Becerra Fue La Pluma - Nota Sobre Enseñanza de La Historia 2018
Becerra Fue La Pluma - Nota Sobre Enseñanza de La Historia 2018
Becerra Fue La Pluma - Nota Sobre Enseñanza de La Historia 2018
Fue la pluma
“El escritor como crítico se ocupa de lo que Brecht llamaba los modos de producción de la gloria, modos
sociales de producción que definen una economía del valor. Hay que atacar esos regímenes de
propiedad y de apropiación que son el resultado de relaciones de fuerza y de una lucha que impone
ciertos criterios y anula otros”.
En el capítulo III de la distopía “1984”, George Orwell menciona el slogan del Partido: “El que
controla el pasado, controla también el futuro. El que controla el presente, controla el pasado”
(Orwell, 2003: 43). En el marco de aquella novela, esta afirmación genera la repulsión de las
operaciones ideológicas atroces: la manipulación de la historia en función de un Estado totalitario
que anula toda grieta por donde pudieran filtrarse luces de libertad. Sin embargo, al momento de la
constitución de los Estados nacionales modernos, a fines del siglo XIX, las elites dirigentes de las
recientes formaciones jurídico-territoriales elaboraron relatos del pasado a su imagen y semejanza,
con el objetivo de justificar su misma posición de poder, y crear un marco simbólico que contribuyera
a sostenerlas allí mismo. Eric Hobsbawm constató esto, al afirmar que en esos procesos de
institucionalización de los nuevos Estados se “inventaron tradiciones” para tal fin (2012: 100).
Sin llegar a los escorzos que narra Orwell, el relato de la historia argentina comenzó como un
ejercicio similar. Bartolomé Mitre escribió sus obras épicas “Historia de Belgrano y la independencia
argentina” en 1857 y, treinta años después, publicó su “Historia de San Martín y la emancipación
sudamericana”. Al calor de la conflictiva organización de un Estado dentro de los marcos capitalistas,
el fundador del diario La Nación (su “tribuna de doctrina”) construyó minuciosos relatos sobre la
ruptura del vínculo colonial de nuestro país y la región, con el objetivo de echar raíces para el
proyecto político que encarnaba su generación. Así, la fundación de la historiografía argentina se
ejecutó a partir de la manipulación del pasado entonces relativamente reciente, como una forma de
anclar la culminación de las guerras civiles con la victoria de los supuestos herederos de Mayo: la
Generación del Ochenta.
El sistema educativo conformado por esa clase dirigente tuvo como primer objetivo la enseñanza
primaria pública, gratuita y obligatoria en un contexto de fuerte inmigración. A los propósitos
básicos de los conocimientos instrumentales en lengua y matemáticas, se añadían prácticas de
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fomento del patriotismo y la conciencia cívica, conociendo el mapa y santificando los símbolos
patrios. Por otro lado, la educación media argentina se organizó, a fines del siglo XIX, sobre el
modelo institucional del Colegio Nacional de Buenos Aires, fundado en 1863. Allí se impartía una
educación generalista, destinada a las futuras clases dirigentes nacionales y provinciales. La
enseñanza enciclopedista de materias como Biología, Historia, Geografía o Latín obedecía al espectro
de conocimientos que, se esperaba, fuera capaz de manejar un funcionario estatal. Luego, esos
saberes serían profundizados en la universidad. La enseñanza del pasado dentro de este formato
educativo elitista tomó como contenidos la historia mitrista, luego reformulada por Ricardo Levene y
Emilio Ravignani bajo los postulados de la llamada “Nueva Escuela Histórica”. Historia patriótica
entonces: gestas de la independencia, panteón de bronce y mármol, demonización del período
rosista, exaltación del liberalismo de la Generación del Ochenta y su modelo económico
(composición, tema: “La vaca”, clave del Modelo Agroexportador).
Desde la década del setenta del siglo XX el mundo vive la lenta implantación de un régimen
económico-social globalizante, que redistribuye la división internacional del trabajo en países donde
se produce el conocimiento, otros donde se producen materias primas y otros donde se fabrican
productos manufacturados. Y recorriendo el planeta, en un flujo incesante, el capital especulativo
transnacional, dinero trashumante que busca paraísos fiscales donde reproducirse y descansar a
salvo del conflicto social y las leyes. La crisis del petróleo en 1973 fue el puntapié inicial para el
comienzo de una era posfordista donde el sueño de las chimeneas humeantes y el pleno empleo se
transformó en una pesadilla de miseria y trabajo desregulado, de agrandamiento de las brechas
sociales, económicas y culturales. Es la era de la ghe ización voluntaria: vivir lejos del diferente,
retrotraernos a nuestras propias identidades desvinculadas de lo social, culpar al individuo por su
fracaso, invisibilizar las relaciones de fuerza que dominan lo político y lo económico. El individuo
está solo, y sólo de él dependen su prosperidad o su exclusión. No hay entorno, no hay Estado –sólo
mercado–. Se tiene lo que se puede pagar, o no se tiene –no se debe tener– nada.
Así, el triunfo del neoliberalismo marca el retroceso hacia el mercado y los esquemas individualistas
de pensamiento, y también hacia sus acuerdos semánticos establecidos[1]. Hay un código lingüístico
e ideológico propio de esos consensos: la jerga técnica, demagógica, publicitaria, economicista y new
age. No hay apelaciones a lo colectivo, al matiz, a la crítica simbólica, al empirismo científico, a las
motivaciones extraeconómicas. Estos significantes, en los discursos dominantes actuales, son parte de
un stock en desuso, fuera de la comprensión.
Los nuevos marcos ideológicos –individualizantes, subjetivizantes– que recorren el globo también
aportan, sin embargo, nuevos elementos para pensar la historia de las narraciones: Para Ricardo
Piglia “la historia de la narración como una historia de la subjetividad, como la construcción de un
sujeto que se piensa a sí mismo […] la historia de la narración es también una historia de como se ha
construido cierta idea de identidad. […] Edipo […] como investigador de un relato perdido que es
preciso reconstruir […] el criminal es él mismo” (Piglia, 2014: 249)[2]. El relato perdido que Edipo
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–quien para Piglia es un researcher, un investigador– es el relato de propia vida. Más aún, el relato de
su propio crimen.
Reformulando: la tendencia a la narración y épica de lo propio que plantea el contexto actual puede
aportar algún elemento que nos ayude a pensar la enseñanza de la historia en el nivel medio,
retirando el foco de las gestas pasadas y ubicándolo en otras más recientes y pasibles de ser
apropiadas por los alumnos. La narración del pasado nunca deja de intentar explicar cosas que se
pregunta el propio historiador en función de los desafíos que le impone el tiempo y el espacio en el
que vive, tal como planteó Benede o Croce.
Este puede ser un buen indicio para pensar cómo enseñarle Historia a nuestro alumno que duerme
en el banco del fondo, vapuleado por el paco.
Aunque tratar de convocar a los alumnos a participar de su propio relato histórico puede parecer un
planteo inicial interesante, debe tenerse en cuenta que hoy por hoy se empieza a proponer, para el
nivel medio, la eliminación de la enseñanza estrictamente disciplinar, y tender a la enseñanza por
áreas de conocimiento. Aquella organización por materias del siglo XIX replicaba la forma en que se
delimitaban, en el mundo académico, las diferentes disciplinas. Durante la segunda mitad del siglo
XX se evidenció la “artificialidad” de esta distribución: ninguna disciplina funciona
metodológicamente sola o pura, sino que echa mano a campos de conocimiento auxiliares que
proveen herramientas epistemológicas relevantes.
En términos escolares, se busca replicar este modelo organizando –como en el nivel primario– el
conocimiento por áreas: Ciencias Sociales y Humanidades, Ciencias Naturales, Arte, Comunicación,
por nombrar una posible distribución. La propuesta que comienza a plantear este trabajo, por lo
tanto, puede incluir un cruce entre Historia y Formación Ética y Ciudadana (o Civismo): esto es,
estimular el protagonismo de los alumnos en la vida cívica y política de la sociedad en la que viven,
por medio de la historización del presente. Esto podría complementarse con un cruce entre Historia y
Geografía que aborde las problemáticas ambientales, poblacionales y económicas del presente, y sus
orígenes históricos[3].
La tradición más “francesa”, de la mano de Luis Alberto Romero y otros historiadores de la misma
facción, marcó el ritmo de las reformas educativas de la década del noventa en la currícula escolar de
Historia. Esto permitió una renovación del marco mitrista/nueva escuela que había predominado
desde principios de siglo XX, y habilitó las aulas de los niveles obligatorios para el ingreso de la
metodología profesional de investigación histórica y, con ella, los consensos alcanzados sobre
diversas problemáticas del pasado.
Así, con la historiografía argentina convertida, hace más de cincuenta años (aunque con el hiato de la
dictadura), en un campo de conocimiento profesional, se alejan los riesgos de caer en una suerte de
“neomitrismo” que postule desde la academia concepciones que configuren un relato mítico y
heroico del pasado. No obstante, en el escenario escolar descripto más arriba, puede ser pertinente
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separar la enseñanza obligatoria de la historia de la investigación académica. Y tal vez sí, en aquellos
escenarios, pueda ser útil proponer narraciones del pasado reciente en clave épica, sin que esto
implique correrse de la rigurosidad histórica incorporada a la currícula en los últimos veinticinco
años. Existiendo entonces información ubicua sobre el pasado –o sobre cualquier disciplina–, sin la
necesidad de que la enseñanza de la historia en la escuela –obligatoria– tenga que simular la
investigación académica –elegida voluntariamente por quienes la desarrollan–, la “historia
enseñada” puede conformar un género en sí mismo, como lo plantearon pedagogos y sociólogos
como Yves Chevallard y Basil Bernstein[5].
Si no vamos a enseñarle a nuestro alumno durmiente a ser historiador, ¿Qué le vamos a enseñar y
para qué? ¿Qué aspecto del pasado, y trabajado de qué manera, puede aportarle algo? Mientras
tanto, sueña el sueño de los excluidos, en un pupitre de una escuela nocturna.
La pregunta acerca de las razones para enseñar historia en los niveles obligatorios en el siglo XXI
puede encontrar posibles indicios rastreando qué sucede al respecto en lugares tan diferentes como
Cuba: un país socialista, con la mayor parte de su población en general desconectada de internet –al
menos con la intensidad frecuente en el resto de la región–, y con un alumnado bastante homogéneo
en términos lingüísticos, nacionales y culturales. La pintura de sus aulas secundarias puede
transportarnos al pasado de la escuela media en Argentina y el resto de Latinoamérica: población
homogénea, docentes transmisores virtualmente monopólicos del conocimiento[6]. ¿Cómo y qué
historia se les enseña a los nietos de la revolución más importante de América Latina en el siglo XX,
que además fue inspiradora de movimienos de liberación en todo el mundo?
Visitando sus clases se pueden sacar algunas conclusiones preliminares: al narrar la historia nacional,
se recurre a estrategias pedagógicas clásicas –libro de texto único, cuestionarios, exposición
dialogada–. Pero más allá de la didáctica (cuyo análisis no es objeto de este trabajo) interesa cómo se
configura la narración: el relato histórico parece construido alrededor de la épica de la revolución de
1959 –de la que, además, aun quedan testigos y protagonistas, algunos de ellos en el gobierno–. Se
suma una valoración similar a la de “civilización/barbarie” del pasado, en tanto se sitúa en la
dictadura batistiana un escenario de mafias y personajes inescrupulosos estadounidenses: Cuba
casino y lupanar del capital yanqui. La revolución, allí, aparece como la instauración de un Orden
popular, contra el Desorden capitalista. Y, de allí, reforma agraria y nacionalización de las empresas
y la educación. Todas políticas que aún continúan vigentes. En la escuela cubana se establece,
además, una genealogía ideológica de ese proceso: Martí-Mella-Fidel/Guevara. Se buscan los
orígenes de las posturas antiimperialistas que, en ese relato, terminaron haciendo eclosión en una
fuerza política, armada, que tomó el poder el 1° de enero de 1959.
Esta dicotomía “Revolución vs. Barbarie” podría retomar ciertas lógicas autojustificadoras que tienen
en el Facundo de Sarmiento una de sus obras fundantes. Sin embargo, ya no se trata de la negación de
un Otro –el gaucho, el indio, y supuestos líderes políticos, los caudillos–, sino la negación de un
Orden que se juzga inviable, tendiente al caos, disolvente: el estado de naturaleza hobbesiano. El
Estado cubano ordena la obligación de enseñar la historia nacional en esa clave, creando una
tradición –en términos de Hobsbawm–, una liturgia para las niñas, niños y adolescentes. La ventaja,
en la isla caribeña, está en que los efectos más importantes de la gesta del Movimiento 26 de Julio aún
continúan vigentes y visibles. La tierra está disponible para quien quiera trabajarla, las empresas y
las escuelas son públicas. Los jóvenes cubanos, al aprender la épica revolucionaria, pueden ver los
efectos de sus consecuencias en la vida cotidiana, y escuchar los testimonios de los héroes en primera
persona.
¿Qué se puede extraer de estas primeras impresiones sobre la enseñanza de la historia en Cuba, para
pensar por ejemplo cómo podría reformularse en Argentina? Buscar, tal vez, un proceso histórico
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virtuoso reciente con consecuencias visibles y durables, que haya convocado a un consenso
hegemónico. Del que aún sobrevivan testigos y protagonistas que puedan aportar, más que fuentes,
testimonios de esa épica.
Elaborar una narrativa, inventar una tradición, para enseñarla de forma obligatoria en la escuela, es
naturalmente una estrategia destinada al fracaso en el largo plazo[8]. Así como el relato mitrista se
fue desmoronando conforme los debates de cada presente histórico iban cambiando y la
historiografía iba convirtiéndose en un campo de estudio profesional, la gesta de Madres y Abuelas
también puede convertirse en un episodio lejano y ajeno para los alumnos de dentro de cincuenta,
ochenta, o cien años. Y la historia, tal vez, puede llegar a proveer otros mojones histórico-sociales
sobre los que pivotear. Mojones que se establecen, siempre, luego de una tragedia. Y las tragedias, lo
sabemos, son los grandes motores de la historia.
La vitalidad y vigencia de un proceso histórico es un insumo muy útil para la práctica pedagógica.
Las épicas independentistas, las guerras civiles y hasta las configuraciones del capitalismo
latinoamericano de fines del siglo XIX no tienen un reflejo material vivo, indicios concretos de
rupturas que los alumnos puedan percibir. Elaborar una genealogía de hechos parteaguas de la
historia, con efectos palpables aun hoy en los pañuelos de las Madres y Abuelas puede reformular el
valor de aprender historia en la escuela.
Así podemos empezar a proveerle, a nuestro alumno, un primer estímulo para comenzar a
despertarse y volcar su atención a la clase: ¿Qué son esos pañuelos blancos pintados en el piso de la
Plaza de Mayo? ¿Por qué hacemos un acto escolar el 24 de marzo? Preguntas de su realidad presente.
Entre 1978 y 1986 el gobierno cubano envió a jóvenes a tareas de alfabetización en Angola. Cuarenta
años después, varios de ellos se encontraron en la tumba del guerrillero cubano-argentino, en Santa
Clara, para rendir homenaje al patrono del Destacamento Pedagógico Internacionalista Ernesto
“Che” Guevara. Sus anécdotas y relatos, cargados de emoción y epicidad, eran testimonios de una
–así vivida– gesta heroica, reciente, concreta. Con esa política, la revolución se hacía carne en estos
jóvenes que ya no portaban fusil, sino libros: se volvieron protagonistas del mismo proceso, pero
transformado. Hubo entonces, en esa política pública, una gesta e identificación con la gesta y el mito
fundante, que no se limita a la materialidad de la reforma agraria y las nacionalizaciones de
empresas, sino que se corporizó físicamente en las nuevas generaciones.
Si partimos del postulado pedagógigo básico de que enunciar no es enseñar ni genera aprendizaje,
sino que esto requiere de ejercicios prácticos e internalizaciones, la enseñanza patriótica no puede
resumirse a símbolos vacíos. La bandera, el himno o el escudo, o una narración de hechos muy
pretéritos, no son suficientes para este fin: esa enseñanza debe ejecutarse a través de acciones
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concretas que impulsan esa gesta en el campo de lo real y lo material, de lo subjetivo, lo vivencial.
Por otro lado, si el vínculo afectivo es esencial en el acto pedagógico es porque se produce una
consideración de la individualidad y del valor de la subjetividad de los alumnos. En el problema
abordado en este trabajo, esa interpelación áulica debe trascender el marco de lo pedagógico y
transformarse en un vínculo Estado-jóvenes que los tenga justamente en cuenta en sus
individualidades, como protagonistas. En un siglo XXI que glorifica al individualismo y la
fragmentación de lo colectivo, es necesario construir “artificialmente” una fuerza contrahegemónica
que haga precisamente apelaciones a lo colectivo, y cree condiciones para que los individuos se
integren en espacios plurales, en redes, en solidaridades.
¿Cómo articular desde el Estado acciones para que los jóvenes sean parte concreta de esa
construcción y de esa reinvindicación? ¿Cómo impulsar que los jóvenes tomen el ideario, en
Argentina, del consenso de 1983 como gesta colectiva y sean replicadores y guardianes de él? Una
posibilidad, en la lucha de sentidos a la que asistimos a principios de siglo XXI, puede ser retomar el
concepto de “Patria”, no ya como nucleador de prácticas rancias y pseudo marciales, sino como lugar
o espacio de algo vivido de primera mano, sensorialmente. Si se promovieran políticas públicas que
pongan en marcha el protagonismo de las niñas, niños y adolescentes en el proceso histórico elegido
como nuevo mito fundante, el patriotismo tendría la carnadura de habitar la subjetividad de los
futuros ciudadanos políticos. En el siglo XXI, ante los desafíos ya mencionados que enfrenta la
escuela como institución moderna, la sola enseñanza formal no es suficiente para construir relatos y
performar prácticas, ya que no tiene la capacidad de competir en igualdad de condiciones con las
redes sociales y las nuevas formas de producción y circulación de conocimientos (y discursos). Frente
a la usina de símbolos que –también– es el mercado, sólo el Estado tiene la fuerza de poner en
circulación otras narrativas. Si esa tarea quedara reducida a organizaciones de base, la lucha contra la
semántica marketinera sería imposible: ante la uniformidad de los discursos globalizantes se
opondría una miríada de idearios contrahegemónicos pero descoordinados y limitados por escasos
presupuestos financieros.
En Cuba, la Organización de Pioneros José Martí funciona como mecanismo de politización desde la
escuela primaria, promoviendo acciones similares al ideario “scout” pero fuertemente atravesadas
por los valores de la revolución (combinando recreación, actividad física y formación política). Luego
continúa en la educación media y en la universidad. El objetivo de esta iniciativa que se remonta a la
década del sesenta es generar una fuerte politización y conciencia cívica, de manera que los
ciudadanos no se encuentren, de alguna manera, “sorpresivamente” con que deben ejercer su
derecho al voto a los 16-18 años, tal como sucede en los países donde están vigentes diferentes
formatos de democracia liberal. En estos casos, la despolitización de las masas –y la demonización de
la política– son parte de la propia estrategia del sistema para reducir la participación popular y
mantener una suerte de “oligarquía plebiscitaria” que logra sostenerse en el poder por el voto del
pueblo a pesar de que existe sobre ella un manto permanente de sospecha y condena. A menor
participación de la sociedad civil, mayores los peligros para la conformación de una casta político-
económica o del surgimiento de movimientos explícitamente de derecha que se presenten como
“outsiders”.
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Un planteo en esta línea podría apelar a nuestro alumno durmiente: la historia le habla a él, y habla
de él, y lo convocaría como protagonista real de la consolidación de la democracia. Aunque ésta no
necesariamente alimente, cure y eduque, sí funciona como condición de posibilidad para intentar
ampliar derechos en esos sentidos.
El periodista Martín Rodríguez retoma, en el artículo “Para nosotros la libertad”, las palabras que
Emilio Eduardo Massera, uno de los principales y más sanguinarios responsables del terrorismo de
Estado argentino, le espeta a los jueces que lo están procesando por sus crímenes: “ustedes me juzgan
desde ese estrado porque ganamos nosotros”. Los crímenes de lesa humanidad, paradójicamente,
produjeron el efecto de reivindicar la más estricta legalidad del liberalismo político, para que éste
juzgue sus horrores. La ESMA no fueron sólo los calabozos del horror clandestino, sino también el
horno en el que, sin saberlo, se estaba cocinando el futuro. No se podía juzgar sus atrocidades con las
mismas armas: debía hacerse a través de los mecanismos legales, respetando las garantías
constitucionales. El triunfo de la barbarie marca un momento de “reseteo” de la historia argentina y
la necesidad de pensar en un nuevo Orden. De la misma manera que los campos de concentración
nazis fueron también horno –hasta, de cierta forma, en sentido literal– de la Declaración Universal de
los Derechos Humanos. La ESMA, Auschwi , los hornos de la historia en un doble sentido: como
aniquilador de las víctimas, esfumándolas –desapareciéndolas– y como horror irrepetible e
inenarrable que obliga a la cocción de un nuevo Orden. Auschwi y la ESMA como siniestros –en el
sentido más cabal del término– patronos de los Derechos Humanos. Dice Ricardo Piglia, en “Una
propuesta para el próximo milenio”: “La experiencia del horror puro de la represión clandestina y el
terrorismo de Estado, que a menudo parece estar más allá de las palabras, quizá define nuestro uso
del lenguaje y por lo tanto el futuro y el sentido” (2014: 120). La experiencia represiva reciente
reformula todo lo que conocemos sobre praxis y discursos políticos y nos fuerza como colectivo al
establecimiento de un nuevo orden jurídico, y hasta ético.
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Sótano del Casino de Oficiales de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada, Buenos Aires.
La narrativa nazi, y también la del terrorismo de Estado argentino, pivoteaban sobre una idea
exacerbada y esencialista de la Patria. Hoy por hoy, entonces, parece una palabra indisolublemente
asociada a esos episodios, pero también a las gestas independentistas y su reformulación: la reciente
recuperación de la “Patria Grande” sanmartín-bolivariana. Este ensayo propone un nuevo giro
semántico sobre este significante, ya no en torno a esquemas esencialistas y justificadores de la
exclusión –social o directamente física– de un Otro, sino como llave para narrar el horror y
reivindicar el Orden democrático. La épica patriótica del siglo XXI es una narración que señala y
niega un pasado reciente trágico. Auschwi y la ESMA son inenarrables en toda la dimensión de su
barbarie –sólo a través de los testimonios, necesarios, parciales, sesgados: la memoria–, y el consenso
posterior se funda sobre las cenizas del Holocausto y los cuerpos desaparecidos del terrorismo de
Estado argentino: los cuerpos faltantes son señalados por quienes son el núcleo afectivo del
desaparecido (Abuelas, Madres, hijos, nietos). Como la contudente muestra fotográfica “Ausencias”,
de Gustavo Germano, que recrea fotografías previas a la última dictadura en la que se retratan a
quienes luego serían víctimas, junto con sus seres queridos. En su versión de 2006, los seres queridos
posan en el mismo lugar, cuarenta años después, sin su familiar desaparecido. La presencia de los
sobrevivientes, recortada sobre el mismo escenario del pasado, señala el horror, el silencio sobre el
paradero del protagonista ausente. Reformular una épica patriótica en el siglo XXI, tal como aquí se
propone, es una forma de intentar narrar esa falta envuelta de dolorosa incertidumbre.
La nueva épica patriótica, a diferencia del viejo mitrismo, no busca esconder la conformación de un
modo de producción capitalista tras las hazañas militares de Belgrano y San Martín, sino que debe
rescatar el Orden democrático como una gesta en sí misma. No niega a un sujeto inaceptado en
términos de los modos de producción capitalista –el bárbaro del siglo XIX–, sino afirmar un sistema
que visibilice, revise y niegue el horror y promueva la reflexión crítica sobre la democracia actual,
invitando a las niñas, niños y adolescentes a una construcción colectiva y nunca acabada.
Se trata entonces de elaborar el relato inclusivo de un “nosotros” épico, y debe ser una elaboración
masiva, colectiva, coral si se realiza desde la escuela, pero debe estar acompañada de políticas
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públicas que le den materialidad por fuera del esquema caduco de la institución moderna.
Pero ¿Cómo ejecutar estas propuestas en una república federal, con amplio margen de los Estados
parte para definir sus propias políticas autonómicas? Por medio de consensos que le permitan al
Estado nacional operar allí, desde los ministerios centrales y organismos de participación federal.
Pero también por medio de campañas en los diferentes medios de comunicación y de estrategias
inteligentes en las redes sociales, que inviten a la participación de la ciudadanía en estos espacios.
Pero, nuevamente, aquí está el desafío principal: ¿Existe la posibilidad de acuerdos políticos en este
sentido en los países de la región, donde desde hace un tiempo se trabaja sobre la división y
fragmentación de las preferencias ideológicas? ¿Tienen chances estas propuestas, que no redundan
en estadísticas que permitan ser mostradas con los tiempos electorales para la competencia
partidaria?
Un acuerdo de largo plazo sobre estos temas implica correrse de la lógica electoralista que domina
los tiempos políticos de la mayoría de los países de la región y el mundo. Implicaría además no
generar un capital político para ningún partido en particular, pero sí en defensa de la democracia.
¿Existe la disposición en las clases dirigentes actuales para buscar estos consensos, estas políticas?
Restan algunas preguntas: ¿Cómo se articula la historia reciente argentina con una currícula que, en
el nivel medio, comienza desde los períodos de hominización y sedentarización del homo sapiens
sapiens, pasando por la historia antigua de Oriente y Occidente, la Edad Media, la Conquista de
América? ¿Cómo tender a una educación patriótica que rescate las políticas de Derechos Humanos
en Argentina, mientras se estudian los procesos de momificación egipcios?
Sin hacer una ruptura radical con los contenidos actuales, se pueden jerarquizar los contenidos en
torno a dos grandes ejes: la consolidación de la autoridad legítima –y luego estatal– con diferentes
modelos (división sexual del trabajo en el Neolítico, teocracia egipcia, democracia ateniense,
república e imperio romanos, atomización hacia el poder feudal en la edad media, centralización inca
y azteca, monarquía absoluta, democracia liberal) y las problemáticas asociadas a la producción y el
trabajo a lo largo de la historia (esclavitud, servidumbre, trabajo cooperativo incaico, trabajo forzado
colonial, trabajo asalariado capitalista). En los primeros años del nivel medio se plantea la fuerte
complejidad didáctica de que se trata de procesos de muy larga duración –en general, en Argentina
se enseña desde la revolución neolítica hasta el fin del feudalismo en un solo ciclo lectivo, a niños de
doce o trece años– y que presentan problemas completamente ajenos y muchas veces casi imposibles
de decodificar para un chico que recién está empezando a transitar la adolescencia. Se impone
entonces un ida y vuelta con el presente para comprender el contrapunto con el pasado, sus rupturas
y continuidades: para trabajar la teocracia oriental se la contrapone con la democracia liberal actual;
para trabajar la servidumbre feudal se la contrapone con las características del trabajo asalariado. En
ese ida y vuelta permanente, que “aceita” la conciencia histórica y crítica, es posible ir ganando a lo
largo de los años la presencia de los marcos propuestos en este trabajo, como un eje que se sugiere en
todos los años.
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En segundo lugar, fomentar el interés por la consolidación de las democracias por medio de
narrativas que transformen una mera serie de procedimientos jurídicos en luchas y épicas,
necesariamente lleva a una reflexión sobre el rol de la región. ¿Qué relaciones de fuerza operaron
sobre esos procesos? ¿Qué actores se opusieron a la revisión de las tragedias del Plan Cóndor, o del
franquismo español? ¿En función de qué intereses? Indagar sobre estos aspectos puede habilitar
reflexiones en torno a la noción de soberanía en el siglo XXI: la emancipación, en el contexto actual,
implica reafirmar las autodeterminaciones nacionales sobre aspectos diferentes a los del siglo XIX.
Entre ellos, los sistemas educativos.
Finalmente, quedan abiertas las preguntas de cómo podrían replicarse estas propuestas en otros
países de Iberoamérica, atendiendo a sus respectivas historias recientes. Aunque el Juicio a las Juntas
de comandantes realizado en Argentina y los juicios por delitos de lesa humanidad derivados
constituyen un episodio único en la historia jurídica universal[10], los países de Sudamérica
sacudidos por el Plan Cóndor pueden tomar su recuperación democrática como una épica digna de
ser relatada en esa clave. Lo mismo sucede con España, donde los Pactos de la Moncloa constituyen
antecedentes ejemplares de los procesos transicionales, aunque no se hayan juzgado los crímenes del
franquismo. Pero ¿Qué procesos tomar en países como Venezuela, Colombia o México? ¿Cómo
abordar la historia de la Centroamérica continental en la búsqueda de movimientos análogos que
permitan la consolidación de un orden democrático entre las niñas, niños y adolescentes?
Nos queda, como docentes, intentar nuevas estrategias para despertar a los estudiantes dormidos,
que viven la escuela como viven el sinsentido. Queda desarrollar una narrativa, desde múltiples
espacios, para convocar a una juventud que reivindique su politicidad y su ciudadanía en medio de
discursos excluyentes y desgarradores del tejido social. Queda, en Argentina, contrarrestar una
enseñanza caduca y enciclopedista con las gestas de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo,
parteras de nuestra democracia.
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Bibliografía
Di Meglio, Gabriel 2018. “Columna de opinión” En: Crisis. Dossier: ¿Qué historia se enseña hoy en
Argentina? (Buenos Aires). N° 32, Marzo y abril.
Hobsbawm, Eric J. (2012). Naciones y nacionalismo desde 1780. Buenos Aires: Crítica. (1ª ed. en
inglés, 1990).
Piglia, Ricardo (2014). Antología personal. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
[1] En su ensayo “Teoría del complot” Ricardo Pigia cita a Daniel Bell como el principal teórico de la
reacción conservadora y posmoderna, quien postula que es necesario un nuevo consenso ideológico
y excluyente de posturas contrahegemónicas que se opongan a los esquemas morales que las
sociedades tradicionales necesitan para funcionar. (Piglia, 2014: 115)
[2] Piglia, en su ensayo “Modos de narrar”, retoma a Aristóteles para describir las dos formas básicas
que adquiere la historia de la narración: “el paso del hogar a la aventura (peripeteia, viaje) y el paso
de la ignorancia al conocimiento (anagnórisis, investigación).” El primero tiene como héroe a Ulises;
el segundo, a Edipo. (Piglia, 2014: 248-249)
[3] La pertinencia de esta organización por materias, heredada del siglo XIX, es uno de los principales
debates hoy en términos curriculares. Está claro que no responde a las necesidades educativas
actuales por varios motivos –algunos de los cuales ya están siendo planteados en este trabajo–. Una
posibilidad es pensar, hacia el futuro de la enseñanza, en la organización por “Problemáticas”:
Ambientales, Económicas, Políticas, Culturales, Sociales. Materias como idiomas (propios o
extranjeros) o Matemáticas pueden organizarse dentro de un eje “instrumental”. Este comentario es
un esbozo, ya que no es el objetivo profundizar este punto aquí.
[4] Gabriel Di Meglio realiza esta descripción del “caldo primigenio” de la historiografía argentina
actual. (Di Meglio, 2018).
[5] Chevallard aportó la categoría de “trasposición didáctica” para describir la operación que debe
realizar un docente entre el conocimiento académico y lo que enseña en los niveles obligatorios. Por
su parte, Basil Bernstein afirma que el currículum y la pedagogía se rigen por principios reguladores
propios, diferentes de los académicos. En otras palabras, que lo enseñado en la escuela tiene códigos
lingüísticos diferentes –y sui generis– a los de su correspondiente campo académico. Cfr. Chevallard,
Yves (1997). La trasposición didáctica. Del saber sabio al saber enseñado.Buenos Aires: Aique; y Bernstein,
Basil (2001). Clases, códigos y control Vol IV: La estructura del discurso pedagógico. Madrid: Morata.
[6] Para 2018 la conexión a internet en Cuba es extremandamente cara para los cubanos (una hora de
conexión cuesta la vigésima parte de un salario docente mensual) y muy deficiente en comparación
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Una Patria para el siglo XXI. Apuntes y propuestas sobre la enseñanza ... https://fuelapluma.com/2018/10/18/una-patria-para-el-siglo-xxi-apunte...
con el promedio de la región. Sin embargo, surge como interrogante hacia el futuro, para sus grupos
dirigentes, cómo podrán manejar la creciente influencia de las pautas de consumo a la que los
jóvenes cubanos –fundamentalmente los urbanos– están expuestos, en contacto diario con turistas y
divisas. A esto se suma la aparente irreversibilidad de la expansión de las conexiones a internet, por
donde podrían filtrarse fuertes estímulos a los discursos dominantes ya descriptos.
[7] La Escuela Superior de Mecánica de la Armada, en Argentina, fue uno de los principales Centros
Clandestinos de Detención y Tortura durante la última dictadura militar argentina. Muchas veces se
alude a ella como símbolo sintético del horror, así como Auschwi funciona como significante para
resumir el campo semántico del Holocausto.
[8] Dice Octavio Paz: “Toda victoria es relativa y toda derrota es transitoria”.
[9] No se trata de plantear la falacia de que la política de Derechos Humanos no haya tenido
detractores, ni de que la sociedad fue víctima unívoca del poder cívico-militar sin que hayan existido
formas de apoyo social a él más o menos explícitas, ni de realizar lecturas maniqueas acerca de las
razones que llevaron, históricamente, a los golpes de Estado en Argentina. Estas narrativas pueden
ser impulsadas sin abandonar el rigor histórico, especialmente de una etapa sumamente compleja
como la de las décadas del sesenta y setenta en Argentina.
[10] Si bien se suele comparar el proceso argentino con los Juicios de Nüremberg, en este último caso
la falta de jurisprudencia que atendiera crímenes análogos a los del Holocausto redundó en una
improvisación jurídica que no existió en el caso argentino. Aquí los acusados fueron juzgados de
acuerdo a las leyes vigentes y tuvieron todas las garantías previstas por la ley, en el marco de la
justicia civil (no militar, como en el caso de Nüremberg).
Posted in Crisis del nivel medio, Didáctica, Propuestas pedagógicas, Sistemas educativos
comparadosEtiquetado La escuela pública hoy: problemas y propuestas, Propuestas pedagógicas
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Manuel Jerónimo Becerra - @CheMendele dice: 3 junio, 2019 de 3:01 pm
Flora, qué honor enorme tu lectura. Es correcta tu crítica, vinculada a mi muy pobre formación
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Una Patria para el siglo XXI. Apuntes y propuestas sobre la enseñanza ... https://fuelapluma.com/2018/10/18/una-patria-para-el-siglo-xxi-apunte...
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