De Repente El Último Verano.
De Repente El Último Verano.
De Repente El Último Verano.
obra presenta a Catalina Holly, una joven que parece perder el juicio tras
la muerte en circunstancias misteriosas de su primo Sebastián en un viaje a
Europa, concretamente en Cabeza de Lobo. La madre de Sebastián, Violeta
Venable, tratando de enturbiar la verdad sobre la muerte de su hijo, amenaza
con practicar una lobotomía a Catalina por sus declaraciones en relación con
la desaparición de Sebastián. Al final, bajo la influencia de un suero de la
verdad, la joven explica qué sucedió realmente en Cabeza de Lobo.
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Tennessee Williams
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Título original: Suddenly, last summer
Tennessee Williams, 1958.
Traducción: Hugo Urquijo.
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Personajes
SEÑORA VENABLE
DOCTOR
CATALINA HOLLY.
FOXHILL, LA SIRVIENTA
SEÑORA HOLLY
JORGE
HERMANA FELICITY.
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CUADRO I
El tumulto del bosque persiste unos minutos luego de haberse levantado el telón;
después disminuye de volumen hasta dar paso a una calma relativa, que de cuando
en cuando interrumpe un nuevo estallido.
Entra una dama que se ayuda con un bastón de puño de plata. Tiene el cabello
anaranjado o rosado y viste un vestido de encaje color alhucema. Sobre el pecho ya
algo marchito se ha clavado un prendedor de brillantes, en forma de anémona.
La sigue un joven médico rubio, todo de blanco, con brillo glacial y muy, pero muy
buen mozo; mas la actitud y elocuencia de la dama denotarán una reacción no
estudiada al frío encanto del galeno.
SRA. VENABLE:
—Sí, éste era el jardín de Sebastián. Todas las plantas llevaban, en tarjetas
colgadas de ellas, los nombres latinos; pero la tinta se ha descolorido; aquéllas…
(aspira hondo) son las plantas más viejas de la tierra, sobrevivientes de la edad de
los bosques de helechos gigantescos. Por supuesto, en este clima semitropical
(otra aspiración profunda) hay algunas de las plantas más raras del mundo, como
la atrapa-moscas de Venus.
DOCTOR:
—¿Una planta insectívora?
SRA. VENABLE:
—Sí, se alimenta de insectos. Debe ser mantenida bajo vidrio desde principios de
otoño a final de primavera, y cuando la pusimos en el invernáculo, mi hijo
Sebastián tuvo que abastecerla de moscas traídas a gran costo desde un
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laboratorio de Florida que las usaba para experimentos de genética. Pues bien,
doctor… (aspira hondo el aire), yo no puedo hacer eso. Sencillamente, no puedo.
No es el gasto sino…
DOCTOR:
—El esfuerzo.
SRA. VENABLE:
—Sí, de modo que… ¡adiós, atrapa-moscas de Venus! Como tantas otras cosas…
hum… (aspira aire). No sé por qué, pero… Tengo ya la sensación de que puedo
confiar en usted, doctor Cu… ¿Cu…?
DOCTOR:
Cukrowicz. Es una palabra polaca que significa azúcar. Si quiere simplificarlo,
llámeme Doctor Azúcar. (Ella le corresponde con una sonrisa).
SRA. VENABLE:
—Pues bien, Doctor Azúcar, ya ha visto el jardín de Sebastián.
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el trabajo de un poeta es la vida de un poeta y, viceversa, la vida de un poeta es su
trabajo Quiero decir que no es posible separarlas… Quiero decir… Por ejemplo,
la ocupación de un vendedor es una cosa y su vida es otra… o puede serlo. Lo
mismo es aplicable a cualquier profesión humana. Pero la vida de un poeta es su
ocupación y su ocupación es su vida en un sentido especial porque… ¡Oh, he
hablado tanto que me siento falta de aliento y atontada! (El doctor le ofrece el
brazo). ¡Gracias!
DOCTOR:
—Señora Venable, ¿aprobó su médico este asunto?
SRA. VENABLE (sin aliento):
—¿Qué asunto?
DOCTOR:
—Este encuentro con la joven que, a juicio suyo, fue causante de la muerte de su
hijo.
SRA. VENABLE:
—Desde hace meses aguardo tenerla frente a mí, porque no pude ir a verla al
Hospital de Santa María. Por eso la hice traer aquí, a mi casa. No caeré postrada.
¡Caerá ella! Quiero decir que sus mentiras caerán por el suelo, no mi verdad… no
la verdad. ¡Adelante, doctor Azúcar! (El doctor la conduce despacio al patio).
¡Oh, ya hemos llegado! ¡Ah, ah! Ignoraba que tuviese las canillas tan flojas.
Siéntese, doctor. No me aterra la idea de emplear la última partícula de la pequeña
fuerza que me queda para hacer exactamente lo que estoy haciendo. Todo cuanto
resta de mi vida lo dedico, doctor, a defender la reputación de un poeta muerto.
Sebastián no tuvo fama pública como poeta, no quiso tenerla, se resistió a
alcanzarla. ¡Odiaba… detestaba los falsos valores que provienen de ser conocido
públicamente, de la nombradía, de la… explotación personal…! ¡Oh! Me decía:
«¡Violeta! ¡Mamá! ¡Tú me sobrevivirás!».
DOCTOR:
—¿Por qué lo pensó así?
SRA. VENABLE:
—Los poetas son siempre clarividentes… Tuvo fiebre reumática a los quince
años, se le afectó una válvula del corazón y no quería más que estar a caballo, o
en el agua, y hacer cosas parecidas… «¡Violeta! ¡Mamá! Vas a vivir más que yo,
y cuando me haya ido, estará de tu, en tus manos, el hacer con ello todo lo que
quieras». Refiriéndose, naturalmente a su futuro reconocimiento. Deseaba, sí,
eso… deseaba que se produjese después de su muerte, cuando ya no pudiese
causarle molestias a él… Entonces quería ofrecer al mundo su labor. Pues bien,
doctor… ¿Me he explicado? Ésta es la obra de mi hijo, doctor; aquí es donde su
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vida sigue…
Levanta un volumen fino, de canto dorado, que estaba en la mesa del patio, tal como
se eleva una hostia en el altar. Sus hojas y letras doradlas atraen el sol vespertino.
Dice «Poema de verano». La cara de la mujer tiene de pronto un aspecto distinto, la
opresión de una visionaria, de una religiosa exaltada. En el mismo instante un ave
canta claramente y con voz pura en el jardín y la anciana parece que por un
momento se hubiese vuelto joven.
DOCTOR (Leyendo el título):
—¿«Poema de verano»?
SRA. VENABLE:
—«Poema de verano», y la fecha del verano. Son veinticinco sus poemas. Cada
año escribió uno, que imprimió él mismo en una prensa de mano del siglo
dieciocho en su… atelier… del Barrio Francés, para que solo él pudiese verlo.
(Parece alelada un momento).
DOCTOR:
—¿Él escribió un poema por año?
SRA. VENABLE:
—Uno cada verano mientras viajábamos juntos. Los otros nueve meses del año
fueron realmente una preparación.
DOCTOR:
—¿Nueve meses?
SRA. VENABLE:
—La duración de un embarazo, sí.
DOCTOR:
—¿Era difícil dar a luz el poema?
SRA. VENABLE:
—Sí. ¡Aún estando yo a su lado! Sin mí, imposible, doctor… El verano pasado no
escribió poema alguno.
DOCTOR:
—¿Murió el verano pasado?
SRA. VENABLE:
—Murió sin mí el verano último. Ése fue su último poema de verano. (Vacila. Él
la ayuda a llegar basta el sillón. Ella respira con dificultad). Un verano, hace
mucho… ¡Oh, pero…! ¿Por qué estoy pensando en esto? Mi hijo Sebastián dijo:
«¡Mamá, oye!». Y me leyó la descripción que hizo Herman Melville de Las
Encantadas, las Islas Galápagos. «Tomen veinticinco montones de cenizas tiradas
de cualquier modo en un solar de extramuros… Imaginen algunos de ellos
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agrandados hasta trocarse en montañas… y el solar convertido en mar… y
tendrán una idea adecuada del aspecto general de Las Encantadas… Volcanes
apagados, con un aire similar al que tendría el mundo entero después de una
última conflagración…». Me leyó esa descripción y dijo que debíamos ir allí.
Fuimos aquel verano en un yate fletado especialmente, una goleta de cuatro palos,
todo lo parecida que es posible a la clase de embarcación en que Melville debió
hacer su viaje… Vimos las Encantadas; pero en las Encantadas vimos algo de lo
cual Melville no se ocupó. Vimos las grandes tortugas marinas saliendo
trabajosamente del agua para su puesta anual de huevos… Una vez cada año la
hembra sale del mar ecuatorial y sube a la playa abrasada de calor de una isla
volcánica, para cavar un hoyo en la arena y poner allí sus huevos. Es un proceso
largo y espantoso el de depositar los huevos en los hoyos, y cuando concluye, la
tortuga exhausta vuelve al mar medio muerta. Las tortugas hembras jamás ven a
su retoño, pero nosotros sí los vimos. Sebastián conocía exactamente la época en
que los huevos se empollarían y volvimos a tiempo…
DOCTOR:
—¿Volvieron a …?
SRA. VENABLE:
—A las terribles Encantadas, montones de lava de volcanes extinguidos, a tiempo
para presenciar el empollamiento de huevos de las tortugas marinas y su
desesperada huida al mar. (Ásperos gritos de aves en el aire. Levanta la vista).
¡La playa angosta! ¡El color del caviar! ¡Todo estaba en movimiento! Pero el
cielo se movía también…
DOCTOR:
—¿Se movía el cielo?
SRA. VENABLE:
—Se movía, lleno de aves carnívoras y gritos, los gritos salvajes y horribles de…
DOCTOR:
—¿Aves carnívoras?
SRA. VENABLE:
—En la estrecha y negra playa de Las Encantadas, mientras las tortugas marinas
salían desesperadamente de los hoyos y se lanzaban al mar en carrera
desenfrenada…
DOCTOR:
—¿En carrera…?
SRA. VENABLE:
—Para escapar a las aves carnívoras que ennegrecían el cielo, dándole una
coloración casi igual a la de la playa. (Sigue mirando hacia arriba; percibimos los
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ruidos broncos y famélicos de las aves. Llegan en ondas rítmicas, cual un canto
salvaje). Y la arena vivía toda ella, vivía al tiempo en que las tortugas
empollaban, se lanzaban en carrera desenfrenada al mar, mientras las aves
revoloteaban, suspendiéndose en el aire y lanzándose en picada, suspendiéndose y
lanzándose para atacar. Se lanzaban en picado hacia las tortugas recién
empolladas, volviéndolas boca arriba para poner al descubierto sus carnes tiernas,
que laceraban y desgarraban ferozmente para devorarlas. Sebastián calculó que
quizás sólo una de cada cien lograba llegar al mar.
DOCTOR:
—¿Qué había en todo aquello como para fascinar a su hijo?
SRA. VENABLE:
—Mi hijo buscaba a Dios; es decir, buscaba una clara imagen Suya. Pasa aquel
bochornoso día ecuatorial, entero, en el puerto de vigía de la goleta, observando
aquello que sucedía en la playa hasta que la oscuridad le impidió ver, y cuando
descendió por el aparejo, me dijo: «Bien, ahora ya lo he visto», refiriéndose a
Dios. Y durante varias semanas tuvo fiebre y deliraba. (Entra FOXHILL).
Luego… la India, la China… En los Montes Himalaya… (Ve a FOXHILL). ¿Qué?
SRTA. FOXHILL:
—Señora Venable…
SRA. VENABLE:
—¡Oh, Dios mío! Elixir de… (Toma el vaso). ¿Verdad que la farmacia es muy
bondadosa, ya que me mantiene viva? ¿Por dónde andaba, doctor?
DOCTOR:
—Por los Montes Himalaya.
SRA. VENABLE:
—¡Ah, sí! Aquel verano de hace mucho… En los Montes Himalaya estuvo por
entrar en un monasterio budista; había llegado al extremo de afeitarse la cabeza y
comer solamente arroz en una escudilla de madera, sobre una estera de hierba.
Había prometido a los astutos monjes de Buda que haría cesión de su vinculación
con el mundo, su persona y sus bienes a favor de la orden mendicante. Pues bien,
yo le telegrafié al padre: «Por amor de Dios, notifica al Banco que deben congelar
las cuentas de Sebastián». Recibí contestación del abogado de mi difunto esposo.
«El señor Venable gravemente enfermo stop quiere verla stop necesita su
presencia stop encarezco urgentísimo retorno stop cablegrafíe fecha llegada…».
DOCTOR:
—¿Volvió usted junto a su esposo?
SRA. VENABLE:
—Tomé la decisión más difícil de mi vida. Me quedé con mi hijo. Lo saqué de
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aquella crisis En menos de un mes abandonó la sucia esterilla de hierba y arrojó
lejos de sí la escudilla de madera. Pedimos habitaciones en el Shepherd's Hotel
del Cairo y en el Ritz de París… Y de allí en adelante seguimos… viviendo en…
un mundo de luz y de… sombras. (Se vuelve indecisa, con su vaso vacío. El
doctor se levanta y se lo toma). Pero las sombras eran casi igual de luminosas que
la luz.
DOCTOR:
—¿No quiere sentarse ahora?
SRA. VENABLE:
—Sí, tengo que hacerlo… antes que me caiga. (Él la ayuda a ir y sentarse en su
silla de ruedas). ¿Y usted no siente fatiga?
DOCTOR (sigue preocupado por la agitación de ella):
—¿Fatiga… de qué?
SRA. VENABLE:
—De escucharme. He hablado hasta por los codos. Sin duda lo he mareado con
mi charla… Pero necesitaba aclararle bien que el mundo perdió mucho cuando yo
perdí a mi hijo el último verano. Le habría gustado conocerlo; a él le habría
encantado conocerlo a usted. Mi hijo Sebastián no fue un snob en cosas de su
familia ni snob en cosas de dinero, pero fue snob, de todas maneras. Snob en lo
tocante al encanto personal de la gente, insistía en que tuviesen buen aspecto
cuantos lo rodeaban y poseía una pequeña corte de jóvenes y bellas personas
siempre en torno suyo, dondequiera que fuese, tanto aquí en Nueva Orleáns como
en Nueva York, o en la Costa Azul, en París o en Venecia. Siempre con su
pequeño cortejo de representantes de la belleza, el talento y la juventud.
DOCTOR:
—¿Era joven su hijo, señora Venable?
SRA. VENABLE:
—Los dos éramos jóvenes y nos conservamos jóvenes, doctor.
DOCTOR:
—¿Podría ver un retrato de su hijo?
SRA. VENABLE:
—Sí. ¡Por supuesto que sí! Me alegra que lo haya pedido. Voy a enseñarle, no una
fotografía, sino dos. Tome. Aquí tiene a mi hijo Sebastián en traje de paje del
Renacimiento, durante un baile de máscaras, en Cannes. Aquí está mi hijo
Sebastián, con el mismo traje, en un baile de máscaras, en Venecia. Entre ambas
fotos mediaron veinte años. ¿Cuál es más viejo, doctor?
DOCTOR:
—Este retrato parece más viejo.
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SRA. VENABLE:
—El retrato parece, pero el sujeto, no. Se requiere un gran carácter para resistirse
a envejecer, doctor, para resistirse a envejecer y conseguirlo. Hace falta
disciplina, abstención. Un solo cocktail antes de comer; no dos, cuatro ni seis…
uno simplemente… y tan sólo una chuleta magra, y ensalada con jugo de limón
en restaurantes afamados por sus ricos platos bien condimentados.
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Sebastián era casto. Y a causa de su castidad tuvimos que escapar de no pocas
persecuciones, motivadas por su encanto y atractivo… para mantener a raya a sus
perseguidores… toda clase de perseguidores. Era… (recalcando el vocablo)
casto.
DOCTOR:
—Entendí perfectamente, señora Venable.
SRA. VENABLE:
—¿Y me cree, doctor?
DOCTOR:
—Sí, pero…
SRA. VENABLE:
—¿Pero qué?
DOCTOR:
—¿Casto a…? ¿Qué edad tenía su hijo el último verano?
SRA. VENABLE:
—Cuarenta años tal vez. En realidad, no llevábamos la cuenta de los
cumpleaños…
DOCTOR:
—¿Vivía como célibe?
SRA. VENABLE:
—Tan estrictamente como si hubiese formulado un voto. Esto puede parecer
vanidad, pero yo fui en realidad la única persona que en su vida le ofreció lo que
exigía él de los demás. Una vez, y otra, mi hijo despedía gente, la alejaba de sí
porque su… su… actitud para con él no era…
DOCTOR:
—Tan pura como…
SRA. VENABLE:
—Como mi hijo Sebastián exigía. Formamos una pareja famosa. Nadie hablaba
de Sebastián y la madre, o de la señora de Venable y su hijo, sino de Sebastián y
Violeta. Violeta y Sebastián están parando en el Lido. Sebastián y Violeta han
alquilado una casa en Biarritz para la temporada, y a cada aparición en público,
cada vez que nos presentábamos ante las mirada, la atención se enfocaba en
nosotros… ¡Todos los demás… eclipsados! ¿Vanidad? ¡Oh, no! No, doctor. No
puede calificarse de eso…
DOCTOR:
—No lo he calificado así.
SRA. VENABLE:
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—Tampoco fue delirio de grandezas. Fue grandeza pura.
DOCTOR:
—Ya veo.
SRA. VENABLE:
—Una actitud hacia la vida que apenas si el mundo ha conocido desde que los
grandes príncipes del Renacimiento fueron desalojados a la fuerza de sus palacios
y jardines por tenderos enriquecidos.
DOCTOR:
—Sí, sí.
SRA. VENABLE:
—Las vidas de todas las personas, ¿qué son sino rastros de escombro… cada día
más escombro… más escombro… largos, muy largos rastros de escombros que
nada puede limpiar más que la muerte? (Música lírica). Mi hijo Sebastián y yo,
construimos nuestros días cada día… Día a día esculpíamos cada día de nuestras
vidas como una obra de arte. Sí, tras nuestro dejábamos rastros de días que eran
como un museo de esculturas. Pero el último verano… (Pausa; la música
continúa). No puedo perdonárselo… ni siquiera ahora, que ya ha pagado su culpa
con su vida. Dejó que esta… ¡vándala! Esta…
DOCTOR:
—¿La muchacha que…?
SRA. VENABLE:
—Que usted va a conocer aquí está tarde. Sí. Acogió a esta vándala, que
manejando su lengua como un hacha ha destrozado alevosamente nuestra
leyenda, el recuerdo de…
DOCTOR:
—Señora Venable, ¿cuál supone usted que sea su razón?
SRA. VENABLE:
—Los lunáticos no obran movidos por razones.
DOCTOR:
—Quiero decir que cuál, a su juicio, es el móvil.
SRA. VENABLE:
—¡Vaya una pregunta! Son nuestros el pan que se lleva a la boca y el paño con
que se cubre la espalda. Los que por un motivo así lo aman a usted o lo perdona
son… aspas de un molino ciego, doctor. El papel de benefactor es más que
ingrato, es el de una víctima, víctima que se lleva al sacrificio. Quieren su sangre,
sí, doctor, quieren derramar su sangre en las gradas del altar de sus egos
ultrajados y ultrajantes.
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DOCTOR:
—¡Oh! ¿Quiere usted decir que se ofendió por…?
SRA. VENABLE:
—¡Odio sintió! No pueden encerrarla en Santa María…
DOCTOR:
—Creí que estuvo allí algunos meses…
SRA. VENABLE:
—Quise decir… mantenerla encerrada y en silencio. ¡Habla! ¡Dice incoherencias!
No pudieron cerrarle la boca en Cabeza de Lobo ni en la Clínica de París…
¡Charló, charló! Manchando la reputación de mi hijo. En el barco que la trajo de
vuelta a los Estados Unidos, se escapó del camarote y habló y habló; hasta en el
mismo aeropuerto de donde fue conducida en vuelo hasta aquí, contó su historia
hasta el momento en que logramos meterla en la ambulancia que la llevó a Santa
María. Eso es su bolso, doctor. (Levanta el bolso de paño o red). Un bolso en el
cual cabe todo y de todo, especial para la clase de anciana en que yo me convertí
el último verano. ¿Quiere hacer el favor de abrirlo, doctor? Tengo las manos
entumecidas… y sacarme de su interior los cigarrillos y la boquilla. (El doctor lo
hace).
DOCTOR:
—No tengo fósforos.
SRA. VENABLE:
—Creo que ahí debe haber un encendedor de mesa.
DOCTOR:
—Sí, lo hay. (Lo enciende y la llama sube alta). ¡Oh, Dios mío! ¡Qué antorcha!
SRA. VENABLE (De pronto con sonrisa dulce):
—Así es como resplandece una buena acción en un mundo perverso, doctor…
Doctor Azúcar.
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una Fundación Sebastián Venable para financiar el trabajo de jóvenes como usted
que ensanchan las fronteras del arte y de la ciencia, pero tropiezan con problemas
económicos. A usted le ocurre, ¿verdad, doctor?
DOCTOR:
—Sí, tropezamos con esa clase de problemas. Mi trabajo es cosa tan nueva y
radical que quienes distribuyen los fondos del estado sienten un lógico temor y
nos reducen a subvenciones muy escasas, tanto que… Necesitamos una sala
separada para mis pacientes, me hacen falta ayudantes capacitados y quisiera
casarme con una mujer con quien no puedo casarme. Está además el problema de
conseguir pacientes adecuados, no tan sólo criminales descentrados que el Estado
nos entrega para que yo los opere. Porque… claro… es arriesgado… No quiero
malquistarla a usted con mi labor en Lion's View, pero tengo que ser sincero. Hay
mucho riesgo en mi operación. Cuando se penetra en el cerebro con un objeto
extraño…
SRA. VENABLE:
—Sí.
DOCTOR:
— …así sea un bisturí de hoja delgada y fina como una aguja…
SRA. VENABLE:
—Sí.
DOCTOR:
—En la mano de un cirujano experto…
SRA. VENABLE:
—Sí.
DOCTOR:
— … lleva aparejado mucho riesgo la… la operación.
SRA. VENABLE:
—Tengo entendido que los tranquiliza, los aquieta; de pronto los vuelve pacíficos.
DOCTOR:
—Sí, es cierto. De esa parte estamos seguros, pero…
SRA. VENABLE:
—¿Qué?
DOCTOR:
—Habrán de pasar diez años antes de que podamos decir si los beneficios
inmediatos de la operación son permanentes o transitorios, o siquiera si existe…
¡y eso es lo que me atormenta…! Alguna posibilidad, después, de reconstruir una
persona totalmente sana… Es posible que la persona sufra luego, para siempre,
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alguna limitación… Liberada de sus trastornos agudos, pero privada de algunas
facultades…
SRA. VENABLE:
—Sí, pero ¡qué bendición para ellos, doctor, poder estar sencillamente
pacificados, hallarse de pronto… tranquilos…! (Trinan aves en el jardín,
dulcemente). Después de todo aquel horror, aquellas pesadillas… poder elevar
tranquilamente la mirada y ver… (Eleva la vista y señala el cielo con una mano)
un cielo que no ennegrezcan aves salvajes y devoradoras, como el cielo que
vimos en las Encantadas, doctor…
DOCTOR:
—Señora Venable… Yo no puedo garantizar que con una lobotomía deje de…
hablar…
SRA. VENABLE:
—Puede que sí… y puede que no, pero después de la operación, ¿quién la creerá,
doctor?
Pausa.
SRA. VENABLE:
—Eso es parte de una pregunta. Conclúyala, doctor.
DOCTOR:
—¿Seguiría interesándose usted en mi labor de Lion's View? Es decir, ¿seguiría
interesada en ella la Fundación Sebastián Venable?
SRA. VENABLE:
—¿No es siempre mayor, doctor, nuestro interés por las cosas que nos atañen
directamente?
DOCTOR:
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—¡Señora Venable! (Aparece entre las cortinas de encaje de la puerta de dos
hojas Catalina Holly). Es usted tan inocente que no se le ocurre, por lo visto no se
le ha ocurrido siquiera, el que alguien menos inocente que usted pudiera quizás
interpretar su ofrecimiento de subsidios como… en fin, como una especie de
soborno.
SRA. VENABLE (Ríe, echa atrás la cabeza):
—Llámelo así. Me tiene sin cuidado. Hay dos únicas cosas que deben recordarse.
Esa mujer es destructora. Mi hijo era creador. Ahora bien, si mi sinceridad lo ha
escandalizado, recoja su maletín negro sin el subsidio dentro, y salga corriendo de
este jardín. Nuestra conversación no ha tenido testigos, doctor Azúcar…
Durante todo esto, la mujer ha ido avanzando majestuosa por el jardín, como una
nave balanceante, con sus velas desplegadas y un viento suave, bergantín pirata o
galeón cargado de tesoros. El joven doctor contempla fijamente la figura de
CATALINA, enmarcada por las cortinas de encaje de la puerta vidriera. La
HERMANA FELICITY aparece al lado de la joven y la aparta de allí. Música. Una
tocata de trompetas de aire siniestro. La HERMANA FELICITY sostiene abierta la
puerta para que pase CATALINA, mientras el médico hace un movimiento rápido
hacia adelante El médico empieza a recoger su maletín, pero no lo hace. CATALINA
sale corriendo y casi se tropiezan uno con la otra.
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CATALINA:
—Perdóneme…
DOCTOR:
—Perdóneme a mí…
APAGÓN.
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CUADRO II
CATALINA saca un cigarrillo de una caja de laca que hay sobre la mesa. Las líneas
rápidas y cadenciosas que siguen son acompañadas por movimientos rápidos, como
los de la danza, casi ceremoniosos, mientras la HERMANA, con su amplio hábito
blanco que debe ser almidonado para que haga ruido al andar, persigue a la chica
en torno a la mesa de mimbre blanco del patio y por entre las sillas de mimbre. Esto
puede ir acompañado de música rápida.
HERMANA:
—¿Qué has sacado de esa caja de la mesa?
CATALINA:
—Sólo un cigarrillo, Hermana.
HERMANA:
—Ponlo en la caja de nuevo.
CATALINA:
—Es tarde Ya está encendido.
HERMANA:
—Dámelo.
CATALINA:
—¡Oh, por favor, Hermana! Déjeme fumarlo.
HERMANA:
—Dámelo he dicho.
CATALINA:
—¡Por favor, Hermana Felicity!
HERMANA:
—Catalina, dámelo. Sabes que en Santa María no se permite fumar.
CATALINA:
—Ahora no estamos en Santa María. Es una tarde de asueto.
HERMANA:
—Sigo teniéndote a mi cargo. No puedo permitirte que fumes, porque la última
vez que fumaste dejaste caer un cigarrillo encendido en el vestido y se te prendió
fuego.
CATALINA:
—¡Oh! No se prendió fuego. Apenas hizo un agujero en la falda porque yo estaba
semi-inconsciente a causa de la medicación. (Está ahora detrás de un sillón
blanco de mimbre).
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HERMANA (En voz alta):
—Dámelo, Catalina.
CATALINA:
—¡No sea tan dominadora!
HERMANA:
—Más tarde pagarás tu desobediencia.
CATALINA:
—Está bien, pagaré más tarde.
HERMANA:
—Dame ese cigarrillo o pediré que te pongan de nuevo en el pabellón de furiosos
si no lo haces. (Golpea dos veces las manos y extiende la derecha por encima de
la mesa).
CATALINA:
—Yo no soy furiosa, Hermana.
HERMANA:
—Dámelo, que para eso alargo la mano.
CATALINA:
—Bueno, bueno. Tómelo, tómelo.
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escenario, dando cara al público. La HERMANA vuelve a chuparse la palma
quemada de la mano. Contar hasta diez. Luego, desde el interior de la casa, el
ronroneo de una coctelera mecánica.
CATALINA:
—¡Ya está funcionando la coctelera mecánica! La tía Violeta va a prepararse su
daiquiri helado de las cinco. Es tan puntual, que puede ponerse a hora el reloj al
oírla.
Casi ríe. Aspira una honda y temblorosa bocanada de aire y se echa atrás en el
sillón, pero las manos le quedan asidas de los brazos de mimbre blanco.
CATALINA:
—Estamos en el jardín de Sebastián. ¡Dios mío! ¡Aun podría llorar!
HERMANA:
—¿Te dieron remedio antes de salir?
CATALINA:
—No, ninguno. ¿Quiere aplicármelo usted?
HERMANA (Casi dulcemente):
—No puedo. No me ordenaron que lo hiciese. Sin embargo, creo que el doctor te
dará algo.
CATALINA:
—¿El joven rubio con quien me tropecé?
HERMANA:
—Sí. El joven doctor es un especialista de otro hospital.
CATALINA:
—¿Qué hospital?
HERMANA:
—A buen entendedor, con pocas palabras bastan.
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HERMANA (Se levanta, con gesto reprimido que es casi compasivo):
—Siéntate, querida.
CATALINA:
—¿Es Lion's View, doctor?
HERMANA:
—Calla.
CATALINA:
—¿Cuándo cesará esto de verme bajando a la carrera aquella calle empinada y
blanca de Cabeza de Lobo?
HERMANA:
—Siéntate, querida Catalina.
CATALINA:
—¡Yo lo amaba, Hermana! ¿Por qué no permitió él que lo salvase? Intenté
retenerlo de la mano, pero me apartó de un empujón y echó a correr, a correr, a
correr, pero en sentido contrario, Hermana.
HERMANA:
—Calla, Catalina, calla.
La HERMANA estornuda.
CATALINA:
—¡Salud, Hermana! (Dice esto sin pensar, siempre mirando fijamente la puerta).
HERMANA:
—Gracias.
CATALINA:
—El doctor sigue en la puerta todavía, pero es demasiado rubio para que las
cortinas lo oculten. Atrae la luz y la refleja a través de ellas. (Se vuelve desde la
puerta). Los rubios seguían en segundo término. Eran el plato siguiente del menú.
HERMANA:
—¡Cállate, Catalina! Calla.
CATALINA:
—El primo Sebastián aseguraba estar famélico de rubios, ahíto de morenos.
Todos los folletos de turismo que había reunido hacían propaganda de los países
rubios del norte. Creo que ya había sacado billetes para los dos a… a Copenhague
O… Estocolmo. ¡Ahíto, harto de gente oscura, hambriento de gente de tez clara!
Así hablaba de las personas, como si fuesen… platos de un menú. «Aquél es
riquísimo, ese otro es apetitoso» o «no es apetitoso». Creo que eso era debido a
que estaba medio muerto de hambre, después de vivir a fuerza de píldoras y
ensaladas.
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HERMANA:
—¡Basta, Catalina! ¡Basta! ¡Cállate!
CATALINA:
—Me quería y lo amé… (Llora un poco de nuevo). Con sólo que no se soltase de
mi mano, lo hubiera salvado. Sebastián me dijo de pronto este último verano:
«Volemos hacia el norte, pequeña avecilla… Quiero pasear bajo la aurora boreal
radiante y fría… ¡Nunca la he visto!». Alguien dijo o escribió una vez: «Somos
todos niños en un vasto jardín de infantes, procurando formar el nombre de Dios
con letras de un rompecabezas que está equivocado».
SRA. HOLLY (Fuera):
—¡Hermana! (La HERMANA se levanta).
CATALINA (Levantándose):
—Creo que a quien llama es a mí. Me llama «Hermana», Hermana.
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CUADRO III
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SRA. HOLLY:
—No lo dudo un instante. Sí, pues bien… ¿Podríamos hablar un poco a solas con
nuestra Catie?
HERMANA:
—No me está permitido perderla de vista.
SRA. HOLLY:
—Es sólo un minutito. Puede sentarse en el vestíbulo o en el jardín, y la
llamaremos de nuevo apenas termine la parte privada de nuestra conversación.
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cuestión de tiempo. ¡Querida! Una cosa… Yo confío que entiendas por qué no
fuimos a visitarte al hospital Santa María. Decían que estabas muy alterada y una
visita familiar te alteraría más aún. Pero quiero que sepas que nadie,
absolutamente nadie en esta ciudad, conoce el más mínimo detalle de lo que te ha
pasado. ¿Verdad, Jorge? Nada en absoluto. Ni siquiera se ha sabido que volviste
de Europa. Cuando preguntan, cuando se interesan por averiguar, les decimos
simplemente que te has quedado fuera del país para estudiar esto o aquello.
(Respira afanosamente). Ahora, querida… deseo que, por favor, tengas mucho
cuidado en lo que dices a tu tía Violeta sobre lo que le ocurrió a Sebastián en
Cabeza de Lobo.
CATALINA:
—¿Qué quieres que diga sobre lo que…?
SRA. HOLLY:
Basta con que no repitas tu fantástico relato. Por mí y por Jorge, por tu hermano y
por tu madre, no cuentes de nuevo esa historia horrible. ¡A Violeta, no! ¿Lo
harás?
CATALINA:
—¿Cómo? ¿Pero es que esperáis que le cuente a ella lo que le pasó a su hijo?
SRA. HOLLY:
—Tesoro mío, para eso has venido. Violeta insistió en escucharlo de tus propios
labios.
JORGE:
—Tú fuiste el único testigo, Catalina.
CATALINA:
—No. Hubo otros. Los que huyeron.
SRA. HOLLY:
—¡Oh, querida mía! Lo que pasa es que has tenido una especie de pesadilla. Pero
ahora escúchame, ¿quieres, Catalina? Sebastián ha dejado… en su testamento,
para ti y para Jorge…
JORGE (Con fervor):
—¡Para cada uno, cincuenta mil…! Deducido los impuestos, ¿entiendes?
CATALINA:
—¡Ah, sí! Pero si me aplican una inyección, no tendré más remedio que contar
exactamente lo que pasó en Cabeza de Lobo este último verano. ¿Os dais cuenta?
No tendré más remedio que decir la verdad. Esa inyección anula cuanto induzca a
decir otra cosa y todo sale decente e indecente, sale sin que una pueda gobernarlo
y es siempre… ¡¡siempre la verdad!
SRA. HOLLY:
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—Querida Catalina, no conozco todo el asunto; pero sin duda no estarás tan mal
de la cabeza como para no saber, en el fondo de tu corazón, que la historia que
estuviste refiriendo es demasiado…
JORGE (Interrumpe):
—¡Catalina! ¡Catalina! ¡Tienes que olvidar esa versión! ¿No puedes? ¿Por tus
cincuenta mil dólares?
SRA. HOLLY:
—Porque si la tía Violeta se opone al testamento, y sabemos que ella se opondría,
el asunto rodará en los tribunales eternamente… Nosotros…
JORGE:
—Está en litigio ahora. Y nunca saldrá del litigio si tú no abandonas esa
historia… Nosotros no podemos contratar abogados tan buenos como para ganar
el pleito. Si no desistes de decir eso, nos quedaremos cazando moscas, como
imbéciles.
Se vuelve bruscamente, con una mueca y una súbita sacudida de la mano, cual si
derribase algo de un bofetón.
Se agacha encima del sofá, con las manos en las rodillas de franela de su pantalón y
le habla directamente a CATALINA a la cara, como si ella fuese dura de oído.
CATALINA levanta una mano y le toca una mejilla cariñosamente; él le toma la
mano y se la retira de la cara, pero la retiene con fuerza en la suya.
JORGE:
—Si la tía Violeta decidiese oponerse al testamento de Sebastián que nos lega
todo ese dinero… ¿Me entiendes bien?
CATALINA:
—Sí, querido hermanito. Te entiendo bien.
JORGE:
—¿Has visto, mamá? ¡Está loca como una cabra! (Le da un rápido y frío beso).
No nos tocará ni una moneda partida por el medio… ¡Yo te aseguro que no! Por
eso debes dejar de contar esa historia de lo que, según tú dices, le sucedió al
primo Sebastián en Cabeza de Lobo, aun cuando sea cierto… cosa que no puede
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ser. Tienes que desistir de ese cuento, hermana, no puedes ir con ese relato a gente
civilizada de un país civilizado y moderno.
SRA. HOLLY:
—¡Catie! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué inventaste esa patraña?
CATALINA:
—¡Pero mamá…! Yo no la inventé. Sé que es una historia abominable, pero es un
hecho real de nuestro tiempo y del mundo en que vivimos, y ocurrió
verdaderamente en Cabeza de Lobo…
JORGE:
—¡Oh! Pero entonces quiere decir que vas a contar eso. ¡Mamá, va a contar eso!
Precisamente a la tía Violeta, haciéndonos perder cien mil dólares. ¡Catie! ¡Eres
una perra!
SRA. HOLLY:
—¡Jorge!
JORGE:
—Lo repito, una perra. No está loca, mamá, no está más loca que yo… Lo que
pasa es que es… es perversa, dañina… ¡Siempre lo fue! ¡Perversa!
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CUADRO IV
Sigue un silencio turbador. La Srta. FOXHILL avanza con el mismo sigilo que un
ladrón. Habla en susurro monótono, presentando en dirección a la SRA. VENABLE
una carpeta de cartón.
SRTA. FOXHILL:
—Esta es la carpeta marcada «Cabeza de Lobo». Contiene toda su
correspondencia con la policía del lugar y con el cónsul norteamericano.
SRA. VENABLE:
—Ya pedí la transcripción inglesa. Está separada…
SRTA. FOXHILL:
—Separada, sí. ¡Está aquí!
SRA. VENABLE:
—¡Oh!
SRTA. FOXHILL:
—Aquí tiene también el informe de la investigación privada y aquí tiene el
informe de…
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SRA. VENABLE:
—Sí, sí, sí. ¿Dónde está el doctor?
SRTA. FOXHILL:
—En el teléfono de la biblioteca.
SRA. VENABLE:
—¿Por qué elige justo este momento para hacer una llamada?
SRTA. FOXHILL:
—Él no llamó. Lo llamaron de…
SRA. VENABLE:
—Señorita Foxhill, ¿por qué razón me habla como una ladrona? (La SRTA.
FOXHILL suelta una risita nerviosa, un poco a la desesperada).
CATALINA:
—Tiene miedo. Tía Violeta, ¿puedo caminar? ¿Ir de un lado a otro hasta que
empecemos?
SRA. HOLLY:
—Catalina, queridísima Catalina, ¿te ha dicho Jorge que recibió propuestas de
todas las buenas fraternidades de la Universidad de Tulane y que lo aceptaron en
la mejor porque Paul Júnior también entró?
SRA. VENABLE:
—Advierto que ha tenido el tacto natural y el gusto de venir aquí vestido de pies a
cabeza con ropas que fueron de mi hijo.
JORGE:
—Usted me las regaló, tía Violeta.
SRA. VENABLE:
—Pero no creí, Jorge, que las pasearías delante de mí.
SRA. HOLLY (rápida):
—Cuéntale, Jorge… a la tía Violeta, todo lo agradecido que estás por…
JORGE:
—Encontré en la calle Britannia un sastrecito judío que arregla trajes y lo hace
tan bien… que nadie adivinaría que no fueron hechos para mí.
SRA. HOLLY:
—¡Y tan acomodado el precio! Por suerte, ya que al parecer el maravilloso legado
de Sebastián a Jorge y a Catalina estará en trámites judiciales un tiempo…
JORGE:
—¡Tía Violeta! En cuanto al testamento (la Sra. Holly tose), ¿no sería posible
encontrar una manera de… de…?
SRA. HOLLY:
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—Jorge quiere decir apresurar las cosas. De cumplir las formalidades jurídicas
más pronto.
SRA. VENABLE:
—Entiendo lo que quiere decir. Foxhill, llame al doctor. (Se ha levantado,
ayudada por el bastón y camina con esfuerzo hacia la puerta).
SRTA. FOXHILL (Sale llamando):
—¡Doctor!
SRA. HOLLY:
—Jorge, no menciones más el dinero.
JORGE:
—¿Y si nunca volvemos a verla?
CATALINA jadea y se levanta, sale por primer término del escenario, y la sigue
rápidamente la HERMANA FELICITY.
HERMANA (Mecánicamente):
—¿Qué pasa, querida?
CATALINA:
—Me pareció estar soñando. Que esto no fuese real.
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un lugar tan hermoso y tan agradable como el Santa María.
CATALINA:
—Ningún manicomio es agradable y hermoso.
SRA. HOLLY:
—Pero la comida es buena. ¿No es buena la comida?
CATALINA:
—Autorízame por escrito a no comer frituras. Hasta que me negué a comerlas,
podía pasear libremente por el patio.
HERMANA (Mecánicamente):
—Perdió el libre uso del patio porque no había manera de dejarla sin vigilancia
estrecha, o porque aun con vigilancia, corría al cerco y les hacía señas a los autos
que pasaban.
CATALINA:
—Sí, lo hacía. Lo hacía porque desde varias semanas antes traté de hacer llegar
un mensaje fuera de aquel lugar «hermoso y agradable».
SRA. HOLLY:
—¿Qué mensaje, querida?
CATALINA:
—Sentí un miedo atroz, mamá.
SRA. HOLLY:
—Querida, no entiendo.
JORGE:
—¿De qué tenías miedo?
CATALINA:
—De lo que pudieran hacerme, luego de haber hecho ya de todo. Aquel hombre
que está en la puerta es un especialista de Lion's View. Leemos diarios. Sé lo que
ellos…
El doctor viene.
SRA. VENABLE:
—¡Oh, doctor! Creí que se había marchado, dejándonos tan solo ese maletín
negro como recuerdo.
DOCTOR:
—No, no. ¿No recuerda nuestra conversación? Tuve que atender una llamada
acerca de un paciente que…
SRA. VENABLE:
—Les presento al doctor Cukrowicz… Dice que su apellido significa Azúcar y
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podemos llamarlo doctor Azúcar. (Jorge ríe). Es un especialista de Lion's View.
CATALINA (Interrumpiendo):
—¿Cuál es su especialidad?
SRA. VENABLE:
—Un procedimiento nuevo. Para casos en que los otros fallan.
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Sebastián me pidió que viajase con él.
SRA. VENABLE:
—Sí… ¡Yo sé por qué!
CATALINA:
—Usted no estaba en condiciones de viajar. Sufrió un… (Se calla, de golpe).
SRA. VENABLE:
—¡Sigue! ¿Qué es lo que sufrí? ¿Tienes miedo de decirlo delante del doctor? Ha
querido decir que sufrí un ataque.
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entonces cambiar la historia de lo que le pasó a su hijo en Cabeza de Lobo?
SRA. VENABLE (simultáneamente):
—¡Estaba enamorada de mi hijo!
CATALINA:
—Permítame volver a Santa María, Hermana Felicity. Déjeme volver a Santa.
SRA. VENABLE (gritando):
—¡No, no! No es allí adonde irás.
CATALINA:
—Está bien, iré a Lion's View, pero no me pida que…
SRA. VENABLE:
—Sabes muy bien que estabas…
CATALINA:
—¿Que estaba qué, tía Violeta?
SRA. VENABLE:
—No me llames tía; de quien eres sobrina es de mi difunto esposo, no mía.
SRA. HOLLY:
—¡Catalina! ¡Catalina! No hagas enojar a tu… ¡Doctor! ¡Oh, doctor!
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—¡Señora Venable!
SRA. VENABLE:
—¿Qué?
DOCTOR:
—Quisiera quedarme a solas, durante unos minutos, con la señorita Catalina.
SRA. HOLLY:
—¡Tú, Jorge! ¡Háblale!
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—Sé muy bien lo que hago. Déjeme a solas con tía Violeta.
SRA. VENABLE:
—¡Suéltame o te pego!
JORGE:
—¡Oh, tía Violeta!
SRA. VENABLE:
—¡Foxhill!
SRA. HOLLY:
—¡Jorge!
JORGE:
—¡Tía Violeta!
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CATALINA:
—No comprendo el odio. ¿Cómo es posible odiar a alguien y seguir siendo
cuerda? Como ve, sigo considerándome cuerda.
DOCTOR:
—¿Usted cree que ella sufrió un ataque?
CATALINA:
—Un ataque ligero en abril. Le afectó sólo un lado de la cara, el izquierdo… Pero
la desfiguraba, y después de eso, Sebastián no la necesitó más.
DOCTOR:
—¿No la necesitó? ¿Ha dicho necesitarla? No son estridentes, pero sí siniestros,
los ruidos de la selva.
CATALINA:
—Sí, todos nos necesitamos mutuamente, y eso es lo que consideramos amor… Y
el no necesitarse unos a otros es… el odio.
DOCTOR:
—¿Usted la odia, señorita Catalina?
CATALINA:
—¿No me lo ha preguntado ya? ¿Y no le contesté que no comprendía el odio? Un
buque choca con un témpano de hielo en el mar… y se hunden todos…
DOCTOR:
—Siga, señorita Catalina.
CATALINA:
—Pero eso no es motivo para que cada uno de los que se ahogan odien a todos los
otros que se están ahogando… ¿Verdad, doctor?
DOCTOR:
—Dígame… ¿Qué sentía usted por su primo Sebastián?
CATALINA:
—Yo le gustaba y por eso lo amé.
DOCTOR:
—¿En qué forma lo amó?
CATALINA:
—En la única que él aceptaba; con una especie de amor maternal. Intenté
salvarlo, doctor.
DOCTOR:
—¿Contra qué? ¿Salvarlo de quién?
CATALINA:
—Contra el perfeccionamiento de una… una especie de… ¡imagen! que él se
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había forjado de sí mismo, sacrificándose a una especie de terrible…
DOCTOR:
—¿Dios?
CATALINA:
—Sí, doctor. Un Dios cruel.
DOCTOR:
—¿Qué pensaba usted al respecto?
CATALINA:
—Mis pensamientos, doctor, son como esos que se tienen en un sueño…
DOCTOR:
—¿Su vida no le parecía real?
CATALINA:
Súbitamente… este último invierno, empecé a escribir mi diario en tercera
persona.
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—¿Y después?
CATALINA:
—No lo vi más. Me llevó a casa y dijo una cosa espantosa. «Será mejor que nos
olvidemos de esto», dijo. «Mi mujer espera familia y…». Yo entré en casa y me
senté a cavilar; pero de pronto llamé un taxi y volví directamente al salón de
fiestas del Hotel Roosevelt. El baile continuaba. Yo pensaba que había ido a
buscar el abrigo, que no era mío, pero que era para eso que había regresado.
Volvía para armar un escándalo en la pista del salón de fiestas, sí. No me detuve
en el guardarropas para recoger el viejo abrigo de armiño de la tía Violeta, no.
Entré corriendo al salón de baile y allí lo descubrí en el acto. Me acerqué a él y lo
abofeteé tan violentamente como pude y le pegué con furia en la cara y en el
pecho con mis puños hasta que… El primo Sebastián me sacó de allí… Luego,
por la mañana siguiente, empecé a escribir mi diario en tercera persona singular,
con cosas como: «Aun sigue viviendo esta mañana». Con lo cual quería decir que
seguía viviendo yo. «¿Qué le espera ahora? ¡Sólo Dios lo sabe!». Ya no pude salir
más. Sin embargo, una mañana vino a mi dormitorio mi primo Sebastián y me
dijo: «¡Levántate!». Bueno, quien vive todavía, luego de haberse sentido morir…
es obediente, doctor. Me levanté. Me llevó al centro para hacerme fotos de
pasaporte. Dijo: «Mi madre no puede salir al extranjero conmigo este verano.
Vienes tú en vez de ella». Si no me cree, lea mi diario de París. «Se despertó al
amanecer esta mañana, tomó el café, se vistió y dio un corto paseo…».
DOCTOR:
—¿Quién?
CATALINA:
—¡Ella! ¡Yo!… «… desde el hotel Plaza Athenée a la Place de l'Etoile, como si la
persiguiese una jauría de lobos siberianos…». (Risa cansada e indefensa).
Continué sin hacer caso de las luces de tráfico… No podía esperar la luz verde en
los semáforos. «¿Hacia dónde quería ir? ¿De nuevo a los Robles en Lucha?».
¡Todo frío y oscuro, salvo aquella boca cálida y rapaz en…
DOCTOR:
—Señorita Catalina, permítame aplicarle esto…
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—Haga el favor de quitarse la chaqueta. (Ella lo hace. El doctor le aplica la
inyección).
CATALINA:
—No lo he sentido.
DOCTOR:
—Mejor así. Ahora, siéntese.
Se sienta CATALINA.
CATALINA:
—¿Empiezo a contar hacia atrás, desde cien?
DOCTOR:
—¿Le gusta?
CATALINA:
—¡Me encanta! ¡Me encanta enormemente! Cien… noventa y nueve… noventa y
ocho… noventa y siete… noventa y seis… noventa y cinco… no… ¡Oh! ¡Ya
empiezo a sentir el efecto! ¡Qué raro!
DOCTOR:
—Está bien. Cierre los ojos un momento. (Acerca su silla a fila. Pasa un medio
minuto). ¡Señorita Catalina! Quiero que me ceda una cosa.
CATALINA:
—Dígala y es suya, doctor Azúcar.
DOCTOR:
—Que me entregue toda su resistencia.
CATALINA:
—¿Resistencia a qué?
DOCTOR:
—A la verdad… Verdad que usted va a contarme.
CATALINA:
—La verdad es lo único a que nunca opuse resistencia.
DOCTOR:
—Eso cree la gente muchas veces, pero no es así.
CATALINA:
—Suele decirse que está en el fondo de un pozo sin fondo… ¿sabe?
DOCTOR:
—Despreocúpese.
CATALINA:
—La verdad.
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DOCTOR:
—No hable.
CATALINA:
—¿Por dónde andaba? ¿Noventa?
DOCTOR:
—No hace falta que cuente hacia atrás.
CATALINA:
—¿O noventa y algo?
DOCTOR:
—Puede abrir los ojos.
CATALINA:
—¡Oh, me siento extraña! (Silencio; pausa). ¿Sabe qué es, a mi juicio, lo que
usted está haciendo? Creo que está procurando hipnotizarme. ¿No es así? Me
mira fijamente y me hace algo con los ojos y sus… ojos… ¿Es eso lo que me
hace?
DOCTOR:
—¿Eso cree usted que estoy haciéndole?
CATALINA:
—Sí. ¡Me siento tan rara! Y no es sólo por la droga.
DOCTOR:
—Entrégueme toda su resistencia. ¿Ve? Alargo una mano. Quiero que apoye una
suya en la mía y me entregue toda su resistencia. Que de su mano la pase a mi
mano.
CATALINA:
—Aquí tiene mi mano. Pero en ella no hay ninguna resistencia.
DOCTOR:
—Está totalmente pasiva.
CATALINA:
—Sí.
DOCTOR:
—Hará lo que yo le pida.
CATALINA:
—Sí. Procuraré.
DOCTOR:
—Dirá toda la verdad.
CATALINA:
—Sí, la diré.
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DOCTOR:
—La verdad absoluta. Sin mentiras, sin nada que quede sin decir. Todo
exactamente.
CATALINA:
—Todo exactamente. Porque tendré que decirlo. ¿Puedo… levantarme?
DOCTOR:
—Sí. Pero tenga cuidado. Es posible que se sienta un poco mareada. (Lucha por
incorporarse; cae atrás).
CATALINA:
—No puedo. Dígame que me levante. Entonces sí podré.
DOCTOR:
—¡Levántese! (Ella obedece vacilante).
CATALINA:
—¡Qué extraño! Ahora puedo. ¡Oh, me siento realmente mareada! ¡Auxílieme!
Voy a… (El doctor corre a sostenerla).
Ella junta violentamente su boca con la de él, apretando con fuerza salvaje. El
médico trata de desasirse. Le aprieta los labios ferozmente, presionando el cuerpo
contra el suyo. Entra Jorge.
CATALINA:
—Apriéteme, por piedad. ¡He estado tan sola! ¡Si es que estoy loca, debo
sentirme más sola que la muerte…! Más sola que la muerte.
JORGE (Escandalizado, asqueado):
—¡Catalina! ¡Qué desfachatez la tuya!
Ella se echa atrás, jadeando, se tapa el rostro, corre unos pasos y se ase con fuerza
del respaldo de un sillón. Entra la Sra. HOLLY.
SRA. HOLLY:
—¿Qué pasa, Jorge? ¿Se siente mal Catalina?
JORGE:
—No.
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DOCTOR:
—A la señorita Catalina le ha sido aplicada una inyección que le hace perder el
equilibrio.
SRA. HOLLY (volviendo):
—¿Qué ha dicho acerca de Catalina?
Esta es una exclamación que JORGE repetirá en diversos tonos durante el relato de
CATALINA.
DOCTOR:
—Empecemos en época más reciente. (Pausa). ¿Le parece bien comenzar con el
verano pasado?
CATALINA:
—¡Oh! ¡El verano pasado!
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DOCTOR:
—Sí, este último verano.
Pausa larga. Los sonidos ásperos del jardín se desvanecen y se funden con un canto
de ave claro y dulce. La Sra. HOLLY tose. La SRA. VENABLE se agita impaciente.
JORGE cruza adelante para llamar la atención de CATALINA mientras enciende un
cigarrillo.
CATALINA:
—¿Podría…?
SRA. VENABLE:
—Apártele ese muchacho.
JORGE:
—Quiere fumar, tía Violeta.
CATALINA:
—Ayuda tener algo… en las manos.
HERMANA:
—¡Uh! ¡Uh!
DOCTOR:
—Está bien, Hermana. (Le enciende el cigarrillo a CATALINA). En cuanto al
verano último… ¿Cómo fue el comienzo?
CATALINA:
—Empezó con su bondad y los seis días de navegación que me condujeron tan
lejos de… los Robles en Lucha… como para olvidarlos del todo o poco menos.
Fue cariñoso conmigo, tan dulce y solícito que algunos nos creyeron una pareja
de recién casados mientras no advirtieron que… teníamos camarotes separados…
Y luego, en París, me llevó a Patou y a Schiaparelli… Esto es de Schiaparelli…
(Como una niña, enseña su traje). Me compró tantos vestidos, que debí regalar
los viejos para hacer lugar a los nuevos en mi nuevo equipaje de… viaje. Me
convertí en un pavo real. Por supuesto, él lo era también…
JORGE:
—¡Ja, ja!
SRA. VENABLE:
—¡Chst!
CATALINA:
—Pero entonces cometí el error de responder demasiado a su amabilidad, de
tomarle la mano antes que él tomase la mía, de asirme de su brazo y reclinarme en
su hombro, de agradecer su bondad más de lo que él deseaba, y repentinamente,
este último verano empezó a volverse inquieto… y… ¡ooh!
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DOCTOR:
—Siga.
CATALINA:
— …¡el cuaderno del pájaro azul!
DOCTOR:
—¿Ha dicho cuaderno?
SRA. VENABLE:
—Ya sé lo que quiere decir. Habla del cuaderno de composiciones, del colegio,
que tiene como distintivo un pájaro azul en la tapa, un grajo, que Sebastián
utilizaba para notas y correcciones de su poema de verano. Lo acompañaba a
todas partes, en el bolsillo de su chaleco o hasta en el de su chaqueta. (La Srta.
FOXHILL entra afanosa, jadeando). Lo recibí con sus efectos personales,
enviado por barco desde Cabeza de Lobo.
DOCTOR:
—No entiendo del todo la relación que pudo haber entre ropa nueva y otras cosas
parecidas, y el cuaderno con un grajo azul.
SRA. VENABLE:
—¡Lo tengo! Doctor, dígale que lo he encontrado.
La Srta. FOXHILL viene presurosa. Oye esto al salir de la casa; jadea aliviada y se
retira.
DOCTOR:
—Con tanta interrupción, va a ser dificilísimo…
SRA. VENABLE:
—Esto es importante. No sé por qué no mencioné el cuaderno del pájaro azul,
pero quiero que usted lo vea. Aquí está. (Sostiene en alto el cuaderno y pasa
rápidamente las hojas). ¿Título? Poema de verano. Y la fecha del verano: 1935.
¿Luego qué? Páginas en blanco, en blanco… ¡Nada, absolutamente nada! El
último verano…
DOCTOR:
—¿Qué tiene eso que ver con…?
SRA. VENABLE:
—¿Su muerte? Yo se lo diré. La vocación de un poeta se apoya sobre algo tan
tenue y fino como una tela de araña, doctor. Eso tan sólo lo mantiene en pie
contra… su propia ruina. Pocos, muy pocos, lo consiguen por sí solos. Se necesita
una gran ayuda. Yo se la proporcionaré. Ella, no.
CATALINA:
—En eso tiene razón. Le fallé. No pude evitar que la tela de araña se… quebrase.
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Vi que se quebraba, pero no pude salvarla… ni repararla.
SRA. VENABLE:
—¡Por fin la verdad está saliendo a relucir! Hubo entre nosotros un acuerdo
tácito, una especie de pacto o convenio que se interrumpió el verano pasado al
apartarse de mí y llevarla consigo… en mi lugar. Cuando se asustaba… y yo sabía
en qué momentos y por qué, pues las manos le temblaban y los ojos miraban
hacia dentro, no hacia fuera, yo extendía una mano y le tocaba las suyas sin decir
palabra, mirando tan sólo y mantenía el contacto de mis manos con las suyas
hasta que a él dejaban de temblarle y los ojos miraban afuera, no adentro, y de
mañana continuaba el poema. ¡Lo continuaba hasta el fin! (Los siguientes diez
renglones se dicen muy rápidamente, en alta voz).
CATALINA:
—¡Yo no pude!
SRA. VENABLE:
—¡Claro que no! Era mío. Yo sabía ayudarlo, yo podía… Tú no lo hiciste, tú no
podías.
DOCTOR:
—¡Esas interrupciones…!
SRA. VENABLE:
—Yo decía «podrás» y podía. YO…
CATALINA:
—Sí, como ve, le fallé. Y por eso, este último verano, fuimos a Cabeza de Lobo,
fuimos allí en avión desde el sitio en que dejó de escribir su último poema de
verano…
SRA. VENABLE:
—Porque había destruido nuestro…
CATALINA:
—Sí, sí. Algo estaba destruido. Esa especie de ristra de perlas con que las madres
ancianas retienen a sus hijos, como una especie de… una especie de… cordón
umbilical… mucho después que…
SRA. VENABLE:
—Quiere decir que yo lo retenía para que no fuese a su…
DOCTOR:
—¡Por favor!
SRA. VENABLE:
— …a su destrucción.
CATALINA:
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—Lo único que sé es que de pronto, este último verano, dejó de ser joven y
fuimos a Cabeza de Lobo, y allí, súbitamente, abandona las veladas por la playa.
DOCTOR:
—¿Las veladas? ¿Por la playa?
CATALINA:
—Quise decir que de las veladas pasó a las tardes y trocó las relaciones soci…
Silencio. La Sra. HOLLY aspira una larga y dolorosa bocanada de aire. JORGE se
remueve impaciente.
DOCTOR:
—¿Sociales? ¿Es esa la palabra que usted…?
CATALINA:
—Sí. De pronto el último verano mi primo Sebastián empezó a salir de tarde para
ir a la playa…
DOCTOR:
—¿Qué playa?
CATALINA:
—En Cabeza de Lobo hay una playa que lleva el nombre del santo de su nombre,
la Playa de San Sebastián, y allí es donde empezamos a pasar las tardes, todos los
días.
DOCTOR:
—¿Qué clase de playa era?
CATALINA:
—Una gran playa, de una ciudad cerca del puerto.
DOCTOR:
—¿Era una gran playa pública?
CATALINA:
—Sí, pública.
SRA. VENABLE:
—Pequeñas manifestaciones como ésa son las que la delatan.
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SRA. VENABLE (Enfadada):
—¿Que Sebastián iba diariamente a una sucia playa gratuita cerca de un puerto?
¿Un hombre que recorría más de una milla en bote antes de encontrar agua en qué
nadar?
DOCTOR:
—Señora Venable, diga lo que diga esta muchacha, debe dejar que hable sin más
interrupciones, o de lo contrario esta entrevista será inútil.
SRA. VENABLE:
—No volveré a hablar. Callaré, aunque me muera.
CATALINA:
—No quiero seguir.
DOCTOR:
—Continúe su relato. Todas las tardes, el último verano, su primo Sebastián y
usted… ¿iban a esa playa popular y gratuita?
CATALINA:
—No. No era gratuita. La playa popular, de acceso libre, estaba al lado. Había un
cerco entre una y otra. En la nuestra cobraban un poco.
DOCTOR:
—Sí. ¿Y qué hacían allí?
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muy adentro… Y al salir de allí, parecía estar desnuda.
DOCTOR:
—¿Para qué hacía eso? ¿Comprendió usted la razón?
CATALINA:
—Sí. Para llamar… la atención.
DOCTOR:
—¿Quería que usted llamase la atención, pensando que se sintiese deprimida y
sola? ¿Intentaba sacarla de su depresión del último verano?
CATALINA:
—¿No comprende, doctor? Yo era su proxeneta. (El jadeo de la señora
VENABLE es como el ruido que haría un gran pez atrapado en un anzuelo).
¡Antes lo había sido ella… también! (La Sra. VENABLE lanza un grito).
Inconscientemente, por supuesto. No sabía que estaba buscándole gente en los
sitios elegantes a que fueron antes del último verano. Sebastián era tímido. Ella,
no. Yo tampoco. Las dos cumplimos igual misión, estableciéndole contactos, pero
ella lo hizo en lugares finos y formas decentes, y yo tuve que hacerlo en la forma
que ya le he contado. Sebastián se sentía muy solo y triste, doctor, y el cuaderno
vacío del pájaro azul crecía y crecía… Tan grande fue… tan grande y vacío como
aquel cielo y aquel mar grandes y vacíos… Yo fui consciente de lo que hacía.
Tuve mi bautismo de fuego en el Barrio Francés mucho antes de hacerlo en el
Barrio Jardín…
SRA. HOLLY:
—¡Oh, Catalinita! ¡Querida!
DOCTOR:
—¡Chst!
CATALINA:
—Y no pasaba mucho tiempo, mientras aumentaba el calor del sol y la playa se
llenaba de gente, sin que dejara de necesitarme más para aquel fin. Los de la
playa gratuita trepaban la alambrada o la esquivaban nadando en torno, bandadas
de jóvenes sin hogar que moraban en la playa gratuita como perros sin casa…
famélicos… Entonces me permitía ponerme un traje decente y oscuro. Me alejaba
a los extremos distantes de la playa, a escribir tarjetas y cartas y llevar mi… mi
diario en tercera persona hasta que… que eran las cinco y debía reunirme con él
al salir de las casillas de baños, en la calle. Salía, perseguido…
DOCTOR:
—¿Quién lo perseguía?
CATALINA:
—Los jóvenes famélicos y sin hogar que habían trepado la alambrada desde la
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playa gratuita en que moraban. Les repartía dinero a todos, como si todos ellos le
hubiesen… lustrado los zapatos o buscado taxis y fuesen propina lo que daba…
Día a día la muchedumbre crecía y era más bulliciosa y más voraz… Sebastián
empezó a sentir miedo. Por último, dejamos de acudir a la playa.
DOCTOR:
—¿Y entonces? ¿Después de aquello? Cuando dejaron de ir a la playa…
CATALINA:
—Entonces, algunos días después que dejamos de ir… uno de aquellos días
blancos y enceguecedores de Cabeza de Lobo, no azul, sino blanco, de un blanco
que encandilaba y enceguecía…
DOCTOR:
—Sí…
CATALINA:
—Nos detuvimos para merendar, a últimas horas de la tarde, en uno de aquellos
restaurantes al aire libre que dan al mar… Sebastián estaba blanco como el cielo.
Vestía un inmaculado traje blanco de seda natural y una corbata blanca. Blancos
eran el panamá y los zapatos… unos zapatos de lagarto… blanco. Él… (Echa
atrás la cabeza y ríe, con una risa que parece reflejar su asombro y recogimiento
ante el recuerdo) …se llevaba a la cara y al cuello un blanco pañuelo de seda, y a
la boca blancas píldoras. Yo adiviné que estaba pasando un mal momento a causa
del corazón y sentía miedo. Por eso no habíamos ido a la playa.
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CATALINA:
—¿Por dónde andaba? ¡Ah, sí! Aquella merienda, a las cinco de la tarde, en un
restaurante donde despachaban mariscos, junto al puerto de Cabeza de Lobo. Era
entre la ciudad y el mar, y había muchachos desnudos en toda la playa, una
bandada de muchachos espantosamente delgados y desnudos, que parecían aves
desplumadas y se lanzaban con furia contra el alambre de púa como si un viento
los arrojase allí, el viento caliente y blanco del mar… todos gritando… «¡Pan!
¡Pan! ¡Pan!».
DOCTOR:
—¿Y qué más?
CATALINA:
—Hacían unos ruidos, como si tragasen con sus pequeñas bocas negras, y se
metían los pequeños puños negros en las bocas, haciendo aquellos ruidos, como si
tratasen, con muecas espantosas… Por supuesto, nos arrepentimos de haber ido a
aquel sitio, pero ya era tarde… para irnos…
DOCTOR (Tranquilo):
—¿Por qué era tarde para irse?
CATALINA:
—Le he dicho ya que el primo Sebastián no se sentía bien. Se introducía aquellas
pildoritas blancas en la boca. Me parece que había tragado tantas como para
haberse debilitado mucho… ¡Los… ojos se le nublaban! Pero él dijo: «No mires a
esos pequeños monstruos. Los mendigos son una plaga social en este país. Si los
miras, el país te dará náuseas, perderá todo su encanto para ti…».
DOCTOR:
—Siga.
CATALINA:
—Estoy siguiendo. Tengo que hacer una pausa de cuando en cuando hasta que la
visión se aclara. Bajo la influencia de la droga, debe haber una visión o no se ve
nada.
DOCTOR:
—¿Está bien ahora?
CATALINA:
—Estando con él, yo hacía siempre lo que él quería. No miré la bandada de los
chicos desnudos, ni siquiera cuando los mozos los ahuyentaron del alambre de
púas con palos. Salieron corriendo por una puerta de portillo, como patrulla de
asalto en una guerra y los golpearon, obligándolos a escapar gritando desde el
alambre… con los palos… Luego… (Pausa).
DOCTOR:
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—Continúe, señorita Catalina. ¿Qué sigue en su visión?
CATALINA:
—La… la… bandada de chicos se puso a… dedicarnos una serenata…
DOCTOR:
—¿Qué hicieron?
CATALINA:
—Tocaban en sus instrumentos… Música… si tal podía llamársela.
DOCTOR:
—¡Oh!
CATALINA:
—Los… los instrumentos eran… instrumentos de percusión. ¿Sabe lo que quiero
decir?
DOCTOR (Toma nota):
—Sí. Instrumentos de percusión, como… ¿tambores?
CATALINA:
—Los miré de reojo cuando el primo Sebastián no se apercibía, y por mucho que
no pude ver bien en el resplandor blanco del sol intenso de la playa, me
parecieron latas atadas entre sí…
DOCTOR (Escribe despacio):
—Latas… atadas… entre sí.
CATALINA:
—Y… y… y… ¡trozos de metal, otros trozos de metal achatado, en forma de…!
DOCTOR:
—¿De qué?
CATALINA:
—De címbalos. ¿Entiende, doctor?
DOCTOR:
—Sí, platillos que se hacen chocar.
CATALINA:
—¡Exacto, doctor! Latas achatadas que ellos golpeaban. Címbalos…
DOCTOR:
—Entiendo, sí. ¿Qué sigue en la visión?
CATALINA (Rápidamente, jadeando un poco):
—Otros tenían bolsas de papel… bolsas de papel tosco… dentro de las cuales
había algo como un parche con una cuerda que tiraban para un lado y otro,
adelante y atrás, haciendo una especie de…
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DOCTOR:
—¿Especie de…?
CATALINA:
—Ruido como…
DOCTOR:
—¿Cómo?…
CATALINA (Se levanta, tiesa, de su silla):
—¡Umpa, umpa, uuumm-paaa…!
DOCTOR:
—¿Cómo una tuba?
CATALINA:
—¡Exacto! El ruido de una tuba.
DOCTOR:
—¡Umpa, umpa, uuummmpa…! ¡Como una tuba! (Toma nota).
CATALINA:
—¡Umpa, umpa, uuummmpaaa…! como una… (Pausa breve).
DOCTOR:
—Tuba.
CATALINA:
—Mientras estuvimos en el restaurante, permanecieron a… a muy corta distancia.
DOCTOR:
—Prosiga con la visión, señorita Catalina.
CATALINA (Camina a grandes pasos en torno a la mesa):
—Sí, prosigo. ¡Ahora ya no hay nada que pueda detener esta visión…!
DOCTOR:
—¿Y entretenía a su primo Sebastián ese… concierto?
CATALINA:
—Creo que lo aterraba.
DOCTOR:
—¿Por qué lo aterraba?
CATALINA:
—Supongo que reconocía a algunos de los músicos, algunos de los chicos…
muchachotes entre la época de la niñez y… y… También otros mayores…
DOCTOR:
—¿Qué hizo él? ¿Hizo algo, señorita Catalina? ¿Se quejó al gerente?
CATALINA:
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—¿Qué gerente? ¿A Dios? ¡Oh, no! ¡El gerente de un restaurante de la playa
donde servían mariscos! ¡Ja, ja, ja! No… usted no comprende a mi primo.
DOCTOR:
—¿Qué quiere decir con eso?
CATALINA:
—Mi primo aceptaba las cosas… todas, y tal cual son. Y pensaba que nadie tenía
derecho a quejarse o entorpecer de ningún modo lo que sucedía… Aun
conociendo como espantoso lo que era espantoso y sabiendo que estaba mal lo
que estaba mal… y debo advertirle que mi primo Sebastián nunca estaba seguro
de que algo estuviese mal… Consideraba indigno reaccionar de ningún modo por
ninguna causa… Sólo admitía hacer las cosas como algo en su interior le inducía
a hacerlas…
DOCTOR:
—¿Qué es lo que algo en su interior le indujo a hacer? Hablo de aquella ocasión,
en Cabeza de Lobo.
CATALINA:
—Luego de la ensalada, antes de que nos trajesen el café, de pronto se apartó de
la mesa y gritó: «Tienen que dejar de hacer eso… ¡Mozo, hágalos parar! Me
siento mal, sufro del corazón y eso me enferma». Fue esa la primera vez que el
primo Sebastián intentó corregir una situación humana. Y creo que ése tal vez fue
su error fatal. Entonces los mozos, en número de ocho o diez, se abalanzaron
sobre la portezuela y golpearon a los pequeños músicos con palos, cazuelas, y
cuanto objeto contundente pudieron hallar en la cocina. El primo Sebastián se
separó de la mesa. Salió del restaurante, luego de haber tirado en la mesa un
puñado de billetes, y huyó. Lo seguí. Todo estaba blanco fuera. Al rojo blanco, un
blanco enceguecedor, al blanco enceguecedor del rojo blanco, a las cinco de la
tarde, en la ciudad de… Cabeza de Lobo. Parecía como si…
DOCTOR:
—¿Como si qué?
CATALINA:
—Como si un enorme hueso blanco estuviese ardiendo en el cielo, con un brillo
tan intenso que se volvía blanco y emblanquecía el cielo y todo lo que estaba por
debajo.
DOCTOR:
—Blanco…
CATALINA:
—Blanco, sí.
DOCTOR:
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—¿Y usted siguió a Sebastián al salir del restaurante, hacia la calle blanca y
ardiente?
CATALINA:
—Bajando y subiendo la colina.
DOCTOR:
—¿Bajando y subiendo la colina?
CATALINA:
—No, no. No subimos ni bajamos. Al principio…
Durante este recitado se perciben diversos efectos sonoros. Los ruidos de percusión
descrito se utilizan quedamente.
CATALINA:
—Rara vez sugería algo, pero en esa ocasión, lo hice.
DOCTOR:
—¿Qué sugirió?
CATALINA:
—El primo Sebastián parecía paralizado cerca de la entrada del local, por lo cual
yo dije: «Vamos». Recuerdo que era una calle muy ancha, empinada y blanca, y le
dije: «Primo Sebastián, allá abajo está la ribera; es más fácil encontrar un taxi por
allí… O… ¿Por qué no volvemos y hacemos que la gente del restaurante nos
llame un taxi? Sí, hagamos eso. Hagámoslo. Será mejor». Y él respondió: «¡Loca!
¿Estás loca? ¿Volver a aquel local inmundo? ¡Nunca! Aquellos chicos canallas les
decían a los mozos, gritando cosas sobre mí». «¡Oh!», exclamé yo. «Entonces
bajemos a los muelles, allá al pie de la colina. No intentemos escalarla con este
tiempo horrible». Y el primo Sebastián gritó: «¡Cállate, por favor, y deja que yo
arregle esto! Quiero ser yo quien lo haga». Empezó a subir por la calle empinada,
con una mano metida en la chaqueta, por el lado en que yo sabía que sentía un
dolor agudo en el pecho a causa de las palpitaciones… Pero cada vez apretaba
más el paso, presa de pánico y terror, y cuanto más se apresuraba, más cerca y
estridente se percibía…
DOCTOR:
—¿Se percibía qué?
CATALINA:
—La música.
DOCTOR:
—La música otra vez.
CATALINA:
—El «umpa umpa» del tropel que lo seguía. Habían atravesado, no sé cómo, el
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alambrado de púa y salido a la calle y seguían, seguían… escalando la calle
blanca y refulgente. El tropel de muchachos desnudos que nos perseguía por la
calle blanca y empinada bajo el sol, que parecía talmente un enorme hueso blanco
de una bestia gigantesca que estuviese incendiándose en el cielo. Sebastián echó a
correr y todos gritaron en el acto, pareciendo como si volasen por el aire,
alcanzándolo rápidamente. Yo lancé un grito. Oí que Sebastián gritaba a su vez,
que gritó una única vez antes de que aquella bandada famélica de aves negras
desplumadas lo alcanzase en mitad de la ascensión a la colina.
DOCTOR:
—¿Y usted, señorita Catalina, qué hizo entonces?
CATALINA:
—Eché a correr.
DOCTOR:
—¿A correr adónde?
CATALINA:
—Hacia abajo. Bajé corriendo, en el sentido en que más fácil era correr. ¡Abajo,
abajo, abajo, abajo! Por la calle blanca y refulgente de calor, gritando:
«¡Auxilio!» sin cesar, hasta que…
DOCTOR:
—¿Qué?
CATALINA:
—Hasta que mozos, policías y otros… salieron corriendo de los edificios y
empecé a subir la colina con ellos. Cuando llegamos de nuevo al sitio en que mi
primo Sebastián se me había perdido de vista en medio de los negros gorriones
desplumados, lo vi… Yacía en el suelo, desnudo, tal como ellos habían estado
desnudos contra una pared blanca, y esto no querrá usted creerlo, porque nadie, lo
ha creído, porque nadie podría creerlo, porque nadie, nadie en la tierra sería capaz
de creerlo y no los culpo… ¡Habían devorado partes de su cuerpo! (La Sra.
VENABLE llora quedamente). Le habían desgarrado y desprendido partes del
cuerpo con sus manos, sus cuchillos, o quizá aquellas latas rotas, desgarrado y
arrancado partes de un cuerpo, que se llevaron, famélicos, a sus feroces bocas
negras, pequeñas y vacías. No se percibía ningún ruido más. No quedaba nada
que ver, salvo Sebastián, lo que de él restaba, con el aire de un enorme ramo de
rosas rosas envuelto en papel blanco, rosas arrancadas, arrojadas, estrujadas…
contra la pared blanca y refulgente.
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toma en sus brazos al punto de caer al suelo. La mujer jadea broncamente varias
veces y él la conduce a la salida.
SRA. VENABLE:
—¡Lion's View! ¡Manicomio del Estado, arráncale del cerebro esa horrible
historia!
Fuera la Sra. HOLLY solloza y cruza hacia JORGE, quien se vuelve de ella,
diciendo.
JORGE:
—Mamá, dejaré de estudiar, me buscaré un empleo, me…
SRA. HOLLY:
—¡Calla, hijo! ¡Doctor! ¿No puede usted decir algo?
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TENNESSEE WILLIAMS. Thomas Lanier Williams III, más conocido por el
seudónimo Tennessee Williams (Columbus, Mississippi, 26 de marzo de 1911 -
Nueva York, Nueva York, 25 de febrero de 1983), fue un destacado dramaturgo
estadounidense. El nombre «Tennessee» se lo dieron sus compañeros de escuela a
causa de su acento sureño y al origen de su familia.
Williams vivió en el Barrio francés de Nueva Orleans, Luisiana. Se trasladó allí,
en 1939, a escribir para la WPA, y vivió primero en el número 722 de la calle
Toulouse, donde se sitúa su obra de 1977, Vieux Carré (hoy una fundación cultural).
Escribió Un tranvía llamado deseo (1947) mientras vivía en el número 632 de la calle
St. Peter.
De Nueva Orleans marchó a Nueva York, donde ejerció diversos trabajos, desde
camarero a portero. Cuando los Estados Unidos entraron en guerra, fue declarado no
apto debido a su expediente psiquiátrico, su homosexualidad, su alcoholismo y sus
problemas cardíacos y nerviosos.
En 1943, fue a Hollywood, contratado por la Metro Goldwyn Mayer para hacer la
adaptación cinematográfica de una novela de éxito. En 1948 ganó el Premio Pulitzer
de teatro por Un tranvía llamado Deseo, y en 1955 por La gata sobre el tejado de
zinc. Además de estas dos obras recibieron el premio de la Crítica Teatral de Nueva
York: El zoo de cristal (1945) y La noche de la iguana (1961) . Su obra de 1952, La
rosa tatuada (dedicada a su compañero, Frank Merlo), recibió el Premio Tony a la
mejor obra. Los críticos del género sostienen que Williams escribía en estilo gótico
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sureño. Es conocido mundialmente porque muchas de sus obras han sido filmadas.
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