Arcángeles Doce Historias de Revolucionarios Herejes Del Siglo XX PDF
Arcángeles Doce Historias de Revolucionarios Herejes Del Siglo XX PDF
Arcángeles Doce Historias de Revolucionarios Herejes Del Siglo XX PDF
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Los derechos derivados de usos legítimos u otras limitaciones reconocidas por ley no se ven afectados
por lo anterior.
Primera edición:
Editorial Planeta, Barcelona, junio de 1998
Primera edición de Traficantes de Sueños:
1.000 ejemplares
Marzo de 2011
Título:
Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del
siglo XX
Autor:
Francisco Ignacio Taibo Mahojo
Maquetación y diseño de cubierta:
Traficantes de Sueños
taller@traficantes.net
Edición:
Traficantes de Sueños
C/ Embajadores 35, local 6
28012 Madrid
Tlf: 915320928
editorial@traficantes.net
Impresión:
Gráficas Lizarra
Ctra. de Tafalla, km. 1, CP: 31132, Villatuerta, Navarra
Tlf: 915305211
ISBN: 978-84-96453-59-3
Depósito legal: NA-1249-2011
Arcángeles
Doce historias de
revolucionarios herejes
del siglo XX
historia
Este libro está anclado en mi memoria tribal y dedicado por tanto
a Ignacio Lavilla, Benito Taibo, Adolfo Maojo y Marino Saiz,
nuestros abuelos, los patriarcas de la tribu,
los que nos enseñaron todo.
Siento que ya no estén aquí.
Salimos de la nada, entramos en el dominio
de la voluntad.
Víctor Serge
Resulta muy difícil lidiar con personajes como los de este libro sin tener
que pasar por el profundo miedo de que la literatura pueda dañarlos,
debilitarlos, reblandecerlos en el mito. Así, las historias han sido con-
tadas con la timidez narrativa del historiador que de vez en cuando era
sacudido un poco por la audacia apesadumbrada del escritor. Sobrará
tiempo para arrepentirse.
La unidad entre los personajes reunidos está más allá de sus pro-
puestas ideológicas, aunque todos ellos se encuentran en el amplio
espacio de la izquierda y en el camino sin retorno de la revolución:
Friedrich Adler fue un socialdemócrata que llegó al magnicidio por
razones morales y Librado Rivera un anarco cuasi-gandhiano y sindi-
calista que creía en el poder de la palabra escrita y en las virtudes de
la intransigencia; Larisa Reisner y Joffe fueron marxistas bolcheviques
formados en la izquierda socialdemócrata de principio del siglo XX;
Sebastián San Vicente, en cambio, fue un impenitente bakuninista, en
las tradiciones del anarcosindicalismo más ortodoxo; Peng Pai fue un
marxista chino (con lo que esto ya pueda tener de variante) y además
un convencido agrarista; nunca he podido saber lo que fue Piero Mala-
boca, fuera de que se trataba de un internacionalista rojo y deslengua-
do; pero Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros fueron una especie de
comunistas caseros, irreverentes marxistas a ratos, ortodoxos en otros
y siempre revolucionarios pintores; Buenaventura Durruti y Francisco
Ascaso fueron anarquistas de acción con una fuerte vertiente obrerista
y Juan R. Escudero un socialdemócrata firme creyente en el valor del
voto y en las formas jurídicas, pero sobre todo en el valor de la moral
y el ejemplo; Max Hölz fue un comunista revolucionario partidario
de la acción directa, al que los comunistas llamaban anarquista y los
anarquistas censuraban por bolchevique; Raúl Díaz Argüelles fue un
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18 Arcángeles
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Las dos muertes de Juan R. Escudero 21
Bailar descalzo
Nunca pude saber qué vals era. La historia me la contó un viejo, que
había sido uno de los niños que rodeaban a los bailarines, o que eso
creía recordar, o que se la habían contado, o que se la había narrado
alguien a quien a su vez se la habían contado; pero describía con preci-
sión el traje blanco de Juan, los árboles en el jardín. Y en su memoria,
propia o generada en el pozo sin fondo de los mitos populares, resaltaba
la historia de las botas: «Y se quitó las pinches botas para bailar descal-
zo». De tal manera que la sabia memoria rescataba lo importante, no
importaba que se hubiera perdido el nombre del vals.
El día en que me narraron esta historia, Juan llevaba sesenta años
muerto, estábamos en Acapulco y sus restos eran trasladados a la Ro-
tonda de los Hombres Ilustres. No me atreví a usar la historia en la
primera revisión del libro que había escrito con Rogelio Vizcaíno, tenía
un tono hollywoodiano que la hacía poco creíble. Hoy la rescato mien-
tras en el recuerdo colectivo de Juan, que hoy es también el mío, queda
claro que no sólo bailó con los pobres, sino que se quitó las botas para
bailar descalzo.
Si ésta fue la relación que entablaron con los viejos propietarios, mucho
más envenenada fue la que mantuvieron con los campesinos sin tierras,
a los que no dejaron otra opción que trabajar como arrendatarios.
Alejandro Martínez cuenta: «Como no podían pagar en metálico el
derecho de arrendamiento, entregarían al finalizar la cosecha la mitad
del producto. Los gachupines facilitaban la semilla, las viejas herra-
mientas, los víveres y todo lo necesario para el cultivo; cargando el
precio a cuenta de la futura cosecha. Con este despiadado sistema, al
recoger el producto […] al campesino le quedaba menos de la cuarta
parte de lo recogido».
Los campesinos eran además obligados a sembrar lo que convenía
a las casas comerciales, forzando, como lo hicieron en la hacienda «El
Arenal», a destruir la siembra de ajonjolí para sembrar algodón.
Los pescadores estaban también bajo el yugo gachupín: los cordeles,
anzuelos, los comestibles de viaje y hasta las canoas eran arrendados con
el compromiso de vender al proveedor todo lo pescado. La distribución
del pescado salado en rancherías y poblados daba salida a los productos
del mar adquiridos con una mínima inversión.
Además, eran dueños de las seis fábricas de la región: El Ticui y
Aguas Blancas, fábricas textiles que levantaron para aprovechar los cul-
tivos forzados del algodón; La Especial, fábrica de jabón destinada a
aprovechar las extensas cantidades de copra que habían monopolizado,
y otras tres fábricas instaladas bajo el régimen de comandita, es decir,
con dinero de españoles residentes en la Península Ibérica administrado
por las tres casas dueñas de Acapulco.
En el interior de las casas comerciales la situación no era mejor: los
empleados trabajaban doce horas diarias, laboraban festivos y domin-
gos y ganaban cincuenta centavos diarios, el equivalente a la mitad del
salario mínimo en zonas agrarias de otras partes del país.
En estos comportamientos dictados por las inflexibles leyes de la
barbarie capitalista, hay también rasgos de una maldad a prueba de
novela de Dickens. La voracidad de los gachupines los llevó a perseguir
sangrientamente a competidores y viejos aliados. Así, volvieron loca a
la hija de su inveterado testaferro Cecilio Cárdenas, quien habiendo
muerto intestado dejó tres casas a Vicenta, la cual no les vio ni los
cimientos gracias a la mano negra del monopolio hispano. Lo mismo
trataron de hacer con su ex socio Butrón, al que le trastocaron en oro
Las dos muertes de Juan R. Escudero 29
propietarios del cine Salón Rojo eran los gachupines Maximino y Lu-
ciano San Millán, que sintiéndose aludidos llamaron a las fuerzas del
orden. Mientras tanto, la concurrencia aplaudía al orador que, calientes
los ánimos, había llamado a la organización de un partido político de
los trabajadores.
Un primer retrato del personaje, surgido de las descripciones de
contemporáneos y la única fotografía que conozco de Juan, lo muestra
como un hombre alto para la media acapulqueña: un metro ochenta;
bigote poblado de guías largas, grandes patillas, pelo rizado, de un
color de piel claro amarillento a causa de una afección palúdica y ojos
brillantes, risa fácil, plática más fácil aún surgiendo de una voz metálica.
La intervención policíaca contra Escudero provocó que sus nue-
vos partidarios se lanzaran a protegerlo, y la función cinematográfica
culminó en zafarrancho.
Parece ser que el mitin cinematográfico fue uno de los recursos de
Juan R. Escudero en esta primera etapa de su trabajo de organización
popular, y que varias veces fue sacado a culatazos del Salón Rojo por
soldados del cuartel vecino, que proporcionaban servilmente las auto-
ridades militares a los dueños económicos de Acapulco. Orador sorpre-
sivo y sin audiencia propia en esta etapa, Escudero aprovechó también
un homenaje a Benito Juárez donde se había reunido buena parte de la
población para insistir en su proyecto organizativo.
En el clima de tremendas tensiones clasistas del puerto en 1919, la
arenga de Escudero tocó corazones, y el 7 de febrero de ese mismo año
nació el Partido Obrero de Acapulco (POA).
Juan reunió para su arriesgada propuesta a un grupo de hombres
que no tenían miedo, o que tenían menos miedo que los demás, que
todo lo habían perdido o que no tenían miedo a perderlo: sus hermanos
Francisco y Felipe; los herreros Santiago Solano y Sergio Romero; el
ebanista Mucio Tellechea; y su hermano José, empleado; los hermanos
Diego, estibadores; Ismael Otero, zapatero; el funcionario del juzgado
y poeta Lamberto Chávez; el empleado Pablo Riestra, los hermanos
Dorantes, Camerino Rosales, Crescenciano Ventura, Martiniano Díaz,
E. Londe Benítez, Julio Barrera y Juan Pérez.
Como en todas las historias que han de trasladarse al mito popular,
el lugar de la reunión inicial del Partido Obrero de Acapulco ha sido
situado en mil y una direcciones: se habla de la esquina de Galeana y
32 Arcángeles
A los pocos días de haber tomado posesión, Juan volvió a chocar fron-
talmente contra los intereses de los comerciantes gachupines.
Según su versión, pasaba por las obras que construía el gachupín
Pancho Galeana y se acercó a preguntar a los trabajadores qué hora-
rio tenían y cuánto ganaban. Sin duda estaba desplegando argumen-
tos constitucionales sobre jornada máxima, cuando Pancho Galeana
apareció por ahí (Escudero había tenido un serio enfrentamiento con
Galeana al que había acusado en Regeneración de secuestrar a una niña)
y ni tardo ni perezoso sacó la pistola al ver al «alcalde bolsheviqui» orga-
nizando a sus albañiles. No se atrevió a ir más allá, probablemente por
la presencia de los obreros, pero acusó a Escudero de allanamiento de
morada. Escudero se presentó en el juzgado, pidió un amparo y se en-
frentó con el juez Peniche que, sobornado por los gachupines, se negó
a concederlo. Escudero lo obligó a tramitar la demanda aunque eso le
llevó varias horas de agria discusión.
El 30 de enero el Coronel Novoa dirigió un pelotón de soldados
rifle en mano en una redada contra la casa del dirigente popular; afor-
tunadamente no pudieron localizarlo. Juan R. estaba acostumbrándose
a salir por la parte de atrás de su hogar a las horas más insospechadas.
En esos días había tenido que interponer un nuevo amparo para
evitar que se le detuviera por órdenes del gobernador, y había acusado
de calumnias a éste, al jefe de armas general Figueroa y al juez Ramón
Las dos muertes de Juan R. Escudero 39
de aperos que tenían los gachupines, montó la Casa del Pueblo, una
cooperativa de consumo que además compraba directamente a los cam-
pesinos los productos de la tierra, inició una campaña contra el anal-
fabetismo y organizó un comité para fundar una colonia agrícola que
pidió la expropiación de las haciendas «El Mirador» y «La Testadura»,
propiedad de los comerciantes españoles.
El POA creció en esos meses y parecía que la campaña de organi-
zación de la economía popular dañaba seriamente los intereses de las
casas comerciales.
En el primer año de la presidencia municipal, el escuderismo descu-
brió que el control del ayuntamiento no le ofrecía impunidad frente a
los ataques enemigos. Por el contrario, apoyándose en militares y jueces
venales, los gachupines lograron meter entre rejas por tres meses a Juan
R., lo obligaron en dos ocasiones a pedir licencias del cargo y lo aislaron
de sus posibles puntos de apoyo en los gobiernos federal y estatal. En
cambio, el poder municipal llevado a las calles por Escudero y la reali-
zación del programa económico hicieron del POA, el ayuntamiento y
el pueblo llano de Acapulco un solo movimiento.
Ése fue el motivo de que, en las elecciones para el ayuntamiento
del 5 de diciembre, una candidatura del POA encabezada por Ismael
Otero ganara las elecciones por un margen abrumador. Escudero
esta vez no había formado parte del grupo de regidores de la candi-
datura triunfante, y no se incorporó al ayuntamiento, aunque sí lo
hicieron sus dos hermanos, convertidos en tesorero municipal y jefe
de policía.
Los gachupinistas trataron de legalizar un ayuntamiento fantasma
encabezado por Miguel P. Barrera y apoyado por el eterno Juan Luz
desde el ministerio público federal, pero la maniobra cayó por su
propio peso.
Las tensiones crecían, los rumores hablaban de que las cosas se
resolverían con las armas en la mano. Escudero parecía esperarlo. Gil
narra que el comerciante libanés Saad, enfrentado a los gachupines,
trató de hacerle varios regalos, que Juan rechazó, aceptando tan sólo
una carabina 30-30 diciendo: «Con estas armas acabaremos con los
capitalistas».
Las dos muertes de Juan R. Escudero 45
disparaba una pistola automática desde una de las ventanas. Los presos
pidieron armas para colaborar en la defensa del ayuntamiento, pero
Juan esperaba que el tiroteo alertara a los miembros del POA en todo
Acapulco y que éstos vinieran a apoyarlo y se negó a entregarlas; los
acontecimientos se sucedieron con gran rapidez. El mayor Flores, con
dos latas de diecisiete litros de gasolina, que le había proporcionado el
administrador de la aduana Juan Izábal Mendizábal, incendió las puer-
tas del palacio municipal. Los policías, comandados por Pablo Riestra,
pidieron a Escudero que tratara de huir, puesto que era a él a quien
querían matar, mientras que ellos intentaban una última resistencia.
Juan trató de saltar una barda que daba a la panadería de Sofía Yevale,
pero un balazo lo alcanzó rompiéndole el brazo derecho y penetrando
entre las costillas.
Mientras tanto, los asaltantes habían tomado el ayuntamiento y
golpeaban a policías y presos para que dijeran dónde estaba Juan, quien
arrastrándose había llegado hasta el cuarto que usaba de dormitorio.
Allí, con la ayuda de Josefina Añorve y Gustavo Cobos Camacho,
intentó una última resistencia poniendo un armario contra la puerta.
Inútil. El mayor Flores, siguiendo los rastros de sangre, llegó hasta el
cuarto y los soldados derribaron la puerta. Flores entró y, contemplan-
do a Escudero tendido en el suelo, dicen que exclamó: «¡Vamos a ver si
de verdad estás muerto!», y golpeó el brazo roto del herido contra unos
ladrillos. Chepina Añorve trató de intervenir, pero el mayor apuntó su
pistola a la cabeza de Escudero y disparó el tiro de gracia.
Resurrección
en la cabeza era muy grave, pero las consejas populares recogen: «Fue
tanto el miedo del dicho mayor, que aunque le arrimó la pistola en la
cabeza, que únicamente fue un rozón, pero que sí le penetró algo, pero
que cuando le amputaron el brazo quebrado, también le sacaron una
cucharilla de sesos ahumados».
Milagrosamente, el herido resistió la operación y tras varios días
en coma comenzó a reponerse. El balazo había afectado una parte del
cerebro, y Juan quedaría permanentemente paralizado del lado izquier-
do del cuerpo; no podría hablar correctamente, no podría caminar ni
escribir. Pero estaba vivo.
Para justificar la acción del mayor Flores, se fabricó la versión de
que Escudero y sus hombres habían intentado levantarse en armas
contra el gobierno. Esta versión transmitida en el informe del mayor
fue recogida y popularizada por El Suriano, periódico de los gachupi-
nes dirigido por José O. Muñúzuri. Pero en un telegrama a Obregón,
días más tarde, el gobernador Neri, que se había trasladado al puerto,
señalaba que el ministerio público tenía una versión contradictoria a
la del jefe militar, y afirmaba que había ordenado que se abriera una
investigación.
Del clima imperante en el puerto en aquellos días, rinde buen tes-
timonio una carta del agrarista Francisco A. Campos dirigida al presi-
dente Obregón: «En vísperas de alterarse el orden en Acapulco. Pueblo
obrero contenido con la esperanza de que se le hará justicia. Persuadi-
dos de lo contrario no alcanzará la guarnición pa´ que empiecen los
costeños de Guerrero. No quedará un español vivo ni un comercio
que no sea saqueado e incendiado, ni una señorita que no sea violada
[…] El costeño en su tierra tiene mucho de bárbaro: es buen amigo e
implacable enemigo. Todo podrá evitarse con que la guarnición federal
que es enemiga del POA sea sustituida».
El hospital estaba rodeado por miembros del POA armados y la
guarnición estaba acuartelada. En las casas de algunos comerciantes ga-
chupines se dieron fiestas para celebrar la desaparición de Escudero.
Los dirigentes del POA frenaron la voluntad popular de venganza. Juan
se reponía lentamente.
Al día siguiente del atentado se creó un ayuntamiento espurio del
que Ismael Otero formaba parte y que tenía como presidente munici-
pal a Ignacio S. Abarca, el cual pidió la detención de los policías «por
haber resistido a fuerzas del gobierno» e informó al gobernador de la
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secretaria Anita Bello, así como por una legión de adolescentes, para los
que era el héroe inolvidable, volvió a tomar el control de Regeneración
y aceptó la postulación como candidato suplente al congreso nacional
por el primer distrito de Acapulco, llevando como compañero de fór-
mula a su hermano Francisco (que estaba postulado como titular por
el segundo distrito).
Mientras tanto, el congreso local de Guerrero, en manos de re-
presentantes de los latifundistas, había anulado las elecciones de
enero de 1922 y pedía al ayuntamiento pro gachupín del año 20 que
convocara nuevas elecciones. Felipe Escudero, en nombre del ayun-
tamiento del POA, protestaba ante el gobierno federal y la prensa
de la capital.
Se nombró una comisión interventora y el ayuntamiento escude-
rista se mantuvo en una solución conciliadora, pero sin ser reconocido
por la aduana marítima ni los militares. Mientras Regeneración volvía
a salir regularmente y Juan se hacía cargo de nuevo del periódico, el
dirigente acapulqueño reorganizó su economía personal montando una
pequeña academia comercial donde daba clases de mecanografía. En
una convocatoria donde exponía el contenido del curso, que costaba
completo diez pesos, Juan R. dejaba sentir que enseñar mecanografía a
otros era una manera de recuperar sus brazos (el derecho, amputado, y
el izquierdo, paralizado).
El POA, a pesar del renacer de sus actividades, se encontraba en un
impasse en el que no podía desarrollar sus mejores fuerzas. Derrotado
en el terreno de los fusiles, incapaz de quebrar el monopolio gachupín
en el comercio, limitado a una política municipal «controlada» por la
intervención, había ido desplazando (ya desde el año anterior) su lucha
hacia la destrucción de los latifundios y el reparto agrario. Pero tampo-
co ahí la relación de fuerzas le era favorable y tenía que replegarse en
los vericuetos burocráticos de una legalidad que funcionaba en cámara
lenta, cuando funcionaba. En un artículo anónimo en Regeneración,
posiblemente escrito por Juan, se hacía un llamado a la paciencia, pi-
diendo que «no se haga caso a los gachupinistas que dicen que van a
recibir a balazos a los que quieren tierras».
En estas condiciones, las elecciones federales del 5 de julio de 1922
para diputados y senadores permitieron al POA volver a movilizarse.
Con las fórmulas combinadas de los Escudero y Miguel Ortega como
candidatos, desplegaron una amplia campaña en la costa guerrerense.
50 Arcángeles
enemigos del gobierno sin valor levantarse en armas. Mismo opina jefe
de operaciones de ésta. Ayuntamiento manejan dichos individuos no
tiene personalidad por negación amparos suprema corte de justicia en
22 Septiembre próximo pasado contra actos congreso que desconóce-
los [...] Hermanos Escudero durante presente año pretextando temer
por su vida han pedido cuatro veces amparo contra actos de usted». El
telegrama culminaba preguntando si debía hacer entrega de los fondos
a Felipe Escudero, tesorero municipal.
Obregón se tomó un solo día para responder y ordenó a Izábal que
no entregara los fondos.
En esos mismos días, el POA vuelve a triunfar en otra contienda
electoral: Santiago Solano vence como candidato propietario a dipu-
tado por el distrito electoral de Acapulco al congreso local, y Juan R.
Escudero, como suplente, con más de 2.700 votos. Uno de los herma-
nos Vidales ganó, representando al POA, la presidencia municipal de
Tecpan y el partido triunfó en Tololapan, aunque un fraude organizado
por los caciques logró impedir que tomaran el poder.
Por fin, en la primera semana de diciembre se presentan las es-
peradas elecciones para restablecer un ayuntamiento legal en Aca-
pulco; Juan Escudero encabeza la lista de regidores que propone el
POA y asiste a los actos de su organización en silla de ruedas. Dicta
sus discursos y hace que los muchachos que lo acompañan los en-
sayen frente a él, y luego los pronuncian en público ante su mirada
atenta.
Extraña estampa bajo el sol de invierno de Acapulco la de ese hom-
bre paralizado del lado izquierdo, con el brazo derecho amputado, sen-
tado en una silla de ruedas, con un adolescente al lado, subido en un
cajón, que habla por él, y a su espalda una joven costeña (Anita Bello)
con una pistola automática calibre treinta y dos entre la falda y la blusa
de encaje.
Extraña estampa, la del hombre que afirma cabeceando sus propias
frases en boca de niños, que pronuncian, siempre bajo el estribillo de
«Juan dice», un discurso incendiario que promete el fin de la injusticia
en el paraíso corrompido.
Y Juan Escudero vuelve a ganar las elecciones para la presidencia
municipal de Acapulco, derrotando al pro gachupín y traidor Marti-
niano Díaz.
Las dos muertes de Juan R. Escudero 53
parque que encontró. Una vez que había hecho la requisa de armas
de los campesinos, se radicó en Tecpan de Galeana e, inventando un
probable levantamiento, hizo prisionero en San Luis de la Loma al
señor presidente municipal de Tecpan, don Amadeo Vidales […];
este señor es un comerciante honorable que paga los mejores precios
de ajonjolí, de algodón y lo odian los españoles porque dicen que
les ha ido a descomponer el negocio. Dada esta explicación queda
de manifiesto que el mayor Flores está puesto en esa región para
salvaguardar los intereses españoles, pues hizo un cargo de rebelión
al señor Vidales».
Flores prosiguió con sus correrías en la zona, y el 10 de marzo,
acompañado de las guardias blancas de los caciques, asesinó a Lucio
de los Santos Vargas, presidente del Comité Agrarista de San Luis de la
Loma diciéndole: «¡Ten tu tierra, hijo de la chingada!», cuando pedía
que no lo acabara de matar. Flores actuaba en defensa de los intereses
del latifundista español Ramón Sierra Pando.
En el puerto, Regeneración estaba sometido al acoso de multitud
de periódicos financiados por los comerciantes gachupines. Desde
las páginas de El Suriano, dirigido por Muñúzuri; El pueblo, diri-
gido por H. Luz; El Rapé de Reginaldo Sutter; El Liberal de Car-
los Adame, y El Fragor de Domingo González, se bombardeaba a
la administración municipal acapulqueña y se hacían elogios a las
«fuerzas vivas» de la región que habían «levantado Acapulco de la
miseria». Entre las calumnias más repetidas estaba la de señalar a los
Escudero como promotores de una rebelión militar en proceso de
organización.
Conforme el año avanzaba, las tensiones crecían. Felipe y Francisco
Escudero esperaban en cualquier momento que se produjera un aten-
tado contra alguno de ellos. Felipe, como tesorero municipal, se veía
obligado a recorrer las calles del puerto, y lo mismo le sucedía a Fran-
cisco, que trabajaba en el despacho de recaudación de rentas del distri-
to. Gómez Maganda recuerda: «En los últimos meses de 1923, ambos
recorrían el diario camino armados de pistolas y en la diestra un rifle
calibre cuarenta y cuatro. Algunas veces, cuando Felipe iba a diligenciar
una solicitud de amparo al juzgado de distrito, me encargaba durante
ese tiempo su carabina, diciéndome: “Si los enemigos vienen en plan
de ataque, ¡dispara! si no sientes miedo; pero en caso contrario, corre a
donde estoy y entrégame el arma”».
Las dos muertes de Juan R. Escudero 55
Y luego de hacer una pausa en que cambió miradas con Pascual Arana-
ga y Jesús Fernández, los otros dueños de las casas comerciales, agregó:
«Pero damos diez mil pesos en oro, contantes y sonantes, peso sobre
peso, al que mate a Juan Escudero y sus hermanos».
Pocos días antes del 15 de diciembre, Juan mandó un mensaje al
presidente municipal (que lo suplía desde principios del año) Ernesto
Herrera, para que se preparara a abandonar el palacio municipal, sol-
tara a los presos y se uniera a los agraristas de Coyuca que merodeaban
cerca del puerto. Era consciente de que en cuanto los soldados se deci-
dieran «nos echarían a patadas del palacio».
Parece ser que la decisión final fue lanzar el ataque sobre Acapulco,
y se pidió al adolescente Gómez Maganda que llevara un mensaje para
que los agraristas cayeran en la noche sobre el puerto. La intervención
de la madre de Escudero, diciendo que en las condiciones de su hijo
esto sería un suicidio, impidió que el mensaje partiera. Juan en aquel
momento le dijo: «Está bien, mama, así lo haré, pero no olvides que
nos costará la vida». Ante esta situación se montó un plan alternativo.
Los dirigentes del POA abandonarían a caballo el puerto en la noche
del 15; un grupo de hombres armados protegería la fuga de Juan que
iría en ancas con Julio Diego.
En estos momentos, la madre de Juan R., doña Irene, un personaje
secundario a lo largo de toda la historia del escuderismo, cobra un lu-
gar fundamental en la trama. Relacionada con el cura Florentino Díaz,
comenzó a intercambiar mensajes con los militares acuartelados en el
fuerte de San Diego. Éstos, a través del religioso, ofrecieron garantías a
Escudero si se quedaba. Juan R., conociendo el valor de la palabra de
sus enemigos, insistió en la fuga, pero su madre amenazó con lanzarse a
un pozo si él se iba. Ante la presión, el inválido dirigente acapulqueño
cedió; junto con él se quedaron sus hermanos. El resto de los dirigentes
del POA abandonó Acapulco.
Juan ordenó a sus hermanos que quemaran los papeles del archivo.
La quema se hizo en la parte de atrás del patio, donde estaba enterrado
el brazo de Juan.
Pocas horas más tarde, una patrulla militar mandada por el capitán
Morlett llegó frente a la casa de la familia Escudero. Juan se enfrentó
violentamente a su madre diciendo: «¿Dónde están las garantías que te
ofrecieron?». La mujer todavía intentó que sus hijos se entregaran pa-
cíficamente y llamó en su auxilio al cura, al que Juan se negó a recibir.
Las dos muertes de Juan R. Escudero 59
61
La transformación de Friedrich Adler 63
El joven Adler
El atentado
El partido/el padre
Las reacciones
La locura
El juicio
Al día siguiente, viendo el efecto que las palabras de Adler estaban cau-
sando en la sociedad, el gobierno censuró veinte párrafos de la segunda
parte.
Friedrich Adler fue condenado a muerte, pero en ese clima político
el gobierno no se atrevió a fusilarlo, previendo una enorme reacción
social, y se permutó la pena de muerte por cadena perpetua. Aun así, la
SD y sus abogados objetaron el fallo de los jueces señalando que era un
juicio anticonstitucional porque se había realizado sin jurado.
La cárcel
Epílogo
73
El muro y el machete 75
«Hace diez años yo había soñado con pintar este mural», dice Diego
Rivera a un reportero. Tiene ante sí noventa metros cuadrados de pared
en el salón de conciertos de la Escuela Nacional Preparatoria, «El gene-
ralito», donde comienzan a aparecer las primeras monumentales figuras
de cuatro metros de alto que formarán parte del mural La Creación.
Rivera dirá más tarde: «A pesar del esfuerzo por expresar en los per-
sonajes la belleza genuina mexicana, se resiente aún en su ejecución y
aún en su mismo sentido interno, de influencias europeas demasiado
fuertes».
Pero las figuras en la pared crecen, y lo que haya en este primer
mural de fracaso se ve desbordado por lo que tiene de victoria. Rivera
ha convencido al gobierno surgido del golpe de Agua Prieta en 1920,
el que sería el último enfrentamiento militar de una revolución que
ha durado diez años, de que abra sus muros a los jóvenes pintores. El
intermediario entre el poder y el pintor es José Vasconcelos, ministro de
Instrucción Pública desde octubre de 1921.
Diego Rivera tiene treinta y seis años, y hace uno tan sólo que re-
gresó a México tras haber pasado la mayor parte del periodo revolucio-
nario en Europa (desde julio de 1911), donde trabaja, convive y debate
con las corrientes más renovadoras de la literatura y la pintura mundial:
Modigliani, Iliá Ehrenburg, Juan Gris, Picasso, Léger, Jean Cocteau,
Ramón Gómez de la Serna, Georges Braque. Allí vive la desesperanza
de la guerra y las nuevas esperanzas de la revolución.
76 Arcángeles
Compañero minero,
doblado por el peso de la tierra tu mano yerra
cuando saca metal para el dinero. Haz puñales
con todos los metales, y así
verás que los metales después son para ti.
El sindicato respondió con un manifiesto dos días más tarde en que in-
vitaba a que se hicieran públicos los contratos, porque en ellos se de-
mostraba que los muralistas no ganaban más que un pintor de brocha
gorda, y acusaba a sus detractores de «retardatarios ignorantes» y de
«fracasados envidiosos de los artistas que trabajan de acuerdo con el
sentir del pueblo».
Pero la cosa no se detenía allí; la prensa estaba fabricando un mal
ambiente para el naciente muralismo mexicano, la batalla política se
convertía en batalla estética. ¿O no era lo mismo? En el teatro Lírico,
un teatro de variedades y comedia, los cómicos cantaban:
Mariguaneros
Siqueiros cuenta: «Tan grave fue la situación que los pintores tuvimos
que defendernos a balazos de los disparos que con frecuencia lanzaban
los estudiantes, sin duda alguna más contra nuestras obras que contra
nosotros mismos […] Hacían funcionar la fonética mediante un ince-
sante golpear contra las bardas de madera que habíamos nosotros colo-
cado para proteger nuestros trabajos en desarrollo […] El choque más
grave con los estudiantes se produjo de la manera siguiente: empezaron
los alumnos de la preparatoria provocando a quien ya desde entonces
era más susceptible a la provocación, o sea a mí; y su provocación con-
sistió en el uso de cerbatanas para lanzar en contra de la pintura […]
una ininterrumpida sucesión de plastas de papel masticado. Y después,
ante mis respuestas de puntería familiar muy directa, alguno de ellos
llevó una pistola de pequeño calibre […] a lo cual yo contesté haciendo
un ruido horrible con mi cuarenta y cuatro. Entonces ellos, en forma-
ción cerrada, pretendían arrebatar la justiciera arma ofensiva. Felizmen-
te las detonaciones de mi casi arcabuz llegaron hasta el primer patio y
de esa manera todos los flamantes muralistas acudieron rápidamente en
mi auxilio. Juntos todos nosotros y con nuestros ayudantes, hacíamos
un número muy próximo al de treinta [...] Hasta ese momento tanto
nuestros disparos como los de los estudiantes tenían una finalidad más
psicológica que real, pero las cosas empezaban a tomar un sesgo en
extremo peligroso. Una bala de las nuestras, al rebotar, le pegó en
la cara a uno de los estudiantes, con lo cual la mayor parte de ellos
creyó que había recibido un disparo directo y empezaron a tratar de
atinarnos en lo que nos veían de las cabezas. El escándalo crecía cada
vez más en sus proporciones, haciéndolo llegar hasta el edificio que
había ocupado antes la escuela de leyes, entonces ocupada por un
batallón de indios yaquis. Creo que alguno de los nuestros […] fue
hasta aquel lugar para explicarles a los soldados la finalidad de nuestra
pintura “estrechamente ligada a la revolución” y por tanto a ellos que
eran los artífices de la misma. Los soldados yaquis comprendieron
perfectamente las palabras de nuestro agitador furtivo y llegaron para
imponer el orden con toda energía. Después se quedaron viendo lo
que habían defendido y me parece que no estuvieron muy seguros de
haber procedido adecuadamente».
92 Arcángeles
Epílogo al Sindicato
99
Larisa, las historias que cuentas 101
II
bélico, los que creen que la guerra imperial no tiene más dios que el
poder, los mercados, el control del mundo.
Y Larisa Mijailova emprende la tarea con furor. Junto con su pa-
dre funda y edita una revista llamada Rudin que expresa las posiciones
del socialismo antibelicista. Para poder hacerla, la familia se mete en
un sinfín de compromisos económicos que pronto se vuelven deudas.
Larisa actúa como la más fiel de las secretarias de redacción, escribe
poemas, artículos, contesta la correspondencia, entra en debates con
socialdemócratas que han sucumbido al patrioterismo guerrero, lleva
la contabilidad, pone los paquetes en el correo, anima, agita. La revista
es inicialmente aceptada con reservas por la policía, a la que, dado el
aislamiento político de los Reisner, no le preocupa demasiado; luego
será censurada. Tras haber pasado varias veces por la casa de empeño,
los Reisner se ven obligados a culminar la aventura editorial.
Pero cuidado, la imagen es incompleta, no basta reseñar las horas
en la revista, los crecientes artículos denunciando el retorno a la barba-
rie, también hay que observar cuidadosamente a la mujer de veintidós
años, muy blanca, de nariz afilada, peinada con rodetes para que no le
estorbe la cabellera de pelo muy fino, vestida con la holgada blusa de los
campesinos sobre faldas de vuelo muy ancho y colores pastel, fumando
ya, que de vez en cuando se escapa de las jornadas interminables de la
redacción y desaparece.
Sklovski la encuentra patinando, haciendo figuras en la pista de hie-
lo, dejándose mirar y querer por los soldados heridos que la observan.
Mientras dibuja figuras que sólo existen en su cabeza, crea la ilu-
sión de la inocencia, pero la ilusión de la inocencia es absurda, ya no
queda inocencia, ya no quedan inocentes. Es peligrosa la ilusión de la
inocencia. La joven comienza a trabajar en los círculos obreros de las
organizaciones de la izquierda socialdemócrata; a bordo de un tranvía
cruza San Petersburgo, «Peter» para los republicanos y los ateos, rumbo
a los barrios negros y sucios.
Esa jovencita rodeada de papeles y de cartas, de personajes que esta-
ban en la cresta de la sociedad porque eran poetas y su palabra calentaba
en brasero los corazones, es también una organizadora animosa, que
impone respeto cuando mira fijamente. El mundo de la socialdemo-
cracia es el mundo de la palabra escrita, de la obsesión del periódico
clandestino, de los pequeños círculos de estudio del marxismo, de la
Larisa, las historias que cuentas 105
III
IV
viejo ejército dirigidos por Vazetis. Ese mismo día, mientras las calderas
de las máquinas enrojecen y surgen los primeros hilos de vapor blanco
en la máquina delantera del tren, se ha decretado la creación de campos
de concentración para militares conservadores. Trotski se justificaba:
«La situación terrible del país nos obliga a tomar medidas draconianas».
El tren se detiene en Sviansk y desde ahí comienza la reconstrucción
del frente, Trotski sigue instrumentando medidas terribles. La orden
del 15 de agosto dice: «Todo el que colabore con el poder de los checos-
lovacos y guardias blancos durante su dominación será fusilado». Junto
a esto comienza a salir el periódico, los activistas se mueven en las filas
de las tropas rojas reconstruyendo la moral. No se retrocederá. El tren
está ahí para mostrarlo.
El 17 llega la flota de torpederos del Volga a través de una red de ca-
nales: cuatro pequeños torpederos, aún con los nombres zaristas en su
costado y unas cuantas lanchas fluviales artilladas y con ametralladoras.
El 18 se revisa la flota, que está en un estado desastroso, pero la
moral de los hombres de Raskólnikov es alta. Esa misma noche Trotski
participa en una incursión hacia Kazán; Larisa va en el puente de uno
de los torpederos. En un combate fluvial los rojos ganan su primera
batalla y Trotski habrá de escribir en sus memorias una de sus mejores
páginas narrando el combate nocturno contra la flotilla de los blancos.
Larisa trabajará primero en la sección de espionaje del V Ejército
y luego se sumará permanentemente a la flota. De su primera labor
quedará una breve historia: «Se dirigió vestida de aldeana a espiar en
las filas enemigas. Pero en su aspecto había algo de extraordinario que
la delató. Un oficial japonés de espionaje le tomó declaración. Aprove-
chándose de un descuido, se lanzó a la puerta que estaba mal guardada
y desapareció».
Más tarde Larisa registrará en En el frente algunas de estas historias,
no las propias. No contará sus incursiones tras las líneas enemigas para
enlazar a la flota del Volga con el tren de Trotski, ni las misiones de re-
conocimiento que la hacen montar sin parar ochenta verstas a caballo;
no contará que fue combatiente como uno más, que disparó, vivió la
guerra en la trinchera, un pedazo de pan sucio por todo alimento al día,
el compañero que se desangra al lado. Pero podemos leer a un narrador
por lo que cuenta, por lo que ve y como lo ven sus ojos, por lo que des-
cubre, lo que registra, lo que selecciona, aquello que le interesa, por lo
que deja de lado, por el matiz que la primera persona del cronista deja
110 Arcángeles
VI
VII
Se publican los libros. Larisa muestra una visión propia y nada hagiográ-
fica de la revolución y sus líderes; el mismo Lenin es tratado como igual
entre iguales en una de las parodias que hace de sus contactos con un
financiero norteamericano: «El gnomo riéndose de las quimeras de los
hombres». Hay cariño, pero una cierta irreverencia, cuando lo retrata:
«Los ojos tártaros y un poco oblicuos».
En su retorno a la URSS siente cambios que no entiende claramen-
te, se ha abandonado el comunismo de guerra y se ha instaurado la
nueva política económica que protege a los campesinos medios; descu-
bre fenómenos de intransigencia, corrupción y abuso del poder. Rádek
cuenta: «Todo el verano está inquieta y mira a su alrededor con una
íntima aprehensión», y luego se pregunta en su nombre: «¿Alcanzará la
podredumbre al organismo del partido?»
116 Arcángeles
VIII
IX
Siberia tras haber sido expulsarlo del partido; I. N. Smírnov será fusila-
do tras los procesos de Moscú; Enukidzé será fusilado tras un proceso
secreto en el 37; mejor suerte corrieron Boris Volin y Boris Pilniak.
Remmelé, el líder del partido comunista alemán que protagoniza
Berlín, octubre 1923, y Karajan, el diplomático que es figura central en
el artículo «Krupp y Essen», cayeron también en la matanza estalinista;
Hans Kippenberger, el dirigente de la revolución de Hamburgo, fue
detenido en el 36 al descender de un tren en Moscú y ejecutado.
Larisa no estuvo allí para contarlo y para correr la suerte de sus ami-
gos y compañeros.
SEBASTIÁN SAN
VICENTE,
UN NOMBRE SIN CALLE
(UNA VERSIÓN MAILERIANA)
123
Sebastián San Vicente 125
La historia como novela: en 1981 reuní los escuetos datos que había
conseguido sobre un singular militante español que había intervenido
en la formación de la izquierda mexicana de los años veinte; era un
material francamente escaso, que no dio para más que para una breve
biografía de seis cuartillas. Es ésta:
El 15 de febrero de 1921, en un ambiente festivo, se inauguró en el
auditorio del Museo de Antropología de Ciudad de México el congreso
de los sindicalistas rojos, que habría de dar nacimiento a la Confedera-
ción General de Trabajadores (CGT), la central obrera en que se suma-
ban voluntades de todos aquellos que no creían en la conciliación ni en
el perdón, que creían que entre las clases sociales opuestas sólo podía
haber guerra y que pensaban que la Revolución mexicana, cuyos últimos
efectos militares se habían producido unos meses antes con el golpe de los
caudillos militares norteños contra el presidente Carranza, se había que-
dado huérfana de programa social, estaba muerta, difunta y enterrada.
En el museo se reunían delegados de pequeños grupos comunistas,
anarcosindicalistas y sindicalistas revolucionarios, que pretendían crear
una organización de choque ante el sindicalismo domesticado y prohi-
jado por el nuevo gobierno bajo las siglas de la CROM [Confederación
Regional Obrera Mexicana].
Terminaba la revolución agraria, pero el mundo enviaba señales de
otro tipo de revoluciones, aquellas del programa maximalista, de todo
el poder a los trabajadores; se vivía la era de la Revolución soviética, de
la revuelta alemana, de los consejos obreros de Turín, de la guerra social
española. Todo parecía posible.
126 Arcángeles
II
Nuevamente son las mismas historias. Son estos tipos que parecen
haberse comido a un ángel y que alimentan sus durezas de esta fibra
mágica de la terquedad y la verticalidad. Personajes que no oscilan en
medio de las tormentas, que no se reclinan. Personajes de gestos, que
operan en el terreno donde se mandan mensajes reales, el terreno de los
símbolos.
Puede ser que cuando se trata de un fenómeno de masas «la revo-
lución es una aventura del corazón», como dice Ryszard Kapuscinski,
pero, cuando la historia se transfiere a lo personal y el ambiente no
anda como para grandes victorias sociales, la revolución, sin duda, se
transforma en una aventura de la obsesión.
Conforme los tiempos pasan te vas fabricando un entramado de asi-
deros ideológicos que te permiten despertar pensando que estás del lado
de la reja que separa al poder del abuso y la gran maldad del territorio de
los parias de la tierra, y te permiten acostarte con la buena conciencia de
que has resistido al sistema un día más. Una de las lianas de esa trama está
formada por la terquedad; esa irracional virtud que poseen los adolescen-
tes y que impide que la lógica de los adultos, que la lógica del poder, los
engañe; que el enemigo, en nombre de «lo racional y lo posible, lo sensa-
to y lo adecuado», les ocupe su espacio vital hasta expulsarlos.
Es por eso que terminarás escribiendo la historia del «Ángel Negro»,
aunque es una historia de más sombras que luces y en la que encuentras
demasiadas cosas que no acaban de gustarte.
Pero, ¡ah, maldición! (como dirían en una de esas novelas de Salgari
que San Vicente debe de haber leído a escondidas), esa terquedad, esa
maravillosa terquedad, esa tenacidad, ese antídoto para nuestras noches
de debilidad situados ante un televisor que puede que quizá ya no nos
engañe, pero que sin duda menta nuestros miedos; esa terquedad, pues,
se construye. No nace, se hace.
Evidentemente, nadie sabe de dónde salió; como todo buen perso-
naje de novela, aparece de repente, con un sonido de pssshhh que brota
del aire y viene dotado de alias y seudónimos, de falsos pasaportes y de
falsas historias, de leyendas y de mitomanías paranoicas policíacas.
O sea, que de entrada, él no era él.
En algún lugar lees que lo llamaban «el Ángel Negro Extermina-
dor», en otro que leía a Leopardi. Comienzas a trabajar sobre esos dos
escasos materiales.
Sebastián San Vicente 131
¿Quién era Leopardi? ¿De dónde sale el bíblico y resonante nombre del
Ángel Negro Exterminador?
Leopardi, muy mal conocido en México, el Conde Giacomo, 1798-
1837, poeta de la angustia, el titubeo, la desesperación, la desesperanza,
fue el hombre que en medio de una generación de poetas románticos y
patrioteros se dedicó al cultivo del pesimismo como fuente de inspira-
ción y tema central de su poesía, una defensa tan buena como cualquier
otra. Probablemente haya tenido que ver en la sordidez de sus poemas
el que desde muy niño era tullido, contrahecho y, por si esto fuera
poco, fue un noble miserable, un aristócrata empobrecido.
Para muestra, un par de botones: «En esta inmensidad / anego el
pensamiento / y el naufragar me es dulce», o «Aburrimiento y amargura
/ tan sólo es nuestra vida / y fango el mundo».
Curiosa inspiración para un anarquista. Comienzas a leer a Leopar-
di gracias a una antología bilingüe de la Universidad de Guadalajara
rescatada de la estantería de los volúmenes que nunca pensabas leer.
Si los poemas de Leopardi y una breve nota biográfica aparecieron
en esa antología del pesimismo poético, editada cincuenta años después
del paso por México de San Vicente, la duda sobre el Ángel Negro
Exterminador te la disipa una Biblia protestante que te colocó a güevo
hace unos años un vendedor de puerta a puerta que te pescó dormido.
En el Apocalipsis, 9 aparece un personaje que se llama Apolión, también
conocido como Abbadón (nuevamente esto de los alias y los seudóni-
mos), quien resulta un ángel negro, vencido, venido del abismo, ángel
derrotado, luciferoso. Su misión, tal como la describe el Apocalipsis, es
conducir un ejército de langostas que torturarían durante cinco días
al género humano. Esta relación nada franciscana con los insectos te
fascina.
Tienes los mitos del FBI sumados a las tristezas de Leopardi y a los
delirios viejos y testamentistas de la Biblia protestante. El personaje aún
no existe, es una sombra.
Buscas la ciudad que lo conoció y cuyo desastroso eco es hoy tu
ciudad, Ciudad de México. En los primeros meses de 1921, no solo iba
lentamente reemplazando al caballo por el Packard y al alumbrado de
gas por la luz eléctrica; no solo se fumaba mejor tabaco y se bebía aguar-
diente más puro, también se vivían las tensiones de la reorganización
industrial post-revolucionaria, los ajustes de cuentas entre los generales
132 Arcángeles
III
137
Más vale hacerlo demasiado pronto 139
3. El hombre nos mira, parece no tener prisa, parece esperar una señal
que no llega. Lo hemos visto morir hace unos segundos, bizquea, tiene
una potente barba rizada. Finalmente nos cuenta, en un tono de voz un
tanto monótono, casi sin distracciones, a una cámara fijada en el trípode
que no vacila ni busca el contexto, tan sólo el rostro y las palabras, que al
ser dichas en ruso, obligan a unos subtítulos que las traduzcan; nada de
música ni tonterías, nada que distraiga ni enfatice la historia sin adornos:
«Me llamo Adolf. Nací el 10 de octubre de 1883 en Simferópol
(Crimea), hijo de mercaderes ricos. Estaba aún en el instituto cuan-
do en los últimos años del siglo se desarrolló en Rusia el movimiento
obrero, manifestándose particularmente en la organización de huelgas,
con lo que comenzaron las famosas persecuciones de estudiantes. En-
tré entonces en el movimiento revolucionario y me adherí al Partido
Obrero Socialdemócrata ruso. Por eso, al salir del instituto en 1903,
estaba considerado como políticamente sospechoso y ya no pude entrar
en ninguna universidad rusa. Partí para Berlín…».
el centro que las miradas de otros le otorgan, se sube el cuello del delgado
abrigo negro. Lleva además un gorro de piel. El ataúd sale del ministerio
en hombros de cuatro personas. Al menos un par de millares de hombres
y mujeres se han concentrado en la calle. En medio de una luz grisácea y
la blancura de la nieve, el ataúd se abre paso entre ellos, como si flotara.
En las primeras filas de la columna que se organiza esta Kristián
Rakovski, calvo, de rasgos muy marcados, transmitiendo tensiones; a
su lado contrasta Iván Nikitich Smírnov, flaco, rubio, desgarbado. Un
grupo de militantes georgianos, de abrigos azules, los flanquea. El ataúd
pasa ante ellos. Rostros graves, una cierta tensión, incomodidad, frío,
rabia contenida. Rakovski nos mira directamente. Tiene cincuenta y
cuatro años. Una mano anónima le pasa un micrófono. Nos habla:
«Soy Kristián Rakovski. Hace dos días los camaradas Trotski y Zinó-
viev fueron expulsados del partido. Yo mismo, Kámenev, Smilgá y varios
más lo fuimos del Comité Central. Centenares de militantes más lo fue-
ron de sus organizaciones de base. El suicidio de Joffe es una forma de
protesta contra la manera como se pisotea la democracia bolchevique…
Algunas funciones desempeñadas antes por el partido en su conjunto,
por la clase en su conjunto, se han convertido ahora en atribuciones del
poder, es decir, de tan sólo un cierto número de personas de ese partido
y de esa clase... Nos encontramos ante los peligros profesionales del po-
der... No exagero al decir que el militante de 1917 difícilmente se reco-
nocería en el militante de 1927. Se ha producido un cambio profundo
en la anatomía y la fisiología de la clase obrera».
11. Es el otro Joffe, aquel vestido de negro que nos cuenta su biografía,
en un tono monorrítmico, casi sin darle importancia a las historias que
va engranando:
«En 1907, dejé Suiza para regresar a Rusia, pero en 1908 me vi obli-
gado a retornar al extranjero. Me instale en Viena, donde, con Trotski,
comencé la publicación de Pravda. Comisionado por la redacción de
este periódico, recorrí todas las organizaciones del partido en Rusia.
Repetí esta operación en 1911 y 1912.
»Durante mi estadía en Odessa, en 1912, fui detenido al mismo
tiempo que toda la organización local del partido.
»No habiendo pruebas para condenarme, después de diez meses de
prisión fui deportado al extremo norte de la gobernación de Tobolsk,
en Siberia.
»Fui detenido de nuevo en 1913 en Siberia y procesado por el asun-
to de la unión de marinos del mar Negro. Ante el tribunal reconocí mi
afiliación al partido y se me condenó a la privación de mis derechos
civiles y a la deportación de por vida a Siberia […] Fui incorporado a
un batallón disciplinario y sometido a un régimen de trabajos forzados.
Más vale hacerlo demasiado pronto 147
Esta bandera
la seguiremos
como tú
hasta el final
lo juramos
sobre la tumba.
153
Buenaventura Durruti en México 155
Los Errantes
No podía ser otra cosa que una banda profesional de asaltantes perfec-
tamente organizados el grupo de hombres que ayer 23 de abril, siendo
las 3.45 de la tarde en la céntrica calle de Isabel la Católica, número cin-
cuenta, en el casco urbano de Ciudad de México, ha sido protagonista
de una de las más escandalosas acciones que se recuerde en la capital en
estos dos últimos años.
Horas más tarde del acontecimiento, este reportero, en medio de
una molesta nube de agentes de los cuerpos policiales, que hacen más
ruido que cascan nueces y que con su presencia zumbona se limitan a
embrollar las pruebas y estorbar a los informadores, se personó en el
terreno de los hechos y pudo realizar una reconstrucción de los sucesos.
El despacho es amplio, mide más de veinte metros de ancho por
cinco de largo. Las puertas se abren a las tres de la tarde. A esa hora
precisamente se hace la reconcentración del dinero de los numerosos
cobradores que llegan con sus talegas; por ese motivo, la oficina cuenta
con cuatro cajas fuertes de regulares dimensiones.
Siendo las tres con cuarenta y cinco minutos, se encontraban en el
interior del despacho de la prestigiada empresa textil el cajero Ángel
García Moreno y los empleados Felipe Quintana, Manuel Abascal y
Antonio Saro. Quintana se hallaba entregando una cantidad que fluc-
tuaba entre los dos mil y tres mil pesos, producto de las cobranzas de la
empresa. Al fondo de la oficina se encontraba el gerente Manuel Garay.
A la hora indicada hicieron su entrada en las oficinas seis individuos
armados. Los encabezaba el mencionado hombre vestido de negro con
Buenaventura Durruti en México 157
Los Errantes
Cuando ayer, o sea un día después de los sucesos que hemos recogido
en anteriores ediciones, arribamos a las oficinas de La Carolina, una
multitud de curiosos se agolpaba ante la puerta. Todo el patio y parte
de la casa donde estaba instalada la cámara mortuoria se hallaban ma-
terialmente recubiertos de coronas fúnebres. Altas personalidades de la
colonia española habían acudido al lugar.
El gerente de la empresa, señor Manuel Garay nos dijo que había
sido una demostración que mucho lo complacía, pues todos los presi-
dentes de los centros españoles y de las casas comerciales de importan-
cia de todas las nacionalidades se habían apresurado a manifestar su
pena por tan deplorable incidente.
Entre los empleados recogimos esta curiosa confidencia: ayer, 23 de
abril, hacía precisamente diez años justos que había fallecido la esposa
del hoy velado Ángel García Moreno, siendo más notable la coinciden-
cia si se puede aún, puesto que la señora murió a las cuatro de la tarde,
aproximadamente la misma hora en que el cajero caía víctima de las
balas de los facinerosos.
El señor coronel inspector de policía, en entrevista que celebramos
ayer, refiriéndose al asunto de La Carolina nos dijo que había dado
órdenes de que se trabajara activamente y sin descanso; que tiene ya
muchas pruebas presunciales sobre quiénes pueden ser los bandidos,
pero que se desea recoger pruebas de comprobación.
Buenaventura Durruti en México 159
Hablando con uno de los encargados del caso pudimos confirmar nues-
tra impresión de que las fuerzas del orden se encontraban en blanco,
no sabiendo por dónde iniciar las investigaciones. Esperamos equivo-
carnos esta vez, pero mucho me temo que mostrarán nuevamente su
habitual ineficiencia.
Los Errantes
Como dato curioso, habría que añadir que el fruto del robo apenas
alcanzó la cantidad de cuatro mil pesos, pues los asaltantes se llevaron
talegos de morralla, creyendo que se trataba de monedas de plata y
dejaron en la parte de arriba de la caja cerca de treinta mil pesos en
centenarios, pues no los vieron en su apresuramiento.
Los retratos de delincuentes conocidos fueron mostrados a los em-
pleados de La Carolina y al nuevo testigo de la huida, pero en principio
no reconocieron a nadie.
Por otro lado parece ser, según impresiones recogidas en medios po-
licíacos, que la detención de Antonio Francia, conocido apache, puede
estar vinculada al caso y aportar una luz definitiva.
Francia, miembro de una banda de ladrones de cajas fuertes, es acu-
sado del asesinato del chófer Ignacio Maya, efectuado el mismo día del
asalto en las calles de Dos de Abril y Santa Veracruz. El presunto autor
del crimen fue detenido casualmente por los agentes 795 y 796 cuando
huía del automóvil donde yacía muerto Ignacio Maya con dos balazos
en el cuerpo. Francia tenía las ropas manchadas de sangre. La suposi-
ción de su intervención en el asalto de La Carolina surge de la cercanía
del lugar de los hechos y las autoridades suponen que se trató de una
posterior disputa por el botín.
Los Errantes
Los Errantes
Los Errantes
Los Errantes
Epílogo
167
El regreso del último magonero 169
El viejo miró hacia el suelo como queriendo confirmar que tenía los
pies sobre territorio mexicano, y luego dirigió la vista hacia atrás, a los
dos agentes norteamericanos que lo habían traído esposado desde Fort
Leavenworth y que ahora volvían a internarse en Estados Unidos de
Norteamérica. Había ganado una guerra. Suspiró y sonrió. Fue una
pequeña guerra, personal, terca. Una mínima satisfacción dentro de la
enorme derrota.
En la cabeza, compuso su primer manifiesto en territorio mexicano:
Manifiesto a los trabajadores del mundo dos puntos y aparte Soy el
felón presidiario de Leavenworth punto y seguido Soy el insoportable
coma el trastornador del orden puntos suspensivos Vengo deportado
para no volver jamás Interrogación (porque ahora las máquinas de es-
cribir tendrían interrogación de apertura, ¿o no la tendrían?) Y qué se
cierra interrogación Eso también me honra ante vosotros punto Ad-
miraciones ¡A la lucha hermanos! Vengo dispuesto a ayudaros en la
continuación de la obra interrumpida...
Porque de eso se trataba, de reanudar, de volver a la guerra social. Ese
pensamiento lo había salvado de morir de tristeza cuando asesinaron a
Ricardo. Ese pensamiento lo había mantenido en pie.
El viejo (¿es un viejo este hombre que ha cumplido hace un par de
meses tan sólo cincuenta y nueve años?) sabe que tiene que abandonar
las antiguas historias. No son malas historias, por cierto, pero hay que
abandonarlas, dejarlas reposar en las noches de sueños de gloria y pesa-
dillas. «Sería lamentable gastar la poca vida que me sobra en contempla-
ciones y lamentaciones», se dice.
170 Arcángeles
Gama; y, por último, están los grupos, sobre todo Nicolas T. Bernal y
su trabajo de divulgación del pensamiento magonista; y está Enrique
Flores Magón, el hermano del patriarca, el último desertor, al que hay
que vigilar cuidadosamente, sobre todo ahora que se ha embarcado en
una gira de propaganda por la república, que le ha producido, si no
éxitos, si abundante eco publicitario.
Todo esto hay que verlo con cuidado antes de tomar decisiones,
piensa el viejo Librado, mientras el aire de San Luis y la comida lo van
revitalizando.
El «enemigo» se acerca al viejo, coquetea con él. La operación de
institucionalización de los «precursores» se le aproxima, Obregón prac-
tica un método que sus herederos institucionalizarán en México duran-
te décadas:
«Durante mi estancia en San Luis Potosí se me ofreció una curul para
senador, otra para diputado y, por último, un alumno mío, actual direc-
tor de la Escuela Normal para profesores de aquella misma ciudad, me
ofreció las Cátedras de Filosofía y Pedagogía, ganando un sueldo regular.
Pero nada de eso acepté a pesar de la miseria en que siempre he vivido».
¿Qué busca Librado mientras se repone físicamente? Una continui-
dad del proyecto magonista. ¿Y esa continuidad, por dónde pasa? ¿Qué
puede ser el magonismo sin su original razón de ser, el combate a la
dictadura de Porfirio Díaz? ¿El enfrentamiento al gobierno reaccionario
de Carranza y su piel de oveja? ¿Cuáles son los caminos de la próxima
revolución, la que destruirá el Estado, la propiedad privada, traerá el
reino de la solidaridad a la tierra?
Algunos amigos lo animan a buscar un entendimiento con Enrique
Flores Magón, que durante todo 1923 recorrió el país en una gira de
agitación promoviendo el relanzamiento de Regeneración. Le sugieren
incluso la posibilidad de animar una Federación de Grupos Anarquis-
tas Mexicanos, reunir las dos docenas de grupos en que se refugian los
restos del movimiento magonista y los nuevos hombres que surgen al
calor del sindicalismo ácrata de la CGT y que lo proponen como uno
de sus tutores ideológicos. Librado se muestra reacio a estas proposicio-
nes. Parece que no cree en las organizaciones centralizadas, por tanto
se niega a impulsar una federación. Viene convencido, sin embargo,
de las virtudes de la propagación de la idea, de las magias de la palabra
escrita. Simpatiza con la CGT, pero no se une a ella. Las tensiones entre
el pasado y el presente son muy grandes.
El regreso del último magonero 175
Hacia fines de junio, su amigo Pierre comprueba que el viejo esta «me-
jor de salud y el equilibrio vital se va operando poco a poco en su que-
brantado organismo por el largo cautiverio en Leavenworth».
Un mes después, Librado participa en la organización del grupo anar-
quista Tierra y Libertad en la ciudad de San Luis Potosí, cuya función
esencial será hacer «propaganda revolucionaria entre los campesinos», y
del que forman parte quince jóvenes militantes.
La hora de volver a la brega se acerca. San Luis Potosí es un escena-
rio limitado para las próximas acciones. Librado, además, en el hogar
familiar, se encuentra muy presionado por su anciana madre, que en
una crisis de senilidad trata de que su anarquista hijo regrese al seno de
la religión. La coyuntura para dejar la ciudad se presenta cuando José
C. Valadés, dirigente de la CGT, pasa por San Luis Potosí de regreso de
Tampico y rumbo a la capital. El puerto petrolero se encuentra en plena
efervescencia a causa del sindicalismo revolucionario, y no es difícil re-
construir los argumentos de Valadés; Tampico es un verdadero baluarte
de la confederación, no importa el número de adherentes (cerca de
doce mil) sino su valor moral. En primer lugar, está su fuerte y valeroso
elemento anarquista (es la única parte del país donde hay camaradas de
diversas partes del mundo, hasta asiáticos); y en segundo, que la orga-
nización obrera en Tampico afecta los grandes intereses de Wall Street.
El principal obstáculo, el económico, parece resolverse con una invi-
tación del floreciente sindicato anarcosindicalista del petróleo para que
Librado vaya a Tampico y comience a dar conferencias en las diferentes
secciones de la organización. Librado no duda y tras su conversación
con Valadés (segunda semana de septiembre de 1924) hace las maletas
y se va al corazón de la guerra social: ¡Tampico!
Ciertamente, el puerto y su ciudad gemela, Villa Cecilia, son el
corazón no sólo de la zona petrolera y portuaria, lo son también de un
ascenso de las luchas obreras. Los anarquistas disputan acremente la
dirección ideológica del movimiento con otras cuatro tendencias. Un
fenómeno sólo visto en esa región, mientras que en otras partes del
país la lucha tiende a producirse entre tres fuerzas: amarillos cromis-
tas, blancos patronales y rojos (anarquistas, comunistas o woblies). En
Tampico todo es complejo: hay amarillos cromistas que utilizan sus
relaciones con el gobierno central para crearse un espacio de manio-
bra. Librado aún no los conoce bien; su radicalismo declarativo, sus
homenajes a los próceres magonistas lo confunden, no los entiende
176 Arcángeles
Sacco y Vanzetti que en esos meses llegaba a su punto más alto con
las huelgas generales. Librado estaba en la cárcel cuando se produjo la
ejecución.
En junio salió el último número de Sagitario. El grupo, con buena
parte de sus miembros encarcelados y el resto perseguidos, ahogado
económicamente, no pudo sostener la tarea editorial. Librado encontró
un nuevo espacio, aunque poco efectivo, para transmitir su mensaje a
los trabajadores mexicanos y escribió algunos artículos en Cultura Pro-
letaria de Nueva York, desde la cárcel. En uno de ellos decía: «Las ver-
dades que lanzaba en la cátedra contra la dictadura de entonces, hoy las
lanzo desde el presidio contra la dictadura de hoy y las seguiré lanzando
mientras no me acorten el resuello en sus calabozos regeneradores».
Tras siete meses de prisión, el 4 de noviembre, Librado Rivera salió
en libertad. En vista de que se había negado a aceptar la libertad con-
dicional tuvieron que decretar el «sobreseimiento de la causa». En la
cárcel había cumplido los sesenta y tres años.
Un día antes de la salida de Librado de la cárcel, un proyecto pe-
riodístico estimulado por él nació en Monterrey. El nuevo periódico,
bautizado Avante, incluyó en su primer número dos largos artículos del
magonista: uno, la reproducción de un discurso que pronunció en la
prisión el 16 de septiembre, donde establecía su singular versión de la
independencia de México, y el otro, dedicado a probar un paralelismo
entre su primer encarcelamiento en 1902 y el actual. Detrás del diario
se encontraba el sindicato metalúrgico de la ciudad, pero duró tan sólo
tres números. En febrero de 1928, renació ya en Villa Cecilia, iniciando
de nuevo su numeración y ya con Librado Rivera como director. Ahí
arranca una trayectoria similar a la de Sagitario. Un poema a la terque-
dad y la irreductibilidad.
Avante asume la labor de propaganda, la difusión de la idea: circu-
lares de grupos anarquistas, campañas por la libertad de presos, textos
«clásicos». Formalmente es un periódico superior a Sagitario, de cuatro
páginas apenas, pero de mayores dimensiones. Pero Librado no debe
de estar demasiado orgulloso de su nuevo hijo. Ya no es un órgano de
combate, es tan sólo un órgano de propaganda de las ideas, de denun-
cias aisladas, de resistencia. La CGT, ante la continua ofensiva de los
gobiernos de Obregón y Calles, se ha replegado; formalmente mantie-
ne su línea de absoluta independencia respecto al poder central y de
acción ofensiva permanente contra el capital, pero la organización se
El regreso del último magonero 185
»—A ver, tráiganme el fuete para arreglar a este viejo loco cabrón —
dijo Ortiz a los que le rodeaban.
»Se presenta en seguida un ayudante trayendo un diccionario:
»—Anarquía —dice— es la falta de todo gobierno; desorden y con-
fusión por falta de autoridad.
»—Esa definición es la propagada por los escritores burgueses, y no
la anarquía que yo propago en Avante, en donde se ve la acción violenta
de los gobiernos confirmada en los hechos. Entretanto, deseo saber el
nombre de usted, que me ha ultrajado tan infamemente —increpé al
general Ortiz.
»—Su padre, cabrón —contestó el esbirro.
»—Mi padre no era tan bestia.
»—¿Qué dice usted?
»Y se arrojó sobre mí propinándome varios fuetazos acompañados
de nuevos insultos.
»—¿Y qué opinión tiene del ejército? —me preguntó.
»—El ejército sirve para sostener a los gobiernos en el poder.
»—El ejército sirve para defender a la patria, a sus instituciones —
dijo Ortiz.
»—El ejército es además el pedestal en el que descansan todas las
tiranías y considero que los jueces que me juzgan en este momento son
mis más feroces enemigos.
»Y como sentí que la sangre me chorreaba por las sienes, me paré
indignado pidiendo a mi verdugo que me matara de un balazo, pero
que no me golpeara tan cobardemente. Y en un momento de distrac-
ción mía, el monstruo aquel sacó su revólver y disparó un balazo sobre
mí. Creí por un momento estar herido en la cabeza porque, debido al
adormecimiento causado por la sordera, nada sentía. Pero pasados unos
segundos, comprendí que sólo se trataba de torturarme para producir
en mí algún síntoma de cobardía o arrepentimiento.
»Ortiz y sus ayudantes se apresuraron a buscar la bala y por haberse
aplastado dijeron que había pegado en parte dura. Mientras a mi espal-
da esto acontecía, me quedé tan firme y sereno como si nada hubiera
sucedido. La noble causa que siento y amo de corazón me hacía estar
muy por encima de aquellos lobos.
»—Le voy a leer el acta para que la firme —me dijo el secretario.
El regreso del último magonero 189
personal fueron decomisados, sin dejarme otra cosa con que abrigar mi
cuerpo que la ropa que traía [...] y fui conducido al cuartel de la jefatura
de la guarnición coronando el atropello con el despojo de anteojos y el
poco dinero y estampillas que llevaba en el bolsillo, tomando de este
dinero (contra mi protesta) los gastos del automóvil que nos condujo a
la jefatura de Tampico».
En la oscuridad del calabozo, Librado trata de hacer un recuento de
los daños sufridos por el saqueo policíaco. Se ha perdido una colección
invaluable de Regeneración y otra de Revolución, varios diccionarios, sus
dos pares de lentes...
El viejo se tira de los cabellos. Vaya que la pelea que ha entablado
contra el Estado es desigual.
Simultáneamente son detenidos Pedro Gudiño, Ángel Flores y Os-
valdo Manrique; lo que quedaba del grupo Avante ha sido desmantela-
do. Pero no terminarán aquí las represalias. El primero de marzo, una
escolta de veinticinco soldados se hace cargo del viejo y lo saca de la pri-
sión con destino desconocido, lo acompañan siete obreros del partido
comunista, también detenidos. Son llevados a la estación de ferrocarril
y metidos en un vagón de carga que horas después será arrastrado lejos
de la zona petrolera.
Un día después, Librado aparece en la penitenciaría de Ciudad de
México. Se dice que será enviado a las islas Marías.
«A ninguno de nosotros se nos comunicó en Tampico la causa
del arresto ni aquí tampoco se nos comunicó jamás. Sencillamente,
a nuestra llegada se nos alojó en la jefatura de la guarnición de esta
capital y de allí a la penitenciaria del distrito, ingresando ya directa-
mente en el hospital de la prisión por haber llegado bastante delicado
de salud».
La CGT interviene ante el presidente de la república para que se
libere al viejo. El 5 de marzo se entrevistan con el secretario de Ortiz
Rubio, quien les dice que nada se puede hacer por el momento; que el
secretario de Gobernación, Portes Gil, está muy indignado a causa de
un artículo de Librado en que lo acusa de haberse vendido a una compa-
ñía extranjera de agua potable cuando fue presidente. Tres días después
una comisión visita la penitenciaria pero hay consigna del secretario de
Gobernación de que Librado Rivera permanezca incomunicado.
El regreso del último magonero 193
que lo cuida trata de cubrirle el rostro para evitar que las moscas lo mo-
lesten; Librado le retira el brazo de un manotazo: «¿Conque luchando
aún, compañero?», «Siempre luché contra las injusticias sociales de los
fuertes».
Pocas horas más tarde entra en agonía.
El primero de marzo de 1932 Librado Rivera muere.
Tras nueve años de una alucinante guerra personal contra el Estado,
una guerra vivida muchas veces en solitario, en el interior de un cala-
bozo, una guerra en la que la terquedad y el estilo siempre fueron sus
mejores armas, Librado Rivera descansa.
El 3 de marzo sale el último número de Paso! . Impreso anónima-
mente, aún conserva en el cabezal el crédito: «Director Librado Rivera»
y el número de su apartado postal en el D. F., el 1563. El periódico
sólo tiene un artículo: «Librado Rivera ha muerto», y llama a que los
obreros de Ciudad de México acompañen el cadáver desde el local de
la Federación de Trabajadores, último reducto del anarcosindicalismo,
hasta el panteón de Dolores. El artículo termina con una frase muy al
tono de la lírica roja de la época: «Que caiga sobre su tumba una lluvia
interminable de flores rojas».
El último magonero se retira de la escena.
El vacío perdura.
Ya no se hacen hombres así. Los mejores de nosotros somos pálidas
sombras al lado del viejo Rivera.
Por lo menos, deberíamos cubrir esa tumba, hoy desaparecida, esa
inexistente tumba, con una interminable lluvia de flores rojas.
Menos mal que queda la historia.
Menos mal que queda la memoria.
EL ESTILO HÖLZ
197
El estilo Hölz 199
Hay personajes que nacieron para la ficción, pero como tienen que
moverse en las miserias de lo cotidiano para encontrar un hueco en la
historia, se inventan, se rehacen para la luz de la pantalla de cine, para
la más alucinante página de la novela; para la más irreal, contradictoria
y apasionada canción de gesta. Personajes a los que quedan cortos los
escritos biográficos, todas las notas de pie de página, y por tanto se
deslizan por sí mismos y sus tiempos hasta ganar el derecho a ser hoja
de calendario mal impreso colocado sobre el fogón en hogar proletario,
héroe de película muda que nunca será filmada, tema de conversación
a la fantasmagórica luz del alto horno.
Max Hölz es, sin duda, uno de estos personajes, y como tal, no tiene
pasado antes de su aparición en la página uno de una novela histórica.
Nada hay sobre Hölz antes de 1918 que invite a creer que la infancia es
el lugar donde los héroes se cultivan en macetas de miserias y sueños.
Nació en 1889 en Moritz (inútil buscar en el mapa), cerca de Riesa
(tampoco el mapa resuelve), en la Sajonia alemana, hijo de una familia
de obreros agrícolas que trabajaban en un molino. Max Hölz fue otro
de los jóvenes alemanes que entraron con el fin de siglo en un mundo
agrario y trataron de huir de él, sólo para ser atrapados por la sociedad
industrial que pretendió moldearlos a golpes de martillo.
A los dos años, la familia, cargando con el joven vástago, se mudó
a Hirchstein a la búsqueda de aires nuevos y sólo encontró aires más
rancios, y trabajo de peones en las tierras de un latifundista.
200 Arcángeles
A los catorce años, Max celebró el arribo a la adolescencia con una fuga
del hogar que duró poco. Al mes regresó a la casa familiar gravemente
enfermo, con un envenenamiento en la sangre que casi provoca que le
tengan que amputar un brazo. Sin embargo, esta fuga inicial le revela
su vocación de tránsfuga, Max Hölz ya no podrá detenerse. Sus años
de juventud hacen historias que pueden contarse sin dificultad y en las
que no hay tragedia ni encanto, sólo vagabundeo constante. Un ir y
venir por los empleos, las ciudades, los oficios, los destinos truncados.
La supervivencia como sentido de la vida. Ni siquiera puede hacerse de
una profesión.
Trabaja como sirviente en varios lugares de Sajonia. No hace el
servicio militar por estar tuberculoso. Va a dar a Falkenstein, una
villa industrial en el Vogtland que años después será escenario de sus
mejores hazañas, pero que hoy se le presenta como un cementerio.
Trabaja por las noches en un cine (¿ahí se fabrican los futuros sue-
ños?). Más tarde será aprendiz de chófer. Luego, para seguir movién-
dose, aceptará una proposición que termina llevándolo a Inglaterra.
Todo es huir, cambiar de empleo sin encontrar oficio, cambiar de
vida sin encontrarla. En Inglaterra se hace evangelista, probablemen-
te por motivos estrictamente económicos. Se queda sin empleo fijo.
Con un poco de suerte encuentra pequeños trabajos temporales en
los que pule suelos y lava ventanas. Finalmente encuentra trabajo en
una empresa de construcción de piezas de ferrocarril. En Chelsea asis-
te como estudiante externo a unos cursos de educación técnica para
obreros. No los termina. El tiempo va pasando junto a él. En diez
años ha huido de todas partes, ha tenido veinte empleos, ha paseado
su miseria por dos países. Ya no hay sueños. Poco antes de iniciarse la
guerra mundial, Max regresa a Sajonia. Se establece en Falkenstein y
se casa con Clara. Tiene veinticinco años. Cuando en 1914 se inicia
la contienda, es un excelente candidato para ser ocupante de una más
de las anónimas tumbas que habrán de ser cavadas en Francia al borde
de una trinchera.
Los mismos que lo declararon inepto para el servicio militar por la
tuberculosis, hoy lo reclutan de inmediato. La guerra traga todo, consu-
me seres humanos, cosechas de trigo, toneladas de acero. Engulle todo
lo que le permite mantener en activo la carnicería.
Max tiene veintiocho años cuando en 1917 es destinado al frente
occidental. Una buena edad para morir.
El estilo Hölz 201
por una bala que lo hiere en un pie, y la herida permite que lo saquen
de la carnicería y su evacuación a un hospital en el sur de Alemania.
Queda incapacitado para luchar, Max piensa que ha terminado su vida
de soldado. No anticipa que esa incapacidad no le impedirá combatir
militarmente otra guerra de carácter radicalmente diferente, que se ini-
ciará en los siguientes años. Le dan una pensión de cuarenta marcos y
lo envían a casa.
II
III
IV
Han pasado apenas ocho meses desde que Max Hölz se bajó del tren
en Falkenstein, cojeando por una herida en el pie y vestido con el uni-
forme de un ejército que se trocaba en una fuerza de la revolución. Tan
sólo ocho meses. ¿Cuál es el balance? ¿Cuentan más las victorias que
las derrotas? ¿En las historias de los eternos derrotados, los momentos
de gloria valen doble? ¿Quién puede quitar la memoria a los que la
adquirieron? ¿Se huele aún la sopa de aquellas cocinas colectivas? Por
ahora hay que tomar distancia. Primero varias semanas en la cercana lo-
calidad de Auerbach. Tiene que volver a huir. La policía y el ejército se
acercan demasiado. El nuevo destino es la ciudad de Hof en la Baviera
del sur de Alemania, donde aún están frescas las huellas de la matanza
que acabó con la república de los consejos. Max, en el anonimato, busca
un empleo, enlaza con algunos camaradas, ronda como sonámbulo por
la ciudad. No resiste mucho tiempo encerrado en la soledad, busca a la
multitud como se busca a la tribu, la familia. Asiste a un mitin de los
socialistas independientes; debería quedarse callado, pero lo suyo no
es el silencio, toma la palabra y propone que se boicotee a las empresas
mineras del Ruhr, en la zona de ocupación francesa. Los desempleados
no deben acudir allá a trabajar en las minas cuando la zona hierve de
desempleo; y si van, no deben aceptar salarios inferiores a las tarifas
fijadas por los sindicatos locales. Y desde luego ofrece una respuesta
al desempleo: no buscar trabajo en otras partes de Alemania; algo más
simple, organizar a los desempleados y pasar a la acción directa. Los
socialistas del USPD lo acusan de provocador policíaco, lo denuncian.
Es un agente al servicio del capital. Revelan su identidad al descubrirlo:
¡Es Max Hölz! La cobertura que lo mantiene clandestino vuela hecha
208 Arcángeles
VI
VII
VIII
«Tenía una revolución en las manos. ¿La hacíamos?». Poco dura la duda.
Hölz no espera el regreso de los enlaces con la respuesta. «Comencé a
organizar a los trabajadores en grupos de combate». No descuida tam-
poco el financiamiento de la revolución y encarga a «cuatro hombres
responsables», los que lo han acompañado desde Berlín, la obtención
de fondos. Se producen los primeros asaltos a bancos, establecimientos
comerciales y oficinas gubernamentales. Hölz recuerda que una buena
revolución necesita buenas expropiaciones.
A pesar de que se ha coordinado con el VKPD, Max no renuncia a
su independencia y a una relación abierta con todos los que están por la
revolución, y entrega parte de los fondos a la dirección local del KAPD,
para periódicos y propaganda.
Hacia las tres de la tarde los obreros chocan contra la policía en
Eisleben. El ejército de Max se compone en esos momentos de noventa
hombres armados con rifles. Se decide pasar a la ofensiva. Actuarán dos
grupos. Uno atacara el seminario y otro el hospital, los dos puntos don-
de se han establecido los cuarteles de la policía armada. Hölz se pone
a la cabeza del segundo grupo. En la ciudad hay cuatrocientos «sipos»
para enfrentar a los noventa obreros.
Max actúa como de costumbre, enviando primero un ultimátum
tremendista. Sus mensajeros informan al jefe de la policía de que si
no abandona el pueblo, éste será incendiado. Para enfatizar la ame-
naza, Hölz pone en llamas un edificio en las cercanías del hospital.
Además, un grupo de trabajadores recorre las calles elegantes de la
ciudad destruyendo las cristaleras de las tiendas para obligar a los poli-
cías a que abandonen su refugio y salgan a proteger los sacrosantos de-
rechos de la propiedad. La maniobra fracasa ante la pasividad policíaca.
Hölz se ve obligado a ordenar que apaguen el edificio en llamas.
El miniejército rojo desiste del ataque y planta sus cuarteles en Hel-
bra. Allí la policía había atacado los locales de los huelguistas y matado
a dos de ellos que se encontraban desarmados; uno era un joven de
dieciséis años. La llegada de Hölz hace huir a los «sipos».
La región entera está movilizada. Cientos de hechos aislados se pro-
ducen; los «sipos» están a la defensiva.
Corre el rumor de que Max Hölz ha sido detenido. El origen de
la falsa información se encuentra en que uno de los hombres que
participaron en las expropiaciones, y a quien Max ha enviado fuera
228 Arcángeles
Sin que Hölz lo sepa, ese mismo día la policía asalta el complejo in-
dustrial de Leuna donde los obreros habían permanecido a la defensiva
con las fábricas ocupadas. Hay cuarenta trabajadores muertos. En Ber-
lín también se producen otros acontecimientos trascendentes para el
movimiento: el Comité Central del VKPD discute si debe continuar el
llamado a la huelga general o impulsar la rebelión. Se decide darle dos
o tres días más a la acción y luego, si no hay cambios, tratar de levantar
el movimiento ordenadamente. ¿Cuál movimiento? Las fuerzas movili-
zadas están fuera de su control.
El grupo de Hölz continúa vagando por los pueblos industriales. Es
un gran espectáculo: banderas rojas, camiones con obreros armados de
fusiles. Un vehículo blindado al frente con ametralladoras en el que via-
jan Hölz y su financiero. Asaltos a las fábricas, a las pequeñas estaciones
de policía. La dinamita abre las cajas fuertes de las empresas; asaltos
a oficinas de correos, bancos, comercios, casas de grandes burgueses,
confiscación y reparto de víveres. Eso es sin lugar a dudas el fin del
mundo, la revolución. Robin Hood ha llegado. El grupo de Hölz crece.
El día 30 combate en Wittin contra la milicia, los derrota. Reparte en-
tre los trabajadores treinta mil marcos. Al día siguiente atacan y toman
Besenstedt. Se reparten alimentos y ropa confiscados de la mansión de
un terrateniente.
Se llega así al viernes primero de abril. Esa mañana el VKPD llama
a levantar la huelga general. Hay siete mil detenidos en la Alemania
central y todavía más de tres mil trabajadores en armas fragmentados en
pequeños grupos. La labor de los «sipos», reforzados por unidades mili-
tares que han llegado del sur de Alemania, es impedir que los pequeños
grupos vuelvan a reunirse y levanten de nuevo un ejército.
El plan de Hölz, que dirige un grupo de unos cien hombres, era
llegar hasta el distrito de Mansfeld y, si no había noticias de los parti-
dos comunistas, desbandarse tratando de ocultar las armas. Schneider
se había fugado en la noche anterior con los fondos producto de las
expropiaciones. No ha podido obtener noticias de dónde se encuentra
la fuerza más importante del ejército rojo. ¿Sigue en pie? ¿Ha sido
derrotada?
A mediodía la escuadra armada sale de Eiesenstedt. A cinco kilóme-
tros de ellos hay un gran cordón policíaco. Los revolucionarios montan
sus ametralladoras. Faltan municiones. Comienza el tiroteo. «Ni uno
de nosotros pensó en salir vivo de esa batalla». Veinte hombres del
El estilo Hölz 233
IX
XI
Poco después del juicio, una vez salvadas las responsabilidades del
VKPD, la Internacional Comunista, en su III Congreso (junio de
1921), emite una declaración pública sobre Max Hölz. No se avalan
sus actos en la insurrección de marzo, pero se trata de capitalizar propa-
gandísticamente su figura:
«La IC es adversa al terror y a los actos de sabotaje individual
que no ayudan directamente a los objetivos de combate de la guerra
civil y condena la guerra de francotiradores llevada a cabo al margen
de la dirección política del proletariado revolucionario. Pero la IC
considera a Max Hölz como uno de los más valientes rebeldes que se
alzan contra la sociedad capitalista […] El congreso dirige por tanto
sus saludos fraternales a Max Hölz, lo recomienda a la protección
del proletariado alemán y expresa su esperanza de verlo luchar en
las filas del partido comunista por la causa de la liberación de los
obreros, el día en que los proletarios alemanes derriben las puertas
de su prisión».
236 Arcángeles
XII
XIII
XIV
XV
245
El hombre que inventó el maoísmo 247
II
III
IV
pagaron con sus vidas la ingenuidad del partido. Los mejores hijos de
China fueron arrojados con la cabeza cortada o el cuerpo lleno de balas
por las calles. El partido quedó destruido en las ciudades del sur.
El Comité Central propuso una línea de reorganización tratando
de mantener la alianza con los restos de la izquierda del KMT y el 27
abril se celebró el V Congreso del PCCH en Wuhan. Los agraristas,
Mao y yo propusimos una línea de alzamientos campesinos, crear un
ejército rojo, radicalizar las demandas agrarias. Persistía la alianza con
la izquierda del KMT donde ésta existía. Había un estado general de
confusión y caos. La derecha del KMT, con el ejército que ayudaron a
entrenar los soviéticos, prosiguió la cacería.
¿Deberíamos replegarnos? Un partido de cuadros puede pasar a la
clandestinidad, pero ¿cómo se repliegan las organizaciones de masas?
La trampa estaba creada, retrocedimos avanzando. Se produjeron
alzamientos coordinados y más o menos espontáneos. El primero
de mayo se levantaron los campesinos de Haifeng como reacción al
golpe. Estaban dirigidos por mi hermano Hai Yuan. Nueve días duró
la comuna de Haifeng, luego los hombres se tuvieron que replegar
a las montañas dejando detrás una base campesina que sufriría la
represión.
Pero nuestro proyecto seguía siendo incoherente y contradictorio.
El congreso aprobó contra nuestra opinión un programa agrario mo-
derado para intentar mantener los restos de la relación con la izquierda
del KMT, cuando ésta era irrelevante y la mayoría del KMT sólo quería
poner los dientes de la fiera en nuestra yugular.
La política de los levantamientos fue un fracaso y desgastamos en
ella nuestras mejores fuerzas. Nos alzamos en Nanchang el primero de
agosto y a partir del 8 de septiembre se produjeron los levantamientos
de la Cosecha de Otoño, descoordinados entre sí, repletos de heroísmo,
pero inútiles. Tras las primeras efímeras victorias se producía la brutal
reacción del ejército. Dentro de estos alzamientos nos volvimos a levan-
tar en armas: palos, picas, lanzas y piedras en Haifeng con una victoria
parcial y una nueva represión.
El partido me envió a Hong Kong, donde me establecí clandes-
tinamente para crear una red de apoyo con emigrados de Cantón y
Shanghai y reconstruir el partido.
El hombre que inventó el maoísmo 269
VI
tanto, les cortamos las cabezas a todos, y la sangre nunca ha sido buena,
pero la revolución es también un joven dragón furioso y terrible que en
nombre del futuro se come el presente.
Discutíamos con hombres y mujeres que, titubeantes, de manera
torpe, estaban ensayando el destino y se preguntaban con nosotros: ¿la
tierra confiscada debería repartirse o trabajarse en colectivo? ¿Y los que
habían apoyado a las ligas agrarias desde su origen no tenían prioridad
en el reparto? ¿Y los que tenían tierra que no podían cultivar no debían
ceder esa parte a otros para que la cultivaran? ¿Y las familias que crecían
o disminuían no obligaban a una constante redistribución de la tierra?
¿Qué parte de las ganancias de las cosechas debería dedicarse a pagar
a jueces, funcionarios, administradores, a los hombres del soviet? ¿Y la
tierra no debería medirse por su fertilidad y no por su tamaño? ¿Y no
era cierto que un campesino hábil hacía la tierra más fértil?
Y teníamos que organizar la vida y tomamos decisiones sobre las
viudas de los enemigos y cómo el soviet debería encontrarles marido
y mejoramos las condiciones del ejército rojo, al que había que conse-
guirle no sólo armas, sino calzado, y decretamos el derecho al divorcio
con la oposición de muchos hombres y el apoyo de las nuevas organi-
zaciones de mujeres, y si cuando los latifundistas quemaban las aldeas
con los campesinos dentro de las casas, las mujeres morían igual que los
hombres, ¿por qué no iban a poder combatir? Y se formó una brigada
femenina de trescientas combatientes. Y pusimos nuestro sello a los
billetes y organizamos el contrabando de nuestra mayor producción
industrial, la sal, a través de las líneas enemigas. Establecimos la jornada
de diez horas en el campo y de ocho para mujeres y niños y se procedió
al reparto de las tierras y la entrega de tierras colectivas para el trabajo.
En materia de organización traté de simplificar al máximo la ad-
ministración, centralizando al máximo las decisiones en esta etapa de
guerra. Todo ello basado en la democracia de las asambleas.
Fue una época en la que apenas sonreía. Supe por los camaradas del
partido que mi esposa había sido muerta por el KMT y mis hijos esta-
ban desaparecidos; no conocía el destino de mi hija con Hsiao. Estaba
unido con sangre a los campesinos a los que representaba.
Levantamos un hospital y una pequeña armería que sólo podía re-
parar viejos fusiles y organizamos el terror rojo. Los campesinos eran
menos crueles que los latifundistas, pero teníamos que eliminar la base
de los terratenientes para que no pudieran volver a levantar cabeza.
El hombre que inventó el maoísmo 271
Los jóvenes socialistas iniciaron una campaña contra la religión, pero fue-
ron moderados por los campesinos, que se negaron a que se destruyeran
templos venerados por las aldeas; aunque no pusieron inconvenientes en
que se destruyeran los ídolos de monasterios o templos de latifundistas.
Esta sabiduría de las comunidades campesinas fue apoyada por el soviet.
A fines de enero se produjo la primera ofensiva militar del KMT
contra la zona soviética. Nuestras milicias mal armadas pudieron de-
rrotarlos, pero el aislamiento crecía y no había manera de mantener
una relación con otras zonas donde el partido era fuerte o reagrupar los
restos de los ejércitos rojos de las insurrecciones del otoño pasado, hoy
desmembrados y destruidos.
Nuestra suerte estaba sellada por destinos incontrolables. En febrero
el ejército avanzó y sus cañones destruyeron a nuestras milicias. El so-
viet se hundió en nuestra sangre.
Pude huir a Shanghai. Allí, en noches terribles de soledad clandesti-
na, cambiando de nombre y de sentimientos, pude escribir un pequeño
libro en que recogía aquellos meses de libertad agraria. Y me entere
de que en el VI Congreso había sido nombrado miembro del Comité
Central del partido en ausencia.
Regresé clandestinamente a la zona soviética de Hai-Lufeng en
1929 y traté de reorganizar las bases, pero era prácticamente imposible
en el clima de terror existente.
VII
275
De italianos y memorias 277
El padre del padre del padre de mi madre era italiano. Sólo sé de él que
era marino. A mediados del siglo pasado naufragó en las costas del mar
Cantábrico en el norte de España, enamoró a una mujer, la dejó embara-
zada y desapareció. Su hijo, años más tarde, embarazó a otra mujer y huyó
también. Esta segunda mujer murió en el parto y su hijo Adolfo, mi abue-
lo, creció en un hospicio, del que salió en la juventud para ser marinero.
Mi madre se cambió el apellido paterno durante la adolescencia in-
tercalando una h, convirtiendo el Maojo en Mahojo.
No era la primera vez que el apellido cambiaba; antes de ser Maojo,
había sido Malochio. Mi bisabuelo había sido el hijo sin padre de un tal
Malochio, «mal de ojo», el apodo del italiano original.
Mi madre fue contrabandista de ropa infantil en los años sesenta, oficio
del que siempre me sentí muy orgulloso y que años más tarde descubrí
que había heredado de su padre, quien a su vez lo había heredado de su
abuelo, el italiano. Adolfo, mi abuelo, siendo capitán de marina mercante
en la década de los treinta se dedicaba al contrabando de encajes de Brujas
y Malinas, azúcar de caña refinada y licores. Una vez escuché a un viejo
marinero, en el barrio gijonés de Cimadevilla, contar admirado una de sus
hazañas: aquella en la que el capitán contrabandista Adolfo Maojo, cuando
a punto de ser capturado por los carabineros con una carga de azúcar en las
cercanías de la costa (en aquella época el gobierno español protegía impo-
sitivamente el azúcar local hecho de remolacha, de más baja calidad y más
caro que el de caña de azúcar), comenzó a alimentar las calderas de su barco
con el polvo blanco, y los fogoneros palada va palada viene a las calderas,
278 Arcángeles
II
reúne, y con el quinto quinto quinto, con el quinto regimiento, aúlla Se-
púlveda y el Arpaía; y Laura Grimaldi y Tropea se saben la letra de la fon-
da donde se reparte metralla, y los cuatro generales que se han alzado que
se han alzado muy serio canta el Gordo Chavarría. Y Paloma recuerda
que con las bombas se hacen, mamita mía, tirabuzones, las madrileñas.
Fue la guerra de los libres contra todo lo demás: latifundistas, clero
oscurantista, generales, tropas profesionales, aviones de Hitler, blinda-
dos de Mussolini, falangistas y requetés.
Y los nuestros eran los ejércitos populares, y el frente, el último
frente antifascista. Luego habríamos de conocer la complejidad de las
historias, los matices; pero aun así seguiría siendo nuestra guerra.
En julio de 1936 se alzaron los generales y tras una semana de re-
torcidos engaños y maniobras, combates callejeros, indecisiones y de-
finiciones, se podía establecer un mapa político del país: las grandes
capitales, Madrid, Barcelona, Valencia, estaban en poder de la Repú-
blica, que conservaba Aragón, el País Vasco, la costa de Levante y Astu-
rias con la excepción de Oviedo. Galicia, Navarra, parte de Andalucía,
Extremadura, parte de Castilla y el territorio de Marruecos donde se
aposentaba el viejo ejército colonial, estaban en manos de los militares.
A fines del 36, Madrid, su defensa o su conquista, se había vuelto el
centro de la guerra. Una intervención alemana mínimamente enmascara-
da y una potente intervención italiana daban a los militares sublevados la
ventaja; el fascismo se la jugaba en el gran tablero de ajedrez europeo. La
República contaba con un limitado apoyo de franceses y soviéticos y con
las Brigadas Internacionales constituidas por voluntarios antifascistas del
mundo entero. En diciembre se dio la primera batalla por la defensa de
Madrid, luego la batalla del Jarama y más tarde la toma de Málaga por los
fascistas, en la que intervino un potente cuerpo expedicionario italiano.
III
IV
Creo recordar que en aquellas tardes, sentados bajo los árboles del
Sanatorio Español, Carranza me explicó qué estaba haciendo él en el
frente de Guadalajara: era algo así como un enlace entre los batallones
españoles de la XII Brigada y el Batallón Garibaldi, un enlace que tam-
bién servía de guía porque de alguna manera conocía el terreno. Nunca
supe muy bien por qué, recuerdo que Carranza no me parecía castella-
no sino más bien andaluz, pero el caso es que conocía el territorio, y
buscaba emplazamiento para una batería skoda cuando vio por primera
vez a Malaboca.
Era un italiano pequeño, que parecía una especie de gnomo, siem-
pre con frío y que sabía mucho de fútbol. Y, según Carranza, tenía un
tremendo poder en la lengua, insultaba como nadie, era incapaz de
decir media docena de buenas palabras sin una mala en medio. Tanto
es así, que sus compañeros lo llamaban Malaboca.
Creo recordar que en los recuerdos de Carranza el pequeño italiano
era apodado Malaboca o Malalengua, quizá porque usó indistintamen-
te los dos nombres. Intento una explicación: Malaboca por los italia-
nos, Malalengua por los españoles. Creo recordar que en los recuerdos
de Carranza el italiano se llamaba Piero, era veneciano (y lo sé porque
Carranza me contó Venecia tal como habría de verla yo años más tarde,
y tal como se la había contado Malaboca), era zapatero y era o había
sido locutor de radio hasta que los fascistas lo echaron a patadas de una
emisora. Pasó un tiempo en la cárcel y luego se escapó a Suiza, donde
vivió con una cantante de coro de opereta española, a la que odiaba
profundamente.
¿Cómo sabía todas esas cosas Carranza de Malaboca, un hombre al
que sólo había de conocer durante los doce días de la batalla de Guada-
lajara? ¿Cómo sabía todas esas cosas y otras más que me contó y otras
tantas que habrá olvidado o que yo he perdido en mi triste memoria?
De italianos y memorias 285
VI
que sea con música». Barontini sugirió que pusieran a Verdi. Regler le
dijo que como comisario político estaba de acuerdo, pero que no tenía
el disco.
El primer choque es terrible; primero se combate en el bosque, árbol
tras árbol, avanzando por metros; los fascistas se van replegando lenta-
mente, se llega hasta los edificios; los garibaldinos van acompañados de
tanques. La primera ofensiva obliga a los camisas negras a refugiarse en
las edificaciones del palacio.
Por la noche un asturiano logra infiltrarse y arrojar dentro del pa-
lacio un paquete de cartuchos que provoca una tremenda explosión.
Los ecos no han acabado de disiparse cuando del interior del
palacio surgen los tan oídos a lo largo de estos días acordes de La
Internacional. No está nada claro, prosiguen los disparos pero el
canto continúa. ¿Están cantando los fascistas? ¿Es una broma? La
dirección del Garibaldi envía a una comisión a parlamentar encabe-
zada por Nunzio Guerrini; cuando se encuentra a unos metros del
palacio, un oficial le arroja una granada y lo mata. El fascista trata
de huir y lo caza la ametralladora del tanque que apoyaba a los co-
misionados. Los garibaldinos entran en el palacio: están cara a cara
con los fascistas bajo una tremenda tensión. Los dedos en el gatillo,
nadie baja las armas, Brignoli interviene, da órdenes a los garibaldi-
nos de no disparar y a los fascistas de arrojar al suelo las armas. En
ese instante la artillería republicana, que no sabe que sus tropas ya
están dentro del Ibarra, suelta una salva. Los cañonazos acaban con
las indecisiones, los fascistas arrojan al suelo fusiles y ametralladoras
y son llevados a la retaguardia, los encabeza el cadáver de Guerrini
sobre una camilla.
Regler verá pasar a su abisinio, que trae tres prisioneros atados con
una cuerda y se los muestra gozoso.
VII
VIII
IX
Años más tarde, suponiendo que Carranza había sido comunista, pre-
gunté por él a mi viejo amigo Juan Ambou. El mundo del exilio espa-
ñol en México es enorme y diminuto; una especie de familia de amores
y de enconos, en la que todos saben las pequeñas y las grandes histo-
rias y casi todos se conocen aunque pretenden que no. Curiosamente
Ambou no sabía nada. Me sugirió que preguntara a los anarquistas,
que a lo mejor era un hombre de la brigada de Cipriano Mera. Seguí
indagando de esa manera descuidada con que los libros se van haciendo
camino. Nada.
En el 88, Silverio Cañada, que me quiere mucho, me mandó desde
España la excelente obra de García Durán sobre las fuentes para el estu-
dio de la Guerra Civil Española. Me abrió una serie de nuevas puertas.
El archivo del centro de estudios Piero Gobetti en Turín había es-
tado realizando hacia mitad de los años setenta una serie de entrevistas
con combatientes italianos de las brigadas, en particular garibaldinos,
y con otros antifascistas que habían combatido en España dentro de
formaciones anarquistas en batallones de línea republicanos. Mi pa-
dre recogió para mí un resumen de estas primeras entrevistas en el 76,
cuando asistió en Italia a la Bienal de Venecia. Revise cuidadosamente
el material. Ni Malaboca, ni Malalengua, como lo llamaban los españo-
les, ni ningún Piero veneciano y zapatero.
Probé en el Archivo Histórico de Salamanca, pero no existía nin-
guna nómina del Batallón Garibaldi. Revise la amplia bibliografía que
existe sobre la batalla y encontré registros de la guerra de las bocinas y
los megáfonos, pero nada respecto a la soez lengua de Piero. Renuncié
durante un tiempo,
Años más tarde, durante una estancia en Roma me presenté en la As-
sociazione Italiana Combatenti Volontari Antifascisti di Spagna, donde
tienen un importante archivo de notas biográficas de combatientes. Re-
visé algunas con mi pobre italiano de turista turco sin resultado.
La única clave la encontré años más tarde en unos metros de pelí-
cula en el archivo Gaumont en París. Se trata de treinta y siete metros
de material, enlistado erróneamente como Sur le Front de Madrid y que
contiene un par de escenas de combates durante la ofensiva de Guada-
lajara. Hacia el final, se puede ver un camión con dos grandes altavoces
en el techo, casi clavado en una trinchera. Un hombre de nariz afilada,
pequeño, pelo escaso y rizado y sonrisa maligna, habla. Está vestido
con una chaqueta forrada y tiene las perneras del pantalón envueltas en
292 Arcángeles
293
El hombre de los lentes oscuros que mira hacia el cielo 295
Hay una imagen muy peculiar que ilustra casi todos los artículos que
he visto publicados en Cuba sobre Raúl Díaz Argüelles; una fotografía
que reúne un doble encanto: por un lado resulta fiel a la dureza del
personaje y de los tiempos que estaba viviendo, por otro parece recoger
un cierto candor en el rostro, que, contradictoriamente, tiene rigurosa-
mente cubiertos los ojos y las cejas por unos lentes oscuros. El hombre
se encuentra a medio camino de estar retando el aire que respira y estar
agradeciendo al destino por encontrarse en ese lugar y en ese preciso
momento. Pero su gesto parece ir más allá del aeropuerto en que lo
sabemos, para percibir los aromas de la selva, los olores de la guerra.
Existe una segunda versión de la fotografía, de la que la primera
es sólo una ampliación, en la que se descubren junto al coronel Díaz
Argüelles otros dos oficiales del ejército cubano. Los tres están armados
con rifles automáticos, visten uniforme de camuflaje y miran algo que
se encuentra arriba y a la izquierda del fotógrafo; parecen estar de buen
humor, como si puntualmente se estuviera cumpliendo una cita.
Yo a mi vez estoy tratando de iniciar una cita con ellos, especialmen-
te con el hombre de los lentes oscuros, al que en vida nunca conocí.
Una cita que tiene que ver con la curiosidad, con mis obsesiones por la
historia, con una exploración sobre la cualidad de los héroes.
Durante treinta y un meses he estado persiguiendo a Raúl Díaz Ar-
güelles en recortes de artículos de periódico, en fotocopias deslavadas,
en escondrijos donde se ha ocultado dentro de libros casi inconsegui-
bles. Una historia como la suya debería dejar inevitablemente un rastro
296 Arcángeles
II
III
falta una muy especial fibra humana para resistir la tensión, Raúl, con
sus veintidós años, parece tenerla. Cuando los recursos ideológicos se
acaban apela a «un sentido del humor muy negro». A través de la broma
cuida de la moral de todo el grupo.
Siguen días de persecuciones, de casas a las que ya no se puede ir
a dormir, porque sus habitantes han sido capturados y torturados, de
solidaridad popular que salva en el último instante al combatiente en
fuga, de noches sin descanso, de reuniones suspendidas abruptamente,
de citas que a veces una de las partes no puede cumplir. De atentados
fallidos por falta de infraestructura o preparación, como el que Gustavo
y Raúl intentan contra el senador Amadeo López Castro.
En estas condiciones, ambos militantes son llamados por la direc-
ción del DR-13 para que suban al Escambray. Por un lado están muy
quemados, y las condiciones de la acción clandestina en La Habana son
muy peligrosas para ambos; por otro el DR está reconstruyéndose en la
sierra y tratando de superar el fraccionalismo de uno de sus sectores que
se ha subordinado a grupos politiqueros del exilio.
El 10 de julio Raúl Díaz Argüelles asiste a una cita en las calles 21 y B
en el barrio de El Vedado. Va a entrevistarse con Pedro Martínez Brito y
Tato Rodríguez. La policía tiene vigilada la zona. Para escaparse del cerco,
Raúl Díaz Argüelles tiene que lanzarse desde un tercer piso y se fractura
un tobillo. Un policía le dispara desde arriba, se reincorpora y se escapa
en medio de los balazos ante el asombro de los vecinos. En 19 y C coge
un taxi y se escabulle. La casualidad es la condición de la supervivencia.
Imposible subir a la sierra en estas condiciones. Gustavo lo cuida
y lo ayuda a refugiarse en la embajada de Brasil, el 20 de julio; donde
solicita temporalmente asilo. La herida de la pierna empeora. Se toma
la decisión de operarlo. El doctor Willy Barrientos lo hace. La opera-
ción tiene que realizarse sin recursos técnicos, con el agravante de que
la anestesia no actúa como debiera.
Díaz Argüelles obtendría de aquella experiencia dos cosas, una coje-
ra permanente que lo acompañaría los restantes años de su vida y una
novia, Mariana Ramírez Corría, hija de un neurocirujano y amiga de
infancia de Machín Hoed, la que se suma en esos días al Directorio.
Los jóvenes abandonan la embajada y se hunden en la clandestini-
dad habanera. Mucho sudor helado en la espalda, muchos miedos te-
rribles; mucha sangre fría para combatir en una ciudad enemiga, donde
304 Arcángeles
IV
que se respeta fielmente por ambas partes, y los rebeldes tienen los
ánimos en el cielo y están dispuestos a comerse entera a la provincia de
Las Villas.
El 10 de diciembre de 1958 las fuerzas del Directorio reciben del
mando conjunto que ejerce el Che Guevara la orden de tomar la po-
blación de Báez en las estribaciones del Escambray, en una acción que
forma parte del hostigamiento sobre la carretera central y las guarnicio-
nes que rodean la ciudad de Santa Clara. Éste será el primer combate en
que interviene Díaz Argüelles. El ataque no es sangriento, la guarnición
se encierra en el cuartel mientras los rebeldes ocupan la ciudad.
Cinco días más tarde el Che inicia la ofensiva final sobre Santa
Clara con el ataque a la ciudad de Fomento y sesenta y una horas
después de la rendición de esa guarnición y ante la pasividad de los
mandos batistianos, que no se atreven a combatir a los rebeldes al
descubierto, ordena una doble acción sobre las poblaciones de Ca-
baiguán y Guayos, a un poco más de sesenta kilómetros al este de
Santa Clara. Cinco de sus pelotones intervienen en el combate, entre
ellos uno de las fuerzas del Directorio en que se encuentra Raúl Díaz
Argüelles. En el combate de Cabaiguán el Che resulta herido al saltar
de una azotea. El ejército sufre varias bajas y noventa soldados caen
prisioneros. La velocidad de la ofensiva de los rebeldes es tremenda,
ya no se opera como en las viejas condiciones de la sierra, en las que
se atacaba al enemigo y la guerrilla se replegaba. El ejército rebelde
desarrolla una guerra de veloces movimientos atacando las posiciones
enemigas una por una y sin darles tiempo a reponerse. A pesar de la
diferencia numérica, ampliamente favorable a las fuerzas batistianas,
a razón de ocho a uno, son los rebeldes los que mantienen la ofensiva,
deciden dónde y cuándo golpear, dominan el territorio. El principio
del fin se encuentra cerca.
Dos horas después de la toma de Cabaiguán, las fuerzas del Che
inician la guerra en la ciudad de Placetas, el último obstáculo sobre
la carretera central que los separa de Santa Clara. En el ataque, que se
realiza con pelotones de combatientes que no han tenido descanso en
tres días, interviene la fuerza del Directorio que dirige Faure Chomón
y en la que participa Díaz Argüelles. Unos ciento cincuenta soldados
se encuentran acuartelados en la población, los rebeldes no son más de
un centenar pero con un fuerte apoyo popular volcado en las calles. El
enfrentamiento se inicia a las cuatro de la madrugada y horas más tarde
la guarnición se rinde. Cinco días más tarde se inicia la batalla por Santa
El hombre de los lentes oscuros que mira hacia el cielo 307
¿Dónde ir ahora que no lo persigan a uno los amigos muertos, los hé-
roes muertos, los compañeros muertos? ¿Quién les dio permiso para
morirse? ¿Vale uno menos que ellos? ¿Por qué el Che no me llevó a mí
a Bolivia?
En el 71, el comandante Díaz Argüelles viaja a Chile acompañando
a Fidel, quien ha sido invitado por Salvador Allende. En el 72 un nuevo
viaje, esta vez dentro de la gira africana de Fidel. En esos momentos
Díaz Argüelles trabaja en la UM14-15, décima dirección del MINFAR,
el aparato militar cubano que se encarga de la colaboración militar con
otros países y fuerzas guerrilleras irregulares. Puede suponerse fácilmen-
te su función dentro de la gira.
Sin embargo, Díaz Argüelles aún no sabe que su destino estará li-
gado al continente africano. Al poco tiempo de su regreso, muy pocos
meses después de la gira africana y tan sólo cuatro años más tarde de
la muerte del Che, Raúl Díaz Argüelles, coronel del ejército revolucio-
nario cubano, inicia su propio viaje hacia la revolución internacional,
ese territorio donde los sueños y los viejos amigos se encuentran y la
muerte ronda. Su destino es la colonia de Guinea-Bissau, y la guerra
popular contra el ejército colonial portugués.
Poco ha sido hecho público de la intervención de Díaz Argüelles en
la Revolución guineana. Por ahí hay una foto que lo muestra sentado
a la derecha de Amílcar Cabral durante una conferencia de prensa. El
pelo corto, sin bigote, un cierto cansancio en el gesto y media sonrisa
en la boca. Por ahí debe de existir una condecoración, la orden nacio-
nal, otorgada por el gobierno de Guinea-Bissau tras la independencia
de Portugal.
Quizá lo más significativo es que, en alguno de los reportajes bio-
gráficos que se le han dedicado, se habla de las brillantes y terribles
operaciones militares de Guillaje y Gadamas que dirigió comandando
a la guerrilla del PAIGC [Partido Africano por la Independencia de
Guinea y Cabo Verde]. También se habla de la gran ofensiva que se
produjo a la muerte de Amílcar Cabral contra fuerzas portuguesas muy
superiores en medios y en número, cuando se tomaron varios cuarteles
militares en la franja fronteriza con Senegal. Poco más que eso. Hasta
1974, la vida de Díaz Argüelles está vinculada a la Revolución guineana
y también al mito silencioso, a la historia que no se cuenta más que en
susurros.
El hombre de los lentes oscuros que mira hacia el cielo 311
VI
VII
medios, utilizar todos los recursos». ¿En concreto? Pegarle para dete-
nerlo. Frenarlo. Romper la idea que le han metido en la cabeza a sus
soldados de que la guerra es un paseo triunfal que termina en Luanda.
En Quifangondo, un pequeño grupo de guerrilleros de las fuerzas
armadas del MPLA y los asesores cubanos dirigidos por Díaz Argüelles
detienen con artillería improvisada a las tropas del FNLA, que vienen
acompañadas de mercenarios portugueses y más de un millar de solda-
dos del ejército regular de Zaire. Los combates se producen a tan sólo
treinta kilómetros de la capital. Holden Roberto ha prometido a sus
patrones y a sus hombres que declarará la independencia de Angola
desde el hotel Trópico en el centro de Luanda el día 11 de noviem-
bre. Incluso en los bolsillos de algunos de los caídos hay invitaciones
formales para el acto. Por ahora no habrá recepción en ese hotel, han
sido frenados.
Durante los últimos días de octubre la tensión en la capital es tre-
menda. Ni los más optimistas estrategas apuestan por la supervivencia
de la Revolución angoleña. El periodista polaco Ryszard Kapuscinski,
uno de los más agudos observadores del fenómeno, agotado, descon-
certado, anota: «En el frente norte reina la calma. Esperan a que los del
sur se acerquen más. Entonces golpearán desde ambos lados a la vez.
Puede ser esta semana, tal vez mañana [...] la ciudad está cercada, nadie
puede llegar a ella ni por mar ni por aire […] ¿Quién entra primero los
del sur o el FNLA? Los del FNLA son un ejército feroz, son caníbales.
No lo creía. Pero hace una semana fui con un grupo de periodistas loca-
les a Lucala, a cuatrocientos kilómetros al este de Luanda [...] El FNLA
retirándose destruía en el camino cualquier rastro de vida, cabezas de
mujeres tiradas en la hierba, al lado de la carretera. Los cadáveres con el
corazón y el hígado arrancados».
En los primeros días de noviembre, los alumnos de la escuela de
Benguela con sus instructores cubanos al frente, dirigidos por Díaz Ar-
güelles, se enfrentan a los sudafricanos.
El mayor Faceiras, uno de los guerrilleros históricos del MPLA que
durante años ha combatido a los portugueses, cuenta que Díaz Ar-
güelles llegó al frente sur durante los días en que el enemigo avanzaba
desde Benguela-Lobito hacia Zumbe y personalmente decidió la vola-
dura de los puentes entre Puerto Amboim y Zumbe. Buscaba crear una
línea defensiva natural para obligar al enemigo a utilizar una dirección
316 Arcángeles
los dos cuadros deciden quedarse ahí para dejarse matar; Pepetela
está muy débil porque se encuentra enfermo de hepatitis. En esos
momentos aparece un oficial cubano en jeep. Les ordena retirarse,
los angoleños no le hacen caso. Zumban las granadas de mortero a
su alrededor y los tres personajes se lían en una discusión sobre el
romanticismo y el realismo, la teoría de la eficacia: cómo a veces hay
que saber irse para volver; como las revoluciones tienen más héroes
muertos de los que necesitan y como constantemente están exiguas
de combatientes vivos. Años después Pepetela recordaría aquellos
cinco minutos con Raúl Díaz Argüelles. El cubano los convence.
Qué lejos se encuentra de sus días de locura habanera. Ahora piensa
en salvar una revolución, no en morir en una «cama de piedra».
Pepetela sobrevivirá tras ser atendido en un hospital de Luanda, Ca-
sano muere al día siguiente en combate.
El 13 de noviembre Diaz Argüelles se encuentra en Puerto Am-
boim. Agotado, tenso, pero victorioso. Se han producido combates en
Novo Redondo y Lobito. La velocidad de la ofensiva sudafricana ha
descendido. Actúan junto a los cubanos las guerrillas del comandante
de las FAPLA, Faseiras. Se producen continuas infiltraciones en el fren-
te enemigo, se siembran de minas antitanque los caminos, se hostiga
con emboscadas a las vanguardias.
El 20 de noviembre los sudafricanos y las fuerzas de la UNITA se
ven obligados a dejar la costa y a tratar de penetrar por el interior hacia
el norte. El objetivo estratégico de la resistencia se ha logrado. Díaz
Argüelles manda personalmente una de las columnas del frente. A las
siete de la mañana del 23 de noviembre, en la misma fecha que Díaz
Argüelles había previsto, se inicia la batalla de Evo en la dirección en la
que se encuentran sus fuerzas. Ya no se trata de escaramuzas o combates
aislados, los sudafricanos lanzan a sus blindados frontalmente contra las
débiles defensas de las FAPLA y los cubanos, que cuentan tan sólo con
dos compañías mixtas y una de las escuadras de asesores para detener el
golpe principal. Los defensores hacen milagros para frenar la ofensiva
de los blindados sudafricanos. La cohetería juega un papel esencial.
Al cabo del día los sudafricanos se retiran dejando sobre el campo
de combate diez blindados MN90 destruidos y decenas de muertos.
En su retirada recogen los cadáveres de los soldados blancos, pero no
los de los hombres de la UNITA. El racismo no reconoce alianzas
temporales. En materia de muertos el racismo pervive. No todos los
cadáveres son iguales.
El hombre de los lentes oscuros que mira hacia el cielo 319
VIII
El registro de las palabras de los moribundos suele ser terreno fácil para
la elaboración fraudulenta, para la heromanía barata, porque se ignora
que el héroe es, en esos momentos, un hombre que se encuentra dán-
dose brutalmente un beso con la muerte. Desconfío habitualmente de
estas frases que vienen recorriendo los tortuosos caminos de registros
imprecisos, artículos escritos años más tarde, memorias retocadas por
el tiempo. Pero en este caso, el instinto me dice que es cierto que Raúl
Díaz Argüelles, coronel cubano de treinta y nueve años, conocido en
esas tierras como Domingos da Silva, mientras recorre la carretera en
medio de la selva, sostenido por los brazos de sus compañeros sobre
la parte delantera de un transporte militar y desangrándose, pidió a
sus camaradas: «Cuenten lo que hemos hecho». Sabía que en esos días
había formado parte de una historia imposible, no quería que fuera
olvidada.
Díaz Argüelles, a pesar de los esfuerzos de sus compañeros, falleció
en una pequeña carretera rural al sur de Puerto Amboim cuando trata-
ban de llevarlo a un hospital de campaña.
Se cuenta que el rumor de su muerte recorrió el frente y que en
varias zonas de combate los oficiales se vieron obligados a frenar a las
tropas que querían salir a vengar al legendario coronel muerto. En su
mochila había una biografía de Maceo, un libro ensangrentado que
llegó dando media vuelta al mundo, semanas más tarde, hasta su casa
en La Habana. Ésa sería la única herencia material, tangible, que volvió
desde Angola.
Todo se encuentra demasiado cerca; la historia, cuando se aproxima
demasiado al historiador, trae una carga de emociones que bailan verti-
ginosas en las teclas de la máquina; los héroes son como nosotros y sin
El hombre de los lentes oscuros que mira hacia el cielo 321
Escudero
323
324 Arcángeles
Adler
Los muralistas
Larisa
and pamphlets», así como el artículo que escribió sobre Larisa después
de su muerte para la enciclopedia Granat, reproducido en Los bolchevi-
ques, de Marie y Haupt, libro del que también usé las autobiografías de
Rádek y de Raskólnikov.
Resultan muy interesantes los libros de Viktor Sklovski, Viaje senti-
mental; Elizabeth K. Poretski, Nuestra propia gente, Werner T. Angress,
Stillborn revolution; Julio Álvarez del Vayo, La senda roja; las Memorias
de un blochevique leninista, editadas en samizdat y los libros de Trostski,
en particular Mi vida, la Historia de la Revolución Rusa y sus Escritos
militares (en la edición de dos tomos de Ruedo Ibérico), así como el
texto de Víctor Serge, Vida y muerte de León Trotski.
San Vicente
Joffe
muy útiles los Selected writings on the oposition in the URSS, de Rako-
vski; las Memorias de un bolchevique leninista publicadas en samizdat; y
Men and politics, de L. Fisher.
Durruti en México
Librado
Hölz
Peng Pai
Además se puede apelar a los trabajos de Harold Isaacs, The tragedy of the
Chinese revolution; Martin Wilbur y Julie How Lien-Ying, Documents
on communism, nacionalist and soviet advisers in China: 1918-1927. Re-
ferencias generales en los trabajos de Victor Serge, La revolución china.
1926-1928; Agnes Smedley, The great road. The life and times of Chu
Teh; y Edgar Snow, Red star over China.
Para la elaboración de una «biografía apócrifa» utilicé cuando pude
los textos del propio Peng, sobre todo para la etapa que llega hasta 1923
y reconstruí con absoluta libertad el resto.
La figura del personaje narrado fue duramente enfrentada en el pro-
ceso de la llamada «Revolución Cultural» en China, básicamente en un
intento de revisión de la historia tendente a dejar a Mao en solitario
como la figura agrarista única, se suprimieron de la circulación textos,
se cambiaron prólogos y desaparecieron los nombres de calles dedicadas
a Peng en Hailufeng.
Batalla de Guadalajara
Díaz Argüelles
Tras haber trabajado una primera versión de esta historia sobre fuentes
periodísticas, y después de su primera edición en la revista Bohemia de
La Habana, pude conectarme con la hija del personaje, Natasha Díaz
Argüelles, quien de una manera absolutamente desinteresada compar-
tió las notas y los recuerdos que había reunido para la realización de
una biografía de su padre. Todo mi agradecimiento resulta insuficien-
te. También recibí tres cartas proporcionándome nuevos datos, una de
ellas del doctor Humberto Ballesteros, otra del militar e historiador
Santiago Gutiérrez Oceguera y la última de Mariana Ramírez Corría,
viuda de Díaz Argüelles, que me estimuló tremendamente. Estas in-
formaciones y nuevos artículos periodísticos y rumores recogidos en
conversaciones con amigos y colegas se añadieron a la presente versión.
Una reseña muy sintética de las fuentes utilizadas, que excluyera his-
torias generales sobre la Cuba contemporánea, incluiría los siguientes
elementos: tres artículos que recogen de manera resumida la biografía
de Raúl Díaz Argüelles, el de Julio A. Martí, «Réquiem para un solda-
do», el de Pedro Prada, «Cuenten lo que hemos hecho», y el de Ángel
Rodríguez Álvarez, «De Díaz Argüelles a Domingos Da Silva». Para la
historia previa a la actuación en Angola, los libros y artículos de Julio
García Oliveras, José Antonio; Enrique Sanz Fals, «La expedición de
Nuevitas»; Alfredo Reyes Trejo: «Gustavo Machín Hoed»; y Enrique
Rodríguez Loeches, Bajando del Escambray.
La etapa angoleña en: Pedro Pablo Aguilera, «Argüelles, el coman-
dante Da Silva, una leyenda que pierde en fantasía y gana en realidad»;
Gabriel García Márquez, «Cuba en Angola. Operación Carlota»; Hugo
Rius, Angola, crónicas de la esperanza y la victoria; Eloy Concepción,
«Por qué somos internacionalistas»; Ryszard Kapuscinski, La guerra de
Angola; José María Ortiz García, Angola: un abril como Girón; Arnoldo
Tauler, La sangre derramada; y Juan Carlos Rodríguez, Ellos merecen la
victoria.
332 Arcángeles