Curso de Formación Teología
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Teología fundamental.
3. Elementos de reflexión
3.1. Dios se revela al hombre
Para nosotros, Dios no es un ser silencioso, lejano e inaccesible, del que no podemos saber nada, ni siquiera si
realmente existe o no. Dios se comunica con nosotros, ha hablado siempre al hombre y sigue hablándole de
distintas maneras. Es lo que llamamos revelación o, también Palabra de Dios. En cierto sentido, podemos decir
<<palabras>> de Dios, como veremos luego.
Cómo nos habla Dios
La revelación que Dios nos hace de si mismo tiene unas determinadas características:
* En ella, es Dios y no nosotros, quien tiene la iniciativa absoluta. El es el primero en hablar, en interpelarnos,
en revelarse. El es quien llama al hombre, y no viceversa. El hombre no puede inventarse su propio Dios, sino
aceptar y reconocer al que ya existe y se revela.
* No se trata de una revelación puramente informativa, desprovista de consecuencias prácticas, como sería,
por ejemplo, el mensaje llegado de unos extraterrestres lejanísimos que nos informaran de sus características,
su planeta, su cultura, para satisfacer nuestra curiosidad intelectual o científica. La revelación de Dios es, a la
vez, la comunicación de su salvación.
Dios no se nos comunica sólo como Dios, sino también como Salvador, como Padre, como Amigo. No nos dice
sólo que existe, sino también que nosotros existimos como hijos suyos, como dioses.
* La revelación es siempre ambigua: necesita la fe del hombre. La Palabra de Dios no se nos impone, no nos
apabulla ni se nos da en estado puro y directo. Recurre a unas mediaciones que nos hacen percibirla con un
cierto grado de confusión; lo que los modernos teóricos de la comunicación llamarían ruido o interferencias. La
revelación de Dios respeta la libertad del hombre y le permite hacer una opción de acogida o de rechazo, de
escucha o de indiferencia. Más aún, la revelación sólo llega a aquél que la busca, que abre sus ojos, sus oídos
y su corazón, que despliega sus antenas para captarla.
* Esa ambigüedad de la revelación implica también una gradualidad. Dios habla unas veces más claro que
otras; no se nos comunica siempre con la misma contundencia. No es lo mismo la revelación en Cristo que en
un profeta o en un hombre bueno. No es tan Palabra de Dios el Corán o una obra de san Agustín como la
Biblia. Dios no apareció igual en el portal de Belén o en el Gólgota, como aparece en cada niño que sufre o en
cada mártir que es asesinado. Y, sin embargo, en todos estos casos hay revelación de Dios.
* Dios se nos revela como a los seres simultáneamente corporales y espirituales que somos. Antes se solía
decir que teníamos alma y cuerpo. Hoy, quizá sea mejor decir que somos espíritus corporales o cuerpos
espirituales. Las dos dimensiones son inseparables. Y las dos dimensiones entran en el proceso de
comunicación entre Dios y nosotros. El nos habla sirviéndose de canales de comunicación que lleguen hasta
nosotros, hasta nuestra mente y nuestro corazón; pero antes, hasta nuestra piel, nuestras retinas y nuestros
tímpanos. Dios no se nos revela a nosotros en sueños o en visiones sobrenaturales, sino en la historia, en la
vida normal: en lo que vemos, oímos y tocamos.
Dónde nos habla Dios
Dichas estas características del modo que tiene Dios de revelarse a nosotros podemos señalar dónde lo hace,
cuáles son las vías que escoge para hablarnos. En principio resultaría bastante difícil, porque--dadas las
premisas anteriores-- en todo lo que existe podemos descubrir la voz de Dios, y también en nada. En definitiva,
depende de que él quiera hablarnos y de que nosotros estemos dispuestos a escucharle. Pero hay unos
mensajes especialmente claros y significativos que llegan a nosotros:
* La conciencia del hombre. Todas las civilizaciones y todas las épocas han tenido religiones. El hombre ha
buscado siempre a Dios, incluso el secularizado hombre moderno. Algunos teólogos dicen que el hombre, en
su ser más profundo, está abierto a lo sobrenatural, a la trascendencia. Dios nos habla, quizá en primer lugar, a
través de nuestra conciencia, aunque sea de una manera muy vaga, inestable y puramente intuitiva. En esa
apertura a Dios radica también nuestro sentido moral y nuestra inclinación a la inmortalidad.
* El mundo como creación. El hombre del Antiguo Testamento descubre a Dios como el creador de todo. Los
montes, el mar, las cosechas, el sol o el ganado son huellas del Hacedor. Las criaturas proclaman su existencia
y su amor hacia los hombres. El orden del cosmos, la perfección del universo, han sido vistos siempre como
obra de Dios. En muchas religiones primitivas, incluso, se adoraba como a dioses al sol, la luna, los ríos o las
montañas.
* La historia. La Biblia no nos cuenta una simple historia, sino una historia de salvación. Israel descubrió la
acción de Dios en los acontecimientos por los que fue pasando. La Iglesia, hoy, también se siente inmersa en
una historia conducida por él, por su Providencia.
* La Biblia, Palabra de Dios. El mejor medio que tenemos los hombres para comunicarnos, y el que más
usamos, es la palabra, el lenguaje verbal. Dios también se ha servido de él y nos ha hablado con unas palabras
que son, a la vez, suyas y de los hombres que las escribieron. La Biblia es el libro inspirado por Dios. Cada vez
que la leemos o la escuchamos, estamos recibiendo un mensaje suyo. Dentro de las limitaciones del lenguaje
humano, la Sagrada Escritura nos dice lo más concreto y explícito que podemos saber sobre Dios. Su modo de
hablar es el de la poesía, la metáfora, el relato, la literatura. Sugiere, más que dice. Habla a la fe, es decir, al
hombre completo, y no sólo a la razón. Por eso lo que nos transmite no es, quizá, científicamente exacto, pero
sí es verdadero; más aún, es la Verdad radical.
3.2. Una respuesta humana: la fe
Ya hemos dicho que la revelación de Dios no llega al hombre sin la fe; ella es el instrumento, la clave que
necesitamos para decodificar los mensajes que hemos estado viendo antes. Lo primero que tendríamos que
hacer es explicar qué es la fe. Desde luego no consiste en un mero asentimiento intelectual a las verdades de
fe. Tener fe no es creerse el Credo y el catecismo, como quien cree el teorema de Pitágoras o que la estatua de
la Libertad está en Nueva York.
Que es la fe
* La fe es un acto personal que implica a la totalidad del hombre; no sólo su razón, sino también su voluntad,
sus sentimientos, su intuición, su cuerpo. En el Antiguo Testamento se la identificaba frecuentemente con la
confianza en Dios, con su presencia salvadora o con la actitud del sabio frente al necio que se olvida de Dios.
La fe es lo contrario a la seguridad y la certeza del que se aferra a sus propios recursos; es salir de uno mismo
para poner la esperanza en un Señor que nos salva. La fe no es una adquisición definitiva, es dinámica,
histórica. Es un camino, una búsqueda, un proceso, una aventura, una sorpresa que se alarga en nuestras
vidas. La fe es salir todos los días al encuentro de Dios.
* El hombre, por la fe, descubre la Palabra de Dios--y también las palabras-- y le da su respuesta. Se abre a la
salvación que se le ofrece y pone en un segundo plano las salvaciones que le ofrecen los ídolos; el egoísmo, la
riqueza, el placer, el poder, la violencia. Es la actitud fundamental del hombre religioso. Tanto el Antiguo como el
Nuevo Testamento nos repiten que <<el justo vivirá por la fe>>, y no por sus obras.
* Paradójicamente, la fe es una conquista del hombre, que busca a Dios y, a la vez, es siempre un regalo, un
don. Un don que se pide y se alimenta en la oración. Porque sólo cuando rezamos convertimos a Dios de
verdad en un tú y no en un ello. Sólo el hombre que reza es el auténtico creyente.
Por qué creemos
Según lo que venimos diciendo, la fe no es ciega; no consiste en creer cosas absurdas porque sí, porque nos lo
mandan o porque está escrito en la Biblia. Chesterton decía que, al entrar en la iglesia, <<había que quitarse el
sombrero, pero no la cabeza>>. El creyente no tiene que sentir complejo de inferioridad ante la ciencia y la
técnica del mundo moderno, como si fuera un oscurantista anticuado o un espíritu infantil. Entre los científicos y
filósofos más eminentes hay ateos, agnósticos y creyentes convencidos. Por tanto, la fe no depende de la
inteligencia ni de la sabiduría que uno tiene. Pero ello no quiere decir que sea algo irracional o absurdo.
Podemos presentar nuestras razones para creer.
* En primer lugar, la fe no se opone a la razón. Simplemente va más allá, llega más lejos. Descubre aspectos
de la realidad que un hombre sin fe no es capaz de ver. Pero eso no la convierte en irracional ni inhumana.
Para el que cree en Dios, no son sólo milagros la resurrección de Jesús o la curación inexplicable de un
enfermo en Lourdes; también lo es todo lo que ocurre a su alrededor, porque todo manifiesta la presencia de
Dios. Decir que la Biblia es menos verdadera que un tratado de cosmografía científica está tan descaminado
como decir que los poemas de Garcilaso están en contradicción con un manual de psicología evolutiva.
* En segundo lugar, en la fe no sólo se asiente: también se siente y se presiente. A veces, incluso, se goza y se
sufre, como un arrebato de euforia o un dolor de cabeza. La fe es tan inexplicable como el enamoramiento o la
amistad. Pero no por eso deja de ser evidente y real como esas experiencias.
* En tercer lugar, la fe es siempre compartida. Nos viene de otros. San Pablo dice, en la carta a los Romanos,
que <<viene por el oído>>.
Creemos porque nos fiamos de alguien más, que nos trasplanta su propia fe. Hay unos testigos (mártir significa
testigo) que nos han precedido y nos han enseñado a creer. Nuestra fe funciona porque ha funcionado en ellos.
Mirando a los campeones de la fe (Abrahán, María, los santos, los grandes creyentes de hoy) descubrimos que
su vida es más plena y rica, y decidimos seguir sus pasos.
3,3, La vida nueva en Cristo
Llegados a este punto, está claro que tanto la revelación de Dios como la puesta del hombre en la fe no
ocurren de modo abstracto y atemporal: ocurren en la vida, en el acontecer diario. Se concretan en actitudes,
en gestos, en hechos. Ser creyente tiene como consecuencia vivir la vida de un modo nuevo y distinto. No
puedo decir soy cristiano ni creo en Dios, si eso se queda en el fondo, si no sale afuera y se nota en mi vida.
Esa vida nueva (vida en el amor o vida en el Espíritu) nos lleva a buscar canales por los que Dios nos habla y
se nos comunica. Dios se nos sigue revelando en su Palabra, en la Biblia, sobre todo cuando se proclama en la
celebración de la Eucaristía. Por eso, ir a misa no es una rutina aburrida, sino la ocasión seguir escuchando a
Dios y de alimentar nuestra fe. Esa Palabra de Dios nos pide una acogida y una respuesta todos los días. Es lo
que hacemos cuando buscan un espacio para la oración. Y, a veces, también nos pide cambiar la vida en el
arrepentimiento y la reconciliación.
Antes dijimos que los mensajes de Dios nos llegan con cierta ambigüedad. De ahí que no podamos
escucharlos en solitario; necesitamos de los demás. Nuestra fe se fortalece y se hace más auténtica
compartiéndola y confrontándola con 1a de los otros. Especialmente con los que tienen la función de guías del
Pueblo de Dios y fueron enviados por Jesús para confirmar en la fe a los hermanos; por eso necesitamos oír
también al papa y a los obispos y al cura que predica y a cualquiera que pueda darnos un buen consejo o
echarnos una mano. Nadie tiene la posesión absoluta de la verdad, pero entre todos, guiados por el Espíritu de
Dios, construimos la mayor verdad posible.