Alain Deneault

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Mediocracia, o cómo los mediocres se tomaron el

poder

En su libro ‘Mediocracia’, Alain Deneault explica el sistema detrás de esta realidad


contemporánea.

Por: Alain Deneault 14 de septiembre 2019 , 10:22 p.m.

Deje a un lado esos complicados volúmenes: le serán más útiles los manuales de contabilidad.
No esté orgulloso, no sea ingenioso ni dé muestras de soltura: puede parecer arrogante. No se
apasione tanto: a la gente le da miedo. Y, lo más importante, evite las ‘buenas ideas’: muchas
de ellas acaban en la trituradora. Esa mirada penetrante suya da miedo: abra más los ojos y
relaje los labios. Sus reflexiones no solo han de ser endebles, además deben parecerlo.
Cuando hable de sí mismo, asegúrese de que entendamos que no es usted gran cosa. Eso nos
facilitará meterlo en el cajón apropiado. Los tiempos han cambiado. Nadie ha tomado la Bastilla
ni ha prendido fuego al Reichstag, el Aurora no ha disparado una sola descarga. Y, sin
embargo, se ha lanzado el ataque y ha tenido éxito: los mediocres han tomado el poder.


¿Qué es lo que mejor se le da a una persona mediocre? Reconocer a otra persona mediocre.
Juntas se organizarán para rascarse la espalda, se asegurarán de devolverse los favores e irán
cimentando el poder de un clan que seguirá creciendo, ya que enseguida darán con la manera
de atraer a sus semejantes.


Siéntase cómodo al ocultar sus defectos tras una actitud de normalidad; afirme siempre ser
pragmático y esté siempre dispuesto a mejorar, pues la mediocridad no acusa ni la incapacidad
ni la incompetencia. Deberá usted saber cómo utilizar los programas, cómo rellenar el
formulario sin protestar, cómo proferir espontáneamente y como un loro expresiones del tipo
“altos estándares” y “valores de excelencia” y cómo saludar a quien sea necesario en el
momento oportuno. Sin embargo –y esto es lo fundamental–, no debe ir más allá.
(Le puede interesar: 40 libros para leer antes de los 40, según el diario ‘El País’)
Precisando el concepto

El término mediocridad designa lo que está en la media, igual que superioridad e inferioridad
designan lo que está por encima y por debajo. No existe la ‘medidad’. Pero la mediocridad no
hace referencia a la media como abstracción, sino que es el estado medio real, y la
mediocracia, por lo tanto, es el estado medio cuando se ha garantizado la autoridad. La
mediocracia establece un orden en el que la media deja de ser una síntesis abstracta que nos
permite entender el estado de las cosas y pasa a ser el estándar impuesto que estamos
obligados a acatar.


Hubo un tiempo en que se creía que los mediocres eran minoría. Para Jean de la Bruyère, la
persona mediocre era una criatura vil que recurría a cuanto conociera de rumores e intrigas
para intentar sacar partido a cada situación.


“Celso tiene una reputación mediocre, pero quienes tienen una reputación superior lo toleran;
no está instruido, pero tiene trato con hombres instruidos; acumula pocos méritos, pero conoce
a gente que sí los tiene en abundancia; no tiene habilidades, pero sí una lengua que le sirve
para hacerse entender y pies que lo llevan de un sitio para otro”, escribió Bruyère en ‘Los
caracteres’.


En cuanto predominan, los Celsos de este mundo ya no tienen a nadie a quien imitar, salvo a sí
mismos. El poder lo van conquistando progresivamente. Sus métodos de supervisión, de
hacerse con privilegios inmerecidos, de complacencia y de conspiración los llevan en última
instancia hasta los puestos de mando en las instituciones. Es un fenómeno que han
denunciado todas las generaciones.

Los primeros teóricos

Laurence J. Peter y Raymond Hull fueron de los primeros en atestiguar la proliferación de la


mediocridad a lo largo y ancho de todo un sistema. Su tesis, ‘El principio de Peter’, que
desarrollaron en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, resulta implacable en su
claridad: los procesos sistémicos favorecen que aquellos con niveles medios de competencia
asciendan a posiciones de poder, apartando en su camino tanto a los supercompetentes como
a los totalmente incompetentes.


Se dan ejemplos impresionantes de este fenómeno en los colegios, donde se despedirá a un
profesor que no sea capaz de seguir un horario ni sepa nada sobre su asignatura, pero también
se rechazará a un rebelde que aplique cambios importantes a los protocolos de enseñanza
para lograr que una clase de alumnos con dificultades obtenga mejores calificaciones o logre
que sus alumnos completen el trabajo de dos o tres años en solamente uno.


Así es el proceso que va dando lugar a los “analfabetos secundarios”, por emplear la expresión
acuñada por Hans Magnus Enzensberger. Este nuevo sujeto, producido en masa por
instituciones educativas y de investigación, se precia de poseer todo un acervo de
conocimiento útil que, sin embargo, no lo lleva a cuestionarse sus fundamentos intelectuales.


Enzensberger ofrece la siguiente descripción del analfabeto intelectual: “Se considera bien
informado, puede descodificar instrucciones, pictogramas y cheques, y se mueve por un mundo
que lo aísla de cualquier desafío a su confianza”. Y no piensan por sí mismos: delegan su
poder de pensamiento en una autoridad superior que dictará sus estrategias, siempre
enfocadas a su evolución profesional. La autocensura es obligatoria y se presenta como una
demostración de astucia.


Desde la publicación de ‘El principio de Peter’, la tendencia a eliminar a los no mediocres se ha
ido confirmando regularmente y hoy hemos llegado a un punto en el que la mediocridad, de
hecho, hasta se recomienda, mientras que la propensión al trabajo bien hecho se considera un
problema.


Mediocracia es, por lo tanto, la palabra que designa un orden mediocre que se establece como
modelo. El lógico ruso Alexander Zinoviev ha descrito el régimen soviético en unos términos
que subrayan sus semejanzas con nuestras democracias liberales. “Los que sobreviven son los
mediocres” y “la mediocridad tiene más posibilidades de alcanzar el éxito”, reflexiona Dauber
en ‘Cumbres abismales’, la novela satírica que Zinoviev publicó clandestinamente en 1976.


La norma de la mediocridad lleva a desarrollar una imitación del trabajo que propicia la
simulación de un resultado. El hecho de fingir se convierte en un valor en sí mismo. La
mediocracia lleva a todo el mundo a subordinar cualquier tipo de deliberación a modelos
arbitrarios promovidos por instancias de autoridad. Desde el profesor universitario que
considera que el trabajo de un alumno es “demasiado teórico o demasiado científico” cuando
este sobrepasa las premisas que se habían expuesto previamente en un PowerPoint, al
experto que demuestra su “racionalidad” argumentando largamente a favor de un crecimiento
económico (irracional).


Zinoviev ya era consciente de las posibilidades del trabajo simulado como fuerza psicológica
para alterar las mentes: la imitación del trabajo al parecer solo precisa de un resultado, o más
bien de la mera posibilidad de justificar el tiempo que se ha invertido: porque la comprobación y
la evaluación de los resultados las llevan a cabo personas que han participado en la
simulación, que guardan relación con ella y tienen interés en perpetuarla.

La sonrisa cómplice

Cabría pensar que un rasgo común entre quienes comparten este poder sería el de una sonrisa
cómplice. Al creerse más listos que todos los demás, se complacen con frases cargadas de
sabiduría tales como: “Hay que seguir el juego”. El juego –una expresión cuya absoluta
vaguedad encaja perfectamente con el pensamiento del mediocre– requiere que, según el
momento, uno acate obsequiosamente las reglas establecidas con el solo propósito de ocupar
una posición relevante en el tablero social, o bien que eluda con ufanía tales reglas –sin dejar
nunca de guardar las apariencias–, gracias a múltiples actos de colusión que pervierten la
integridad del proceso.


Un bálsamo para la conciencia de todo actor fraudulento. Desde facultativos realizan
tratamientos inútiles sabiendo que cada una de sus actividades médicas recibirá recompensa,
tal como se establece en sus contratos, hasta inspectores de Hacienda que en vez de acorralar
a entidades culpables de fraude fiscal a gran escala prefieren acechar a las meseras que no
declaran las propinas.


Cuando un profesional recién reclutado por el ámbito académico universitario se somete a
intimidatorios ritos de iniciación, aprende que las dinámicas del mercado siempre se imponen
sobre los principios fundacionales de las instituciones públicas, pues el objetivo es saltarse
tales principios. El juego puede consistir en la transformación de centros infantiles gestionados
con ayudas estatales en negocios sin miramiento alguno hacia los niños, o en ofrecer a nuevos
empleados un taller con el que aprenderán a engañarse unos a otros en el marco de sus
relaciones informales. El juego al que se supone que tenemos que jugar siempre se presenta
con un guiño, como un ardid que hasta cierto punto podemos criticar, pero cuya autoridad sin
embargo aceptamos.

Sin reglas explícitas

Al mismo tiempo, tenemos cuidado de no explicitar las reglas generales del juego, porque están
inextricablemente entreveradas con estrategias concretas que son personales y arbitrarias –por
no decir abusivas– la mayoría de las veces. En la mente de las personas que se creen listas, la
falsedad y las trampas se conciben como un juego implícito, llevado a cabo a expensas de
personas a las que consideran estúpidas. Seguir el juego, pese a lo que quiera uno pensar si
es que pretende engañarse, significa no regirse nunca por nada más que la ley de la codicia y
el oportunismo.


La figura central de la mediocracia es, por supuesto, el experto con el que la mayoría de los
académicos actuales se identifican. Su pensamiento nunca es del todo suyo propio, sino que
pertenece a un orden de razonamiento que, si bien se encarna en él, está guiado por intereses
concretos. El experto trabaja para convertir propuestas ideológicas y sofismas en objetos de
conocimiento que parezcan puros: esto es lo que caracteriza su labor. Por este motivo no se
puede esperar de él ninguna propuesta potente ni original.


Ocurre, sobre todo –y esta es la principal crítica expresada por Edward Said en las
‘Conferencias Reith de 1993’–, con ese sofista contemporáneo al que se le paga por pensar de
una determinada manera, al que no le mueve la curiosidad ni le importan los asuntos de los
que habla, sino que actúa dentro de un sistema estrictamente funcionalista.


“La amenaza específica para el intelectual hoy, ya sea dentro o fuera del mundo occidental, no
es el entorno académico ni la apabullante deriva comercial del periodismo y las editoriales, sino
una actitud a la que llamaré profesionalismo”, dice Edward Said. La profesionalización se
presenta socialmente como un contrato implícito entre los distintos productores de
conocimiento y discurso, por un lado, y los dueños del capital, por el otro. Los primeros se
encargan de abastecer y de dar formato, sin ninguna vinculación espiritual, a los datos
prácticos o teóricos que los segundos necesitan para garantizar su propia legitimidad.


Así pues, Edward Said reconoce en el experto los rasgos característicos de los mediocres,
como el actuar siempre con arreglo a “lo que se considera una conducta profesional correcta,
sin hacer grandes aspavientos, sin traspasar los paradigmas o límites aceptados, mostrándose
siempre ‘comercializable’ y, por encima de todo, presentable, y por lo tanto nada controvertido
ni político, y sí ‘objetivo’ ”. Para los poderosos, la persona mediocre es el individuo medio a
través del cual pueden transmitir sus órdenes y establecer su autoridad sobre una base más
firme.


Cabe señalar hasta qué punto en las instituciones de poder –tales como los parlamentos, los
juzgados, las instituciones financieras, los ministerios, las salas de prensa o los laboratorios–
expresiones como “medidas equilibradas”, “término medio” o “compromiso” se han convertido
en fetiches. Hemos llegado al punto de que ya no podemos ni siquiera imaginarnos posturas
que se alejen mucho del centro, cuando dichas posturas serían las que (si existieran) nos
permitirían participar del tan bien considerado proceso de hallar el equilibrio.


Socialmente, el pensamiento solo puede existir en la fase que precede al equilibrio.

Un modelo intolerante

Sin embargo, la realidad del sistema es tan dura como mortífera, pero su extremismo se oculta
tras un elaborado alarde de moderación, el cual nos hace olvidar que el extremismo no es lo
que se encuentra en los extremos del espectro político de izquierda/derecha, sino únicamente
la intolerancia mostrada hacia cualquier cosa ajena a uno mismo. Solo se autorizan lo insípido,
la grisura, la normatividad, la reproducción y las afirmaciones mecánicas de lo que resulta
evidente. Este es el orden político del extremo centro. Sus políticas encarnan no tanto una
ubicación exacta sobre el eje izquierda/derecha como la supresión de dicho eje, que se
sustituye por un único enfoque que afirma contener las virtudes de la verdad y de la necesidad
lógica. Esta maniobra se revestirá de palabras vacías o, peor aún, será el poder el que se
defina con palabras asociadas con aquello que más odia: la innovación, la participación, el
mérito y el compromiso. Y aquellos cuyas mentes no participen de semejante farsa serán
excluidos y esta exclusión, naturalmente, se llevará a cabo de manera mediocre, a través del
rechazo, la negación y el resentimiento. Este tipo de violencia simbólica es un método
constatado y comprobado.


La mediocracia nos anima de todas las maneras posibles a amodorrarnos antes que a pensar,
a ver como inevitable lo que resulta inaceptable y como necesario lo repugnante. Nos convierte
en idiotas.


* Introducción del libro ‘Mediocracia, cuando los mediocres toman el poder’. Editorial Turner.
España, 2019. Este texto fue editado por la edición Domingo de EL TIEMPO, por su extensión.


ALAIN DENEAULT

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