Vida de ELISEO

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Wolfgang Bühne

Eliseo
– portador de la bendición de Dios

Christliche Literatur-Verbreitung e. V.


Ravensberger Bleiche 6  ·  33649 Bielefeld · Alemania
Autor: Wolfgang Bühne
Título original en alemán: «Elisa»

Primera Edición 2018 (CLV)

© 2018 por la editorial CLV


Ravensberger Bleiche 6
33649 Bielefeld
Internet: www.clv.de

Traducción del alemán: Elisabet Ingold-González, Leonberg, Alemania


Revisión: Jorge Luis Rodríguez Acosta, Cuba
Edición: EDV- und Typoservice Dörwald, Steinhagen, Alemania
Portada: Lucian Binder, Marienheide, Alemania
Impreso por: GGP Media GmbH, Pößneck, Alemania

256376
ISBN 978-3-86699-376-1
Contenido

Introducción 9
Capítulo 1
El sabio cuidado de Dios por nuestra vida espiritual 18
Capítulo 2
La preparación del sucesor 27
Capítulo 3
El secreto de la fuerza espiritual 35
Capítulo 4
Los primeros pasos con la nueva ropa 43
Capítulo 5
¡Dios no puede ser burlado! 51
Capítulo 6
El peligro de alianzas profanas 59
Capítulo 7
La calamidad de una viuda 68
Capítulo 8
Eliseo y la sunamita 77
Capítulo 9
La fe puesta a prueba 86
Capítulo 10
Cómo resucitar a los muertos 95
Capítulo 11
¡Hay muerte en la olla! 103
Capítulo 12
La zambullida del general 111
Capítulo 13
Los frutos de la nueva vida 119
Capítulo 14
La hipocresía – el pecado de los piadosos 126
Capítulo 15
El hacha perdida 134
Capítulo 16
De lo que hay que «cuidarse»... 144
Capítulo 17
Ojos abiertos y ojos ciegos 151
Capítulo 18
Pecado desbordante y gracia sobreabundante 159
Capítulo 19
Si callamos nos alcanzará nuestra mal­dad 167
Capítulo 20
Familiarizado con Dios 177
Capítulo 21
El último viaje... 184
Capítulo 22
El acorde final de una vida bendecida 190
El autor 205
«En los últimos años Dios ha obrado
en muchos jóvenes hermanos y hermanas
de Alemania, Asia Oriental,
Centroamérica y América del Sur
que quieren seguir de todo corazón a nuestro Señor Jesús
y estudian la Biblia con gran entusiasmo y alegría.
Muchas veces su entrega, su amor al Señor y su celo
me han avergonzado y animado a la vez.
Les dedico a ellos estas consideraciones
sobre la vida de Eliseo».

Wolfgang Bühne
En la primavera del año 2018
Introducción

Estas reflexiones se van a centrar en el profeta Eliseo cuya vida


ha­llamos descrita con gran detalle en el Anti­guo Testamento.
Desde su llama­miento en su juventud hasta su muerte es impre-
sionante la vida de este hombre de Dios. Sin embargo, Eliseo es
poco conocido, except­uando unas pocas escenas, y para muchos
creyentes está como un poco a la sombra de su padre espiritual
Elías.
Como ningún otro profeta – aparte de Moisés quizás – se
nos describe su vida, su carácter y su servicio con todo detalle
y muy vivamente. Son aproximadamente 19 esce­nas de su vida,
las que podemos leer y es­tudiar en el pri­mer y segundo libro de
los Reyes. Contienen mu­chas lec­ciones prácticas y valiosas para
aquellos que seguimos al Se­ñor Jesucristo.
Eliseo no llama la atención por haber pronunciado poten­
tes y largos discursos como p. ej. Isaías, Jeremías o Eze­quiel, por
medio de los cuales Dios anunció sus planes para con el pueblo
de Israel y el resto de las naciones. No, su cometido era decir la
Palabra de Dios en numeros­as circunstancias de la vida cotidiana,
indicando la direc­ción correcta en cada situación. Esto es preci-
samente lo que hace que su vida sea tan accesible para nosotros
y tan digna de ser imitada. Y al mismo tiempo nos duele ver que
en nuestros días es este importan­te aspecto precisa­mente el que
falta en gran parte del ministerio pro­fético.

Con «santa naturalidad»

Heinrich Kemner (1903 – 1993) fue un pastor muy original en


Alema­nia. Durante décadas buscó ayudar a los creyen­tes con
ne­cesidades y problemas espirituales. Muchos acudían a él para

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hablar a so­las con este hombre de Dios. Y de su experiencia en
este campo sur­gió el di­cho ya fa­moso: «La santidad, que sea natu-
ral, y la naturali­dad que sea santa.»
Esta «naturalidad santa» es lo que salta a la vista de cual­quier
lector que esté estudiando la vida de Eliseo. Sin darnos cuenta
nos recuerda al Señor Jesús quien vivió perfectamente esta vir-
tud. De su «bon­dad y amor para con los hombres» leemos en
Tito 3:4-5: «Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro
Salvador, y su amor para con los hombres nos salvó, no por obras de
justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericor­dia...»
La aparición de Elías, su precursor, casi siempre atemori­zaba
a la gente. Su carácter se caracterizaba por el «fue­go» y el «torbe-
llino» – los elementos que acompañaron su ministerio y también
su «ascen­sión al cielo». El carácter de Eliseo, por lo contrario,
equivale más bien al «silbo apacible y delicado» (1 Reyes 19:12).
La aparición de Elías personificaba y predicaba la santi­dad
y justicia de Dios. Era como la llamada al arrepenti­miento con
voz de trueno. Eliseo, sin embargo, casi siem­pre personificaba
y predicaba el «evan­gelio» de la gracia y misericordia de Dios.
Voy a decirlo de manera más concisa: Cuando aparecía Elías, los
israelitas se refugia­ban don­de podían y se mantenían a distan-
cia. Pero cuan­do aparecía Eliseo, su sucesor, la gente le salía al
encuen­tro, buscaba estar cerca de él y le exponían sus problemas
y necesidades.

Consejería entrañable

Mientras que de Elías leemos largos monólogos, de Eli­seo lee-


mos casi siempre diálogos, breves conversaciones con personas
de todas las clases sociales. Estas conversa­ciones comienzan casi
siempre con una breve y precisa pregunta y vemos en ello una
sabiduría y un don para la consejería espiritual, que son un ejem-

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plo para cualquier cre­yente que practique la ayuda espiritual.
«Aquel que quiera ayudar es­piritualmente a otros tiene que ser de
una confianza tal, que sea po­sible enterrar la propia honra en su
presencia.» Esta advertencia es también de Heinrich Kemner y el
ministerio de Eliseo es una ilustra­ción adecuada y alentadora de
este hecho. La gente podía confiar en él y encomendarle sus pre-
ocupaciones, penas y deseos más secretos, incluso podían decír-
selo a gritos, como veremos más adelante.

Un hombre de Dios intachable

Eliseo es uno de los pocos hombres de la Biblia cuya vida es


narrada ampliamente sin darnos a conocer un solo pecado suyo.
Esto es ex­traordinario. Ni siquiera leemos de alguna debilidad
por su parte.
Mientras que hombres como Isaac, Moisés, Samuel, Da­vid,
Salomón e incluso el mismo Elías muestran en su ve­jez una dis-
minución de su sabiduría y un desfallecimien­to de su fuerza espi-
ritual y decisión, ha­llamos en Eliseo una lucidez y firmeza espi-
ritual inquebrantable des­de el primer momento hasta la última
escena en su lecho de muerte. Su vida fue una vida sin roturas,
sin parches – ín­tegra.
Por supuesto que no fue sin pecado, pero Dios no permi­tió
que se registrara algún pecado o debilidad suyos.

El profeta de los milagros

A pesar de que Eliseo vivió en los tiempos más oscuros de Israel


en cuanto a la política, la moral y la espirituali­dad, Dios obró por
medio de él milagros extraordinarios. No vemos nada compara-
ble en otros períodos del pueblo de Dios: muertos fueron resu-

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citados, un leproso fue sana­do, una fuente envenenada fue lim-
piada, hubo leyes natu­rales que perdieron su vigencia, ojos cega-
dos que fueron abiertos, acei­te multiplicado, etc.
Esto debería infundirnos valor y animarnos a contar con la
gracia e intervención de Dios aún en nuestra cristian­dad tan
espiritualmente pobre y moralmente descuidada.
Por otra parte, veremos también que al lado de los mu­chos
milagros de la gracia, Eliseo obró también cuatro milagros que
fueron juicios.
Es interesante que Eliseo – al igual que Elías – viviera y obrara
en el rei­no apóstata de las diez tribus con Samaria como capital.
Allí los líde­res políticos y también los sa­cerdotes practicaban la
impiedad, idola­tría e inmoralidad de forma casi insuperable, con
lo que hacían que el pue­blo de Dios se fuera arrastrado al abismo.
Justamente en esta parte del pueblo, Dios llamó a un Eli­seo
obrando por él milagros desconocidos en la parte fiel de las tri-
bus de Israel con su culto en Jerusalén.
Este hecho debería dar que pensar también a aquellos que
piensan ser la única iglesia fiel y bíblica, creyendo basar­se única-
mente en el fundamento de la Palabra de Dios, o al menos pro-
fesando ser el úni­co grupo que representa la iglesia de Dios en la
tierra según el mode­lo bíblico.
Evidentemente, a Dios le place a veces suscitar profetas como
Elías que testifiquen de la santidad y justicia de Dios aún allí,
donde la Bi­blia es rechazada como única y firme autoridad, o
que testifiquen de Su gracia y miseri­cordia como Eliseo.
Basta echar un vistazo a la historia de la iglesia en los úl­timos
siglos y también en el tiempo presente para ver confirmada esta
observa­ción. Humildemente y con gozo deberíamos reconocerlo,
pero sin sa­car conclusiones equivocadas y entregarnos ciegos al
ecumenismo.
A lo mejor a veces nos preguntamos: ¿Cómo pudieron aguan-
tar en la iglesia anglicana de Inglaterra esos gran­des predicado-

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res del aviva­miento George Whitefield y Juan Wesley? ¿O C. H.
Spurgeon con los bautistas? ¿O en Alemania Heinrich Kemner,
Wilhelm y Johan­nes Busch en la iglesia evangélica estatal?
Demos gracias a Dios de que ha llamado y capacitado a estos
hom­bres para tocar claramente la trompeta del evangelio y lla-
mar a miles al arrepentimiento y a entre­garse a nuestro Señor.
Aprendamos a ma­ravillarnos ante la soberanía de Dios que a
veces nos cuesta tanto com­prender...

Ni asceta, ni vividor

Cuando pienso en Elías me imagino un hombre flaco, as­cético


y poco acogedor, con facciones agudas – como p. ej. Girolamo
Savona­rola, Juan Calvino o también Juan Wesley. Elías, evidente­
mente amaba la soledad y se en­contraba cómodo en el desierto.
Fue ali­mentado por los cuervos junto al arroyo de Querit y des-
pués le sus­tentó una pobre viuda.
Eliseo, por lo contrario, me recuerda más bien a un Mar­tín
Lutero, al Conde de Zinzendorf o también a George Whitefield,
que siempre buscaban estar cerca de las per­sonas, y no tenían
problemas a la hora de comer con polí­ticos e intelectuales de alto
rango, así como con sencillos obreros.
En efecto, hallamos a Eliseo hablando con capitanes del ejér-
cito y re­yes, hospedándose donde la mujer sunamita pudiente
– pero en otras ocasiones donde una pobre viuda y en compa-
ñía con los hi­jos de los profetas que estaban pasando hambre y
que tenían «la muerte en la olla». El expositor bíblico Hamilton
Smith describe el carácter de Eliseo muy acertadamente:
«Trajo misericordia a los culpables, pero caminó aparta­do de su
culpa. Enriqueció a muchos con la bendición del cielo, mientras que
él mismo se conformó con ser un hombre pobre. Fue rico, pero no para
sí mismo... Sin provisiones alimentó ejércitos enteros; cosas con efecto

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mortal las transformó en inofensivas; sin pan alimentó a una multi-
tud; sin medicina sanó a enfermos; sin solda­dos venció a los enemi-
gos; aun estando muerto dio vida.» (Hamilton Smith, Elías y Eliseo)

A la sombra de uno mayor que él...

Después de esta cita no es difícil ver la similitud con nuestro


Señor Jesucristo. El nombre hebreo de Eliseo sig­nifica «Mi Dios
es salva­ción» y el nombre griego de nuestro Señor «Jesús» signi-
fica «Dios es salvación».
Así como las vidas de Elías y Eliseo por algún tiempo se cru-
zaron, también las vidas de Juan el Bautista y de nues­tro Señor
Jesucristo se cruzaron por cierto tiempo.
Aquí sólo una breve comparación:
Elías predicó arrepentimiento y juicio
– Eliseo predicó la gracia y mi­sericordia de Dios.
Juan el Bautista predicó el «arrepentimiento»
– Jesús pre­dicó «pala­bras de gracia».
Elías vivió en el desierto y la soledad
– Eliseo vivía entre los hom­bres.
Juan vivió y predicó en el desierto
– Jesús vivió y predicó donde vi­vía la gente.
Elías vivió de forma ascética y apartado exteriormente
– Eliseo siem­pre se halló entre las personas, pero interior­
mente vivió separado.
Juan se alimentaba de langostas y miel salvaje
– Jesús se alimentaba como las demás personas.

Él mismo dijo de Juan y de sí mismo: «Vino Juan, que ni comía ni


bebía, y dicen: Demonio tie­ne. Vino el Hijo del Hombre, que come
y bebe, y dicen: He aquí un hombre co­milón, y bebedor de vino,
amigo de publicanos y de pecadores» (Mt 11:18-19).

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El carácter de Elías fue áspero y basto
– el carácter de Eliseo, por lo contrario fue apacible, bonda-
doso y atra­yente.
El carácter de Juan: provocador y severo
– el carácter de Jesús: man­so e inspirando confianza.

Después de ser encarcelado Juan el Bautista, Jesús dijo sobre él:


«él es aquel Elías que había de venir» (Mt 11:14). Esta comparación
sólo esbozada, podríamos ampliarla fá­cilmente. Sólo queríamos
apuntar que durante el estudio bíblico podemos ver en las dife-
rentes etapas de la vida de Eliseo correspondencias con el carác-
ter y el ministerio del Señor Jesucristo. Y esto es lo que hace tan
valiosa y desafiante la meditación y reflexión sobre este hombre
de Dios, pues descubriremos en él mucho parecido con nuestro
Se­ñor.

El ambiente de entonces y las semejanzas con nuestro


tiempo presente

Ya hemos señalado la impiedad y la idolatría de los líde­res políti-


cos y religiosos de aquel entonces, y no es difícil descubrir desa-
rrollos parecidos en nuestro tiempo.
Acab, el rey de entonces, se había vendido «para hacer lo malo
ante los ojos del Señor; porque Jezabel su mujer lo incitaba (1 Reyes
21:25). O sea, un líder en el pueblo de Dios que era una mario-
neta en manos de su mujer.
La feminización de la iglesia evidentemente no es nada nuevo
y me hace pensar en una afirmación del presidente de la alianza
evangélica alemana que dijo: «¡Más femini­dad en nuestras filas!».
El «culto» de entonces lo dirigían 850 sacerdotes y profe­tas
que co­mían «a la mesa de Jezabel» – y que eran, por lo tanto, adu-
ladores y zalameros pagados, que predicaban y profetizaban lo

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que la mayoría quería oír, conforme a sus concupiscencias. En
Betel y Dan había dos suntuosos becerros de oro a los que sacri-
ficaban sacerdotes de todas las tribus. Ya no era necesario ser de
la descendencia de Aarón para poder hacerlo. Ahí vemos que ya
entonces había cultos «modernos», «vanguardistas», enfocados a
los de afuera, agradables para los visi­tantes. Los cultos eran según
el gusto y las ideas del pueblo. Hoy también muchas congregacio-
nes hacen cosas para ser más atracti­vas a aquellos que no conocen
al Señor. Su estrategia es tomar presta­do lo que ven en la cultura e
incorporarlo en la vida de la iglesia para que así la gente no expe-
rimente un shock total de lo que ven y oyen en el mundo secular
comparado con lo que ven en el culto a Dios. No hubo que espe-
rar el juicio de Dios anunciado con respecto a esta apostasía (Dt.
28). Comenzó pronto. Vemos, por lo tanto, un número sorpren-
dente de viudas, hambrunas, es­terilidad, pobreza, opresión y ase-
dios en los tiempos de Elías y Eliseo. No es difícil ver circunstan-
cias parecidas en las iglesias actuales: poco alimento espiritual en
la predicación, pocas conversiones, poco fruto para Dios, iglesias
en extinción, cre­yentes solitarios y numerosas in­fluencias, ata-
ques y asedios de parte del mundo de las re­ligiones, la esotérica,
la psicología y del postmodernismo.
Pero también vemos cosas positivas que nos saltan a la vista:
mien­tras que los hombres en aquellos tiempos eran débiles y
pálidos, sin convicciones ni valor o interés espi­ritual, hubo, sin
embargo, mujeres que llamaron la aten­ción positivamente: La
viuda de Sarepta en 1 Re­yes 17, la pobre viuda de 2 Reyes 4, la
rica sunamita en 2 Reyes 4 y también la muchacha que servía a
la mujer de Naa­mán (2 Reyes 5). Estas observaciones también las
vemos reflejadas en la actualidad: ¿No son más las mujeres que
visitan las reuniones de ora­ción?
¿Quienes buscan y cuidan sus contactos evangelísticos?
¿Quién participa en la misión?
¿Quién se interesa por temas espirituales y libros?

• 16 •
La mayoría de las editoriales cristianas y librerías tendrí­an que
ce­rrar; las misiones y las reuniones de oración se extinguirían si
Dios no hubiese despertado en nuestros días hermanas fieles y
entregadas, cuyo celo y temor de Dios deberían avergonzarnos
a los hombres y poner en evidencia nuestra mundanalidad insí-
pida.

Variantes de la interpretación

1. Como ya hemos indicado, descubriremos en la vida de Eliseo


alu­siones admirables que apuntan a nuestro Señor Jesucristo.
2. Pero Eliseo es también un ejemplo impresionante para todos
aque­llos que quieran servir al Señor y al pueblo de Dios y que
quieran crecer en su vida espiritual. Esto tam­bién podemos
aprenderlo aquí.
3. Las relaciones entre Elías y Eliseo, como también en­tre Eliseo
y los «hijos de los profetas» nos proveen de ejemplos suma-
mente prác­ticos y dignos de ser imitados en cuanto a la comu-
nión entre dos cre­yentes y la bendi­ción de una colaboración
armónica y complementa­ria, donde uno suple la falta del otro
y donde el joven trabaja junto con el mayor.
4. Algunos comentaristas ven e interpretan los relatos históri-
cos como indicios acerca del futuro del pueblo de Israel en el
marco de la historia de la salvación.

Pido la comprensión del lector, ya que quiero centrarme sola-


mente en los tres primeros niveles, ya que responden a mi hori-
zonte limita­do y son más que suficientes para dar lugar a exami-
narnos a nosotros mismos e inspirarnos a vivir una vida dedicada
a Dios, vivida con «una natura­lidad santa».
Con la ayuda de Dios vamos a comenzar con ello en los próxi-
mos ca­pítulos.

• 17 •
Capítulo 1

El sabio cuidado de Dios


por nuestra vida espiritual

Partiendo él de allí, halló a Eliseo hijo de Safat, que araba con doce
yuntas delan­te de sí, y él tenía la última. Y pasando Elías por delan­te
de él, echó sobre él su manto. Entonces dejando él los bueyes, vino
corriendo en pos de Elías, y dijo: Te ruego que me dejes besar a mi
padre y a mi madre, y luego te seguiré. Y él le dijo: Ve, vuelve; ¿qué te
he hecho yo? Y se volvió, y tomó un par de bueyes y los mató, y con el
arado de los bueyes coció la carne, y la dio al pueblo para que comie-
sen. Después se levantó y fue tras Elías, y le servía (1 Reyes 19:19-21).

Elías, este poderoso profeta, había caído en una profunda depre-


sión después de su triunfo sobre los sacerdotes de Baal sobre el
monte Carmelo. Jezabel, la mujer del rey impío Acab, le había
enviado una amenaza de muerte ro­tunda. Y el profeta, que hacía
pocos días había tenido el valor de ponerse él solo del lado de
Dios, en contra de to­dos, poco después huyó al desierto ante las
amenazas de esta mujer, deseando la muerte allí.
Pero Dios tenía aún importantes tareas para su profeta humi-
llado y sin ganas de vivir. Después de que Dios le hubiese dado a
Elías sobre el monte de Horeb una pro­funda muestra de Su gra-
cia y verdad, le envió otra vez de vuelta con la misión de ungir a
Eliseo, el hijo de Safat como profeta y al mismo tiempo como su
sucesor.
Parece como si Elías conociera a Eliseo, el joven hijo gran-
jero – posi­blemente era uno de los «hijos de los pro­fetas» – pero

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lo que sí está claro es que era uno de los sie­te mil en Israel «cuyas
rodillas no se doblaron ante Baal.»
Es conmovedor observar el sabio cuidado de Dios en este
suceso. En la última etapa de su vida, Elías – este lucha­dor soli-
tario – recibe un compañero, un joven amigo, «el que vertía agua
en las manos de Elí­as», según leemos en 2 Reyes 3:11; dicho de
otro modo: Eliseo fue para el an­ciano profeta de mucho refrige-
rio y aliento.
«Dios conocía los peligros que conlleva el pasar frío al ser grande
y solitario en el pueblo de Dios!», así lo expli­ca acertadamente un
co­mentarista.

Un encuentro con serias consecuencias

Mientras que Elías se puso en marcha obedientemente para lle-


gar en varios días a Abel-mehola, Eliseo estaba arando allí con
doce yuntas de bueyes delante de sí. No podemos suponer que
sospechara con qué mandato venía Elías, pero la breve narra-
ción del primer encuentro nos hace pensar que de alguna manera
Eliseo estaba ya pre­parado por Dios para ese momento. En su
comportamien­ to podemos reconocer varios rasgos de carác-
ter que son una condición necesaria para todo aquel que quiera
se­guir al Señor y servirle.

Fiel y trabajador en la vida cotidiana

Los hombres y mujeres que Dios llamó a su servicio no eran


holga­zanes, ni los que encontramos en la Biblia ni los que cono-
cemos de la historia de la iglesia. Todo lo contrario, era gente
activa y diligen­te. Casi siempre fue­ron llamados mientras estaban

• 19 •
trabajando, pen­semos por ejemplo en Moisés, Gedeón, David,
Pedro, Juan, Santia­go y Leví.
Diligencia es trabajar solícitamente y con gusto. En nues­tra
historia vemos que el joven Eliseo evidentemente ha­bía apren-
dido a trabajar consciente de su responsabilidad. Delante de sí
tenía 11 yuntas de bueyes llevadas cada una por un siervo, y él
como último observaba responsable­mente cómo se hacía todo el
trabajo.
El sabio Salomón meditó mucho sobre la diligencia:
«El indolente ni aun asará lo que ha cazado; pero la dili­gencia es
un tesoro para el hombre» (Prov. 12:27)
Sus comparaciones con la hormiga nos son familiares desde
niños y las muchas biografías de la Biblia nos muestran que Dios
comienza la preparación para el mi­nisterio en el trabajo diario y
a menudo tam­bién en cir­cunstancias difíciles. Es allí donde se
forma el carácter que Dios busca y no en las escuelas bíblicas o
en los se­minarios. Las plantas de invernaderos suelen crecer con
más rapidez, pero luego no resisten las situaciones adver­sas al aire
libre.
Una situación familiar difícil, colegas desagradables, condicio-
nes de trabajo frustrantes, jefes injustos y co­rruptos, y circuns-
tancias que no nos gustan en absoluto son a menudo las piedras
de afilar que Dios usa para for­mar nuestro carácter. La humildad,
por ejemplo, la apren­deremos solamente mediante las humilla-
ciones y no a través de con­ferencias académicas sobre este impor-
tante tema.

Ningún individualista

Contrastando con Elías, Eliseo fue educado para trabajar en


equipo en su trabajo cotidiano. Arar derecho con doce yuntas
de bueyes y un montón de siervos solo es posible cuando uno

• 20 •
ha aprendido a trabajar en equipo y tener consideración con los
demás. Los hijos únicos a menudo tienen muchas dificultades en
la vida.
Los que se han criado en una familia numerosa ya de muy
pequeños han aprendido lecciones dolorosas que más adelante
pueden evitarles muchos problemas y gol­pes en la convivencia
con otras personas.
Aquellos que tienen experiencia en los campos misione­ros
saben muy bien que los mayores retos de los misione­ros son sus
colegas misioneros que a veces les hacen la vida imposible y difi-
cultan su ministerio. Los individua­listas a menudo tienen que
hacer pronto sus maletas.
El servicio posterior de Eliseo como profeta y su forma de
compor­tarse con los «hijos de los profetas» muestra que había
aprendido a trabajar en equipo, a tener pacien­cia con los colabo-
radores y a ser moderado y comedido.

Capaz de tomar decisiones y preparado

La pasividad, el no comprometerse, la pereza para tomar deci-


siones, son algo característico en nuestra sociedad actual, espe-
cialmente en la generación más joven. Este problema también
lo describió Salo­món ya en sus tiem­pos: «Como las puertas giran
sobre sus bisagras, así también el perezoso en su cama.» Pr 26:14
Es como si viéramos a un hombre bostezando que se echa de
un lado para otro en su cama inventándose mil razones para jus-
tificar la locu­ra de apagar el despertador y levantarse inmediata-
mente.
A mí me parece que la pereza y la falta de capacidad para deci-
dirse son parientes cercanos.
En nuestra historia vemos como Elías se acerca a Eliseo
de repente e inesperadamente, echando sobre él su manto y

• 21 •
siguiendo adelante. Eliseo comprendió de inmediato el profundo
significado simbólico de este acto y reaccionó inmediatamente:
Abandonó los bueyes y el arado, siguió a Eliseo y le pidió que le
permitiera despedirse de sus pa­dres.
No vemos ningún titubeo ni que pidiera tiempo para pen­
sárselo. Eli­seo reconoció de inmediato que tenía que re­accionar
inmediatamente, para no perderse la oportuni­dad y tomar la
decisión más importante de su vi­da.
En los últimos mundiales de fútbol hemos podido apren­der
que los equipos que dominaban el arte de cambiar rá­pidamente
la estrategia de juego, casi eran invencibles. Comprender la situa-
ción en un se­ gundo y reaccionar in­ mediatamente de forma
correcta, eso también es una bue­na receta para el éxito en la vida
espiritual.
– Eliseo mostró interés espiritual – conocía al profeta Elí­as.
– Conocía el significado del manto.
– Parece ser que estaba preparado y dispuesto a ser llama­do por
Dios.
– Hacía tiempo que había echado cuentas y sabía lo que costaba
obe­decer al llamamiento de Dios. Estaba dis­puesto a renun-
ciar a una vida asegurada.

Cuando dejó sus bueyes para seguir a Elías había tomado la deci-
sión correcta en ese momento tan decisivo de su vida.
La dirección de Dios en nuestras vidas puede ser muy di­ferente
en cada caso. A menudo Dios nos guía por medio de encuentros
con personas, a veces por circunstancias inequívocas o por medio
de Su Palabra. Pero siempre queda claro lo que Dios espera de
nosotros, y entonces lo importante es reaccionar inmediatamente
y no perder tiempo alguno.
Una y otra vez vemos jóvenes creyentes que se preguntan
cómo reco­nocer la dirección de Dios al tener en el cora­zón el
deseo de servirle.

• 22 •
Mi consejo es el siguiente: sé fiel y diligente en el lugar donde
te en­cuentres en este momento preciso; ya sea en tu oficio, en
tus estudios o donde sea. Prepárate para tus futuras tareas estu-
diando la Biblia y practicando una vida de oración intensa. Apro-
vecha las oportunida­des en las circunstancias actuales de tu vida,
honrando a Dios y sien­do una bendición para tu prójimo. No te
adelantes para llevar a cabo un ministerio especial en la obra del
Señor, pero estate preparado para cuando Él te llame y entonces
sé obediente.

«Honra a tu padre y a tu madre...»

Cuando Eliseo le pidió permiso a Elías para despedirse de sus


padres, eso no era una puerta trasera para volver quizá otra vez a
su vida an­terior. Esto le distinguió del hombre en Lucas 9:59 a
quien el Señor llamó para que le siguiera y que con palabras simi-
lares pidió una pró­rroga. Evidentemente, a Eliseo le era impor-
tante honrar a sus padres con una despedida cariñosa y marcada
por el agra­decimiento. No sa­bemos si pidió su bendición. Pero lo
que sí podemos ver es que no pusieron obstáculos en su camino,
pues le dejaron hacer la fiesta de despedida don­de preparó una
abundante comida para sus colaborado­res antes de despedirse
definitivamente.
Es una escena de despedida poco vista y bella: Un joven, lla-
mado a ser profeta, honra a sus padres. Y al otro lado los padres,
que en me­dio del dolor por tener que despe­dirse de su hijo (y
quizá también de aquel que los iba a mantener en su vejez) no se
aferraron a él, sino que le de­jaron libre para que pudiera seguir a
Elías.
Honrar a los padres, a lo cual nos amonesta (Ef 6:2), eso va
unido con una bendición especial. Es triste que en nuestra socie-
dad a penas se aliente o instruya a practicar esta an­tigua virtud

• 23 •
bíblica. Nuestros días más bien nos hacen pensar en Pr 30:11-14,
donde Agur describe una genera­ción que «maldice a su padre y a
su madre no bendice... cuyos dientes son espadas.»
Por otro lado, hallamos hoy a menudo a padres creyentes que
tienen graves problemas cuando uno de sus hijos de­cide renun-
ciar a estu­dios superiores, a una carrera y una vida asegurada para
obedecer al llamamiento de Dios de ir a la misión, confiando
plenamente en Él.
Contrastando con esto, William MacDonald describe en su
pequeño libro «Buscad primeramente...» la siguiente escena con-
movedora:
Hace algunas décadas un padre estaba en su cuarto de trabajo,
cuando alguien llamó a su puerta. «¿Quién es?», preguntó. «Soy yo,
Ed.» – «Entra, Ed.» Ed entró, se sentó y después de algunas pala-
bras introductorias dijo: «Pa­dre, he decidido dejar mis estudios de
dere­cho, porque el Señor me ha mostrado que me quiere usar como
mi­sionero.» El padre le contestó: «Ven, oremos sobre esto.»
Allí, sobre sus rodillas, el padre encomendó su hijo a Dios y a
la pa­labra de Su gracia (Hch 20:32). Este padre fue el Dr. T. E.
McCully. Su hijo fue a Ecuador y dejó su vida a la orilla del río
Curaray...
A menudo, cuando el Dr. McCully contaba esta historia añadió:
«Cuán agradecido estoy hoy que no le dije a Ed ninguna palabra que
hubiese podido desanimarlo o im­pedirlo, cuando me contó del lla-
mado a la misión.»
También Elías se comportó de manera ejemplar. No pre­sionó
a Eli­seo, sino que con su respuesta dejó claro que él tenía que
tomar la de­cisión delante de Dios, frente al cual era responsable.

• 24 •
Una ruptura radical

Hasta ese momento arar era una de las tareas que Eliseo cumplía
con fidelidad. Pero después del llamamiento a seguir a Elías, su
antigua profesión podía convertirse en un impedimento. En esta
situación, Eliseo mostró una ra­dicalidad ejemplar: Puso un punto
final a su pa­sado y al matar a sus bueyes quiso que su antigua pro-
fesión no le im­pidiese de obedecer al llamado de Dios. Derribó
todos los puentes y se encomendó al hombre de Dios que había
echado su manto sobre él mostrando con este gesto que aparte de
llamarle a ser profeta se en­cargaría también de su bienestar.
Así, Eliseo hizo un fuego con el arado, asó la carne de los ani-
males sobre él y dio de comer a su gente. «Más bie­naventurada
cosa es dar que recibir» (Hch 20:35) – en el futuro esto será una
marca del carácter de este hombre que no acumuló provisiones
para sí, sino que dio a otros lo que Dios le había encomendado.

Un humilde servicio

Hasta ese momento Eliseo había estado acostumbrado a dar


órdenes, sabiendo que sus colaboradores obedecerían. Ahora, en
la escuela su­perior de Dios, él tenía que apren­der a someterse.
Seguramente que no fue una lección fá­cil para uno que se había
criado en un hogar adi­nerado y que era el responsable de la agri-
cultura.
No sabemos en qué consistieron sus humildes servicios. Ya
hemos mencionado que Eliseo después era conocido como uno
que «vertía agua en las manos de Elías». Des­de el punto de vista
humano algo que no exigía muchos dones ni esmero, y algo que
no prometía mu­cha honra.
Pero es así como Dios forma a sus siervos. Un sabio di­cho
reza así: «Aquel que hace lo pequeño como si fuese algo grande, tam-

• 25 •
bién hará lo grande como si fuese algo pequeño.» El pastor Theo
Leh­mann solía decir siempre que las escuelas superiores de Dios
eran escuelas infe­riores, o sea que enseñan el camino de abajo, de
la hu­mildad y de la abnegación. En la historia de la iglesia es
bien conoci­da la iglesia de los hermanos de Herrnhut cuyo padre
espiritual fue Nicolás de Zinzendorf (1700 – 1760). Antes de for-
marse la «iglesia en Herrnhut en el este de Alemania, hubo pri-
mero una pequeña iglesia ca­sera («ecclesiola») que se había for-
mado en el castillo del Conde en Bethelsdorf. A esta pequeña
iglesia pertenecie­ron algunas personas muy sencillas y origina-
les. Entre ellas la sierva ordeñadora Anna He­lene Anders, que era
tuerta y fue una de las «primicias» en Bethels­dorf. De ella leemos
que «vivía y se movía en la Palabra de Dios» y que fue una con-
sejera espiritual con una fuerza y frescura originales. Zinzendorf
confesó de ella que «la fidelidad hacia los animales fue el escalón
para subir a un minis­terio superior.»
El simple trabajo en el corral de las vacas, hecho con fi­delidad,
se convirtió en escalón para entrar en una impor­tante tarea espi-
ritual.
Fidelidad en lo pequeño es una de las lecciones importan­tes
que Eli­seo aprendió al vivir en comunión con Elías.
En nuestros días, donde los estudios teológicos en semi­narios
y es­cuelas superiores son muy valorados, es im­portante enfati-
zar que en la Biblia el aprendizaje espiri­tual ocurrió casi siempre
compartiendo la vida con otra persona; donde un siervo de Dios
maduro y con experien­cia instruía y formaba a uno o varios jóve-
nes.
Pensemos por ejemplo en Moisés y Josué; en nuestro Se­ñor
Jesús y sus discípulos; en Pablo y sus acompañantes; en Pedro y
Marcos; en el matrimonio Aquila y Priscila y Apolos.
«El tiempo que Cristo pasó enseñando a sus discípulos, produjo
más fruto duradero que todos los milagros que obró en presencia de
las masas» (Arturo Pink).

• 26 •
Capítulo 2

La preparación del sucesor

Aconteció que cuando quiso el Señor alzar a Elías en un torbellino al


cielo, Elías venía con Eliseo de Gilgal. y dijo Elías a Eliseo: Qué­date
ahora aquí, porque el Señor me ha enviado a Bet-el. Y Eliseo dijo:
Vive el Señor, y vive tu alma, que no te dejaré. Descendieron, pues, a
Bet-el. Y saliendo a Eliseo los hijos de los profetas que esta­ban en Bet-
el, le dijeron: ¿Sabes que el Señor te quitará hoy a tu se­ñor de sobre ti?
Y él dijo: Sí, yo lo sé; callad. Y Elías le volvió a de­cir: Eliseo, quédate
aquí ahora, porque el Señor me ha enviado a Jericó. Y él dijo: Vive
el Señor, y vive tu alma, que no te dejaré. Vi­nieron, pues, a Jericó. Y
se acercaron a Eliseo los hi­jos de los profe­tas que estaban en Jericó, y
le dijeron: ¿Sabes que el Señor te quita­rá hoy a tu señor de sobre ti?
El respondió: Sí, yo lo sé; callad. Y Elías le dijo: Te ruego que te que-
des aquí, porque el Señor me ha enviado al Jordán. Y él dijo: Vive el
Señor, y vive tu alma, que no te dejaré. Fueron, pues, ambos. Y vinie-
ron cin­cuenta varones de los hijos de los profetas, y se pararon delante a
lo lejos; y ellos dos se pararon junto al Jordán. Tomando entonces Elías
su manto, lo do­bló, y gol­peó las aguas, las cuales se apartaron a uno y
a otro lado, y pasaron ambos por lo seco. Cuando habían pasado, Elías
dijo a Eliseo: Pide lo que quieras que haga por ti, antes que yo sea qui-
tado de ti. Y dijo Eliseo: Te ruego que una doble por­ción de tu espíritu
sea sobre mí (2 Reyes 2:1-9).

En este capítulo tenemos por delante una etapa en la vida de Elías


y Eliseo digna de ser considerada con esmero por la gran canti-
dad de lecciones prácticas para nuestra vida en pos de Cristo.
Podemos aprender mucho al aplicar la relación entre Elí­as y

• 27 •
Eliseo a nuestra relación con nuestro Señor Jesucris­to. Y tam-
bién podemos ver en esto un ejemplo muy posi­tivo en cuanto a
las buenas relaciones entre jóvenes y an­cianos; la unión ejemplar
entre las generaciones.

Escenas de despedida conmovedoras

En primer lugar reflexionemos brevemente sobre Elías quien


se en­contraba al final definitivo de su servicio y ante la conclu-
sión triunfal de su vida terrenal. No sabe­mos cómo, pero Dios le
había anunciado a él y también a los «hijos de los profetas» que
no iba a morir, sino que se­mejante a Enoc (Gn 5:24; Heb 11:5)
sería arrebatado a la pre­sencia de Dios.
Elías no terminaría su vida en un lecho de enfermo sino que
ascendería al cielo «en un torbellino». Hans Dannen­baum lo
comentó de esta forma: Expirar lentamente mar­cado por la arte-
riosclerosis – eso no hubiese cuadrado con este hombre. Por eso el
final de su vida no es un sua­ve «Andante», sino un enorme «Presto».
También en el último día de su vida, Elías fue un hombre que
vivía «en la presencia de Dios» y recibe instrucción clara de ir de
Gilgal, a Bet-el y de allí a Jericó y final­mente al Jordán.
En estos lugares evocadores de grandes acontecimientos,
donde hace siglos Dios se había revelado en su santidad, miseri-
cordia y poder – pero que ahora eran conocidos por su idolatría –
aparecieron jóvenes denominados «hijos de los profetas». Ellos per-
tenecían a los siete mil que no ha­bían doblado sus rodillas ante
Baal y que evidentemente habían sido enseñados, instruidos y
atendidos espiritual­mente por Elías.
La expresión calurosa «hijos» hace patente que aquí no se tra-
taba me­ramente de una relación alumno – maestro, más o menos
marcada por la distancia en las clases teológicas – sino que más

• 28 •
bien era una rela­ción muy personal y fa­miliar, en la cual Elías se
había formado una cantidad de hijos espirituales.

¿Una generación huérfana de padre?

En tiempos donde padres y madres espirituales serían muy nece-


sarios en el pueblo de Dios, buscados por mu­chos jóvenes cre-
yentes, este hecho debería representar un reto para los más mayo-
res entre noso­tros para plantearse la pregunta: ¿soy yo un padre o
una madre espiri­tual para los creyentes más jóvenes? ¿Trato cons-
cientemente de ejer­cer influencia sobre los creyentes más jóvenes
a mi alrededor, para compartir una parte de mi vida con ellos y
mostrar con mi vida lo que es el discipulado en la teoría y en la
práctica?
Es interesante que 2 Reyes 1 termina con la muerte del rey
Ocozías y la explicación que «... no tenía hijo» (2 Reyes 1:17) –
mientras que en nuestro capítulo el último día de un profeta es
presentado como uno que tenía mu­chos «hijos».
¡Qué consuelo tuvo que haber sido para Elías ver la esti­ma y el
amor que estos «hijos» tenían por él, siendo esto un fruto de su
vida agita­da! Se fue a la eternidad con es­tas impresiones.

¿Mejor solo que acompañado?

Nos hacemos la idea de lo que motivó a Elías a decir tres veces


a su joven amigo que se quedara atrás, porque Dios le había
enviado a Bet-el, a Jericó y al Jordán. ¿Quería Elías pasar las últi-
mas horas de su vida terrenal a solas en comunión con Dios?
¿O fue esta exhortación a quedarse meramente una prue­ba
para ver si la fidelidad de Eliseo era genuina? Eliseo había prome-

• 29 •
tido «te segui­ré» (1 R 19:20), y ahora era el test para ver si lo cum-
pliría de ver­dad.
¿Respondería Eliseo como Orfa despidiéndose con mu­chas
lágrimas (Rut 1:14), o respondería como Rut:
«No me ruegues que te deje, y me aparte de ti; porque a don­
dequiera que tú fueres, iré yo, y donde­quiera que vivie­res, viviré.
Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios. Donde tú murieres,
moriré yo, y allí seré sepultada» (Rut 1:16-17).

Eliseo da sus primeros pasos solo

No se nos dice mucho sobre el período que Eliseo vivió con Elías.
No sabemos cuántos años pasó en la comunión con el profeta.
Sólo leemos breves indicios acerca de lo que hacía: «...le seguía»,
«... le servía», «...vertía agua en las manos de Elías». Aparente-
mente, este tiempo fue una escuela para Eliseo donde aprendió
a obedecer y a somet­erse. Pero ahora era inminente la despedida
y después iba a co­menzar una nueva etapa para el discípulo de
Elías.
¿Estaba Eliseo ya preparado para tomar decisiones bajo su
propia responsabilidad?
Al pedirle Elías «...quédate ahora aquí» posiblemente no tenía
la in­tención de darle un mandato, sino quizá era más bien una
pregunta examinadora o una petición para ver la lealtad de Eliseo
y el estado de su madurez.
Las tres respuestas de Eliseo «Vive el Señor, y vive tu alma,
que no te dejaré» debieron haber alegrado inmen­samente a Elías.
Esta confe­sión mostraba que Eliseo aho­ra se sentía responsable
ante Dios. Y esta creciente segu­ridad, de que tenía que empezar
a actuar con responsabil­idad propia no le llevó a distanciarse de
Elías, sino todo lo contrario, le hizo buscar más aún la comunión
con el anciano profeta.

• 30 •
Exactamente esta actitud sería un gran regalo para nues­tros
días: una joven generación de hermanos entregados, abnegados y
con ganas de aprender, cuya consciencia de tener que responsa-
bilizarse delante de Dios no les lleva a la separación, para actuar
como normalmente se compor­tan los jóvenes, escandalizando y
provocando enojo en la ge­neración de los más mayores. Sino un
tropel de jóve­nes creyentes dispuestos a entrar en acción, llenos
de ide­as, con ganas de aprender y buscando y apreciando la ben-
dición, el consejo y la corrección de los hermanos mayores con
experiencia.
Y vice versa, surge esta pregunta: ¿Dónde hallamos her­manos
y her­manas mayores experimentados en el servi­cio para el Señor,
que en su interior sienten un gozo pro­fundo cuando ven a jóve-
nes que deci­didamente pero con humildad empiezan a indepen-
dizarse y a dar sus pri­meros pasos en la fe en el servicio para el
Señor, buscan­do al mis­mo tiempo las oraciones, la compañía y el
con­sejo de la generación de los más ancianos?

Comunión bajo la bendición de Dios

En los versículos 6 al 8 se enfatiza tres veces: «... Des­cendieron,


pues [juntos]» o «... Fueron, pues, ambos...».
Los otros hijos de los profetas en Bet-el y Jericó mostra­ron sus
cono­cimientos teóricos sobre la ascensión inmi­nente de Elías. Es
loable que cincuenta de estos sabios hombres siguieran a Elías
y Eliseo has­ta el Jordán obser­vando la escena desde lejos, como
Elías golpeó el agua con su manto abriendo así el camino a tra-
vés del río im­petuoso. Pero solamente Eliseo permaneció en esa
comu­nión tan estrecha con su maestro y así pudo vivir de cerca el
milagro en el Jordán.
La escena es como un triste espejo para nosotros que confe-
samos creer en la Palabra de Dios y seguir al Señor. Muchos de

• 31 •
nosotros tienen archivado en su mente todo el panorama de la
historia de la salvación de Dios con Su iglesia y con el Pueblo
de Israel. Incluso son capaces de relatarlo en todo momento sin
omisiones, o bien pue­den dar mensajes sobre el tema o plasmarlo
esquemáticamen­te en pa­pel. Pero, lamentablemente, los conoci-
mientos sobre los planes futu­ros de Dios no pasan automática­
mente de la cabeza a las manos y los pies – y al corazón, menos
todavía.
Es posible acumular conocimientos bíblicos sin vivir en una
entraña­ble comunión con el Señor Jesús y sin vivir para Él.
Un estudio de Warren Wiersbe comenta este punto muy
acerta­damente: «La característica de un verdadero alum­no de las
Sagra­das Escrituras es siempre un corazón ar­diente y jamás sola-
mente una cabeza llena de conoci­mientos» (Lc 24:32).
En los comienzos del movimiento de hermanos en Ingla­
terra, unos amigos de J.N. Darby acusaron al «apóstol del amor»
Roberto C. Chapman, de divulgar enseñanzas fal­sas. Darby reac-
cionó con pala­bras claras y también con palabras de acusación
propia: «¡Dejad en paz a este hom­bre; pues vive lo que enseña!» Y
más tarde dio el si­guiente testimonio sobre Chapman: «Nosotros
hablamos de los luga­res celestiales, pero Roberto Chapman vive en
ellos.» (R. C. Peter­son: Robert C. Chapman – der Mann der Chris-
tus lebte [Roberto C. Chap­man – el hombre que vivía Cristo]).
«... y pasaron ambos por lo seco» (v. 8). Juntos cruzaron el Jor-
dán, el río de la muerte que tipológicamente simbo­liza el haber
muerto con Cristo (Gá 2:20). Pocas horas después, tras la par-
tida de Elías al cielo, Eliseo volvió solo por el mismo camino. En
el poder de Aquel que ha­bía llamado a su maestro, hizo que el
Jordán se separase y lo atravesó como portador de la bendición
de Dios para salir al encuen­tro de las necesidades del pueblo de
Dios en Israel.

• 32 •
El examen final

Poco antes de la ascensión de Elías al cielo hubo una conversa-


ción entre estos dos profetas. Ambos sabían que la hora de la des-
pedida había llegado y por eso un silen­cio solemne y santo acom-
pañó esta última conversación.
«Pide lo que quieras que haga por ti, antes que yo sea quitado de
ti» (v. 9). A Eliseo le es concedido pronunciar un último deseo
ante Elí­as, mientras que el anciano pro­feta estaría en una ten-
sión difícil de imaginar para noso­tros, pues esperaba la hora de su
arrebatamiento y al mis­mo tiempo sentía la responsabilidad por
su joven amigo y sucesor. Eliseo debía abrir su corazón y expre-
sar con su deseo la actitud que te­nía, lo que había aprendido con
Elías y qué metas tenía para la vida.
Con qué interés y tensión esperaría Elías la respuesta que le
mostra­ría a este hombre de Dios, preparado para la partida, qué
cautivaba el corazón de Eliseo y si aprobaría el examen que reve-
laría el grado de su madurez.
Los deseos de nuestro corazón – alrededor de los cuales giran
nues­tros pensamientos, deseos que ceban nuestra imaginación y
que a ve­ces se ven reflejados incluso en nuestros sueños – revelan
lo que es la meta de nuestra vida, revelan para lo que realmente
vivimos.
«Las flores de nuestros pensamientos, muestran donde están nues­
tras raíces» – así solía decir el evangelista Wolfgang Dyck, quien
mu­rió en 1970.
Ante un público creyente, expresaremos nuestros más piado-
sos dese­os, claro está: «Queremos ser una bendi­ción para otros»,
«queremos glorificar al Señor», «quere­mos parecernos más a Cristo»
etc. Pero allí donde nadie nos ve y nadie nos observa, allí es
donde se mani­fiesta lo que llena nuestro corazón y qué deseos
secretos oculta­mos delante de los hombres.
Como joven rey, una noche a Salomón le fue concedido un

• 33 •
deseo. Dios se le había aparecido en sueños con las asombrosas
palabras: «Pide lo que quieras que yo te dé» (1 R 3:5). Conocemos
bien su respuesta conmovedora que nos deja avergonzados: «Da,
pues, a tu siervo cora­zón entendido para juzgar a tu pueblo, y para
discernir entre lo bueno y lo malo; porque ¿quién podrá gobernar este
tu pue­blo tan grande?» (v.9).
Un estudio de los deseos y peticiones dirigidos a Dios o al
Señor Je­sucristo en la Biblia es sumamente interesante y reve-
lador. Pensemos solamente en la petición de los discípulos San-
tiago y Juan, que des­pués de preguntarles el Señor «¿Qué queréis
que os haga?» dicen: «Concéde­nos que en tu gloria nos sentemos el
uno a tu derecha, y el otro a tu izquierda» (Mr 10:35-37). Sin dar-
les vergüenza delante de los demás discípulos abrieron su corazón
y pidieron tener un lugar de honor en la gloria.
Por otro lado, hallamos en los Salmos una oración con­
movedora de David:
«Una cosa he demandado al Señor, ésta buscaré; que esté yo en la
casa del Señor todos los días de mi vida, para contemplar la hermo­
sura del Señor, y para inquirir en su templo» (Sal 27:4) Moisés
pidió al Señor: «Te ruego que me muestres tu gloria» (Éx 33:18),
después de que el pueblo de Israel ha­bía pecado al pie del monte
Sinaí haciendo el becerro de oro.
Recordemos también a Jim Elliot que en 1948, siendo un
joven mi­sionero con 21 años oró así:
«Dios, te ruego que enciendas las partes ociosas de mi vida para
que yo pueda arder por ti. Consume mi vida, mi Dios, porque es
tuya. No busco una larga vida, sino una vida plena, como tú, Se­ñor
Jesús».
¿Qué iba a responder Eliseo en esta hora crucial de su vida?
¿Una larga vida? ¿Bienestar material? ¿Una vida familiar feliz?
¿Respeto y reconocimiento en el pueblo de Dios?
En el siguiente capítulo reflexionaremos sobre esto.

• 34 •
Capítulo 3

El secreto de la fuerza espiritual

Cuando habían pasado, Elías dijo a Eliseo: Pide lo que quieras que
haga por ti, antes que yo sea quitado de ti. Y dijo Eliseo: Te ruego
que una doble porción de tu espíritu sea sobre mí. Él le dijo: Cosa
difícil has pedido. Si me vieres cuando fuere quitado de ti, te será
hecho así; mas si no, no. Y aconteció que yendo ellos y ha­blando, he
aquí un carro de fuego con caballos de fuego apartó a los dos; y Elí­
as subió al cielo en un torbellino. Viéndolo Eliseo, clamaba: !!Padre
mío, padre mío, carro de Israel y su gente de a caballo! Y nunca más
le vio; y tomando sus vesti­dos, los rompió en dos partes. Alzó luego el
manto de Elías que se le había caído, y volvió, y se paró a la orilla
del Jordán (2 Reyes 2:9-13).

El examen del carácter

Consiente de su inminente partida, Elías había dirigido la pre-


gunta decisiva a su joven amigo y sucesor. La res­puesta iba a
manifestar las metas, esperanzas y deseos se­cretos del corazón de
Eliseo para su próximo servicio.
En esta seria y solemne situación, sin espectadores, Eli­seo no
pidió tiempo para pensárselo. Tampoco deseó consultar con sus
padres, amigos u otros consejeros. Ya hacía mucho tiempo que
había tomado la decisión sobre la meta de su vida, renunciando al
valor pasajero y a la posesión de bienes materiales. Dios le había
llamado a ser el su­cesor de Elías y en los meses pasados en la
co­munión con este hom­bre de Dios había conocido valores eter-
nos que habían marcado la di­rección que debía tomar su vida.

• 35 •
Y en seguida Elías escuchó la respuesta de su sucesor que
segura­mente estaba esperando con ansiedad. Lo que escuchó fue
un deseo sencillo y breve, pero con un pro­fundo significado: «Te
ruego que una doble porción de tu espíritu sea sobre mí».
Con esta breve respuesta seguramente causó una inmensa ale-
gría a su padre espiritual, porque con miras a sus tare­as futuras,
Eliseo había reconocido su propia incapacidad y debilidad. Era
consciente de que los conocimientos, formación y talento inte-
lectual no eran suficiente para ser un portador de la bendición de
Dios, especialmente en tiem­pos difíciles. Vio que para este difícil
servicio era necesaria una fuer­za y una autoridad espiritual.
El expositor bíblico Matthew Henry comenta muy acerta­
damente al respecto: «Los más preparados para recibir bendiciones
espiritua­les son aquellos que más sienten el valor de las mismas y al
mismo tiempo saben de cierto que no merecen obte­nerlas».

Una «doble porción»

Considerando este deseo de manera superficial, podría­mos tener


la impresión de que Eliseo fue inmodesto pi­diendo la doble por-
ción de la fuerza espiritual de Elías. Pero el contexto de esta his-
toria y el he­cho de que Dios había dado instrucción de que el
primogénito siem­pre de­bía recibir la doble parte de la heredad
del padre (Dt 21:17), muestran que Eliseo podía considerarse
como el «primogénito» entre los numerosos «hijos» del profeta.
Frente al peso y seriedad de sus futuras tareas, como «pri­
mogénito», Eliseo deseó poseer la doble parte de la fuer­za espiri-
tual que Elías iba a dejar como heredad a los hi­jos de los profetas.

• 36 •
«Cosa difícil has pedido...»

Nos asombra la reacción de Elías ante este deseo sabio y espiri-


tual de su sucesor. Más bien hubiésemos esperado ver al anciano
profeta lle­no de regocijo, después de mani­festarse que Eliseo
había aprobado su «examen final» con «sobresaliente». Pero junto
al gozo y agradeci­miento sobre la actitud tan buena y la madurez
espiritual de su suce­sor, su respuesta revela algo del peso, signifi-
cado y responsabilidad de esta «herencia»:
Era «cosa difícil», porque la fuerza espiritual no se hereda como
los bienes materiales. Nadie tiene la autoridad o ca­pacidad de
heredar o transmitir dones espirituales a otras personas. En tiem-
pos de los apóstoles, el mago Simón pensaba que podía comprar
con dinero un «don de Dios». Pedro tuvo que pronunciar el juicio
demoledor sobre este «negocio» (Hch 8:18-21).
Hoy también hay muchos «apóstoles» – según ellos – y tele
evangelis­tas que piensan y proclaman que supuesta­mente son
capa­ces de transmitir dones espirituales (p. ej. sanidades o pro-
fecía) me­diante la imposición de manos, por tener una «unción
divina especial». Para estos falsos profetas es algo de lo más fácil
transmitir a otros dones espirituales, con tal de que haya muchos
micrófonos, cá­maras de te­levisión, multitudes entusiasmadas y
suficien­tes cubos para recoger las colectas.
No, Elías sabía muy bien que este deseo estaba más allá de las
capa­cidades humanas y que al mismo tiempo no se llevaría bien
con nuestra vieja naturaleza no quebrantada.
Wilhelm Busch escribe al respecto:
«Especialmente a los de naturaleza un poco entusiasta quiero
decir­les que cuando el Espíritu Santo llena un co­razón eso es algo
duro («cosa difícil») y no conlleva como ellos piensan éxtasis y arre-
batos. Estos arrebatos extáticos que hoy pregonan como ‹plenitud del
Espí­ritu› son más bien de otro espíritu que nada sabe de quebran­
tamiento y abnegación.»

• 37 •
Pero el deseo de Eliseo era también «cosa difícil» porque era «de
peso», de «graves consecuencias». En el Antiguo Testamento leemos
a menudo de profetas que hablaban de una «carga» que Dios les
ha­bía dado como mensaje y cometido. El poder espiritual es un
valioso regalo y al mismo tiempo una carga de gran responsabili-
dad.

El secreto de la fuerza espiritual

La segunda parte de la respuesta de Elías deja claro que la ben-


dición deseada está ligada a una condición: «Si me vieres cuando
fuere qui­tado de ti, te será hecho así.» Esta condición dejó claro
que Eliseo no debía perder de vista al anciano profeta. Esto exigía
de él atención y concen­tración absoluta. Bien podemos imagi-
narnos que durante la caminata y la conversación que siguieron,
Eliseo no apartó los ojos de su maestro para mirar a su alrededor
u otras cosas sin importancia. A toda costa buscaría la mi­rada de
Elías para no perderse el momento decisivo de su vida, del cual
dependía la bendición.
Esta observación contiene una importante y valiosa lec­ción
para to­dos aquellos que buscan con anhelo tener fuerza espiri-
tual. El que pone la mirada en sí mismo – de­pendiendo de su
carácter – o bien se convierte en arrogan­te y engreído, o bien
caerá en una depresión y se desani­mará. La introspección no es
abono, sino veneno para el crecimiento espiritual.
Por mucho que valoremos el ejemplo de hermanos en la fe,
debemos siempre tener en mente que siempre tendrán sus limita-
ciones por ser humanos.
Especialmente el poner la mirada en el Señor, en Su ejemplo
como hombre en esta tierra y como el Hijo de Dios glorificado
en el cielo nos llenará de fuerza y de gozo y al mismo tiempo nos
dará más y más de Su pare­cer.

• 38 •
«Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en
un espejo la gloria del Señor, somos transfor­mados de gloria en gloria
en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (2 Co 3:18).
Vivir cada día y cada hora conscientes de la presencia del
Señor, to­mándole como ejemplo en todos los ámbitos de la vida
– esto no es una tarea «fácil». ¡Cuántos deseos, cir­cunstancias y
preocupaciones en nuestra vida diaria tra­tan de ofuscar o apartar
nuestra mirada del Señor Jesús! El diablo tratará de poner ante
nuestros ojos toda clase de cosas y también las riquezas de este
mundo, para que nuestro co­razón no se centre en nuestro Señor
y los valo­res eternos. ¡Es cosa difícil!

Una última andadura poco vista y bendecida...

«Y aconteció que yendo ellos y hablando...» Cuatro veces queda


enfa­tizado en los versículos 7 al 11 que iban juntos y conver-
sando. El an­ciano profeta que sabía que habían llegado los últi-
mos minutos de su atribulada vida sobre esta tierra – se mos-
tró dispuesto a partir sin hue­lla de amargura, para estar con su
Dios. Que escasos y precia­dos son tales hermanos y hermanas
que al borde de la eternidad son capaces de tener una comunión
de confian­za con la generación que les suce­derá a ellos. Y cuán
va­liosos son los hermanos jóvenes que en una si­tuación se­mejante
buscan la comunión con los hermanos más an­cianos sin anticipar
en sus deseos el relevo como sabelo­todos engreídos que piensan
que lo harán todo mejor que sus padres...

Una mirada llena de emoción y un grito desesperado...

«Y Eliseo lo vio y clamó: Padre mío, padre mío...»


Había llegado el momento – para nosotros casi imposible de

• 39 •
imaginar – cuando Dios en un torbellino arrebató al cielo a Elías
de forma tan inusual, imponente y potente (encajando todo per-
fectamente con el carácter del profe­ta), y lo hizo mediante «carros
de fuego» y «caba­llos de fuego».
Eliseo fue testigo ocular de este arrebatamiento dramáti­co que
deci­diría sobre su camino futuro.
Eliseo lo vio y «la doble porción» del espíritu de Elías la tenía
asegu­rada – pero parece que en ese momento no pensó en ello.
Lo cierto es que no es un grito de triunfo o júbilo, sino un grito
de duelo y dolor, que mostraba lo que Elías había sido para él:
¡Padre mío, padre mío!» Eliseo había perdido a su padre espiritual.
Pero no sintió solamente la pérdida personal. Este grito angus-
tioso: «carro de Israel y su gente de a caballo» im­plicaba tam-
bién la pre­gunta acerca del futuro de Israel al haber desapare-
cido este valiente luchador solitario de los campos de batalla de
Israel. ¡Qué actitud más humilde y modesta vemos aquí y qué
relación más amistosa y entra­ñable tuvo que haber unido a estos
dos hombres!
También es interesante que décadas más tarde, cuando Eliseo
estaba en su lecho de muerte el rey Joás se despi­dió llorando de él
con la misma exclamación: «Padre mío, padre mío, carro de Israel y
su gente de a caballo!» (2 Rey 13:14).
Eliseo, cuyo padre espiritual fue Elías, por su parte fue des-
pués tam­bién un padre espiritual para muchos jóve­nes. Este
hecho debería animarnos a los que somos más mayores o padres,
a invertir tiempo, fuerzas y experien­cias en la vida de nuestros
hijos carnales o espiri­tuales.

«Y nunca más le vio...»

En estas pocas palabras hay nostalgia y dolor. Las rela­ciones


huma­nas no son eternas y también las relaciones espirituales con-

• 40 •
cluyen al­guna vez. Pero cuán bendecidos somos cuando pode-
mos recordar agradecidos a padres y madres espirituales que nos
mostraron el ca­mino al Señor y nos acompañaron y animaron en
el camino como discí­pulos de Cristo. Pero la antorcha tiene que
pasar a otros.
«¡Poner la mano en el arado y secarse las lágrimas – eso es cristia­
nismo!» – esta cita de Watchman Nee podría ca­racterizar muy
bien las emociones de Eliseo en aquel mo­mento. Elías estaba en
la eterni­dad. No dejó ni corona ni cetro ni otros bienes materia-
les. Lo que de él quedó fue su manto – la señal inequívoca del
hombre de Dios.
De la misma manera, el Señor Jesús tras su ascensión al cielo
no dejó riquezas terrenales a los discípulos, sino su ejemplo tal y
como está descrito en los evangelios.
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mis­mo, tome
su cruz cada día, y sígame» (Lc 9:23).
«Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo pade-
ció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que si­gáis sus pisadas»
(1 P 2:21).

«Y tomando sus vestidos, los rompió en dos partes...»

La reacción de Eliseo es una impresionante ilustración de la


exhorta­ción del Señor a negarnos a nosotros mismos y seguirle a
Él.
Los vestidos que hasta ese momento le habían dado su identi-
dad, en sus ojos, ahora ya sólo merecían ser rotos. Al hacerlo dio
otra señal radical de su negación de sí mis­mo. Hace años había
roto radical­mente con su oficio hon­rado, para seguir a Elías, y
ahora, después de ser arreba­tado su maestro, ya no quería ser
visto con sus propios ves­tidos, sino sólo en la ropa del profeta
llamado a la pre­sencia de Dios. No pensó en depositar sus vesti-

• 41 •
dos en al­guna parte, para ponérselos de nuevo en alguna circuns­
tancia oportuna. Su vida debía ser sin fin­gimientos y sin tener
ocasión para ambigüedad alguna.
«Eliseo rompe sus vestidos en dos partes. Ya no los nece­sita más,
pues posee el manto de Elías y la doble porción de su espíritu. En esta
fuerza caminará en medio de Isra­el. ¡Que sea así también con noso-
tros! Que rompamos nuestra ropa vieja después de habernos vestido
de Cris­to, para ser un testimonio en el mundo» (H. Rossier: Medi-
taciones sobre el Segundo libro de los Reyes).

• 42 •
Capítulo 4

Los primeros pasos con la nueva ropa

«Y tomando el manto de Elías que se le había caído, golpeó las


aguas, y dijo: ¿Dónde está el Señor, el Dios de Elías? Y así que hubo
golpeado del mismo modo las aguas, se apartaron a uno y a otro
lado, y pasó Eliseo. Viéndole los hijos de los profetas que estaban en
Jericó al otro lado, dijeron: El espíritu de Elías reposa sobre Eliseo.
Y vinieron a reci­birle, y se inclinaron a él hasta la tierra. Y dijeron:
He aquí hay con tus siervos cincuenta varones fuertes; vayan ahora y
busquen a tu señor; quizá lo ha levantado el Espíritu del Señor, y lo
ha echado en algún monte o en algún valle. Y él les dijo: No enviéis.
Mas ellos le importunaron, hasta que avergonzándose dijo: Enviad.
Entonces ellos enviaron cincuenta hombres, los cuales lo buscaron tres
días, mas no lo hallaron. Y cuando volvieron a Eliseo, que se había
que­dado en Jericó, él les dijo: ¿No os dije yo que no fueseis?
Y los hombres de la ciudad dijeron a Eliseo: He aquí, el lugar en
donde está colo­cada esta ciudad es bueno, como mi señor ve; mas las
aguas son malas, y la tierra es estéril. Entonces él dijo: Traedme una
vasija nueva, y poned en ella sal. Y se la trajeron. Y saliendo él a los
manantiales de las aguas, echó dentro la sal, y dijo: Así ha di­cho el
Señor: Yo sané estas aguas, y no habrá más en ellas muerte ni este­
rilidad. Y fueron sanas las aguas hasta hoy, conforme a la palabra
que habló Eli­seo.» (2 Reyes 2:14-22)

Ya hemos reflexionado sobre el hecho de que Eliseo rompió y


dese­chó sus propios vestidos tras la ascensión de su padre espi-
ritual. Des­de ahora en adelante sólo que­ría que le vieran con el

• 43 •
manto de profe­ta de Elías que ha­bía quedado – eso era su nueva
«identidad».
Por otro lado, no fue ni hizo de sí mismo una copia más o
menos lo­grada de su gran modelo, sino que quería hacer sus pro-
pias experien­cias con el «Dios de Elías». Por eso golpeó las aguas
del Jordán con el manto diciendo: «¿Dónde está el Señor, el Dios
de Elías?»
Todo el aprecio que sentía por el fallecido Elías no le lle­vó a
su suce­sor a vivir una vida espiritual de «segunda mano». Y esto
precisamente es lo que debería caracterizar nues­tro caminar en la
fe. Debemos valorar nuestros padres y madres espirituales, recor­
dando su fe y su fidelidad – véa­se Heb 11 – pero luego debemos
no­sotros mismos poner los ojos en el «Autor y consumador de la
fe» para poder presentarnos a la carrera que tenemos por delante
(Heb 12:2).
Ahora Eliseo experimentó personalmente el poder de Dios
sobre las aguas del Jordán – que es un símbolo de la muerte – y
podemos ima­ginarnos lo que significó esta ex­periencia en la fe y
el ánimo que esto le dio para los pró­ximos pasos que tenía que
dar y para sus futuras ta­reas. Volvió exactamente por el mismo
camino por el que ha­bía veni­do con Elías: pasando por el Jordán
a Jericó y después a Bet-el.

La autoridad espiritual no necesita recomendaciones de otros

Cuando los hijos de los profetas vieron a Eliseo en Jericó


reconocie­ron que el espíritu de Elías reposaba ahora so­bre Eliseo.
Así que Eliseo no necesitaba a ningún asesor que le pre­sentara
una estrategia de las relaciones públicas y que practicara con él
cómo ga­nar popularidad en el pueblo de Dios, adquiriendo así
estima y acep­tación. Renunció a los esfuerzos más que vergon-
zosos de algunos creyentes que tratan de llamar la atención sobre

• 44 •
sí mismos. Las campañ­as publicitarias en lo que toca a noso-
tros mismos, deberíamos aborrecerlas, pues son propias para los
políti­cos en sus campañas electorales, pero no son para los que
seguimos al Señor.
No deberíamos tomarnos como ejemplo a Absalón que reclutó
a 50 hombres «que corriesen delante de él» que ayudaron a «robar
el co­razón de los de Israel», queriendo hacerse inmortal – en vida
(2 Sam 18:18). Su vanagloria fue literalmente su perdición: pues
quedó col­gado desam­parado entre el cielo y la tierra (2 Sam 18:9)
hasta que Joab hincó 3 dardos en su corazón y le mató.
Cuán diferente se comportó Juan el Bautista que no apro­vechó
la ocasión favorable para aumentar su popularidad en Israel, sino
que sólo tenía un deseo: señalar hacia el Señor Jesús: «A él con-
viene cre­cer, mas a mí menguar» (Jn 3:30).
El conocido predicador del avivamiento George White­field
(1714 – 1770) a quien sus seguidores quisieron nom­brar líder de
una denomi­nación propia, les contestó de esta manera: «Que mi
nombre sea olvi­dado y pisado de todas las personas, pero que Jesús sea
glorificado. Que mi nombre muera, que mis amigos me olviden, con
tal de que la causa del bendito Cristo Jesús avance.»
Se cuenta del pastor y evangelista Wilhelm Busch que los
organizado­res de una gran evangelización estaban delibe­rando
cómo darle las gracias públicamente después de su último men-
saje. Cuando Busch se enteró se enfadó enor­memente y exclamó:
«¡No roben la gloria a Dios!» Se­mejante actitud va muy en contra
de la corriente de nues­tra época y también va en contra de nues-
tro propio cora­zón que es del todo orgulloso y ávido de honores,
y re­quiere un cambio rotun­do cuando nos hemos convertido en
siervos del Señor.
La autoridad no la obtenemos con el ropaje religioso ni con
aires pia­dosos, ni con un diploma o estudios en un instituto
bíblico, sino úni­camente por ser semejante a Cristo, lo cual sólo
puede hacerse por medio del Espíritu Santo.

• 45 •
Se dividen las opiniones...

Es interesante observar que los hijos de los profetas – al igual que


los hombres de Jericó – reconocen de inmediato la autoridad de
Eliseo y se inclinan ante él, mientras que los jóvenes de Bet-el en
la escena que sigue rechazan a Eliseo y se burlan de él. Nosotros
también experimentar­emos ambas reacciones si seguimos fiel-
mente al Señor Je­sucristo.
No obstante, pronto se manifiesta la falta de madurez en los
hijos de los profetas. A pesar de que se inclinan ante Eliseo, su
comporta­miento muestra que no hacían caso o no creían que
Elías realmente había sido arrebatado al cielo, o que trataban de
interpre­tarlo según sus propias ideas.
Tenían muchos conocimientos teóricos y estaban perfec­
tamente in­formados sobre el hecho de que Elías había de ser
arrebatado al cielo. Pero cuando Elías efectivamente no apare-
cía, pidieron permiso a Eli­seo de ir a buscarle so­bre las monta-
ñas o en los valles de Israel. Así y todo, su petición expresó su res-
peto frente a Eliseo y la posibili­dad de una intervención de Dios
sobrenatural: «...quizá lo ha levantado el Espíritu del Señor, y lo ha
echado en al­gún monte o en algún valle».
Confían en la fuerza y capacidad de «cincuenta varones fuer-
tes», pero su visión espiritual se limita a «montes y valles». A pesar
de todos sus estudios teológicos les falta la visión, la mirada hacia
la eterni­dad.
Es que la madurez y sabiduría espirituales no se adquie­ren
mediante clases teóricas, sino solamente teniendo un trato vivo y
personal con el Señor en nuestra vida diaria. Allí es donde tene-
mos que aplicar y vivir nuestros cono­cimientos en la práctica.

• 46 •
Tiempo perdido y fuerzas desperdiciadas

Aunque Eliseo rehúsa su petición con toda claridad, estos hom-


bres no se conforman e insisten hasta que finalmente cede y los
deja ir, pero avergonzándose por por causa de de ellos. Tres días
andan de acá para allá buscando en vano por las regiones de
Israel, hasta vuel­ven lastimados y habiendo desperdiciado tiempo
y fuerzas. Vuelven a Eliseo cansados, arrepentidos y ahora son
ellos los que están aver­gonzados.
A veces aprendemos a fuerza de palos, en lugar de aho­rrarnos
mu­chos dolores y odiseas sencillamente por me­dio de la obedien-
cia. El apóstol Pedro tampoco hizo caso de las repetidas adverten-
cias de Je­sús para que no se apo­yara en sus propias fuerzas. Pero
Pedro se cre­ía más listo confiando en su propia fuerza y deci-
sión. Tuvo que negar a su Señor tres veces incluso blasfemando y
jurando, has­ta que por fin, llorando amargamente supo conside-
rarse correcta y sobriamente.
«¡Siempre he procurado que Dios jamás tuviera que de­cirme algo
dos veces!» Estas palabras de un conocido hombre de Dios, yo
por desgracia no puedo repetirlas así por así, más bien tengo que
confe­sar que tuve que dar muchas vueltas extraordinarias que me
costaron tiempo y fuerzas, porque creía poder interpretar de otra
manera las instrucciones de la Palabra de Dios. Es triste, pero casi
siempre aprendemos las lecciones vi­viendo expe­riencias negati-
vas, que Dios podría y quisiera evitarnos, si con senci­llez obede-
ciéramos a sus instruc­ciones.

¿Qué hacer cuando no hay descendencia?

Mientras que los cincuenta hombres fuertes vagaban en vano por


la región buscando a Elías en la tierra en vez de en el cielo, Eli-
seo vive un encuentro sumamente intere­sante en Jericó con los

• 47 •
«hombres de la ciudad». Probable­mente eran los responsables
o ancianos de esta ciu­dad de gran historia que como es sabido
estaba bajo la maldición de Dios (Jos 6:26) y amenazada por el
peligro de extinción. Con sus preocupaciones acuden a Eliseo y
le explican la situación sin rodeos: a pesar de todo el apa­rente
atractivo exterior de esta ciudad de las palmeras, en sus calles
sopla el viento de la muerte: infecundidad y abortos.
Qué cuadro más apropiado para reflejar el estado de mu­chas
iglesias en nuestros días: grandes y bellos locales, coros profesio-
nales, una acústica magnífica, sermones y mensajes elaborados
e ingeniosos, pero sin descenden­cia, faltan los retoños, hay sólo
«malpartos». Fal­tan las conversiones genuinas y resistentes a la
intemperie.
Se echa mano de consejeros de fuera, se prueban nuevos méto-
dos, nueva música, se ofrecen cursos de maquillaje y de baile,
se hacen barbacoas y comidas en común, se contratan artistas y
payasos para animar el ambiente. Con una enorme cantidad de
energía y activida­des se trata de bailar el agua o de adular a la
gente, simplemente porque ya no creemos que la Palabra de Dios
predicada con sen­cillez sea capaz de obrar y atraer, y tememos
que aburra a la gente.
Por algún tiempo la cosa parece mejorar, hasta que la gente se
da cuenta que fuera de la iglesia las diversiones son de mejor cali-
dad, siendo la televisión además mucho más cómoda para dis-
traerse...
Hace años un pastor americano puso un cartel delante de su
iglesia con la siguiente frase: «En esta iglesia o habrá un aviva-
miento o ha­brá un entierro!» Desconozco las re­acciones que hubo
ante esta pro­vocación. Pero sé la in­dignación que se levanta
cuando durante una predicación alguien se atreve a decir que por
encima de los asistentes se percibe el olor de muerte....

• 48 •
Con Eliseo se puede hablar en plata

Es alentador que en esta historia leemos que los hombres de


Jericó no desplazaron ni reprimieron sus problemas, y tampoco
disimularon la gravedad del asunto. No cerraron los ojos ante
la realidad, acudie­ron a Eliseo, a quien se dirigieron respetuo-
samente llamándole «se­ñor» y le con­taron sus apuros lisa y lla-
namente. Cuánta confianza de­bió infundir la persona de Eliseo
para que en su presencia la gente le dijera sincera y libremente
sus inquietudes y preocupaciones: la falta de nacimientos, sólo
abortos ¡por estar envenenado el manantial!
¡Qué ejemplo magnífico para señalar hacia nuestro Señor
Jesucristo tal y como nos lo describen los evangelios. Cuando el
Señor entraba en un pueblo o en una ciudad le traían a todos los
enfermos y afligi­dos para que los sana­se.
En la presencia de Eliseo – al igual que en la presencia de
nuestro Se­ñor – la gente podía desembuchar o decir todo lo que
tenían callado. Incluso podían decir a gritos sus problemas agu-
dos y deprimentes, lo cual veremos más adelante.
Qué bendición son también en nuestros días los herma­nos y
herma­nas con los ojos, oídos y corazones abiertos para los peque-
ños y grandes problemas de sus prójimos y hermanos en la fe;
qué bendi­ción los que se toman tiem­po para estas cosas.

El remedio: una vasija nueva y sal

Eliseo no mandó cegar o destruir el manantial envenena­do, sino


que pidió a los hombres de Jericó que le trajeran sal en una vasija
nueva. Con ella fue a la fuente de la es­terilidad y echó la sal en
el agua di­ciendo en el nombre de Dios: «Yo sané estas aguas, y no
habrá más en ellas muerte ni esterilidad.»

• 49 •
Estos son los tres remedios que hoy también pueden sa­nar
toda clase de esterilidad espiritual en nuestras igle­sias:
– Vasijas nuevas. El Nuevo Testamento a menudo deno­mina
vaso a los hombres escogidos y nacidos de nuevo (2 Ti 2:21).
– La sal. Es sabido que la sal purifica y conserva. Ella es figura
de la verdad que debería estar en nosotros, que nos limpia y
protege de la podredumbre (Mt 5:13; Mr 9:50; Col 4:6).
– La Palabra de Dios pronunciada y predicada.

Vida nueva y un crecimiento sano en la iglesia son cosas que


no se pueden producir con nuevos métodos y condi­ciones ópti-
mas. Para ello se necesitan personas nacidas de nuevo por el Espí-
ritu de Dios y purificadas, que apli­quen la Palabra de Dios con
humildad, pero sin recortes y a las claras en lo que se refiere a las
situaciones penosas actuales. Entonces se hará visible para todos
que hoy también por la Palabra de Dios predicada fielmente
el Es­píritu de Dios es más fuerte que todas las corrientes post­
modernas que están arruinando la vida en nuestras igle­sias. Sola-
mente de esta manera podremos oír nueva­mente las voces alegres
de niños en nuestras iglesias polvorien­tas, entumecidas y en vías
de extinción, y eso nos traerá nueva espe­ranza y confianza.

• 50 •
Capítulo 5

¡Dios no puede ser burlado!

Después subió de allí a Bet-el; y subiendo por el camino, sa­lieron


unos muchachos de la ciudad, y se burlaban de él, di­ciendo: !!Calvo,
sube! !!calvo, sube! Y mirando él atrás, los vio, y los maldijo en el
nombre del Se­ñor. Y salieron dos osos del monte, y despedazaron de
ellos a cuarenta y dos mucha­chos. De allí fue al monte Carmelo, y de
allí volvió a Samaria. (2 Reyes 2:23-25)

Contrastes extraños

Acabamos de ver a Eliseo en Jericó, aquella ciudad que al princi-


pio estaba bajo la maldición de Dios. La esterilidad como resul-
tado de esta maldición era un duro castigo, pero Eliseo reveló la
gracia inmerecida de Dios al sa­nar el manan­tial mortífero, y con
ello abrió la vía para nueva vida.
Ahora Eliseo estaba de camino a Bet-el – el lugar que reci-
bió su nombre del patriarca Jacob. Éste había tenido un encuen-
tro trascendente con Dios cuando huía de su hermano Esaú. Y
este lugar, donde Dios se le había ma­nifestado y había derra­mado
bendiciones sobre él lo llamó Bet-el, «Casa de Dios».
Claro, de esto hacía ya siglos. Entre tanto, el rey impío
Jerobo­am había es­cogido precisamente este lugar para poner allí
un becerro de oro para que fuese venerado como «Dios» (1 Reyes
12:28-29). Con ello había declarado la idolatría como religión ofi-
cial para Israel. Entonces el profeta Oseas se lamentó sobre ello y
pronunció el juicio de Dios sobre esta ciudad degenerad­a dándole

• 51 •
el nombre de «Bet-avén» («Casa de ídolos» o «Casa de sacrile­gio»),
Oseas 4:15.
Es extraño que la ciudad Jericó que estaba bajo la maldición,
se convirtió en un lugar de bendición, – mientras que Bet-él, el
lugar de las bendiciones de Dios cayó bajo maldición y bajo el
juicio de Dios. Eliseo el portador de la bendición de Dios, que
hasta su muerte llamó la atención por obrar nu­merosos mila­gros
basados en la gracia, vive aquí precisamente en Bet-el un primer
y estremecedor «milagro de juicio». Ocurrió justamente lo con-
trario de lo que aconteció en Jericó. La visita a Bet-él termino
con la muerte y el entierro de 42 muchachos en vez de ocurrir un
avivamiento.

¿Una historia irritante?

La gran mayoría de los comentaristas evitan esta historia dramá-


tica, mientras que los teólogos críticos ven confir­mados en ella
sus dudas sobre la inspiración divina de la Biblia.
Es lógico que al principio nuestros sentimientos se rebe­len al
leer que 42 muchachos son despedazados por dos osos solamente
por una tra­vesura tonta y una burla ato­londrada. Hay Biblias
que traducen «ni­ños», en lugar de «muchachos», pero la palabra
hebrea denota «jóve­nes», es decir personas entre 12 y 30 años,
que sabían muy bien lo que hacían. Era una banda de rebeldes
burlándose de un siervo de Dios. Quizá repitieran solamente las
palabras que habían oído en casa o en el mercado.
Se trata aquí de una agresión intencionada que probable­mente
refle­jaba la actitud negativa de los ciudadanos im­píos de Bet-el.

• 52 •
¿Un espejo de nuestros tiempos?

En los versículos 13 al 23 pudimos observar tres grupos diferentes


de hombres que fueron a Eliseo:
– Primero los «hijos de los profetas» que en presencia de Elías
y Eli­seo y bajo sus instrucciones habían acumulado muchos
conocimien­tos teóricos y con toda seguridad se esforzaban
sinceramente por agradar a Dios. No obstante, su comporta-
miento manifestó inmadu­rez, candidez y algo de arrogancia
juvenil.
Vieron la longanimidad y paciencia del hombre de Dios.
– Luego hemos visto «los hombres de la ciudad» expo­niendo
sin ro­deos ante Eliseo las preocupaciones de la población de
Jericó, para luego obedecer al consejo y a las instrucciones
de Eliseo. Con ello dieron a Dios la oportunidad de liberar
la ciudad de la maldición y de la esterilidad. Vieron la gracia
sobreabundante de Dios.
– Ahora hemos visto a los jóvenes de Bet-el que premedi­
tadamente salieron al encuentro de Eliseo para frenarle, bur-
larse de él y demos­trar públicamente su menosprecio y rechazo
del profeta de Dios. Experimentan de forma estremecedora la
santidad, el po­der y la justi­cia de Dios.

En nuestros días hacemos experiencias semejantes. Gra­cias a Dios,


llegamos a conocer a jóvenes hermanos que confiesan libremente
que son del Señor, que tienen ánimo de trabajar y celo en las
cosas espiri­tuales, pero que a menudo quieren saberlo todo mejor,
sobreestimánd­ose a sí mismos y siendo poco aplicados y faltán-
doles humil­dad. A estos hermanos debemos soportarlos, corregir-
los y acompa­ñarlos con la porción necesaria de paciencia y amor.
Es asombroso y a la vez gratificante ver hoy a hombres hechos
y de­rechos, con responsabilidad en las iglesias, que no cierran
los ojos ante la triste situación de las igle­sias, su mundanalidad

• 53 •
y falta de fru­to. Ven con gran preo­cupación que algunas iglesias
están en peligro de de­saparecer y otras en peligro de sufrir una
separación, o paraliza­das por el cansancio y la indiferencia.
Estos hombres – y mujeres también – sufren por estas cir­
cunstancias, se reúnen perseverando en oración, expo­niendo así
delante del Señor sus preocupaciones y anhe­los con una actitud
humilde. Saben que ellos mismos no son sin culpa en lo que res-
pecta a la condición de la igle­sia y al igual que los hombres de
Jericó verán la contesta­ción de sus oraciones y recibirán la direc-
ción del Señor.
Lamentablemente también hay en nuestros días un cre­ciente
número de gente joven y también gente mayor en las iglesias que
menospre­cian la Palabra de Dios y Sus preceptos o que la recha-
zan como anti­cuada. Se burlan del «Dios de las venganzas» en
el Antiguo Testa­mento y se ríen de los que esperan la segunda
venida de Jesús, que testifican que la Biblia es literalmente inspi-
rada por Dios y que no van con la corriente.
Hamilton Smith comenta sobre este párrafo:
«En Bet-el, que en la historia de Israel fue honrado con el nom-
bre «Casa de Dios» hallamos una banda de burlo­nes. En este tiempo
de la gracia ocurre lo mismo ... la característica más horrible de
los úl­timos días será la aparición de burladores dentro de la con-
fesión cristiana, dentro de la confesión que dice ser la casa de Dios.
Para éstos es el juicio – un juicio que comienza en la casa de Dios
(2 P 3:3; 1 P 4:17).

«Una generación cuyos dientes son espadas...» (Pr 30:14)

De camino a Bet-el, le salieron al encuentro a Eliseo este grupo


de jóvenes que aparentemente se habían preparado bien para este
en­cuentro. «¡Calvo, sube!...» repitieron a co­ro. No sabemos si el
que le lla­maran «calvo» era porque posiblemente lo era o porque

• 54 •
en aquellos días era una in­juria para expresar desprecio y abomi-
nación. Pero es pro­bable que estas palabras cínicas hirieran a Eli-
seo más que los pitos y abucheos con los que recibimos a personas
in­deseadas.
Al decirle «sube» puede que aludieran a la ascensión de Elías,
de la que probablemente habrían oído. Con otras palabras le
dijeron: «¡Para ti no hay lugar en Bet-el!»
Eliseo tuvo que vivir lo que siglos después vivió nuestro Señor:
las perso­nas que habían sido testigos de sus pode­rosos milagros,
no obstante no po­dían soportar su presen­cia. Desplazado, per-
seguido, burlado y finalmente desechado, así terminó el Hijo de
Dios su vida siendo crucificado, porque para él no había lugar en
esta tierra: «¡Fuera, fuera, crucifícale!» (Jn 19:15). Nosotros, que
confesamos seguir al Crucificado, ¿acaso espe­ramos que nos tra-
ten con más honra y respeto en este mundo?
El conocido periodista Markus Spieker comenta al res­pecto en
su li­bro «Dios hace feliz – y otras mentiras más»:
«Es propio del trabajo del predicador y profeta que le pongan
antes en la lista negra que en la lista de convida­dos a un banquete.
Y si apare­cieran en esa lista, eso de­bería darnos mucho que pen-
sar... Por eso es prudente te­ner sanas dudas cuando altos personajes
del campo cris­tiano son obsequiados con premios, recibiendo elogios y
honores de la escena secular.»

Una última mirada ...

«Y mirando él atrás, los vio...»


¿Hubo en esta mirada de Eliseo una oportunidad para reflexio­
nar y arrepen­tirse para estos jóvenes que se estaban burlando de
él? ¿Tuvieron durante unos segundos la ocasión de pedir perdón
por su comportamiento vergon­zoso? No lo sabemos. Pero nos
hace recordar la mirada de nuestro Señor Jesús cuan­do fue lle-

• 55 •
vado como prisionero a la casa del sumo sacerdote y vio en el
patio a Pedro. Pedro estaba calentándose al fuego en medio de los
soldados y enemigos de Jesús, después de haber negado tres veces
a su Se­ñor. También aquí leemos las mismas palabras conmove-
doras: «Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro...» Y esa mirada de
amor le recordó a Pedro las pa­labras de su Señor acerca de su pro-
pio terrible fracaso. Esa mirada le dio la fortaleza para abando-
nar al grupo de burladores y le dio el arrepentimiento para llorar
amarga­mente por su pecado (Lc 22:61-62).
También Judas, el traidor, tuvo una última oportunidad para
arrepentirse, cuando Jesús pocos segundos antes de su arresto le
dijo: «Ami­go, ¿a qué has venido?» (Mt 26:50). Pero Judas no se
arrepintió y tampoco lo hicieron los burlones de Bet-el.

¡Dios no puede ser burlado!

Eliseo «los maldijo en el nombre del Señor», anunciándoles como


profeta el juicio de Dios. Y Dios se puso del lado de Eli­seo: Dos
osos salieron del bosque y despedazaron a 42 de los jóvenes que
se habían burlado de Eliseo. En este juicio estremecedor de Dios
vemos un trágico ejemplo del aviso en Gá 6:7: «No os engañéis;
Dios no puede ser burlado».
«La severidad del castigo reflejó la magnitud del crimen. El jui-
cio espantoso fue el aviso de Dios para todos los que trataran de estor­
bar el joven ministerio del profeta « – así comenta John MacArthur
esta escena en su Biblia de estudio.
Lamentablemente, parece que no hizo mucha mella en los
habitantes de Israel este serio juicio divino. Otros pro­fetas poste-
riores que trata­ron de llegar a los corazones y a las conciencias del
pueblo en Judá y en el reino del norte para que se arrepintieran,
tuvieron que sufrir burla, escar­nio y marginación. Por eso Dios
tuvo que juzgarlos:

• 56 •
«El Dios de sus padres envió constantemente palabra a ellos por
me­dio de sus mensajeros, porque él tenía mise­ricordia de su pue-
blo y de su habitación. Mas ellos hací­an escarnio de los mensaje-
ros de Dios, y menosprecia­ban sus palabras, burlándose de sus profe-
tas, hasta que subió la ira del Señor contra su pueblo, y no hubo ya
re­medio» (2 Cr 36:15-16).
¿Reacciona Dios hoy también enviando un juicio inme­diato
tras ser burlado y blasfemado? La respuesta es que por lo general
no, pero a veces sí.
En los países islámicos actualmente los misioneros y cre­yentes
que no niegan su fe son decapitados, fusilados y quemados – sin
que Dios in­tervenga visiblemente. En Europa los «nuevos ateos»
escarnecen y blasfeman mali­ciosamente la Biblia y el cristianismo
– y Dios calla. Hay muchos teólogos que niegan los milagros
de la Biblia y se burlan del nacimiento virginal de Cristo y la
resurrec­ción corporal de Jesús – y no cae fuego del cielo.
Pero de vez en cuando Dios interviene visiblemente para
todos en­viando una señal de aviso, para dejar claro que habrá
un juicio sobre toda impiedad. Veamos un ejemplo de ello: El
pastor evangélico alemán Johannes Busch (hermano de Wilhelm
Busch) perteneció a la iglesia confesante du­rante el período de
los nazis. En los años desde 1933 has­ta su llamada a las filas en la
Se­gunda Guerra Mundial tuvo que sufrir toda clase de vejaciones
por parte de los militares de la SS para hacer callar a este intré-
pido testi­go del evangelio: registros, interrogatorios, la prohibi-
ción de hablar públicamente, perturbación de las reuniones etc.
Un día le arrestaron y fue llevado a la prisión de Bo­chum. Para
él fueron días de tortura, porque en aquella sucia cárcel contrajo
una in­fección muy dolorosa. Pero a pesar de todo, esos días pre-
cisamente se convirtieron en un tiempo especialmente rico.
Wilhelm Busch cuenta al respecto:
«Un día se abrió la puerta de hierro y uno de los guar­das entró
en la celda de Johannes Busch. Cuidadosa­mente cerró la puerta

• 57 •
detrás de sí, se sentó en la banque­ta y le contó lo siguiente: ‹Anoche
estába­mos todos los guardias juntos en nuestro cuarto. No sé por qué
moti­vo, pero comenzamos a hablar de Usted. Entonces uno de los
nues­tros empezó a blasfemar de tal forma que a los demás nos pare-
ció muy exagerado. A las 10h este hom­bre terminó sus horas de ser-
vicio y en seguida se despidió de nosotros. A la salida hay tres esca-
lones de piedra. Allí resbaló al pisar una cáscara de plátano y se dio
con la parte trasera de cabeza en la piedra de tal for­ma que murió en
el acto. En ese momento yo supe de cierto que era Dios quien había
hablado. Ahora tengo miedo de Dios. ¿Qué debo hacer?›
Johannes Busch tuvo que contener las lágrimas. Ahora sabía por
qué Dios le había llevado allí. Los pocos días de su encarcelamiento
los aprovechó para llevar a Jesús a este hombre, porque Él es quien
apacigua la ira de Dios y nos da la paz.»

Bonanza tras la tormenta...

Volvamos a Eliseo: Esta historia estremecedora concluye con una


corta nota: «De allí fue al monte Carmelo».
Allí se había retirado también Elías tras el juicio sangriento
so­bre los profe­tas de Baal, para postrarse en tierra y poner su ros-
tro entre las rodillas. Allí había rogado a Dios que bendijera al
pueblo de Israel con una potente lluvia des­pués de años de sequía
(1 R 18:42; Stg 5:17). Allí en el silencio y en la presencia de Dios
también el corazón agi­tado de Eliseo seguramente se calmaría.
Allí toma nuevas fuerzas para su próximo cometido don­de no
se trata de muchachos burladores, sino de reyes ciegos, descarria-
dos y sin es­peranza con sus soldados, que en medio del desierto
se están enfren­tando a la muer­te por falta de agua.

• 58 •
Capítulo 6

El peligro de alianzas profanas

Mas Josafat dijo: ¿No hay aquí profeta del Señor, para que consul-
temos al Señor por medio de él? Y uno de los siervos del rey de Israel
respondió y dijo: Aquí está Eliseo hijo de Sa­fat, el que vertía agua en
las manos de Elías. Y Josafat dijo: Este tendrá palabra del Señor. Y
descendieron a él el rey de Israel, y Josafat, y el rey de Edom.
Entonces Eliseo dijo al rey de Israel: ¿Qué tengo yo contigo? Ve a
los pro­fetas de tu padre, y a los profetas de tu madre. Y el rey de Israel
le respon­dió: No; porque el Señor ha reunido a estos tres reyes para
entregarlos en manos de los moabitas. Y Eliseo dijo: Vive el Señor de
los ejércitos, en cuya presencia estoy, que si no tuviese respeto al ros-
tro de Josafat rey de Judá, no te mirara a ti, ni te viera. Mas ahora
traedme un ta­ñedor. Y mientras el tañedor tocaba, la mano del
Señor vino sobre Eliseo, quien dijo: Así ha di­cho el Señor: Haced en
este valle muchos estanques. Porque el Señor ha di­cho así: No ve­réis
viento, ni veréis lluvia; pero este valle será lleno de agua, y beberéis
vosotros, y vuestras bestias y vuestros ganados. Y esto es cosa ligera
en los ojos del Señor; entregará también a los moabitas en vues-
tras manos. Y destruiréis toda ciudad for­tificada y toda villa her-
mosa, y talaréis todo buen árbol, cega­réis todas las fuentes de aguas,
y destrui­réis con piedras toda tierra fértil. Aconteció, pues, que por la
mañana, cuando se ofrece el sa­crificio, he aquí vinieron aguas por el
camino de Edom, y la tierra se llenó de aguas. (2 R 3:11-20)

• 59 •
Los antecedentes

Para poder comprender bien la forma de actuar de Eliseo en este


su­ceso dramático y también de una tremenda ac­tualidad para
nosotros, tenemos que ver brevemente los precedentes políticos y
las circuns­tancias reinantes en aquel entonces:
Josafat, el rey de Judá, temeroso de Dios, del reino sur de
Israel, fue uno de los pocos reyes del pueblo de Dios que dejó
una estela de bendición, a pesar de la trágica debilidad de su
carácter, que hizo que se descarriara más de una vez.
La Biblia enfatiza expresamente que no actuaba «según las
obras de Israel» (2 Cr 17:4). Es decir, tuvo el valor de ser impo-
pular y de to­mar decisiones en contra de la co­rriente. Aunque le
acarreara la fama de ser un conserva­dor anticuado y solitario que
no está al día y que aparen­temente no parece satisfacer las nece-
sidades de la mayo­ría. Evidentemente no se preocupaba de los
sondeos ni tenía asesores ni analistas expertos que le aconsejaran
de­bidamente. «Se animó su co­razón en los caminos del Se­ñor» (2 Cr
17:6). Animado por el apoyo de Dios quitó toda la idolatría de
Israel. Todos los que en nuestros días tienen el valor de llamar la
atención sobre al­gunos de los ídolos en moda, podrán atestiguar
la fuerza espiritual que se necesita para destruir los ídolos favori-
tos del pueblo de Dios. Seguro que le costó bastante esfuerzo a
Josafat.

La debilidad de Josafat

No obstante tenemos que mencionar una grave debilidad en la


vida de Josafat, y muchos de nosotros la conocere­mos por expe-
riencia propia: es las ansias de vivir en ar­monía con todos y la
propensión a formar alianzas.
Los pecados que resultan de nuestro carácter son a menu­do

• 60 •
conse­cuencia de las debilidades no reconocidas en nuestro carác-
ter o las debilidades a las cuales no presta­mos atención. Estas
debilidades en el carácter llaman la atención por su frecuencia,
y cada detalle negati­vo que se nos narra sobre este rey ejemplar
tiene que ver con esta de­bilidad en su carácter. Tres veces nos
cuenta la Palabra de Dios que Josafat formó una alianza con los
reyes infieles de Israel. Y Dios no pudo bendecir estas alianzas,
por lo cual fueron en daño suyo y de su pueblo.
Primero emparentó con el impío Acab y a petición suya estuvo
dis­puesto a comenzar una campaña militar con él. Acab perdió
su vida en ella, mientras que Josafat salió de ella bien librado y
con una ex­periencia más en su vida.
Pero ¡no aprendemos de las experiencias hechas! Des­pués de la
muerte de Acab, en la historia que vamos a tra­tar se asoció con su
hijo Joram, el cual le persuadió a en­frentarse contra los moabitas
ha­ciendo una coalición con el rey pagano de Edom, lo cual jamás
podía contar con la bendición de Dios.
Esta campaña militar en común, que había comenzado con
una eufo­ria ciega y sin oración, muy pronto puso en grave peli-
gro de muerte a los tres aliados y a sus ejérci­tos: En el desierto
de Edom se les había acabado el agua y el ejército junto con los
ganados que le seguían estaban a punto de morir de sed.
Cuando los líderes del pueblo de Dios se comportan mal y
con una estrategia equivocada, eso siempre tiene conse­cuencias
fatales para aquellos que los siguen. Dios no bendice ni los com-
promisos ni las uniones antibíblicas.
Al cabo de muy pocos días la euforia había desaparecido. El
rey im­pío Joram, ya había perdido toda esperanza de salvación,
mientras que Josafat busca la dirección de Dios en esta situación
desesperada. Aunque lo hace tarde, no es demasiado tarde: «¿No
hay aquí profeta del Señor, para que consultemos al Señor por medio
de él?»

• 61 •
El distintivo de Eliseo

De pronto aparece Eliseo. Nada menos que un siervo del impío


Joram sabía de su presencia allí y notificó a los reyes reunidos la
noticia, junto con una breve descripción acertada del carác­ter del
profeta: «Aquí está Eliseo hijo de Safat, el que ver­tía agua en las
manos de Elías.»
¡Qué cosa!: No les quedaba agua alguna – los reyes, su ejér-
cito y el ganado estaban a punto de morir de sed – y de repente
se acuerdan de Eliseo que tuvo que ver algo con agua y que por
algún motivo estaba al alcance.
En esta situación de emergencia se percatan del humilde y
sen­cillo servicio de Eliseo para el gran profeta Elías. Parece como
si Dios quisiera recordar a los reyes de entonces y a nosotros hoy
en día que la talla o grandeza espiritual siempre se recono­ce en la
humildad y la modestia. Y esto nos hace pensar en nuestro Señor
Jesucristo que vertió agua en los pies de sus dis­cípulos para dar-
nos ejemplo para este humilde pero importante servicio los unos
para con los otros (Jn 13:14).
Mientras que en Joram el nombre de Elías seguramente evocó
cosas desa­gradables – pues su padre Acab había declarado al pro-
feta Elías como ene­migo número uno del estado – Josafat, por
lo contrario, exclama espontáne­mente y lleno de esperan­za: «La
palabra del Señor está con él.»
Qué calificaciones tan magníficas obtiene Eliseo aquí de un
simple súbdito de Joram y del rey de Judá. Y en nues­tros días tan
faltos de fuerza, orientación y espiritualidad ¡qué escasos y qué
necesarios son los hombres de Dios de los que se pueda decir:
«La palabra del Señor está con él»!

• 62 •
¿En el lugar equivocado?

La pregunta que surge es: ¿de dónde venía Eliseo? ¿qué pintaba
allí en esa alianza profana? ¿No hubiese sido me­jor que se hubiese
que­dado en el monte Carmelo, para orar por el pueblo de Dios,
en lugar de seguirles al de­sierto de Edom?
Posiblemente podemos aprender aquí una importante lec­
ción para nuestro comportamiento en nuestra situación actual:
según vemos en el texto, Eliseo de ninguna manera estaba de
acuerdo con esta alianza ni con este plan. Pero permaneció cerca,
al alcance para cuan­do le necesitaran. Se interesó por lo que ocu-
rría sin meterse en arre­glos y compromisos. Mantuvo una distan-
cia moral muy clara frente a los reyes y su estrategia. No obstante
estaba en todo momento dis­puesto a ayudar y decir una palabra
de Dios cuando le necesitaran. ¡Qué ejemplo para nosotros en
nuestro caminar tan lleno de peligros a ambos lados del sendero!

¡Un camino humillante!

Muy sedientos y probablemente a duras penas conservan­do su


digni­dad, los reyes con su escolta «descendieron» casi arrastrán-
dose para encontrarse con Eliseo. Este sen­cillo hombre de Dios
por lo que se ve no se sintió honra­do por tan exquisita visita, sino
que los recibió con pala­bras ásperas, que seguramente fueron
como un jarro de agua fría para ellos. Con su breve sermón Eli-
seo despa­cha tajantemente al rey Joram, dejando claro que entre
ellos no hay acuerdo posible. Con algo de ironía le acon­seja bus-
car ayuda donde los falsos profetas de sus padres impíos; a lo cual
éste contesta apocado con una excusa.
Entonces Eliseo habla más a las claras: por primera vez y con
solem­nidad, se presenta a sí mismo como alguien que está en
la presencia del Señor de los ejércitos. Y por eso no se agacha

• 63 •
delante de un rey, sino que tiene el valor de decirle claramente
que ni siquiera le miraría, si no fue­ra por el respeto que tenía del
piadoso rey Josafat y su presencia allí.
Al rey de Edom parece que lo trata con desprecio, pues Eliseo
lo tra­ta como si no estuviera presente.
Esta escena y el breve intercambio tuvieron que haber sido
más que ver­gonzoso y humillante para los reyes y sus guardaes-
paldas. Porque Jo­safat seguro que se dio cuenta que su relación
con Joram estaba bajo el juicio de Eliseo y bajo el juicio de Dios,
lo cual pudo deducir de las palabras terminantes dirigidas a
Joram: «¿Qué tengo yo contigo?»
Por las pocas pero atinadas palabras de Eliseo y por su
comporta­miento inequívoco todos los presentes en poco tiempo
se vieron en la luz de Dios.

El «tañedor»

Después de este tajante rechazo y reprensión inequívoca de Eli-


seo, tuvo que haber sido bastante desconcertante para los reyes y
sus acompañantes que de pronto pidiera un «tañedor». La apari-
ción de Eliseo fue totalmente em­barazosa para ellos, ¿acaso que-
ría por añadi­dura burlarse de ellos con esta orden?
No obstante, uno de los presentes sale corriendo a buscar
un tañedor de entre los soldados. Éste aparecería con bas­tante
nerviosismo y mil preguntas. Delante de toda la compañía que
estaba en silencio tuvo que tocar con temor el arpa o la lira.
¿Qué pretendía Eliseo? ¿Era este el momento adecuado y
el ambiente apropiado para tocar un poco de música? Lo que
ahora necesitaban urgentemente era agua – pero no música
¡qué absurdo!
Evidentemente no fue muy difícil para Eliseo reprender
públicamen­te a los reyes y denunciar su comportamiento peca-

• 64 •
minoso. Podemos imaginarnos bien la indignación de Eliseo
y las cabezas caídas de los presentes. Pero la áspera reprensión
solamente – por muy necesaria que fue­ra – no hubiese solucio-
nado nada para el ejército y los ga­nados. Dios tenía que mos-
trar la salida y procurar la ayu­da. Y para tran­quilizarse interior-
mente, para oír la voz de Dios y recibir Su direc­ción, el profeta
de Dios necesitaba de alguien que no figuraba en la cuenta de
nadie: Un hombre, que por medio de su música podía apa­ciguar
los ánimos acalorados.
Eliseo conocía sus limitaciones y necesitaba ahora la ayuda y
la com­penetración de un hombre con un don que quizás califi-
caríamos de inferior. Pero esto precisamente es lo que hace que
Eliseo sea tan au­téntico y ejemplar para nosotros: No disponía
de una respuesta para todo. En esta situación reconoció su pro-
pia limitación sin in­tentar ocultarlo con devotas palabras. Los
hombres que están en la presen­cia de Dios, al mismo tiempo
tienen la capacidad de ser sinceros y humildes delante de las
per­sonas. Aquí hallamos pues una ilustración de lo dicho en el
Nuevo Testamento: Cada uno según el don que ha re­cibido, minís-
trelo a los otros, como buenos administra­dores de la multiforme gra-
cia de Dios (1 P 4:10).
¡El gran profeta necesita ahora la ayuda y el complemen­to de
un «pe­queño» tañedor! Y mientras que este hombre toca su ins-
trumento, el ánimo de Eliseo se calma y se hace otra vez sensible
para captar la voz de Dios.
Esta es exactamente la tarea de la música espiritual toca­da y
cantada para la gloria de Dios: no se toca para inci­tar o narcoti-
zar, sino para calmar el alma o preparar y animar el corazón para
poder recibir la Palabra de Dios.
Se cuenta que Lutero lo expresó así: «Gracias a la músi­ca
muchas veces fui vivificado y conmovido de manera que me entraron
ganas de predicar.» Y en su canción «Doña Música» incluso usó el
texto bí­blico que estamos tratando:

• 65 •
«Ella es quien calma el corazón y lo prepara
para recibir la divina palabra y verdad.
De esto testificó Eliseo,
cuando su alma se abrió al Espíritu
por medio del arpa tocada.»

(Sobre este tema podríamos escribir ahora cantidad de cosas,


pero ya hay buenos libros y mensajes sobre este tema tan actual y
controver­tido.)

La promesa

Ahora Dios puede hablar por medio de Eliseo y dar un claro


manda­miento y una extraordinaria promesa. Prime­ramente los
soldados de­bían hacer zanjas o canales en el desierto. Mirándolo
bien era un mandato incomprensible, pues no había nubes, ni
indicio alguno que anunciara la lluvia – y debían cavar con el sol
ardiendo implacable­mente. Algunos de aquellos hombres segu-
ramente se bur­laron diciendo que estaban cavando sus propias
tumbas. Pero ahí estaba la promesa de Dios: «este valle será lleno
de agua».
Dios quería bendecirlos dándoles agua: esa era la prome­sa.
Pero cavar zan­jas, tomar precauciones para que el agua prome-
tida no desapareciera en la arena del desierto sin dejar provecho:
esa era la responsabilidad del pueblo.
La aplicación espiritual para nuestra vida es obvia: Dios tam-
bién quiere inundar nuestra vida árida de bendición. Pero noso-
tros tenemos que cavar zanjas en el valle, por­que «el agua» siem-
pre va al lugar más bajo. Sin humillac­ión, sin estudio asiduo de
la Biblia y sin oración, los to­rrentes de bendi­ción prometidos por
Dios pasarán de lar­go y se desvanecerán casi sin tocar­nos. Los
creyentes su­perficiales serán tocados sólo superficialmente.

• 66 •
La ofrenda

Precisamente a la hora cuando en Jerusalén se ofrecía el sacrifi-


cio de la ma­ñana vino el agua y llenó las zanjas. La palabrita «he
aquí» en el v. 20 llama la atención sobre este milagro. El agua
fluye para bendición del pueblo de Dios y para perdición de los
enemigos moabitas como vemos en el relato que sigue. Apren-
demos pues que toda bendición espiritual viene únicamente por
la cruz, por la entrega y el sacrificio de nuestro Señor Jesucristo.
«Las aguas de vida empiezan a fluir donde se tiene en cuenta el
sacrificio» (cita de W. Busch).

• 67 •
Capítulo 7

La calamidad de una viuda

Una mujer, de las mujeres de los hijos de los profetas, clamó a Eli-
seo, di­ciendo: Tu siervo mi marido ha muerto; y tú sabes que tu siervo
era teme­roso del Señor; y ha venido el acreedor para tomarse dos hijos
míos por siervos. Y Eliseo le dijo: ¿Qué te haré yo? Declárame qué tie-
nes en casa. Y ella dijo: Tu sierva ninguna cosa tiene en casa, sino
una vasija de acei­te. Él le dijo: Ve y pide para ti vasijas prestadas de
todos tus vecinos, vasijas vacías, no pocas. Entra luego, y enciérrate tú
y tus hijos; y echa en todas las vasijas, y cuando una esté lle­na, ponla
aparte. Y se fue la mujer, y ce­rró la puerta ence­rrándose ella y sus
hijos; y ellos le traían las vasijas, y ella echaba del aceite. Cuando las
vasijas estuvieron llenas, dijo a un hijo suyo: Tráeme aún otras vasijas.
Y él dijo: No hay más vasijas. Entonces cesó el aceite. Vino ella luego,
y lo contó al varón de Dios, el cual dijo: Ve y vende el aceite, y paga a
tus acreedores; y tú y tus hijos vivid de lo que quede. (2 R 4:1-7)

La calamidad de una viuda

En el capítulo anterior estuvimos viendo una situación política


con gran dramatismo. Tres reyes se habían unido en una alianza
contra el rey de Moab, pero ya antes de comenzar la batalla en
sí estuvieron en peligro de muerte. Siete días después de su des-
pliegue en el desierto de Edom se les había acabado lo más vital:
el agua, de modo que los soldados al igual que el ganado estaban
sin poder más, esperando la muerte segura.
En su gran aflicción buscaron ayuda en el profeta Eliseo quien
les dio instrucciones divinas después de un «ser­món» que se las

• 68 •
traía. Así obtuvieron no sólo abundante agua para su ejército,
sino que Dios les dio también una victoria fulminante sobre su
enemigo.
Vemos, pues, que en el capítulo 3 de 2 Reyes se trataba de
encuen­tros y altercados de Eliseo con reyes de alto rango, mien-
tras que aho­ra en el capítulo siguiente halla­mos primero dos his-
torias notables en las que no son hombres los principales «acto-
res», sino mujeres: una po­bre viuda y una rica sunamita.
Aunque la viuda tenía dos hijos, había empobrecido total­
mente (al parecer por culpa de su marido ya fallecido) y estaba a
punto de per­der sus dos hijos ya que el acreedor cruel y brutal iba
a llevárselos para que fuesen sus sier­vos.
La sunamita, sin embargo estaba casada y en lo material no
la faltaba nada. Ella tenía otro problema no menos do­loroso: no
tenía hijo. Es interesante observar que en am­bos casos los hom-
bres no se compor­tan muy bien que di­gamos. El marido fallecido
de la viuda le había dejado un montón de deudas y el marido
rico de la sunamita parecía interesarse más por sus negocios que
por las preocupa­ciones de su mujer y la condición de su hijo.
Aquí tene­mos, pues, un vivo reflejo de nuestra sociedad actual,
tanto la secular como la cristiana.

Un hombre de Dios afectuoso

Con este fondo oscuro, Eliseo se destaca positivamente como


hombre de Dios. Ve, oye y siente las tribulaciones de estas muje-
res agobia­das. Su trato con reyes no le ha hecho ciego para las
preocupaciones cotidianas de sus prójimos.
Con esta actitud, Eliseo nos recuerda a nuestro gran Se­ñor del
cual leemos en el Salmo 147 que «cuenta el nú­mero de las estre-
llas y a todas ellas llama por sus nom­bres. Grande es el Señor nues-
tro, y de mucho poder;» (v. 4-5). Pero antes leemos de este gran y

• 69 •
potente Dios que «sana a los quebrantados de corazón, y venda sus
heridas» (v.3).
¡Qué consuelo para cada uno de nosotros que este Dios crea-
dor de los millones de estrellas del universo aparen­temente infi-
nito capaz de dar nombre a cada una de ellas, conoce nues-
tras heridas y penas per­sonales y se ocupa de ellas! De la misma
manera como la viuda clamó y le contó a Eliseo su cala­midad,
nosotros también podemos abrir nuestro corazón y derramar
nuestra ansiedad delante de Dios. Y qué bendición es cuando
pode­mos ser un miem­bro de una iglesia donde en vez de escon-
der los problem­as personales, podemos revelarlos confiadamente
sin ser despre­ciados por ello.

¡Una vida sumida en deudas!

La situación de esta pobre viuda suscita algunas pregun­tas acerca


de su marido fallecido, pues fue uno de aque­llos «hijos de los
profetas». Frente a Eliseo ella le llama «tu siervo». También da un
notable testi­monio de él al de­cir: «tú sabes que tu siervo era teme-
roso del Señor.» Se ve que ella le recuerda que su marido era cono-
cido como «te­meroso de Dios».
(Dicho sea de paso: la persona que mejor me cono­ce a mí, mi
esposa, ¿puede decir ella lo mismo sin ruborizarse y, co­nociendo
la omnisciencia de Dios?)
Pero ¿cómo es posible que un «hijo de profeta» deje a sus fami-
liares una carga tan pesada, o sea una herencia nega­tiva, habiendo
vivido con temor de Dios? ¡Eso no encaja! ¿Fue por culpa de una
enfermedad o de un accidente? ¿O fue un corazón dividido? ¿No
es eso incompati­ble que en nosotros reine el temor de Dios y que
al mismo tiempo de­jemos esa herencia negativa?
– ¿Es posible temer a Dios y ser un adicto a la pornogra­fía?
– ¿Pertenecer a la familia de Dios y vivir en un autoenga­ño?

• 70 •
– ¿Ser conocido como creyente y maltratar a su mujer?
– ¿Ser el responsable de una iglesia y abusar de menores?
– ¿Confesar ser de Jesucristo y ser un ladrón?

Esta lista de contradicciones podríamos ampliarla.


La Biblia muestra que esto efectivamente es posible. Pen­semos
en hombres como Abraham, Jacob, Judá, Sansón, David, Pedro
etc.
Y lamentablemente, en nuestras iglesias las cosas no van mejor.
No queremos poner aquí tristes ejemplos de estos hechos humi-
llantes. Pero los que conocemos un poco nuestro propio cora-
zón, sabemos que somos capaces de cometer todos estos terribles
pecados, si no dejamos que la gracia de Dios nos guarde de ellos.
La verdad es que casi siempre son nuestros hijos los que más
tienen que sufrir por los pecados de los padres. El acreedor de
nuestra histo­ria echa mano de los dos hijos para hacer de ellos
esclavos después de la muerte de su padre endeudado. Esto mues-
tra también algo so­bre la triste situación del pueblo de Dios en
aquellos tiempos. La ley divina decía que no se debían oprimir
a las viudas y a los huérfanos (Éx 22:22-23; Lv 25:39-42 etc.)
Parece ser que la gente había olvida­do los preceptos de Dios, o
bien los habían arrinconado o desechado conscientemen­te.

¿Qué herencia dejamos nosotros?

¿Es mi vida, mi ejemplo como padre, un estímulo para mis hijos,


para que ellos también deseen llevar una vida de entrega al Señor
Jesús?
Después de mi fallecimiento, ¿podrán recordar a un padre que
«pri­meramente buscó el reino de Dios (Mt 6:33) y cuya fuerza
fue un «gozo del Señor» contagioso (Neh 8:10)? ¿O acaso soy un
ejemplo desalentador para mis hijos y una carga de por vida por

• 71 •
mi legalismo, mi mal humor, mi manía de criticar, por ser de
poco crédito, avaro y egoísta?
Byron Forrest Yawn escribe lo siguiente en su nuevo li­bro
que consi­dero muy importante («What Every Man Wishes His
Father Had Told Him» – [Lo que todo hom­bre desea que su
padre le hubiera di­cho]): «Los chicos necesitan al padre como el
árbol necesita el tron­co. He visto hombres fuertes y vigorosos con
sus sesenta años que lloraban pensando en lo que su padre debe-
ría haber sido, o frente a las huellas imborrables que un padre
tira­no había dejado en sus vi­das. Mucho en la vida de un hom-
bre puede ser el resultado de lo que hizo bueno o malo o lo que
no hizo un padre.»
La honra de los hijos son sus padres (Pr 17:6) – esto pudo escri-
birlo Salomón, porque su padre David fue un hombre «con-
forme al cora­zón de Dios», quién lo animaba con consejos y pala-
bras conmovedo­ras a servir a Dios con corazón perfecto y ánimo
voluntario (1 Cr 28:9, 20). David había juntado una enorme can-
tidad de tesoros para que su hijo pudiera edificar el templo de
Jerusalén según el modelo que Dios le había dado (2 Cr 29:11,19).
Que Dios nos conceda a nosotros, los padres, ver con nue-
vos ojos nuestra misión tan importante y nos dé tener en nuestro
corazón el deseo de marcar positivamente a nuestros hijos for-
mando consciente­mente su carácter por medio de la oración y
nuestro ejemplo.
La autora y misionera Patricia St. John dio un precioso testi-
monio de su padre y también de su madre en la bio­grafía emo-
cionante «Harold St. John – A Portrait»:
«Seguramente fue la combinación de la doctrina sencilla
y derecha de la madre con la vida espiritual del padre, lo que
guardó a los hijos de la tendencia moderna de desha­cerse de la fe
al entrar en la adolescen­cia... Para los hijos de Harold St. John la
fe era siempre una meta para un adulto tan bella como la puesta
de sol dorada que el padre había alcanzado y que ellos también

• 72 •
iban a alcanzar viviendo en la gracia y siguiendo las pautas que
su madre les había dibujado siempre como la ruta en un mapa.»

«Declárame qué tienes en casa.»

Después de contarle la viuda su necesidad, el profeta le hace una


bre­ve pregunta. No pregunta: «¿Qué te falta?» o «¿Qué necesi-
tas?», sino que pregunta por aquello que tie­ne disponible. Con
eso es con lo que Dios quiere obrar.
A menudo Dios comienza con lo poco disponible en el
momento pre­ sente. Semejantemente Dios preguntó a Moi-
sés cuando estaba bastante apocado: «¿Qué es eso que tienes en tu
mano?» (Éx 4:2), para des­pués hacer ma­ravillas con esa vara pre-
cisamente. Antes de la alimentac­ión de los 5000 el Señor pre-
guntó a sus discípulos: «¿Cuántos pa­nes tenéis?» (Mr 6:38), para
después saciar a la multitud con esos po­cos panes y peces. Seis
tinajas de agua vacías usó el Señor para transformar el agua en
vino en la boda de Caná.

«...solamente una vasija de aceite»

¡Qué pobreza! Sólo le quedaba una vasija con aceite para una
unción, pero fue lo suficiente para ser una bendición para
muchos por la gra­cia de Dios.
La aplicación para nosotros está bien a la vista: Cada hijo de
Dios es también «una vasija» un «vaso», una morada o un «tem-
plo del Espíri­tu Santo» (1 Co 3:16; 6:19; Ef 2:22). Dios también
nos ha dado una «unción» (1 Jn 2:20; 2 Co 1:21) y con ello nos
ha equipado suficien­temente para el servicio.
El hecho de no tener talento intelectual o de estudios
in­
suficientes – falta de dinero – el ser demasiado joven o

• 73 •
de­masiado mayor – todo eso no son razones para dejar de poner
con alegría al servicio de Dios lo poco que tenemos. Guillermo
Carey, Juan Newton, Georg Müller, Gladys Aylward, Wolfgang
Dyck y muchos otros en la historia de la iglesia actual o anti-
gua nunca se hubieran puesto en marcha obedeciendo a Dios, si
hubiesen puesto su mirada en sus déficit.

«Ve y pide para ti vasijas, vasijas vacías...»

Pedir de los vecinos vasijas vacías – eso requiere fe y va­lentía. La


duda podría haberle inculcado a la viuda que sería hacer el ridí-
culo, despertando expectativas que lue­go terminarían en desen-
gaño. Y des­pués tendría que de­volver todas las vasijas vacías y sin
usar.
Pero la viuda confió en las palabras de Eliseo y vivió una expe-
riencia maravillosa. Las vasijas vacías y el echar el aceite con
las puertas ce­rradas nos muestran unos princi­pios espirituales
importantes. Dios solamente podrá lle­nar vasijas vacías, necesita-
das y libres de su pro­pio yo. Hay que evitar cualquier influencia
y distracción de fue­ra; y el obrar de Dios no debe ser semejante a
un espectá­culo público.
Finalmente debió invertir lo poco que ella poseía dentro de
las vasi­jas «de fuera», y la experiencia que obtiene es que dar es
ganancia. Ella es enriquecida dando lo que tie­ne. «El alma gene-
rosa será prospera­da; Y el que saciare, él también será saciado»
(Pr 11:25).

¡No limites a Dios con tu poca fe!

Lo que faltaba no era el aceite, sino las vasijas. Con asombro y


agra­decimiento la viuda y sus hijos vieron como toda vasija dis-

• 74 •
ponible fue llenada. Probablemente habían juntado a toda prisa
todas las vasi­jas en la vecin­dad más próxima, y se hubiesen lle-
nado más vasijas, sin limitación, si hubiesen ido más lejos y si
hubiesen junta­do más vasijas. Pero después de llenarse la última
cesó el aceite.
«¡Espera cosas grandes de Dios y emprende cosas gran­des para
Dios!» Esa fue la experiencia de Guillermo Ca­rey (1761 – 1834),
que siendo un simple zapatero fue a la India siendo usado por
Dios para ser uno de los traducto­res de la Biblia más fructífero y
un fundador de iglesias cuyo ejemplo puso en marcha la misión
mundial.
Georg Müller (1805 – 1898) vio en Inglaterra la miseria de los
niños de la calle y de los niños huérfanos. Comenzó con una
escuela domi­nical y pidió de Dios «vasijas vací­as». Finalmente
fundó el primer orfanato con la meta: «Quiero enseñar a la gente,
que Dios es fiel y que pode­mos confiar en Él sin reservas... Si yo,
siendo pobre, he podido reunir los medios para la construcción
y el man­tenimiento de un orfanato, únicamente por medio de
la oración y la fe, sin pedir nunca nada a nadie, entonces esto
podrá fortalecer la fe de los hijos de Dios...» Al final de su vida,
Georg Müller había acogido y sustentado a 10.000 huérfanos con
la ayuda de Dios. No limitó a Dios con una fe pequeña.
Esto debería animarnos enormemente y llevarnos a llenar las
«vasijas vacías» a nuestro alrededor. Es una gran y be­lla tarea para
las madres con sus hijos. Para los maestros en las escuelas. Para las
familias, para llenar sus vivien­das con los niños de afuera. Para
hermanos y hermanas a que vayan «por los caminos y por los
vallados» (Lc 14:23) a invitar a muchos a la «gran cena».

• 75 •
Suficiente para siempre

Cuando la viuda le cuenta a Eliseo su experiencia de fe –


probable­mente vencida por las emociones por la inmen­surable
bondad de Dios – Eliseo le da una breve pero cla­ra instrucción
acerca de lo que debe hacer con el aceite: «Ve y vende el aceite, y
paga a tus acreedores; y tú y tus hijos vivid de lo que quede» (v.7).
Con otras palabras: Hay suficiente aceite tanto para arre­glar el
pasado, como para vivir de ello en el presente y futuro. ¡Qué ilus-
tración más alenta­dora de lo que Pablo les dijo a los Corintios:
«Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia,
a fin de que, tenien­do siempre en todas las cosas todo lo suficiente,
abun­déis para toda buena obra;» (2 Co 9:8).

Alabamos tu gracia, oh Señor,


que conquistaste nuestro corazón,
nos limpiaste y fuiste nuestro Salvador,
para poder usarnos según tu don.

Sólo vasijas, pero de bendición


para los sedientos alrededor,
permite que sea esta nuestra petición
amado Señor, con todo fervor

Vacíos, para que tú nos llenes,


simples vasos, quienes
como sello llevan aquel:
«Enviado por Él»

• 76 •
Capítulo 8

Eliseo y la sunamita

«Aconteció también que un día pasaba Eliseo por Sunem; y había


allí una mujer importante, que le invitaba insistente­mente a que
comiese; y cuando él pasaba por allí, venía a la casa de ella a comer.
Y ella dijo a su marido: He aquí ahora, yo entiendo que éste que
siempre pasa por nuestra casa, es varón santo de Dios. Yo te ruego
que hagamos un pequeño aposento de pa­redes, y pongamos allí cama,
mesa, silla y can­delero, para que cuando él viniere a nosotros, se
quede en él. Y aconteció que un día vino él por allí, y se quedó en
aquel aposento, y allí durmió. Entonces dijo a Giezi su criado: Lla­
ma a esta sunamita. Y cuando la llamó, vino ella delante de él. Dijo
él entonces a Giezi: Dile: He aquí tú has estado solícita por noso-
tros con todo este esmero; ¿qué quieres que haga por ti? ¿Necesitas
que hable por ti al rey, o al general del ejérci­to? Y ella respondió: Yo
habito en medio de mi pueblo. Y él dijo: ¿Qué, pues, haremos por
ella? Y Giezi respondió: He aquí que ella no tiene hijo, y su marido
es viejo. Dijo enton­ces: Llámala. Y él la llamó, y ella se paró a la
puerta. Y él le dijo: El año que viene, por este tiempo, abrazarás un
hijo. Y ella dijo: No, señor mío, varón de Dios, no hagas burla de tu
sierva. Mas la mujer concibió, y dio a luz un hijo el año si­guiente,
en el tiempo que Eliseo le había dicho» (2 R 4:8-17).

En el último capítulo reflexionamos sobre la calamidad de una


pobre viuda y sus dos hijos. En la escena que sigue, la Palabra de
Dios nos presenta a una mujer casada, bastante acomodada, sin
problemas económicos, pero, contrastando con la «pobre viuda»,
estaba muy afligida, por no tener hijos, por no tener descendencia.

• 77 •
Además tenía otro problema: Mientras que la «pobre viuda»
estuvo casada con un hombre que en vida fue un hombre teme­
roso de Dios y uno de los hijos de los profetas de Eliseo, aun­
que le había dejado esa carga pesada de las deudas, el hombre
de la sunamita, por lo contrario, se ve que en su ca­rácter espi­
ritualmente era todo lo contrario de su mujer activa. Por lo poco
que se nos cuenta en este capítulo tenemos esa impresión. Parece
que fue aletargado, tradicional y poco sociable. No parece que
fue un esposo aman­te o un padre cuidadoso. Parece que el éxito
material le interesaba más que el bienestar de su familia y de sus
prójimos. Es interesante observar cómo la Biblia en muchos luga-
res nos da lecciones espirituales por los contrastes narrados, mos-
trándonos deficiencias actuales en nuestras propias vidas.

Deseos no cumplidos

Es probable que la sunamita se hubiese imaginado muy dife-


rente su matrimonio. El hecho de que no tuvo hijos, podría
haber sido una ra­zón para permitir envidia y amar­gura en su
corazón o para nutrir sen­ timientos de depre­ sión. Pero esta
mujer no parece que permitió que esto fuera así. Todo lo con-
trario, es un ejemplo positivo, para apren­der a cómo vivir con
deseos no cumplidos: se ocupa de los proble­mas y las necesida-
des de los demás.
Una enfermedad, la pérdida del puesto de trabajo, estar sol-
tero, no te­ner hijos y otras muchas circunstancias más pueden
amargar o parali­zar, si no vemos en ellas la mano de Dios. Las
mismas deficiencias, sin embargo, pueden activar y motivar a ser
una ayuda y una bendi­ción para otras personas, si estas limitacio-
nes las recibimos y acep­tamos de la mano de Dios.
¡De cuánta bendición son hermanas solteras que invierten su
tiempo libre, sus fuerzas, su amor y también sus perte­nencias

• 78 •
para servir a otros, honrando y glorificando con ello a Dios
mismo. ¡De cuánto va­lor y bendición es el servicio de las viudas,
como por ejemplo lo fue Ana «sir­viendo de noche y de día con ayu-
nos y oraciones» (Lc 2:37).
Ana Carey, la hermana del misionero Guillermo Carey, estuvo
50 años en cama, de los cuales 30 no pudo ni ha­blar. Solo podía
mover su brazo derecho, «pero su cara resplandecía y ella era la ale-
gría y milagro para todos los que la conocían.» Su hermano dijo de
ella que era «el sumo sacerdote de la misión, ya que su intercesión
subía a Dios constantemente como el incienso.»
La sunamita adinerada no se hundió en la autocompasión,
sino que aprovechó sus posibilidades practicando la hos­pitalidad
y «obligan­do» a Eliseo a comer en su casa. Es interesante que
relacionado con la hospitalidad la Biblia a menudo utiliza la pala-
bra «obligar» o «for­zar» (Lc 14:23; 24:29; Hch 16:15). Eviden-
temente se requiere cierta tes­tarudez e insistencia para invitar y
convidar a huéspedes en gene­ral. Y Eliseo fue un huésped agrade-
cido y bien visto allí: «y cuando él pasaba por allí, venía a la casa
de ella a comer» (v. 8).

Una iniciativa muy bendecida

Es también interesante observar que la amistad con Eli­seo hizo


que esta mujer lograra convencer a su marido para hacer un
pequeño apo­sento en su casa y así ofrecer a este hombre de Dios
la posibilidad de pasar la noche allí.
Ella le cuenta a su marido sus planes y al hacerlo muestra una
cierta sabiduría acerca de cómo tratar con un marido pasivo.
«Hagamos...» – así motiva a su marido aparente­mente apático.
Le hubiese enojado si, al contrario, le hu­biese presentado la cosa
ya terminada. Tampoco le crispó los nervios reprochándole o exi-
giéndole cosas.

• 79 •
Al decir: «He aquí ahora, yo entiendo que éste es varón santo
de Dios» le hace ver los rasgos del carácter de Eli­seo, de lo que
él segu­ramente no se había apercibido. Su interés, al parecer, se
concentraba en optimizar su agri­cultura.
Esta mujer actuó con sabiduría y de ella podemos apren­der
cómo ser una ayuda para un marido algo desinteresa­do espiri-
tualmente, para hacerle ver la gloria y grandeza de nuestro Señor
y Salvador.

Un «varón santo de Dios»

La sunamita no describe a Eliseo como un buen predica­dor o un


ex­celente maestro o como un profeta ungido, sino expresamente
como un «varón santo de Dios». ¿Qué había podido obser-
var durante las comidas ocasionales, cuando Eliseo y su criado
eran sus huéspedes? ¿Hacía largas oraciones con fervor fingido?
¿Daba algún mensa­je o un profundo pensamiento después de la
comida? ¿Reinaba un am­biente sagrado pero frío, en el cual uno
apenas osaba sonarse la na­riz?
Sólo podemos leer entre líneas, no sabemos de cierto como
fue. Pero por la forma en que la Biblia describe a Eliseo en su
conducta en pú­blico, reconocemos algo de la bondad de Dios y
de su amor para con los hombres (Tit 3:4). Y estas característi-
cas precisamente son las que de­berían distinguir a los hombres y
mujeres de Dios de nuestros días: bondad, buenos modales, ama-
bilidad, agra­decimiento, reserva a la hora de hablar, atención a la
hora de escuchar, modestia, abnegación.
Siempre me acuerdo de la excelente cita de Heinrich Kemner:
«La santidad, que sea natural, y la naturalidad que sea santa.»
La vida de Harold St. John (1876 – 1957) muestra muchos
ejemplos alentadores de una «santa naturalidad»:
«¿Puedo permitirme dirigirle a usted la palabra sin ser presentada

• 80 •
a usted, viendo que ambos somos británicos en un país extranjero?»
le preguntó cierto día una dama que residía en el mismo hotel.
«Cómo no, Señora», le respondió.
«Me gustaría preguntarle algo personal», dijo ella enton­
ces, «¿puede revelarme el secreto de su serenidad? Llevo ya dos días
observándo­le y veo que usted vive en otro mundo.» Esta pregunta
originó una conversación al cabo de la cual la dama recibió al
Señor Jesús como su Señor y Salvador.
¡Qué valiosos y atrayentes son en nuestros días los cre­yentes
seme­jantes a este hombre de Dios, que por su for­ma de ser dife-
rente, en sentido positivo, despertó un inte­rés por nuestro Señor
Jesucristo en personas ajenas al cristianismo! ¡Y qué pocos que-
dan ya de esta clase de creyentes!

El «pequeño aposento»

La preparación de este «pequeño aposento» nos muestra otro


detalle de su fe sabia y práctica. A pesar de que ella era rica, lo
amuebló de forma sencilla, para que se ajusta­ra a un profeta: era
«pequeño», «con paredes de ladrillos» (eso es como climatizado),
y amueblado muy modesta­mente: cama, mesa, silla y candelero.
Había allí todo lo que un profeta necesitaba: una ocasión para
descansar y todo lo que se necesita para leer y escribir. Si hubiese
puesto allí más cosas, hubiese sido un impedimento y una tenta-
ción para el hombre de Dios a hacer­se perezoso.
Hamilton Smith escribe en su comentario: «Le hospeda con
arreglo a sus necesidades y a su gusto, sin pensar en ensalzarse a sí
misma delante de él exponiendo allí su ri­queza. En el pequeño apo-
sento no había nada para satis­facer los deseos de la carne, los deseos
de los ojos, y la vanagloria de la vida (1 Jn 2:15-16); pero había allí
todo lo necesario correspondiente a un extranjero celestial.»
Adaptando esto a nuestro tiempo, habría que decir que amue-

• 81 •
blarlo de forma acogedora con una cómoda butaca, televisión,
nevera y máqui­na de café, lo único que harían sería distraer a un
obrero de Dios para quitarle de prepa­rarse para sus importan-
tes cometidos mediante la oración y el estudio de la Biblia en esa
tranquilidad y soledad, to­mando fuerzas. Más de un obrero se ha
corrompido por el lujo exce­sivo y la prosperidad, quedando para-
lizada la fuerza para el ministe­rio.

Ojo, oído, boca ...

En los versículos que siguen aparece por primera vez Giezi, el


criado de Eliseo, cuyo triste desarrollo conside­raremos más ade-
lante. En esta historia le encontramos en una unión bendecida
con el profe­ta. Compartían la vida juntos y Giezi tenía la mag-
nífica oportunidad de aprender del ejemplo y de las experiencias
del hombre de Dios.
Lo primero que Giezi aprende en esta historia es la aten­ción y
la tier­na sensibilidad y el agradecimiento de Eliseo con respecto
a su anfi­triona. Este «varón santo de Dios» no sólo tenía los ojos
abiertos frente al cuidado y el es­mero con el que la sunamita aco-
gía a sus huéspedes, sino que fue capaz de expresar verbalmente
su gratitud, lo cual es algo poco común, especialmente en los
hombres: «He aquí tú has estado solícita por nosotros con todo este
esmero...» Aquí reco­nocemos algo de la «santa natu­ralidad» de
este profeta, que no estaba por encima de los demás pensando
que estaba por debajo de su digni­dad eso de expresar un sincero
elogio. No vio como algo nor­mal el trabajo que se tomó la suna-
mita, sino que la honra con estas caluro­sas palabras e intenta
darle a ella una ale­gría.
Cuánto me cuesta a mí como marido no sólo el hecho de ver
el servi­cio abnegado de mi mujer, sino también el ex­presar con
palabras cla­ras mi aprecio y agradecimiento. Bastan pocas pala-

• 82 •
bras sinceras y aprobatorias de parte de nosotros, los hombres –
también frente a las hermanas de la iglesia – para tener un efecto
enormemente alentador y estimulante.

La bendición de la comunión espiritual

Por aquel entonces Eliseo tenía buenas relaciones con la corte


del rey. Allí le estaban agradecidos y seguramente hubiese podido
conse­guir algo en favor de la sunamita para obtener ventajas u
otras posi­bilidades para ella. De ahí su oferta amable, por la que
quizás tam­bién quería probar su actitud: «¿Necesitas que hable por
ti al rey, o al general del ejército?» La breve respuesta tan llena de
contenido tuvo que haber alegrado al profeta: «Yo habito en medio
de mi pue­blo.» No tenía deseos materiales, ni le daba importancia
a las relacio­nes honradas con persona­jes prominentes. La comu-
nión con el pue­blo de Dios, el estar rodeado de aquellos que
amaban al Señor y le serví­an – eso era todo lo que ella necesitaba.
Ella quería dar, no que­ría sacar provecho para sí misma.
Esta actitud era justamente la de Eliseo. Dos personas con la
misma forma de pensar – eso tuvo que ser de mu­cha alegría y
muy alentador para Eliseo.
Pero esta respuesta es también asombrosa al reflexionar en la
situa­ción en la que se encontraba el pueblo de Dios entonces:
hambrunas, idolatría, infertilidad, pobreza, lí­ deres corruptos,
poco temor de Dios – esto caracterizaba al pueblo de Dios en el
tiempo de Eliseo.
Pensando en nuestra propia situación, podríamos poner
muchas pegas y mostrar que buscar y cuidar la comunión con
los hermanos no aprovecha para nada. Porque en to­das partes
hay huellas de mun­danalidad, indiferencia, de­cadencia o incluso
apostasía de los princi­pios y funda­mentos bíblicos. Son muchos
los creyentes que están tan decepcionados de las iglesias evangé-

• 83 •
licas que prefieren no hacerse miembro de ninguna y reunirse
mejor en sus cuatro paredes para es­cuchar por televisor a algún
predi­cador. Otros van tirando escuchan­do «sermones-conser­vas»
o sea CDs con mensajes pasados.
Gerhard Tersteegen escribió una vez una verdad muy no­table:
«Los enfermos de Dios son mejores que los sanos del mundo». Con
ello no quiso expresar que los creyen­tes siempre tienen que tener
un ca­rácter mejor que los no creyentes, lo que quiso era animar a
no me­nospreciar o incluso despreciar la comunión con los «san-
tos» algo ra­ros, extraños o torcidos.
La presencia de Eliseo y de los hijos de los profetas en aquel
enton­ces fue motivo y esperanza para quedarse en el país y
ponerse del lado del pueblo de Dios. Y gracias a Dios en nues-
tros días también hay todavía la posibilidad de reunirse con cre-
yentes que se juntan en el nombre del Señor y aman su Palabra
(Mt 18:20) «e invocan al Se­ñor de puro corazón» (2 Ti 2:22).

¿No era plenamente feliz?

Parece que después de la notable respuesta de la sunamita ella se


des­pidió de Eliseo, porque vemos que los dos hombres se que-
daron so­los. Eliseo que quería gratificar a la sunamita de alguna
manera y por eso con humildad le pide consejo a su criado Giezi:
«¿Qué, pues, ha­remos por ella?» Aparentemente Giezi sabía de una
aflicción oculta en la vida de esta mujer, pues le contesta a Eliseo:
«He aquí que ella no tiene hijo, y su marido es viejo.»
Entonces Eliseo hace llamar a la mujer, que con modestia se
queda delante de la puerta sin entrar y le da una pro­mesa que
seguramente desencadenó una tormenta en los sentimientos de
la sunamita: «El año que viene, por este tiempo, abrazarás un hijo.»
Su respuesta espontánea e incrédula: «No, señor mío, va­rón
de Dios, no hagas burla de tu sierva», muestra que Eliseo había

• 84 •
tocado una herida en su vida: la esperanza no cumplida y proba-
blemente enterra­da de tener un hijo. Probablemente había des-
echado con los años este deseo de ser fértil o lo había entregado
en manos de Dios. Y ahora precisamente, cuando ya no había
esperanza, hu­manamente dicho, de ser madre, Eliseo hurga en
esa heri­da secreta.
Dios cumple su promesa. Dios no cumple todos nuestros
deseos, pero sí todas sus promesas. Esto lo vieron Abra­ham y
Sara, Isaac y Rebeca, Raquel, Ana y otras muchas mujeres, aún
cuando Dios dejó pasar a menudo años hasta cumplir su pro-
mesa.
«Mas la mujer concibió, y dio a luz un hijo el año si­guiente, en el
tiempo que Eliseo le había dicho».
Dios no despierta un anhelo por medio de su Espíritu, sin
tener la in­tención de satisfacerlo al final. Esta convicción de
Jakob Kroeker de­bería animar y alentar a todo lector que esté
sufriendo por no tener una vida espiritual fructí­fera.

• 85 •
Capítulo 9

La fe puesta a prueba

Y el niño creció. Pero aconteció un día, que vino a su padre, que


estaba con los segadores; y dijo a su padre: ¡Ay, mi cabe­za, mi cabeza!
Y el padre dijo a un criado: Llévalo a su ma­dre. Y habiéndole él
tomado y traído a su madre, estuvo senta­do en sus rodillas hasta el
mediodía, y murió. Ella en­tonces subió, y lo puso sobre la cama del
varón de Dios, y cerrando la puerta, se salió. Llamando luego a su
marido, le dijo: Te ruego que envíes conmigo a alguno de los criados
y una de las asnas, para que yo vaya co­rriendo al varón de Dios, y
re­grese. El dijo: ¿Para qué vas a verle hoy? No es nueva luna, ni día
de reposo. Y ella respondió: Paz. Después hizo enalbard­ar el asna,
y dijo al criado: Guía y anda; y no me ha­gas detener en el camino,
sino cuando yo te lo dijere.
Partió, pues, y vino al varón de Dios, al monte Carmelo.Y cuando
el varón de Dios la vio de lejos, dijo a su criado Gie­zi: He aquí la
sunamita. Te rue­go que vayas ahora corriendo a recibirla, y le digas:
¿Te va bien a ti? ¿Le va bien a tu mari­do, y a tu hijo? Y ella dijo:
Bien.Luego que llegó a donde esta­ba el varón de Dios en el monte,
se asió de sus pies. Y se acer­có Giezi para quitarla; pero el varón de
Dios le dijo: Déjala, porque su alma está en amargura, y el Señor me
ha encubier­to el motivo, y no me lo ha revela­do.Y ella dijo: ¿Pedí yo
hijo a mi señor? ¿No dije yo que no te burlases de mí? Entonces dijo
él a Giezi: Ciñe tus lomos, y toma mi báculo en tu mano, y ve; si
alguno te encontrare, no lo saludes, y si alguno te sa­ludare, no le res-
pondas; y pondrás mi báculo sobre el rostro del niño. Y dijo la madre
del niño: Vive el Señor, y vive tu alma, que no te dejaré. El enton-
ces se le­vantó y la siguió. Y Giezi había ido delante de ellos, y había
puesto el bá­culo so­bre el rostro del niño; pero no tenía voz ni sentido,

• 86 •
y así se había vuelto para encontrar a Eliseo, y se lo declaró, dicien­do:
El niño no des­pierta. Y venido Eliseo a la casa, he aquí que el niño
estaba muerto tendi­do sobre su cama (2 R 4:18-32).

Dios había cumplido el deseo abrigado en lo profundo del cora-


zón de la sunamita y había hecho realidad su pro­mesa pronun-
ciada por Eli­seo: «... y dio a luz un hijo el año siguiente, en el
tiempo que Eliseo le había dicho» (v. 17).
De esto hacía ya un par de años, acerca de los cuales la Biblia
guarda silencio. El niño había crecido, al menos hasta la edad en
que podía ir al campo con su padre para ayudarle algo en la cose-
cha, o simple­mente para verle trabajar.
De pronto le sobrevinieron fuertes dolores y fue corrien­do a
su padre gritando: «¡Ay, mi cabeza, mi cabeza!» Al padre tan ocu-
pado no se le ocurre otra cosa, sino llamar al criado y mandarle
llevar el niño a su madre. Con ello su fe es puesta a prueba dura-
mente.
La manera de reaccionar del padre frente al problema de su
hijo y el breve mandato que dio a su criado nos dan material para
reflexionar un poco sobre el marido de la sunamita y también
sobre nuestro de­ber como esposos y padres.

¿Una vida solamente para trabajar...?

Lo poco que nos dice el texto bíblico sobre este hombre es bas-
tante triste. Se ve que era un hombre de pocas pala­bras, pues
la comunica­ción con su mujer era muy escasa. Cuando ésta le
pidió preparar un pequeño aposento para huéspedes, no vemos
ninguna reacción en él. Y cuando su hijito acude a él con fuer-
tes dolores no vemos gran in­terés ni cuidado en este hombre tan
ocupado. Manda a su criado que lo lleve a su madre. Su respon-

• 87 •
sabilidad como padre la carga sobre su mujer. Que se ocupe ella
del pro­blema...
¿Le interesaba sólo las buenas ganancias y cómo aumen­tarlas?
¿Le había cegado el «engaño de las riquezas» para que no viera
el va­lor incalculable de un matrimonio en armonía y una sana
relación con su hijo?
Mientras la cabeza de su hijo ardía ¿su corazón pudo per­
manecer frío? No lo sabemos. Pero nosotros como padres debe-
mos preguntarnos cómo manejamos las preguntas y los proble-
mas de nuestros hijos e hijas cuando pidiendo socorro esperan
que nuestro oído esté abierto para los problemas de su corazón y
de su cabeza.
¿Tiene razón el autor del libro «El corazón de los padres»,
cuando hace el siguiente diagnóstico:
«Todo depende del corazón de los padres. Todo depende de una
ge­neración que ha fallado, que ha vivido sólo para sí mismo, sacrifi­
cando a menudo a sus hijos sobre el altar de su egoísmo y de la pro­pia
búsqueda de satis­facción y realización»? (Klaus Güntzschel).
Recuerdo bien algunos ejemplos de mi propia vida:
«Papá, hoy hemos estudiado en la clase de biología algo sobre
el ‹cal­do primitivo› y la hipótesis para la creación de la vida. ¿Pue-
des ayu­darme para saber cómo reaccionar como cristiano frente
a esto?»
«Nunca me he ocupado en ese tema – tengo que cortar el césped –
pregúntale a Mamá».
«Papá, algo extraño está ocurriendo con mi cuerpo, hace varias
sema­nas que me está preocupando. Me da un poco vergüenza,
pero ¿pode­mos hablar de esto?
«Ay, mira, ahora mismo no tengo tiempo... tengo que contestar
unas cartas importantes – ve y mira en la enci­clopedia de medi-
cina... o pregunta a Mamá».
Preguntas y respuestas como estas habría muchísimas más. Las
opor­tunidades perdidas y los momentos únicos que como padres

• 88 •
nos he­mos perdido y donde hubiéramos podido ser una ayuda
decisiva y un apoyo en importantes épocas de la vida de nues-
tros hijos y no lo fui­mos, – esa espina probablemente no nos la
podremos quitar jamás.
¡Qué daría yo por corregir las negligencias pasadas y las faltas
de en­tonces!
En el recomendable libro de Byron Forrest Yawn: «Lo que
todo hombre desea que su padre le hubiera dicho», escribe algu-
nas observaciones que todo padre debería to­mar muy en serio:
«Se nota cuando un padre tan solo soporta a su hijo. Na­die mejor
que el niño lo sabe. Pero, por otra parte, no hay cosa que más enri­
quezca la vida de un niño como un padre que se preocupa. Cuando
un padre escucha, cuan­do está pendiente de su hijo y se preocupa
por su alma, entonces el mundo es un lugar seguro. No es natural
que un padre no haga caso de su hijo. Eso es cruel. Es una manera
sutil de abandonarlo. Los hijos se conforman con la me­nor miguita
que caiga casual­mente de la mesa del padre. Puesto que la mayo-
ría de los hijos ven poco a su padre, se conforman con todo lo que
reciban de él. Los padres pueden hacer las más mí­nimas cosas y con
ello dar una inmensa alegría a sus hi­jos. El mero hecho de ve­nir a
casa después del trabajo, ya es un gran acontecimiento. Los padres
no llegan a casa simplemente, sino que es como un barco que llega
al puerto.»

Creyente, ¿pero sólo los domingos?

Pocas horas después, el niño enfermo muere sobre las ro­dillas de


su madre. Los temores, las dudas, el dolor inde­cible que supone
tener que vivir tan de cerca la muerte del propio hijo – eso no lo
ve el pa­dre.
La madre lleva al niño al aposento de arriba, lo pone en la
cama del hombre de Dios y cierra la puerta. Segura­mente lo hizo

• 89 •
clamando a Dios y recordándole Su promesa. Confía su hijo a
aquel que hace años se lo había prometido.
Después hizo llamar a su marido del campo y le pide que le
enalbar­de un asna y envíe un acompañante ya que tiene que lle-
gar a Eliseo por el camino más rápido.
El marido, asombrado, le pregunta, por qué tiene tanta prisa,
no sien­do día religioso festivo. Ella esquiva la res­puesta y sólo le
contesta: «Paz» o «Está bien» (v.23). ¡Qué escena más trágica! No
puede decir­le a su marido su angustia y su tribulación. Tiene que
cargar sola con todo ese dolor – probablemente porque no podía
esperar ninguna ayu­da ni socorro de él. Parece ser que su cora-
zón nunca estuvo sensible para las experiencias espirituales de
su mujer, de modo que ella que­da sola con su pena. ¿Es posible
que nuestras mujeres también hayan ya desis­tido llenas de resig-
nación, porque vez tras vez no hemos sen­tido con ellas, ni nos
hemos preocupado de sus anhe­los y penas? ¿Di­rán de nosotros:
«¡Es inútil! – ¡No puede ni quiere comprenderme!»
«No le interesan mis preocupaciones espirituales»
«Su trabajo, sus aficiones y sus pasatiempos en sus ratos de ocio
sig­nifican más para él que su matrimonio y su fa­milia.»
«El coche recibe más atención que yo.»
¡Cuánta desilusión, resignación y soledad resuenan en
es­tas palabras «Paz» o «Está bien». Y nada estaba bien en ese
momento...

«Luna nueva y día de reposo» – en esto consistía la piedad tradi-


cional de este hombre. Más religiosidad le parecía cosa superflua.
Hoy diría­mos: El culto de los domingos y de vez en cuando la
hoja del ca­lendario de taco «La bue­na semilla» eso es suficiente.
El tiempo devocional delante del Señor, la oración fervo­rosa
a favor de la familia, los amigos, vecinos etc. – eso es para muje-
res, jubilados o los «creyentes a pleno tiempo». No es bueno exa-
gerar...

• 90 •
El criado de Eliseo – ¿tan sólo un inútil?

Es extraño, pero bien sabido que los hombres en esta his­toria –


todos menos Eliseo – quedan en mal lugar.
Pero comencemos primero con la mujer: Su anhelo es ir a
la presen­cia de Eliseo. Manda al criado a que urgente­mente dé
espuela al asno y no se detenga hasta llegar al Carmelo donde
está el hombre de Dios. Es interesante que la mujer sabía dónde
se encontraba Eliseo. Parece ser que el Monte Carmelo era para
Eliseo lo que siglos más tarde sería para nuestro Señor Jesucristo
el Monte de los Olivos: un lugar para retirarse y estar a solas con
Dios.
Eliseo reconoce a la mujer de lejos (v. 25) y manda a Gie­
zi a que sal­ga a su encuentro y le pregunte por su bienes­tar y
el de su marido e hijo. La sunamita reacciona nue­vamente de
manera esquiva y respon­de meramente «Bien», de lo que pode-
mos deducir que no le infundía mucha confianza el criado de Eli-
seo. Quizá veía en él algo como un impedimento que la estorba-
ría para encon­trarse con Eliseo. ¡Es muy lamentable si nosotros,
siendo también peque­ños criados de nuestro gran Señor entor-
pecemos el cami­no y estorbamos a las almas que buscan encon-
trar al Se­ñor, impidiendo que le vean a Él! Pero en el momento
que se encuentra con Eliseo se echa a sus pies. Algo indignado
Giezi intenta quitarla de allí. Exteriormente defiende la digni-
dad y los buenos moda­les, mientras su corazón ya está lleno de
otras cosas, como veremos en el capítulo siguiente. (Es obvia la
ana­logía con el comportamiento hipócrita e indignado de Ju­das
frente a María).

• 91 •
Conocimientos y talento no son suficientes

Antes de reflexionar sobre Eliseo y el comportamiento de la


sunami­ta, echemos otra mirada a Giezi: Mientras que la madre
en primer lu­gar abraza los pies de Eliseo, el pro­feta envía a su
criado con un claro mandato: ir lo más rá­pidamente posible al
aposento en Sunem y poner su bá­culo sobre el rostro del niño.
En ningún caso debía per­mitir que algo le estorbase en ese come-
tido (v. 19).
Después de que Giezi se pusiera en camino, Eliseo y la suna-
mita le siguieron con bastante distancia entre ellos. Su relación
con Dios y con el profeta se revela extraordi­nariamente en su
confesión: Vive el Señor, y vive tu alma, que no te dejaré. Estas
palabras nos recuer­dan a Ja­cob, quien también había pasado una
noche difícil y deci­siva para toda su vida. Él también se aferró al
Señor y ex­clamó: No te de­jaré, si no me bendices (Gn 32:26).
Después de varias horas de camino a pie Giezi humillado se
vuelve para encontrarse con ellos. Había cumplido la orden de
Eliseo, no se había detenido y había puesto so­bre el rostro del
niño el báculo de Eliseo (símbolo de la autoridad y dignidad del
profeta). Pero había sido en va­no. El niño permaneció muerto.
Aquí aprendemos una seria lección: Es posible vivir du­rante
años en la comunión de un hombre de Dios, siendo testigo ocu-
lar de numero­sos milagros divinos, es posible dominar el len-
guaje religioso, tener la cabeza llena del dogmatismo de la Biblia
e imitar sin problema el com­portamiento de un profeta sin tener
una relación genuina con Dios.
El evangelista alemán Wolfgang Dyck (1939 – 1970) solía
decir: «La solemnidad es el último vestido de Satanás.» Así se puede
decir que fue el comportamiento impecable y digno de Giezi,
pero que al mis­mo tiempo era falto de espíritu y fuerza. Paul
Humburg (1878 – 1945) lo comenta así: «Ni el báculo, ni los aires
de profeta, ni el comportarse como uno era lo principal. Tampoco

• 92 •
el celo juvenil. Todo depende de la entre­ga genuina y total a Dios.
Lo principal no es la forma, sino el poder del profeta.» Hans Dan-
nenbaum dice al respecto: «En el capítulo si­guiente vere­mos como
este hombre queda desenmascara­do y deja ya la palabrer­ía devota.
Hermanos, hermanas, guardaros mucho de imitar el len­guaje de los
profetas de Dios, si vuestro corazón está lejos de Dios... El lenguaje
piadoso puede aprenderlo un papagayo.»

Un contraste agradable

¡Qué diferente es la conducta de Eliseo! Su vida nos en­seña


que la madurez espiritual siempre va ligada a la sin­ceridad y a
una valora­ción propia humilde. Cuando Giezi intenta quitar
a la sunamita de los pies de Eliseo, pen­sando que ese compor-
tamiento no era correc­to, Eliseo se lo impide con las palabras:
«Déjala, porque su alma está en amargura, y el Señor me ha encu-
bierto el motivo, y no me lo ha revelado.»
¡Qué poco frecuentes son los hombres y mujeres que no tie-
nen una respuesta para todo, que admiten modesta­mente su
impotencia, su igno­rancia y su dependencia de Dios. La con-
ducta de Eliseo ilustra bien lo que Pablo es­cribió a los Corin-
tios que, al parecer, tenían la tenden­cia de endiosar a ciertas per-
sonas: «¿qué tienes que no hayas recibi­do? Y si lo recibiste, ¿de qué
te glorías como si no hubieras recibi­do?» (1 Co 4:7). También la
sunamita, con su actitud humilde, libre de toda amargura, mues-
tra una disposición de corazón ejem­plar en medio de esta dura
prueba de su fe. Ella no le dice al profeta lo que tiene que hacer
o lo que ella espera de él, sino que meramente le recuerda su pro-
mesa que le dio cuando aún no tenía hijo. Ella no había pedido
un hijo, sino que Eliseo le había prometido uno.Ella había con-
testado a esta inesperada y sobrecogedora promesa con unas pala-
bras muy serias: «No, señor mío, varón de Dios, no hagas burla

• 93 •
de tu sierva» (2 R 4:16). De la misma manera también nosotros
podemos «derra­mar nuestro corazón delante de Dios» (Sal 62:8)
en si­tuaciones de gran angustia y duda, y echar nuestra ansie­dad
sobre Él, porque Él tiene cuidado de nosotros (1 P 5:7).

• 94 •
Capítulo 10

Cómo resucitar a los muertos

Y venido Eliseo a la casa, he aquí que el niño estaba muerto ten-


dido sobre su cama. Entrando él entonces, cerró la puerta tras ambos,
y oró al Señor. Después subió y se tendió sobre el niño, poniendo su
boca sobre la boca de él, y sus ojos sobre sus ojos, y sus manos sobre las
manos suyas; así se ten­dió so­bre él, y el cuerpo del niño entró en calor.
Volviéndose luego, se pa­seó por la casa a una y otra parte, y después
subió, y se tendió sobre él nuevamente, y el niño estornudó siete veces,
y abrió sus ojos. Entonces lla­mó él a Giezi, y le dijo: Llama a esta
sunamita. Y él la llamó. Y entrando ella, él le dijo: Toma tu hijo.Y
así que ella entró, se echó a sus pies, y se in­clinó a tierra; y después
tomó a su hijo, y salió. (2 Reyes 4:32-37)

Allí en dicho «pequeño aposento de paredes», sobre aquella cama,


don­de Eliseo solía descansar, estaba tendido el hijo muerto de
la sunami­ta. Ella misma le había puesto allí y cerrado la puerta.
Había abierto su corazón a Eliseo y le había dicho de su dolor
indecible.
El mandato de Eliseo a Giezi no había originado vida. En esta
situa­ción Eliseo actuó de manera diferente que su pa­dre espiri-
tual Elías. Este también se encontró una vez ante el reto de resu-
citar al hijo de la viuda de Sarepta, dónde él era huésped. En
esa situación Elías no recurrió a un criado ni al báculo del pro-
feta, sino que subió inme­diatamente al aposento donde él había
puesto al muerto. Y allí oró la oración valiente y conmovedora
que Dios contestó (1 R 17:20-21).

• 95 •
Después del intento fracasado y humillante de Giezi, Eli­
seo quizá se acordó de su gran ejemplo, porque vemos paralelos
asombrosos en el proceder de ambos profetas:
– puertas cerradas
– oración insistente y sincera
– identificación
– una inquietud santa – en Elías menos que en Eliseo
– un aparente fracaso no les hace desistir – también aquí llama
más la atención en Eliseo que en Elías
– perseverancia hasta ser contestada la oración definitiva­mente.

Estas dos asombrosas resurrecciones son una clara ilus­tración y


un ejemplo para un milagro aún mayor en nues­tros días: el mila-
gro de despertar a la vida a personas es­piritualmente muertas.

Una puerta cerrada

Los milagros genuinos casi siempre ocurren en secreto, hoy tam-


bién esto es así. Eliseo no anuncia a un gran pú­blico con una
«proclama­ción profética» que va a resucitar a un muerto; como
«demostración del reino de Dios me­diante señales y milagros».
En las pasadas déca­das ha ocurrido esto precisamente en ciertos
círculos carismáti­cos, con el resultado de que los observadores
incrédulos terminaron escar­neciendo y burlándose. Después de
su actuación fracasada los res­ponsables a veces incluso se justifi-
caban diciendo que Dios había efectuado un mila­gro aún mayor
al tomar al muerto directamente al cielo para que estuviese con
Él.

• 96 •
Oración sincera

Hoy no podemos efectuar señales y milagros como en los tiem-


pos de los apóstoles. Y mucho menos podemos ha­cer el mila-
gro del nuevo nacimiento con nuestras propias fuerzas o persua-
diendo a la gente con trucos psicológi­cos. Porque el nuevo naci-
miento es todo exclusi­vamente obra de Dios.
Por eso, la oración sincera y perseverante por los espiri­
tualmente muertos es siempre también la confesión de nuestra
propia impoten­cia y dependencia total de Dios.
Por otra parte, ha habido quien ha dicho que la «oración es el
precur­sor de la gracia». Allí donde en la cámara se­creta o en las
reuniones de oración se ora insistentemente por las almas per-
didas, Dios oye. Todos los misioneros pioneros fueron en pri-
mer lugar hombres de oración que pasaron más tiempo sobre sus
rodillas que en el púlpito. Valga aquí como ejemplo el misionero
David Brainerd (1718 – 1747) que trabajó entre los indios y Hud-
son Taylor (1832 – 1905) que fue misionero en la China. Ambos
son ejemplos brillantes de esto.

Identificación activa

«Actividad sin oración es presunción. Oración sin activi­dad es hipo­


cresía», así dijo C. H. Spurgeon en un sermón sobre estos versí-
culos1. La persona que esté orando seria­mente y con insistencia
por los per­didos, buscará y halla­rá un camino para entrar en con-
tacto con ellos.
Wilhelm Busch en su comentario sobre Eliseo indicó que
según la ley (Nm 19:11) Eliseo se contaminó o quedó in­mundo
al tocar a un muerto y más aún echándose sobre él. Pero precisa-

1 C. H. Spurgeon, Consejos para ganadores de almas.

• 97 •
mente esta identi­ficación total y el contac­to directo es la condi-
ción para poder desper­tar a la vida a «los muertos».
Nuestro Señor Jesucristo es un gran ejemplo de esto. Cuán-
tas veces leemos en los evangelios, y especialmente en el evange-
lio del médico Lucas, cómo el Señor tocaba a los leprosos, ciegos,
sordos, etc. antes de sanarlos.
El ejemplo más impactante de una identificación le ve­mos en
Gólgota, donde el Hijo de Dios crucificado tomó sobre sí nues-
tros pecados y las consecuencias de ellos para sufrir el castigo en
nuestro lugar.
«Aquí vemos una alusión maravillosa a Jesús. Él entró en nuestra
muerte adánica acarreada por el pecado. Y así se convirtió en el sal­
vador de la muerte» (W. Busch).
En el sermón ya mencionado, C. H. Spurgeon habló a los
maestros de la escuela dominical haciendo aplicaciones prácticas
para mostrar cómo puede ocurrir la identifica­ción en nuestro ser-
vicio:
«Si usted quiere resucitar a este niño muerto, tiene que sen-
tir usted mismo el frío y el terror de esta muerte... Tiene que sentir
claramen­te la ira de Dios y el horror del juicio venidero, pues de otra
manera le faltará la energía santa para su trabajo... Al poner su boca
sobre la boca del niño y sus manos sobre las manos de él, debe esfor­
zarse en adaptarse lo más posible a la naturaleza, las costumbres y
el tem­peramento del niño. La boca de usted debe hallar las palabras
del niño, para que el niño pue­da comprender lo que usted quiere
decir. Tiene que mi­rar las cosas con los ojos de un niño; su corazón
tiene que sentir como un niño para que pueda ser un amigo y com-
pañero para él. Usted tiene que observar detenida­mente los pecados
de la juventud, tiene que sentir el peso de las tentaciones de la juven-
tud; tiene que entrar lo más posible en las alegrías y sufrimientos de
los niños.»
Estos consejos del conocido ganador de almas los pode­mos
aplicar también a la evangelización entre jóvenes, criminales,

• 98 •
ancianos, estu­diantes o personas sin techo. Hudson Taylor nos ha
mostrado lo im­portante que es en la misión conocer bien la len-
gua y la cultura de aquellos a quienes queremos llevar el evange-
lio. H. Taylor apren­dió la lengua china siendo esta tan difícil. Se
vestía y co­mía como un chino. Tam­bién dejó crecer su cabello
para hacerse una trenza tal y como era costumbre entre los chi-
nos. Esto le acarreó las burlas de sus compa­triotas y también de
los otros misioneros.
Wolfgang Dyck (1930 – 1970) era un ladrón habitual y ha­bía
pasado mucho tiempo en la cárcel antes de convertir­se. Más
tarde se dedicó a la evangelización en la calle, en discotecas y cár-
celes; y la gente le escuchaba, porque su vocabulario y sus ejem-
plos tomados del perió­dico o de la vida cotidiana eran auténti-
cos. Conocía la forma de vivir y de pensar y los problemas de los
oyentes por su propia experiencia y su trato con aquellas perso-
nas y por eso po­día tratar con ellos a la altura de ellos, a su nivel.
En la magnífica biografía sobre su padre, Patricia St. John
cuenta una experiencia que él tuvo como joven evangelista y es
una acertada ilustración de lo que es la identificación en la evan-
gelización:
«De joven yo iba regularmente a las chabolas y ba­rriadas de Lon­
dres. Yo iba casi siempre los domingos por la tarde a las viviendas
normales, vestido con mi le­vita o chaqueta elegante y mi sombrero de
copa. Me po­nía allí con mi Nuevo Testamento en la mano y predica-
ba y predicaba.Me asombraba muchísimo lo obstinada que estaba la
gente. ¡Delan­te de ellos estaba un hombre con levita y sombrero, y no
le presta­ban atención alguna! Y entonces comprendí, por qué no que-
rían es­cuchar. Conseguí un traje lo más viejo posible que pude pres-
tar en alguna parte. En su bolsillo metí 4 peniques. Al anochecer
fui con los alborotadores y vagabundos del barrio a un alo­jamiento
donde debían dormir 200 o 300 hombres. Allí me senté donde ellos
se sentaban, y las pulgas que les pi­caban a ellos también me picaban
a mí y los mismos in­sectos que andaban por encima de ellos, me visi-

• 99 •
taban también a mí. En esa horrible sala pasé varias noches y escu-
ché muchas penas y preocupaciones.
Una mañana a las 6, cuando todos recibían el desayuno me
levanté y comencé a hablarles, y entonces noté que no tuve nin-
guna dificul­tad para captar su atención. Yo me había sentado donde
ellos se sentaban, por lo general nueve horas de insomnio y compren-
día per­fectamente lo sucios que estaban y como la vida les trataba,
y ahora estaban totalmente dispuestos a escuchar a un hombre que
había compartido todo con ellos.
Porque el día más grande en la historia humana fue cuando a
Dios le agradó acercarse a nosotros como nunca antes. Después de que
Dios se había ocultado 4000 años en una nube y en profundas tinie­
blas, decidió en su corazón acercarse a nosotros. Porque no envió a su
Hijo en primer lugar para predicarnos valores mora­les. Cuando nues-
tro Señor comenzó la obra de salvación, antes que nada durante 30
años no dijo ni una sola pala­bra en público. Durante treinta años se
sentó donde se sentaban las personas y conoció entonces sus pensam­
ientos y experiencias. Durante treinta años llegó a cono­cer el hambre,
el cansancio, la pobreza, las preocupa­ciones y los proble­mas de una
pequeña familia. Y des­pués de haber hecho estas expe­riencias abrió
su boca para predicar y desde entonces el mundo siempre le es­cuchó.»
En un sermón dirigido a los maestros de la escuela domi­nical
C. H. Spurgeon llama la atención sobre un interesan­te detalle en
el texto bí­blico que casi siempre pasa desa­percibido:
«El profeta se tendió (se extendió) sobre el niño. Lo nor­mal hubiese
sido que el texto dijera ‹se encogió›, pues él era un hombre adulto y
el otro era un niño. No, él se in­clinó, se agachó. Y no olvide que no
hay mayor inclina­ción que cuando un hombre se inclina hacia un
ni­ño. No es un necio aquel que puede hablar a los niños. La per­sona
simple o simplona que piensa que su necedad pu­diera interesar a los
niños o niñas se equivoca. Para enseñar a los pequeños son necesarios
nuestros más dili­gentes estudios, nuestros más serios pensamientos y
nuestras fuerzas más maduras.»

• 100 •
Una inquietud «santa»

Eliseo no se conformó con el hecho de que su cuerpo ca­lentó


el cuer­po del niño. No paró hasta que el muerto die­ra señales
inconfundibles e inequívocas de vida.
En el trato con nuestros familiares, amigos y conocidos aún
sin con­vertir es absolutamente importante y bueno proporcionar
calor y de­rribar prejuicios. Deberíamos ser un ejemplo de gozo
genuino en el Señor y en Su palabra para despertar interés y aten-
ción. Pero el entu­siasmos, la conmoción, las emociones, lágrimas
etc., aunque pueden ser indicios de un avivamiento, no signifi-
can forzosa­mente que ha habido un nuevo nacimiento.
Tal y como Eliseo no se conformó con elevar la tempera­tura
del cuerpo, sino que bajó del aposento y «se paseó por la casa a
una y otra parte», nosotros también debería­mos tener cuidado y
no hablar en seguida de «con­versión» cuando aún no sean visi-
bles los frutos inequívo­cos del nuevo nacimiento.

Perseverancia hasta ser definitivamente contestada la oración

Cuando Eliseo volvió a subir al aposento, se volvió a «in­clinar»


nue­vamente sobre el muerto, cuando oyó sus siete estornudos
pudiendo ver los ojos abiertos del niño, enton­ces – y no antes –
estaba seguro de que Dios había contes­tado su oración.
Estar tendido sobre el niño y escuchar los siete estornu­dos,
segura­mente que no fue algo estético, sino más bien un deleite
auditivo algo húmedo. Pero a los oídos de Eli­seo habría sonado
más maravilloso que el «Aleluya» de Händel.
Los que evangelizan entre personas que no provienen de cír-
culos cristianos y que no están acostumbrados al len­guaje de los
creyentes – esos podrán narrarnos experien­cias semejantes.

• 101 •
«¡Toma a tu hijo!»

Con estas palabras recibe Eliseo a la madre que había he­cho


venir. Vencida por la emoción a causa de la gracia y la miseri-
cordia de Dios cae a sus pies y «se inclinó a tie­rra» dando única-
mente a Dios la gloria.
Así comenzó y concluyó la resurrección del muerto por medio
de Eliseo, sin espectáculo y excluyendo al público. Pasaron siete
años hasta que este milagro fuese narrado con entusiasmo al hijo
impío de Acab, al rey Joram en Samaria, – y precisamente fue
Giezi quien fue castigado con la lepra (2 R 8:4-5).

• 102 •
Capítulo 11

¡Hay muerte en la olla!

Eliseo volvió a Gilgal cuando había una grande hambre en la tierra.


Y los hijos de los profetas estaban con él, por lo que dijo a su criado:
Pon una olla grande, y haz potaje para los hijos de los profetas. Y
salió uno al cam­po a recoger hierbas, y halló una como parra mon-
tés, y de ella llenó su fal­da de ca­labazas silvestres; y volvió, y las cortó
en la olla del potaje, pues no sabía lo que era. Después sirvió para
que comieran los hombres; pero sucedió que comiendo ellos de aquel
guisa­do, gritaron diciendo: !!Varón de Dios, hay muerte en esa olla!
Y no lo pudieron comer. El entonces dijo: Traed harina. Y la esparció
en la olla, y dijo: Da de comer a la gente. Y no hubo más mal en la
olla. Vino entonces un hombre de Baal-salisa, el cual trajo al va­rón
de Dios pa­nes de primicias, veinte panes de cebada, y tri­go nuevo en
su espiga. Y él dijo: Da a la gente para que co­ma. Y respondió su sir-
viente: ¿Cómo pon­dré esto delante de cien hombres? Pero él volvió a
decir: Da a la gente para que coma, porque así ha dicho el Señor:
Comerán, y sobrará. En­tonces lo puso delante de ellos, y comieron, y
les sobró, con­forme a la palabra del Señor (2 R 4:38-44).

Hambre en el pueblo de Dios

En el capítulo 2:19-22 la muerte se vio en el hecho de ha­ber


malpar­tos originados por un manantial de agua enve­nenado. Eli-
seo echó sal en el agua mortífera y sanó.
En la última reflexión vimos la muerte y la resurrección del
hijo de la sunamita por la oración de Eliseo (4:17-37).
La extraña historia que tenemos ahora delante de noso­tros

• 103 •
ocurre en Gilgal («quitar»), un lugar con historia, donde después
de pa­sar el Jordán se llevó a cabo la cir­cuncisión de los hombres
israelitas antes de la victoria sobre Jericó. En los primeros años
del pueblo de Israel en Canaán bajo la dirección de Josué, Gil-
gal era algo como un lugar de retirada o un campamento para
el ejército. Mirándolo tipoló­gicamente, Gilgal representa el jui-
cio sobre uno mismo. Así como los soldados de Josué reposaban
a menudo en Gilgal después de las victorias sobre sus enemigos,
así Eliseo fue a este lugar de reflexión y tranquilidad delante de
Dios, después del gran milagro de la resu­rrección de un muerto.
Aquí también hay una importante lección práctica para cada uno
de nosotros, a quien Dios ha otorgado éxitos y victorias: Cada
victoria en nuestra vida es siempre y únicamente la victoria de
Dios. Aquí en Gilgal volvemos a encontrarnos otra vez con «los
hijos de los profetas», que vimos la última vez en el capí­tulo 2.
Desde enton­ces había irrumpido el hambre en Is­rael – lo cual es
claramente un juicio de Dios por la apos­tasía y desobediencia del
pueblo de Dios (Dt 28:22-23).

Sin evadir la aflicción

Qué bien que estos hombres no se fueron a Egípto como Abra-


ham para escapar del hambre y sobrevivir (Gn 12:10). O como
Elimelec que abandona Belén («casa de pan») con su familia para
escapar del hambre e irse a Moab (Rt 1:2). De ambos sabemos
que estas accio­nes de evasión sólo trajeron aún más problemas
y vergüenza so­bre sí y sus familias. «Había una grande hambre
en la tierra...» – esto es lo que podríamos decir también sobre la
situación espiritual actual en Alemania y Eu­ropa. Hay poco ali-
mento espiri­tual en las iglesias – de ahí los muchos hermanos
desnu­tridos y debilitados espiritualmente en muchos luga­res. En
lugar del alimento que satisface y edifica por medio de la Pala­

• 104 •
bra de Dios, se ofrecen cada vez más insignifi­cancias filosóficas,
ex­periencias místicas, ejercicios pia­dosos o también entreteni-
miento musical, shows y mu­chas cosas más. Pero apenas se busca
o se ofrece la Pala­bra predicada con autoridad y poder. Por eso
es muy alentador leer que los «hijos de los profetas» se quedaron
en el país de la pro­mesa, a pesar de que la situación era desespe-
rante y sin recursos. Bus­caron la comunión con Eliseo, el hombre
de Dios y leemos que «esta­ban con él» – aparentemente tenían la
esperanza de recibir de él lo que necesitaban para sobrevivir. Esto
también es un fuerte consuelo para nuestros días: En todas las
congregaciones y reuniones donde el Señor Je­sús («nuestro Eli-
seo») esté en el centro y tenga la autori­dad, habrá siempre ali-
mento espiri­tual – por muy frugal que sea la situación exterior.

Una olla «grande»

Esta orden de Eliseo a su criado muestra algo de la con­fianza


que el profeta tenía en su Dios. Veía las necesida­des humanas
de sus «hijos» y era lo suficientemente so­brio como para saber
que con el estómago vacío no se puede escuchar atentamente. Y
tiene fe suficiente como para creer que aún en tiempos de ham-
bre Dios no está li­mitado. Man­da poner la olla «grande» y coci-
nar un guisa­do – aún y cuando no ha­bía alimentos a mano. Aún
en tiempos de gran sequía espiritual po­demos esperar gran ben-
dición de un gran Dios.
No leemos nada de la reacción del criado al recibir esa orden,
pero leemos que un hijo de los profetas, sin man­dato alguno por
parte de Eliseo, salió al campo a buscar algunas hortalizas para
poder saciar a los jóvenes.
Seguro que tenía buenas intenciones, quizá sentía la res­
ponsabilidad y tenía compasión para sus hermanos ham­brientos.
Siendo un hom­bre de acción no podía permane­cer pasivo y

• 105 •
toma la iniciativa. Pero nadie se lo había mandado y evidente-
mente no tenía mucho conocimiento en la materia, pues encon-
tró una parra montesa con cala­bazas «silvestres», que le parecie-
ron comestibles, a pesar de que ni él ni sus amigos las conocían.
Sin mandato y sin idea, pero con presunción. Y así viene con
un mon­tón de hortalizas indefinibles y con alegre ex­pectativa las
corta y echa en la olla. Así se las sirve sin control alguno a los
jóvenes tan hambrientos.

¡Es imprescindible no callarse!

Con hambre y buena fe, estos hombres se ponen a comer, pero


en se­guida se dan cuenta de que este potaje no solo era incomi-
ble, sino también peligroso. No sabemos si esta verdura parecida
al pepino causaba dolor de estóma­go o diarrea, pero el juicio era
inequívoco y unánime: «¡Hay muerte en la olla!»
Una y otra vez vemos en la vida y en el ministerio de Eli­seo
que ha­bía gritería en su presencia. Se ve que en su presencia era
posible mostrar los propios sentimientos y decir sin rodeos y sin-
ceramente las propias angustias. Eli­seo no era un hombre callado
y frío. En su presencia agradable, y aún en esta situación nadie se
atrevía a man­dar ásperamente: «¡Se come lo que está en la mesa!
¡Nada de critiqueos! – No, aquí efectivamente no se trata­ba de
cuestiones de gusto y opiniones diferentes, no, aquí había muerte
en la olla – y ante este hecho no se debía ca­llar, y era la obligación
de todos decirlo.
Qué bendición sería si en nuestras iglesias y reuniones reinara
seme­jante libertad marcada por esa conciencia de responsabili-
dad en dis­ciplina. Donde se pudiera hablar de las propias preo-
cupaciones y ale­grías, es decir, donde se pudiera abrir el corazón.
Pero donde también se pudiera protestar nítidamente cuando por
ejemplo un teólogo o predicador no enviado por Dios dijera algo

• 106 •
en la iglesia que fuera claramente liberal, místico, o en contra de
la Biblia, siendo malsano e incomible para los oyentes. ¡Qué gri-
tería se formaría entonces en muchas iglesias si esto ocurriera!

El grito de socorro

Otra cosa podemos aprender de los hijos de los profetas: No gri-


taron para llamar la atención sobre sí mismos o simplemente por
causar sensación. Su clamor va dirigido a la persona adecuada:
«¡Varón de Dios, hay muerte en esa olla!»
Las protestas públicas a veces pueden ser convenientes y nece­
sarias, para llamar la atención sobre desarrollos amenazantes y
cosas que van mal en asuntos políticos, éticos o teológicos. «¡No
hemos gritado, como deberíamos haberlo hecho! confesó el conocido
pastor Wilhelm Busch recordando la época de Hit­ler en Alema-
nia, a pesar de que él fue uno de los pocos que por su testimonio
valiente puso en riesgo su vida.
Pero más importante aún es alzar nuestra voz personalmente o
como iglesia dirigiéndonos a Dios en oración con todas nues­tras
preocupaciones y problemas.

El remedio

En Jericó se necesitó de la sal para purificar el manantial mor­


tífero. Pero en esta situación de emergencia, Eliseo mandó que
traijeran harina para echarla en la olla a fin de que neutralizara el
veneno dañino.
En el lenguaje simbólico del Antiguo Testamento la harina o
flor de harina era a menudo una imágen de la pureza y ausen­cia
de pecado en nuestro Señor Jesucristo. Muchos comenta­ristas lo
enfocan así:

• 107 •
Wilhelm Busch:
«En la harina podemos ver un indicio del Señor Jesús, pues él
mismo se compara con el grano de trigo y con el pan. La hari­na
transforma lo venenoso en comestible. Allá donde llega el Señor lo
insoportable se transorma en bueno... Los períodos que pasé en las
cárceles nazis fueron terribles. Pero Jesús las convirtió en las semanas
más bendecidas de mi vida. Él mis­mo fue la harina echada allí que
quitó la ‹muerte› de la ‹olla›.»
Hamilton Smith:
«¿No habla esta harina de Cristo? Los pensamientos de la
na­turaleza y la filosofía del hombre, los elementos del mundo, la reli-
gión de la carne – todo ello son cosas con las que el hom­bre pretende
añadir algo a la previsión de Dios para con su pueblo. Y todas estas
cosas son desenmascaradas e infamadas cuando Cristo es presentado
a las almas.»
Dios nos conceda que en tiempos de sequía espiritual contem­
plemos el ejemplo de nuestro Señor para nuestra edificación pro-
pia y para alentar también a nuestros hermanos al mostrar­les las
virtudes del Señor.
En la vida de Elías (1 R 17:11-17) bastó «un puñado de harina
en la olla» para mantener en vida a la viuda de Sarepta, a su hijo y
a Eliseo durante una hambruna muy dura y larga.

El hombre de Baal-Salisa

Es interesante que justo después de esto se nos narra esta his­toria


de la multiplicación de los panes. Al leerlo casi nos da la impre-
sión de que este hombre temeroso de Dios ya se había puesto en
camino, cuando los hijos de los profetas todavía es­taban peleando
con los problemas de la «muerte en la olla». No sabemos el nom-
bre de este hombre que seguramente vivía en un entorno impío
entregado a Baal.

• 108 •
Es muy notable que este Israelita piadoso no vivía en el reino
del sur, en Judá, donde los sacrificios y las primicias eran lle­vados
al templo a Jerusalén. Pero no obstante conocía bien las orde-
nanzas de Dios y aún en medio de la hambruna cumplió lo que
Dios pedía. Ya que no podía llevar esa ofrenda de las pri­micias al
templo, se las llevó al hombre de Dios. No sólo vein­te panes de
cebada, sino además un saco con trigo nuevo en su espiga, lo cual
normalmente estaba destinado para ser sembra­do y con lo cual
hubiera podido asegurar su sustento en estos tiempos de crisis.
¿Acaso conocía el sabio consejo de Salomón?:
«Honra al Señor con tus bienes, y con las primicias de todos tus
frutos; Y serán llenos tus graneros con abundancia, y tus lagares rebo-
sarán de mosto» (Pr 3:9-10).
Lo cierto es que este hombre me causa vergüenza de mí
mismo, porque seguramente conocía muy pocas partes del Anti-
guo Testamento, pero las que conocía las cum­plió con un amor
y una entrega abnegada. Practicó lo que siglos más tarde diría
nuestro Señor Jesús: «Más biena­venturado es dar que recibir». En
esa época de hambre, él da lo mejor al Señor. Seguramente con
ello animó mucho a Eliseo, quien vio en este don la provisión de
su Dios.
Pero Eliseo mostró en esta situación la misma actitud
ab­negada. Él no guardo lleno de gozo esos panes inespera­dos ni
el saco de grano como don personal para él, sino que da este don
a su criado para que sacie con ello a los hijos de los profetas: «Da
a la gente para que coma».
Este bello rasgo del carácter de Eliseo le vemos brillar una y
otra vez. Ya comenzó su ministerio matando su yunta de bue-
yes, para dar de comer a sus colaboradores. Luego se marchó
para seguir a Elías y servirle sin tener una seguridad material (1
R 19:21).
Del misionero pionero de la China, Hudson Taylor, es el
siguiente hermoso testimonio:

• 109 •
«Cuanto menos gastaba para mí mismo y cuanto más in­vertía
para los demás, más feliz era yo y más bendición llenaba mi cora-
zón».

Bendición sobreabundante

Estos veinte panes eran panes planos, no como los que conoce-
mos nosotros y por supuesto que no eran suficien­tes para saciar a
100 jóvenes con gran hambre.
Se comprende, pues, la pregunta incrédula del criado de Eli-
seo: «¿Cómo pon­dré esto delante de cien hombres?» Y esto nos hace
recordar la reacción de los discípulos de Jesús cuando estaba
a punto de alimentar a los cinco mil con sólo cinco panes de
cebada y dos peces (Mt 14:16-21).
A la objeción del criado, Eliseo contestó con el mandato: «Da
a la gente para que coma», y nuestro Señor mandó a sus discípu-
los: «¡Dadles vosotros de comer!». Ambas historias terminan con
la experiencia maravillosa que «comieron... y les sobró».
Dios puede multiplicar lo poco que le entregamos en gra­titud
y obediencia para bendecir a muchos con ello.
«Hay quienes reparten, y les es añadido más; y hay quie­nes retie-
nen más de lo que es justo, pero vienen a pobre­za. El alma generosa
será prosperada; y el que saciare, él también será saciado.»

• 110 •
Capítulo 12

La zambullida del general

Cuando Eliseo el varón de Dios oyó que el rey de Israel había rasgado
sus vestidos, envió a decir al rey: ¿Por qué has ras­gado tus vestidos?
Venga ahora a mí, y sabrá que hay profeta en Israel. Y vino Naamán
con sus caballos y con su carro, y se paró a las puertas de la casa de
Eliseo. Entonces Eliseo le en­vió un mensajero, diciendo: Ve y lávate
siete veces en el Jor­dán, y tu carne se te restaurará, y serás limpio. Y
Naamán se fue enojado, diciendo: He aquí yo decía para mí: Sal-
drá él luego, y estando en pie invocará el nombre del Señor su Dios,
y alzará su mano y tocará el lugar, y sanará la lepra. Abana y Farfar,
ríos de Damasco, ¿no son mejores que todas las aguas de Israel? Si me
lavare en ellos, ¿no seré también lim­pio? Y se volvió, y se fue enojado.
Mas sus criados se le acer­caron y le hablaron diciendo: Padre mío, si
el profeta te man­dara alguna gran cosa, ¿no la harías? ¿Cuánto más,
dicién­dote: Lávate, y serás limpio? El entonces descendió, y se zam­
bulló siete veces en el Jordán, conforme a la palabra del va­rón de
Dios; y su carne se volvió como la carne de un niño, y quedó limpio
(2 R 5:8-14).

Este capítulo tan dramático como interesante ha sido des­ de


siempre un tema favorito para la predicación y al mis­mo tiempo
una de las historias del Antiguo Testamento más usadas para el
mensaje evangelístico. Efectivamente, podríamos dar una serie
de conferencias solamente sobre las cinco personas principales en
este drama y es para asombrarse que, al parecer, hasta ahora nin-
gún director de cine haya tenido la idea de hacer una película
sobre este tema tan emocionante.

• 111 •
En nuestra meditación, sin embargo, no podemos entrar en
todos los detalles de este texto. Por eso sólo quiero ha­cer una
breve mención de los antecedentes tan interesan­tes de esta histo-
ria, para luego centrarme en Eliseo y su sabiduría espiritual al tra-
tar con personas de tan distintas categorías como se ven en este
capítulo. Su ejemplo es también útil para nosotros y digno de
imitar.

Un pobre rico héroe sirio

Este hombre valeroso del ejército sirio tenía todo aquello de lo


que hoy sueña la mayoría de las personas: éxito, honra, poder y
dinero. Si hubiese vivido en nuestros días, probablemente sería
el ídolo de muchos jóvenes y su foto estaría colgada en muchas
paredes. Cuando este eminente héroe condecorado con grandes
galardones se paseaba por las calles con su séquito, ninguno de
sus admiradores sospechaba que este hombre era en realidad un
miserable desolado. Llevaba consigo un secreto que turbaba todo
su brillo exterior y le sumía en la desesperación: ¡era lepro­so! Evi-
dentemente la lepra aún estaba en su fase inicial, de modo que
aún no tenía que ser aislado. Pero su estado no se podía ocultar
en su entorno inmediato. Seguramente sus médicos íntimos ya se
habrían dado cuenta de ello. «Entre bastidores, las cosas se ven dife-
rentes que en el escenario» – así podríamos describir la miseria de
mu­chos famosos y de la mayor parte de las personas que vi­ven
sin Dios.

Una rica pobre sierva

En algún momento esta joven había sido llevada cautiva por los
soldados sirios durante sus incursiones en Israel, y finalmente

• 112 •
había llegado como esclava y botín de gue­rra a la casa pagana del
general Naamán. Probablemente abrumada por las experiencias
traumáticas, pero, no obs­tante, sin amargura y bendecida con
una compasión en­trañable, tanta que quizá suspirando, tiene un
mensaje de salvación para él: «Si rogase mi señor al profeta que está
en Samaria, él lo sanaría de su lepra». ¡Qué fiel, ejemplar y digna
de crédito tuvo que haber sido esta muchacha en su servicio en la
casa de estos paganos! No fue una predicación, sino unas senci-
llas y pocas pala­bras dichas con compasión, las que hicieron que
este ge­neral se pusiera en marcha después de consultar con su rey.
Con el monedero bien lleno moviliza a sus soldados y emprende
el viaje a Samaria para ver al profeta Eliseo.

Un desvalido poderoso rey

La caravana de Naamán, bien preparada se dirigió a la casa del


rey Joram en Samaria en cuyas cercanías él sos­pechaba encontrar
a dicho profeta. Según las costumbres diplomáticas le presenta al
rey la carta de recomendación de su señor. Éste la lee con sumo
asombro y se pone páli­do. En su impotencia rasga sus ropas rea-
les, sospechando una estratagema de los sirios que siempre busca-
ban algu­na razón para comenzar una guerra con Israel.
Joram no tenía buenos recuerdos de Eliseo, lo cual se puede
deducir claramente de 2 R 3:13. Su orgullo no per­mitió que
en esta precaria situación solicitara el consejo y la ayuda de ese
odiado hombre de Dios que en aquella si­tuación le puso de
vuelta y media. ¿De qué sirven ropajes reales, si decoran a un
hombre cuyo carácter era todo lo contrario de «real» y que en
aquella escena dio un triste espectáculo? Su trono se tambaleaba
y eso era más preo­cupante que la lepra de un general pagano.

• 113 •
Un hombre sin corona – pero de la realeza

En ese momento preciso apareció un mensajero cuyo porte


y mensaje seguramente no encajaba en los usos de la casa real.
Enviado por el profeta Eliseo, quien no se presenta allí para salu-
dar al poderoso general, sino para dar al rey Joram un buen escar-
miento: «¿Por qué has rasgado tus vestidos? Venga ahora a mí...»
Nuevamente voy a citar aquí a Hans Dannenbaum: «Los verda-
deros profetas no enmudecen ante reyes y tampoco se encorvan ante
generales».

En marcha con grandes expectativas

Naamán seguro que presenció esa escena incómoda con senti-


mientos de inseguridad y precaución. Pero percibió el nombre
del profeta y vio que de nuevo podía ponerse en marcha. Pre-
venido con 350 kg de plata, 70 kg de oro y 10 costosos ropa-
jes, acompañado además de un impresio­nante séquito de solda-
dos, interiormente se prepararía para el anhelado encuentro con
el profeta. Ya había oído algunas cosas de él y pronto le vería per-
sonalmente.
Educado en el marco de ritos paganos y ceremonias mis­
teriosas, durante el viaje seguramente imaginó como el varón de
Dios, vestido solemnemente y envuelto en nu­bes de incienso,
murmuraría palabras desconocidas y pondría sus manos mágicas
sobre la lepra al sonido de unas campanillas y finalmente le sana-
ría bajo las aclama­ciones de los presentes. Una oleada de senti-
mientos reli­giosos inundaría su cuerpo y le sanaría...
Probablemente se sobresaltaría de su ensueño cuando la cara-
vana se paró de repente porque el mensajero de Eli­seo había
salido de la sencilla choza del profeta para dar­le un breve mensaje
desilusionador de parte del profeta. Seguramente sacó a Naamán

• 114 •
de todos sus sueños religio­sos: «Ve y lávate siete veces en el Jordán,
y tu carne se te restaurará, y serás limpio».
No hubo una salutación personal, ni un recibimiento dig­no,
ni una ceremonia embriagadora para los sentidos. Na­die hizo una
reverencia ante el general condecorado y tampoco hubo inter-
cambio de medallas y regalos. Sólo un mensajero enviado con la
orden poco sensible de su­mergirse siete veces en el ridículo río
Jordán y lavarse. ¡Esto era demasiado! Lleno de rabia, de inme-
diato dio la orden de volver atrás, añadiendo palabras de despre-
cio sobre «las aguas de Israel». La Biblia nos dice que «se volvió, y
se fue enojado». Esta escena emotiva es una perfecta ilustración de
lo que Pablo escribió a los corintios: «pero nosotros predicamos a
Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los
gentiles locura» (1 Co 1:23).
La persona religiosa está dispuesta a pagar una fortuna para
su salvación, a sufrir torturas corporales y hacer pe­nitencias de
toda clase, pero el mandato sencillo y claro de creer en el Señor
Jesucristo crucificado, eso es un mensaje sumamente indignante
y escandaloso. Pero eso no quita que todo aquel que quiera ser
librado de la lepra de su pecado tenga que inclinarse ante el
crucificado. Aún no ha entrado nadie por «la puerta estrecha»
monta­do a caballo – como Naamán en esta escena.

Un vuelco inesperado

Mientras que el general lleno de rabia da la orden de re­gresar, sus


criados, al parecer, se quedaron muy pensati­vos. Casi podemos
leer entre líneas como hablaban entre ellos hasta llegar a una con-
vicción y una decisión que no hubiéramos esperado de ellos.
Con humildad, pero no obstante, con osadía se presentan
delante de su comandante haciéndole una pregunta bien preme-
ditada e inteligente: «si el profeta te mandara algu­na gran cosa, ¿no

• 115 •
la harías? ¿Cuánto más, diciéndote: Lávate, y serás limpio?» Sólo
había una respuesta a esa pregunta.Es asombroso que los siervos
se dirigieran a él llamándo­le «Padre mío». ¿Qué comandante de
tan alto rango ha sido jamás llamado así por sus subordinados?
Wilhelm Busch anota al respecto: «¡Qué escena más de­liciosa! Es
tanto una recomendación para los siervos como para el mismo Naa-
mán ... Qué relación más buena tuvo que haber tenido este general
con sus subordinados para que se atrevieran a llamarle ‹Padre›!»
Esto nos hace pensar en lo que dijo Salomón en Pr 25:15:
«Con larga paciencia se aplaca el príncipe, y la lengua blanda que-
branta los huesos».
Aquí vemos como unas lenguas blandas han quebrantado un
duro hueso, y al final, el general cambia de opinión gracias a la
pregunta y argumentación sabia y amante de sus siervos.

En el «valle de la humillación»

En su libro «Humility: A Forgotten Virtue» («Humildad, una vir-


tud olvidada») Wayne A. Mack escribe: «El valle de la humildad
equivale a todas las experiencias humi­llantes que Dios permite
que ocurran en nuestra vida para aniquilar el pecado del orgullo
y para ayudarnos a desa­rrollar la humildad divina. Su sirviente le
había testifica­do a su mujer y ella se lo ha­bía dicho a él. Eliseo le
había dado una instrucción breve, clara y humillante a través de
un mensajero, junto con la promesa inequívoca: «y serás limpio».
Finalmente sus su­bordinados le habían animado amablemente a
obedecer las palabras del profeta.
«Entonces descendió» – primero descendió del caballo de su
orgullo y después a la orilla del Jordán, donde se quitó todas las
señales exteriores de su dignidad y estima pro­pia. Allí en su ropa
interior ya no oculta la fealdad de su lepra delante de los ojos de
sus subordinados. Se ve a sí mismo tal como es verdaderamente

• 116 •
y permite que los de­más también lo vean. Ya no se encuentra
condecorado con medallas y signos de honor, sino que tragica-
mente se han hecho visibles para todos las señales de la enferme­
dad mortal. Y luego el último «descenso» dentro de las aguas del
Jordán, donde se sumerge siete veces «conforme a la palabra del
varón de Dios». Seguro que le atormentarían mil dudas y obvia-
mente no tendría muchas esperanzas cuando la sex­ta vez que se
sumerge aún no ve ni se nota ninguna cura­ción. Pero la pala-
bra del hombre de Dios tuvo validez y después de sumergirse la
última vez leemos las sencillas palabras: «y su carne se volvió como
la carne de un niño, y quedó limpio».
No hubo relámpagos ni truenos resonando desde las monta-
ñas. Las aguas del Jordán no cambiaron de color, sino que siguie-
ron fluyendo con normalidad. Pero del agua salió un hombre que
había nacido de nuevo. Naa­mán había confiado en la palabra del
profeta y la prome­sa se había cumplido: quedó limpio.
D. L. Moody escribe sobre este pasaje: «Naamán prime­ro per-
dió la paciencia, luego perdió su orgullo y al final se quedó sin su
lepra. Normalmente este es el orden como ocurre el cambio en los
pecadores soberbios y re­beldes.»

La «curación» de Juan Wesley (1703 – 1791)

La experiencia de Juan Wesley, el que más tarde iba a ser un pre-


dicador del avivamiento, ilustra muy bien el signi­ficado de la
curación de Naamán para nosotros:
El 24 de mayo de 1738, Juan Wesley consintió de mala gana
en ir con su anfitrión James Hutton a una reunión de los herma-
nos de Herrnhut. Entonces tenía 35 años y lle­vaba años sirviendo
como clérigo oficial de la iglesia an­glicana. Había fracasado en su
lucha durante años por lle­var una vida santa con extremada dis-
ciplina y castigando el cuerpo. Unos pocos días antes había reno-

• 117 •
vado su deci­sión de «consagrarse seria y enteramente a Dios, deter­
minando incluso no reírse nunca más, excepto si alguien le obligaba
a ello.» Pero poco después Peter Böhler, uno de los hermanos de
Herrnhut, había estudiado con él en el Nuevo Testamento griego
las palabras de Pablo al carce­lero de Filipos: «Cree en el Señor Jesu-
cristo y serás sal­vo». Pero Wesley no podía creer. Su mente estaba
de acuerdo, pero su corazón se negaba a atreverse a creer.
Pero ahora Wesley y Hutton estaban de camino a una reunión
en la calle de Aldersgate, y Wesley lo comentó de esta manera en
su diario:
«Por la tarde fui de mala gana a un grupo a la calle Al­dersgate,
donde alguien leyó el prefacio de Lutero a la Epístola a los Romanos.
Aproximadamente a las nueve menos cuarto, cuando habló sobre el
cambio del corazón que Dios obra por la fe en Jesucristo sentí como
mi co­razón se calentaba de forma extraña. Sentí como yo con­fiaba
en Cristo y que había quitado mis pecados, preci­samente los míos y
que me había librado de la ley del pe­cado y de la muerte.»
A la mañana siguiente anotó:
«Inmediatamente después de despertarme, Jesús el Señor estaba en
mi corazón y en mi boca. Y descubrí que toda mi fortaleza estaba en
el hecho de mantener mis ojos puestos en Él.» (John Pollock, John
Wesley)
Conceda Dios que todos los lectores de estas líneas hayan
experimentado en su vida esta fe que salva y que para la seguri-
dad de su salvación se basen únicamente en la pala­bra de Dios y
su promesa.

• 118 •
Capítulo 13

Los frutos de la nueva vida

Y volvió al varón de Dios, él y toda su compañía, y se puso delante


de él, y dijo: He aquí ahora conozco que no hay Dios en toda la tie-
rra, sino en Israel. Te ruego que recibas algún presente de tu siervo.
Mas él dijo: Vive el Señor, en cuya pre­sencia estoy, que no lo acep-
taré. Y le instaba que aceptara al­guna cosa, pero él no quiso. Enton-
ces Naamán dijo: Te ruego, pues, ¿de esta tierra no se dará a tu siervo
la carga de un par de mulas? Porque de aquí en adelante tu siervo
no sacrificará holocausto ni ofrecerá sacrificio a otros dioses, sino al
Señor. En esto perdone el Señor a tu siervo: que cuando mi señor
el rey entrare en el templo de Rimón para adorar en él, y se apo­
yare sobre mi brazo, si yo también me inclinare en el templo de
Rimón; cuando haga tal, el Señor perdone en esto a tu sier­vo. Y él le
dijo: Ve en paz. Se fue, pues, y caminó como media legua de tierra.
(2 R 5:15-19)

Como recién nacido salió Naamán del Jordán tan despreciado


hasta ese momento. Y no sólo había dejado atrás sus prejui­cios,
sino también su soberbia y orgullo. Humillado, ricamente obse-
quiado y profundamente feliz pisó la orilla del Jordán con una
actitud completamente transformada y con nuevas metas para su
vida. Y junto con su compañía volvió por segunda vez al varón de
Dios. Tras su curación su anhelo no fue volver a su patria Siria,
sino volver al hombre de Dios que le había mostrado el camino
para su salvación.

• 119 •
Agradecimiento – un fruto de la nueva vida

Al meditar sobre esta conmovedora escena nuestros pensa­


mientos vuelan a una historia del Nuevo Testamento donde 10
leprosos fueron sanados por nuestro Señor Jesucristo, después
de obedecer a su mandato (Lc 17:11-19). Pero sólo uno de los
diez volvió para dar las gracias a su Salvador y glorificar a Dios
«a gran voz».
Más sorprendente todavía es el hecho de que Naamán tras su
curación fuera directamente y con un corazón agradecido a la
persona que le salvó, para glorificar al Dios de Israel, siendo él un
sirio que no pertenecía al pueblo de Dios.
Para él su nueva fe no era un asunto privado, sino que lo
im­pulsó a testificar abiertamente y sin recelos en presencia de su
compañía: «He aquí ahora conozco que no hay Dios en toda la tie-
rra, sino en Israel» (v. 15).
No le interesaban las caras asombradas y las posibles re­acciones
de sus soldados y siervos paganos, sino que su corazón le impulsó
al agradecimiento a la vista de todo el mundo. Con toda natura-
lidad practicó lo que siglos más tarde escribiera el apóstol Pablo
en Ro 10:10: «Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la
boca se confiesa para salvación.»
Su confesión iba unida a una comprensión espiritual – es
decir, no era meramente el resultado de una gran expe­riencia o
de unas emociones arrolladoras. Como Job po­día decir: «Yo sé
que mi Redentor vive» (Job 19:25).

«Sola gratia» – «solo por la gracia»

Antes de su curación Naamán quería encontrarse con Eli­seo


montado en su caballo. No consideró necesario bajar­se y llamar
él mismo a la puerta para pedir su curación. Entonces recibió la

• 120 •
orden humillante y concreta por parte del enviado de Eliseo y eso
hizo que se enfadara.
Ahora vemos un Naamán completamente diferente, per­
sonalmente delante de Eliseo. Siendo un general sirio, se reco-
noce a sí mismo delante de Eliseo como «tu siervo». En presen-
cia de su gente había confesado su fe en el Dios de Israel y ahora
su deseo era entregar un presente al va­rón de Dios en señal de su
gratitud.
Los criados de Naamán ya se habían asombrado no poco sobre
el cambio total de su señor, pero ahora quedaron totalmente con-
fusos ante la reacción de Eliseo: «Vive el Señor, en cuya presencia
estoy, que no lo aceptaré». Aunque Naamán se lo pidió repetidas
veces encarecida­mente, el profeta se negó rotundamente a recibir
ni si­quiera una muda de vestido o un par de monedas de pla­ta.
No era orgullo lo que le hizo imposible a Eliseo recibir un
regalo. Por la historia de la rica sunamita sabemos que Eliseo
pudo recibir agradecido el regalo de un cuarto de huéspedes gra-
tuito, y también vemos como durante la hambruna recibió panes
del hombre de Baal-salisa.
La razón tampoco parece haber sido que Eliseo viviera holga-
damente teniendo abundancia material, de manera que no nece-
sitara apoyo alguno. Nuestra historia está en­marcada en medio
de dos hambrunas: una en el capítulo 4 y otra en el capítulo 6,
y el hombre de Dios no estaba eximido de todo esto. Wilhelm
Busch en su comentario sobre este pasaje muestra que era un
muy buen conoce­dor de las personas:
«Existe una forma tan bulliciosa de rechazar donativos, que
en seguida uno se da cuenta que la cosa no va en se­rio. La mano
izquierda lo rechaza, pero la derecha ya se está abriendo.»
Seguramente conocemos por propia experiencia este com-
portamiento. Cuántas veces nos hemos negado a re­cibir dones o
ayuda con hipocresía y muy poca decisión y mirándolos deseo-
sos de reojo.

• 121 •
Eliseo estaba completamente libre de tal hipocresía. Su
rechazo tan decidido lo expresó con las mismas palabras de tes-
timonio que vimos también en el capítulo 3:14. Y estas palabras
son las que manifiestan el secreto de su au­toridad espiritual: Vive
el Señor, en cuya presencia estoy, que no lo aceptaré.

Libre de avaricia y codicia

El varón de Dios estaba en la presencia de su Señor y por eso no


era un hombre servil ni adulaba a nadie. ¡Qué bue­no es conocer a
creyentes con una vida libre de avaricia y codicia e insobornables
en su servicio para el Señor y sus convicciones.
Randy Alcorn tiene razón cuando escribe que «el manejo del
dinero es, por así decirlo, la prueba de fuego para el carácter cris-
tiano y el medidor para evaluar el nivel de la vida de fe.» Y Pablo
dejó bien sentado: «Ni plata ni oro ni vestido de nadie he codi-
ciado» (Hch 20:33).
«No es difícil recibir una ofrenda de la mano de Dios, pero puede
ser sumamente abrumador tomar un donati­vo de parte de una per-
sona. Porque en el momento que el donativo es dado por intereses
egoístas y por motivos carnales, entonces no alientan, sino que ago-
bian» (Jakob Kroeker en su libro alemán «Gottes Segensträger»
[Portado­res de la bendición de Dios]).
Naamán y su séquito pudieron aprender algo esencial y abso-
lutamente válido para todos los tiempos: La gracia de Dios no
podemos ganárnosla o adquirirla, sino que es un don inmerecido
y libre: «Porque por gracia sois sal­vos por medio de la fe; y esto no
de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se glo-
ríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para bue­nas
obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos
en ellas» (Ef 2:8-10).

• 122 •
Creciendo en la gracia

Es asombroso lo rápidamente que Naamán asimiló y puso por


obra varios principios espirituales. El rechazo de su regalo no le
ofendió en absoluto, ni tampoco hirió su orgullo, porque había
comprendido la naturaleza de la gracia: Ahora humildemente y
sin seguir discutiendo rue­ga un favor: «Te ruego, pues, ¿de esta tie-
rra no se dará a tu siervo la carga de un par de mulas?...»
Ese día los siervos de Naamán probablemente no salieron del
asombro al oír este deseo tan inusual de su señor y e incompren-
sible para ellos. ¿Para qué cargar las mulas con tierra de Israel
para ellos sin valor alguno y llevarla todo el camino hasta Siria?
¿Acaso su general habría perdido el juicio, después de no haber
podido deshacerse de su di­nero? ¿Acaso quería que le tomaran
por tonto?
Probablemente no podían comprender por qué Naamán que-
ría llevarse precisamente ese «recuerdo» de Israel, pero después de
su curación él había comprendido algo muy importante: Porque
de aquí en adelante tu siervo no sacrificará holocausto ni ofrecerá
sacrificio a otros dio­ses, sino al Señor.»
Naamán tenía que volver otra vez a su entorno pagano. Pero
allí quería adorar a aquel Dios que le había salvado. Y a este
Dios quería edificarle un altar sobre tierra israe­lita. Ya entonces
se había dado cuenta de lo que el Señor Jesús después tuvo que
enseñar una y otra vez a sus discí­pulos y también a nosotros: que
aunque estamos en el mundo, no somos de este mundo (ver Jn
17). Hablando en sentido figurado, él quería un trocito del «cielo
sobre la tierra» para documentar públicamente su nuevo punto
de vista en medio de su entorno pagano: «Yo me inclino ante el
Dios de Israel – y a Él le dedico mi corazón y mi vida.» Esta acti-
tud consecuente nacida de un corazón agradecido era el resultado
de la gracia de Dios experi­mentada personalmente.

• 123 •
Una conciencia reajustada – ¡«Sola scriptura»!

A pesar de toda la alegría y gratitud por la curación vivi­da y la


nueva relación hacia el Dios de Israel, algo pare­cía nublar su espí-
ritu: se dio cuenta que de vuelta en Siria tendría que acompa-
ñar a su rey y apoyarle cuando éste fuera al templo de su dios
Rimón para doblar sus rodillas delante de este ídolo. Si esto es un
pecado, Naamán pide que Dios se lo perdone.
Evidentemente se había dado cuenta de repente que al adorar
desde ahora en adelante al Dios verdadero con gratitud, le sería
imposible doblar sus rodillas ante Ri­món. Es como si ya enton-
ces hubiese oído y comprendi­do la advertencia del apóstol Pablo
en 2 Co 6:14-16: «No os unáis en yugo desigual con los incrédu-
los; porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y
qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con
Belial? ¿O qué parte el creyente con el incré­dulo? ¿Y qué acuerdo hay
entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois el templo del
Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, y seré
su Dios, y ellos serán mi pueblo.» Muchos de los evangéli­cos hoy
en día, sin embargo, están tratando de reinterpre­tar y relativizar
estas palabras, aun los que dicen ser fie­les a la Biblia. Es triste.

«Sola fide» – libre de legalismos

La reacción de Eliseo es la expresión de una sabiduría pastoral


y profunda confianza en Dios: «Ve en paz». No le dio una con-
ferencia sobre los preceptos, mandamientos y prohibiciones del
libro de Levítico. Tampoco le cargó con las ordenanzas acerca
de la forma de vestir o adver­tencias sobre lo largo o corto que
había que llevar el pelo o la barba. Nosotros, por el contrario, a
menudo tratamos de imponer nuestra forma personal de vivir la
fe a los re­cién convertidos, como Saúl que quería meter a David

• 124 •
en una armadura que le era demasiado grande y lo único que iba
a conseguir era hacerle tropezar.
Cuántas faltas se han cometido ya en el pasado pensando sin-
ceramente que con tales preceptos sería posible guar­dar a los
jóvenes creyentes de pecados y caminos equivo­cados. Qué razón
tiene Dannenbaum cuando escribe: «Amigos, sólo hay una única
garantía para que un hombre sea guardado y no caiga, y es el trato
personal con Dios.»
Así Eliseo despidió al Naamán inseguro con un deseo de ben-
dición. Le encomendó a la gracia guardadora de Dios, semejan-
temente a lo que hizo Pablo con los creyentes de Filipos: «Por
nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante
de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de
Dios, que so­brepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazo­nes
y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Fil 4:6-7).
¡Qué sabiduría pastoral y qué aliento implica este senci­llo con-
sejo del profeta: «Ve en paz»!
Es bien posible que tras el retorno de Naamán las cir­
cunstancias políticas en Siria hubiesen cambiado a causa de la
enfermedad y el asesinato de su rey sirio Ben-adad (2 R 8:7-15).
Quizá Dios guió las circunstancias para que Naamán nunca más
tuviera que doblar las rodillas ante Rimón.
«Lo más importante para hoy es ir en paz, sin que haya un pro-
blema entre tu persona y el Dios que te salvó. Deja que el día de
mañana traiga su propio afán. ¡Qué sabiduría divina y qué con-
fortación para el alma reside en esta sencilla respuesta: ‹ve en paz›!»
(Henri Rossier).

• 125 •
Capítulo 14

La hipocresía – el pecado de los piadosos

Entonces Giezi, criado de Eliseo el varón de Dios, dijo entre sí: He


aquí mi señor estorbó a este sirio Naamán, no tomando de su mano
las cosas que había traído. Vive el Señor, que co­rreré yo tras él y
tomaré de él alguna cosa. Y siguió Giezi a Naamán; y cuando vio
Naamán que venía corriendo tras él, se bajó del carro para recibirle,
y dijo: ¿Va todo bien? Y él dijo: Bien. Mi señor me envía a decirte:
He aquí vinieron a mí en esta hora del monte de Efraín dos jóvenes
de los hijos de los profetas; te ruego que les des un talento de plata,
y dos vesti­dos nuevos. Dijo Naamán: Te ruego que tomes dos talen-
tos. Y le insistió, y ató dos talentos de plata en dos bolsas, y dos ves­
tidos nuevos, y lo puso todo a cuestas a dos de sus criados para que lo
llevasen delante de él. Y así que llegó a un lugar secreto, él lo tomó
de mano de ellos, y lo guardó en la casa; luego mandó a los hom-
bres que se fuesen. Y él entró, y se puso delante de su señor. Y Eliseo le
dijo: ¿De dónde vienes, Giezi? Y él dijo: Tu siervo no ha ido a nin-
guna parte. El en­tonces le dijo: ¿No estaba también allí mi corazón,
cuando el hombre volvió de su carro a recibirte? ¿Es tiempo de tomar
plata, y de tomar vestidos, olivares, viñas, ovejas, bueyes, siervos y
siervas? Por tanto, la lepra de Naamán se te pegará a ti y a tu descen-
dencia para siempre. Y salió de delante de él leproso, blanco como la
nieve (2 R 5:20-27).

Naamán, tan ricamente bendecido, se encontraba en su camino


de regreso con su caravana. Sus riquezas materia­les no había
podido dejarlas en Israel con el hombre de Dios. Pero eso no le
preocupaba en absoluto, pues había sido sanado de su enferme-

• 126 •
dad mortal y podía volver aho­ra a su antiguo entorno pagano
con una nueva vida y con nuevas metas bajo la bendición de
Dios, habiendo sido completamente transformado en todo su
ser. ¡Cuán lleno estaría su corazón recordando los días y horas
pasadas! ¡Cuántos sentimientos e impresiones tan diferentes
había vivido! ¡Qué bueno que no sabía nada de los pensamien­
tos y planes funestos que llenaban a Giezi, el criado del varón de
Dios, en esos mismos momentos, cuando se encontraba tan des-
ilusionado y amargado.

Piadoso – pero impío

Probablemente Giezi había observado con indignación y cólera


interior que a Eliseo no se le pegaban las cosas en las manos y,
por tanto, tampoco en el corazón. Aún en los tiempos de pobreza
material y hambruna no se dejaba influenciar por dinero y bie-
nes. Muchos siglos después otro hombre de Dios bien conocido
confesó: «El dinero nunca permanece por mucho tiempo conmigo.
Pronto empezaría a arder si se quedara conmigo. Lo más rápido
posible lo doy, para que no se haga camino a mi cora­zón» (Juan
Wesley).
En nuestros días también es muy alentador encontrarse con
hermanos y hermanas que al igual que Eliseo se han percatado
de engaño de las riquezas y son libres de la avaricia. Pero Giezi
no sintió alegría por ser Eliseo así de libre, todo lo contrario: la
bondad derrochadora y la abnega­ción de Eliseo le desafió de tal
forma que en esa situación ya no pudo ocultar su verdadero sen-
tir debajo de una máscara piadosa. «Entonces Giezi dijo entre sí...»
Su comportamiento nos recuerda mucho a Judas, que siendo
«uno de los doce» durante años había seguido a Jesús como sim-
patizante habiendo sido testigo de mu­chos milagros del Señor.
Probablemente él mismo habría hecho también algún milagro,

• 127 •
como sus compañeros. Pero él era un mero simpatizante aprove-
chado, que durante unos tres años pudo permanecer oculto y del
cual nadie sospechaba qué planes tan horrorosos abrigaba en su
corazón.
Pero en su vida también llegó la hora donde quedó de mani-
fiesto lo que le interesaba verdaderamente: La entre­ga desinte-
resada de María cuando derramó sobre la cabe­za y los pies de
Jesús un perfume «de gran precio» (del valor del sueldo de un año
entero), le provocó e instigó de tal forma que ya no pudo conte-
nerse y exclamó: «¿para qué este desprecio?» (Mt 26:9).
Allí donde hay personas que dan pruebas de su amor y entrega
hacia el Señor ocurre a menudo que los hipócritas tienen que
salir de su escondite, porque tienen que expre­sar su protesta. «La
entrega a Cristo es el vínculo más fuerte entre los corazones huma-
nos» dijo J. N. Darby una vez. A la inversa podríamos declarar
que «la entrega a Cristo y el amor hipócrita son tan contrarios como
el fuego y el agua...

Su manera de hablar le descubre...

«He aquí mi señor estorbó a este sirio Naamán,...» Se nota el des-


precio en sus palabras al decir «este sirio». No se había gozado
con él por su curación maravillosa. No comprende en absoluto
la gracia derramadora de Dios que queda reflejada por la actitud
de Eliseo. «¡Estorba­do!» Giezi hubiese desplumado a este hombre
intentando obtener el máximo provecho de él... Por fin tenían
en sus manos un «pez gordo» que podía hacer cambiar a mejor la
vida escasa e insegura en el servicio de Dios – ¡y Eli­seo lo rechaza
todo!
¡Cuán diferente actuó la sierva de Naamán expresando su sin-
cero sentimiento por la enfermedad mortal de su se­ñor!
El siervo de Eliseo, aún en esa situación seguía dominan­do

• 128 •
bien el lenguaje de los creyentes: «Vive el Señor, que...». Estas pala-
bras exactamente fueron las que había usado Eliseo para rechazar
el dinero de Naamán. Y estas mismas palabras piadosas que nor-
malmente hubieran te­nido que quitar a Giezi de mentir y enga-
ñar este hipócrita las utilizó para introducir así su plan siniestro.
Menos mal que por lo menos omitió la segunda parte de dicha
frase «...en cuya presencia estoy». ¿Podemos deducir de este hecho
que aún le quedaba un ínfimo resto de mala conciencia?
El lenguaje piadoso puede aprenderlo un papagayo. ¡Cuidado,
no seamos habladores! (Palabras de Hans Dannenbaum). Esto me
hace recordar más de un pecado ruin cometido en mi juventud.
A pesar de haberme criado en un hogar cristiano, conociendo la
Biblia desde muy pequeño – yo era tan empedernido y taimado
¡que comen­zaba estos pecados con una oración! Me parece que
habrá muy pocos pecados en nuestras iglesias que no fueran ini-
ciadas con semejante palabrería piadosa.
«...Y tomaré de él alguna cosa». Como nos recuerda esta
forma de pensar y de hablar al hijo mayor en Lucas 15 que veía
como «aguafiestas» la comunión con su padre. A Giezi le pasaba
lo mismo. La comunión con Eliseo no ha­bía llenado su corazón,
sino «el engaño de las riquezas» y «las codicias que hay en las otras
cosas» (Mc 4:19) habí­an envenenado sus deseos.

Dos hombres en marcha

Giezi siguió «corriendo» a Naamán. Y el general al perci­bir al


siervo que corría tras él saltó de su carro para reci­birle.
En el Nuevo Testamento hallamos varios pecados de los cua-
les debemos «huir corriendo»: «el amor al dinero» (1 Ti 6:10),
«las pasiones juveniles» (2 Ti 2:22), «la fornica­ción» (1 Co 6:18) y
«la idolatría» (1 Co 10:14). Estos pe­cados son evidentemente tan
peligrosos y persistentes que la única salida consiste en la huida.

• 129 •
Giezi hace lo contrario, su avaricia y amor al dinero lo impul-
san hacia adelante.
Por el otro lado vemos al general del ejército que ya no se
preocupa por su propia dignidad y se baja de su carro. Su fe le
impulsa a preocuparse por el bienestar de sus nuevos amigos
israelitas: ¿Va todo bien?
Es interesante la inteligencia e imaginación que demues­tra
Giezi para presentar a «ese sirio» una historia creíble y bastante
conciliable con el comportamiento de Eliseo. En su ingenuidad
el general no se percató de esa perfidia. Con otras palabras le dijo
más o menos: «Por supuesto que Eliseo no pide nada para sí mismo
– ¡nunca tal acontezca! Pero, cosas que pasan, mira por donde aca­
ban de venir de visita, sin previo aviso, dos hijos de los profetas bas-
tante debilitados por la hambruna y faltos de ropa. Con un talento
de plata y dos mudas de vestido se podría poner fin a toda esa mise-
ria. Anda, dame...»
(Muchos de los lectores estarán también familiarizados con los
muchos mendigeos por carta de ciertas misiones que también lo
hacen en el nombre de Dios y con pala­bras similares a las de
Giezi).
Se ve que Giezi no tiene escrúpulo alguno, pues no temió
introducir su cuento de hadas enternecedor con las pala­bras: «Mi
señor me envía a decirte...»

La ingenuidad de la fe

Naamán no dudó ni un momento de la verdad de esta his­toria.


Se alegró de poder mostrar por fin su gratitud para con Eliseo no
solamente con palabras, sino haciéndole un favor. Espontánea-
mente le ofrece la doble cantidad de plata «y le insistió». Aparen-
temente Giezi había rechaza­do primero este gran regalo – quizá
con palabras y gestos modestos a lo fariseo.

• 130 •
Pero ahora surge un nuevo problema, con el que Giezi
se­guramente no había contado – ¡y es que dos talentos de plata
pesaban nada menos que unos 70 kilos! Añadido a eso, dos ves-
tidos nuevos, todo eso era imposible de lle­varlo él solo y meterlo
en su cuarto sin ser visto. Y luego otra cosa desagradable: Naa-
mán insistió en que dos de sus criados llevaran estas riquezas
«delante de él» hacia donde estaba Eliseo.
Cuando por fin llegaron cerca de donde Eliseo estaba alo­jado,
Giezi tuvo que convencer a los mozos a que no si­guieran ade-
lante y dejaran la carga en el suelo. Quién sabe cuántas mentiras
más tuvo que imaginar para lograr que los siervos extrañados no
cumplieran del todo el mandato de su señor. Pero no se fueron
hasta que vieron que lo guardó todo bien y que el regalo de Naa-
mán de al­guna manera había llegado a su destino.

«Antes se pilla a un mentiroso que a un cojo...»

Giezi se enfrentaba ahora a un montón de nuevos proble­mas:


¿dónde meter tanta plata sin ser visto de nadie? ¿Debería ponerlo
en un lugar secreto y meterlo poco a poco a su cuarto? ¿Y qué
pasaría si Eliseo hubiera visto a los dos mozos de Naamán car-
gando los regalos? ¿Qué historia podría inventarse y contarle?
Cuando los ayudadores sirios emprendieron su camino de
regreso, Giezi se atrevió a presentarse delante de su se­ñor, y segu-
ramente que le temblaban las rodillas. Eliseo le recibió con una
breve pregunta: «¿De dónde vienes, Giezi?»
Esto le dio la oportunidad de confesar su pecado con una res-
puesta sincera. Y Eliseo conscientemente le había dado esta oca-
sión para confesar. Igual como el Señor Je­sús obró con Judas a
quien le ofreció una última posibili­dad para arrepentirse y vol-
ver atrás, después de que éste le había entregado con un beso:
«Amigo, ¿a qué vienes?» (Mt 26:50).

• 131 •
Giezi no aprovechó esta última oportunidad de volver al
camino recto con su vida fracasada. Intentó quitarse de encima
a su señor usando de otra mentira esquiva. Igual como hacía-
mos nosotros de niños cuando nuestra madre ya sospechaba algo
de nuestras fechorías y descubría el pastel. Entonces nos pregun-
taba: «¿Dónde habéis estado?» Y nosotros contestábamos: «en
ninguna parte» – «¿Qué habéis hecho?» – «¡Nada!».

El corazón de un pastor

La respuesta de Eliseo nos muestra su corazón preocupa­do y


compasivo: «¿No estaba también allí mi corazón, cuando el hombre
volvió de su carro a recibirte?» Dios le había revelado las mentiras
desvergonzadas de su sier­vo y eso seguramente le habría impul-
sado a orar a Dios encarecidamente por Naamán, este «recién
convertido», para que no naufragara su fe en el Dios de Israel por
cul­pa de la hipocresía y avaricia de Giezi,
¡Cómo le habrá dolido a Eliseo en su corazón al ver los sueños
necios y egoístas de su criado que hasta ese mo­mento había com-
partido su vida sencilla!
Las circunstancias exteriores más positivas no pueden cambiar
el corazón de una persona – esta experiencia do­lorosa la conoce-
mos todos bien. Es posible convertirse en un ladrón y en un trai-
dor bajo las condiciones más favo­rables, si Dios no transforma
el corazón. Y también es verdad que en un ambiente de lo más
complicado y des­favorable se puede ser luz y sal como la sirvienta
creyen­te en la casa del entonces incrédulo Naamán y su entorno
impío.

• 132 •
Error de cálculo fatal

«¿Es tiempo de tomar plata, y de tomar vestidos,...?» Con qué terror


se habrá dado cuenta Giezi que Eliseo no sólo conocía su men-
tira, sino también sus pensamientos, dese­os y planes para el
futuro:
– Invertir la plata de Naamán en olivares y viñas para por fin
poder disfrutar de la vida
– Los vestidos nuevos, para representar honra y riqueza y dejar
atrás la modestia y la pobreza.
– El ganado, los siervos y siervas, para ya no tener que servir más
desinteresadamente, sino para ser servido y ser por fin señor.

Giezi se equivocó gravemente. Eliseo, por el contrario, sabía en


los tiempos en que vivía: Sólo quedaban un par de décadas y
después Israel iba a sufrir el cautiverio asi­rio y con ello todas las
inversiones perderían por comple­to su valor.
Sólo tiene un valor eterno lo que la gracia de Dios puede obrar
en nosotros y a través de nosotros para la gloria de Dios.
La analogía para nuestros días es obvia: es muy trágico si
derrochamos sin sentido nuestra corta vida que Dios nos ha con-
fiado, sin usarla para la eternidad y no haciendo caso del reino de
Dios.
«Y salió de delante de él leproso, blanco como la nieve.» La
lepra de Naamán se le pegó a él y a sus descendientes. ¡Cuánto
le habrán pesado y habrá maldecido sus decisio­nes equivocadas,
mientras abandonaba la casa de Eliseo cerrando la puerta detrás
de sí. «Quiso echar mano de la riqueza de Naamán y heredó por ello
la enfermedad de Naamán, perdiendo su lugar como siervo del pro-
feta» (Hamilton Smith).
«El engaño de las riquezas y las codicias que hay en las otras
cosas» (Mc 4:19) había encontrado y devorado a otra víctima más.

• 133 •
Capítulo 15

El hacha perdida

Los hijos de los profetas dijeron a Eliseo: He aquí, el lugar en que


moramos contigo nos es estrecho. Vamos ahora al Jor­dán, y tomemos
de allí cada uno una viga, y hagamos allí lu­gar en que habitemos. Y
él dijo: Andad. Y dijo uno: Te roga­mos que vengas con tus siervos. Y
él respondió: Yo iré. Se fue, pues, con ellos; y cuando llegaron al Jor-
dán, cortaron la ma­dera. Y aconteció que mientras uno derribaba
un árbol, se le cayó el hacha en el agua; y gritó diciendo: ¡Ah, señor
mío, era prestada! El varón de Dios preguntó: ¿Dónde cayó? Y él le
mostró el lugar. Entonces cortó él un palo, y lo echó allí; e hizo flotar
el hierro. Y dijo: Tómalo. Y él extendió la mano, y lo tomó.

En la vida de Eliseo nos encontramos a menudo con epi­sodios


notablemente raros. Recordemos el problema del agua mortí-
fera en el capítulo dos, que originaba abortos e infecundidad. El
remedio de Eliseo fue entonces la sal. Echó sal al agua del manan-
tial y el agua «sanó».
En Gilgal (cap. 4) durante la hambruna estaba «la muerte en
la olla» por causa de una hortaliza salvaje no comesti­ble. En esa
situación Eliseo echó harina en la «gran olla» y «no hubo más mal
en la olla».
En la historia que consideraremos ahora uno de los «hijos de
los profetas» pierde su herramienta de hierro durante el trabajo.
Se le ha caído al agua del Jordán y se ha hun­dido. Aquí Eliseo
echa nada menos que un trozo de ma­dera al agua, el cual normal-
mente debería flotar sobre el agua, pero leamos bien y maravillé-
monos: parece como si la madera se hundiera y que el hierro ven-

• 134 •
ciera la fuerza de la gravedad saliendo del agua, donde el hombre
lo toma pudiendo de nuevo trabajar con la herramienta.
Son historias maravillosas con lecciones espirituales de gran
valor para todos aquellos que siguen al Señor y aman Su Palabra.

¿Sólo un trozo de hierro?

El relato extraordinario e interesante sobre la curación del gene-


ral del ejército sirio durante una situación políti­ca delicada para
Israel (cap. 5) es digno de quedar docu­mentado, y es también
para nosotros importante, pues in­cluso nuestro Señor lo cita en
el Nuevo Testamento. ¿Pero una herramienta perdida que por
muy poco dinero se puede comprar en cualquier sitio? ¿Es eso
digno de quedar escrito en las Sagradas Escrituras?
Claro está que Eliseo se preocupa de ambas cosas: tanto de
la lepra de Naamán como del hacha de un «hijo de profeta» sin
nombre. En esto es un ejemplo conmovedor de nuestro Salvador
y Dios, del cual leemos en el Salmo 147:4 que «cuenta el número
de las estrellas y a todas ellas llama por sus nombres» y un versículo
antes que «sana a los quebrantados de corazón y venda sus heri­das.»
Es el Señor que alimentó a 5000 hombres con sus muje­res y
niños con tan solo 5 panes y 2 peces, pero que al mismo tiempo,
después de su resurrección se preocupó de sus siete discípulos
con frío, cansados, hambrientos y derrotados. A orillas del lago
de Genezaret los fortaleció y animó con un fuego para calentarlos
y con pan y pesca­do. ¡Y este maravilloso Señor se preocupa tam-
bién por nuestros grandes y pequeños problemas personales!
En los versículos que ahora vamos a considerar veremos mul-
titud de escenas y temas que nos transmitirán impor­tantes leccio-
nes. Por una parte veremos en Eliseo un es­pejo de nuestro Señor
Jesús, pero también un ejemplo de un padre espiritual en su trato
con la generación más jo­ven.

• 135 •
Falta de espacio

A pesar de la decadencia e idolatría en el pueblo de Isra­el, en un


tiempo donde hacía pocos años Elías se había quejado diciendo:
«Yo solo he quedado» (1 R 19:10), nos encontramos aquí con tan-
tos hombres jóvenes temerosos de Dios reunidos que hubo pro-
blemas de espacio. Hoy dirían que era un enorme «iglecreci-
miento».
Si hubieran hecho una entrevista a estos jóvenes pregun­
tándoles por el secreto de este feliz desarrollo, probable­mente la
respuesta hubiese sido muy breve y clara: «El varón de Dios, Eli-
seo, está aquí!». Él era el imán, lo que los atraía y al rededor del
cual todos estos hombres se reunían de forma que el lugar se les
hacía estrecho.
Hoy se cree que el crecimiento en las iglesias se puede lograr
mediante muchas atracciones: música adecuada, show, teatro y
a veces incluso cerveza y salchichas para atraer a la gente y lle-
nar las salas. Se esmeran mucho en entretener la gente de forma
excelente y ofrecer un am­biente agradable, gastándose grandes
cantidades para conseguir una buena ventilación y comodidades
de toda clase. Pero tarde o temprano estos edificios se ponen en
venta o en subasta porque el éxito (si es que lo hay) es de poca
duración.
A. W. Tozer escribió con sarcasmo: «Enseñadme una iglesia
cuyo único atractivo sea Cristo».
Y en otro lugar: «Cuando creyentes de verdad se reúnen al rede-
dor del Cristo que está presente, allí es casi impo­sible vivir una reu-
nión mezquina y deplorable.»
Cuando leemos que hace más de 60 años en el centro de Ale-
mania, en Essen, se reunían cada domingo 700 jóve­nes entre
13 y 18 años, sólo para escuchar en primer lu­gar historias de la
Biblia, nos asombramos. Pero si pre­guntásemos al pastor Wil-
helm Busch, que dirigía estas reuniones, él nos contestaría, si aún

• 136 •
viviera: «Pues lo ha­cen, porque se habla de Jesucristo y porque cada
do­mingo por la mañana después del culto 120 jóvenes co­laboradores
se ponen a orar sobre sus rodillas para que Dios dé su bendición.»
Allí donde Cristo está verdaderamente en el centro, sien­do
«el único atractivo», allí habrá problemas de espacio, incluso en
estos últimos tiempos donde tanta decadencia hay. Allí donde
hay vida, hay crecimiento. No solo en China, donde desde nues-
tro punto de vista observamos ahora el mayor avivamiento mun-
dial, sino también aquí en nuestras latitudes.
No esperamos un avivamiento global, pero allí donde haya
localmente corazones ardiendo para nuestro Señor, donde se
practique la oración y donde la Palabra de Dios sea la norma y
autoridad, allí se abrirán puertas y corazo­nes y también se llena-
rán las habitaciones.
Por supuesto que hay excepciones. El apóstol Pablo al fi­nal de
su vida se encontró bastante solo. Pero ese dicho que «lo pequeño
es hermoso» ¡que no sea como un cal­mante para nuestra poca fe,
pereza e indiferencia!

El plano de construcción

En el relato vemos que los «hijos de los profetas» están activos y


motivados. No se conforman con el encanto de las habitaciones
repletas. No quieren conservar lo que tie­nen o fomentar las tradi-
ciones queridas, sino que miran hacia adelante y se atreven a dar
nuevos pasos.
Eso precisamente es el fuerte de la generación joven: tie­nen
valentía, energía y no temen arriesgarse. Pero lo her­moso y alen-
tador es que no forjan sus planes de oposi­ción en alguna cámara
secreta a puertas cerradas. No ac­túan en contraposición a lo que
hicieron los antiguos, sino que buscan el consejo, la experiencia y
el apoyo de Eliseo diciendo: «Vamos ahora...»

• 137 •
Del hijo de Salomón – el joven rey Roboam – leemos como
en una situación de crisis dejó a un lado el consejo de los ancia-
nos causando a raíz de ello la separación y di­visión del reino en
el pueblo de Dios. Este ejemplo la­mentablemente encuentra hoy
muchos imitadores.

El solar para la construcción

No escogen una finca cercana, sino que le sugieren a Eli­seo ir al


Jordán, un lugar tan evocador por su historia, y comenzar allí
con la obra. En ese río fue bautizado Naa­mán, el sirio. Por allí
pasó el arca hace muchos siglos abriendo el camino a la tierra
prometida. Después de pa­sar quedaron sepultadas allí doce pie-
dras como símbolo para el pueblo de Dios. Y a orillas de este río
querían tra­bajar, edificar y vivir.
Los lectores de la Biblia que estén un poco familiarizados con
su tipología, verán en esta escena un bello ejemplo de lo que es
trabajar para el Señor con una actitud espiri­tual y conscientes de
haber «muerto con Cristo» (Gál 2:20).

El permiso de construcción

La reacción de Eliseo a las propuestas de estos hombres activos es


notable: «Andad». No frenó su celo, no men­guó su valor, ni les
avisó de los posibles peligros, sino que parece que se alegró por su
celo y confianza.
Si nosotros como iglesia en el pasado y en el presente
hu­biéramos tomado en serio el mandato del Señor a sus dis­
cípulos: «Pedid al Señor de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt
9:38), no se hubiera impedido ni frenado a tantos y tantos jóve-

• 138 •
nes dispuestos y talentosos que tenían la intención de servir a
Dios como misioneros.
La historia de la iglesia de Herrnhut del Siglo XVIII, por el
contrario, nos da un ejemplo muy alentador, porque en una sola
generación salieron 300 hermanos (casi todos jóvenes) a todo el
mundo con las oraciones y el cuidado de la iglesia, sembrando
una simiente que ha dado mu­chísimo fruto.

Una petición poco vista

«Te rogamos que vengas con tus siervos». Casi nos dan ganas de
decir que suena demasiado bien para ser verdad: que jóvenes acti-
vos no quieran trabajar solos, sino unidos con la generación de
los mayores. Y el varón de Dios mayor y lleno de experiencia no
los frenó ni les reprochó su poca experiencia en la edificación
del local. Estaba dispuesto a abandonar tradiciones queridas, y
no sólo es­taba dispuesto a dejarles ir, sino también a ir con ellos.
Qué ilustración más hermosa del Salmo 133: «¡Mirad cuán bueno
y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía! ... Por-
que allí envía el Señor bendi­ción.»

Un trágico accidente de trabajo

Pero el trabajo unido y feliz quedó interrumpido por un grito.


Uno de los hijos de los profetas había perdido su herramienta.
Mientras estaba diligente talando un árbol, el hierro de repente
se soltó del mango y cayó al Jordán con gran chapoteo. ¿Cómo
pudo ocurrir tal cosa? ¿Fue casualidad? ¿Había dado demasiado
fuerte con el hacha por jactarse y hacer exhibición de su fuerza?
¿O había sido imprudente al no preocuparse del mantenimiento
y cuido de la herramienta? No lo sabemos. Pero lo que está claro,

• 139 •
es que había perdido su capacidad de talar árboles. En este punto
la historia es de gran actualidad para noso­tros: es cierto que se
puede descuidar el don y la capaci­dad para el servicio. Con el
mango hubiera podido seguir haciendo algo de ruido y mostrar
o aparentar cierta acti­vidad, pero había perdido su contunden-
cia y fuerza de combate. La lección se entiende fácilmente: Cada
herma­no y cada hermana han recibido de Dios por lo me­nos un
don del Espíritu comparable con el hacha presta­da. Y allí hay al
menos tres grandes peligros:

1. Un «hacha» puede oxidarse


Eso ocurre cuando uno deja de trabajar con ella. Algunos
entierran el «talento» que les ha sido encomendado. Por eso
Pablo exhorta al joven Timoteo: «No descuides el don que hay en
ti...» (1 Ti 4:14). Aquel que no entrena y utiliza sus músculos en
la vida normal, poco a poco per­derá su vigor y su efectividad.
Esto mismo puede ocurrir en la vida espiritual.

2. Un «hacha» puede embotarse


Este sería el problema contrario, pues ocurre cuando se tra-
baja con la herramienta, pero sin cuidarla y sin afilarla con regu-
laridad. Entonces el trabajo se hace pesado e ine­fectivo. Traba-
jar con hachas, hoces o machetes embota­dos cansa más y signi-
fica más esfuerzo.
Si descuidamos el tiempo devocional personal con la ora­ción
y estudio de la Palabra, por tener tantos ministerios para el Señor
y tantos servicios, entonces perderemos la fuerza y la autoridad
para el servicio. Así como el arco de un violín o de cualquier otro
instrumento de cuerdas tiene que ser aflojado después de su uso,
para que después vuelva a adquirir una buena tensión, así noso-
tros también necesitamos este tiempo de relajamiento.
La grandeza y urgencia del cometido no debe causar que el
tiempo de la comunión con el Señor sea acortado. Si en los evan-

• 140 •
gelios leemos tantas veces que el Señor iba a lugares desiertos
para estar solo ¡cuánto más necesitare­mos nosotros estos momen-
tos, para recibir la fuerza ne­cesaria para nuestro servicio!

3. Un «hacha» puede perderse


Eso justamente es lo que ocurrió. La Biblia y la historia de la
iglesia están llenas de ejemplos de cómo hermanos y hermanas
dotados, que se hicieron inútiles para el ser­vicio en la obra del
Señor por culpa de imprudencia, alti­vez, orgullo, la confianza en
sí mismos y otros pecados morales.
«Los siervos de Dios tienen que caminar y vivir cuidado­samente
delante del Señor, haciendo regularmente el in­ventario de sus ‹herra-
mientas› para no perder nada de lo que tanto les hace falta» (Warren
W. Wiersbe en su libro «Sei anders» [Sé diferente]).

Un grito

Ya vimos en los relatos anteriores que muchas veces se oían gritos


en las cercanías de Eliseo. Evidentemente era un hombre delante
del cual uno podía derramar su cora­zón sinceramente, sin tener
que fingir nada ni esconderse.
Cuántas penas y males psicosomáticos nos evitaríamos en
nuestras iglesias si reinara en nuestras reuniones se­ mejante
ambiente de honestidad. Entonces no habría esas reuniones de
oración tan pesadas y agotadoras.
Pero este joven no sólo llama la atención sobre sí mismo
dando voces, sino que no se anda con rodeos y dice en seguida
cuál es su problema y lo que le ha pasado: «¡Ah, señor mío, era
prestada!» El hacha no era suya, sino prestada. Tenía que dar
cuentas al dador. Nosotros tam­ poco somos los propietarios
de algún don espiritual, sino sólo administradores. Y también
nosotros tendremos que dar cuentas ante el Tribunal de Cristo

• 141 •
(1 Co 5:10) de lo que hemos hecho con los talentos que nos
han sido enco­mendados. «Cada uno según el don que ha recibido,
mi­nístrelo a los otros, como buenos administradores de la multi-
forme gracia de Dios» (1 P 4:10).
Se lo gritó a Eliseo – y qué bien que el varón de Dios es­taba allí
presente y tenía sensibilidad. Probablemente no estaría muy ejer-
citado como para talar árboles – eso dejó que lo hicieran los más
jóvenes. Pero Eliseo estaba dotado y con experiencia en cuanto
a encontrar lo que es­taba perdido. Y esta es una tarea especial-
mente importan­te y urgente de los pastores.

Un buen modelo de consejería bíblica

Después de esa triste confesión Eliseo no hizo flotar


in­mediatamente el hierro, sino que hizo primero una pre­gunta
concreta: «¿Dónde cayó?» El hijo de profeta tuvo que enseñarle
exactamente el lugar donde ocurrió el acci­dente.
¡Qué lección más importante para la consejería mutua en­tre
creyentes! Las preguntas concretas son importantes para poder
hacer el diagnóstico preciso y para después poder ofrecer la
ayuda: «¿Dónde lo perdiste?», «¿Dónde está el gato encerrado?»,
«¿Cuál es la causa de tu pro­blema?» «¿Con qué comenzó tu adicción
a la pornogra­fía?», «¿Cuándo y por qué dejaste de orar?» etc.
Estas preguntas directas son importantes para el afectado, para
descubrir y reconocer la razón de su pérdida de vi­gor, de su ren-
dición al Señor o de su amor.
Nuestro Señor le preguntó tres veces a Pedro, incluso en pre-
sencia de sus discípulos: «¿Me amas más que éstos?», «¿me amas?»,
«¿me amas?» (Jn 21:15-17). Estas pregun­tas eran necesarias, para
que Pedro (que había negado al Señor) reconociera la causa de su
pecado: su altivez y la confianza en sí mismo.
El joven reaccionó con sinceridad a la pregunta directa de Eli-

• 142 •
seo. Seguro que fue doloroso para él ir al lugar del ac­cidente.
Pero no se defendió ni buscó excusas. «Le mos­tró el lugar».

El remedio

Después de haber puesto en claro la cuestión de la res­


ponsabilidad, Eliseo pudo echar mano del «remedio» y usarlo: un
palo o un trozo de madera que echó al agua.
Moisés en su día echó también un trozo de madera al agua
amarga de Mara. El agua se hizo dulce y el pueblo pudo beber
(Éx 15:25).
Aquí, sin embargo, se echó un trozo madera en el Jordán para
volver a traer algo perdido. Y en el Monte Calvario estuvo una
vieja cruz, donde el crucificado tomó sobre sí la amargura de la
muerte, para volver a traer al Padre lo perdido. Pero también para
volver a dar nuevas fuerzas, gozo, pureza y autoridad para el ser-
vicio, que se habían perdido por el pecado.

Estímulo

«Tómalo». Seguro que el joven sacaría el hacha del agua con


un corazón avergonzado y lleno de gratitud. Pero se­guramente
también con una nueva conciencia de respon­sabilidad por esta
valiosa herramienta. Muy probable­ mente jurando no tratarla
nunca más a la ligera.
William MacDonald dijo una vez que «nuestro Dios es un
Dios que da una segunda oportunidad» recordando a David, Elías,
Pedro y Juan Marcos.
Si esto no fuera así, ninguno de nosotros aún estaría entre los
que siguen al Señor. Esta gracia de Dios debería ha­cernos agrade-
cidos, humildes y modestos, para servirle con nueva alegría.

• 143 •
Capítulo 16

De lo que hay que «cuidarse»...

Tenía el rey de Siria guerra contra Israel, y consultando con sus sier-
vos, dijo: En tal y tal lugar estará mi campamento. Y el varón de
Dios envió a decir al rey de Israel: Mira que no pases por tal lugar,
porque los sirios van allí. Entonces el rey de Israel envió a aquel lugar
que el varón de Dios había di­cho; y así lo hizo una y otra vez con el
fin de cuidarse. Y el co­razón del rey de Siria se turbó por esto; y lla-
mando a sus sier­vos, les dijo: ¿No me declararéis vosotros quién de los
nues­tros es del rey de Israel? Entonces uno de los siervos dijo: No, rey
señor mío, sino que el profeta Eliseo está en Israel, el cual declara al
rey de Israel las palabras que tú hablas en tu cá­mara más secreta. Y él
dijo: Id, y mirad dónde está, para que yo envíe a prenderlo. Y le fue
dicho: He aquí que él está en Dotán. (2 R 6:8-13)

La Palabra de Dios nos acababa de relatar la extraña es­cena donde


un hijo de los profetas no «había tenido cui­dado» al talar los
árboles y había perdido su hacha presta­da. El hierro se había sol-
tado del mango y se había hun­dido en las aguas del Jordán. Pro-
bablemente fue por cau­sa de la imprudencia y presunción. Pero
el varón de Dios estaba allí mismo e hizo flotar el hierro perdido.
Se puede decir que fue una simple experiencia cotidiana
y local del círculo de unos jóvenes que se habían juntado con
Eliseo. Pero, no obstante, contiene mucha enseñanza espiritual
valiosa para todo aquel que de alguna manera esté colaborando
en la casa de Dios.
La historia que sigue y que ahora vamos a considerar transcu-
rre en un marco completamente diferente y con gran importancia

• 144 •
en la política de exteriores. Se trata de los reyes de Siria y de Israel
enemistados entre sí. El rey sirio quería realizar una campaña mili-
tar sofisticada con­tra el pueblo de Israel. Aquí no se trataba pues
de peque­ñas incursiones de «cuadrillas» que asaltaban algún pue-
blo o ciudad de Samaria, según lo relata el capítulo anterior, sino
que se trata aquí de una sólida campaña con «caballos, carros y
un grande ejército» (v. 14). Aquí era necesario que el rey de Israel
estuviera prevenido. Es in­teresante que el relato no menciona el
nombre del rey de esta historia; tampoco el nombre del criado
de Eliseo, ni el del siervo que le contó al rey de Siria acerca de
las ca­pacidades sobrenaturales de Eliseo. Por el contexto pode­mos
suponer que se trataba de los reyes Ben-adad II. y Joram, el hijo de
Acab, – pero parece como si el Espíritu de Dios quisiera más bien
poner nuestra atención en el Dios de Israel y su profeta Eliseo.

Lo que distingue a un profeta de Dios

Mientras que el rey sirio estaba deliberando con sus sier­vos y


determinando con precisión los lugares estratégicos donde acam-
par con su ejército y desde donde atacar a Is­rael, Eliseo ya cono-
cía sus planes y dio aviso al rey de Is­rael: «Mira que no pases por
tal lugar, porque los sirios van allí».
Un aviso inequívoco para Joram, en quien Eliseo no tenía
mucha confianza que digamos, ni tampoco le tenía en gran
estima como vemos en el capítulo 3, versículo 13. En otra situa-
ción más adelante veremos como Joram ju­rará decapitar al varón
de Dios (2 R 6:31).
Pero Eliseo le reconoció como rey de Israel a pesar de que era
un idólatra. El peligro para el pueblo de Israel era inminente,
pues iba a ser asaltado desde una emboscada y eso era para Eliseo
motivo suficiente para avisar muy cla­ramente al rey de Israel y a
sus súbditos, a pesar de todas sus experiencias negativas con él.

• 145 •
Eso precisamente es también en nuestros tiempos una de las
características de un profeta de Dios: no importa lo apóstata que
sea el pueblo de Dios y sus representantes – cuando amenaza un
peligro, el profeta no debe callar, cuales quiera que sean las con-
secuencias.
El Señor le dijo a Ezequiel:
«A ti, pues, hijo de hombre, te he puesto por atalaya a la casa de
Israel, y oirás la palabra de mi boca, y los amo­nestarás de mi parte»
(Ez 33:7).
Hoy las amenazas para el pueblo de Dios son la crítica de la
Biblia, la inmoralidad, la indiferencia, el egoísmo y el materia-
lismo. Que Dios nos conceda hombres y mujeres que no callen
ante estos desarrollos, sino que den aviso concreto de estos peli-
gros en amor y claridad sin rodeos. Sería trágico si el veredicto de
Dios sobre los profetas de Israel en los tiempos de Isaías se apli-
cara también a noso­tros: «Sus atalayas son ciegos, todos ellos igno-
rantes; todos ellos perros mudos, no pueden ladrar; soñolientos, echa­
dos, aman el dormir» (Is 56:10).

Lugares peligrosos

Este pasaje bíblico seguramente podemos aplicarlo tam­bién a


nuestra vida personal. Nosotros también nos las te­nemos que
ver con un enemigo que cuenta con una expe­riencia de siglos en
cuanto a la seducción de los hombres y que emplea su inteligen-
cia para «devorarnos» (1 P 5:8).
Joram entonces no sospechaba nada de lo que se estaba fra-
guando a sus espaldas, y a nosotros nos está pasando lo mismo.
Satanás conoce muy bien nuestros puntos dé­biles, por haber-
nos observado muy bien, mientras que nosotros creemos estar
seguros, sin sospechar nada y a menudo sin conocer ni siquiera

• 146 •
las deficiencias en nues­tro carácter y los frentes de ataque que le
ofrecemos.
A menudo tenemos una imagen completamente equivo­cada
de nosotros mismos, teniendo cuidado de ciertos puntos débiles
generales en nuestra vida, mientras que somos ciegos para nues-
tras debilidades reales y nuestros pecados. A veces reaccionamos
asombrados o incluso indignados cuando alguien tiene el amor y
el valor de llamarnos la atención sobre las debilidades y los peli-
gros en nuestro carácter que durante años han estado originando
sufrimiento en otras personas y han debilitado nuestra credibili-
dad.
Deberíamos estar agradecidos cuando en tal caso existan seme-
jantes «profetas» como Eliseo, que nos muestren donde están los
peligros para nosotros y qué lugares, en­cuentros, influencias etc.
debemos evitar o con qué pre­paración debemos enfrentarnos a
ellos.
Hubiese sido mejor que Pedro hubiese evitado acercarse al
patio del sumo sacerdote, porque entonces no hubiese ocurrido
el terrible pecado de la negación del Señor Je­sús. Y aquel discí-
pulo (Juan probablemente) que en ese lugar no se enfrentó a nin-
gún problema, no fue ninguna ayuda para Pedro, cuando consi-
guió que Pedro pudiera entrara allí, por hablar con la portera en
favor de él, a pe­sar de que posiblemente sabía de la debilidad de
Pedro en este punto.
Si Sansón hubiese considerado bien su punto débil, hu­biese
evitado acercarse a la ciudad filistea de Gaza y al valle de Sorec
(Jue 16). Pero así cayó en el pecado, per­dió su fuerza, su visión y
finalmente su vida.

• 147 •
Un rey furioso y un soldado hablando en plata

Mientras que el rey de Israel se tomó en serio la adver­tencia del


profeta, «cuidándose» y evitando estar allí don­de Ben-adad había
planeado el asalto, éste estaba muy fu­rioso porque sospechaba
que entre sus soldados de con­fianza había un «zorro», es decir, un
traidor que informa­ba a su enemigo, al rey Joram, de su plan de
batalla se­creto, dejándole a él en ridículo.
De pronto pide la palabra uno de sus súbditos. Con una fran-
queza asombrosa y sin ningún apuro le explica a su rey que Eli-
seo, el profeta de Israel comunica al rey Joram toda palabra que
Ben-adad ha hablado en su dormitorio. Menuda vergüenza y
motivo de gran preocupación, oír tal análisis de la situación en
presencia de sus generales y consejeros.
Si nos imaginamos la situación es para reírse un poco y nos
preguntamos: ¿quién era ese soldado valiente que in­formó tan
lozano al rey sobre los poderes sobrenaturales de Eliseo, a quien
aparentemente conocía bien?
Algunos comentaristas sospechan que pudo haber sido el
general Naamán, porque había conocido las capacidades de Eli-
seo por su propia experiencia. Pero la Biblia guarda silencio sobre
esto y encamina nuestros pensamientos para que nos demos
cuenta que Dios no sólo conoce nuestras palabras y lo que hace-
mos, sino también nues­tros pensamientos y motivaciones:
«Oh Señor, tú me has examinado y conocido. Tú has co­nocido mi
sentarme y mi levantarme; has entendido des­de lejos mis pensamien-
tos. Has escudriñado mi andar y mi reposo, y todos mis caminos te
son conocidos. Pues aún no está la palabra en mi lengua, y he aquí,
oh Señor, tú la sabes toda» (Sal 139:1-4).
¿Es el hecho de la omnipresencia y omnisciencia de Dios algo
abrumador o algo liberador para nosotros?

• 148 •
¿Un pensamiento aterrador?

«... porque Dios conmigo está y Él todo mirará...»

Para el rey impío Ben-adad era un pensamiento aterrador que


alguien conociese sus pensamientos, palabras y he­chos más secre-
tos y privados. Esa persona tan sumamen­te desagradable había
que eliminarla. Un control ilimita­do y total de nuestra vida
parece quitarnos toda libertad, alegría de la vida y nuestro dere-
cho a decidir nosotros mismos según nuestra voluntad.
Este es un tema muy actual. Ya hace años se publicaron en
algunas revistas conocidas o en ciertos libros los testi­monios de
diferentes personajes evangélicos que se que­jaban de que de niño
en la escuela dominical o en sus ho­gares habían cantado tan a
menudo por ejemplo la can­ción: «Cuidado mis ojitos al mirar...»,
que no lo podían olvidar. Decían que esta canción tenía la culpa
de que como niños habían adquerido una imágen completa-
mente equivocada de Dios, pensando con miedo en Él por ser un
Dios amenazador. Así explicaban que eso habría ori­ginado consi-
derables trastornos psíquicos en ellos y pro­blemas espirituales tal
y como «una autoestima quebran­tada». Valga como ejemplo aquí
el testimonio de un co­nocido evangelista alemán que cuenta de
su crisis espiri­tual y de su cese como evangelista:
«Una canción que siempre cantábamos en la escuela do­minical
era la de «Cuidado mis ojitos al mirar...». ¡Me­nudo texto! ¿Ves? Aún
le sé de memoria. Igual que mu­chos otros textos y versículos de la
Biblia que me exhor­tan: ‹Ten cuidado de lo que haces en la vida,
porque Dios te está mirando. Y no está bien cómo estás viviendo tu
vida. Porque eres una persona pecaminosa y mala›. Ese es uno de los
temas recurrentes en mi vida. Aún hoy sigo teniendo problemas con
mi autoestima, y me cuesta aceptarme a mí mismo, porque de niño
nunca lo aprendí. ¿Comprendes?»
El mismo autor escribe de sus nuevas convicciones: «Yo, Tors-

• 149 •
ten Hebel, soy bueno. Suena raro, ¡pero es así! Pue­do estar orgulloso de
mí mismo. Tengo talentos y puedo gozarme de la vida. No tengo que
sentirme mal constan­temente, porque presuntamente soy un pecador y
sólo Dios es bueno. No. ¡Yo también soy bueno! ¡Soy bueno! ¡Soy bueno!
La certidumbre de la omnipresencia y omnisciencia de Dios
normalmente debería ser un gran consuelo y de mu­cho aliento
para nosotros los creyentes, y también un estímulo para vivir san-
tamente. David quien estaba medi­tando y maravillándose sobre
estos atributos de Dios en el Salmo antes citado, llegó a confesar:
«¡Cuán preciosos me son, oh Dios, tus pensamientos! ¡Cuán grande
es la suma de ellos! Si los enumero, se multiplican más que la arena;
despierto, y aún estoy contigo» (Sal 139:17-18).
Para Jacob, por el contrario, en su huida por el temor a la ven-
ganza de su hermano Esaú, a quien había engañado, la experien-
cia de la presencia de Dios fue un aconteci­miento que le infun-
dió gran temor, a pesar de todas las promesas que Dios le había
dado en un sueño. Cuando en aquella noche notable se despertó
y exclamó: «Cierta­mente el Señor está en este lugar, y yo no lo sabía.
Y tuvo miedo, y dijo: ¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que
casa de Dios, y puerta del cielo» (Gn 28:16-17).
Watchman Nee dice muy bien en su comentario sobre la vida
de José: «La casa de Dios es efectivamente temible para aquellos que
no han sido transformados por el Es­píritu de Dios» (W. Nee: «El
Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob»).
Si nosotros estamos siguiendo al Señor con pecados sin lim-
piar en nuestro equipaje, el conocimiento de la omnis­ciencia de
Dios no será una alegría para nosotros, sino que será motivo de
agobio.
La reacción de Ben-adad sobre las capacidades del profe­ta Eli-
seo no le llevó a reconocer su culpa, sino que origi­nó que man-
dara a su «grande ejército» (v. 14) para buscar y eliminar a ese
amonestador y destructor de sus planes. La clara intervención de
Dios no le llevó al arrepenti­miento.

• 150 •
Capítulo 17

Ojos abiertos y ojos ciegos

Entonces envió el rey allá gente de a caballo, y carros, y un gran ejér-


cito, los cuales vinieron de noche, y sitiaron la ciu­dad. Y se levantó
de mañana y salió el que servía al varón de Dios, y he aquí el ejército
que tenía sitiada la ciudad, con gente de a caballo y carros. Entonces
su criado le dijo: ¡Ah, señor mío! ¿qué haremos? Él le dijo: No tengas
miedo, por­que más son los que están con nosotros que los que están
con ellos. Y oró Eliseo, y dijo: Te ruego, oh Señor, que abras sus ojos
para que vea. Entonces el Señor abrió los ojos del cria­do, y miró; y he
aquí que el monte estaba lleno de gente de a caballo, y de carros de
fuego alrededor de Eliseo. Y luego que los sirios descendieron a él, oró
Eliseo al Señor, y dijo: Te ruego que hieras con ceguera a esta gente.
Y los hirió con ce­guera, conforme a la petición de Eliseo. Después les
dijo Eli­seo: No es este el camino, ni es esta la ciudad; seguidme, y yo
os guiaré al hombre que buscáis. Y los guió a Samaria. Y cuando lle-
garon a Samaria, dijo Eliseo: Señor, abre los ojos de éstos, para que
vean. Y el Señor abrió sus ojos, y miraron, y se hallaban en medio de
Samaria. Cuando el rey de Israel los hubo visto, dijo a Eliseo: ¿Los
mataré, padre mío? El le respondió: No los mates. ¿Matarías tú a
los que tomaste cau­tivos con tu espada y con tu arco? Pon delante de
ellos pan y agua, para que coman y beban, y vuelvan a sus señores.
En­tonces se les preparó una gran comida; y cuando habían co­mido y
bebido, los envió, y ellos se volvieron a su señor. Y nunca más vinie-
ron bandas armadas de Siria a la tierra de Is­rael (2 R 6:14-23).

Este pasaje tan interesante contiene cantidad de lecciones impor-


tantes sobre la capacidad de visión espiritual y so­bre la ceguera
espiritual.

• 151 •
En primer lugar, vemos aquí al criado de Eliseo del cual no
conocemos el nombre. A pesar de su celo espiritual está ciego en
cuanto a las realidades invisibles y por eso se llena de temor.
En segundo lugar la Biblia nos habla aquí del «gran ejér­
cito» sirio. Por la oración de Eliseo Dios hiere a este ejér­cito con
ceguera para que no vea las realidades visibles. Pocas horas más
tarde – otra vez en respuesta a la oración de Eliseo – los ojos de
estos soldados son abiertos de nue­vo y entonces ven la situación
amenazadora en la que se encuentran.
Luego tenemos en este pasaje al profeta Eliseo y vemos cómo
reacciona con profunda paz y tranquilamente oran­ do, aun
hallándose en circunstancias tan peligrosas. Re­acciona así, por-
que tiene ojos abiertos para las verdades espirituales.
Por último vemos aquí al rey de Israel que a pesar de ha­berle
fascinado a corto plazo todos los milagros a su alre­dedor, sin
embargo, no ha experimentado un cambio es­piritual. Tenemos
un himno donde el poeta pide algo en oración que todos noso-
tros necesitamos verdaderamente:

O Dios da a mis ojos la visión,


en ellos tu mano santa pon.
La plaga peor, yo diría
es no ver la luz en pleno día.
(Christian Friedrich Richter 1676 – 1711)

«Por armas deja ver astucia y gran poder...»

Un fuerte ejército con «carros y caballos» se ha puesto en marcha


para arrestar al profeta de Dios, por haber estor­bado los planes de
ataque del rey sirio. Llegan secreta­mente por la noche cercando la
ciudad Dotán, para a la mañana siguiente exigirle a la población
que le entreguen al profeta, del que sospechan que estaría teme-

• 152 •
rosamente escondido allí. ¡Qué despliege y atuendo para captu-
rar a un hombre indefenso! Todo lector de la Biblia al leer esta
escena pensará en otra noche cuando nuestro Señor Jesucristo
también fue buscado por una gran multitud con espadas y palos
(Mt 26:47), linternas y antorchas (Jn 18:3). Como si se tratara
de un criminal de peligro público, que huía de la luz del día y se
escondía por temor.

Un siervo temeroso

Sustituyendo a Giezi ahora este siervo sin nombre estaba al ser-


vicio del profeta, para aprender a su lado, compartir experiencias
y servirle modestamente. Un buen retrato de lo que debiera ser
la comunión bendecida entre dos cre­yentes, como lo practicó el
Señor con sus discípulos, o el apóstol Pablo con sus colaborado-
res más jóvenes.
Algo muy positivo nos llama la atención en este joven, y es
que se levantaba temprano, según leemos en el relato bíblico.
Pero su primera mirada temprano por la mañana no se fijó en
la Palabra de Dios y sus promesas, sino en un poderoso ejército
enemigo con carros y caballos que había cercado la ciudad.
También es positivo que este criado al ver este gran peli­gro
no huyó ni se escondió, sino que se apresuró a ir a Eliseo con
todo su miedo y temor a la muerte, descu­briéndole su corazón:
«¡Ah, señor mío! ¿Qué haremos?» Cuando no hay ningún peligro a
la vista cantamos de buen ánimo y en comunión con otros cre-
yentes: «¿Estás débil y cargado de cuidados y temor? A Jesús, refugio
eterno, dile todo en oración.»
Pero cuando de pronto aparece Satanás en nuestra vida diaria
rugiendo y amenazándonos, entonces queda de ma­nifiesto si lo
que confesamos con nuestras palabras o can­ciones es genuino o
no. ¡Qué bueno es entonces si en esa situación seguimos el ejem-

• 153 •
plo del siervo de Eliseo. El co­mentarista Henry Rossier escribe lo
siguiente sobre este suceso:
«Todo en el mundo es apto para infundir temor a unos pobres
y débiles seres pecaminosos como los somos no­sotros. Tenemos lucha
con circunstancias difíciles, con el mundo, sus seducciones o su ene-
mistad, con el odio de Satanás, con nosotros mismos y nuestra natu-
raleza peca­minosa... ¿Quién nos dará respuesta a tantas preguntas
inquietantes? ¿Quién podrá calmar el temor y la agita­ción de nues-
tros corazones? Dios solamente, porque Él tiene una respuesta para
todo.»

«No tengas miedo...»

¡Cuántas veces leemos estas palabras alentadoras tanto en el Anti-


guo Testamento como en el Nuevo! ¡Cuántas ve­ces nuestro Señor
alentó con estas palabras a sus discípu­los desanimados y temero-
sos, y consoló con ellas a per­sonas afligidas por la muerte de un
ser querido.
Eliseo, que ya hace tiempo sabía del cerco de la ciudad por los
enemigos, aquí le dice estas palabras a su «alum­no». Su criado,
unido en el servicio con su señor, tenía que vivir experiencias que
después de la muerte de su maestro debían marcar su ministe-
rio futuro. La actitud de Eliseo sin temor alguno y lleno de paz
frente a esta ame­naza fue algo inolvidable para su criado e igual-
mente im­portante como sus palabras. Por su experiencia Eliseo
pudo decirle lo que luego iba a vivir en la realidad: «Por­que más
son los que están con nosotros que los que están con ellos».
«Cuando un siervo de Dios se encuentra dentro de la vo­luntad
de Dios haciendo Su obra, entonces es inmortal hasta que haya con-
cluido su trabajo» (Warren W. Wiers­be).
Eliseo tenía una certidumbre la cual David ya había ex­presado
en sus Salmos:

• 154 •
«Cuando se juntaron contra mí los malignos, mis angus­tiadores
y mis enemigos, para comer mis carnes, ellos tropezaron y cayeron.
Aunque un ejército acampe contra mí, no temerá mi corazón; aun-
que contra mí se levante guerra, yo estaré confiado» (Salmo 27:2-3).
«El ángel del Señor acampa alrededor de los que le te­men, y los
defiende» (Sal 34: 7). Muchos sucesos de la Biblia nos cuentan
de cómo algunos fueron guardados, li­berados y animados por
medio de ángeles, los mensajeros de Dios. También sabemos de
misioneros que vivieron cosas asombrosas. Y seguro que noso-
tros mismos como discípulos de nuestro Señor habremos vivido
experien­cias parecidas o incluso hospedado «ángeles» sin saberlo
(Heb 13:1-2).

La oración pidiendo ojos abiertos

Eliseo no le reprocha a su criado su poca fe ni que dudó del poder


de Dios. Después de haberle animado fuerte­mente con pocas
palabras y después de haberle indicado el poder de Dios, Eliseo
ora por él. Son sólo pocas pala­bras, pero dejan muy claro que
todos nosotros depende­mos de la ayuda e iluminación por parte
de Dios – así también cuando oímos o leemos la Palabra de Dios:
«El oído que oye, y el ojo que ve, ambas cosas igualmen­te ha hecho
el Señor» (Pr 20:12).
«Abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley» (Sal 119:18).
Dios contestó inmediatamente esta oración, y causa un gran
impacto en el criado el hecho de ver el poder de Dios. Ve lo
que el profeta ya sabía hacía mucho tiempo y lo que él mismo
como «hijo» del profeta Elías había visto y experimentado antes
de su ascensión al cielo: «carro de fuego con caballos de fuego»
(2 Reyes 2:11).
«También para nosotros es bueno que seamos conscien­tes en la fe
y que nos acompañe el bendito conocimiento de que está con noso-

• 155 •
tros en nuestro viaje a través de un mundo enemigo Aquel que dijo:
‹No te dejaré ni te de­sampararé›. Y que somos objeto del cuidado
misericor­dioso de aquellos ejércitos de ángeles que son enviados ‹para
el servicio a favor de los que serán herederos de la salvación› (Heb
1:14).» (Cita de Hamilton Smith).

Una oración poco común

Eliseo y su criado alentado descienden del monte y se muestran


sin temor a la fuerza enemiga haciéndoles la oferta de mostrar-
les el camino y la persona que buscan. Pero Eliseo había orado
antes pidiendo a Dios que hiriera con ceguera a los enemigos.
Spurgeon comenta este pasaje así: «Podemos ser guías de ciegos,
pero no les podemos dar la visión; podemos exponer la verdad delante
de ellos, pero no podemos abrir sus ojos. Eso es obra de Dios úni­
camente.»
Quizás sus ojos estaban velados como los ojos de los dis­
cípulos de Emaús «para que no le conociesen» (Lc 24:16); o como
dice nuestro Señor de aquellos que no creen: «... viendo veréis, y
no percibiréis» (Mt 13:14).
¡Qué confianza tuvo Eliseo en que Dios contestaría su ora-
ción! Y con esa confianza fue a donde estaban los sol­dados – y
no olvidemos que su criado le siguió. Probable­mente temblán-
dole las rodillas, pero le siguió y así vivió una experiencia mara-
villosa en la fe.
Esas experiencias no se hacen en la mesa de escribir o le­yendo
biografías impactantes, sino solamente en la prác­tica.
Si nos imaginamos concretamente la escena de esta histo­ria
insólita notaremos algo de la ironía de Dios: Un poderoso ejér-
cito, infantería y caballería, siguiendo con­fiados a su enemigo
principal. Sin sospecha alguna son guiados a la capital del rey
enemigo, donde espantados reconocen de pronto a Eliseo a quien

• 156 •
buscaban y a los soldados enemigos mucho más potentes que
ellos. Todo porque Eliseo había vuelto a orar a Dios, pidiendo
que les abriera los ojos de nuevo.

Uno que viendo no ha comprendido nada

Con esta historia no salimos del asombro: El rey Joram, quien


poco más tarde en el mismo capítulo lleno de ira pedirá la cabeza
de Eliseo (v. 31) es testigo ocular de este milagro: ve como sus
enemigos son entregados indefen­sos delante de él, y cosa asom-
brosa, llama a Eliseo «pa­dre». De momento es positivo que no
empieza en seguida a sacudirles, sino que se dirige primero a Eli-
seo pidién­dole permiso: «¿Los mataré, padre mío?» (v. 21).
La respuesta de Eliseo dirigida a este «hijo del homicida» tor-
nadizo como calificará algo más tarde al rey de Israel en el v.
32, muestra algo del carácter ejemplar de Eliseo. No hace caer
fuego del cielo para sus enemigos, como Elías (2 R 1:10), sino que
muestra un comportamiento como más tarde mostraría nuestro
Señor Jesucristo cuan­do los dos «hijos del trueno» llenos de ira
querían respon­der al rechazo con «fuego del cielo» (Lc 9:54).
Nuestro Señor había mandado a sus discípulos inequívo­
camente cómo debían reaccionar ante la enemistad y el rechazo:
«Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os abo­rrecen; ben-
decid a los que os maldicen, y orad por los que os calumnian» (Lc
6:27).
Con la misma actitud reaccionó Eliseo ante la intención de
Joram. Manda hacer misericordia con los enemigos y darles una
gran comida (v. 23) después de su larga mar­cha, para bendecirlos
y al mismo tiempo avergonzar­los.
Qué lección más valiosa y práctica en cuanto a la bondad y
misericordia pudo haber aprendido Joram de Eliseo. Pero, lamen-
tablemente, el rey de Israel permaneció ciego ante estas cualida-

• 157 •
des, a pesar de que obedeció al mandato de Eliseo – probable-
mente con antipatía en su interior. Su corazón permaneció insen-
sible, y no hicieron mella en él los milagros vividos de la gracia de
Dios. Los vio, sí, pero no comprendió nada en absoluto.
Del reformador inglés William Tyndale, se nos cuenta que en
la misma hoguera pronunció una última oración antes de morir:
«¡Señor, abre los ojos al rey de Inglate­rra!» No pidió venganza, ni
un juicio para sus asesinos, sino ojos abiertos para la gracia de
Dios.
Fue una oración que nosotros hoy deberíamos orar más a
menudo ante los desvaríos políticos y morales de nues­tras autori-
dades en los últimos tiempos.
Así termina esta historia dramática con la retirada de los sol-
dados sirios, que esperamos que volvieron a su patria con una
profunda impresión permanente de la gracia, misericordia y ver-
dad del Dios de Israel y de su profeta Eliseo, y nunca más partici-
paron en incursiones semejan­tes.

• 158 •
Capítulo 18

Pecado desbordante y gracia sobreabundante

Después de esto aconteció que Ben-adad rey de Siria reunió todo su


ejército, y subió y sitió a Samaria. Y hubo gran ham­bre en Samaria,
a consecuencia de aquel sitio; tanto que la cabeza de un asno se ven-
día por ochenta piezas de plata, y la cuarta parte de un cab de estiér-
col de palomas por cinco pie­zas de plata. Y pasando el rey de Israel
por el muro, una mu­jer le gritó, y dijo: Salva, rey señor mío. Y él dijo:
Si no te sal­va el Señor, ¿de dónde te puedo salvar yo? ¿Del granero, o
del lagar? Y le dijo el rey: ¿Qué tienes? Ella respondió: Esta mujer me
dijo: Da acá tu hijo, y comámoslo hoy, y mañana comeremos el mío.
Cocimos, pues, a mi hijo, y lo comimos. El día siguiente yo le dije: Da
acá tu hijo, y comámoslo. Mas ella ha escondido a su hijo. Cuando
el rey oyó las palabras de aquella mujer, rasgó sus vestidos, y pasó así
por el muro; y el pueblo vio el cilicio que traía interiormente sobre
su cuerpo. Y él dijo: Así me haga Dios, y aun me añada, si la cabeza
de Eliseo hijo de Safat queda sobre él hoy. Y Eliseo estaba senta­do en
su casa, y con él estaban sentados los ancianos; y el rey envió a él un
hombre. Mas antes que el mensajero viniese a él, dijo él a los ancia-
nos: ¿No habéis visto cómo este hijo de ho­micida envía a cortarme la
cabeza? Mirad, pues, y cuando vi­niere el mensajero, cerrad la puerta,
e impedidle la entrada. ¿No se oye tras él el ruido de los pasos de su
amo? Aún esta­ba él hablando con ellos, y he aquí el mensajero que
descen­día a él; y dijo: Ciertamente este mal del Señor viene. ¿Para
qué he de esperar más en el Señor? (2 Reyes 6:24-33).

Estamos ante un capítulo dramático y lleno de emoción. Con


pocas palabras vemos dibujado el estado moral de Israel. Pero

• 159 •
sobre este fondo de pecado horroroso y tene­broso brilla tanto
más la gracia inconcebible de Dios.
A primera vista, muchos detalles de este pasaje parecen enig-
máticos o incluso contradictorios. Pero leyendo el texto con
sosiego vemos pequeños detalles que aclaran las conexiones sin
gran esfuerzo imaginativo.
El capítulo anterior terminó con la afirmación de que las ban-
das armadas sirias no volvieron a asaltar el país de Is­rael, después
de haber sido humillados y avergonzados, y ahora se nos informa
aquí que Ben-adad, el rey de Siria ha reunido a todo su ejército
para sitiar la ciudad de Sa­maria.
No se trata aquí, pues, de una de las muchas incursiones de
pequeñas bandas armadas, – como en el pasado – sino de una
campaña militar siria cuidadosamente preparada, para matar de
hambre a Samaria, la capital de Israel con la sede del gobierno y
reinado de Joram, mediante un si­tio de muchos meses de dura-
ción. Este cambio de táctica debía conseguir por fin el final defi-
nitivo del pueblo de Dios. El hambre y no la espada debían aca-
bar con ellos y al mismo tiempo, poner de manifiesto para todos
el esta­do interior de Israel, digno de ser juzgado. Se ha de mos­
trar el estado moral del pueblo de Dios y de su rey Joram, quien
ya repetidas veces había vivido pruebas de la gra­cia y del poder de
Dios. Pero su corazón inestable no se dejó cambiar por la benig-
nidad de Dios.
Por encima de toda la astucia de los enemigos de Israel y por
encima de toda la corrupción moral dentro de la ciu­dad sitiada,
vemos con toda claridad la mano de Dios tra­tando de ganar el
corazón de su pueblo mediante el juicio y la gracia.

• 160 •
Cabezas de asnos y estiércol de palomas

Aparentemente, el sitio de la ciudad no había logrado una humi-


llación y un arrepentimiento genuino en el rey y en el pueblo. El
contexto en esta historia indica que Eliseo había instado a Joram
a arrepentirse y que le había dicho que ese mal venía del Señor (v.
33). Además parece ser que Eliseo le había aconsejado insisten-
temente esperar la intervención y salvación de Dios, porque las
últimas pa­labras de Joram en este capítulo son: «¿Para qué he de
esperar más en el Señor?»
Sea como fuere, parece que la influencia de Eliseo logró que
al menos superficialmente Joram estaba conmovido, porque lle-
vaba «cilicio interiormente sobre su cuerpo» (v. 30). Esta señal exte-
rior de arrepentimiento y humilla­ción no se veía a primera vista.
Se hizo visible cuando rasgó sus vestidos en un acto de desespe-
ración (v. 30). No fue, pues una confesión pública y visible de su
arre­pentimiento – como más tarde lo vemos en el rey de Níni­ve
(Jon 3:6-9) – y no arrastró al pueblo impulsándolo a un arrepen-
timiento general y profundamente sentido en los corazones.
No, y esto nos hace recordar las palabras de Jeremías: «Los azo-
taste, y no les dolió; los consumiste, y no quisie­ron recibir corrección;
endurecieron sus rostros más que la piedra, no quisieron convertirse»
(Jer 5:3).
Y así ocurrió lo que Dios ya había profetizado hacía si­glos:
«Y quebrantaré la soberbia de vuestro orgullo, y haré vuestro cielo
como hierro, y vuestra tierra como bronce. Vuestra fuerza se consu-
mirá en vano, porque vuestra tie­rra no dará su producto, y los árbo-
les de la tierra no da­rán su fruto» (Lv 26:19-20).
La falta de alimentos y la desesperación eran tan graves que
la gente gastaba una fortuna para comprarse cabezas de asnos,
que eran inmundos y estiércol de paloma. Co­sas por las cuales
anteriormente habían sentido asco, aho­ra ansiaban obtenerlas y
negociaban con ellas.

• 161 •
En la historia de la iglesia también hubo tiempos en los que
reinaban circunstancias parecidas en las que ofrecían en las igle-
sias piedras en lugar de pan y donde desde el púlpito trillaban
paja. Quizás vengan ahora otra vez tiem­pos parecidos. No esta-
mos muy lejos de aquellas condi­ciones si consideramos lo que
algunas autoridades ecle­siales ofrecen como «alimento espiritual»
oralmente o por escrito en congresos y otros eventos, y a menudo
a pre­cios muy elevados – y muchos lo reciben y aceptan.

De mal en peor...

Cuando en esta situación tan angustiosa el rey Joram pisó el muro


de la ciudad para considerar la situación de la na­ción, se ve con-
frontado con lo más bajo de la moral de su pueblo. Una mujer
desesperada le grita toda su aflicción y se ve que han llegado a
tal extremo que incluso las ma­dres están dispuestas a matar a sus
hijos para saciar su hambre con la carne de sus hijos.
También esto lo había profetizado Dios ya hacía mucho
tiempo:
«Y comerás el fruto de tu vientre, la carne de tus hijos y de tus
hijas que el Señor tu Dios te dio, en el sitio y en el apuro con que te
angustiará tu enemigo» (Dt 28:53).
Las madres o los padres que por naturaleza se sacrifican por
sus hijos, ahora sacrifican a sus hijos e hijas para mantenerse en
vida ellos mismos – impulsados por un egoísmo a sangre fría.
El paralelismo con nuestros días es evidente. Hoy hacen peda-
zos al bebé matándolo ya en el seno de su madre, pues sería
«cruel» limitar la libertad de la mujer y el dis­frute de la vida.
Los niños son sacrificados sobre el altar de la carrera o del
dinero, para poder vivir en prosperidad. Y todo esto no lo hacen
solamente personas que dicen ser ateos sin admitir una autori-
dad por encima de sí. ¡No! Eso también lo hacen los que se lla-

• 162 •
man creyentes «conservadores y fieles a la Biblia». La consecuen-
cia son iglesias en extin­ción y «tierra quemada» en muchos lugres
de nuestro país, y al mismo tiempo el juicio divino a causa de
esta planificación de la vida egoísta e impía.

Un plan de asesinato anunciado piadosamente

En esta situación Joram «se quita la máscara», por así de­cirlo. Ve


a Eliseo como el único culpable de la terrible tribulación en el
pueblo de Dios. Nada de humillación o cuestionarse a sí mismo.
Un fiero odio lo impulsa a que­rer matar a aquel que en muchas
situaciones angustiosas le había salvado la vida, y a quien incluso
había llamado «padre» espiritual (v.21).
«Le da la culpa a aquel que era el único en quien no ha­bía pecado
de apostasía de Dios» (Hamilton Smith).
A semejanza como su madre impía Jezabel (1 R 19:2), intro-
duce su intención de asesinarle con un juramento, que, bien
mirado, debía quitarle de cometer ese pecado: «Así me haga Dios,
y aun me añada, si la cabeza de Eli­seo hijo de Safat queda sobre él
hoy» (v.31).
El comentarista Hamilton Smith traza aquí la línea al Nuevo
Testamento y nos recuerda una escena bien cono­cida para todos
nosotros:
«¿No es esta escena sombría un reflejo de las tinieblas aún mayores
de la cruz, donde la maldad del mundo, cul­mina en la condenación
de Aquel, que fue el único entre todo el género humano que estaba
libre de todo pecado.»

• 163 •
Paz en la tormenta

Cambiamos de escena y es para asombrarse: mientras Jo­ram,


lleno de rabia, está de camino para asesinar a Eliseo, Eliseo está
sentado en completa paz en su casa con los ancianos de la ciudad,
sabiendo las intenciones de Joram por habérselo declarado Dios.
Aquí vemos como Eliseo supera aún a su padre espiritual
Elías. Mientras que Elías huye aterrorizado al desierto después de
la amenaza de matarlo pronunciada por Jaza­bel, temiendo a los
hombres, vemos que Eliseo en una si­tuación muy parecida está
completamente tranquilo y sin rastro de temor.
Rodeado de hombres que evidentemente apreciaban y busca-
ban sus consejos, confía en la protección de Dios, dando única-
mente el mandato de cerrar la puerta delante del rey, con una paz
interior asombrosa.
Qué paralelo más bello y alentador, y qué ilustración más ade-
cuada para la confesión de David en el Salmo 27:1-4:
«El Señor es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré? El Señor es
la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemo­rizarme? Cuando se
juntaron contra mí los malignos, mis angustiadores y mis enemigos,
para comer mis car­nes, ellos tropezaron y cayeron. Aunque un ejér-
cito acampe contra mí, no temerá mi corazón; aunque contra mí se
levante guerra, yo estaré confiado.
Una cosa he demandado al Señor, ésta buscaré; que esté yo en la
casa del Señor todos los días de mi vida, para contemplar la hermo-
sura del Señor, y para inquirir en su templo.»
Juan Paton (1824 – 1907) el misionero a los caníbales en las Islas
Nuevas Hébridas al este de Australia vivió la paz de Dios en situa-
ciones muy parecidas. Estuvo muchas ve­ces en peligro de muerte,
antes de que por fin Dios obrara un gran avivamiento entre estos
hombres tan crueles. Los caníbales habían jurado muchas veces
eliminar a ese in­truso costara lo que costara. En su autobiografía,
Paton narra una de esas situaciones de peligro mortal:

• 164 •
«Mis enemigos casi en ningún momento dejaban de lado sus
intenciones malévolas contra mí, aunque hubo veces que por algún
tiempo se tranquilizaban.
... Un guerrero salvaje me persiguió durante horas con su mos-
quete cargado. Aunque muchas veces apuntó con­tra mí, Dios impi-
dió que disparara. Le dije palabras amables y continué con mi tra-
bajo como si no estuviese presente, porque yo estaba plenamente con-
vencido que Dios me había llevado a ese lugar y que me protegería
hasta que hubiese concluido el trabajo que había desig­nado para mí.
Mientras que orando continuamente puse mi mirada en el Señor
Jesús, dejé todo en Sus manos, sintiéndome inmortal, hasta que mi
obra estuviese con­cluida. Tribulaciones y liberaciones «por un pelo»
forta­lecieron mi fe y mi impresión es que me fortalecían para las
aflicciones subsiguientes que se presentaban conti­nuamente.»
Dios permita que el ejemplo de Eliseo y de Juan Paton nos
animen allí donde Dios nos haya colocado, para con­fiar en Él y
en sus promesas y vivir experiencias pareci­das en la fe.

Un hombre de palabras claras

Es fácil que haya pasado desapercibido un pequeño deta­lle de esta


historia dramática: Eliseo no teme llamar a Jo­ram «hijo de homi-
cida» delante de los ancianos de la ciu­dad. Con ello recuerda a
Acab, el padre de Joram, de quien la Biblia nos deja un juicio
estremecedor:
«A la verdad ninguno fue como Acab, que se vendió para hacer
lo malo ante los ojos del Señor; porque Jezabel su mujer lo incitaba»
(1 R 21:25).
Eso también se requiere de los profetas de Dios, que lla­men al
pecado por su nombre, sin acepción de personas.

• 165 •
Gracia sobreabundante

Después que Joram había mostrado claramente lo tene­ broso


y falto de esperanza que estaba su corazón, el Espí­ritu de Dios
muestra la magnitud inconcebible de la gra­cia y paciencia de
Dios y de su profeta Eliseo. No lee­mos de ninguna palabra de
juicio sobre el «hijo de homi­cida» y las abominaciones terribles
del pueblo:
«Oíd palabra del Señor: Así dijo el Señor: Mañana a es­tas horas
valdrá el seah de flor de harina un siclo, y dos seahs de cebada un
siclo, a la puerta de Samaria» (2 R 7:1).
Así pues vemos también en esta historia rasgos del carác­ter de
Eliseo que se ven de forma perfecta en la vida de nuestro Señor
Jesús: ¡Gracia y verdad!
«Cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia» (Ro 5:20).

• 166 •
Capítulo 19

Si callamos nos alcanzará nuestra mal­dad

«Había a la entrada de la puerta cuatro hombres leprosos, los cuales


dijeron el uno al otro: ¿Para qué nos estamos aquí hasta que muramos?
Si tratáremos de entrar en la ciudad, por el hambre que hay en la
ciudad moriremos en ella; y si nos quedamos aquí, tam­bién morire-
mos. Vamos, pues, ahora, y pasemos al campa­mento de los sirios; si
ellos nos dieren la vida, viviremos; y si nos dieren la muerte, mori-
remos. Se levantaron, pues, al ano­checer, para ir al campamento de
los sirios; y llegando a la entrada del campamento de los sirios, no
había allí na­die. Porque el Señor había hecho que en el campamento
de los sirios se oyese estruendo de carros, ruido de caballos, y estrépito
de gran ejército; y se dijeron unos a otros: He aquí, el rey de Israel ha
tomado a sueldo contra nosotros a los re­yes de los heteos y a los reyes
de los egipcios, para que ven­gan contra nosotros. Y así se levanta-
ron y huyeron al anoche­cer, abandonando sus tiendas, sus caballos,
sus asnos, y el campamento como estaba; y habían huido para sal-
var sus vi­das. Cuando los leprosos llegaron a la entrada del campa­
mento, entraron en una tienda y comieron y bebieron, y toma­ron de
allí plata y oro y vestidos, y fueron y lo escondieron; y vueltos, entra-
ron en otra tienda, y de allí también tomaron, y fueron y lo escondie-
ron. Luego se dijeron el uno al otro: No estamos haciendo bien. Hoy
es día de buena nueva, y nosotros callamos; y si esperamos hasta el
amanecer, nos alcanzará nuestra maldad. Vamos pues, ahora, entre-
mos y demos la nueva en casa del rey. Vinieron, pues, y gritaron a
los guar­das de la puerta de la ciudad, y les declararon, diciendo:
No­sotros fuimos al campamento de los sirios, y he aquí que no había
allí nadie, ni voz de hombre, sino caballos atados, as­nos también
atados, y el campamento intacto. Los porteros gritaron, y lo anun-

• 167 •
ciaron dentro, en el palacio del rey. ... Y ellos fueron, y los siguieron
hasta el Jordán; y he aquí que todo el camino estaba lleno de vesti-
dos y enseres que los sirios habían arrojado por la premura. Y volvie-
ron los mensajeros y lo hicieron saber al rey. Entonces el pueblo salió,
y saqueó el campamento de los sirios. Y fue vendido un seah de flor
de harina por un siclo, y dos seahs de cebada por un siclo, conforme
a la palabra del Señor. Y el rey puso a la puerta a aquel príncipe
sobre cuyo brazo él se apoyaba; y lo atropelló el pueblo a la entrada,
y murió, conforme a lo que había dicho el varón de Dios, cuando el
rey descendió a él» (2 R 7:3-17 abreviado).

La burla pesa más que la incredulidad

Antes de centrarnos en este cambio de escena tan suma­mente


dramático, vamos a echar una mirada al «príncipe» del rey Jo­ram.
Probablemente era su general del ejército o su mano dere­cha.
Había oído con sus oídos la «palabra del Señor» dicha por Eliseo.
Pero este mensaje de que al cabo de 24 horas el hambre terrible
se iba a transformar en abundancia de harina y cebada, le parecía
tan utópico que dijo burlándose con cinismo: «¿Si el Señor hiciese
ahora ventanas en el cielo, ¿sería esto así?» (2 R 7:2).
El rey Joram, por lo menos, había callado ante esta profe­cía de
Eliseo, a pesar de haber tenido la intención de ma­tarle. No creyó
a las palabras de Eliseo – como muestra el desarrollo de la histo-
ria. Pero su príncipe se burló de la liberación de Dios anunciada.
Aparentemente pesa más a los ojos de Dios la burla y el desprecio
de la gracia inme­recida y de la bondad del Señor que la incredu-
lidad. A Eliseo no le queda otra, sino anunciar el juicio, el cual se
lleva a cabo al final de la historia.
Esta escena nos recuerda la historia trágica de los mucha­chos
de Betel que se burlaron de Eliseo (2 R 2:23-24). Allí y aquí la
respuesta es el juicio inmediato.

• 168 •
¡Guardémonos de hacer comentarios burlones sobre pro­mesas
en la Palabra de Dios que nos parezcan muy improbables! El
apóstol Pedro nos avisa muy encarecida­mente: «... sabiendo pri-
mero esto, que en los postreros días ven­drán burladores, andando
según sus propias concupis­cencias, y diciendo: ¿Dónde está la pro-
mesa de su adve­nimiento? Porque desde el día en que los padres
durmie­ron, todas las cosas permanecen así como desde el prin­cipio de
la creación.» (2 P 3:3-4).

¡Expulsados y sin esperanza!

Los milagros divinos a menudo ocurren sobre el fondo de la des-


esperación humana. Después de haber visto a los lí­deres políticos
de Israel sin esperanza, vemos ahora a cuatro hombres que tam-
bién estaban agotados y sin espe­ranza alguna de liberación.
Siendo leprosos expulsados por su mismo pueblo, ya ha­bían
tenido experiencias amargas con la soledad y el hambre. El pen-
samiento de la muerte los acompañaba desde que comenzó su
enfermedad. Ahora se encontra­ban desesperados ante las puertas
de la ciudad de Sama­ria sin imaginarse lo que acababa de suce-
der dentro de la ciudad. Parece ser que no habían oído la profe-
cía de Eli­seo. Nuevamente se dieron cuenta de su situación sin
esperan­za ni salida y vieron sólo una única posibilidad de sobre­
vivir bastante utópica: quizá los sirios los dejarían con vida, si se
pasaban a ellos.
Ya es algo el hecho de que no cayeran en una profunda depre-
sión – hartos de la vida. Por el contrario, se alenta­ron mutua-
mente con las palabras «Vamos, pues, ahora, y pasemos ...» No pier-
den el tiempo y al atardecer se ponen en marcha. Quizá con una
chispa de esperanza de que en la oscuridad los sirios no vieran
que ellos eran leprosos, sino que se imaginaran que eran mendi-
gos y les echaran algunos restos de comida.

• 169 •
Cuando por fin llegaron al campamento de los sirios con el
último resto de voluntad y ganas de sobrevivir, seguro que pensa-
ron que estaban soñando. No había persona al­guna allí. No había
centinelas que ya de lejos hubiesen apercibido y dado aviso de su
llegada. Ante sus ojos se extiende un campamento de tiendas aso-
lado, pero com­pletamente despoblado. Los caballos y asnos están
repo­sando y pastando como si nada hubiese ocurrido, pero las
entradas a las tiendas se ven extrañamente arrancadas y abiertas. Al
entrar cuidadosamente en las tiendas, final­mente comprenden que
allí había ocurrido lo inconcebi­ble: Por algún motivo desconocido,
los sirios habían abandonado su campamento precipitadamente.

El «estrépito de gran ejército»

En el capítulo 6 el «gran ejército» de los sirios fue impe­dido de


dañar a Eliseo por medio de un milagro «óptico» (fueron heri­
dos con ceguera), mientras que aquí Dios se vale de un mila­gro
«acústico» para poner en fuga al cam­pamento sirio. El «es­trépito»
de ejércitos que se están aproximándose de diferentes direcciones
les hizo pensar que los Israelitas habían sobornado a los hetitas y
egip­cios para que los asaltaran. Para Dios era suficiente el ruido –
es decir la ilusión del «estrépito de un gran ejérci­to» – para con-
fundir un ejército, infundirles terror a la muerte y hacerles huir
descabezados. Este hecho debiera in­fundirnos aliento en situa-
ciones parecidas.
Los cuatro leprosos, muy cercanos a morir, hallaron sal­vación
justamente en el lugar donde el enemigo había descansado tan
seguro de obtener la victoria. Un par de horas más tarde Sama­
ria, casi muerta de hambre, halló también salvación precisa­mente
allí.
Muchos comentaristas han pensado en la victoria del Gólgota,
al meditar sobre esta observación.

• 170 •
«Nadie estuvo con el Señor cuando destruyó el poder del ene­migo.
Samaria estaba en una situación desesperada y nada podía hacer.
El Señor lo hace todo, y la ciudad recibe la ben­dición por su gra-
cia sin medida. Nadie estaba con el Señor de gloria cuando fue a
la cruz. Solo presintió los horrores del Gólgota, solo se enfrentó al
enemigo; solo sufrió en la cruz; solo padeció el abandono; solo llevó
el juicio. Pero los peca­dores cargados con su culpa, que creen en Él
ahora reparten despojos con Él. Esto es lo que vemos en la escena,
porque los leprosos comieron y bebieron, hallaron plata y oro y vesti-
dos» (Hamilton Smith).

El día de buena nueva

De la noche a la mañana los cuatro leprosos se habían hecho


ricos. Bien podemos imaginarnos con qué alegría comerían y
beberían hasta saciarse; cómo examinarían tienda por tienda con
los ojos brillantes, enriqueciéndose con la cantidad incon­cebible
de despojo: oro, plata y vestidos en cantidades que ja­más habían
visto ni soñado en toda su vida.
Cambiaron sus harapos sucios por vestidos nuevos. Sus bolsas
las llenaron de oro y plata. Finalmente pensaron también en el
futuro y enterraron todo aquello que no podían llevar. Dos ve­ces
está enfatizado en el versículo 8 que «fueron y lo escon­dieron».
Aunque su esperanza de vida no se había alarga­do por la abun-
dancia de riquezas, el «encantamiento del oro», sin embargo, los
había cegado por algún tiempo.
¿Fue un error comer hasta saciarse y vestirse con digni­dad?
¡Naturalmente que no!
Pero mientras iban y venían para esconder su botín, su con-
ciencia se despertó pensando en las personas con tan­ta ham-
bre en Samaria. Ellos tenían la muerte a la vista, mientras que
ellos tenían más que de sobra. Nuevamente leemos como habla-

• 171 •
ron entre sí y se dijeron el uno al otro: «¡No hacemos bien!» De
pronto sintieron su responsabili­dad hacia los demás. «Ser salvo
hace que tra­tes de salvar a otros también». Conocían el «día de bue­
na nueva» y sabían que callar significaría hacerse culpa­ble. Así
que se animaron mutuamente diciendo: «Vamos pues, ahora,
entremos y demos la nueva en casa del rey».

Revuelo a medianoche

Y no esperaron hasta que llegara la mañana. En la misma noche


se pusieron en camino y no pararon hasta haber despertado y
convencido a todos los guardas de la ciudad de Samaria para que
despertaran también al rey y a sus siervos. Casi no se les reconoce
a los leprosos, pues se les había desvanecido todo el temor de las
personas que antes siempre los echaban de todas partes para no
ser contagia­dos por ellos. Es de suponer que aunque por su vesti-
dura ya no se les reconociera como leprosos, no obstante, les sería
imposible ocultarlo.
Además, el contenido de su mensaje era tan increíble, que
casi nos asombramos de que no les mandaran de pa­seo por no
creerlo. Pero osaron comunicar esta noticia tan asombrosa al rey.
¿Fue por causa de su vestidura dife­rente y extraña? ¿Fue por causa
de su actitud convincen­te? ¿Habrían traído algunas pruebas para
confirmar su mensaje y sacaron quizá algunas monedas de oro y
plata de sus bolsillos? No lo sabemos, pero Dios se hizo cargo de
que el mensaje increíble llegara a los guardas de for­ma fidedigna
originando un alboroto.
El rey, aunque reaccionó con escepticismo, no obstante no
mostró un rechazo total. Su lógica le hizo pensar que pudiera
tratarse de una trampa. Pero permite que un sabio siervo suyo
le aconseje a hacer una prueba y enviar a al­gunos mensajeros
con caballos demacrados y dos ca­rros a seguir las huellas de

• 172 •
los sirios. Éstos regresaron y confirmaron el testimonio de los
leprosos. Y entonces el pueblo entero se precipita a salir por la
puerta de la ciu­dad y saquear el campamento de los sirios, por
lo cual los precios de los alimentos se rebajaron enormemente
en pocas horas.

¡Dios cumple su palabra!

Una persona solamente no pudo disfrutar de esa gracia inmere-


cida: la mano derecha del rey, el burlador incrédu­lo a quien Eli-
seo había predicho el juicio. Fue aplastado por la multitud que se
precipitaba a salir y murió «con­forme a lo que había dicho el varón
de Dios» (v.17). Dios no puede ser burlado. Es notable que este
capítulo comience con la burla del capitán del ejército y termina
con su muerte, narrándose la muerte trágica de este hombre dos
veces en los versí­culos 17 al 20.
«En este día de júbilo y liberación Dios puso también una señal
del juicio. Con ello mostró a su pueblo que no es algo insignificante
oponerse abierta e intencionada­mente a la Palabra de Dios con la
impaciencia de la in­credulidad. Su Palabra, que Dios nos ha dado
con la Bi­blia, es solemnemente seria» (Rudolf Möckel).

El callar que genera culpa

En la Biblia hallamos al menos tres formas de callar que acarrean


culpabilidad ante Dios:
– Cuando el «atalaya» (o profeta) de una ciudad no tocare la
trompeta cuando viere venir al enemigo, o no amo­nestare a
un «impío» por su pecado anunciándole el jui­cio de Dios y
llamándole al arrepentimiento, entonces Dios «de­mandará la
sangre de su mano» (Ez 33:1-9).

• 173 •
– Cuando un israelita viere pecar a su prójimo y no le amones-
tare, o no denunciare su culpa, entonces él mis­mo se haría cul-
pable ante Dios con este comportamien­to (Lv 19:17; Lv 5:1).
Aquí vemos la responsabilidad que te­nemos los unos para con
los otros como miembros de la iglesia.
– Cuando en tiempos de hambre alguien atesore trigo para sí,
sin tener misericordia de los hambrientos, entonces le vendrá
maldición (Pr 11:26).

Aquí vemos la responsabilidad que tenemos nosotros como cre-


yentes para con los incrédulos. Una canción dice así:

Quien conoce el agua en el desierto y calla,


es culpable, si los moribundos no la hallan.
Quien en terreno cenagoso conoce el camino firme
y no lo muestra a los demás,
es culpable si otros se hunden allí.

Los cuatro leprosos reconocieron claramente su culpa: mientras


que ellos podían bañarse en el trigo, en Samaria había personas
que morían de hambre. Su conciencia se despertó y los impulsó a
volver el mismo día a Samaria, para dar lo más rápido posible la
noticia de salvación a la población moribunda.

¿Callamos?

Esta historia dramática es un llamado encarecido para despertar


nuestras conciencias. No fue incorrecto que los leprosos prime-
ramente comieran ellos hasta saciarse. Pues necesitaban las fuer-
zas para las tareas futuras. Tam­poco fue nada malo que tomaran
del botín, se vistieran y tomaran del oro y de la plata. Dios había
derrotado al enemigo y ellos podían beneficiarse de la victoria. Lo

• 174 •
pe­ligroso fue cuando comenzaron a esconder para sí del bo­tín. Y
fue bueno que mutuamente se concienciaron acerca de su obli-
gación frente a la población de Samaria que estaba muriendo de
hambre. Tenían la obligación de aportar.
La analogía para nosotros es bien clara:
Necesitamos el alimento espiritual para poder servir a Dios
y a los hombres, y es bueno y absolutamente vital que cada día
nos alimentemos y saciemos con la Palabra de Dios para este fin.
También sería trágico si no nos dis­tinguiéramos de nuestros pró-
jimos por nuestra forma de vida, nuestras metas y nuestro porte.
De esto habla el «mejor vestido» que recibió el hijo menor des-
pués de su regreso al padre, y también los «vestidos» de Col 3:12-
14, que reflejan los rasgos característicos por los que debe­mos ser
reconocidos como hijos de Dios. También por «la plata» de la sal-
vación y el «oro» de la justicia y pureza divina deberíamos ale-
grarnos diariamente.
Pero todas estas bendiciones divinas se nos convierten en
fatales cuando las guardamos para nosotros solamente. Cuando
empezamos a ocultarlas y no tenemos en cuenta que la mayor
parte de la población mundial no conoce la Palabra de Dios, ni
ha escuchado el evangelio – la Palabra de la cruz – ni sabe nada
de las bendiciones espirituales de Dios.

¡Es nuestra obligación!


Las excusas no cuentan: «Soy demasiado joven»; «soy dema-
siado mayor»; «soy demasiado tímido, no estoy bien preparado
para ello, ni tengo don para ello; a mí nadie me va a creer etc.
etc.».
La misión comienza con cumplir el primer mandato que nues-
tro Señor dio en relación con la gran comisión:
«Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas
los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros
a su mies» (Mt 9:37-38).

• 175 •
Para esta parte más importante de la colaboración en la
misión mundial nadie es demasiado viejo o joven, o sin talento o
enfermo etc.
Y aquel que empiece a pedir al Señor de la mies para que envíe
obreros a su mies recibirá un interés cada vez ma­yor en la evan-
gelización y la misión. Éste apoyará este propósito divino aun
cuando en la patria esté colocado en otro lugar de la gran obra
del Señor.

Cada creyente es una «Biblia andante sobre dos sue­las...»

El evangelista ambulante, Wolfgang Dyck (1930 – 1970), que


lamentablemente murió temprano, dijo una vez esta frase desa-
fiante: «Cada creyente es un misionero, una Biblia ambulante
que anda sobre dos suelas de zapato, una carta abierta, para ser
leída por todos – ¡una carta urgente!»
Pocos días antes de su muerte, el fundador de las institu­ciones
Betel y de la misión Betel, F. von Bo­delschwingh (1831 – 1910)
oyó que las personas en el Congo estaban sufriendo inmensa-
mente por causa de los negociantes de esclavos. Las últimas frases
de este hom­bre que moría, dirigidas al director de la misión que
le acababa de contar de esta miseria en África, fueron pala­bras de
estímulo con respecto al arduo e importante tra­bajo en la misión:
«¡No tan lento, que se están muriendo!»
Si seguimos esperando «el mañana» y no comenzamos hoy,
nos hacemos culpables. Quizá sería una ayuda col­gar en gran-
des letras y bien visible en nuestra cocina, en el comedor o en el
cuarto de trabajo – allí donde solemos estar – la siguiente amo-
nestación de boca de los cuatro leprosos:
«Hoy es día de buena nueva, y nosotros callamos; y si espe-
ramos hasta el amanecer, nos alcanzará nuestra maldad.»

• 176 •
Capítulo 20

Familiarizado con Dios

Habló Eliseo a aquella mujer a cuyo hijo él había hecho vivir,


diciendo: Levántate, vete tú y toda tu casa a vivir donde pue­das;
porque Jehová ha llamado el hambre, la cual vendrá so­bre la tierra
por siete años.
Entonces la mujer se levantó, e hizo como el varón de Dios le
dijo; y se fue ella con su familia, y vivió en tierra de los filiste­os siete
años. Y cuando habían pasado los siete años, la mujer volvió de la
tierra de los filisteos; después salió para implorar al rey por su casa y
por sus tierras. Y había el rey hablado con Giezi, criado del varón de
Dios, diciéndole: Te ruego que me cuentes todas las maravillas que
ha hecho Eliseo. Y mien­tras él estaba contando al rey cómo había
hecho vivir a un muerto, he aquí que la mujer, a cuyo hijo él había
hecho vivir, vino para implorar al rey por su casa y por sus tierras.
Enton­ces dijo Giezi: Rey señor mío, esta es la mujer, y este es su hijo,
al cual Eliseo hizo vivir. Y preguntando el rey a la mujer, ella se lo
contó. Entonces el rey ordenó a un oficial, al cual dijo: Hazle devol-
ver todas las cosas que eran suyas, y todos los frutos de sus tierras
desde el día que dejó el país hasta ahora. (2 Reyes 8:1-6)

Hay diferentes opiniones sobre el momento preciso en que ocu-


rrió esta historia tan interesante. Algunos comen­taristas creen
que este relato bíblico no ocurre después del capítulo 7, sino que
la terrible hambruna anunciada sería la descrita en el capítulo 4
y versículo 38.
También el hecho de que aquí de pronto aparece otra vez
Giezi como «criado del varón de Dios» hace suponer a al­gunos

• 177 •
comentaristas que este episodio ocurriera antes del capítulo 5, o
sea, antes de que este quedara leproso.
Puede ser, pero para la importancia espiritual de esta his­toria
no son tan esenciales estas consideraciones. Una cosa está clara:
que no se trató de una hambruna local, como por ejemplo la que
vivió Samaria durante el sitio de la ciudad (cap. 6:24 – 7:20),
sino de una sequía que afectó a todo el país de Israel. Explíci-
tamente se nos dice que el Señor mismo había hecho venir esta
hambruna. Antes de ocurrir la catástrofe, Eliseo ya estaba infor-
mado. En Amós 3:7 leemos: «Porque no hará nada el Señor, sin
que revele su secreto a sus siervos los profetas.»
Qué familiaridad vemos aquí entre el profeta Eliseo y Dios, y
con qué seguridad y firmeza fue Eliseo a donde la sunamita aco-
modada, de cuya hospitalidad había gozado y que ahora, al pare-
cer, ya era viuda.
En aquellos días la sunamita había puesto a su disposi­ción un
cuarto con una cama, una mesa, una silla y una lámpara. Ahora
Dios se preocupó de que ella y su casa fueran puestas a salvo ante
la fuerte hambruna que iba a venir.
«Porque Dios no es injusto para olvidar vuestra obra y el trabajo
de amor que habéis mostrado hacia su nom­bre, habiendo servido a
los santos y sirviéndoles aún» (Hebreos 6:10).
Hay un himno alemán de Johann Jakob Rambach que des-
cribe muy bien esta propiedad de Dios:

«El Señor es bueno y en Su gracia


valora el pobre servicio de los siervos que le aman.
Él da más recompensa de lo que se puede esperar
y ningún vaso de agua fresca ha quedado sin premiar.
Él lo premia con todo un torrente de bendición:
El Señor es bueno»

• 178 •
Mientras que la sunamita experimentó todo el torrente de ben-
dición y cuidado de Dios, no leemos en este capítulo que Eliseo
saliera del país. Evidentemente Dios tenía para él otro plan y otra
tarea. Él se quedó en el país – al igual que en el capítulo 4 – a
pesar de esa gran tribula­ción. No hizo como Abraham, que trató
de esquivar la hambruna yéndose a Egipto (comp. Gn 12:10).
Aquí vemos como Dios guía de forma individual a cada uno y
que es sumamente importante no actuar según los propios pen-
samientos e ideas, ni tomar como pauta el comportamiento de
otros para las decisiones personales.

El horario exacto de Dios

Dios le había informado a Eliseo sobre la duración exacta de la


hambruna: siete años. Pocos años después, Judá es llevado en
cautiverio a Babilonia por un período exacto de 70 años, y no
hubo poderoso en el mundo de entonces que hubiese podido
cambiarlo.
También vemos en el Apocalipsis que a la iglesia de Es­mirna
le es anunciada un tiempo de tribulación de 10 días, para dar a
los creyentes de allí la seguridad de que no estaban expuestos a
adversidades arbitrarias, sino que Dios había determinado para
ellos un tiempo preciso de prueba y que Él velaría sobre ello.
Es notable que la sunamita no tuvo ninguna duda, ni hizo
más preguntas, sino que partió «como el varón de Dios le dijo».
Había aprendido a confiar en Dios y en la palabra del varón de
Dios y a obedecer sin más seguridades.
Al fin y al cabo era una mujer adinerada con responsabi­lidad
para con sus criados, y salir del país seguramente conllevó bas-
tante trabajo y molestias. Evidentemente no había esperado hasta
ver los primeros indicios de un período de sequía, sino que obe-

• 179 •
deció a la orden de Dios sin observar los pronósticos y se fue para
«vivir» en la tierra de los filisteos durante siete años.
Al leer esta historia nos da la impresión que pasó estos siete
años «de puntillas» para no quedarse ni un día de más en la tierra
enemiga. No se arraigó allí, sino que anhelaba volver a su patria y
en todo momento estuvo preparada para salir de inmediato.
Nuestro testimonio cristiano crecería enormemente y ten­dría
mucha más fuerza si nuestras casas, nuestras vivien­das y nuestro
estilo de vida mostraran claramente y a pri­mera vista que estamos
aquí solamente de paso y que confesamos no estar en casa en este
mundo.

Relaciones extrañas...

Después de haber visto la relación ejemplar de confianza entre


Eliseo y la sunamita, en los versículos que siguen la Biblia nos
muestra las relaciones entre dos hombres de muy diferentes cate-
gorías. Estos contrastes en la Palabra de Dios siempre son muy
sugestivos e interesantes. El objetivo siempre es que nos probe-
mos nosotros mismos y veamos a qué categoría de «creyentes»
pertenecemos.
Pero veamos primero brevemente el regreso de la viuda a su
patria:
Durante su exilio, algunos israelitas naturalmente, y qui­zás
con permiso del rey, habían tomado posesión de la casa aban-
donada. Por eso fue necesario solicitar una au­diencia con el rey,
para que él resolviera esa situación.
Seguramente habría oído que la sunamita era adinerada y pro-
pietaria de esa finca, y que su hijo fue resucitado de niño. Tam-
bién podemos dar por sentado que pagaba fiel­mente sus impues-
tos. Por estas razones posiblemente le fue otorgada sin problemas
la entrada al rey.

• 180 •
Lo que ella no podía saber es que precisamente entró en la sala
de la audiencia del rey en el momento en que éste estaba con-
versando con Giezi justamente sobre las «ma­ravillas» que había
hecho Eliseo. Fue claramente la di­rección de Dios que Giezi
estaba contando la historia sobre la resurrección de su hijo, en
el mismo momento en que entró la viuda. Seguramente habría
dado muchas vueltas a su cabeza acerca de cómo presentar al rey
su petición de forma con­vincente y cómo debía portarse su hijo
adecuadamente durante ese notable encuentro. Seguramente no
se había movido mucho en esos círculos, ni tenía destreza diplo­
mática para las negociaciones. Pero todas estas posibles preocu-
paciones se desvanecieron al momento, cuando a su entrada a la
sala del rey no tuvo que buscar las pala­bras adecuadas.
Me imagino como Giezi totalmente entusiasmado se lle­varía
las manos a la cabeza al ver entrar a la sunamita con su hijo, bal-
buceando atónito: «Rey señor mío, esta es la mujer, y este es su hijo,
al cual Eliseo hizo vivir».

«¿Recuerdas....?»

La Biblia describe aquí a dos hombres recreándose en sus recuer-


dos. Por una parte, Joram, el rey impío, que pocos capítulos antes
lleno de ira había anunciado que iba a ma­tar a Eliseo, llamán-
dole «hijo de homicida» (6:32). Senta­do a la misma mesa se halla
Giezi, el que fue criado del varón de Dios y que en el pasado
había vivido a su lado muchas maravillas, pero que ahora había
conseguido as­cender en la sociedad. Ya no seguía a Eliseo en
abnega­ción y pobreza junto con los hijos de los profetas, sino que
estaba en el ambiente del que siempre había soñado en secreto:
riqueza, honor, influencia, lujo, deleites... (comp. 5:26-27).
Ambos hombres habían vivido experiencias trascendenta­les
con Eliseo. Ambos habían visto milagros con sus pro­pios ojos y

• 181 •
habían experimentado que Dios los había to­cado en sus concien-
cias. Pero en algún momento de sus vidas habían encauzado sus
vidas en otra dirección: sin Dios y lejos de toda clase de piedad...
Pero, a pesar de todo, no podían librarse del varón de Dios. A
petición del rey, el tema de su conversación fue: «Te ruego que me
cuentes todas las maravillas que ha hecho Eliseo.»
Hace unos cuantos domingos, mi esposa y yo salíamos de la
iglesia y estábamos andando para ir a nuestra casa que se encuen-
tra cerca del lugar de reunión, donde también se hacen campa-
mentos para niños y jóvenes. De pronto paró cerca de nosotros
un coche con matrícula extranjera y sa­lió un hombre de mediana
edad que me preguntó: «¿Te acuerdas de mí?»
Me era familiar su dialecto y su fisionomía, pero no sabía de
donde le conocía. Entonces me contó que hacía 30 o 40 años
había participado de niño en muchos de nuestros campamentos.
Entonces caí y me acordé de todo...
No, no había venido al culto, pero quiso ver de nuevo este
lugar donde en su juventud había vivido tantas cosas. Y cuando
le pregunté si aún tenía una relación con Jesu­cristo, lo negó y
dijo: «Quita, quita, pero lo que oí y viví entonces, no se puede olvi-
dar jamás». Y entonces se vol­vió a meter en el coche y se fue bas-
tante pensativo.
Cuántas veces hemos tenido encuentros y conversaciones
parecidas en los últimos meses. Los recuerdos de tiempos cuando
aún se era un seguidor de Jesús, habiendo vivido muchas cosas
con el Señor. Pero en algún momento vino la ruptura en la vida.
La carrera o una amistad que tiró en otra dirección. A veces tan
lentamente que casi ocurrió sin darse uno cuenta, pero otras
veces también espontánea­mente y de forma abrupta.
Pero, frecuentemente hay encuentros con el pasado, como
aquí en la escena con Giezi y la sunamita. Pero la­mentablemente,
parece ser que este encuentro no produjo ningún cambio en la

• 182 •
vida de Giezi. Sólo fueron recuerdos de los buenos tiempos pasa-
dos. Es la última escena que se nos narra de su vida.

Restitución completa

Cuan diferente transcurrió, en cambio, la vida de la suna­mita. El


rey le pidió que relatara sus experiencias con Eli­seo y eso conllevó
que el rey se preocupó de que volviera a recibir su casa y su finca,
y no sólo eso, sino también el valor de las cosechas que durante
su ausencia había habi­do. Su historia en la Biblia concluye con el
hecho de que su obediencia en la fe fue ricamente recompensada.
Jim Elliot, el misionero pionero, quien a la edad de 29 años
fue asesinado por los aucas, nueve años antes había escrito en su
diario la siguiente oración:
«Señor, haz que mi vida sea fértil. No aspiro a un alto rango, sino
que mi vida sea una señal visible de lo que significa conocer a Dios»
(Elisabeth Elliot, La Sombra del To­dopoderoso: La Vida y el Testa-
mento de Jim Elliot).
Eliseo, la sunamita, Jim Elliot y muchos otros hombres y
mujeres de Dios conocidos y desconocidos nos han deja­do sus
huellas. El viento del tiempo no ha podido borrar­las. Nos ani-
man a vivir una vida llena de confianza en la Palabra de Dios y
Sus promesas y orientada hacia la eter­nidad.

• 183 •
Capítulo 21

El último viaje...

Eliseo se fue luego a Damasco; y Ben-adad rey de Siria esta­ba


enfermo, al cual dieron aviso, diciendo: El varón de Dios ha venido
aquí. Y el rey dijo a Hazael: Toma en tu mano un presente, y ve a
recibir al varón de Dios, y consulta por él a Jehová, diciendo: ¿Sanaré
de esta enfermedad? Tomó, pues, Hazael en su mano un presente de
entre los bienes de Damas­co, cuarenta camellos cargados, y fue a su
encuentro, y lle­gando se puso delante de él, y dijo: Tu hijo Ben-adad
rey de Siria me ha enviado a ti, diciendo: ¿Sanaré de esta enferme­
dad? Y Eliseo le dijo: Ve, dile: Seguramente sanarás. Sin em­bargo,
Jehová me ha mostrado que él morirá ciertamente. Y el varón de
Dios le miró fijamente, y estuvo así hasta hacerlo ru­borizarse; luego
lloró el varón de Dios. Entonces le dijo Ha­zael: ¿Por qué llora mi
señor? Y él respondió: Porque sé el mal que harás a los hijos de Israel;
a sus fortalezas pegarás fuego, a sus jóvenes matarás a espada, y estre-
llarás a sus ni­ños, y abrirás el vientre a sus mujeres que estén encin-
tas. Y Hazael dijo: Pues, ¿qué es tu siervo, este perro, para que haga
tan grandes cosas? Y respondió Eliseo: Jehová me ha mostrado que tú
serás rey de Siria. Y Hazael se fue, y vino a su señor, el cual le dijo:
¿Qué te ha dicho Eliseo? Y él respon­dió: Me dijo que seguramente
sanarás. El día siguiente, tomó un paño y lo metió en agua, y lo puso
sobre el rostro de Ben-adad, y murió; y reinó Hazael en su lugar.
(2 R 8:7-15)

En la última historia se nos narró como Eliseo se preocu­pó de


una viuda y su hijo, para preservarles del período de hambre que
duraría siete años. Ahora encontramos al profeta de camino a

• 184 •
Damasco. Allí debía efectuar el man­dato que Dios dio a Elías (1
R 19:15-16) de ungir prime­ro a Hazael como rey de Siria y luego
a Jehú como rey de Israel.
Elías no pudo cumplir este mandato antes de sus ascen­sión
al cielo. Pero había dejado a Eliseo su manto de pro­feta y con
él también el mandato que aún sin cumplir, para que Eliseo lo
ejecutara muchos años más tarde. Pro­bablemente habían pasado
décadas desde entonces, pero Eliseo no había olvidado ni repri-
mido este mandato tan explosivo y peligroso.
Es el último viaje que nos narra la Biblia de la vida de Eliseo.
Y ese viaje le lleva precisamente a Damasco, el centro y la sede
del gobierno de los sirios – en aquel en­tonces bajo el imperio
de Ben-adad, enemigo probado del pueblo de Israel, a quien ya
conocimos en los capítulos anteriores.

¿Por quién late nuestro corazón?

Como muchas otras veces durante su vida, hallamos a Eliseo


caminando y preocupándose de aquellos que eran débiles y esta-
ban afligidos, de los que no tenían un gran nombre. Contras-
tando con esto, la Biblia también nos na­rra encuentros donde
Eliseo se encuentra ante personali­dades de alto rango e impor-
tantes, como por ejemplo, re­yes o generales del ejército. Y por
encargo de Dios inter­viene en la política mundial y crea nuevos
hechos. Sin embargo, siempre tenemos la impresión de que Eli-
seo no aspiraba a ser honrado y reconocido por parte de los gran-
des de este mundo. Su corazón latía especialmente por los bajos
y despreciados de la sociedad, preocupán­dose por su bienestar.
Con ello revela una actitud que más tarde brillaría con mucha
más claridad en la vida de nuestro Señor Jesús. Vemos como el
Hijo de Dios habla de noche con un im­portante teólogo de su
tiempo, pero un capítulo más ade­lante vemos como hace un largo

• 185 •
viaje para encontrarse durante el calor del día con una mujer des-
preciada y sola, con un pasado bastante negativo, y nuestro Señor
hace ese largo viaje para cambiar la vida de esta mujer. Estos
encuentros tan llenos de contrastes los podemos observar en los
evangelios hasta las últimas horas de su vida. Por una parte está
frente a un político corrupto como lo fue Pilato, dando testimo-
nio de la verdad. Pocas horas más tarde – durante las horas más
vergonzosas de Su vida – su atención es para un revolucionario
y asesino crucificado a su lado; y a éste se lo llevará consigo al
paraíso. También estuvo allí su madre María.
Esta actitud y forma de vida debería reflejarse en todo discí-
pulo de Jesús: humildad, bajeza y un corazón abierto para con los
pobres, los necesitados, los solitarios y los despreciados de este
mundo, y también de entre el pueblo de Dios.

Cuando la cosa se pone seria...

De alguna manera le llevaron al rey de Siria la noticia de que «el


varón de Dios» había llegado a Damasco. Seguro que no hizo
falta el servicio secreto sirio, porque en todas las historias que
hemos visto, Eliseo nunca iba por cami­nos secretos, sino siem-
pre viajaba con toda franqueza, in­cluso por tierra enemiga. Dios
le había dado un claro co­metido y por eso no había lugar en su
corazón para el te­mor a ciertas personas.
En los versículos 7 al 11 Eliseo es referido tres veces como
«varón de Dios». Si conocemos el Antiguo Testa­mento, sabe-
mos que este título es una distinción que po­cos hombres de la
Biblia recibieron. Expresa virilidad y autoridad. Allí donde Eli-
seo actuaba en público, la gente le reconocía como enviado por el
Dios de Israel. Esa era su identidad y así le apreciaban, honraban,
temían y ama­ban también. ¡Qué testimonio, pues, de boca de un
rey pagano y enemigo probado de Israel!

• 186 •
Cuando Ben-adad aún no había enfermado, mandó un fuerte
ejército para buscar y capturar a Eliseo (cap. 6:8-14). Ahora, en
el lecho de muerte, busca su presencia y ayuda y se denomina
a sí mismo: «Tu hijo, Ben-adad» (v.9). Frente a la muerte se da
cuenta de su impotencia. La enfermedad le ha hecho humilde y
por eso busca ayu­da en aquel que en el pasado había perseguido
como ene­migo y cuyo nombre significa «Dios es salvación».
Es bastante espeluznante ver como comienza el segundo libro
de los Reyes, pues comienza con el rey de Israel Ocozías quien
estando en el lecho de la muerte envía sus mensajeros a Baal-
zebub, («dios de las moscas») – o sea, un ídolo de los filisteos –
para que le diga si sanará de su enfermedad o no.
En nuestro capítulo, el rey de siria, un pagano, no va con esta
misma angustia a sus propios adivinos, sino al «va­rón de Dios»
de Israel.
Esto ocurre también de tarde en tarde en nuestros días, cuando
algunos que durante toda su vida fueron blasfe­mos, aborreciendo
la Biblia, en las últimas horas de su vida, sienten donde verda-
deramente pueden encontrar la verdad. Entonces de repente,
viendo llegar la muerte, pi­den una Biblia o llaman a una persona
conocida como buen creyente fidedigno, buscando ayuda y sal-
vación en Aquel, cuya existencia habían negado.

Insobornable...

Hazael, probablemente un oficial de Ben-adad o ministro de alto


rango, recibe la orden de ir a Eliseo y preguntarle si sanará de su
enfermedad o no. Para conseguir su favor le dice que le lleve un
regalo a Eliseo.
Efectivamente, Hazael le lleva un presente de tal magni­tud,
que necesita 40 camellos para transportarlo.
¿No estaba informado el rey acerca del estilo de vida del varón

• 187 •
de Dios, o había olvidado quizá que su general Naa­mán había
intentado en vano hacer que aceptara bue­na cantidad de oro,
plata y mudas de ropas?
Las riquezas ofrecidas a Eliseo, ¿fueron realmente una tenta-
ción para Eliseo, ahora que había envejecido y pasa­do 7 años de
hambre en la tierra?
¿Se debilitaría y cedería en la vejez ante el deseo com­prensible
de tener una jubilación segura con algo de pros­peridad en el
ocaso de su vida? ¿Se podría mantener fir­me ante elogios y hala-
gos, habiéndose llamado el rey hu­mildemente «tu hijo»?

El corazón de un varón de Dios

No, Eliseo sabía que Hazael era el asesino futuro de su rey Ben-
adad, y que más tarde como nuevo rey de Siria haría atrocida-
des y actuaría con brutalidad contra Israel. Así que le miró fija-
mente hasta que este sintió vergüenza y Eliseo empezó a llorar
explicando después su conmo­ción: «Porque sé el mal que harás a
los hijos de Israel; a sus fortalezas pegarás fuego, a sus jóvenes mata-
rás a es­pada, y estrellarás a sus niños, y abrirás el vientre a sus muje-
res que estén encintas».
Hamilton Smith comenta así esta escena tan emotiva:
«La respuesta de Eliseo muestra claramente que sus lá­grimas no
surgieron por la enfermedad del rey, ni por la maldad de Hazael,
sino por los sufrimientos que el pue­blo de Dios tendría que soportar
por mano de Hazael.
Eliseo concluye su ministerio público con lágrimas por un pueblo
que permaneció indiferente ante todos sus mi­lagros de gracia. Así es
un ejemplo de un Señor mucho mayor que él, quien en los últimos
días de su ministerio de gracia lloró por la ciudad que había des-
echado su gracia y despreciado su amor.»

• 188 •
¿De qué le hubiese servido a Eliseo esa carga innecesaria de
regalos, sabiendo que pronto todo sería destruido por el fuego y
que innumerables jóvenes, niños y embaraza­das serían asesinados
cruelmente?
Tal actitud ante las cosas pasajeras y la abundancia en nuestra
vida, debería distinguirnos también a nosotros, para que poda-
mos concluir los últimos circuitos de nues­tra vida con la mirada
puesta en nuestro Señor y la eterni­dad, para honra de Dios.

El fin de Ben-adad

La profecía de Eliseo, de que Ben-adad sanaría, pero a pesar de


ello iba a morir, muchos por equivocación lo han interpretado
como una verdad a medias.
Cierto es que el rey no murió de su enfermedad, sino que sanó
de ella. Pero un día después de llegarle esta buena noticia, Hazael
asfixió al rey que seguramente aún estaba debilitado; y lo hizo
con un paño mojado mientras dor­mía. No esperó a que llegara
el momento fijado por Dios, sino que en su maldad le asesinó
de esta manera cruel para tomar él mismo las riendas de la pro-
fecía de Eliseo sobre Ben-adad y sobre sí mismo como rey futuro
de Si­ria.
«El ministro supremo se convierte en asesino y el asesino en usur-
pador del trono. Aquel hombre que llegó al trono mediante el asesi-
nato, no dudará en defender este trono con violencia y crueldad. Tal
y como lo había visto Eli­seo de antemano, Hazael llevaría fuego y
espada al pue­blo de Dios.»

• 189 •
Capítulo 22

El acorde final de una vida bendecida

Estaba Eliseo enfermo de la enfermedad de que murió. Y des­cendió a


él Joás rey de Israel, y llorando delante de él, dijo: ¡Padre mío, padre
mío, carro de Israel y su gente de a caba­llo! Y le dijo Eliseo: Toma un
arco y unas saetas. Tomó él en­tonces un arco y unas saetas. Luego dijo
Eliseo al rey de Isra­el: Pon tu mano sobre el arco. Y puso él su mano
sobre el ar­co. Entonces puso Eliseo sus manos sobre las manos del rey,
y dijo: Abre la ventana que da al oriente. Y cuando él la abrió, dijo
Eliseo: Tira. Y tirando él, dijo Eliseo: Saeta de salvación del Señor,
y saeta de salvación contra Siria; porque herirás a los sirios en Afec
hasta consumirlos. Y le volvió a decir: Toma las saetas. Y luego que
el rey de Israel las hubo tomado, le dijo: Golpea la tierra. Y él la gol-
peó tres veces, y se detuvo. Entonces el varón de Dios, enojado contra
él, le dijo: Al dar cinco o seis golpes, hubieras derrotado a Siria hasta
no que­dar ninguno; pero ahora sólo tres veces derrotarás a Siria.
Y murió Eliseo, y lo sepultaron. Entrado el año, vinieron bandas
armadas de moabitas a la tierra. Y aconteció que al sepultar unos a
un hombre, súbitamente vieron una banda armada, y arrojaron el
cadáver en el sepulcro de Eliseo; y cuando llegó a tocar el muerto los
huesos de Eliseo, revivió, y se levantó sobre sus pies. (2 R 13:14-21).

Antes de entrar en la reflexión sobre el final cautivador de Eli­seo,


queremos mencionar aún una escena que se nos narra muy bre-
vemente en 2 R 9:1-3. Allí se trata del último mandato de Dios
para Elías, que aún no había sido realizado. Eliseo, su su­cesor es
quien lo lleva a cabo: ungir a Jehú por rey sobre Israel (1 R 19:16).
Parece como si este hubiese sido el último acto público de

• 190 •
su servicio, pero que él mismo ya no lo llevó a cabo, sino que
au­torizó para ello a un hijo de los profetas. Pues no leemos que
Eliseo hiciera después más visitas u otras apariciones para mos-
trar al pueblo de Israel la gracia de Dios por medio de mi­lagros
semejantes a los que vimos ya en los últimos capítu­los.
Este último mandato consistió en que Eliseo llamó a uno de
sus discípulos, le dio su redoma de aceite y el mandato de un­gir
secretamente por rey sobre Israel a Jehú, lo cual era un acto peli-
groso. Durante este ungimiento debía transmitirle la orden de
ejecutar el juicio sobre la casa de Acab y sobre su mujer Je­zabel,
cuando llegara a ser rey sobre Israel. Después de su toma del
poder lo puso por obra sin piedad y cruelmente.
No sabemos por qué Eliseo no fue él mismo para ungir a Jehú
por rey. Quizá hubiese sido difícil o imposible este ungimien­to,
si hubiese aparecido allí públicamente; de ahí que enviara a un
hijo desconocido de los profetas, para llevarlo a cabo.
Los corazones de los israelitas no fueron cambiados por los
milagros asombrosos de Eliseo, ni tampoco ejerció una in­fluencia
duradera sobre sus conciencias. Así, lo único que que­daba para
ellos era el juicio, y parece como si Eliseo desde ese último man-
dato se hubiese retirado a una vida tranquila y apartada hasta su
muerte.

Un conmovedor cuarto de muerte

Ahora llegamos a la última escena impresionante de este profeta


tan ricamente bendecido. Había vivido ya la muerte de varios
reyes: Joram, Jehú, y Joacaz. Ahora rei­naba el rey Joás en Sama-
ria. Pocos versículos antes la Bi­blia nos da el siguiente juicio
sobre él: «e hizo lo malo en los ojos del Señor» (2 R 13:11).
Desde la última escena narrada del ministerio de Eliseo habían
pasado más de 45 años. Mientras que en los pri­meros capítulos

• 191 •
a partir de 2 Reyes 2 se nos narra un mi­nisterio acompañado
de milagros, la Palabra de Dios guarda silencio sobre las últimas
décadas de este hombre de Dios. ¿Se había retirado del servicio
activo para llevar una vida de oración e intercesión aislada y tran-
quila?
¿O bien se puso él mismo en un segundo plano, sintiendo que
su tarea era ser padre espiritual y consejero de los hi­jos de los pro-
fetas, para enseñarles con su experiencia y sabiduría? La Biblia no
nos lo dice. Pero podemos deducir de esta última historia suya
que Eliseo no había desaparecido en el olvido de la gente, porque
la noticia de su enfermedad causó que se estremeciera incluso la
corte del rey. El rey mismo no se conformó con enviar flores o
un saludo al profeta moribundo, sino que fue personalmente – y
al pa­recer – no acompañado para visitarle en el lecho de muer­te.

Un ejemplo para los hermanos mayores

Aparentemente, Eliseo tuvo también de mayor una in­fluencia


bendecida sobre su entorno, aún durante su vida retirada. En
esto es un ejemplo brillante para nosotros.
Para los levitas, los ministros del tabernáculo y después del
templo, Dios había dado el mandamiento claro de que tenían
que comenzar su ministerio con 25 años y retirarse con 50 años.
Entonces debían aconsejar y acompañar a los levitas más jóvenes.
Si queremos aplicarlo para nosotros, no se trata de años deter-
minados que deben marcar el comienzo y el final de nuestro ser-
vicio, sino que aquí hay un principio espiri­tual. Se trata de apren-
der que en el tiempo de nuestras mejores fuerzas físicas y men-
tales debemos ser activos en el servicio del Señor y hacerlo con
todas nuestras fuer­zas y entusiasmo.
Luego cuando con el tiempo nos falten las fuerzas, debe­
mos tener la suficiente madurez y sabiduría para poner­nos en

• 192 •
un segundo plano y animar a hermanos más jóve­nes a servir al
Señor, instruirlos y orar por ellos.
En Alemania ahora se habla mucho de la escasez de per­sonal
calificado. Es frecuente ver como algunas firmas tratan de volver
a incorporar al personal que ya estaba ju­bilado, porque su expe-
riencia y su consejo son de un va­lor enorme. El futuro y el éxito
de una firma dependen de que los conocimientos específicos sean
transmitidos de la generación mayor a la más joven.
En las iglesias, lamentablemente, la situación se presenta dife-
rente:
– Los hermanos ancianos a veces no están dispuestos ni com-
prenden que deben retirarse a tiempo y delegar cier­tos servi-
cios a hermanos más jóvenes. Se aferran a sus posiciones y no
se dan cuenta que con ello impiden el de­sarrollo de los herma-
nos más jóvenes, apagando así al Espíritu de Dios.
– Cuando por enfermedad o discapacidad no pueden se­guir
con su ministerio, o cuando Dios los retira por la muerte, a
menudo dejan un hueco o un vacío difícil de llenar.

Aún en la vejez... fuerte, vigoroso y lleno de verdor (Sal 92:14)

¡Qué alentadores y ejemplares son por el contrario los úl­timos


días de Eliseo. Aún como anciano y sobre el lecho de la muerte
le vemos con su vigor espiritual cabal ¡qué bendición y qué poco
visto! Hasta el final de su vida fue un portador de bendición.
Toda su vida fue «de una sola pieza». Su ojo espiritual no se
enturbió ni cegó, y los mu­chos desengaños y aflicciones no le lle-
naron de amargura ni cinismo.
La Biblia habla con sobriedad y brevedad de su fin: «Y Eliseo
enfermó de la enfermedad de que murió» (v.14).
Nada se nos dice de que su enfermedad podría ser la con­
secuencia de una culpa personal o por tener poca fe, como lo

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afirman de palabra y por escrito los carismáti­cos. Ni siquiera
se nos dice que muriera «en buena vejez y lleno de días» (como
David) en 1 Cr 29:28. No, su tiempo de morir había llegado y
evidentemente no se afe­ rró desesperadamente a su vida. No
fue llevado al cielo sin morir como Enoc. Tampoco fue llevado
espectacular­mente en un carro de fuego y en un torbellino como
su padre espiritual Elías. Dios había determinado que murie­ra
de su enfermedad. Abnegado y sencillo como había vivido, así le
vemos también en el lecho de la muerte.

Burlado y odiado – pero respetado por mu­chos...

No es nada extraño que reyes impíos en los últimos mi­nutos de


su vida en el lecho de la muerte, de repente ha­gan venir a un
hombre de Dios. Tenemos ejemplos en el Antiguo Testamento y
también en la historia eclesiástica.
El temible rey Enrique VIII de Inglaterra quien fue un hom-
bre sin escrúpulos, ávido de poder, esclavo de sus pasiones y aspi-
raciones es un buen ejemplo de ello. En su lecho de muerte,
cuando ya casi no podía hablar, hizo un último gran esfuerzo
e hizo llamar al reformador Tomás Cranmer, quien fue la única
persona entre todo su entor­no que le dijo siempre la verdad sin
adulaciones ni hipo­cresía.
Lo inusual en nuestro texto bíblico es que un rey impío y sano
entrara en el cuarto de la muerte de Eliseo, pues en­trar en tal
cuarto siempre es algo que hace pensar en nuestra propia con-
dición de seres mortales. Más extraño aún es que el rey Joás se
pusiera a llorar ante el lecho de la muerte de Eliseo. ¿Cómo expli-
car este estremecimien­to, recordando lo que la Biblia había dicho
de él pocos versículos antes? «... e hizo lo malo ante los ojos del
Se­ñor; no se apartó de todos los pecados de Jeroboam...».
¿No se había dado cuenta hasta ese preciso momento del valor

• 194 •
de Eliseo para el pueblo de Dios? ¿Qué le impulsó a exclamar
con lágrimas: «¡Padre mío, padre mío, carro de Israel y su gente de
a caballo!»?
¿Conocía a Eliseo como un hombre que también había orado
por él y de cuyo consejo paternal no había hecho caso? ¿Fue Eli-
seo quizás el único en su entorno que se había preocupado since-
ramente por su alma y que le ha­bía amado a pesar de su impie-
dad?
No lo sabemos. Pero por esta exclamación conmovedora del
rey podemos deducir que en su vida había habido es­cenas y
encuentros importantes con el varón de Dios que habían dejado
su huella en su memoria y en su concien­cia, lo cual nadie había
sospechado.

Un caso de conciencia

Al considerar esta escena surge una pregunta: ¿qué senti­mientos


y memorias suscitará en otros nuestra propia muerte?
¿Pudimos ser «padres» y «madres» para los creyentes jó­venes
o no tan jóvenes? ¿o incluso para conocidos, veci­nos y amigos
incrédulos?
En su juventud, Eliseo había tenido un padre espiritual, y al
verle ascender al cielo había exclamado: «¡Padre mío, padre mío!».
Quizá fuera esa la razón por la cual Eliseo pudo ser un padre
espiritual para «los hijos de los profe­tas» y también para reyes
como Joram y Joás.
Joás era consciente de que no sólo iba a perder un padre espi-
ritual, sino que este profeta había sido en el pasado algo como
un poder protector («carro de Israel y su gen­te de a caballo») para
Israel. Especialmente en ese mo­mento, cuando los ejércitos sirios
ya estaban de camino para invadir Israel.

• 195 •
Sirviendo por última vez

Casi no podemos imaginarnos que ante la muerte inmi­nente


Eliseo se hubiera alegrado mucho por ese reconoci­miento. Las
medallas de honor y las condecoraciones son nada más que un
escarnio en el lecho de muerte. Lo que cuenta allí es sólo aquello
que tiene un valor eterno.
Eliseo no le dio las gracias al rey por su interés. En esta última
escena de su vida tampoco gira en torno a sí mis­mo, sino que su
interés sigue siendo el futuro del pueblo de Israel y de su rey.
Eliseo sabía – igual que Joás en su profunda preocupación
– que las fuerzas armadas sirias habían sido movilizadas con-
tra Israel. Así que el profeta moribundo dio al rey de Israel una
orden que debió dejarle confuso en ese entorno donde estaba:
Debía ir por un arco y saetas. Después de­bía poner una saeta en
el arco y tensar la cuerda. Enton­ces Eliseo puso sus manos sobre
las manos del rey y la mandó abrir la ventana y disparar la flecha,
dirigiendo Eliseo la mano del rey.

Una lección importante

Mientras la flecha volaba en el aire, Eliseo le explicó al rey el sim-


bolismo de este acto inusual: «Saeta de salvación del Señor, y saeta
de salvación con­tra Siria; porque herirás a los sirios en Afec hasta
con­sumirlos.»
Es muy improbable que Joás hubiera comprendido el pro-
fundo significado espiritual de esta lección. Pero es de suma
importancia para nosotros: Solamente cuando nues­tras manos
son fortalecidas y guiadas por las manos de Dios podemos vencer
a nuestros enemigos.
Nuestra obediencia y nuestros actos sólo tendrán éxito cuando
los realizamos en la dependencia con nuestro Se­ñor y con su

• 196 •
fuerza y su dirección. Nuestra responsabili­dad y la soberanía de
Dios en su obrar no están en oposi­ción, sino que va de la mano,
por así decirlo.
Spurgeon explicó así este importante principio con su lenguaje
tan gráfico: «No debemos dejar las saetas en su lugar y decir: Dios
hará su obra (...) eso sería pereza (...). Por otro lado, también es un
error peligroso creer que podemos tomar las saetas y dispararlas sin
Dios (...). Si he de comparar dos diablos el uno con el otro, no sé cuál
es el peor de los dos espíritus malignos: El espíritu que perezoso dice:
‹déjalo en las manos de Dios›, o el otro que pone manos a la obra de
Dios sin confiar en Dios. O Señor de los ejércitos, no con ejército ni
con fuerza, sino con tu Espíritu. No obstante, el amor de Cristo nos
constriñe a usar nuestras fuerzas y a agotarlas en su ser­vicio.»

Una victoria incompleta

El rey Joás quizás se sintió como un colegial ignorante al obede-


cer al misterioso y humillante mandato del mori­bundo profeta:
Toma las saetas y golpea la tierra».
Fue positivo que se agachó, tomó las saetas y golpeó tres veces
la tierra y paró. No se dio cuenta de que la dimen­sión de la vic-
toria dependía de la cantidad de golpes en la tierra, hasta que vio
la ira de Eliseo.
Aquí aprendemos otra lección importante para nuestro servi-
cio: Nuestro celo y nuestra fidelidad determinan la medida de la
bendición y de la victoria.
Ya hemos visto este principio en las primeras estaciones del
ministerio de Eliseo. A una pobre viuda endeudada le había dado
la orden de pedir vasijas vacías de todos los vecinos para llenar-
los con la bendición que iba a venir: «¡No pocas!» Y la experiencia
que hizo fue que la canti­dad de vasijas vacías que trajo determinó
la medida del aceite que fluyó para su mantenimiento.

• 197 •
Eliseo reaccionó decepcionado y airado ante el rey titu­beante.
Su poca fe hizo que no tuviera una victoria total.
Honramos a Dios, si confiamos en Él y si le tomamos por la
palabra dando pasos de fe confiados en sus promesas.
«Porque los ojos de Jehová contemplan toda la tierra, para mos-
trar su poder a favor de los que tienen corazón perfecto para con él»
(2 Cr 16:9).
Cuando Jorge Müller, el conocido padre de huérfanos,
comenzó su obra en Bristol, su deseo era mostrar que se puede
confiar y reposar plenamente en las promesas de Dios, tam-
bién en lo que se refiere a los asuntos materia­les de la vida. Jorge
Müller quiso demostrarlo mediante pruebas visibles para todos.
El 25 de Noviembre de 1835 escribió lo siguiente en su diario:
«Si yo – siendo un hombre pobre – con la única ayuda de la ora-
ción y la fe, sin pedir nunca nada a nadie, recibo los medios para
fundar y sustentar un orfanato, entonces este hecho fortalecería la fe
de los hijos de Dios. Tam­bién para los incrédulos sería un testimonio
de la reali­dad de las cosas divinas (...). Por supuesto, que también
quiero ser usado por Dios para ayudar a los niños po­bres y educarles
en los caminos de Dios. Pero la razón principal para esta obra es que
Dios sea glorificado pro­veyendo Él todo lo necesario para los huérfa-
nos que me son confiados, únicamente mediante la oración y la fe.
Entonces todos verán que Dios es fiel y escucha las ora­ciones.»
Unos 62 años más tarde, en el año 1897, Jorge Müller testi-
ficó:
«Nunca me desamparó. Durante casi 70 años Dios pro­veyó para
todo lo relacionado con esta obra. Los huérfa­nos – desde el primero
que acogimos hasta ahora fueron 9.500 – nunca se sentaron a la
mesa con un plato vacío delante de ellos. (...) Durante todos estos
años fui capaz de confiar en Dios, en el Dios vivo, y en Él solamente.
(...) Espera grandes cosas de Dios, y recibirás grandes cosas. No
hay límite para lo que Él puede hacer. ¡Alaba­do sea su santo nom-
bre!».

• 198 •
Los misioneros pioneros Hudson Taylor, C. T. Studd y
muchos otros hombres y mujeres fueron alentados por el testi-
monio de Jorge Muller y ellos también esperaron grandes cosas
de Dios, como él. Fueron alentados a hacer grandes cosas por Él
y no fueron decepcionados.
Al final de su vida, Hudson Taylor escribió:
«Tengamos muy presente a Dios para andar en sus cami­nos y aspi-
rar a agradarle y glorificarle en todo, en lo grande y en lo pequeño.
Tened por cierto que la obra de Dios, hecha a la manera de Dios
nunca carecerá del cui­dado de Dios.»

Muerte y entierro

La muerte y el entierro de Eliseo estaban en perfecta ar­monía


con su vida de sencillez. No hubo una ascensión espectacular
como con su precursor Elías. Ni tampoco fue un entierro pom-
poso como lo hubo con ciertos reyes de Israel y Judá, donde en
su honor hicieron un gran fue­go. Tampoco leemos nada de lágri-
mas, lamentos, duelo o una necrología conmovedora.
Durante un sermón, Spurgeon expresó una vez pensa­mientos
valiosos y dignos de reflexión sobre la muerte deseable para un
creyente. Y así fue justamente el final de Eliseo lo cual da a nues-
tra vida una luz de la eterni­dad:
«La muerte puede ser el fleco o la orla de la vida, pero debería ser
siempre de la misma tela que el vestido com­pleto. No podemos tener
la esperanza de comer con el mundo al mediodía y cenar con Dios
por la tarde (...) También sería muy deseable que la muerte fuera la
coro­nación de toda nuestra carrera, es decir, que el cre­yente muriera
cuando ya nada fuera necesario para completar la obra de su vida.
Whitefield solía decir cuando se iba a la cama: ‹No he dejado ni
un par de guantes sin recoger; si muero esta noche, todos mis asun-
tos temporales y eternos están en orden.› Vivid de tal forma, que la

• 199 •
muerte, cuando os llegue, sea un final deseable de un libro del cual
hayamos escrito la última línea. Hemos terminado nuestra carrera y
hemos hecho nuestro trabajo y nuestra partida al hogar eterno será
entonces el final adecuado de nuestra vida.»

Vida de la muerte

El relato bíblico sobre la vida bendecida de Eliseo no ter­mina con


la muerte del varón de Dios. Con brevedad y objetividad se nos
narra que durante otro entierro, de re­pente aparecieron bandas
armadas de los sirios enemigos. Los asistentes, como es lógico,
sintieron pánico y echa­ron al muerto en el sepulcro aún reciente
de Eliseo, para en seguida huir y ponerse a salvo del enemigo.
En el momento cuando el fallecido tocó los huesos de Eli-
seo ocurrió un milagro, que excedió a todos los demás milagros
ocurridos en vida de Eliseo: El muerto revivió al tocarle y saltó
de la tumba. Dice un comentarista: «Dios otorgó a Moisés el gran
honor de enterrarle Él mismo. Sin embargo, es posible que guardara
aún un ho­nor mayor para Eliseo, pues – coincidiendo con su minis­
terio de la gracia – Dios utilizó su muerte, para ilustrar el mayor de
todos los milagros de la gracia: el hecho de sacar vida de la muerte»
(Hamilton Smith).
Y Wilhelm Busch traza una línea al Nuevo Testamento apli-
cando esta notable historia a nuestra propia vida:
«... así que echaron a este muerto al sepulcro de Eliseo. En cierto
modo estaba muerto junto con el profeta y jun­to con él estaba sepul-
tado. Y eso le hizo revivir. Eliseo es un ejemplo o modelo de Jesu-
cristo. Tocar la cruz significa por lo tanto que tengo que morir jun-
tamente con Cristo y ser enterrado con Él. Y efectivamente, la Biblia
habla así de la experiencia cristiana fundamental: Reconozco que la
muerte que sufrió Jesús, en realidad era yo quien la merecía. Yo ten-
dría que clamar: ‹Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desampa-

• 200 •
rado?› Yo merezco toda la ira de Dios. Eso lo reconozco al pie de la
cruz de Cristo. (...) ¡Qué bien señala todo esto hacia Jesús! El mundo
y el infierno triunfaron cuando inclinó la cabeza y murió. Pero ya
vemos a un hombre que halla la vida por medio de su muerte: el cen-
turión romano confiesa en alta voz su fe en Jesús, el Hijo de Dios.»
Quizás podemos ir más allá aún y recordar que después de la
muerte de nuestro Señor «la tierra tembló, y las ro­cas se partieron;
y se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían
dormido, se levantaron...» (Mt 27:51-52). De esta forma Eliseo
después de su muerte por última vez señala hacia nuestro Señor
Jesucristo. En su actitud y en su servicio ya le había reflejado en
muchas situacio­nes.

Un fruto maduro

Como broche final me gustaría citar otra vez a Hamilton Smith


cuyo resumen de la vida de este hombre de Dios es tan significa-
tivo que es muy difícil expresarlo con más hermosura y acierto:
«Como un forastero celestial anda por su camino, apar­ tado
moralmente de todos, mientras que por gracia es siervo de todos, al
alcance de ricos y pobres. Le encon­tramos en toda clase de situacio-
nes. Entra en contacto con personas de todas las clases sociales. Unas
veces atraviesa la tierra de Israel, otras veces sale de sus fronteras.
Pero donde quiera que se encuentra, y cuales quiera que sean las cir-
cunstancias en las que se encuentra y con quien quiera que se rela-
ciona, siempre está dando a conocer la gracia de Dios.
A veces se burlan de él, a veces no le hacen caso y le olvidan.
Va­rias veces tomaron consejo para quitarle la vida. Pero a pesar de
la oposición continúa con su servicio de amor, elimina la maldición,
salva la vida de reyes, alimenta hambrientos, ayuda a aquellos que
están en apuros, sana al leproso y resucita a muertos.
En sus caminos y su forma de vivir no admite nada que no sea

• 201 •
compatible con su ministerio de la gracia. Recha­za las riquezas de
este mundo y los regalos de los hom­bres y se conforma con ser pobre y
enriquecer a otros con ello.
Así llega a ser un ejemplo adecuado de uno sumamente mayor,
por el cual vinieron al mundo la gracia y la ver­dad: Aquel que
habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad: que se hizo pobre
para que nosotros fuéra­mos enriquecidos; que sufrió la contradicción
de los pe­cadores y al final dio su vida para que la gracia reinara por
medio de la justicia.
Eliseo es una imagen de aquel Cristo que iba a venir. Pero tam-
bién es un ejemplo para todo creyente en Cris­to, pues nos enseña que
en todas las circunstancias de la vida en un mundo lleno de miserias
y problemas debe­mos ser representantes de la gracia que llegó a noso-
tros en toda nuestra indignidad, para finalmente hacernos su­bir a
donde está el hombre glorificado, donde – semejan­te a Él – seremos
para siempre para alabanza de la glo­ria de Su gracia.»

La muerte de Eliseo – una pregunta para nuestra vida

La muerte de Eliseo fue – de acuerdo con lo que dijo Spurgeon –


el fin apropiado de una vida bendecida. A sus «hijos» y a noso-
tros nos ha dejado una rica herencia espi­ritual. La estela de ben-
dición y sobre todo su ejemplo bri­llante de sencillez, abnegación
y semejanza de Cristo, marcado por la gracia, permanecen, aún y
cuando vivió siglos antes que Él.
Al final de estas reflexiones sobre la vida de Eliseo, la pregunta
que queda plantearnos es con qué acorde final concluirá nues-
tra vida.
En una canción alemana titulada «En Cristo nuestra fe se
inflama de nuevo», los autores (Theo Lehmann y Jörg Swoboda)
nos han dejado una pregunta y una profesión, la cual deseo que
todos nosotros podamos entonar con ellos en oración:

• 202 •
«¿Quedará mi vida sin dejar huellas
como el vuelo de las aves,
o hago surcos para la simiente como el arado?
Quiero dar mis pasos en las huellas de Dios.
Entonces mi vida no será llevada
por el viento del tiem­po.»

• 203 •
El autor

Wolfgang Bühne nació en 1946 en Alemania y vive allí en Mei-


nerzhagen.
En 1969 contrajo matrimonio con su mujer Ulla.
Han recibido el regalo y además el desafío que representan siete
hijos, cinco yernos y nueras y catorce nietos.
Durante más de 30 años ha dirigido el ministerio entre los jóve-
nes.
Es autor de diferentes libros evangelísticos, apologéticos y edifi-
cantes, traducidos ya a diferentes lenguas.
En el campo de la literatura sigue trabajando como editor.
Da conferencias sobre temas actuales a la luz de la Biblia en reu-
niones especiales y en diferentes iglesias alemanas y en el extran-
jero.

• 205 •
Wolfgang Bühne
Ezequías

El hombre que puso su


esperanza en Dios
176 páginas, libro de bolsillo
ISBN 978-3-86699-375-4

“En Jehová Dios de Israel puso su esperanza; ni después ni antes


de él hubo otro como él entre todos los reyes de Judá.”
Esta es una calificación única de parte de Dios acerca de la
persona y la vida del rey Ezequías. Pero, a pesar de esta con-
decoración excepcional, parece ser que Ezequías a menudo
está en un segundo plano, eclipsado por otros personajes de
la Biblia. Sin embargo, hay razones suficientes para estudiar
la historia impresionante de este hombre, pues contiene lec-
ciones importantes y retos que pueden resultar en una bendi-
ción para nosotros:
• Confiar en Dios en los altos y en los bajos – y también en la
vida cotidiana normal.
• No apoyarse en sus propias fuerzas y sabiduría en las ad-
versidades.
• Reconocer el engaño y los peligros de la prosperidad y de
los buenos tiempos.
• No resignarse cuando hay tiempos de sequía espiritual en
el pueblo de Dios, sino orar y contar con un avivamiento,
honrando a Dios con una confianza inquebrantable que no
vacila en las crisis.
Wolfgang Bühne
La Vida de Oración de Jesús

Estímulo y Reto
128 páginas, libro de bolsillo
ISBN 978-3-86699-374-7

Nuestra vida de oración – allí es donde queda reflejada nuestra


pobreza espiritual, nuestra pereza y falta de fuerza; y hay pocos
temas capaces de avergonzarnos y humillarnos más.
Pero hubo Uno, a Quien en todo momento habríamos
podido preguntar acerca de Su vida de oración: Aquel que
en verdad y con autoridad pudo decir de Sí: “mas Yo oraba”.
Este libro trata primordialmente del ejemplo impresionante y
desafiante de Jesucristo – además de algunos otros ejemplos “más
pequeños” de la Biblia y de la historia de la Iglesia.
El Evangelio de Lucas es el que más ampliamente describe la
vida de oración del Señor en determinadas situaciones, y ella nos
ofrece muchas aplicaciones prácticas y alentadoras. Porque, si hay
algo que pueda motivarnos y animarnos a dar a la oración el lugar
que se merece en nuestra vida, son los relatos conmovedores sobre la
vida de oración del Siervo verdadero e Hijo de Dios, mientras estuvo
aquí en la tierra.
Charles H. Spurgeon
La Batalla más grande en el Mundo

El Manifiesto Final
de C.H. Spurgeon
112 páginas, libro de tapa dura
ISBN 978-3-86699-360-0

Un sermón predicado por Spurgeon en una conferencia en


su «Colegio para Pastores» en el mes de Abril del año 1891, el
cual fue publicado antes de su muerte en 1892.

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