593-Texto Completo 1 Did - Ctica Del Texto Literario - An - Lisis y Explicaci - N de Textos Po - Ticos Espa - Oles PDF
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ISBN: 978-84-693-0531-7
INTRODUCCIÓN
Pretende la presente colección de comentarios de textos facilitar el acceso a obras
significativas de la creación poética española a los estudiantes de distintos niveles
educativos, desde la Secundaria al Bachillerato y a las enseñanzas de Grado en el
marco del EEES.
Los alumnos podrán así adquirir capacidades exigidas en las instrucciones de la
enseñanza de tales niveles, como caracterizar algunos momentos importantes en la
evolución de los grandes géneros literarios, relacionándolos con las ideas estéticas
dominantes y las transformaciones artísticas e históricas; analizar y comentar obras
breves y fragmentos significativos de distintas épocas, interpretando su contenido de
acuerdo con los conocimientos adquiridos sobre temas y formas literarias, así como
sobre periodos y autores.
También podrán realizar trabajos críticos sobre la lectura de una obra significa-
tiva de una época, interpretándola en relación con su contexto histórico y literario,
obteniendo la información bibliográfica necesaria y efectuando una valoración per-
sonal, de las obras literarias como punto de encuentro de ideas y sentimientos colec-
tivos y como instrumentos para acrecentar el caudal de la propia experiencia; reali-
zar análisis comparativos de tales textos con otros de la literatura española de la
misma época, poniendo de manifiesto las influencias, las coincidencias o las dife-
rencias que existen entre ellos.
Lo que se pretende con estos comentarios de textos es que el estudiante adquie-
ra la facultad de interpretar obras literarias de distintas épocas y autores en su con-
texto histórico, social y cultural, señalando la presencia de determinados temas y
motivos y la evolución en la manera de tratarlos, relacionándolas con otras obras de
la misma época o de épocas diferentes, y reconociendo las características del géne-
ro en que se inscriben y los tropos y procedimientos y fomentar el interés por la lec-
tura y por la actualidad literaria, por medio de la explicación, oral o escrita, o el
debate sobre la contribución del conocimiento de una determinada obra literaria al
enriquecimiento de la propia personalidad y a la comprensión del mundo interior y
de la sociedad, así como conseguir que el estudiante logre disfrutar de la lectura
como fuente de nuevos conocimientos y como actividad placentera para el ocio,
subrayando los aspectos que se han proyectado en otros ámbitos culturales y artísti-
cos y poner de relieve las diferencias estéticas existentes en determinados momen-
tos.
TEXTOS POÉTICOS DEL SIGLO DE ORO
Garcilaso de la Vega, Dos sonetos
I
Cuando me paro a contemplar mi’stado
y a ver los pasos por dó me han traído,
hallo, según por do anduve perdido,
que a mayor mal pudiera haber llegado;
X
¡Oh dulces prendas por mi mal halladas,
dulces y alegres cuando Dios quería,
juntas estáis en la memoria mía,
y con ella en mi muerte conjuradas!
Al comenzar este comentario, hay que hacer referencia en primer lugar a dos
conceptos pertinentes en relación con estos dos sonetos: «imitación» y «tradición
áurea». El primero de ellos, de acuerdo con la erudición especializada en la literatu-
ra clásica española, consiste en, la elaboración artística, como estímulo, como home-
naje y como signo de admiración, de un texto ya existente, si hablamos de literatu-
ra, o de un gesto artístico general. Se trata de expresar la admiración hacia un mode-
lo con la intención incluso de mejorarlo o superarlo, basándose en sus propios ins-
trumentos. Se dice que Virgilio imita a Homero, como el arte imita a la naturaleza.
Un compositor musical, se deleita realizando variaciones sobre un determinado
tema correspondiente a la imaginación de otro compositor. La idea de plagio, el con-
cepto de originalidad moderno no son incompatibles con la imitación clásica, tal
como señala John H. R. Polt, que asegura que «podrá corresponder tal procedimien-
to, o no, a nuestro ideal postromántico de la “originalidad”; pero no fue invención
del setecientos, ni creo que estemos dispuestos a menospreciar los versos de un
Garcilaso (Oh dulces prendas por mí mal halladas, / dulces y alegres cuando Dios
quería) por ser imitación de otro verso, virgiliano (Dulces exuviae, dum fata deus-
que sinebat)».
Garcilaso de la Vega, Dos sonetos 13
Luis Cernuda, el gran poeta español del siglo XX, escribía en 1941:
Mi traje de marinero
se trocaría en guerrera
ante el brillar de su acero
que buen caballero era.
Hubierais visto llorar sangre a las yedras cuando el agua más triste se
pasó toda una noche velando a un yelmo ya sin alma,
a un yelmo moribundo sobre una rosa nacida en el vaho que duerme
los espejos de los castillos
a esa hora en los que nardos más secos se acuerdan de su vida
al ver que las violetas difuntas abandonan sus cajas y los laúdes se
ahogan por arrullarse a sí mismos.
Es verdad que los fosos inventaron el sueño y los fantasmas.
Yo no sé lo que mira en las almenas esa inmóvil armadura vacía.
¿Cómo hay luces que decretan tan pronto la agonía de las espadas
si piensan en que un lirio es vigilado por hojas que duran mucho más
tiempo?
Vivir poco y llorando es el sino de la nieve que equivoca su ruta.
En 1943 aparece la revista Garcilaso, fundada por José García Nieto, que viene
a unir a la significación militar y castrense que se le había dado en los años inme-
diatamente anteriores, una voluntad de clasicismo o de neorrenacimiento, ideales de
la nueva «juventud creadora», contra los que reaccionaron algunos inmediatamente,
como Antonio G. de Lama en 1943 («Si Garcilaso volviera / yo no sería su escude-
ro / aunque buen caballero era») o Victoriano Crémer desde Espadaña, y otros algo
más tarde, como José Agustín Goytisolo, que en 1958, todavía se burlaba en «Los
celestiales», de Salmos al viento: «Es la hora, dijeron, de cantar los asuntos / mara-
villosamente insustanciales».
En el fin de siglo el entusiasmo por Garcilaso se reduce a menciones como la
antes citada de García Montero, la de Caballero Bonald, de Descrédito del héroe
(1977), «Meditación en Ada-Kaleh», recordando la isla del Danubio en la que
Garcilaso sufrió destierro, o estos versos, de Enigmas y despedidas, de 1999, de
Juan Luis Panero: «un testamento de ceniza / que el viento mueve, esparce y desor-
dena», con los que se cierra un siglo de garcilasismo en nuestros poetas variado en
interpretaciones.
El poema de Luis García Montero, «Garcilaso 1991», de Habitaciones separa-
das, resume bien todo este espíritu innovador, desde la experiencia:
Mi alma os ha cortado a su medida,
dice ahora el poema,
con palabras que fueron escritas en un tiempo
de amores cortesanos.
sin palacios.
Junto a Bagdad herido por el fuego,
mi alma te ha cortado a tu medida.
Y del mismo modo que Garcilaso lo toma de Petrarca, otros lo tomaron de él. El
soneto de Garcilaso tuvo mucha fortuna en el siglo XVI y en el siguiente. Así pode-
mos citar imitaciones en Luis de Camoens:
BERARDO
Lope había utilizado el modelo retórico en otras ocasiones. Así en Rimas soneto 2:
Cuando imagino de mis breves días
los muchos que el tirano Amor me debe,
Garcilaso de la Vega, Dos sonetos 23
En la vieja ciudad
llena de niños góticos, en donde diminutas
confiterías peregrinas
ejercen el oficio de placer furtivo
y se bebe cerveza en lugares sagrados
Garcilaso de la Vega, Dos sonetos 25
muy presente en las reiteraciones de diferentes formas verbales de los verbos ‘aca-
bar’, ‘querer’ y ‘hacer’, heredadas de la lírica cancioneril del siglo XV, para expre-
sar la desolación amorosa que sólo tiene su final en la muerte, representada por la
reiteración del término ‘acabar’ presente también en el primer terceto, en el que el
poeta cambia la situación temporal y del presente traslada su mirada, su ‘contempla-
ción’ hacia el futuro. La poliptoton, utilización de distintas formas verbales de un
mismo verbo, es destacable. Como también hay que aclarar, para entender el
momento de la relación amado-amada, el significado del verso 13, según Rivers, «la
voluntad de ella que no me favorece tanto como la mía propia.» La reiteración con-
ceptista del los últimos versos declara que es la muerte la única capaz de aplacar
tanto sufrimiento.
El otro poema de Garcilaso es el soneto X:
¡Oh dulces prendas por mi mal halladas,
dulces y alegres cuando Dios quería,
juntas estáis en la memoria mía,
y con ella en mi muerte conjuradas!
El soneto, como hemos adelantado, pasa por ser un ejemplo clásico de imitación
de Virgilio y de un pasaje concreto de La Eneida, situado al final de la primera
mitad, en el libro IV, una historia amorosa de traición y muerte, la tragedia de Dido
o Elisa (su nombre semita), la reina cartaginesa que se enamora del Eneas náufrago
que ha arribado a sus costas, enloquecida por el deseo. Tal como refiere Juan
Francisco Alcina Rovira «el amor la quema hasta la médula y no permite razona-
28 Didáctica del texto literario
miento. Dido queda sin habla y boquiabierta escucha cada vez que Eneas abre la
boca para contar cualquier detalle de sus viajes. Un día de caza y lluvia, Dido se
entrega a Eneas y lo considera su esposo. Son días felices para ambos. Pero la mente
de Eneas está puesta en otros proyectos que no pasan por Cartago. Un sueño divino
se lo recuerda. Ha de buscar otras tierras y saciar el deseo de poder. A escondidas
prepara a sus hombres y los barcos para partir hacia las costas cercanas de Italia
donde le esperan las maravillas de un nuevo reino». Frente a la huida de Eneas, la
desesperación de Dido no se puede expresar con palabras. Eneas le ha dejado como
‘prenda’ su espada y ropas, y son esos objetos los que desatan la desesperación de
Dido. La tristeza la lleva al suicidio y, ante la espada de Eneas que mal clavada le
causará la muerte, Virgilio le hace pronunciar unas últimas palabras famosas que
serán las que recordará Garcilaso al principio del soneto X: (Eneida, IV, 651-652):
abandonado. Quizá haya que pensar que ‘prenda’ está en sentido literal de ‘prenda
de ropa’ perteneciente a la amada como en la Égloga virgiliana. A lo que se añadi-
ría el sentido de ‘prenda’ o ‘prueba de seguridad por lo que se ha prometido’ (que es
el sentido del latín ‘pignus’, palabra de la que deriva empeñar, casa de empeño y
prenda). En un juramento de fidelidad se entregan ‘prendas’: pañuelos, guantes,
alhajas, rizos del cabello etc. como prueba de buena fe en el acuerdo, amoroso o de
otro tipo. El poeta ha ‘hallado’ casualmente esos objetos que le han recordado ‘para
su mal’ a la amada muerta. Tanto Dido como Garcilaso dirigen su discurso a estas
‘prendas’ de amor. Dido les pide que reciban su alma, ‘accipite hanc animam’ (662)
y se la liberen de las cuitas ‘exsolvite curis’. Garcilaso desarrolla esta misma súpli-
ca en el primer terceto donde estos objetos adquieren un carácter animado: ‘lleváme
junto el mal que me dejastes’ que se corresponde con el ‘me exsolvite curis’ de Dido,
‘soltadme de mis penas [lleváoslas lejos de mí]’. Más comprensible en el caso de
Dido porque habla con una espada (un objeto del amado que lo simboliza) y más
ambigüo en el caso de Garcilaso porque desconocemos la fuerza de esas ‘prendas’
que tienen el poder de matar con su recuerdo.
Evidentemente el recuerdo del suicidio de Dido planea sobre los versos de
Garcilaso. La muerte tinta todo el poema hasta el último verso. Y sin duda es un
poema en el que el poeta se identifica con una mujer desesperada que llega al suici-
dio como la del mito de Dido. El suicidio por amor, un tema de la novela sentimen-
tal y de la comedia humanística, de la que la Melibea de la Celestina es uno de los
posibles ejemplos, se esconde detrás de estos versos, y enlaza con la tragedia de la
reina de Cartago. Lo excepcional en este caso es que se trata de un hombre. La des-
esperación amorosa es, literariamente, cosa de mujeres. Pero en este caso el militar
Garcilaso se ha feminizado identificándose con la figura mítica de Dido. El poeta es
también como una plañidera que salmodia un threno, un canto funerario, que resue-
na en las aliteraciones de ‘m’ del último verso que cierra la palabra ‘tristes’. ‘Tristes’
es el final del canto que ha empezado con la alegre exclamación ‘dulces’. ‘Dulces’
y ‘tristes’ marcan el inicio y el final del recorrido en el que se insertan los movimien-
tos de este bello soneto.»
Hasta aquí, la imitación. A continuación la tradición. El soneto tuvo también
mucha fama, y fue recordado en un gracioso pasaje por Cervantes en el Quijote, II,
XVIII, «De lo que sucedió a don Quijote en el castillo o casa del Caballero del Verde
Gabán, con otras cosas extravagantes», como ya señaló con su buen olfato de
comentarista Don Diego Clemencín, que también llega hasta la fuente de Virgilio:
30 Didáctica del texto literario
Halló don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha como de
aldea ; las armas, empero, aunque de piedra tosca, encima de la puerta
de la calle; la bodega, en el patio; la cueva, en el portal, y muchas tina-
jas a la redonda, que, por ser del Toboso, le renovaron las memorias de
su encantada y transformada Dulcinea; y sospirando, y sin mirar lo que
decía, ni delante de quién estaba, dijo:
Oyóle decir esto el estudiante poeta hijo de don Diego, que con su
madre había salido a recebirle, y madre y hijo quedaron suspensos de
ver la estraña figura de don Quijote; el cual, apeándose de Rocinante,
fue con mucha cortesía a pedirle las manos para besárselas, y don
Diego dijo:
En 1614, Lope de Vega dio a la imprenta su libro Rimas sacras, recopilación mis-
celánea de toda su poesía religiosa escrita en los años inmediatamente anteriores y,
en particular, desde la publicación de los Soliloquios, aunque hay que contar tam-
bién con algunos poemas aparecidos en comedias religiosas algo anteriores. El libro,
por su amplitud, recoge una extraordinaria cantidad de composiciones dedicadas a
santos y a fiestas de circunstancias de escaso interés actual, pero entre los poemas
que componen el libro hay que subrayar la presencia de unos pocos sonetos que han
alcanzado universal celebridad y que, según la crítica especializada, suponen la
cumbre de la poesía religiosa española de todos los tiempos. Hay que destacar, de
las Rimas sacras en primer lugar, algunos de estos sonetos que representan lo más
conseguido de todo el libro.
Nos reflejan estas composiciones otra vez el retrato psicológico del Lope que
habíamos conocido en los Soliloquios, aunque ahora, la concentración expresiva que
exige el soneto, el perfecto dominio del ritmo del endecasílabo, admirablemente
compuesto, y la ya conocida autenticidad y sinceridad del arrepentido, logran un
conjunto muy valioso. Desde la expresión poética, recogida de la tradición petrar-
quista de la mirada atrás, desde la observación del paso del tiempo implacable en su
fluir —como los ríos—, desde las bellas y universales imágenes del pastor con sus
silbos amorosos, Lope llega a la expresión poética de su religiosidad desde limites
de un gran sentido estético. Se refuerza éste con la pureza y verdad de las imágenes,
con el admirable acorde de los endecasílabos (algunos, como «verás con cuánto
amor llamar porfia», intentando reproducir con los acentos el insistente sonido de la
llamada) , y sobre todo con la admirable condensación expresiva y con una precisa
coordinación estructural.
Ni que decir tiene que en todos los sonetos las dos leyes máximas del barroco
español, el contraste y el desengaño, dominan plenamente el contenido y la forma
de estas magistrales composiciones poéticas. En este sentido, el soneto dedicado a
«Una calavera de mujer», menos conocido que otros, puede ser muy expresivo, ya
que se inscribe dentro de una tradición muy arraigada en la literatura de nuestro
Siglo de Oro. La edición de Rimas sacras recogía también otros poemas, de corte
más popular, dedicados a temas religiosos y entre sus poemas de sobresale la
«Canción a la muerte de Carlos Félix», uno de las composiciones más perfectos de
Lope de Vega. Se trata de una elegía compuesta a raíz de la muerte del hijo del poeta
Lope de Vega, «Esta cabeza, cuando viva, tuvo» 35
en el último trimestre de 1612, cuando el niño tenía siete años de edad. Dos senti-
mientos se reflejan por encima de otros muchos en este poema: el acatamiento con
fe inquebrantable de la voluntad divina y el recuerdo de la criatura, evocada en su
vida cotidiana.
Recuerdo, como decía, la primera vez que oí este soneto, en una clase práctica
de Literatura Española del Siglo de Oro, impartida por mi maestro el profesor
Mariano Baquero Goyanes, en los años sesenta en la Universidad de Murcia.
Cuando hacía un espléndido comentario de textos, en una clase práctica, en torno al
tema del gran teatro del mundo en las Empresas de Saavedra Fajardo. Algunos años
después, comprobé que Don Mariano en su clase práctica glosaba un artículo suyo
publicado en la revista de la Universidad de Murcia, que él había fundado y dirigía,
Monteagudo, en 1953, con el título justamente de «El tema del gran teatro del
mundo en las Empresas de Saavedra Fajardo».
Y sus argumentos eran éstos, tal como figura en el artículo de 1953, reeditado dos
veces en 1984: «El tema del Gran Teatro del Mundo aparece, pues, conectado con
motivos tan entrañadamente hispánicos como el del papel igualador de la muerte y
los de la fugacidad de la vida, el acelerado fluir del tiempo y la inestabilidad y cadu-
cidad de todo lo terreno. Como tantos otros escritores del XVI y del XVII, Saavedra
Fajardo expresa ese último tema a través de tópicos del tipo del de la rosa, presen-
tándola como puro engaño de los ojos —pompa ilusoria, precipitadamente fungi-
ble— y como víctima a la vez del engaño del tiempo: «con la asistencia de una mano
delicada, solícita en las reglas del riego y en los reparos de las ofensas del Sol y del
viento crece la rosa, y suelto el nudo del botón, extiende por el aire la pompa de sus
hojas. Hermosa flor, Reina de las demás [obsérvese la intencionada jerarquización
floral, paralela a la del Príncipe entre los hombres] pero solamente lisonja de los
ojos, y tan achacosa que peligra en su delicadeza. El mismo Sol que la vio nacer, la
ve morir sin más froto que la ostentación de su belleza, dejando burlada la fatiga de
muchos meses». (Empresa 3ª).
Semejante al vivir de la rosa es el del hombre, y por tanto el del Príncipe: «Siglos
cuesta el labrar esta porcelana Real, este caso espléndido de tierra, no menos que-
bradizo que los demás» —dice Saavedra en la última Empresa—. «La fatigas de
estas empresas se ha ocupado en realzar esta púrpura, cuyos polvos de grana vuel-
ve en cenizas breve espacio de tiempo. Por la cuna empezaron y acaban en la
tumba». Así resume Saavedra el sentido de su obra, en cuyo final la muerte es pre-
sentada —eco de las viejas danzas— como ludibria, como burlona igualadora de
36 Didáctica del texto literario
todos lo humanos, como definitivo telón tras el cual no valen ya disfraces ni apa-
riencias, final del Gran Teatro del Mundo.
El soneto con que Saavedra cierra sus Empresas —para recoger el sentido de
éstas— ofrece el interés de —en mi opinión— presentar ciertas semejanzas con el
conocido soneto de Lope de Vega a una calavera de mujer, el cual comienza así:
Esta cabeza, cuando viva, tuvo
sobre la arquitectura de estos huesos,
carne y cabellos, por quien fueron presos
los ojos que mirándola detuvo.
El soneto de Saavedra Fajardo se abre también con tono de epitafio, con un
demostrativo que sitúa ante los ojos del lector, ahora, en este momento, el horror de
la muerte:
Este mortal despojo, oh caminante,
triste horror de la muerte, en quien la araña
hilos añuda, y la inocencia engaña,
que a romper lo sutil no fue bastante,
Sobre este soneto, se sitúa una empresa, la que cierra la obra, compuesta de los
siguientes elementos: el lema latino «ludibria mortis», es decir, «los ultrajes de la
muerte», una calavera truncada, sobre cuyo hueco existe una tela de araña, un sepul-
cro destruido, cuyas columnas quebradas yacen en el suelo, donde también se ven
una corona invertida y un cetro. En las grietas de los muros ruinosos nacen yerbas
38 Didáctica del texto literario
Y el texto en prosa:
(1671 y 1672) Valdés Leal pintaría su «Finis gloria mundi» (Fin de la gloria del
mundo) y su «In ictu oculi» (En un abrir y cerrar de ojos) para el Hospital de la
Caridad de Sevilla, que su fundador Miguel de Mañara había encargado a diversos
artistas sevillanos. Mañara había escrito en su Discurso de la verdad: «Mira una
bóveda, entra en ella con la consideración y ponte a mirar tus padres o tu mujer, si
la has perdido, o los amigos que conocías; mira qué silencio. No se oye ruido; sólo
el roer de las carcomas y gusanos tan solamente se percibe... ¿Y la mitra y la coro-
na? También acá las dejaron». En la representación de «In ictu oculi» se ve un
esqueleto con un ataúd bajo el brazo y su guadaña correspondiente señalando el
lema del cuadro, y un sepulcro abierto y deteriorado, sobre el que se ven una tiara,
una mitra y una corona, junto a la cruz papal, el báculo y el cetro. Como señala José
María Valverde, al comentar estas pinturas en el contexto de la literatura barroca,
«así son los emblemas típicos del barroco hispánico, en que la fugacidad de la vida
se presenta con toda crudeza macabra.»
Saavedra pudo recibir su inspiración también de forma muy directa. Sabemos
que el día 10 de julio de 1640 estaba en Viena, porque allí firma la dedicatoria de
las Empresas. Quizá Saavedra visitó en esos días la Kapuzinerkirche, en cuya crip-
ta se acababa de inaugurar el panteón imperial de los Austria. Desde 1633, año en
que fueron inhumados en la cripta vienesa de los Capuchinos los restos de la empe-
ratriz Ana de Austria y su marido Matías I, los sepulcros barrocos de los Austria
muestran los horrores de la muerte y las calaveras coronadas manifiestan que a todos
alcanza, incluso a los príncipes y a los reyes, su inexorable designio.
42 Didáctica del texto literario
Volviendo al soneto de Saavedra, hay que recordar que lo incluye como colofón
de sus enseñanzas al príncipe, al que le manifiesta que el poder real es un poder tem-
poral, y que la muerte ultraja a las personas de sangre real como a cualquier otro ser
humano. Todo el poder se pierde y el tiempo y la muerte destruyen su vigencia. En
el sumario de la obra, Saavedra había resumido así el título de esta empresa: «Y que
es [el príncipe] igual a todos en los ultrajes de la muerte». El Conde de Roche y Pío
Tejera pusieron en relación el pensamiento del soneto de Saavedra con algunas
ideas ya expuestas en las Empresas, cuando escribieron: «Demasiado conocido de
todos es el emblema o figura donde se halla inscrita esta letra [“Ludibria mortis”],
y no hay para qué detenernos en su descripción. En cuanto al soneto no es más que
una paráfrasis poética de algunas provechosas y edificantes máximas esparcidas en
la última de sus Empresas, como éstas, por ejemplo: “La fatiga de estas empresas se
ha ocupado en realzar esta púrpura, cuyos polvos de grana vuelven en cenizas en
breve espacio de tiempo”. ...”Gloriosa hazaña (la de los príncipes) rendirse al cono-
cimiento de su fragilidad, y saberse desnudar voluntariamente de la grandeza antes
que con violencia le despoje la muerte”. “Considere bien que su real ceptro es como
aquella yerba llamada también ceptro, que brevemente se convierte en gusanos; y
que si el globo de la tierra es un punto respecto al cielo, ¿qué será una monarquía,
qué un reino? Y cuando fuese grande, no ha de sacar dél más que un sepulcro, ó,
como dijo Saladino, una mortaja sin poder llevar consigo otra grandeza?”». Y así es,
en efecto, ya que el pensamiento del soneto se halla desarrollado en la empresa
inmediatamente precedente, sobre todo a través de las numerosas advertencias al
príncipe para que repare en su decadencia como humano, en la fugacidad del tiem-
po y en el poder igualitario de la muerte.
Veamos ahora la fortuna contemporánea de este soneto de Lope de Vega, y para
ello nos vamos a detener en tres poemas de tres grandes poetas del siglo XX, Vicente
Aleixandre, Dámaso Alonso y Rafael Morales.El primer poema, el de Vicente
Aleixandre, es «Canción a una muchacha muerta», incluido en su libro La destruc-
ción o el amor, con el que obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1935, reco-
ge, con intensidad, el sentimiento ante al muerte, y la escritura surrealista que cons-
tituye su hermosa cobertura no empaña sino que exalta el extraordinario dolor y la
pasión ante la muerte de una joven, dolor que se acentúa conforme los versos avan-
zan. Como ha señalado Ricardo Gullón, «el acento elegíaco trasluce un ligero tinte
erótico, que manifiesta con extrema delicadeza el sentimiento del poeta. Desde el
punto de vista formal, las imágenes expresivas del encanto de la joven muerta son
muy bellas»:
Lope de Vega, «Esta cabeza, cuando viva, tuvo» 43
No es menos intensa, es esta otra elegía a la belleza de una muchacha que canta
Dámaso Alonso, mientras reclama su eternidad en una de esas oraciones caracterís-
ticas de este gran poeta y excelente filólogo.
Se trata de «Oración por la belleza de una muchacha», de su libro Oscura noti-
cia, escrito en los primeros años cuarenta, y que, como ha señalado Víctor García de
la Concha, contiene los tres núcleos sobre los que gravita este importante libro de
Dámaso Alonso: a) La obsesión por la muerte, que anudada a la vida impide la rea-
44 Didáctica del texto literario
Y llegamos a Rafael Morales y a sus libros del medio siglo, que cierran su pri-
mera etapa constituida por los poemarios El corazón y la tierra, de 1946, Los des-
terrados, de 1947, y Canción sobre el asfalto, de 1954. Libros escritos en la España
de finales de los cuarenta y primeros cincuenta, que plantean exigencias expresivas
reveladas en la poética establecida en ese momento. No nos referimos ahora a aspec-
tos de contenido exclusivamente, como pueden ser el amor, la muerte, los débiles y
las debilidades del mundo contemporáneo. Aludimos a poética: y, en efecto, en la
poesía de Rafael Morales se confirman la presencia de lo humilde, de lo feo o de lo
derrotado por el tiempo, que ya había estado presente en Poemas del toro, como por
ejemplo en los sonetos «El buey» y «A un toro viejo».
Pero Rafael Morales lo que hace es incorporar a su poesía una de las líneas más
sólidas de la tradición literaria española culta: la representada por el barroco y fija-
da de manera manifiesta por el poeta en su conocidísimo soneto «A un esqueleto de
muchacha», ofrecido, y con razón, como homenaje a Lope de Vega, cuyo soneto «A
una calavera» (de mujer, por supuesto) ya creó un clima que ahora actualiza plena-
Lope de Vega, «Esta cabeza, cuando viva, tuvo» 45
mente Morales, quien, en su homenaje a Lope, traza una poética clara: la poesía,
como Lope demostró, es capaz de cantar también lo más desagradable, siempre que
esa canción evoque el encanto de lo que fue. Nuestro poeta asume la lección y escri-
be «A un esqueleto de muchacha (Homenaje a Lope de Vega)»:
Y fue Gerardo Diego, gran poeta, gran lector de Lope de Vega, y ya lector de
Rafael Morales, quien, en uno de sus programas de Radio Nacional de España, del
Panorama Poético Español, ya advirtió la calidad del poema que destacaba entre los
restantes del libro, aunque éstos también eran muy valorados y la obra en su conjun-
to en su condición de enriquecedora de la poesía del momento: «por ese solo sone-
to ya contaría en la historia de la poesía española. Afortunadamente, no sólo esos
catorce versos. Hay otras poesías hermosísimas.»
Lope de Vega, «Blancas coge Lucinda»
Blancas coge Lucinda
las azucenas,
y en llegando a sus manos
parecen negras.
Cuando sale el alba,
Lucinda bella,
sale más hermosa,
la tierra alegra.
Con su sol enjuga
sus blancas perlas;
si una flor le quita
dos mil engendra,
porque son sus plantas
de primavera,
y como cristales
sus manos bellas.
Y ansí, con ser blancas
las azucenas,
en llegando a sus manos
parecen negras.
48 Didáctica del texto literario
mañana, con el cristal, etc. Muy bellas metáforas insisten también en lo mismo, en
la blancura: perlas, cristales, azucenas. La belleza de la amada está reflejada, sobre
todo, en sus manos, que son el objeto aquí recreado y valorado al máximo por su
beldad y hermosura. Y los epítetos (blancas, desde luego) contribuirán al mismo
interés por exaltar esa belleza.
Debemos destacar, finalmente, en la retórica de este poema, la comparación de
la amada con el sol, habitual en la poesía de la época y la presencia de las flores, en
este caso las blancas azucenas, que en la época de Lucinda suelen ser referencia
habitual, incluso de la brevedad de la existencia, tópico que parecía estar reservado
solo a la rosa (En el soneto «Vierte racimos la gloriosa palma» de Rimas, se dirá «No
desprecies, Lucinda, hermosa, el mío, / que al trasponer del sol, las azucenas / pier-
den el lustre, y nuestra edad el brío.») Todo ello es síntoma característico del man-
tenido petrarquismo, aquí muy bien administrado por Lope de Vega.
Al ponderar la blancura de la dama, en este caso de sus bellísimas manos, Lope
está desarrollando un motivo de especial tratamiento en la lírica amorosa de la
época, sobre todo en la lírica amorosa de corte popular, el del color blanco como uno
de los deseos de la amada, que podemos ver en una canción integrada dentro de su
comedia El gran duque de Moscovia, a través de estos versos tan conocidos:
«Blanca me era yo / cuando me entré en la siega, / dióme el sol y ya soy morena.»
Tema muy popular, con numerosas versiones que parten de la preocupante cita
bíblica nigra sum sed formosa, que tanto aparece en versiones de cancioneros, como
que cita Correas o el texto del Cancionero de Upsala: «Yo me soy morenica, / que
yo me soy la morena», mantenido en cancionero populares actuales de Castilla, La
Mancha y América.
En Lope, el motivo del color de la piel de la amada está también vertido a lo reli-
gioso, con insistencia en el valor simbólico del color blanco, como ocurre en esta
bellísima canción de La madre de la mejor, perteneciente también al acervo popu-
lar manejado por Lope de Vega. En este caso utiliza un tema tradicional, que des-
arrolla en una glosa original suya:
50 Didáctica del texto literario
abstracto, cuyo significado se pone en relación: así, en la primera octava, «que las
tinieblas y el horror deshace».
Desde el punto de vista de la formación de la frase, ya nos podemos suponer, a
la vista de la profusa variedad que sabe dar a la utilización de los adjetivos, que la
frase no es ni mucho menos uniforme. La solemnidad épica le lleva a utilizar el
hipérbaton constantemente con notable tendencia a situar el verbo, de acuerdo con
la estructura latina de la oración, al final de la proposición. Todos los verbos de la
primera octava están situados al final de oración, lo mismo que los de la segunda
excepto el primero, mientras que en la tercera se alternan con los que están situados
en su lugar lógico. Tales alteraciones no persiguen sino aumentar el tono elevado de
la retórica de estos versos tratando de asimilarlo al latín, tanto de la épica que ahora
tiene más presente Hojeda, es decir Virgilio y La Eneida, como al latín de las cele-
braciones eclesiásticas.
Como buen barroco, perteneciente a las consecuencias del culteranismo, Hojeda
explota, sin miramientos, la efectividad de la imagen poética, la comparación o símil
y sobre todo de la metáfora, cuyo simbolismo llega a complicar como ocurre en el
texto escogido. La naturaleza está muy presente en todo el simbolismo empleado y,
como se trata de la representación «real» de una criatura angélica y celestial, el len-
guaje culterano funciona a la perfección y la imagen poética domina todo este texto
como el resto de La Cristiada.
Sin detenernos en las figuraciones luminosas de la primera octava, sí podemos
reparar en la construcción metafórica de la segunda, muy tópica por otra parte. Para
el cabello utiliza el poeta el oro, pero no un oro cualquiera sino el surgido del sol, al
amanecer, con idea de no restar a la criatura angélica su procedencia celestial, reite-
rada en la presencia del iris, que acentuará su luminosidad. En la tercera octava las
metáforas serán cromática (grana) y formal (aljófar), que se reduplica, ya que aljó-
far en el Siglo de Oro era habitualmente utilizada para designar a las gotas de rocío,
gotas con las que, sin duda, quiere relacionar Hojeda, sublimándolas, las gotas del
sudor del hermoso ángel.
La comparación final insiste en la imagen celestial: cual invernizo sol, atardecer
triste de un invierno cualquiera que se abre bellamente paso entre pardas nubes. Hay
que notar, al mismo tiempo, que la originalidad de Hojeda le hace desarrollar el tópi-
co del cabello = oro en una serie de metáforas y perífrasis en consonancia con el
carácter fulgente de la figura, de manera que el tópico petrarquista tan desgastado se
realza y adquiere una novedad, aunque recargada, muy notable. Más original es en
la identificación rubor = grana, utilizando este término imaginario alusivo a los gu-
Diego de Hojeda, La Cristiada 57
caso de los versos que nos ocupan, estamos ante el tema clásico del mensajero de
los dioses, presente en La Eneida, tanto en el canto I, con la presencia del inevita-
ble, en estos menesteres, Mercurio, y en el canto IX, con la aparición de Iris, la men-
sajera de los dioses. Torquato Tasso, a quien Hojeda tiene como maestro, ya
cristianizó al mensajero pagano integrando al arcángel San Gabriel, el mismo que
protagoniza estas octavas, en su Jerusalén libertada.
Por último, y para concluir en la perfecta condición de poema épico barroco que
todos estos recursos y aspectos nos llevan a conferir a La Cristiada, hay que adver-
tir que el verso endecasílabo se agrupa en octavas reales, estrofa épica por excelen-
cia en España. Las octavas reiteran su forma monótona y un tanto monolítica en
todos los poemas épicos dotando a éstos de una grandeza que no tiene la silva ni el
romance. Capaces de admitir lo narrativo, aceptan muy bien igualmente la morosi-
dad en el relato de los hechos, aspecto que, sin duda, y como hemos visto a través
de estas tres octavas, Diego de Hojeda perseguía.
Francisco de Rioja, «A la rosa»
llama
(amanecer)
alegría
riente amortiguado
llama ardiente despojo
ardimiento
color
aliento
abrasadas desmayadas
vida morir
nacimiento muerte
que conducirá al desengaño. La edad será un breve y veloz vuelo, la ejecución del
hado será presurosa, el rayo (la muerte) será violento y agudo, todo se desarrollará
en una hora, el aún se convertirá en ya, y la vida y el morir estarán cerca y unidas.
Se ha destacado el carácter frágil y etéreo que este poema observa frente a otras
muchas evocaciones de la rosa y su simbolismo de la caducidad que se dieron en el
siglo XVII, sobre todo frente a muchos sonetos, entre ellos el ya citado de Calderón
y el de Góngora «Ayer naciste, morirás mañana», que son los que más se aproximan
a la silva de Rioja en lo que al argumento del poema se refiere. Indudablemente, a
este carácter grácil contribuye el metro elegido por el poeta sevillano y, dentro de la
silva, su insistencia en los heptasílabos que predominan sobre todo en el arranque
del poema. Los heptasílabos iniciales soportan la presentación de la rosa y los voca-
tivos a ella dirigidos con la multiplicidad de epítetos, que van imprimiendo al poema
más que una meditación severa, una serena nostalgia como sentimiento básico del
mismo.
También contribuyen a esta nota de fragilidad, frente a la solidez de los sonetos
citados, la variación en las entonaciones. Góngora, Calderón y otros muchos afirman
lo que va a suceder y certifican cuál es la ley ineludible que condiciona la breve vida
de la rosa. Rioja, por el contrario, habla con la flor y le pregunta si no advierte lo
que va a ocurrir y, para hacerlo, antes de y durante la pregunta, se recrea insistente-
mente en su belleza. Heptasílabos y endecasílabos se desarrollan entre interrogacio-
nes y exclamaciones que provocan en el lector un sentido de fragilidad y ligereza.
La misma escogida adjetivación parece ser producto de una deliberada y delei-
tosa selección entre palabras hermosas que pretenden contribuir a este aspecto lige-
ro y alado. La propia sencillez de la estructura contribuye a este sentido de fragili-
dad, ya que Rioja se decide únicamente por presentar su poema desarrollado en dos
estancias —según la mayor parte de las ediciones—, reservando para la segunda las
afirmaciones definitivas que culminan en la duda nostálgica expresada en los versos
finales, en los que la vida y el morir, nacimiento y muerte, se unen en el máximo
contraste.
A la levedad del poema contribuye también la retórica no demasiado rebuscada,
de acuerdo con la interpretación del barroco que hizo toda la escuela sevillana. La
belleza de las sencillas imágenes, la suavidad de la construcción sintáctica, «no
constreñida ahora por la tectónica de la estrofa», según señala Begoña López Bueno,
mucho más restrictiva en los sonetos por ejemplo —aunque puede señalarse alguna
utilización del hipérbaton más con intención rítmica que otra cosa— tienden a ofre-
cer una sugerencia de levedad más que una insistencia efectiva.
64 Didáctica del texto literario
Quizá se advierta con mayor claridad este efecto si se observa cómo son tratadas
las alusiones míticas presentes en el poema. Una delicada referencia al Amor, de
quien la rosa es imagen y emblema y de quien hereda su belleza peregrina, y la leve
perífrasis con que recuerda la conversión de las rosas blancas en rojas debido a la
sangre que Venus vertió sobre ellas al pincharse con «las puntas de tus ramas», cons-
tituyen las únicas referencias que no resultan ser ni mucho menos producto de la
erudición mitológica, sino hermosas y expresivas sugerencias expuestas en el
momento oportuno y sin recargamientos ni excesos.
Todo ello parece conducirnos a sentir, más que la ascética lección moralizadora
de que la vida es muy breve, una suave melancolía al contemplar cómo el poeta
intenta hacer ver a la rosa lo inútil de su belleza. Como escribió Blanca González de
Escandón, «hay en toda esta silva una suave melancolía que le da un matiz de tris-
te ternura. Hay una delectación en cada uno de los detalles que halagan los sentidos,
no para ponerlos en contraste y parangón violento y rotundo con la imagen de la pró-
xima ruina, sino impregnando, empapando desde los primeros versos las sensacio-
nes de belleza de la nostalgia de su pérdida futura».
Poema, pues, absolutamente representativo del barroco sevillano que podemos
sentir en su culto a la belleza y sensibilidad ante el tiempo en otros muchos poemas
no sólo de Rioja sino de sus coetáneos y coterráneos, en los que la reflexión moral
se produce en la serena contemplación de una naturaleza privilegiada, exuberante,
colmada de cálidas hermosuras, entre las que las flores de un jardín, y entre ellas la
preferida rosa, muestran su ascético simbolismo, en este caso alianza eterna y
emblemática entre fugacidad y belleza.
Luis Carrillo Sotomayor, «A las penas del amor inmortales»
mente en sonetos. El soneto, como forma poética, es una de las más valiosas heren-
cias que el petrarquismo legó a España. Constituye una fórmula repetida que en el
siglo XVII alcanzó su máximo esplendor de la mano de Góngora, Quevedo y sobre
todo Lope de Vega. Todos ellos daban a conocer en los mismos años que Carrillo
escribía los suyos, sus más significativos sonetos. El de Carrillo lo podemos consi-
derar simultáneo a aquellos logros, ya que la fecha de su muerte en plena juventud,
y el hecho de que dos años antes de morir ya no escribiera poesía, nos permite aven-
turar que debería de estar escrito en los primeros años del siglo XVII.
Tal hecho se aprecia en el propio soneto y en su tema, las penas de amor, pero
más aún en el tratamiento de este tema y en los motivos utilizados, que debemos
atribuir directamente a la tradición petrarquista, que en España han difundido ya en
estas fechas Garcilaso de la Vega y Fernando de Herrera, cuyos versos Carrillo
Sotomayor conoce bien. El soneto, por tanto, es fiel reflejo del petrarquismo que la
escuela italianizante renacentista había difundido en España y que se cultivaba a
principios del siglo XVII, ya un tanto deformado por los primeros vientos barrocos.
Carrillo Sotomayor deja sentir en este poema otras influencias propias de su forma-
ción culta.
Desde luego, por lejana que parezca, hay que observar la presencia de la tradi-
ción provenzal del amor cortés, cuya retórica aún percibimos en este como en otros
poemas amorosos del propio Carrillo, aunque, como de costumbre, esté matizada
por la versión petrarquista. Las penas de amor son producidas por el enojo de la
dama. El caballero, aunque sabe que en su conquista intentada no logrará sino dolor
y muerte, lo seguirá intentando. En ello le irá todo, muerte incluida. Pero las penas
de amor permanecerán porque son inmortales, y tal hecho, como en otro soneto se
dice, produce consuelo al paradójico enamorado.
Hay que valorar también en el enfoque de Carrillo una tercera corriente intelec-
tual que influye directamente en la concepción de este poema: el neoplatonismo, que
había tenido tanta trascendencia a lo largo de toda la poesía del siglo XVI, tal y
como lo expuso Marsilio Ficino o según lo resumió en su código o retrato ideal de
cómo había de ser El Cortesano Baltasar de Castiglione. Aquí la interpretación neo-
platónica vendría dada porque la elevación de la belleza de lo puramente terrenal se
daría en la consideración de inmortales que se atribuye a las penas de amor, que,
siguiendo el tópico áureo, son patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios. Por
ello, las penas, siguiendo el silogismo seiscentista, son inmortales, como concluye
Carrillo Sotomayor imbuido de neoplatonismo, tan petrarquista y tan del amor cor-
tés.
Luis Carrillo Sotomayor, «A las penas del amor inmortales» 67
bién muy trascendente de cara a las imitaciones del la lírica neoclásica del siglo
XVIII—, ya fuera de sus preferidos «latinos».
La adjetivación acumulada es lo primero que ha de llamar la atención del lector.
Con ser una adjetivación tan abundante hay, sin embargo, que distinguir en ella dife-
rentes utilizaciones, todas ellas de orden clásico. Mientras que el epíteto del primer
verso, verde, referido a la selva lo podemos considerar, si no tópico, arquetípico
como epíteto ornamental, y de hecho pasa por ser el ejemplo más clásico (verde
selva), no podemos decir otro tanto de todos los demás que componen la primera
estrofa, ya que nos están definiendo el carácter, condición, temperatura y cualidades
del viento Céfiro, viento del oeste y por ello viento cálido, favorecedor en primave-
ra de la floración. Por ello es dulce, por ello es blando, por ello es vital. Las mismas
cualidades que se reiterarán al final del poema cuando vuelva a ser evocado, esta vez
en enfrentamiento con contrarios, enfrentamiento que no llega a producirse y que
tan solo es una mera referencia.
Porque si hay algo absolutamente cuidado en este poema es su precisa estructu-
ra, ya que de las cinco estrofas de que se compone, perfectamente definidas e inde-
pendientes, la primera está dedicada al viento, al que se dirige, las dos siguientes a
referir la duda del poeta, con la culminación central en la tercera de la historia de su
amor, y las dos últimas otra vez a presentar al viento en su acción florecedora de la
naturaleza que no debe ser interrumpida por los contrarios.
El retrato del Céfiro queda, pues, muy definido y su prosopopeya poética tiende
a reproducir la representación habitual que se le atribuye, por ejemplo, en una figu-
ración plástica. Es un joven hermoso de origen divino (dulce vecino, vital aliento de
la madre Venus) que se le representa esparciendo con habitual puntualidad flores por
la naturaleza (huésped eterno del abril florido). Su condición de viento del oeste le
convierte en un viento cálido y suave (Céfiro blando), incompatible con el frío (nie-
guen... nieve a la tierra) y con los temporales (la nube parda...hiere tus alas). Porque,
en efecto, como la de todo viento, su representación es alada.
Como se puede apreciar, el marco pictórico en que se desarrolla la acción del
poema no puede ser más perfecto, como lo es la prolija sintaxis del mismo. El
ambiente de armonía, de orden y de clasicidad que el poeta comienza a establecer
desde el principio, insistiendo en adjetivos y sustantivos de muy similar contextura
fónico-formal de palabras bisílabas llanas:
74 Didáctica del texto literario
dulce
verde
selva
huésped
blando
combinadas con trisílabas, también llanas:
vecino
eterno
florido
aliento
y sólo roto con el esdrújulo del nombre del viento (Céfiro), se corresponderá con una
estructura sintáctica muy precisa y ajustada, cuya construcción dependerá del verbo
principal de todo el poema, y que no se produce hasta el verso séptimo (oye), donde
lo hallaremos acompañado de otras formas verbales de similar constitución. Son los
imperativos, de los que va a depender todo el poema:
oye
no temas
dile
dile
Producido este arranque, Villegas dedicará únicamente la estrofa central al rela-
to de los hechos, al referirle al viento —y, por supuesto, al lector— el motivo de sus
penas: la duda eterna del amor no correspondido. Algo tan intrascendente como eso,
pero tan bellamente envuelto en el mito del viento del oeste, el Céfiro blando.
Los buenos deseos del poeta en torno al futuro del viento (no existen elementos
contrarios que provoquen el cataclismo) son los mismos que quiere para sí y para su
amor con Filis. Las dos últimas estrofas estarán dedicadas a expresarlo. Pero la pre-
sencia de posibles —y temidos— elementos en contra sólo es una sugerencia y no
llega a producirse en un ambiente tan idílico. Ni la nieve, ni la nube parda, ni el gra-
nizo, representantes ante el viento de los temores del poeta, pueden llegar a tener
lugar porque Céfiro está protegido por los dioses (el amor paterno, el amor benig-
no). Así, del mismo modo, y en este ambiente tan horaciano, quiere para su amor
que se alejen los temores.
Tan clásico es el poema en su formulación y en su argumento, que en el único
momento en que parece que va a haber un enfrentamiento entre el pasado y el pre-
sente (el antes y el ahora de los grandes barrocos, reflejo de la mudanza de los tiem-
Esteban Manuel de Villegas, «Sáficos» 75
mental, para las letras románicas, componente rítmico. Villegas consigue con esta
estructura métrica un conjunto cuidadosamente armonizado fónica y rítmicamente,
en consonancia con los demás recursos que nos han querido devolver, en pleno siglo
barroco, una clasicidad ya largo tiempo sobrepasada por las innovaciones de las nue-
vas corrientes.
Salvador Jacinto Polo de Medina, «Los naranjos»
fragantísimo candor.
Rico mineral del valle,
adonde franco nos dio
oro el enero encogido;
plata el mayo ostentador.
recursos barrocos como la hipérbole, los juegos de palabras, los cambios de sentido,
etc.
Participa en 1631, en Murcia, en la Justa de San Juan de Dios; en 1633 publica
Ocios de la soledad, en 1634 su primera fábula burlesca (la de Apolo y Dafne) y
poco después, sin su permiso, aparece la de Pan y Siringa. Ocios de la soledad es
considerada por la crítica su obra maestra. Escrita en silvas, «convidando a Don Luis
Marín de Valdés a gozar la hermosura de la aldea», lo que pone de relieve que se
trata de un clásico y horaciano «beatus ille» en la línea de disfrute de la paz del
campo que otros poetas barrocos como Quevedo o Fernández de Andrada cultiva-
ron en el siglo XVII. Tanto la organización estructural o la distribución de los temas
a lo largo del poema o lo cuidado del estilo con presencia de numerosos
recursos barrocos combinados armónicamente, hacen de este poema la obra de
mayor empeño del poeta murciano y, sin duda, en la que logra mayor autenticidad,
al situar esta invitación a la vida retirada en un terreno concreto, las tierras próximas
a la ciudad de Murcia.
A Polo de Medina le corresponde el papel histórico de haber sido el acuñador de
un producto típico de la literatura barroca: la fábula mitológica-burlesca en la que
una escuela, el culteranismo, creadora de las originales fábulas mitológicas ovidia-
nas, se estaba burlando de sí misma. Las dos suyas, la de Apolo y Dafne y la de Pan
y Siringa, se convirtieron en modelos del género. Se utilizan los personajes mitoló-
gicos pero en tono o sentido humorístico desmitificados y convertidos en persona-
jes vulgares de acciones torpes y zafias. Se aprovecha el género para criticar los
excesos de la expresión culterana, que sale mal parada en estas obras críticas.
Debió de tener disgustos en Murcia, por lo que en 1636 marcha a Orihuela en
busca de protector e impresor para su Hospital de incurables, su única novela en
cuyo prólogo se queja de las gentes de Murcia. Titulada Hospital de incurables y
viaje de este mundo y el otro, es de extensión muy breve y comparable a los Sueños
de Quevedo, especialmente al Sueño del infierno. Se trata, en efecto, de un sueño
en el que el autor viaja por este mundo recorriendo acompañado de un diablo,
diversas naciones, y por el otro, es decir el infierno, que presenta como un «hospi-
tal de incurables». Tal viaje le permite al autor hacer una crítica de diferentes esta-
mentos de la sociedad de su tiempo, hábilmente deformados que se van sucediendo
ante el lector con una rapidez episódica que hace la novelita un producto muy ameno
de la prosa barroca.
Es en 1636 también cuando quizá marcha de la ciudad llamado por el hasta
entonces canónigo de la Catedral, elegido obispo de Lugo, Juan Vélez de Valdivieso
80 Didáctica del texto literario
Como se puede ver, hay un estilo común al género en la manera de presentar las
fábulas, que se extiende, como enseguida comentaremos, a otras alusiones presen-
tes.
La desmitificación de los personajes mitológicos, aunque culminará más tarde,
está muy presente ya en el inicio del poema. En castellano, el nombre del persona-
je a que se refiere la fábula, hijo de Mercurio y Venus, de Hermes y Afrodita en grie-
go, es Hermafrodita, nombre que Solís muy jocosamente trasforma para hacerlo más
masculino (con toda la ironía que conlleva el hecho) y lo hace Hermafrodito. Más
adelante lo llamará, al evocar su nacimiento, Hermafroditico y, al final, al referirse
a toda la historia, la Hermafroditada.
Un buen ejemplo de esta desmitificación de las divinidades clásicas se dará
inmediatamente después de este fragmento, cuando, terminada la introducción, se
refiera a Venus y a Mercurio. Mientras que al dios lo considera el alcahuete de
Júpiter, ya que era su mensajero, de la bella Venus satiriza su representación por la
luna:
Pero volviendo al cuento,
Venus aquella diosa
más bellaca que hermosa,
que apenas al sol hurta lucimiento
en las mortales pausas del ocaso,
cuando del cielo por el campo raso,
o el campo terciopelo,
sale a rondar y va de cielo en cielo
a ser, con dulces tretas,
lasciva tentación de los planetas.
El verbo ‘canto’ (de origen épico estricto, el ‘cano’ de tantos poemas latinos) dará
bastante juego al poeta. Solís lo relacionará con canto = piedra, con la que tropieza,
con cantos en sentido vulgar de canción y se autodenominará poeta echacantos,
Antonio de Solís Ribadeneyra, Hermafrodito y Salmacis. Silva burlesca 89
teniendo en cuenta que un echacantos era un hombre despreciable y que nada supo-
ne en el mundo. Al mismo tiempo ha aludido a uno de los tópicos más repetidos de
la poesía de esta última etapa del siglo de oro: la abundancia de los poetas en este
tiempo, presente también en Polo de Medina, que consideraba que, de tan abundan-
tes, eran como los reales de vellón: poetas devaluados. Aquí se indica «que todos
hacen cantos, y entre tantos...», con chusca rima interna, recurso que volverá a uti-
lizar más adelante y que pocos versos más arriba ha intentado creando una falsa rima
interna con juego de fonemas muy curioso: ‘necio empiezo’. De cantar, es decir, del
hecho físico de entonar con la voz una melodía, se pasará a gargantear, modo ridí-
culo o jocoso de cantar haciendo quiebros con la garganta, impropio, como venimos
repitiendo, de un canto que ha de ser solemne y ‘nuevo’.
Porque la máxima ironía del poeta es llamar nuevo a un tema mítico, y mucho
más a este harto conocido de todos los lectores. Debe el acordarse de este asunto
nuevo nada menos que a Ovidio. El poeta cumple con el rito obligado de citar la
autoridad máxima en la materia, aquélla que le ha servido de inspiración, pero no lo
hace en la forma habitual, sino que busca, al anunciar la novedad, una originalidad
irónica, porque, como es sabido, Ovidio era la fuente obligada de todas estas histo-
rias, y en concreto, desde luego de ésta. Los juegos con el apellido (Nasón = nari-
zón) son muy habituales en todo el Siglo de Oro, desde el memorable del soneto de
Quevedo «Érase un hombre a una nariz pegado». Pero es más divertido considerar-
lo un poeta ‘culto’, y desde luego así hacían parecer al extraordinario poeta latino,
dado el uso constante que los poetas ‘cultos’ hacía de él. Pero a Solís esta situación
le hace mantenerse en su castellanismo sin mácula, para lo cual deshace y trasforma
un refrán conocido: «Villa por villa, Valladolid en Castilla», que Solís modifica para
afirmar su aversión al estilo culto.
Falta, finalmente, hacer referencia a la deidad que inspira el poema. Por supues-
to podría ser Talía, como es obligado y habitual, es decir, la musa de la comedia
—y así lo vemos también en el texto antes recogido de Polo de Medina—, pero el
poeta, para romper el sistema, la rechaza y se burla, con unas divertidas rimas inter-
nas de lo rutinaria que es su presencia: «que es musa que se usa y no se excusa»,
para terminar, dándole una no menos burlesca e hiperbólica trascendencia, al consi-
derarla un error = pecado, que está siempre al principio de los poemas de este tipo,
es decir en su origen. Por lo tanto se trata de un «pecado original de todo verso».
La forma elegida por Solís, desde el punto de vista métrico, es la silva, continua-
da sin interrupciones a lo largo de todo el poema tal como se avisa en su título. Los
poemas burlescos de tema mitológico solían escribirse en romance, de una sola
90 Didáctica del texto literario
La propia crisis política y bélica del año 1898 generó una poesía específica, que
apareció publicada en la prensa de aquel año, y que ha sido cuidadosamente recogi-
da en una interesante antología por Carlos García Barrón, en la que figuran poetas
poco conocidos que ensalzan, sin duda engañados por la propaganda militar y polí-
tica, las hazañas de las tropas nacionales, o protestan contra los hechos más desta-
cados del momento, desde muy diversos puntos de vista, desde el patriótico al satí-
rico. Los textos ponen de relieve no la inmediata conciencia ante el problema, y ante
la decadencia que se avecina, sino una especie de ceguera general, bien organizada
por la falta de información, la ignorancia ante la magnitud de los problemas y las
falsas informaciones por parte de los políticos, o como concluye García Barrón, «la
irreflexión y el apasionamiento irrumpen en estas páginas reiteradamente».
La conciencia de la situación afloraría a la literatura del momento, sin embargo,
inmediatamente después con matices críticos, Y así el propio antólogo termina sus
palabras con esta interesante consideración, cita poética incluida: «La generación de
1898 se encargará posteriormente de analizar —con sangre fría— las causas y orí-
genes de esta degradación nacional. Yo he preferido tomarle el pulso al paciente en
vida, cuyos postreros alientos quedarían inmortalizados por Vicente Medina en estos
versos finiseculares». Y, sorprendentemente, reproduce a continuación un fragmen-
to del poema objeto de este estudio y comentario.
Publicó Vicente Medina su poema «Cansera» por primera vez en Blanco y Negro
el 18 de junio de 1898, y pronto esta composición se habría de convertir en el texto
más conocido de todos cuantos escribió, hasta el punto de que aún hoy día se le
sigue recordando, como un poema lleno de significación. Perteneciente a su libro
Aires Murcianos y reproducido en multitud de antologías de la poesía española del
siglo XX, la poesía en cuestión representa el desaliento ante las adversidades que
sufre el huertano de Murcia en la época en que Aires Murcianos está ambientada,
finales del siglo XIX, la España de la Restauración al 98 en la que la agricultura era
pobre y sometida a las inclemencias de la meteorología de la zona y a los fatales
resultados de la mala administración y de los procedimientos anticuados, a los que
se une la guerra, el hambre, la sequía y la muerte. Medina acertó en muy pocos ver-
sos a captar la desilusión y tristeza del hombre que ve que no puede salir adelante,
y su canto desolado y sin esperanzas viene a representar toda una España, la del 98,
con la que Vicente Medina conecta y a la que, con ésta y con otras composiciones,
se une ideológica y sentimentalmente. Valbuena Prat ha destacado la profunda
melancolía, la inmersión en la inección por desesperación y dolor total en el que el
poeta, además de referirse a casos concretos, está a tono con el inmenso dolor inútil
de los españoles conscientes de la generación del Desastre.
96 Didáctica del texto literario
Medina reprodujo en diferentes ocasiones otros juicios críticos que, o bien publica-
dos en la prensa, o bien trasmitidos a través de cartas a él dirigidas, mostraban su
afecto y su elogio por el nuevo estilo de Aires Murcianos. Y, entre estos testimonios,
hay que citar una carta de José María de Pereda, que destaca en el poeta un raro
dominio de la poesía que hay en la Naturaleza; un artículo de Clarín, quien advier-
te que Medina posee la capacidad para crear una poesía que trasparenta el dolor real;
un testimonio algo posterior de Unamuno y una referencia de Juan Ramón Jiménez,
quien aseguró en su discurso «El modernismo» que se sabía de memoria a los quin-
ce años «la siempre maravillosa» «Cansera» de Vicente Medina.
Para comprender «Cansera» y, con ella, la mejor poesía de Vicente Medina hay
que situarse en su época y en su realidad vital y personal. Como se sabe, Medina
pretendía reflejar en su obra la naturaleza y por ello no es extraño que su poesía
fuese puesta en relación con el naturalismo por José María de Cossío en 1958.
Emilio Zola había escrito que «El naturalismo en las letras es [...] el regreso a la
naturaleza y al hombre, es la observación directa, la anatomía exacta, la aceptación
y la descripción exacta de lo que existe.» Parece que poesía y naturalismo son anta-
gónicos y, sobre el papel, evidentemente se formulan como entes contrarios. Las ten-
dencias de pensamiento y de estilo, de carácter realista o verista, y la poesía, imagi-
nativa por naturaleza, parecen incompatibles. Pero lo cierto es que en la España de
finales del siglo XIX existió una manifestación poética que no se dudó en denomi-
nar naturalista, y que, desde luego, responde a un tiempo y a un espíritu relaciona-
bles con el naturalismo. Así Cossío escribía en 1958: «Una corriente poética mere-
ce apuntarse, que nacida a fines del siglo XIX, tiene su mayor desarrollo ya dentro
del nuestro. Es lo que pudiéramos llamar naturalismo rural, y lo fomenta a más del
ejemplo del naturalismo en la novela, el renacimiento de los idiomas y dialectos
regionales característicos de este período.» O, como el poeta fijó en 1902, decidido
y consciente, lo que habría de ser su estilo: «Desde entonces quedó definido clara-
mente mi carácter literario. Géneros: la poesía y la dramática. Escuela: la naturalis-
ta. Asuntos: la vida actual, sus luchas, sus dolores, sus tristezas. Tendencias: radica-
les. En mi labor, dos literaturas, al parecer: regional y general: a mi entender, una
sola: la popular.»
Las palabras de Medina merecen algunas reflexiones y ya de ellas se han ocupa-
do Mariano de Paco y Manuel Alvar. Aseguran ambos que en algunas cosas acierta
aunque en otras estaría un tanto desorientado. Pero lo que ahora nos interesa desta-
car es la seguridad con que afirma que su escuela será la naturalista y los asuntos,
la vida actual, sus luchas, sus dolores, sus tristezas. Y la rapidez con que trata de
100 Didáctica del texto literario
cualquiera. Ahora, como antes lo fue el Duero, es el Moncayo, con su mole blanca
y rosa (v. 10) (colores que son impresiones, pues si bien el blanco corresponde a la
nieve, el rosa es, sin duda, el color producido por el reflejo del sol sobre la nieve,
quizá al atardecer). Más adelante, Antonio Machado, formado desde el punto de vis-
ta pictórico y cromático en escuela muy cercana al impresionismo francés, recome-
dará a su amigo que suba al Espino en una tarde azul (v. 30). Y los días azules serán
su última imagen en el último verso que escribió:
estos días azules y este sol de la infancia.
La dinamicidad del paisaje es su más clara advertencia del paso del tiempo. Y
nada hay tan efectivo en el recreo machadiano de la naturaleza como la propia
fauna: pero será una fauna vinculada al paso del tiempo, bien tratándose de aves
migratorias, como son las cigüeñas, cuya imagen en el campanario (vv. 16-17) cons-
tituye una triple insistencia en el paso del tiempo (cigüeña, campana, primavera),
bien la perdiz, vinculada a una determinada época del año en que la caza es furtiva
(v. 24), bien los ruiseñores, cuya presencia coincide con la primavera (v. 27). Y,
junto a ellos, no podía faltar en este poema la presencia humana, tratándose de un
poema del ciclo de Soria de Antonio Machado. Pero adviértase que esa realidad
humana, representada por determinadas gentes que ejercen sus labores, están estas
puestas en relación con una determinada época del año y relacionadas con el paso
del tiempo. Así, sembrar tardíos con las lluvias de abril (vv. 20-21), incluso hacién-
dose eco de una cierta precisión técnica, o cazar la perdiz con reclamo (vv. 24-25)
—nuevo tecnicismo realista—, dan buena cuenta del sentido temporal de todo el
poema. En su conjunto, paisaje, flora, fauna, hombre, constituyen una naturaleza
vinculada a un determinado momento vital, emocionalmente unida a la propia vida
del poeta y confidencialmente expresada —por medio de esta carta— a su amigo
Palacio, del mismo modo que fijada en un tiempo concreto: abril de 1913.
Y, si para corroborar cuanto llevamos señalado, nos detenemos en la adjetivación
del poema, como uno de los signos de la cualificación más característico y que más
intención temporal, inestable y transitoria imprime al poema, se resume todo cuan-
to intentamos destacar (vv. 6-7):
¿Tienen ya los viejos olmos
algunas hojas nuevas?
Es otra vez el símbolo, tan vinculado al recuerdo de Leonor del viejo olmo, el
olmo seco del poema CXV:
Antonio Machado, «A José María Palacio» 107
igualmente con otros muchos, tanto de Soledades. Galerías. Otros poemas como de
Campos de Castilla y otros libros posteriores. En toda su poesía, la temporalidad, los
tiempos adquieren para Antonio Machado tal protagonismo que su riqueza está en el
matiz. Manuel Alvar señaló, a propósito de la adjetivación, que son numerosas las ver-
siones de la tarde en el poeta. «Una tarde —escribe Alvar— se repite en cada ocaso, aun-
que cada tarde es distinta de las demás e idéntica en sí misma: la lengua no pone sino
una palabra para designar a todas y cada una de ellas, pero el adjetivo da la identidad
inalienable de cada singularización: la tarde clara no es lo mismo que la tarde triste, ni
que la tarde soñolienta, ni que la tarde roja, por más que todas se refieran a distintas posi-
bilidades del estío.» Como en el caso de la tarde, en todos los demás los adjetivos tie-
nen una gran importancia y un gran valor porque son ellos precisamente los que hacen,
como en este poema, que la versión del tiempo quede vinculada a la propia emoción del
poeta. Ahora, es la primavera, y desde Andalucía, el recuerdo de sus efectos sobre el
campo de Soria y sobre la tierra en la que está el cuerpo de Leonor. Es, como señaló
Alvar, la primavera la que hace al poeta recuperar emociones: «es el alma del poeta que
florece con la llegada de la primavera, cuando la muerte la había ya desgarrado. Efusión
de amor a la naturaleza [...], efusión para confundirse con ella y ser —de nuevo— cuer-
po de Leonor en el alto Espino.»
En este punto, y en relación con el poema «A José María Palacio», hemos de valo-
rar igualmente el sentido del tiempo machadiano como reflexión de la naturaleza.
Sánchez Barbudo señala que Machado no se basa en sus constates referencias al tiem-
po en su poesía en el carácter melódico de sus versos, sujetos a ritmos y tiempos, sino
en que, para Machado, «temporalidad es emotividad». «Poesía temporal quiere decir en
Machado, en último término, poesía emotiva. Poesía escrita con una emoción cuya raíz
se halla en el sentimiento del tiempo o si se prefiere de la nada». Lo cierto es que
Machado, como se ha señalado tantas veces, así lo dejó escrito en sus reflexiones
mairenianas, en «El arte poética de Juan de Mairena» que figura en Poesías completas,
cuando compara el soneto «A las flores» de Calderón de la Barca en El príncipe cons-
tante con una bella estrofa de Jorge Manrique, «¿Qué se hicieron las damas...?». «El
poeta pretende —escribe Juan de Mairena— que su obra trascienda de los momentos
psicológicos en que es producida. Pero no olvidemos que, precisamente, es el tiempo (el
tiempo vital del poeta con su propia vibración) lo que el poeta pretende intemporalizar,
digámoslo con toda pompa: eternizar. El poeta que no tenga muy marcado su acento
temporal está más cerca de la lógica que de la lírica».
Pero lo importante para Machado es la emoción de esa temporalidad, el sentir ese
paso del tiempo que determina nuestra existencia y produce no ya un sentimiento de
Antonio Machado, «A José María Palacio» 109
las referencias al tiempo que antes hemos glosado. La muerte es el fin de la temporali-
dad de nuestro transcurrir vital y el tiempo, con su paso, avisa constantemente de ello,
aunque, frente a la decadencia del hombre, la naturaleza se renueva, como ocurre en este
poema, cada año con la llegada de la primavera, tópico que adquiere en Machado una
intensidad emotiva diferente del tratamiento anterior de este tema literario. Claudio
Guillén también se ha referido a esta situación particular desarrollada a partir de las últi-
mas referencias florales del poema: «Las flores primaverales —señala Guillén— serán
también mortuorias», en un enfrentamiento interno de nacimiento y muerte, de sazón y
desazón. Son las primeras flores para honrar el recuerdo hacia la amada muerta, princi-
pio y fin, alfa y omega, confundidos en mismo sentimiento en el que la temporalidad
todo lo domina. Y así lo resume Claudio Guillén, con una muy interesante y simpática,
aunque no explícita, alusión al magnífico soneto de su padre, Jorge Guillén, «Muerte a
lo lejos» en Cántico: «El tiempo es vida y esperanza, vigor y génesis —no un ir murien-
do poco a poco, mientras la muerte queda “a lo lejos”. Pero el hombre, inmerso en él,
mantiene muy presente la conciencia de la mortalidad (Tod), más que el morir futuro
(Sterben).»
Mientras se siente el tiempo, se está vivo, y el tiempo, a pesar de que, con su paso,
está avisando del trascurrir de nuestra vida hacia la muerte, también está mostrando la
verdad de estar vivo. Juan de Mairena expresó en una ocasión este pensamiento de
Machado, en el que concede a la vida un sentido de espera, que parece estar implícito
en el poema «A José María Palacio». La vida está llena de cosas, como ocurre en esta
espléndida primavera soriana evocada en su transcurrir imparable, pero creador de vida:
«¿Cantaría el poeta —se pregunta Mairena— sin la angustia del tiempo, sin esa fatali-
dad de que las cosas no sean para nosotros, como para Dios, todas a la par, sino dis-
puestas en serie y encartuchadas como balas de un rifle para disparadas una tras otra?
[...] Vivir es devorar tiempo: esperar.»
Un poema, en definitiva, construido con materiales muy ricos que Machado ya había
utilizado, pero que adquieren, al introducir la meditación del tiempo y la naturaleza en
la propia emoción personal e íntima, la lección de lo auténtico que caracterizó siempre
a su poesía, y que, en estos años, vinculada al recuerdo de Soria y, sobre todo, de Leonor,
refleja vivencias que logran una validez universal, que ha permitido que el poema man-
tenga toda su inicial emotividad. El tono conversacional, casi confidencial e íntimo, el
sereno sentimiento de nostalgia y el recuerdo de emociones ante la naturaleza fuera ya
de su entorno vital para siempre, pero perfectamente memorizadas, completan la rique-
za de un poema que ha sido destacado como uno de los más hermosos de toda la poesía
española del siglo XX.
Pedro Salinas, «Nocturno de los avisos»
¿Quien va a dudar de ti, la rectilínea,
que atraviesas el mundo tan derecha
como el asceta, entre las tentaciones?
Todos acatan, hasta el más rebelde,
tus rigurosas normas paralelas:
aceras, el arroyo,
los rieles del tranvía,
tus orillas, altísimos ribazos
sembrados de ventanas, hierba espesa,
que a la noche rebrilla
con gotas del eléctrico rocío.
Infinita a los ojos
y toda numerada, a cada paso
un algo nos revelas
de dos en dos, muy misteriosamente:
setenta y seis, setenta y ocho, ochenta.
¿Marca es de nuestro avance hacia la suma
total, esclavitud a una aritmética
que nos escolta, pertinaz pareja
de pares y de impares,
112 Didáctica del texto literario
1949 recoge todos los latidos de esta nueva pasión del poeta, que se multiplica en
muy diferentes expresiones, y que se manifiesta en diferentes planteamientos del
hombre ante un mundo adverso. «Sí, son poemas que no hubiera escrito en España»,
escribe a Jorge Guillén al publicarse el libro en junio de 1949.
De esta forma, en Salinas y en su poesía entrarán temas nuevos que cada día son
más valorados por la crítica. El poeta se rebela contra el mundo en el que le toca
vivir y desesperanzado denuncia su crueldad y su deshumanización, aspecto, que,
como ha señalado Enric Bou, se advierte también en las reflexiones sobre la poesía
y sobre su poesía que publica o escribe en estos años, como el prefacio a Todo más
claro y otros poemas. Como resume Bou, «el poeta se obsesiona a partir de la déca-
da de los treinta con los cambios tan notables que vivió, él individualmente y su
mundo colectivo, aterrorizado por una guerra civil, que había de ser seguida por otra
mundial, mudado de continente, al otro lado del océano. Ante la barbarie bélica, o
tan sólo vital; ante los cambios sustanciales de las formas de vida, su testimonio es
muy valioso, puesto que fue uno de los primeros escritores peninsulares en experi-
mentar de cerca, o de vivir en su propia carne, una serie de transformaciones que
treinta años más tarde habrían de generalizarse en su país de origen».
La significación de Todo más claro y otros poemas fue expuesta por Salinas en
el «prefacio» citado tan interesante que precede al libro desde su primera edición.
En tales páginas, deja claro que sus poemas pretenden ante todo revelar su angustia
ante el mundo del progreso y de la técnica, que, con el tiempo, van a convertir al
hombre en la sombra de sí mismo y van a conseguir volverlo «del ser al no ser».
Como ocurrió cuando Jorge Guillén comenzó a publicar Clamor. Maremágnum, los
críticos se pusieron en guardia observando un posible cambio de actitud en la poe-
sía de Salinas que habría de ser perjudicial al suponer un abandono de su expresión
más genuina. Pero lo cierto es que, si bien hay una entrada más clara de la realidad
en esta poesía, no se trata de una poesía realista, sino angustiada o preocupada por
el mundo.
Y una buena prueba de ello la constituyen los maestros que Salinas evoca ahora
como suyos: Unamuno y Antonio Machado que, junto a una cita de Quevedo, nos
dan idea de por dónde se sitúan los intereses del poeta en este momento. Como ase-
guró Debicki, no hay «un tránsito de la “poesía pura” a la “poesía social”, sino una
defensa de los valores perennes del arte en contra de lo cotidiano». Incluso, al pro-
pio Jorge Guillén le llamó la atención el cambio operado en la poesía de Salinas, que
el poeta de Valladolid valoraba, en una carta a su amigo, basándose, sobre todo, en
la extensión de los poemas: «Buena idea, sin duda, la de haber puesto juntos los poe-
Pedro Salinas, «Nocturno de los avisos» 117
mas mayores de estos últimos años, porque la obra aparece, aunque no grande en
extensión, muy densa y muy mayor, muy expresiva de los mayores años de madu-
rez.» Howard Young y Julian Palley también han advertido cómo los Estados
Unidos determinaron muchas de las actitudes que son advertibles en todos los poe-
mas de Todo más claro: el hombre perdido en la sociedad, la ausencia de comunica-
ción, la dificultad de elegir, la desorientación ante las exigencias de la «edad cientí-
fica».
El poema está compuesto por ciento veintiséis versos, de los cuales ciento seis
son endecasílabos, combinados con unos pocos heptasílabos (diecinueve) y tan sólo
un verso final, un pie quebrado tetrasílabo, de acuerdo con el modelo de silva libre
modernista, que Salinas cultivó con frecuencia, según ha estudiado Isabel Paraíso.
Se estructura la extensa composición en dos amplias estancias, separadas por un
espacio en blanco, ya que no hay otro elemento rítmico (carece de rima, como
hemos de ver) que identifique las diferentes «estancias». La primera de ellas tiene
cuarenta y un versos y la segunda ochenta y cinco. Esta última, sin embargo, se sub-
divide, al mismo tiempo, en dos períodos paraestróficos o núcleos, división para la
cual el poeta utiliza el verso partido, a partir del cual crea una importante zona final
de doce versos, que se organiza, a la manera tradicional, como una especie de coda
o envío recapitulador, para expresar el proyecto personal del poeta, su conclusión y
su deseo.
Los versos de esta silva libre se adecuan constantemente a las estructuras sintác-
ticas, con lo que se establece un ritmo fluyente característico, por otra parte, de toda
la poesía saliniana. En este caso, se enriquece en muchas ocasiones con sus habitua-
les combinaciones entonacionales con frecuentes cláusulas interrogativas y excla-
mativas. Frecuentes también y muy perceptibles asonancias contribuyen a la suave
andadura de tantos y tan magníficamente armonizados endecasílabos blancos.
La primera parte del poema contiene la meditación dinámica desde el punto de
vista del hablante (en movimiento): el poeta camina hacia Time Square en el ano-
checer, mientras que la segunda nos muestra al poeta estático, detenido en la con-
templación de los reclamos luminosos propagandísticos.
«Nocturno de los avisos» es un poema muy especial dentro del contexto general
antes citado de Todo más claro y otros poemas. Se trata, desde luego, de uno de los
poemas más conocidos de Salinas en esta etapa. Nos hallamos ante una presentación
de la calle como mundo ilusorio, que en cierto modo nos recuerda a los fuegos de
artificio en la noche de agosto de uno de los sonetos de Presagios. Pero también,
como en otros poemas del libro, la calle es una realidad, reflejada en el plano de la
118 Didáctica del texto literario
ciudad. Se la llama rectilínea y con esta alusión geométrica, entre vanguardia y rea-
lismo, Salinas descubre el característico plano cuadrangular de las ciudades del
Nuevo Mundo. En otro momento se escribe: setenta y seis, setenta y ocho, ochen-
ta..., con lo que insiste en gestos realistas: el poeta camina por la acera de los pares.
También se establece esta calle como símbolo de la vida moderna, ante la que,
como hizo Federico García Lorca en el mismo paisaje urbano, reacciona poética-
mente. Manuel Durán estableció las diferencias entre ambos poetas al ser uno hom-
bre de ciudad y otro de campo y naturaleza abierta. Ante la realidad de una plaza-
calle de Nueva York, muy conocida y concurrida, Time Square en Broadway,
Salinas vuelve a plantear una nueva confluencia del poeta con la realidad y reaccio-
na ante el mundo moderno por su deshumanización y también por el poder de des-
trucción que posee. «El mundo moderno es rechazado, pero al ser proyectado al más
allá, hacia la eternidad como prueba, quizá de lo difícil y arriesgada que resulta al
poetización de las circunstancias presentes, se introducen en el más allá unos frag-
mentos del presente caótico y comercial. Triunfo de la poesía, fracaso de la realidad
cotidiana en que al poeta le tocó vivir sus últimos años.»
El poeta dirige su parlamento a la calle por la que en ese momento transita. La
compara, en su devota rectitud, con el asceta impasible e impertérrito ante las tenta-
ciones. La calle así se ofrece como un ser aséptico, insensible. El lenguaje de la geo-
metría la define y los términos técnicos conforman el retrato de la arteria urbana,
mientras el número confirma, aritméticamente, su exactitud. Pero el número, como
hemos de ver, alcanza una trascendencia superior, ya que cuantifica el tiempo. El
tiempo, la vida, la muerte, son entonces el objetivo de la reflexión poética saliniana.
El poeta camina, en la primera parte del poema, hacia Time Square, en la ciudad de
Nueva York, sin duda por alguna de las avenidas adyacentes o quizá por el mismo
Broadway, que atraviesa la conocida plaza neoyorquina. La presencia de la reflexión
del tiempo no es gratuita, ya que además de la manifestación del barroquismo meta-
físico de la reflexión (cuna y sepultura), hay que recordar que caminamos hacia
Time Square, la «Plaza del Tiempo», justamente el lugar en el que los neoyorquinos
reciben el año nuevo en una multitudinaria fiesta.
La calle también está mediatizada por el tiempo. Es insensible, parece que no
tiene vida, pero busca la eternidad. Su silencio, su inactividad, se ven, sin embargo,
rotas cuando llega la noche, y, con los eléctricos avisos, rompe su silencio. Por eso
la primera estancia del poema se dedica en su totalidad a la presentación de la calle
estática (es el poeta el que avanza por ella). La segunda, mucho más extensa, nos
mostrará lo que la calle dice al poeta con sus reclamos publicitarios. Y, naturalmen-
te, la reacción de éste ante los agresivos mensajes.
Pedro Salinas, «Nocturno de los avisos» 119
sentido del humor muy sano de esta insinuación y recuerda la pausa tan hermosa y
tan vital que hicieron Paolo y Francesca en su lectura y que Dante nos evocaba en
la Divina Comedia. Paolo y Francesca hicieron una pausa en la lectura de una his-
toria caballeresca y se besaron, lo que causó su desgracia. Dante lo relata en su
Divina Comedia. Salinas se refiere a lo absurdo del anuncio de la Coca-Cola y lo
contrasta con otras pausas más sublimes (Paolo y Francesca, Jesús en la cruz), para
destacar que la «más trágica» es la de la conocida bebida norteamericana, porque
nada hay más trágico que sugerir una pausa en un mundo enloquecido y trepidante
como lo es el de la frenética sociedad de consumo. Ni siquiera el domingo, pausa
obligada en el mundo de los negocios, tiene sentido: por eso es «la nada entre dos
nadas».
Ahora, cuando hemos sabido que Salinas detestaba la Coca-Cola y que no per-
mitía que fuera bebida en su casa, en Estados Unidos, según ha referido Jaime
Salinas y se refleja en la correspondencia Salinas-Guillén, entendemos mucho mejor
lo irónico y lo aleccionador de esta breve referencia. La simbólica bebida norteame-
ricana era totalmente despreciada por el poeta por lo que tenía de reflejo del maqui-
nismo y la automatización de la sociedad que le había tocado vivir. Javier Varela se
ha referido a ello, glosando las palabras de Salinas en una carta a Jorge Guillén de
julio de 1949, cuando ha señalado: «La máquina y sus desechos niegan la naturale-
za y la historia humana. Entre los claustros góticos de Duke University, se exhiben
insolentes artefactos expendedores de Coca-Cola. Las parejas de estudiantes se
abrazan entre sorbitos del nuevo filtro amoroso. Amanece sobre el césped, cubierto
por un rocío de lucientes cristales: las botellas vacías. La máquina se alza como obs-
táculo en la fruición de la naturaleza.»
Por otro lado, se dice: humo a nada, y es que el anuncio del Lucky Strike repre-
sentaba, en luminosos, una boca que expulsaba intermitentemente humo. Así lo vio
Salinas en un gigantesco panel que dominaba Times Square, en Nueva York. La alu-
sión al verso gongorino multiplica la intención simbólica: «en tierra, en humo, en
polvo, en sombra, en nada.» Y respecto al anuncio del White Horse, la conocida
marca del whisky, «Caballo Blanco», se nos ofrece sublimado en el Pegaso, mítico
caballo volador. Como el Argos de los rascacielos de «Pasajero en Museo» y la
Ariadna recordada en relación con el hilo del laberinto de Creta y el de los tranvías,
Salinas da un nuevo signo irónico a los mitos clásicos en su censura de los inventos
modernos despersonalizados. Frente a este mundo del dentífrico, de la Coca-Cola,
del Caballo Blanco del whisky, y del tabaco rubio del Lucky Strike, revelados ante
el viandante por medio del anuncio luminoso agresivo y sorprendente, comparecen
Pedro Salinas, «Nocturno de los avisos» 121
en el poema los otros mitos, Ariadna, Afrodita y las constelaciones Orión, Cefeo, y
Casiopea, y la estrella Arturo, mitos liberadores, mitos salvadores y regeneradores
de la realidad, que tan necesarios son para superar la realidad circundante con sus
angustias, y, claro está, para verlo todo más claro. Con razón, Manuel Durán asegu-
ra que la superación definitiva de estas situaciones negativas, las hallará Salinas en
El Contemplado, ya que, en efecto, «el poeta iba a encontrar en las grandes fuerzas
de la naturaleza —las estrellas, el mar— una salida al laberinto de la civilización
contemporánea.» Orión, Cefeo, Casiopea son constelaciones, Arturo una estrella, y
con ellas, según Durán, «Salinas ansía borrar esta civilización mecánica y superfi-
cial para volver a algo más sólido, eterno, las estrellas de siempre. Pero el arranque
irónico no puede frenarse y seguirá así hasta el final».
La reflexión metafísica de los anuncios luminosos lleva a Salinas a penetrar, con
un tono muy escéptico y acerado, en los más hondos motivos de la existencia, en la
que el hombre se muestra perdido. Del humo a la nada le sugiere el trasunto de la
vida a la muerte, el anuncio del tabaco; el Caballo Blanco se convierte en servil
montura, sin embargo difícil de hallar; el conjunto de luminosos se ofrece como un
laberinto de la vida, del que no le sacarán ni los hilos de Ariadna (cables del tran-
vía); la oferta del dentífrico revela la pérdida de la belleza, de la lozanía, de la juven-
tud (sugerida más adelante con dos símbolos barrocos: el espejo y el esqueleto); la
mariposa que se aproxima a la luz y se ciega con ella pereciendo al quemar sus alas
(símbolo también procedente de la literatura barroca) revela lo peligroso y falaz del
engaño a los ojos, típicamente seiscentista; el anuncio del «music hall», que podía
contener el renacentista «carpe diem», sin embargo queda vinculado al aviso del
tiempo (a las ocho treinta). Tiempo y vida desencadenan el ascetismo y el desenga-
ño, mientras la figura del príncipe constante (en la comedia calderoniana se recita-
rán dos de los sonetos —el de las estrellas y el de las flores— sobre la caducidad de
la vida y el desengaño más famosos de todo el barroco) reiteran la falsedad —tanto
en lo que parecen como en lo que son— de tantos reclamos propagandísticos: el
espejo, el esqueleto, los huesos, Afrodita y el sueño cierran, con sus respectivas lec-
ciones, esta parte y con ellas la contemplación del poeta. Incrédulo, expresa en la
coda o en el envío final su ansia de trascendencia: Dios, las estrellas, los ángeles y
la primavera final, «sin tiempo», serán los objetivos de las ansias del poeta.
Sobre «Nocturno de los avisos» Salinas escribió un sugerente comentario, insó-
lito en él, tan contrario a explicar su propia poesía. Para Salinas, «Nocturno de los
avisos» es el poema de la calle contemporánea —Times Square en Nueva York— y
de los rechazos y atractivos, tan contradictorios, que provoca en el alma sensible del
poeta: «Pues bien —escribió Salinas dirigiéndose a un auditorio norteamericano—,
122 Didáctica del texto literario
esto, lo urbano, las ciudades y lo social, lo humano en general fueron las cosas que
más me impresionaron de los Estados Unidos». Y, junto a esta impresión general, la
luz, pero ahora una luz diferente, la luz de los anuncios, de los grandes, variados y
multicolores reclamos eléctricos. Una imagen del mundo moderno que se ha valo-
rado como una denuncia del fracaso de la sociedad contemporánea, pero que el
poeta ha ofrecido como admiración y también como «aviso» para caminantes, sim-
bolizado en las hechizas luces: las artificiosas luces, de acuerdo con la primera acep-
ción de este adjetivo en DRAE. «En una calle de éstas, las luces no aclaran nada, no
iluminan, deslumbran. Al contrario, sumen a la persona en una especie de confu-
sión». Poeta al fin, Salinas somete los mitos nuevos del anuncio y del consumo a un
examen de contraste con algunos mitos eternos. El resultado es un poema perfecto
y representativo de su actitud ante el mundo, de su experiencia ante él en un momen-
to determinado. Y la función de este, como de todos los demás que escribió, es tras-
mitirla al lector. «El poema es la primera interpretación, la primera explicación de
mi experiencia vital. El poema me explica una experiencia vital y existe para expli-
carla; y, en cuanto ha tomado ese grado de generalidad, para ser comunicable a otras
personas. Yo no sé si hago bien o mal —termina Salinas— en analizarlo de ese
modo, pero sólo así este poema parece que está completo.»
Jorge Guillén, «Muerte a lo lejos»
«Muerte a lo lejos», tal como explica muy bien José Manuel Blecua, es un sone-
to escrito por Jorge Guillén en Oxford, donde el poeta trabajaba como Profesor
Visitante de la prestigiosa universidad inglesa, el 30 de diciembre de 1930, y corre-
gido y terminado en Valladolid el 26 de julio de 1935. Tiene el poeta cuando com-
pone este soneto 37 años, y por lo tanto la muerte se muestra ya en el horizonte vital,
aunque todavía se siente «a lo lejos». El poema se incluye por primera vez en el libro
Cántico, en la segunda edición, la de 1936, aunque correcciones posteriores realiza-
das en 1942, hacen que la versión definitiva, que aparece en Cántico, de 1945,
observe algunas variantes. El verso 12 decía «con lágrimas». Es corregido, y en las
versiones definitivas figurará «sin lágrimas». La primera lección parecía tener un
valor concesivo: «aun con lágrimas». La segunda confirma esta posición, serena y
escéptica.
El poema nos ofrece al poeta en actitud un tanto estoica, que pone de relieve, sin
embargo, su preocupación, su inquietud, su angustia, quizá irracional, ante la muer-
te, cuya certeza se constata desde el principio al contemplar el futuro propio. Pero
los poemas de Cántico en estos primeros años son poemas positivos, por lo que,
aceptada la certeza y realidad de la muerte, pone en funcionamiento el tiempo y sus
efectos. Un adverbio de tiempo, ‘todavía’, situado a principio de verso, modifica la
sensación de apuro. El poeta, entonces, se sitúa en el presente y muestra la fuerza de
la razón para superar la certeza de la ley severa e incuestionable. Lo cual no impi-
de, que, cuando, tras el presente (todavía, ya) vuelva a surgir el futuro, aparezca una
nota de tristeza, nuevamente dominada por la serenidad de la aceptación. La triste-
za viene provocada, justamente, porque lo que se constata es que el final de la vida
es el final de todo, y nada hay tras la muerte. Por eso será ese día un día «entre los
días el más triste». Y será la ley la que se imponga, no su «accidente», es decir no
su condición inesperada o no esencial.
El poema ha llamado, en este aspecto, la atención de los mejores lectores y crí-
ticos de Guillén, que no se ponen de acuerdo en cuál es exactamente la posición del
poeta. Para Casalduero, Guillén da al encuentro con la muerte «la dignidad de la
obediencia». «Como el fruto cae del árbol así el hombre se separa de la vida; pero
no es juego de un capricho loco, sino acción de una norma que todo lo abraca.
Guillén piensa en la muerte de una manera concreta, en su muerte —me, mí, mi—,
aún deja aparecer el cementerio —el muro blanco de los versos tres y trece— ilumi-
nado por una luz doble, naturalísima primero y de pura imaginación después. Junto
a los blancos llenos de oro y color de la ‘luz del campo’, ese blanco con claridad de
sueño de ‘el muro cano’».
Jorge Guillén, «Muerte a lo lejos» 125
El mismo Jorge Guillén tuvo oportunidad de dar su propia opinión sobre la rela-
ción de este soneto con Quevedo y su pensamiento, distante sin duda del poeta con-
temporáneo. Lo hizo en un comentario epistolar al libro de Carmen Bobes,
Gramática de Cántico, donde la estudiosa aseguró: «Guillén centra el tema en la
muerte del poeta, como fin de la actividad creadora que es el camino de la perviven-
cia, de la fama». Y Jorge Guillén le escribió lo siguiente. «La muerte no está previs-
ta por el animal, pero sí por el hombre. No se piensa una sola vez en el fin mortal.
Tengamos presente el hecho más obvio: se muere en los últimos instantes de la vida.
No hay mayor antípoda en este punto que nuestro gran Quevedo. La vida: un ir
muriéndose. La muerte: umbral de una vida sin fin. En las dos mil páginas de Aire
nuestro y de Otros poemas se repite sin fin: la vida es vida y la muerte es muerte de
verdad. Cristiano incrédulo, el autor no acepta la supremacía de una muerte que dé
sentido a nuestro breve tránsito por este Globo. Morir es triste, pero normal: “ley, no
accidente”. Todo en términos de Natura, nada más».
Jorge Guillén, «Muerte a lo lejos» 127
Torerillo en Triana
frente a Sevilla.
Cántale a la Sultana
tu seguidilla.
Arenas amarillas,
palcos de oro.
Quién viera a las mulillas
llevarme el toro.
Relumbrar de faroles
por mí encendidos.
Y un estallido de
oles en los tendidos.
130 Didáctica del texto literario
Arenal de Sevilla,
Torre del Oro.
Azulejo a la orilla
del río moro.
Azulejo bermejo,
sol de la tarde.
No mientas, azulejo,
que soy cobarde.
La puente no la paso,
no la atravieso.
Envuelto en oro y raso
no se hace eso.
Zapatilla escotada
para el estribo.
Media rosa estirada
y alamar vivo.
Copote de paseo.
Seda amarilla.
Prieta para el toreo
la taleguilla.
La verónica cruje.
Suenan caireles.
Que nadie la dibuje.
Fuera pinceles.
Banderillas al quiebro.
Cose el miúra
el arco que le enhebro
con la cintura.
Torneados en rueda
tres naturales.
Y una hélice de seda
con arrabales.
Me perfilo. La espada.
Los dedos mojo.
Abanico y mirada.
Clavel y antojo.
Si salgo en la Maestranza,
te bordo un manto,
Virgen de la Esperanza,
de Viernes Santo.
Uno de los poemas de los que Gerardo Diego se sintió mas orgulloso fue sin duda
su «Torerillo en Triana», incluido en su libro taurino La suerte o la muerte. La gra-
cia y elegancia de sus versos permanecen hoy tan vivas como indiscutibles y justi-
fican su presencia en todas las antologías. Tres aspectos deben ser destacados a la
hora de comentar este poema: su historia particular, su tradicionalidad y su origina-
lidad compositiva.
La historia particular comienza en 1924 y puede ser conocida a través de diver-
sos documentos de la época, pero posiblemente ninguno tan interesante como el
epistolario entre el poeta y José María de Cossío, gran aficionado a la poesía tradi-
cional y a los toros, aspectos ambos que este poema recoge absolutamente. A prime-
ros de 1926, Cossío comienza la preparación de su Antología de poesía taurina
española y Gerardo colabora activamente en la búsqueda de poemas, entre ellos, los
poemas taurinos de Lope de Vega en Peribáñez y el Comendador de Ocaña sobre
los que hablan en cartas de febrero de 1926. El 25 de noviembre de ese año Gerardo
Diego le envía un poema taurino, para la Antología, hecho por él mismo: «Torerillo
en Triana»: «nada más para mandarte este “Torerillo” por si llega a tiempo y no es
indigno de tu Antología. Tengo miedo de que me haya salido una cosa como de Luis
de Tapia; ¡es tan difícil! Tú me dirás tu leal parecer». El 6 de diciembre, Cossío con-
testa entusiasmado: «Muchísimas gracias. Los versos son deliciosos. No temas que
recuerden a Luis de Tapia. A mí me han recordado y creo que tú las recordabas al
escribirlos, las seguidillas de Lope de Vega en algunas de sus comedias. Son además
muy características de lo que yo pienso de la generación vuestra de poesía, y de que
os ad os hablaremos. Figurarán en la Antología y serán de las cosas mejores de ella.
Sólo con que tú hayas escrito tu “Torerillo en Triana” y Alberti su “Corrida de toros”
me doy por pagado y satisfecho de haber emprendido mi Antología».
Muchos años más tarde, en 1970, Gerardo Diego relataría orgulloso, en Versos
escogidos, la importancia que para él tiene este poema tanto en la historia de su poe-
sía como en la propia historia de la poesía taurina española, cuya trayectoria a esa
altura de nuestro siglo resultaba desoladora, debido a los bodrios poemáticos que
estaban escribiendo algunos «especialistas» como el temido Luis de Tapia, poeta y
periodista de la época, muy conocido por sus fáciles «Coplas del día», que cotidia-
namente aparecían en los periódicos de aquellos años veinte y treinta. Para Diego la
poesía taurina era algo muy distinto, y el comienzo de sus intentos está en el poema
lopesco, donde reside el secreto de la calidad de la poesía taurina de Gerardo: su
entronque con la tradición clásica española más pura: «Mi primera poesía taurina,
“Torerillo en Triana”, data de 1926, del mismo año que la inmediata “Elegía a
Gerardo Diego. «Torerillo en Triana» 133
Joselito”. En esa fecha ni Lorca ni Alberti habían publicado poesía de toros. Por otra
parte en mi “Torerillo” el modelo bien visible es Lope más aun que la poesía popu-
lar de nuestro siglo. No pensé por el momento insistir más. Me parecía un tema muy
peligroso y que conduciría al amaneramiento o a la vulgaridad de reseña taurina».
Como señalamos, uno de los grandes valores de la poesía taurina de Gerardo
Diego es la fusión en ella de la tradición y la vanguardia. Y en el primer aspecto, la
tradición, vuelve a aparecer la poesía de Lope de Vega, y, con ella, todo su entron-
que tradicional. Porque una de las notas definitorias del estilo poético de Lope es su
inagotable habilidad para recibir temas y motivos de la lírica tradicional que él
mismo convertía en tradición popular dentro de su ingente obra poética y dramáti-
ca. Y uno de los ejemplos que suele ponerse para mostrar esta facultad es la conoci-
da y extensa serie de «seguidillas del Guadalquivir», que Lope comienza a hacer
aparecer en su obra a partir de 1602 en El amante agradecido, donde figura aquella,
tan conocida:
Sevilla y Triana
y el río en medio:
así es tan de mis gustos
tu ingrato dueño.
Que tiene variaciones en la comedia Amar, servir y esperar, del tipo de:
Junto a esta forma de construir el poema hay que destacar la presencia del arte
de vanguardia en las seguidillas, revelada sobre todo a través de la imagen creacio-
nista muy presente en este conjunto, del tipo de «azulejo bermejo sol de la tarde»,
que nos remite a las «barbas granate» de la «Baladilla de los tres ríos» de Federico
García Lorca, donde también el sol del atardecer enrojece el conjunto. El color del
río Guadalquivir, aquí se concentra en la imagen del verde, reflejada en el aceite
(«Guadalquivir tan verde / de aceite antiguo») continuación de una secuencia cro-
mática que culminará en las imágenes creacionistas, aunque de origen popular-tra-
dicional, a la hora de captar los colores del vestido del torero: «Tabaco y oro. Faja
/ salmón. Montera. / Tirilla verde baja / por la chorrera». El relato final de la faena
taurina, enriquecida por las imágenes taurinas tradicionales, se completa con algu-
nas de vanguardia, procedentes de gestos futuristas, del tipo de «Torneados en rueda
/ tres naturales. / Y una hélice de seda / con arrabales». Como podemos advertir por
todos estos procedimientos, la originalidad compositiva está basada, una vez más en
la obra de Gerardo Diego, en la permeabilidad de sus dos consabidas modalidades
o estilos: tradicional y vanguardista. En este caso, Gerardo Diego ha tomado un
tema tradicional, recogido en Lope de Vega, y ha cantado una fiesta popular, en un
contexto urbano especial, los toros en Sevilla, y con todo ello, ha creado un poema
en el que el impresionismo y la vanguardia han hecho todo lo demás.
Desde el punto de vista expresivo hay que destacar en este poema ya la que será
norma habitual en todos los textos taurinos de Gerardo Diego. Junto a las brillantes
imágenes ya comentadas, comparecen términos especializados del mundo de los
toros o relativos a la fiesta, que aquí se amplían a otras palabras alusivas a aspectos
de Sevilla. Algunos de estos vocablos se refieren a la vestimenta del torero (junto a
medias o zapatillas aparecen también montera, taleguilla). Igualmente comparecen
las partes de la faena (banderillas) o los nombres de los pases (verónica, naturales),
así como los dichos del público entendido (mojar los dedos es clavar el estoque
hasta el fondo). Incluso, la ganadería: un miura es un temido toro de ganadería de
Miura, famosos por su bravura y peligro. Del mundo sevillano destacan también
algunas alusiones muy especializadas: el río es moro, porque la Torre del Oro es
almohade; la Virgen de la Esperanza es la Esperanza de Triana, no la Macarena,
(también Esperanza, pero de Sevilla). Sanlúcar es la localidad donde desemboca el
Guadalquivir.
Respecto al contenido de este poema taurino hay que destacar que está plena-
mente ambientado en el mundillo sevillano del toro, con Triana frente a Sevilla.
Andrés Amorós ha señalado que «El título resume la situación básica. Sevilla vista
136 Didáctica del texto literario
desde Triana, el barrio popular al otro lado del río, un barrio taurinísimo, vincula-
do a la figura de Juan Belmonte, cuyo monumento se alza en el Altozano, junto al
río (más recientemente, Emilio Muñoz, y en alguna medida Francisco Rivera
Ordóñez). Canta el poema la ilusión de un joven trianero por triunfar en la
Maestranza y volver a Triana cruzando el puente a hombros de los aficionados».
Alude igualmente al espíritu ilusionado, alegre y positivo que muestra este poema
al toreo como un juego y no como una tragedia. La proximidad de Gerardo Diego a
la gracia andaluza también ha sido destacada, ya que en este poema se hace visible
por forma, por contenido y por ambiente, todo el encanto del mundo del toro anda-
luz, y más concretamente sevillano y trianero.
Un poema, por tanto, con el que Gerardo Diego inicia la que sería su magna obra
taurina, que reuniría primero en su libro La suerte o la muerte, y que continuaría a
lo largo de toda su vida. En tal sector de su producción no sólo se glosaron las suer-
tes del toreo y las figuras más representativas sino todo un sentimiento de la fiesta
de los toros como confluencia de juego y tragedia, de espíritu heroico y de habili-
dad técnica, de alto contenido estético y de extraordinaria tradición hispánica. Todo
ello lo llevó muy dentro Gerardo Diego y lo supo expresar en poemas como el que
acabamos de comentar.
Vicente Aleixandre, «Padre mío»
A mi hermana
Huérfano de ti, menudo como entonces, caído sobre una hierba triste,
heme hoy aquí, padre, sobre el mundo en tu ausencia,
mientras pienso en tu forma sagrada, habitadora acaso de una sombra
amorosa,
por la que nunca, nunca tu corazón me olvida.
Vicente Aleixandre, «Padre mío» 139
Una España en la que este libro, como Hijos de la ira de Dámaso Alonso, se con-
virtió, sin embargo, en una orientación para los más jóvenes, como ha señalado
Gonzalo Sobejano, un camino que se podría seguir en poesía entre tanta lírica triun-
fal y elegante de formas y ritmos, grandilocuente y sonora. «En ambos casos —
como ha señalado Sergio Arlandis— el poeta parecía reconciliarse con la realidad
como testigo privilegiado del sufrimiento del hombre».
Sombra del paraíso, en efecto, se convirtió en ejemplo en aquellos años de
Posguerra, lo seguía siendo en los setenta, cuando Aleixandre recibe el premio
Nobel de Literatura, como representante de una poesía española muy concreta, y aun
hoy mantiene registros que nos permiten descubrir nuevos matices de intensidad y
de vida, de enfrentamiento con la realidad de hombre en el mundo, que, por encima
de las adversidades, manifiesta su inquebrantable y esencial vitalismo, lo que se
refleja en diferentes soluciones poemáticas, ya que la diversidad y la variedad de sus
composiciones, va marcando matices distintos a lo largo de este poemario cohesio-
nado y unitario, sin embargo. Un libro tan complejo no puede, en efecto, ser defini-
do o caracterizado como libro total sobre la base exclusiva de unos cuantos poemas,
o quizá, como ha hecho la crítica habitualmente, tras la lectura de los poemas más
conocidos del libro, como «Ciudad del paraíso» «A una muchacha desnuda»,
«Criaturas de la aurora» o «Primavera en la tierra», por citar algunos poemas desta-
cados y siempre citados.
Como uno de esos espacios diversos, distintos, diferentes, que conforman la rea-
lidad total de Sombra el paraíso, hoy reparamos en un poema, «Padre mío», no teni-
do muy en cuenta por la crítica especializada, y, sin embargo, fundamental para
entender ese componente autobiográfico a que aludíamos, de Sombra del paraíso,
que en nada, en absolutamente en nada, resta universalidad al dolorido sentir de este
poeta que sufre y añora el paraíso perdido. Porque no se puede olvidar que Vicente
Aleixandre escribió el 29 de agosto de 1941, cuando componía los poemas de
Sombra del paraíso, que «mis poemas no suelen ser historia inmediata, sino histo-
ria absoluta». Pero, en definitiva, podríamos añadir historia, historia propia.
Cuando Vicente Aleixandre, como hemos señalado en otra ocasión, está entran-
do en la madurez de sus cuarenta años cumplidos, su realidad vital personal es cono-
cida. Aleixandre nunca tuvo buena salud, y cuando escribe el libro habla de sí
mismo, aunque hable también del mundo. «Mi fe en la poesía es mi fe en mi iden-
tificación con algo que desborda mis límites aparenciales, destruyéndome en el más
hermoso acto de amor, y cuando yo canto, hablo de mí pero hablo del mundo, de lo
que él me dicta, porque esto es la inspiración: hervor en el reducido recinto del cora-
Vicente Aleixandre, «Padre mío» 141
Primera parte
Segunda parte
1ª Orfandad (4 vv.)
2ª Tinieblas (5 vv.)
3ª Soledad (4 vv.)
Porque la evocación del padre, el recuerdo del padre, queda asimilado a la luz,
mientras que el poeta está sumido en la tiniebla, asumiendo para sí mismo la califi-
cación de «oscuro». Sin embargo, hay que advertir que la primera mención de las
sombras, tiene un intenso sentido metafísico, ya que se inicia evocando al padre
muerto, e imaginándolo en su reino, pero el «reino de las sombras».
La luz y la oscuridad se perciben por la vista, y las sensaciones que experimen-
ta el poeta tienen relación con la visión. Por ello la primera imagen que nos trans-
mite del padre, está basada en los ojos (continuos), de los que se desprenden las dis-
tintas imágenes de la luz. Posteriormente, la descripción del padre recorrerá otros
componentes de su figura humana, pero ahora únicamente son esos ojos continuos
Vicente Aleixandre, «Padre mío» 143
los que se hacen presentes en esta obertura de luz frente a la tiniebla presente. Y en
esta evocación inicial no podía faltar la referencia al nacimiento, directamente rela-
cionada con el padre: «Allí nací, crecí; de aquella luz pura / tomé vida…»
frente (poderosa)
mente (completa)
ojos (benévolos)
brazos (que ciernen la luz)
Para concluir con una nueva referencia al «nacimiento» del propio poeta y a la
luz (tranquila, no heridora a mis ojos de niño). Interesante también es la referencia
a la levedad de la niñez, que reiterará más adelante, cuando evoque: «pisé leve,
estrené brisas». Ahora es el recuerdo de la infancia etérea, sin peso: «Leve, leve, /
resbaló así la niñez como alígero pie sobre una hierba noble.» Sergio Arlandis se ha
referido a este pasaje y ha señalado que «la dimensión temporal del Aleixandre adul-
to encuentra su particular añoranza en una edad en la que se sentía libre, ligero y
leve frente a la rigidez del cuerpo que le coarta su expansión unitiva. De ahí también
que las imágenes de la infancia (y por asociación aquellas que pertenecen al mar
luminoso, al cielo, etc.) estén sintomáticamente marcadas por su ingravidez y eva-
nescencia.»
144 Didáctica del texto literario
Tras estos dos extensos períodos seguirá otro más breve, de tan solo cinco versí-
culos, en el que Aleixandre, muy en la línea de todo su libro, sitúa a su padre en la
realidad cósmica, sobredimensionado en su figura humana que traspasa el recuerdo
real para alzarse como una criatura inmensa en su estatura, en su integración en
espacios llenos, una vez más, de luz en un azul purísimo, como se indica con uno de
los superlativos tan propios del Aleixandre lector de la mística.
En realidad, Aleixandre está universalizando la figura del padre y elevándola por
encima de lo autobiográfico para referirse a un plano mítico, superior, desligado de
su propia realidad autobiográfica. Es lo mismo que ocurre en Sombra del paraíso
con poemas como «Ciudad del paraíso» y la Málaga de la infancia, o con «Hijos de
los campos», que, como ha señalado Arlandis, «no parecen distinguirse por su vin-
culación directa a cualquier circunstancia personal, pues son visiones de aquel hom-
bre genesiaco […] difícilmente se puede vincular al recuerdo del propio padre; más
bien está hablando de un ser sobrenatural o mítico.»
Una de los motivos muchas veces reiterados en Sombra del paraíso, y en otros
libros aleixandrinos, tiene que ver con el nacimiento, inicio de la vida, cuando el ser
humano comienza en el mundo su camino. En el nacimiento está el padre y con el
nacimiento lo relaciona el poeta en su bondad. El elogio de la bondad del progeni-
tor tiene en el siguiente período paraestrófico instancias que la ponen en relación
Vicente Aleixandre, «Padre mío» 145
Pero, al contrario que en «Mar del paraíso», en el que se lleva acabo un regreso
a la luz del mar de la infancia desde el presente adverso, de tierra y de polvo, lo que
146 Didáctica del texto literario
se hace ahora es vincular el idílico recuerdo infantil a la figura del padre, de nuevo
protector, convertido ahora en un bosque que le preserva contra el viento. Será pos-
teriormente, en las tres estrofas finales, cuando el poeta, como suele hacer en todo
el libro, refleje su presente negativo, que en el caso de este poema reserva para las
últimas estancias poemáticas:
Como ha descrito Dario Puccini, «más allá de su casi general acento de vibrada
emoción, estas composiciones ponen al descubierto movimientos anímicos bien pro-
fundos y revelan una crisis no contingente, sino existencial; y acaba estableciendo
una sutil relación —hasta ahora contrastada o negada— entre el poeta y la realidad
e inaugurando una andadura humana y comunicativa. Por tanto, la exploración de
varias regiones del ser, iniciada bajo el vacío signo del pesimismo, se concluye en
cambio con un imprevisto, pero en el fondo bien motivado, retorno al propio yo
148 Didáctica del texto literario
El río Guadalquivir
va entre naranjos y olivos.
Los dos ríos de Granada
bajan de la nieve al trigo.
¡Ay, amor
que se fue y no vino!
El río Guadalquivir
tiene las barbas granates.
Los dos ríos de Granada
uno llanto y otro sangre
¡Ay, amor
que se fué por el aire!
¡Ay, amor
que se fue y no vino!
¡Ay, amor
que se fue por el aire!
¡Ay, amor
que se fue y no vino!
¡Ay, amor
que se fue por el aire!
Forma parte de su libro Poema del cante jondo; por tanto, se publicó en Madrid
en 1931 como una especie de prólogo del que habría de ser su poemario dedicado al
cante andaluz. Pero el poema, como todos los que componen la obra, escritos en
noviembre de 1921, fue compuesto mucho antes; éste, en concreto, posiblemente en
1922, ya que el poeta lo incluye en una de sus cartas a su amigo Melchor Fernández
Almagro en diciembre de 1922.
Se dio a conocer por primera vez en el número 5 de la revista madrileña
Horizonte-Arte, literatura, crítica, en 1923, y luego en Nueva York, en un folleto de
la Universidad de Columbia, homenaje a «La Argentina» (Antonia Mercé) en 1930.
Allí recibió el título de «Balada de los tres ríos». Pero en la revista se tituló
«Baladilla de los tres ríos (Popular)».
Nos hallamos ante un poema de corte muy tradicional, lo que ya pone de relieve
el título de «balada», luego modificado con sentido afectivo en «baladilla». Tal tipo
de poema pone de manifiesto que se va a tratar de un poema en teoría coral, que res-
Federico García Lorca, «Baladilla de los tres ríos» 151
ponde a ambientes de canto populares. Y en efecto, García Lorca maneja toda una
serie de elementos estructurales encaminados a conseguir este carácter popular con
su poema.
A la expresividad de esta canción contribuye plenamente la estructura estrófica
de corte tan tradicional. El poema está compuesto por una sucesión alternante de
cuartetas octosílabas, rimadas en asonancia alterna en los pares, y un falso estribillo
o versos que se repiten con ciertas variaciones y que van rimando con la cuarteta o
mudanza que les precede. Se trata, pues, de una estructura tradicional de mudanza y
estribillo aunque reformada por el poeta, ya que, por ejemplo, el estribillo es cam-
biante (alterna dos tipos) y las cuartetas finalmente serán sustituidas por dos parea-
dos.
Nos encontramos, por consiguiente, ante una versificación de tipo tradicional,
constituida por elementos pertenecientes a una larga trayectoria literaria, cuyos orí-
genes se remontan a la versificación medieval peninsular. Sin embargo, el estribillo
ahora tiene una finalidad estructural y estilística muy concreta y distinta de la origi-
naria, consistente en un simple acompañamiento coral. Aquí, por el contrario, la
repetición de los versos, comenzados por la interjección tan expresiva y con entona-
ción entre signos exclamativos, va interrumpiendo las evocaciones paisajísticas
como queriendo en cada momento recordar el dolor producido por ese amor que se
fue para siempre.
En torno a la tradicionalidad del estribillo, hay que destacar su procedencia de
una canción popular de «Los peregrinitos» que fue recogida en Granada por
Menéndez Pidal en 1924, y que es diferente de la versión de «Los peregrinitos» que
difundió García Lorca. En la de Menéndez Pidal, según recuerda Mario Hernández,
hay un estribillo que dice «Ay, ay, amor, ay, amor, ay, amor, ay, amante, / ay, amor,
que no puedo olvidarte», que Lorca combinó, en este poema, con otro popular, reco-
gido en su Tragicomedia de don Cristóbal: «Por el aire van / los suspiros de mi
amante, / por el aire van, / van por el aire.»
Tal estructura, indudablemente, tiene una clara función estilística, ya que el poeta
lo que pretende en esta canción es enfrentar o comparar las dos Andalucías que él
tan bien conoce y ama. En todo el mundo poético lorquiano, sobre todo en su pri-
mera época, hay constantes referencias a la geografía andaluza, y frecuentemente
adquieren el carácter de enfrentamiento o comparación. Aunque tales com-
paraciones pueden llevarse a cabo entre distintas capitales (Córdoba, Málaga,
Sevilla, Granada) lo más frecuente en Lorca es la evocación contrastada de Sevilla
y Granada como símbolos de las dos Andalucías, cada una con su idiosincrasia, la
152 Didáctica del texto literario
Otro aspecto muy interesante del estilo del poema lo constituye la economía ver-
bal del mismo, es decir, la práctica ausencia de verbos, sólo presentes como meros
enlaces de la construcción imaginística y simbólica del poema. Puesto que la bala-
dilla se pretende configurar como una serie de cuadros plásticos, estáticos, represen-
tativos de las dos Andalucías, la ausencia de verbos es la consecuencia lógica de tal
intención. Obsérvese que en la primera cuarteta sólo aparecen dos verbos de movi-
miento (va, bajan). y en la segunda, uno sólo, prácticamente insignificante, que se
repite en la tercera cuarteta (tiene). En esta tercera aparece el único verbo metafóri-
co de todo el poema (reman) que constituye la excepción de cuanto decimos. En la
cuarta, no hay ningún verbo, y en los pareados apenas tres y uno de ellos repetido,
todos también poco significativos y pobres (dirá, lleva, lleva).
Está claro, pues, que la urgencia del poeta es mostrar, estáticamente, los símbo-
los, y elaborar la representación de su Andalucía como algo permanente, por más
que los ríos, entes de la naturaleza en movimiento, requieran verbos que esta activi-
dad reflejan. Parece como si el poeta pretendiese asegurar que los ríos se mueven
pero representan una verdad inmóvil: que cada Andalucía es como es.
En una conferencia que García Lorca leyó en Granada el 19 de febrero de 1922,
en la época en que escribió la baladilla, se ocupó el poeta de la «Importancia histó-
rica y artística del primitivo cante andaluz llamado “cante jondo”», y allí hizo refe-
rencia el poeta a una serie de rasgos de este «cante» que definen muy bien, precisa-
mente, el sentido, la temática y las cualidades estilísticas del poema que comen-
tamos, como integrado en un mundo que Lorca, a través de su Poema del cante
jondo, quiere exaltar y definir.
Destacaba Lorca en su conferencia que, aparte de lo musical, lo que interesan son
los poemas y sus contenidos, la representación del Dolor y de la Pena, la «estiliza-
ción», el «ambiente» y la «justeza emocional», las metáforas y, sobre todo, la capa-
cidad de síntesis: «Causa extrañeza y maravilla —escribía Federico García Lorca—
cómo el anónimo poeta del pueblo extracta en tres o cuatro versos toda la rara com-
plejidad de los más altos momentos sentimentales de la vida del hombre». Y final-
154 Didáctica del texto literario
mente, haciendo referencia a las diferentes Andalucías, concluye: «Ya vengan del
corazón de la sierra, ya vengan del naranjal sevillano o de las armoniosas costas
mediterráneas, las coplas tienen un fondo común: el Amor y la Muerte...»
En tal contexto, inevitablemente hay que situar la «Baladilla de los tres ríos» y
observar cómo este poema, igual que todos los que componen el libro, responde a
un momento espiritual y anímico en que Lorca, encariñado como nunca con su tie-
rra, iniciaba la universalización de lo puramente autóctono, al saber trasmitir los
grandes sentimientos humanos a sus canciones. La baladilla no es por ello sólo un
poema-mapa lírico, sino que asciende a ser la representación de un mundo anímico
extraordinario en el que se ven implicados poeta, paisaje, tierra y sentimientos
humanos. De ahí, la presencia del estribillo con su contenido desolador, de amor que
se fue y no vino, de amor que se fue por el aire. Tierra, agua, fuego y aire de un
momento, de un paisaje y de un poeta de España.
Carmen Conde, «Un momento en Manhattan»
Y,
¿no piensas tú, Manhattan
(no piensas, lo sé; lo he visto
que careces ya de tiempo
para pensar), que tu ansia
de conseguir el espacio
cada día más te aleja
de tu origen...?
En el mes de junio de 1974, Carmen Conde viajó a Nueva York para dar unas
conferencias, invitada por diversas universidades norteamericanas. La impresión
que a la escritora causó la gran ciudad, quedó plasmada en tres poemas, de diferen-
te extensión y distinto metro, que agrupó con el título de «Un momento en
Manhattan», y que incluyó al final de su libro Corrosión en 1975, cerrando un volu-
men para el que la escritora había construido una lírica existencial desgarrada y
dolorida, en la que su análisis de la vida y del mundo revela preocupaciones e
inquietudes muy profundas. La deshumanización del mundo contemporáneo, la pér-
dida de los más entrañables valores de la convivencia, de la relación con los demás,
desata una poesía hondamente preocupada por la destrucción en esta hora del
mundo. El poema que cierra la serie es el que nos ocupa, «Y / no piensas tú,
Manhattan».
El atractivo, indudable, que para algunos poetas españoles ha tenido la ciudad de
Nueva York, ha dado lugar a una muy nutrida literatura sobre la populosa urbe nor-
teamericana. Rubén Darío («La gran cosmópolis»), Juan Ramón Jiménez (Diario de
un poeta reciencasado, Espacio), José Moreno Villa (Pruebas de Nueva York,
Jacinta la Pelirroja), Federico García Lorca (Poeta en Nueva York), Pedro Salinas
(Todo más claro y otros poemas), Rafael Alberti (Versos sueltos de cada día), José
Hierro (Cuaderno de Nueva York) son nombres que han creado la historia de la
visión hispánica de una ciudad absolutamente sobrecogedora. A tales poetas, se
podrían añadir otros muchos, y un libro de un hispanista que vivió en Nueva York,
Dionisio Cañas, lo glosa con lucidez. En efecto, El poeta y la ciudad. Nueva York y
Carmen Conde, «Un momento en Manhattan» 157
los escritores hispanos constituye un original viaje por la poesía neoyorquina crea-
dora de una singular y patética imagen de la ciudad. Pero en el libro de Cañas nada
se dice de Carmen Conde ni de algunos de los otros poetas antes citados.
Nos podemos trasladar, tras estas reflexiones iniciales, unos años atrás en el
tiempo a 1929, a Federico García Lorca y a Poeta en Nueva York. Muerte y violen-
cia, frustración y angustia, muerte presente y muerte presentida, están patentes en
tantos poemas de Poeta en Nueva York, como ocurre en esa especie de villancico
laico, que no es otra cosa que «Navidad en el Hudson» cuando se nos ofrece ante
nosotros una de las imágenes más representativas de la ciudad de Nueva York, el río
Hudson, uno de los dos ríos que fluyen y dejan en su intermedio a la isla de
Manhattan, en el centro mismo del gran Nueva York, donde vivió Lorca, ya que
Columbia University está situada en el West Side, lindera con el barrio de Harlem.
El Hudson, que baña la isla por el Oeste, es la representación de la sobrecogedora
soledad de la ciudad, es la representación máxima del Nueva York gigantesco y
temido, y su imagen aparece en el libro varias veces. Y sobre todo en un poema que
constituye el centro mismo de la obra, escrito el 27 de diciembre de 1929, justo en
plena Navidad de aquel año. Su título «Navidad en el Hudson»:
¡Esa esponja gris!
¡Ese marinero recién degollado!
¡Ese río grande!
¡Esa brisa de límites oscuros!
¡Ese filo, amor, ese filo!
Estaban los cuatro marineros luchando con el mundo.
Con el mundo de aristas que ven todos los ojos.
Con el mundo que no se puede recorrer sin caballos.
Estaban uno, cien, mil marineros,
luchando con el mundo de las agudas velocidades,
sin enterarse de que el mundo
estaba por el cielo.
Sabemos, por las cartas a su familia, que Lorca asistió, la noche del 24 de diciem-
bre de 1929, a la Misa del Gallo en la Iglesia de San Pablo Apóstol, o de los Paúles,
de Nueva York, situada en la esquina de Columbus Avenue y la calle 60, y allí escu-
chó todo el ceremonial del catolicismo norteamericano muy presente en este poema
escrito unos días más tarde: «Después —escribe a su familia— fuimos a la misa del
gallo a la Iglesia de los Paúles, donde cantaron una misa magnífica con coro de
niños y oficiaron con una solemnidad sorprendente. Aquí pude ver lo vivo que está
158 Didáctica del texto literario
el catolicismo en este país, porque tiene que luchar con protestantes y judíos que tie-
nen en la acera de enfrente sus iglesias». Lorca, en sus cartas a sus padres y herma-
nos, suele ser muy optimista y benévolo, y constantemente ante ellos crea un clima
engañoso de bienestar y entusiasmo que no se correspondía con la realidad. No
podía hacer otra cosa, porque de otra forma su familia se hubiera alarmado.
Pero en su poesía, como a su regreso haría en sus conferencias y declaraciones,
se muestra de forma muy diferente. Así de aquellos cánticos que describe con afec-
to, pasan al poema sensaciones muy diferentes. El Aleluya de Haendel se hace pre-
sente en sus versos con el coro entusiasta al que el poeta no se siente unido en abso-
luto: «Cantaba la lombriz el terror de la rueda... cantaba el oso de agua... y todos
cantaban aleluya, aleluya... Cielo desierto... es lo mismo, lo mismo, aleluya...» El
poeta se siente situado en uno de los momentos de mayor soledad de todo el libro,
justamente esa misma soledad que es uno de los temas fundamentales en la obra. Y
se siente solo, una vez más, entre la multitud, porque se siente alejado desde un
punto de vista muy personal de la sociedad que rechaza su propia condición de ama-
dor limitada y prohibida.
Los buenos lectores de Lorca saben que el viento, el aire, la brisa son represen-
taciones simbólicas del amor y de su fuerza. La brisa de límites oscuros no puede
ser otra que la realidad del amor tal como Lorca lo entiende. Amor que, como en los
místicos, como en los Sonetos del amor oscuro, produce dolor: «ese filo de amor,
ese filo». Y para confirmar esta realidad, aparece la palabra hueco, en el verso «lo
que importa es esto. Hueco. Mundo solo. Desembocadura». En el «Nocturno del
hueco», otro de los poemas claves de Poeta en Nueva York, expresa Lorca el signi-
ficado de ese amor perdido y ya imposible que ha dejado en él un gran hueco per-
sonal y produce en él el gran hueco del mundo que le ordena, el vacío y la soledad.
Ahora reitera ambos conceptos uniéndolos de nuevo y relacionándolos con la pre-
sencia del gran río, el río con el que el poeta se identifica, símbolo de la soledad,
porque solo llega a su desembocadura. «Lo que importa es esto: hueco. Mundo solo.
Desembocadura». Después de haber insistido una y otra vez en la soledad metafísi-
ca del poeta, de la ciudad y del mundo que le rodea: «El mundo solo por el cielo
solo».
La soledad, el amor y un tercer gran tema de Poeta en Nueva York se hace pre-
sente en los versos de este interesante poema: la pérdida de la fe religiosa, que tiene
otras representaciones en el libro como el poema «Grito hacia Roma» o «Iglesia
abandonada» o en poemas relacionados directamente con el nacimiento y muerte de
Jesús, como «Nacimiento de Cristo» o «Crucifixión», y especialmente este de
«Navidad en el Hudson».
Carmen Conde, «Un momento en Manhattan» 159
Le arrancó el policía
—era un muchacho negro—
la pequeña botella de pobre naranjada
que sorbía en el metro.
Con un seco codazo, golpeó, sin moverse,
el cristal de la puerta en que estaba apoyado.
Luego, ufano, tranquilo,
se pasó a otro vagón
quedando en el cristal,
como una abierta araña furibunda,
su juvenil protesta.
Las imágenes negativas de la gran ciudad, reflejadas en la opresión policial y en
la simpatía hacia el más débil, se concentran en el lacónico poema que precede al
antes transcrito, en el que el día y el color blanco aparecen descodificados y adquie-
ren componentes innovadores paradójicos y llenos de negros presagios: «Día en
blanco, es decir, / que se ha muerto sin vida de su muerte.»
Soledad, incomprensión, incomunicación, indiferencia, son sentimientos que
surgen de esta visión de la gran ciudad norteamericana como rechazo a lo que sim-
boliza, sin duda su prepotencia económica símbolo del capitalismo y de la sociedad
materialista norteamericana. La reacción del poeta se concentra en sus reflexiones
cotidianas:
De todos modos voy,
indiferente a veces, por tus largos
tubos de sombra,
tus frías hondonadas de avenidas
con los ojos al cielo acribillado
de ventanas cegadas,
sin que nadie las mire.
Se trata, por tanto, de una visión de la ciudad y de una ciudad concreta de impor-
tantes resonancias literarias, que contiene unas reacciones vinculadas a la tradición
literaria hispánica de la gran ciudad: deshumanización, opresión social, alucinación,
soledad, indiferencia. Nueva York entra de nuevo en nuestra literatura a través de la
mirada de un poeta de casi ochenta años, que experimenta, en curiosa transmutación
literaria, los mismos sentimientos que muchos años antes, otro poeta, bastante más
joven, había creado para la literatura española: Federico García Lorca.
162 Didáctica del texto literario
Con ninguno de los poetas que llevaron Nueva York a su poesía tiene mucho que
ver el libro Cuaderno de Nueva York, de otro gran poeta, José Hierro, publicado en
1998. Camina José Hierro por senderos propios. Vive en la ciudad como habían
hecho otros poetas pero no dramatiza el espacio urbano, no lo hace tragedia, ni tan
siquiera asombro. Se trata de un poeta contemporáneo, con actitud contemporánea
ante una ciudad sumamente atractiva, pero una ciudad habitable, admirable.
La originalidad de Hierro se basa en tres aspectos fundamentales: vivencia de los
lugares de la ciudad que a él le resultan más atractivos, como mera referencia local;
superación de pasiones contrarias a la gran urbe; admiración y seducción vital por
la ciudad y el mundo de la ciudad en los años noventa. Su realismo poético, si es
que lo podemos llamar así, supera cualquier referencia establecida. El poeta vive en
la ciudad. Y lo más interesante de esta afirmación no es «la ciudad» sino que «vive».
Importa, habida cuenta de las anteriores anotaciones, reflejar la calidad y la intensi-
dad de la poesía misma que este libro constituye. Y lo primero que llama la atención
al lector es la estructura, sólidamente trabada, del poemario. Utiliza el autor, para
relacionar los variados materiales que el libro construyen, dos voces poéticas, que
expresa de forma gráfica por el uso alternativo de letra cursiva y letra redonda. El
libro se compone de tres partes (tituladas y numeradas) un preludio y un epílogo.
Las tres partes, como hemos adelantado, llevan títulos y el recuerdo de un poeta
español en sus palabras evidenciado en una cita que constituirá el espíritu ideológi-
co de cada una de las tres partes: I. «Engaño es grande» (Lope de Vega); II. «Pecios
de sombra» (Antonio Machado). III. «Por no acordarme» (Lope de Vega).
Y volvamos a las voces poéticas: tanto el preludio como el poema que comienza
la segunda parte, o el inicio del poema que comienza la primera y algunos otros
encabezamientos de poemas o incluso poemas enteros, están escritos en letra cursi-
va: es la primera voz poética, la que justifica los poemas, la que contiene reflexio-
nes metapoéticas, la que sitúa al lector en el marco urbano neoyorquino en el que
los otros poemas van a tener su sentido y razón. No está en letra cursiva el epílogo,
dado que pertenece por contenido y sentido a la segunda voz poética, pero se distin-
gue formalmente del resto de la obra por ser un espléndido soneto endecasílabo,
conclusión metafísica del libro.
Está claro que Cuaderno de Nueva York es, ante todo, un gran canto a la vida,
desde el mismo preludio, un poema que busca, analiza y expresa el valor de la pala-
bra, su capacidad de significar, con otras palabras, un mundo: en la ciudad de Nueva
York, entre anuncios luminosos, signos de nuevos significados. Las palabras pasan
por los vientos esperando que alguien las recoja. El poeta entonces recupera su anti-
Carmen Conde, «Un momento en Manhattan» 163
guo papel de intérprete, de médium. Y, del otro lado, la segunda voz nos habla de
la vida: de la vida frente al tiempo y a la muerte. Y ahí comparece el gran homena-
je que en toda la obra se hace a Lope de Vega: al principio como definidor de la vida
como engaño. Si el dinosaurio permanecía, en el corazón de Manhattan, por encima
de los siglos y de los milenios, en cambio la vida es un engaño grande porque mien-
tras transcurre se convierte en muerte. Asi lo reflejan todos los poemas de esta parte
(«Viva y deje vivir», «Viva y mire vivir»), y lo cantan tantos elementos tópicos de
la ciudad de Nueva York reflejados en mosaico inconexo pero coherente con la
visión vital del mundo de este libro. La grandeza del verso libre es el cauce de expre-
sión adecuado.
El centro del libro, la segunda parte, con Machado como patrón y referencia, está
dedicado al mundo de las sombras, de los sueños: viaje al interior, a las galerías del
alma, para recoger los restos del naufragio («pecios de sombra»). Poemas eneasíla-
bos, heptasílabos, octosílabos, de andadura intimista, acordes con la inmersión del
poeta a su propio interior. El camino de acceso es el sueño o la reflexión inconscien-
te, como la que el poeta hace ante su propia imagen frente al espejo (nueva entrada
de Lope en el libro). Reflexiones que el poeta realiza «de pura sombra lleno»:
memoria, olvido, amor, tiempo, juventud, hombres y mujeres que la vida poblaron,
objetos que vivieron, con el poeta, una misma existencia. Y volverán de nuevo los
versos de Lope a plantear la que será obsesión de la última parte: vivir y escribir. El
poeta vive porque escribe o escribe porque vive. Eso es lo único importante y esa es
la única verdad. Y vida nueva y nuevo intimismo personal como el sugerido por el
«Villancico en Central Park», también con el Lope más candoroso al frente
(«Mañanicas floridas / del frío invierno...») que hace surgir un Hierro no menos
entrañable.
Y ahora volvemos al poema de Carmen Conde. A pesar de estar escritos muchos
de ellos junto al mar, o en la sierra, en momentos de descanso y de esparcimiento,
los poemas del libro de 1975, Corrosión, representan otra de las decisivas revelacio-
nes de su poesía, en aquellos años setenta, sobre todo a través del inmenso fragmen-
to de la vida y el dolor que constituye la segunda parte de ese libro, «Digo palabras
porque la muerte es muda», que, sin duda, formaliza una de las más apasionadas ele-
gías de la poesía española contemporánea. Son muchos y variados los motivos,
tonos y actitudes que confluyen en Corrosión, un libro que recoge poemas escritos
durante más de una década, y que se abre con un poema prologal y un «Canto a la
vida» espléndido, emocionado, existencial y vitalista, en el que entran a formar parte
múltiples elementos procedentes de su propia poesía, de la naturaleza y de la vida
misma.
164 Didáctica del texto literario
Cuenta también este libro con un importante sector elegíaco, «Digo palabras por-
que la muerte es muda», escrito en 1969 y dedicado, directamente, al esposo muer-
to, nutrido por recuerdos, pero, más que por otros sentimientos, alimentado por el
dolor y el rencor, la disconformidad con el destino, la rebeldía y la incomprensión,
que va desgranándose en doloridos poemas, escritos día a día. Será «Corrosión» la
sección más unitaria de todo el volumen, y en ella renacerá la luchadora disconfor-
me, la inquieta denunciadora de los enemigos eternos del mundo y de la vida, los
«sombríos siniestros buceadores de espacios abismales». La naturaleza y sus criatu-
ras amables, la memoria, el día, la noche o la madrugada, todo se ve conmovido por
el crimen y por el sufrimiento.
La corrosión de nuestro mundo, atacado por los espíritus adversos y destructo-
res, va surgiendo en cada estancia de este diario poético concebido en caliente y día
a día, dejando sentir la soledad sin sueño ni esperanza. «Si hablo palabras es porque
la muerte es muda», se dice en el poema en el que el horror y la desesperación des-
cubren el alma tapada de «avarientos cuchillos». Tonos que se reiteran en la más
extensa sección del poemario, «En esta hora del mundo», en la que vuelve a com-
parecer el mal, el dolor, los espíritus adversos. Sólo la naturaleza es la vida, y el mar,
una vez más, vuelve a ser refugio regenerador, espíritu cómplice, consuelo decisivo.
La Vida, con mayúscula, sigue y la escritora quiere despedirse de ella, de las criatu-
ras, de los hijos de los otros, quiere despedirse también de la memoria de sí misma.
«Un momento en Manhattan», finalmente, cierra este libro con tres composicio-
nes, secuencias poéticas sometidas al horror de la gran ciudad, de la esclavitud, del
sacrificio, de la geometría angustiosa, del orgullo y de la soberbia que causan opre-
sión, desde esa ciudad, inmensa criatura oblicua, vertical y curva. Y en el poema que
nos ocupa, la autora se enfrenta definitivamente a la ciudad opresora, se dirige a ella
para reprocharle que, con su altura, con su altitud, se aleja de sus orígenes, Hay que
observar en este poema cómo Carmen Conde asume algunos rasgos que pertenecen,
inevitablemente, a la tradición poética hispánica de las visiones de la ciudad: altura,
elementos geométricos, lucha entre los rascacielos y el cielo, esclavitud, orgullo
mortal, soberbia.
Recupera Carmen Conde elementos que únicamente quieren mostrar un senti-
miento que es común a todos estos poetas: deshumanización. Pero hay algunos ele-
mentos de novedad en esta nueva representación de la altiva ciudad. Si bien ella, la
ciudad, quiere ante todo elevarse por encima de lo humano (las palabras de la escri-
tora glosan esta intención con sus propias raíces: orgullo, soberbia, altivez), es su
propia condición de arquitectura humana (y, en definitiva, de creación sometida al
Carmen Conde, «Un momento en Manhattan» 165
defecto) la que impide esa elevación, porque sus raíces, imborrables, indelebles,
ineludibles, están en el propio suelo, y al suelo atan a su propia altivez, sometiéndo-
la, sujetándola y sojuzgándola.
Y otro de los aspectos que debemos destacar en esta impulsiva imagen de la ciu-
dad de los rascacielos es la negativa relación, incardinada en la tradición de las
visiones de la ciudad, entre ser humano y entorno, entre persona y ciudad. Aparecen
entonces conceptos que están ya en García Lorca, por ejemplo: la podredumbre, el
llanto, la ausencia de esperanza, cuando alude a «los hombres / que se pudren y
sollozan / amargos desesperados». García Lorca en «La aurora» de Poeta en Nueva
York había escrito: «La aurora llega y nadie la recibe en su boca / porque allí no hay
mañana ni esperanza posible». Y los mismos hombres que se pudren y sollozan tam-
bién los hallamos en el mismo poema lorquiano: «Por los barrios hay gentes que
vacilan insomnes / como recién salidas de un naufragio de sangre».
Como ocurrirá más tarde en Rafael Alberti, el proceso de deshumanización se
acentúa cuando la autora ve el mundo de las orgullosas alturas reflejado en los ras-
cacielos que desprecian a los astros, símbolos de lo natural, de la libertad frente a la
opresión capitalista simbolizada por los grandes edificios deshumanizados.
Pero todo será inútil, finalmente, y, del mismo modo que la ciudad con sus altos
edificios, con su orgullo mortal, está presa en su propio suelo, por encima de la des-
humanización representada por su altivez, están presos los edificios, los rascacielos,
en su propia condición de seres inanimados, sin alma, a pesar de su soberbia, de su
altivez y de su orgullo.
Consuelo humanísimo, pero quizá desesperadamente inútil, de esta mujer lucha-
dora contra la adversidad, que cerró sus poemas de Corrosión con las visiones rebel-
des de la gran ciudad, una vez más tan inhóspita como inevitablemente atractiva.
Miguel Hernández, Tres poemas
I
A fuego de arenal, frío de asfalto.
Sobre la Norteamérica de hielo,
con un chorro de lengua, África en lo alto,
por vínculos de cáñamo, del cielo.
Su más confusa pierna, por asalto,
náufraga higuera fue de higos en pelo
sobre nácar hostil, remo exigente...
¡Norte! Forma de fuga al sur: ¡serpiente!
II
Me tiraste un limón, y tan amargo,
con una mano cálida, y tan pura,
que no menoscabó su arquitectura
y probé su amargura sin embargo.
III
muerto a los treinta y un años, podía habernos deparado. Porque está claro que, si
bien logró, como nadie en su tiempo, en el que tantos y tan buenos poetas hicieron
su aparición en España, crear un obra personal en las distintas facetas que cultivó,
no es menos cierto que su producción comenzaba a madurar cuando sufrió las dos
grandes calamidades que la delimitaron y la condujeron por caminos inesperados: la
guerra y la cárcel. La muerte, temprana y singularmente cruel, vendría a dar al tras-
te con lo que se ofrecía como gran promesa de la lírica española en la época de
mayor esplendor de su siglo.
No ocupa el desarrollo de la actividad poética de Miguel Hernández un lapso
temporal excesivamente extenso. Los primeros poemas que publicó son de los últi-
mos años veinte y la muerte le sobrevino en marzo de 1942. Poco más de una déca-
da de producción nos permiten, sin embargo, advertir una evolución muy intensa y
una gran transformación de esquemas e intereses poéticos que van desde una obra
inicial vinculada a la tradición a una poesía final, nuevamente vinculada a esquemas
rítmicos muy tradicionales, pero de gran originalidad e intensa y patética emoción
humana. En un escritor de tan corta existencia es raro establecer tantos espacios dis-
tintos como en Miguel Hernández, espacios que nos permiten asistir a diferentes
momentos de una obra tan múltiple como variada. Y la explicación hay que hallar-
la desde luego en la intensidad de su existencia y en las múltiples experiencias vita-
les que definieron su poesía, su gran capacidad de creación y su extraordinaria vita-
lidad. Para acceder al conocimiento de su trayectoria hay que tener en cuenta la gran
permeabilidad de un escritor que es capaz de asumir diversas influencias determina-
doras de su personalidad a través del tiempo y forjadoras también de su originalidad
incuestionable, entre el gongorismo, la escuela de Calderón, la huella de Quevedo y
Garcilaso, la presencia de Pablo Neruda y Vicente Aleixandre, hasta integrarse en la
poesía épico-lírica de la guerra y la oscura experiencia de la cárcel. Sobre estos espa-
cios, brilla la fuerte personalidad de un joven poeta que va aportando sus rasgos pro-
pios.
Podríamos asegurar, sin temor a equivocarnos, que en la poesía de Miguel
Hernández sólo hay tres temas, tres grandes asuntos que todo lo invaden y determi-
nan, y que, por otro lado, son los tres grandes temas de la poesía de siempre: la vida,
el amor y la muerte. Miguel vivió en carne propia la fuerza de estas tres grandes
corrientes que vertebran toda su escritura poética y le dan sentido. Por eso, un
poema suyo, del Cancionero y romancero de ausencias, de los poemas escritos en
la época de la ausencia y de la cárcel, define tan bien su doctrina poética y su fuer-
za de muchacho noble, digno ciudadano y enamorado para siempre.
170 Didáctica del texto literario
«Un oscuro presagio funeral —apunta José María Balcells— flota de continuo
sobre el palpitar enamorado del poeta, y el vivir, el amar y el morir pugnan con idén-
tica insistencia por dominar su aliento». En el momento del dolor y de la distancia,
sus tres grandes temas se convierten en sangre de la pena, de esa «picuda pena» que
veremos en otro de sus poemas, de ese pesar que convierte los tres inmensos moti-
vos en sangre de su sangre, en tres sentimientos, en tres heridas:
Y siguiendo los prototipos de la canción tradicional, las tres estrofillas que esta
componen se convierten en pura repetición alternada, ritmo interno cruzado y com-
binado en forma paralelística, para alternar la rima asonante que marca cada una de
las tres palabras básicas: vida, muerte, amor, en un camino que va desde el anónimo
hasta la presencia del propio poeta, en la tercera estrofa, cuando se identifica con el
amor.
En un artículo publicado por mí en la Revista de Occidente, en 1974, decíamos
de este poema que era un ejemplo de «paralelismo de inversión, dentro de la esplén-
dida poesía paralelística de Miguel Hernández». En otras ocasiones –escribía yo
entonces– la intención antitética de Hernández llega a producir inversión en los tér-
minos correlativos de sus canciones paralelísticas, con lo que se altera el orden lógi-
co establecido y promueve en el lector efectos nuevos y originales muy expresivos
de su estado. En esta canción invierte la posición del verso que contiene la proposi-
ción temática, que, por supuesto, es la más expresiva. El poema entonces es aparen-
temente sencillo en su estructura, debido a la expresividad de sus elemento y a pesar
de la aparente paradoja. Tras la primera vista, se ofrecen al lector una serie de suge-
rencias que van variando conforme avanza el poema, pero que son las mismas. Sólo
la variedad de su disposición en el texto produce la sensación de incremento signi-
ficativo, que en realidad no es tal, porque son la mismas palabras las que funcionan
172 Didáctica del texto literario
en cada parte del poema. Todo lo consigue el paralelismo de inversión, que, como
se observa, es el único que realiza la función significativa del texto. Los elementos
de construcción son los mismos, pero su posición alterada evoca distinta realidades.
Puede comprobarse entonces hasta qué punto es importante la contextura formal de
un poema de este tipo:
poesía, y que podemos recorrer a través de algunos poemas significativos, con refe-
rencias muy llamativas a esos tres conceptos básicos, ya desde el primer libro, desde
Perito en lunas.
Se inicia, en efecto, con la sorprendente aventura metafórica de Perito en lunas
la etapa gongorina de Miguel Hernández. Indudablemente, el libro de 1933 se pre-
senta como una gran inquietud de un poeta que aborda, entusiasmado por el gongo-
rismo y por el impulso que los jóvenes poetas de la generación inmediatamente ante-
rior han hecho de su dominio del lenguaje poético, y sobre todo de la imagen poéti-
ca de don Luis de Góngora. Es muy posible que Miguel Hernández conociera la con-
ferencia de García Lorca sobre la imagen poética en el autor cordobés, ya que se
publicó en La Verdad (1926) y en Verso y Prosa (1927), revistas que sin duda cono-
cería Miguel Hernández a través de Raimundo de los Reyes y José Ballester, sus edi-
tores en Murcia de Perito en lunas. La influencia de este documento y de otras apro-
ximaciones a Góngora a través de Guillén y de los nuevos movimientos de vanguar-
dia, hacen que el poeta desarrolle un decidido ejercicio de expresión plástica de la
naturaleza en la que se ponen de relieve sus grandes pasiones: la naturaleza, tanto la
vinculada a su paisaje personal levantino (palmeras, azahar, granadas, sandía, higue-
ras), como la referente a su humana vitalidad, tan ricamente expresada con imáge-
nes de potente y encendido sensualismo. Aunque, como hemos de ver inmediata-
mente, no sólo fueron los elementos tradicionales de su naturaleza levantina los que
formaron parte del mundo poético del primer libro. Los Estados Unidos, con el
poderoso atractivo que suscitaban entre los intelectuales de aquellos años en España,
también están presentes en Perito en lunas como un elementos más, aunque bien atí-
pico, de expresión de la apasionada sensorialidad del poeta oriolano.
Hay que descartar, entonces, de manera definitiva la calificación de frialdad que
muchas veces se ha atribuido al contenido de las octavas y, en general, de todo
Perito en lunas y de las poesías de esta época. Entre los poemas de este libro hay
algunos de una sensualidad encendida que revelan el vitalismo natural que Miguel
quiso imprimir a su poesía, siempre como reflejo de su sensibilidad y de sus pasio-
nes. El notorio hermetismo que caracteriza todo el poemario, se convierte aquí en
clave expresiva de irrenunciables manifestaciones de sensualidad. En la Orihuela de
los años treinta, y en los ambientes en que Miguel Hernández se desenvolvía, no
debía ser frecuente que un poeta dedicase una poesía a entretenimientos sexuales
como los que Miguel recoge. Vaya esta reflexión sobre algunos de los poemas como
expresión clara de la autenticidad de Perito en lunas no reñida con su tan repetido
hermetismo. Y hasta tal punto esa es la gran cualidad del libro, una vez superada,
174 Didáctica del texto literario
La construcción del poema está basada, dentro de la más estricta retórica gongo-
rina de los años veinte y treinta, sobre una sólida estructura metafórica, expuesta de
forma correlativa para producir un agudo efecto de contraste, que viene formaliza-
do por la estructura misma del poema y su conformación métrico-expresiva.
Tengamos en cuenta que estamos ante una octava real, estrofa común a todos los
poemas de Perito en lunas. Compónese la octava real, de acuerdo con su forma clá-
sica, de ocho endecasílabos agrupados por rima alterna los seis primeros y cerrado
el poema con un pareado final. La estructura habitual de la octava real, que recorde-
mos que es la estrofa que Góngora utiliza en la Fábula de Polifemo y Galatea, se
solía estructurar sobre la arquitectura de tres pareados, emparentados por las rimas
de los seis primeros versos, y un pareado final resumen o conclusión de la octava.
Esta condición y formulación clásica la utiliza Hernández en muchas de las cuaren-
ta y dos octavas que componen Perito en lunas. Con ella se establecía una serie de
contrastes progresivos de ida y vuelta, de forma pendular, que se cerraban con los
dos verso finales. A este tipo de contraste de estructuras contribuye también pode-
rosamente la forma del endecasílabo bimembre gongorino, utilizado habitualmente
por Hernández en su libro de 1933.
Pero en esta octava, diferente a las del resto del libro, no suceden las cosas como
en las demás. El tema no es el habitual de las restantes octavas, que suelen contener
Miguel Hernández, Tres poemas 175
un cuadro cerrado y descriptivo de algún elemento del paisaje o de las gentes que lo
pueblan, con alto contenido simbólico. Si repasamos la lista de las octavas, veremos
que muchas de ellas responden a la condición de cuadro, o mejor viñeta, de la rea-
lidad construida de forma redonda en sí misma: así, en la lista de las octavas que
facilitó un coetáneo de Hernández, y que los editores pasaron a la condición de títu-
lo de los poemas (entre paréntesis), vemos que responden a una estampa o escena,
que podríamos incluso emparentar con Gabriel Miró, tan admirado de Miguel
Hernández, y muerto muy poco antes de componerse Perito en lunas, en 1930:
«Suicida en cierne», «Palmero y Domingo de Ramos», «Toro», «Torero»,
«Palmera», «Cohetes», «Palmero», «Monja confitera», «Yo: Dios», «Sexo en ins-
tante», «El barbero», «Gallo», «Serpiente», «Sandía», «Pozo», «Panadero», «La
granada», «Azahar», «Oveja», etc.
La que nos ocupa disiente desde luego, en cuanto al campo temático, del resto de
los poemas, y figura ya al final del libro. Distinto es el tema y distinta también la
forma de la octava como hemos de ver, pero no por ser diferente en cuanto a tema
y estructura métrica se separa o se aleja del resto de las octavas, ya que, más bien al
contrario, se integra con su personalidad especial, en el conjunto al que pertenece.
En efecto, ya el título sorprende: «Negros ahorcados por violación» y la escena tam-
bién, porque el poema lo que nos presenta es lisa y llanamente el ajusticiamiento de
unos negros que son ahorcados al ser sorprendidos violando a una mujer blanca en
Estados Unidos. La escena era, por otra parte, habitual en los Estados Unidos de los
años veinte y treinta. Pensemos por ejemplo en los estados del Sur: Alabama,
Georgia, Tennessee, por ejemplo.
Hay que llamar la atención sobre la metáfora arenal, que desarrolla desierto y
fuego. El desierto es la sed y la sequía, pero también es el calor y el deseo, como
veremos más adelante en el poema «Casida del sediento». Sed, sequía, arena y fuego
como deseo y pasión. En el soneto de El rayo que no cesa, que comentamos a con-
tinuación, aparece con un mismo sentido «calentura», como enseguida veremos.
Adviértase del mismo modo la recurrencia constante a la bimembración del
endecasílabo, que contribuye a soportar las correlaciones de elementos contradicto-
rios: «A fuego de arenal, frío de asfalto», «con un chorro de lengua, África en lo
alto», «sobre nácar hostil, frío exigente». Y dicho esto, volvamos a la escena descri-
ta por Miguel Hernánez. En realidad lo que nos muestra es a los dos negros (supo-
nemos que son dos) colgados del árbol pendientes de una cuerda de cáñamo mos-
trando en su rostro la lengua fuera de la boca. En la segunda parte de la octava,
Hernández nos cuenta con exactitud minuciosa las causas de la ejecución de estos
individuos, que no es otra que la violación de una mujer blanca.
Linchamiento en la horca de dos negros, Thomas Shipp y Abram Smith, en Marion, Indiana, el 7 de agos-
to de 1930. Habían sido detenidos la noche anterior, acusados de robar y asesinar a un blanco trabajador de
una fábrica y de violar a su novia. Una gran multitud irrumpió en la cárcel con martillos, golpearon a los dos
hombres, y los colgaron. La foto es del fotógrafo local Lawrence Beitler.
Miguel Hernández, Tres poemas 177
Escasos han sido los comentarios que ha suscitado esta octava entre las de Perito
en lunas en la ya abundante bibliografía hernandiana. Y llama tal circunstancia la
atención por ser justamente, como hemos demostrado, una octava con un asunto atí-
pico dentro del libro. Pero hay que justificar por qué Miguel Hernández incluyó esta
escena de «crónica de sucesos» entre sus viñetas o estampas de Perito en lunas. Y
para entender este texto, no hay como ir al único estudioso de Miguel Hernández de
raza negra, el norteamericano de origen guineano Francis Komla Aggor, que escri-
bió un interesante libro sobre el erotismo hernandiano: he aquí sus palabras y la con-
178 Didáctica del texto literario
firmación del sentido de este texto en el contexto de Perito en lunas: «Con la octa-
va XL (“Negros ahorcados por violación”) Hernández ya no sólo usa símbolos para
referirse a los órganos sexuales sino que logra hablar directamente del acto sexual.
Por ejemplo, detalla la violación de una mujer blanca por un norteamericano negro
así (y viene el texto de los cuatro últimos versos de la octava). Parece –continúa
nuestro amigo de Cleveland– que la “náufraga higuera”, junto con el remo exigen-
te por la fuerza, se refiere al órgano sexual masculino que había penetrado el de la
mujer. Los “higos en pelo” son los testículos desnudos. Sánchez Vidal facilita la
comprensión de estos versos diciendo que la negrura de los violadores está reforza-
da por los la de los “higos” que contrastan con la blancura del cuerpo femenino. La
apariencia sorprendente de la serpiente al final de la octava, entrecalada dentro de
signos exclamativos tiene tres posibilidades de interpretación: puede ser órgano
sexual masculino o el movimiento “ascendente-descendente” del violador o puede
equiparar el engaño de la serpiente a la crueldad de la violación.» Añadamos algo
más sobre la significación de higuera-higos en Perito en lunas, acudiendo a la octa-
va XI, «Sexo en instante», en la que su presencia queda así explicada por Agustín
Sánchez Vidal, en el contexto de la obra: «La higuera va ligada al sexo por multitud
de motivos: los higos cerrados, semejan los testículos: abiertos, al sexo femenino.
Sus hojas sirvieron de primer vestido a la mujer... Una parte de la tradición patrísti-
ca atribuye a la higuera, y no al manzano, el papel de sustentáculo de la serpiente
tentadora...».
Pero lo mejor de su intervención es la justificación del poema dentro del libro
que Komla Aggor hace no sin un cierto reproche hacia los blancos que escriben
teniendo a su raza como algo inferior o salvaje (Miguel Hernández desde luego
incurrió en este tópico establecido, pero Aggor, gran admirador del poeta de
Orihuela, se lo perdona y se lo acepta justificándolo). En efecto, esta es la conclu-
sión del profesor guineano-norteamericano: «El poema seguramente provoca una
curiosidad palpitante por los posibles motivos poéticos que lo inspiran, porque la
referencia al negro norteamericano como el violador de la mujer blanca repite esa
visión estereotipada que suele considerar a la raza negra norteamericana como vio-
lenta y sexualmente perversa, una mentalidad que predominaba particularmente
durante aquellos años de la esclavitud en Estados Unidos.»
En el contexto general de Perito en lunas, la presencia de esta octava XL confir-
ma que el libro en su conjunto posee una fuerte unidad, tal como ha señalado la crí-
tica más reciente. Presidido todo el libro por la luna, en la que el poeta es «perito»,
todos los poemas giran en torno a la octava XXV, dedicada a la luna, como gran
Miguel Hernández, Tres poemas 179
la propia realidad, como destino trágico del hombre y como simbólica concreción
de la dureza de su existencia. La presencia, en el primer poema, del cuchillo, cortan-
te, heridor, pero también objeto deseado por su condición de simbólica vía de acce-
so al mundo del amor, nos integra en una concepción mítica de la pasión amorosa
que inmediatamente, también en el mismo poema inicial, culminará en el símbolo
del rayo, incesante, encendido, perenne, eterno, como lo es el amor del poeta y su
destino.
La violencia sugerida, en un plano de alto simbolismo, por los objetos alegóricos
antes señalados, nos sitúa en el clima apasionado y metafísico adecuado para com-
prender el alcance de este «rayo que no cesa», de este impecable libro hernandiano.
El destino es tema central en el libro. Destino inseparable como el rayo, destino del
poeta que se ve fatalmente conducido al mundo del amor tintado con el tizne de los
negros presagios, revelador de la recurrencia insistente al color negro, que culmina-
rá en la imagen del toro. El poeta se ve arrastrado, «umbrío por la pena» hacia el
gran presagio de la muerte que preside con tanta fuerza El rayo como gran parte de
toda la poesía hernandiana, en especial a partir de este libro.
Ni siquiera la anécdota momentánea del limón tirado con gracia, símbolo tam-
bién del ardiente deseo de la posesión sexual, nunca conseguida, puede ocultar lo
que en definitiva es una «picuda y deslumbrante pena». Como el mar que insiste en
deslizarse por la arena, una y otra vez, el poeta se ve prendido a esa pena fatal, a ese
destino que insiste en presagiar. O como en el «Soneto final», que será el colofón de
la gran prueba: el poeta se ve fatalmente arrojado a la acción corrosiva de la muer-
te a causa de su incesante pasión amorosa, rayo encendido que hiere a Miguel
Hernández y trasforma plenamente en la gran y dolorida pasión de su amor. Atrás
quedan las imágenes rebuscadas y los juegos conceptuales, atrás la laboriosa activi-
dad de Miguel consagrándose como uno de los mejores y más ricos y vitales sone-
tistas del siglo XX: sólo la palabra poética de este rayo mantiene encendida la llama
eterna de una poesía que se concibió con pasión, pero también con sabiduría e inte-
ligencia naturales.
En tal contexto, adquiere un especial significado, como representación del amor
trágico que este libro protagoniza, el soneto que figura en cuarto lugar:
Tales rimas se combinarán y se abrazarán con otras, en las que también estarán
presentes las vibrantes:
pura arquitectura calentura mordedura.
Hasta aquí las rimas de los cuartetos, cuyos fonemas se diseminarán en otras
palabras del interior del soneto:
amargura amarillo duro
mirarte y verte
voraz
durmió
poroso y áureo
deslumbrante
La insistencia aliterativa en las consonantes vibrantes se combinará en el soneto con
agrupaciones de nasales, sin duda por asimilación con la palabra limón:
182 Didáctica del texto literario
Yo te guardo, yo te velo
siempre en vela, siempre en vilo;
yo tu sosiego vigilo
con mi amor que va de vuelo.
No vuelvas a la ribera;
si quieres lilios tempranos,
no es preciso que tus manos
se distancien de mi vera.
Para entender la estructura metafórica de este poema hay que volver a una ima-
gen frecuente en Miguel Hernández, y que hemos visto en toda su plenitud en la
octava de Perito en lunas, antes comentada, «Negros ahorcados por violación». La
serpiente es símbolo del órgano sexual masculino, utilizada de forma reiterada, igual
que la culebra, en los poemas de Miguel Hernández de los primeros años treinta.
Incluso, la culebra, en su condición simbólica, presenta como la culebra real, su
camisa. En este soneto, el símbolo de la serpiente estará sugerido por la camisa que
figura el verso 12 y que será la alusión al órgano sexual masculino, tal como advir-
tió Marcela López en su Vocabulario de la obra poética de Miguel Hernández,
cuando define, en segunda acepción, «camisa», como «piel del prepucio», siendo la
primera acepción, según el DRAE: «Epidermis de los ofidios, de que el animal se
desprende periódicamente después de haberse formado un nuevo tejido que la sus-
tituya». Miguel Hernández utiliza en sentido sexual culebra y camisa en su poema
anterior «Adolescente»:
Miguel Hernández, Tres poemas 183
Oye
mudarse
de camisa
la culebra,
fundada
en un silbido.
Crece
hasta
almidonarse también
bajo los negros
higos.
Ya sabemos lo que significa higos, por lo que quedan claras las alusiones.
La otra metáfora fundamental en este poema es el limón, uno de los frutos pre-
feridos de Miguel Hernández y presente en su obra constantemente. El limón es un
fruto amarillo, de piel rugosa y ácido, frío para el poeta, y amargo. En un poema
anterior cantó Miguel Hernández: «Oh limón amarillo, / patria de mi calentura».
Naturalmente, el limón, tal como lo representa en la octava XI de Perito en lunas,
es metáfora formal de los pechos femeninos, tal como en el mismo soneto se dirá un
poco más adelante: «Una punta de un seno duro y largo». Y más al final, converti-
do ya en picuda pena: «poroso y áureo pecho». Y su presencia en este soneto alude
con evidencias más que sobradas al deseo de poseer a la amada, deseo radicalmen-
te reprimido por esta. Por eso el limón tirado con gracia es un limón amargo.
cesa, muerto Sijé, y liberado Miguel Hernández, sólo utilizó el soneto una vez, pre-
firiendo otros metros más libres.
En el que nos ocupa, este sentido represivo coincide plenamente con el conteni-
do del poema. En cada uno de los dos cuartetos, aprovechando su estructura binaria,
enfrenta dos versos contra otros dos, para exponer una situación en su relación con
la amada: en el primer cuarteto se produce en enfrentamiento habitual tu-yo en las
acciones verbales (me tiraste-probé) y en el segundo se reproduce la misma tensión
entre la acción producida por la amada (el golpe amarillo) y la reacción del enamo-
rado. Al entrar en los tercetos, es la estructura trinaria la que lleva a la conclusión y
son ahora los dos tercetos a los que corresponde soportar el enfrentamiento del tú y
el yo. En el primer terceto muestra la acción del tú, que hace al poeta comprender
lo inútil de su «voraz malicia» porque la amada la rechaza (mira y ve su sonrisa, lo
que está claro para él); en el segundo terceto muestra la reacción del yo y su renun-
cia: convertido todo el una picuda y deslumbrante pena. El nexo entre los cuartetos
y los tercetos está perfectamente conseguido y está marcado por esa adversativa que
comienza la segunda parte: «Pero al mirarte y verte...».
La capacidad poética de Miguel Hernández, y ese es uno de sus más sólidos lega-
dos a nuestra historia literaria, sobrepasa todas estas anécdotas expresivas para cons-
truir un todo armónico, un conjunto poético unitario y sólidamente trabado. Y, en el
caso de este soneto, sin duda un elemento de unificación es el motivo del limón lan-
zado, de larga tradición en la literatura española popular y culta. El poeta del siglo
XVII Don Luis Carrillo Sotomayor escribió un soneto «A un limón que le arrojó una
dama desde un balcón» y Federico García Lorca, en una de sus suites («El jardín de
las morenas»), incluyó un poema titulado «Limonar», en el que se dice:
Limonar.
Momento de mi sueño.
Limonar.
Nido
de senos amarillos.
Limonar.
Senos donde maman
las brisas del mar.
186 Didáctica del texto literario
Limonar.
Naranjal desfallecido,
naranjal moribundo,
naranajal sin sangre.
Limonar.
Tú viste mi amor roto
por el hacha de un gesto.
Limonar,
mi amor niño, mi amor
sin báculo ni rosa.
Limonar.
Cuando la amada lanza un fruto a su galán, algo está sucediendo, algo quiere
comunicarle. Lope de Vega, maestro de Miguel Hernández, lo decía así en su come-
dia El bobo del colegio:
Comenzó su batería
contra mí que la miraba;
yo las balas le tiraba
por doble mosquetería.
En una canción popular murciana, recogida por Alberto Sevilla, una muchacha
dirigiéndose a un muchacho, dice:
Un limón me tiraste
desde la torre;
en el alma me diste,
sangre me corre.
De tu ventana a la mía
me tirastes un limón,
el limón cayó en la calle,
el zumo en mi corazón.
Como recuerda Antonio Gómez Yebra, Miguel Hernández ya había utilizado las
metáfora del oasis en el poema ya citado –escrito poco tiempo antes aunque en un
contexto muy distinto– «Orillas de tu vientre», en el que se lleva a cabo un exalta-
do y sensual canto al amor satisfecho en su matrimonio, con una encendida exalta-
ción de la esposa, deseada, amada y poseída:
Algo llama la atención en este poema nada más leer su título: «Casida del sedien-
to». Al reutilizar la metáfora del oasis, Miguel Hernández se ha traslado al mundo
del desierto. Antes vimos lo que arenal de fuego como desierto significan en la octa-
va «Negros ahorcados por violación». La situación ahora es muy distinta. La espo-
sa, la amada, sigue ostentando su condición de oasis, pero ahora resulta inalcanza-
ble debido a la cárcel y a la ausencia, temas centrales del Cancionero y romancero
de ausencias al que este poema pertenece. Frente al oasis, otra metáfora se desarro-
lla al inicio del poema, símbolo de la sequía, alegoría del propio poeta: «arena del
desierto soy».
El mundo del desierto está relacionado, inevitablemente con el mundo musulmán
o árabe, y por ello, por una vez, y siguiendo de cerca a su maestro Federico García
Lorca, que tenía preparado para publicar su Diván de Tamarit, poco antes de morir
asesinado en 1936, utiliza no sólo el título, sino también el género poético de la
«casida», para el que crea un ritmo paralelístico propio de la canción árabe andalu-
za a cuyo ámbito pertenece la «casida». La de Miguel Hernández se halla compues-
ta de doce versos agrupados en cuatro semiestrofas alternadas dos de cuatro versos
y dos de dos. El poema se abre con un cuarteto heptasílabo rimado en asonante
aguda alterna (en -é), esquema que se repetirá en el segundo cuarteto (-en ó). Antes
de llegar a este un dístico pareado de rima consonante compuesto por un heptasíla-
bo arriesgado y un pentasílabo, esquema que repite en el dístico final.
Se trata por lo tanto de un poema de una gran fuerza rítmica, marcada por la uni-
formidad del heptasílabo tan solo combinado con dos endecasílabos. Hernández
mezcla en la formulación de las rimas dos herencias: la asonante alterna proceden-
te del romancero y de la poesía popular castellana, y sectores monorrimos, propios
de la casida, ya que esta estrofa árabe era monorrima. Monorrimos y asonantes son
los dos dísticos que además son también idénticos en lo que se refiere a la estruc-
tura morfosintáctica, ya que ambos dísticos ofrecen similar conformación morfosin-
táctica e incluso retórica: sustantivo-término real (boca y cuerpo) separados por dos
puntos de la metáfora explicativa, compuesta a su vez de la misma estructura: sus-
tantivo (oasis y cuerpo), adjetivo pariticipial en contraste (abierto-cerrado) y com-
plemento comenzado por preposición a (a todas las arenas del desierto y a quien la
190 Didáctica del texto literario
sed y el sol han calcinado). Las dos palabra iniciales de estos dísticos, se toman del
cuarteto que las preceden, exactamente en ambos casos del verso tercero de cada
cuarteto: boca, del verso «oasis de tu boca», y cuerpo del verso «el de tu cuerpo, el
tuyo». Ambos, cuerpo y boca tienen un significado decisivo en la retórica hernan-
diana y más en sus poemas finales.
El significado de la casida es muy evidente: el poeta se manifiesta al comienzo
del poema como víctima de la ausencia de la amada y por lo tanto carente de su cuer-
po. La negación de la relación física convierte al poeta en un ser seco. El agua es la
vida y la sed es la ausencia del agua. La presencia de la boca alude tanto al beso
como a la posesión completa de la amada. La amada es el agua que da la vida. Su
ausencia, su lejanía, produce la sed y la desesperación.
El poeta resume su sublimación simbólica de la boca de la amada en el dístico
heptasílabo-pentasílabo. Recopila el mensaje para cual reutiliza todos los sustanti-
vos: boca, oasis, arenas y desierto. Tan sólo incorpora al dístico una palabra nueva:
abierto. Palabra por cierto muy importante en Miguel Hernández en este momento
y nexo de unión del primer bloque del poema con el segundo. Porque frente al abier-
to del primer dístico estará el cerrado del segundo.
La segunda parte de la estructura del poema es algo más compleja. El cuarteto
recupera en cierto modo el hermetismo a que era tan dado Miguel Hernández:
bra cerrado. Oasis abierto frente a pozo cerrado; luz frente a sombra (frecuentísimo
contraste en los últimos poemas de Miguel Hernández); resplandor y brillantez fren-
te a oscuridad; esperanza frente a decepción. Tan fuerte es el contraste entre ambas
estrofas que incluso, como ha señalado Francis Cerdan, la primera parte del poema
está presidida por vocales abiertas (sobre todo la a y la e) y la segunda por vocales
cerrados (la o y la u): arena, desierto, oasis, beber frente a húmedo, punto, mundo,
cuerpo, tuyo, nunca, pozo.
En la acción verbal del primer cuarteto todavía hay una esperanza de futuro, aun-
que ésta sea negativa (no he de beber), pero en la acción verbal del segundo cuarte-
to toda esperanza está perdida, todo se ha consumado, y el poeta habla ya de acción
acabada, al retrasarse de nuevo en el último endecasílabo: él es el ser humano «a
quien la sed y el sol han calcinado». El poeta que se había manifestado al principio
del poema como sediento, como arena; ahora, al final, se muestra ya muerto, porque
la sed y el sol le han calcinado. Del deseo posible, de la ansiedad de búsqueda aún
esperanzada de la primera parte de la casida (que coincidiría con la ansiedad mani-
festada unos años antes en El rayo que no cesa) se ha pasado la patetismo final de
quien todo lo ha perdido. La sed y el sol han calcinado al poeta en muy pocos años
y su única esperanza de vida, la posesión de su amada, han desafortunadamente des-
aparecido. No hay luz, no hay oasis, sólo hay un pozo cerrado que nunca será de los
dos: sólo sombra, sólo muerte.
Tres heridas, la del amor, la de la muerte, la de la vida, dominaron la poesía de
Miguel Hernández. La lectura de todos sus poemas, teniendo en cuenta siempre
estas tres constantes (amor, muerte, vida) e interpretándolas las tres como tres heri-
das, como tres rayos, como tres lunas, como tres ausencias, permitirá entender lo
que significa la poesía de ese muchacho bueno y noble, sensible y digno, gran poeta
y gran amador que fue Miguel Hernández.
Eloy Sánchez Rosillo, «La playa»
cabe aún más natural que antes, aún más depurado de elementos ajenos a todo lo que
no sea la expresión más directa, caracterizada por el intimismo y la sencillez expre-
siva, mientras que su mundo poético se halla presidido por el permanente deseo de
vivir el encanto del instante y procurar su permanencia, su eternidad, algo natural-
mente imposible, lo que se traduce en un constante acento elegíaco.
Pero Autorretratos contiene elementos de innovación respecto a la poesía ante-
rior, advertibles en la intensificación de las emociones otorgada a la palabra poéti-
ca, más concentrada desde el punto de vista expresivo, más intensa en sus conteni-
dos, más concisa y directa. Mantiene el poeta, sin embargo, su visión elegíaca, lar-
gamente experimentada en su poesía anterior. El tiempo era antes, sobre todo en
Páginas de un diario o en Elegías, elemento inevitable de reflexión, porque tanto en
un libro como en otro, era protagonista directo (del «diario» simbólico o de su acu-
sado paso provocador de la «elegía»). Ahora el tiempo obsesiona si cabe aún más y
reinicia los sentimientos elegíacos, pero en Autorretratos se hace desde dentro,
desde el propio poeta que autocontempla el paso del tiempo y sus efectos sobre su
propia realidad, tanto física como espiritual.
No olvidemos que el libro se titula Autorretratos y el subjetivismo viene decla-
rado desde el mismo título, ya que es el poeta el que se reproduce por medio del arte
en cada poema. Una de las más destacables incorporaciones de este poemario res-
pecto a la escritura poética precedente de Eloy Sánchez Rosillo, es que el poeta com-
parece con su poesía con un solo objetivo: permanecer en el autorretrato correspon-
diente. Como el pintor que a sí mismo se retrata (se autorretrata), también en los
cuadros de Eloy se representan, junto al poeta, la sensación transmitida por otras
cosas u otros aconteceres que suceden a su alrededor. Y también por otros persona-
jes cercanos en el acontecer vital. La escritura es autorretrato, y el papel en el que
se escribe el poema que leemos, es el espejo en el que el poeta se refleja con su
inquietud ante el tiempo y ante la vida. Porque evidentemente no se trata de un tiem-
po cualquiera, sino del tiempo real del poeta, común al del lector, al que le transmi-
te la emoción de su paso. En el autorretrato, además, puede haber un paisaje y unas
figuras, tal como sucede en el poema que nos ocupa, «La playa».
Sánchez Rosillo había postulado, como Whitman, una poesía superadora del
tiempo. La innovación que este libro aporta respecto a la poesía anterior es que la
permanencia sobre el tiempo se subjetiviza aún más, y con la poesía han de perma-
necer los instantes vitales que han construido la existencia del poeta. La memoria de
estos instantes y su expresión por medio de la poesía conduce igualmente a su per-
manencia sobre el tiempo.
196 Didáctica del texto literario
Sánchez Rosillo es fiel exponente de una manera de hacer poesía muy original y
poco coincidente con la de otros poetas de su generación. Inscrito en una importan-
te zona de la lírica del último cuarto de siglo, vinculado en cierto modo, desde el
punto de vista cronológico, a la estética de los postnovísimos, con ellos tiene algu-
na relación en lo que a escogimiento y sentido selectivo, elegante y cuidado de la
escritura poética se refiere, sin olvidar el gusto por determinados ambientes espe-
cialmente emotivos, lugares, paisajes singulares, en cuyos ecos se conservan latidos
de otros tiempos, que aún encantan o emocionan. Pero en realidad, Sánchez Rosillo
comparte muy pocos elementos más con la estética postnovísima y se aparta de con-
vencionalismos generacionales para buscar y lograr una más sincera representación
de la existencia, de «la vida», como se titula el libro posterior a Autorretratos. Toda
su trayectoria poética se ha alimentado de forma muy personal y autónoma de una
clara reflexión sobre la existencia y sobre la manera de vivirla, sobre el tiempo y la
memoria capaz de recuperar todo lo que su paso arrasó o condenó (o pudo conde-
nar) al olvido. Del mismo modo, observa indudable originalidad en la concepción
de la poesía como instrumento capaz de hacer vivir y revivir los instantes más entra-
ñables de la existencia. Y en éstos como en otros muchos aspectos, Sánchez Rosillo
ha trazado su propio camino que ha seguido, a través de los años, con total seguri-
dad y fidelidad a sí mismo, mientras que ciertos elementos se han renovado confor-
me ha avanzado en su escritura poética.
El poema «La playa» es un buen ejemplo de cuanto decimos. Se trata de una
composición de 37 versos endecasílabos y alejandrinos agrupados a la manera de la
silva libre en dos series seudoestróficas de veintiuno y dieciséis versos, separados
por una pausa interestrófica situada justamente en el centro de un alejandrino parti-
do (v.21). El recurso del verso partido también lo utiliza el poeta en el centro de la
primera serie paraestrófica (v. 15), donde es un endecasílabo el que soporta la pausa
interversal. La estructura del poema, fundamental para la recepción del mensaje
contenido en sus versos, es, por tanto claramente bipartita, y sobre ella gravitará la
superposición de tiempos y personajes que se constituye en la base argumental de la
composición.
Como es habitual en los poemas de Autorretratos, éste recoge una feliz escena
cotidiana, vinculada a una fecha concreta. En la primera edición de Autorretratos,
se indica, que el poema está escrito (y así queda fechado) el 23 de julio de 1986, lo
que nos permite presumir la verdad y realidad del momento evocado. Es habitual en
Eloy Sánchez Rosillo ofrecer al final de sus libros las fechas exactas a las que queda
vinculado cada poema. Sin duda se trata de un gesto temporalista nada inocente en
Eloy Sánchez Rosillo, «La playa» 197
un poeta como él. Y en efecto, podemos ver en este poema una escena inicial, en la
que un niño juega en la playa mientras es contemplado por su padre que disfruta del
encanto de la escena al tiempo que se admira de la alegría y vitalidad de la criatura
y se llena de gozo de poder contemplar un momento de la existencia tan pleno y
feliz. La luz y el sol llenan de esplendor radiante la escena mientras que el paisaje
muestra su indudable belleza. El poeta se autorretrata en la escena y se descubre
como un ser vivo, feliz y lleno de la luz de la mañana y de la vitalidad de la existen-
cia. En la segunda parte se produce una interposición argumental negativa provoca-
da por la superposición de otra escena y, por medio de un dispositivo retardatorio,
el traslado a otro tiempo, a otra edad, a otro momento, en el que no existe la ilusión,
ni la felicidad, ni la vida, que desbordaban la escena primera. El poeta vuelve a auto-
rretratarse, pero ahora en su propia infancia, mientras que la primera escena desapa-
rece y se torna en sueño, en niebla, en palabras, en nada. Como podemos advertir,
en realidad lo que Eloy Sánchez Rosillo hace es descubrir aquí su propia identidad
de hombre y niño en dos escenas consecutivas y simultáneas, para evidenciar, por
medio de una retórica poética impecable, lo excepcional de ambos momentos y la
íntima relación que entre ellos se produce, superponiéndolos y haciéndolos inevita-
blemente simultáneos e identificados en los últimos versos del poema. Sería entones
como un retrato propio desdoblado o duplicado, como sobreimpreso en el mismo
lienzo, un retrato del mismo ser en dos tiempos diferentes, alejados y tan distintos.
Pero es el tiempo justamente el que los enlaza y al mismo tiempo el que los separa
y distingue. Es la edad la que marca la diferencia entre un mundo y otro, pero a la
vez es la que identifica esos dos mundos hasta hacerlos uno sólo. Y es la memoria,
en definitiva, la que solidifica ambas escenas en un mismo documento vital, una rea-
lidad viva, el poema en su totalidad y entereza. Tiempo, edad, memoria como ele-
mentos fundamentales de ese mundo y como constructores sólidos del mensaje poé-
tico.
Son muy interesantes los medios expresivos de que se sirve el poeta para conse-
guir esta difícil superposición escénica. Si advertimos los elementos constitutivos de
la primera parte son evidentemente muy positivos. Las estructuras morfosintácticas
se desarrollan con fluidez, y se van enlazando en una serie de unidades construidas
de forma paralela. Pero ante todo hay una observación inicial, generadora del máxi-
mo subjetivismo, y al mismo tiempo de la ficción que el poeta quiere otorgar a este
momento lleno de plenitud. Tanto en el verso 1 como en el verso partido 15 (en su
final) se indica un «me digo», signo de ilusión, de ficción, de imaginación, de auto-
convencimiento (recordemos que el hablante se está «autorretratando»). Posición
que se confirma inmediatamente, al comenzar la andadura del poema, con referen-
198 Didáctica del texto literario
Digamos entre paréntesis que el poeta deja sentir la presencia de sus lecturas clá-
sicas, constante por otra parte en toda su poesía. En este caso, al inicio del poema,
en la parte más radiante y positiva hallamos el aliento renacentista del Garcilaso más
positivo, aunque prendido a su «dolorido sentir» («Nadie podrá quitarme»: «no me
podrán quitar»). Al final de la segunda parte, es el aliento barroco de Góngora el que
cierra el poema con la tremenda gradación de «en tierra, en humo, en polvo, en som-
bra, en nada», llena de ascetismo abocado al nihilismo, que parece sentirse en el
final del poema de Sánchez Rosillo con la misma fuerza y expresividad.
Observemos por otra parte, la insistencia del poeta en acciones verbales que tie-
nen que ver con la vida y el vivir: el verbo existir, junto al verbo estar o el verbo ser
son los que predominan, en positivo, en la primera parte del poema: «ha existido la
mañana» se dice en el verso 2; «he estado tan conforme», en los verso 4-5; «el mar
está muy azul», en el verso 13; «es cierto este milagro», en el verso 16; «es ver-
dad…» en el verso 16; «acontecemos como seres», en el verso19; «estar vivos, feli-
ces…», en el verso 20; y «habitar la luz», en el verso 21. Mientras que en la segun-
da parte, en la que se sigue insistiendo en los mismos verbos, estos se muestran en
clave negativa: «Ya no eres el niño», se dice en los versos 29 y 30; «Eres un hom-
bre», en el verso 32; «no existió, ni existe, ni existirá», en el verso 32; «estás solo»,
en el verso 34; «somos sombras», en el verso 37. Es decir, ser, estar, existir, habitar,
Eloy Sánchez Rosillo, «La playa» 199
1.La lluvia hacía brillar la calle. Había estado el agua puliendo cuidadosa-
mente las partes más reacias, pasando y repasando aquellos lugares donde
pudiera haber más resistencia, mientras pequeños puntos de luz salpicaban la
calzada, estrellándose desde los faroles del alumbrado.
2.La calle estaba solitaria. Por una escalerilla se precipitaban, rápidamente,
unos hilillos de agua sucia. La sombra habíase retirado bajo el arco de una
fachada, y estaba allí, tensa y palpitante, cercada por el murmullo rápido del
agua.
3.Parecía que la calle estuviese acordonada, separada del mundo, y aun las
pequeñas muestras de las puertas, con nombres de algún médico, de algún
abogado, parecían lápidas con vistas a la muerte.
4.Lagrimeaban los cristales protegidos por un leve tejadillo rojo. Se quejaba
una puerta con ese tono agrio y desesperanzado de las viejas puertas. La hoja
de una ventana golpeaba contra el marco tozudamente, con una pesadez extre-
mada. Había pocas ventanas iluminadas. Punteaba la lluvia el silencio,
haciéndolo más profundo, más inabordable. Hasta que, de pronto, pudo per-
cibirse un rumor. Algo tan pálido que todavía no era capaz de significar nada.
204 Didáctica del texto literario
lectuales de la narrativa de aquellos años, Alemán Sainz traza en este cuento un som-
brío panorama de incomunicación, de paradójica irrealidad, que cifra en la deshu-
manización representada por un paraguas que lleva a alguien debajo. Un contexto
en el que Alemán Sainz se ve inmerso y obsesivamente trata de analizar su signifi-
cado profundo. Al final, sólo la soledad y el silencio, en un ambiente sombrío y
borroso, suponen la conclusión a su angustiada reflexión sobre ese personaje igno-
to. Según José Calero Heras se trata de un relato «doblemente sugestivo porque el
personaje no tiene rostro, ni historia, ni vivencias determinadas, pero con todo, hay
un ser humano. Lo titula Hay un ser humano bajo ese paraguas que pasa, y está for-
mado únicamente por reflexiones que sobre la identidad de la persona se hace el
escritor, desde la ventana de su casa, un día de lluvia, viendo evolucionar por la calle
el negro caparazón de un paraguas.» Baquero Goyanes, en 1952, lo calificaba como
cuento «en donde apenas hay sombra de argumento, sustituido por la sencillez de lo
cotidiano, de ese inventar un destino al ser escondido tras el charolado anonimato
del paraguas». «Creo, incluso, […] que es uno de los mejor escritos del libro […] Y
creo, también, que difícilmente cabe extraer más limpia emoción de motivos tan
sencillos, tan frágiles argumentalmente, como los que en tales cuentos has maneja-
do». Y el propio Baquero Goyanes, en el estudio preliminar a su edición de Cuentos
de Francisco Alemán Sainz, en 1981, dice de este cuento, después de referirse a
otros relatos, como La carta que no llegó a tiempo o Carta desde el pasado, cuyos
protagonistas no los llega a conocer el lector: «Se ve, pues, que éste fue para Alemán
Sainz una especie de tema o motivo recurrente, manejado en no pocos relatos. En el
titulado Hay un ser humano bajo ese paraguas que pasa, la tercera persona narrati-
va corresponde a la perspectiva del narrador que, desde lo alto de una ventana, un
día de lluvia, ve avanzar por la calle un paraguas “con asombrosa lentitud, inhuma-
namente, enorme bicho de caparazón negro, solitario coleóptero bajo la lluvia”.
Mientras el paraguas avanza por la calle, se piensa en quién podrá caminar bajo él,
un hombre o una mujer, “un rostro oculto, sin años ni gestos”, un ser “rumbo a Dios
sabe qué destino”. Y una vez que el paraguas atraviesa la calle y ésta queda vacía,
todo se ha desvanecido ya, desapareciendo para siempre “el dato de una figura que
se movía desde el silencio”».
De la lectura del cuento, se desprende, en primer lugar, su morosidad narrativa,
con detenimiento en todos los detalles, hasta en los más nimios, lo que el autor hace
con el fin de profundizar, psicológicamente, en los objetivos o fines del relato, que
no son otros que mostrar un aspecto enigmático de la realidad, que roza lo absurdo,
y la deshumanización protagonizada por una situación cotidiana y vulgar que se
convierte, por virtud de la intervención del narrador, en excepcional.
Francisco Alemán Sainz: «Hay un ser humano bajo ese paraguas que pasa» 207
Estas dos últimas metáforas hay que situarlas en el marco del expresionismo fau-
vista característico de la literatura de la Posguerra, al estilo de Hijos de la ira de
Dámaso Alonso, concesión de Alemán Sainz al tremendismo muy de aquellos años
en la literatura española.
La soledad es el tema central de cuento y en todo momento se detalla su presen-
cia y su realidad. La soledad y el silencio. Como Antonio de Hoyos resumía en su
libro Ocho escritores actuales: «La soledad y la noche, la oscuridad y la luz dan el
tono literario y el clima de color y de sonido, por donde cruza la imagen creada o la
sombra corpórea que habla y piensa». Hasta cinco veces se alude al silencio, al
silencio de la lluvia o al silencio metafísico de la soledad, en el cuento, insistencias
que suponen obsesiva referencia a la falta de comunicación, a que aludíamos antes.
Tras lo cual, y para mayor obsesión, se suceden una cadena de negativos: oscu-
ra, triste, falso, enlutado, sin estrellas, sin nubes, sin gestos… no hay árboles, el aire
es helado, el hierro está oxidado, el río del agua es diminuto…, para concluir en el
párrafo 13 señalando que «se dolía» (expresión de dolor personal hasta este momen-
to no manifestada por el hablante), y culminar en el párrafo 14 y último, con una
Francisco Alemán Sainz: «Hay un ser humano bajo ese paraguas que pasa» 209
serie de adjetivos también negativos: vacía, húmedo, frío, golpeado, borrosa, oscu-
ra…
Son muy significativos también los efectos de luz y sombra que se prodigan a lo
largo del cuento. Hay que partir, en lo que se refiere a la ambientación, del montaje
de luz y sombra con el que está construido el cuadro nocturno en que se desarrolla
el relato. Por medio de fuertes contrastes de luz/oscuridad, el lector irá descubrien-
do, conforme los suministra el autor, rasgos del espacio y del personaje, del entorno
urbano en que transcurre la mínima acción. La perspectiva del hablante está situada
en lo alto, y su visión desde arriba abajo formaliza la focalización del relato, y de
ella depende, entonces, la perspectiva sesgada, incompleta, deficitaria, reveladora de
la inseguridad y de la duda del ser humano perdido en el mundo. Son tres las refe-
rencias al punto de visión del personaje: párrafo 5: desde la ventana; párrafo 6: la
mirada desde la ventana; párrafo 8: desde arriba.
Justamente, la deficiencia de esa visión, la deficiente perspectiva, será la que
genere el enigma y justifique la desolación que es la base del argumento del cuento.
Por eso, acabará predominando lo oscuro, lo negro, lo sombrío, sólo interrumpido
por efectos fugaces de luz, debidos a las farolas y a los brillos y reflejos de esa luz
en el agua de la lluvia y en el propio paraguas. Y así se pasará de la visión a la ausen-
cia, como se dice en el párrafo 13, para añorar la imagen borrosa y oscura, a que se
alude en el párrafo 14 y último.
En este ambiente de desolación deshumanizada, se produce, como contrapunto,
un proceso de humanización de las cosas muy significativo, como si el autor quisie-
se transportar un sentido humano a los objetos, para lo que se sirve de personifica-
ciones o prosopopeyas muy efectivas del tipo de sombra tensa y palpitante, lagri-
meaban los cristales, se quejaba una puerta, avanzaba el paraguas…
Es muy interesante también la estructura del cuento que revela, por un lado, la
maestría de su autor, y, por otro, su eficacia a la hora de mostrar los materiales narra-
tivos de forma paulatina y sistemática. Evidentemente, se utiliza una estructura line-
al, que se desarrolla y avanza conforme nuestro anónimo personaje avanza, y justa-
mente la duración del cuento se corresponde con el tiempo en que se lleva a cabo el
desarrollo del transcurrir del personaje por la calle.
Pero ha de advertirse que se produce una clara distorsión entre el tiempo real y
el tiempo narrativo, aquellos que Baquero Goyanes denominaba tiempo y tempo en
la novela. En efecto, el tiempo es el que tarda el personaje en su discurrir por la
calle, seguramente un par de minutos, no más. La acción lo describe a la perfección:
210 Didáctica del texto literario
aparece por un extremo de la calle, avanza, pasa por debajo de la ventana, desde la
que es observado, y se aleja por el otro extremo hasta perderse en la oscuridad de la
lluviosa noche.
El tiempo narrativo (tempo) es mucho más lento. El cuento tiene una duración
muy superior al tiempo relatado, y es que el autor se ha detenido (por eso al princi-
pio hablábamos de morosidad narrativa) atendiendo a extremos y circunstancias aje-
nos al anónimo personaje, pero que configuran y ambientan su existencia real.
En realidad, el paraguas no aparece en escena hasta el cuarto párrafo, cuando ha
transcurrido ya más del veinticinco por ciento el texto. El paraguas avanzará a su
paso, pero la morosidad narrativa desarrollada por su autor hace que no llegue hasta
el centro de la calle (suponemos que donde está situado el autor del relato, en su ven-
tana), justo cuando ya el cuento ha transcurrido nada menos que en un setenta y
cinco por ciento, y está ya abocado a su final.
A partir de este instante, tan solo, ya en el tramo final del relato, sólo se hará
mención del paraguas en su camino hacia la ausencia, hacia la desaparición. Parece
como si se acelerase el ritmo del cuento hacia su final, pero el paso de su personaje
sigue su mismo ritmo de siempre (lento, oscuro, monótono, se dice en el cuento).
La estructura interna del cuento también observa una clara tendencia a la lenti-
tud y a la morosidad, con las que el cuentista obtiene el efecto perturbador morbo-
samente obsesivo ante la presencia de ese personaje ignoto y su paraguas. En gene-
ral, todo el relato presenta estructuras formales que van retardando el desarrollo del
cuento, pero hay espacios en los que reiteraciones de elementos formales crean para-
lelismos, dilogías y reproducciones, que aumentan la morosidad y la lentitud.
Obsérvese, por ejemplo, el espacio, situado en el centro del cuento, en el que el
autor-contemplador intenta identificar a la persona, al ser humano, que camina bajo
el paraguas. La multiplicidad de estructuras bimembres y trimembres, que reiteran
negativos, es muy llamativa. Estamos en el párrafo décimo, en el mismo centro del
cuento:
Ahora, quien fuese, hombre o mujer, estaba en la soledad de
la noche bajo la tela oscura y triste. Bajo el falso cielo enlutado, sin
estrellas ni nubes, quedaba un rostro oculto, sin años, ni gestos. Pero
en cualquier parte del mundo, en cualquier parte de la ciudad, quizá
al alcance de la mano, habría una habitación que le perteneciera, y
un crepúsculo, y unas cartas de amor y unos labios. Pero ahora era,
simplemente, un paraguas a la ventura.
Francisco Alemán Sainz: «Hay un ser humano bajo ese paraguas que pasa» 211
Apéndice
UN CUENTO
Francisco Alemán Sainz, «Hay un ser humano bajo ese paraguas que pasa» . 203