Ética FBI
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Índice
I. Naturaleza de la ética
I. Naturaleza de la ética
La ética es una parte de la filosofía que estudia la conducta y la acción humana
desde el punto de vista de su bondad o maldad, de si es correcta o incorrecta. Se
trata, pues, de un saber práctico, en el que se relaciona la reflexión racional con la vida
activa y las relaciones humanas que derivan de ella. Solamente en la medida en que se
acepta que el hombre es, en cierta medida, libre y responsable: que su acción deriva de
sus propias decisiones, cabe una valoración de su comportamiento y de la categoría o
bondad de su ser y su vivir. La ética es, pues, un conocimiento valorativo: no
solamente describe hechos o situaciones, sino que trata de establecer un juicio moral
acerca de ellos. Qué es mejor o peor, bueno o malo, etc. Igualmente, en la medida en
que la existencia humana no está plenamente determinada, la ética propone también una
orientación acerca de cómo es mejor vivir, actuar, relacionarse. Es un saber
normativo: afirma deberes morales o propone consejos acerca de cómo actuar.
La palabra moral deriva del latín (mos moris) que significa costumbre, y a palabra ética
proviene del latín ethĭcus, y este del griego ἠθικός, (êthicos). Según algunos autores, es
correcto diferenciar "êthos", que significa "carácter", de "ethos", que significa
"costumbre", pues "ética" se sigue de aquel sentido y no es éste. Designan bien cómo es
la persona, en tanto que esto se manifiesta en su hablar y actuar, bien las costumbres o
hábitos de conducta en tanto que son adecuadas o inadecuadas en un entorno cultural o
social.
Aristóteles, en La Ética a Nicómaco, se basa en que todo ser humano busca la felicidad
(ética eudemonista). Para él todos los seres naturales tienden a cumplir la función que
les es propia y están orientados a desarrollar sus potencialidades. El bien es la
perfección y la realización de esas capacidades. El hombre también está orientado a la
realización plena de sus potencialidades, especialmente las superiores lo cual se
desarrolla en un orden de virtudes. El problema que surge es determinar esta finalidad
principal, ¿cuál es el bien más alto y más perfecto de los que puede alcanzar el ser
humano?
Aristóteles discute las opiniones de otros filósofos y hace notar que todos están de
acuerdo en que el objetivo supremo del hombre es vivir bien y ser feliz. Sin embargo,
no hay acuerdo respecto el significado de la felicidad y el buen vivir. Para él la vida
plena es la que permite realizar la actividad superior (contemplación intelectual), con
una suficiente autonomía (bienes materiales, salud), y en compañía de un número
suficiente de amigos.
Sólo están sujetas a valoración moral las acciones en que el hombre puede elegir y
decidir qué hacer. La forma correcta de actuar tiene condiciones diferentes en el plano
intelectual o moral, y depende, en parte, de las costumbres de la comunidad a la que se
pertenece y se aprende con la educación. Cuando se actúa de acuerdo con estas pautas,
se vive bien y se es virtuoso.
Junto a los grandes clásicos, la antigüedad formuló dos propuestas éticas de gran
influencia, y que desarrollan visiones bastante diferentes. El Hedonismo de Epicuro
plantea que la felicidad procede de una vida placentera y sencilla en que se eliminan las
preocupaciones acerca del más allá o los problemas derivados de implicarse en
cuestiones públicas. Una vida atenta a los goces y que procura evitar el sufrimiento. Los
estoicos, como Epícteto, Séneca o marco Aurelio, en cambio, fueron más sensibles a los
valores de la nobleza de vida, expresados en la capacidad de soportar impasiblemente el
destino y aceptar las leyes divinas y la suerte que a cada uno le toca en la vida. Su
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propuesta, mucho más austera que la de Epicuro, incluye una intensa conciencia de la
libertad interior como único lugar en que el hombre puede ser él mismo sin estar
esclavizado a las condiciones exteriores, que no poden controlarse.
Edad Media
La reflexión sobre la existencia humana se enriquece con la tradición bíblica y cristiana
que, por un lado asume muchos aspectos de las ideas clásicas de Platón y Aristóteles,
aunque por otro, destaca mucho más el aspecto trascendente y la relación entre lo
humano y lo divino. La ética de las virtudes se desarrolla con la incorporación de la fe y
la caridad. El fin último del actuar humano es la caridad, que se consigue al vivir desde
el Evangelio, y que permite al hombre acceder a la visión de Dios (en el cielo), donde el
ser humano alcanza el bien supremo.
Edad Moderna
Los filósofos éticos modernos trabajan con la mirada puesta, sobre todo, en el mundo
antiguo (estoicos, epicúreos, Platón, Aristóteles), si bien con algunos elementos
heredados de la Escolástica medieval. Dentro del racionalismo, es Baruch Spinoza
quien elaboró de modo más amplio y sistemático una propuesta ética, aspirando a
desarrollar una ética sistematizada de modo semejante a la racionalidad de la
matemática. El afán racionalizador le llevó a identificar libertad y necesidad y al
hombre con Dios, en una visión panteísta. En el ámbito del empirismo, David Hume
insistió en que el hombre es menos racional de lo que se afirma, y que su conducta
depende en gran medida de instintos naturales y de la costumbre, así como que las
valoraciones morales derivan más de los sentimientos que de razones intelectuales.
Edad Contemporánea
En el contexto anglosajón del siglo XIX se desarrolla la ética utilitarista de Jeremy
Bentham y Stuart Mill. Junto a un desarrollo del antiguo hedonismo, esta teoría trata de
aportar criterios para organizar una sociedad más justa, bajo el principio de perseguir el
mayor bien para el mayor número posible de individuos.
El siglo XX ha estado muy atento a los problemas éticos y numerosos autores plantean
nuevos puntos de vista: los vitalistas y existencialistas desarrollan el sentido de la
opción y de la responsabilidad individual. El vitalismo de Nietzsche plantea una ética de
la autoafirmación del propio individuo y de su independencia creativa y desarrolla una
crítica de los valores morales y espirituales de la tradición platónica y cristiana.
Max Scheler, en respuesta al formalismo de Kant y a la idea de que los valores morales
no forman parte de una descripción objetiva de la realidad, elabora una fenomenología
de los valores en la que muestra que éstos son percibidos de forma directa por la
subjetividad.
A finales del siglo, el filósofo escocés MacIntyre, trata de establecer puentes entre
distintas versiones rivales de la ética, así como rescatar las ideas de la tradición clásica,
renovando la ética de las virtudes de origen aristotélico.
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En ese sentido, son valores éticos básicos la libertad, la vida, la justicia, la verdad, la fidelidad,
etc. Los hombres de todos los tiempos han visto en ellos algo muy preciado y que es necesario
fomentar y defender, aun cuando los han interpretado de muy diversas maneras, y en muchos
casos, de forma contradictoria.
Pero el punto realmente decisivo no es tanto saber que existen los valores, -ya sea en abstracto,
intuitivamente percibidos o concretamente defendidos por las leyes de los países- sino poder
saber cuál es el valor ético máximo, es decir, aquel valor que hace de punto de referencia último
y que permite jerarquizar a todos los demás valores en niveles de prioridad. De otra manera no
sería posible decidir cuando hay conflictos de valores en la praxis histórica del hombre viviendo
en sociedad. La reflexión ética de todos los tiempos ha sido siempre el intento por descubrir y
circunscribir ese valor ético último innegociable, irrenunciable, al mismo tiempo que buscar
formas de ponerlo en práctica.
Un bien o valor primero debe mostrar una amplitud capaz de integrar, sin destruirlas, las
diferencias que derivan de la complejidad de la vida y la realidad humana. Si lo que se establece
como primero es demasiado estrecho o responde solo a un aspecto parcial y limitado, su misma
persecución sería destructiva. Quienes niegan que exista tal bien primero, y afirman que lo ético
es esencialmente plural suelen derivar su postura del miedo a tales consecuencias.
En la medida en que la vida humana habita en la realidad y se abre a ella conociéndola; así
como se hace progresivamente consciente de su propio ser, de las condiciones de su existencia y
de su intimidad, los valores o bienes que descubre y establece como prioritarios dependerán de
cómo comprenda esa realidad que le circunscribe y la suya propia.
El pensamiento ético está, pues, enmarcado y fundamentado por un horizonte más amplio que le
aporta los fundamentos últimos en los que basa sus valoraciones y juicios. No es lo mismo
pensar que el mundo y el hombre han sido creados por un Dios sabio y bueno y que la vida
humana puede relacionarse y unirse a esa divinidad, con una esperanza de inmortalidad feliz;
que pensar que el universo carece de un principio trascendente y que se ha desarrollado de
forma impensada hasta producir, sin motivo especial, al ser humano, como fruto de una
evolución ciega. Así pues, la metafísica o la idea que se tenga del ser en su conjunto marcará el
horizonte de posibilidades que una concepción ética tendrá en cuenta: su forma de comprender
el fin de la vida, su manera de habérselas con el paso del tiempo y con la muerte, incluso con las
injusticias del mundo y con las aspiraciones de justicia que mueven la historia.
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En este sentido, la posiciones teístas, con sus variantes, establecen un marco, un significado y
un destino trascendente; mientras que las posiciones naturalistas o materialistas dibujan un
horizonte temporal y mundano en que la vida humana queda limitada.
Por otro lado, la compresión que se tenga de lo que es el mismo hombre será también un
trasfondo que determinará las propuestas éticas. No es lo mismo pensar que el ser humano es
una realidad meramente biológica, cuyas actividades conscientes y psíquicas no tienen otra
realidad que la de sus bases materiales y corpóreas; o pensar que el hombre es un ser espiritual
que trasciende lo material, de modo que su realidad más auténtica está siempre más allá de las
condiciones corpóreas o incluso psicológicas de su existencia. No es lo mismo pensar que el
sufrimiento es un destino ineludible y que la idea de felicidad es una quimera, o pensar que, a
pesar de las limitaciones y dificultades de la vida, el bien o la felicidad son una aspiración
realista.
Seguiremos un orden ascendente. Está claro que una primera dimensión humana en que se
hacen presentes bienes y males viene determinada por la corporalidad. Las necesidades y la
debilidad del cuerpo humano imponen unas condiciones que deben ser atendidas: comer, beber,
guarecerse… y la diferencia entre poder hacerlo o no deja poco margen a lo relativo: el hambre,
la sed, el frío… imponen su negatividad de forma contundente. Igualmente, la satisfacción, la
salud, el descanso… no necesitan grandes discusiones para mostrar que son bienes.
Sin embargo, los bienes físicos, que se manifiestan en el bienestar o en el placer, no son algo
simple o que pueda tomarse como el bien principal del hombre. La posibilidad de excesos y de
conductas adictivas muestra que estos bienes son limitados y que deben ser orientados por
criterios más amplios y que la percepción de placer o bienestar no es criterio suficiente de su
valor.
Por otra parte, el cuerpo humano puede también deshumanizarse, despersonalizarse, con
consecuencias nefastas, como en la tortura, la prostitución… El cuerpo y el rostro revelan
dimensiones humanas que no son simplemente corporales y estas dimensiones pueden atenderse
o negarse afectando también al bien o al mal del ser humano. El vestido, la elegancia, la
cocina… toda una amplia base de la cultura humana se dirige a la humanización o
personalización del cuerpo y puede estar mejor o peor orientada.
dejan una huella profunda en nuestra intimidad y forman una parte importante también de los
bienes y males de la vida.
En la medida en que la dimensión psíquica es relacional, para dar cuenta de ella no es suficiente
atender a la reflexión individual: a la paz o la inquietud que cada persona pueda experimentar en
si misma; sino que es preciso atender al mundo que surge de las interacciones entre los seres
humanos. El hombre crea un mundo propio, una civilización y desarrolla su vida en un contexto
cultural y social. La estructuración de ese mundo, su adecuación o inadecuación a las
necesidades del propio hombre forman una parte importantísima de la ética, del sentido de lo
justo o lo injusto y abren la temática de la ética social: amistad, familia, ciudadanía, humanidad.
Las escuelas éticas especialmente sensibles a esta dimensión condicionan los bienes y males
individuales a la realización de un orden social global.
Cómo debe ser el gobierno, qué lugar debe ocupar la libertad de expresión y las otras libertades
cívicas, cómo deben organizarse las relaciones laborales, cómo resolver pacíficamente los
inevitables conflictos de intereses, cómo armonizar la igualdad y las diferencias… En este
campo, la ética queda ligada a lo político, lo jurídico, lo económico, lo educativo… Para cada
persona, el modo de incorporarse y de poder actuar y relacionarse en este entramado del mundo
humano, supone una multitud de bienes y problemas o males que habrá de afrontar a través del
desarrollo de sus capacidades y energías, a la vez que podrá influir en ese mismo orden a través
de sus opiniones y acción política. Una buena parte de los anhelos de justicia, libertad, plenitud
y felicidad se encaminan, no tanto a una mejora personal, sino a tratar de mejorar el mundo que
el propio hombre forja en su historia.
En este sentido, la ética que atiende a la perfección del hombre en cuanto tal: que éste debe ser
bueno y virtuoso, debe complementarse con la ética que se ocupa de la corrección y eficacia
funcional de las estructuras sociales, políticas, económicas, etc. que pueden ser mejores o
peores, pero no directamente en el sentido de la virtud. Las éticas de lo correcto, las utilitaristas
o dialógicas están más atentas a este segundo aspecto.
De ahí que la ética se haya planteado desde muy antiguo la necesidad de un horizonte que
trasciende lo mundano. Un mundo, además, en que el lugar y el destino de cada uno depende
muchas veces de factores fortuitos o externos. La fama, el poder, la riqueza… no son los bienes
humanos fundamentales y todos ellos pueden ser éxitos falsos, basados en la mentira o en la
falta de escrúpulos. ¿Hay algo más allá de este nivel?
Tanto las religiones como la filosofía han desarrollado una comprensión del espíritu o de la
subjetividad. El hombre tiene una dimensión real más allá de lo visible y de lo temporal, en que
se encuentra su realidad más radical y auténtica. También en ese nivel las concepciones son
diversas. Para algunas interpretaciones, esa referencia última es pura subjetividad, caracterizada
como libertad de independencia respecto a toda otra instancia. Las éticas de la espontaneidad,
libertarias, individualistas tienden a interpretar así esa singularidad irreducible. Otras, en
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cambio, distinguen entre la conciencia superficial (yo) y la realidad profunda del espíritu
(corazón o ser personal) y ven en el desarrollo de ese fondo singular el valor ético máximo. Las
éticas de la eudaimonía, de la perfección suelen basarse en una comprensión de este tipo, y
consideran que la felicidad última depende de que la persona descubra y atienda a este
horizonte.
social, así como psicológico o espiritual. De este modo, el comer, el descansar, etc.
adquieren una cualidad humanizada y culturalmente significativa y forman parte de un
entorno motivacional más alto: sentirse realizado profesionalmente, sentirse integrado
en un grupo, comprender el mundo en que se vive, colaborar en proyectos interesantes,
contemplar la belleza, charlar con los amigos… Muchos de nuestros esfuerzos van
dirigidos a dar cumplimiento a deseos o aspiraciones de este tipo.
Sin embargo, las acciones tienen también una dimensión humana más directa cuando
tienen como horizonte esencial la propia dimensión humana: la educación, las
relaciones de pareja o de amistad, las relaciones de justicia política, la colaboración
social o humanitaria… Los modos de tratar a las personas, las expectativas de confianza
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En general, la actividad que puede estar sujeta a valoración moral es aquella en que las
circunstancias, ya sean interiores, como el pánico; o exteriores, como la esclavitud, no
imponen de una manera completa su dominio sobre el agente. Cuando éste puede actuar
desde y por sí mismo, es decir, cuando puede responder de su acción, ya que nace de su
propia decisión es cuando consideramos que los actos pueden ser valorados como
meritorios o culpables. En la medida, pues, en que los determinantes externos e internos
no anulan la capacidad de decisión, podemos hablar de actuación libre y de
responsabilidad moral sobre las acciones.
Evidentemente, en una persona con una cierta edad o madurez, las acciones se fundan
también en hábitos adquiridos: destrezas, virtudes, vicios… en los que la propia
biografía: las decisiones ya tomadas en la vida, condicionan, para bien o para mal, los
caminos que nos son más llevaderos, agradables o fáciles de tomar. Aún así, el pasado
no es una losa definitiva a la que estamos completamente encadenados y, en
condiciones normales, podemos sobreponernos a una tendencia de carácter o a un
defecto y decidir la opción que más nos cuesta.
La libertad humana es una libertad situada, contextualizada y limitada. De ahí que sea
comprensible que, por un lado, haya un deseo de abrir espacios para ella en lo social y
lo político: libertad para elegir la profesión, de opinión, de expresión, etc.; como
también la conveniencia de proteger a las personas de los condicionantes que se
combinan con lo libre: la comprensión por los errores, los atenuantes jurídicos, las
diversas seguridades sociales, la importancia de la educación, etc.
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Esta forma espontánea de pensar no es novedosa, sino que se afilia a teorías éticas como
el emotivismo, sociologismo, que niegan la existencia de los principios universales y
que afirman que todo es cuestión de preferencias más o menos arbitrarias y pasajeras, y
que han influido poderosamente en la mentalidad occidental.
Para comprender las diferentes formas de razonar éticamente, así como aquellos puntos
de referencia a partir de los cuales es posible intentar una valoración de la interrelación
humana, desarrollaremos los diversos niveles del discurso ético. Empezaremos por
desarrollar cual es el Valor ético último o máximo al que siempre tendríamos que
defender en cualquier comportamiento ético; luego analizaremos cuales son los
Principios universalmente válidos que son capaces de canalizar ese valor, y por último
cuales son las normas éticas fundamentales que ligan la aspiración ética del ser humano,
y la realidad concreta de la acción humana que se dirige por juicios éticos concretos.
Para evitar ambigüedades y saber a lo que nos referimos cada vez que intentamos hacer
una argumentación ética:
• Valores éticos: Son las aspiraciones ideales que el ser humano busca con su
conducta moral. Todo sistema de pensamiento moral tiene un valor ético
supremo, máximo o último, que hace de regla para juzgar a los demás valores de
menor importancia. Por ejemplo: todo ser humano vale de forma absoluta.
• Normas éticas: Prescriben aquellos caminos o vías para que el valor y los
principios se concreten en una determinada situación: Ser informado verazmente
es condición para tomar decisiones libres.
En último término, valoramos a las personas como buenas o malas en un sentido muy
especial: porque entendemos que la bondad o maldad de sus actos se origina en ellas
mismas. Es cada persona la que libremente ha decidido hacer esto o aquello y es, por
tanto, quien puede responder de por qué lo ha hecho: es responsable de sus actos. Si el
bien o el mal dependieran de leyes mecánicas, como la caída de los graves o las cargas
eléctricas, no habría valoración moral en sentido propio. El valor moral, pues, va ligado
inseparablemente a la libertad en la acción. El mérito o la condena se merecen en la
medida en que lo que se ha realizado nace de uno mismo y no de circunstancias
impersonales.
Desde estos puntos básicos de partida, los valores éticos tomados en general, son
aquellas formas de ser o de comportarse que son asumidos por la conciencia racional del
hombre como ideales o metas necesarias en orden a su autorrealización. Es decir, al
buscar el fundamento radical que orienta ciertos modos de elegir y actuar encontramos
unos valores primeros que ya no son seguidos de otros: el bien, la autenticidad, el
placer, la libertad… pueden expresar el valor que dirige toda elección concreta: lo que,
en el fondo, se busca. Estos valores (axiomas) son las bases de las grandes escuelas
éticas y su estudio es la axiología.
El ser humano “persigue” los valores éticos en toda circunstancia porque considera que,
sin ellos, se frustraría como ser humano. Los valores son buscados en la praxis sin que
nadie los imponga: son fines que motivan, que atraen. Como los valores éticos son muy
diversos: No todos tienen la misma jerarquía y con frecuencia entran en conflicto entre
sí, hay que buscar formas eficaces de resolver esos dilemas. Así, por ejemplo, no tiene
la misma importancia el valor "conservar la vida" que el valor "tener placer".
Toda teoría ética tiene un valor ético supremo, máximo o último, que hace de referencia
ineludible y sirve para juzgar y relativizar a todos los demás valores, como si fuese un
patrón de medida. Más abajo mostraremos cómo las diversas teorías éticas se
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2º. Los principios morales. Dentro de las teorías éticas deontológicas, es decir,
aquellas que consideran que hay valores universalmente vinculantes para la conciencia
moral del ser humano, podemos hablar de “principios”. Otros planteamientos también
disponen de afirmaciones generales que orientan los juicios éticos más concretos y
pueden ser denominados como tales.
Un principio es una afirmación que guía, que sirve de criterio para juzgar en una
multitud de casos que son comprendidos en su amplitud. Los principios morales son,
pues, los criterios más generales para guiar la acción en su dimensión ética. Para las
teorías deontológicas los “principios” son imperativos éticos categóricos de carácter
general, racionalmente justificados como válidos para todo tiempo y espacio (es decir,
se consideran como universalmente válidos) que garantizan el cumplimiento del ideal
moral de máxima importancia.
Los principios son orientaciones o guías para que la razón humana pueda saber cómo se
puede llevar a la práctica el valor ético de máxima importancia. Todo sistema teórico
racional necesita guiarse por principios, aunque la fundamentación o aclaración de esos
principios escape a la argumentación de ese sistema. Este rasgo, presente en la
matemática o la física, también se hace presente en la ética. Por tanto, al decir que los
principios son conocidos por la razón, se comete una cierta imprecisión. Son principios
captados por la inteligencia: se entienden, se comprenden, pero no se deducen de otros
criterios éticos anteriores: razonamiento o demostración. Bastantes de las propuestas
que niegan validez racional a la ética, lo hacen por no resolver adecuadamente esta
paradoja.
Así, por ejemplo, afirmar que "toda persona debe ser respetada" es formular un
Principio que posibilita o garantiza que el valor supremo (dignidad de "Persona
humana") pueda ponerse en práctica; y a su vez hace de fundamento para la norma
categorial de "no matar" o de "no mentir". Cuando se asienta el principio de que "toda
persona es digna de respeto en su autonomía" se está diciendo que ese es un imperativo
ético para todo hombre en cualquier circunstancia, no porque lo imponga la autoridad,
sino porque la razón humana lo percibe como evidentemente válido en sí mismo.
Considerar que una persona pueda no ser considerada digna de respeto parecería que es
contradictorio con el valor libertad que se considera ineludible a la naturaleza humana.
Desde nuestro punto de vista, en cualquier tipo de relación interpersonal, consideramos
que los principios morales fundamentales son el de Autonomía, el de Beneficencia y el
de Equidad a los que luego expondremos con mayor detalle.
3º. Las normas morales básicas son aquellas prescripciones de carácter ético que
establecen qué acciones de una cierta clase deben o no deben hacerse para concretar en
la realidad los principios o los valores estimados como válidos. Vienen a ser lo que las
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Tanto las teorías deontológicas como las consecuencialistas coinciden en afirmar que
puede haber normas morales. Pero, mientras las teorías deontológicas tienden a
justificar las normas como instrumentos de los principios universalmente válidos, las
teorías consecuencialistas tienden a valorar las normas como relativas o “útiles” según
las circunstancias, tiempos o lugares.
4º. Los juicios éticos particulares son aquellas valoraciones concretas que hace un
individuo, grupo o sociedad cuando -razonando éticamente- compara lo que sucede en
la práctica concreta con su aspiración de que se alcancen aquellos valores, principios o
normas fundamentales que se consideran imperativos para la bondad del hombre. Tanto
la norma de veracidad, como el principio de respeto por la autonomía, son formales, es
decir, no permiten saber cuándo, en realidad, alguien está actuando culpablemente al
mentir o matar. En cambio se trata de un juicio valorativo particular aquel que emite la
razón del hombre cuando -teniendo en cuenta los datos que le proporcionan las ciencias
y su experiencia espontánea confrontada intersubjetivamente-, llega a juzgar que: "es
una mentira decirle a un desahuciado que se va a curar".
Todo razonamiento ético, sea o no consciente, culmina en afirmaciones que tienen -de
una u otra manera- al verbo ser como cópula de una frase con sujeto y predicado, tal
como lo hemos mostrado en los ejemplos anteriores. De hecho, todas las
reivindicaciones sociales políticas o religiosas surgen de un diagnóstico, -un juicio
concreto- de cómo un valor está siendo violado o menospreciado en la realidad. Si un
sindicato reivindica sus salarios es porque en última instancia está juzgando: "este
salario es indigno de lo que nos merecemos como personas que trabajan y tienen que
vivir". Hay situaciones, actos, relaciones que son realizadas o reales y que, sin embargo,
no deberían ser o no deberían realizarse.
Los juicios éticos son el punto final de todo razonamiento ético. Cada individuo al
tomar una decisión ética busca que el ideal moral pase a la práctica. Para eso, debe
ponderar las circunstancias, superar los impedimentos, -tanto teóricos como prácticos
para poder actuar en el sentido del valor ético buscado. Saber de ética no sólo implica
ser consciente de cual es el ideal moral a perseguir sino aprender a “ser prudente” es
decir, decidir en cada circunstancia acercándose lo más posible al ideal moral.
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Parece claro para ciencias como la Psicología que la conciencia moral existe, ya sólo
por el hecho de experimentar remordimientos o satisfacción después de realizar ciertas
acciones no es posible dudar de esta capacidad humana. Ahora bien, en lo que no hay
acuerdo es en su origen:
acciones pasadas como presentes o futuras. ¿He hecho bien? ¿Debo reaccionar así?
¿Debería hacer tal cosa o colaborar en tal proyecto?
No existe un solo modo de clasificar las escuelas éticas. En función de los criterios
dominantes se podrán encontrar clasificaciones diferentes. Se habla, por ejemplo, de
éticas formales y materiales, de éticas deontológicas y consecuencialistas, de éticas
individualistas y sociales… Un criterio para ordenarlas deriva de sus bases para la
determinación del bien moral, que puede definirse por:
Por ejemplo, si para el utilitarismo hay que ayudar a los necesitados porque eso aumenta
el bienestar general, y para la deontología hay que hacerlo porque es nuestro deber, para
la ética de virtudes, hay que ayudar a los necesitados porque hacerlo sería caritativo y
benevolente. Las diferentes teorías éticas pueden compartir elementos de los diferentes
criterios y, por tanto, no se excluyen entre sí. Así, por ejemplo, la ética de las virtudes
está orientada también por las consecuencias de las acciones, es teleológica, considera
que hay acciones valiosas por sí mismas, es deontológica, y aspira a proporcionar la
felicidad (eudaimonía) y, por tanto, está atenta a los deseos o intereses del agente.
Se suele distinguir entre éticas consecuencialistas: aquellas que atienden a los resultados
de las decisiones y acciones como criterio fundamental para valorarlas, como el
utilitarismo; y éticas deontológicas (deontos: deber) las que sostienen que ciertas
características de los actos humanos, que no son sus consecuencias, hacen correcta o
incorrecta una acción. En ese sentido, para la mayoría de los autores deontológicos, hay
actos que siempre son reprobables, como por ejemplo el mentir, el matar, el traicionar,
etc. Por ejemplo, la ética de Kant.
Hedonismo. Nace con Epicuro (341-281 a. C.), que fundó su escuela en Atenas: El
Jardín, donde no sólo se adquirían conocimientos teóricos sino que se ponía en práctica
las enseñanzas del maestro, se aprendía un modo de vida. En ella se admitían incluso
mujeres y esclavos. Según esta teoría el bien supremo, aquello que todos los seres
humanos perseguimos y que nos llevará a la felicidad, es el placer (hedone). Maximizar
el placer y minimizar el dolor es el objetivo prioritario de nuestra vida.
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Para poder hacer ese “cálculo”, Epicuro distingue tres tipos de deseos y nos da normas
para satisfacerlos y así maximizar el placer y minimizar el dolor:
• Naturales y necesarios: más que deseos son necesidades primarias y biológicas,
alimentarse, beber y dormir. Su satisfacción siempre hace feliz al hombre.
• Naturales y no necesarios: nacen del deseo de los seres humanos de variar y
obtener más placer de la vida. Por ejemplo satisfacer el apetito con una exquisita
paella y no con un trozo de pan, satisfacer la sed con un zumo y no con agua y
dormir en la más cómoda de las camas. Estos deseos debemos moderarlos.
• No naturales y no necesarios: el lujo, el poder, la riqueza, la fama, la gloria, el
prestigio y los honores. A estos deseos debemos renunciar pues no se sacian
nunca, cuanto más tenemos más queremos.
Por último Epicuro nos propone cuatro normes más que habremos de seguir si
queremos una vida placentera para poder eliminar el dolor espiritual. Se trata de
eliminar cuatro temores, prejuicios, tabúes o supersticiones, que además son
fomentados por las elites que nos gobiernan para so meternos:
• El miedo a los dioses: para eliminarlo basta pensar que no se cuidan de los
asuntos humanos, y desde luego, brujos, sacerdotes y demás son sólo buenos
psicólogos.
• El temor a la muerte: es absurdo temerla, pues mientras estamos vivos no nos
afecta y cuando nos afecta ya no estamos vivos. Tampoco debemos temer al
"más allá", pues tras la muerte no hay más vida.
• El temor al destino: Epicuro negó el determinismo, nada está escrito, sólo el
azar y la libertad existen. Cada hombre es dueño de su propio destino.
• El temor al dolor y la infelicidad: si seguimos las enseñanzas de Epicuro
respecto a la moderación y la renuncia a falsos placeres, si aprendemos a desear
lo que tenemos y a no desear lo que no tenemos, con seguiremos sentirnos bien
con nosotros mismos, íntimamente, disfrutando serenamente de los placeres que
la naturaleza nos ofrece, lejos de pasiones que perturben nuestro equilibrio.
Cinismo
Antístenes fue el fundador de la escuela de los Cínicos (del griego kinos, perro),
llamados así por su extravagante manera de vivir: austeros hasta la mendicidad,
"pasando" de usos, costumbres y convencionalismos sociales. El más famoso de ellos
(vivieron en el siglo IV y III a. C.) vivía en un tonel y satisfacía sus necesidades donde
le apetecía, fue Diógenes. Otro, Crates, abandonó familia y riquezas para ir por el
mundo mendigando, y entre sus filas aparece Hiparchía la primera mujer filósofa que
aparece en los libros.
Para los cínicos la meta del ser humano, el bien supremo, la felicidad, debe ser la
autarquía, es decir, la autosuficiencia, la total independencia externa e interna, el
bastarse a sí mismo. Se trata de buscar una moral plenamente emancipada y por ello,
necesariamente, antisocial, pues la sociedad no permite un individuo plenamente
independiente, antes al contrario, nos modela hasta convertirnos en lo que necesita que
seamos. La sociedad, por una parte, complica enormemente la satisfacción de las
necesidades más primarias por medio de infinidad de convenciones, reglas y usos, y por
otra, convierte al ser humano en esclavo de nuevas necesidades perfectamente
superfluas.
La norma moral que los cínicos nos dan para lograr la autarquía es esta: renunciar a lo
social, liberarnos de esas falsas necesidades, seguir los dictados de la naturaleza, llevar
una vida sencilla, frugal y adaptada como la de un animal. No debemos dejarnos guiar
por convenciones, usos y costumbres sociales o legales; son los primeros objetores e
insumisos de la historia y se acercan mucho a los "hippies" de los años sesenta.
Estoicismo
¡Domínate y aguanta!, este era el lema de la escuela, Stoa (pórtico) fundada en Atenas
por Zenón en el año 306 a. C. Sus ideas tuvieron un gran éxito siglos más tarde y entre
personalidades de las clases sociales más dispares: esclavos como Epíteto, filósofos
como el cordobés Séneca y emperadores romanos como Marco Aurelio.
Según los estoicos todo el universo y cuanto en él sucede, también, por supuesto, la vida
de cada uno de nosotras y nosotros, está regido y determinado por un Principio o Razón
Universal que todo controla y domina en una cadena de causas inexorable.
Nuestra vida, a veces ilógica o injusta, inconexa y sin sentido, responde, en realidad, a
una gigantesca armonía de correlaciones e interdependencias. Es más, ni siquiera tiene
sentido hablar del mal en el mundo (guerras, catástrofes naturales), pues nada de lo que
sucede es un mal, juzgarlo así es sólo producto de la estrechez de la visión humana, que
no ve más allá de lo inmediato.
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Por todo esto, el ser humano debe vivir de acuerdo con la Razón Universal, vivir en
armonía con el todo y aceptar lo que el destino nos depare aún cuando nos parezca
absurdo o doloroso. Por ello nuestro bien supremo, aquello en lo que se cifra la felicidad
es la imperturbabilidad (ataraxia): permanecer impasibles ante todo aquello que no
depende de nosotros, como el éxito, la salud, la muerte y los golpes de la fortuna. A
través del autocontrol, el autodominio, la eliminación de las pasiones (el dolor, el temor,
el deseo; comprender y aceptar lo que no podemos cambiar. La norma moral para
conseguir semejante objetivo es un férreo dominio de la voluntad, una disciplina casi
inhumana. La libertad consiste en que podemos elegir esa actitud interior con la que
vivimos lo que no podemos cambiar: Podemos adoptar una actitud interior de
aceptación a lo que ya es y no puede no ser a través del autodominio y la
imperturbabilidad. Salvo esa disposición interior, poco más puede el ser humano elegir.
Esa es la ventaja del sabio sobre el ignorante: saber que todo está determinado tiene un
rendimiento práctico, la imperturbabilidad que nos ahorra el sufrimiento.
Eudemonismo
Para averiguar qué más, Aristóteles nos recuerda que todos los seres del universo
poseen una esencia y una función propia y su excelencia consistirá en realizar de la
forma más perfecta posible esa esencia y esa función específica. Por ejemplo: un
cuchillo es un "buen cuchillo" si corta de maravilla, un ojo es un "buen ojo" si permite
una magnífica visión. etc.
Pues bien, el ser humano es feliz cuando desarrolla del modo más perfecto posible su
esencia y su función específica, es decir, cuando se autorrealiza como ser humano.
Desde luego, los seres humanos realizamos múltiples actividades, muchas, como
nutrición, la reproducción y el crecimiento, las compartimos con todos los seres vivos,
luego no son las más específicas; otras, como la capacidad de movernos o de sentir las
compartimos con los animales, luego tampoco son las que buscamos. La única actividad
humana que es propia y exclusiva de las personas es la capacidad de pensar y razonar.
Así que seremos buenos y felices si conseguimos que nuestra vida sea lo más racional
posible. Y el medio para conseguirlo es respetar dos tipos de normas a las que
Aristóteles llama virtudes: las virtudes éticas o morales y las virtudes dianoéticas o
intelectuales.
En primer lugar, debemos practicar en nuestra conducta cotidiana las virtudes Morales.
Éstas se definen cómo el hábito de mantener nuestras emociones, sentimientos y deseos
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en un término medio, siendo los extremos, tanto por exceso como por defecto, vicios.
Así que, en las decisiones que tomemos día a día, no debemos dejarnos llevar por
nuestros impulsos, deseos y emociones: ira, rabia, miedo, pasión, impaciencia, tristeza,
pena, alegría, vergüenza, aversión, aburrimiento, resentimiento, envidia, orgullo, gula,
avaricia, lujuria, pereza..., sino que nuestra guía debe ser siempre la razón, sólo serán
buenas las decisiones racionales, sólo ésas nos conducirán a la felicidad.
En segundo lugar debemos practicar las virtudes intelectuales, que son dos: prudencia y
sabiduría. La prudencia: Esta virtud nos permite saber dónde está nuestro término
medio, que es siempre algo personal. La sabiduría: Esta virtud nos induce a dedicarnos
a las tareas o trabajos más acordes con nuestra naturaleza racional, los de tipo
intelectual, como la investigación, el estudio, la gestión y la creación
Nos referimos a los autores que, a partir de Aristóteles y Tomás de Aquino, consideran
que la rectitud de las acciones es algo determinado por la misma naturaleza de las cosas,
no por las leyes positivas, costumbres o preferencias afectivas. La naturaleza de las
cosas puede ser descubierta por la razón y reflexión pero no es creada por la razón. El
ser humano tiene una naturaleza que comparte con el resto de los seres creados y una
naturaleza racional, cuya ley es la que debe seguir en sus actos. La razón es la fuente de
la moralidad porque es la que descubre a la ley natural que siempre tiende a un único
principio: "hay que hacer el bien y evitar el mal".
Con la reflexión sobre cuáles son nuestras inclinaciones naturales de tipo biológico,
personal y social, el hombre puede establecer un cuerpo de principios morales y reglas
que sean iguales para todos los tiempos, pueblos y lugares. Todos los hombres pueden
reconocer la ley natural, pero es natural también, reconocer que Dios haya querido
revelar de forma explícita a los hombres, cual es el fin de nuestros actos y la plenitud de
la sabiduría.
Tanto Aristóteles como Santo Tomás consideran que el ser humano tiene, además de
una "razón teórica", que es la que reconoce los principios y normas éticas que están de
acuerdo con la naturaleza de las cosas; una “razón práctica” que es la que aplica esos
principios a la realidad, teniendo en cuenta las circunstancias siempre variantes. Para
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La posición "iusnaturalista" sostiene que las acciones no se pueden legitimar por las
consecuencias. Para estos autores hay acciones que son inmorales en sí mismas, con
independencia de las posibles circunstancias y sean cuales fueren las consecuencias; así,
el falso testimonio, la traición a la lealtad, la muerte del inocente, etc.
Siguiendo el ejemplo anterior, la primera intención sería recta (defender la propia vida)
mientras que la intención de la muerte del otro no sería querida primariamente sino
derivada como un doble efecto ineludible del hecho de defenderme. El principio del
doble efecto lo que hace es justificar por qué la conciencia de ese individuo que ha
matado en legítima defensa, no es culpable de lo que ha llevado a cabo. Pero el hecho
de que los autores iusnaturalistas justifiquen que se proceda así, es porque en realidad
aceptan que la vida propia es comparativamente más importante "para mí" que la vida
de otro.
Emotivismo: Los autores más significativos de esta corriente son Hume, Ayer,
Stevenson. El presupuesto básico de esta teoría es que no existe ninguna referencia ética
que trascienda al propio individuo, el principal valor es el interés de cada uno. En esa
medida, la convivencia es algo que tenemos que “aceptar” puesto que "nos satisface"; o
debemos rechazar si "nos molesta". Pese a que la vida social implica ciertas limitaciones
"soportables", éstas deberían ser las mínimas necesarias para que cada individuo pueda
realizar su propia conducta moral privada.
Quien puso las bases para esta ética fue Hume (s. XVII), para quien la razón humana
tiene que ver -únicamente- con la verdad o la falsedad de "los hechos empíricos" y por
tanto sólo se ocupa de ver los medios eficaces para lograr los fines. La voluntad y los
afectos no pueden ni responder ni contradecir a la razón. Un afecto sólo puede ser
irracional en cuanto sea un medio inadecuado para obtener determinado fin, pero como
afecto en cuanto tal, no puede ser considerado racional o irracional. Con Hume queda
separada la razón de la moral. La razón está supeditada a los afectos que le ordenan
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hacer una cosa u otra, o buscar los medios adecuados para un fin previamente decidido
por la voluntad. De ahí que la moral sea una cuestión de emociones y las reglas morales
no puedan ser inferidas a partir de razonamientos. Cuando rechazamos un homicidio, no
decimos que sea malo porque haya sido contrario a los medios racionales adecuados
para llevar a cabo tal acto, sino porque tenemos un sentimiento de rechazo que nos dice
que “está mal”.
Siguiendo las proposiciones de Hume, a principios del siglo XX Ayer (Positivita lógico
en epistemología) piensa que las proposiciones éticas siempre son tautológicas: no
informan de nada. Ni son afirmaciones empíricas ni expresan propiedad alguna, natural
o no-natural. Simplemente son expresiones emotivas. Su emotivismo ético considera
que las proposiciones éticas no establecen nunca lo verdadero o lo falso, sino
simplemente "yo abomino esto" o "yo rechazo aquello", o "yo estimo esta manera de
comportarse". Para Ayer lo único que cabe en el lenguaje ético es el de expresar o
suscitar sentimientos o emociones que tienen fines prácticos. Para Ayer el hecho de que
los seres humanos discutan de moral no es más que una discusión de diferentes
preferencias prácticas. Cuando se comprueba que el otro parte de un orden diferente de
valores, lo único que queda es el intento de preferencia emocional –compartido en los
hechos, pero nunca en la razón.
De forma parecida, para Stevenson la afirmación "esto es bueno" no significa otra cosa
que decir "yo lo apruebo, apruébalo tú también". De ahí que las afirmaciones morales
no son más que formulaciones que unos hacen para convencer emocionalmente a otros,
es decir que el lenguaje moral trabaja con el instrumento de la sugestión. Las
manifestaciones morales son instrumentos de los que nos servimos para cambiar las
actitudes de los demás y para crear estados mentales en los oyentes. Para este autor la
formulación que deberíamos dar a las preguntas morales sería: ¿me siento mejor con
esta alternativa de conducta o con la otra?
Sin embargo Hare propugna que se trata de elegir principios que satisfagan los deseos
de todos. Por eso hay que saber aprovechar los principios morales del pasado, porque
muestran una experiencia acumulada de siglos; pero debemos cambiarlos si vemos que
ya no satisfacen los deseos del presente. Así, no hay principios universales sino deseos
individuales que pueden coincidir y permitir que la vida de los individuos se
desenvuelva a través de ciertas “premisas de valor” (o principios) que finalmente
satisfacen los deseos. Esas premisas de valor o esos “principios” que satisfacen deseos
son preferidos porque la razón ayuda a inclinar a la voluntad por uno u otro, según se
muestran convincentes.
Para Kant las consecuencias de una acción son irrelevantes para evaluar su moralidad.
Una acción es éticamente “buena” cuando está de acuerdo con el imperativo categórico:
"Actúa solamente según aquella máxima que puede ser convertida en ley universal". O
también formulado así: “Toma a todo ser humano siempre como fin y nunca como
medio”
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Según la segunda formulación que hizo Kant del imperativo categórico: "actúa siempre
de forma que los otros sean tratados como fines, nunca como medios" cada persona
tiene un valor en sí mismo por el hecho de ser racional, y por tanto posee una voluntad
autónoma autolegislante que es inalienable.
Para Kant la racionalidad confiere a cada uno un valor intrínseco. En ella reside la
fuente última de la moralidad. El imperativo categórico es un mandato que debe ser
seguido por todo ser humano racional. Sólo una cosa es buena: la buena voluntad. Pero
¿qué es una buena voluntad?: La voluntad que actúa sólo por el cumplimiento del deber
o sea, con máximas que cumplen el imperativo categórico.
Lo que determina el carácter moralmente bueno de un acto no es, pues, el motivo que
subyace a nuestras acciones, ni los resultados, ni nuestros sentimientos, sino la
universalidad de la norma aceptada por la razón. De esto se derivarían para Kant,
normas como las siguientes: Independientemente de las consecuencias, siempre está mal
mentir. Independientemente de las consecuencias siempre está mal robar. Kant distingue
el deber perfecto e imperfecto. Perfecto es el que siempre debemos hacer. Deber
Imperfecto, es aquel que sólo es tal en algunas ocasiones, como por ejemplo mostrar
amor y compasión. De ahí que hayan también, los derechos perfectos (que siempre
deban ser exigidos, por ser universales) y los imperfectos, que no son categóricos.
Entre los autores modernos que pueden ser considerados neokantianos podríamos situar
a Veatch, Engelhardt, Apel, Adela Cortina.
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1. En el caso de que haya conflictos de deberes entre dos normas universales igualmente
válidas no provee un medio práctico para resolverlos. Por ejemplo, ante el deber de
mantener la promesa que puede entrar en conflicto con el deber de ayudar a otro ser
humano, Kant no es capaz de resolver este dilema puesto que ambos deberes son
imperativos ineludibles e innegociables. Se dice que la moral kantiana es una moral
formal pero que no permite resolver los asuntos de la práctica en los que la lucha de
intereses es muy concreta.
3. Kant afirma que la persona considerada siempre como fin y nunca como medio, es un
ser racional y por tanto, autónomo, es decir se da a sí mismo sus principios morales.
Pero ¿qué pasa con el no racional, con el deficiente, con el que está en coma, con el
niño? ¿No merecerían ser considerados dignos de respeto en caso de haber perdido
irreversiblemente la autonomía?
De ahí el principio utilitarista por excelencia: una acción es buena cuando produce la
mayor felicidad para el mayor número de personas. En cada acción debemos calcular la
cantidad de utilidad o inutilidad que proporcionará. Pero como el hombre vive en
sociedad, el cálculo del interés debe hacerse en relación con la utilidad colectiva. El
principio básico de moralidad y justicia es que la felicidad de los individuos debe ser
compatible con la felicidad del conjunto, las leyes e instituciones sociales han de jugar
un papel básico en la promoción de los intereses públicos y en su conciliación con los
intereses privados.
El principio se centra en las consecuencias de los actos más que en las acciones mismas.
Ninguna acción está bien o mal en sí misma. Tampoco pueden juzgarse las acciones por
las intenciones o deseos del que las hace. Solo las consecuencias son decisivas: romper
una promesa, mentir, causar dolor, matar, pueden ser buenas en ciertas circunstancias y
malas en otras. Para el utilitarismo, en todos los dilemas morales se debe decidir a favor
de aquella alternativa que produzca el máximo beneficio al menor costo.
El utilitarismo es, tal vez, la escuela ética que mejor encaja con la mentalidad del
mundo occidental y con las coordenadas propias del liberalismo social y democrático.
Se trata de extender el llamado estado de bienestar conseguido gracias al desarrollo
científico y tecnológico. Sin embargo vemos que si bien se ha conseguido un avance
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Por lo tanto la extensión planetaria del principio utilitarista: la mayor felicidad posible
para el mayor número posible de personas, plantea algunos problemas. ¿Es posible un
crecimiento económico ilimitado y a la vez generalizado, extensible a la humanidad
entera? Si tenemos que seleccionar ¿quiénes serán las personas o grupos seleccionados?
¿a quiénes se puede excluir, provisionalmente, de la lista? ¿quién establece y cómo se
diseña una utilitarista "lista de espera"? ¿cómo conciliar el componente pragmático del
utilitarismo (su visión "realista" de la moralidad) con una concepción universalista que
reconozca y aplique a los seres humanos los mismos principios y derechos, con
independencia de su lugar de nacimiento o condición social?
2. Una segunda objeción es que el utilitarismo se queda sin forma de argumentar con
respecto a la eticidad de determinadas acciones humanas. Parecería que es una
evidencia universalmente aceptada que matar a un inocente es una conducta éticamente
reprobable. Pero si para un determinado individuo es de enorme utilidad matar a un
inocente del que la sociedad no podría esperar ya nada ventajoso, el utilitarismo no
tendría argumentos para considerar que ese determinado acto es ilícito, ya que la
sociedad ni se enterará nunca, ni se verá perjudicada.
3. Una tercera objeción es que el criterio del "mayor número" o "utilidad para la
mayoría" es arbitrario y ambiguo. ¿Cuándo empieza a ser "el mayor" número? ¿El 90 o
el 80 % de la población? ¿La mitad más 1 o los 2/3? Según el criterio utilitarista, una
ley que considerara que hubiese que matar a determinadas personas podría ser
considerada "justa" en la legislatura actual (si obtuviera la mayoría parlamentaria) pero
"injusta" en la legislatura siguiente, (si obtuviera la mayoría para derogarla). Para el
utilitarismo matar a esas personas tendría que ser juzgada únicamente en relación con la
aceptación de la mayoría que ejerce el poder de decidir en esa sociedad. No habría otro
criterio de discernimiento para los utilitaristas y el mismo acto podría ser bueno o malo
no según las consecuencias en sí mismas sino según el poder que tengan las mayorías
para calificarlas como válidas.
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4. Una cuarta objeción que está en estrecha relación con las anteriores es la formulada
por Rawls en el sentido de que el utilitarismo, al preocuparse por maximizar el bienestar
para el mayor número, convierte al individuo en un ser sin importancia, es decir lo
despersonaliza.
Federico Nietzsche (1844-1900), famoso, por haber sido el gran profeta de la "muerte
de Dios", así como de la revolución ética que tal muerte provocaría: desaparecen los
valores tradicionales de la cultura occidental y el hombre no tiene más remedio que
crear nuevos valores y ponerse a sí mismo en el lugar de Dios.
Nietzsche considera que desde siempre han existido dos tipos de personas, con dos
morales contrapuestas: Los nobles o señores con su moral se señores: son las personas
fuertes, superiores, distinguidas, poderosas, individuos que no aceptan sujetarse a
normas, que no aceptan ser masa y por ello viven en permanente lucha y peligro,
arriesgando su seguridad sin temor. Su moral es la moral del dominador, son personas
autónomas porque se dan a sí mismas sus propias normas de conducta, creando sus
propios valores. No buscan la aprobación de los demás sino solo de sí mismas. Se
encuentran felices consigo mismas y con lo que hacen. Sus valores son la plenitud, el
poder, la fuerza, la dureza, la disciplina, la confianza. Son capaces de luchar y descargar
toda su cólera, y por ello, jamás les envenena el resentimiento y el rencor contra la vida
y los hombres.
Frente a ello Nietzsche nos dice que ha llegado la hora de volver a colocar las cosas en
su lugar: sustituir lo pretendidamente bueno por lo que es realmente bueno. La
humildad por el orgullo, la piedad por la crueldad, la comodidad por el riesgo. Esto es
lo que se conoce como transmutación de los valores. El superhombre es el nuevo ser
humano que será capaz de llevar a cabo esa transmutación. No es el resultado de la
evolución biológica y, por tanto, no se corresponde con unas características raciales
concretas. Lo que lo define son unos determinados rasgos morales. Es el hombre que
niega y destruye los valores de la tradición occidental y los reemplaza por valores
humanos.
El superhombre rechaza la razón y escoge los sentidos, los instintos, la intuición y con
ellos capta el sentido de la vida. Se contenta con este mundo y no se pierde en la ilusión
de trasmundos. Conoce la Voluntad de poder y el Eterno Retorno. El superhombre
conoce la Voluntad de Poder porque comprende que la vida, el mundo y el hombre son
voluntad de ser más, de vivir más, de superarse, de demostrar una fuerza siempre
creciente, es voluntad de dominación de unos sobre otros, es voluntad de crear, de no
ser masa sino diferencia. Es voluntad de ilusión y creación. El superhombre conoce el
Eterno Retorno porque comprende que no hay más mundo que este y toda huida a otro
es una pérdida de la realidad: hay que permanecer fieles a él, aceptándolo. Y aceptarlo
significa decir sí a la vida y al mundo una y otra vez.
El rasgo que estas teorías éticas tienen en común es la centralidad que conceden a las
consecuencias que acrecienten la armonía o la utilidad social o que eliminen los
conflictos. En ese sentido consideran que es valor ético todo aquello que ayude a la
convivencia social mutuamente satisfactoria, la menos conflictiva o la que más acuerdo
social genere. Entre las teorías consecuencialistas más relevantes podemos señalar al:
En una línea parecida, Adela Cortina y su maestro Apel siguen la tradición kantiana,
pero desde una perspectiva bastante novedosa. Si bien la ética de Kant tiene el serio
inconveniente de quedarse sin contenidos concretos; posee, en cambio, la enorme
riqueza de establecer un criterio definido para encontrar la norma moral (o el valor):
aquella ley que pueda ser tomada como ley universal.
Apel busca, pues, una ética que tenga un criterio de universalidad y al mismo tiempo
que permita encontrar contenidos concretos aplicables a la interacción humana. Es en el
"hecho" de que los hombres interactúan entre sí a través de la argumentación, del
diálogo, de la discusión, donde estos autores se ubican para extraer los valores éticos
universalmente válidos. Es decir, parten de que la "práctica" comunicacional de la
discusión y argumentación de todos los hombres es el "factum" innegable y universal
apropiado para fundamentar los cimientos de la moral. Nadie puede desconocer que
todo hombre racional interactúa a través de la comunicación y de la discusión con los
demás. Quien quisiera negar ese hecho, ya está argumentando y "practicando" la
comunicación. Entendiéndolo así, la práctica humana de la comunicación es el punto de
partida en la que Apel y sus seguidores creen ver esa base firme para fundamentar una
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ética que sea al mismo tiempo formal (universalmente aceptada) y material (que permita
solucionar los problemas en la práctica).
2. es veraz, es decir hay una coincidencia entre lo que dice el hablante y el contenido de
su mente. Si no fuese así, estaríamos suponiendo que el hablante dice "incoherencias" o
expresa locuciones inconscientes o divagaciones subjetivas. Si supusiésemos esto, no
argumentaríamos sino solo escucharíamos pasivamente
3. es verdadero, es decir, se defiende algo porque se considera que ese "algo" se refiere
a lo "real", a algo que "existe" sea en la mente o en el mundo exterior. Si no fuese así no
argumentaríamos, nos limitaríamos a escuchar pasivamente la expresión subjetiva del
otro sin intentar buscar ninguna verdad común.
Dice Habermas: "Todo aquél que trate en serio de participar en una argumentación, no
tiene más remedio que aceptar implícitamente presupuestos pragmático-universales
que tienen un contenido normativo; el principio moral puede deducirse entonces del
contenido de estos presupuestos de la argumentación, con tal que se sepa qué es eso de
justificar una norma de acción"
El hecho de que haya dos interlocutores que intercambian ideas y discuten en torno a
cualquier verdad implica ciertos presupuestos:
Esto implica que todo ser dotado de competencia comunicativa es autónomo y por lo
tanto debe reconocérsele como persona legitimada para participar efectivamente, sin
que nada pueda justificar racionalmente el que sea excluida o limitada en su
participación.
La voluntad racional universal, es decir, lo que todos los afectados podrían querer, sigue
siendo el criterio ético fundamental que compruebe cuales son las normas
verdaderamente éticas; pero ya no es desde un razonamiento lógico individual sino
desde el diálogo real y el cálculo de las consecuencias sopesado en esa interacción
comunicativa. Como puede verse, en un mismo principio formal (universalmente
válido), está incluido el balance de las consecuencias, que se valoran a través del
diálogo deliberativo (acción comunicativa).
Podemos decir pues que el camino que plantean autores como Habermas, Apel y Adela
Cortina tiene dos partes:
2ª: Es en esa deliberación comunicativa -en la cual los interlocutores tienen igualdad de
derechos para intervenir en busca de la coincidencia sobre el mejor argumento de
verdad-, donde pueden encontrarse las consecuencias más "humanizantes" y
"éticamente óptimas" de forma que sean justas (tanto en la forma como en el
contenido).
De esta manera, se articulan una ética formal (los principios universalmente válidos) y
una ética responsable o de consecuencias "humanizadoras" (que responda a necesidades
y situaciones concretas). En ese sentido Adela Cortina hace una formulación del
imperativo categórico universalmente válido -al estilo de Kant- que incorpora lo formal
junto con las consecuencias. Y lo hace de la siguiente manera: "Cada norma válida
habrá de satisfacer la condición de que las consecuencias y efectos secundarios que se
seguirían de su acatamiento universal para la satisfacción de los intereses de cada uno
(previsiblemente) puedan resultar aceptados por todos los afectos (y preferidos a las
consecuencias de las posibles alternativas conocidas)"
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Lo que todos podrían querer es el criterio para establecer las normas morales, pero ya no
desde la razón individualista -como Kant- sino desde la interacción humana
argumentativa, o desde la argumentación real que incorpora las consecuencias para los
afectados en ese diálogo. Pero debe tenerse muy claro, que el "diálogo" no es lo mismo
que "negociación" en torno a intereses comunes, sino el procedimiento racional que
permite encontrar "el mejor argumento" posible, satisfactorio para todos los afectados.
Sin embargo debemos señalar que se han intentado dos caminos de fundamentación
alternativa de la ética, que son destacables entre los autores de la segunda mitad del
siglo XX. En el ámbito castellano debemos mencionar a Zubiri y en el ámbito
anglosajón a diversos autores (MacIntyre, Bellah, Sandel, Sullivan, Walzer, Taylor)
que, de una u otra manera, se sienten herederos de la tradición aristotélica y tomista.
Los personalismos de diverso tipo coinciden en afirmar que hay un valor ético supremo
que es la persona humana tomada como fin y nunca como medio; que, a su vez, sólo
puede realizarse como tal, en un proceso de humanización solidaria. La tradición ética y
jurídica de occidente -que se ha nutrido de manera sustancial con la ética aristotélica y
tomista- se basa en esta convicción fundamental de la dignidad de la persona humana.
En consecuencia, no sorprende que la "arquitectura" de la Declaración de Derechos
Humanos se estructure en torno a ese valor máximo de referencia; y no se entendería el
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