Leer A La Orilla Del Cielo1
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EDICIÓN AL CUIDADO DE
Richard León
Eva Molina
Zenaida Peña
Mónica Piscitelli
Carlos Zambrano
P or los caminos del Universo viaja Uribí. Lleva siempre una cesta
tejida con hilos de oro y plata. Allí guarda las semillas de las pala-
bras. Viaja en una estrella fugaz por el espacio celeste, para entregar
su semilla a las niñas y a los niños que se preparan para nacer.
Los padres, hermanos, tíos, abuelos y amigos se la ayudan a cultivar con
voces, leyendas, juegos, cantos y cuentos. Las semillas de las palabras
germinan con los rayos del Sol, el viento, el agua, el calor de la tierra
y el amor de la gente. Así surgen las diferentes lenguas que hablan los
hombres, pero todas vienen de las semillas del canasto de Uribí.
A veces está tan ocupada entregando las semillas que no llega a tiempo,
y un niño y una niña nacen sin el regalo de Uribí. Entonces, les da-
mos con amor y paciencia de los frutos del lenguaje: señas, voces, di-
bujos, pantomimas y danzas para que puedan conversar y ser felices.
Así, la madrina de las palabras no estará triste.
Una noche, mientras Uribí dormía acurrucada en una estrella, un loro
le robó una semilla y la repartió entre sus amigos: un perico, una
cotorra y una guacamaya. Por eso ellos también hablan, pero sólo un
poquito, porque nada más le tocó un pedazo de semilla a cada uno.
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De cómo Panchito Mandefuá cenó con
el Niño Jesús
josé rafael pocaterra
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en las noches del enero frío y en los días de lluvia hasta cerca de la
madrugada, cuando los puestos de los tostaderos son como faros
bienhechores en el mar de la niebla, de frío y de hambre que rodea
por todas partes, en la soledad de las calles, al pobre hamponci-
llo caraqueño. Hasta cerca de medianoche, después de hacer por la
mañana la correría de San Jacinto y del Pasaje y el lance de doce a
una en las puertas de los hoteles, frente a los teatros o por el boule-
vard del Capitolio, gritaba chillón, desvergonzado, optimista:
—Aquí lo cargoo… ¡El tres mil seiscientos setenta y cuatro; el que no
falla nunca ni fallando, archipetaquiremandefuá…!
El día bueno, de tres billetes y décimos, Panchito se daba una hartada
de frutas; pero cuando sonaban las doce y sólo después de soportar
empellones, palabras soeces y agrios rechazos de hombres fornidos
que toman ron, contaba en la mugre del bolsillo catorce o dieciséis
centavos por pedacitos vendidos, Panchito metíase a socialista, le po-
nía letra escandalosa a la “maquinita” y aprovechaba el ruido de una
carreta o el estruendo de un auto para gritar obscenidades graciosísi-
mas contra los transeúntes o el carruaje del general Matos o de otro
cualquiera de esos potentados que invaden la calle con un automóvil
enorme entre un alarido de cornetas y una hediondez de gasolina…;
y terminaba desahogándose con un tremendo “mandefuá” donde el
muy granuja encerraba como él decía, las caraotas en aeroplano.
Quiso vender periódicos, pero no resultaba; los encargados le quitaron
la venta: le ponía el “mandefuá” a las más graves noticias de la gue-
rra, a las necrologías, a los pesares públicos:
—Mira, hijito —le dijeron— mejor es que no saques el periódico, tú
eres muy “mandefuá”.
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Tuvo, pues, Panchito su hermoso apellido Mandefuá, obra de él mis-
mo, cosa esta última que desdichadamente no todos son capaces
de obtener, y él llevaba aquel Mandefuá con tanto orgullo como
Felipe, Duque de Orleans, usaba el apelativo de igualdad en los
días un poco turbios de la Convención, cuando el exceso de apelli-
dos podía traer consecuencias desagradables.
Pero Panchito era menos ambicioso que el Duque y bastábale su “me-
dio real podrido” como gritaba desdeñosamente, tirando a los de-
más de la blusa o pellizcándoles los fondillos en las gazaperas del
Metropolitano.
—Una grada para muchacho, ¡bien “mandefuá”!
De sus placeres más refinados era el irse a la una del día, rasero con la
estrecha sombra de las fachadas, a situarse perfectamente bajo la
oreja de un transeúnte gordo, acompasado, pacífico; uno de esos
directores de ministerio que llevan muchos paqueticos, un aguaca-
te, y que bajan a almorzar en el sopor bovino del aperitivo: ¡El mil
setecientos cuarenta y siete “mandefuá”!
—¡Granuja atrevido!
Y Panchito, escapando por la próxima bocalle, impertérrito:
—¡Ese es el premiado, no se caliente, mayoral!
El título de mayoral lo empleaba ora en estilo epigramático, ora en
estilo elevado, ora como honrosa designación para los doctores y
generales del interior a quienes les metía su numeroso archipeta-
quiremandefuá.
Y con su vocablo favorito, que era panegírico, ironía, apelativo todo a un
tiempo, una lucha de frito y un centavo de cigarros de a puño com-
prado en los kioskos del mercado, Panchito iba a terminar la velada
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en el metro con “Los Misterios de Nueva York”, chillando como
un condenado cuando la banda apresaba a gamesson o advirtiéndole
a un descuidado personaje que por detrás le estaba apuntando un
apache con una pistola o que el leal perro del comandante Patouche
tenía el documento escondido en el collar. Indudablemente era una
autoridad en materia de cinematógrafo y tenía orgullo de expresarlo
entre sus compañeros, los otros granujas:
—Mire, vale, para que a mí me guste una película, tiene que ser muy
crema.
Panchito iba una tarde calle arriba pregonando un número “premiado”
como si lo estuviese viendo en la bolita… Detúvose en una rueda
de chicos después de haber tirado de la pata a un oso de dril que es-
taba en una tienda del pasaje y contemplando una vidriera donde se
exhibían aeroplanos, barcos, una caja de soldados, algunos diávo-
los, un automóvil y un velocípedo de “ir parado”… Y, de paso, rayó
con el dedo y se lo chupó, un cristal de La India a través del cual se
exhibían pirámides de bombones, pastelitos y unos higos abrillan-
tados como unas estrellas.
En medio del corro malvado, vio una muchachita sucia que lloraba
mientras contemplaba regada por la acera una bandeja de dulces; y
como moscas, cinco o seis granujas se habían lanzado a la provoca-
ción de los ponqués y de los fragmentos de quesillo llenos de polvo.
La niña lloraba desesperada, temiendo el castigo.
Panchito estaba de humor: cinco números enteros y seis décimas
¡ochenta y seis centavos!
En la sola tarde, después de haber comido y “chuchado”… poderoso, iría
al circo donde daban un estreno, comería hallacas y podría fumarse
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hasta una cajetilla. Todavía le quedaban dos bolívares con que irse
por ahí, del Matadero abajo para él sabía que… ¡Una chiquilla! y se-
guían los granujas mojando en el suelo y chupándose los dedos…
Llegó un agente. Todos corrieron, menos ellos dos.
—¿Qué fue lo que pasó?
—Que yo llevaba para la casa donde sirvo esta bandeja, que hay cena
allá esta noche y me tropecé y se me cayó y me van a echar látigo…
Todo esto rompiendo a sollozar.
Algunos transeúntes detenidos encogiéronse de hombros y continua-
ron.
—Sigan, pues —les ordenó el gendarme.
Panchito siguió detrás de la llorosa.
—Oye, ¿cómo te llamas tú?
La niña se detuvo a su vez secando el llanto.
—¿Yo? Margarita.
—¿Y ese dulce era de tu mamá?
—Yo no tengo mamá.
—¿Y papá?
—Tampoco.
—¿Con quién vives tú?
—Vivía con una tía que me “concertó” en la casa en la que estoy.
—¿Te pagan?
—¿Me pagan qué?
Panchito sonrió con ironía, con superioridad:
—Guá, tu trabajo: al que trabaja se le paga, ¿no lo sabías?
—Margarita entonces protestó vivamente:
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—Me dan la comida, la ropa y una de las niñas me enseña, pero es
muy brava.
—¿Qué te enseña?
—A leer… Yo sé leer, ¿tú no sabes?
Y Panchito. Embustero y grave:
—¡Puah! Como un clavo… Y sé vender billetes y gano para ir al cine y
comer frutas y fumar de caja.
Dicho y hecho, encendió un cigarrillo… Luego, sosegado:
—¿Y ahora qué dices allá?
—Diga lo que diga, me pegan… —repuso con tristeza, bajando la ca-
becita enmarañada.
Un rayo de luz en la no menos enmarañada cabeza del chico:
—¿Y cuánto fue lo que botaste?
—Seis y cuartillo, aquí está la lista —y le alargó un papelito sucio.
—¡Espérate, espérate! —Le quitó la bandeja y echó a correr.
Un cuarto de hora después volvió:
—Mira: eso era lo que se te cayó, ¿nojerdá?
—Feliz, sus ojillos brillaron y una sonrisa le iluminó la carita sucia.
—Sí… eso…
Fue a tomarla, pero él la detuvo:
—¡No! Yo tengo más fuerza, yo te la llevo.
—Es que es lejos, expuso, tímida.
—¡No importa!
Por el camino él le contó, también, que no tenía familia, que las me-
jores películas eran en las que trabajaba Gamesson y que podía co-
merse un gofio…
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—Yo tengo plata, ¿sabes? —y sacudió el bolsillo de su chaquetón tinti-
neante de centavos.
Y los dos granujas echaron a andar.
Los hociquillos llenos de boronas seguían charlando de todo.
Apenas sí se dieron cuenta de que llegaban.
—Aquí es, dame.
Y le entregó la bandeja.
Quedáronse viendo ambos a los ojos:
—¿Cómo te pago yo? —le preguntó con tristeza, tímida.
Panchito se puso colorado y balbuceó:
—Si me das un beso.
—¡No, no! ¡Es malo!
—¿Por qué?
—Guá, porque sí…
Pero no era Panchito Mandefuá a quien se convencía con razones
como ésta; y la sujetó por los hombros y le pegó un par de besos lle-
nos de gofio y de travesura.
—Grito… que grito.
Estaba como una amapola y por poco tira otra vez la dichosa dulcera.
—Ya está, pues, ya está.
De repente se abrió el anteportón. Un rostro de garduña, de solterona
fea y vieja apareció:
—¡Muy bonito, el par de vagabundos estos! —gritó. El chico echó a
correr. Le pareció escuchar a la vieja mientras metía dentro a la chi-
ca de un empellón.
—Pero, Dios mío, ¡qué criaturas tan corrompidas éstas desde que no
tienen edad! ¡Qué horror!
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Era un botarate. No le quedaban sino veintiséis centavos.
Día de Noche Buena… Quién lo mandaba a estar protegiendo a na-
die…
Y sentía en su desconsuelo de chiquillo una especie de loca alegría in-
terior… No olvidaba en medio de su desastre financiero, los dos
ojos, mansos y tristes de Margarita. ¡Quée diablos! El día de gastar
se gasta “archipetaquiremandefuá”…
A las once salió del circo. Iba pensando en el menú: hallacas de “a me-
dio”, un guarapo, café con leche, tostadas de chicharrón y dos “pa-
vos rellenos” de postre. ¡Su cena famosa!
Cuando cruzaba hacia San Pablo, un cornetazo brusco, un soplo po-
deroso, y de Panchito Mandefuá apenas quedó contra la acera de
la calzada, entre los rieles del eléctrico, un harapo sangriento, un
cuerpecito destrozado, cubierto con un paltó de hombre, arrollado,
desgarrado, lleno de tierra y de sangre…
—¿Qué es? ¿Qué sucede allí?
—¡Nada hombre! Que un auto mató a un muchacho “de la calle”…
—¿Quién?… ¿Cómo se llama?…
—¡No se sabe! Un muchacho billetero, un granuja de esos que están
bailándole a uno delante de los parafangos…—informó, indigna-
do, el dueño del auto que guiaba un “trueno”.
Y así fue a cenar en el cielo, invitado por el Niño Jesús esa Noche
Buena, Panchito Mandefuá.
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Aventura de Tío Tigre y Tío Conejo
ada pérez guevara
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no tenían goznes por ser también de moriche, desde lejos se veía la
soledad en que estaba. Curioseando, Tío Conejo se acercó al patio,
y ¡oh sorpresa! Vio detrás de la casa, en una olla de peltre azul que
hacía de tiesto, la más hermosa y verde mata de lechuga que en su
vida había soñado. Estaba, es cierto, metida casualmente con olla y
todo, en un charco de fango. Además, por las huellas del camino, y
por lo barridito que estaba el rancho, Tío Conejo comprendió que
los que allí vivían acababan de irse. ¿Y si volvían a buscar la hermo-
sa mata de lechuga?
De sólo pensarlo, Tío Conejo se horrorizó. Debía comérsela en se-
guida, para aprovecharla. Años hacía que no encontraba manjar de
esa calidad y en circunstancias tan oportunas. Por consiguiente, in-
mediatamente comenzó a comer, a comer, a comer sin descanso,
con los ojillos brillantes entrecerrados, y el corazón latiendo fuerte,
de alegría. Comió, comió y volvió a comer lechuga, hasta que sólo
quedó un tronquito de la mata a ras de tierra, sólo entonces sintió
Tío Conejo un pequeño remordimiento. Se había comido toda la
lechuga, sin acordarse de llevarle un poquito siquiera a Tía Coneja
y a los conejitos. No pensó Tío Conejo que la lechuga quizás no le
pertenecía porque estaba habituado, en la vida campesina, a que
cada quien comía lo que encontraba, sencillamente, y así lo hacían,
desde la hormiguita llamada de muerto, que es la más chiquita,
hasta Tío Tigre. No pudo seguir pensando Tío Conejo porque sin-
tió un ruido raro y se fue saltando y a escape, por entre los pajo-
nales secos. Había mucho sol, sintió una especie de modorra, y se
acomodó cerca de una loma, entre unas matas de anchas hojas algo
marchitas entonces, que tenían blancas flores simples en forma de
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cornetín. Casi al momento, se quedó dormido. La lechuga le tran-
quilizó tanto los nervios que empezó a roncar.
El ruido raro que había hecho huir a Tío Conejo no era cosa de broma.
Un rato después llega Tío Tigre, a la base de la pequeña loma y es-
tira el cuello para dominar mejor la llanura que lo rodea. ¡Pobre Tío
Tigre! Como el sol estaba caliente, se apreciaba mejor su flacura.
Era puro hueso. Habían sacado todo el ganado a otros sitios, en la
última vaquería, porque el verano se anunciaba muy bravo. Desde
entonces Tío Tigre casi no comía y si no hubiera sido por un brillo
raro que tenía en los ojos, y una inquietud que lo hacía andar todo
el día se hubiera creído que era un gato gigante en busca de amparo,
tal era su aspecto; nada orgulloso. Empezó Tío Tigre a ver alrede-
dor, y casi creyó que estaba alucinado por el hambre y el sol.
A pocos pasos, estaba Tío Conejo, con los ojos cerrados y el vientre
redondo como una bola, roncando en paz. A sus anchas lo con-
templó Tío Tigre, primero con algo de desconfianza, creyendo que
Tío Conejo simulaba el sueño; luego con mucho apetito, y al fin
con ideas de comérselo allí mismo, dormido. Empezó Tío Tigre a
bajar la loma, y estiraba su zarpa de uñas fuertes para agarrar a Tío
Conejo cuando éste abrió un ojo, y vio dos cosas raras: una flor de
ñongué, que le tropezaba casi las orejas, y la sombra de Tío Tigre
sobre él. No tuvo tiempo de correr; ya Tío Tigre lo tenía apretado
en sus garras, y lo veía de cerca con ojos febriles y feroces.
—¡Al fin! ¡Al fin te voy a comer, y hoy que tengo tanta hambre! —ru-
gió Tío Tigre.
Tío Conejo se demudó; Tío Tigre lo apretaba demasiado fuerte y tenía
los ojos extraviados, raros.
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—Ay, Tío Tigre ¡No puedo abrir los ojos! Estoy envenenado, sí, enve-
nenado… tengo sueño, un sueño terrible porque, con el hambre que
sentía, me puse a comer ñongué… Ñongué, usted sabe, adormide-
ra, como le dicen los doctores. No puedo ya moverme, Tío Tigre.
Hágame un bien, dígale a Tía Coneja que no se aflija por mi muer-
te, y que se vaya cuanto antes de aquí.
—¿Envenenado? Envenenado y todo, te comeré, Tío Conejo. A mí no
me matan esas hojitas. El hambre sí.
—Tío Tigre, usted no sabe…. Esto es un veneno mortal… déjeme
morir en paz… que si por casualidad me salvo, en agradecimiento
le enseñaré el bebedero de los venados más gordos de por aquí… yo
sé dónde es… esta misma noche los venados bajan.
Tío Tigre, rápido para el zarpazo, era lento para pensar. Al fin decidió:
—Bueno, te voy a conservar, vigilado, hasta ahora. Si te salvas, dame
tu palabra de que esta noche a las doce, nos encontraremos aquí
mismo.
—Mi palabra, Tío Tigre. Mi palabra.
Se fue Tío Tigre al fin, pero acomodó antes a Tío Conejo con una deli-
cadeza rara en él, al alero del rancho, lejos de los mortales ñongué.
Irse Tío Tigre y dispararse Tío Conejo camino abajo, fue todo uno.
Corrió hasta llegar al bebedero de los venados. Estudió el sitio, se-
ñaló una entrada del lado opuesto de la loma, y con ayuda de otros
muchos animalitos amigos, hizo un buen hoyo, ancho y hondo,
donde podría caber bien cualquier tigre. El animal que más lo ayu-
dó fue la comadre vaca, que aunque vieja y de cachos torcidos, pres-
tó su cola para tirar de un grueso tronco medio podrido que dejó un
hoyo fácil de ahondar.
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Ya al anochecer, Tío Conejo armó una troja liviana con ramazones y
pajas, que disimulaba perfectamente el hoyo. Era una trampa ma-
ravillosa, a la entrada del camino de la loma. Cerca de las doce de
la noche empezaron a bajar los venados. Ya había salido la Luna,
enorme y amarilla, alumbrando el llano con su luz de embrujo; que
se reflejaba en las ancas de los venados, de carameras livianas indi-
cadoras de su juventud. Tío Conejo, desde la sombra del rancho,
esperaba. Tío Tigre llegó, con ágiles saltos, y siseo en la loma. Tío
Conejo se presentó puntual:
—Por aquí, Tío Tigre. Fíjese: ¿Ve los venados? Están gordos y son
tiernitos. Ya van bajando. Mire cómo huelen, cómo ven, recelosos.
Vayamos en silencio, Tío Tigre. Hasta una trampa armé por si adi-
vinan que usted viene. Vamos Tío Tigre. Tenemos que entrar por
el camino de la loma; si no, pueden vernos.
Tío Tigre, encantado, empezó a adelantar pausadamente. Al lado iba
Tío Conejo, sin hablar palabra. Como Tío Tigre tenía los pasos
muy grandes, Tío Conejo se fue quedando atrás. Ya terminaba el
camino de la loma cuando Tío Tigre veía, mucho más cerca, las an-
cas brillantes de los venados, inclinados en el bebedero. Adelantó
todo el cuerpo, se afincó en las ancas traseras, y ¡paf! Cruge la troja
de la trampa y Tío Tigre cae, de platanazo, en el hoyo, y la hojaras-
ca le tapa la cabeza, el lomo.
Ruge furioso mientras los venados se escapan y Tío Conejo, sin perder
tiempo, va a llamar a Tía Coneja y a los conejitos para irse a tempe-
rar lejos, por unos días.
Dejaron de oír los rugidos de Tío Tigre, ya a la sombra de la madrugada,
cuando la Luna se había escondido, mientras caminaban llano afuera.
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Manzanita1
julio garmendia
1 Mª Beatriz Medina, del Banco del Libro, plantea en su artículo del portal venezolano de Internet que la mo-
dernidad irrumpe con Manzanita (1951) de Julio Garmendia, un clásico de la literatura infantil venezolana.
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La Manzanita se sintió avergonzada y empezó a ponerse coloradita
por un lado, cosa que rara vez le sucedía.
Y las manzanas del norte iban saliendo de sus cajas, donde estaban ro-
deadas de fina paja, recostadas sobre aserrín, coquetonamente en-
vueltas en el más suave papel de seda. Habían sido traídas en avión
desde muy lejos, y todavía parecían un poco aturdidas del viaje, lo
que las hacía aún más apetitosas y encantadoras.
—A mí me traen en sacos, en burro, y después me echan en un rincón
del suelo pelado… —cavilaba Manzanita, con lágrimas en los ojos,
rumiando su amargura.
Estaba cada vez más preocupada. Aunque a nadie había dicho palabra
de sus tribulaciones, las otras frutas, sus vecinas, veían claramente lo
que le pasaba; pero tampoco decían nada, por discreción. Hablaban
del calor que hacía; de la lluvia y el sol; de los pájaros, de los insec-
tos y la tierra; o bien cambiaban reflexiones acerca de las gentes que
entraban o salían de la frutería, en tanto que la pobre Manzanita se
mordía los labios y se tragaba sus lágrimas en silencio.
Ya las norteñas se acababan, se agotaban; ya el frutero traía nuevas ca-
jas repletas, con mil remilgos y cuidados, como si fueran tesoros
que se echaba sobre los hombros.
La Manzanita no pudo aguantar más.
—Señor Coco… —llamó en voz baja, dirigiéndose a uno de sus más
próximos vecinos, un señor Coco de la costa, que estaba allí en-
vuelto en su verde corteza.
—Usted que es tan duro, señor Coco —repitió Manzanita con voz
entrecortada y llorosa—; que a nadie le teme; que se cae desde lo
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alto de los brazos de su mamá, y en vez de ponerse a llorar son las
piedras las que lloran si usted les cae encima…
Esto ofendió un tanto al señor Coco, el cual creyó necesario hacer una
aclaratoria, poniendo las cosas en su puesto.
—Es cierto que soy duro —explicó—, pero eso no quiere decir que no
tenga corazón. Es mi exterior, que es así. Por dentro soy blando,
tierno y suave, como una capita de algodón.
—Es lo que yo digo, señor don Coco —se apresuró a conceder la
Manzanita—. Yo sé que su agua es saladita como las lágrimas, y
que eso viene de su gran corazón que usted tiene.
—Así es —asintió el buen coco satisfecho—. ¿Y qué quería usted de-
cirme, amiga Manzanita? ¡Estoy para servirla!
—Ya usted se habrá fijado —dijo la Manzanita, conteniendo a duras pe-
nas sus sollozos— en lo que está pasando aquí en la frutería. Ésas del
norte, ¡esas intrusas!, ocupan la atención de todo el mundo, y todos
las encuentran muy de su gusto, señor Coco, ¡señor Coooooooco!…
—y la pobre Manzanita rompió a llorar a lágrima viva.
El Coco no hallaba qué hacer ni qué decirle a Manzanita.
Viendo esto otra vecina, se acercó pausadamente para tratar de conso-
larla.
—¡Ay, señora Lechosa 2! —gimió Manzanita echándole los brazos al
cuello— ¡Qué desgracia la mía!
—¡Cálmate, Manzanita, cálmate! —le decía maternalmente la Lechosa
(que era una señora Lechosa bastante madura y corpulenta).
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Volviéndose hacia otro de los vecinos, con los ojos húmedos —tan
blanda así era— preguntó la Lechosa:
—¿Qué me dice usted de eso, señor Aguacate? ¿No comparte el dolor
de Manzanita? ¡Usted, que parece una lágrima a punto de caer!
—¡Ay, cómo no, señora Lechosa! —se apresuró a decir el Aguacate
rodando ladeado hasta los pies de Manzanita.
—Mi piel puede ser dura y seca, pero por dentro me derrito como
mantequilla.
En esto se desprendió un Cambur3 de uno de los racimos que colgaban
del techo, y fue a caerle encima a la Guanábana. Pero la Guanábana
no se irritó ni protestó, ni siquiera pareció darse cuenta de lo sucedi-
do; está tan buena ella, que hasta las mismas espinas que la protegen
por fuera, son tiernas a tal punto que un bebé puede aplastarlas con la
yema de su dedito. Pero la Naranja también había acudido a consolar
a Manzanita, y se puso amarilla de rabia; amarilla como un limón.
—Esos Cambures… —dijo desdeñosamente—. Siempre cayéndole a
una encima.
—¿Qué se habría creído la Naranja? —refunfuñó el Cambur—. Nada
más que porque es redonda y amarilla, ya se cree el Sol.
La Naranja se puso aún más encendida como fuego.
—Nosotros somos tan amarillos como ustedes —le gritó un contrahe-
cho Topocho pintón.
—Yo también soy amarillita —murmuró la Pomarrosa dentro de su
cesta.
3 Planta de la familia de las Musáceas, parecida al plátano, pero con la hoja más ovalada y el fruto más redondeado,
e igualmente comestible.
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—Sí, amarilla —rieron los Nísperos—, pero hueles demasiado, te
echaste encima todo el perfume.
—No le hagas caso, Pomarrosa —le dijo al oído la Parcha— 4. Eso pa-
recen, papas; están envidiosos de tu color y porque no huelen tanto
como tú.
La Parcha Granadina, la señora Badea, había llorado también y tenía
la redonda cara más lisa y lustrosa que de costumbre.
—Oiga, señora Parcha —le dijeron los Mamones—, ¿por qué no le
pide prestada su pelusilla al Durazno, y se la unta en la cara para
que no sea vea tan lustrosa?
—Pues a mí —dijo de repente, cuando menos se esperaba, un grueso
señor Mamey—, a mí no me importa lo que le pase a Manzanita.
Al fin y al cabo esas son cosas de ella, un pleito de familia entre
Manzanas. No hay que ocuparse más de esa llorona. ¡Mocosa!
Esas palabras del Mamey causaron un momentáneo desconcierto.
Miráronse las frutas unas a otras, con aire perplejo. Fue el eminen-
te señor Coco quien, reponiéndose primero de la sorpresa, tomó al
fin la palabra:
—No, amigo Mamey —dijo sosegadamente el Coco—; yo creo que
sí tenemos que ayudarla. Oiga usted, amigo —añadió bajando sig-
nificativamente la voz y echando una rápida ojeada alrededor—,
no sabemos lo que puede suceder mañana; ¿qué sé yo?, ¿qué sabe
4 Se conoce en algunas partes de América a diversas plantas de la familia de las Pasifloráceas. || ~ granadilla. f. Planta
de la familia de las Pasifloráceas, propia de América tropical, con tallos sarmentosos y trepadores, de 18 a 20 m de
longitud, cuadrangulares y ramosos, hojas gruesas, acorazonadas, puntiagudas, lisas y enteras, flores muy grandes,
olorosas, encarnadas por dentro, con los filamentos externos manchados de blanco, púrpura y violeta, y fruto ovoide,
amarillento, liso, del tamaño de un melón y con pulpa sabrosa y agridulce. || ~ granadina. f. Ven. parcha granadilla.
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usted? Un día de estos pueden comenzar a llegar también Cocos del
Norte, Lechosas del Norte, Aguacates del Norte, Guanábanas del
Norte, Mamones5, Mangos, Tunas, Guayabas, Nísperos, Parchas,
¡Mameyes del Norte! Sí, señor, óigalo bien, señor Mamey: ¡Mameyes
del Norte! ¿Y qué será entonces de nosotros? ¿De usted y de mí? ¿Y de
nosotros todos?… ¡Nos quedaremos chiquiticos, frunciditos, encogi-
ditos y apartaditos, como le pasa hoy a Manzanita.
El rechoncho Mamey no palideció por esto; para sus adentros se puso
aún más amarillo, aunque siguió siendo marrón por fuera. Las ideas
expuestas por el Coco, a las claras denotaban su elevación nada co-
mún. En los cocales, en efecto, se mueve él a grande altura sobre
el nivel del suelo; por esto se supone —o supone él— que ya desde
muy lejos ve venir los acontecimientos, los peligros, y es por eso el
más llamado a hablar en nombre de las frutas tropicales.
Pero esta elevada posición del coco, sin embargo, también suscita envi-
dias y resentimientos… El ventrudo Tomate, por ejemplo, se puso
rojo como un… ¡Tomate!
—Yo no les tengo miedo a los tomates del norte —dijo, inflamado y
brillante—. ¿Qué me dicen con eso? Ellos no pueden ser más colora-
dos que yo. Además, yo no puedo ponerme contra las manzanas del
norte, porque nosotros, los de la familia Tomate, tenemos un cierto
parentesco con ellas. Mi abuelita me contaba que en algunos países
nos llaman a nosotros manzanas de oro; de modo, pues, que…
5 Árbol de la América intertropical, de la familia de las Sapindáceas, corpulento, de copa tupida, con hojas al-
ternas, compuestas, hojuelas pequeñas, lisas y casi redondas, flores en racimo, y fruto en drupa, cuya pulpa es
acídula y comestible, como también la almendra del hueso.
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—También yo —dijo uno de los Cambures, cortándole la palabra al
Tomate—, también yo tengo cierto grado de parentesco con esas
extranjeras, por el lado materno, como bien puede verse por mi se-
gundo apellido, pues, como saben, soy el Cambur Manzano.
Unos muchachos que venían de la escuela entraron ruidosamen-
te en la frutería y empezaron a comprar manzanas —¡Manzanas
del Norte, por supuesto!—; las acariciaban, las sopesaban, las
olían, hasta les daban algún beso o mordisco allí mismo, ante los
ojos de Manzanita, como si dijéramos en sus propias barbas. La
Manzanita, que se había quedado distraída y pensativa oyendo lo
que decían las frutas, como si todo se hubiera arreglado con sólo
palabras, volvió a gimotear perdidamente, acordándose otra vez de
sus pesares. Entonces se le acercó la Piña y se puso a acariciarla y a
mimarla. Pero cada vez que doña Piña le hacía un mimo en la meji-
lla, Manzanita se escurría un poco hacia atrás diciendo:
—¡Ay, señora Piña! ¡Ay, Ay!
Pero la Piña no pensaba que esto pudiera ser a causa de las escamas y
las sierritas punzantes que la adornan por todos lados, sino que era
a causa de la pena que seguía afligiendo a Manzanita, y que a cada
instante se le hacía más viva y aguda; y continuaba acariciándola y
mimándola. Mientras más ayes lanzaba la pobre Manzanita, más
y mejor la acariciaba y estrechaba entre sus brazos la buena señora
Piña, haciéndola gritar más todavía.
Hasta que unas dulces Parchitas se apiadaron de ella y empezaron a
decir, para distraer la atención de la piña:
—Señora Piña… señora Piña… Oiga lo que dicen los Mangos.
—Pues, ¿qué dicen? —interrogó la Piña, volviéndose…
35
—Que usted es agria…
Esto reavivó inesperadamente el dolor de Manzanita.
—¡Agria la Piña! ¡Ay! —exclamó fuera de sí—. Pues ¿qué no dirían
de mí? Y más ahora que han venido ésas, y que todos andan con la
boca abierta de lo buenas y sazonadas que son.
—No, nosotros no hemos dicho nada de usted, misia Piña —expli-
caban los Mangos—. Nosotros somos frutas que venimos de gran
árbol, y no nos ocupamos de frutas que viven pegadas al suelo.
—¡De gran árbol! —rió la Piña con sarcasmo—. Pero no estamos ha-
blando de eso, sino de gusto y sabor. ¿Y quién más dulce que yo
cuando quiero serlo? Y no olviden ustedes ¡Pegajosos! —añadió le-
vantando la voz— que están tratando con una dama de mucho co-
pete. ¿O es que no lo saben?
El Mango soltó la risa.
—Porque lleva un moño de hojas duras en la cabeza —dijo— ya se
cree una dama de gran copete.
—Yo tengo algo que es más, mucho más que copete —se oyó—. ¡Tengo
corona!
Se volvieron, mirando a la Granada6 que llevaba una corona, una ver-
dadera y auténtica corona real, esto era innegable.
—¡Sí! —repitió orgullosamente la Granada—. Llevo una corona de
seis picos; por consiguiente, soy la reina de las frutas…
6 (Del lat. [malum] granātum). f. Fruto del granado, de forma globosa, con diámetro de unos diez centímetros, y
coronado por un tubo corto y con dientecitos, resto de los sépalos del cáliz; corteza de color amarillento rojizo,
delgada y correosa, que cubre multitud de granos encarnados, jugosos, dulces unas veces, agridulces otras, sepa-
rados en varios grupos por tabiques membranosos, y cada uno con una pepita blanquecina algo amarga. Es co-
mestible apreciado, refrescante, y se emplea en medicina contra las enfermedades de la garganta.
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—¿Tú? —gruñó enseguida el Membrillo7, como de costumbre tieso
y reseco—. ¡Tú que apenas estás madura y no encuentras quién te
lleve, te entreabres ya sola y empiezas a pelarle los dientes a todo el
que pasa, a ver si te cogen! ¡Dientona!
La Granada enrojeció mucho al oír tales palabrotas.
La señora Patilla8 venía acercándose hacía rato, arrastrándose como
un morrocoy. Ahora llegaba, e intervino para decir, aunque algo
tardíamente:
—Las frutas pegadas al suelo, como han dicho antes esos caballeritos
mangos, y yo en particular, que por mi tamaño y otras cosas, puedo
considerarme también reina de las frutas…
—¡Ay, Patilla! —susurró la Piña.
—¡La Patilla se cree reina! ¡La Patilla se cree reina! —rieron dentro de
un canasto unas niñitas muy traviesas, y que tenían fama de loqui-
llas, las Guayabas.
Ni siquiera reparó en ellas la bonachona y plácida Patilla; pero la Tuna,
erizada de pelillos y aguijoncitos, parecía pronta a defenderse y za-
herir, a pesar de que nadie estaba metiéndose con ella.
La frutería estaba cerrada hacía rato, y todavía hablaban las frutas
(como si exhalaran su aroma, cada una el suyo).
La Manzanita no durmió en toda la noche. Hasta la madrugada no pudo
cerrar los ojos. De modo que, al amanecer del día siguiente, cuando
7 (Del lat. melimēlum, manzana dulce. m. Arbusto de la familia de las Rosáceas, de tres a cuatro me-tros de altura,
muy ramoso, con hojas pecioladas, enteras, aovadas o casi redondas, verdes por el haz y lanuginosas por el envés,
flores róseas, solitarias, casi sentadas y de cáliz persistente, y fruto en pomo, de diez a doce centímetros de diámetro,
amarillo, muy aromático, de carne áspera y granujienta, que contiene varias pepitas mucilaginosas. Es originario de
Asia Menor; el fruto se come asado o en conserva, y las semillas sirven para hacer bandolina.
8 Sandía.
37
volvieron a abrir la frutería, dormía aún, y soñaba… estaba muerta.
La Manzanita criolla se había muerto de pena y de vergüenza de ver-
se tan chiquita, tan verdecita, tan fruncidita, tan acidita y tan durita.
—¡Pobre Manzanita! Y a pesar de todo tenía buen corazón: jugoso,
tierno, perfumado, ella también, y la prueba es que para hacer dulce
era muy buena. —Esto era lo que ahora decían todos alrededor de
ella, y la lloraban y la compadecían, la llevaban sobre sus hombros y
le ponían flores encima. La llevaban a enterrar.
Pero la que más lloraba en el entierro de Manzanita, la que más triste
iba, era la misma Manzanita, que se tenía mucha compasión y se
daba una gran lástima. El cortejo pasaba por la falda del cerro, y es-
taban presentes las frutas más importantes y representativas; todas
las grandes frutas. Sólo la señora Patilla, entre éstas, no había podi-
do llegar hasta allí; varias veces lo intentó, pero allí se quedó al fin,
inmóvil, sudorosa, echando la colorada lengua hacia fuera. El lento
cortejo subía por la ladera; los pájaros piaban tristemente, siguién-
dolo de rama en rama; murmuraban las hojas, alguna se desprendía
y venía a posarse en tierra. La neblina cubría la faz del Sol.
Cuando la echaron al hoyo, cerca de un arroyuelo, hubo un formida-
ble estremecimiento. “Seguramente disparan el cañón por mí o se
hunde el cerro” —pensó Manzanita envanecida—. Llevó luego la
palabra el joven Durazno9, amigo de infancia y compañero de juego
de Manzanita, y todos comenzaron enseguida a echarle tierra enci-
ma…
38
Manzanita se enderezaba, pataleaba, se empinaba en la punta de los
pies, se sacudía la tierra como una gallinita en un basurero. Pero la
tierra seguía cayendo a paletadas, y al fin Manzanita quedó tapada.
Cuando ya estaba enterrada, y todos se habían ido cuesta abajo, hacia
la frutería otra vez, llegó por entre la tierra oscura y recién removi-
da un gusano, y le dijo al oído a Manzanita:
—¿De qué moriste Manzanita, tú tan dura?
—De dolor, señor Gusano. Viendo llegar a esas ricas manzanas del
norte, y que nadie más sentía gusto por mí —contestó ella—. Ni a
los niños, ni a los pajaritos, ni a nadie les gustaba ya, ¿para qué iba a
seguir viviendo?
—Mira, Manzanita —le dijo otra vez al oído el gusano—, te voy a dar
un consejo: mejor es que no te mueras todavía. Oye lo que te voy a de-
cir: esas lindas manzanas fácilmente perecen aquí, yo lo sé y te lo digo
porque soy tu viejo amigo y porque somos los dos de aquí del cerro.
La manzanita vio una lumbre de esperanza en aquello que le decía el
gusano.
—¿Y crees tú que se van a morir de verdad esas bichas? —preguntó
con los ojos brillantes.
—De seguro que sí, Manzanita. Es el calor lo que las daña —explicó
el gusano, con aire entendido y científico.
Entonces Manzanita comenzó a escarbar con fuerza la tierra que le
habían echado encima, salió y se vino rodando cerro abajo hasta la
frutería otra vez.
Acaban de alzar ruidosamente la reja de hierro que servía de puerta
a la frutería (fue éste el estampido que oyó en sueños Manzanita).
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Y todas las frutas lanzaron exclamaciones y gritos de sorpresa al ver
entrar tan fresca y ágil a Manzanita.
—Pero ¿cómo es eso, manzanita? —le preguntaban todas a las vez—.
¿No te dejamos esta mañana muerta y enterrada?
—¡Ah, sí! ¡Dispensen! —dijo Manzanita, olorosa todavía a tierra—.
Pero es que he venido a ver una cosa, una sola cosa no más, y des-
pués me voy otra vez; si no es nada me vuelvo a ir a enterrarme
yo misma. Ustedes no tienen que volver a llevarme; ni acompañar-
me, ni volver a subir el cerro, ni echarme otra vez la tierra encima.
¡Muchas gracias! Yo misma me la echo… ¡Un momento!
Y manzanita se hizo más pequeña de lo que era en realidad, al ver
que ya el frutero abría las cajas. Estaba más fruncida que nunca, de
miedo y de esperanza a la vez, viendo aparecer los rollos de paja y de
papel de seda en que venían envueltas las norteñas… y empezaron
a salir manzanas manchadas, o con puntos hundidos y abollados, o
ya próximas a descomponerse…
Y el frutero estaba consternado; se ponía las manos en la cabeza y habla-
ba para sí mismo, jurando y maldiciendo, y Manzanita iba al mismo
tiempo recobrando ánimos. Al fin ya no pudo contenerse más y co-
rrió por toda la frutería llevando la noticia. Tropezó con la Lechosa,
se montó en la Patilla, dispersó los Mamones, empujó al Tomate, se
hincó en la Piña, resbaló entre los Mangos, le dio un golpe al Mamey
y un apretón de manos a los Plátanos; diciendo entusiasmada:
—¡Están dañadas! ¡En un solo día de gran calor se dañan todas!
Y manzanita reía; reía y bailaba en un solo pie.
Entre tanto, el afligido frutero iba echando en una cesta sus manza-
nas inservibles e iba metiendo en la nevera las que todavía estaban
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sanas, no fueran a perderse también, con el gran calor que hacía.
Subida sobre el montón de cocos, Manzanita se puso a mirar a tra-
vés del cristal de la nevera. Tenía lo ojos todavía hinchados y en-
rojecidos por el llanto. Miraba a las rosadas y opulentas manzanas
instaladas ahora dentro del frío esplendor de la nevera; entre uvas y
peras, como reinas y princesas en el interior de su palacio.
—¡Aquí no pueden estar sino en nevera, y seguro que en su tierra no
son nadie! —les dijo mirándolas de soslayo.
Pero ya Manzanita estaba consolada, y en el fondo de su corazón ya les
estaba perdonando su belleza y su atractivo. Su ira se aplacó inespe-
radamente y, en lo secreto y profundo de sí misma, un súbito vuelco
se produjo…
—Después de todo —dijo al cabo de un momento, bajándose del mon-
tón de cocos y echando otra mirada a la cesta de las manzanas de-
sechadas— son frutas como yo, hijas de la tierra y del sol, buscadas
por los niños y los pájaros… ¡Perecederas frutas como yo!
La naricilla estaba todavía lustrosa; la voz ronca y quebrada por los
sollozos. Pero lanzó un largo suspiro de pena apaciguada… y como
por encanto desaparecieron las huellas de amargura y el rencor; y
se hizo presente aquella pizca de dulzura y de frutal delicia que la
Naturaleza misma también puso en la sensible pulpa de que se hizo
a Manzanita, el día en que la hizo…
Y la alegría, la maravillosa alegría de Manzanita, estalló. De pronto,
incontenible y desbordante, al sentirse, nuevamente entrelazada y en
paz, como entre hermanas, con todas las demás frutas del trópico y
del mundo…
41
Y la maravillosa alegría cundió por todos lados; se comunicó a todas
las frutas, sus fantásticos colores refulgían bajo el rayo de sol que las
tocaba; se juntaban o se separaban sus formas, con capricho; con-
fundíanse sus aromas en la tibieza del aire tropical.
Materialmente fulguraban las Naranjas, como soles echados en montón;
bailaban los Cambures, jubilantes; el Aguacate daba traspiés, su cuello
largo y retorcido impedíale moverse acompasadamente; la Patilla so-
naba a hueco y se deslenguaba; Nísperos y Chirimoyas y Frutas de Pan
saltaban fuera de las cestas y los sacos; los mismísimos señores Cocos
se echaron a rodar por aquí y por allá, con sordo ruido, exhibiendo al
sol sus largos y duros pelos; y los Mamones, así como las Guayabas
y las pequeñas Ciruelas fragantes y coloradas —¡cuándo no!— apro-
vecharon también la confusión para ponerse a corretear por el suelo,
como ratones, persiguiéndose y jugando, deslizándose entre las Piñas,
escondiéndose entre las Lechosas, las Parchas o las Guanábanas.
El frutero se afanaba, recogiendo aquí, atajando allá, sin saber qué
pensar ni qué hacer ante aquel desbarajuste inusitado… A través
del cristal de la nevera, Manzanita se sonreía con las norteñas. El
rechoncho Mamey le dio un beso en la frente. El maduro Tomate le
echó el brazo. ¡Y hasta las avispas y abejas que merodeaban por allí
en busca de sus dulzores bailaron frenéticamente unas con otras!
42
Historia de la señorita Grano de Polvo,
bailarina del Sol
teresa de la parra
43
Tomó cierto tiempo. Dio media vuelta a las dos arandelas de fieltro
blanco que rodean sus pupilas negras y que son el alma de su expre-
sión. Pasó ésta al punto de la atención íntima, al ensueño melancó-
lico. Y me habló así:
—Sí, pienso en el pasado. Pienso siempre en el pasado. Pero hoy espe-
cialmente, esta primavera tibia e insinuante reanima mi recuerdo.
En cuanto al rayo de sol quien clava a tus pies, fíjate bien: la alfom-
bra que transfigura este rayo de sol se parece tanto a aquel otro en
el cual encontré por primera vez a… ¡Ah! ¡Siento que necesitarás
suplir con tu complacencia la pobreza de mis palabras!
—Imagínate la criatura más rubia, más argentinada, más locamen-
te etérea que haya nunca danzado por sobre las miserias de la vida.
Apareció y mi ensueño se armonizó al instante con su presencia mi-
lagrosa. ¡Qué encanto! Bajaba por el rayo de sol, hollando con su
presencia deslumbrante aquel camino de claridad que acababa de re-
cordármela. Suspiros imperceptibles a nuestro burdo tacto animaban
a su alrededor un pueblo de seres semejantes a ella, pero sin su gracia
soberana ni su atractivo fulminante. Retozaba ella con todos un ins-
tante, se enlazaba en sus corros, se escapaba hábil por un intersticio,
evitaba de un brinco el torpe abrazo del monstruo–mosquito ebrio y
pesado como una fiera… mientras que un balanceo insensible y dul-
ce la iba atrayendo hacia mí; Dios mío ¡qué linda era!
—Como rostro no tenía ninguno propiamente hablando. Te diré que
en realidad no poseía una forma precisa. Pero tomaba del sol con
vertiginosa rapidez todos los rostros que yo hubiese podido soñar y
que eran precisamente los mismos con que soñaba cuando pensaba
en el amor. Su sonrisa en vez de limitarse a los pliegues de la boca se
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extendía por sobre todos sus movimientos. Así, aparecía, tan pron-
to rubia como el reflejo de un cobre, tan pronto pálida y gris como
la luz del crepúsculo, ya oscura y misteriosa como la noche. Era a la
vez suave como el terciopelo, loca como la arena en el viento, pérfi-
da como el ápice de espuma al borde de una ola que se rompe. Era
mil y mil cosas, tan rápidas que mis palabras no lograban seguir sus
metamorfosis.
—Quedé larguísimo rato mirándola invadido por una especie de es-
tupor sagrado… De pronto se me escapó un grito… La bailarina
etérea iba a tocar el suelo. Todo mi ser protestó ante la ignominia
de semejante encuentro, y me precipité.
—Mi movimiento brusco produjo extrema perturbación en el mundo
del rayo de sol y muchos de los geniecillos se lanzaron, creo que
por temor, hacia las alturas. Pero mis ojos no perdían de vista a mi
amada. Inmóvil, conteniendo la respiración, la espiaba con la mano
extendida. ¡Ah divina alegría! La mayor y la última ya de mi vida.
En esa mano extendida había ella caído. Renuncio a detallarte mi
estado de espíritu. El corazón me latía en forma tan acelerada que
en mi mano temblorosa, mi dueña bailaba todavía. Era un vals len-
to y cadencioso de una coquetería infinita.
—Señorita Grano de Polvo… —le dije.
—¿Y cómo sabes mi nombre?
—Por intuición —le contesté—, el… en fin… el amor.
—El amor —exclamó ella— ¡Ah! y volvió a bailar pero de un modo
impertinente. Me pareció que se reía.
—No te rías —le reproché—, te quiero de veras. Es muy serio.
45
—Pero yo no tengo nada de seria —replicó—. Soy la señorita Grano
de Polvo, bailarina del Sol. Sé demasiado que mi alcurnia no es de
las más brillantes. Nací en una grieta del piso y nunca he vuelto a
mi madre. Cuando me dicen que es una modesta suela de zapato,
tengo que creerlo, pero nada me importa puesto que soy ahora la
bailarina del Sol. No puedes quererme. Si me quieres, querrás tam-
bién llevarme contigo y entonces ¿qué sería de mí? Prueba, quita tu
mano un instante y ponla fuera del rayo.
Le obedecí. Cuál no fue mi decepción cuando en mi mano, reintegra-
da a la penumbra, contemplé una cosita lamentable e informe, de
un gris dudoso, toda ella inerte y achatada. ¡Tenía ganas de llorar!
—¡Ya ves! —dijo ella—. Está ya hecha la experiencia. Sólo vivo para
mi arte. Vuelve a ponerme pronto en el rayo de sol.
Obedecí. Agradecida bailó de nuevo un instante en mi mano.
—¿De qué cosa es tu mano?
—Es de fieltro, contesté ingenuamente.
—¡Es carrasposa! —exclamó—. Cuánto más prefiero mi camino aéreo
—y trató de volar.
Yo no sé qué me invadió. Furioso, por el insulto, pero además por el
temor de perder a mi conquista, jugué mi vida entera en una deci-
sión audaz. Será opaca, pero será mía, «pensé». La cogí y la encerré
dentro de mi cartera que coloqué sobre mi corazón.
Aquí está desde hace un año. Pero la alegría ha huido de mí. Esta hada
que escondo, no me atrevo ya a mirarla, tan distinta, lo sé, de aque-
lla visión que despertó mi amor. Y sin embargo, prefiero retenerla
así que perderla de un todo al devolverle su libertad.
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—¿De modo que la tienes todavía en tu cartera? —le pregunté picado
de curiosidad.
—Sí. ¿Quieres verla?
Sin esperar mi respuesta y porque no podía aguantar más su propio
deseo, abrió la cartera y sacó lo que se llamaba: «la momia de la
señorita Grano de Polvo». Hice como si la viera pero sólo por ama-
bilidad, pues en el fondo, no veía absolutamente nada. Hubo entre
Jimmy y yo un momento de silencio penoso.
—Si quieres un consejo —le dije al fin— te doy éste: dale la libertad
a tu amiga. Aprovecha ese rayo de sol. Aunque no dure más que
dos horas serán dos horas de éxtasis. Eso vale más que continuar el
martirio en que vives.
—¿Lo crees de veras? —interrogó él mirándome con ansiedad—. Dos
horas. ¡Ah, qué tentaciones siento! Sí, acabemos: ¡sea!
Así diciendo, sacó de su cartera a la señorita Grano de Polvo y la volvió
a colocar en el rayo. Fue una resurrección maravillosa. Saliendo de
su misterioso letargo la bailarinita se lanzó loca, imponderable y
como espiritual, idéntica a la descripción entusiasta que me había
hecho Jimmy. Comprendí al punto su pasión. Había que verlo a él
inmóvil, boquiabierto ebrio de belleza. La voluptuosidad amarga
del sacrificio se unía a la alegría purísima de la contemplación. Y a
decir verdad, su rostro me parecía más bello que la danza del hada,
puesto que estaba iluminado de una nobleza moral extraña a la fa-
laz bailarina.
De pronto, juntos, exhalamos un grito. Un insecto enorme y estúpido,
insecto grande como la cabeza de un alfiler, al bostezar acababa de
tragarse a la señorita Grano de Polvo.
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¿Qué más decir ahora?
El pobre Jimmy con los ojos fijos consideraba la extensión de su delei-
te. Nos quedamos largo rato silenciosos incapaces de hallar nada
que pudiese expresar, yo mi remordimiento y él su desesperación.
No tuvo ni para mí, ni para la fatalidad siquiera una palabra de
reproche, pero vi muy bien cómo, bajo el pretexto de levantar la
arandela de fieltro que gradúa la expresión de sus pupilas, se enjugó
furtivamente una lágrima.
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Mi madre en un pueblito de recuerdos
aquiles nazoa
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Hay allí algo de primavera archivada, serán las flores secas que tam-
bién hay, o bien aquella mota que, aunque ya sin polvera, conserva
su ampulosidad de bailarina que ha engordado: en todo caso será
de tanto vivir entre esas cosas por lo que la mirada de mi madre es
lejanamente dulce y vagamente apagada; como sería si uno pudiera
ver el nostálgico aroma de las galleticas Palmer`s.
A veces mi madre y yo nos vamos pueblo adentro, oyendo bajo nues-
tras pisadas el crujir de oro de las hojas secas; nos vamos a lo largo
de ese territorio de oro, a veces ella y yo nos vamos, mirando yo
caer las hojas secas que a lo largo de años de vivir en su pueblito de
recuerdos, se le han ido desprendiendo de su anticuado vestido de
flores a mi madre.
Vamos en un tranvía bajo la lluvia; pasajeros los dos de un puente que
ella le dijo a papá que parecía un barco, mi madre quiere que nos
detengamos donde está el vendedor de granizado para que yo me
coma las estrellas. Ahora me sube a su hombro para que yo con-
temple por primera vez un río. Pero el fulgor de sus cabellos me
resultó fascinante, pues como era ya la noche y era marzo, y apare-
ció la luna bajísima e inmensa, yo por la primera vez vi el mar, lo vi
dormido cerca de mi madre en los líquidos cabellos.
Ahora llegamos al momento en que yo no he nacido. Ahora mi madre
está tendida sobre el mundo, y el amor la agasaja de perfumes como
a la tierra un río de duraznos; dócil, pluvial, arbórea, taza de leche
enamorada, está ahora tendida allí mi madre, cuna de flores el dul-
ce cuenco de su vientre, para tornear —suavísima alfarera— la sus-
tancia de siglos que cantando la nombra en la palabra de mi padre.
50
Madre, pequeña fábrica de amor, mansa esposa del Tiempo, milagro de
tu carne fue darles forma humana a las tinieblas y recoger la noche
en tus entrañas para levantarla como una espiga hacia la aurora.
Yo lo sé, yo lo sé, porque mis ojos, yo lo sé, no han conocido estrellas más
suntuosas, ni mañanas más claras, ni flores más augustas ni, en fin,
nubes como las que aprendí desde tu cuerpo a mirar a través de tu
mirada.
51
Cantaclaro el hijo del viento
carmen delia bencomo
52
—¡Canta sin miedo! ¡Sé fuerte y valiente para sostener tu canto! —le
dijo el viento.
—¡Canta siempre con voz dulce y alegre! Repite los sonidos con clari-
dad y belleza —le dijo la brisa.
—¡Canta con la frescura del agua! —le dijo la fuente.
—¡A tus cantos agrega un poco de mi luz! —le dijo la luna.
Cantaclaro llegó al bosque donde estaban reunidos todos los pájaros y
cuando le tocó su turno, lo hizo sin olvidar los consejos de su padre
y sus protectoras.
Una fuente lo invitó a silbar. Detenidamente lo miró con sus ojos de
agua limpia y le preguntó:
—¿Quién eres? ¿Quién te envía? ¡Silbas muy hermoso! —Y Cantaclaro
calló tímido y emocionado.
—¡Tienes la magia de la luna y la frescura de la brisa! —le volvió a
decir la fuente. Cantaclaro sonrió, batió sus alas y cantó con más
alegría. La fuente lo llevó a presencia de la rosa.
—Rosa, este pájaro canta como el viento, la brisa, el agua.
Lo llevaremos al árbol de la vida —dijo la rosa— y lo acompañó hasta
el corazón del bosque.
—¡Mira! ¡Te traemos el hijo del viento! —dijeron sus amigas— Debe
ser fuerte como su padre y sus canciones frescas y suaves como la
brisa, la luna y el agua —dijo el árbol de la vida, y Cantaclaro, esti-
mulado con aquellas palabras, cantó y cantó…
—¡A mí también me gusta! —dijo el árbol de la vida.
Las hojas de los árboles, las aguas del río y las fuentes; los otros pájaros
y el pueblo entero conocieron del triunfo de Cantaclaro, y él, muy
contento, regresó a su casa donde lo esperaban sus padres y amigos.
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—¡Hijo, vienes vencedor! —le dijeron— ¡cuánto habrás sufrido! ¡A qué
duras pruebas te someterían! ¡Cuántas palabras de elogio dirían en
tu presencia! Mas, no debes envanecerte. Sigue con tu humildad,
siendo cada vez mejor, para que todos comprendan la utilidad del
viento y la gran ayuda que prestas a los demás.
54
Cómo se hicieron amigos el niño y el caballo
orlando araujo
55
los días y eran los días y las noches los dos caballos de la luz y de la
sombra, del frío y del calor, de la vida y de la muerte.
Una noche en una cueva, a la lumbre de un fogón, mientras los niños,
las mujeres y los ancianos comían la carne de un caballo salvaje, un
cazador contaba un cuento:
“Subí con el sol a buscar un animal para comer, iba conmigo el hijo mío.
Otros cazadores salieron también y nos fuimos juntando, caminamos mu-
cho por tierras y por aguas hasta escuchar un trueno que corría, envuelto en
polvo, por un desfiladero. Eran caballos, comenzamos a rodearlos y a gritar
para asustarlos y corrían y corrían locos de correr. Corrían y todos corrimos
y gritábamos y entre las nubes de polvo no se sabía quiénes eran caballos y
quiénes eran hombres, hasta que los caballos huyendo llegaron al borde del
desfiladero y no miraban, no podían mirar sin detenerse, y saltaban, salta-
ban en el aire y caían sobre las piedras y caían y rodaban hasta lo profundo,
abajo. Abajo fuimos y repartimos, y cada uno tomó la carne que podía car-
gar, y cada uno con su hijo. Pero el hijo mío no estaba por todo aquello, lo
llamé, le grité, no respondió. Entonces cargué lo que podía y viajé poco a
poco para que el hijo me alcanzara, si vivía… pero no me alcanzó”.
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Se acercaron armados con mazas y garrotes, adelante iba el más exper-
to cazador. De un salto cayó sobre lo que fuera bestia o piedra, y ya
levantaba su cuchillo de sílice cuando se detuvo y retrocedió: en la
puerta de la cueva, echados y rendidos, dormían un niño y un po-
trillo. Era el hijo. Todo lo demás son miles de años de guerra y paz,
de hombres y caballos.
57
La gallina voladora
antonio trujillo
Para Laura Antillano
E sta es una historia que ocurrió en el aire cuando todo era de tierra.
Había barro por todas partes y una luz alta, tan alta, que rozaba el
pensamiento de los niños y de los hombres, si alguien quería contar
algo. Por aquellos días, si una naranja, una flor o un árbol se vestían
de fuego por voz y mando de la naturaleza, todo el mundo corría a
mirar y agradecer lo que sus ojos veían, mientras ese encanto fuera
una lumbre más del tiempo.
Cuando el mundo era así, nació en Caracas, en El Valle, la gallina de
esta historia. De niña la criaron en Paracotos, en la casa de un hom-
bre que tenía una bodega “El gallo que más canta”, y de muchachita
se terminó de criar en Potrero Gordo.
El primer dueño de ella la alimentaba con granos de sol; es un arte
muy antiguo, los pollos creen comer, mientras el sol los ilumina, y
si logran cruzar la infancia de sus plumas con ese alimento, pueden
volar días enteros.
Otros piensan que esos vuelos eran por la costumbre, el gusto que ella
tenía de dormir en un árbol donde anida el cristofué, un pájaro que
58
guerrea en el aire y a quien los indios caribes le atribuían poderes
celestes. Y en las ramas de ese árbol la gallina oyendo a semejantes
pájaros, aprendió cosas muy altas de la tierra y de los astros.
También hay quien jura que fue por un dueño que tuvo en otro caserío,
de nombre Pedro Evaristo, un músico de pueblo, y dicen que si una
gallina tiene infancia o vive mucho tiempo en casa de músicos es
posible que vuele mientras alguien recuerda una canción.
Lo cierto es que un Viernes Santo la gallinita hizo historia, desde que
un gavilán aprovechó un descuido de ella y le quitó un pollo que
estaba criando; y cuando fue a ver, el gavilán iba lejos con el pollito,
tan pequeño era, que no lo pudo matar. Se lo llevó entre las garras,
como si fuera en una jaula, y más bien iba contento, alto, mirando
lo que nosotros llamamos paisaje y para ellas, las aves, es un inmen-
so patio invisible, como decir, el solar infinito del universo.
Entonces fue cuando la gallina echó un volido así por el aire buscando
al gavilán sobre unos lugares que nunca había visto.
Esa gallina voló desde Potrerito Abajo hasta más allá del puente de
Bejarano, y fue a dar cerca de El Encantado, buscando hacia La
Mariposa, y de allí se devuelve persiguiendo al gavilán que la des-
vía en la sombra de unos árboles y se va por los lados de Maitana, y
ya en el lindero de San Diego de los Altos, por el Alto de las Yeguas
se enrumba pa’otra fila, ésta que llaman Altos de Pipe, persiguien-
do por el aire al bendito gavilán.
Era ya un poco tarde cuando un agricultor, desde un campo de alca-
chofas, le dijo a su familia, mirando al cielo: “por ahí, bien alta de-
trás de un gavilán pasó la gallina de mi primo Miguel”.
59
Y el gavilán ya cerca de Coche, miró pa’ trás y como nunca le había pa-
sado nada así y que dijo también: “caramba, qué gallinita tan brava”
y mientras tanto, la gallina encima, alcanzándolo por los lados de
El Valle, cuando El Valle era pura caña de azúcar.
De allí el gavilán decide volar hacia Sabana Grande, por donde vieron
a la gallina, ya tarde, unos arrieros que la conocían.
Nunca un gavilán había volado tanto por un pollo, y cuando creyó estar
bien lejos llegando a Petare, la gallina ya era una sombra inmensa
sobre él, y allí en ese lugar, vencido por la voluntad de una gallina,
acuerda no volar más, y abandona el aire, su único reino.
Y toda esa gente de Petare, aplaudiendo a la gallina, hasta la ayudó a
montarle a su hijo en un ala; dejó un ala inmóvil, quieta, como una
rama de su propio cuerpo y con la otra volaron hasta la altura de
Conejo Blanco.
Desde el aire la gallina mira el valle de su infancia, y por la hora casi
oscura tuvo que orientarse desde una torre invisible que ellas tie-
nen, y dijo: —caramba mijo, nos cogió la noche en Caracas, mejor
nos vamos por Las Mayas y nos quedamos en Puerto Escondido;
allá vive un primo de Miguel, y cuando él baje a Caracas a vender
las flores en el Mercado de San Jacinto, que nos lleve en la cesta de
las aves, en verdad —volvió a decir la gallina— he volado mucho, y
tú estás un poco aporreado.
Una semana después de todo eso, Miguel, que era floricultor y amigo
de muchas historias, bajó a Caracas y pasó por Puerto Escondido
donde vivía su primo Ricardo Antonio, y éste le dijo:
—Miguel, ¿a ti no se te perdió una gallina con un pollo? Por la pluma
parece tuya.
60
Y Miguel le contestó:
—¡Si chico! Una gallinita que desde pollita la criaron con granos de
sol y dormía en el árbol donde anidan los cristofué, y de ñapa vivió
en casa de músicos, y un gavilán el Viernes Santo le quitó un pollo,
y echó un volido así por el aire; de eso hace ya siete días y no sé de
ella.
El primo lo invitó a tomar café en el patio de su casa a la sombra de un
arbolito que llaman Guayabita del Perú, y allí estaban la gallina y el
pollo, picando, dibujando sobre la tierra el mapa, las distancias y los
lugares que volaron por culpa de ese gavilán.
La gallina apenas los vio, dijo a volar alrededor de los parientes, y se
posó sobre el hombro de Miguel, su verdadero dueño.
61
Corazón de arepa
marissa vannini
H abía una vez una niña buena, buena, buena, pero tan buena, que
no se encontraba ninguna como ella en todo el pueblo ni en cien
mil millas alrededor.
¿Saben cómo se llamaba?
¡Adivínenlo!
No es difícil de adivinar…
Se llamaba Corazón de Arepa10.
Cuando era pequeña y no tenía dientes completos, o más tarde cuando
los mudaba, al ver que su mamá sacaba del budare11 las humeantes
arepas de crujiente concha, se le acercaba y le decía:
—Mamá, dame el corazón de la arepa.
10 (Del cumanagoto erepa, maíz). Especie de pan de forma circular, hecho con maíz ablandado a fuego lento y luego
molido, o con harina de maíz precocida, que se cocina sobre un budare o una plancha. || 2. Cuba. Torta fina de
harina de trigo, azúcar, vainilla y leche, frita, que se come caliente con sirope o almíbar.
11 Plancha circular y semicóncava de barro cocido o de hierro que se utiliza para cocer o tostar alimentos como la
arepa, la cachapa, el cazabe o el café.
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La mamá, pacientemente, vaciaba una a una las arepas que luego re-
llenaba con queso para los hermanos, y le daba a ella toda la pulpa
blanca y tierna; el corazón de la arepa.
No se sabe si de tanto comer corazón de arepa o porque ella misma ya
era así, esa niña al crecer se volvió buena, buena, buena, pero tan
buena, que no se encontraba ninguna como ella en todo el pueblo
ni en cien mil millas alrededor.
Sus padres, hermanos, compañeros, amigos, todo el pueblo la querían
mucho y por eso, cuando Corazón de Arepa llegó a la edad de ca-
sarse, estaban muy preocupados.
¿Dónde encontraría Corazón de Arepa un muchacho bueno, bueno,
bueno, tan bueno como ella para poder casarse con él?
Corazón de Arepa no podía casarse con el estudiante, ni con el profe-
sor, ni con el comerciante, ni con el doctor,
porque de lo buena que era
podía sucederle
que se la comieran.
Y tampoco podía casarse con el ganadero, ni con el vendedor, ni con el
arriero, ni con el ordeñador, porque de lo buena que era podía suce-
derle que se la comieran.
¡Pobre Corazón de Arepa! ¿Con quién se casaría ella? ¿Dónde encon-
trar un muchacho bueno, bueno, bueno, pero tan bueno para que
ella se casara con él, sin que
de lo buena que era
pudiera sucederle
que se la comieran…?
¡Qué preocupación!
63
Un día llegó de lejos, desde tierras de montaña, un jovencito, tan bue-
no, pero tan bueno, que no había ningún otro como él en todo el
pueblo ni en cien mil millas alrededor.
¿Cómo se llamaba?
¡Adivínenlo!
No es difícil de adivinar…
Se llamaba Pedazo de Pan, y por consejo de sus padres y de sus amigos
había salido a dar vueltas por el mundo, en busca de una muchacha
tan buena como él, para casarse con ella.
Caminaba, caminaba Pedazo de Pan, con sus anteojitos redondos, su
corbata de lacito, su ruana12 tejida, su bastoncito de mimbre y un
letrerito que decía:
Busco una buena novia
que con amor sincero
quiera amarme a mí mismo
a mis padres, al pueblo
y al mundo entero.
Pero esa novia no aparecía y Pedazo de Pan seguía caminando, cami-
nando y caminando.
Cuando por fin Pedazo de Pan llegó a ese lejano pueblito oriental y vio
y conoció a Corazón de Arepa, ¡se quedó patitieso! Y de inmediato
pensó:
¡Esta es la buena novia
que con amor sincero
64
sabrá amarme a mí mismo,
a mis padres, al pueblo
y al mundo entero!
¡Ni dudarlo! Corazón de Arepa y Pedazo de Pan se casaron enseguida,
en presencia de los dos pueblos reunidos, el oriental y el andino,
entre el regocijo de todos. Se cuenta que por primera vez en aquella
gran fiesta las mujeres andinas bailaron joropo, y los jóvenes orien-
tales comieron arepa de trigo, pizca y frutas abrillantadas.
Se cuenta también que desde entonces,
se hicieron amigos
el bachaco13 y el chivo14
y el andino y el oriental
dejaron de pelear.
Y se cuenta que Corazón de Arepa y Pedazo de Pan, una vez casados,
tuvieron muchos hijos, afortunadamente tan buenos como ellos, y
sus hijos tuvieron otros, y los hijos de sus hijos otros, y fueron tan-
tos que hoy día la tierra está llena de los hijos, y de los hijos de los
hijos, y de los hijos de los hijos de los hijos de Corazón de Arepa y
Pedazo de Pan.
¿Y saben ustedes cómo se llamaron los hijos, y los hijos de los hijos, y
los hijos de los hijos de los hijos de Corazón de Arepa y Pedazo de
Pan?
13 Adj. coloq. Dicho del cabello: Muy ensortijado y rojizo. || 2. coloq. Ven. Dicho de una persona: Que tiene el
cabello con esas características. || 3. m. Ven. Hormiga grande y voraz de los Formícidos, de color rojizo y a veces
negro según la especie.
14 Coloq. Hombre de prestigio. //m. Cría macho de la cabra, desde que no mama hasta que llega a la edad de pro-
crear.
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¡Adivínenlo!
No es difícil de adivinar…
Los hijos de Corazón de Arepa y Pedazo de Pan se llamaron Buena
Gente, y así se llamaron también los hijos, y los hijos de los hijos,
y los hijos de los hijos de los hijos de Corazón de Arepa y Pedazo
de Pan, pues todos fueron, afortunadamente, tan buenos, buenos,
buenos como ellos.
Y como fueron tantos, es muy posible, queridos amigos, que ustedes
también sean y conozcan a alguien más que sea Buena Gente. Y yo
que soy Buena Gente, es decir, hija de los hijos de los hijos de los
hijos de Corazón de Arepa y Pedazo de Pan, así lo espero, porque
me gusta que en todo nuestro país haya mucha Buena Gente, y que
todos los que somos Buena Gente seamos amigos.
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Coctel de frutas
rosario anzola
A la orilla de la playa
A pleno sol tropical
El mercado se alborota
Con sabor de carnaval.
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Lo luce de maravilla.
En un tarantín de lujo
Asoma doña Lechosa
Vende pinturas de boca
A las niñas buenamozas.
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Las Naranjas piden precios
A Toronjas coloradas
Y después de regatear
Se van y no compran nada.
La señora Mandarina
Que vende ropa y zapatos
Le dice a los Mangos verdes
Que ella los vende barato.
A la orilla de la playa
A pleno sol tropical
El mercado se alborota
Con sabor de carnaval.
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¿Cómo besar a un sapo?
mireya tabuas
70
no me he acercado mucho, puedo notar su aire de gallardía y majes-
tad, sus buenos modales. Y no es tan verde, ni tan feo, ni tan sapo.
Hace días que el sapo me mira. Sé lo que está esperando de mí. Me
ha elegido. No sé, pero creo que no debe haber nada tan sucio
como besar a un sapo (espero que no me escuche el pobre). Me he
acercado un poquito a él. Me parece que tiene los ojos amarillos.
Seguramente debe ser un príncipe muy buenmozo, de traje azul,
rubio, igualito a un artista de la televisión. Ya me veo vestida de
blanco, con una corona de diamantes y toda maquillada para casar-
me con él. Y Patricia muerta de los celos, como es la más bonita del
colegio y todos los varones están enamorados de ella, se cree que se
va a casar con alguien de sangre azul (pero yo no pienso presentarle
a mi príncipe, digo, a mi sapo).
Pero este príncipe mío va a tener que esperarse como diez años, porque
todavía estoy muy chiquita. Además, antes de casarme tengo que
terminar la primaria, luego el bachillerato y después ir a la univer-
sidad para ser periodista. Mientras tanto, él debería seguir siendo
sapo, porque si lo convierto en príncipe a lo mejor no quiere espe-
rarme tanto y se casa con otra (con Patricia, por ejemplo). Y yo más
rápido no puedo crecer. ¡Y no pienso tomar avena para apurar mi
crecimiento!
El problema es que si mi sapo sigue mucho más tiempo convertido en
sapo corre el riesgo de caer en las manos (garras) de mi hermano
Arturo. Entonces yo me quedaría viuda sin haberme casado.
No sé qué hacer. Creo que lo voy a besar. Nunca pensé que mi primer
beso se lo daría a un sapo. Espero que no abra la boca.
71
Camino hacia él. Está de lo más quietecito. Me da como ganas de vo-
mitar, confieso. Para las princesas que salen en los cuentos es tan
fácil. Besan y ¡zas! aparece el príncipe. Yo creo que las personas
que escriben esos cuentos deberían explicar bien cómo es el proceso
para besar a un sapo. Si hay que cepillarse antes los dientes, bañar
al bicho con manguera o acariciarle la barbilla. Sería bien impor-
tante que una estuviera preparada y lista en el momento en que se
presente una ocasión como ésta y se tope boca a boca con un sapo.
¿No dicen que los libros son los mejores maestros?
Cierro los ojos. Y me tapo la nariz. Si mamá observa lo que voy a hacer
me va a pegar. Le dirá a mi padrastro que estoy loca o que soy una
cochina. Y tal vez lo soy, pero esos son los sacrificios que tiene que
hacer toda heroína que se precie de serlo.
Bueno, no me distraigo más. Cuento hasta diez y juro que beso al sapo
y listo. Y si después se arrepiente y no le gusto para novia, pues él se
lo pierde.
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nue…
Justo cuando lo iba a besar el sapo huyó de mí, saltando hacia el otro
extremo del jardín. El muy ingrato vió allí una rana que lo miraba
mucho y sin pensarlo dos veces se fue con ella.
No puedo dormir ni aunque tome un litro de manzanilla. Me miro al
espejo. Tengo pecas, es cierto, y mis dientes son disparejos, y mi
nariz respingona, y mis cejas muy oscuras. Pero todos dicen que
mis ojos son expresivos. ¿Qué tiene esa rana que no tenga yo?
Mi hermano Arturo también está bravo. El sapo se fue para siempre
de nuestro jardín y no pudo investigarlo. Hoy atrapó una lagartija
72
y con su navaja le abrió la barriga. La revisó bien por dentro, le sacó
las tripas, pero no le encontró corazón por ningún lado.
—El sapo tampoco tiene corazón, te lo puedo asegurar —le dije a mi
hermano. Arturo me miró extrañado, seguro pensó que maté al
sapo y lo abrí con un bisturí. Lo que no puede imaginar mi herma-
no es que no me hizo falta abrirle el cuerpo para descubrir que ese
sapo no tenía ni pizca de corazón.
Salgo de mi casa porque estoy triste. Si mi padrastro me ve así dirá que
soy una llorona boba. Bueno, a lo mejor es verdad que soy una llo-
rona boba porque no hago más que pensar en mi sapo-príncipe.
Los príncipes azules son más difíciles de conseguir de lo que imagina-
ba. Son tan solicitados que si una se descuida ¡zas! viene cualquier
rana y te lo arrebata.
Voy al parque donde pasean los enamorados tomados de la mano.
Patricia, la bonita de mi colegio, camina al lado de un muchacho
alto, de esos que tienen anchas espaldas y sacan malas notas. No
me saluda para hacérsela de importante. No me interesa su saludo.
Estuve a punto de casarme con un auténtico príncipe azul y el que
está a su lado es un simple campeón de baloncesto.
Me detengo. No puedo creer lo que está frente a mí. Allí, en un charco
del parque, se encuentra nada más y nada menos que mi príncipe
en persona (mejor dicho, en sapo) con su esposa rana y un montón
de renacuajos. Son más de mil y saltan alrededor de sus papás de lo
más contentos.
Respiro aliviada. Ya entiendo todo. Sé por qué me dejó plantada y pre-
firió casarse con la rana y seguir siendo sapo. Los príncipes no pue-
den revolcarse en los charcos ni tener tantos hijitos. El mundo se
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llenaría de principitos, y no hay tantos castillos disponibles ni tan-
tas princesas a la orden.
Eso sí, gracias a él, habrá suficientes sapos para que todas las niñas del
mundo puedan besar uno, si se atreven. Tal vez una de ellas (yo,
por ejemplo) logre convertir su sapo en príncipe azul.
74
Un campesino hermoso y con bigotes
cósimo mandrillo
75
También la limpiaba de piedras, porque las piedras —pensaba él— son
como un tumor en la tierra que se va a sembrar.
Con los años, fue quedándose encorvado como si llevara siempre en
las manos una de aquellas piedras redondas y pesadas.
Claro que mi abuelo nunca se quejaba. Era un hombre lleno de silen-
cio. Únicamente por dentro se alegraba cuando la tierra le daba fru-
tos y vegetales.
En lo más fuerte del verano llenaba cestas y cestas de racimos y enton-
ces la casa olía al perfume ácido de las uvas maduras.
Después era la fiesta, porque no hay mejor fiesta que la de hacer vino.
En un tonel inmenso, nos metíamos descalzos a saltar sobre la uva que
explotaba en cada pisotón y nos torpedeaba con el mosto perfuma-
do que en algunos meses sería vino.
A la hora de comer, mi abuelo se sentaba a la cabecera de la mesa. A su
lado, apoyada en el piso, ponía una botella de aquel vino que había-
mos hecho saltando en la barrica. De tanto en tanto la levantaba,
tomaba un sorbo largo, y su bigote cenizo se mojaba con el morado
fuerte del vino.
Nunca bebía de otro vino que no viniese de sus manos, “porque el vino
—repetía— es la misma tierra que nos pasa entre los dedos y con el
viento se hace polvo”.
Mi abuelo caminaba con los brazos cruzados a la espalda. Yo camina-
ba a su lado cuando íbamos a la plaza a comprar tabaco.
Con las manos a la espalda y cada día más encorvado, respondía con
gestos de cabeza a los vecinos que le saludaban: Buon giorno signor
Pasquale.
76
Al llegar a casa liaba con calma un cigarrillo: metía el tabaco en el pa-
pel, lo enrollaba y lo pegaba con saliva. Después fumaba despacio y
mirando lejos quién sabe qué cosa.
Yo me quedaba viéndolo a él y a su silencio.
Un día, desde un barco grande y gordo le dije adiós a su figura encor-
vada y a su mostacho de pelo suave como el aliento.
Nunca más lo vi.
Ahora soy un hombre casi viejo y he olvidado muchas cosas: el nombre
de la calle donde vivíamos y el nombre de los vecinos. Tampoco
recuerdo el tamaño de la casa; ni la distancia a la plaza; ni en cuál
esquina estaba la fuente a la que íbamos por agua.
Pero siempre recuerdo, eso sí, que una vez tuve un abuelo en un país
que se llama Italia.
77
El hombre de las almohadas
antonio castro avellaneda
É rase una vez un hombre que vendía almohadas. Ese era su trabajo.
Así se ganaba honradamente la vida.
Cuando salía a la calle sólo se le veían los pies, las manos y la cabeza. El
resto de su cuerpo desaparecía debajo y tras las almohadas. Las fo-
rraba con telas de hermosos dibujos y colores. Cuando caminaba así,
entre tanta coloración, las personas creían ver pasar un jardín a paso
lento. Los que más disfrutaban su presencia eran los niños y más de
uno llegó a pensar que cuando fuera grande se ganaría la vida de la
misma forma bonita y honrada.
El hombre de las almohadas tenía una manera muy peculiar de llamar
la atención y de anunciar su mercancía. Con una voz delgada y fuer-
te, como una cuerda nueva de guitarra decía:
—¡Señor, señora, señorita!, lleve la mejor almohada para su tipo de
sueño, en buena hora. Señor, señora.
Luego de una pausa, corta en las mañanas y larga por las tardes, reanu-
daba su oferta al público. Así avanzaba por el día. Era un vendedor
de almohadas muy particular. Las ofrecía de siete tipos diferentes,
elaboradas por él mismo:
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De plumas de ave. De viento del norte con aromas del mar. De lluvia
reciente. De flores silvestres recogidas en la montaña cercana. De
neblina tomada al amanecer con las manos recién lavadas. De luna
llena. Y de tiempo prestado a un reloj de oro, muy antiguo, que
había heredado de su padre y éste de su abuelo, quienes le habían
enseñado el oficio de hacedor de almohadas. Ese reloj era el obje-
to de más valor que poseía. Lo amaba y cuidaba como parte de su
cuerpo.
—Las almohadas de plumas son para las personas de sueño ligero. Las
de viento, para quien le gusta viajar durante el sueño. Las de lluvia
son especiales para personas de sueño nervioso. Si usted es una per-
sona de sueño tranquilo, le recomiendo una de flores silvestres. El
sueño profundo se logra mejor y se prolonga con una almohada de
neblina. Las de luna llena son para quien vive solo y le teme a la so-
ledad. La luz de la luna es muy buena compañía; si lo sabré yo. En
cuanto a las de tiempo son ideales para personas de sueño comple-
to, es decir que nunca tienen prisa al despertarse y cuando lo hacen
están contentas y con ganas de hacer el bien a alguien.
Todos los días repetía la misma explicación, lo cual no era fastidioso
para él sino todo lo contrario. Y los clientes quedaban encantados.
Ninguno se iba con las manos vacías. Cada quien se llevaba la al-
mohada de su tipo de sueño, o al menos la satisfacción de haber
sido bien atendido.
Como era un hombre bajito y delgado que siempre andaba arropa-
do de almohadas, sólo sus vecinos lo conocían de cuerpo entero,
aunque apenas lo podían ver así los domingos cuando salía de su
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casa a pasear o a comprar en el mercado, pues trabajaba de lunes a
viernes y llegaba siempre de noche.
Cada día caminaba muchos kilómetros ofreciendo su mercancía, de
manera que cuando llegaba a su casa, en una barriada pobre, en lo
alto de una colina, muy lejos del centro de la ciudad, los pies apenas
podían tenerlo en pie. ¿Y los sábados? ¡Ah!, el sábado era un día
muy especial para el vendedor de almohadas.
Ése era el día de ir a la montaña muy temprano a recoger neblina, flo-
res silvestres, plumas de ave y mucho viento del norte, el cual to-
maba subiendo a la cima de la montaña desde donde se podía ver y
hasta tocar el mar.
Vivía solo. Al llegar a su casa, por las noches, se bañaba. Preparaba la
cena. Escuchaba un poco de música suave. Luego de cenar iba a la
cama donde tenía tres hermosas almohadas: una de neblina, otra
llena de luna llena y la más grande de tiempo de su reloj de oro.
Tomaba un libro muy grueso de la mesa de noche y comenzaba a
leer alguno de los maravillosos cuentos, poemas y fábulas que con-
tenía. Lo había comprado a un vendedor, de libros usados, el cual le
contó una extraña historia alrededor del mismo, pero hacía de eso
tanto tiempo que la había olvidado casi toda. En realidad el vende-
dor de almohadas era un mal lector, pues todavía no lograba pasar
de las primeras páginas del libro, ya que cuando comenzaba a leer
le entraba un profundo sueño. El libro terminaba dormido sobre el
pecho tranquilo del vendedor de almohadas.
Cada mañana salía muy temprano de su casa para poder llegar a tiem-
po a los lugares donde ocurría la mayor concentración de personas
que iban o estaban llegando a su trabajo. El hombre sabía que todos
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se habían levantado muy temprano, apenas los gallos, los relojes y
los radios anunciaban la cercanía del amanecer, y que todos lleva-
ban los ojos llenos de sueño.
Al ver las almohadas tan bonitas y tan bien anunciadas, algunas per-
sonas caían en la tentación de comprar una para apoyar la cabeza
y “echar un sueñito”, mientras subían en los ascensores hasta las
oficinas en los altos edificios que tapaban el sol y prolongaban las
brumas del amanecer. Otros, mientras, esperaban que el dueño
del negocio llegara con el manojo de llaves para abrirlo. Pero los
mejores clientes eran los que tenían que atravesar la ciudad para
llegar a tiempo a su trabajo. Ésos aprovechaban las suaves almo-
hadas y el ronroneo de los autobuses para completar la noche.
El vendedor de almohadas había descubierto que las mejores horas
del día para vender su mercancía eran tres: muy temprano (por lo
ya contado), de 2:00 a 3:00 p.m. por aquello de “la hora del burro”,
y a partir de las 6 de la tarde cuando todos regresaban cansados a
sus lugares de habitación.
La presencia de una hermosa y cómoda almohada achica los ojos de la
cara y agranda los del sueño y el cansancio. Él lo sabía, de manera
que aprovechaba esas horas.
Así transcurría la vida del vendedor de almohadas.
Hasta que un mal día, el país donde vivía entró en guerra con otro país
más grande y poderoso y toda la gente perdió el sueño. La guerra se
prolongó por mucho tiempo de manera que muchos oficios, nego-
cios y sueños quebraron:
—Los redactores de tratados de paz.
—Los poetas partidarios de hacer el amor y no la guerra.
81
—Los constructores de parques y de casas.
—Los músicos que componían hermosas canciones llenas de alegría.
—Los titiriteros, los saltimbanquis y lectores de la buena suerte.
—Los vendedores de almohadas.
Mientras que, lógicamente, prosperaron otros:
—Los redactores de declaraciones de odio y guerra.
—Los escritores partidarios de la violencia y la xenofobia.
—Los constructores y diseñadores de armas e instrumentos de tortura.
—Los mentirosos y atizadores del fuego y la discordia.
—Los fabricantes de pastillas para los nervios.
—Los vendedores de urnas, coronas y demás objetos funerarios.
El vendedor de almohadas, que no sabía hacer otra cosa, quedó en la
ruina. Un día, cuando más desesperado estaba y estaba pensando
en lo peor, un vecino suyo que lo apreciaba mucho y quería ayudar-
lo, le dio un consejo. Le dijo:
—Amigo, he pensado que tu profesión podría ser muy útil para po-
ner fin a esta guerra que está devorando a nuestro país y también
al de nuestros enemigos. ¿Por qué no inventas una almohada que
ponga en el corazón del que coloque su cabeza sobre ella, el amor
y el sentido de la paz? ¿Crees que podrás hacerla?
Al vendedor de almohadas se le iluminó el rostro como si el sol del
amanecer hubiera salido de adentro de sus ojos. Le dio las gracias
y un fuerte abrazo a su amigo y le prometió que lo intentaría.
Al día siguiente salió muy temprano hacia la montaña vecina donde
reunió toda la cantidad que pudo de neblina, flores silvestres, vien-
to del norte y de los demás puntos cardinales, alas de mariposas
muertas, restos de colibríes, hojas de muchas especies de árboles,
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nidos abandonados, pequeños caracoles sin madre, telarañas solas,
rayos de sol filtrados por entre las ramas y silencio, mucho silencio
del milenario bosque.
Regresó a su casa y comenzó a preparar la mezcla de cosas que había
recogido en la montaña, a la cual agregó todo el tiempo de su an-
tiguo reloj de oro. Por último, sacó un pequeño cofre que guarda-
ba celosamente en su mesa de noche, y de él tomó cierta cantidad
de un delicado polvo-azul-brillante que agregó a la mezcla ya pre-
parada.
Cuando tuvo cientos de almohadas listas, cargó sobre su cuerpo todas
las que pudo, y con la ayuda de su amigo partieron hacia el frente
de batalla, que por cierto ya estaba bastante cerca de la ciudad.
Encontraron a los dos ejércitos separados por un río de cadáveres.
Todos los oficiales y soldados se veían demasiado cansados y tristes
de hacer aquella guerra inútil que sólo servía para desangrar a los
dos países.
El vendedor de almohadas pidió hablar con el gran general que co-
mandaba la guerra del lado de acá. Cuando fue recibido, apro-
vechando un alto al fuego entre los dos bandos por escasez de
pertrechos, le explicó el objetivo de su visita. El gran general cre-
yó que aquel hombrecito estaba loco y decidió seguirle el juego,
pues le divertía verlo y oírlo después de tanto tiempo de oír y hacer
cosas tan serias como dirigir una guerra.
Al terminar de hablar, el vendedor de almohadas le regaló una es-
pecial al gran general, sugiriéndole que la usara aprovechando el
alto al fuego y, además, para que al descansar y despertar pudie-
ra ver mejor las órdenes futuras que daría y le darían la victoria.
83
Igualmente le dio una a cada uno de los oficiales que acompaña-
ban al gran general, diciéndoles lo mismo. Luego pidió permiso
para retirarse y se marchó con su amigo.
Aprovechando el alto al fuego que se prolongaba, lograron ir al cam-
pamento del ejército contrario y pidió hablar con el gran general
que comandaba la guerra del lado de allá.
Ocurrió lo mismo que en el campamento del lado de acá. Repartió
todas las almohadas que les quedaban.
Durante el resto de ese día estuvieron repartiendo almohadas hasta
que no quedaron sino las que él usaba en su casa y una bonita, de
flores silvestres, que le regaló a su amigo.
Esa noche durmió con un gesto de felicidad en su cara, sólo compa-
rable al que lucen las personas cuando aman y son amadas.
Al día siguiente en todos los diarios y noticieros de los dos países se
difundió la noticia que alegró a los dos pueblos. En los grandes
titulares podía leerse la gran noticia:
Y cuentan las crónicas del largo período de paz que aún disfrutan los
dos países, que los ejércitos siguen dormidos con la misma expre-
sión en el rostro de los grandes oficiales y hasta en el más biso-
ño de los soldados. Y que el vendedor de almohadas es un héroe
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inmortalizado en poemas y canciones, aunque hace mucho tiempo
que descansa en el seno de la tierra, a donde se llevó su secreto celo-
samente guardado en el cofre de su mesita de noche.
85
Pequeña sirenita nocturna
armando josé sequera
E l mismo día que cumplí once años, el tío Ramón Enrique salió
bien temprano para el Parque Morrocoy y cerca de una de las islas
pescó una sirena. Por la tarde, cuando regresó a Barquisimeto, la
metió en una jarra transparente y me la regaló.
La sirena hacía un ruido con la garganta que sonaba como “olaadí”
y así la llamamos. Era del tamaño de una anchoa, tenía el cabello
rubio y largo, tan largo que le cubría toda la espalda. Su mitad de
mujer era tibia y muy suave y la de pez bastante áspera. Lo que más
me gustaba de ella eran sus ojos enormes y sus pechos, chiquiticos
como un par de frijoles.
Al principio nadaba asustada en círculos dentro de la jarra, a la que puse
en mi mesa de noche. Luego se quedó tranquila, cuando miró en lo
profundo de mis ojos y supo que yo era incapaz de hacerle daño.
Durante los primeros días la tía Petra, mamá y mi abuela se escandali-
zaron de su desnudez y no recuerdo cuál de ellas le cosió unos suje-
tadores que ella se negó a usar. Después la aceptaron como estaba y
hasta le tomaron cariño, sobre todo desde la tarde en que comenzó
a cantar.
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Esa tarde, con su voz delgadita, como el hilo del que cuelgan las gotas
de lluvia, entonó una canción que resquebrajó la jarra y estuvo a
punto de causar una desgracia.
A partir de ese momento, cada vez que cantaba la metíamos en una
olla de peltre, en cuya superficie sobrenadaba un tapón de corcho,
que ella usaba como asiento flotante.
En año y medio que estuvo con nosotros aprendió a hablar como los
indios de la televisión y repetía con acento extranjero todas las gro-
serías que mis primos, mi hermano y yo le enseñábamos.
Como antes de dormirse en el fondo de la jarra le encantaba escuchar
la música de Mozart, a partir de no sé qué momento y hasta que
la devolvimos al mar, la llamamos “Pequeña sirenita nocturna”.
Después el nombre nos pareció muy largo y solamente la llamába-
mos “Pequeña”, únicamente la tía Petra siguió llamándola Olaadí.
Un amanecer me despertó su llanto. Gemía con ese silbido cristalino
que hacen las copas llenas de agua, cuando hace frío y se les acaricia
los bordes.
Demoró bastante en serenarse. Cuando lo hizo me habló con fran-
queza. Me dijo que desde hacía varias noches esperaba que yo me
durmiera para ponerse a llorar. No quería que me sintiera culpable
de su tristeza.
Me molestó saber que quería volver al mar, pero al rato comprendí que
ella vivía en la jarra como una prisionera y no como una amiga.
Esa misma mañana el tío Ramón Enrique nos llevó hasta la isla en
donde la había capturado. Tardamos casi tres horas en llegar y, du-
rante el viaje, a la sirena se le alegraron los ojos como si repentina-
mente se hubiera enamorado.
87
Se emocionó tanto al ver el mar que subió al borde de la jarra y varias
veces saltó fuera de ésta como un delfín.
La última parte del viaje la hicimos a bordo de una lancha y, para es-
pantarle la tristeza, la sirena cantó a dúo con el tío “Funiculí, funi-
culá”, una canción italiana.
Ya en la isla, la saqué de la jarra, la abracé con el meñique de mi mano
derecha y la coloqué en la playa sobre un caracol vacío. El mar la
borró con la siguiente ola.
Antes de irse sonrió, alzó y agitó el brazo y dijo como en las películas
de vaquero:
—¡Vayan con Dios, amigos!
Cuando no la vimos más, sentí que me ardía la mirada, porque dos lá-
grimas trataban de deslizarse fuera de ella.
¿Te cayó arena en los ojos? —preguntó el tío.
—Sí —respondí.
—A mí también —dijo, y, abrazándome, me llevó hasta el automóvil.
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Había una vez una mamá
maría luisa lázaro
H abía una vez una mamá tan, pero tan regañona, que vivía todo el
día diciéndoles a los niños:
—¡Niños!, no hagan eso, ni aquello. ¡Cuidado se caen! No suban por
ahí. ¡Por ahí no se metan! No toquen eso. ¿Por qué hicieron eso? ¡No
dañen eso! ¡quédense quietos! ¡Aquiétense! ¿Por qué no vienen co-
rriendo, no ven que los estoy llamando? ¡Dejen eso! ¡Cuidado! ¡Silen
cio! ¡Hagan silencio! ¡No jueguen con tierra! ¡Lávense las manos y la
cara! ¡Cepíllense los dientes! ¿Me oyeron o no? ¡Vengan inmediata
mente! ¡Esténse quietos que me marean! ¡Vayan a ver televisión!
Una noche, mientras dormía, se convirtió en una niña muy, pero muy
tremenda. No se estaba quieta ni un minuto. Todo lo tocaba. Todo
lo rompía. Le encantaba soltarse de la mano de su mamá y echar a
correr y se escondía encaramándose en cualquier árbol que encon-
trara, mientras la mamá le llamaba desesperada. Y se escapaba de
la casa y se montaba arriba de un muro bien alto y se quedaba so-
ñando. Y cuando iba para la escuela, se distraía en todas las bodegas.
Nunca escuchaba cuando le hablaban, siempre andaba en la “luna”,
pensando en quién sabe qué.
89
Entonces su mamá la persiguió con la paleta de la cocina y ella echó a
correr como siempre que le iban a pegar. Y corriendo, corriendo, fue a
parar a su cuarto, donde despertó asustada y convertida en una mamá
muy grande, con una paleta de cocina entre sus manos.
90
El barco pirata
jesús urdaneta
—A marra bien esa vela y baja nuestra bandera que estas aguas no
son seguras —le grité a Miguel. Navegábamos con buen tiempo,
pensé.
—José, cambia el curso a estribor… ¡Te dije a estribor! Estribor queda
a la derecha del barco.
En voz alta reflexioné:
—Eso me pasa por trabajar con marinos novatos.
—El viento sopla a nuestro favor —le dije a la tripulación— si las con-
diciones no varían, pronto cruzaremos el ecuador.
—Entonces tenemos que aprender a hablar ecuatoriano para que nos
entiendan.
—Pedro, por favor, no nos dirigimos al país que se llama Ecuador,
sino que vamos a cruzar la línea del ecuador. Además en Ecuador
hablan nuestro mismo idioma.
—Pero yo no conozco ese ecuador —insistió Pedro. Le expliqué que
era una línea imaginaria que divide al planeta en dos partes, el he-
misferio sur y el norte.
—Y no preguntes más —dije en tono imperativo.
91
De pronto el barco se sacude fuerte. Casi pierdo el equilibrio. Sorprendido
me percato de que el mar está quieto ¿Qué es esto? Me pregunta-
ba porque nunca había sentido esto en mi vida de marinero. ¿Qué
pasa?… Era Marinito saltando al lado de la vela mayor. Con gran
disgusto lo tomé del brazo y lo senté.
—Te dije que te quedaras sentado sobre esos sacos. No te das cuenta de
que puedes dañar las velas.
Con cara de lágrimas me respondió que se fastidiaba sin hacer nada.
No le hice caso; le ratifiqué el rumbo a Pedro; le ordené a Miguel
verificar el estado del velamen y tomé mi catalejo para ver el hori-
zonte.
—¡Qué veo! —el susto paralizó mis botas de capitán.
No lo quería creer. Sus ojos se hicieron más grandes que nunca. Al
emerger se detuvo por un instante pero de inmediato se enrumbó
hacia nuestra embarcación gritando:
—¿Qué han hecho con el colchón de mi cama? ¡Las sábanas limpias,
la escoba, las… el…! ¡Qué desastre, Dios mío! —gritó— ¡Se encie-
rran en su cuarto!
Camino al cuarto José le dijo a Pedro:
—Un barco es porque ya lo vemos como un barco, no como un col-
chón.
Mientras, Marianito llorando le decía a mi mamá que yo lo había obli-
gado a jugar a los piratas.
92
La gallina fantasma
mercedes franco
93
transformó en una piedra grande y redonda, de esas que en Oriente
llaman «guarataras».
Espantado, el campesino arrojó inmediatamente la guaratara que fue
a caer sobre la tumba. Y después de una larga carrera llegó al fin a
Clarines, donde contó lo que le había pasado.
Allí un anciano le relató la historia de un hombre que vivió en aquel
pueblo y que después de cometer muchos crímenes, fue asesina-
do por uno de sus enemigos. Ese hombre fue sepultado en aquella
tumba olvidada en el monte.
Desde entonces, su alma atormentada vaga en forma de una gallina y
pone huevos que se transforman en piedras, porque de esa manera
logra que la gente arroje piedras sobre su tumba. Y por cada piedra
que recibe, se le perdona uno de sus pecados.
94
Magnolia
silvia dioverti
95
Pero antes de descansar hay que bañar a Magnolia, que ya no es blanca
con manchitas negras, sino al contrario, porque el hollín penetra
por debajo de la chaqueta y hasta en los huecos de las orejas y de la
nariz.
Magnolia brinca de alegría cuando siente el agua fresca sobre su pelo
corto y pega el hocico contra la manguera. Bebe tanto que su ba-
rriga se redondea como la del camión. Por eso algunos la llaman
cariñosamente “Magnolia Cisterna” y dicen que, en caso de que se
acabe el agua, siempre podrán contar con la reserva de la panza de
Magnolia.
Luego del baño se echa a los pies del bombero de guardia y duerme.
Durante el sueño gruñe, para las orejas o gime. Es el Monstruo del
Fuego, con sus largos brazos y sus mil lenguas quien la atormenta.
Pero cuando la sirena vuelve a sonar es la primera en brincar sobre el
camión cisterna.
Desde su puesto de vigilancia olfatea el aire y ladra. Los bomberos
saben que ha detectado un animal en peligro o un nuevo foco de
fuego que resurge bajo la tierra negra.
A veces es tanta su desesperación, tan fuertes y lastimeros sus aullidos,
que los bomberos la bajan: “¡Anda, Magnolia, anda, pero mira bien
dónde pisas!” Y Magnolia sale, perdiéndose en los matorrales que
el fuego aún no ha alcanzado.
Siempre vuelve con algo en la boca, moviendo orgullosa su cola. A
veces es un pequeño conejo, otras, un pájaro desorientado por el
humo o una ardilla. Y no son pocas las veces que vuelve con una
botella o un gran pedazo de vidrio en la boca. Porque Magnolia
sabe que esa es la causa de la mayoría de los incendios. El vidrio,
96
bajo el sol, es como una lupa con la que el fuego busca los matorra-
les secos y los prende. “El vidrio es un peligro”, piensa Magnolia, y
lo hace desaparecer. Por eso los bomberos, cansados de que los va-
sos desaparezcan (la semana pasada encontraron varios escondidos
debajo de un mueble) decidieron comprar vasos de aluminio.
Mientras pasan los días, la Estación Nro. 10 se va llenando de ani-
males convalecientes. Algunos con las plumas chamuscadas, otros
con las patas ampolladas o casi ciegos por el calor del fuego. Todos
reciben cuidados y, cuando se mejoran, son llevados a los bosques
cercanos al Embalse de La Mariposa, donde estarán más protegi-
dos de los incendios. En esos momentos, y desde arriba del camión,
Magnolia hace ondear su rabo como una bandera para despedir a
sus amigos.
Y así pasa el lento y rojo verano con su cola de fuego, como si el mismo
Sol hubiera bajado a la Tierra y arrastrara su larga cabellera sobre
los bosques.
Después del baño Magnolia cae cada vez más cansada. Las almohadi-
llas de sus patas se van poniendo resecas y se agrietan. Se ha puesto
flaca y ya no juega con el chorro de agua de la manguera. Se deja
bañar sin intentar morderla, sin correr de un lado a otro para sal-
picar a sus amigos. Quietecita se deja bañar y lame las manos del
bombero en agradecimiento. Luego se echa, suspira y, en sueños,
vuelve a luchar contra el Monstruo del Fuego.
Y otra vez suena la sirena, vuelven las corridas, y le ponen su chaqueta
con el forro de amianto para protegerla de las llamas. Y así pasa un
día tras otro, hasta que el cielo comience a cubrirse de gordos y ne-
gros nubarrones.
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¡Y llegan las lluvias! La Brigada contra Incendios ha apagado un total
de noventa y nueve fuegos este verano, unos muy grandes, otros
más pequeños. En la Estación se descansa, por fin, un poco.
El capitán, que lleva anotados los incendios en el “Libro de Parte”, se
ha dado cuenta de que en todos participó Magnolia. También se da
cuenta de que, justo ese día, ella cumple años. Se lo dice a sus com-
pañeros y deciden comprarle un gran hueso.
Para que nada falte en esa celebración le han colocado al hueso dos
velas rosadas y lo llevan hasta donde ella duerme, arrullada por el
sonido de la lluvia. Lo primero que Magnolia ve al abrir los ojos
son las llamas. Y antes de que nadie pueda evitarlo, se lanza sobre
las velas y las apaga. Luego se sienta satisfecha y orgullosa de haber
cumplido, una vez más, con su deber.
Todos se echan a reír y el capitán exclama: “¡Cien, Magnolia, cien fue-
gos has apagado este verano!”
Por eso Magnolia ya no es Magnolia Cisterna, sino la Distinguida
Magnolia Cienfuegos.
98
Hombre al agua
luiz carlos neves
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Fernando no sabía nadar. De eso nos dimos cuenta cuando llegó a la
playa. No lo conocíamos, pero alguien habló con él. Caminaba por
el embarcadero como un equilibrista que hubiera perdido la cuerda.
Nos reíamos por dentro.
Yo no sé si fue Simón o José quien lo invitó a entrar al agua. Él no qui-
so: que hacía frío, que la brisa. Pero me acuerdo muy bien de Jesús,
fue quien lo empujó al mar.
Lo dejaron tragar agua por unas tres veces. O mejor, lo dejamos, por-
que yo también estaba allá. Lo saqué al ver que era muy pesado para
él. Salió tosiendo y llorando. Se fue a su casa sin mirar atrás.
Fernando intentó apartarse de nosotros. Pero nuestro caserío es un pa-
nal cuajado de niños. ¿Esconderse? ¿Dónde? Yo, pues siempre he
vivido aquí, podría contestar a esa pregunta.
Me acerqué a él. Temblaba. No yo, él. Pero al rato se fue acostumbran-
do. ¿Quién puede resistirse a una amistad?
Lo llevé a una pequeña playa, un refugio para cuando deseo estar lejos
del bullicio. Ahí le hablo a los peces y ellos, a su manera, me res-
ponden.
¿Si uno puede enseñar a nadar? Yo había nacido sabiéndolo. Me era
difícil explicárselo a alguien. Era como caminar, comer; en fin, co-
sas de todos los días.
Fernando peleaba con el agua. Se ahogaba en aire. Terminaba can-
sado, aburrido de la vida. Creo que empecé por ahí: uno debía ser
amigo del agua. Se escapaba algunas veces: una gripe, las tareas de
la escuela. Puro embuste.
Pero el mar es un juguete muy grande. Y de mucha paciencia. Yo tam-
bién tenía todo el tiempo para esperar a ver bajar la marea del miedo.
100
Fernando podría aprender a nadar. Lo supe el día en que tragó mucha
agua, salió tosiendo y sonrió. No para mí. Sonreía para sí mismo:
había encontrado la alegría del agua.
Mis amigos se habían medio olvidado de Fernando. Tampoco tenían
prisa. Un día él volvería al muelle. Y lo estarían esperando.
Una mañana después de haber ayudado a mi papá a sacar a la playa el
“Rosa de los Vientos”, nuestro bote, fui a jugar con mis amigos en
el muelle. Vi a Fernando poco después, caminando hacia nosotros
con su paso de gaviota tímida.
No hubo tiempo para saludos… lo echaron al mar. Fernando se atra-
gantó de aguas inexistentes, sorbió aires innecesarios: se ahogaba
de mentiras.
Cuando lo fueron a rescatar regresó al embarcadero sin ayuda, el cuer-
po chorreando aguas heroicas, la cabeza bien puesta sobre los hom-
bros, como debe ser. Me guiñó un ojo y se arrojó al agua. Fernando
pertenecía al mar. Y a nosotros.
101
El capitán
javier sarabia
102
Lo del contrabando sí era cierto, mis ojos ser desorbitaban y mi admi-
ración era cariño.
El viejo capitán lo sabía, me contrabandeaba cariño.
103
El tapiz
fanny uzcátegui
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moñitos en su cabeza de cristal. Más tarde el lago recibió el nombre
de Maracaibo y la laguna, el de Valencia.
Como todavía quedaban algunas hebras en la mano, tejió con ellas un
río tan ancho y grande que casi no cabía en el tapiz. Lo colocó en
torno a la Tierra como un hermoso y resplandeciente cinturón. Hoy
es el padre de los ríos y se llama Orinoco.
Hecho todo esto colgó el último trozo de lana azul desde un elevado
cerro y lo dejó caer hasta el corazón mismo de la selva. Y nació el
Churún-Merú o Salto Ángel, la caída de agua más alta del mundo.
El tapiz estaba quedando hermoso pero un poco plano. Le hacía falta
relieve. Con los colores ocres, grises, negro y blanco Madre Natu-
raleza construyó una imponente cordillera que colocó al oeste del
bordado. A otra cordillera más pequeña la ubicó frente al mar. La
grande es la Cordillera de Los Andes y la chiquita la de La Costa.
Para que el sol no perdiera su rumbo hacia el tapiz, bordó un gorri-
to blanco para la cumbre más alta de la Cordillera de Los Andes,
así el Pico Bolívar luce siempre un sombrero de nieve, que al lanzar
destellos plateados guía al astro rey por el camino correcto.
Para hacer la obra más colorida, su mano sabia lanzó al viento todos
los pedazos de lana que quedaban en el cesto, y el tapiz se cubrió de
flores, de sabrosos frutos, de multitud de animales que habitaron
las aguas, los árboles, la tierra, y que surcaban el aire pintándolo de
luz y armonía.
Antes de finalizar, como último y generoso regalo, escondió en el sub-
suelo abundantes riquezas minerales: petróleo, oro, hierro, diaman-
tes… para que los futuros habitantes los usaran cuando tuviesen
necesidad de ellos.
105
Era ya tarde cuando terminó el bordado. Madre Naturaleza, cansa-
da, se quedó dormida con una sonrisa de satisfacción en el rostro.
Sobre sus piernas descansaba la obra más hermosa que sus manos
habían hecho. Y en el borde del telar, en letras formadas por la luz
de las estrellas, podía leerse claramente el nombre del país que esa
tarde había regalado a la Tierra: VENEZUELA.
106
Colorín Colorado
velia bosch
H ubo una vez un grillo tan, pero tan astuto que ningún niño pudo
jamás cazarlo para su colección. Había encargado al más famoso de
los insectos sastres del sur de Australia los vestidos más engañaojos
que pudieran existir en el mercado. Los grillos viven mientras pue-
dan camuflarse entre las ramas y los tallos de las plantas y deben
cambiarse de traje tantas veces según los caprichos de la naturaleza.
Por eso los llaman insectopalo, insectocésped, insectotallo, insecto-
día, insectonoche, insectoagua y todas las combinaciones que puedan
soportar sus insignificantes apariencias. Claro, por obra y gracia de la
luz del sol y las propiedades refractarias del agua.
El grillo de nuestro cuento no murió por mano alguna sino de viejo, pero
además arruinado. Por supuesto que antes fue dueño de una poderosa
fortuna, la más inmensa que ninguno de su especie soñó jamás.
Más que rico fue un grillo avaro porque logró secuestrar los colores que se
le escaparon al arcoiris en sus múltiples descuidos, los que dejaba el sol
sobre las conchas marinas, los esplendorosos brillos de los médanos,
los rubores de las rosas, los de las orquídeas, sin olvidarse de los que
por milenio duermen en los polvillos de las alas de las mariposas o de
107
los dedos de los corales, las pompas de jabón y aquellos que los comer-
ciantes habían logrado almacenar por tantos años en las acuarelas y
paletas de los pintores.
Y como todo avaro consigue sus aduladores, al grillo del cuento le
compusieron hasta una canción que decía más o menos así…
Colorín de luz Azul y verde
color del sol color del jardín
verde azulado colorín amarillo
color calor colorado colorín
Ciertos entendidos comentaron que en la canción se escondían im-
portantes secretos, pero el grillo no quiso o no pudo encontrarlos
sino que trató por todos los medios de combinación inventarse un
lema para su banco. Sí, para su banco, porque tan millonario fue en
pigmentos y combinaciones de luces que se le ocurrió convertir en
dividendos toda aquella abundancia, por supuesto, debido a la de-
manda de la Gran Bolsa.
Metido en su rincón, noche tras noche trasnochándose cambiaba los
versos de lugar. Dicen que ésta fue una de las tantas versiones:
Verde azulado Colorín amarillo
color calor verde azulado
colorín de luz color del jardín
color de sol colorín Colorado.
Lástima que no aprovechó su talento en una empresa tan hermo-
sa como la poesía. Así quedó el lema, después de haber echado al
charco todas las combinaciones:
COLORÍN COLORADO EL QUE NO INVIERTA QUEDA
ARRUINADO
108
Esto, por supuesto, lo convirtió en el grillo más solicitado de los alrededo-
res. Todos se peleaban por sus servicios y pagaban intereses cada vez
más altos con tal de no aparecer desteñidos o fuera de moda. Hasta di-
cen que abrió tarjetahorros y que mientras más grillahorros había más
bajaban los intereses para los desprevenidos y más subía el capital para el
grillo de nuestro cuento.
Fue así como aquellos pobres animalitos reventaron sin llegar a decir “esta
garganta es nuestra”; muchos no vieron la estación de las lluvias ni el día
de la recolección de las cosechas ya que no pudieron cambiar de trajes.
Ocurrió entonces que el sol arrugó su frente dorada y redonda por tamaña
injusticia y mandó a fabricar un gigantesco sombrero rojo, del más puro
rojo que ha podido existir y se lo puso sobre la cabeza, nada menos que
al cielo, que por esos días estrenaba unos azules esplendorosos. Ya pue-
den imaginarse lo que sucedió.
Al instante se borraron los colores. Únicamente la luna prestaba su penum-
bra pero ésta no bastaba y hasta se escribió en ciertos tratados de historia
que los terrícolas tropezaban por todas partes y perdían los caminos.
Esto lo investigó PIRILUMPO:
Que no se distinguían los pájaros de los murciélagos, las palomas de las
cigüeñas, etc., etc. Ese día se registró un fenómeno que quién sabe si
volverá a ocurrir dentro de miles de trillones de trillones de milenios.
Los grillos lo recuerdan como el día de la quiebra del grillo avaro y co-
rrupto, mientras que algunos poetas continúan cantando al eclipse
del cielo de los grillos.
Desde entonces por los campos se teme la vuelta de aquel que llaman
Colorín Colorado.
109
Los tropitrolls
marissa arroyal
110
al norte del Círculo Polar, de ahí que la palabra Noruega signifique
“el camino hacia el norte”.
—Noruega es un país de montañas —dijo Romi—, si viajas en tren,
la vista se interrumpe a menudo porque continuamente se pasa por
túneles, y sólo se sale a la luz del día para tomar aliento. Si viajas
en autobús, los caminos de montaña son tan estrechos que parece
como si estuvieras a punto de caerte. Por eso los noruegos son tan
aficionados a esquiar en invierno… ¡es más fácil viajar en esquí!
—Leí en internet que descienden de los vikingos, que llevaban la bar-
ba larga y eran grandes navegantes y guerreros —intervino Alex—.
El animal más popular es el alce, y tienen unos duendes comiquísi-
mos llamados trolls…
¡Por cierto! —recordó Romi— ¡Mi regalo especial!
Y corrió a buscar su morral. Cuando regresó le pidió a los niños que
cerraran los ojos, y depositó en sus manos extendidas, un pequeño
envoltorio de papel celofán.
—Ya pueden abrir los ojos —ordenó con alegría.
Los niños dieron gritos de sorpresa. Dentro de cada envoltorio había
una figura de chocolate.
—Son trolls —dijo la hermana mayor—, los duendes de Noruega. Los
encontré en una chocolatería de la antigua ciudad de Trondh. Me
separé un momento del grupo con el que viajaba y me metí por un
callejón. En la planta baja de una casa de madera, medio escondida
entre dos postigos, apareció una vitrina repleta de trolls de chocola-
te. Sobre la puerta de la tienda había un letrero con extraños signos
que no pude descifrar. Al entrar me atendió un viejo antipático,
pero como sé que mis hermanos tienen debilidad por el chocolate,
111
compré estos dos duendes que estaban acomodados el uno al lado
del otro. También, escogí algunos animalitos para mis amigos. Les
gustaron tanto que regresamos a buscar otros. Lo curioso es que no
pudimos encontrar la tienda.
En verdad, las figuras eran raras pero perfectas. A pesar de ser de cho-
colate, todos los detalles estaban cuidadosamente reproducidos.
La figura que le correspondió a Alex representaba a un sonriente hom-
brecito con la cabellera erizada como por un fuerte viento, grandes
orejas y una abultada nariz. Estaba sentado sobre un baúl decorado
con dibujos de flores y frutas. La de Xavi, aunque también tenía el
cabello erizado, grandes orejas y ojitos risueños, era una figura fe-
menina —vestía falda y chaleco—, y llevaba en la mano una canas-
ta con bayas.
Tarde a la noche, los niños se despidieron con un beso y se fueron a
dormir. Ya en su cuarto, antes de acostarse, de mutuo acuerdo, de-
cidieron conservar los simpáticos trolls y los pusieron en la estante-
ría junto a los libros de estudio y los álbumes de barajitas.
Durante un rato se escucharon risas y voces que provenían de la sala,
luego la casa quedó en silencio. Todos dormían profundamente
cuando, de repente, se oyó tal alboroto que los niños se desperta-
ron, encendieron la luz y saltaron de la cama.
La perrita Joli perseguía lo que parecía ser un ratón, y ¡logró atraparlo!
Alex, rápidamente, se aproximó y la obligó a soltar la presa que su-
jetaba en el hocico.
—Xavi ¡mira! ¡mira! —exclamó sin poder creer lo que veía.
Lo que ahora tenía en la mano no era un ratón sino ¡un troll de carne y
hueso!
112
—Uf, qué alivio —escucharon que exclamaba con voz casi impercepti-
ble, el otro troll que estaba encaramado sobre la cabeza de la perra.
Asombrado, Alex se sentó en la cama sosteniendo en su mano la mu-
jercita rescatada.
Xavi revisó la repisa pero sólo pudo encontrar un pequeño baúl de ma-
dera y una canastita con bayas rojas.
Mientras los desconcertados niños atendían a Maike —así dijo lla-
marse—, el otro duende saltó de la cabeza de Joli, corrió ágilmente
por la pared y se les aproximó. Les explicó que los duendes pueden
dominar todas las lenguas de los humanos y les dio las gracias por
haber salvado a su prometida.
Joli, parada sobre sus patas traseras, olfateaba y trataba de treparse a la
cama sobre la que los duendes danzaban con alegría. Pero los niños
le ordenaron que se echara y, cabizbaja, obedeció.
El hombrecito se presentó como Trond, un troll de los bosques de
Noruega. Les explicó que hay distintas clases de duendes: de las
casas, de los bosques, y hasta de las dunas.
También les contó que un brujo lo atrapó junto a su novia, cuando lle-
vaban el baúl del ajuar de casamiento hasta su nueva casa. El resto
de la familia y amigos lograron escapar. El hechicero acechaba a los
gnomos y a los animalitos del campo para transformarlos en figuras
de chocolate, que luego vendía en su tienda.
El hechizo sólo se rompía si alguien los miraba con amor, aunque sólo
fuera un instante. Y como son muy pocas las personas que miran con
amor, eran muchos los duendes y animalitos que desaparecían engu-
llidos como sabrosos chocolates. Esa noche, en el momento en que los
niños sacrificaron su glotonería, comenzó a deshacerse el maleficio.
113
Así fue como Trond y Nike se quedaron a vivir en el apartamento de la
familia. Los hermanos ahora compartían un gran secreto.
A los trolls les costó acostumbrarse a su nuevo ambiente. El aire de la
ciudad les producía picor en la nariz. Estornudaban continuamen-
te. Cosa que no les hacía gracia porque los duendes utilizan la nariz
para conocer el mundo que los rodea. Para recuperarse pedían té de
flores frescas de saúco o leche de cabra con miel, y se desilusionaban
cuando no conseguían lo que querían.
En las noches —los trolls duermen durante el día y se despiertan
al atardecer— correteaban por la casa haciendo mil travesuras.
Buscaban setas en el musgo de la orquídea, y nidos de pájaros en el
arbolito de naranjas chinas de la mamá. Todo lo movían o cambia-
ban de lugar: la espuma de afeitar de papá aparecía con los condi-
mentos de cocina; el perfume de Romi entre los patines, la pelota
de fútbol de Xavi en el canasto de la ropa sucia, y los juegos de vi-
deo de Alex en el gabinete de las papas.
Los niños se cansaban de acomodar lo que los trolls desacomodaban,
pero los querían porque eran amigables y divertidos y hasta podían
predecir el clima: “mañana lloverá” —anunciaban— y así sucedía
invariablemente.
Cuando se producía algún altercado o disputa en la casa, como suele su-
ceder en casi todas las casas, los trolls abrían su baúl: un tintineo de
campanitas se esparcía y, como por arte de magia, todos se amigaban
y la paz volvía al hogar.
Pero una noche los niños encontraron a Maike llorando:
—Nunca tendremos nuestra casa en la raíz de un árbol. Ni un ratonci-
to campestre de mascota. Ni un grillo guardián. No compartiremos
114
nuestras provisiones con las ardillas. No atenderemos a los anima-
les heridos. Ni sembraremos un árbol cuando nos nazca un hijo.
Los dos hermanos se miraron sin hablarse, a veces no necesitaban ha-
cerlo para entenderse bien.
Un día, a la hora en que la luz del trópico parece reverberar, tomaron
el teleférico que asciende hasta la cima de la montaña junto a la ciu-
dad.
Trond, con el diminuto baúl, iba acomodado debajo de la cachucha de
Alex. Maike, con su canastita, debajo de la Xavi.
La cabina, desierta a esa temprana hora de la tarde, subía lentamente
mientras dejaban atrás la ciudad. Abajo y alrededor se extendía un
espeso bosque, lagos de niebla, bambúes y grandes helechos. De
vez en cuando escuchaban el sonido de una cascada cayendo en la
penumbra del bosque. Los trolls, que tienen un oído muy agudo, se
asomaban con silbidos de admiración.
Al llegar al terminal, los niños tomaron un camino que trepaba aún
más por la montaña.
Ya el azul del cielo comenzaba a esfumarse entre gris y blanco, algunos
grillos madrugadores cantaban y un hondo aroma se elevaba de la
tierra, cuando los niños se sentaron en una piedra a un lado del ca-
mino. Se quitaron las gorras, depositaron el baúl y la canastita sobre
un tronco caído y esperaron a que sus amigos, con la velocidad que
los caracterizaba, inspeccionaran el lugar.
Trond regresó diciendo que una ardilla conocía el tronco hueco de un
árbol donde podrían pasar la noche. Además, la tierra era muy bue-
na para un horno de alfarero. A Maike, una tortolita le avisó de
115
un nido deshabitado, y en un matorral cercano descubrió un lugar
donde podía columpiarse.
El atardecer no demoraba. La luna, como un gajo de naranja, se eleva-
ba en el horizonte. Los niños tenían que regresar y, aunque llevaban
linternas en la mochila, no querían preocupar a sus padres.
Nuevamente escucharon el tintineo de campanitas: una caja de mú-
sica suena cuando el baúl se abre. Los trolls guardan en el arcón
todas sus pertenencias: herramientas de trabajo, poemas y dibujos,
el Libro de Familia, donde registran los acontecimientos relevantes
del mes, y el Libro Secreto que leen todos los días antes de irse a
dormir.
Trond y Maiken buscaron y rebuscaron en el cofre, que a pesar de
su reducido tamaño contiene infinidad de cosas, hasta que saca-
ron una diminuta hoja de papel enrollada y atada con una cinta.
Solemnemente se la entregaron a los niños y les pidieron que no la
leyeran hasta llegar a la casa.
Luego, cargaron el baúl entre los dos y se adentraron en el bosque.
Esa noche, en su cuarto, Alex y Xavi, desenrollaron el papel y con la
ayuda de una lupa leyeron la extraña escritura. De manera miste-
riosa, supieron que la inscripción decía:
Todo está en la naturaleza
y la naturaleza está en todo.
Cuídala y ella te cuidará.
Así fue como desde entonces los trolls habitan en la montaña com-
pañera de la ciudad. Bien recibidos por los duendes criollos, par-
ticipan de sus celebraciones nocturnas. Felizmente adaptados a su
116
nuevo entorno, construyen sus casas en los frescos cañaverales de
bambú, y comen mangos y otras delicias silvestres.
Dieron inicio al linaje de Los Tropitrolls. Los felices trolls del trópico.
117
Por qué Estelita no se bañó en vacaciones
fedosy santaella
H ubo una época en que la vida de Estelita fue tan gris como un do-
mingo lluvioso. De esos que lo ponen a uno triste y callado a mirar
por la ventana como si estuviera encerrado en una cárcel. No era
para menos: su papá se había ido de casa.
Una palabra había llegado a los oídos de Estelita por aquellos tiempos.
La palabra era “divorcio”. No sabía decir cuándo fue la primera vez
que la escuchó, ni quién la había nombrado. Pero la palabra estaba
allí, poderosa y terrible, como un enorme y peligroso dinosaurio.
Una vez su mamá le dijo que se estaba separando de papá porque era
lo mejor para todos, porque así no pelearían más y ya nadie tendría
que sufrir y llorar.
Su papá también le dijo que, aunque él se iba a vivir a otra parte, la se-
guiría queriendo igual.
Así que el divorcio era una separación para siempre donde había mu-
chos papeles, firmas y abogados. No se hablaba sino de eso. De lla-
mar a los abogados, de sacar los papeles, de firmarlos para acabar
con “esta locura” (así decían ellos) de una vez por todas.
118
Llegaron las vacaciones de Semana Santa y, por asuntos relacionados
con el divorcio, a Estelita le tocó quedarse con su mamá.
—Estoy muy cansada y me molesta la luz —dijo su mamá el primer
día de vacaciones, y luego tapó las ventanas con pesados y oscuros
cortinones.
Ya satisfecha de la oscuridad que la rodeaba, se echó en el sofá de la
sala, y, con un hilo de voz entristecido, alcanzó a decir:
—Yo sólo quiero descansar y ver telenovelas.
Los primeros días, Estelita los pasó frente al aparato de TV, pero en
realidad no veía las imágenes sino que pensaba en su papá y en los
tiempos cuando vivían juntos y la casa estaba llena de risas.
Una mañana, cansada de las sombras perpetuas que poblaban la casa,
Estelita se fue al jardín a buscar un poco de luz.
Se sentó en la hierba, bajo el árbol grande y, por no dejar, se puso a ju-
gar con sus muñecas. En sus fantasías, las muñecas y los muñecos
eran felices y estaban enamorados para siempre.
Al final de la tarde, Estelita regresó a la sala de estar y dijo:
—Mami, mírame, estoy toda llena de tierra.
Su mamá estaba viendo una telenovela y ni siquiera la vio.
—Sí, sí, hija —dijo su mamá con voz de aburrimiento.
Estelita se dejó contagiar por el abatimiento de su mamá y se acor-
dó otra vez de lo vacía que estaba la casa sin su papá. Desganada,
Estelita se acostó a dormir sin bañarse.
Con los días, Estelita se fue poniendo más sucia. Su pelo se convirtió
en una maraña de alambres, sus uñas en un depósito de materia os-
cura y su ombligo en una piscina de barro reseco.
119
Entonces se terminaron las vacaciones y Estelita le recordó a su mamá
que ambas tenían que salir al mundo, a trabajar su mamá, a estu-
diar ella.
—Ah, sí… el trabajo… las clases… —dijo su mamá, como pensando
en otra cosa— Bueno, anda, vístete.
Ya en la sala, vestidas de mala manera, pasaron junto al sofá camino a
la puerta. La mamá de Estelita se quedó viendo el mullido mueble,
se acercó como quien no quiere la cosa y se dejó caer, agotada.
—No tengo ganas de hacer nada, hija, ni siquiera de ir al trabajo.
Estelita quiso decir algo, pero ya se hacía tarde para el colegio. Así
que, sin beso, sin bendición ni nada, salió corriendo a ver clases.
El colegio Don Quijote quedaba a tres cuadras de la casa y Estelita lle-
gó rápido. Apenas entró al patio, todos los niños se taparon la nariz
y dijeron:
—¡Fo, fo, Estelita, huele muy mal! ¡Ay, ay, qué mal huele Estelita!
Entonces la maestra preguntó:
—¿Estelita, niña, por qué hueles así?
—¡Ay, maestra, en todas las vacaciones no me metí a la ducha ni un
día!
—¡Lo siento, Estelita, regresa a tu casa y báñate! —ordenó la maestra.
Estelita se fue caminando muy triste.
—Si papá estuviera con nosotras —se dijo—, esto no habría pasado.
Cuando llegó, se encontró a su mamá en la puerta de la casa.
—Mami, en el colegio me dijeron que me regresara porque no me ha-
bía bañado.
—¡Ay, hija, a mí también me dijeron en el trabajo que me fuera porque
olía muy mal!
120
La mamá se puso a llorar, y, tan sucia tenía la cara que las lágrimas le
hicieron caminitos de limpieza por las mejillas.
Estelita se le quedó viendo, calladita, preocupada. Entonces, un paja-
rito pasó volando sobre su cabeza. Estelita alzó la vista y vio a los
árboles, el azul inmenso y la alegría de la luz. El aire acarició su
cara y Estelita hizo una enorme sonrisa.
—Mami, vamos a darnos un gran baño de felicidad —dijo.
Su mamá la miró extrañada, como si no la reconociera; pero acto se-
guido a ella también le floreció una sonrisa entre los labios.
Mamá e hija entraron a la casa tomadas de la mano. Corriendo, rién-
dose, apartaron los cortinones. La luz entró tan alegre y enorme
como un río, y las cosas se bañaron de un calor tibio y sereno.
En trajes de baño, felices como si fueran para una piscina, Estelita y su
mamá se metieron en una gran bañera llena de agua transparente
donde se reflejaba el sol.
Las dos estaban tan sucias que el agua se puso muy negra. Del cabello
les salieron moscas, mosquitos, culebras, sapos y un montón de bi-
chitos muy feos. El champú se les acabó y el jabón se les gastó.
Quitaron el tapón de la bañera y el agua sucia huyó apresurada dando
vueltas por el agujero de la tubería.
Volvieron a poner el tapón, dejaron correr el agua limpia y volvieron a
meterse. Pero estaban tan sucias que el agua se puso negra otra vez.
Vaciaron la bañera una vez más y la llenaron de nuevo.
El agua se puso otra vez muy negra, y así pasó unas cinco veces hasta
que a Estelita y a su mamá se les salió todo el sucio y quedaron lim-
pias y perfumadas.
—¡Qué bien olemos, hija! —exclamó la mamá, contenta.
121
Y ya vestidas y peinadas dijo:
—¡Vamos, te acompaño al colegio!
Llegaron a la hora del recreo.
Todos en el patio se preguntaron sonrientes y encantados:
—¿Pero quién huele tan rico?
—¡Nosotras! —respondieron Estelita y su mamá al unísono.
Las maestras y los niños del colegio se acercaron, parecían robots, o
gente hipnotizada por el maravilloso aroma que desprendían la ma-
dre y la hija. A poco, todo el colegio las rodeaba.
Estelita y su mamá se abrazaron muy contentas y, cuando llegó el mo-
mento de entrar al salón, se despidieron con besos y sonrisas.
Al final de las clases, la mamá de Estelita la estaba esperando en la
puerta del colegio.
Se fueron tomadas de la mano, cantando una bonita canción, porque
iban felices de estar juntas y de ser dueñas del aroma maravilloso
que llenaba aquella tarde tan fresca.
122
El aquelarre de la señora Muelas
y la señora Morcilla
laura antillano
123
y llama a grito pelao a quien tú quieras”, les digo que es efectivo,
enseguida viene Almendra a casa, que es mi amiguita más querida
y vive en la calle de atrás).
Les decía, pues, que la señora Morcilla y la señora Muelas despiertan a
toda la cuadra con sus escobas, mojan todo, no recogen la basura y
después pasan largos ratos cuchicheando. Creo que no les da tiem-
po de hacer nada más en el día.
Pero, hoy cuando mamá regaba con la manguera las tres enredaderas
de flores: la de Jazmín, la de Treyolí y la de Palonegro, la señora
Muelas entró a casa, como flecha, aprovechando que el portón es-
taba abierto y fue directo a donde estaba mamá, sin dejar antes de
dar una mirada a través de las ventanas para saber qué teníamos
dentro, pienso yo (y Aníbal también).
Mi mamá se quedó sorprendida y le preguntó:
—¿Qué desea, señora Muelas? —como ella siempre pregunta.
Y la señora Muelas enseguida se lanzó con un montón de palabras, de
que a ella y la señora Morcilla no les gusta como mamá decoró el
frente de nuestra casa, porque no se parece a los otros, con esas matas
de palma que sembramos y los poemas que mi mamá escribe en el
muro, en lugar de tener una reja reforzada como las de ellas y poner
piso de cerámica. Ella habla y habla, e insiste en que las casas de la
calle sean todas iguales, porque ellas eliminaron los árboles de la ace-
ra para destacar sus fachadas y mamá, en cambio, se empeñó en dejar
el nuestro (uno de acacia, así se llama, que da flores anaranjadas).
Mamá la mira como si no la mirara y se detiene a quitar las hojitas se-
cas de las enredaderas, apenas mueve la cabeza, frente al bla- bla de
la señora Muelas.
124
Mamá revisa la mata de helechos en su cesta, y la mata de bellaalason-
ce, y el orégano orejón, y la señora Muelas atrás con su bla-bla-bla y
su tucututú. Mamá sólo dice: “Ajá” y lleva la manguera regando la
tierra y las raíces de cada planta.
Por fin se va la señora Muelas, da vuelta a su cabeza y con el mismo
ritmo con el que entró a casa sale, diciendo algo bajito que ni si-
quiera entendemos, enseguida cruza la calle y se acerca a la reja de
la señora Morcilla quien ya la esperaba, y allí se quedan las dos en
su concierto de siseos de siempre.
Voy hasta donde está mi mamá y le pregunto: —¿Qué pasó?
—Nada, mi amor, nada, alguna gente a quien no le gusta la vida de las
plantas, ni de los niños, ni de los pájaros, y quieren que todos sea-
mos parecidos a ellos.
Yo me agarro de una pierna de mi mamá y desde allí veo el cielo, con
un Sol grande para todos, y las nubes que parecen un dibujo a su
alrededor. Y me acuerdo de que hoy merendaremos pan con man-
tequilla y miel, porque mamá me ha prometido hacer tostadas en el
sartén.
Y veo la flores de la acacia, que es árbol con nombre de mujer, y siento
que me gusta como nunca.
Entonces digo:—¿Es la hora de la merienda, mamá?
—Si, mi niña, nos vamos a merendar.
Mamá cierra la llave del agua, recoge la manguera y en un momentito
estamos en la cocina para la merienda.
¿Y la señora Muelas?
—Ya se fue, con su bla-bla a otra parte. ¿Tú también quieres merendar?
125
126
Glosario
127
Moriche: varias especies de palmeras. Chinchorro elaborado con fibra
de moriche (hamaca).
Patilla: sandía.
Parchita: maracuyá.
Pegostoso: impregnado de una sustancia que se adhiere.
Peñero: embarcación pequeña y rústica.
Platanazo: caída de una persona chocando todo el cuerpo contra el
suelo.
Refunfuñar: emitir voces confusas o palabras mal articuladas entre
dientes en señal de enojo.
Sabaneo: de sabanear, revisar o buscar el ganado que pasta en una sa-
bana, se usa metafóricamente.
Toronja: grapefruit.
Trespuños: embarcación con cubierta corrida y enteriza. Generalmente
tiene tres velas montadas en un solo palo.
Troja: andamio de madera y cañas cubierto con ramas, que se utiliza
para proteger el maíz del agua y del sol, y evitar que lo coman los
pájaros.
Volido: modo coloquial del verbo volar. Echó un volido: salió volando.
128
Notas sobre los autores
129
bebé (novela, 1913); Tierra del sol amada (novela, 1918) y La casa de los
Ábila (novela, 1946).
130
durante la Colonia e Independencia, también sobre el feminismo. Su
novela Ifigenia (1924) ganó el primer premio en un concurso de escrito-
res americanos en 1924. Publicó, entre otros: Diario de una señorita que
se fastidia (1922), La mamá X (1922), Memorias de Mamá Blanca (nove-
la, 1929), Cartas (1951), Tres conferencias inéditas (1953), e Historia de la
Señorita Grano de Polvo, bailarina del Sol.
131
orlando araujo (Calderas, 1928 – Caracas, 1987)
Ensayista, cuentista y periodista. Cursó estudios de Letras y Economía
en la Columbia University de Nueva York. Ejerció la docencia en las
facultades de Economía y Humanidades de la Universidad Central
de Venezuela y fue director de la Escuela de Letras de la misma casa
de estudios. Obtuvo diversos premios por su obra: primer premio en
el Concurso de Cuentos de El Nacional (1968) y Premio Nacional de
Literatura (1975). Entre sus libros destacan: Lengua y creación en la obra
de Rómulo Gallegos (ensayo, 1955), Compañero de viaje (relatos, 1970),
Contrapunteo de la vida y muerte, Ensayo sobre la poesía de Alberto Arvelo
Torrealba (1974), Los viajes de Miguel Vicente Pata Caliente (relatos in-
fantiles, 1977), 7 cuentos (1977), Glosas al pie de monte (relatos, 1980),
Cartas a Sebastián para que no me olvide (relatos, 1988), La yunta borra-
cha (cuento) y En busca del reino perdido (ensayo).
132
marisa vannini (Italia, 1929)
Reside desde hace años en Venezuela, donde ha ejercido como titular de
la Cátedra de Italiano del Departamento de Idiomas Modernos de
la Universidad Central de Venezuela. Tuvo a su cargo la Cátedra de
Literatura y Bibliotecas Infantiles. Ha publicado numerosos libros
por los que ha recibido diversos premios, La fogata (editorial Juventud,
1979), premio europeo de literatura juvenil en la provincia de Trento,
para libros inéditos. Su interés por conjugar historia y novela se revela
en la trama de El oculto, (Editorial Juventud, 1990).
133
cósimo mandrillo (Zulia, 1951)
Licenciado y Magíster en Literatura Venezolana por la Universidad del
Zulia. Doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de
Iowa (EEUU). Ha publicado entre otros títulos y artículos: Víbora y
Barro: Acercamientos a la obra de Gustavo Díaz Solís; Literatura zuliana
siglo XIX; De los inicios a Ildefonso Vázquez; Antología poética de María
Calcaño; Migra; Poemas de lengua brava; Parte de guerra; El Árbol de ju-
gar; El mundo es una piedra y La ciudad de Udón.
134
Informativo) del Ministerio de Educación (Caracas 1997). Premio úni-
co de la Bienal Latinoamericana “Canta Pirulero” Ateneo de Valencia.
135
(1992) mereció el segundo premio del concurso de novela Miguel Otero
Silva de la Editorial Planeta (1991). Otros libros publicados son: Los
cuentos del taller, Vuelven los fantasmas y La piedra del duende (Alfaguara,
2000). Con Fantasmas clásicos de la llanura recibió el Premio Universidad
de los Llanos (Cojedes, 2000).
136
javier sarabia (Caracas, 1953)
Director de la Cinemateca Nacional, guionista, productor y director de vi-
deos, ex director del Centro Audiovisual de la Universidad Nacional
Abierta, ha recibido numerosas distinciones y reconocimientos por su
trabajo. Con El capitán y otros cuentos ganó el premio de Monte Ávila
Editores, para autores inéditos en literatura infantil.
137
Pirulero) y, junto con Juan Ramón Pérez, Bambú y Sombrero (premio es-
pecial Bienal de Literatura Infantil Cofae). Fue seleccionada para una
residencia en México a través del Concurso PIRA 2005.
138
Bibliografía
139
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Mérida.
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Vannini, Marisa (2000). El gato de los ojos dorados, Monte Ávila Editores
Latinoamericana, Caracas.
141
Índice
Glosario 127
Nota de los autores 129
Bibliografía 139
Edición digital
agosto 2017
Caracas - Venezuela