344 Riesgo Mortal - Dick Francis
344 Riesgo Mortal - Dick Francis
344 Riesgo Mortal - Dick Francis
SÉPTIMO CÍRCULO
Riesgo mortal
Traducción
MARTHA ABOAF
E M E C É
Título original ingles
RISK
Escaneado: John_Tarkus
Edición digital: Sargont (2018)
Dick Francis sintió siempre gran amor por los caballos, a los que dedico
todo su tiempo, con una larga interrupción de seis años, en los que presto
servicios en la Real Fuerza Aérea, durante la Segunda Guerra Mundial. A su
término, dejo los aviones y volvió a su labor favorita. Primero fue jockey
amateur, después profesional y por ultimo jockey oficial de la Reina Elizabeth,
durante cuatro años.
Desde 1957 es corresponsal del Sunday Express. En Inglaterra es
considerado como uno de los mejores escritores de novelas policiales. En 1970
obtuvo el Premio Edgar Allan Poe. Vive con su familia en Londres. Lleva
publicados más de una docena de libros, entre ellos Knock Down1, In the
Frame2 y Trial Run3.
1
Golpe final (Colección El Séptimo Círculo, N° 296).
2
En el marco (Colección El Séptimo Círculo, N° 319).
3
Olimpiada en Moscú (Colección El Séptimo Círculo, N° 333).
A la memoria de
LIONEL VICK
primero corredor profesional de carreras de obstáculos,
luego contador responsable;
siempre un hombre valiente.
Y gracias a su socio
MICHAEL FOOTE
Roland Britten, joven asesor impositivo de empresas, jinete aficionado de
carreras de obstáculos, es secuestrado dos veces sin motive aparente. ¿Venganza
por parte de clientes a quienes obligo a respetar la ley? ¿Alguien que quiere
impedir que corra una carrera en la que se niega a perder? ¿Un administrador
que teme que ponga en descubierto sus manejos ilegales?
Dick Francis sabe mantener el suspenso y ofrece todo tipo de posibilidades
para descubrir las causas posibles de los hechos hasta el final en que ofrece al
lector la clave en forma aparentemente inesperada.
Como lo expresa el Sunday Express “Mr. Francis tiene un notable don para
apresar al lector, aun a aquel que no está especialmente interesado en el mundo
de las carreras. Y, como siempre, ofrece algo más que mera tensión.”
UNO
EL LUNES 21 de marzo la escotilla se abrió dos veces, para dejar entrar aire,
comida, salpicaduras de agua y breves visiones de un cielo constantemente gris.
En cada ocasión pedí informaciones, y no obtuve ninguna. Los impermeables
daban la impresión de que la tripulación tenía más *que suficiente con maniobrar
el barco en esas condiciones y que no había tiempo para contestar preguntas
tontas.
Estaba acostumbrado a estar solo. Vivía solo y, hasta un cierto punto,
trabajaba solo. Solitario por naturaleza, pocas veces, me sentía verdaderamente
solo. Hijo único, estaba habituado desde hacía tiempo a mi propia compañía, y a
veces tendía a sentirme oprimido cuando estaba rodeado en forma constante por
un grupo grande de gente y me escapaba en cuanto podía. De todas maneras, a
medida que se arrastraban las horas, descubrí que la vida solitaria del depósito de
velas era cada vez más difícil de sobrellevar.
Una vida en el limbo, pensé. Acostado en una cápsula negra, balanceándome
sin cesar. ¿Cuánto tardaba la mente humana en desintegrarse, sola en la
incertidumbre, en la crujiente oscuridad de un remolino?
Mucho tiempo, me contesté, rebelándome. Si el propósito de este encierro
era reducirme a una ruina llorosa, entonces no lo lograrían. Pensamientos duros,
palabras duras... Me dije con más realismo que dependía de los hechos. Podía
sobrevivir otra semana pasablemente, dos con dificultad. Después de eso...
territorio desconocido.
¿Adónde podíamos estar yendo? ¿A través del Atlántico? O, si la idea era
doblegarme, ¿tal vez sólo arriba y abajo por el mar de Irlanda? Ellos podían
pensar que cualquier extensión de agua tormentosa bastaría.
¿Y quiénes eran “ellos”?
No el del impermeable. Me consideraba una molestia, no un blanco para su
maldad. Era posible que le hubieran dado instrucciones sobre mí y que las
estuviera llevando a cabo. Qué poco gracioso si sus instrucciones fueran de
levarme a casa una vez que me hubiera vuelto loco.
Maldito sea, pensé. Maldito sea y que se vaya al infierno. Tendría que
trabajar bastante para lograrlo; Que se enloquezca él. Que se enloquezca y que lo
entierren.
Maldecir era un gran consuelo.
Bastante tiempo después de mi ojeada al exterior del unes, me pareció que el
movimiento enloquecido del barco estaba disminuyendo, poco a poco. Pararme
fuera de la cucheta dejó de ser un asunto tan peligroso. Todavía tenía que
sujetarme, pero ya no para no perder la vida. La proa golpeaba con más suavidad
contra las olas. Los golpes del agua sobre la escotilla disminuyeron en
frecuencia y en peso. Había gritos en cubierta y ruidos de roldanas, y supuse que
estaban reacomodando las velas.
También noté que, por primera vez desde que me había despertado hacía
días, no tenía más frío.
Todavía usaba la ropa que me había puesto en el lejano mundo de la cordura.
Traje gris pizarra, chaleco, un pulóver abajo, camisa celeste, calzoncillos y
medias. En alguna parte del piso estaba mi corbata favorita, de seda italiana, la
que me había puesto para ir a celebrar la Copa de Oro. Los zapatos se habían
evaporado por completo. Antes había sido una vestimenta inadecuada, aun
reforzándola con la frazada, pero ahora, de pronto, era demasiado pesada.
Me quité la chaqueta y la enrollé como una prolija pelota. Como vestimenta
elegante para un caballero ya estaba bastante ajada, como almohada extra
contribuía considerablemente a los lujos de la vida. Es notable como las
privaciones hacen que los más pequeños detalles parezcan maravillosos.
El tiempo se había convertido en una facultad perdida. Salir y entrar del
sueño sin referencias externas era muy raro. Casi nunca podía darme cuenta de si
había estado durmiendo durante unos minutos o durante horas. Los sueños tenían
lugar en un estado de semivigilia, a veces en períodos tan cortos que podían
haber durado segundos. Otros eran más profundos y prolongados, y sabía que
eran el producto de horas en las que dormía más a fondo. Ninguno de ellos
parecía tener nada que ver con mis tribulaciones actuales, y ninguno me aportó
informaciones subconscientes de alguna utilidad sobre por qué me encontraba
allí. Al parecer en mi ser más recóndito yo no lo sabía.
El martes por la mañana —tiene que haber sido el martes— vino sin
impermeable. El aire que flotó a través de la escotilla era como siempre limpio y
nuevo, pero ahora era más seco y cálido. El cielo era azul claro. Pude ver un
parche de vela blanca y sentir el siseo del casco cuando cortaba el agua.
—Comida —dijo, bajando uno de los para mí ya conocidos envases
plásticos.
—Dígame por qué estoy aquí —le dije mientras desataba el nudo.
No me contestó. Saqué la caja, até la vacía y sostuve la soga.
—¿Quién es usted? ¿Qué es este barco? ¿Por qué estoy aquí?
Su cara no me mostró ninguna respuesta, sólo una leve irritación.
—No estoy aquí para responder a sus preguntas.
—¿Entonces para qué está aquí?
—Nada que le importe. Suelte la soga.
Seguí sujetándola.
—Por favor, dígame por qué estoy aquí— le dije.
Miró hacia abajo, sin conmoverse.
—Si hace más preguntas y no suelta la soga, no tendrá cena.
La simpleza de la amenaza y la simpleza de la mente que la formulaba eran
sorprendentes. Solté la soga, pero hice otra tentativa.
—Entonces, por favor, dígame cuánto tiempo me van a tener aquí.
Me miró con mala cara mientras subía la caja.
—No tendrá cena —dijo, retirando la cabeza fuera de la vista y empezando a
cerrar la escotilla.
—Deje la escotilla abierta —le grité.
Tampoco obtuve nada. Otra vez, con firmeza, me dejó encerrado en la
oscuridad. Me quedé balanceándome con el barco, sujetándome de la cucheta
superior y tratando de luchar contra la súbita oleada de furia. ¿Cómo se atrevían
a secuestrarme y encerrarme en este cuchitril y a tratarme como un chico
travieso? ¿Cómo se atrevían a negarme una explicación o una idea del futuro?
¿Cómo se atrevían a arrojarme en la escualidez de mi propio estado de suciedad;
desarreglado y sin afeitar? Había mucho de orgullo pisoteado y de rabia
creciente en el temblor que me invadía por el feroz ultraje.
Podía ponerme frenético y destrozar el lugar, pensé, o calmarme y comer lo
que fuere que me hubiera traído en la vianda: el haberme dado cuenta de mi
posibilidad de elección me hizo decidirme por lo último. La amarga rabia
frustrada no desapareció, pero, por lo menos, con un suspiro, la tuve otra vez
bajo control.
La intensidad de lo que había sentido y su violenta e inesperada aparición me
alarmaron. Tendría que tener cuidado. Había muchos caminos hacia la
destrucción, y la ira, al parecer, era uno de ellos.
Si un psiquiatra hubiera sido encerrado como yo, me pregunté, ¿habría
dispuesto de alguna red de seguridad que yo no poseía? Su conocimiento de lo
que podía pasar en la mente de una persona en esta situación, ¿lo habría ayudado
a soportar los síntomas cuando aparecieran? Debería haber estudiado psicología,
no contabilidad. Mucho más útil si a uno lo secuestran. Era bastante lógico.
La caja contenía dos huevos duros sin cáscara, una manzana y tres pequeños
triángulos de queso envueltos en papel plateado. Guardé uno de los huevos y dos
pedazos de queso para después, en caso de que fuera verdad lo de dejarme sin
cena.
Era verdad. Pasaron horas y horas. Me comí el segundo huevo y el resto del
queso. Tomé un poco de agua. Como toda diversión en el día, no era muy
espectacular.
Cuando abrió de nuevo la escotilla afuera estaba oscuro, aunque era una
oscuridad con algo de un gris luminoso, muy diferente de la negrura de la
cabina. No se materializó ningún recipiente de comida, y supuse que la tregua
era nada más que para que no me asfixiara. Abrió la escotilla y desapareció antes
de que tuviera tiempo de arriesgarme a preguntar algo.
Se había ido...
La escotilla estaba abierta del todo. En la cubierta se escuchaban voces y
bastante actividad con sogas y velas.
—Suelta.
—Estás dejando que se caiga al mar...
—Agárrala... Muévete, quieres...
—Tendrás que estibar la vela a lo largo del cairel...
Más que todo su voz, muy cerca, dirigiendo la maniobra.
Puse un pie en el borde de la caja para velas, que me llegaba a la cadera,
enganché las manos en el costado de la escotilla, como él había hecho, y me
elevé. Mi cabeza salió al mundo libre, y pasaron dos segundos enteros antes de
que se diera cuenta.
—Vuelva a su lugar— me dijo con brusquedad, puntualizando su orden con
un pisotón en mis dedos—. Baje y quédese allí —pisó mi otra mano— ¿Quiere
un golpe en la cabeza?
Estaba sosteniendo la pesada manija cromada de un malacate, y la balanceó
con un gesto inconfundible.
—No hay tierra a la vista —dijo pateándome de nuevo—. Así que baje.
Me dejé caer al piso y él cerró la escotilla. Me apreté los dedos, que parecían
llenos de agujas y di gracias de que nadie saliera a navegar con botas
claveteadas.
Sin embargo dos segundos de contemplación ininterrumpida del barco
habían valido la pena. Me senté en la tapa del inodoro con los pies apoyados en
la cucheta de enfrente y pensé en las imágenes todavía vivas en mis retinas. Aun
con luz nocturna, teniendo los ojos adaptados a una oscuridad más profunda,
había podido ver bastante.
Para empezar había visto tres hombres.
El que conocía, que parecía estar no sólo a cargo de mi persona, sino de todo
el barco. Otros dos, jóvenes, jalando una vela voluminosa que colgaba a medias
sobre un costado, tirando de ella con los brazos estirados y tratando de evitar que
flameara de nuevo una vez llevada a cubierta.
Podía haber un cuarto hombre al timón, eso no había podido verlo. A menos
de tres metros de la escotilla, hacia la popa, se alzaba majestuoso, casi tocando el
cielo, el único mástil. Con todas las abrazaderas, poleas y cuerdas acumuladas en
su base formaba una pared que impedía la vista hacia la popa. Podía haber un
timonel y tres o cuatro tripulantes descansando abajo. O podían tener timón
automático y todas las manos visibles en cubierta. Sin embargo, parecía un barco
muy grande para ser manejado por tres personas.
Haciendo una estimación muy burda y por los reflejos distantes de
cabestrantes cromados, diría que medía unos diecinueve punto ocho metros.
Agregue o saque un octavo.
No exactamente un pequeño y ágil botecito para navegar los domingos a la
tarde por el Támesis. Más bien un velero oceánico de competencias.
Una vez había tenido un cliente que se compró un velero oceánico de
segunda mano. Había pagado veinticinco mil por diez metros de aventura, y
resplandecía cada vez que pensaba en él. Su voz me volvió a través de los años:
“La gente que compite seriamente tiene que comprar barcos nuevos todos los
años. Siempre hay algo nuevo. Si no obtienen un barco mejor no tienen
posibilidades de ganar, y la posibilidad de ganar lo es todo. Pero en mi caso, lo
único que quiero es poder navegar cómodo los fines de semana de verano
alrededor de Inglaterra. Así que compro uno de los descartes de los tipos
importantes, porque son barcos bien construidos y justo lo que necesito”. Una
vez me había invitado a un almuerzo dominical a bordo. Me había gustado
conocer lo que era su orgullo y satisfacción, pero en privado me alegré cuando
un súbito ventarrón nos impidió soltar amarras y alejamos de su club de yates
para la prometida salida de la tarde.
Era muy probable, pensé, que ahora estuviera de visita en algún otro descarte
de un tipo importante. La pregunta era: ¿quién pagaba los gastos?
Que el tiempo hubiera mejorado era una bendición a medias, porque el motor
volvió a arrancar. El estrépito fue un asalto para mis nervios, peor que al
principio. Me tiré en la cucheta y traté de taparme los oídos con la almohada y
los dedos, pero la vibración atronadora pasaba con mucha facilidad tan frágiles
barreras. Tendría que acostumbrarme e ignorarlo, pensé, o ponerme a gritar
como un loco furioso.
Me acostumbré.
Miércoles. ¿Era miércoles? Tuve comida y aire dos veces. No le dije nada y
él no me dijo nada. El ruido instante del motor hacía muy difícil el diálogo. El
miércoles fue un desierto negro.
Jueves. Había estado allí una semana.
Cuando abrió la escotilla le grité:
—¿Es jueves?
Pareció sorprendido. Dudó, y después gritó en respuesta:
—Sí —miró su reloj—. Once menos cuarto.
Tenía puesta una remera de algodón azul y el día parecía bueno. La luz me
lastimaba los ojos.
Desaté el recipiente y até el anterior, que, como siempre, contenía una botella
de agua vacía. Lo miré mientras lo sabía y me miró a la cara. Estaba serio, como
siempre: un oven duro, insensible más que brutal.
No le pedí nada, pero luego de una pausa, durante la cual pareció estar
inspeccionando el horizonte empezó a colocar la tapa de la escotilla como el
primer día, unos ocho centímetros sobre cubierta, dejando que fluyera una
corriente de aire y luz.
El alivio al no estar encerrado de nuevo en la oscuridad me hizo pedazos. Me
encontré temblando de pies a cabeza. Tragué fuerte, tratando de prevenir la
posibilidad de que cambiara de idea, tratando de decirme a mí mismo que aun
cuando fuera sólo por cinco minutos, tenía que sentirme agradecido.
Terminó de asegurar la escotilla y se fue. Tomé aire dos o tres veces,
convulsivamente, y me di una conferencia no muy efectiva sobre
comportamientos estoicos, en la luz o en la oscuridad.
Después de un rato me senté en la tapa del inodoro y comí la primera comida
visible que hacía a bordo. Dos huevos duros, un poco de pan tostado, tres
triángulos de queso y una manzana. Nunca era muy variada la comida, pero por
lo menos no tenían la intención de dejarme morir de hambre.
Volvió una media hora después de haberse ido.
Demonios, pensé, media hora. Agradece al cielo. Por lo menos me había
convencido de que era capaz de soportar otra dosis de oscuridad sin convertirme
en una piltrafa.
Sin embargo, no cerró la escotilla. Sin alterar la manera en la cual estaba
asegurada, pasó otro recipiente de plástico por la abertura. Esta vez no estaba
atado a una soga, porque cuando lo soltó cayó al piso, y antes de que pudiera
decirle algo, se había ido.
Levanté la caja, que era liviana y parecía casi vacía, y miré adentro.
Por Dios, pensé. Ríe. Ríe, no hagas pucheros. Un poco de bondad resultaba
más devastadora que una semana de miseria.
Me había dado un par de medias limpias y una novela.
Pasé gran parte del día tratando de mirar por la abertura. Con un pie en el
borde del cajón de las velas y las manos aferradas al borde de la escotilla, podía
llegar con la cabeza a una buena altura, pero la visión hubiera sido más
comprensible con la abertura cinco centímetros más amplia, o si mis ojos
hubieran estado situados en mitad de mi frente. Lo que vi, más que todo
ladeando la cabeza y usando un ojo por vez, fue un montón de cuerdas, poleas y
velas enrolladas, un montón de mar verde y adelante una línea oscura en el
horizonte.
Ninguna de estas cosas cambió durante el día, excepto que el trazo de línea
firme se volvió poco a poco más grueso. Pero no me cansaba nunca de mirar.
Observé también los cierres de la escotilla, que, como me di cuenta después
de un rato, habían sido modificados para mi visita. Los soportes que la
mantenían abierta tenían bisagras que se plegaban para adentro de la cabina
cuando la escotilla estaba cerrada. En cubierta la tapa estaba montada en dos
bisagras extensibles más pesadas, lo que le permitía abrirse hacia afuera y
quedar chata contra el piso.
Adentro de la cabina había dos robustas abrazaderas para asegurar la
escotilla desde abajo y afuera otras dos para asegurarla desde arriba.
Hasta ahí todo planeado por los constructores del barco. Lo que le habían
agregado, sin embargo, era una provisión extra de seguridad para impedir que
alguien desde adentro de la cabina empujara y abriera del todo la tapa después de
soltar los soportes con bisagras. Normalmente se podría haber hecho. Las
escotillas de los depósitos de velas tienen que abrirse con facilidad y del todo,
para poder meter y sacar las velas. En circunstancias normales no tenía sentido
complicar las cosas. Pero ahora, afuera, cruzando de proa a popa y de babor a
estribor, sobre la tapa de la escotilla, había dos cadenas, cada una sujeta a los
extremos de anillas que para mis ojos se veían recién atornilladas a cubierta. Las
cadenas mantenían la tapa de la escotilla asegurada a los soportes como cuerdas
tensadas y poderosas. Si pudiera soltar esas cadenas, pensé, podría salir. Si
tuviera algo con que soltarlas. Un par de “si” del tamaño del Everest. Podía sacar
la mano por la abertura, pero muy poco del brazo. No lo suficiente para alcanzar
los soportes, y menos para soltar las cadenas. Y en lo que se refiere a palancas,
destornilladores, martillos y limas, todo lo que tenía eran vasos de papel, un
endeble recipiente plástico y una botella del mismo material. Era una tortura
estar todas esas horas contemplando una libertad inalcanzable.
Entre las largas etapas de balanceo en el cielo raso me sentaba en la tapa del
inodoro y leía el libro, que era un policial americano con un héroe karateca que
se hubiera abierto paso fuera del depósito de velas en cinco minutos.
Inspirado por él probé con la puerta de la cabina. Soportó mis esfuerzos
como una pared, impasible. Teñiría que haber estudiado karate además de
psiquiatría. Espero tener mejor suerte la próxima vez.
El día pasó volando. La luz comenzó a declinar. Afuera, el trazo de tierra se
había convertido en una cercana certidumbre, y no tenía idea de que costa podía
tratarse.
Volvió, bajó el recipiente y esperó a que yo atara los vacíos.
—Gracias —grité— por el libro y las medias.
Asintió y empezó a cerrar la escotilla.
—Por favor, no lo haga —grité.
Se interrumpió y miró hacia abajo. Parecía que todavía era el día de “sea-
bondadoso-con-los-prisioneros”, porque me dio la primera explicación.
—Vamos a llegar a puerto. No gaste su aliento en hacer ruido cuando
lleguemos. Estaremos anclados fuera de la rada. Nadie lo va a oír.
Cerró la escotilla. Comí jamón de lata en tajadas y una papa caliente en la
ensordecedora oscuridad, y para levantarme el ánimo me dije que ahora que el
viaje estaba terminado, seguramente no me tendrían allí mucho más tiempo. Tal
vez mañana estaría afuera, y después de eso era posible que obtuviera alguna
respuesta.
Sofoqué mis dudas pesimistas.
El motor disminuyó su marcha, la primera vez que cambiaba de ritmo. Hubo
pasos en cubierta y gritos, y el ancla cayó con un chapoteo. La cadena del ancla
se deslizó con ruido, sonando como si estuviera pasando a través del depósito de
velas; detrás de los paneles, sin duda.
Pararon el motor. No se escuchaba ni un sonido. Los crujidos y demás ruidos
precipitados habían cesado. No se sentía ningún movimiento. Había esperado
esta paz como un alivio, pero a medida que pasaba el tiempo se convertía en lo
contrario. Los estímulos negativos parecían ser mejores que la nada. Dormía a
ratos pero también me quedé despierto, vacío, por horas y horas, preguntándome
si uno se podía volver loco de demasiada nada.
Cuando volvió a abrir la escotilla afuera era pleno día. Viernes; media
mañana. Bajó el recipiente, esperó el cambio, levantó la cuerda y empezó a
cerrar la escotilla.
Hice con las manos un gesto implorante, involuntario. Se detuvo mirando
hacia abajo.
—No puedo dejarle ver adonde estamos— dijo.
Era lo más cerca que había estado de una disculpa, lo más cerca de admitir
que me habría tratado mejor si no tuviera sus órdenes.
—Espere —grité cuando cerraba la escotilla.
Volvió a interrumpirse; por lo menos iba a escuchar.
—¿No puede poner pantallas alrededor si no quiere que vea tierra? —dije—.
Deje abierta la escotilla...
Lo pensó.
—Ya veré —dijo—. Más tarde.
Más tarde parecía un tiempo terriblemente largo, pero volvió y abrió la
escotilla. Mientras la aseguraba le dije:
—¿Cuándo me va a dejar salir?
—No haga preguntas.
—Tengo que hacerlas —dije, estallando—. Tengo que saber.
—¿Quiere que cierre la escotilla?
—No.
—Entonces no haga preguntas.
Puede haber sido falta de coraje de mi parte, pero no hice más preguntas. No
me había dado una respuesta útil en ocho días y si insistía, lo único que lograría
sería quedarme sin luz y sin comida, y terminar con esa nueva era de
semihumanidad.
Cuando se fue me trepé para mirar, y descubrí que había rodeado la zona de
la escotilla con bultos de velas enrolladas. Mi campo visual se había reducido a
unos cuarenta y cinco centímetros.
Me acosté en la cucheta superior, para cambiar, y traté de adivinar qué sería
lo que tenía ese puerto, tan cercano y tan inalcanzable, que yo pudiera llegar a
reconocer. El cielo era azul pálido, con el sol brillando a través de nubes muy
leves y altas. Hacía calor, como en un lindo día de primavera. Hasta había
gaviotas.
Me traía un recuerdo tan agudo que me convencí de que si lograba ver por
sobre los bultos de velas, me encontraría contemplando un puerto y una playa en
las que había jugado de chico. Tal vez todo ese navegar frenético no había tenido
lugar más que arriba y abajo por el Canal, y ahora estábamos a salvo en casa, en
Ryde, Isla de Wight.
Me sacudí de encima ese sueño consolador. De lo único que podía estar
seguro era de que no estaba en el Círculo Ártico.
De vez en cuando llegaban ruidos de afuera, pero distantes, y nada que me
sirviera. Volví a leer el policial americano y pensé mucho en escapar.
Cuando se estaba diluyendo el día volvió con la cena, pero esta vez, después
del cambio de recipientes, no cerró la escotilla. Esa tarde vi como la luz moría en
el ocaso y la noche, y respiré aire dulce. Las pequeñas concesiones pueden ser
inmensas, pensé.
Sábado 26 de marzo. La vianda de la mañana contenía pan fresco, queso
fresco, tomates frescos. Alguien había estado haciendo compras en tierra firme.
También contenía una botella extra de agua y un pedazo de jabón bien usado.
Miré el jabón y me pregunté si estaría allí por bondad o porque apestaba; y
después, con enloquecida esperanza, pensé si no estaría allí porque al menos
tenía que estar limpio cuando me soltaran.
Me quité toda la ropa y me lavé de pies a cabeza, usando una media como
esponja. Después de una semana de erráticos esfuerzos con agua sacada del
inodoro, la espuma era una fantástica delicia física. Me lavé la cara, las orejas y
el cuello y pensé qué parecería con la barba.
Después de eso, vestido con la camisa y los calzoncillos, que necesitaban
desde hacía tiempo el mismo tratamiento, comí mi almuerzo. Luego arreglé la
cabina, doblando la frazada y mis demás ropas, y acomodando todo.
Y aun después, por mucho tiempo, me costó enfrentar el hecho de que mis
nacientes esperanzas fueran infundadas. Nadie vino a soltarme.
Era extraño cómo muy pronto el lujo más deseado se convertía en común y
ya no bastaba. En la oscuridad deseaba hasta dolerme tener luz. Ahora que tenía
luz la daba por sentada y me desesperaba por tener espacio para moverme.
La cabina era triangular; sus tres lados medían más o menos uno ochenta de
largo cada uno. Las cuchetas a babor y el inodoro y las cajas de velas a estribor.
El pedazo de piso en el medio tenía apenas unos sesenta centímetros de ancho
delante de la puerta de la cabina, pero se volvía más angosto hasta el punto, a un
metro veinte más o menos, en el que se juntaban las cuchetas y las cajas de velas
de adelante. Había sitio como para dar dos pasos cortos o uno largo. Cualquier
tentativa de hacer flexiones se topaba con contactos no deseados con la madera
que me rodeaba. El espacio era apenas suficiente como para pararse de cabeza
contra la puerta de la cabina. Lo hice un par de veces. Eso demuestra lo chiflado
que se puede volver uno. La segunda vez me golpeé el tobillo contra el borde de
la caja de velas al bajar, y decidí olvidarme del Yoga. Si hubiera probado con la
posición del loto, habría quedado atascado por el resto de mi vida.
Sentía una necesidad continua de gritar, de dar alaridos. Sabía que nadie me
escucharía, pero el impulso no tenía nada que ver con la razón. Emanaba de la
frustración, la furia y la claustrofobia. Sabía que si me dejaba arrastrar por ese
impulso y gritaba y gritaba, terminaría sollozando. La idea de que eso era
precisamente lo que alguien quería que sucediera era un enorme apoyo. No
podía parar los aullidos y los gritos que tenía en la cabeza, pero por lo menos me
ayudaba a que no salieran a la superficie.
Al final, después de acostumbrarme a la idea de que éste no iba a ser el día
del éxodo, pasé bastante tiempo contemplando el inodoro. No desde el punto de
vista metafísico, sino mecánico.
Todo en la cabina era empotrado o blando. Desde el principio no me habían
dado posibles armas ni implementos. Toda la comida era para comer con los
dedos, y venía envuelta en papel o en plástico a lo sumo. No había vajilla. Nada
de metal o de porcelana o vidrio. La lamparita de la luz no sólo había sido
destornillada de su lugar sino que el globo que debía cubrirla, que me imaginé
que debía estar allí, no estaba. Habían vaciado los bolsillos de mis pantalones.
La lima de uñas que solía llevar en el bolsillo del pecho no estaba más allí, como
tampoco las lapiceras que estaban enganchadas adentro, y el cortaplumas había
desaparecido.
Me senté en el piso, levanté la tapa del inodoro y miré de cerca el
funcionamiento.
Taza, palanca, bomba. Una cantidad de tubería. La válvula para hacer entrar
y salir el agua de mar. Todo hecho con la resistencia y durabilidad necesarias
para soportar los salvajes movimientos del mar, que hacía pedazos los
mecanismos frágiles.
La palanca estaba asegurada atrás, agarrada al armazón empotrado del
aparato. Al frente terminaba en una manija de madera. Unida a un tercio de
camino hacia atrás estaba la barra que llevaba directamente a la bomba, y que
servía para empujar el pistón arriba y abajo. Toda la palanca, desde la manija
hasta donde estaba sujeta, medía unos cuarenta y cinco centímetros.
Deseé esa palanca como un maníaco sexual, pero no veía la manera de
sacarla sin herramientas. La bisagra y el pistón estaban asegurados con tuercas y
pernos, y parecían haber sido apretados por Atlas. Una tuerca contra un pulgar y
otro dedo no es competencia. Ya había probado durante dos días.
Una llave inglesa. Mi reino por una llave, pensé.
No habiendo llave, ¿qué otra cosa serviría?
Traté con mi camisa. La tela me protegía la piel y los huesos, pero no me
daba ninguna ventaja. Las tuercas seguían allí como rocas. Era como tratar de
cambiar una rueda con los dedos y un pañuelo.
¿Pantalones? La tela en sí tendía a deslizarse con más facilidad que la de la
camisa. Probé con la cintura, y la encontré mucho mejor. Alrededor del interior
de la cintura había una cinta con dos angostas rayas de goma rugosa. El
verdadero uso de esa cinta era para ayudar a que los pantalones se mantuvieran
en su lugar, haciendo que se agarraran a la tela de la camisa. Aplicando la cinta
de los pantalones a la tuerca obtenía un buen resultado y algo más de esperanza,
pero la tuerca no se movía.
El día terminó. Seguí sentado en el piso, tratando inútilmente de aflojar
tuercas qué no se aflojaban, nada más que porque no tenía otra cosa que hacer.
Otra vez jamón en lata para cenar. Saqué con cuidado toda la grasa y me
comí la parte flaca.
La escotilla siguió abierta.
Dije gracias por el jabón y no hice preguntas.
Domingo. Otro domingo. ¿Cómo podían tenerme encerrado tanto tiempo sin
ninguna explicación? Todo el mundo moderno giraba alrededor, y allí estaba yo,
enjaulado como el hombre de la Máscara de Hierro, y casi tan maldito como él.
Puse las tiras de grasa del jamón alrededor de las tuercas, para ver si surtían
algún efecto. Pasé casi todo el día calentando la tuerca de la barra con mis
manos, frotando la grasa alrededor de sus ángulos y tironeando con mis
pantalones.
No pasó nada.
Cada tanto me levantaba y me estiraba y trepaba para ver si los rollos de
velas todavía obstruían la visual. Todo continuaba igual. Volví a leer párrafos del
policial. Cerré la tapa del inodoro y me senté, mirando las paredes. Escuché a las
gaviotas.
Mi vida normal parecía muy lejana. La realidad era el interior del depósito de
velas. La realidad era un misterio. La realidad era kilómetros de tiempo vacío
capaz de deshacer la mente.
La noche del domingo se deslizó adentro, oscura, y despacio se convirtió en
lunes. Vino con mi desayuno más temprano que de costumbre, y cuando hubo
levantado el recipiente vacío, comenzó a cerrar la escotilla.
—No lo haga.—grité.
Hizo una breve pausa, mirando hacia abajo sin conmoverse.
—Es necesario —dijo.
Seguí gritándole que la abriera mucho después de que se hubo ido,
dejándome en la oscuridad. Cuando empezaba a emitir un sonido me resultaba
difícil parar: todos los gritos sofocados trataban de salir a través del agujero que
se había hecho en la represa. Si la represa se rompía, lo mismo me sucedería a
mí. Me tapé la boca con la almohada para obligarme a callar, y resistí el deseo de
golpearme la cabeza contra la puerta.
El motor arrancó. Estrépito y vibración y oscuridad, todo como antes. Es
demasiado, pensé. Demasiado. Pero existía sólo una alternativa básica.
Permanecer cuerdo o enloquecer. Permanecer cuerdo se estaba volviendo cada
vez más difícil.
Piensa con lógica, me dije. Repite versos, haz cálculos mentales; recuerda
todos los trucos que han usado otros prisioneros solitarios para sostenerse a
través de semanas, meses, años.
Arranqué mi mente de esos períodos imposibles y me concentré en el
presente.
El motor funcionaba con combustible. Había usado mucho en el viaje, así
qué iba a necesitar más.
Los motores siempre se desconectan mientras se carga combustible. Si
lograba hacer un estrépito infernal mientras cargaban, tal vez alguien me oyera.
En realidad, no veía como cualquier ruido que hiciera podría atraer bastante la
atención, pero podía probar.
La cadena del ancla se arrastró a su guarida oculta mientras el ancla subía, y
supuse que el barco se movía, aunque no tenía ninguna sensación de
movimiento.
Entonces alguien vino y colocó una radio encima de la escotilla, a todo
volumen. La música libró una batalla con el motor durante un rato, pero muy
pronto sentí que el barco se sacudía, y el motor se detuvo.
Sabía que estábamos cargando combustible. Lo único que sentía era música
pop a todo volumen. Y nadie en el muelle, hiciera lo que hiciese, podría haberme
escuchado.
Después de un rato más bien corto el motor volvió a arrancar. Hubo unos
golpecitos afuera, a través del casco, y luego nada. Alguien volvió y se llevó la
radio. Grité para que me abrieran la escotilla, pero podría haberme evitado la
molestia.
Poco a poco el barco recuperó su movimiento, trayendo con él la frustración.
Estábamos otra vez en el mar.
En el mar, con la oscuridad y el ruido. Todavía sin saber por qué estaba allí o
por cuánto tiempo. Comenzando otra vez el tormento de la semana anterior.
Me senté en el piso con la espalda contra la puerta de la cabina, crucé los
brazos sobre las rodillas y apoyé en ellos la cabeza, preguntándome como podría
soportarlo
Pasé el lunes sumido en la desesperación.
El martes logré salir.
CINCO
Pasaron siglos.
El estrépito que tenía dentro de la cabeza se fue calmando. No pasó nada
más.
Tenía la sensación de que era casi el amanecer, y hora de despertarse. Eran
las diez y media cuando me había desmayado. No podía decir durante cuanto
tiempo había estado inconsciente o tirado allí, demasiado débil para cualquier
otra cosa, pero el cuerpo tiene su reloj propio, y el mío estaba diciéndome que
eran las seis de la mañana.
La sensación del amanecer me movilizó algo, aunque si afuera amanecía, acá
adentro no se veía nada. Tal vez, pensé con inquietud, me equivocaba respecto
de la hora. Afuera todavía era de noche. Rogué porque todavía fuera de noche.
Traté de sentarme otra vez. No se podía decir que mi estado fuera óptimo. La
conmoción provocada por el golpe tardó un rato en irse y el frío era pésimo para
los músculos lastimados. La combinación hacía que cada movimiento fuera
penoso. Un dolor familiar, como los de las caídas del caballo de otros tiempos.
Sólo que peor.
La superficie que tenía debajo estaba sucia; podía sentir el polvo granuloso.
Olía un poco a aceite. Era chato y liso, y no era madera.
Tanteé a mi alrededor en todas direcciones. Y a mi izquierda topé con una
pared. Me arrastré hacia allí sobre una cadera, centímetro a centímetro y la
exploré con los dedos, con cuidado.
Otra superficie lisa, en ángulo recto con el piso. La golpeé con suavidad, y
percibí el ruido y la vibración del metal.
Pensé que si me sentaba un rato con la espalda contra la pared muy pronto
habría luz y entonces sería fácil ver dónde estaba. Tenía que tener luz, pensé,
sintiéndome desdichado. Tenía que tenerla.
Por supuesto que la luz no vino.
Cuando en el barco había tenido luz, me había escapado. Un error que no
repetirían.
Tenía que enfrentarlo. La oscuridad era deliberada, y seguiría estando así. No
me serviría de nada, me dije con dureza, estar sentado como un miserable
montón de andrajos, sintiendo pena por mí mismo.
Me aventuré un poco más en ese territorio inexplorado y descubrí que mi
mundo era bastante más chico que el de Colón. Me pareció más prudente
moverme sentado, en la teoría de que cuando el mundo es plano uno puede
caerse por el borde. Pero después de arrastrarme unos sesenta centímetros hacia
la derecha llegué a una esquina.
La pared siguiente también era lisa y metálica. Seguí con la espalda contra la
pared y avanzando a la derecha.
La travesía fue corta. Llegué casi en seguida a otra esquina, y descubrí que si
me sentaba en el centro de la pared podía alcanzar con bastante facilidad los dos
lados al mismo tiempo con la punta de los dedos. Más o menos un metro y
medio de lado a lado.
Di la vuelta a la segunda esquina y continué. Después de avanzar unos
noventa centímetros por ese lado, supe donde estaba. La chatura de la pared
metálica se quebraba allí en un gran bulto redondo, cuyo significado me era tan
claro como si lo estuviera viendo.
Era la envoltura semicircular de una rueda. Estaba dentro de un furgón.
Se me presentó en seguida, con fuerza, la imagen de la ambulancia falsa de
Cheltenham. Un furgón blanco, común, con las puertas que se abren atrás, hacia
afuera. Si continuaba, pasando la rueda, llegaría a las puertas traseras. Y me
sentiría como un idiota si todo lo que tenía que hacer era abrir las puertas y salir.
No me hubiera importado sentirme como un idiota. Las puertas estaban bien
cerradas y era probable que se mantuvieran así. Del lado de adentro no había
manijas.
En la cuarta esquina me topé con lo que me habían dejado esta vez para
mantenerme en vida, y si mis ánimos ya andaban por el suelo a ese punto
bajaron todavía más.
Había un bidón plástico barato, de veinte litros, lleno de líquido y una bolsa
de papel.
Destapé el bidón y olí el contenido. No tenía olor. Me salpiqué la mano y lo
probé.
Agua.
Volví a poner la tapa, tanteando en la oscuridad.
Veinte litros de agua.
No, pensé sintiendo escalofríos. No, Dios mío.
La bolsa estaba llena hasta el borde de paquetes chatos envueltos en nylon,
cada uno de unos diez centímetros cuadrados. Tampoco olían. Abrí uno de los
paquetes y descubrí que contenían tajadas muy finas de queso fundido.
Conté los paquetes con el corazón apretado, sacándolos uno a uno de la bolsa
y apilándolos en el suelo. Había sesenta. Hasta donde podía darme cuenta, eran
todos iguales.
Sintiéndome muy desdichado los conté de nuevo al ponerlos en la bolsa, uno
a uno, y seguían siendo sesenta. Me habían dejado suficiente comida y agua por
lo menos para cuatro semanas.
No habría visitas dos veces por día. Nadie con quién hablar.
Que los entierren, pensé con violencia. Si esta era una venganza era peor que
cualquier cosa que pudiera haberle hecho nunca a un ladrón.
Aguijoneado por la rabia me puse de pie para explorar la parte de arriba del
furgón, y me golpeé la cabeza dolorida contra el techo. Era demasiado. Me
encontré de nuevo de rodillas, maldiciendo y sosteniéndome la cabeza con las
manos, tratando de no llorar. Una figura deshecha, sorbiendo en la oscuridad.
Así no funcionaba. Era necesario mantenerse firme, ignorar los dolores y las
penas. Tomar las cosas con frialdad y hacer un plan y una rutina para sobrevivir.
Cuando pasaron las nuevas oleadas de dolor puse manos a la obra.
La presencia de comida y bebida significaba que se esperaba que
sobreviviera. Que un día, si no lograba escaparme, me soltarían. La muerte no
figuraba en su agenda tampoco esta vez. Entonces, ¿por qué estaba metido en
todo este lío?
Una vez leí que un hombre había pasado semanas en un pozo, en silencio y
oscuridad, para ver cómo afectaba al cuerpo humano la falta total de referencias
externas. Había sobrevivido con la mente intacta y el cuerpo no demasiado
arruinado, y su sentido del tiempo apenas modificado. Si él lo podía hacer, yo
también. No importaba, pensé haciéndome el duro, que el científico se hubiera
ofrecido voluntariamente para su encarcelación, que los latidos de su corazón y
sus otras funciones vitales fueran controlados desde el exterior y que pudiera
salir cuando se le diera la gana.
Sintiéndome mucho mejor después de mi arenga interior me puse de pie más
despacio, deslizándome por la pared y tanteando el techo con las manos. Era
demasiado bajo para poder estar de pie; me faltaban diez o quince centímetros.
Con la cabeza y las rodillas dobladas volví a recorrer mi camino alrededor del
interior del furgón.
Los costados eran completamente lisos. La pared del frente estaba
interrumpida por un panel pequeño que debía abrirse hacia el interior de la
cabina. Era corrediza, pero estaba cerrada con tanta fuerza que parecía soldada.
Hacia mi lado no tenía ninguna manija ni pasador; nada más que metal pulido.
Las puertas de atrás al principio me parecieron promisorias, pero descubrí
que no eran sólidas sino que tenían ventanas. Había una de cada lado, de unos
treinta centímetros de largo, la distancia de mi muñeca a mi codo, y la mitad de
altas.
No tenían vidrios. Estiré una mano con cuidado a través de la de la derecha y
en seguida me detuve. Contra las puertas estaba apoyado algo duro que las
mantenía cerradas desde afuera.
Estaba tan concentrado en el mensaje que me enviaban los dedos que de
pronto me di cuenta de que me mantenía allí agachado, con los ojos cerrados.
Gracioso. Los abrí. No había luz. Para qué me servían los ojos sin luz.
Afuera de las ventanas había una zona cubierta de tela rústica, una especie de
lona muy gruesa. En los extremos podía empujarla, retirarla del furgón unos
ocho o diez centímetros. En la mitad estaba tirante, sujeta al furgón por algo que
mantenía las puertas trabadas. Pasé por turno un brazo por cada una de las partes
de la ventana y traté, hasta donde pude, de averiguar qué pasaba en la parte
exterior del furgón. Fue muy poco e inútil. Toda la parte trasera del furgón estaba
envuelta en lona.
Me volví a sentar en el piso y traté de visualizar lo que había tocado. Un
furgón cubierto de lona con las puertas traseras atrancadas. ¿Dónde se podía
estacionar una cosa así para que no lo descubrieran en seguida? ¿Un garage?
¿Un granero? Si golpeaba los costados, ¿me oiría alguien?
Golpeé los costados del furgón, pero mis puños hicieron muy poco ruido y
no tenía nada más duro con que golpear. Grité “socorro” varias veces a través de
las ventanas, pero no apareció nadie.
El aire se colaba por las ventanas sin vidrios; lo podía sentir cuando
empujaba la lona. No tenía que temer a la asfixia.
Me irritaba no poder hacer nada útil con esas ventanas. Eran demasiado
chicas para poder atravesarlas, aun sin la lona y lo que fuese que la sujetaba
contra el furgón. No podía pasar ni la cabeza por ese espacio, menos todavía los
hombros.
Decidí comer un poco de queso y pensar. El queso no era malo. El pensar me
trajo a la mente el hecho de que esta vez no tenía colchón, ni frazada, ni
almohada ni inodoro. Ni novela, ni medias de repuesto, ni jabón. Comparado con
el furgón, el depósito de velas había sido un Hilton.
Por otra parte, en cierta extraña forma la estadía en el depósito me había
preparado mejor para esta celda. En lugar de sentirme más asustado, más
histérico, más desesperado, lo estaba menos. Ya había pasado por una serie de
horrores. Y tampoco durante mis cuatro días de libertad me había ido al Polo
Norte para evitar que volvieran a agarrarme. Tenía miedo e hice lo posible para
evitarlo, pero sabía que retomando mi vida normal podía volver a sucederme.
Era muy probable que la razón para mi primer secuestro todavía existiera. Había
escapado antes del tiempo previsto y para alguien eso era muy malo. Lo bastante
malo como para mandar el escuadrón a sacarme de mi casa al día siguiente de mi
vuelta a Inglaterra. Lo bastante malo como para arriesgarse a secuestrarme otra
vez cuando ahora —por lo menos así lo esperaba— la policía me buscaría.
Estaba seguro de estar todavía en Inglaterra. No me acordaba para nada del
transporte desde el hotel hasta donde estaba ahora, pero tenía la fuerte impresión
de haber estado inconsciente nada más que una o dos horas.
Domingo a la mañana. Nadie me extrañaría. Sólo el lunes Peter y Debbie
comenzarían a inquietarse. El martes tal vez la policía lo tomara en serio, si lo
hacían, a pesar de su seguridad de lo contrario. Uno o dos días más antes de que
alguien empezara a buscar de verdad; y no tenía ni mujer ni padres para
mantener viva la búsqueda si no me encontraban ten seguida.
Jossie tal vez lo hubiese hecho, pensé con tristeza, si la conociera desde hace
más tiempo. Jossie, con sus ojos resplandecientes y su lengua sin vueltas.
Como mínimo, siendo optimista, el futuro aparecía como una larga, dura y
triste perspectiva.
Sin ir tan lejos, se estaba volviendo imperativo al resolver en forma
inmediata la manera de deshacerme de mis residuos líquidos. Tendría que vivir
en una caja de lata, pero no, si podía evitarlo, en una asquerosa y maloliente caja
de lata.
La necesidad hace concentrar la mente en un modo maravilloso, como ya
otros han observado antes que yo. Saqué las tajadas de queso de una de las
gruesas bolsas plásticas, la usé v la vacié de a poco por la ventana trasera,
empujando la lona lo más lejos posible. No era un arreglo demasiado higiénico,
pero era mejor que nada.
Después de esa pequeña diversión volví a sentarme. Todavía tenía frío,
aunque ahora ya no estaba helado como reacción a los golpes. Si no hubiera sido
por los magullones podría haber hecho un poco de ejercicios de calentamiento
con los brazos. Como estaban las cosas, con cada músculo como un recordatorio
de la paliza, me quedé sentado quieto.
Hasta ese momento la exploración me había mantenido ocupado, pero las
próximas horas me revelaron el verdadero alcance de mi aislamiento.
No había ningún ruido externo. Si suprimía el débil sonido de mi propia
respiración, no se oía nada. Ni el tránsito, ni el zumbido de un avión, ni viento,
ni crujidos, ni roces. Nada.
No había luz. El aire entraba por el espacio que quedaba entre la parte
exterior del furgón y su mortaja de lona, pero con él no entraba ni la más mínima
luz. Si cerraba los ojos o los abría del todo, era lo mismo.
No había cambios perceptibles de temperatura. Se mantenía demasiado baja
para ser agradable, a pesar de los esfuerzos de mi cuerpo por aclimatarse. Tenía
los pantalones, los calzoncillos y la camisa, la chaqueta sport y las medias, pero
no tenía corbata ni cinturón, ni nada suelto. Era el domingo 3 de abril. Afuera,
tal vez el día era lleno de sol, primaveral, pero donde fuera que yo estaba, hacía
demasiado frío.
La gente estaría leyendo en el diario las noticias sobre el Gran Nacional. En
la cama, calentitos y confortables. Se levantarían y darían un paseo hasta la
taberna. Comerían comidas calientes, decidirían jugar con los chicos y no cortar
el pasto esa semana. Millones de personas viviendo su domingo.
Me serví un almuerzo dominical de tajadas de queso y con mucho cuidado
tomé un poco de agua del bidón. Estaba lleno, era pesado y no podía inclinarlo.
Me cayó la suficiente agua por el cuello como para pensar en la posibilidad de
usar las bolsas plásticas del queso como vasos.
Después de comer, una siesta, pensé. Me construí una almohada bastante
pasable acomodando los paquetes de queso en la bolsa, y decidí tratar de dormir,
pero la suma de incomodidades me mantuvo despierto.
Bueno, me dije, acostado de espaldas y mirando el techo invisible, podía
repasar lo que aprendí en mis cuatro días de libertad.
El primer día podía descartarlo, porque lo había pasado en Mallorca
organizando mi vuelta. Me quedaban dos días en la oficina y uno en las carreras.
Una noche escondido en mi casa y una durmiendo profundamente en el Hotel
Gloucester. Durante todo ese tiempo había estado tratando de encontrar razones,
lo que hacía que esta dosis actual de encierro fuera muy diferente a la primera.
En ese entonces me había sentido muy desconcertado. Esta vez por lo menos
tenía un par de ideas.
La noche del lunes llegó y se fue. Cuando me desperté puse otro paquete de
queso vacío en la esquina derecha e hice flexiones con brazos y piernas que ya
no estaban tan doloridos como para preocuparse.
Pasé la semana del martes haciendo ejercicios y pensando en las razones de
mi secuestro; y el martes a la tarde arreglé con delicadeza el ábaco, aumentando
sus posibilidades a las de una calculadora. El martes a la noche me senté y
abracé mis rodillas, y pensé desconsolado que estaba muy bien eso de decirme
que debía ser fuerte y resuelto, pero que no me sentía para nada fuerte y resuelto.
Tres días desde que había comido con Jossie. Bueno... por lo menos podía
pensar en ella, algo que no había podido hacer en el barco.
Volvió el período de somnolencia. Me acosté y dejé que me cubriera por
horas, y me dije que era martes por la noche.
El miércoles recorrí el furgón por vigésima vez, centímetro a centímetro
buscando una posible salida. Por vigésima vez no encontré ninguna.
No había tuercas para sacar. Ni palancas. No había nada. Ninguna salida
posible. Lo sabía, pero no podía dejar de buscar.
Cinco minutos más tarde estaba de nuevo entre el gentío de la carrera cuando
una mano me tocó el brazo y una voz arrastrada me habló al oído.
—Mi querido Ro, ¿qué probabilidades tienes?
Me volví sonriente para encontrarme con el rostro inteligente de Vivian
Inverson. A la luz del día y en un hipódromo, adonde lo había conocido, llevaba
su ropa con la misma elegancia y clase que en su club Vivat. Un blazer verde
oscuro sobre pantalones a cuadritos, el pelo negro brillando con el sol de abril, y
un tranquilo aire de diversión en los ojos atentos.
—¿En el amor, en la guerra o en la de cinco mil metros?
—De seguir estando libre, querido muchacho.
Pestañeé.
—Ah —dije—. ¿Cuánto quieres apostar?
—¿Cinco a cuatro en contra?
—Espero que estés equivocado —dije.
Bajo la tomada de pelo estaba serio.
—Sucede que anoche en el club oí a nuestro amigo Conaught Powys
hablando por teléfono. Para serte franco, querido Ro, cuando oí mencionar tu
nombre me puse a escuchar en forma más o menos deliberada.
—¿Por una extensión?
—Vamos, vamos —dijo retándome—. Por desgracia no. No sé con quién
estaba hablando, pero dijo —y fueron sus palabras exactas— “En lo que se
refiere a Britten, tiene que aceptar que la precaución es mejor que el remedio”, y
un poco después dijo: “Si los perros empiezan a husmear lo mejor es
encerrarlos”.
—Encantador —dije como un estúpido.
—¿Necesitas un guardaespaldas?
—¿Te estás ofreciendo?
Sacudió la cabeza, sonriendo.
—Podría conseguirte uno. Karate. Vidrios a prueba de balas. Todo lo
necesario.
—Creo —dije pensativo— que lo único que haré será aumentar mi póliza de
seguro.
—¿Contra secuestro? Nadie te lo tomará.
—Cheques y balances —dije—. Nadie va a empujarme del trampolín si con
eso le cae una roca en la cabeza.
—Asegúrate de que se enteren de que existe la roca.
—Tu consejo —dije sonriente— vale su peso en veleros oceánicos.
En la redonda, antes de la carrera, Moira Longerman lanzaba destellos con
sus ojitos de pájaro, y me tocó el brazo varias veces, con su delgada manita
deslizándose con delicadeza sobre la manga rojo brillante.
—Roland, haga todo lo que pueda, sé que lo hará.
—Sí —dije sintiéndome culpable, flexionando algunos músculos fofos y
contemplando los muy entrenados de Tapestry, agitándose bajo su piel mientras
caminaba alrededor de la redonda con su cuidador.
—Acabo de verlo hablando con Binny, Roland.
—¿Sí, Moira? —dirigí mi mirada a su cara.
—Sí —asintió con decisión—. Estaba en la tribuna, en el bar, mirando hacia
el paddock y vi como Binny se lo llevaba aparte para hablarle.
Me miró con firmeza, y perspicacia, preguntando lo esencial en completo
silencio. Su mano seguía sobre mi brazo. Esperaba atenta, aguardaba una
respuesta.
—Le prometo —dije con sencillez— que si hago un desastre será contra mi
voluntad.
Dejó de acariciarme el brazo, me lo palmeó y sonrió.
—Eso es suficiente, Roland.
Binny estaba a tres metros de distancia, incapaz de simular siquiera la
educación y el respeto que le debe un preparador a un dueño. Su rostro estaba
paralizado, sus ojos inexpresivos y hasta su habitual expresión ceñuda se había
congelado en una pesadumbre más general. Pensé que tal vez me había
equivocado al juzgar a Binny como un tonto rematado. En ese momento había
algo en él que erizaba la piel y hacía, pensar en asesinatos.
Sonó la campana para que los jockeys montaran, y fue el cuidador y no
Binny el que me ayudó a subir a la montura.
—No voy a aceptar estas cosas por mucho más tiempo —dijo Moira sin
perder la compostura y dirigiéndose al mundo en general.
Binny la ignoró, como si no la hubiera escuchado; y tal vez fuera así.
Tampoco me había dado instrucciones para correr, lo que no me importaba
en lo más mínimo. Parecía estar encerrado en sí mismo, indiferente, y cuando
Moira se alejó caminando mientras yo me iba con Tapestry, no la acompañó
hasta la tribuna. Aun para él, su comportamiento era increíble.
Tapestry estaba de muy buen talante, sacudiendo la cabeza de excitación y
avanzando a los saltitos, en un pequeño galope, como si tuviera en las venas toda
la fiebre primaveral de abril. Me acordé de su embestida en la Copa de Oro y me
di cuenta de que esta vez tendría suerte si no saltaba como un rayo desde el
principio. Lejos de estar último por mi indecisión, era probable que con mi
estado de debilidad actual estuviéramos cuarenta cuerpos adelante para la
segunda valla, desperdiciando todas las probabilidades de reservar potencia para
el final.
Tapestry rebotaba en sus cascos durante el paseo preliminar delante de las
tribunas, cuando los otros caballos iban al paso. Rebotaba juguetón, a medio
galope, dirigiéndose a la línea de partida, que en las carreras de cinco mil metros
de Kempton Park está a la izquierda de las tribunas y a plena vista de la mayoría
del público.
Había unos once jockeys dando vueltas por allí, haciendo ajustes finales a las
cinchas o a las anteojeras y respondiendo a las llamadas del juez de salida. El
ayudante del juez, apretando la cincha del caballo detrás de mí, miró por sobre el
hombro y me preguntó si la mía estaba bien o si tenía que ajustar ésa también.
Si en los últimos tiempos no hubiera pasado por tantos percances habría
respondido sin más vueltas que sí, él hubiera corrido la hebilla uno o dos puntos
y listo, a no pensar más. Pero como estaban las cosas, en mi estado de extrema
sensibilidad hacia el peligro, tuve una súbita visión de la indiferencia
amenazante de Binny y de la desesperación detrás de su pedido de que perdiera.
Se me volvió a erizar la piel.
Me bajé de Tapestry y enrollé las riendas en mi brazo.
—Sólo quiero controlar... —dije con aire vago al ayudante del juez.
Asintió, mirando su reloj. Un minuto para la largada, dijo su expresión, así
que dese prisa.
Era mi propia montura. Conocía cada una de sus partes, las hebillas,
raspaduras y manchas. La revisé centímetro a centímetro con dedos y ojos y no
vi nada anormal. Cincha, estribos, hebillas, tiras de cuero, todo en orden. Ajusté
yo mismo la cincha y el juez me ordenó que montara.
Mirando por sobre el hombro por el resto de mis días. Viendo demonios en
las sombras. Y esa sensación de peligro que no quería desaparecer.
—Rápido, Britten.
—Sí señor.
Me quedé parado, mirando a Tapestry mover la cabeza,
—¡Britten!
Riendas, pensé. Freno. Bocado, riendas. Si se rompía el freno no podría
controlar el caballo y perdería la carrera. Muchas carreras se habían perdido a
causa de la rotura del freno.
No era difícil darse cuenta si se miraba de cerca. Las bridas de cuero estaban
cosidas a los aros, a cada lado del freno, y los puntos de la brida del lado opuesto
estaban casi todos cortados.
Cinco mil metros y veinte vallas a la velocidad de un rayo con sólo dos hilos
sujetando mi rienda derecha.
—¡Britten!
Pegué un tirón y los puntos que quedaban se soltaron en mi mano. Saqué la
rienda del aro y sacudí la punta suelta en el aire.
—Lo siento, señor, necesito otras riendas.
—¿Qué? Ah, de acuerdo...
Usó su teléfono para llamar al cuarto de pesaje y pedir que mandaran en
seguida unas de repuesto. El cuidador de Tapestry apareció con aire preocupado
para ayudarme a cambiar la cabezada y le hice notar, al darle las bridas, los
puntos cortados.
—No sé cómo puede haber pasado eso —dijo ansioso—. Le juro que no
sabía que estaba así. Ayer mismo estuve limpiando todo.
—No se preocupe —le dije—. No es culpa suya.
—Sí, pero...
—Ayúdeme a subir —dije—. Y no se preocupe.
De todas maneras siguió preocupado. Los buenos mozos de cuadra se toman
muy a pecho cualquier cosa que demuestre falta de cuidados hacia su caballo y
el mozo de Tapestry era tan bueno como el caballo que tenía a su cargo.
Binny, pensé, y no por primera vez, era un área de desastre por sí mismo, una
plaga para él y para los que lo rodeaban.
—¡A sus puestos! —gritó el juez con su mano en la palanca—. Estamos
atrasados cinco minutos.
Tapestry compensó el atraso dos segundos después con otra de sus
embestidas capaces de arrancar un brazo. Pero gracias a uno o dos oponentes tan
impetuosos como él, logré mantenerlo en el medio campo, y allí nos quedamos
durante todo el primer circuito. El ritmo, una vez estabilizado, no era nada
comparado con la velocidad de la Copa de Oro, y tuve tiempo de preocuparme
por las cosas más usuales; como encarar bien las vallas, y no dejarlas de lado, lo
que era un inconveniente más en Kempton Park, adonde los costados de las
vallas eran más chicos y bajos que en otras pistas, y solían darle malas ideas a
los caballos mañeros.
Durante la segunda vuelta mi estado calamitoso levantó su fea cabeza en
forma inconfundible, y es justo decir que durante los últimos mil quinientos
metros el jockey de Tapestry no hizo otra cosa que aferrarse como pudo. Sin
embargo, Tapestry era un gran actor, y a causa de todas las aclamaciones y
aplausos por el gran final de la Copa de Oro, parecía, como muchos otros
caballos muy festejados, haberse vuelto consciente de su condición de estrella.
Fue esta dosis extra de su nuevo orgullo la que nos llevó sin tropiezos por sobre
las últimas tres vallas de la recta, y su propio deseo de ganar el que alargó su
cuello y su paso a la llegada. Tapestry ganó la Copa Oasthouse por cuatro
cuerpos, y fue toda obra del caballo, no mía.
Moira besó a su caballo con las lágrimas corriéndole por las mejillas, y
también me besó a mí y a cualquiera al alcance de su boca. No había nada
estirado ni inhibido en la alegría de Longerman y la persona más notoria por su
ausencia era el preparador del caballo. A Binny Tomkins no se lo veía por
ningún lado.
—Una copa —me gritó Moira—, En el bar de los entrenadores y dueños.
Asentí, sin hablar, por el esfuerzo y las palmadas en la espalda, y luché
contra el gentío con la montura a cuestas, hasta el cuarto de pesaje. Era fabuloso,
fantástico, pensé, haber ganado otra carrera importante. Más de lo que nunca
hubiera creído posible. Un placer avasallador, como ningún otro en la Tierra. Ni
siquiera el saber lo pobre de mi contribución podía empañar el salvaje placer
interior. Nunca podría abandonar las carreras. A los cincuenta años todavía
estaría luchando con el barro y la lluvia, persiguiendo ese sueño maravilloso. La
adicción no es sólo un asunto de agujas hipodérmicas en el brazo.
En el bar, Moira estaba repartiendo champaña y sonrisas en cantidades
industriales, con Jossie a la rastra.
—Ro, querido Ro —dijo Moira—, ¿ha visto a Binny por algún lado?
—No.
—¿No es extraño que la brida se rompiera así? —sus ojos de mirada
inocente me observaban—, ¿Sabe? Hablé con el mozo de cuadra.
—A veces pasan estas cosas —dije.
—¿Quiere decir que nadie puede probar nada?
—Más o menos.
—Pero ¿no está ni un poquito enojado?
Sonreí con mi deleite interior.
—Ganamos la carrera. ¿Qué importa lo demás?
Sacudió la cabeza.
—Fue algo malvado.
La desesperación, pensé, podía llevar a hacer cosas que en estado normal no
se harían. Como cortar bridas. Como secuestrar al enemigo. Como cualquier
cosa que me esperara antes de terminar. Encerré a los diablos sombríos y bebí a
la salud de la Copa Oasthouse y la vida.
Jossie también me interrogó, cuando más tarde nos dirigíamos al
estacionamiento.
—¿Moira tiene razón? —preguntó—, ¿Lo hizo Binny para provocar un
contratiempo?
—Creo que sí.
—Ella dice que tendrías que denunciarlo.
—No es necesario.
—¿Por qué?
—Está programado para autodestruirse antes del fin de la temporada.
—¿Quieres decir que se suicidará? —dijo.
—Eres demasiado literal. Quiero decir que va a chocar con los levantadores
de apuestas con una explosión que se va a oír desde muy lejos.
—Estás borracho.
Sacudí la cabeza sonriendo.
—Estimulado. Lo cual es muy distinto. ¿Te gustaría compartir mi nube?
—Bastaría un soplo de aire —dijo—, para que te evaporaras.
QUINCE
JOSSIE SE fue a una fiesta o algo así en Londres y yo, dándome cuenta de que
no tenía nada planeado para después de la carrera, me dirigí muy serio por el
camino, hacia la cabina de teléfono público más cercana. Hasta donde pude ver,
nadie me siguió.
Hilary Margaret Pinlock respondió a la vigésima llamada, cuando ya estaba
por darme por vencido, y me dijo sin aliento que acababa de entrar a su casa;
había estado jugando al tenis.
—¿Estás ocupada esta noche? —dije.
—Nada especial.
—¿Puedo ir a verte?
—Sí —dudó un instante—. ¿Qué necesitas? ¿Comida? ¿Una cama?
—Un oído —dije—. Y tal vez un poco de porotos guisados. Pero no una
cama.
—De acuerdo —dijo más tranquila—. ¿Dónde estás? ¿Necesitas que te
indique el camino?
Me dijo con claridad cómo encontrarla y estacioné cuarenta minutos después
delante de una gran casa Eduardiana, en un camino lleno de hojas, en las afueras
de la extendida ciudad de Surrey. Hilary, según supe, era propietaria de la planta
baja, que tenía dos habitaciones grandes de techos altos, una cocina moderna, un
baño funcional, un agradable y pasado de moda jardín de invierno con plantas y
sillones de caña y unos escalones que bajaban hasta un jardín descuidado.
Adentro, todo era ordenado y organizado, y confortable de una manera no
muy imaginativa. Sillas sólidas con fundas oscuras, cortinas pesadas de un buen
terciopelo, pero de un color mortecino entre el marrón y el verde, una alfombra
con dibujos verde oliva y castaño. La casa de una rigurosa mente académica con
una falta congénita de respuesta hacia la luz. Me pregunté cuándo llegaría a usar
la extraña capa roja.
El sol de la tarde todavía iluminaba el jardín de invierno, allí nos sentamos
en los sillones de caña, bebiendo jerez y rodeados por el verdor de las palmas,
los gomeros y la monstera deliciosa.
—No me importa regar —dijo Hilary—, pero detesto la jardinería. Se supone
que la gente de arriba tiene que ocuparse del jardín, pero no lo hace.
Señaló con disgusto hacia los matorrales desordenados, los rosales sin podar,
los senderos con malezas y los restos color café del pasto no cortado el año
pasado.
—Es mejor que el cemento —dije.
—Te usaré como una parábola para las niñas —dijo sonriendo.
—¿Cómo?
—Cuando las cosas andan mal soportas lo que sea y das gracias a Dios
porque no es peor.
Hice un ruidito de protesta con la garganta, muy sorprendido.
—Bueno —dije indefenso—, ¿qué otra cosa se puede hacer?
—Ir gritando a Servicios Sociales.
—¿Para conseguir un jardinero?
—Sabes muy bien lo que quiero decir.
—La paciencia es como los impuestos —dije—. Eres un tonto si pagas más
de lo que corresponde, pero no siempre puedes evitarlo.
—Puedes quejarte —dijo asintiendo— o sufrir con elegancia.
Bebió su jerez con fruición y me instó a contarle porque había venido.
—Para pedirte que me guardes un paquete —dije.
—Por supuesto.
—Y para que escuches una larga historia, así que... —me detuve— quiero
decir... quiero que alguien lo sepa... —volví a detenerme.
—¿En caso de que vuelvas a desaparecer? —dijo sin vueltas.
Le agradecí su calma.
—Sí —dije.
Le conté sobre mi encuentro con Vivían Inverson en las carreras y de
nuestras lucubraciones sobre seguros, trampolines y rocas.
—Así que ya ves —dije—. Si quieres puedes ser la roca.
—Puedes estar seguro de que me comportaré como una roca.
—Bien —dije—. He traído un paquete sellado de documentos fotocopiados.
Está en el auto.
—Ve a buscarlo —dijo.
Salí a la calle y saqué el grueso sobre del baúl. La costumbre hizo que
revisara el asiento trasero y echara una mirada a la inocente calle. Nadie
escondido, nadie mirando. Estaba seguro de que nadie me había seguido desde
las carreras.
Mirando por sobre el hombro por el resto de mis días.
Llevé el paquete adentro y se lo di a Hilary junto con los negativos de sus
fotos, explicándole que ya tenía las copias. Puso todo en la mesa al lado de ella y
me dijo que me sentara y siguiera con mi relato.
—Te contaré un poco de lo que es mi trabajo —dije— y así entenderás
mejor.
Me estiré, cansado, en el sillón de caña, y vi el interés en su cara fuerte y
sencilla. Qué lástima; los anteojos, pensé.
—Un contador que trabaja durante mucho tiempo en una zona, sobre todo en
una ciudad del interior, tiende a hacerse una idea bastante completa de la vida
local.
—Te sigo —dijo—. Continúa.
—Las transacciones de un cliente suelen aparecer en la contabilidad de otros.
Por ejemplo: un entrenador de caballos compra comida balanceada a los
vendedores de forraje. Controlo la factura en la contabilidad del entrenador y
después, como el comerciante también es cliente mío, la vuelvo a controlar en la
suya. Me entero de que el vendedor de forraje ha pagado a un constructor por
una reforma en su casa y luego, en la contabilidad del constructor veo cuanto ha
pagado él por los ladrillos y el cemento. Veo que un jockey ha pagado X por un
viaje en taxi aéreo y como la compañía de taxis aéreos es también dienta mía me
encuentro con el recibo del jockey por X libras... Me entero del movimiento del
dinero en la vecindad... de los intereses en común... del comercio en general. Sé
los nombres de los proveedores, el tamaño de un negocio y los servicios que usa
la gente. Mis conocimientos aumentan hasta que tengo una especie de mapa
mental; como un amplio panorama, en el que todos los nombres me son
conocidos y están en el lugar que corresponde.
—Fascinante —dijo Hilary.
—Bueno —dije—, cuando aparece un nombre completamente nuevo, que no
se puede recontrolar con nadie, uno comienza a hacerse preguntas. Primero a
uno mismo y después a los demás. Y así es como me metí en problemas con dos
genios criminales, Glitberg y Ownslow.
—Suena como un número de music-hall.
—Son tan graciosos como la Muerte Negra— tomé un poco de jerez—.
Trabajaban para el Concejo Municipal, llevaba su contabilidad un estudio de
Londres, que no tenía ningún conocimiento íntimo de los asuntos locales.
Glitberg y Ownslow inventaron una gran compañía en Londres: Construcciones
Nacionales (Wessex) Ltda., a través de la cual absorbieron un millón de libras
cada uno del dinero de los contribuyentes. Yo tenía un cliente, un proveedor de
constructores, que recibió varios cheques de Construcciones Nacionales. Nunca
había oído hablar de ellos, en ninguna otra circunstancia, y le hice algunas
preguntas a mi cliente. Su respuesta fue un inconfundible pánico. Glitberg y
Ownslow fueron juzgados y condenados, y fueron a parar a la cárcel jurando
vengarse.
—¿De ti?
—De mí.
—Feo.
—Unas semanas después —dije—, pasó más o menos lo mismo. Descubrí
unos pagos extraños hechos por el director de una compañía de productos
electrónicos a través de la computadora de la firma. El director se llamaba
Conaught Powys. Había defraudado a su compañía en más de un cuarto de
millón y él también fue a la cárcel jurando vengarse. Ahora está afuera, y
Glitberg y Ownslow también. Desde esa vez, he sido la causa básica de la caída
de otros dos grandes estafadores, y ambos descendieron al calabozo jurando que
me arrancarían las entrañas y me cortarían el cogote —suspiré—. Por suerte esos
dos están todavía adentro.
—¡Y yo que pensaba que los contadores llevaban una vida aburrida!
—Tal vez algunos lo hagan —terminé el jerez—. Hay otra cosa que esos
estafadores tienen en común y es que no se pudo recuperar ni un solo penique de
lo robado.
—¿De veras? —no parecía encontrarle mucho sentido—. Supongo que todo
estará esperando en cuentas de Banco bajo diferentes nombres.
Negué con la cabeza.
—No, a menos que esté repartido en miles de depósitos ínfimos, lo cual no
es muy probable.
—¿Por qué miles?
—Hoy en día los Bancos tienen que informar a los inspectores de Réditos de
la existencia de cualquier depósito que reciba un interés anual de quince libras o
más. Eso significa que los inspectores conocen todos los depósitos mayores de
trescientas o cuatrocientas libras.
—No lo sabía.
—De todas maneras —dije—, quería saber si Powys o Glitberg o Ownslow
me habían secuestrado, así que les pregunté.
—Mi Dios.
—Sí. No fue una buena idea. No me dijeron ni sí ni no— recordé la noche en
el club Vivat—. Sin embargo, me dijeron otra cosa...
Y le conté a Hilary de qué se trataba. Abrió los ojos detrás de sus anteojos y
asintió un par de veces.
—Ya veo. Sí —dijo.
—Así que ahora —dije—, acá estamos, unos años después y ahora no sólo
tengo un mapa mental de la zona, sino un amplio panorama de casi todo el
mundo de las carreras, con incontables interconexiones. Llevo la contabilidad de
tanta gente de ese ambiente que sus vidas se despliegan como una alfombra,
tocándose, superponiéndose, con cada pequeña transacción aumentando mi
conocimiento del total. Como jockey, yo también soy parte de eso. Puedo sentir
la trama alrededor de mí. Sé cuánto cuestan las monturas y cuál fabricante vende
más, quiénes no pagan sus facturas, quién apuesta y quién bebe, quién ahorra,
quién hace caridad y quién mantiene una amante. Sé cuánto pagó la dueña del
caballo que monté hoy por las fotografías para las tarjetas de Navidad que
mandó el año pasado, y cuánto pagó un levantador de apuestas por su Rolls, y
miles y miles de datos inofensivos como esos. Todos concuerdan. Es cuando no
concuerdan... como un jockey que de pronto gasta más de lo que ganó y
descubro que está metido en un negocio nuevo por el que no declara un
penique... Es cuando las piezas no concuerdan que veo al monstruo en las olas.
Entrevisto, escondido... pero allí.
—¿Como ahora? —dijo frunciendo el ceño—. ¿Tu iceberg?
—Umm —dije—. Otro estafador.
—Y éste... ¿Irá a la cárcel jurando cortarte el pescuezo?
No le contesté en seguida y agregó, seca:
—¿O éste te cortará el pescuezo antes de que lo metas allí?
Le dirigí una media sonrisa.
—No con una roca como tú. No lo hará.
—Ten cuidado, Roland —dijo con seriedad—. Esto no me parece una broma.
Se puso de pie, inquieta, sobrepasando la fronda de las palmas y tan delgada
como sus tallos.
—Ven a la cocina. ¿Qué quieres comer? Si quieres puedo hacerte una tortilla
a la española.
Me senté apoyando los codos sobre la mesa de la cocina mientras ella picaba
cebollas y ajíes verdes, y le conté mucho más, la mayoría muy poco ético ya que
un contador no debería revelar nunca los negocios de un cliente. Escuchó cada
vez más desconsolada, picando cada vez más despacio. Al final apoyó el
cuchillo y se quedó inmóvil.
—Tu socio —dijo.
—No sé cuánto ha consentido —dije—, pero el lunes tendré que descubrirlo.
—Cuéntaselo a la policía —dijo—. Deja que ellos lo descubran.
—No. He trabajado con Trevor seis años. Siempre nos hemos llevado bien y
él parece apreciarme, a su manera, más bien distante. No puedo destruirlo así
nomás.
—Le dirás lo que sabes.
—Sí —dije—. Y le avisaré de la existencia de... la roca.
Siguió cocinando en forma automática, muy ocupada con sus pensamientos.
—¿Crees —dijo— qué tu socio sabía de los otros estafadores y trató de
ocultarlo?
Negué con la cabeza.
—No de Glitberg y Ownslow. No. Y de los dos últimos tampoco. Las firmas
con las que trabajaban eran clientes mías, y Trevor no tenía contacto con ellas.
Pero Conaught Powys... —suspiré—. No sé, Trevor solía pasar una semana en
esa compañía haciendo el balance en el lugar, como se hace en general con las
compañías importantes, y yo fui nada más que un año, cuando él tenía úlcera. La
mala suerte de Conaught Powys hizo que yo descubriera lo que estaba haciendo.
Trevor puede haber pasado por alto las señales de peligro, porque no siempre
trabaja a mi manera.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, gran parte del trabajo de un contador es mecánico. Los
comprobantes por ejemplo. Controlar que los cheques que están anotados en los
libros fueron realmente librados por la suma que figura allí, o en otras palabras si
el cajero anota que el cheque número 1234 fue entregado a Joe Bloggs por la
suma de ochenta libras para pagarle una carga de arena, el auditor controla que el
banco le haya pagado a Joe Bloggs ochenta libras por el cheque 1234. Es un
trabajo de rutina y en una contabilidad grande lleva bastante tiempo. En general,
o casi siempre, es hecho por un ayudante y no por el contador o el auditor. Los
empleados de nuestra firma suelen estar hoy y no mañana, y no necesariamente
desarrollan un sentido de la responsabilidad en su trabajo. Los que tenemos
ahora, por ejemplo, no creo que se preguntaran si Joe Bloggs existe, o si vendió
arena, o si vendió por valor de ochenta libras o si entregó el equivalente de
cincuenta libras y las treinta restantes se las repartió con el cajero.
—¡Roland!
Sonreí.
—Las pequeñas estafas abundan. Son los grandes estafadores los que
amenazan con cortarte el pescuezo.
Rompió cuatro huevos en un bol.
—¿Quieres decir que tú haces personalmente el control... de... todos los
comprobantes?
—No. No de todos. Me llevaría demasiado tiempo. Pero lo hago con ciertas
cuentas en su totalidad y un poco con todas las contabilidades. Para tener una
idea de las cosas. Para saber dónde estoy parado.
—Para que las piezas concuerden —dijo.
—Sí.
—¿Y Trevor no lo hace?
—Hace algunas, pero en general no. No me interpretes mal. La mayoría de
los contadores hacen como Trevor, es una práctica normal.
—¿Quieres un consejo? —dijo.
—Sí, por favor.
—Ve en seguida a la policía.
—Gracias. Continúa con la tortilla.
La hizo dorar en la sartén y la dividió —suculenta y suave en el medio— en
dos porciones. Su sabor era, como un testimonio de su eficiencia, la mejor que
había comido. Con el café, más tarde, le conté bastante de Jossie.
Miró el interior de su taza.
—¿La quieres? —preguntó.
—No sé. Es demasiado pronto para saberlo.
—Hablas como si estuvieras embrujado —dijo secamente.
—Ha habido otras chicas. Pero no era lo mismo —miré su cara inclinada,
torcí la boca—. Si estás pensando que con Jossie... —dije—. No, no lo he hecho.
Levantó la cabeza, con los ojos alegres y el rubor comenzando a subir por su
cuello. Largó una opinión muy poco digna de una rectora.
—Eres un cretino —dijo.
De la casa de Hilary hasta la mía tenía una hora de viaje. Nadie me siguió ni
se tomó el más mínimo interés en mí.
Me acerqué hasta la casa despacio, con las luces apagadas, e hice un
reconocimiento silencioso a pie, de los últimos cien metros.
Todo era oscuridad y paz. En la casa de la señora Morris las luces del living
brillaban apenas, a través del dibujo de las cortinas. El cielo nocturno estaba
tachonado de estrellas y el aire era fresco.
Esperé un momento escuchando, y poco a poco fui sintiéndome más
tranquilo. Ningún horror en las sombras. Ninguna negra prisión abriendo sus
fauces como una trampa. Ningún cortador de pescuezos con su acero listo.
No podía seguir viviendo con el miedo, pero me era imposible evitarlo.
Abrí la casa y encendí todas las luces; estaba vacía, acogedora y tranquila.
Traje el auto desde el camino y me encerré, corrí las cortinas y puse a funcionar
la calefacción y me arropé con la consoladora ilusión de estar seguro en mi
cueva.
Más tarde me hice un café, busqué un poco de cognac y me desparramé en
un sillón con los antiguos documentos de las fechorías de Powys, Glitberg y
Ownslow.
En su tiempo sabía de memoria cada detalle de esas carpetas con una
claridad enceguecedora, pero los años habían confundido mi memoria. Encontré
notas de mi puño y letra sobre deducciones que ya no me acordaba de haber
hecho, y conclusiones tan penetrantes como el ácido. En realidad, estaba
sorprendido por la calidad del trabajo que había efectuado, y era curioso verlo
desde una distancia objetiva, como con un ojo nuevo. Podía entender ahora el
porqué de los comentarios de ese momento, aunque entonces ese trabajo me
parecía algo natural, hecho lo mejor que podía. Me sonreí a mí mismo con grata
sorpresa. En ese tiempo lejano debía de haber sido como el demonio para los
estafadores. No como ahora, cuando necesitaba seis tentativas para
desenmascarar a Denby Crest.
Me topé con páginas de notas sobre el trabajo de la computadora, el detalle
de las cuales había olvidado tan rápido como las había aprendido en un curso
acelerado en una compañía de electrónica muy parecida a la de Powys. En ese
entonces, me había complacido el ser capaz de analizar y explicar lo que había
hecho, y Powys se enfureció con eso más que con cualquiera de las otras cosas.
Pensé en mi vanidad; todavía era vanidoso. Admirar el trabajo propio era uno de
los peores pecados intelectuales.
Suspiré. Nunca sería perfecto, así que ¿para qué tenía que preocuparme? En
ninguna parte de la carpeta de Glitberg-Ownslow figuraba la compra del
depósito, pero parecía posible, a medida que hurgaba más hondo en la búsqueda
de datos, que ésa fuera la única construcción real de Construcciones Nacionales
(Wessex) Ltda. Cualquiera capaz de inventar calles enteras de edificios podía
construir un depósito verdadero sin demasiados problemas.
Me pregunté para qué lo necesitaban cuando todo lo demás había sido
construido en papel. Un haber tangible, envejecido en el que me habían
descargado. A la policía le habían pasado el dato de que estaba allí, y a través de
la inmobiliaria habían llegado sin dificultades a Glitberg y Ownslow.
¿Por qué?
Me quedé allí sentado un largo rato, pensando. Después terminé el café y me
fui a la cama.
ME SENTÉ en una de las sillas para clientes, con Trevor como un profesor
detrás de su pupitre. Sus modales oscilaban entre molesto y adulador, como si no
estuviera demasiado seguro del terreno que pisaba.
—Denby dijo que estaría acá a las cuatro.
—Bien.
—Pero Ro... él te explicará. Vas a quedar satisfecho, estoy seguro. Creo que
dejaré que él te diga todo, y entonces verás... que no tenemos que preocuparnos
por nada.
Sonrió en forma muy poco convincente y raspó la punta de sus dedos contra
el secante. Miré la figura familiar, amiga y desee con todo mi corazón que las
cosas no fueran como eran.
Denby llegó diez minutos antes de la hora, lo que hubiera gratificado a los
psiquiatras, y estaba tenso como un resorte, como correspondía. Tenía la
columna derecha como una banqueta dentro de su cuerpo regordete, el bigote
erizado en la boca trompuda y su aire irritado más notorio que nunca.
No me dio la mano, se contentó con un gesto. Trevor se levantó de su
escritorio para ofrecerle un sillón; una gentileza que me pareció excesiva.
—Bien, Ro —dijo Denby enojado—. He oído que tienes dudas sobre mi
certificado.
—Así es.
—¿Qué es lo que pasa exactamente?
—Bueno —dije—, para ser exacto... pasa que faltan cincuenta mil libras de
los fideicomisos de los clientes.
—Tonterías.
—Transferiste dinero de los fideicomisos de tres clientes a las cuentas
corrientes —dije—. Luego, hace tres o cuatro meses y durante un período de seis
semanas, sacaste cinco cheques de la cuenta corriente y los hiciste a tu nombre,
por sumas distintas. Esos cheques suman cincuenta mil libras.
—Pero devolví el dinero. Si te hubieras fijado mejor habrías visto que ya
estaban acreditados en los resúmenes de los Bancos —estaba irritado,
impaciente.
—No pude sacar en limpio de dónde había salido ese dinero —dije—. Así
que le pedí al Banco que me mandara duplicados de los resúmenes. Llegaron
esta mañana.
Denby se quedó sentado como si se hubiera convertido en piedra.
—Los duplicados —dije con pesar— no demuestran que el dinero haya sido
devuelto. Los resúmenes que nos mostraste eran... bueno... falsificados.
El tiempo seguía su marcha.
Trevor parecía infeliz. Denby cambió de posición.
—Sólo pedí prestado ese dinero —dijo. Todavía no sentía remordimientos, ni
verdadero miedo—. Es muy seguro. Lo devolveré muy pronto. Tienes mi
palabra.
—Umm —dije— tu palabra no alcanza.
—Vamos Ro, esto es ridículo. Si yo digo que se devolverá, se devolverá. Me
parece que me conoces lo suficiente.
—Si con eso quieres decir que nunca hubiera pensado que podías ser un
ladrón puedo decirte que no, no lo hubiera pensado.
—No soy un ladrón —dijo enojado—. Ya te dije que tomé ese dinero en
préstamo. Un asunto temporario. Es una desgracia que... como se dieron las
cosas... no pude devolverlo antes de que hubiera que firmar el certificado. Como
le expliqué a Trevor, es un asunto de unas pocas semanas a lo máximo.
—El dinero de los clientes —dije razonando— no se te confía para que lo
uses en préstamos privados.
—Eso ya lo sabemos —dijo Denby con energía, como si fuera una abuela
enseñando a sorber huevos. Mi abuela, pensé en un pantallazo, nunca había
sorbido un huevo en su vida.
—Te faltan cincuenta mil —dije—, Y Trevor está de acuerdo, y ninguno de
los dos se da cuenta de que quedarás en la calle si esto se sabe.
Los dos me miraron como si fuera un chico.
—Pero nadie necesita enterarse, Ro —dijo Trevor muy paternal, sacudiendo
de la cabeza con pena— Denby devolverá el dinero muy pronto y todo estará
bien. Como te dije,
—No es ético —dije.
—No seas tan pomposo —dijo Trevor.
—¿Por qué tomaste ese dinero? —le pregunté a Denby—, ¿Para qué?
Denby interrogó a Trevor con la mirada, y éste asintió.
—Tendrás que decirle todo, Denby. Es muy insistente. Mejor que le cuentes,
y entonces entenderá. Así podremos aclarar las cosas.
Denby lo hizo de mala gana.
—Se me presentó la oportunidad de comprar un grupo de departamentos —
dijo—. Nuevos. Sin terminar. El constructor estaba en dificultades y quería
vender rápido; ese tipo de negocio. Por supuesto que los departamentos eran
baratos, así que los compré. Demasiado bueno para perdérselo. Yo he hecho
otras veces ese tipo de negocios. Sabía lo que hacía.
—¿Escrituraste a tu nombre?
—¿Qué? Ah, sí —asintió—. Bueno, lo que sucedió es que necesité un poco
de capital extra para financiar el asunto. Muy seguro. Son muy buenos
departamentos. No tienen nada malo.
—¿Pero no se han vendido?
—Toma tiempo. El mercado está parado en el invierno. Pero ahora están
todos vendidos. Estoy esperando terminar la operación. Formalidades, hipotecas
y todo eso. Toma tiempo.
—Umm —dije—, ¿Cuántos departamentos son y adonde están?
—Ocho, pequeños, por supuesto. Están en Newquay, Cornwall.
—¿Los has visto?
—Por supuesto.
—¿Te importa si yo los voy a ver? —dije—. ¿Y me darás las direcciones de
toda la gente que está comprándolos y cuánto paga cada uno?
Denby se erizó.
—¿Estás queriéndome decir que no me crees?
—Soy un auditor —dije—. Yo no creo. Controlo.
—Puedes creer en mi palabra.
Negué con la cabeza.
—Nos mandaste unos resúmenes de Banco falsos. No puedo creer en tu
palabra.
Silencio.
—Si esos departamentos existen y tú devuelves el dinero esta semana, no
haré nada —dije—. Quiero la confirmación del Banco por carta. El dinero tiene
que estar allí el viernes y la carta aquí el sábado. Si no, no hay trato.
—No puedo conseguir el dinero esta semana —dijo Denby malhumorado.
—Consíguelo con un prestamista.
—¡Eso es ridículo! El interés que tendría que pagar se tragaría toda mi
ganancia.
Lo tienes merecido, pensé sin pena.
—A menos que el dinero de los clientes esté de vuelta en el Banco el viernes,
tendré que decírselo a quien corresponda.
—¡Ro! —protestó Trevor.
—Por más que traten de disimularlo con palabras como “desafortunado” y
“oportunidad”, los tres sabemos que lo que ha hecho Denby es un delito. No
pienso avalarlo con mi nombre como socio de este estudio. Si el dinero no se
devuelve el viernes escribiré una carta explicando que a la luz de nuevos
acontecimientos queremos cancelar el certificado que acabamos de emitir.
—¡Pero Denby quedaría en la calle! —dijo Trevor.
Los dos tenían el aspecto de alguien que considera que los hechos crueles de
la vida le, suceden nada más que a los otros.
—Esto no es de amigos —dijo Denby enojado—. Eres innecesariamente
agresivo, Ro. Demasiado virtuoso. Inflexible.
—Todo eso, creo —dije.
—¿No sirve, supongo, que sugiera... ejem... darte una parte?
Trevor hizo un rápido gesto horrorizado, tratando de detenerlo.
—Denby, Denby —dijo muy turbado—. Nunca lo podrías sobornar. Por
Dios, ten un poco de sentido común. Si de veras quieres enemistarte con Ro,
trata de untarlo.
Denby me miró ceñudo y se puso de pie de un salto.
—Está bien —dijo con amargura—. Conseguiré el dinero para el viernes. Y
nunca esperen un favor de mí por el resto de sus vidas.
Salió furioso de la oficina, dejando a sus espaldas molestos remolinos de aire
y restos aún más molestos de una amistad perdida. Turbulencias, pensé.
Remolinos destructivos poniendo patas para arriba todo lo que tocan.
—¿Estás satisfecho, Ro? —dijo Trevor apenado.
Me quedé sentado, sin contestar.
Me sentía como un hombre en un trampolín muy alto, esperando el momento
de lanzarme al vacío. Adelante la zambullida. Atrás el descenso tranquilo. La
decisión dentro de mí.
Podía retirarme, pensé. Hacer como que no sabía nada. Elegir el silencio, la
amistad, la tranquilidad. Evitar disgustos, desgracia e infelicidad. Mi amigo o la
ley. ¿A quién pertenecía, a la ley o a mi propia satisfacción...?
Dios todopoderoso.
Tragué, con la boca seca.
—Trevor —dije—, ¿conoces a Arthur Robinson?
No era nada alegre, para nada, contemplar en la cara al desastre total.
La sangre se retiró de la piel de Trevor, dejando sus ojos como grandes
borrones oscuros.
—Te traeré un poco de cognac —dije.
—Ro...
—Espera.
Le serví una copa cargada de alcohol y liviana dé soda.
—Bébelo —le dije con compasión—. Temo haberte dado un susto.
—¿Cómo...? —de pronto le tembló la boca y se llevó la copa a los labios
para ocultarlo. Bebió despacio y luego mantuvo la copa a su alcance; una ayuda
en caso de necesidad—. ¿Cuánto... sabes?
—Por qué me secuestraron. Quién lo hizo. Quién es el dueño del barco.
Quién lo manejó. Adónde está ahora. Cuánto costó y de dónde salió el dinero.
—Mi Dios... Mi Dios... —le temblaban las manos.
—Quiero hablar con él —le dije—. Con Arthur Robinson.
Un chispazo de algo parecido a la esperanza pasó por sus ojos.
—¿Sabes... su otro nombre?
Se lo dije. La chispa murió y sus ojos quedaron opacos como guijarros.
Golpeó los dientes contra el borde de la copa.
—Quiero que lo llames —dije—. Dile que lo sé todo. Dile que quiero hablar
con él. Dile que si se le ocurre hacer algo distinto a lo que le digo, iré
directamente de esta oficina a la policía. Quiero hablar con él esta noche.
—Pero Ro... Conociéndote... —su voz sonaba desesperada—, Vas a ir de
todas maneras.
—Mañana a la mañana —dije.
Me miró durante un largo rato. Y con un suspiro que era casi un quejido
alargó la mano hacia el teléfono.
Fuimos a casa de Trevor. Mejor para hablar que en el estudio, sugirió.
—¿Y tu mujer?
—Esta noche se queda a dormir en lo de su hermana. Muchas veces lo hace.
Fuimos en los dos autos, y a juzgar por la expresión ofuscada de Trevor, no
debe de haber visto nada del camino durante los seis kilómetros.
La gran casa se destacaba, opulenta, en el sol del atardecer, la respetabilidad
de los años veinte en cada ladrillo. Kilómetros de ventanas con paneles en forma
de diamante, pintura negra, un amplio pórtico con columnas retorcidas, glicinas
trepando aquí y allá, montones de aleros con vigas intercaladas para dar un toque
efectista.
Trevor abrió la puerta principal y me mostró el camino hacia el aire muerto
del interior, que olía a café viejo y lustrador de muebles.
En el espacioso living había piso de parquet y alfombras.
—Ven al “refugio” —me dijo, caminando delante de mí.
El refugio era una habitación alargada que quedaba entre el living y el
comedor y que miraba hacia el pórtico encolumnado y el césped detrás. Para
Trevor el refugio era el corazón de la casa, tanto desde el punto de vista
geográfico como psicológico y el lugar adonde más disfrutaba haciendo de
anfitrión para sus amigos de negocios.
Estaba el bar empotrado, adonde le gustaba pararse sirviendo bebidas con
aire genial. Varios sillones tapizados de cuero rojo. Una mesa de comedor
pequeña y sólida con cuatro sillas de asiento de cuero alrededor. Un aparato
grande de televisión. Estanterías de libros. Una chimenea de ladrillos con una
pantalla de cuero. Una palmerita en un cacharro de bronce. Más grabados de
Stubbs. Varias mesitas bajas. Una alfombra con diseño de hojas. Cortinados de
terciopelo rojo. Lámparas con pantallas rojas. En las noches de invierno, con el
fuego encendido, los cortinados corridos y las cálidas luces encendidas,
“refugio”, a pesar del tamaño, era la palabra que mejor lo describía.
Trevor encendió las luces y a pesar de que era de día corrió los cortinados.
En seguida enderezó hacia el bar.
—¿Quieres una copa? —dijo.
Sacudí la cabeza. Se sirvió un cognac, el doble del que le había servido en la
oficina.
—No puedo creer que esté sucediendo todo esto —dijo.
Tomó su copa llena y se hundió en uno de los sillones de cuero rojo, mirando
sin ver. Yo apoyé la cadera en la mesa que, como tantas otras cosas en su casa,
estaba protegida con una cubierta de vidrio. Los dos esperamos, sin que ninguno
disfrutara de sus pensamientos. Esperamos casi una hora.
Nada violento podía pasar en esa casa tan civilizada, me dije sin mucho
entusiasmo. La violencia era algo más propio de callejones y esquinas oscuras.
No de salones elegantes el lunes a la tarde. Sentí el cosquilleo del temor en cada
nervio, y pensé en los ojos negros de lujuria de la venganza.
Afuera estacionó un auto. La puerta se golpeó. Se sintieron pasos en el
pedregullo. Pasos que atravesaban el umbral por la puerta abierta, que
caminaban por el parquet, acercándose a la puerta de refugio. Se detuvieron allí.
—¿Trevor? —dijo.
Trevor levantó la vista despacio. Agitó una mano hacia mí, sentado a un
costado y oculto por la puerta.
Empujó la puerta y entró en la habitación.
Sostenía una escopeta en equilibrio sobre su antebrazo, con la culata bajo el
brazo y los cañones gemelos apuntando al piso.
Respiré hondo y miré su cara sólida y familiar.
El padre de Jossie, William Finch.
—Matarme no le servirá de nada —dije—. He dejado fotocopias y todos los
detalles a un amigo.
—Te haré volar el pie. No podrás correr más.
Su voz vibraba con un odio avasallador; y esta vez no era a través de un
juzgado lleno de policías, sino a tres metros y con una escopeta apuntándome.
Trevor hizo algunos gestos entrecortados con las manos, tratando de
calmarlo.
—William... Date cuenta. Dispararle a Ro sería desastroso. Desastroso e
irreversible.
—La situación ya es irreversible —su voz era espesa, áspera y profunda por
la tensión de la garganta y cuello—. Este gusano se ha encargado de eso.
—Bueno —dije sintiendo la tensión en mi propia voz—. Yo no lo obligué a
robar.
No fue el más acertado de los comentarios. No contribuyó para nada a aflojar
la tensión. Y William Finch era como un reactor nuclear con las antenas ya
demasiado afuera. Los caños de su escopeta subieron hasta su mano y me
apuntaron a la cintura.
—William, por lo que más quieras —dijo Trevor con urgencia, levantándose
de su sillón—. Usa la razón. Si te dice que con matarlo no ganas nada, debes
creerle. Nunca se hubiera arriesgado a venir aquí si no fuera verdad.
Finch temblaba de furia. El conflicto entre el odio y el sentido común se
notaba en los músculos anudados de su mandíbula y en la curva de sus manos,
que parecían garfios. Hubo un momento terrible, cuando creí que su deseo de
sangre y de venganza borraría todo temor a las consecuencias y pensé en forma
inconexa que no sentiría nada... uno no siente la peor de las heridas en los
primeros segundos. Sólo después, si sobrevivía, sentiría la marea de dolor. No
me daría cuenta... no sentiría nada... tal vez ni siquiera me enterara.
Se alejó de mí con violencia y arrojó la escopeta en brazos de Trevor.
—Tómalo. Tómalo —dijo entre dientes—. No confío en mí.
Sentí que las piernas me temblaban y que el escozor del sudor me cubría
medio cuerpo. No me había matado en la furia del principio y podía arriesgarme
a pensar que tampoco lo haría ahora, cuando no tenía nada que ganar. Había
estado muy cerca.
Apoyé la espalda contra la mesa, casi sin fuerzas, y traté de encontrar un
poco de saliva para humedecer mi boca. Probé a manejar las cosas con desapego,
como si estuviéramos discutiendo un punto poco importante de un negocio.
—Mire —me salió medio estrangulado, me aclaré la garganta y volví a
empezar—. Mañana tendré que telefonear a Nueva York para hablar con la
familia Nantucket. Para ser más exacto, con uno de los miembros del directorio
del imperio familiar; el director al cual Trevor le manda todos los años el balance
de Axwood.
Trevor guardó la escopeta fuera de la vista, detrás del ornamentado bar.
William Finch seguía en el centro de la habitación, con el cuerpo vibrando de
energía reprimida. Miré cómo sus manos se abrían y cerraban y las piernas se
movían dentro de los pantalones, como deseando emprender camino.
—¿Qué les vas a decir entonces? —dijo con rabia—, ¿Qué?
—Que usted ha estado... err... defraudando a la familia Nantucket durante el
último año fiscal.
Por primera vez dejó escapar algo de presión.
—Durante el último... —se detuvo.
—No puedo decir nada de los años anteriores —dije—. Yo no hice la
auditoría. Nunca vi los libros porque no están en nuestro estudio. Tienen que ser
conservados por tres años, por supuesto, así que espero que estén en su poder.
Se produjo un largo silencio.
—Mucho me temo —dije— que el director de Nantucket me diga que vaya
en seguida a la policía. Si el interesado fuera el viejo Naylor Nantucket las cosas
podrían ser diferentes. Por usted podría haber silenciado todo. Pero esta nueva
generación no lo conoce. Son negociantes duros que de todas maneras
desaprueban los establos. Nunca vienen. Pero sin embargo lo ven como una
inversión y le pagan un buen sueldo para manejarlo. Sin duda, piensan que
cualquier ganancia les pertenece. Por más que lo quiera suavizar, y no tengo
especiales deseos de hacerlo, van a tener que saber que las ganancias de este año
han ido a parar a sus bolsillos.
Mi manera distante de encarar las cosas estaba obteniendo resultados. Trevor
sirvió dos vasos y metió uno en la mano de William Finch, que lo miró sin ver y
después de un momento lo apoyó en el bar.
—¿Y Trevor? —dijo.
—Tendré que decirle al director de Nantucket —dije con pesar— que el
auditor designado por ellos lo ayudó a desplumarlos.
—Ro —dijo Trevor protestando supongo, más por lo vulgar de la expresión
que por la veracidad del argumento.
—Los libros de Axwood son una obra de arte de ficción —le dije—. Libro
de caja, libro mayor, facturas... todas mentiras ingeniosas. William nunca podría
haber armado ese enorme fraude sin tu ayuda. Aunque sea sin... —dije,
modificándolo un poco— sin que tú lo supieras y te hicieras el que no veías.
—Y que sacara una buena tajada —dijo Finch con violencia, asegurándose
de arrastrar a su amigo con él.
Trevor hizo un gesto de disgusto, pero tenía que ser cierto. Trevor tenía un
sano apetito por el dinero, y nunca se habría arriesgado sin una ganancia.
—Esos libros parecen normales a primera vista —dije—. Hubieran
satisfecho a cualquier auditor de afuera, si los Nantucket quisieran un control de
un estudio de Londres o de Nueva York. Pero para Trevor y para mí, viviendo
aquí... —sacudí la cabeza—. Los Establos Axwood han pagado miles a
proveedores de forraje que no han recibido el dinero, a fabricantes de monturas
que no existen, a empresas de mantenimiento, a electricistas y plomeros que no
hicieron ningún trabajo. Las facturas están allí, todas muy bien impresas, pero
las transacciones a las que se refieren son puro aire. El dinero fue a parar a
William Finch.
Algo de la presión que había escapado de Finch volvió a reaparecer con
rapidez y me pareció más prudente no seguir en voz alta con mi lista de fraudes.
Los Nantucket habían pagado por más mozos de cuadra de los que tenían
empleados, una treta difícil de probar, ya que la población de mozos de establo
fluctúa de establecimiento en establecimiento.
Había pasado a la Nantucket una cuenta de más de nueve mil libras por el
alquiler de boxes y el mantenimiento de caballos a un granjero local, cuando yo
sabía que sólo se había pagado una fracción de eso porque el granjero era cliente
mío.
Había facturado mucho más por los porcentajes en los anticipos para los
jockeys que lo que los jockeys habían recibido, e inventado gastos de viaje para
caballos que según los registros internos nunca se habían alejado del establo.
Se había metido en el bolsillo sumas fabulosas provenientes de las
comisiones que cobraba de una firma encargada de la venta de caballos de pura
sangre del establo a compradores de afuera; más o menos cincuenta mil en el
último año, según me confirmó por teléfono el vendedor, que no sabía que Finch
no tenía derecho a ello.
Supongo que también había estado cobrando de más a los dueños de caballos
que albergaban allí, haciéndose hacer los cheques a su nombre y luego sacando
una buena tajada antes de mandar a los Nantucket una suma razonable para que
no protestaran.
Los Nantucket estaban lejos y no muy interesados. Todo, lo que querían era
que en la última línea del balance hubiera utilidades, y él les había dado justo lo
suficiente para mantenerlos tranquilos.
Como una ironía final, le había pasado a los Nantucket una factura de
honorarios del auditor por seis mil libras, y en ninguna parte de nuestros libros
figuraban seis mil libras de Establos Axwood. Era posible que Trevor hubiese
obtenido su mitad bajo cuerda; suficiente para hacer que uno se riera.
Una larga lista de fraudes varios. Mucho más difíciles de descubrir que uno
solo grande. Y sin embargo sumaban una medida de dos mil libras semanales.
Sin impuestos.
Un año sí y otro también.
Y ayudado por su auditor.
Ayudado también, sin duda, por su secretaria enfermiza, Sandy; aunque no
podría jurar que fuera con su conocimiento. Si estaba tantas veces enferma,
alejada de su lugar de trabajo, tal vez no se había enterado. O tal vez el saberlo
era lo que la enfermaba. Pero como en todos los fraudes el papeleo tenía que
estar bien hecho y en el caso de los Establos Axwood, la mayoría estaba bien.
Noventa a cien caballos. Bien preparados, bien corridos. Un gran
establecimiento con un enorme movimiento de empleados. Un preparador de
primera. Un entrenador, pensé, que no era propietario de sus establos, al que se
le pagaba un sueldo sobre el cual tenía que pagar impuestos altos y que
enfrentaba una vejez sin un capital para continuar su trabajo en una época de
inflación. Un hombre de cincuenta años, contemplando un futuro sin demasiado
dinero. Una jubilación obligada. Sin casa propia. Sin poder. Un hombre que veía
pasar el dinero entre sus manos como la corriente de un río.
Todos los preparadores de caballos eran emprendedores, con mentes
organizadas. Casi todos estaban en el negocio por su cuenta, y no tenían una
empresa lejana para defraudar. Si William Finch hubiera sido su propio dueño
dudó de que hubiera tenido malos pensamientos. Con su habilidad, en el
desarrollo normal de sus actividades, no habría tenido necesidad de estafar.
Necesidad. Habilidad. Oportunidad. Pensé cuán grande tenía que ser el paso
hacia la deshonestidad. Hacia el crimen.
Tal vez no fuera muy largo. La simple paga de un mozo de cuadra para tener
un poco de dinero extra. El Costo de unos fardos de pasto no encargados.
Pequeños pasos, trampas ingeniosas, multiplicándose, creciendo y llevando
hacia un ancho camino.
—Trevor —dije con suavidad—, ¿hace cuánto descubriste las...
irregularidades de William? —Trevor me miró apesadumbrado y yo sonreí a
medias— ¿Viste algunas de las primeras... en los libros, y le dijiste que no podría
hacerlo?
—Por supuesto.
—¿Le sugeriste —dije— que si aplicaba su inteligencia a perfeccionarlo los
dos saldrían ganando?
Finch reaccionó con enojo, con un gesto violento del brazo, pero el aire
apesadumbrado de Trevor no hizo más que intensificarse.
—Como con Conaught Powys —dije—. Me esforcé mucho tratando de creer
que tú realmente no habías notado cómo tenía arreglada esa computadora. Pero
creo... que lo estaban haciendo juntos.
—Ro... —dijo con tristeza.
—De todas maneras —le dije a Finch—, usted siempre mandó los libros para
el balance anual y en todo este tiempo ninguno de los dos estaba demasiado
nervioso. Trevor y yo tenemos un atraso crónico en el trabajo, así que supongo
que Trevor los guardaba en su armario para verlos cuando tuviera tiempo. Sabía
que yo no miraría sus libros. Nunca lo he hecho en seis años; tengo demasiados
clientes propios. Y cuando Trevor se fue de vacaciones pasó lo inesperado. El
día en que se corrió la Copa de Oro apareció en su correo y en el mío una
citación para comparecer ante la Comisión quince días después.
Me miró con sus furiosos ojos oscuros. Su fuerte y elegante figura derecha y
erguida como un gran ciervo acorralado por un mastín insolente. Alrededor de
los bordes de los cortinados la luz del día se estaba convirtiendo en oscuridad.
Adentro, las luces eléctricas brillaban con suavidad sobre el hombre civilizado.
Sonreí con una mueca.
—Le mandé un mensaje. No se preocupe, dije, Trevor está de vacaciones
pero pediré un aplazamiento y comenzaré yo mismo con los libros. Fui a correr
la Copa de Oro y no pensé más en eso. Pero usted, para usted, ese mensaje
significaba la ruina. La degradación, un proceso y tal vez la prisión.
Lo recorrió un escalofrío. Los músculos de su mandíbula se agitaron.
—Imagino —dije— que pensó que lo más simple era recuperar los libros;
pero estaban encerrados en el armario de Trevor, y sólo yo y él tenemos las
llaves. Y me hubiera parecido muy sospechoso que con la Comisión encima
usted no me permitiera ver sus libros. Y más aún si asaltaban la oficina y esos
libros desaparecían. Cualquier acción de ese tipo hubiera conducido a una
investigación y al desastre. Así que si no podía mantener a los libros apartados
de mí, me tendría a mí apartado de los libros. Tenía los medios a mano. Un barco
nuevo, casi listo para navegar. No hizo más que adelantar el viaje y llevarme a
mí. Si lograba mantenerme alejado de la oficina hasta que Trevor volviera,
estaría a salvo.
—Eso no tiene sentido —dijo con voz dura.
—No sea tonto. Ya no vale la pena negarlo. Trevor tenía que volver a la
oficina el lunes 4 de abril, lo que le daría tres días para pedir una postergación a
la Comisión. Un margen seguro. Trevor se ocuparía de los libros de Axwood
como de costumbre y a mí me soltarían, sin saber nunca por qué me habían
secuestrado.
Trevor hundió la cabeza en su cognac y me hizo dar sed.
—Si tienes agua mineral o tónica, Trevor, me gustaría tomar un poco —dije.
—No le des nada —dijo Finch, con la violencia todavía en su voz.
Trevor revoloteó las manos, pero después de un instante, con miradas de
disculpa dirigidas a la boca apretada de Finch, tomó un vaso y le volcó adentro
una botella chica de agua tónica.
—Ro... —dijo alcanzándome el vaso—, querido muchacho...
—Querido mierda —dijo Finch.
Bebí agradecido el agua efervescente con quinina.
—Arruiné todo al volver a casa unos días antes —dije—. Supongo que usted
estaría frenético. Lo suficiente por lo menos, como para mandar la pandilla de
secuestradores a buscarme. Y cuando no lo lograron mandó a otra persona —
bebí burbujas con sabor a hiel—, Al día siguiente, mandó a su hija Jossie.
—Ella no sabe nada, Ro —dijo Trevor.
—Cállate —dijo Finch—, Jossie lo llevó de las narices.
—Puede ser —dije—. Se suponía que era por un día o dos. Trevor regresaba
el domingo. Pero yo le dije, mientras usted estaba muy ocupado mostrándome el
establo para llenar mi tiempo, que el auto de Trevor se había roto en Francia y
que no volvería hasta el miércoles o jueves. Y volví a asegurarle que no tenía por
qué preocuparse, que ya había pedido la postergación de la audiencia y que yo
mismo comenzaría con el balance. Toda la situación volvía a estar como antes y
las perspectivas eran tan mortales como siempre.
Finch echaba chispas, sin negar nada.
—Me ofreció un día en las carreras con Jossie, y montar en la reunión de
novatos. Soy un tonto cuando se trata de carreras. Nunca sé cuándo debo decir
que no. Usted debía saber que Notebook no saltaba bien. Cuando voló para estar
presente en el Nacional, debe de haber deseado que me cayera y me rompiera
una pierna.
—El pescuezo —dijo vengativo y sin vestigios de broma.
Trevor lo miró a la cara y desvió la vista, como molesto por esa descarada
demostración de sentimientos.
—Sus hombres tienen que haber estado a mano para el caso en que yo
terminara ileso, lo que por supuesto sucedió —dije—. Nos siguieron hasta la
taberna, adonde cené con Jossie, y después al motel adonde pensaba alojarme.
Su segunda tentativa de secuestro fue más exitosa, porque no pude escapar. Y
entonces Trevor regresó y usted telefoneó a Scotland Yard y la policía me sacó
de mi encierro. Desde un cierto punto de vista, sus esfuerzos habían dado
resultado, porque hasta ese momento yo no había podido ver ni una página ni
una anotación de los libros de Axwood.
Recordé y corregí la aseveración.
—No había visto nada, salvo el libro de caja chica, que usted mismo me dio.
Y ese, supongo, era su registro privado, y no el corregido y arreglado para el
balance. Quedó en mi auto con todas mis otras pertenencias y lo llevé al estudio
cuando volví el viernes pasado. Y el sábado a la mañana saqué de la oficina de
Trevor los libros de Axwood y los fotocopié, después de estudiarlos.
—Pero ¿por qué, Ro? —Dijo Trevor frustrado—, ¿Qué te hizo pensar...?
¿Por qué pensaste en William?
—La urgencia —dije—. La prisa despiadada y el factor tiempo. Cuando
estaba en el barco creí que me habían secuestrado por venganza. Cualquier
auditor víctima de los secuestradores pensaría lo mismo al encontrarse en esas
circunstancias. Sobre todo si, como yo, ha sido amenazado en su propia cara por
Conaught Powys y antes por Glitberg, Ownslow y otros. Pero cuando me escapé
y volví a casa, casi no hubo un intervalo antes de estar otra vez en peligro. Era
una cacería. Y me atraparon. Así que la segunda vez, en el furgón, empecé a
pensar... qué tal vez no se trataba de una venganza sino de impedir algo, y de allí
en adelante todo fue cuestión de deducción, eliminación y cosas bastante
aburridas si uno las toma en conjunto. Pero dispuse de horas... —tragué
involuntariamente al recordar—. Tuve horas para pensar en toda la gente posible
y darme cuenta. Y cuando el sábado a la mañana fui al estudio para poder estar
solo, revisé todo.
Finch se volvió hacia Trevor, buscando un chivo emisario.
—¿Por qué diablos dejaste esos libros adonde él podía verlos? ¿Por qué no
los guardaste en tu maldita caja fuerte?
—Tengo la llave de la caja fuerte —dije muy seco.
—¡Cristo! —levantó las manos en un gesto explosivo violento e inútil—
¿Por qué no te los trajiste a casa?
—Nunca traigo los libros a casa —dijo Trevor—. Y tú me dijiste que el
sábado Ro iba a las carreras y que el domingo salía con Jossie, así que no
teníamos nada que temer. Y de todas maneras ninguno de los dos soñó siquiera
que él podía saber... o adivinar.
Finch volvió hacia mí su cara desesperada.
—¿Cuánto quiere? —dijo— ¿Cuánto?
No le contesté. Trevor protestó.
—William...
—Debe querer algo —dijo Finch— ¿Por qué nos está diciendo todo esto en
lugar de ir directamente a la policía? Porque quiere hacer un trato, por eso.
—No por dinero —dije.
Finch seguía pareciendo un rayo encerrado en una envoltura de carne y
hueso, pero no siguió con el tema. Sabía, como lo supo siempre, que no era una
cuestión de dinero.
—¿Dónde consiguió los hombres que me secuestraron? —dije.
—Ya lo sabes, y si no, puedes averiguarlo.
Alquile un asesino, pensé con cinismo. Alguien, en algún lado, sabía cómo
contratar algunos matones. La policía podrá averiguarlo si quería. Yo no pensaba
molestarme.
—La segunda vez —dije— ¿les advirtió que no me dejaran marcas?
—¿Y qué?
—¿Lo hizo?
—No quería que la policía se metiera en serio —dijo—. Sin marcas. Sin
robo. Eso lo convertía en un caso menor.
Así que los puños y las botas habían sido una iniciativa privada, pensé. En
pago por las molestias que le había ocasionado a la tropa. No eran órdenes de
arriba. En un cierto modo, más bien amargo, me alegraba.
Había elegido el depósito, supuse, porque no debe de haber sido fácil
encontrar un lugar más seguro en tan poco tiempo. Y porque pensó que desviaría
aún más la atención hacia Glitberg y Ownslow, lejos de cualquier pensamiento
en su dirección.
—Bien... ¿Qué?... ¿Qué vas a hacer ahora? —dijo Trevor.
Nadie contestó, porque afuera se sintieron ruedas de auto en el pedregullo y
puertas que se golpeaban.
—¿Dejaste la puerta abierta? —preguntó Trevor.
Finch no tuvo necesidad de contestar. La había dejado abierta. Varios pies la
atravesaron corriendo, cruzaron el hall y avanzaron derecho hacia el “refugio”.
—¡Aquí estamos! —dijo una voz potente—. Manos a la obra.
Una luz de triunfo brilló en la cara de Finch, y recibió con una sonrisa de
agradecimiento a los recién llegados que se amontonaban en el cuarto.
Glitberg. Ownslow. Conaught Powys.
—¿Así que lograste acorralar a la rata? —dijo Powys.
DIECIOCHO
EN ESE instante de parálisis tuve una visión inolvidable de los cinco. Me puse
de pie con el corazón latiendo con fuerza, y los miré uno a uno.
Conaught Powys, con su traje de ciudad, tan formal como un pilar del
Gobierno. Un bronceado café en su cara carnosa, el pelo claro, las manos
pálidas. Un hombre robusto deseando hacer uso de su fuerza y disfrutando de la
situación.
Glitberg, de ojos mezquinos y bigote repulsivo formando un volado de varios
centímetros que sobresalía por los costados de su cara como las plumas blancas
de una gallina. Labios finos rosados con una sonrisa estúpida.
Ownslow, el toro, con la coronilla pelada y largas crenchas de pelo rubio.
Había cerrado la puerta del refugio y se apoyaba contra ella, cruzando los brazos
con aire satisfecho.
William Finch, alto y distinguido, vibrando en el centro de la habitación con
una mezcla de miedo, rabia y placer malsano.
Trevor, con su pelo plateado, mundano... y hecho trizas. Sentado con miedo
en su sillón, contemplando el futuro con más tristeza que horror. Era el único que
parecía darse cuenta de que eran ellos los que estaban en un lío, no yo.
Los estafadores en general no son gente violenta. Roban en el papel, no con
los puños. Pueden odiar y amenazar, pero la agresión física no es parte de su
personalidad. Miré desolado a las cinco caras y pensé de nuevo en el efecto
nuclear de las masas. Cantidades pequeñas y separadas de materia radiactiva
sueltan una energía controlable. Si varias cantidades pequeñas se juntan y se
unen en una masa mayor, estallan.
—¿Por qué vinieron? —preguntó Trevor.
—Finchy nos llamó y nos dijo que éste estaría aquí —dijo Powys haciendo
un gesto en dirección a mí—. Nunca volveremos a tener una oportunidad así,
¿no? Ya que usted y Finchy van a estar un tiempito fuera de circulación...
Finch sacudió la cabeza con energía; yo creo que existe otro tipo de
circulaciones y que pasaría bastante tiempo antes de que volvieran a la pista de
carreras. No habría querido enfrentar la ruina que lo esperaba; la caída desde tan
alto.
—Cuatro años encerrado en una celda —dijo Glitberg— Cuatro años
enterrado por culpa de él.
—No llore —dije—. Cuatro años de cárcel por un millón de libras es una
pichincha. Si lo ofrece por ahí tendrá un montón de ofertas.
—La prisión es degradante —dijo Powys—. Lo tratan a uno peor que a un
animal.
—No me haga llorar —dije—. Usted eligió el camino que lo llevó allí. Y
todos ustedes consiguieron lo que querían. Dinero, dinero, dinero. Así que
váyanse a jugar con él.
Tal vez hablé con demasiado ardor, pero nada iba a detener la bomba a punto
de estallar.
La rabia por haberme metido en esa trampa era como una puñalada. Ni
siquiera había pensado en que Finch podía pedir refuerzos. No los necesitaba, lo
había hecho por despecho. Estaba seguro de poder manejar a Trevor y a Finch
con un razonable margen de seguridad, y de pronto me encontraba en medio de
otra batalla.
—Trevor —dije sin vueltas—. No te olvides de las fotocopias que le dejé a
un amigo.
—¿Qué amigo? —dijo Finch, envalentonado por sus defensores.
—El Banco Barclay —dije.
Finch estaba furioso, pero no podía probar que no era cierto, y hasta él debe
de haber visto que cualquier intento de sacarme una respuesta diferente le podía
costar más tiempo entre rejas.
Originalmente había pensado hacer un trato con Finch, pero ahora ya no era
posible. A ese punto pensaba nada más que en la manera de zafarme. Y lo veía
bastante dudoso.
—¿Cuánto sabe? —le preguntó Ownslow a Trevor.
—Lo suficiente —dijo Trevor—, Todo.
—Maldición.
—¿Cómo lo descubrió? —preguntó Glitberg.
—Porque William lo secuestró en su barco —dijo Trevor.
—Fue un error —dijo Powys—. Fue un error, Finchy. Anduvo husmeando
por Londres, preguntando sobre barcos. Como te dije.
—Ustedes encadenan a los perros —dijo Finch.
—Pero no en una perrera flotante, Finchy. No a este maldito hijo de puta con
sus malditos ojos alertas.
Deberías haberlo mantenido lejos de tu barco.
—No veo que importancia tiene —dijo Trevor—. Como él mismo dijo,
tenemos todo nuestro dinero.
—¿Y si habla? —preguntó Ownslow.
—Ah, eso es otra cosa; lo hará —dijo Trevor convencido—. Y por supuesto
que habrá problemas. Preguntas e indagaciones y un montón de escándalo. Pero
al final, si somos cuidadosos, deberías poder conservar el dinero.
—Deberíamos no es suficiente— dijo Powys con rabia.
—Nada es seguro— dijo Trevor.
—Hay algo seguro —dijo Ownslow—. Y es que este gusano va a recibir lo
que se merece.
Las cinco caras se volvieron hacia mí al mismo tiempo, y en cada una, aun
en la de Trevor, pude ver el mismo designio.
—Para eso vinimos —dijo Powys.
—Cuatro malditos años —dijo Ownslow—. Y los desprecios que sufrieron
mis hijos— se alejó de la puerta y descruzó los brazos.
—Los jueces mirándonos por encima de sus malditas narices —dijo Glitberg.
Todos se acercaron, despacio.
Era pavoroso ver como se formaba una jauría.
Detrás de mí estaba la mesa, y detrás de ella una pared sólida. Todos estaban
entre las ventanas y yo. Entre la puerta y yo.
—No le dejen marcas —dijo Powys—. Si va a la policía será su palabra
contra la nuestra, y si no tiene nada para mostrar no podrá hacer mucho —se
dirigió a mí—. Tendremos una buena coartada, te lo aseguro.
Las probabilidades en contra eran desalentadoras. Pegué un salto hacia un
costado para evitar la amenaza que se acercaba, ganar de mano a la turba y tratar
de llegar a la puerta.
No llegué, a ninguna parte. Dos pasos y basta. Sus manos me aferraron desde
todas direcciones haciéndome retroceder, aplastándome con su peso colectivo.
Fue como si mi tentativa de fuga hubiera detonado la bomba. Eran decididos,
pesados, y gruñían. Luché con furia desencadenada para soltarme, pero hubiera
sido lo mismo luchar contra un pulpo.
Me levantaron en vilo y me sentaron en el borde de la mesa. Tres de ellos me
mantuvieron allí, con manos como tenazas.
Finch abrió un cajón que había al costado de la mesa y sacó un mantel a
cuadros rojo y blanco que voló a través del cuarto y cayó en una silla. Bajo el
mantel aparecieron varias servilletas grandes, cuadradas. Con cuadros blancos y
rojos. Los colores de Tapestry.
Un pensamiento ridículo en esos momentos.
Finch y Conaught Powys enrollaron las servilletas como si fueran vendas y
las ataron alrededor de mis tobillos. Luego ataron mis tobillos a las patas de la
mesa. Me sacaron la chaqueta. Enrollaron y ataron una servilleta blanca y roja
alrededor de cada una de mis muñecas, apretando los nudos y dejando unas
puntas sueltas, alegres como banderines.
Lo hicieron rápido.
Todas las caras estaban arrebatadas, los ojos vidriosos, en el colmo de la
lujuria. Glitberg y Ownslow, uno a cada lado, me pasaron los brazos por encima
de la cabeza y ataron las servilletas de las muñecas a las otras dos patas de la
mesa. Mi resistencia los hizo volverse más rudos.
Supongo que la mesa medía más o menos un metro por sesenta centímetros.
Lo bastante para llegar de mis rodillas a la coronilla. Dura, cubierta de vidrio,
incómoda.
Se retiraron para admirar su obra. Todos respirando agitados por mi inútil
lucha. Todos pasados de peso, en malas condiciones físicas, maduros, listos para
caerse muertos de un síncope en cualquier instante. Pero todos siguieron
viviendo.
—¿Y ahora qué? —dijo Ownslow pensativo. Se agachó y me quitó los
zapatos.
—Nada —dijo Trevor—. Ya es suficiente.
El instinto de la jauría había desaparecido en él con más rapidez que en los
otros. Se dio vuelta, negándose a enfrentar mis ojos.
—¡Suficiente! —dijo Glitberg—. Si todavía no hemos hecho nada.
Powys me contempló de pies a cabeza, y pienso que se dio cuenta de lo que
ya había hecho.
—Sí —dijo despacio—. Es suficiente.
—¡Oigan! —dijo Ownslow, furioso.
—Ni lo pienses —dijo Glitberg.
Powys los ignoró y se volvió hacia Finch.
—Es tuyo —dijo—. Pero yo, en tu lugar, lo dejaría aquí.
—¿Dejarlo aquí?
—Tienes algo mejor que hacer que andar con él de aquí para allá. No quieres
dejarle marcas, y te digo que por la forma en que lo hemos atado, es suficiente.
William Finch lo pensó, asintió y volvió a recuperar a medias su sentido
común. Se acercó hasta quedar al lado de mis costillas. Me miró, con los ojos
llenos del odio ya familiar.
—Espero que estés satisfecho —dijo.
Me escupió en la cara.
Powys, Ownslow y Glitberg pensaron que era una idea maravillosa. Lo
hicieron por turno, de la manera más asquerosa posible.
Trevor no. Miraba molesto, haciendo pequeños gestos inútiles de protesta
con las manos.
Apenas podía ver por la baba. Era horrible y no podía sacármela.
—Está bien —dijo Powys—. Listo. Tú apártate, Finch, y tú empaca, Trevor
y nos iremos todos.
—¡Oigan! —volvió a decir Ownslow protestando.
—¿Quieres una coartada o no? —dijo Powys—, Tenemos que hacer algún
esfuerzo. Hacernos ver por unos cuantos cretinos. Ayuda a mentir.
Ownslow cedió de mala gana y se contentó con controlar que las servilletas
no se hubieran soltado. Todas estaban bien sujetas.
Finch se había alejado de mi vista disminuida y también, al parecer, de mi
vida. Un auto arrancó en la entrada, aplastó la grava y se alejó.
Trevor salió de la habitación y volvió al rato con una valija. Mientras tanto
Ownslow se reía con una risita sobradora, Glitberg se burlaba y Powys probaba
hasta donde podía mover yo los brazos. Un centímetro, como máximo.
—No escaparás de ésta —dijo. Sacudió mi codo y contempló los resultados.
—Ahora estamos a mano. —Se dio vuelta al entrar Trevor.
—¿Están cerradas todas las puertas?
—Todas menos la del frente —dijo Trevor.
—Bien. Entonces nos vamos.
—Pero. ¿Y él? —dijo Trevor—. No lo podemos dejar así.
—¿No podemos? ¿Por qué?
—Pero... —dijo Trevor. Y se quedó silencioso.
—Alguien lo encontrará mañana —dijo Powys—. Una limpiadora, o algo.
¿Tienes alguien que venga a hacer la limpieza?
—Sí —dijo Trevor dudoso—, pero no viene los jueves. Mi mujer va a
volver.
—Ya ves.
—Está bien —titubeó—. Mi mujer guarda algo de dinero en la cocina. Lo
buscaré.
—De acuerdo.
Trevor fue y volvió. Se paró a mi lado, preocupado.
—Ro...
—Vamos —dijo Powys impaciente—. Te arruinó, como nos arruinó a
nosotros. No le debes nada.
Los empujó hacia la puerta. Trevor infeliz, Glitberg burlón, Ownslow
imperturbable. Powys miró desde la puerta con la cara, lo que yo podía ver de
ella, desbordando satisfacción y complacencia.
—Pensaré en ti toda la noche —dijo.
Apagó la luz y cerró la puerta.
Los cuerpos humanos no están diseñados para quedarse horas en una misma
posición. Aun durmiendo, se dan vuelta cada tanto. Las articulaciones se doblan
y desdoblan, los músculos se contraen y se relajan.
Ningún cuerpo humano ha sido diseñado para estar en la posición en la que
yo estaba, con una tensión constante en las piernas, estómago, pecho, hombros y
brazos. A los cinco minutos, cuando ellos estaban todavía allí, ya se había
convertido en algo intolerable para cualquier persona normal. Nadie podría
haber conservado esa posición por su propia voluntad.
Cuando se fueron me resultó imposible visualizar lo que me esperaba. Mi
imaginación entró en corto circuito. En blanco. ¿Qué se hacía cuando algo era
insoportable y uno no tenía más remedio que soportarlo?
Lo peor de las escupidas se deslizó poco a poco de mi cara, pero el resto
quedó, pegajoso y picándome. Abrí bien los ojos en la oscuridad y pensé en mi
casa, en mi propia cama tranquila; allí había esperado pasar esa noche.
Me di cuenta con sorpresa de que estaba teniendo mucha dificultad para
respirar. Uno daba por sentada la respiración. Pero el mecanismo no era tan
simple. Los músculos entre las costillas tenían que empujar la caja torácica para
arriba y hacia afuera, permitiendo que el aire se precipitara a los pulmones. No
era, por así decir, el aire que entraba el que expandía el pecho, sino la expansión
del pecho la que chupaba el aire. Con las costillas siempre hacia arriba el
movimiento normal de los músculos estaba muy reducido.
Todavía tenía puesta la corbata. Me voy a ahogar, pensé.
La otra parte que respira por uno es el diafragma; un lindo y vigoroso piso de
músculos entre la cavidad del corazón y los pulmones y el montón de entrañas
de más abajo. Gracias a Dios por los diafragmas, pensé. Que tengan larga vida.
El mío seguía funcionando, haciendo lo que podía.
Si pasaba la noche delirando sería un alivio. Si hubiera estudiado Yoga... La
mente fuera del cuerpo. Demasiado tarde para eso. Siempre llegaba tarde. Nunca
estaba preparado.
Sentía puñaladas de tensión en los dos hombros. Agujas. Espadas.
Piensa en otra cosa.
Barcos. Piensa en barcos. Barcos grandes, caros, construidos con gran
habilidad en los mejores astilleros ingleses, navegando hacia los vendedores de
Antibes y Antigua.
Enormes inversiones flotantes en forma negociable. Ninguna de las usuales
molestias burocráticas para transferir grandes sumas de dinero al exterior.
Ninguna preocupación por dólares; ninguna de las otras trabas impuestas por los
gobiernos codiciosos. Pon tu dinero en fibra de vidrio, sogas y velas y flota con
él aprovechando la marea.
El hombre de Goldenwave me había dicho que nunca le faltaban pedidos.
Los barcos, dijo, no se deprecian como los aviones o los autos. Pon un cuarto de
millón en un barco y es casi seguro que aumentará su valor a medida que pasan
los años. Vende el barco, mete el dinero en el Banco y listo: todo hecho con
elegancia, limpieza y legalidad.
Mis brazos y piernas protestaban de una manera insoportable. No podía
moverlos en ninguna dirección más de dos centímetros, no podía darles un
respiro. Era una venganza espantosa.
No me servía para nada pensar en que yo mismo había irritado a Powys, a
Glitberg y a Ownslow. Molesta a una víbora de cascabel con un palo y no te
sorprendas si te pica. Fui a enterarme si eran ellos los autores del secuestro y en
lugar de eso había descubierto adonde estaba todo el dinero.
Barcos. La sola mención de los barcos —y no del secuestro— es lo que
había provocado la amenaza. Barcos pagados por los contribuyentes, la firma
electrónica y los Nantucket de Nueva York. Llevados por los cuatro vientos.
Cambiados por una linda y fuerte moneda depositada en algún Banco extranjero,
esperando a que los dueños pasen y la recojan.
Trevor los unía a todos. Tal vez los barcos fueran idea suya. No me hubiera
imaginado que William Finch conociera a Conaught Powys; por lo menos no tan
bien como aparentaba. Pero a través de Trevor, a lo largo del camino desde la
estafa a la construcción de barcos... a lo largo del camino se habían conocido.
Los dolores de mis brazos y piernas se intensificaron, y tenía en el pecho una
.gran zona de malestar.
Pensé: no sé cómo hacerle frente a esto. No lo sé. Es imposible.
Trevor. Seguramente Trevor no me habría dejado así... no así... si se hubiera
dado cuenta. Trevor, tan emocionado al verme aparecer todo desgreñado en la
policía, y que hasta donde yo sabía estaba realmente preocupado por mi salud.
Dios, pensé. Volvería con gusto al depósito de velas... al furgón... a cualquier
lado que no fuese éste.
Algunos de mis músculos temblaban. Me pregunté si las fibras se
aplastarían. ¿Se desgarrarían los tendones, con los ligamentos desconectándose
de los huesos? Por Dios, me dije a mí mismo, ya tienes bastante en que
preocuparte sin necesidad de eso. Piensa en algo alegre. No podía. 198
Aun temas alegres como Tapestry no me servían de nada. No podía
imaginarme como haría para correr la Copa de Oro en Whitbread.
Los minutos se arrastraron y alargaron transformándose en horas. Los varios
dolores separados se juntaron en un solo fuego prevalente.
Los pensamientos se fragmentaron y luego, me parece, llegaron a detenerse.
Lo insoportable estaba allí adentro, salvaje y destructor. Insoportable... no
existía esa palabra.
Por la mañana ya me había adentrado demasiado en esa zona extrema de la
que ignoraba la existencia. Una dimensión diferente, adonde el recuerdo del
dolor común hacía reír.
Un lugar interior, un pesado núcleo. El mundo exterior ya no existía. Ya no
sentía como si tuviera alguna forma en especial, no me imaginaba los pies ni las
manos, ni adonde estaban. Todo era rojizo y oscuro.
Existía como una masa. Unificado. Un solo montón de materia pesado e
ígneo como el centro de la Tierra.
No había nada más. Ni pensamientos. Sólo el sentir y la eternidad.
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