"El Positivismo Jurídico en La Historia: Las Escuelas Del Positivismo Jurídico en El Siglo XIX y Primera Mitad Del Siglo XX".

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Resumen analítico de: BOTERO, Andrés.

“El Positivismo Jurídico en la historia: Las


escuelas del Positivismo Jurídico en el Siglo XIX y primera mitad del Siglo XX”. En:
FABRA, Jorge y NÚÑEZ, Álvaro (Editores). Enciclopedia de Filosofía y Teoría del
Derecho, vol. 1. México, D. F.: Universidad Nacional Autónoma de México, 2015. pp. 63-
170.

I. Positivismo jurídico: Generalidades.


Identificar las principales escuelas del positivismo ius-filosófico y conocer sus más
relevantes postulados, así como los contextos de creación, que dan cuenta de la Teoría
General del Derecho en los siglos XIX Y XX (primera mitad), encuentra en la “exposición
histórica del discurso positivista” presente en los movimientos y escuelas, una posibilidad
de comprensión “sobre qué puede entenderse por positivismo jurídico” (p. 67) al indagar
entorno a unas “generalidades básicas” como las siguientes:
1. La presencia de unos “tópicos comunes” recurrentes, en grado e intensidad, entorno
a los cuales giran las diversas escuelas iuspositivistas, i) rechazo o no consideración de
teorías metafísicas en el discurso científico del derecho; ii) “opinión generalizada” frente
al derecho válido no es equivalente a derecho justo; iii) énfasis en considerar al Estado
como única o principal fuente de derecho válido; iv) la aceptación de un monismo, es
decir solo un derecho válido; v) la expresión lingüística presente en la palabra escrita
como la forma propia del derecho tendiente a “diferenciar lo jurídico de la moral” y
precisar el alcance de la norma (pp. 68-69).
2. La clasificación pedagógica de “las escuelas iuspositivistas en dos grandes grupos:
funcionalistas (o realistas) y estructuralistas (o normativistas)” (p. 69). Los primeros se
centran más en la pregunta por el derecho eficaz y la función de este en el campo judicial
o social; los segundos por su parte, “se centran más en la pregunta por la validez de la
norma jurídica a partir del ordenamiento jurídico” (p.70) y la definición del derecho desde
estos dos elementos configurativos. Hay que precisar que esta clasificación no es de
carácter excluyente “al momento de explicar la complejidad del derecho” desde una de
estas dos ópticas.
3. La clasificación del positivismo propuesta por Bobbio, quien consideró la existencia de
tres positivismos: i) “el ideológico, que considera al derecho válido como justo y sabio; y
la validez jurídica como la garantía de justicia y la sabiduría de una norma”; íi) el teórico,
considera como derecho válido (obligatorio y coercitivo) el que es fruto del Estado, dando
lugar a la identificación del positivismo jurídico con la teoría estatal del derecho; iii) el
metodológico, que señala “el discurso científico legitimo del derecho” aquel “que se
ocupa del estudio del derecho positivo o válido” a partir de “la elección determinada y
consciente” de este objeto de estudio, condición última que lo hace positivo (p. 71).
Desde este terrero planteado por Bobbio [1909-2004] “el positivismo implica una doble
perspectiva, que puede ser complementaria o excluyente desde el punto de partida del
observador. Una forma de positivismo es el que se pregunta por el derecho positivo, ya
sea porque es el válido por ser fruto de un ordenamiento jurídico estatal (tesis central del
estructuralismo), ya sea porque es el eficaz, por cumplir una función real dentro de un
sistema social (en relación –de cooperación o de resistencia– con el Estado) o judicial-
estatal concreto (tesis central del funcionalismo). Pero también es posible hablar de un
positivismo como una forma de asumir el discurso científico del derecho.
4. Las circunstancias en las que nació y se desarrolló, postura vinculada con la teoría
estatal que urdida desde el racionalismo y el positivismo filosófico, “consideraron como
útil y necesario para el bienestar del nuevo modelo socio-económico un gobierno
científico, reglado y planificado de la conducta humana” (p. 72). Esta comprensión ha
dado cabida a dos lecturas del positivismo jurídico. Una en clave liberal al entender “el
positivismo como una forma de articular la voluntad (el Estado y la política) con la razón
(los derechos y el ordenamiento jurídico)” (p. 72), un modelo democrático en concreto -
el Estado de derecho- “en el que la voluntad debe estar regida por la razón” (p. 72) donde
“el Estado no debe ser de hombres sino de leyes”, y el derecho adquiere obligatoriedad
por ser “fruto del representante del soberano, el Parlamento”. La otra, en clave totalitaria
al “entender el Estado como una nueva forma de absolutismo político” (p. 72) “al
considerarse que el derecho emitido por el Estado debe ser siempre obedecido por ser
precisamente emanación del Estado” (p. 73). En consecuencia, “el positivismo, en su
relación con una teoría del Estado, se ha visto tanto como una propuesta democrática
como una propuesta totalitaria, existiendo ejemplos históricos que dan razón a unos y
otros” (p. 75).
II. La exégesis.
Para una explicación de los aspectos más básicos de la primera escuela positivista: la
exegesis, Maurizio Fioravanti, propone para la comprensión de la historia de las carta
(constitucionales) de los derechos, tres modelos a saber: i) el historicismo, ii) el
individualismo y iii) el estatalismo. El primero de ellos, el historicismo, “señala que el
fundamento de los derechos está anclado en la historia misma del sistema jurídico-
político, concretamente (…) en la interpretación y ratificación judicial de costumbres y
textos antiguos convertidos en hitos (¿o mitos?) del sistema jurídico” (p. 76). “Este
modelo predominante en el Antiguo Régimen, no puede entenderse por fuera del
iusnaturalismo, especialmente escolástico, y la visión italiana (boloñesa) del derecho
romano” (p. 76). En este modelo, la soberanía procede de “la divinidad que se expresa
entre los hombres mediante un derecho natural ratificado por la historia, siendo esta
última el medio que pone en evidencia la sabiduría de lo que ha sobrevivido entre los
hombres en función del tiempo: la norma entre más, antigua, más sabia” (p. 78).
Como reacción en contra a este modelo -fundado en las costumbres y la sociedad
estamental-, surge el iusnaturalismo racionalista planteando la necesidad de reubicar el
derecho ya no en torno a disposiciones morales heredadas que reflejaban el orden
objetivo del mundo, sino en torno al sujeto cartesiano que se desligaba de aquel para
luego dominarlo” (pp. 76-77). El “punto crucial de esta propuesta llegó con la Ilustración,
la cual consideró que el soberano ya no es la costumbre, sino el individuo en estado de
naturaleza, [el cual para] poder vivir en sociedad, cede su soberanía en virtud de un
juramento-voto al pueblo con voluntad general (Rousseau [1712-1778]) o a la nación
(Sieyès [1748-1836]) entendida como una unidad consolidada que trasciende a los
individuos y al tiempo mismo” (pp. 77-78). Esta pretensión de “un nuevo fundamento de
los derechos, implico un nuevo soberano: el poder constituyente” (p. 79).
El segundo modelo (Fioravanti), el individualismo, presenta como tesis central de la
soberanía el propio individuo, quien “dueño de sus derechos, en un acto de integración
al pueblo, da lugar, mediante un “contrato social”, al Estado. [Dicho] poder constituyente
es previo a la organización política constituida [-el Estado-], y el “contrato social”, por ser
justo un contrato, parte de la igualdad formal de las partes intervinientes, es decir, de los
individuos y el Estado” (p. 79), dejando “de lado la fuerza, la tradición y la divinidad como
los fundamentos del poder” (p. 80).
“Este contrato tiene cuatro características fundamentales: i) crea una persona jurídica
llamada Estado; ii) cede al Estado (creación decimonónica) la soberanía otrora de los
individuos; iii) consolida el pueblo como manifestación de una voluntad general, que al
ceder la soberanía [al Estado, este] pasa a ser el centro del poder y el fundamento de
los derechos y iv) constituye una representación, en cabeza del Estado, que lo faculta
para comprometer al pueblo ante los demás pueblos y Estados” (p. 80)
El tercer modelo expuesto por Fioravanti, el estatalismo parte de la tesis de entender al
“Estado como centro del poder y el fundamento de los derechos”, albergando este
modelo el tema de la “división de poderes” propuesta Locke [1632-1704] y Montesquieu
[1689-1755], donde según su lectura tradicional, “las ramas del poder público en las que
circula la soberanía son tres: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. ¿Pero cuál de ellos
recibe privilegiadamente la soberanía depositada en el Estado? (p. 81)
El ejecutivo, al observar la relación de sus funciones con la ley, “la activa de control del
orden público según la ley, y la pasiva de ejecutar la ley, en ambas siempre estaría, por
lo menos en teoría, supeditado a la ley, por lo cual no sería un poder soberano” (p. 81).
El judicial, “porque no son representantes del pueblo ni de su voluntad y porque están
sometidos en su función a la ley” (p. 84), tampoco sería el depositario de la soberanía
plena. En consecuencia, el único que recibe la soberanía de forma privilegiada por el
contrato-social, de un lado, y por el contrato-mandato o por la representación, del otro,
es el legislador, [órgano representativo por excelencia. Como comprensión racional de
este acto depositario se] explica en todo su sentido la expresión de que la ley es soberana
(el individuo cede la soberanía al pueblo, este al Estado, quien, a su vez, la entrega al
legislador, el cual hace la ley; ergo, la ley es soberana), racional y sabia (al ser soberana
no puede ser juzgada, [por ser] límite mismo del poder y de la moral; además, al ser fruto
de los representantes elegidos, supone la aquiescencia moral de los electores), y solo
puede ser aplicada mas no interpretada por los demás órganos (ya diría Montesquieu,
según la mirada tradicional, que “los jueces de la nación, como es sabido, no son más ni
menos que la boca que pronuncia las palabras de la ley”)” (p. 85)
En este contexto de reacción consolidado en la Ilustración “nace la exégesis como
respuesta al planteamiento del iusnaturalismo –especialmente racionalista– de un
Estado y de una democracia representativa” (pp. 85-86). “El Estado, si bien es soberano,
se encontraría limitado en tanto es de derecho, visión restrictiva [que] tendrían varios
efectos políticos: i) el Estado, representa generalmente los intereses de las mayorías,
[las cuales] determinan la composición del poder legislativo; ii) se prescinde de una
justificación iusnaturalista para la protección de los derechos [al ser] la misma norma
positiva la que limita al Estado; iii) se instaura un control de la administración y del propio
juez (no del legislador pues este recibe la soberanía) a la norma soberana fruto de la
voluntad general; iv) se estructura una dualidad Estado-sociedad, donde el primero, a
partir de lo jurídico, desea formar al segundo, en pos de valores como el patriarcado, la
familia y la propiedad privada” (pp. 87-88).
Esta propuesta se vio enfrentadas por tres factores de crisis, el primero previsto en el
“modelo de autolimitación del Estado, en tanto que las normas que lo controlaban eran
producidas por él mismo. ¿Es viable moral y políticamente un modelo donde el que recibe
la soberanía, el máximo poder, se autolimitará para no abusar de él?; [segundo asociado
a] la evolución del “concepto de “pueblo” de una concepción voluntarista-contractual a
una histórico-romántica liderada por los filósofos idealistas alemanes” (p. 88); el tercero
emparentado con “la hipercentralidad de la ley general, lograría un formalismo jurídico
que, con el paso del tiempo, generó, entre otros, tres efectos peligrosos:
desconocimiento de las circunstancias concretas de cada caso, de cada conflicto; una
rápida obsolescencia de las normas positivas que exigía un legislador acucioso en la
actualización de las mismas; una concentración del poder, gracias al derecho, en el
Estado, en general, y en el Ejecutivo, con el paso del tiempo, en particular” (p. 89).
En este orden de ideas, se advierten como posibles conclusiones alrededor del
movimiento de la exégesis: “i) fue un nombre dado por la doctrina antiformalista francesa,
a un grupo de juristas (con diferencias teóricas y prácticas), fundamentalmente
franceses, que durante el siglo XIX defendieron el legicentrismo y el estatalismo. ii) Este
nombre surgió, de cierto paralelismo que los antiformalistas quisieron poner en evidencia
entre aquella escuela formalista francesa con la exégesis teológico-católica dominante.
Así, la exégesis jurídica entronizaba al Estado y a sus normas de forma similar a como
eran entronizados Dios y la Biblia por la interpretación católica. Sin embargo, es
exagerado creer que la actividad del exégeta era sólo comentar, el jurista formalista
consideró que su papel implicaba, en muchos casos, ir más allá del texto para armonizar,
en un sistema interpretativo reglado, la norma legislada” (pp. 89-90). “Incluso, muchos
juristas exégetas desconfiaban de la capacidad de los legisladores para expedir derecho,
produciéndose una tensión entre la idea de la democracia representativa que
descansaba en un Parlamento elegido y el saber experto de los juristas quienes, en
últimas, terminaron por redactar los textos jurídicos más encumbrados del positivismo
decimonónico” (p. 102). “iii) se articuló, inicialmente, a una teoría estatal del derecho -el
Estado liberal de derecho-, más que a una teoría tiránica unipersonal. iv) fue hija legítima
del iusnaturalismo ilustrado, [aspecto observado] en las obras de la mayoría de los
exégetas (especialmente de los fundadores), [con] las alusiones constantes al derecho
natural, incluso al escolástico, aunque en dichas obras, al momento de plantear
soluciones jurídicas a una institución en concreto, predomina, progresivamente, el
modelo positivista. v) en cuanto discurso, fue legicentrista en el plano jurídico
(hipercentralidad de la ley-código dentro del derecho), estatalista en lo político
([reconocimiento de] la democracia representativa), y burguesa en lo socio-económico
(al ayudar a romper los moldes político-económicos previos y al colaborar en la
cimentación de los nuevos)” (p. 90). vi) “en tanto legicentrista y estatalista, conllevó,
igualmente, una visión de lo que debería ser el discurso académico-universitario del
derecho: la reproducción (no necesariamente pasiva) de la norma; [y la concepción del]
jurista en la práctica, como intérprete autorizado de la voluntad de la ley, que remplazó
a la voluntad general. vii) La exégesis impulsó la juridificación del derecho, [es decir],
pasó a ser propiedad de un discurso-saber-experto, técnicamente elaborado por juristas
para interpretación de los mismos, logró la instauración definitiva del abogado como
intermediario necesario entre la ley y la sociedad”(p. 91).

III. Las escuelas de jurisprudencia alemanas y la reacción antiformalista francesa


“Como reacción al modelo profesionalizante en términos generales y exegético en
concreto para las facultades de jurisprudencia [francesas que] giraban en torno a los
códigos previamente creados por el sistema político (primero la ley y luego el discurso
académico), [surge] en tierras germanas el discurso jurídico-científico autónomo [que]
consideró que los códigos no debían ser previos sino posteriores a la actividad
académica (primero el discurso académico de los profesores y luego la ley codificada),
tendría fines políticos claros: la creación de una unidad jurídica en pos de una
construcción nacionalista-germana (pp. 93-94). “La universidad alemana, comprendida
como fruto de la tensión con el modelo francés, incentivara la ciencia del derecho, base
del discurso científico-jurídico moderno, [con] una clara repercusión, como era de
esperarse, en el positivismo metodológico”. De postura positivista antiformalista asociada
a una teoría del Estado, [entendido como] la concreción del espíritu del pueblo alemán,
el modelo universitario alemán lo conformaron varias escuelas.
“La primera de ellas fue la escuela histórica, movimiento romántico, antiliberal y
positivista-científico, cuyo máximo exponente fue justo uno de los iniciadores del mos
germanicus y de la pandectística, Savigny [1779-1861], quien consideraba que el
derecho de cada Estado-nación debía responder a su propio espíritu” (p. 95). “Una forma
de acceder a este espíritu sería por medio del saber erudito y autorizado de los
profesores, quienes debían indagar en la historia, en especial, por medio del profundo
conocimiento de los dos baluartes sobre los que el alemán creía que se fundamentaba
su papel preponderante en la política europea: a) una supuesta pureza étnica
(construcción de una identidad nacional a partir de la mitología germana), y b) una
particular asimilación de la cultura –jurídica– latina y de la cultura –filosófica– griega. Por
tanto, el naciente discurso científico del derecho debía conocer la historia de la cultura
jurídica alemana para poder, en un futuro de acumulación de conocimientos, proponer
corpus normativos acordes con dicho espíritu y con la plena logicidad que debe gozar el
sistema jurídico” (p. 96). Thibaut [1772-1840] principal opositor de la escuela histórica,
sostuvo, esencialmente, el progresismo democrático-representativo contra la visión
romántico-conservadora alemana.
“A la escuela histórica le siguió la jurisprudencia de conceptos, también conocida en el
plano de la historia de las escuelas jurídica como dogmática, [como] discurso científico
consider[ó] que la principal labor del académico era la formulación (o mejor: el
descubrimiento) de los conceptos, de los dogmas básicos sobre los que se cimentaría,
en un futuro. [E]l derecho fue concebido por esta escuela como una unidad lógico-formal
y plena, [donde] los conceptos abstractos y generalismos, presentes en la historia y
descubiertos por el científico, permiten subsumir y resolver los casos concretos” (p. 98)
mediante el uso del método lógico-deductivo. Entre sus representantes más destacados
están Puchta [1798-1846], Windscheid [1817-1892] y al “primer” Ihering [1818-1892].
“[P]or su énfasis en la formación abstracta de conceptos y por la entronización de la
lógica deductiva, la jurisprudencia de conceptos fue considerada como formalista en
tanto hizo del derecho un ejercicio esquemático, metódico y sistemático, pero justo por
ello[; y] antiformalista pues enfrenta a la exégesis[. S]e constituye a sí misma como el
representante más fuerte del formalismo positivista alemán” (p. 99). Encuentra en
“Kirchmann [1802-1884] [su principal opositor] al considerar [en 1847] que la dogmática
jurídica no cumplía con las características que debe tener cualquier discurso para ser
ciencia, esto es, la formulación de leyes universales, el estudio sobre objetos inamovibles
y el uso del método experimental. En el fondo, la crítica de [Kirchmann se vincula] a la
poca practicidad y pertinencia social de un discurso abstracto, progresivamente
tecnicista, más enfocado en la revisión de bibliotecas y en la erudición que en las
indagaciones de los intereses sociales” (p. 99).
“Como reacción contra el formalismo academicista y rechazo a la falta de practicidad de
la jurisprudencia de conceptos” (p.100) surge la jurisprudencia de intereses. Ésta
“escuela propone una reconceptualización de lo que debe ser la dogmática [y] plantea
que el discurso científico del derecho ya no debe estar anclado en la lógica deductiva,
sino en la identificación actual e histórica de las necesidades (intereses) sociales y,
económicas para propender así a la protección de las aspiraciones y los valores sociales,
con la ayuda del jurista, en la interpretación del derecho. Justo por ello consideraron que
la actividad interpretativa es eminentemente creativa” (p. 100). “Entre sus principales
exponentes encontramos a Phillip Heck [1858-1943], Max von Rumelin [1861-1931] y,
con primacía, al segundo Ihering” (p. 101).
La jurisprudencia del derecho libre, como reacción “contra el formalismo que había
tomado el derecho positivo plantea como solución [a la crisis que lo atraviesa] una
apertura de los textos normativos con expresiones ambiguas [tendientes a darle una]
mayor maniobrabilidad al juez, propicia[ando con ello un] relativismo jurídico custodiado
por los profesores de jurisprudencia, esperando de esta manera [un acercamiento del]
derecho positivo a la realidad por medio de jueces más libres en la aplicación del derecho
y de académicos pendientes de las expectativas sociales. Entre sus principales
representantes están Bülow [1837-1907], Ehrlich [1862-1922] y Kantorowicz [1877-1940]
(p. 101).
Paralelo a la escuela de la jurisprudencia del derecho libre e inspirada en ella se
desarrolla en Francia la escuela de la “libre investigación científica” liderada por François
Gény [1871-1938]. Enfrentado “a los rezagos del formalismo exégeta en su país natal,
considera que la manera de enfrentarse a la excesiva formalización y a la consecuente
desactualización de los textos normativos era por medio de una revolución en las fuentes
jurídicas y en el método de aprehensión de las mismas, en especial revitalizando los
principios jurídicos extraídos de la naturaleza de las cosas, [donde] la ley que deja de ser
fuente última para ser fuente accesoria en el cumplimiento de los fines de este
iusnaturalismo principialístico” (p. 102).

IV. El positivismo inglés.


Producto de la sistematización en especial la realizada por William Blackstone [1723-
1780] “concibió el Common Law como un producto espontáneo del derecho natural
(proveniente de la divinidad y expresado en valores morales) que se manifiesta en la
historia (costumbres), el cual debe ser descubierto por los jueces para plasmarlo en sus
sentencias, por lo que el derecho no es el resultado de la voluntad de un autor en
concreto. [En vista que] la doctrina [presente] en el precedente pre-existe al
pronunciamiento del juez, su validez no depende de las circunstancias del caso presente”
(p. 105). “Al responder a criterios preexistentes, el juez debe aprehenderlos por medio
de la razón (en especial por medio del uso de la analogía) y de su conciencia (una vez
descubierto el precedente, la conciencia ilumina poniendo el sistema de valores
trascendente como criterio último de validación de la norma) (p. 106).
“Reconocido como un gran crítico de las instituciones de su tiempo”, Jeremy Bentham
[1748-1832] “consider[ó] que el mayor problema del Common Law, representado
especialmente en la obra de Blackstone, radicaba en que se presentaba como una
doctrina iusnaturalista-consuetudinaria cuando en verdad consistía en el arbitrio –y a
veces en la arbitrariedad– judicial, fruto de [un]a voluntad ([la] de los jueces) y no de una
supuesta razón (natural) expresada en el tiempo” (p. 107). “Por ello consideró necesario
reconceptualizar la norma [como] conjunto de signos declarativos emitidos por la
voluntad soberana estatal respecto a la conducta que dicha voluntad desea sea
observada por los ciudadanos, y objetivar lo que es derecho mediante un código fruto
del legislador soberano –es decir, del Estado–, para implantar ya no la “justicia” sino la
felicidad pública basada en el utilitarismo” [y evitar con ello] la imposición propia de la
voluntad del juez amparado en el falaz argumento de que así seguía “objetivamente” la
tradición iusnaturalista aprehendida mediante la “razón” y la “conciencia”” (p. 108).
“Con base en Bentham y conocedor de primera mano de los cambios jurídicos que se
gestaban en Alemania a principios del siglo XIX”, John Austin [1790-1857], centra[do] en
la “voluntad racional”, aprehensible por medio del lenguaje y de los “enunciados” del
derecho, plantea tres grandes aspectos que darán lugar al positivismo inglés [del S XIX]:
“i) El derecho, como sistema positivo, puede ser explicado, racionalmente, como un
diálogo de voluntades y no como un fruto histórico, a partir de juicios de utilidad que son
los que demuestran, según él, la racionalidad impresa en la voluntad” (pp. 108-109). “ii)
Concibe al derecho a partir del concepto de suprema autoridad o soberanía,
independiente frente a otras voluntades externas al sistema, y en condiciones para
imponer fines en sus mandatos y para amenazar la población en general para que dichos
mandatos sean cumplidos [-reconocimiento empírico-]. Para Austin, el derecho está
compuesto por órdenes generales –respaldadas por amenazas– habitualmente
obedecidas, emitidas por el soberano o por los súbditos que le obedecen” (p. 109-110).
“iii) La ciencia del derecho se ocupa de la “voluntad racional” y, por ende, de lo que “es”
derecho, por lo que no puede igualarse a la moral que se centra en lo que “debe ser”
derecho según los valores que la cimientan. De la racionalidad de la voluntad surge el
lenguaje de los enunciados del derecho, [es decir,] las órdenes que una voluntad emite
sobre otra, respaldada por [un]a amenaza [real], con lo cual el receptor del mensaje opta
por cumplir el fin del mandato para evitarse un mal. [En consecuencia], si hay una norma
que no esté aparejada a una amenaza, no podrá ser jurídica, sino que será de otro tipo”
(p. 110-111). Bentham y Austin con sus aportes contribuyeron “al levantamiento del
positivismo en Inglaterra, pero un positivismo que se acerca a los procesos codificatorios
(Bentham), al realismo jurídico y al positivismo analítico. Sus propuestas, pueden
considerarse [un] antiformalismo en tanto es una reacción a las formas tradicionales de
ejercerse el derecho inglés. Pueden considerarse también como formalistas en la medida
que defienden la norma, establecida en formas determinadas por la voluntad soberana,
como derecho válido” (p. 111-112).

V. La teoría pura del derecho.


Remitiéndonos de manera exclusiva a la Teoría Pura del Derecho (TPD) de Kelsen
[1881-1973], acudimos a “lo escrito por Guibourg [1938-] para quien son doce las ideas
principales allí expresadas: 1) El derecho es un orden coactivo de la conducta humana,
por lo cual no es un fenómeno natural, sometido a la causalidad, sino uno cultural,
sometido a la imputación. 2) Una verdadera ciencia jurídica solo puede considerar las
normas jurídicas positivas, aunque los enunciados de la ciencia jurídica no son iguales a
los enunciados normativos. 3) Estas normas pueden ser legisladas, es decir, de creación
estatal, o consuetudinarias. Pero incluso la costumbre adquiere su fuerza normativa
gracias al propio Estado, dado que es este, mediante sus normas, quien señala el
proceso mediante el cual una costumbre pasa a ser válida jurídicamente”. (p. 123) 4) La
validez es el modo específico de existencia de las normas jurídicas. 5) La eficacia es
diferente de la validez. La eficacia puede darse por el cumplimiento de la obligación
(eficacia primaria) o por vía de la aplicación de la sanción para quien incumpla con la
obligación (eficacia secundaria). 6) El ordenamiento jurídico es escalonado o jerárquico,
y puede representarse gráficamente [Merkl [1890-1970]]. Sin embargo, lo importante es
que las “normas de un orden jurídico (…) no configuran un conjunto de normas válidas
situadas una al lado de otra, sino una construcción escalonada de normas supra y
subordinadas”. 7) La jerarquía nace de una derivación dinámica, donde la norma superior
valida la inferior. De esta forma, la jerarquía otorga unidad al ordenamiento. 8) El vértice
de la pirámide, el fundamento de la constitución, sería una norma hipotética fundamental
[Grundnorm], si nos atenemos a lo dicho en la obra Teoría pura del derecho o una ficción
jurídica, si seguimos sus últimos escritos. En el primer caso, la norma básica sería una
norma estrictamente jurídica, supuesta y neutra, una hipótesis necesaria para poder
darle unidad coherente lógicamente al ordenamiento. Sin embargo, en 1963, Kelsen
señaló que si toda norma es el fruto de una voluntad, la norma básica no puede ser una
norma jurídica en sentido estricto puesto que es un mero presupuesto del pensamiento.
En consecuencia, la norma básica sería a lo sumo una norma ficticia, dada por una
voluntad ficticia. Además, replanteó el carácter hipotético que le atribuyó inicialmente a
la norma básica fruto de replantear el concepto mismo de hipótesis: si por hipótesis se
entiende algo que puede ser demostrado pero que aún no lo ha sido, la norma básica no
puede ser hipotética puesto que no puede ser verificada en ningún momento, justo por
su carácter ficcional. En consecuencia, la norma fundante, que es una suposición del
jurista, es neutra, para que así el derecho y la jurisprudencia (ciencia) puedan ser puros”
(pp. 124-125). “9) Si bien validez y eficacia son diferentes, la eficacia general y duradera
es condición necesaria aunque no fundamento de la validez, tanto de una norma como
del ordenamiento jurídico. 10) Por tanto, una norma puede perder validez por el desuso,
condición a priori que no puede ser desechada por el legislador. 11) Los jueces crean
derecho necesariamente en tanto interpretan. 12) Los jueces eliminan los posibles
conflictos entre normas, pero la contradicción es inevitable, por lo que la certeza y la
seguridad jurídicas son meras ideologías pero no realidades del sistema” (p. 125).
“[P]or fuera de los apasionamientos que genera la leyenda, blanca o negra, la teoría
kelseniana ha recibido críticas fuertes: i) Kelsen parte de un paradigma científico ya
superado: la fragmentación. La idea kelseniana de la separación de los discursos
científicos, en estancos, se encuentra bastante cuestionada en momentos en que la
complejidad y la sistémica revolucionan el campo de las ciencias. Así, la TPD lleva a
privilegiar en el estudio del derecho la explicación analítica (que implica un estudio
exhaustivo de la parte) sobre la comprensión hermenéutica (que supone un estudio de
las relaciones entre las partes y de estas con el todo que las integra), crítica [que] no se
hubiese podido hacer durante buena parte del siglo XX, momentos en los cuales la
fragmentación constituía el eje epistemológico central de la ciencia en Occidente. ii)
Kelsen, por el afán de hacer de la TPD una teoría general aplicable a diferentes modelos
jurídicos, pretende, a toda costa, la uniformidad en categorías básicas de las
complejidades de los sistemas jurídicos por él conocidos, (…) y en no pocos casos, por
la pretensión de uniformidad puede llegar a ignorar o invisibilizar las diferencias y las
particularidades de los diferentes sistemas, deformando así la existencia compleja de las
familias jurídicas" (pp. 130-131). “iii) la neutralidad del científico ha sido cuestionada justo
a partir de las teorías constructivistas en la psicología y de la intencionalidad en la
filosofía. Las primeras señalan que el individuo, incluso el científico, construye los objetos
que conoce; por tanto, ningún conocimiento es neutral ni existe tal cual por fuera de quien
lo construye. Las segundas indican que la intención (como un animus social o individual)
está presente en cualquier acto cognitivo , lo que hace que los resultados cognitivos,
incluso los científicos, no dejen de ser resultados parciales y relativos, puesto que el
objeto conocido no puede separarse del sujeto intencionado que conoce” (pp. 131-132).
“iv) el estructuralismo de Kelsen no es completo, puesto que en diversos momentos de
su obra tiene que ceder a planteamientos realistas, como lo es reconocer que en ciertos
aspectos la eficacia [-prevista en la revolución o el desuso-] condiciona la validez del
ordenamiento o de una norma en concreto” (p. 133). “v) Kelsen apunta a un modelo
estatal, puesto que el positivismo ante todo gira sobre una teoría estatal del derecho, que
hoy día ya no sería del todo aplicable. El modelo de Estado constitucional presente en la
obra kelseniana, si bien supera el Estado legicentrista y liberal del siglo XIX, se queda
corto al modelo de Estado que bien se estatuye en la mayoría de las constituciones
democráticas occidentales contemporáneas” (pp. 133-134).

VI. Funcionalismo o realismo.


“[E]l funcionalismo o realismo [como] propuesta positivista, a diferencia del normativismo
o estructuralismo, [que] centra su pretensión científica, en la descripción y el análisis del
derecho como un conjunto normativo que a sí mismo se valida, dejando de lado, o
minimizando hasta el máximo posible, los hechos sociales que son identificados como
derecho (…), considera que una buena ciencia positiva sobre el derecho debe partir no
tanto del discurso imperativo (la norma) sino desde los hechos sociales o psicológicos
que son identificados por los individuos como “derecho”. Partir desde la realidad o desde
la función social o judicial para construir el discurso científico (como una propuesta para
el positivismo metodológico) y determinar el derecho válido (como propuesta para el
positivismo teórico) es la pretensión que caracteriza a esta escuela” (p.138). Dada su
variada clase, es posible hablar de “realistas sociológicos y judiciales”.
“Los realistas sociológicos centran sus estudios en qué es lo que en las comunidades,
más allá de los operadores jurídicos, se concibe como derecho, observando en muchos
casos que los sistemas normativos que son considerados como obligatorios e, incluso,
coercitivos, son bien diferentes de los sistemas normativos estatales. [En este contexto
de] normas eficaces en comunidades concretas podría decirse que hay “justicias” para-
estatales cuando la organización que ofrece un derecho y un sistema judicial de respaldo
lo hace sin pretender la supresión o el rechazo abierto del Estado, y justicias contra-
estatales cuando las normas emitidas y el sistema judicial de respaldo se muestran como
una supresión expresa de la intención monopolizadora del Estado”. (pp. 138-139). “[E]l
realismo sociológico, especialmente en sus vertientes latinoamericanas, ha logrado
plantearse la función que desempeña el derecho en la sociedad, que en algunas
oportunidades se muestra a sí mismo como un mecanismo de dominación y en otras
como de esperanza, en una dualidad muy compleja y que explica, en mucho, la suerte
ambivalente de lo jurídico en los territorios: es reclamado y, a la vez, objeto de sospecha
por los mismos actores sociales” (p. 139).
“El realismo judicial si bien parte de [un] sustrato sociológico, considera que el juez es el
agente más relevante en el mundo fenomenológico del derecho, por lo cual cualquier
discurso jurídico debe partir del análisis de la función judicial, no en su deber ser, sino en
su realidad. Se construye, pues, una teoría sobre qué es el derecho a partir de la
actividad social de los jueces. Una de las mayores escuelas de realismo judicial la
encontramos en el mundo anglosajón, en especial en Estados Unidos a finales del siglo
XIX y la primera mitad del siglo XX: el Realismo Jurídico Estadounidense. Esta escuela
se funda sobre las enseñanzas de la jurisprudencia del derecho libre (por su enfoque en
la actividad judicial), en las del utilitarismo (al concebir el derecho como un instrumento
para el cumplimiento de ciertos fines sociales) y en las del positivismo científico (por su
afán de ser una ciencia empírica) (pp. 142-142). Autores pertenecientes a esta escuela
“que a su vez se desempeñaron como jueces (Holmes192 [1841-1935], Cardozo [1870-
1938], Frank [1889-1957]) y posteriormente como profesores universitarios (Pound
[1870-1964] o Llewellyn [1893-1962]). Dentro de esta escuela, [se observan] dos
tendencias: una radical o fuerte que señala que el juez realmente no está sometido a
ninguna norma jurídica, salvo las que él, por su propia voluntad, desea acatar: [no hay
derecho vinculante anterior ni superior al juez, por lo que “ninguna ley es derecho hasta
que sea efectivamente aplicada por un tribunal”]; y una más moderada que plantea que
los jueces sí aceptan la existencia de normas jurídicas anteriores a la decisión pero las usan
como una fuente más” (p.142): “escépticos empíricos, que dudan del papel real que tiene
la norma válida en la decisión judicial” (p.146).
“Desde finales del siglo XIX pero con mayor fuerza a mediados del siglo XX, aparece el
Realismo Escandinavo sueco Hägerström [1868-1939] quien por su actitud radical
antimetafísica no solo se enfrenta al iusnaturalismo sino también a los normativistas;
considera que el realismo –al recalcar el origen empírico, psicológico, social y concreto
del derecho– desmonta el fanatismo tanto teológico como político. El derecho, [al ser]
una forma de manifestarse individuos y fuerzas sociales [donde] se camuflan en
entelequias, [advierte] que el lenguaje jurídico debe ser depurado, de manera tal que
sobrevivan sólo juicios que indiquen con claridad hechos objetivos y verificables, lo que
permitirá desideologizar y desmitificar el derecho” (p. 147). “Lundstedt [1882-1955] indica
que el derecho se ha construido sobre ideas abstractas imposibles de demostrar en la
experiencia;[por lo que] la norma no tiene por qué definirse como un imperativo fruto de
una voluntad, sino solo como la mejor forma de lograr el bienestar social, pero no la
justicia” (p. 148). “Olivecrona [1897-1980], como sus antecesores, [parte] de negar el
normativismo (cómo a partir de hechos como el sentimiento de obligatoriedad frente a la
norma, del derecho entendido como un hecho, explicar efectos en el deber ser) y el
iusnaturalismo (no hay valores que trascienden a los hechos, sino sentimientos
concretos). Define el derecho como una fuerza (que ejerce presión psicológica verificable
experimentalmente, [que en ocasiones] debe recurrir a la fuerza física para terminar de
respaldar la presión psicológica de obedecimiento, actualizando el miedo al castigo) pero
organizada burocráticamente y por reglas jurídicas que son habitualmente respetadas
por la población, logrando así la convivencia y el bienestar social. Con el paso del tiempo,
por el hábito surgido del miedo, el Estado se perfila como el único productor de derecho,
y sus normas terminan por ser obedecidas como algo “natural” a partir de mitos útiles
como los de jerarquía normativa, validez” (pp. 148-149).

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