Jan se encogió de hombros al salir y cerrar la puerta tras ella. Connie podía
arreglárselas; en aquel momento lo que ella tenía que hacer era revisar sus propios
objetivos. Por eso había pasado una hora dedicada al maquillaje, por eso la estaba
esperando el atractivo y pequeño «Toyota» en el aparcamiento. Se estremecía cada
vez que recordaba los pagos mensuales, pero tan pronto como abría la portezuela y le
llegaba un ramalazo de aquel maravilloso olor a coche nuevo, volvía a sentir sus
excelentes vibraciones.
El «Toyota» no era un lujo; formaba parte de su equipo, de su imagen. Y el aroma
a cuero nuevo era tan necesario como el de «Chanel» con el que se perfumaba
después de cada ducha, aun cuando la gasolina empezaba a resultar más cara que el
perfume. Si quieres alcanzar la cima, no cojas el autobús.
Puso en marcha el motor, retrocedió con cuidado y, después de subir por la
carretera, giró hacia el Este, por la Mulholland Drive. A lo largo del serpenteante
camino, y a intervalos, podían verse casas arracimadas, pero la mayor parte de la ruta
se extendía entre riscos y maleza. Allí, entre la bruma matinal de un lunes, era posible
todavía atisbar la presencia de ardillas, coyotes y otras formas de vida salvaje.
Haciendo caso omiso de todos ellos, Jan contempló abajo, y a su izquierda, el
www.lectulandia.com - Página 67
valle de San Fernando. Surgiendo de la amarillenta atmósfera del smog, podía ver los
platós de sonido de los «Coronet Studios», a medio camino entre el «CBS Studio
Center» y la torre negra de «Universal».
Hizo girar de nuevo el «Toyota» a la izquierda e inició el descenso. Jan aspiró
profundamente, como hacía siempre antes de sumergirse en la espiral del smog.
Aquella maldita cosa llegaba incluso a corroer el cromo del «Toyota». Sólo Dios
podía saber el efecto que producía en los pulmones humanos. Pero para alcanzar la
cima, a veces hay que descender a los abismos.
Atravesando el Ventura Boulevard, enfiló en dirección norte hasta alcanzar la
verja del estudio a su derecha. Delante de ella rodaba un centelleante «Rolls», que se
detuvo ante la garita del guardia, aunque sólo por un momento. La rayada barrera que
bloqueaba la entrada fue alzada con rapidez, mientras que el hombre uniformado que
había junto a la verja saludó sonriendo al conductor, que siguió su camino. El «Rolls»
entró en la zona de aparcamiento.
En el momento en que Jan llegó a la altura de la garita, la barrera bajó de nuevo.
El guardia se la quedó mirando.
Ella le sonrió.
—Jan Harper —dijo.
No se observó el menor cambio en la expresión del guardián…, o más bien una
carencia de ella.
—¿A quién desea ver?
—Estoy en el grupo. Con la unidad Driscoll.
—Un momento, por favor.
Dando media vuelta, el guardia entró en la cabina para consultar las relaciones
que había en una estantería junto a la puerta. Luego, mirando hacia afuera, asintió.
—Está bien. Pero más vale que les diga que le den un pase.
—Gracias. Así lo haré.
Se alzó de nuevo la barrera y Jan entró, confiando en que su sonrisa hubiera sido
natural. A aquel estúpido del «Rolls» le habían recibido con gran entusiasmo, pero el
guardia no recordaba su nombre al cabo de todas aquellas semanas.
Tómatelo con calma, chica. Algún día, cuando entres con tu coche por esa verja,
extenderán una alfombra roja a tu paso hasta el despacho de Driscoll.
En aquel momento, Jan pasaba por delante de aquel despacho, en el edificio de la
Administración, a su derecha, pero no se detuvo. En todos los huecos del
aparcamiento había carteles, en los que con toda claridad campeaban los nombres de
los directivos para quienes estaban reservados. Así era como funcionaba el sistema…,
los jefazos tenían huecos lo más cerca posible de las oficinas, las estrellas
importantes y los directores disponían de huecos de selección junto a los estudios de
sonido, los principales cargos de producción poseían reservados delante de sus
www.lectulandia.com - Página 68
cuarteles generales.
Pero los letreros podían borrarse, apareciendo en ellos nuevos nombres. Y tal
como iban las cosas en la industria, los únicos puestos estables en la ciudad eran los
de pintores de letreros.
Jan, encogiéndose de hombros, se dirigió hacia la zona de aparcamiento situada al
fondo de los terrenos, pasando junto a recaderos en bicicleta, viejos productores en
automóviles igualmente viejos, conductores de furgonetas o camiones cargados con
materiales y equipos de cámaras. El «Toyota» fue deslizándose por los angostos
huecos entre camerinos portátiles y remolques, deteniéndose ante un escenario en el
que giraba y centelleaba una luz roja, que indicaba que se estaba realizando una toma
que los ruidos de tráfico podían echar a perder.
La industria repudiaba sus propios productos.
Hubo una vez… en que las calles de los estudios desbordaban de espectáculos
llenos de atracción y exotismo… Grandes actores con indumentarias orientales
concebidas durante pesadillas árabes, atavíos de piratas, vestidos Imperio de baile
franceses, uniformes de la Caballería confederada. Los extras masculinos transitaban
con frac y sombrero de copa, las chicas del coro desfilaban semejantes a arco iris en
movimiento. Los jefes indios con sus pinturas de guerra y vaqueros enfundados con
trajes blancos y sombreros «Stetson» haciendo juego, se mezclaban con altas damas
resplandecientes con las creaciones diseñadas en el cerebral salón de Edith Head.
Pero la película costumbrista había sido tachada con un plumazo de tinta roja.
Hoy, el jeque de Valentine lo representaría un pequeño y macizo petrolero vistiendo
un traje gris, gafas de sol y cubriéndose con un baqueteado kayyifeh. Los barcos
piratas habían sido hundidos, los discos sustituían a los salones de baile, y al Ejército
confederado se lo llevó el viento. Ginger y Fred colgaron para siempre sus zapatillas
de baile, los indios llevaban carteras cuando tomaban el sendero de la guerra que les
conduciría a las sesiones del Senado, los vaqueros se asemejaban a cualquier
estudiante barbudo universitario y las principales damas actuaban en escenas de cama
sin el menor atisbo de ropa. Ahora, cuando una va a un estudio ya no busca
fantasía…, tan sólo un hueco para aparcar.
Jan condujo su coche hacia la zona trasera, consultando su reloj. Las diez menos
cuarto. Aún disponía de quince minutos. Pero el aparcamiento ya estaba lleno o casi.
Al rodearlo, vio un claro al fondo y empezó a maniobrar. Pero hubo de frenar
rápidamente al abrirse de pronto la portezuela de un coche situado a su derecha y
surgir una figura en su camino.
Jan hizo sonar la bocina.
—¡Eh! Ande con…
La figura se volvió y Jan reconoció a Roy Ames.
La saludó con la mano y se apartó a la izquierda de ella mientras Jan aparcaba.
www.lectulandia.com - Página 69
—Lo siento, no te vi llegar.
Abriendo la portezuela, la cogió por el brazo en el momento en que ella salía.
Jan contuvo su actitud defensiva pero no pudo dominar sus ideas. ¿Qué pasaba
con ese tipo? Al cabo de todas aquellas semanas de contacto diario, no se había
acostumbrado a la amable rutina de él. La cortesía habitual no era demasiado habitual
en estos tiempos; la mayoría de los hombres dejarían que una chica saliera por sus
propios medios de un coche, y un porcentaje bastante elevado la pellizcaría al subir.
Roy Ames era realmente un caso. Ni siquiera se parecía a la mayoría de escritores
guionistas que conocía. Para empezar, tenía un aspecto pulcro y atractivo; no es que
fuera exactamente guapo pero distaba mucho de esos especímenes con montones de
pelo y gafas de concha. En su vestuario no figuraban los «Levis» y, al parecer, había
aprendido a cabalgar en una máquina de escribir sin calzar botas. Jamás le había visto
borracho y, si tenía otras debilidades, sabía ocultarlas a la perfección.
Ocultarlas. Por lo general, estos tipos tan perfectos ocultaban algo. De modo que,
¿quién era en realidad tras la pantalla de sus modales tradicionales y su abierta
sonrisa?
Y ¿quién eres tú? Jan se descubrió preguntándose qué era lo que fallaba en ella.
¿Por qué tenía que sospechar de forma automática de un hombre como Roy en lugar
de respetarle? No tenía motivo alguno; probablemente era tan normal como ella.
Cruzaron el aparcamiento y bajaron por la calle, evitando agentes y clientes que
se dirigían a las reuniones matinales de los lunes, carpinteros deslizándose entre
decorados, mensajeros repartiendo memorándums…, la habitual confusión
organizada.
—Te llamé antes —dijo Roy—. Connie me dijo que habías salido.
—¿Cómo se la oía?
—De mal genio. Supongo que la desperté.
—No te preocupes, sobrevivirá al trauma. Yo lo superé.
Roy le lanzó una mirada.
—Entonces estás enterada.
—Enterada, ¿de qué?
—¿No escuchaste las noticias? Norman Bates se ha fugado.
—¡Santo cielo!
—La noticia decía que ha cometido otra serie de asesinatos. Cinco víctimas. No
están seguros, pero tal vez ande todavía suelto.
Jan se detuvo.
—De manera que ése es el motivo de que Driscoll quisiera vernos. ¿Crees que
piensan suspender la película?
—Tal vez.
—Pero no pueden… —Jan puso la mano sobre el brazo de Roy—. Tenemos que
www.lectulandia.com - Página 70
impedírselo. Prométeme que me ayudarás. Por favor.
Roy se la quedó mirando. ¿Por qué no decía algo?
Aspirando profundamente, Jan jugó la última carta.
—No es precisamente mi papel lo que me preocupa. Tú también necesitas esta
película. Tu futuro depende de la fama que logres con este filme. No la rechaces.
La mirada de Roy era glacial. De repente, sus rasgos se contrajeron y habló con
tono duro.
—¿Qué diablos te pasa? Un maníaco escapa y mata a cinco personas inocentes, y
todo lo que te preocupa es que se suspenda el rodaje de una condenada película.
Apartó el brazo con tal rapidez que Jan pensó que iba a pegarla. En lugar de ello,
dio media vuelta y se alejó a grandes pasos, dejándola estupefacta y desconcertada.
De manera que estaba en lo cierto. Había algo oculto tras aquellos excelentes
modales y la sonrisa cordial. Y ahora ya sabía qué era.
Violencia.
Pero lo más extraño de todo era que a ella no le inspiraba temor. Sin embargo,
una vez desvanecido el sobresalto inicial, quedó sorprendida ante la emoción que
seguía dominándola. Era decepción.
¡Maldita sea! Parecía como si Roy hubiera llegado a importarle más de lo que ella
pensaba. Incluso ahora no era posible rechazarle del todo. Acaso no estaba tan
encallecida como pretendía ya que, parte de su ser, realmente había reaccionado ante
aquella imagen de Chico Agradable.
Tal vez su enfado estuviese justificado, acaso su preocupación ante aquellos
asesinatos fuera genuina. Y si lo fuera…
Jan hizo un ademán negativo con la cabeza. Lo que Roy pensara era asunto suyo,
pero ella no estaba de acuerdo con él. Había trabajado durante demasiado tiempo, y
muy duramente, para lograr aquello.
Durante toda su vida, incluso desde muy niño cuando se miraba en el espejo la
cara con acné, y pensaba si alguna vez llegaría a hacerse mayor y encontraría a
alguien que creyera que era bonita, alguien que la amara, había estado trabajando.
Trabajando para llegar a ser el tipo de persona que mereciera que se fijasen en ella, el
tipo que ella veía en las películas, y en la tele.
Y ahora ya había crecido, había aparecido en Televisión, iba a hacer películas y
todos la amarían. No tan sólo una persona, sino todo el mundo. Lo lograría. No sólo
por ella. Era una deuda que tenía con la chica con espinillas del espejo, con la niña de
los grandes sueños.
Mientras miraba a Roy entrar en el edificio de la Administración, Jan empezó a
andar con renovada decisión. Toda la violencia del mundo no sería capaz de poner
impedimentos en su camino. Sentir lástima por las víctimas, quienes quiera que
fuesen, no las ayudaría. Estaban muertas y ella viva, y lo que Roy llamaba una
www.lectulandia.com - Página 71
condenada película era la oportunidad por la que había trabajado y estaba esperando.
Ella y aquella niña.
Cualesquiera que hubiesen sido los acontecimientos. Jan no les permitiría que
suspendiesen la película.
www.lectulandia.com - Página 72
TRECE
Anita Kedzie era ambidextra.
Sentada en la antesala de la oficina de Driscoll, con ejemplares de Variety y
Hollywood Reporter sobre la mesa, volvía de manera simultánea las páginas de
ambas revistas en busca de temas o noticias capaces de interesar a su jefe, y con un
rotulador rojo trazaba un círculo alrededor. Jan la había observado ya antes llevar a
cabo aquel ritual, y nunca fue capaz de comprender cómo Miss Kedzie lograba leer
ambas publicaciones a un tiempo. Pero convenía recordar que aquella mujer era algo
rara…; cualquiera capaz de aceptar el puesto de secretaria de un productor tenía que
ser extraña. Tal vez fuera en parte un insecto. ¿Acaso no había algunos insectos cuyos
ojos funcionaban de manera independiente entre sí, de tal forma que podían ver en
dos direcciones a la vez?
Bueno, en tres direcciones. Porque, sin alzar la vista de las páginas que tenía ante
sí, Miss Kedzie le dijo:
—Pase, por favor. Mr. Driscoll estará con ustedes dentro de un momento. Esta
mañana anda algo retrasado.
Jan asintió y, pasando junto a la mesa, se dirigió a la puerta que había detrás de
ella.
Esta mañana anda algo retrasado.
¿Y qué tenía eso de nuevo? De acuerdo con aquellas secretarias perfectas, los
productores siempre andaban algo retrasados, como relojes baratos. Una estupenda
comparación, en realidad, ya que siempre hay que mantenerse alerta con sus manos y
algunos de ellos no te darían siquiera la hora.
Naturalmente, estaban las excepciones que confirman la regla, hombres cuyo
talento y buen gusto era indiscutible y, además, eran indispensables. La industria no
sobreviviría sin ellos.
Pero en la actualidad cualquiera se llamaba a sí mismo productor. Todo cuanto
tenía que hacer era poner unos cuantos anuncios en las publicaciones del ramo,
comunicando la compra de terrenos destinados a la futura filmación, alquilar espacios
para oficinas, poner su nombre sobre la puerta y esperar a que llegaran las gallinas y
pusieran los huevos.
Gracias a Dios, Marty Driscoll no parecía entrar en esa categoría; jamás le había
hecho insinuaciones y, desde luego, estaba instalado de forma impresionante.
Al entrar. Jan recorrió con la vista la oficina, observando los grabados de Daumier
en las paredes, los inmensos sofás formando ángulo y teniendo delante la gran mesa
de café en cristal, la maciza mesa de escritorio en madera de cerezo con su sistema de
intercomunicación y las fotografías, en marcos de plata, de su más reciente mujer y
dos sonrientes niños.
www.lectulandia.com - Página 73
Indudablemente, resultaba impresionante pero no del todo convincente. Había
algo en aquella oficina que la perturbaba.
Por lo que hasta entonces conocía de Driscoll, no sería capaz de distinguir un
grabado francés de una tarjeta postal francesa. La decoración contemporánea, por
muy rebuscada y costosa que fuera, no tenía estilo determinado salvo el de Incipiente
Directivo…, andando algo retrasado, naturalmente. Y los retratos de familia con sus
valiosos marcos eran equipo clásico, recientemente trasladado e instalado de la noche
a la mañana. Lo que significaba que podía ser retirado con la misma rapidez, tan
pronto como Driscoll perdiera su reservado en el aparcamiento. Y aquello era lo que
le preocupaba. El decorado no era contemporáneo…, tan sólo una fachada temporal.
Jan se apresuró a apartar de su mente aquella idea. Driscoll no era un farsante, lo
acreditaba su largo historial como productor de buen número de títulos famosos. O, al
menos, se había llevado el crédito y eso era lo importante. Conocía el negocio, sabía
dónde estaba el dinero y también dónde estaban enterrados los cuerpos.
Cuerpos. Cinco víctimas, había dicho Roy. No pienses en ello.
Miró en derredor y vio a Roy, instalado ya en un rincón, de espaldas a la puerta.
Ignorante de su silenciosa entrada, se inclinaba hacia delante hablando con Paul
Morgan, su acompañante en la película.
Vamos, no te engañes, se dijo. Tú no tienes nada de co-star… El estrellato es
suyo.
Y, ¿por qué no? Paul Morgan era casi una institución. Allí en pie, destacando su
silueta de perfil contra la luz que entraba por la ventana, parecía un modelo en
miniatura de su gigantesca imagen en la pantalla. Aún seguía sintiéndose
desconcertada ante el hecho de que hubiera aceptado un papel tan poco satisfactorio
como el de Norman Bates.
Pero, probablemente, él también estaría desconcertado al tenerla como personaje
femenino en lugar de alguna refulgente estrella. Tal vez fuera ése el motivo de que
ignorara su entrada; y, pensándolo bien, Paul Morgan no le había dicho directamente
una docena de palabras desde el día en que fue designado para desempeñar el papel.
Cualesquiera que fuesen sus motivos, más le valía hacer algo al respecto y aprisa.
Charla con él, mímale, dile sin ambages que el papel está concebido para su
arrolladora personalidad, y que tú eres sólo una compañera de viaje.
Jan inició un movimiento para acercarse a los dos hombres, pero, de repente, se
detuvo al sentir una mano que la enlazaba por la cintura. Aquel movimiento iba
acompañado de una vaharada de empalagoso perfume.
Menos mal que en su rostro había fijado ya una sonrisa destinada a Morgan;
ahora podía trasladarla a Santo Vizzini. Y no es que no fuera merecedor de aquella
sonrisa por sí mismo…, después de todo él era el responsable de que le hubieran dado
ese papel. Pero no resultaba fácil sentir emoción placentera alguna a la vista de aquel
www.lectulandia.com - Página 74
hombre, con un bigote semejante a una oruga. El olor de su perfumada presencia era
abrumador y sus dedos, tanteando y presionando en dirección a su muslo, hacían
estremecerse de repugnancia a Jan.
Se volvió rápida, sin dejar de sonreír, confiando que ello compensaría el que
evadiera su contacto.
—Mr. Vizzini…
—Santo… —La oruga pareció arrastrarse al entreabrirse debajo los gruesos
labios—. Dejémonos de ceremonias, por favor.
Jan asintió. He captado el mensaje, fanfarrón. Para lo que tú quieres, maldita la
falta que hacen las ceremonias, ¿eh…? Al grano.
Pero se lo calló. Afortunadamente, no tuvo que decir nada pues todas las
conversaciones quedaron interrumpidas al escucharse en la antesala la voz atronadora
de Marty Driscoll.
—No me pase ninguna llamada —decía.
Aquello formaba parte del ritual, la invocación clásica para significar que la
conferencia, la sesión, la ceremonia estaba a punto de empezar.
El segundo paso fue el que dio Marty Driscoll al entrar en la oficina. Al obeso y
calvo productor le seguía una sombra alta y enjuta. Se deslizó tras él, cerrando la
puerta a sus espaldas mientras Driscoll se desplomaba sobre el sillón en exceso
mullido que había detrás de la mesa de escritorio. El nombre de aquella sombra era
George Ward y, tanto su pelo como su rostro, se habían puesto grises en el transcurso
de los largos años de servicio en calidad de éminence grise de Driscoll. Finalmente,
la sombra culebreó y se colocó junto a la mesa en espera de una señal.
Y todo comenzó al inclinarse hacia delante Marty Driscoll, con los anchos
hombros hundidos bajo el peso de su cuello de toro y su inmensa cabeza.
—Siéntense todos —ordenó.
Ray y Paul se instalaron en el sofá frente a la mesa. Vizzini se dejó caer sobre un
canapé a la derecha, próximo a George Ward, mientras Jan se sentaba en un sillón a la
izquierda.
Luego esperó a que Driscoll hiciera la oferta de rigor: «¿Alguien quiere café?»
Pero en esta ocasión permaneció sentado en silencio, semejante a un tonsurado Buda,
con la mirada clavada en la mesa de escritorio bajo sus pesados párpados. Podía estar
meditando sobre el infinito o mirándose el ombligo, pero Jan lo ponía en duda. Por lo
que sabía de Driscoll, no era en modo alguno un místico y tampoco un contemplador
de ombligos. Todo lo que lograba era ponerla nerviosa, y tal vez fuera ésa su
intención. Una rápida ojeada a los otros agrupados delante de la mesa, le reveló que
se sentían igualmente incómodos mientras esperaban que rompiera el silencio.
Luego, de súbito, levantó la cabeza abriendo los ojos.
—Todos ustedes saben lo ocurrido ayer —comenzó Driscoll—. Desde entonces
www.lectulandia.com - Página 75
he estado reflexionando sobre la película.
Reflexionando. La frase quedó flotando y Jan reaccionó poniéndose rígida. Va a
suspenderla. Roy tenía razón.
Y, en aquel preciso momento, Roy empezó a hablar.
—No es usted el único. Le estaba diciendo lo mismo a Paul. Tenemos
dificultades.
—Yo no lo creo así —interrumpió presuroso Paul Morgan—. La fuga de Norman
Bates nada tiene que ver con nuestra historia. Mientras el guión se ajuste a los
hechos…
Roy hizo un movimiento negativo de cabeza.
—Ahora los hechos han cambiado.
—Pues entonces cambiaremos el guión —intervino rápidamente Vizzini—. Tal
vez un pequeño cambio, algunas páginas. Todavía tenemos unas semanas por delante.
Y como estoy filmando las escenas con la pareja Loomis en secuencia, hasta el mes
próximo no utilizaremos a Steve Hill y a la joven Gordon, cuando lleguen de Nueva
York.
—¿Qué es esto? ¿Una conferencia sobre el tema? —Roy hizo un gesto
impaciente—. ¡Olvidemos el guión! Mientras Bates se encontraba en el manicomio
no teníamos problemas. Nuestra historia era como un cuento de hadas, algo ocurrido
hacía muchos años. Maldito lo que le importaba al público que fuera realidad o
ficción. Pero ahora nos enfrentamos con la realidad.
—Exactamente.
Discroll hizo un gesto de asentimiento y Jan sintió un nudo en el estómago.
Empezaba a estar asustada. Aquello significaba que la película se había ido al
garete, ella estaba en el hoyo y todo cuanto había dicho de no permitir que la
suspendieran también estaba enterrado.
—¡Pero no pueden hacer eso! —Escuchó alzarse su voz al tiempo que también se
crecía, haciendo caso omiso de las miradas que convergían sobre ella, ignorándolo
todo salvo su impulso íntimo—. Ahora ya no pueden abandonar.
—Jan, por favor… —Roy se acercaba a ella, la mirada turbada, alargando la
mano para cogerla por el brazo—. No es momento para la histeria…
—¡Entonces dejad de comportaros como unos histéricos! —Se soltó, ignorándole,
concentrando su atención en el hombre calvo sentado detrás de la mesa—. Pero, ¿qué
les pasa? ¡Se están comportando como un hatajo de viejas! Sería una locura
suspender el rodaje. ¿Acaso no se dan cuenta de lo que poseen? Están sentados sobre
una mina de oro y tienen miedo de empezar a excavar.
Jan vaciló al alzar Driscoll las manos con las palmas unidas. Por un instante,
creyó que iba a unirlas en actitud de súplica. Luego, al escuchar el sonido, se dio
cuenta de que estaba aplaudiendo.
www.lectulandia.com - Página 76
—¡Bravo! —dijo—. Corten.
—No es divertido, maldición. —Jan sintió que el rostro se le enrojecía por la ira
que sentía en su interior—. No estoy actuando, sino diciendo la pura verdad. Si se
detiene a pensar un instante se dará cuenta de la publicidad…
Driscoll hizo un ademán para contenerla.
—Cállese —le ordenó—. Déme una oportunidad para decir lo que he estado
pensando. —Volviéndose, apuntó con un rollizo dedo a George Ward—. Vamos,
díselo.
La Eminencia Gris hizo un gesto de asentimiento.
—Como les ha dicho Mr. Driscoll, ha estado reflexionando sobre la producción.
En un principio, nos sentimos trastornados por la información…, al igual que Mr.
Ames nos preguntábamos si iban a plantearse problemas. Luego caímos en la cuenta
del extremo a que se ha referido usted. La valoración de las noticias, la publicidad. Y
llegamos a la misma conclusión. La fuga de Norman Bates podría resultar algo
inestimable para Dama Loca. Nos veríamos incluidos en los grandes titulares de las
portadas, apareceríamos en todos los boletines de noticias de todas las emisoras de
Televisión y Radio del país. Claro que Bates está muerto, pero la historia seguirá
viva… De ahora en adelante habrá una investigación sobre esos asesinatos. Un
acontecimiento semejante es algo que el dinero jamás podría comprar. Toda mención
del caso será publicidad gratuita para nuestra película.
Jan se dio cuenta de que el nudo que tenía en el estómago empezaba a aflojarse.
—¿Quiere decir con eso que seguiremos adelante?
—A toda marcha —repuso Driscoll—. Con todas las velas desplegadas para
llegar cuanto antes a puerto.
Jan sintió que el nudo desaparecía definitivamente.
—¡Formidable! —Paul Morgan hizo una sonriente mueca a Roy—. Te dije que
no había de qué preocuparse.
—¡Vaya si lo hay! —Roy se puso en pie y, haciendo caso omiso de Morgan, se
enfrentó con Driscoll—. Se olvida del guión. Lo ocurrido ayer da al traste con
nuestro final.
—No lo he olvidado. —Driscoll apuntó hacia delante con el dedo índice—. Como
bien dice Santo, disponemos de una semana para introducir cambios. Si para el
próximo lunes no lo ha terminado, continuará después de la fecha del comienzo.
Seguiremos como hasta ahora con el programa de producción, y dejaremos la
filmación de nuevas escenas para lo último.
—Un momento. Yo no me he comprometido a nada…
—Su agente sí. Le llamé esta mañana y llegamos a un acuerdo.
Jan escuchaba sonriente. El nudo en su estómago había desaparecido del todo.
—No te preocupes. —Santo Vizzini se acercó a Roy—. Serán sólo unas páginas.
www.lectulandia.com - Página 77
Se me han ocurrido algunas ideas. Piensa en el material con el que podemos trabajar
en adelante…, los nuevos asesinatos, la muerte de Norman.
Roy frunció el ceño pero, cuando habló, lo hizo con tono insinuante.
—Sólo una cosa —manifestó—. ¿Por qué están tan seguros de que Norman ha
muerto?
www.lectulandia.com - Página 78
CATORCE
—Claro que ha muerto.
El doctor Steiner aplastó el cigarrillo en el cenicero que había sobre la mesa de
escritorio de Claiborne.
—Mira, Adam. Sé cómo te sientes…
—¿De veras?
—¡Por todos los cielos! Deja de mantenerte a la defensiva. Nadie te culpa de lo
ocurrido. Entonces, ¿por qué has de hacerlo tú?
Claiborne se encogió de hombros.
—No se trata de culpabilidad —replicó—. Es más bien cuestión de
responsabilidad.
—Eso no son más que juegos de palabras. —Steiner sacó otro cigarrillo—.
Culpabilidad, responsabilidad, ¿dónde está la diferencia? Si quieres seguir por ese
camino, entonces Otis fue responsable por haber dejado solo a Bates con la monja.
¿Y qué me dices de Clara? Se encontraba en recepción cuando Bates se pegó el piro.
Si hubiera que culpar a alguien sería a esos dos.
—Pero era yo quien estaba encargado del paciente.
—Y yo soy el tipo que cargó sobre tus hombros esa responsabilidad. —Hurgó en
su bolsillo en busca de cerillas—. Si buscas una última responsabilidad, la cosa acaba
aquí. —Encendió el cigarrillo, dejó caer la cerilla en el cenicero y lanzó al techo una
espiral de humo—. Al decir que sé cómo te sientes, no es una manera de hablar. ¿Por
qué crees que abandoné la reunión y me vine aquí como un rayo tan pronto como me
enteré? Mi reacción fue la misma que la tuya… Primero conmoción, luego
culpabilidad. Gracias a Dios tuve algún tiempo para reflexionar durante el vuelo.
Admito que todavía me siento traumatizado por lo ocurrido. Todos lo estamos y es lo
natural dadas las circunstancias. Pero ya no me siento culpable.
—Pues yo sí.
El doctor Steiner hizo un ademán con el cigarrillo.
—Verás, nadie es perfecto. Todos cometemos errores. ¿No es eso lo que tú y yo
decimos a nuestros pacientes? No podemos ir por la vida culpándonos por nuestros
errores honrados. Y ayer hubo una comedia de errores… Una tragedia, si lo
prefieres…, pero la cuestión es que ninguno de nosotros, Otis o Clara, tú o yo
podíamos prever lo que iba a ocurrir. Lo único de lo que se nos puede acusar,
individual y colectivamente, es de carencia de infalibilidad.
—Ahora eres tú quien está haciendo juegos de palabras —dijo Claiborne—.
Carece de importancia el que sea o no infalible. Yo tenía una responsabilidad y
fracasé.
—Fracasaste. —Steiner fumaba en actitud reflexiva—. Te caíste, te rompiste los
www.lectulandia.com - Página 79
calcetines, y ¿qué dirá papá cuando llegue a casa? Vamos, Adam, ya no eres un niño.
Y yo no soy tu padre.
—Oye, Nick, si vas a jugar a médico conmigo…
—Déjame terminar —Steiner se inclinó hacia delante, mirándole a través de una
nube de humo gris—. Muy bien, eres culpable. Pero, ¿de qué? Todo cuanto hiciste
fue dar instrucciones a Otis de que vigilara mientras contestabas una llamada
telefónica. Y eso es todo. No podías saber que Otis abandonaría su vigilancia, como
tampoco que Norman proyectara fugarse. Y a partir de ahí hemos de enfrentarnos con
la dura realidad. Norman fue quien mató a la hermana Barbara y huyó con la
furgoneta. Se encontraba en ella cuando explotó, y sus acciones tuvieron como
resultado la muerte de la hermana Cupertine y la suya propia…
—Ésa es precisamente la cuestión. —Claiborne se puso en pie—. Norman no
murió en la furgoneta. Recogieron a un autoestopista… Lo sé porque encontré un
cartel tirado en la otra carretera. Norman lo mató y también a la hermana Cupertine.
Pegó fuego a la furgoneta y luego se fue a Fairvale en busca de Sam y Lila Loomis.
¿No te lo ha dicho Engstrom?
Steiner asintió.
—Sí, me contó todo sobre tu teoría cuando hablé con él esta mañana. Pero
ciñámonos; a los hechos. Él está convencido de que a los Loomis los mató otro…, un
ladrón, tal vez incluso el autoestopista del que has hablado…
—¿Convencido? —replicó Claiborne—. ¿Y en base a qué? ¿Dónde están sus
hechos? Todo cuanto tiene es otra teoría. Una teoría muy conveniente y adecuada que
lo deja solucionado todo. Naturalmente, si estás dispuesto a aceptar la muerte de los
Loomis como simple coincidencia… Pues bien, yo no lo estoy. Creo que fueron,
deliberadamente, asesinados por el único hombre en el mundo que tenía un motivo.
—Recorrió a grandes pasos el angosto trecho entre la pared y su mesa de escritorio
—. Si lo que buscas son pruebas patentes, reflexiona sobre esto: A Sam y Lila
Loomis no los mataron simplemente. Hicieron con ellos una carnicería, los
apuñalaron repetidamente, de la misma forma que hicieron con Mary Crane en
aquella ducha hace años, cuando todo esto empezó. Une el motivo y el método y
obtendrás una clara visión de que Norman ha vuelto a la acción.
El doctor Steiner apagó su segundo cigarrillo.
—Nada quedará en claro hasta que tengamos el informe completo de la autopsia
—afirmó—. Engstrom habló con Rigsby en el despacho del juez. Confía en
comunicarnos sus hallazgos para finales de semana…
—¿Para el fin de semana? —Claiborne se detuvo volviéndose con el ceño
fruncido—. Pero, ¿qué le pasa a esa gente? No sé una maldita palabra sobre los
procedimientos de la medicina forense, Nick, pero concédeme tres horas con ese
cadáver y te apuesto cualquier cosa a que en seguida tendremos una identificación
www.lectulandia.com - Página 80
segura.
Steiner asintió.
—Y también Rigsby cuando tenga tiempo. Pero Engstrom me ha dicho que
aquello es un manicomio. —Sonrió a modo de excusas—. Si me perdonas el desliz
freudiano.
—¿Quieres decir a causa de ese autobús que se estrelló?
El doctor Steiner suspiró.
—Ayer eran siete víctimas. Dos de los heridos murieron durante la noche. Y ya
van nueve. Total catorce si les añades los cinco de que hablamos.
—A mí sólo me preocupa uno —dijo Claiborne—. ¿Es que Engstrom no puede
presionar a Rigsby para que nos dé prioridad?
—Ya lo ha intentado. Pero no olvides que el cargo de juez de distrito es electivo.
—Y eso, ¿qué significa?
—Significa que Engstrom es sólo un hombre y las familias de las víctimas suman
varias docenas de personas. También están presionando y todos ellos son votantes.
Ahí residen las prioridades de Rigsby. —El doctor Steiner sacó otro cigarrillo—. En
estos momentos no quisiera encontrarme en sus zapatos. Tendrá que trabajar día y
noche y, hasta que nos llegue el turno, habremos de sudarlo.
—¿Porque la política es más importante que el asesinato? —Claiborne negó con
la cabeza—. Es posible que Engstrom y Rigsby lo crean así, pero yo no. Y nunca
pensé que tú lo creyeras.
—No lo creo. —El doctor Steiner alzó la mano—. Mira esto…, el tercero en
quince minutos. —Frunciendo el ceño dejó en el cenicero el cigarrillo sin encender.
Luego se arrellanó de nuevo en el sillón—. Créeme, estoy tan nervioso como tú. Pero
no tenemos elección. Debemos hacernos a la idea de mostrarnos pacientes hasta que
llegue el momento.
—¿Mientras Norman anda por ahí suelto?
El doctor Steiner se encogió de hombros.
—Muy bien. Aún sigo sin creerlo pero digamos, por un momento, que aún está
vivo. Engstrom me ha dicho que su departamento está cooperando con el capitán
Banning. Han cubierto todas las posibilidades, están haciendo llamamientos pidiendo
que se presenten los posibles testigos, están examinando minuciosamente todas las
pruebas disponibles. Pero, hasta que no encuentren algo concreto, no puedes evitar
que tengan sus propias opiniones, como tampoco puedes evitar que esa gente de
Hollywood haga su película…
Claiborne le miró interrogante y el doctor Steiner asintió.
—Olvidé mencionarlo. Esta mañana tuve una llamada de ese productor. Con el
que hablaste ayer.
—¿Marty Driscoll?
www.lectulandia.com - Página 81
—Me telefoneó nada más llegar. Me dijo que había oído las noticias y quería más
detalles sobre lo ocurrido ayer.
—¿Y se los diste?
—Claro que no. —Steiner frunció el ceño—. No tengo intención de prestarle la
más mínima ayuda, jamás la tuve. No he leído el guión y no quiero hablar con ese
escritor. Y, dadas las circunstancias, le aconsejé que cancelara, definitivamente, el
proyecto.
—¿Y estuvo de acuerdo?
—Vino a decirme, más o menos, que me fuera al infierno. Opina que todo esto le
proporciona una gran publicidad. Van a empezar a rodar el lunes próximo.
—Pero, ¡no pueden hacerlo! —Claiborne movió de prisa la cabeza—. Tenemos
que hacer algo, Nick.
—Claro. —El doctor Steiner retiró hacia atrás su sillón, levantándose—. Yo voy a
trabajar. Y tú te tomarás unos días libres. Disfruta de un breve descanso.
—No quiero…
—No importa lo que quieras, sino lo que necesitas. Durante esta semana yo me
ocuparé de tus casos. Sufres un exceso de cansancio y un exceso de conciencia.
—¿Exceso de conciencia?
—Esa cuestión de la película. Si lo analizas detenidamente, ¿qué diferencia hay
en que sigan o no con el proyecto? No podemos impedírselo.
—Es posible que no —replicó Claiborne—. Pero si no lo hacemos nosotros,
Norman lo hará.
www.lectulandia.com - Página 82
QUINCE
Había sido un error decirle nada a Steiner.
Claiborne debió darse cuenta, en el preciso momento en que Nick empezó a
hablar de reacción desmesurada. Pero entonces no captó la implicación; había
seguido hablando del artículo del periódico en la ferretería, que Norman debió verlo,
adonde suponía que iría Norman y lo que haría. Debió de darse cuenta de que Steiner
no lo comprendería, pero ya era demasiado tarde.
Y ahora le tenían en el hospital.
Sólo Dios sabía cuál era el diagnóstico… No se lo quisieron decir y no se lo iban
a decir. Tanto las enfermeras como los sanitarios jamás se olvidaban de llamarle
«doctor» cuando se dirigían a él. Todos se mostraban muy corteses, pero también
muy firmes.
Claiborne comprendía la necesidad de mostrar firmeza. Era una medida necesaria,
un procedimiento profesional que él mismo había puesto en práctica, algo que
aceptaba como parte del trabajo que tenía que hacer. Pero ahora el trabajo lo estaba
haciendo con él. Y no lo soportaba.
No podía acostumbrarse a ser un paciente, a que le dieran órdenes, a que le
trataran como a un niño. A que le examinaran, le inspeccionaran, le registraran como
si fuera una especie de criminal. A que le dijeran que se pusiera en pie, que se
sentara, que le sirvieran la comida en una bandeja.
Y luego estaban los ruidos. El empalagoso sonido, supuestamente tranquilizador
de la música grabada, interrumpido por voces susurrantes que daban órdenes, Y
luego, continuamente, aquel zumbido que la música no podía disimular, ese zumbido
que introducía una vibración dentro de la cabeza, una presión que producía en sus
oídos un ruido sordo. Ni siquiera con los ojos cerrados podía escapar Claiborne; no
tenía escapatoria.
Porque estaba inmovilizado en su asiento. Eso fue lo que realmente le sobresaltó,
el no poderse mover. ¡Le habían inmovilizado!
Claiborne empezó a temblar. Se obligó a inclinarse hacia delante, arqueando el
cuerpo y forzándose contra la sujeción de las inflexibles correas. Pero éstas se
mantuvieron firmes, todo el mundo se mostraba firme, no había forma de escapar.
Tenía que salir de allí…, salir de allí…
Abrió los ojos y miró en derredor.
A las correas del asiento.
Tranquilízate. Estás en el avión.
Se reclinó de nuevo, consciente de que sonreía, avergonzado y aliviado a un
tiempo. Steiner tenía razón. Estaba exhausto y ése era el motivo de que se quedara
dormido durante el vuelo. Y el agotamiento había provocado su pesadilla.
www.lectulandia.com - Página 83
Los elementos eran patentes. Las enfermeras y los sanitarios fueron
personificados por el personal del avión. En su sueño, el paso por la revisión de
seguridad se convirtió en un examen físico. Las indicaciones…, el que le dijeran que
esperara para subir, que permaneciera sentado, que se abrochara el cinturón…, eran
reveladoras por sí mismas. Y, naturalmente, le habían servido la comida en una
bandeja.
A través del intercomunicador instalado en la cabina, les llegaba la música
grabada y los mensajes del piloto. Ahora tan sólo se escuchaba el zumbido de los
motores al iniciar el avión el largo y deslizante descenso, pero la vibración era real y
también sentía la presión en los oídos. Enfréntate con la realidad, sientes presión.
Punto. Pero éste no era el momento de pensar en ello. Era el momento de, por favor,
permanezcan sentados hasta que el avión llegue a la terminal… aun cuando
Claiborne observó que, a su alrededor, los pasajeros se apresuraban a bajar su
equipaje de mano, arracimándose en el pasillo, impulsados por la manía competitiva
de situarse los primeros.
Había llegado el momento de coger su maletín y dirigirse hacia la salida,
aguantando las sonrisas mecánicas y la despedida repetida hasta la saciedad de la
sudorosa azafata que se encontraba junto a la portezuela.
Bien venido al Aeropuerto Internacional de Los Ángeles.
En el vestíbulo superior del aeropuerto, amigos y familiares daban la bienvenida a
sus compañeros de viaje. Por un instante, Claiborne empezó a buscar entre la
muchedumbre que se agrupaba formando un semicírculo ante las puertas de llegada y
salida, luego sonrió de su propio despiste. ¿A quién diablos buscaba? Norman no
estaría esperando en la terminal para decirle hola…, si es que, en realidad, esperaba
en alguna parte. ¿Y si Steiner tuviera razón y él estuviera sólo a la caza de grillos?
Únicamente había una forma de averiguarlo. Claiborne empezó a andar,
abriéndose paso entre la multitud y escalando hacia abajo —¡eso sí que era una
contradicción en los términos!— para alcanzar el nivel inferior. Luego empezó a
recorrer el interminable túnel que conducía al vestíbulo exterior.
El simbolismo de aquellos movimientos no le pasó inadvertido; era como
reproducir el trauma del nacimiento. Una vez en el túnel, todo el mundo se ponía
impaciente, ansioso por alcanzar la salida, emerger nuevamente nacido al mundo
nuevo que se abría al final.
Pero el nacimiento real era un fenómeno sencillo en comparación con todo cuanto
aún tenía que soportar. Tomar las medidas necesarias para el alquiler de un coche,
comprar un callejero, localizar su equipaje y arrebatárselo a la correa transportadora.
Todo aquello requería tiempo, inagotable paciencia y creciente irritación.
¿Cuánto tiempo hacía que el viajar había dejado de ser un placer para convertirse
en un inagotable calvario? Tal vez él tuviera un umbral bajo al dolor, o acaso sólo se
www.lectulandia.com - Página 84
tratara de que estaba inmensamente cansado. Cualquiera que fuese el motivo, le
encalabrinaba la regimentación y la manada, las hordas empujando y dando codazos
en el sector de equipajes. Ningún tipo de sonido soporífico era capaz de disimular la
incomodidad, bien procediera del sistema de altavoces, o surgiera de la serie de
comerciales de televisión ensalzando a coro las delicias de volar.
Volar, escapar…, todo cuanto él quería era salir de allí. Y una vez que hubo
llegado junto al coche alquilado, introducido su equipaje, consultado el mapa del
callejero para orientarse, examinado el salpicadero y puesto en marcha, todavía le
quedaba el problema de salir del aeropuerto. Avanzando centímetro a centímetro por
el intenso tráfico, interpretando las señales siempre confusas que aparecían arriba,
luchando por cambiar de carril, Claiborne llegó, finalmente, al Century Boulevard y
enfiló en dirección Este hacia la autopista de San Diego. Una vez allí, exhausto hasta
el infinito, localizó la rampa de entrada en dirección Norte y la enfiló, desviándose
hacia la izquierda entre un atronador semirremolque y una bandeante furgoneta.
Tampoco era tan estupenda la situación en las rápidas autopistas, pero al menos había
tomado, finalmente, la dirección correcta.
O al menos eso esperaba.
El simple hecho de conducir a una velocidad media, de actuar nuevamente como
agente comparativamente libre, tuvo sobre él un efecto relajador. Ahora ya se
encontraba lo bastante tranquilo para revisar de forma objetiva la situación.
Carecía de objeto el culpar a Steiner. En realidad, Nick se había mostrado
extremadamente cooperativo. Tan pronto como se dio cuenta de que Claiborne había
tomado una firme decisión, dio de lado su escepticismo y colaboró plenamente. Era
posible que aquel viaje no tuviera su absoluta bendición, pero cooperó a hacer la
reserva de avión, ordenó a Otis que llevase a Claiborne al aeropuerto, prometió
mantenerse en contacto y transmitirle el informe de los resultados de la autopsia, o
cualquier posible novedad con la mayor rapidez posible.
Y lo mejor de todo era el que hubiese puesto fin a aquel estúpido análisis de
motivaciones. Acaso se debiera a que Steiner sabía que Claiborne haría el trabajo por
él. Y ahora lo estaba haciendo.
La pesadilla en el avión…, la clasificación de sus elementos resultó bastante fácil,
pero carente de importancia. Lo que importaba era el significado que se ocultaba tras
aquellos elementos.
Su ensoñación de encarcelamiento fue un sueño de castigo. Nadie le había
castigado por permitir que Norman se fugase, así que lo había hecho él mismo.
Aquel viaje era otra expresión de un sentimiento de culpabilidad. Había realizado
en realidad una fuga. Pero él no podía huir de su responsabilidad.
Y ahí era donde disentía de Steiner. Él era responsable. Si Norman había llegado
hasta allí, tenía que encontrarle y con toda urgencia. Tal vez no dispusiera de una
www.lectulandia.com - Página 85
prueba sólida que respaldara su posición, pero tampoco la tenía Steiner y Engstrom
para respaldar la suya. Al menos todavía no. Y hasta obtener dicha prueba, tenía que
seguir sus instintos, sus convicciones, su experiencia.
Todo ello en cuanto a la reacción profesional, pero había algo más. Norman no
era un paciente más. Cuando uno ve a alguien día tras día durante años, recibe sus
confidencias, conoce sus secretos más íntimos, le aconseja y le orienta en los
momentos difíciles, sólo existe una palabra para describir sus relaciones. Norman era
su amigo.
Un amigo con dificultades. Al diablo con la reacción profesional. Estaba allí
porque Norman necesitaba ayuda.
Claiborne giró a la derecha y enfiló en dirección Este hacia la autopista de
Ventura. Atendiendo las señales superiores, salió de la rampa en Laurel Canyon y,
tras rodar hacia el Sur durante unos quinientos metros, giró a la izquierda entrando en
el Ventura Boulevard.
Los «Coronet Studios» debían estar a otro kilómetro y medio de distancia, más o
menos, calle abajo y a una manzana hacia el Norte. Pero no había necesidad de
localizarlo en ese preciso momento. Antes tenía que encontrar algún sitio donde
alojarse.
Condujo lentamente, observando el gran número de moteles a lo largo del
boulevard, muchos de ellos alternando a lo largo de la acera con clínicas veterinarias,
salones de cóctel y aparcamientos. Lo que vio no le atrajo lo más mínimo; al diablo
con las piscinas climatizadas y la televisión en color. Lo que quería era un lugar
apartado de las ajetreadas calles, lejos de los ruidos del tráfico.
Y en aquel momento lo vio a su derecha.
Dawn Motel.
El letrero parecía baqueteado, lo mismo que el pequeño edificio en forma de L
que se alzaba tras él, pero ambos se encontraban al fondo de una combinación de
patio y zona de aparcamiento. No descubrió piscina alguna y sólo había un coche
estacionado transversalmente en un hueco, cerca de la entrada de la oficina. Todo ello
ofrecía el aspecto esperanzador de paz y quietud.
Claiborne entró en el patio, paró el motor y bajó del coche. Le dolían las piernas,
revelando fatiga, mientras se dirigía hacia la puerta de la oficina, parpadeando frente
a los últimos rayos de sol de la tarde. Abrió y se encontró en la fresca penumbra de la
habitación.
En un principio no pudo ver nada, luego, al ajustarse la mirada, miró en derredor
suyo el pequeño vestíbulo. Sillas con respaldo de plástico rodeaban una estropeada
mesa de café, encima de la cual había un cenicero de metal entre un montón de viejas
revistas. Adosadas a la pared de la derecha, se veía el truco usual de máquinas
automáticas que ofrecían al fatigado viajero una elección entre bebidas gaseosas,
www.lectulandia.com - Página 86
caramelos rancios y cigarrillos con sobreprecio. A su izquierda, se encontraba el
mostrador de recepción, vacío. Detrás de él, rodeado por toda una serie de fotografías
enmarcadas y ya borrosas, había un reloj de pared cuyo insistente tictac atrajo su
atención.
Se quedó mirando la esfera y las manecillas. ¿Por qué personificamos al Tiempo?
¿Será porque tenemos que admitir que nuestras vidas están medidas por una fuerza
abstracta, que ignora y tampoco le importa nada de lo referente a nuestra entrada en
la existencia y nuestra partida en la muerte? El tiempo era algo misterioso; y, al darle
un rostro y unas manos, intentamos convertirlo en nuestro servidor.
Claiborne se encogió de hombros. Aquello sólo era un reloj y él sólo estaba
cansado. La manecilla de las horas marcaba las seis mientras que su reloj de pulsera
insistía en que eran las ocho. Puso este último de acuerdo con la hora local, pero su
cronómetro interno seguía funcionando inalterable y necesitaba una buena noche de
descanso para compensar el tiempo pasado en el avión y la fatiga.
Pero, ¿dónde estaba el propietario?
Al acercarse al mostrador descubrió el timbre de metal y lo apretó con el índice.
Luego, retrocediendo unos pasos se dispuso a esperar y, en el intervalo, dirigió la
mirada a las fotografías adosadas a la pared. El reloj seguía con su tictac, pero en las
fotografías que le rodeaban el tiempo se había detenido.
El sol poniente difuminaba el fondo y hacía borrosas las inscripciones, pero,
desde sus marcos, los rostros sonreían valientes e inconmovibles dentro de la
seguridad de un pasado lejano y ya oscurecido. Las poses e indumentaria sugerían
una afinidad con el ambiente del espectáculo, pensó Claiborne, reconociendo sólo a
uno…, el único rostro que no sonreía de los que miraban entre las sombras.
En aquel momento se abrió la puerta que conducía al patio. Entró el empleado y
ocupó su puesto detrás del mostrador.
Era alto, delgado, con el pelo semejante a algodón, el rostro atezado, curtido y
cubierto de innúmeras arrugas, semejante al lecho seco de un río. Pero la edad no le
había borrado la sonrisa, y la mirada de sus ojos, de un gris verdoso, era inquisitiva y
alerta.
La apreciación de Claiborne fue instantánea. Pero pronto la dio al olvido y se
concentró en la rutina de reservar una habitación.
Muy bien, estaba de acuerdo con pagar veinte dólares por noche. Pensaba
quedarse hasta el domingo. ¿Cocinilla y frigorífico? Bien, aunque no pensaba
utilizarlos mucho, ya que probablemente estaría fuera la mayor parte del tiempo. Si el
número seis estaba alejado le parecía estupendo.
Mientras firmaba en el libro de registro, Claiborne contuvo el impulso de dar un
nombre falso. Pero, después de todo, no era necesario aquel tejemaneje de novela de
espionaje; después de todo esperaba que le telefonearan allí. Pero se abstuvo de poner
www.lectulandia.com - Página 87
las iniciales D.M. debajo de la firma. Al volver a mirar las fotografías de la pared,
una vez más atrajo su atención el único rostro sombrío.
—¿No es Karl Druse? —preguntó.
El otro hombre asintió.
—Me pareció reconocerle. —Claiborne estudió el retrato—. Un actor notable.
Probablemente, junto a Lon Chaney, Sr. fue el mejor actor en los primeros tiempos
del cine de terror.
—Así es. —Los inquisitivos ojos se iluminaron—. Pero eso pertenece a la época
del cine mudo. ¿Cómo es que lo conoce…, pertenece a la industria?
Claiborne hizo un ademán negativo con la cabeza.
—No. ¿Y usted?
—Hace ya mucho tiempo. —El empleado señaló el montón de fotografías—. Los
conocí a todos ellos cuando eran los dueños de esta ciudad. Ahora cuelgan de la
pared, mientras yo todavía ando por aquí. Es extraño las vueltas que da el mundo.
—¿Era usted actor?
Una de las grietas de aquel lecho de río se ahondó y produjo una sonrisa.
—Si lo hubiera sido, mi retrato estaría también ahí, en un tamaño mayor que el de
los demás. —El empleado rió entre dientes—. No, jamás actué. Solo escritor…,
solían llamarlo guionista, calle abajo, en los «Coronet Studios».
—¡«Coronet»! —Claiborne le dirigió una rápida mirada—. Eso es muy
interesante, señor…
—Post. Tom Post.
—Estará usted muy enterado de todo lo relativo al negocio, Mr. Post.
—Ahora ya no. Cuando llegó el cine sonoro lo dejé. A decir verdad, me hicieron
dejarlo. —Tom Post volvió a reír entre dientes.
—No parece que le disguste mucho el estar jubilado.
—¿Y quién ha dicho que lo estoy? —Se desvaneció la sonrisa de Post—. Tenía en
Encino un negocio de coches usados hasta que construí este sitio. No es gran cosa,
pero al menos me mantiene ocupado. Jamás dejaré de trabajar y menos ahora. —Le
apuntó con un dedo sarmentoso—. ¿Sabe lo que hoy significa la jubilación? Un viejo
con los pulmones enfermos que pesca peces envenenados en un arroyo contaminado.
Claiborne sonrió.
—Veo que sigue siendo escritor.
—Tan sólo un viejo chocho y demasiado locuaz y perdone la metáfora
combinada. —Tom Post echó mano al cajón de la mesa y sacó una llave de la que
colgaba una chapilla de madera—. Aquí tiene usted. ¿Quiere que le ayude con el
equipaje?
—No se moleste…, puedo arreglármelas.
—El número seis está al final, cerca del camino.
www.lectulandia.com - Página 88
Claiborne asintió.
—Antes de irme quisiera hacer algunas llamadas.
—Tiene teléfono en la habitación.
—Formidable.
—Si necesita algo más, pídalo con toda libertad.
—Gracias.
Claiborne se fue al coche a recoger la maleta y la cartera y luego, atravesando el
patio, se dirigió al número seis.
La habitación parecía un auténtico horno, pero pronto localizó el termostato del
aparato de aire acondicionado en la ventana y lo puso al máximo. La vetusta
instalación emitió una senil protesta pero, para cuando hubo acabado de deshacer la
maleta, la temperatura era soportable. Se quitó la chaqueta y, tumbándose en la cama
de matrimonio, descolgó el teléfono.
Eran ya pasadas las seis y media, probablemente demasiado tarde para encontrar a
nadie en «Coronet», pero pensó que podía intentarlo. Por lo tanto, pidió el número a
la telefonista. Luego llamó al estudio y le comunicaron con el despacho de Driscoll.
Ante su sorpresa, escuchó el clic al ser descolgado el teléfono.
—¿Dígame?
Al punto identificó la voz profunda de Marty Driscoll.
—Adam Claiborne al aparato, Mr. Driscoll.
—¿Quién?
En la pregunta había un punto de irritación más que de interés.
—El doctor Claiborne. Hablé con usted el domingo cuando llamó al hospital.
—Claro, sí, doctor. Ya recuerdo. —La voz de Driscoll ya no revelaba fastidio—.
Me alegro de oírle. Tal vez pueda informarme sobre lo que está ocurriendo…
—Tendría mucho gusto si me indica cuándo puedo verle.
—¿Verme? —Una breve pausa—. ¿Está usted en la ciudad?
—Acabo de llegar. Esperaba que tal vez pudiéramos vernos mañana a alguna
hora…
—Cuando usted diga. Yo estaré aquí todo el día.
—¿A las nueve de la mañana?
—Mejor a las nueve y media. En la puerta tendrá un pase esperándole.
—Muy bien —repuso Claiborne—. Entonces a las nueve y media.
—Un momento —le interrumpió rápidamente Driscoll—. Ese jefe suyo, el doctor
Steiner… Ayer le llamé y me dejó colgado. ¿Qué pasa realmente con ese asunto
escalofriante de Norman Bates?
—Sobre eso quiero hablar con usted. —Claiborne se dispuso a colgar el teléfono
—. Hasta mañana.
Cortó la comunicación dejando a Driscoll con la palabra en la boca. Una jugarreta
www.lectulandia.com - Página 89
tonta pero efectiva, o al menos así lo esperaba. Se sintió contento al descubrir que el
productor estaba preocupado. Hasta entonces parecía como si aquello no le importara
un rábano a nadie.
La luz crepuscular invadió la habitación, mientras el acondicionador de aire se
lamentaba con débil protesta. Antes de apagar la luz que había sobre la mesilla de
noche, Claiborne debatió qué hacer. Lo que en realidad ansiaba era tumbarse y dormir
veinticuatro horas seguidas. En aquel momento eran las siete…, así que en casa
habrían dado las nueve. Prometió a Steiner telefonearle tan pronto como llegara.
Descolgando de nuevo el auricular, marcó el número particular. Por toda
respuesta recibió el eco de la llamada. Por quién dobla mi campana. A la décima
llamada colgó. Fatigado lo intentó de nuevo, pero esta vez con la centralita del
hospital. Contestó Clara desde Recepción.
Steiner estaba fuera, algo sobre una cena en el «Fairvale Rotary».
Excelentes relaciones públicas, negocios, como de costumbre. ¿Es que no lo
entiendes, Nick? La campana dobla por ti.
Haciendo un esfuerzo por dominar su voz, Claiborne dio a Clara la dirección de
su motel, así como el número de teléfono, diciéndole que al día siguiente por la
mañana telefonearía al doctor Steiner, aunque no sabía a qué hora exactamente. No
merecía la pena preguntarle qué estaba ocurriendo allí, ya que ella sería la última en
enterarse. Lo más probable es que no ocurriera nada, pues, de lo contrario, Steiner no
se habría ido a comer pollo de caucho en el «Rotary».
Para cuando colgó el teléfono, su irritación se había desvanecido con los últimos
rayos de sol. Por un instante, pensó en ir a tomar algo, pero acto seguido rechazó la
idea. Dejemos que Steiner persiga por su plato los guisantes enlatados. En aquellos
momentos lo más importante para él era el descanso.
Claiborne se quitó de una patada los zapatos y colgó la ropa en el estrecho
armario. Empezó a deshacer el equipaje, metió la ropa interior en los cajones de la
mesa de escritorio, colgó de una percha su otro traje y llevó al cuarto de baño su
máquina de afeitar y los demás objetos de tocador.
Después de utilizar el inodoro pensó en darse una ducha, pero luego decidió que
podía esperar a mañana. Enfundado en el pijama, volvió al dormitorio y corrió las
cortinas, así como la colcha de la cama.
Al hacerlo observó su cartera, donde la había dejado, sobre la mesa, y recordó su
contenido. Durante el viaje no había tocado el guión de Dama Loca. Podía leerlo
ahora, pero ¿para qué? Su visita a Driscoll no tenía por objeto discutir el guión; su
visita de mañana tenía otro fin.
Claiborne cerró el acondicionador de aire, se tumbó en la cama y apagó la
lámpara que había sobre la mesilla de noche. La reunión de mañana. ¿Cómo debería
manejar a Marty Driscoll?
www.lectulandia.com - Página 90
Prolegómenos del caso. Claro, eso era. Partiendo de la fortaleza, establecimiento
de una relación doctor-paciente. El doctor Claiborne, la personificación de la
autoridad. Haciendo caso omiso de todo ese galimatías en latín y griego. Eso era lo
que establecía la técnica terapéutica. Dejar hablar al paciente.
Dejar que Driscoll enronquezca hablando de lo potencialmente espectacular de la
película, del dinero que recaudaría. Escucharle lo mismo que se escucha a un hombre
encaramado en el alféizar de una ventana, en un edificio inconmensurablemente alto
y dispuesto a lanzarse al vacío.
Entonces, y no antes, hay que explicarle la situación. Desde luego la película será
espectacular y atraerá la atención…, exactamente igual que si se saltara desde una
alta ventana. Y, probablemente, se hará con ella un montón de dinero. Si el individuo
que se arroja desde la ventana está asegurado, eso también representará un montón de
dinero. Lo malo es que no viviría para disfrutarlo.
Así que mire antes de lanzarse, contemple las tinieblas allá abajo y verá lo mismo
que yo. Norman Bates le estará esperando. Recuerde lo que le digo, estará esperando
a que se arroje usted en todo esto. Apostaría mi vida. Y ése es el motivo de que le
advierta que no apueste la suya…
Apostaría mi vida.
La frase produjo un eco. Él todavía seguía considerando a Norman como un
amigo. Pero, ¿qué era lo que Norman pensaba? Era posible que, para él, fuera un
enemigo. Y en cierto modo acaso fuese verdad. En su sueño, había acudido allí para
castigarse. Pero, en realidad, era posible que lo hubiera hecho para castigar a Norman
por fugarse, por arruinar sus proyectos.
Eso era: el libro. El libro había sido la clave de todo el asunto. Había pensado
escribirlo a modo de historial, un informe sobre cinco años de terapia con éxito.
Muchas reputaciones se habían logrado con menos.
¡Al diablo con las reputaciones! Ahora ya no tenía importancia. Lo que importaba
era lo ocurrido a aquella gente inocente en Fairvale y a quienes les sobrevivieron.
Claiborne frunció el ceño en la oscuridad. Ya era hora de dejar de preocuparse de sí
mismo, de dejar de inquirir si Norman era su amigo, su paciente, su enemigo. Lo
importante era el trauma, el sufrimiento de las familias de las víctimas. Eran quienes
se merecían que se preocuparan de ellos, quienes necesitaban ayuda. Y el deber de él
era proporcionársela. No porque fuera un psiquiatra —¡al diablo también con eso!—,
sino porque era un ser humano decente que se preocupaba de los demás.
No estaba en su poder cambiar el pasado, pero al menos podía intentar aliviar
algo su angustia y ansiedad en el futuro, salvarles de la explotación y la exacerbación,
aliviarles de sus temores ante posibles peligros. Por ello, debía lograr que se
suspendiera aquella película, encontrar a Norman y llevarlo de nuevo al hospital,
incluso exponiendo su propia vida…
www.lectulandia.com - Página 91
El ruido era tan débil que Claiborne apenas le oyó. Tan sólo el hecho de que sus
ojos se habían acostumbrado a la oscuridad le permitió descubrirla. Tumbado sobre
un costado, de frente a la puerta y viendo cómo giraba el pomo…
Clic.
Y el golpe de los pies desnudos de Claiborne dando sobre el suelo al saltar de la
cama. Se sintió impelido por el impulso, no le dio tiempo a pensar hasta que fue
demasiado tarde. Había abierto ya la puerta y…
En el umbral surgió una sombra.
—Lo siento. No era mi intención molestarle —dijo Tom Post.
—¿A qué viene esto? Podía haber llamado.
—Pensé que estaría dormido.
Al volverse y quedar de medio perfil a la luz exterior del patio, el arrugado rostro,
semejante a la piel de un lagarto, se contrajo con una sonriente mueca.
—Se trata sólo de una cuestión de seguridad. Siempre me aseguro de que las
puertas están bien cerradas antes de retirarme.
Post trató de penetrar con la mirada en la oscuridad de la habitación.
—¿Todo en regla?
Claiborne asintió, empezando a tranquilizarse.
—Entonces no le molesto más. Que descanse.
—Es lo que estoy intentando hacer. —Claiborne empezó a cerrar la puerta.
Mientras lo hacía, Post rió entre dientes.
—No se preocupe, aquí está seguro. Recuerde que éste no es el «Bates Motel».
Se cerró la puerta.
La cerradura hizo clic.
Los pasos se alejaron por el camino.
Y Claiborne permaneció allí, envuelto por las sombras, sin escuchar otra cosa que
el eco de la risa del viejo en la noche.
www.lectulandia.com - Página 92
DIECISÉIS
La oruga había desaparecido.
Jan se quedó mirando a Santo Vizzini al levantarse él de detrás de su mesa de
escritorio.
—¿Pasa algo? —preguntó Vizzini.
—Tu bigote…, te lo has afeitado.
Vizzini asintió, al tiempo que se acercaba a ella envuelto en una vaharada de
perfume, pasándose un gordinflón dedo por el trecho afeitado entre la nariz y el labio
superior.
—¿Te gusta?
—He de acostumbrarme. Pareces distinto.
Lo que, desde luego, era verdad. Sin el bigote, el director parecía haber segado su
esterotipo étnico. Pero aún seguía gesticulando con nerviosismo, seguía oliendo como
si se hubiera bañado en colonia. Y su actitud tampoco era diferente.
Jan se las arregló para dejar caer la copia del guión que llevaba en la mano, y se
inclinó para recogerla justo a tiempo para evitar la mano del director sobre su brazo.
—Qué desmañada —dijo retrocediendo.
—Tranquilízate —le respondió Vizzini—. No voy a comerte.
Sonrió exhibiendo una dentadura con unos molares e incisivos amarillentos como
para desmentir su afirmación. ¡Qué dientes más grandes tienes, abuelita!
Jan alisó la arrugada portada del guión.
—Respecto a la lectura…
—¿Lectura? —La sonrisa de Vizzini se trocó en un mohín de desconcierto.
Sin la protección del bigote sus labios parecían aún más gruesos.
Jan asintió.
—El martes a las tres de la tarde —explicó—. Y aquí estoy. En punto.
Vizzini se dio una palmada en la frente, un ademán exageradamente
melodramático, que jamás hubiera permitido a un actor que estuviera bajo su
dirección.
—¡Claro! Esa estúpida de Linda… Le dije que te llamara esta mañana…
—¿Problemas?
—Paul Morgan. Va a venir para un ensayo. Le prometí repasar con él la escena en
el salón.
—Pero yo también estoy en esa escena. ¿No podríamos hacerlo juntos?
—Eso es lo que le sugerí. Pero dice que prefiere trabajar solo.
—Comprendo —replicó Jan—. Tratamiento de estrella.
—Estrella, no. Tratamiento, sí. Que quede entre nosotros, pero no está seguro de
sí mismo. Desempeñar un papel de travestí va contra su imagen. Es muy importante
www.lectulandia.com - Página 93
que le ayude.
—¿Y qué hay de mí? —Jan hizo lo posible por disimular su irritación—. Tengo
algunas preguntas sobre mi papel…
—Serán contestadas, te lo prometo. —Vizzini perfumó el aire con su ademán—.
A finales de semana programaremos otra lectura. Haré que Linda te comunique con
tiempo la fecha y hora. Tal vez para entonces tengas ya más dominado el papel.
La acompañó hasta la puerta, dándole unas palmaditas en el hombro y esta vez
Jan no evitó su contacto.
—Créeme, si te identificas y aprendes bien tu réplica no hay de qué preocuparse.
Confío en mi instinto. Cuando te elegí para el papel sabía que te entregarías.
No a ti, cretino, dijo Jan para sus adentros. Puedes irte al diablo.
Pero mientras descendía por la ladera de la colina en dirección a su apartamento,
bajo el calor húmedo del atardecer, decidió dar otro repaso al guión.
Connie había salido para las tomas de un comercial y no había nada que la
distrajera. Una vez se hubo cambiado, poniéndose unos cómodos pantalones, Jan se
instaló en el sofá de la sala de estar y abrió el guión de Dama Loca concentrándose en
aquellas partes del diálogo que ella misma subrayara con un verde agresivo.
Lo malo era que no podía concentrarse tan sólo en sus lineas; al poco rato, se
estaba leyendo el guión de cabo a rabo. Y una vez más, se sintió trastornada por el
impacto y la importancia del tema. Aquello no era una bagatela, no estaba
estructurado de acuerdo con la rutina de las películas de suspense y para crear el
sobresalto no recurría a los consabidos «trucos». Aquello parecía más bien un
documental, su terror era un hecho. Y lo que más la perturbaba es que lo hubiera
escrito Roy Ames.
Una vez más, recordó su explosión de hacía unos días. Aquello también resultaba
perturbador. No sólo lo que dijo y la forma en que lo hizo, sino el hecho de que ello la
pillara por completo desprevenida. Tenía que admitirlo. Hasta entonces había sentido
cierta atracción hacia Roy, y no hubiera sido difícil que ese sentimiento llegara a ser
más profundo. Pero ahora…
Sonó el teléfono.
—¿Diga?
—Eso sí que es formidable como diálogo. ¿No te importa que te lo robe? —
preguntó Roy Ames.
Hablando del ruín de Roma…
Pero no colgó. Prestó oído a sus excusas y las aceptó. Y también aceptó la
invitación a cenar con él en el «Sportsman’s Lodge».
—No, no vengas a recogerme… Me reuniré allí contigo —le dijo Jan—. A las
ocho… Estupendo. Hasta la vista.
Jan colgó el teléfono pero el peso de la duda persistía. ¿Había sido acertada su
www.lectulandia.com - Página 94
decisión? Le vino a la memoria aquel viejo proverbio: Quien cena con el diablo ha de
tener una larga cuchara.
Tal vez. Pero quienquiera que inventase aquello hablaba de los hombres, no de las
mujeres. Y ella se había asegurado de que la cuchara fuera lo bastante larga al no
invitarle a que acudiera a recogerla allí.
Además Roy no era un diablo…, tan sólo un adversario en aquella batalla sobre la
película. De manera que había hecho bien en aceptar para intentar ganarle a su causa.
Jan puso el guión en la librería. Ya no tenía tiempo para ensayar; aquella noche
debía representar otro papel.
Se vistió cuidadosamente mientras estudiaba aquel papel. Roy le había facilitado
buenas pistas. Con sus excusas admitía que sentía lo ocurrido, y la invitación a cenar
demostraba que hacía cuanto estaba a su alcance para hacerse perdonar su anterior
comportamiento. Todo cuanto ella tenía que hacer era acordarse de desempeñar la
parte agraviada y hacerse con la escena.
Para cuando Jan llegó al «Sportsman’s Lodge», ya tenía su actuación preparada.
Entró en el vestíbulo minutos antes de las ocho, pero Roy ya se encontraba allí
esperándola. Buena señal. Bebió dos martinis antes de pedir la cena y aquello
también era un buen presagio. Entretanto, siguió hablando con ella de cosas sin
importancia, lo que revelaba que, aun cuando las dos copas le habían soltado la
lengua, seguía sin estar verdaderamente relajado. Además, no soltó una sola palabra
acerca de la película. Era evidente que intentaba dar de lado el tema.
Pero tenía que discutirlo si Jan quería terminar de una vez por todas con su
oposición. Jan le escuchó a medias durante el cóctel de frutas y para cuando llegaron
los bistés ya había encontrado la forma de encauzarlo.
—Me fastidia admitirlo, pero me alegró haber cancelado mi otra cita —comentó.
Roy, dejó el tenedor y alzó la vista. Jan contestó con una sonrisa a su mirada
interrogadora.
—Vizzini quería que cenara con él para hablar sobre la película.
—Ese desgraciado… —La reacción de Roy fue mejor de lo que ella esperaba. O
peor—. Sé que no es asunto mío, pero por tu bien te aconsejo que no te mezcles con
él, porque…
—Claro. Es asunto mío. —Jan seguía sonriendo mientras hablaba—. Te concedo
que es un desgraciado, pero también resulta que es mi director. Y puede ser
importante tenerlo de mi lado.
—Si no andas con cuidado es posible que lo tengas algo más que a tu lado —dijo
Roy—. Ya sabes cómo opera. Todo aquel desenfreno en su casa de Nichols Canyon,
el espectáculo orgiástico con aquellas pandas de rock. Claro que todo se silenció, se
encontraba en plena filmación de un petardo de veinte millones de dólares y los tipos
del dinero no podían permitirse el lujo de que le procesaran. Pero tú no necesitas
www.lectulandia.com - Página 95
meterte en dificultades. Y menos con un maníaco que ha llegado a tal punto de
sadismo y violencia.
Roy estaba prácticamente despedazando su bisté mientras hablaba. De súbito, se
quedó quieto al observar la mirada de Jan.
—Mira quién habla —se limitó a decir ella.
—Lo siento. —Sus movimientos se hicieron más tranquilos, se esforzó por
moderar el tono de su voz y la actividad de su cuchillo—. Tal vez sea contagioso.
—Me doy cuenta —murmuró Jan—. Hoy he captado algo mientras leía tu guión.
Realmente pavoroso.
—Creo que mientras lo escribí me encontraba bajo un shock. Pero no lo
comprenderías.
—Ponme a prueba.
—Detente un momento a recapacitar. —Roy apartó su plato—. En otras ocasiones
ya he desarrollado temas de terror, sobre todo para la Televisión. Ésa es la razón de
que Driscoll me encargara este guión. Pero escribir sobre vampiros y hombres lobo es
como hacerlo sobre cuentos de hadas. Jamás logró transtornarme porque sabía muy
bien que aquellos monstruos no eran más que ficción. Pero esta vez fue distinto.
Escribía sobre algo que realmente había ocurrido y Norman Bates era real. —Roy
asintió con la cabeza—. Se apoderó de mí.
—¿Cómo?
—Eres actriz. ¿Sabes lo que se necesita para desempeñar un papel, la forma en
que intentas captar los motivos del personaje? —Roy se bebió de un trago su café—.
Un escritor se encuentra en la misma situación…, su trabajo reside en encontrar esa
forma. Para hacer el guión hube de integrarme de alguna manera en Norman,
imaginar cómo pensaba, cómo sentía, cuáles eran sus impulsos hasta el momento en
que exploté. No fue fácil pero aún no sé cómo lo logré y dio resultado. Pero, cuando
finalmente logré introducirme en su cabeza enferma, todo cuanto quería era
abandonarla, terminar el guión para así acabar con Norman. Lo que no tuve en cuenta
fue que Norman no había acabado conmigo. Mientras escribía sobre su personalidad,
podía, al menos, dominarle, tal y como en el manicomio dominaban al Norman
auténtico. Pero ahora…
Jan dejó su cuchillo sobre el plato.
—Sé lo que sientes. También a mí me estremece. Pero suspender la película no
cambiaría nada. Además, Norman está muerto. Supongo que habrás leído el periódico
de esta mañana… Ahora ya casi tienen la seguridad de que murió en la explosión.
—Casi la seguridad. —Roy se inclinó hacia delante—. ¿Y si están equivocados?
—Ayer en el estudio dijiste lo mismo. —Jan hablaba con voz queda—. ¿Por qué?
¿Acaso sabes algo que nosotros ignoramos?
—No es que lo sepa. —Roy hizo una pausa y Jan tuvo la sensación de que había
www.lectulandia.com - Página 96
perdido su habitual locuacidad; buscaba algo en su interior que no podía ser revelado
con una frase—. Sólo sé que, en lo más profundo de mí, tengo el presentimiento de
que Norman está vivo. Vivo y esperando.
—Esperando, ¿qué?
—No lo sé. —Roy hizo una mueca—. ¿Cómo puedo esperar que me comprendas
si yo mismo no me entiendo?
Está dolido. Realmente dolido. El resentimiento de Jan se desvaneció ante aquel
descubrimiento. No era un adversario. Tan sólo un hombre profundamente
perturbado, a quien atormentaba algo que era incapaz de exorcizar o expresar.
Jan se había olvidado del papel que intentaba interpretar, pero ahora lo necesitaba
desesperadamente si quería acudir en ayuda de Roy. Acaso lo mejor sería tomarlo a
broma.
De manera que Jan, forzando su sonrisa esterotipada, respondió:
—Parece grave. Tal vez debas visitar a un psiquiatra.
Roy asintió.
—Voy a hacerlo.
—¿Qué?
Roy se inclinó hacia delante.
—¿No lo sabías? Driscoll me llamó esta noche, poco antes de salir. Ha preparado
una entrevista para mañana por la mañana con el psiquiatra de Norman Bates.
www.lectulandia.com - Página 97
DIECISIETE
Jan tuvo suerte el miércoles por la mañana al llegar ante las puertas del estudio.
Se presentó temprano, incorporando su «Toyota» a la cola de coches de los
empleados. Tan pronto como el guardia vio el nuevo pase que campeaba en el
parabrisas, le hizo señal de que pasara.
Nadie le preguntó si estaba citada y aquello fue un golpe de suerte que no se
esperaba.
Quien realmente se mostró sorprendida fue Anita Kedzie, al aparecer Jan en la
antesala del despacho de Driscoll. Tan pronto como la vieron, aquellos ojos de
insecto de detrás de los gruesos cristales iniciaron un rápido recorrido del bloc con el
programa de entrevistas que había sobre la mesa, entre el intercomunicador y el
teléfono.
—No me parece que la tenga anotada aquí —dijo Miss Kedzie—. ¿A qué hora le
dijo Mr. Driscoll que viniera?
—No me lo dijo. —La sonrisa de Jan era de indiferencia—. Resulta que me
encontraba en las instalaciones y pensé detenerme un momento.
El mohín de Miss Kedzie revelaba su reacción. Detenerse, ¿para qué? pero si
nadie ve a un productor sin tener antes hora… Es como dejarse caer por el Vaticano
para hacer una visita sorpresa al Papa.
—Me temo que está retenido —explicó la secretaria. Su enérgico tono no dejaba
entrever si Driscoll se encontraba atado y amordazado o, simplemente, sufría de
estreñimiento—. Si lo desea puedo decirle que está usted aquí.
—No se moleste —repuso Jan—. En realidad no tiene importancia.
Pero sí la tenía. Consultó su reloj. Las nueve cuarenta y cinco. Roy no había
mencionado una hora específica para la reunión y ella no se atrevió a preguntárselo
por temor a despertar sus sospechas. Supuso que, posiblemente, estaría programada
para las diez y, en consecuencia, preparó sus planes. Presentarse a primera hora, dar
alguna excusa a Driscoll, alegando que se encontraba allí para unas pruebas del
vestuario y encontrarse cerca cuando llegara aquel doctor Claiborne.
No esperaba que la invitasen a asistir, pero al menos tendría oportunidad de
saludarle y conocerle, e incluso de tener algún indicio sobre el motivo de su
presencia. Desde luego, Roy se pondría furioso pero, después de anoche, Jan decidió
que era inútil intentar que se pasara a su bando. Lo que ahora necesitaba saber era si
el doctor Claiborne estaba de su parte o engrosaba las filas enemigas.
Pero ya era demasiado tarde…, lo había echado todo a rodar.
Jan se disponía a dar media vuelta cuando la llamó Anita Kedzie.
—Miss Harper…
—¿Dígame?
www.lectulandia.com - Página 98
—¿Querría hacerme un favor? Necesito ir al vestíbulo sólo por un minuto. A Mr.
Driscoll no le gusta que abandonen la oficina, a menos que haya alguien que conteste
a las llamadas.
—No se preocupe. Me quedaré.
—Gracias.
La secretaria se levantó y salió al corredor, cerrando la puerta tras de sí.
Jan sonrió. No estaba fuerte en entomología pero, al parecer, también los insectos
tenían vejiga. A la salud de de los riñones de Miss Kedzie.
Ahora había de ver la manera de obtener alguna ventaja de su puesto de
vigilancia…
El intercomunicador ofrecía la solución más evidente. Observando
cautelosamente la puerta de entrada, Jan se acercó a él y bajó el conmutador de
escucha.
Voz de Driscoll.
—Muy bien, doctor, digámoslo así. Ya estoy comprometido. Se han tomado los
acuerdos, los contratos están, firmados y en marcha los equipos. ¿Tiene acaso idea de
los intereses que devengan un solo día de aplazamiento? Ahora estoy hablando de
hechos y cifras. Y usted lo único que tiene es ese presentimiento.
—Pero no se trata tan sólo de un presentimiento. —Roy Ames—. Es una
evaluación profesional.
—Y, ¿qué me dice del doctor Steiner? No está de acuerdo con esa teoría, él
mismo me lo dijo. Y tampoco la Policía.
—Este médico que está ante usted era el terapeuta de Norman Bates. Es el único
que se encuentra en situación de saberlo. Ha venido aquí por su propia cuenta.
—Créame que agradezco ese detalle. Pero ahora ya de nada sirve discutir. Verá,
doctor, siento que haya perdido su tiempo.
—Acaso no lo haya perdido.
Se escuchó la voz de George Ward como un murmullo.
—Recuerda tu idea de enviar a Roy a Fairvale antes de dar el toque final al guión.
—Sí. Pero Steiner me dio con la puerta en las narices.
—El doctor Claiborne es el hombre con el que tenía que hablar Roy. Y ahora está
aquí. Si lo designas como asesor técnico durante unos días…
—¡Ahora sí que has dado en el clavo! —le interrumpió Driscoll—. Así la historia
será excelente…
—Pero yo no estoy interesado en promocionar su filme. —Aquella voz firme y
sonora tenía que ser la del doctor Claiborne—. Se lo advierto…, la única publicidad
que la Prensa obtendrá de mí es una declaración sobre lo inadecuado de esa película.
Y todo se ha ido al diablo. Jan cortó la escucha del intercomunicador. Y además
ese estúpido bastardo parece convencido de lo que dice. Si lo hace público,
www.lectulandia.com - Página 99
promoverá el suficiente escándalo para que las «Asociaciones de Padres de
Alumnos» y todos los demás grupos de presión intervengan.
Jan escuchó a sus espaldas pasos que se acercaban procedentes del vestíbulo.
Seguramente los de Miss Kedzie que volvía.
Jan no se detuvo a averiguarlo. Se acercó, a la puerta del despacho de Mr.
Driscoll y la abrió de par en par.
Al entrar Jan, los ocupantes de la habitación se la quedaron mirando
sorprendidos. Al parecer, la amplia sonrisa en su rostro estaba dedicada a todos ellos,
pero Jan la centró en el individuo alto que se encontraba en pie ante la mesa de
Driscoll. Sin duda alguna se trataba del doctor Claiborne.
—Hola —dijo—. Espero no interrumpir.
Driscoll frunció el ceño.
—¿Qué quieres? Estamos reunidos…
—Eso es lo que he oído.
—¿Oído?
Jan le dirigió una mirada ingenua.
—Alguien debió dejar, accidentalmente, el intercomunicador abierto.
—¿Dónde diablos está Kedzie?
—Fue un minuto al vestíbulo y me pidió que me hiciera cargo del fuerte.
Driscoll echó mano al intercomunicador pero Jan hizo un rápido ademán para
detenerle.
—No la reprenda, por favor. Ha sido todo culpa mía. No debí escuchar.
El productor seguía con el ceño fruncido pero apartó la mano.
—Muy bien. Ahora ya ha escuchado. ¿Qué es lo que quiere?
Roy y George Ward también tenían cara de pocos amigos, pero Jan hizo caso
omiso de ellos. Y también de Driscoll, al volverse para mirar al hombre alto que se
encontraba delante de la mesa. Era más joven de lo que ella había esperado; no era
guapo, pero tenía un aspecto tranquilo, seguro de sí mismo, que contrastaba con las
actitudes nerviosas de los otros. Se la quedó mirando con firmeza.
—¿Doctor Claiborne? —preguntó—. Soy Jan Harper.
Él hizo un gesto de asentimiento, suavizándose su mirada al devolverle la sonrisa.
—Ya he visto su fotografía.
—Entonces sabrá que represento el papel de Mary Crane en la película.
—Sí.
Retumbó la voz de Driscoll.
—¿Qué diablos es esto? ¿Chico conoce chica? Mire, si tiene algo qué decir…
—Lo tengo. —Jan sonrió a todos en general; luego miró de nuevo al doctor
Claiborne—. Necesito su ayuda.
Por un instante, el médico pareció desconcertado.
La pobre Connie había dado en la diana. ¿O acaso la diana la estaba dando ella?
En realidad, no importaba. Como quiera que fuese, estaba lanzada. O a punto de
que la lanzasen, tan pronto como ese pelma de cámara dejara de mantener un inquieto
enfoque sobre su entrepierna. Probablemente, se regodeaba escudriñándola, pero ella
estaba a punto de morirse bajo todas aquellas luces.
A punto de morirse pero viviendo.
Porque, por una vez, nadie la ignoraba. Había otros siete en la sala de grabación
de Leo, y todos concentraban su atención en Connie o en alguna parte de Connie. El
Lanzó un quejido, gozando con Roy. Era maravilloso, tan maravilloso y él era
formidable. Ahora incluso mejor, porque al mirarle su cara había cambiado y ahora
era Adam Claiborne quien la montaba, tal como había deseado que lo hiciera al
principio de la velada. Sólo que sus facciones seguían borrosas y, en aquel momento,
era Paul Morgan quien la estaba gozando. Cerró los ojos suplicándole que la dejara y,
al abrirlos de nuevo, Jan se dio cuenta de que estaba ocurriendo algo horrible. Había
desaparecido la cara de Paul y a quien veía era a Santo Vizzini; jadeaba y de sus
axilas se desprendían gotas de repelente perfume. Alzó las manos engarfiadas y sus
uñas se clavaron en al cara de Vizzini. Ahora ya, encima de ella no había un rostro, al
menos que ella pudiera verlo, tan sólo una mancha borrosa. Y, sin embargo, ella lo
sabía, algo en su interior le revelaba quién era exactamente.
Norman Bates.
Era él, lo había estado haciendo durante todo el tiempo, los otros rostros sólo eran
máscaras. Pero su cara era real y ella quería verla con claridad, tenia que verla con