Antidialogismo Cuento, Un Relato de Iniciación de Sergio Pitol Riccardo Pace
Antidialogismo Cuento, Un Relato de Iniciación de Sergio Pitol Riccardo Pace
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Esta propuesta les otorga a los relatos juveniles de Pitol el valor de un espacio de
formación estética donde se gestaron las inquietudes y las cualidades que son pro-
pias de su producción literaria posterior.
Entre dichos estudiosos se encuentra Renato Prada Oropeza, quien afirmó que
en esos primeros cuentos están presentes algunos elementos que preconizan a la
escritura del carnaval del Pitol maduro: uno de los más importantes es, sin dudas,
la máscara, que en la producción temprana, sin embargo, no actúa como un elemen-
to lúdico o festivo, sino como un antifaz horrífico que deforma el rostro al que se
aplica, ocultando «la figuración de la muerte [...] la disolución última y total del ser
humano» (Prada Oropeza 1996: 25).
Al crítico de origen boliviano se suma Mario Muñoz quien, al reflexionar en torno
a la supuesta «novedad» de las llamadas «novelas del carnaval»5 de Pitol, recuerda
que las huellas de su génesis están presentes desde los primeros relatos, donde, en
repetidas ocasiones, aparecen la caricaturización de los personajes y el esperpento
(Muñoz 2007: 90-91). Con respecto a esta afirmación cabe recordar, como lo hizo
Laura Cázares Hernández (2006: 81-82), que la presencia de rasgos grotescos en
los textos de esta fase se encuentra aún lejos de la definición anti solemne, vitalista
y cósmica que de este fenómeno propone Bajtín en su estudio sobre la cultura popu�-
lar en la Edad Media y en el Renacimiento6 (a la que se adhiere el Pitol carnavalesco).
Más bien, parece acordarse con la descripción «romántico-gótica» del fenómeno que
dio el teórico alemán Wolfgang Kayser, según quien lo grotesco se instaura en el
discurso artístico en virtud de la presencia de ciertos temas (como lo diabólico, la
locura, la fealdad, la deformidad, etc.) que producen en el receptor un efecto de
distanciamiento, provocando que este experimente la aterradora sensación de que el
mundo cotidiano «ha perdido sus proporciones», «es nuestro mundo... y no lo es»
(Kayser 1964: 35, 40).
Muñoz también observa que, ya desde la saga de los Ferri, compuesta por tres
cuentos de la primera fase,7 se reconoce la tendencia de Pitol a organizar su narrativa
en bloques temáticos, al interior de los cuales se establece una red de «vasos comu�-
nicantes». Esta red propicia que los elementos de una trama se filtren en otra (como,
por ejemplo, en el caso de Jesusa, la narradora del relato «Los Ferri», a la que tam�-
bién se alude de soslayo en «Victorio Ferri cuenta un cuento»), creando un sistema
de relaciones especulares llenas de sentido, como también sucede con el Tríptico del
Carnaval y los textos de la Memoria (Muñoz 2007: 70-71).
Sobre una línea afín se ubica Elizabeth Corral Peña, la cual evidencia que los rela-
tos de los años de aprendizaje y la producción posterior muestran un enésimo punto
5
La trilogía novelesca del carnaval de Pitol incluye las ya citadas El desfile del amor y Domar a la divina
garza, además de La vida conyugal (1991).
6
El carácter vital que lo grotesco posee en la visión carnavalesca de Bajtín puede resumirse mediante
esta cita de uno de los textos más emblemáticos del pensador ruso, La cultura popular en la Edad Media
y en el Renacimiento. El contexto de François Rebelais: «En el realismo grotesco, el elemento espontáneo
material y corporal es un principio profundamente positivo [...] el cuerpo y la vida corporal adquieren
a la vez un carácter cósmico y universal» (Bajtín 2003: 23-24).
7
Los ya citados «Victorio Ferri cuenta un cuento», «Los Ferri» y «La palabra en el viento».
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En torno a las oquedades de una narración y a cómo actúan como medios para que el lector sea lla-
mado a asumir un papel activo en la interpretación de un texto literario, cabe señalar las palabras
de Wolfgang Iser, uno de los padres de la teoría de la recepción, quien afirmó: «el blanco en un texto
de ficción induce y orienta la actividad constructora del lector» (Iser 1982: 236). La tradición de la prosa
novelesca muestra estar consciente de la importancia que en su seno asumen dichas oquedades y el
papel activo del lector, así como lo demuestra el siguiente fragmento de Vida y opiniones del caballero
Tristam Shandy (1759-1767), del autor irlandés Laurence Sterne: «Escribir, cuando se hace cabalmente
(como pueden ustedes suponer intento hacer yo), es como conversar. Igual que nadie que, sabiéndose
en buena compañía, se aventuraría a acaparar la conversación, así tampoco hay autor consciente de las
justas limitaciones del decoro y la buena crianza que pueda presumir de pensar en todo. El mayor res-
peto que puede tenerse a la capacidad de asimilación del lector exige por consiguiente compartir este
quehacer amistosamente, dejándole algo de lo que uno mismo tiene que imaginar. Por mi parte, me
paso la vida teniendo acciones de este tipo y hago todo lo que está en mi mano para que la imaginación
de mis lectores se mantenga tan activa como la mía propia. Así que ahora es su turno, señores» (Sterne
2016: 119-120).
9
Para las citas de «Victorio Ferri cuenta un cuento» que aparecen en este artículo, me remonto al tercer
tomo de las Obras reunidas, publicado en México, en 2004, por el Fondo de Cultura Económica.
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cuyo discurso se perfila entonces como un dialogismo que funciona al revés o, me-
jor dicho, como un anti-dialogismo.15 Por tal razón, en el relato, la voz de los otros
solo se vislumbra como un referente polémico externo a la trama, como una palabra
sin dignidad que ha sido silenciada, para demostrar, por contraste, el poderío que
el joven Ferri se arroga sobre los demás y, a la vez, el delirante intento de este por
moldear la realidad según su retorcido antojo.16
Esta dialéctica insanable entre la postura dialógica de la escritura y la actitud anti-
dialógica del narrador me parece la clave de la representación estética de Victorio
Ferri como un personaje trágico, ya que la desaparición de toda referencia directa a la
palabra ajena que caracteriza su relato es solamente un intento, a la vez titánico y pa-
tético, de oponerse a la polifonía del mundo. Un esfuerzo trágico, a punto, destinado
desde el comienzo a fracasar, ya que, como las aspiraciones novelescas de la prosa
irónicamente lo resaltan, al no poder confiar en la legitimidad de lo que Victorio afir-
ma en su delirio, todo lo que sabemos de él y de su ruina es el reflejo lejano y deforma-
do de esas mismas voces del plurilingüismo social que el joven pretendía aniquilar.
En las páginas que siguen reflexionaré sobre este emblemático relato de juventud
y evocaré una serie de fragmentos del mismo para mostrar cómo en él la escritura de
Pitol da prueba de su interés embrionario por la palabra ajena presentándolo a partir
del anti-dialogismo que caracteriza el discurso de su narrador, dando vida así a una
dialéctica entre opuestos que configura al protagonista del cuento como un persona-
je de tinte trágico debido a su esfuerzo inútil y diabólico para callar al mundo.
4. Análisis
Ya desde el íncipit del relato del joven Ferri, se hace evidente la actitud anti-dialógi-
ca que, al contar la historia, el mismo asume ante las voces que pueblan su entorno,
apropiándose de ellas a través de una asimilación a la palabra del narrador, en la
cual su eco se escucha de forma endeble, casi en sordina, a través del discurso indi-
recto, así como puede apreciarse en el ejemplo:
Sé que me llamo Victorio. Sé que creen que estoy loco [...] sé que soy diferente de los
demás, pero también mi padre, mi hermana, mi primo José y hasta Jesusa, son distintos,
15
«El proceso dialógico no implica la fusión o mezcla de un “sentido” en el otro, sino el enriquecimiento
y la unidad del “sentido buscado” y del “sentido proyectado en la obra”» (Hernández 2011: 24). Lo
anterior me lleva a considerar que la actitud anti-dialógica de la palabra del Victorio Ferri, en cualidad
de narrador, no desmiente el carácter dialógico de la escritura del relato, sino se convierte en un meca-
nismo irónico que la escritura adopta para delinear, por contraste, la caracterización del protagonista.
16
Esta lucha que Victorio Ferri emprende para definirse a partir de la negación del otro marca un sugestivo
paralelismo entre los relatos iniciáticos de Pitol, con su interés embrionario por la polifonía caracterizado
como un anti-dialogismo, y algunos géneros precursores de la novela (novela sofística, medieval, galante
y pastoral), así como con ciertos ejemplos de la historia novelesca propiamente dicha (novela barroca y de
la Ilustración) que configuraron su actitud ante las voces ajenas como una polémica y que, por ende, se ca-
racterizaron como discursos de carácter apologético o autoritario: «La novela sofística inaugura la primera
línea estilística (como la llamaremos convencionalmente) de la novela europea [...] su característica principal
estriba en la existencia de un lenguaje único y de un estilo único (más o menos estrictamente realizados);
el plurilingüismo queda fuera de la novela, pero la determina como trasfondo dialogístico con el que está
relacionado, polémica y apologéticamente, el lenguaje y el universo de la novela» (Bajtín 1989: 190).
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y a nadie se le ocurre pensar que están locos: cosas peores se dicen de ellos [...] cuando un
peón se atreve a hablar de mi familia dice que nuestra casa es el infierno. Antes de oír por
primera vez esa aseveración yo imaginaba que la morada de los diablos debía ser distinta
[...] pero cambié de opinión y di crédito a sus palabras, cuando [...] se me vino a la cabeza
que ninguna de las casas que conozco se parece a la nuestra. No habita el mal en ellas y en
esta sí (Pitol 2004: 31).17
Como puede verse en este fragmento, la posición hegemónica que Victorio se arroga
ante las voces de los demás cobra forma a partir de la reducción de aquellas a unas
simples citas o alusiones que, oportuna y, a veces, dramáticamente manipuladas, se
injertan en su propio discurso. En este nuevo e inhóspito ámbito textual, la palabra
del otro experimenta una dramática limitación de su poder de impacto sobre la «rea�-
lidad» diegética, llegando a desaparecer de la escena o a permanecer en ella bajo el
semblante de una vaga evocación, si es que Victorio, al considerar sus contenidos
inaceptables, determina que sea amordazada. En el mismo fragmento citado arriba,
la hipótesis de una postura anti-dialógica del narrador cobra fuerza gracias a la opo-
sición que se establece entre lo que él afirma conocer y las cosas que los «otros» su�-
puestamente imaginan de él. Esta polémica se magnifica en pos de la triple repetición
del verbo «sé» en las oraciones iniciales, una redundancia que, como un remolino,
arrasa con las injuriosas opiniones de los demás. La debilidad de las afirmaciones
ajenas se amplifica a raíz del valor abstracto del verbo «creer» que, conjugado a la
tercera persona plural (y carente de un sujeto explícito), parece sugerir que esos ru-
mores solo son chismes pueblerinos faltos de todo fundamento. Lo mismo sucede
con la alusión de Victorio a que, por su habilidad de captar (sugerida por los verbos
«oír», «decir» y «hablar»), él ya está al corriente de tales habladurías, es decir, se ha
apropiado de ellas y, por ende, puede reprimirlas cuando más se le antoje. Sin em-
bargo, la declaración del poderío que Victorio se arroga sobre los discursos ajenos
revela en seguida la macabra ironía que encierra. Esto acontece cuando las creencias
populares, catalogadas inicialmente como un sinsentido, dejan de insistir en la locura
del narrador-personaje para convertirse en calumnias acerca del carácter diabólico
de la familia Ferri. En este momento, en el delirio del niño resuena un discurso ajeno
cuyo contenido, al respaldarse en la experiencia de vida, cobra cierta credibilidad. De
tal manera, las supuestas mentiras de los peones se convierten –por conveniencia del
personaje– en voces parcialmente confiables, tornándose en el origen de una nueva
obsesión de Victorio: aquella que atañe a la maldad familiar que él ha heredado. Este
sentimiento hace que el joven presienta no solo que su destino está marcado por el
apellido que lleva, sino que lo conducirá a cometer las acciones más repugnantes.
17
Cabe señalar que en el íncipit de «Victorio Ferri cuenta un cuento» se escucha el eco inconfundible de
otro gran relato de la tradición hispanoamericana del siglo XX. Me refiero a «La casa de Asterión»,
de Jorge Luis Borges, el mismo que principia así: «Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantro-
pía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias» (Borges
2003: 77). La evidencia del intertexto de Borges favorece una posible equiparación entre el narrador-
protagonista del relato del argentino, el Minotauro, y su homólogo en el cuento de Pitol, el joven Victo-
rio, provocando que la maldición, la naturaleza monstruosa y el final trágico del primero se proyecten
como una sombra hacia la configuración del segundo.
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Dicho discurso, cuya origen es la vox populi que retumba en las landas de los Ferri,
llega a condicionar el modo en que el muchacho se relaciona con el mundo, y se con-
vierte en una máscara que moldea su futuro obligándolo a desear convertirse en el re-
presentante más abominable de su clan para –finalmente– ganarse el reconocimiento
paterno. Motivado por estas expectativas, Victorio se convierte en un soplón, y vive
una experiencia nocturna que, en sus últimos días, recuerda con orgullo y nostalgia:
Mi primer servicio lo hice sin darme cuenta. Averigüé que detrás de la casa de Lupe había
fincado un topo [...] dentro de la choza se oía el suave ronroneo de voces presurosas y con-
fiadas. Pegué el oído a una ranura y fue entonces cuando por primera vez me enteré de
las consejas que sobre mi casa corrían. Cuando reproduje la conversación mi servicio fue
premiado. Parece ser que mi padre se sintió halagado al revelársele que yo, contra todo lo
que esperaba, podía llegarle a ser útil (Pitol 2004: 33).
Al igual del que se citó anteriormente, este fragmento ofrece una prueba de la acti-
tud anti-dialógica que impera en el discurso de Victorio. Sin embargo, vale la pena
subrayar que las líneas que aquí se incluyen se postulan como el testimonio del
exacerbarse de la intolerancia que, desde su lecho de muerte, el joven siente por la
palabra ajena. Esto se hace evidente, por un lado, debido al placer (delatado por el
tono sarcástico de sus comentarios) que el niño experimenta al espiar y denunciar
el «suave ronroneo de voces confiadas» de los peones; y, por el otro, a través de un
mayor grado de oquedad en la información proporcionada por el narrador, una falta
de detalles que provoca que en ningún momento el lector se entere de lo que Lupe,
la villana maldiciente, pudo haber dicho en contra de sus amos para merecerse el cas-
tigo que se le infligió. El detalle me parece inquietante porque encierra la posibilidad
de que los latigazos que la habladora recibió sean el fruto de una invención de la alu-
cinada mente de Victorio o, cuando menos, el resultado de una acusación arbitraria
a la que el padre atendió con rigor porque, ante la palabra inquisidora de la progenie
del amo ¿qué credibilidad podrían tener las protestas de inocencia de una india, por
cuanto fuesen sinceras?
El mismo trato de rebajamiento y pérdida de la dignidad discursiva es destinado
a cualquier otro extraño al círculo familiar de los Ferri, aun cuando este posea un
título o algún tipo de autoridad que debería ennoblecer o dignificar su voz. Es lo
que acontece con el médico que atiende al adolescente moribundo, el cual, pese a la
solemnidad de su juicio profesional y a su inapelable diagnostico, es convertido por
Victorio y su padre en una voz ridícula, casi como si se tratara de un bufón, así como
lo muestra la cita:
En varias ocasiones ha estado aquí el doctor. Me examina con pretenciosa inquietud. Se
vuelve hacia mi padre y con voz grave y misericordiosa [dice] que sólo hay que esperar
con paciencia la llegada de la muerte. Observo cómo en esos momentos el verde se torna
más claro en los ojos de mi padre. Una mirada de júbilo (de burla) campea en ellos y ya
para esos momentos no puedo contener una estruendosa risotada que hace palidecer de
incomprensión y temor al médico. Cuando al fin se va éste, el siniestro suelta también una
carcajada, me palmea la espalda y ambos reímos hasta la locura (Pitol 2004: 34).
El escarnio del narrador-personaje para las palabras del doctor me permite señalar
que, visto desde la ética bajtiniana, el carácter trágico de la actitud del joven Ferri
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ante los discursos ajenos se amplifica mediante una ulterior (y negra) ironía: Victo-
rio no solo delira; con toda probabilidad está loco, ya que, al ignorar la palabra de
los demás, no comprende nada del mundo, ni siquiera que la muerte, implacable,
se le aproxima. Y su destino inminente se convierte para él en una macabra burla.
Esto se debe a que, como bien lo señala Silvestre Manuel Hernández, para Bajtín la
comprensión individual del universo y de la vida solo puede verificarse en pos del
diálogo con el otro, a través de una confrontación positiva del sujeto con las voces
que lo rodean, en un enriquecedor sinfín de afirmaciones y respuestas que Victorio,
como lo hemos visto, reniega por completo a través de su sistemática censura.18
El odio y la incomprensión que imperan en el alma de Victorio no se dirigen
solamente hacia los peones y las demás personas ajenas a su núcleo familiar, sino
encuentran un blanco incluso entre los integrantes del mismo clan Ferri. Lo anterior
se hace concreto a raíz de la subordinación a la palabra del narrador que sufren los
discursos de sus parientes más cercanos, indicando la incapacidad de Victorio de
comprender (y compartir) su visión de la vida, sus sueños, sus planes para el futuro.
Los ejemplos que lo demuestran son varios y van de la puesta en duda del estatuto
de realidad de las palabras pronunciadas por el mal querido primo José, quien, con
el entusiasmo típico de los jóvenes de provincia, siempre habla de irse a vivir en esa
Ciudad de México que, según Victorio, «Dios sabe si existe o tan sólo lo imagina
para causarnos envidia» (Pitol 2004: 32); al rencor que el adolescente siente por la
risueña Carolina, la hermana que él desea asesinar porque suele comentar que «en
el crepúsculo el color del agua sucumbía al del fuego, y otras boberías por el estilo»
(Pitol 2004: 32); pasando por el desprecio por su propio padre, culpable no tanto por
haber ahogado a su propio hermano en un río, sino por fingir «una excesiva aten�-
ción» (Pitol 2004: 32) a los despropósitos de Carolina, por gozar del joven cuerpo de
la sirvienta Jesusa (que también Victorio en secreto desea) y, sobre todo, por darle
crédito a la palabra falaz de quienes odian a su hijo, por dejarse manipular por ellos
al punto de desear su prematura muerte.
5. Conclusiones
Las actitudes de clausura y deslegitimación de la palabra ajena en el discurso del
narrador, que se han destacado en uno de los más importantes relatos de iniciación de
18
«La categoría comprensión es relevante en el sistema de Bajtín porque, desde un principio, y en su
misma forma, está predispuesta dialógicamente en la expresión: “Toda comprensión es dialógica. La com-
prensión se contrapone al enunciado igual como una réplica se contrapone a otra en un diálogo. La
comprensión busca para la palabra del hablante una contrapalabra” (Voloshinov, 1992: 142). Así se re-
quiere no sólo de la descodificación o la interpretación identificadora, sino de la “comprensión respon-
dente”, acto no remitido sólo al ámbito enunciativo y su consecuente análisis, sino enmarcado en un
contexto ético, por la “carga hacia el otro” que puede tener una composición verbal en sí y dentro de
un corpus literario. Piénsese que la comprensión activa enriquece lo inteligible y ello es producto de la
comprensión concreta en la vida real del lenguaje. La comprensión “madura” en una respuesta y, tanto
la activa como la concreta, se “funden dialécticamente” en la conversación. En este hecho, lo primordial
es el hablante y su orientación hacia el oyente, pues lo que está en juego es el horizonte ajeno donde se
establece la comprensión» (Hernández 2011: 13).
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Antidialogismo en «Victorio Ferri cuenta un cuento», un relato de iniciación de Sergio Pitol
Sergio Pitol, «Victorio Ferri cuenta un cuento», parecen confirmar que, en el texto en
cuestión, se encuentra la semilla de una inquietud sobre el manejo de las voces que
preludia (aunque al momento en apariencia parezca renegarlo) al tripudio polifóni-
co que estallará, más de veinte años después, con las obras maduras del autor. Dicha
postura anti-dialógica, adoptada por el narrador-personaje del relato, no debe ser
vista simplemente como el síntoma de una adhesión juvenil de Pitol a los cánones
de la prosa monológica que Bajtín había descrito como propia de las fases más os-
curas de la tradición novelesca, sino debe ser interpretada bajo la clave de sol de una
ironía de tono macabro cuyo poder actúa sobre el relato, constituyéndose como un
mecanismo que estigmatiza la actitud anti-discursiva de Victorio como deleznable,
delirante y destinada a un inevitable fracaso, contraponiéndola al carácter dialógico
de la escritura. A raíz de dicha oscura ironía, el niño Ferri se caracteriza como un
personaje de tintes trágicos, quien no solo no comprende la existencia que lo rodea
y que, inexorablemente, se le escapa, sino desperdicia sus últimos días consagrán-
dolos a una lucha titánica y, por cierto, inútil en contra del plurilingüismo social
que irreducible bulle a su alrededor. En este sentido, la imagen del joven, en cuanto
héroe trágico enemigo de la vitalidad del universo plurilingüístico, se perfila, aún
antes de su deceso, como la de un muerto en vida, cuyos patéticos esfuerzos para
amordazar al mundo solo tienen el efecto de consumir el poder –la fuerza vital– de
su propia voz, hasta hacerla tan débil que –de repente– desaparece detrás de la única
voz autónoma que logra hacerse escuchar en el relato: la de una fría lápida mortuo-
ria sita en la capilla que los Ferri poseen en la iglesia de San Rafael. Una piedra que,
despiadada, declara una triste verdad y una dudosa mentira: «Victorio Ferri / murió
niño / su padre y su hermana lo recuerdan con amor» (Pitol 2004: 35).
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