Aportes Teóricos de Anselm Jappé
Aportes Teóricos de Anselm Jappé
Aportes Teóricos de Anselm Jappé
Al imprescindible Anselm Jappe, sin cuya lectura será imposible comprender qué
es ese monstruo llamado capitalismo.
A Jorge Félix, el primer maestro que tanto me motivó a estudiar a Marx, ¡tanto!
que aún 34 años después sigo haciéndolo, ¡gracias por ello!
“cuando uno [se introduce en el estudio del valor] tiene la impresión de penetrar en
la cámara en la que se guardan los secretos más importantes de la vida social,
aquellos secretos de los que dependen todos los demás”. Anselm Jappe
“No se necesita un gran esfuerzo mental para pedir una distribución diferente del
dinero o más empleo. Es infinitamente más difícil criticarse a uno mismo en cuanto
sujeto que trabaja y que gana dinero” . Anselm Jappe
Introducción
La crítica del valor, no obstante, tiene sus antecedentes en los años veinte del siglo
XX con Historia y conciencia de clase de G. Lukács y los Estudios de la teoría del
valor de I. Rubin. Continúa entre las líneas de los escritos de Theodor Adorno, para
encontrar su verdadero nacimiento en torno a 1968, cuando en diferentes países
(Alemania, Italia, Estados Unidos) autores como H.-J. Krahl, H.-G. Backhaus, L.
Colletti, R. Rosdolsky, F. Perlman trabajan sobre el mismo tema.
Sin embargo, el salto cualitativo lo tiene con Robert Kurz en la revista Krisis,
cuando la “crítica del valor” se ha separado definitivamente del marxismo
tradicional y de la teoría burguesa académica, y superado también su fase inicial,
cuando era una especie de ciencia esotérica.
En el año 2004 la “critica del valor” da otro salto cualitativo de enorme
trascendencia, un conflicto entre miembros del colectivo de la revista Krisislleva a
la exclusión de Robert Kurz y Roswitha Scholz de la redacción de la misma por,
entre otras cosas, un rechazo o negación de la condición escindida del valor, como
defienden tanto Kurz como Scholz, que suponen que la parte del hombre no
aprovechable por el trabajo asalariado, es decir, todo lo sensual o emotivo, es
separada de éste, y relacionada con lo femenino, que se asigna a la mujer,
mientras el modelo del sujeto del valor es masculino, blanco y occidental. Así
Scholz explica la marginalización de personas que no cumplen con una de estas
condiciones en la sociedad basada en el trabajo. Ambos, junto con otros miembros
de la redacción y el apoyo entusiasta de distintos grupos de otros países, fundan la
revista Exit!, que desarrolla el teorema de la escisión del valor.
La “critica del valor” teoría que emergió en los márgenes de los grupos de discusión
marxista de los años ochenta del siglo XX se ha ido haciendo, poco a poco, con un
público bastante amplio, siendo destacable que ninguno de sus autores principales
esté ligado a la universidad o a otras instituciones, tampoco a partido político
alguno no recibiendo, por tanto ayuda de nadie, lo que le permitió a sus
investigadores dentro de un alto grado de libertad conseguir un elevado nivel de
objetividad en sus estudios y producciones teóricas.
En estos aportes, como diría Jappe, nadie encontrará una “guía para la acción” que
es lo que todos buscamos, pero también podría afirmarse que sin atender a los
mismos toda acción, sino ciega, tampoco estaría impregnada de la suficiente luz
que requiere una tarea de la magnitud de la transformación del capitalismo en otro
tipo de sociedad más humana y justa, en la que ningún miembro pueda apropiarse
lucrativamente del trabajo y el excedente producido por los demás.
La teoría del “fetichismo objetivo” reconoce, por el contrario, que mientras existan
el valor, la mercancía y el dinero, la sociedad estará efectivamente gobernada por
el automovimiento de las cosas creadas por ella. El fetichismo de la mercancía
existe dondequiera que exista una doble naturaleza de la mercancía y dondequiera
que el valor mercantil, que es creado por la faceta abstracta del trabajo y
representada por el dinero, forme el vínculo social y decida, por consiguiente, el
destino de los productos y de los hombres, mientras que la producción de valores
de uso no es más que una especie de consecuencia secundaria, casi un mal
necesario.
Por supuesto, en realidad no son las cosas las que dominan, como pretende la
apariencia fetichista, pero sí lo hacen en la medida en que las relaciones sociales se
han objetivado en ellas. El fetichismo es precisamente la universalidad que no es la
suma de las particularidades, sino el resultado no deseado creado por las acciones
conscientes particulares (que existen efectivamente) de los sujetos.
El fetichismo según Marx, reside ya en el hecho de que para los hombres sus
propias relaciones de producción, independientemente de su control y de su
consciente actuación individual, se manifiestan en primer lugar en que la actividad
social, los productos de su trabajo, asumen una “apariencia objetiva” en la
mercancía , el valor y el dinero. Los hombres no son, sin embargo, conscientes de
esa apariencia; la producen, sin saberlo, con sus acciones de intercambio, en las
cuales se impone siempre, como una ley natural, el tiempo de trabajo socialmente
necesario en cuanto elemento regulador.
Sin embargo, que las relaciones entre los hombres se manifiesten como relaciones
entre cosas no significa que “en realidad” se trate de relaciones de dominación
personal que se ocultarían tras la apariencia de una lógica objetiva de las cosas.
Afirmar esto significa pasar por alto los rasgos específicos del capitalismo para
considerarlo una continuación lineal de las relaciones de explotación precedentes.
Resulta evidente que los hombres son, en último término, los creadores de sus
productos, pero eso no significa que detrás de las relaciones “fetichistas” de las
cosas, se encuentren en realidad relaciones humanas.
Todas las sociedades que han existido hasta nuestros días han tenido su propia
forma de fetichismo, cumpliendo una función que de todas maneras ha de ser
satisfecha en la existencia humana, pero esto no prueba que tenga que ser así en
el futuro ni que se trate de una estructura ontológica que formaría parte de una
supuesta “naturaleza humana”.
Se puede decir que todas las sociedades que han existido hasta el presente han
sido ciegas. No ha habido ninguna que verdaderamente dispusiera de manera
consciente de sus propias fuerzas y en la que no hubiese mediación fetichista, pero
en comparación con la sociedad capitalista, todas ellas carecían de dinamismo. Lo
que hace tan peligrosa a la sociedad moderna es que está sometida a un
dinamismo muy fuerte que no logra controlar en absoluto porque está plenamente
entregada a su medio fetichista.
Ninguna de las formas precedentes de fetichismo había supuesto una amenaza para
la existencia misma del género humano. Al mismo tiempo, la sociedad mercantil es
la primera sociedad que ha reconocido la existencia de las formas fetichistas en
cuanto tales. Este progreso de la conciencia es una condición previa –que no existía
con anterioridad- para salir del fetichismo tal vez algún día. En efecto, la salida del
inconsciente social no puede producirse ella misma de forma inconsciente.
Ninguna “ley de la historia”, ninguna teleología filosófica, ninguna sucesión de tesis,
antítesis y síntesis puede garantizar que el fetichismo de la mercancía sea
verdaderamente el último, ni que sea posible una vida humana sin objetivación
infiel de sus poderes, pero también podemos afirmar que no es posible superación
alguna del fetichismo sin abolir prácticamente el trabajo como principio de síntesis
social.
No existe pues ninguna razón para excluir a priori , que los cambios más
dramáticos en las condiciones materiales y sociales de vida que la humanidad haya
conocido jamás, se vean seguidos de un cambio igual de radical en las formas de
mediación social.
La teoría del fetichismo es el centro de toda la crítica que Marx dirige a los
fundamentos del capitalismo y con todo derecho, se puede hablar de una identidad
entre la teoría del valor y la teoría del fetichismo en Marx.
Hasta ahora los sujetos no son los hombres, sino sus relaciones objetivadas; en
cuanto sujetos, [los sujetos] son sujetos del Capital. Que sean asalariados o
capitalistas importa poco; ellos son los soportes de unos procesos que los superan.
Los intentos que se han dado a partir de la década del 1960 de poner a otro
aspirante sobre el trono vacante del sujeto revolucionario, capaz de hacer realidad
la salida del capitalismo, es continuar con el mismo error al seguir presuponiendo
que en el capitalismo existe un sujeto que no forma parte de las relaciones
capitalistas más que superficialmente y que en su forma actual ya está “en si” más
allá de la lógica capitalista.
Lo que habría más bien que reconocer es que los intereses de los asalariados no
son esencialmente diferentes de los demás intereses en competencia dentro de la
sociedad mercantil. La defensa de sus intereses puede estar más justificada que la
de otros intereses porque los obreros, o las otras categorías sociales en cuestión,
son más numerosos o más pobres, o están más explotados que los demás sujetos
del mercado, o porque son víctimas de una injusticia mayor, pero en esta defensa
no hay nada que sea necesariamente “emancipador”. Se trata tan solo de hacer
valer una determinada categoría de vendedores de bienes (en este caso, de su
fuerza de trabajo) frente a otros vendedores. En la sociedad fetichista capitalista,
no puede haber una “clase de la conciencia” constituida por una de las categorías
funcionales de la mercancía, que al mismo tiempo tenga la misión histórica de
ponerle término a la sociedad de clases.
Del mismo modo, la izquierda radical ha exagerado mucho la importancia de la
“traición de los dirigentes” que tuvo lugar en la Revolución rusa, en las demás
revoluciones que desembocaron en la formación de Estados especialmente
autoritarios y prácticamente dentro de todos los movimientos de protesta. Sin
pretender quitarle importancia a la pertinencia del juicio moral contra los
sepultureros de las revoluciones, hay que señalar que estos no hacían otra cosa
que seguir al sujeto automático que los propios traicionados no habían superado.
En una constitución fetichista, no existe una voluntad del sujeto que pueda
oponerse a la realidad “objetiva”.
En la sociedad mercantil, cada cosa tiene una existencia doble, una como realidad
concreta y otra como cantidad de trabajo abstracto. Es este segundo modo de
existencia el que se expresa en el dinero, y el que merece en consecuencia ser
llamado la abstracción real principal.
Es mejor hablar de la “faceta abstracta del trabajo”; resulta más claro que “trabajo
abstracto”. En efecto, en un régimen capitalista todo trabajo posee una faceta
abstracta y una faceta concreta, no se trata de dos géneros distintos de trabajo. Lo
que si debe quedar claro es que el trabajo abstracto no tiene nada que ver con el
trabajo inmaterial.
El único trabajo productivo en el sentido capitalista es aquel que crea plusvalía que
puede ser reinvertida. Los demás trabajos no hacen otra cosa que consumir las
rentas de quienes los pagan. Si voy al sastre para que me confeccione un traje para
mi propio uso, no se trata de un gasto productivo y el sastre no ha hecho un
trabajo productivo en el sentido capitalista. Si empleo el mismo dinero como salario
para pagar a obreros de la confección cuyos trajes revendo, entonces sí se trata de
un trabajo productivo. La prueba es el hecho de que el primer gasto, si lo repito un
número lo bastante grande de veces, me deja sin dinero, mientras que el segundo,
después de varias repeticiones, debería de hacer de mí un hombre rico a causa de
la plusvalía arrebatada a los obreros.
Para que un trabajo sea productivo, es preciso que sus productos retornen al
proceso de acumulación del capital y que su consumo alimente la reproducción
ampliada del mismo capital, siendo consumidos por trabajadores productivos o
convirtiéndose en bienes de inversión para un ciclo que efectivamente produzca
plusvalía.
Para la crítica del valor esta oposición no es, por el contrario, más que un aspecto
derivado de la verdadera contradicción fundamental del capitalismo que es la
contradicción que se da entre el valor y la vida social concreta.
Son la valorización del valor, en cuanto trabajo muerto, a través de la absorción del
trabajo vivo, y su acumulación en forma de capital las que gobiernan la sociedad
capitalista, reduciendo a los actores sociales a simples engranajes de ese
mecanismo. La propiedad privada de los medios de producción y la explotación de
los asalariados, el dominio de un grupo social sobre otro y la lucha de clases,
aunque son sin duda reales, no son sino las formas concretas, los fenómenos
visibles en la superficie, de ese proceso más profundo que es la reducción de la
vida social a la creación de valor mercantil.
Las clases no existen más que como ejecutoras de la lógica de los componentes del
capital, el capital fijo y el capital variable. Las clases no se encuentran en el origen:
El capitalista funciona únicamente como capital personificado, el capital como
persona, del mismo modo que el trabajador no es más que trabajo personificado.
La dominación de los capitalistas sobre los trabajadores es por tanto la dominación
de la cosa sobre los seres humanos, del trabajo muerto sobre el vivo, del producto
sobre los productores, un proceso que, desde otro punto de vista, presenta al
capitalista igualmente sometido a la relación del capital.
Trabajo asalariado y capital no son más que dos estados de agregación de la misma
sustancia: el trabajo abstracto cosificado en valor. Se trata de dos momentos
sucesivos del proceso de valorización, de dos formas del valor.
Las clases no constituyen un antagonismo absoluto; son formas con ayuda de las
cuales se realiza el sujeto automático, el valor.
Sí como Marx dice, el capital no es una “cosa”, sino una “relación social”, esto
significa que, tanto los trabajadores como los propietarios forman parte del capital,
pero como los marxistas recaen en la definición burguesa del capital como conjunto
de medios de producción; conciben la “relación” como una relación entre clases, en
la que solo una de ellas “posee” el capital, y no como la relación tautológica del
trabajo abstracto consigo mismo, que más adelante produce a los sujetos sociales.
Todas las revoluciones socialistas que hemos visto dejaron intacto el modo de
actividad y solo trataban de lograr otra distribución de esta actividad, una nueva
distribución del trabajo entre otras personas, al paso que la verdadera revolución
comunista deberá estar dirigida contra el modo anterior de actividad, eliminando el
trabajo y suprimiendo la dominación de las clases al acabar con las clases mismas.
De tal forma que el lema no es “liberar el trabajo” puesto que el trabajo es libre en
todos los países civilizados, de lo que se trata no es de liberar al trabajo, sino de
abolirlo.
Las “democracias occidentales” se declaraban horrorizadas por los métodos con los
que se había alcanzado ese resultado, aunque en realidad, no deberían haber visto
en ellos más que un resumen de los horrores de su propio pasado. La atrasada
Rusia había repetido en algunos años lo que en el Oeste había llevado siglos. El
Occidente llamado “libre” hubiera debido reconocer en los países del Este el reflejo
de sus propios orígenes, aunque ni de un lado ni del otro se quería admitir este
hecho.
Los éxitos iniciales de la URSS animaron en gran medida a otros países a intentar
seguir la misma vía para integrarse con una posición de fuerza en la economía
mundial. Tal fue primero el caso de China, mientras que numerosos países del
Tercer Mundo trataban de combinar el enfoque estatista con dosis más o menos
elevadas de mercado. Cuanto más avanzada estaba la evolución del mercado
mundial y más atrasados estaban los países en cuestión conforme a los criterios
capitalistas, más violentos, e incluso delirantes, eran los métodos. La ideología
socialista no era más que una justificación paradójica para introducir más
rápidamente las categorías capitalistas en países en los que estas estaban en gran
medida ausentes. En lugar de “emancipar” al proletariado, primero había sido
preciso crearlo de la nada.
No podemos considerar como normal el paso del trabajo al valor, mientras lo malo
sería exclusivamente el paso del valor al dinero.
La “ley del valor” era considerada además como una teoría de la justicia que
fundamenta el derecho del obrero, en cuanto productor del valor, a recibir este sin
merma.
La “ley del valor” es fetichismo porque significa que la sociedad al completo presta
a los objetos una cualidad imaginaria. Creer que las mercancías “contienen” trabajo
es una ficción aceptada por todos los miembros de la sociedad mercantil. Esta
supuesta “ley” no es en absoluto una base natural velada por el fetichismo, como
pretende el marxismo tradicional, sino que ella misma es un fetichismo, un
totemismo moderno.
Pero un intercambio de mercancías no puede tener lugar sin dinero, pues solo
gracias al hecho de designar una mercancía como mercancía universal -es decir,
como dinero-, las demás mercancías se convierten realmente en iguales en cuanto
mercancías. Si se le retira al dinero su “privilegio”, para hacer de él una mercancía
como las otras, todo el sistema se disuelve. Por supuesto, puede existir una
producción material sin dinero, pero no intercambios mercantiles sin dinero, es la
tentativa de mantener la producción capitalista, identificada solo con la técnica, y
no cambiar más que la distribución y la circulación.
Como la lógica del valor se basa en productores privados que no tienen vínculo
social entre ellos, debe producir una instancia separada que se ocupe del aspecto
general, y esa es la política. El Estado moderno ha sido creado, pues, por la lógica
de la mercancía. Es la otra cara de la mercancía; los dos están ligados entre sí
como dos polos inseparables.
Los sujetos para los que la transformación del trabajo en dinero es el fundamento
indiscutible de su existencia siempre se decantarán, incluso si son “completamente
libres” de elegir, a favor de lo que las leyes de la mercancía imponen bajo la forma
de “imperativos tecnológicos” o “imperativos del mercado”. “Desenmascarar” los
“verdaderos intereses” ocultos detrás de tales “imperativos” es uno de los deportes
preferidos de la izquierda. Pero lo que habría que poner más bien en discusión es el
sistema fetichista que produce esos imperativos, que son bien reales en su seno.
Oponer las realidades “sólidas” y “honestas” del Estado y de la nación, del trabajo y
de las “inversiones productivas” al capital financiero y la especulación bursátil corre
el riesgo de convertirse, independientemente de cuales sean las intenciones de sus
promotores, en un juego bastante peligroso, más útil para movilizar resentimientos
que para crear un movimiento de emancipación social, eso es limitarse a elegir un
polo de la abstracción (el Estado, el trabajo) para enfrentarlo al otro (el dinero, las
finanzas).
Está de moda oponer la “democracia” a las “finanzas desencadenadas” en lugar de
oponer la emancipación social al capitalismo. Pero en realidad la polémica contra la
especulación es perfectamente compatible con el elogio del “capitalismo sano”,
mientras que los “excesos financieros” serían una especie de enfermedad,
argumentación que confunde la causa y el efecto de la crisis ya que no es el peso
de las finanzas parasitarias el que abruma a una economía capitalista, sino que es
la ya agotada economía del valor la que sigue sobreviviendo provisionalmente
gracias a la especulación.
La transformación del trabajo en valor no puede tener lugar más que si está
rodeada de una gran cantidad de otras actividades que, por su parte, no pueden
responder a los criterios de la rentabilidad y de la transformación en valor, o bien
en las cuales el gasto de trabajo ni siquiera puede determinarse. Los “faux frais” de
la producción son solo una parte de ellas, una parte además que aún se encuentra
dentro del campo “económico”.
Mucho más extendidas, aunque resultan incalculables, están todas las actividades
indispensables para la reproducción social que se desarrollan fuera de la esfera
“económica”, ellas son como el “reverso oscuro” de la valorización, de una enorme
zona de sombra sin la cual no existiría la luz de aquello que vale como
“producción”.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia
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