San Agustin
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PEDAGOGÍA
Por
Azucena Fraboschi.
Universidad Católica Argentina (UCA).
En la Historia de la Educación San Agustín de Hipona (354-430) aparece muy claramente como un
gozne entre dos mundos: el mundo romano, pagano, Imperio que se desmorona –por su propia
decadencia interna y por las invasiones de los bárbaros que han llegado a las puertas de Roma–, y
el otro nuevo mundo, cristiano, que acaba de salir de las catacumbas a la luz gracias al emperador
Constantino y sucesivos edictos, y crece pujante.
Agustín, nacido en Tagaste, en la provincia romana de África, había recibido la formación clásica
según los tres niveles de escolaridad tradicionales: en su ciudad natal cursó la escuela de primeras
letras (desde los seis hasta los trece años), luego en Madaura, capital de la región, la escuela de
gramática (desde los trece hasta los dieciséis años) y finalmente en Cartago, capital de la provincia
romana de África, la educación superior retórica (desde sus diecisiete hasta sus veinte años). Pero
el joven nunca quedó satisfecho con la formación recibida, y mientras ejercía la docencia como
maestro de gramática primero –en Tagaste–, y de retórica en Cartago, en Roma y en Milán
después, continuó buscando algo más a través de sectas, escuelas filosóficas y, finalmente, de
hombres destacados a los que admiraba y en quienes confiaba. Finalmente, la conversión al
Cristianismo de uno de ellos abrió un nuevo rumbo a su búsqueda, y es así que encontró lo que
buscaba en los sermones del obispo San Ambrosio de Milán y en la lectura de las Sagradas
Escrituras, que durante tanto tiempo había rechazado por su lenguaje y estilo casi bárbaros para
los oídos de Agustín, acostumbrados al refinado latín ciceroniano.
Luego de muchos esfuerzos logra abandonar una forma de vida bastante disoluta, y también deja
atrás su cátedra y su carrera profesional hecha de ambiciones y vanidades, y recibe el bautismo en
el año 386. De ahí en más –y de regreso a África–, primero sacerdote y luego obispo de Hipona a
partir del año 396, retoma la docencia desde a través de la predicación y de la pluma[1]: cartas,
diálogos, tratados sobre temas dogmáticos muchas veces acuciantes por las herejías que se
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presentaban una tras otra, sobre la reforma de las costumbres... y sobre la formación del
cristiano: sobre la educación.
Sobre este tema específicamente escribe tres obras –si bien su preocupación se hace presente en
varias más–: El Maestro (escrito en el 389, al año de haber regresado a la provincia africana); La
cultura cristiana (cuyos tres primeros libros estuvieron redactados en el año 396, en tanto el
cuarto fue terminado en el 426) y La catequesis de los principiantes (399).
El llamado “maestro” (el maestro humano, el maestro-exterior) suministra con sus palabras las
noticias o los objetos de los conocimientos; despierta al alumno, lo inquieta, lo incentiva, invita al
alumno a volverse hacia los elementos de juicio que existen en el interior de su espíritu,
esperando que los contemple, los considere y se pronuncie sobre esas cuestiones que él se ha
planteado con anterioridad.
“Pero en cuanto a todo lo que entendemos, no consultamos la verdad que nos habla con un
sonido exterior <por las palabras>, sino que lo hacemos con aquélla que interiormente preside
nuestro propio espíritu; las palabras, quizá, nos han movido a consultarla.
Mas Aquél que, cuando es consultado, enseña –el cual se dice que habita en el hombre interior–,
es Cristo, la inconmovible Fuerza de Dios y la Sabiduría sempiterna.
Toda alma racional la consulta, pero a cada una se manifiesta en la medida en que puede
contemplarla según su propia buena o mala voluntad.
Y si alguna vez surge una equivocación, ello no sucede por deficiencia de la Verdad consultada,
como no es defecto de la luz exterior el que los ojos corporales a menudo se engañen”[2].
Cristo es, pues, ese verdadero Maestro, el Maestro-interior. La experiencia nuestra de cada día
nos da ejemplo de cuanto acabamos de decir. Alguien, un maestro, una amiga, un familiar, nos
dice algo que nos resulta complejo, intrincado, difícil de entender. “No lo veo”, le decimos, y la
persona multiplica sus esfuerzos, sus razonamientos, busca imágenes... y todo parece inútil hasta
que, en un instante y sin poder decir cómo ni por qué, damos un grito: “¡Ya lo entendí! Ahora lo
veo”. Y hasta, en un gesto de gratitud, añadimos: “Lo tuyo estaba muy claro, muy bien armado...
pero yo no lo veía”. Ver la realidad, conocer la verdad no es sino la contemplación del Logos o
Verbo Divino[3] –Palabra concebida y pronunciada por Dios Creador– que da: el ser, o sea el
existir; la esencia, o sea el existir como tal ser; y la ley natural, o sea el actuar como tal ser, su
actuar según su naturaleza, a todo cuanto existe, a toda la realidad.
Pero esa misma experiencia nuestra nos ilumina también acerca de la restricción planteada en el
texto de Agustín: si no tenemos voluntad de entender, si no queremos ver, no entenderemos, no
veremos. Porque el conocimiento involucra siempre, de alguna manera, nuestra afectividad,
nuestra voluntad; el reconocimiento de la verdad puede afectarnos, tal vez debamos cambiar, y
suele no ser algo fácil mantener la coherencia entre la verdad proclamada y la verdad vivida. Todo
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Por otra parte, el conocimiento humano solo no es capaz de establecer un orden en el amor, ni
puede obrar la conversión de vida de una persona: carece de peso para ello.
Por ello San Agustín dice: “Mi amor es mi peso”, lo que me pone en la realidad, lo que me retiene
en mi lugar. El problema es, precisamente, saber cuál es la realidad, cuál es mi lugar[4].
• descentra (saca del lugar propio, del que nos • centra (lleva a la persona, por su propio
corresponde); peso, a su lugar propio);
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en ese entonces por: la desmesura y frivolidad en el uso de las palabras, que sólo servían para
hacer discursos en pos de la fama y las riquezas, y no para mostrar la verdad; el afán, la avidez de
novedades que valían por serlo, y no por su contenido intrínseco; la apariencia de la sabiduría,
con un gran desinterés por el progreso en el conocimiento; la corrupción en las costumbres y la
absoluta subversión en la escala de los valores...;
b) LA CULTURA CRISTIANA: si bien esta obra aparece como un manual orientativo para el
predicador de la Palabra de Dios, ofrece mucho más.
En realidad, es un plan de estudios para la formación del cristiano, de ese cristiano que quiere
conocer bien su religión para fortalecer su fe, y hallar en el conocimiento de las verdades una
respuesta a sus interrogantes y una norma para las situaciones que la vida de cada día le plantea.
En una palabra: es un programa de cultura cristiana –el equivalente cristiano de la paideia griega,
de la humanitas romana– para la formación del cristiano adulto. Si recordamos que tanto para el
griego como para el romano el hombre educado, es decir el hombre culto, era el único que
merecía ser llamado “hombre” porque había alcanzado el pleno desarrollo de su naturaleza, no
nos extrañará que San Agustín dé importancia a la educación del cristiano y que proponga una
cultura cristiana, para que el hombre llegue a la plena madurez de sus capacidades humanas
naturales, que podrán entonces sustentar sólidamente su vida sobrenatural, la cual no podrá ser
menos que adulta (a no ser que se quiera caer en la puerilidad, o bien en la monstruosidad de una
persona que es adulta en todo, menos en lo más importante[5]).
Esta obra constituye una propuesta que, como tal, mira por entero a ese lado de la puerta que es
el mundo cristiano; pero hemos dicho que San Agustín es un gozne entre dos mundos, y por eso
en su propuesta la cultura clásica está presente, como sustrato y preparación para la formación
específicamente cristiana. Presencia inevitable, de hecho, dado el propósito primero e inmediato
de la obra: formar al predicador cristiano. ¿No era éste, acaso, un orador? ¿Y qué otra educación
que la clásica podía dar como fruto un orador? Suyos eran la teoría, los conocimientos técnicos,
los métodos. Por consiguiente, el obispo de Hipona dice:
“Entonces, dado que el arte de la palabra tiene una gran fuerza cuando se trata de persuadir, ya
sea para lo malo ya sea para lo bueno, ¿por qué la gente buena no se aplica con diligencia a
adquirirla para que sirva a la verdad, mientras que los malvados la ponen al servicio de la
iniquidad y del error, para ganar causas perversas y vanas?”[6]
Agustín, retórico de formación clásica y excelente predicador cristiano, sabe de que habla. Y para
formar al cristiano que, además de conocer su religión, pueda expresarla y defenderla con
convicción y persuasión, acude a los esquemas característicos de la escuela de retórica clásica: la
enseñanza de las reglas, la imitación de los modelos –y sobreabunda proponiendo los que
encuentra en la Sagrada Escritura– y la composición y declamación de un tema. Pero ya aquí
encontramos los matices propios de este hombre de dos mundos, pues en lo que hace a la
preceptiva de la retórica, si bien considera importante su conocimiento, no lo tiene por
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“Pues quien interpreta y enseña la Sagradas Escrituras debe ser defensor de la verdadera fe y
adversario del error, enseñar el bien y hacer olvidar el mal. Con este trabajo de su palabra debe
atraer a los adversarios, estimular a los perezosos, enseñar a los que no saben de qué se trata qué
es lo que deben esperar. Pero donde encontrare oyentes bien dispuestos, atentos y dóciles, o bien
donde los haya vuelto tales, debe proseguir su discurso como lo requiera la situación. Si se trata
de instruir a sus oyentes, deberá hacerlo mediante la narración, siempre que esto sea necesario
para esclarecer el asunto que se está tratando, teniendo cuidado de transformar las dudas
[cuando las hubiere] en certezas, gracias al razonamiento y con el recurso a los ejemplos. Pero si
más que de instruirlo, se trata de conmover al auditorio para que no se vuelva torpe a la hora de
actuar según lo que ya sabe, y para que ponga su vida de acuerdo con las verdades que confiesa
como tales, entonces debe dar una gran fuerza a su palabra: allí se requieren súplicas e invectivas,
arrebatos y reproches, y toda otra forma capaz de conmover los espíritus”.[7]
También difiere de las costumbres de la época la exhortación que dirige a los hombres ya grandes,
hombres maduros, para que aprendan la elocuencia, gracias a lo que presenta como un proceso
de autoformación fundado en el estudio de los modelos, y en su imitación; estudio que conducirá
al conocimiento de la preceptiva retórica para su ulterior aplicación al discurso o bien a la
predicación de los temas dogmáticos o de los morales, que supone conocidos. En pleno auge de
las escuelas de retórica, el obispo de Hipona habla de autoformación, y lo hace con gran sentido
de la realidad, considerando la situación de los adultos conversos –que incluso llegan luego a ser
sacerdotes– que no pueden concurrir a las escuelas con los jovencitos: porque no conviene por
razones de edad, ni por la educación que allí se impartía, y porque no tienen tiempo para ello por
las muchas obligaciones que ya han contraído. Pero, supuesta la existencia de un cierto
talento natural[8], no los exime del estudio.
En el libro I de La cultura cristiana San Agustín se refiere a las cosas o realidades sobre las que
versa el estudio de las Sagradas Escrituras, distinguiendo entre ellas las que son para ser
disfrutadas y que nos hacen felices, y las que son para ser usadas y que nos son útiles. Es en
función de esta distinción que, luego de enumerar aquellas que constituyen las diversas verdades
de fe o dogmas (la Trinidad, la inefabilidad de Dios, su superioridad con respecto a todo ser
creado, su Sabiduría inmutable, la creación, la Encarnación del Verbo, la Redención, la Iglesia,
etc.), enuncia las normas morales, que no son otra cosa que el orden del amor que el hombre
debe observar en su relación con dichas realidades (discernir lo que es fin y lo que es medio, y
amar a cada uno según lo que es). Precisamente, cuando el hombre entienda que el fin de la Ley y
de las Sagradas Escrituras es el amor a Dios “nacido de un corazón puro, de una conciencia buena
y de una fe no fingida”, dice Agustín citando a San Pablo[9], podrá abocarse al estudio de las
mismas con seguridad.
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En el libro II aborda el tema de los signos cuyo conocimiento es necesario para interpretar las
Escrituras, entre los que se encuentran los signos verbales, las palabras, la lengua, los diversos
idiomas. En su progresivo acercamiento a los libros sagrados, el hombre debe primero hacer una
lectura global que le permita captar el sentido; luego una segunda lectura, más cuidadosa y
aguda, le mostrará los contenidos de la fe y los preceptos morales, y todo lo que se refiere a la
esperanza y al amor. La tercera lectura, finalmente, procurará el esclarecimiento de los pasajes
oscuros mediante un trabajo de análisis, interpretación y discusión inclusive de los temas
dudosos, todo lo cual requiere el dominio de los idiomas –y la historia y la cultura de los pueblos
que los hablaron– en los que fueron escritas las Sagradas Escrituras. Porque muchas veces la
oscuridad de un texto proviene de una mala traducción, o del desconocimiento del contexto, o de
una significación impuesta por el uso en una época determinada, etc.
A partir de aquí, la exposición de San Agustín se orienta a encarecer el estudio de las artes
liberales y de los conocimientos que formaban parte de la cultura tradicional del Imperio, bien
que formulando algunas restricciones. Así habla del estudio de las ciencias de la naturaleza: los
animales, las plantas, las piedras, cuyas propiedades y comportamientos son citados muchas
veces en las Escrituras con una significación simbólica (como la recomendación que Jesús hace de
ser astutos como serpientes), que se perdería si no hay un conocimiento suficiente. Recomienda
la enseñanza de la aritmética debido al valor simbólico de los números, al que han sido tan
afectos los hombres de todas las culturas y de todos los tiempos; también este valor se halla
presente en la teoría musical y en la construcción y figura de los instrumentos que se mencionan
en la Biblia (el salterio, cuyas diez cuerdas están relacionadas con los diez Mandamientos). Sobre
este punto recuerda el obispo algunas fábulas de los paganos –como la institución de las nueve
Musas hijas de Júpiter y de la Memoria–, para luego decir que el hecho de que ellos hayan
trabajado de esa manera los números y su significación, y otros temas por el estilo, no es motivo
suficiente para que el cristiano los rechace: debe, sí, dejar de lado todo lo que sea práctica
supersticiosa (amuletos -hoy hablaríamos de las ristras de ajo, las cintas rojas, los anillos de la
suerte, etc.-, tatuajes mágicos, fórmulas de encantamiento, adivinación). Especialmente proscribe
la astrología y los horóscopos que, por una parte, minimizan la libertad del hombre (si es que no
la niegan) y, por otra, pretenden dar al hombre un conocimiento que sólo a Dios pertenece,
reproduciendo así el primer planteo de Satanás a Eva; por eso llega San Agustín a decir que “el
cristiano debe rechazar y huir de todas estas artes de la superstición -frívola o bien nociva- surgida
de una funesta asociación entre hombres y demonios, al modo de una amistad mentirosa
y desleal”[10].
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Finalmente llega Agustín a la dialéctica y la retórica. Luego de algunos ejemplos para introducir el
tema, recuerda al lector que no es lo mismo conocer las reglas que rigen el encadenamiento de
las proposiciones, que conocer la verdad de las sentencias –distinción sobre la que no resultaba
superfluo insistir en ese entonces–, y subraya que sólo quien conoce la verdad merece el nombre
de sabio, aunque haya quien lo supere en el arte del razonamiento, que a menudo se transforma
en un mero juego de ingenio. También previene sobre el mal uso de la elocuencia, arte que de
suyo no es vituperable puesto que sirve para persuadir acerca de lo verdadero. Por consiguiente,
recomienda a los jóvenes inteligentes y estudiosos que se apliquen a estas ciencias por la utilidad
que ellas encierran, pero que lo hagan con mesura, sin deslumbrarse por ellas y usándolas en
provecho de la comunidad, y no en su propio beneficio.
Se cierra el libro II con la afirmación de que cuanto se espigue en los libros que suelen estudiarse
en las escuelas, se encontrará con sobreabundancia en las Sagradas Escrituras, cuyo estudio debe
ser la culminación de todo conocimiento humano.
El libro III trata las reglas de la interpretación, en lo que hace a puntuación, pronunciación, sintaxis
gramatical, sentido propio y sentido figurado de términos y frases, etc.
San Agustín, que en los años de su juventud tuviera tanta dificultad en gustar de la Sagrada
Escritura debido a lo que llamaba la rudeza de su lenguaje, pondera ahora la elocuencia inspirada
de sus autores y los propone como modelos, para que el estudio del arte oratoria se haga
directamente sobre ellos: San Pablo, el profeta Amós... Pero advierte a sus lectores para que no
intenten imitarlos en todo ya que, por ejemplo, cuando los textos sagrados aparecen oscuros, los
intérpretes deben esclarecerlos y tornarlos comprensibles para los oyentes, en lugar de
reproducir la dificultad. Tampoco deben exponer todos los problemas a todo hombre, sino
discernir y dar a cada uno en la medida de su necesidad y su capacidad. Es preciso hablar con
claridad, sacrificando inclusive la elegancia del discurso cuando la condición de los oyentes no
permita levantar el vuelo, pues debe privilegiarse la comprensión por parte de éstos de las
verdades comunicadas y la edificación de los espíritus. Sin embargo, de ser posible, procúrese una
expresión elevada, acorde a lo sublime del tema tratado. Nuevamente se hace presente aquí la
condición del obispo de Hipona como hombre que, llevando el bagaje de la formación clásica,
camina libremente por los senderos del mundo cristiano.
A continuación enuncia, con Cicerón, los tres objetivos del orador: enseñar, agradar y conmover
(como necesidad lo primero, como placer lo segundo y lo tercero, como victoria). El enseñar se
refiere a lo que decimos, en tanto agradar y conmover se dan por el modo en que lo decimos.
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Ciertamente, lo primero es lo más importante, lo medular, “toda vez que cuando se habla se
manifiesta la verdad, cosa que es propia de la tarea docente”[12]. Agradar parece sin embargo
algo útil para atraer a las personas que tienen un fuerte sentido estético y toleran mal un lenguaje
directo, o una expresión no muy elaborada. Ahora bien: la verdad enseñada con mayor o menor
encanto puede pertenecer a las verdades teóricas o meramente especulativas –que basta creer o
bien conocer–, en cuyo caso asentir a ella no es otra cosa que confesar que es verdadera; pero
“cuando lo que se enseña debe ser puesto en práctica, y precisamente para eso es enseñado, en
vano el oyente quedará convencido de que lo que se le ha dicho es verdadero, en vano le
agradará el modo como ha sido expresado, si no lo ha aprendido de manera tal que lo ponga en
obra”[13]. Por eso dice San Agustín que, en este último caso, el predicador “no sólo debe enseñar
para instruir, y agradar para cautivar y retener [a sus oyentes], sino que además debe
conmoverlos [debilitando su voluntad] para vencerlos”[14], en función de lograr una nueva
conducta –o un cambio de conducta– acorde a la verdad enseñada.
Un discurso que reúna tales condiciones en cualquier caso se deberá, más que a su talento, a las
piadosas oraciones que el orador haya elevado a Dios por sí mismo y por sus oyentes (perspectiva
netamente cristiana del planteo agustiniano), las cuales harán de él un “orador” (un hombre que
ora, un orante) antes que un “decidor” (un hombre que dice palabras o discursos, un orador al
modo tradicional, ciceroniano). Esto no significa que el predicador, o bien simplemente el
cristiano, esté eximido de hablar bien y de adquirir los conocimientos necesarios para ello, y para
probarlo están los numerosos textos que San Pablo dirige a Timoteo y a Tito: si bien Dios es quien
obra, lo hace por el ministerio de los hombres, que deben hacer cuanto esté a su alcance para ser
buenos y adecuados instrumentos.
Sobre la última parte del libro, su autor da reglas para la elocuencia eclesiástica: el orador
cristiano ha de sentirse en libertad para mezclar los diversos estilos aún en un mismo discurso, si
es necesario; cómo debe hacerlo; el efecto del estilo sublime -cuando se ha logrado- se manifiesta
más por gemidos y llanto que por aclamaciones; el estilo simple es bueno para la instrucción en la
verdad, aunque puede no bastar para la conversión de la vida; si quiere ser escuchado con fruto,
el orador debe conformar su vida a sus palabras, para que éstas queden corroboradas y no
invalidadas por aquélla; asimismo, debe poner siempre más atención al contenido que a la forma
de su discurso; y jamás debe tomar la palabra para dirigirse a otros sin haber hecho antes oración
pidiendo el auxilio divino, como también al finalizar deberá hacer la acción de gracias, como lo
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Porque las dificultades planteadas y las soluciones dadas exceden el marco histórico de la obra
para cobrar vigencia universal, veamos algunas de las preguntas que el atribulado catequista
formuló a su obispo:
• ¿qué hacer con mi sequedad en la exposición, con mi falta de vuelo apenas la catequesis se
prolonga más de lo debido?
Y el obispo de Hipona, tomando en cuenta tales planteos, dividió su respuesta en dos partes:
Tan sólo reproduciremos algunos textos pertenecientes a la primera parte del opúsculo, en los
que se entremezclan las observaciones pertinentes a las tres preguntas de Deogracias.
“La narración es completa cuando la catequesis parte de: ‘En el principio Dios creó el cielo y la
tierra’ (Gén. I, 1), llegando hasta los actuales tiempos de la Iglesia. [...]
Todo ha de ser tratado en forma breve y general, eligiendo los hechos más llamativos, los que se
oyen con más gusto y que forman como las articulaciones del conjunto [...].
Aquellas cosas que mayormente queremos destacar han de sobresalir sobre las menos
importantes para que el alumno, a quien queremos estimular con nuestro relato, no llegue
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fatigado a lo fundamental, ni confunda las cosas en su memoria aquel a quien queremos instruir
por la enseñanza”.[16]
“Toda la Sagrada Escritura antigua fue escrita para anunciar la venida del Señor, y todo lo que
después se escribió –confirmado por la divina autoridad–, narra a Cristo y exhorta al amor.”.[17]
Estas directivas de San Agustín indican claramente una educación que hoy llamamos
“personalizada”, y que es, ni más ni menos, “educación” a secas. Porque para que haya educación
debe haber siempre la consideración y conocimiento de las personas, y la adaptación a las
mismas; si no, simplemente “no” es educación. Por eso el obispo de Hipona dice:
“Está el caso de la persona culta, formada en las artes liberales y ya resuelta a hacerse cristiana,
que llega a ti para recibir la catequesis [...].
Con estos tales hay que proceder con brevedad y no resultar molestos inquiriendo sobre lo que ya
saben, sino resumir con discreción [...], de modo que si en realidad sabe, no nos tome por sus
maestros; y si todavía hay algo que ignora, lo aprenda mientras le recordamos aquello que
ya conoce.”[18]
“Entre los que vienen a hacerse cristianos hay también algunos procedentes de las escuelas,
usualmente de gramáticos y de oradores: cuídate de contarlos entre los ignorantes, pero tampoco
los consideres entre los más doctos, cuya mente se ha ejercitado en cuestiones sobre los grandes
temas.
A éstos –que según parece sobresalen entre todos los demás hombres por su arte de
hablar– debemos dedicarnos con mayor intensidad que a los ignorantes cuando vienen para
hacerse cristianos: porque han de ser seriamente advertidos para que se revistan de humildad
cristiana y aprendan a no despreciar a los que conocen mejor cómo evitar los vicios de las
costumbres que los vicios de las palabras [...].
Han de saber también que para los oídos de Dios no existe otra voz que el sentimiento
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del alma.”[19]
“Quiero que consideres que es distinta la intención de quien dicta algo pensando en el futuro
lector, de la del que habla y es escuchado en ese mismo momento.
En este último caso, también es diferente la enseñanza del que instruye en forma privada, sin que
nadie se halle presente para juzgarnos, de la de quien enseña en público, rodeado de personas
con diversas opiniones.
Y en esto de estar en público: será distinta la preparación si se enseña a uno solo y los demás
escuchan y asienten a lo que ya conocen, de la que debe tenerse cuando todos juntos aprenden
lo que se está enseñando.
Y en este segundo caso, una cosa es cuando estamos sentados y enseñamos privadamente, como
si estuviésemos en una conversación; otra, cuando todo el pueblo en silencio y atentamente
escucha a uno solo que enseña desde la cátedra.
Interesa mucho, como ya lo hemos dicho, saber si son pocos o muchos los que estarán presentes;
si son gente docta, o ignorante, o mezclada la una con la otra; si son de la ciudad, o del campo, o
están juntos éstos con aquéllos; o si se trata de una multitud formada por toda clase de personas
[...].
Cuando doy clases, me siento de diversa manera según que tenga ante mí a un erudito o a un
ignorante, a un compatriota o a un forastero, a un rico o a un pobre, a un particular o a un
funcionario o a alguna persona que detenta alguna dignidad de cargo; según sea la clase, edad o
sexo; según que proceda de éste o de aquel error o secta.
Porque aun cuando la misma caridad se deba a todos, no a todos debe darse el mismo
remedio. En efecto, la caridad a unos los engendra a la fe, con otros se enferma; a unos cuida de
instruirlos, a otros teme ofenderlos; hacia unos se inclina, se levanta contra otros; con unos es
blanda, con otros enérgica; de ninguno, enemiga; y para todos, madre.”[20]
1. El problema
“Yo no quisiera que te turbara la idea de que tus lecciones son frecuentemente carentes de todo
valor y fastidiosas.”[21]
“[...] Estamos comúnmente tan preocupados por ser útiles a nuestros oyentes, y de tal modo
quisiéramos expresar algo tal como en ese momento lo vemos y entendemos, que por nuestra
misma vehemencia no logramos hacerlo.
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Y por esta impotencia nos atormentamos como si en vano nos hubiéramos consagrado a nuestro
trabajo; desfallecemos de tedio, y a causa de este fastidio la exposición se torna más lánguida y se
debilita, de donde fácilmente se cae en la tristeza y en el aburrimiento.”[22]
1.2. La solución
“Pero con frecuencia el interés de los que desean oírme me indica que mi exposición no es tan fría
como me lo parece, y por el gusto que demuestran, deduzco que sacan algún provecho de ella
[...].
También tú has de entender [...] que tus lecciones no disgustan a los demás como te disgustan a ti
[...].
No cabe duda que seremos oídos mucho más gratamente si nosotros también nos gozamos en
nuestra labor.
Por tanto, no es una empresa ardua el enseñar lo que debe creerse, estableciendo principalmente
los límites de la exposición; cómo ha de variarse la narración; cómo algunas veces debe ser breve
y otras, más larga, pero siempre completa y acabada; cuándo ha de usarse una y cuándo la otra.
El máximo empeño ha de ponerse en conseguir aquel método que más place al catequista; tanto
más deleitable será la lección, cuanto más se logre esto.
Ciertamente que esto corresponde a un precepto. Pues si Dios ama a quien da con alegría los
bienes corporales, ¿con cuánta más razón no amará al que así dona los bienes espirituales? (II Cor.
IX, 7).”[23]
No podemos dejar de subrayar, en primer lugar, la exigencia de alegría que San Agustín plantea al
maestro, y ello por motivos naturales (el alumno oye con agrado a un maestro que disfruta de lo
que hace y que en ello encuentra una fuente de alegría, y no a aquél que sobrelleva su labor
como un pesado fardo que lo agobia y lo entristece) y sobrenaturales (no se puede regalar algo –
la enseñanza en este caso, “los bienes espirituales”– y entristecerse por el hecho de dar, o dar con
amargura que quien recibe puede interpretar mal). En segundo lugar, la libertad que manifiesta
frente al problema del método (cada uno debe adoptar aquél que le viene bien, con el que se
siente cómodo y logra mayor eficacia), que tan tirano aparece hoy en día, cuando parece que
todos deben adoptar forzosamente aquél que está de moda, sin mirar si es adecuado a la
persona, a la materia, al grupo con el que se trabaja. A tal punto esto es así, que en muchos
lugares se exige la presentación de una detallada planificación de contenidos con su distribución
horaria, trabajos prácticos y métodos a seguir, con anterioridad al inicio de las clases, lo que
significa planificar en el aire, para el alumno y el grupo abstractamente considerados. Y se cae en
una verdadera dictadura de las técnicas llamadas pedagógicas, sacrificando la creatividad personal
del maestro, y dificultando la educación del alumno.
2. El problema
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a) “Tanto nos deleita y nos cautiva lo que contemplamos en el silencio de nuestro espíritu, que no
queremos salir de allí volcándonos hacia el distante y tan dispar estrépito de las palabras.
b) O también porque, cuando un discurso es agradable, más nos agrada oírlo, o leer lo que ha sido
mejor dicho –sin cuidados ni fatigas por nuestra parte–, que adaptarlo a la capacidad de otro de
manera improvisada pero con resultado incierto, ya sea en cuanto a la correspondencia de las
palabras con el pensamiento, sea en cuanto a su utilidad.
c) O quizá porque todo lo que tratamos de enseñar a estos principiantes, por sernos archisabido y
ya sin provecho para nosotros, nos cansa tratarlo con tanta frecuencia [...]
d) El oyente también puede ocasionar tedio al disertante cuando permanece indiferente, sin
mostrar reacción alguna; o porque ni siquiera indica con un gesto que entiende lo que se le dice, o
que le agrada [...]
e) A veces también nos sacan de algo que, por ser de nuestro gusto o necesidad, queremos
hacerlo; o nos contraría una orden de una persona a la que no deseamos disgustar; o la inevitable
insistencia de quienes nos exigen catequizar a alguno: entonces, conturbados, nos ponemos a una
labor para la que se necesita mucha tranquilidad. Nos sentimos dolidos porque nos han alterado
el orden de nuestras ocupaciones, y porque no alcanzamos a satisfacer a todos. La lección que
proceda de este afligente estado de ánimo será menos agradable, pues la aridez de nuestra
pesadumbre la hace apocada y estéril.
f) Otras veces, cuando se tiene el corazón dominado por el recuerdo de algún escándalo, no falta
quien nos diga: ‘Ven, prepara a éste que viene para hacerse cristiano’. [...] Esta lección, sin duda,
será más floja y llena de asperezas, por salir de un espíritu turbado y aun enojado.”[25]
2.2. La solución
- A a)
“Consideremos lo que nos enseñó Quien nos ha dado ejemplo para que siguiéramos Sus pasos (I
Pedr. II, 21). Pues por mucho que nuestras palabras difieran de la vivacidad de nuestra
inteligencia, es mucho mayor la diferencia existente entre la mortalidad de la carne y la
inmutabilidad de Dios. Y sin embargo, aun siendo de la misma naturaleza divina que el Padre, ‘se
anonadó tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de
hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz’ (Fil. II, 6-8)...
Si, pues, la inteligencia se goza en sus entrañables y purísimos pensamientos, también se deleitará
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al entender cómo la caridad, cuanto más servicialmente descienda a las cosas que son ínfimas,
tanto más vigorosa volverá a su intimidad con la ayuda de la buena conciencia de no haber exigido
de los demás ninguna otra cosa que no sea su propia y eterna salvación.”[26]
- A b)
“Deseamos más leer o escuchar los discursos ya hechos y mejor trabajados, y nos causa
pesadumbre el resultado incierto de lo que decimos cuando debemos improvisar.
Cuando el esfuerzo de la debilidad humana se hubiese apartado de la verdad misma [...], puede
acaecer que quizá también el oyente tropiece. Si tal sucediera, debemos pensar que Dios quiso
probar si somos capaces de corregirnos con placidez de espíritu, sin precipitarnos en otro error
mayor para sostener nuestra equivocación.
Si nadie nos lo ha advertido, y ha permanecido oculto tanto para los demás cuanto para nosotros,
no hay motivo para apenarse, con tal de que no vuelva a repetirse.
Pero algunas veces nosotros mismos, examinando lo que dijimos, encontramos en ello algo
censurable, y no comprendemos cómo ha podido pasar inadvertido. Movidos por la caridad, nos
duele aún más cuando vemos que lo falso fue aceptado con agrado. Presentándose la ocasión, así
como en silencio nosotros mismos nos hemos reprendido, del mismo modo hemos
de empeñarnos para que, poco a poco, los demás puedan corregir el error [...].
Si alguna vez y por insensata maldad algunos ciegos, chismosos, calumniadores u hombres
aborrecibles (Rom. I, 30) se alegrasen de nuestro error, tomemos de ello motivo para ejercitarnos
en la paciencia con misericordia, para que también la paciencia de Dios los conduzca al
arrepentimiento [...].
En otras ocasiones, no obstante haber dicho todo con rectitud y verdad, quizá se daña y se
perturba al oyente con algo no entendido, o con algo que por lo novedoso le desagrada, porque
contraría la opinión y la costumbre de un viejo error. Si tal cosa se manifestara exteriormente y la
persona pareciera curable, debe ser atendida sin dilación, con abundancia de autoridades y de
razones. Pero si el disgusto permanece oculto y silencioso, entonces habrás de rogar a Dios que le
dé su remedio. [...] En cuanto a aquella lectura que nos agradaba, o a la que habíamos deseado
oír por su elocuencia y que engañosamente preferíamos a nuestras propias palabras cuando nos
hallábamos perezosos o desganados, a ella nos volvemos luego de nuestro esfuerzo más
satisfechos y más dichosos.”[27]
- A c)
“Si nos cansa repetir a menudo las enseñanzas apropiadas y usuales para los niños, será necesario
que nos adaptemos a ellos con amor fraternal, paternal y maternal, y así unidos a sus corazones,
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¿Acaso no suele suceder con algunos lugares amplios y hermosos –tanto de la ciudad como del
campo– que, a fuerza de verlos, pasamos de largo ante ellos sin placer alguno? Y luego, al
mostrárselos a quien nunca los había visto, se renueva nuestro gusto ante el placer que la
novedad les causa a ellos. [...]
Hay que renovarse, pues, con la novedad que resulta para ellos <los alumnos>; de manera que si
nuestra enseñanza, a fuer de rutinaria, había sido fría, ahora se inflame ante la extraordinaria
atención que le prestan.”[28]
- A d)
“No cabe duda que es fatigoso el estar hablando hasta alcanzar el fin prefijado cuando vemos que
el oyente permanece impasible [...], cualquiera sea la causa que nos oculte y nos haga
impenetrable su estado de ánimo. [...]
Así pues, con suave exhortación debe quitársele el excesivo temor que le impide manifestar su
opinión, y aminorar su vergüenza insinuándole una mayor relación fraternal.
Asimismo hay que interrogarlo para ver si ha entendido, e inspirarle confianza para que
libremente exponga lo que, según su parecer, deba ser discutido.
Pregúntesele también si ya había oído antes lo que ahora se le enseña, por si es el caso que no le
interesa por tratarse de algo ya conocido y corriente, y actúese según su respuesta [...].
Y si no obstante toda esta dedicación notamos que es muy lerdo, necio y aun contrario <a nuestro
trato hacia él>, habrá que soportarlo con misericordia [...] y más que decirle a él muchas cosas
sobre Dios, habrá que decirle a Dios mucho a favor de él.”[29]
- A e)
“Debes pensar que lo único que sabemos [...] es que cualquier trabajo que hagamos por los
hombres, debemos hacerlo por un deber de muy sincera caridad.
Luego, dejando esta consideración de lado, es muy incierto qué es lo más útil entre todas las
cosas que hacemos <o que queremos hacer>; qué es más oportuno interrumpir, u omitir
totalmente. [...]
Por tanto, las cosas que hay que hacer, corrientemente debemos ordenarlas según nuestro buen
entender. Si podemos realizarlas como lo habíamos planeado, nos alegraremos porque plugo a
Dios –y no a nosotros– realizarlas de este modo. Y si alguna necesidad interviniese perturbando
nuestro plan, dobleguémosnos con facilidad, para no quebrarnos. Hagamos nuestro el plan que
así Dios nos propone, porque sin duda es más justo que nosotros sigamos Su Voluntad, que no Él
la nuestra.”[30]
- A f)
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“No es propiamente el escándalo de alguien lo que nos entristece, sino aquél que perece <por el
escándalo del pecado de otro>, y aquel otro por cuyo pecado creemos que perece el más débil.
Pero éste que llega <justo en ese momento> para ser catequizado, al darnos esperanzas de
aprovechamiento interior enjuga el dolor producido por aquel que produjo el escándalo <que nos
tiene afligidos>.
Y así sucede que, aun cuando el catequizar fuese solamente útil pero nada se perdiese con
omitirlo, sin embargo despreciaríamos estúpidamente un remedio ofrecido no tanto para la salud
de los demás, sino para la nuestra que se halla en peligro (...).
¿Qué clase de locura es que, atormentándonos nuestro pecado, nuevamente queramos pecar
negando los bienes del Señor a quien los quiere y nos los pide?
Con estos y otros pensamientos similares expulsemos las tinieblas de nuestras tristezas y
hagámosnos aptos para enseñar; y lo que activa y alegremente ofrezcamos, impregnémoslo
suavemente con la abundancia de la caridad.”[31]
San Agustín valora la figura del maestro, a pesar de su trabajo muchas veces aparentemente
invisible (y en una época en que el maestro ya no merecía ninguna estima); considera los límites
del maestro –como los de cualquier ser humano–, que incluyen la posibilidad del error, e indica
maneras de remediar la equivocación, y de sobrellevar a quienes se burlan y hasta se alegran de
ella; reconoce el cansancio del maestro y su tedio por la rutina –“lo mismo cada día, cada semana,
cada año”– y le propone recursos psíquicos para salir de ella; también sabe lo dura que resulta la
tarea docente cuando el alumno no responde, cuando no se puede llegar a él, y apunta formas de
averiguar qué es lo que está pasando, cómo revertir la situación o bien, y después de haberlo
intentado todo, cómo seguir adelante. Y no deja de considerar la situación personal y espiritual
del maestro, a quien ayuda en sus flaquezas: “hagámosnos aptos para enseñar...”.
PARA REFLEXIONAR:
También hoy, en el paso no sólo de siglo sino de milenio, nos encontramos con muchos cambios
que parecen configurar algo así como otra civilización, que obliga a repensar y reformular a veces,
o mantener contra viento y marea en otros casos, valores, conceptos, normas y pautas de vida,
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• Porque el mundo grecorromano se caracterizaba por una cultura humanista, nota que ha
prevalecido hasta nuestro siglo y de la que San Agustín no quiso prescindir –a pesar de su
paganismo y de la corrupción que la aquejaba– sino que la integró en la concepción cristiana, sin
renunciar ni al hombre, ni a Dios. Nuestro tiempo, en una civilización que hemos dado en llamar
occidental y cristiana, parece estar signado por lo que podríamos llamar la idolatría de la ciencia y
de la técnica y sus connotaciones: ideológica, política, económica, cultural... que amenazan con
acabar con el hombre y su vida, a través de una verdadera dictadura (“Lo dice la computadora, y
ella no se equivoca; luego, es así”, olvidando que es el hombre con toda su falibilidad quien la
maneja; “Son necesidades de la economía” y, aunque la tal economía sea sólo un dibujo en
planillas, salvaje en su ignorancia del hombre y de la familia y en su actitud atropelladora, se pone
en vigencia; sin hablar del aborto y la eutanasia y la clonación por una parte, y la guerra con sus
ocultas razones ideológicas y de mercado por otra, etc.). Tiene que haber un muy claro concepto
del hombre y de lo humano, para que la ciencia y la técnica lo sirvan de acuerdo a su dignidad, y
no lo tiranicen.
• Porque el mundo medieval se presenta, en su primer momento, afectado por la violencia de las
invasiones de los bárbaros. Nosotros, hoy, casi podríamos hablar de una barbarie cultural –no
como la que amenazaba al Imperio Romano del siglo V, pero tal vez más devastadora– a pesar de
los avances científico-tecnológicos, toda vez que éstos a menudo no sirven al hombre sino que
por el contrario lo destruyen –o destruyen lo humano en el hombre, cosificándolo–. Por otra parte
y cada vez más, por la poderosa acción de los medios de comunicación y la informática se recibe
la propuesta de modelos en términos que implican la reducción del hombre al animal, o bien a la
máquina (el famoso “recurso humano”, que cosifica al hombre reduciéndolo a un medio o
instrumento, porque eso y no otra cosa es el recurso; la ponderación en términos de “un buen
lomo”, “potro”...; la exhortación a participar de una buena bebida como “unite al rebaño”; la
referencia a la maternidad y todo el proceso en términos de “alquiler de vientres, madre
portadora”, etc.). También el lenguaje, tan preciado para la cultura humanista, se usa de una
forma que parece ser la negación de toda racionalidad: “loco” (que es un estado patológico,
irracional) es la forma de dirigirse a un amigo; “ídolo” (que por definición es un dios falso) es la
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aclamación a quien se admira... y otras tantas que no tiene caso reproducir. Y las costumbres. Y la
droga. Y la criminalidad. Y ahora, otra vez, la guerra.
• La jerarquía de valores que debe presidir todo proceso educativo, el cual, por su parte, debe
encarnarla y hacerla vigente tanto en lo teórico cuanto en lo práctico.
• El concepto del cristiano culto, entendiendo que la cultura no es una “exquisitez” por
sobreabundancia de tiempo, sino una necesidad para ser un mejor cristiano. Se trata, pues, de
desplegar las potencialidades propias y naturales del ser humano para ponerlas al servicio del ser
cristiano: conocer la propia religión en altura, anchura y profundidad, lo que lleva a conocer mejor
a Dios para amarlo y servirlo mejor, en el ámbito y según las disposiciones de Su Iglesia y con la
vida nuestra de cada día.
• Porque son eminentemente prácticos. Por la agudeza de las observaciones de San Agustín, la
explicación que da de las dificultades planteadas, y las soluciones que, además de estar
magistralmente impostadas en el contexto religioso, son puntuales y al alcance de todos en
cuanto a su concreción.
• Porque también se refieren al maestro de hoy, en todos los niveles de la educación, en cualquier
lugar e institución.
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BLIOGRAFÍA
BAGUÉ, E. Edad Media. Diez siglos de civilización. Barcelona: Luis Miracle, 1942.
FRABOSCHI, A.A. San Agustín. La integración de la cultura clásica en la educación cristiana. Buenos
Aires: EDUCA, 2001. 61 p. (Cuadernos de Historia de la Educación y de la Cultura, 10).
FRABOSCHI, A.A.; STRAMIELLO, C.I. Dos pilares de nuestra educación: la cultura clásica y la
enseñanza medieval. Buenos Aires: EDUCA, 2001. 76 p. (Cuadernos de Historia de la Educación y
de la Cultura, 5).
MARROU, H.-I. Saint Augustin et la fin de la culture antique. Paris: E. de Boccard, 1958. XV, 713 p.
MURPHY, JAMES J. La retórica en la Edad Media. Historia de la teoría de la retórica desde San
Agustín hasta el Renacimiento. México: Fondo de Cultura Económica, 1986
La cultura cristiana
VAN DER MEER, F. San Agustín, pastor de almas. Vida y obra de un Padre de la Iglesia. Barcelona:
Herder, 1965. 770 p.
NOTAS
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[1] Entre sus muchísimas obras podemos citar las Confesiones (obra autobiográfica de gran
hondura psicológica); La vida feliz; La Trinidad (una de sus obras teológicas más importantes); El
Maestro (un tratado sobre el conocimiento); La cultura cristiana (obra de gran predicamento en la
Edad Media, sienta las bases de la educación cristiana, y un principio fundamental: el cristiano ha
de ser un hombre culto –cultivado como hombre–, para llegar a ser un cristiano culto –cultivado
como cristiano–); La Ciudad de Dios (una teología de la historia que contrapone la ciudad del
hombre –ese mundo que se acababa, por las invasiones de los bárbaros que ya habían llegado a
Roma, saqueándola, pero también por su propia y disolvente corrupción– a la Ciudad de Dios, la
Jerusalén celestial, verdadera y eterna patria del hombre).
[3] El Logos es la Palabra concebida por Dios, Dios que se piensa (“En el principio era el Logos, y el
Logos estaba en Dios, y el Logos era Dios”, Juan 1,1); el Verbo Divino es la Palabra pronunciada por
Dios, Palabra creadora de todos los seres que, en diverso grado, expresan algo de la Perfección
Divina modo de imagen, huella o bien vestigio (“Todo fue hecho por Él”, ibíd., 2); Cristo es
el Logos o Verbo Divino encarnado, Palabra pronunciada por Dios para expresar al hombre Su
Amor (“Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros”, ibíd., 14).
[4] Es otro modo de decir aquella frase bíblica: “Donde está tu tesoro, allí está tu corazón”. Tu
tesoro: lo que pesa en tu vida, lo que centra y da sentido a tu existencia, porque allí ha echado
anclas tu amor.
[5] Desgraciadamente esto sucede muchas veces: adultos por la edad y por su desarrollo físico e
intelectual, realizando trabajos de adultos, viviendo situaciones de adultos como la formación de
una familia, participando en sucesos de diversa índole (políticos, deportivos, etc.) que plantean
responsabilidades de adultos..., en materia de formación religiosa y de planteos y exigencias de fe
y conducta según criterios sobrenaturales son criaturas de siete u ocho años, de los tiempos de su
Primera Comunión, en los que su conocimiento y su maduración quedaron detenidos. Y en
determinados momentos de su vida chocan los criterios de la criatura y del adulto, prevaleciendo
los de este último, que entonces se las arregla para legitimar divorcios, abortos, robos, estafas,
trampas, irresponsabilidades... porque todo lo otro “son cosas de cuando era chico: hay que saber
comprender, hay que crecer, evolucionar, porque el mundo ha cambiado”, y tanto más por el
estilo.
[8] Murphy señala aquí la presencia de la trilogía isocrática: talento, educación y práctica, para la
formación del orador, y la llama “piedra angular de la tradición ciceroniana” (MURPHY, JAMES J. La
retórica en la Edad Media. Historia de la teoría de la retórica desde San Agustín hasta el
Renacimiento. México: Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 75). Con lo que una vez más
advertimos que San Agustín no hace caso omiso de la formación clásica, sino que en su propuesta
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[14] Ibíd.
[17] Ibíd., I, 4, 8.
[21] Ibíd., I, 2, 3.
[22] Ibíd.
[23] Ibíd., I, 2, 4.
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