Poesía de Héctor Carreto

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 6

Poesía de Héctor Carreto

La oveja descarriada

…………Señor:
Déjame besar los labios de esa joven romana.

No soy tu cordero más blanco,


no soy tu daga más pulcra
pero no falto a misa,
no olvido el ayuno
ni repartir el pan entre los mendigos.
Déjame besar los labios de esa joven romana.

Déjame ser Uno con ella,


dame la forma del áspid
para enroscarme en su cuello
senos
………vientre
…………………muslos
……………………………tobillos
bajo el manzano.

…………Señor
El vino de consagrar es exquisito
pero el que brota
de sus intimidades
me abre las puertas del cielo.

Ella no habla la lengua de tu iglesia;


cultivada por Venus y Minerva,
otorga placer
sin culpa ni castigo.
Déjame besar los labios de esa joven romana.

…………Señor:
Déjame palpar su húmeda belleza,
lamer los pies de esa criatura
que triunfal ensaliva mi cuerpo.

…………Señor:
No soy tu cordero más blanco,
no soy tu daga más pulcra,
pero deja que ponga mi pez en esa boca.
Cierra los ojos, Señor,
…………………………….y por piedad
déjame besar los labios de esa joven romana.

La conquista del espacio

Aun distantes, las estrellas se parecen a tus ojos.

“Otra expedición al cielo”,


anuncian sin emoción los medios.

No son aventureros los tripulantes.


Los remos son teclas
que oprimen los astronautas, los ingenieros electrónicos,
los políticos del Espacio.
(No buscan tesoros sagrados
sino una verdad menos candente.)
Para ellos Júpiter, Saturno, Venus y Mercurio
no son deidades
—no influyen en nuestras emociones—;
tan sólo son puntos donde puedan clavar un estandarte.

¿Cuándo volará un poeta


en una nave de la Nasa,
que cante la guerra desatada por dos opuestos
y a la belleza inédita de tan distantes paisajes?

No importa:
Homero fundó el mito de Occidente
sin haber visto jamás las murallas de Troya.
(Con ojos sellados presenció el descenso de los dioses.)

Yo canto a las constelaciones


sin saber leer los mapas
y sin haberme envuelto
en el manto
de ninguna galaxia.

He viajado más lejos, más allá de las ciencias exactas:


ayer me acerqué al enigma de tus ojos abiertos.
Santa Frígida, Confesión de

Cristo, esposo mío,


te confieso un desliz:
fue aquella noche muy oscura,
¿la recuerdas?
Tenía mucho calor
y me desvié
hacia la fuente.
Allí se apareció
frente a mis ojos
el demonio,
más parecido al minotauro Héctor
que a un ángel caído.
Y me desnudó como a una fruta.
Me mordió
¡ay!
me mordió todo el cuerpo.
Yo sentí sabroso alivio
en refrescar esos labios.
Pero no te enojes, amado mío,
te traigo intactos
el alma
la cáscara
y el hueso.

Mal de amor

No me importa el contagio del herpes


ni de otros daños incurables.
Es el riesgo del deseo, es su mandato:
beber en tu taza es, acaso, mi única oportunidad
de poner mis labios sobre los tuyos.

En la tumba de Helena

En vida no tuvo par su belleza;


tampoco su crueldad.
No permitas, sepulcro,
la resurrección: por su culpa
muchos regaron sus vidas.
En nombre de ellos
te suplico, Mnemosine,
nos hagas olvidar sus vilezas
y nos otorgues memoria suficiente
para laudar sus ojos sin par,
ya en ánforas,
ya en epigramas desdichados.

Respuesta de Dios a la confesión de san Héctor

…………San Héctor, hijo:


……………………tu pecado es grande
pero no tan grave como el mío.
¿Qué voy a hacer ahora, san Héctor?
Escucha:
…………tú deseaste
los labios de una hembra,
pero mi pequeño cardenal deseó a mi madre,
la Virgen;
y la culpa la tiene ese Freud, mal amigo,
ahora en el infierno:
………………………………me obligó a espiar
por el ojo de la puerta:
en su altar
mi madre se ajustaba una media
con lujo de detalles.
¡Qué espectáculo, san Héctor, qué delicia!
Pero, ¿qué voy a hacer ahora
si se enteran los discípulos?
¿Qué diría Juana Inés?
Cuando lo sepa el diablo, ese Marx,
se morirá de la risa.
Ayúdame, san Héctor,
te lo suplico,
reza por mí,
y no te preocupes, hijo mío, quedas absuelto.
Relojes
El reloj es el guardapelo del tiempo
Ramón Gómez de la Serna

Entiendo que existen varias formas de relojes: el de Haydn, por ejemplo, es una cajita
musical guardada en el estuche del oído; el de Gómez de la Serna, una flor de metal; el de
Proust, para volver a Ítaca, recogerá cada instante sembrado en el viaje. A la inversa, el
reloj de Ray Bradbury marca las horas del futuro. Hay también relojes secretos: el del
doctor Freud se ocultaba en el bolsillo del deseo fijado.

Los hay también un tanto fláccidos (Dalí les ha quitado el sostén). Y hay, por qué no,
relojes perfectos, como los muslos de Isadora Duncan.

Pero si usted no tiene reloj, no se asuste: los relojes son espejos que nos degüellan de
frente: así, los burgueses descubrieron su perdición en el reloj de Marx, y a Cortázar le
regalaron un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire.

Pies
A Margo Glantz

Pies: zapatos de piel humana

Cuidemos nuestros pies: ellos son algo más que animales amaestrados: revelan nuestra
casta, entre otras cosas; por eso las chinas esconden sus pies al hacer el amor y yo me
ahogo en un mar de baba al contemplar tu pie, nadando en peceras de charol.

Los pies de Ulises calzaron, durante diez años, sandalias de otro, equivocadamente. Los de
Aldous Huxley cruzaron las puertas de la percepción y Karl Marx cubría sus pies con
calcetines tejidos por las masas. ¡Ah!, pero son también las armas secretas de las diosas:
para hechizar manojos de falos, Marilyn calzaba zapatillas de labios abiertos, exhibiendo
las sonrientes uñas. Y habrá que recordar a Cenicienta: sus pies la rescataron de bosques
grises.

Por otro lado, si usted los lleva de paseo al pasado, vístalos con borceguíes y polainas; si
los lleva al paraíso, consiga coturnos; si va al infierno, botas de bombero.

Pero señor, señora o señorita, trate con amor a sus pies: son de piel legítima. Acarícielos,
Mercurio se lo agradecerá.
Broche de tinta negra

Me raptó en el peor momento.


Ahora sé por qué todos la odian.
Inflexible, la Parca
no me permitió ensamblar el último verso,
broche de tinta negra, lacre, epitafio.

¿Qué opinarán mis lectores?


Los críticos arrojarán proyectiles
sobre esta pieza imperfecta.

Los lapidarios frustrarán su labor


de cincelar una última línea.
Cierta casa editorial estafará cuando anuncie:
Anónimo, Obras completas.

De haber asistido puntual a la lectura de mi palma


o si hubiera revisado el horóscopo del día.

Mi viuda no cesa en su llanto.


Por más que cosquilleo sus pies dormidos, no responde.
Le escribo telegramas, pero las palabras se diluyen
cuando abre los ojos.

Si mi mujer, en vez de autorizar a los editores


esta pieza coja —sin pie quebrado—
consultara a un medium,
podría dictarle ese pobre verso
del que empiezo a perder algún detalle,
pero ella nunca dio crédito a charlatanes.

Piedad, Dios mío, déjame sumar a mi obra ese verso,


no es muy largo y está corregido,
y por él sí sería recordado, lo aseguro.

Gorostiza, Juana Inés, Villaurrutia


y otros colegas me aconsejan que lo olvide,
que no vale la pena:
“a las palabras se las lleva el viento”.

Ellos se ven despreocupados, incluso felices.


Se entiende: ya son inmortales.

También podría gustarte