La Guerra Civil. Álvaro Pineda Botero

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La guerra civil
Álvaro Pineda Botero

— ¡Solicito permiso para sacar la mierda!

Los soldados apostados a la entrada, como si fueran sordos, siguieron espantando un enjambre de
moscas. Manuel repitió la solicitud. Un capitán que estaba a la sombra de un naranjo en cosecha le
gritó:

— ¡Negado el permiso, godo hijueputa!

Manuel se mordió los labios, sintió en la boca el sabor de la propia sangre, y se retiró de la entrada,
hacia el interior de la iglesia.

A la mañana siguiente el hedor envenenaba el ambiente. Manuel se acercó de nuevo al portón:

—Pido permiso para sacar un cadáver y... la caneca de la mierda.

Sólo cuando había cadáveres los dejaban salir. Los únicos tres hombres que podían tenerse en pie
marcharon con la caneca de los excrementos hacia el caño vecino, bajo la severa mirada de los
soldados liberales que, pálidos y encorvados bajo el peso de sus viejas escopetas, parecían tan
moribundos como sus prisioneros. Después regresaron por el cadáver y lo enterraron al borde de la
selva. Manuel improvisó una cruz burda. Alrededor de la tumba, otras cruces igualmente burdas
marcaban la morada final de sus amigos. Manuel respiró hondo. Hacía calor. ¡Si tuviera siquiera un
sombrero para protegerse del sol! A pesar de todo, era un alivio salir por un par de horas. Y pensó en
los viajes que tendría que hacer para efectuar otros entierros.

Desde el interior de la iglesia, por un boquete abierto sobre el altar, Manuel miró el cielo. Contra el
azul intenso resbalaban las pequeñas manchas negras de unas aves, y pensó que ellas no reconocerían
la diferencia entre un liberal y un conservador. Maldijo el día en que aparecieron en Altagracia, su
pueblo en la montaña andina, unos arreboles morados y verdes anunciando el inicio de la guerra. Poco
después llegaron las cuadrillas conservadoras de reclutamiento. Habrían podido ser liberales; en tal
caso, él estaría en el bando contrario. Manuel se presentó y dijo tener dos años más de los que en
realidad tenía, porque quería ser reclutado. Era la única forma de salir de ese pueblo de eriales, de
conocer el mundo, de llegar a ser alguien.

Durante meses recorrió los caminos con otros compañeros sin toparse con ningún liberal. Sus talones
se endurecieron y su piel se puso morena de tanto sol y tanto viento. Eran jornadas largas por senderos
de montaña y de selva, por vegas floridas de ríos claros. Los jóvenes, más dispuestos al jolgorio que
al combate, se sentían felices. Pero luego vinieron los enfrentamientos. Aprendió a matar y a vencer
la náusea de la sangre derramada. Su nariz se curtió con el olor ácido de la pólvora. Supo, además, lo
que era luchar contra sus propios compañeros para poseer una hembra a la fuerza.

Sus jefes les gritaban que eso era patriotismo y valor heroico, y que, para beneficio del glorioso
partido conservador, estaban ganando la guerra. Y Manuel les creía. Se habían internado por un
territorio costanero, muy lejano de aquellas cordilleras azules y blancas. Ahora marchaban entre
ciénagas bajo un sol abrasador; había mosquitos, alimañas, aguas malas, fiebres. Se consolaban
pensando que sólo faltaba el último esfuerzo. Pero sin mediar presagios les llegó la mala hora. En una
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escaramuza perdieron a su jefe y a varios compañeros. Quedaron reducidos a una pandilla fugitiva
por esa selva pantanosa. Los acosó el hambre. Una tarde, no lejos de la costa, se toparon con un
poblacho de pescadores. Ciegos de dicha se dispusieron a arrebatarles la comida y las mujeres. ¡Sin
duda también tenían aguardiente! Pero en la mitad de la fiesta llegó el destacamento enemigo. El
combate fue breve. Ardieron algunas chozas y los moradores huyeron. Los conservadores no tuvieron
otra alternativa que rendirse, pero luego se dieron cuenta de que más les habría valido morir en la
contienda. Cuando los metieron en esa iglesia semiderruida, el capitán liberal gritó:

— ¡Métanle candela! ¡Vamos a ofrecer una lamparita al Altísimo, alimentada con cebo de godo!

Resonó la carcajada entre la tropa, pero la orden no se cumplió. Llevaban ya más de una semana
recibiendo sobras, frutas en descomposición, agua putrefacta. Morían de fiebre y gangrena. Clamaban
para que los mataran de una vez. Manuel también cayó fulminado por la fiebre. Su cuerpo tiritó en
un rincón de la iglesia y su mente se debatió en negras pesadillas. Cuando despertó, le había bajado
la fiebre y pudo ponerse en pie. “¿Qué será de mis compañeros?”, se preguntó. Recorrió el templo
silencioso: todos habían muerto. Su mirada se cruzó con la mirada de un santo cuyo retablo aún
permanecía en su sitio y se santiguó. Al salir, el lugar estaba solitario pero abundaban los gallinazos.
Parecían seminaristas en la procesión del Corpus. Se acercó al naranjo y se hartó de fruta. Recogió
un sombrero abandonado por los liberales; del mar venía la brisa fresca y, cuando se disponía a
marcharse, vio llegar dos lugareños cargados de pescado. Al verlo, uno de ellos exclamó:

— ¡El godo que violó a mi hermana!

Por un segundo Manuel temió lo peor: iban a atacarlo. Pero en seguida, el otro lugareño replicó:

—Qué va hombre, ¿no ve que es un liberal? Mírale el sombrero.

— ¡Ah!, los cachacos son tan parecidos…

Manuel sintió que el alma le regresaba al cuerpo y, dispuesto a ser liberal, saludó a los recién llegados.
Prepararon el pescado y lo sirvieron con plátano y coco. Pero como la podredumbre que venía de la
iglesia no los dejaba respirar, decidieron incendiarla. Y, en efecto, en poco tiempo y como si fuese
una lámpara al Altísimo, las llamas trepaban por los muros. Cuando los pajarracos volaron en
desbandada confundidos con el humo, Manuel echó a andar hacia la playa, luciendo su sombrero de
paja.

Álvaro Pineda Botero.

Nació en Medellín en 1942. Ha residido en Bogotá, Ciudad de Panamá, Washington y Nueva York.
Se doctoró en literatura por SUNY, Stony Brook. Con su novela Trasplante a Nueva York ganó el
Premio Nacional de Literatura. Su segunda novela Gallinazos en la baranda fue finalista del concurso
Plaza y Janés. Otra de sus novelas, Bolívar el Insondable fue seleccionada por la Revista Credencial
como una de las más destacadas del siglo XX. Como crítico literario ha publicado Del mito a la
postmodernidad, Teoría de la novela, El reto de la crítica, La fábula y el desastre y La esfera
inconclusa: la novela colombiana en el ámbito global.

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