Carta A Diogneto

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CARTA A DIOGNETO

I. Refutación del politeísmo.

Una vez que te hayas purificado de todos los prejuicios que dominan tu mente y te hayas liberado
de tus hábitos mentales que te engañan, haciéndote como un hombre radicalmente nuevo puedes
comenzar a ser oyente de ésta que tú mismo confiesas ser una doctrina nueva. Mira, no sólo con tus
ojos, sino también con tu inteligencia cuál es la realidad y aun la apariencia de esos que vosotros
creéis y decís ser dioses. Uno es una piedra como las que pisamos; otro es un pedazo de bronce, no
mejor que el que se emplea en los cacharros de nuestro uso ordinario; otro es de madera, que a lo
mejor está ya podrida; otro es de plata, y necesita de un guardia para que no lo roben; otro es de
hierro y el orín lo corrompe; otro es de arcilla, en nada mejor que la que se emplea para los
utensilios más viles. No están todos ellos hechos de materia corruptible?... No fue el escultor el que
los hizo, o el herrero, o el platero o el alfarero?... No son todos ellos cosas sordas, ciegas,
inanimadas, insensibles, inmóviles? No se pudren todas? No se destruyen todas? Esto es lo que
vosotros llamáis dioses, y a ellos os esclavizáis, a ellos adoráis, para acabar siendo como ellos. Por
eso aborrecéis a los cristianos, porque no creen que eso sean dioses?... 1

II. Refutación del judaísmo.

Por qué los cristianos no practican la misma religión que los judíos? Los judíos, en cuanto se
abstienen de la idolatría y adoran a un solo Dios de todas las cosas al que tienen por Dueño
soberano, piensan rectamente. Pero se equivocan al querer tributarle un culto semejante al culto
idolátrico del que hemos hablado. Porque los griegos muestran ser insensatos al presentar sus
ofrendas a objetos insensibles y sordos; pero éstos hacen lo mismo, como si Dios tuviera necesidad
de ellas, lo cual más parece propio de locura que de verdadero culto religioso. Porque el que hizo
«el cielo y la tierra y todo lo que en ellos se contiene» (Sal 145, 6) y que nos dispensa todo lo que
nosotros necesitamos, no tiene necesidad absolutamente de nada, y es él quien proporciona las cosas
a los que se imaginan dárselas... No es necesario que yo te haya de informar acerca de sus
escrúpulos con respecto a los alimentos, su superstición en lo referente al sábado, su gloriarse en la
circuncisión y su simulación en materia de ayunos y novilunios: todo eso son cosas ridículas e
indignas de consideración. Cómo no hemos de tener por impío el que de las cosas que Dios ha
creado para los hombres se tomen algunas como bien creadas, mientras que se rechazan otras como
inútiles y superfluas? Cómo no es cosa irreligiosa calumniar a Dios, atribuyéndole que él nos
prohíbe que hagamos cosa buena alguna en sábado? No es digno de irrisión el gloriarse en la
mutilación de la carne como signo de elección, como si con esto ya hubieran de ser particularmente
amados de Dios?... Con esto pienso que habrás visto suficientemente cuánta razón tienen los
cristianos para apartarse de la general inanidad y error y de las muchas observaciones y el orgullo
de los judíos 2.

III. Los cristianos en el mundo.

En cuanto al misterio de la religión propia de los cristianos, no esperes que lo podrás comprender
de hombre alguno. Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su
lengua, ni por sus costumbres. En efecto, en lugar alguno establecen ciudades exclusivas suyas, ni
usan lengua alguna extraña, ni viven un género de vida singular. La doctrina que les es propia no ha
sido hallada gracias a la inteligencia y especulación de hombres curiosos, ni hacen profesión, como
algunos hacen, de seguir una determinada opinión humana, sino que habitando en las ciudades

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griegas o bárbaras, según a cada uno le cupo en suerte, y siguiendo los usos de cada región en lo
que se refiere al vestido y a la comida y a las demás cosas de la vida, se muestran viviendo un tenor
de vida admirable y, por confesión de todos, extraordinario. Habitan en sus propias patrias, pero
como extranjeros; participan en todo como los ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros;
toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña.

Se casan como todos y engendran hijos, pero no abandonan a los nacidos. Ponen mesa común, pero
no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la carne. Están sobre la tierra, pero su ciudadanía
es la del cielo. Se someten a las leyes establecidas, pero con su propia vida superan las leyes. Aman
a todos, y todos los persiguen. Se los desconoce, y con todo se los condena. Son llevados a la
muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos (/2Co/06/10). Les falta todo,
pero les sobra todo. Son deshonrados, pero se glorían en la misma deshonra. Son calumniados, y en
ello son justificados. «Se los insulta, y ellos bendicen» (1 Cor 4, 22). Se los injuria, y ellos dan
honor. Hacen el bien, y son castigados como malvados. Ante la pena de muerte, se alegran como si
se les diera la vida. Los judíos les declaran guerra como a extranjeros y los griegos les persiguen,
pero los mismos que les odian no pueden decir los motivos de su odio.

Para decirlo con brevedad, lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El
alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y los cristianos lo están por todas las
ciudades del mundo. El alma habita ciertamente en el cuerpo, pero no es del cuerpo, y los cristianos
habitan también en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está en la prisión del cuerpo
visible, y los cristianos son conocidos como hombres que viven en el mundo, pero su religión
permanece invisible. La carne aborrece y hace la guerra al alma, aun cuando ningún mal ha recibido
de ella, solo porque le impide entregarse a los placeres; y el mundo aborrece a los cristianos sin
haber recibido mal alguno de ellos, solo porque renuncian a los placeres. El alma ama a la carne y a
los miembros que la odian, y los cristianos aman también a los que les odian. El alma está
aprisionada en el cuerpo, pero es la que mantiene la cohesión del cuerpo; y los cristianos están
detenidos en el mundo como en un prisión, pero son los que mantienen la cohesión del mundo. El
alma inmortal habita en una tienda mortal, y los cristianos tienen su alojamiento en lo corruptible
mientras esperan la inmortalidad en los cielos. El alma se mejora con los malos tratos en comidas y
bebidas, y los cristianos, castigados de muerte todos los días, no hacen sino aumentar: tal es la
responsabilidad que Dios les ha señalado, de la que no seria licito para ellos desertar.

Porque, lo que ellos tienen por tradición no es invención humana: si se tratara de una teoría de
mortales, no valdría la pena una observancia tan exacta. No es la administración de misterios
humanos lo que se les ha confiado. Por el contrario, el que es verdaderamente omnipotente, creador
de todas las cosas y Dios invisible, él mismo hizo venir de los cielos su Verdad y su Palabra santa e
incomprensible, haciéndola morar entre los hombres y estableciéndola solidamente en sus
corazones. No envió a los hombres, como tal vez alguno pudiera imaginar, a un servidor suyo,
algún ángel o potestad de las que administran las cosas terrenas o alguno de los que tienen
encomendada la administración de los cielos, sino al mismo artífice y creador del universo, el que
hizo los cielos, aquel por quien encerró el mar en sus propios limites, aquel cuyo misterio guardan
fielmente todos los elementos, de quien el sol recibió la medida que ha de guardar en su diaria
carrera, a quien obedece la luna cuando le manda brillar en la noche, a quien obedecen las estrellas
que son el sequito de la luna en su carrera; aquel por quien todo fue ordenado, delimitado y
sometido: los cielos y lo que en ellos se contiene, la tierra y cuanto en la tierra existe, el mar y lo
que en el mar se encierra, el fuego. el aire, el abismo, lo que está en lo alto, lo que está en lo
profundo y lo que está en medio. A éste envió Dios a los hombres. Ahora bien, lo envió, como
alguno de los hombres podría pensar, para ejercer una tiranía y para infundir terror y espanto?
Ciertamente no, sino que lo envió con bondad y mansedumbre, como un rey que envía a su hijo rey,
como hombre lo envió a los hombres, como salvador, para persuadir, no para violentar, ya que no se
da en Dios la violencia. Lo envió para invitar, no para perseguir; para amar, no para juzgar. Ya

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llegará el día en que lo envíe para juzgar, y entonces quién será capaz de soportar su presencia?... 3.

IV. El designio salvador de Dios.

65 Dios, Señor y Creador del universo, que hizo todas las cosas y las distinguió según su orden, no
solo se mostró amador de los hombres, sino también magnánimo con ellos. En realidad siempre fue
tal, y lo sigue siendo, y lo será: benévolo, bueno, sin ira y veraz: solo él es bueno. Y habiendo
concebido un designio grande e inefable, lo comunicó solo con su Hijo. Pues bien, mientras su
voluntad llena de sabiduría se mantenía en secreto y se guardaba, parecía que no se cuidaba ni se
preocupaba de nosotros. Pero después que lo revelo por medio de su Hijo amado y manifestó lo que
tenia preparado desde el principio, nos lo dio todo de una vez, a saber, no solo tener parte en sus
beneficios, sino ver y comprender lo que ninguno de nosotros hubiera jamás esperado.

Así pues, teniéndolo todo preparado en sí mismo y con su Hijo, hasta el tiempo próximo pasado
nos permitió que nos dejáramos llevar a nuestro antojo por nuestros desordenados impulsos,
arrastrados por los placeres y concupiscencias. No es que tuviera en manera alguna complacencia
en nuestros pecados, pero los toleraba. Ni tampoco aprobaba entonces aquel tiempo de iniquidad,
sino que iba preparando el tiempo actual de justicia, para que, habiendo quedado en aquel tiempo
convictos par nuestras propias obras de que éramos indignos de la vida, ahora fuéramos hechos
dignos de ella por la bondad de Dios; y habiendo quedado bien patente que nosotros por nosotros
mismos no podíamos entrar en el reino de Dios, se nos conceda ahora la capacidad de entrar por el
poder del mismo Dios. Cuando nuestra iniquidad llegó a su colmo y se puso plenamente de
manifiesto que la paga que podíamos esperar era el castigo y la muerte, llego aquel momento que
Dios había dispuesto de antemano a partir del cual tenia que mostrarse su bondad y su poder. ?Oh
maravillosa benignidad y amor de Dios para con los hombres! No nos aborreció, no nos arrojó de sí,
no nos guardó rencor, sino que se mostró magnánimo, nos soportó, y compadecido de nosotros
cargó sobre sí nuestros pecados. ÉI mismo «entregó a su propio Hijo» (Rm 8, 32) como rescate por
nosotros: al santo por los pecadores, al inocente por los malvados, «al justo por los injustos» (1 Pe
3, 18), al incorruptible por los corruptibles, al inmortal por los mortales. Porque, qué otra cosa podía
cubrir nuestros pecados, fuera de su justicia? En quién podíamos nosotros, malvados e impíos, ser
justificados, sino solo en el Hijo de Dios? ?Oh dulce trueque! ?Oh obra insondable! ?Oh beneficios
inesperados! La iniquidad de muchos quedó sepultada en un solo justo, y la justicia de uno bastó
para justificar a muchos malvados.
De esta suerte, habiéndonos convencido Dios en el tiempo pasado de que por nuestra propia
naturaleza no éramos capaces de alcanzar la vida, y habiendo mostrado ahora al salvador que es
capaz de salvar lo imposible, quiso que a partir de estas dos cosas creyéramos en su bondad y le
tuviéramos como sustentador nuestro, padre, maestro, consejero, médico, inteligencia, luz, honor,
gloria, fuerza, vida, sin que anduviéramos preocupados de nuestro vestido o comida.

Si deseas llegar a alcanzar también tu esta fe, procura primero alcanzar el conocimiento del Padre.
Porque Dios amó a los hombres, por los cuales hizo el mundo, a quienes sometió todas las cosas de
la tierra, a quienes dio la razón y la inteligencia, los únicos a quienes concedió mirar hacia arriba
para que pudieran verle, a quienes modeló a su propia imagen, a quienes envió a su Hijo unigénito
(1 Jn 4, 9), a quienes prometió el reino de los cielos, que dará a los que le hubieren amado. No
tienes idea de la alegría que te llenará cuando llegues a alcanzar este conocimiento, o del amor que
puedes llegar a sentir para con aquel que primero te amó hasta tal extremo. Y cuando llegues a
amarle, te convertirás en imitador de su bondad. No te maravilles de que el hombre pueda llegar a
ser imitador de Dios: lo puede, si lo quiere Dios. Porque la felicidad no está en dominar
tiránicamente al prójimo, ni en querer estar siempre por encima de los más débiles, ni en la riqueza,
ni en la violencia para con los más necesitados: en esto no puede nadie imitar a Dios, porque todo
esto es ajeno de su grandeza. Más bien el que toma sobre sí la carga de su prójimo, el que en

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aquello en que es superior está dispuesto a hacer el bien a su inferior, el que suministra a los
necesitados lo que él mismo recibió de Dios, éste se convierte en Dios de los que reciben de su
mano, éste es imitador de Dios.

Entonces, aunque morando en la tierra, podrás contemplar como Dios es el Señor de los cielos;
entonces empezaras a hablar los misterios de Dios; entonces amarás y admiraras a los que reciben
castigo de muerte por no querer negar a Dios; entonces condenaras el engaño y el extravío del
mundo, cuando conocerás la verdadera vida del cielo, cuando llegarás a despreciar la que aquí se
tiene por muerte, cuando temerás la muerte verdadera, que está reservada para los condenados al
fuego eterno que ha de castigar hasta el fin a los que a él sean arrojados. Entonces, cuando hayas
llegado a tener conocimiento de aquel fuego, admirarás a los que por causa de la justicia soportan
este fuego temporal, y los tendrás por bienaventurados 4.

........................

1. Carta a Diogneto, cap. 2,

2, Ibid., cap. 3-4.

3. Ibid., cap. 5-7.

4. Ibid., cap. 8-10.

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DISCURSO A DIOGNETO

Se trata de un breve tratado apologético dirigido a un tal Diogneto que, al parecer, había preguntado
acerca de algunas cosas que le llamaban la atención sobre las creencias y modo de vida de los
cristianos: "Cuál es ese Dios en el que tanto confían; cuál es esa religión que les lleva a todos ellos a
desdeñar al mundo y a despreciar la muerte, sin que admitan, por una parte, los dioses de los
griegos, ni guarden, por otra, las supersticiones de los judíos; cuál es ese amor que se tienen unos a
otros, y por qué esta nueva raza o modo de vida apareció ahora y no antes» (Cap. 1).

El desconocido autor de este tratado, compuesto seguramente a finales del siglo II, va respondiendo
a estas cuestiones en un tono más de exhortación espiritual y de instrucción que de polémica o
argumentación. Literariamente es, sin duda, la obra más bella y mejor compuesta de la literatura
apologética: sus formulaciones acerca de la postura de los cristianos en el mundo o del sentido de la
salvación ofrecida por Cristo son de una justeza y una penetración admirables.

*****

Esta antigua obra es una exposición apologética de la vida de los primeros cristianos, dirigida a
cierto Diogneto — nombre puramente honorífico, según la opinión más difundida—y redactada en
Atenas, en el siglo II. Investigaciones recientes invitan a identificarla con la Apología de Cuadrato
al emperador Adriano, que durante siglos se creyó perdida. Desgraciadamente, el único manuscrito
que se conservaba de este antiguo texto fue destruido en el siglo pasado, durante la guerra franco-
prusiana, en el incendio de la biblioteca de Estrasburgo. Todas las ediciones y traducciones se basan
en ese único manuscrito, ya desaparecido.

La parte central de esta apología expone un aspecto fundamental de la vida de los primeros
cristianos: el deber de santificarse en medio del mundo, iluminando todas las cosas con la luz de
Cristo. Un mensaje siempre actual, que el Señor ha recordado a los hombres en estos tiempos
últimos con las enseñanzas del Concilio Vaticano II.

*****

Una de las Apologías más breves y mejor escritas que nos han llegado, el Discurso a Diogneto.
El autor dirige su obra a Diogneto, que puede ser un nombre propio pero también un título dado al
emperador («conocido de Zeus»), para responder a su interés por conocer la doctrina y la vida de
los cristianos. Comienza refutando la idolatría: las imágenes a las que se adora no son dioses, sino
objetos hechos por los hombres y que no pueden valerse por sí mismos; también los judíos están
equivocados, pues aunque adoran al Dios verdadero, lo hacen con ritos innecesarios y ridículos, a
los que conceden gran importancia.
Los cristianos en cambio, que viven en este mismo mundo sin huir de él, que usan el mismo vestido
y la misma lengua y viven en las mismas ciudades, están en el mundo como si no fueran de él; son
como el alma del mundo, aborrecidos por éste y sin embargo dándole vida.
Sus convicciones son tan firmes que no vacilan en dar la vida para no abandonarlas; pues no se han
inventado su doctrina, sino que la han recibido de Dios, que se ha manifestado últimamente,
enviando a su Hijo amado para que nos revelara lo que desde un principio tenía preparado para
nosotros; además, el Hijo de Dios nos ha librado de nuestra culpa sufriendo por nuestros pecados.
Exhorta después a Diogneto a conocer a Dios Padre y a amarle a Él y al prójimo para que, viviendo
en la tierra, pueda contemplar al Dios del cielo.
MOLINE

++++

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DISCURSO A DIOGNETO

Exordio:

Pues veo, Excelentísimo Diogneto, tu extraordinario interés por conocer la religión de los cristianos
y que muy puntual y cuidadosamente has preguntado sobre ella: primero, qué Dios es ése en que
confían y qué género de culto le tributan para que así desdeñen todos ellos el mundo y desprecien la
muerte, sin que, por una parte, crean en los dioses que los griegos tienen por tales y, por otra, no
observen tampoco la superstición de los judíos; y luego qué amor es ése que se tienen unos a otros;
y por qué, finalmente, apareció justamente ahora y no antes en el mundo esta nueva raza, o nuevo
género de vida; no puedo menos de alabarte por este empeño tuyo, a par que suplico a Dios, que es
quien nos concede lo mismo el hablar que el oír, que a mí me conceda hablar de manera que mi
discurso redunde en provecho tuyo, y a ti el oír de modo que no tenga por qué entristecerse el que te
dirigió su palabra.
(1; BAC 65, 845)

La vida corriente de los cristianos y sus ideales:

Los cristianos, en efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla ni
por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni
llevan un género de vida aparte de los demás. A la verdad, esta doctrina no ha sido por ellos
inventada gracias al talento y especulación de hombres curiosos, ni profesan, como otros hacen, una
enseñanza humana; sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno
le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada
país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable, y, por confesión de todos,
sorprendente. Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como
ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda
patria, tierra extraña. Se casan como todos: como todos engendran hijos, pero no exponen los que
les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan
el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen a las leyes establecidas; pero
con su vida sobrepasan las leyes. A todos aman y por todos son perseguidos. Se los desconoce y se
los condena. Se los mata y en ello se les da la vida. Son pobres y enriquecen a muchos. Carecen de
todo y abundan en todo. Son deshonrados y en las mismas deshonras son glorificados. Se los
maldice y se los declara justos. Los vituperan y ellos bendicen. Se los injuria y ellos dan honra.
Hacen bien y se los castiga como malhechores; castigados de muerte, se alegran como si se les diera
la vida. Por los judíos se los combate como a extranjeros; por los griegos son perseguidos y, sin
embargo, los mismos que los aborrecen no saben decir el motivo de su odio.
(5; BAC 65, 850-851)

La caridad

Si deseas alcanzar tú también esa fe, trata, ante todo, de adquirir conocimiento del Padre. Porque
Dios amó a los hombres, por los cuales hizo el mundo, a los que sometió cuanto hay en la tierra, a
los que concedió inteligencia y razón, a los solos que permitió mirar hacia arriba para contemplarle
a Él, los que plasmó de su propia imagen, a los que envió su Hijo Unigénito, a los que prometió su
reino en el cielo, que dará a los que le hubieren amado.
Ahora, conocido que hayas a Dios Padre, ¿de qué alegría piensas que serás colmado?, ¿o cómo
amarás a quien hasta tal extremo te amó antes a ti? Y en amándole que le ames, te convertirás en
imitador de su bondad. Y no te maravilles de que el hombre pueda venir a ser imitador de Dios.
Queriéndolo Dios, el hombre puede. Porque no está la felicidad en dominar tiránicamente sobre
nuestro prójimo, ni en querer estar por encima de los más débiles, ni en enriquecerse y violentar a

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los necesitados. No es ahí donde puede nadie imitar a Dios, sino que todo eso es ajeno a su
magnificencia. El que toma sobre sí la carga de su prójimo; el que está pronto a hacer bien a su
inferior en aquello justamente en que él es superior; el que, suministrando a los necesitados lo
mismo que él recibió de Dios, se convierte en Dios de los que reciben de su mano, ése es el
verdadero imitador de Dios.

Entonces, aun morando en la tierra, contemplarás a Dios cómo tiene su imperio en el cielo; entonces
empezarás a hablar de los misterios de Dios; entonces amarás y admirarás a los que son castigados
de muerte por no querer negar a Dios; entonces condenarás el engaño y extravío del mundo, cuando
conozcas la verdadera vida del cielo, cuando desprecies ésta que aquí parece muerte, cuando temas
la que es de verdad muerte, que está reservada para los condenados al fuego eterno, fuego que ha de
atormentar hasta el fin a los que fueren arrojados a él. Cuando este fuego conozcas, admirarás y
tendrás por bienhadados a los que, por amor de la justicia, soportan este otro fuego de un momento.
(10; BAC 65, 850-858)

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