Van Parijs. Qué Es Una Sociedad Justa PDF
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¿QUE ES UNA
SOCIEDAD JUSTA?
Introducción a la práctica
de la filosofía política
Traducción de
Juana A. B ignozzi
Edición española
a cargo del profesor
E duard G onzalo
ED ITO R IA L A R IEL, S. A.
BAKCKl.ONA
Prefacio.............................................................................................................6
INTRODUCCIÓN
1. Breve alegato por la filosofía política, a la manera anglosajona. 9
1.1. Una concepción analítica y existencial de lafilosofía................ 9
1.2. De la ortodoxia utilitarista a la empresa de Rawls...................... 10
1.3. La filosofía libertariana de Robert Nozick................................... 13
1.4. La manera analítica........................................................................ 14
P r im e r a p a r t e
TEORÍAS
2. Los avatares del utilitarismo ........................................................... 19
2.1. ¿Qué es el utilitarismo? ................................................................ 20
2.2. El rechazo de las comparaciones interpersonales.........................23
2.3. Bienes primarios y preferencia fundamental ............................... 27
2.4. La precariedad de las preferencias individuales............................33
2.5. Utilitarismo e igualitarismo.......................................................... 36
2.6. Utilitarismo y derechos del hombre ............................................. 40
2.7. ¿Las intuiciones morales son soberanas?.......................................45
3. La doble originalidad de Rawls............................................................49
3.1. Hacia arriba y hacia abajo ............................................................49
3.2. La clarificación de 1980 .............................................................. 53
3.3. El kantismo de Rawls....................................................................55
3.4. Rawls y el utilitarismo................................................................. 58
3.5. Rawls y el liberalismo................................................................. 63
3.6. Rawls y el igualitarismo............................................................... 65
4. Un dilema del marxismo...................................................................... 70
4.1. La explotación paradigmática.................................................... 72
4.2. La expropiación......................................................................... 73
4.3. Del intercambio desiguala la desproporcionalidad........................ 76
4.4. De la desigualdad en la propiedad del capital a la desigualdad
de las oportunidades .......................................................................80
4.5.¿Nada injusto habría enla explotación?............................................. 83
5. La ambivalencia del libertarianismo ..................................................85
5.1. Un anarco-capitalismo .................................................................. 87
5.2. Fisuras amenazadoras ................................................................... 90
5.3. Una implicación inesperada.......................................................... 92
Segunda parte
CONFRONTACIONES
6. La tradición marxista frente al desafío libertariano......................... 96
6.1. La explotación marxiana: algunas escaramuzas.............................97
6.2. De dónde procede la explotación y de qué es la fuente ............ 100
6.3. La pretendida incoherencia de la justicia socialista................... 103
6.4. La incoherencia de la teoría de la apropiación originaria de
Nozick......................................................................................... 105
6.5. Nozick corregido: de Kirzner a Steiner..................................... 108
6.6. La apuesta decisiva: ¿la justicia socialista es opresiva?............ 116
6.7. Nozick contradicho: de Cohen a Roemer................................... 116
6.8. Libertarianismo y comunismo ................................................... 119
7. La economía del bienestar frente al desafío libertariano.................123
7.1. De Mili a Sen ............................................................................ 124
7.2. La equidad como proporcionalidad (Homans)........................... 128
7.3. La equidad como maximin (Rawls)........................................... 139
7.4. La equidad como no envidia (Foley)......................................... 131
7.5. La crítica libertariana................................................................. 135
7.6. La igualdad de las oportunidades (Dworkin)............................. 136
7.7. La desnuda propiedad de uno mismo (Cohen).......................... 138
7.8. El contrato social liberal (Kolm) ............................................... 139
7.9. Maximizar la libertad real de todos........................................... 140
8. El pensamiento de John Rawls frente al desafío libertariano 144
8.1. Libertad y propiedad: Nozick contra Rawls............................... 144
8.2. La objeción *<Wilt Chamberlain» ............................................ 147
8.3. La objeción de los talentos........................................................ 150
8.4. La solución de Rawls ............................................................... 153
8.5. El escenario colectivista........................................................... 156
8.6. El desmoronamiento................................................................. 158
8.7. La asignación universal lo más elevada posible....................... 160
8.8. ¿Dos Rawls?................................................................................164
9. ¿Una respuesta coherente a los neoliberalismos? ........................... 167
9.1. Neoliberalismo instrumental y neoliberalismo fundamental 168
9.2. La respuesta real libertariana........................................................ 170
9.3. ¿Libertad o subsidiariedad? ........................................................ 174
9.4. ¿Libres pero miserables?............................................................. 176
9.5. ¿No suficientemente universalista?............................................. 179
9.6. ¿Sin embargo insoslayable?........................................................ 180
CONCLUSIÓN
10. ¿Qué es una sociedad justa? ............................................................. 183
10.1. Escasez, egoísmo, pluralismo: las «circunstancias de la justicia» 183
10.2. Teorías perfeccionistas y teorías liberales ............................... 185
10.3. El liberalismo propietarista....................................................... 188
10.4. El liberalismo solidarista........................................................... 190
10.5. Teorías retrospectivas y teorías prospectivas........................... 193
10.6. Las dos tradiciones contractualistas......................................... 195
10.7. Las críticas marxista y ecologista.............................................. 200
10.8. La crítica comunitarista...............................................................203
10.9. La teoría normativa del pluralismo democrático....................... 209
Bibliografía.................................................................................................. 215
Fuentes.......................................................................................................... 231
PREFACIO
3. La relación entre Rawls y el utilitarismo se discute con mayor profundidad en las sec
ciones 2.4-2.6 y 3.4.
4. Mi objetivo aquí no es entrar en el fondo de un debate, sino sólo ilustrar un método.
Se encontrará una discusión mucho más profunda de la controversia Rawls/Nozick en el capí
tulo 8.
5. Vuelvo igualmente sobre este ejemplo en el contexto de la crítica que Nozick hace de
la posición marxista (sección 6.3).
Supongamos, nos pide Nozick, que la situación en la que nos en
contramos es justa según cualquiera de los principios de justicia que
acabamos de mencionar. Wilt Chamberlain es un jugador excepcional,
cuyo talento atrae a una m ultitud considerable. Un club está dis
puesto a contratarlo y le ofrece el 25 % de los ingresos recaudados en
cada uno de los partidos en los que participe. Cada semana, acuden
decenas de millares de espectadores y casi no se necesita tiempo para
que la sociedad deje de ser justa, en el sentido en que la configuración
o el estado final impuesto por el principio de justicia inicialmente
adoptado ya no se cumple. Esto revela, según Nozick, una contradic
ción insoluble en la que todas las concepciones tradicionales de la jus
ticia resultan tram peadas. Como postulado, la situación inicial es
justa. En otros términos, cada individuo —Wilt Chamberlain, los diri
gentes del club, los espectadores— es el legítimo poseedor de lo que
posee. Y ¿ qué es poseer legítimamente algo sino poder hacer con ello lo
que se quiera? Los espectadores, por ejemplo, hubieran podido dedi
car el dinero de su billete a la compra de cigarrillos, hubieran podido
donárselo a Billy Graham, hubieran podido ahorrarlo con miras a
comprar las obras completas de Tomás de Aquino o de Henry Miller.
En lugar de eso decidieron transferírselo, partido a partido, a Wilt
Chamberlain, que por este hecho se hizo fabulosamente rico, en vio
lación (más que probable) del principio de justicia considerado. Para
que éste sea respetado nos vemos compelidos o a prohibir innumera
bles transacciones voluntarias entre individuos o a intervenir de ma
nera constante (típicamente mediante los impuestos) para anular cier
tos resultados de esas transacciones.
Algunos podrían ver en esto un conflicto insoslayable entre la jus
ticia y la libertad. Pero Nozick recusa totalmente esta interpretación.
Porque según él es posible concebir la justicia de otra forma que
como lo hacen las teorías tradicionales, precisamente en términos de
principios que no son ni configurados ni finales. ¿Qué es, en efecto,
cometer una injusticia sino atentar contra los derechos fundamenta
les de los individuos? ¿Y qué son esos derechos fundamentales sino el
derecho de cada uno a hacer lo que quiera con su cuerpo y con los
bienes que ha adquirido legítimamente, siempre que, evidentemente,
al hacerlo no quebrante los derechos similares que disfrutan los otros
individuos? De esta m anera se caracteriza una concepción «pura
mente histórica» de la justicia. Imposible decir a priori a qué se va a
parecer una situación justa. Es justo todo lo que resulta del libre ejer
cicio de los derechos inviolables de cada uno.6
6. Es lo que Nozick llama una entitlement tkeory o f justice (hablaré luego de «teoría ge
nealógica de la justicia»). La teoría particular que propone no constituye, sin embargo, más que
una entitlement theory entre otras. Véase Van der Veen y Van Parijs (1985) y las secciones 6.5 y
10.4 más adelante.
Para dar un contenido preciso a semejante concepción, es impor
tante especificar la naturaleza de los derechos fundamentales de cada
individuo enunciando el criterio que permite determinar quién es le
gítimo propietario de qué. A este fin, Nozick formula dos principios:7
1. Cada uno puede apropiarse legítimamente de una cosa que
anteriormente no ha pertenecido a nadie con tal que por este hecho
no resulte disminuido el bienestar de algún otro individuo (principio
de apropiación originaria).
2. Cada uno puede convertirse en el propietario legítimo de una
cosa adquiriéndola mediante una transacción voluntaria con la per
sona que era antes su propietaria legítima (principio de transferencia).
Podrá observarse que el primero de estos principios contiene una
cláusula restrictiva —conocida con el nombre de cláusula de Locke
(.Lockean proviso)— que impide que la tierra y sus recursos naturales
se reduzcan a un vasto autoservicio gratuito donde el primero que
llega es también el primero en servirse. Supongamos el caso de una
fuente única en medio del desierto. En ausencia de la claúsula, al
guien podría apropiársela y pedir el precio que se le ocurriera por el
mínimo vaso de agua que se saca de ella. Para evitar semejante con
secuencia, que juzga intolerable, Nozick impone, en su primer princi
pio, que sólo puede realizarse la apropiación de una parte cualquiera
de la naturaleza si no deteriora la suerte de alguien (o si se acompaña
de una compensación suficiente para que el efecto neto sobre el bie
nestar de cualquier otro individuo no sea negativo).8
1. Véase Van Parijs (1982a) para una introducción bibliográfica a esta renovación de la
filosofía política anglosajona.
2.1. ¿Qué es el utilitarismo?
Prefigurado entre otros por David Hume (1739), verdaderamente
fundado por Jeremy Bentham (1789), bautizado y popularizado por
John Stuart Mili (1861), sistematizado por Henry Sidgwick (1874), el
utilitarismo puede remitirse a un principio muy simple. Cuando ac
tuamos, es necesario que hagamos abstracción de nuestros intereses y
de nuestras inclinaciones, de nuestros prejuicios y de los tabúes here
dados de la tradición, así como de cualquier pretendido «derecho na
tural» y que nos preocupemos exclusivamente por perseguir, según la
fórmula de Hutcheson, «la mayor felicidad para el mayor número».
Más precisamente, se trata de maximizar el bienestar colectivo, defi
nido como la suma del bienestar (o de la utilidad) de los individuos
que componen la colectividad considerada. Cada vez que debe to
marse una decisión, el utilitarismo exige que se establezcan las con
secuencias asociadas con las diferentes opciones posibles, que se eva
lúen luego esas consecuencias desde el punto de vista de la utilidad de
los individuos afectados, y finalmente que se elija aquella de las op
ciones posibles cuyas consecuencias son tales que la suma de las uti
lidades individuales que se le asocian sea al menos tan grande como
la que se asocia con cualquier otra opción posible.
Definido de esta manera, el utilitarismo no es sólo diferente de
esta otra doctrina, también defendida por Bentham y a veces igual
mente calificada de «utilitarista», que consiste en afirmar que el com
portamiento de cada individuo se explica por la maximización de su
utilidad. Hablando estrictamente, presupone su negación. Por cierto,
si el único método utilizable para determinar las utilidades consiste
en observar las elecciones (reales e hipotéticas) efectuadas por los in
dividuos (partiendo por supuesto de la hipótesis de que esas eleccio
nes reflejan los niveles de utilidad atribuidos a las diversas opciones),
entonces toda versión operacional del utilitarismo se ve forzada a su
poner la exactitud de tal teoría del comportamiento individual. Sola
mente un estrecho empirismo, sin embargo, podría obligarnos a re
ducir así la utilidad a «utilidad revelada» ¿por qué no sería posible dar
un sentido empírico a una preferencia que se expresa en un discurso
(del que uno tiene razones para creer que es sincero) pero que no se
manifiesta en ninguna elección?2 Es más plausible, de hecho, sostener
la tesis opuesta; es decir, que el utilitarismo excluye que el comporta
3. Véase especialmente Harsanyi (1955: 13-14; 1977: 50-51; \911b\ 47-48). Véase también
la idea más general de una jerarquía de órdenes de preferencia presentada por Sen (1976: 99
104).
4. Véase especialmente Mackie (1977: 126-127) y Harsanyi (1977: 60-61) para una breve
discusión de este problema de las «fronteras». Peter Singer (1975, 1979) se hizo célebre por su
argum entación sistemática en favor de un utilitarismo generalizado, que integra el bienestar de
organismos no humanos.
5. Nozick (1974: 35-42) presenta una discusión estimulante sobre los temas evocados en
este parágrafo. Sobre la im portancia de la distinción entre utilitarismo clásico y utilitarismo me
dio desde el punto de vista de su modo de justificación, véase tam bién Rawls (1971: secciones
27 y 30).
En tercera instancia y sobre todo, podemos interrogamos sobre la
naturaleza de las «utilidades» individuales cuya suma se trata de ma-
ximizar. ¿Se trata simplemente de placer y sufrimiento en un sentido
estrictamente material, como en el utilitarismo hedonista de Bent
ham? ¿Se trata también de los «placeres del intelecto, de la sensibili
dad, de la imaginación y de los sentimientos morales», con una pon
deración tanto más fuerte por cuanto la facultad concernida es más
«alta» como en el utilitarismo ideal de Mili? ¿O se trata como, en ge
neral, en el utilitarismo preferencial contemporáneo, de la satisfacción
de cualquier deseo racional de los individuos afectados, es decir, de la
satisfacción de cualquier deseo que no se base en un error? En esta
última interpretación que es además la que adoptaremos aquí, las pre
ferencias (racionales) de los individuos no están sometidas a ninguna
censura que no sea la cognoscitiva. Su intensidad es la que determina
la ponderación que aquéllas reciben.6
Liberado tanto del reduccionismo grosero de Bentham como del
perfeccionismo elitista de Mili, este utilitarismo preferencial merece ser
tomado plenamente en serio en tanto respuesta posible a la pregunta ge
neral de saber qué conviene hacer en nuestra sociedad, es decir, a la pre
gunta central de la filosofía política y en especial al tema de qué organi
zación económica elegir, o sea al tema fundamental de esta parte de la
filosofía política que es la economía normativa.7 Es verdad que el utili
tarismo como tal no ofrece un programa político o económico concreto.
Pero ofrece un criterio plausible con ayuda del cual pueden evaluarse
programas concretos de manera de que lo «mejor» de ellos pueda ser
identificado y elegido. Esta plausibilidad, sin embargo, tal vez es sólo
aparente. El texto que sigue examina sucesivamente tres tipos de obje
ciones que tienden a sacudirlo de raíz, al mismo tiempo que a las estra
tegias de las que dispone el utilitarismo para rehabilitarse. Estos tres ti
6. Véase Mili (1861: 258-260) y Harsanyi (1977¿: 54-56) para dos tratam ientos muy dife
rentes de este tema. Debe señalarse que el mismo Harsanyi se aparta del utilitarismo preferen
cial puro en la medida en que excluye las preferencias «antisociales».
7. Si hay quienes dudan de la vitalidad del utilitarism o así definido en los más dife
rentes am bientes intelectuales, veamos tres ejemplificaciones m uy diferentes. Es al utilita
rism o al que hacen referencia explícita o im plícitam ente la m ayoría de los argum entos de los
«nuevos economistas» tendentes a legitim ar el mercado o a pregonar la extensión de su papel.
Así, en el pasaje en el que es más explícito sobre este punto, Lepage (1980: 492) afirm a que se
trata, para cualquier sociedad, «de actuar de m anera que la asignación de los recursos esca
sos y agotados (...) sea lo más «óptim a» posible, es decir, que con el stock de recursos (...) se
obtenga el volumen de satisfacciones más elevado posible». En segundo lugar, num erosos son
los marxistas que recurren regularm ente (al menos en sus discursos menos sofisticados) a ar
gum entos de tipo innegablemente utilitarista para justificar, por el contrario, la superioridad
del socialismo. En una alocución de 1918, por ejemplo, Lenin subraya que el socialismo tiene
la gran ventaja de subordinar «la expansión de la producción y de la distribución sociales que
ha hecho posibles» a «el fin de mejorar todo lo posible el bienestar de los trabajadores» (citado
por Lukes, 1982: 12-13). Finalmente, la idea («ecologista») de querer reem plazar la «felicidad
nacional neta» por el «producto nacional bruto» como m áxim um de la política económica es
em inentem ente utilitarista.
pos de objeciones afectan, respectivamente, al viejo problema de la com-
parabilidad del bienestar de personas diferentes, al tema de la fragilidad
sociohistórica de las preferencias individuales y a la incompatibilidad
del utilitarismo con nuestra intuición de la justicia.
13. Una relación R es transitiva si y sólo si aKb y ¿Re llevan necesariam ente a aRc
_ 14. El estudio cuantitativo de las probabilidades de que se dé la paradoja de Condorcet
bajo diferentes condiciones ha sido objeto de una literatura abundante. Véase especialmente Sen
(1970: 163-166) para una visión sintética.
requerida, la incapacidad para tomar en cuenta la intensidad de las
preferencias de los individuos corre un gran riesgo de aparecer como
totalmente inaceptable. Basta, por ejemplo, que una pequeña mayoría
de individuos poco involucrados prefiera, aunque sea débilmente, la
opción A a la opción B para que A sea socialmente preferida a B, y
esto aunque una minoría muy fuerte afectada de cerca por la decisión
se haya opuesto de manera áspera a A. Por cierto podría pensarse,
para tratar un caso de este tipo, en incluir en el enfoque mayoritarista
sistem as de «voto plural», que otorgarían un peso más o menos
grande a las preferencias de un individuo según el grado en el que esté
afectado por la decisión a tomar.15 Pero suponer que se pueda medir
este grado para los diferentes individuos afectados significa suponer
que la intensidad de las preferencias es compatible de un individuo a
otro, y por lo tanto que ha sido posible resolver el problema que las
versiones unanimista y mayoritarista del utilitarismo se esforzaban
precisamente por evitar.
32. Véase Rawls (1971: 76-78). El utilitarismo estricto y el principio de diferencia así in
terpretado (de m anera errónea) constituyen los dos polos del continuum de los principios de dis
tribución «utilitaristas» en un sentido amplio. Continuando más allá del principio de diferencia
en la dirección del igualitarismo, se sigue siendo welfañsta, en el sentido de que toda la infor
mación pertinente está formulada en términos de utilidad (Sen, 1979), pero se deja necesaria
m ente de ser «utilitarista», ya que se empieza a violar el principio de Pareto y el bienestar co
lectivo deja de ser de m anera unívoca una función creciente de las utilidades individuales.
ciera poder recomendar y legitimar violaciones intuitivamente inadmi
sibles de los derechos de los individuos. Para ejemplificar esta dificul
tad, tomemos los tres ejemplos siguientes que corresponden cada uno
a un tipo de contraejemplo a menudo mencionado por los críticos del
utilitarismo. En principio, supongamos que los habitantes de una calle
tienen prejuicios racistas tan intensos que la instalación de una fami
lia de inmigrantes en una casa de la calle, por deseable que sea esa fa
milia, reduciría el bienestar medio (familia inmigrante comprendida).
En semejante caso, el utilitarista pareciera tener que aprobar que se
prohibiera a la familia inmigrada instalarse en la calle. Luego, supon
gamos que la condena de alguien que sabemos inocente permite pre
venir una espiral de represalias entre dos comunidades hostiles y por
lo tanto constituye por este hecho la opción óptima desde el punto de
vista de la suma de las utilidades. A pesar de nuestras intuiciones mo
rales, pareciera bien que en semejante caso un juez utilitarista se viera
obligado a condenar. Y finalmente supongamos (como lo hizo Sen en
un ejemplo célebre) que alguien prefiere dormir boca abajo en vez de
boca arriba, pero que los otros miembros de la colectividad a la que
pertenece prefieren que él duerma boca arriba en vez de boca abajo,
siendo sus preferencias individualmente menos intensas que las (en
sentido opuesto) del individuo en cuestión pero lo mismo suficientes
para que el bienestar medio esté maximizado forzándolo a éste a dor
mir boca arriba. Contra nuestras intuiciones, de nuevo, semejante im
posición pareciera gozar del aval de los utilitaristas.
Frente a este tipo de objeciones, Mili (1861: 309-310) proponía la
respuesta siguiente: manifiestamente, los derechos que se invocan
aquí no son derechos en un sentido estrictamente jurídico, es decir,
los correlatos de obligaciones impuestas por leyes existentes. Se trata
más bien de lo que se llama habitualmente «derechos morales». Pero
¿qué son esos derechos morales sino los correlatos de obligaciones
impuestas por leyes existentes juzgadas legítimas o por leyes que no
existen pero cuya existencia sería legítima? ¿Y qué define la legitimi
dad de una ley, si no su conformidad con el principio de utilidad?
Pero ¿cómo puede suceder que nuestros juicios intuitivos en cuanto a
los derechos morales de los individuos puedan entrar en conflicto con
lo que el utilitarismo pareciera tener que recomendar?
Se puede empezar por recordar que el utilitarista no puede tomar
en cuenta sino preferencias racionales (véase sección 2.1). Si la aversión
de las familias autóctonas respecto de la instalación de una familia ex
tranjera en su calle se basa en la falsa creencia de que los inmigrados
son, en su mayoría, criminales y borrachos, entonces esta aversión no
debe entrar como tal en los cálculos del utilitarista. Cuando éstos están
basados en preferencias debidamente «corregidas», muchos conflictos
aparentes entre utilitarismo y derechos morales corren un gran riesgo
de borrarse. Cada uno de los tres ejemplos mencionados anteriormente
puede, sin embargo, construirse de manera de preservar el conflicto
aún después de la corrección de cualquier falsa creencia. Como en la
sección precedente, en consecuencia, se puede intentar para hacer
frente de manera más eficaz a la objeción, modificar la formulación del
utilitarismo preservando el marco general. Tres estrategias de este tipo
han sido propuestas y discutidas en la literatura.
La primera, introducida por Harrod (1936) y generalmente adop
tada por los utilitaristas contemporáneos, consiste en reemplazar el
utilitarismo del acto discutido hasta ahora por lo que se ha convenido
en llamar el utilitarismo de la regla. Una acción buena, en esta primera
perspectiva, no es una acción que maximiza la suma de las utilidades
(en relación con cualquier otra acción posible), sino una acción que
se adecúa a una regla cuya observancia por todos maximiza la suma
de las utilidades (en relación con cualquier otra regla posible o la
ausencia de regla).33 Si, por ejemplo, se ha prometido en cierta fecha
dinero que se ha tomado prestado, se trata de devolverlo efectiva
mente en esa fecha, aunque exista entonces otro uso susceptible de
producir una suma de utilidades superior. En efecto, el m anteni
miento de la regla constitutiva de esta institución que es el crédito se
justifica él mismo (supongámoslo) por el criterio de la suma de las
utilidades. Y el respeto de esta regla por todos puede, pues, ser mo
ralmente exigido. Este desplazamiento (del acto a la regla) del punto
de aplicación del cálculo utilitarista se justifica por el hecho de que
este cálculo es costoso en tiempo y en energía, y que corre el riesgo de
ser tergiversado por errores o consideraciones de interés personal
—en una palabra, por el hecho de que es pragmáticamente preferible
volver a remitirse a reglas absolutas juiciosamente establecidas, cuya
aplicación conduce a menudo a acciones óptimas, en vez de plan
tearse en cada caso el problema en toda su complejidad. Pero se jus
tifica también por el hecho de que la existencia de reglas permite al
individuo saber qué debe esperar de la sociedad —por ejemplo, en
materia de reembolso si ha prestado, en materia de juicio si es acu
sado—, en vez de que su suerte dependa de los cálculos utilitaristas de
otros individuos o de los poderes públicos. Esta seguridad establecida
por la existencia de reglas contribuye por ella misma al bienestar co
lectivo. Aun cuando se sabe con certeza que un acto particular, to
mado aisladamente, maximizaría la suma de las utilidades, es posible
que los utilitaristas puedan condenarlo: porque infringiría una regla
cuya estabilidad es valioso conservar.
33. Véase Regan (1980) para un tratam iento en profundidad del debate entre esas dos
versiones del utilitarismo y la presentación de una tercera versión (el utilitarismo cooperativo)
que se esfuerza por combinar las dos primeras. Véase tam bién Adams (1976) para la definición
y la defensa de un utilitarismo de los motivos.
En esta primera estrategia, sin embargo, la protección de los «de
rechos» de los individuos sigue siendo puramente contingente. Tome
mos por ejemplo el «principio de la libertad» de Mili, que confiere a
cada individuo el derecho de hacer lo que quiere en el ámbito que sólo
le concierne a él mismo. En la mayor parte de On Liberty, Mili recurre
implícitamente a esta primera estrategia, esforzándose por m ostrar
que el respeto estricto de este principio maximiza (en cierto plazo) el
bienestar colectivo, aunque a veces sucede que su infracción es óptima
desde el punto de vista de un utilitarismo del acto.34 En tal perspectiva,
el principio de libertad no tiene ninguna fuerza propia, independiente
mente del principio de utilidad al que sirve. Si nos encontramos en una
sociedad donde no es verdad que el bienestar colectivo esté maximi-
zado y deja a cada uno ser dueño de lo que le concierne sólo a él (su
pongamos: dormir boca arriba o boca abajo), entonces ese derecho a
la autonomía personal no tiene que ser garantizado.
Esta contingencia de la protección acordada a los derechos del in
dividuo es la que trata de evitar la segunda estrategia, defendida por
Ronald Dworkin (1977: 232-238), introduciendo una distinción entre
preferencias personales y preferencias externas, y exigiendo que sólo las
primeras sean tomadas en consideración en el cálculo utilitarista. Una
preferecia externa concierne a la atribución de bienes a otros fuera de
uno mismo. Excluir tales preferencias, por lo tanto restringirse sólo a
las preferencias personales, implica, por ejemplo, hacer abstracción
del placer que sentiría, si fuera racista, de que los blancos de Sudáfrica
oprimieran a la población negra, al igual que el que experimentaría, si
fuera melómano, de que mis amigos fueran a la ópera. Es verdad que
esa estrategia permite excluir, por principio, y sólo de manera contin
gente, que las preferencias de otros individuos prevalezcan sobre las
mías, si se trata por ejemplo de saber si debo dormir boca arriba o
boc£ abajo. Pero hay otros numerosos casos de violación de los dere
chos de los individuos —por ejemplo, el de la instalación de una fami
lia de inmigrantes mencionado anteriormente— que el utilitarismo se
ve forzado a legitimar, aunque sólo tenga en cuenta las preferencias
personales de los diferentes individuos implicados, incluidas las prefe
rencias que tienen por tal o cual tipo de vecino.35
34. Véase Mili (1959: 60-70) y el conjunto de los capítulos 2 y 3 de On Liberty. Variantes
de esta estrategia son utilizadas por los utilitaristas contemporáneos, por ejemplo, Lyons (1975:
142-145) y H. S. Goldman (1980: 358-360), para rechazar la idea rawlsiana de una «prioridad de
la libertad» en relación con el principio de utilidad.
35. Véase Ten (1980: 30-33) y Ezorsky (1981) para una crítica de esta solución. Debe se
ñalarse que en razón de la im posibilidad pragm ática de un utilitarism o que sólo tendría en
cuenta las preferencias personales, Dworkin (1977: capítulo 12) m ism o recom endó que se
acuerde a los derechos individuales constitucionalmente reconocidos una prioridad absoluta so
bre los cálculos utilitaristas de los cuales el funcionamiento de las democracias representativas
constituye una aproximación. Esto equivale a una adhesión pragm áticamente motivada a la ter
cera estrategia descrita m ás adelante.
Queda entonces una tercera estrategia, que es la que se aparta más
profundamente del u tili tarismo cl^sicó^y'á la vez responde más plena
mente al tipo de objeción considerado en la presente sección. Consiste
en recurrir al dispositivo utilizado por Rawls para restringir la aplica
ción de su propio criterio de distribución, el «principio de diferencia».36
Para evitar que el principio de maximización del bienestar colectivo le
gitime la violación de derechos individuales, se puede agregar, con una
prioridad lexicográfica, otro principio que garantiza a cada uno un con
junto de derechos debidamente definidos, por ejemplo, un principio que
acuerda a cada uno las libertades fundamentales (de conciencia, de ex
presión, de reunión, etc.) más amplias compatibles con libertades igua
les para todos. Y en otros términos, el principio de utilidad ya no sería
más el principio único o último en materia de elección colectiva. Ya no
se trataría de maximizar la suma de las utilidades (o eventualmente una
función estrictamente cóncava de esas utilidades, si se adopta la modifi
cación considerada en la sección precedente con miras a desmenuzar las
objeciones igualitaristas) sino bajo la presión de los derechos reconoci
dos a los individuos en virtud de lo que Rawls llama el «principio de
igual libertad». La facilidad con la que se pueden integrar de esta ma
nera nuestras intuiciones relativas a tal o cual categoría de derechos con
siderados inviolables (subsumiéndolos simplemente en el conjunto de
las «libertades fundamentales») sólo es igual a la facilidad con que se co
rre el riesgo de llegar a renunciar pura y simplemente al utilitarismo,
aún en su sentido más débil. Si, por ejemplo, se incluye entre las liber
tades fundamentales la de disponer plenamente de lo que de manera le
gítima se ha conseguido (en un sentido que debemos precisar), es muy
probable que la presión se haya hecho tan fuerte que reduzca práctica
mente a un elemento el conjunto de opciones entre las cuales la maxi
mización del bienestar colectivo se supone que debe guiar la elección. Es
lo que pasa, por ejemplo, en el libertarianismo de Rothbard (1973) y de
Nozick (1974), donde los derechos de los individuos están tan bien pro
tegidos que no se deja ningún lugar a la elección colectiva.
Llevada así al extremo, esta tercera estrategia pone en evidencia la
importancia de las implicaciones de esta crítica del utilitarismo en
nombre de los derechos del individuo desde el punto de vista de la eco
nomía normativa —importancia que los ejemplos un poco exóticos uti
lizados en la discusión anterior han podido ocultar. Con el libertaria
nismo reaparece, en efecto, un tipo de justificación del laisser-faire y
del capitalismo que había casi enteramente desaparecido desde que
Bentham calificó los «derechos naturales» de «absurdo engolado».
Después de Bentham, la superioridad eventual del capitalismo —como
36. Véase Rawls (1971: sección 8) y Rawls (1981) para una discusión en profundida
la prioridad acordada al principio de igual libertad.
cualquier evaluación de un «estado social» en el sentido más amplio—
debía ser discutida con referencia a las consecuencias más o menos be
néficas asociadas a ella, ya fueran éstas evaluadas con ayuda del prin
cipio de utilidad, del principio de diferencia o aun de otro principio.
Los libertarianos, por el contrario, no se preocupan por las conse
cuencias empíricamente asociadas con el capitalismo como forma de
organización económica. Si el capitalismo y el laisser-faire les parecen
justificados, es por una razón mucho más fundamental, mucho menos
contingente: sólo un modo de organización capitalista es compatible
con la justicia, entendida como el respeto de los derechos de los indi
viduos. A la economía normativa, en esa perspectiva, no le queda nada
de una welfare economics, no teniendo nada que ver las razones de la
superioridad de un tipo de sociedad sobre otro con el bienestar de los
que viven en ellas. Si necesariamente debemos llegar a esto, es decir, si
debemos (con Nozick) recorrer todo el camino que va desde el mono
polio de la utilidad al monopolio de los derechos o si podemos (con
Rawls) detenemos a mitad de camino no es una cuestión para tratar
aquí.37 Lo que queda en claro es que recurrir de manera más o menos
radical a esta tercera estrategia resulta indispensable si queremos dar
a nuestras intuiciones, en cuanto a los «derechos inviolables» de los in
dividuos, el lugar que les corresponde.
2.7. ¿Las intuiciones morales son soberanas?
Todas las estrategias de defensa discutidas hasta ahora tienen un
presupuesto común: cuando hay conflicto entre nuestras intuiciones
morales espontáneas y los principios de filosofía moral o política, son
éstos, y no aquéllas, los que deben ser modificados. Entre los utilita
ristas, muy a menudo se encuentra, sin embargo, una estrategia más
radical que no comparte ese presupuesto y afirma por el contrario que
en caso de conflicto es la intuición la que debe ser corregida, no la
teoría. Las reacciones que suscitan espontáneamente las situaciones
con las que nos vemos confrontados, en efecto, pueden «derivar de
sistemas religiosos hoy descartados, de miras pervertidas en cuanto al
sexo y a las funciones corporales o de costumbres necesarias para la
supervivencia del grupo en condiciones socioeconómicas que recuer
dan hoy un lejano pasado».38 Para los utilitaristas que adoptan seme
37. El capítulo 7 está am pliamente consagrado a las respuestas aportadas por la econo
mía del bienestar al desafio libertariano.
38. Singer (1974), citado por H. S. Goldman (1980: 352). Véase tam bién Smart (1956:
182-183; 1973: 56-57), así como Haré (1976), que introduce una distinción entre «pensamiento
de nivel 1» (reglas que se im ponen intuitivamente) y «pensamiento de nivel 2» (principios que
presiden la elección de esas reglas en cada contexto social particular). Objetar al utilitarismo
que contradice nuestras intuiciones, es com batir el nivel 2 apoyándose en el nivel 1, olvidando
que es en el nivel 2 de donde el nivel 1 saca su fuerza.
jante actitud, aunque en general nuestras intuiciones tienden a ser
«correctas», es decir, a juzgar favorablemente las acciones que maxi-
mizan el bienestar colectivo, éstas tardan, sin embargo, cierto tiempo
en ajustarse a un contexto que cambia. Y cuando están atrasadas, la
teoría política no debe colocarse detrás de ellas, sino más bien acele
rar su evolución.
El contraste con la actitud «intuicionista» presupuesto en las sec
ciones precedentes aparece de manera particularmente nítida con re
ferencia a situaciones pasadas o ficticias. Tomemos, por ejemplo, el
caso de la esclavitud. Nuestras intuiciones morales concuerdan en en
contrarla inadmisible en cualquier circunstancia. El utilitarista, por el
contrario, aunque afirma que en la actualidad esa institución no ma-
ximizaría el bienestar colectivo, admite sin embargo que hay circuns
tancias (supongamos otro nivel de desarrollo económico) en las cua
les la servidumbre de una parte de la colectividad puede ser necesaria
para la maximización de la suma de las utilidades de todos los miem
bros de ésta. Esto no constituye, sin embargo, un argumento serio
contra el utilitarismo y en favor, por ejemplo, de una teoría como la
de Rawls, que otorga prioridad absoluta (al menos en lo que llama la
concepción «especial» de la justicia) al principio de igual libertad.
Porque es muy posible, dicen los utilitaristas, que en esas otras cir
cunstancias socioeconómicas en las cuales el utilitarismo prescribiría
la esclavitud, ésta no fuera considerada inaceptable o injusta por los
mismos que la sufren.39 En otros términos, si bien hay una corres
pondencia aproximativa entre intuiciones morales y maximización del
bienestar colectivo en un contexto dado, nuestras intuiciones morales
en la actualidad no pueden guiamos en absoluto para decir qué sería
bueno hacer en condiciones socioeconómicas totalmente diferentes.
La validez del utilitarismo requiere, pues, más la coincidencia con los
juicios que hacemos sobre situaciones actuales que la coincidencia de
aquél con nuestros juicios intuitivos sobre situaciones ficticias o leja
nas en el tiempo.40
39. Este argum ento lo presenta H. S. G oldm an (1980: 353). Una posición análoga
—que hace a la teoría juez de la intuición— defiende Gauthier (1986: 269) a propósito de su
teoría, que hace de la conducta moral una form a sutil de maximización de la utilidad indivi
dual. En uno y otro caso, nos apartam os, por supuesto, fundam entalm ente —como lo subraya
el mism o Gauthier— de la búsqueda de un «equilibrio reflexivo», en el sentido desarrollado
en el capítulo 1.
40. El argumento desarrollado en este parágrafo y en el precedente introduce una rela
ción estrecha entre el utilitarismo (normativo) y el funcionalismo (explicativo). De las reglas que
el prim ero justifica o crítica con referencia a la maximización del bienestar colectivo, el segundo
explica su estabilidad o inestabilidad con referencia a esa misma maximización. El enfoque «so-
ciobiológico» de los fenómenos morales constituye una versión particular (y particularmente li
m itada) de ese funcionalismo explicativo y m antiene de esta m anera una relación (relativamente
indirecta) con el utilitarismo. Para una clarificación de esas relaciones entre utilitarismo y fun
cionalismo, véase Van Parijs (1981: 217-220).
Desde el punto de vista de la pregunta inicial —¿dadas todas las
críticas que le han sido hechas, el utilitarismo dispone en la actua
lidad de suficientes recursos para servir todavía de base a la welfare
economics?—, el recurso a esta estrategia radical tiene implicacio
nes muy diferentes de las que tendría el recurrir a otras estrategias
mencionadas. Admitamos que las utilidades individuales sean sufi
cientemente mensurables (secciones 2.2 y 2.3) y que ninguna filo
sofía política pueda en la actualidad defender principios que no ha
gan referencia a ellas (sección 2.4). En consecuencia no se escapa
a una forma de «utilitarismo» en un sentido muy amplio.41 Pero
hemos visto en las dos secciones precedentes que esta form a de
«utilitarismo» no se identificaba necesariamente con el utilitaris
mo estricto. Con miras a hacer justicia a nuestras intuiciones igua-
litaristas, podem os unirnos a la estrategia de Sen (y de Rawls)
adoptando una definición «estrictamente cóncava» del bienestar co
lectivo (sección 2.5). Y para hacer justicia a la protección de la
autonom ía de los individuos, también pueden adoptarse las estrate
gias de Dworkin y de Rawls excluyendo las «preferencias externas»
o introduciendo en ellas un principio prioritario de «igual libertad»
(sección 2.6). Según la fuerza relativa de nuestras diferentes intui
ciones, una y otra de esas estrategias nos parecerá si no perfecta
mente satisfactoria, al menos digna de ser discutida, desarrollada,
afinada.
Si, por el contrario, se adopta la estrategia más radical recordada
en la presente sección, no hay ninguna necesidad de introducir esas
complicaciones. La welfare economics puede confortablemente insta
larse en el marco utilitarista estricto que le aporta una filosofía polí
tica concebida como una teoría de la elección colectiva racional.
A ella le corresponde (unido al análisis económico positivo) decir qué
es bueno, o sea colectivamente racional, hacer en materia económica.
Y en esta empresa, nada tiene que temer de las intuiciones recalci
trantes («pero es injusto», «es inadmisible», etc.), que deben some
terse a ella. Sin embargo, ¿una comodidad en esto no alejaría a otra?
Si se acepta ponerse a escuchar esas intuiciones morales espontáneas,
se da a la filosofía política una base modesta pero nítida. Llevamos en
nosotros una tendencia a juzgar situaciones y a realizar actos según
criterios que no se reducen a nuestro interés personal. La tarea de la
filosofía política (y, más en general, moral) es, entonces, simplemente
elucidar, explicitar esta tendencia. Si, por el contrario, se elige inmu
41. Un sentido más amplio, por ejemplo, de lo que Sen (1979 : 468) llam a welfarism,
a saber, una evaluación de las situaciones basada exclusivamente en las utilidades individua
les. Debe señalarse, sin embargo, que la versión extrema («libertariana») de la últim a estra
tegia m encionada en la sección precedente ya no es «utilitarista», aun en ese sentido muy
amplio.
nizar el utilitarismo puro y duro decretando que es el juez de la in
tuición y no a la inversa, el status de la filosofía política pierde de
golpe su limpidez.42
Más que endurecerse e inmunizarse, sin duda es mejor, en conse
cuencia, que el utilitarismo use sus otros recursos para integrar las in
tuiciones recalcitrantes. Salvo que adopte una u otra de las estrategias
profundamente revisionistas mencionadas en las dos secciones prece
dentes. Salvo que llegue a ser —casi— irreconocible.
42. Ignoro aquí una tercera posibilidad, la pretendida demostración del utilitarismo por
Mili (1861: 288-289). Véase especialmente Pettít (1980: 113-116) para una discusión de esta ins
tancia clásica de la «falacia naturalista». La interpretación del status de la teoría utilitarista con
siderada aquí no es, por supuesto, más que un corolario de la concepción general de la ética pre
sentada en el capítulo 1.
C a p ít u l o 3
LA DOBLE ORIGINALIDAD DE RAWLS
10. Para una discusión más profunda de la relación de Rawls con Kant, véase especial
mente Canivet (1984) y Hóffe (1988).
interés en desarrollar y ejercer las dos capacidades morales que son
la capacidad de tener un sentido de lo que está bien y es justo y la
de elegir, de modificar e intentar realizar su propia concepción del
bien, cualquiera que ésta sea.11 Y finalm ente y sobre todo, si el
mismo constructivismo kantiano debe ser concebido como arrai
gado históricam ente, una definición histórica contingente de los
bienes prim arios ¿no constituye la desventaja que constituiría si
pretendiera una universalidad desencarnada?
Si este primer punto concierne a las impurezas que intervienen
en la «construcción» rawlsiana, el segundo concierne al status de su
resultado. Como los otros constructivistas, de Kant a Habermas,
Rawls reivindica para los resultados del desarrollo constructivo un
status de «objetividad» o de «verdad»: no se trata de principios sim
plemente arbitrarios. Pero, para retom ar la distinción de Jean La-
driére (1984), el desarrollo ¿se supone que es «revelador» o «funda
dor»? ¿Pretende revelar principios de justicia preexistentes? o, por el
contrario los principios de justicia ¿no son otra cosa que lo que
emerge de la construcción, cualquiera que sea su contenido? La posi
ción de Rawls, al respecto, no sufre de ninguna ambigüedad. La jus
ticia, para él, es puramente procedimental, es decir:
(...) no existe criterio de justicia independiente; lo justo viene definido
por el resultado del procedimiento mismo (Rawls, 1980: 523; 1971: 85
86).
O, más explícitamente:
El constructivismo kantiano sostiene que la objetividad moral ha de
entenderse en términos de un punto de vista social adecuadamente
construido y que todos puedan aceptar. Fuera del procedimiento de
construcción de los principios de la justicia, no hay hechos morales
(Rawls, 1980: 519).
Esto es precisamente por lo cual, como hemos visto más arriba,
Rawls prefiere no decir que los principios de la justicia a los que su
procedimiento, equitativamente utilizado, conduce, son los principios
verdaderos, sino más bien que son los más razonables para nosotros
(que adoptamos el «punto de vista social» asociado a una concepción
de la persona como persona moral libre e igual).
Para que el recorrido de Rawls tenga un sentido para nosotros, es
necesario, pues, que admitamos que lo justo puede ser determinado,
según la manera constructivista, al término de un procedimiento que
11. Véase sobre todo Rawls ( 1980: 526-527; |TTO:J64-167; 1987^ 'HIT'
permite llegar a un acuerdo razonable entre todas las partes, y no des
cubierto, según la manera platónica (por ejemplo), como entidades
ideales preexistentes. Es necesario además que admitamos que es po
sible im poner suficientemente condiciones razonables al procedi
miento considerado para que éste permita identificar una teoría par
ticular de la justicia considerada la más apropiada —lo que no es el
caso en el constructivismo habermasiano.12 Pero el presupuesto fun
damental —por otra parte inherente a la práctica misma de la filoso
fía moral y política, en cualquier forma que sea— es que puede exis
tir una distancia entre lo que es, aun necesariamente, y lo que debe
ser, como también entre lo que deseamos hacer y lo que debemos ha
cer— y que el segundo término de esas oposiciones no debe relegarse
a lo indecible o la ilusión. Este presupuesto es el único, entre los tres
que se acaban de mencionar, cuya adopción se requiere para que se
pueda sensatamente discutir esta vez no ya el recorrido de Rawls, sino
el contenido de la teoría que él propone. Y hacia un examen del con
tenido de esa teoría —los dos principios enunciados anteriormente—
es hacia donde nos encaminamos ahora.
14. Para una breve discusión de estas dificultades, véase Rawls (1971: 93-94).
15. Esta hipótesis sobre la racionalidad de las partes en la posición original es contro
vertida. Si, como lo hace John Harsanyi (1977), se supone que maximizan su esperanza mate
mática de utilidad, se llega a justificar el utilitarismo (medio). Véase Rawls (1971: secciones 27
28) para una crítica de la posición de Harsanyi, y H. S. Goldman (1980: 371-388) para una
síntesis de la discusión.
16. Por ejemplo, Sen (1970a: sección 9.2).
lidad de mantener la igualdad equitativa de oportunidades y de las li
bertades fundamentales y de suministrar a cada uno una parte equi
tativa de los otros bienes primarios, los ciudadanos y las asociaciones
aceptan la responsabilidad de modificar y de ajustar sus fines en fun
ción de los bienes primarios con los que pueden contar.17 Por ejemplo,
si alguien tiene gustos tan dispendiosos que el solo goce de una ri
queza mucho mayor que la media le permitiría alcanzar un nivel de
bienestar comparable a los otros, no es la sociedad la que debe sumi
nistrarle los bienes primarios requeridos para resaltar su posición de
«menos favorecido» sino que es él quien debe actuar sobre sus prefe
rencias —que no se supone que deben estar dadas del exterior, fuera
de su alcance—, teniendo en cuenta los límites de la parte equitativa
de los bienes primarios que la sociedad le asegura. Según la concep
ción que se expresa en el principio de diferencia, la justicia no es un
asunto de utilidad o de satisfacciones. Esta concepción, que se ins
cribe en la tradición liberal de Locke, Kant y Mili que permite una
pluralidad de concepciones del bien y se niega a evaluarlas desde un
punto de vista superior, se opone a la tradición del bien racional
único, aun en la forma subjetivizada que encuentra en el utilitarismo
clásico (de Bentham, Sidgwick y Edgeworth).18
Aun más nítidamente que en el nivel del principio de diferencia,
Rawls se aleja del utilitarismo por el hecho de que subordina la dis
tribución óptima de la riqueza, del poder, etc., definida por ese prin
cipio al respeto estricto de dos presiones expresadas por el principio
de igual libertad y el principio de igualdad equitativa de las oportuni
dades. No puede comprarse ninguna mejora de la suerte del más des
favorecido al precio de afectar las libertades fundamentales o la igual
dad equitativa de las oportunidades. ¿Cuáles son las libertades
fundamentales y en qué consiste la igualdad equitativa de las oportu
nidades?
Las libertades fundamentales de los ciudadanos son, a grandes rasgos,
la libertad política (el derecho de voto y a ser elegido para desempe
ñar funciones públicas) así como la libertad de expresión y de reu
nión; la libertad de conciencia y la libertad de pensamiento; la liber
17. Esta idea de que cada uno debe procurar su felicidad, pero que le corresponde a la
sociedad distribuir equitativamente los medios, tiene una larga historia dentro del pensamiento
liberal: «Los depositarios de la autoridad (...) os dirán: ¿cuál es en el fondo el fin de vuestros es
fuerzos, el motivo de vuestros trabajos, el objeto de todas vuestras esperanzas? ¿No es la felici
dad? Y bien, esa felicidad, dejad que la hagamos y os la daremos. No, señores, no dejemos ha
cerla: por conmovedor que sea un interés tan tierno, reguemos a la autoridad que permanezca
en sus límites, que se limite a ser justa. Nosotros nos encargaremos de ser felices.» (Constant,
1819: 289).
18. Véase Rawls (1982: 160-161, 168-172). Más recientemente, Rawls (1988: 256), sin em
bargo, ha aceptado que existía una versión del utilitarismo que no podía ser subsumida en esta
interpretación.
tad de la persona así como el derecho a la propiedad (personal); y la
protección contra la detención arbitraria y el embargo tal y como está
definida por el concepto de estado de derecho (Rawls, 1971: 61).
Para que una sociedad sea justa, es necesario que ninguna de las
libertades fundamentales definidas en esta lista esté limitada más que
en lo necesario para que todos puedan gozar por igual de ellas. La
igualdad equitativa de las oportunidades, por su parte, no se reduce a
la posibilidad puramente formal para cualquiera de acceder a cual
quier función en la sociedad. Exige que el origen social no afecte en
nada las posibilidades de acceso a las diferentes funciones y requiere,
pues, la existencia de instituciones que impidan una concentración
excesiva de las riquezas y que, a talentos y capacidades iguales, asegu
ren a los individuos surgidos de todos los grupos sociales las mismas
oportunidades de acceso a los diferentes niveles de educación (Rawls,
1971: 73-74). Para el utilitarista, las libertades fundamentales y la
igualdad equitativa de las oportunidades no revisten, a lo sumo, más
que una importancia derivada. Puede ser que el bienestar total o me
dio sea generalmente maximizado por la protección de las libertades
fundamentales o por la igualación de las oportunidades, en cuyo caso
el utilitarista no podrá más que confirmar los principios agregados
por Rawls, al menos a título aproximativo. Pero es muy probable que
en numerosos casos la maximización del bienestar medio pase por la
violación de una u otra de las libertades fundamentales de una parte
al menos de los miembros de la sociedad. Es probable también, por
ejemplo en razón de la «lógica de la frustración relativa» puesta en
evidencia por autores tan diferentes como Tocqueville, Boudon e
Illich,19 que la igualdad equitativa de las oportunidades no sea en ab
soluto óptima desde el punto de vista de la maximización del nivel
medio de satisfacción. En semejante caso, el utilitarista consecuente
exigirá sin pestañear el sacrificio de los «derechos del hombre» y de
la «equidad» en nombre de ese imperativo moral superior que consti
tuye la maximización de la suma o de la media de las utilidades. Para
Rawls, por el contrario, ninguna mejora de la suerte (global o media)
de los miembros de la sociedad, ni aun de la suerte de los más desfa
vorecidos de ellos, puede justificar que se atente contra las libertades
fundamentales de ninguno de dichos miembros, ni contra el principio
de la igualdad de oportunidades.
En cuanto a su contenido, la teoría de Rawls difiere, pues, del uti
litarismo en cuatro rasgos fundamentales: 1) el principio de diferen
cia se concentra en la suerte de los más desfavorecidos, 2) está formu
lado en términos de bienes primarios, 3) está subordinado al respeto
19. Véase sección 9.4.
de las libertades fundamentales y 4) está subordinado al respeto de la
igualdad equitativa de las oportunidades. El primero y el último de
esos rasgos pueden hacer ver en la teoría de Rawls una forma de igua
litarismo, mientras que los otros dos, ya lo hemos visto, parecen ser
una forma de liberalismo. ¿Qué hay de esto exactamente? ¿Y qué hay
como corolario de la relación entre la teoría de Rawls y los modelos
de sociedad aparentemente asociados con el liberalismo y con el igua
litarismo: el capitalismo y el socialismo?
27. En lo que concierne a las «necesidades objetivas» mayores, por ejemplo en razón de
una disminución y no de «gustos dispendiosos», este último punto es considerado molesto por
Rawls (1982: 168), que remite a Sen (1980) para una tentativa de resolver la dificultad llamando
la atención sobre el reparto de las «capacidades fundamentales», más que sobre la de los bienes
primarios. Esta discusión ha continuado recientemente, sobre todo en Sen (1987: 45-46), Rawls
(1988: 258-260), Sen (1990a) y Rawls (1993: 183-186). La diferencia fundamental entre sus dos
enfoques (y los malentendidos que esta diferencia engendró) cumplen a mi parecer un papel pri
vilegiado que Rawls otorga a esas dos capacidades particulares que son la capacidad de tener un
sentido de lo justo y la de desarrollar una concepción de la vida buena y perseguir su realiza
ción (véase la redefinición de bienes primarios en la sección 3.3).
28. Véase, sin embargo, Reiman (1983), que intenta justificar la fase de transición del ca
pitalismo al comunismo sobre la base del principio de diferencia.
rrollo de las fuerzas productivas necesario para el advenimiento del
estadio último del comunismo. Y «De cada uno según sus capacida
des a cada uno según sus necesidades» sólo es posible donde ya no
reine la «escasez moderada» característica de las «circunstancias de la
justicia».29
Por otra parte, tal vez es más bien en su aspecto «no igualitario»
donde Rawls y Marx están más cerca. En efecto, Marx no adopta úni
camente un punto de vista evaluativo en su crítica de la explotación y
de la alienación inherentes al capitalismo y en el esbozo de la socie
dad futura que constituye Crítica del programa de Gotha. Lo adopta
también, de manera muy diferente, en el juicio sobre el carácter «pro
gresivo» de los diferentes modos de producción que se han sucedido
en la historia.30 Puede interpretarse, en efecto, que el materialismo
histórico, en lo esencial, afirma que en el momento en que un modo
de producción deja de ser «progresivo», es decir, en el momento en
que deja de favorecer el desarrollo de las fuerzas productivas más que
cualquier otro modo de producción posible en ese momento, entonces
su fin está próximo. El problema de la transición, del pasaje de la «no-
progresividad» al reemplazo, es un punto notoriamente oscuro de la
teoría marxista de la historia. Ahora bien, precisamente la teoría de la
justicia de Rawls contiene una sugerencia susceptible de aclararlo.
El principio de diferencia de Rawls, en efecto, tiene en común
con el principio de utilidad que no se interesa sólo en las partes rela
tivas de los diferentes individuos (como la mayoría de los principios
de justicia: «A cada uno lo mismo», «A cada uno según...»), sino en to
tales absolutos: suma o media de lo que hay que distribuir en el caso
del utilitarismo, monto del que disponen los más desfavorecidos en el
caso de Rawls. Planteemos en primer lugar la hipótesis de que esos to
tales absolutos están, por lo menos, aproximativamente asociados al
grado de desarrollo de las fuerzas productivas: cuanto mayor es éste,
más grandes son (al menos a cierto plazo) el bienestar material total
o medio y la dotación en bienes primarios de los más desfavorecidos.
Si esta primera hipótesis es correcta, la evaluación marxiana de los
modos de producción en términos de «progresividad» coincide apro
ximativamente con su evaluación según el principio de utilidad y el
29. Van der Veen (1984) sugiere un modelo que articula dinámicamente los dos princi
pios de la Crítica del programa de Gotha: a medida que la calidad del trabajo mejora (y que por
lo tanto la necesidad de materiales estimulantes disminuye) en una sociedad socialista, la maxi
mización (en cada momento) de la cantidad absoluta de bienes distribuidos según la fórmula
«A cada uno según sus necesidades» hace aum entar gradualmente la parte relativa de los bienes
distribuidos según esta fórmula, a partir de una situación en la que casi todo está distribuido se
gún la fórmula «A cada uno según su trabajo» hasta una situación donde «De cada uno según
sus capacidades a cada uno según sus necesidades» ya no describe más que una utopía. Esta
idea está desarrollada por Van Parijs (1985) y Van der Veen y Van Parijs (1986).
30. Es lo que Haarscher (1984) llama el punto de vista del Weltgericht. Véase tam bién
Haarscher (1982: 73-79).
principio de diferencia. En la medida en que este último aporte por
otra parte una hipótesis plausible sobre el sentimiento de justicia al
que se adhieren los miembros de la sociedad concernida —lo que no
es por cierto el caso del principio de utilidad, demasiado alejado de
cualquier consideración de equidad—, tenemos aquí una respuesta
posible al difícil problema de la transición. Cuando un modo de pro
ducción, el capitalismo, por ejemplo, deja de ser progresivo, sus desi
gualdades intrínsecas, en este caso las que derivan de la explotación
capitalista, dejan de satisfacer el principio de diferencia, al menos si
la primera hipótesis empírica planteada antes es correcta. AI no estar
satisfecho el principio de diferencia, los miembros (dominados y do
minantes) de la sociedad en cuestión muy pronto dejan de percibir
esas desigualdades como legítimas o equitativas, al menos si nuestra
segunda hipótesis empírica también es correcta. La rebelión de los
dominados se ve reforzada, la resistencia de los dominantes debili
tada. La época, entonces, está madura para un cambio del modo de
producción...31
1. Para una presentación sucinta del marxismo analítico (que abarca muchos otros ám
bitos además de la teoría de la justicia), véase por ejemplo Carling (1986), Lebowitz (1988) y
W right (1990).
2. Por oposición a lo que podría llam arse el colectivismo que, al contrario del capita
lismo y del socialismo, hace de la fuerza de trabajo una propiedad colectiva.
Varios rasgos del capitalismo merecen, sin duda, que se los ponga
a prueba con este triple filtro, por ejemplo, la ineficiencia o la irra
cionalidad, la dominación o la alienación. Pero hay uno que parece
más prometedor que los otros.(La explotación, fcn efecto, no sólo apa
rece con más insistencia en las condenas éticas del capitalismo. Ade
más se la define con toda la precisión deseable y, al parecer, de una
manera que la hace claramente
i) intrínseca al capitalismo,
ii) éticamente inaceptable,
iii’) necesariamente ausente del socialismo (ideal),
y por lo tanto a fortiori
iii) no necesariamente presente en todas las sociedades conce
bibles.
En consecuencia, en las páginas que siguen, me concentraré en la
explotación.
La estrategia que me propongo adoptar comprende dos etapas.
Definiré en principio, con referencia a una situación simple, lo que
llamaré la explotación paradigmática. Ésta corresponde, aproxima
damente, en la situación considerada, a lo que se llam a general
mente «explotación» en la tradición marxista, y satisface innegable
mente los criterios i) y iii’). Luego me preguntaré en qué es injusta
esa explotación, con el fin de identificar otro rasgo que sería simul
táneamente
i’) intrínseco a la explotación paradigmática, y
ii) éticamente inaceptable.
Si se puede descubrir tal rasgo se habrá demostrado el carácter
intrínsecamente injusto del capitalismo —porque todo rasgo que sa
tisface i’) satisface igualmente i)— pero no constituiría, de m anera
necesaria y concluyente, una crítica del capitalismo: aun si la ex
plotación está necesariamente ausente del socialismo, el rasgo que
le es intrínseco y da cuenta de su carácter injusto puede estar pre
sente, y aun necesariamente presente, en el socialismo y en cual
quier otra alternativa al capitalismo. Por otra parte, si resulta im
posible descubrir tal rasgo, entonces la explotación como tal no
tiene nada de injusto, y lo que parecía el camino más prometedor
en nuestra investigación, una condena ética del capitalismo, habrá
fracasado.
4.1. La explotación paradigmática
Por una preocupación de simplicidad, limitemos nuestra atención
a una sociedad ficticia en la que existen dos categorías disjuntas de in
dividuos, los trabajadores y los no trabajadores. Los primeros produ
cen todos los bienes disponibles en esta sociedad. Una parte de esos
bienes sirve únicamente para reemplazar los medios de producción
utilizados en la producción. El saldo se llamará producto neto. En ese
contexto muy simple ¿qué significa decir que la clase trabajadora es
explotada por la clase no trabajadora? Y en otros términos ¿podemos
enunciar un conjunto de condiciones necesarias y suficientes que cap
taría adecuadam ente la noción intuitiva usual de explotación, tal
como se aplica a esta situación de referencia muy simple?
Propongo la definición siguiente: los trabajadores son explotados
en el sentido paradigmático si y sólo si los no trabajadores se apropian
de una parte del producto neto. Llamemos plusproducto a esta parte
del producto neto y plustrabajo a la parte del trabajo que produce el
plusproducto. Mi proposición puede, sólo entonces, ser reformulada
de manera más compacta: la explotación paradigmática consiste en la
extracción del plustrabajo. Pero ¿qué significa exactamente la «apro
piación» del plusproducto o la «extracción» del plustrabajo por los no
trabajadores? Esta «apropiación», esta «extracción» ¿exigen en parti
cular que los no trabajadores consuman los bienes correspondientes?
En absoluto.
Tal como se la concibe aquí, la apropiación de una parte del pro
ducto no implica el consumo al igual que el consumo no implica su
apropiación. Los no trabajadores pueden, en efecto, apropiarse de una
parte del producto neto sin consumirlo, por ejemplo, si lo dedican a
la inversión neta, destinada a incrementar la producción futura. Y los
no trabajadores pueden consumir una parte del producto neto sin
apropiárselo en el sentido requerido, por ejemplo, si se trata de invá
lidos, niños, monjes del budismo theravada o miembros de una fami
lia real venerada. Si los trabajadores deciden, unánime y libremente,
destinar una parte del producto neto a esos no trabajadores sin espe
rar nada a cambio, habrá por cierto consumo por parte de los no tra
bajadores, pero no apropiación o extracción en el sentido requerido
para caracterizar la explotación paradigmática. En la vida real, puede
existir una incertidumbre considerable en cuanto a saber si la elees-
ción es verdaderamente libre (¿los soberanos no instigan sutilmente la
veneración de la que son objeto?) y verdaderamente altruista (¿el
monje que recibe mi limosna no va a rezar para que mi vida futura?,
sea mejor que ésta?). Pero la distinción no queda invalidada. *
La explotación paradigmática, así definida, ¿satisface los tres crijj
terios introducidos en la sección precedente? Satisface claramente m
criterio i): todo capitalista que obtiene un beneficio se apropia nece
sariamente de una parte del producto neto. Aunque acumule todo su
beneficio, explota a los trabajadores en el sentido paradigmático, por
que no hemos estipulado que, (para explotar, debía consumir el plus^)
'producto, sino sólo apropiárselo.) Y, si no fuerzan a los trabajadores a
trabajar para ellos (a diferencia de los dueños de esclavos o de los se
ñores feudales), los capitalistas no extraen su plustrabajo, no se apro
pian de su plusproducto. Porque los trabajadores no estarían deseosos
de abandonar a los capitalistas una parte de lo que producen si no
fuera a cambio del acceso a los medios de producción que detentan,
por definición, esos mismos capitalistas. La explotación paradigmá
tica es, pues, inherente al capitalismo. No se puede concebir éste sin
aquélla.
En la sociedad socialista (ideal), por el contrario, los medios de
producción son detentados colectivamente por los trabajadores, que
deciden qué parte del producto social se dedica a la acumulación y la
manera en que el saldo será distribuido entre los ciudadanos.3 Por su
puesto, algunos no trabajadores pueden recibir una parte del pro
ducto —los jóvenes, los viejos, los enfermos, aun las amas de casa y
(si queda algo) los mendigos—, pero únicamente en virtud de la be
nevolencia de los trabajadores y no porque tengan algo que ofrecer a
cambio. Pueden, pues, consumir una parte del producto, pero no
apropiársela. Así, la explotación paradigmática está ausente de la so
ciedad socialista (ideal); y el criterio iii) resulta satisfecho.
El verdadero problema concierne a la satisfacción del criterio ii).
¿Qué es lo que hace a la explotación paradigmática éticamente ina
ceptable? ¿Cuál es el principio éticamente defendible que viola de ma
nera inevitable? Se han propuesto varias respuestas diferentes.
4.2. La expropiación
La respuesta más evidente recurre al derecho del creador a su
creación. Los trabajadores producen la totalidad del producto y por lo
3. Si una elite burocrática tomaba todas esas decisiones, y no el conjunto de los traba
jadores (o sus representantes democráticamente elegidos), la explotación paradigmática eviden
temente podría estar presente. Supongamos, sin embargo, que las decisiones sean tomadas por
los trabajadores, pero que una minoría de éstos estén en desacuerdo, por ejemplo, con la deci
sión de dar una parte del producto neto a ciertas categorías de no trabajadores. ¿Los trabajado
res de la mayoría explotan a los de la minoría, sabiendo que éstos tampoco estaban de acuerdo
con la decisión constitucional que instauraba el procedimiento a seguir para tom ar semejantes
decisiones? (Este caso es parcialmente análogo al de un capitalista que almacena beneficios que
no consume y no acumula sino que se los da a su anciana madre, tam bién ella muy rica. ¿Quién
explota a los trabajadores? ¿La anciana madre o el hijo? El hijo presumo. Pero si éste es el caso
¿no estamos obligados a reconocer que, en nuestra democracia de trabajadores, la mayoría ex
plota a la minoría?)
tanto son sus legítimos propietarios. Tienen derecho, en los términos
del programa de Gotha (criticado por Marx), al producto integral de
su trabajo. Si ese principio es válido, la explotación paradigmática es
manifiestamente ilegítima, ya que la apropiación del plusproducto por
los no trabajadores viola necesariamente el derecho de los trabajado
res a la totalidad del producto. Esta posición «socialista-ricardiana»4
puede ser cuestionada de dos maneras. En prim er lugar puede po
nerse en duda la verdad de la premisa
a) los trabajadores son los únicos creadores del producto.
También se puede admitir a) pero cuestionar la premisa
b) quien sea el creador de una cosa tiene derecho a la totalidad
de ésta.
Dicho de otra manera, se puede poner en duda el principio ético
b) o su pertinencia para el caso presente a),
A la tesis según la cual los trabajadores, y sólo ellos, crean el
producto se puede objetar que los capitalistas contribuyen igual
mente a su producción.5 La producción corriente no sería posible
sin el stock corriente de capital, es decir, sin que, por definición, los
capitalistas provean. Se puede señalar que el capital no es más que
trabajo pasado, trabajo congelado, y por lo tanto que los trabajado
res, considerados como un conjunto intergeneracional, producen el
conjunto del producto y por eso mismo tienen derecho a ese con
junto.6 Pero esta estrategia está condenada al fracaso. Porque la di
ferencia entre el trabajo vivo y el capital es que este último presu
pone la «espera», la «abstinencia», el «ahorro» y, eventualmente, el
«riesgo». En esto, precisamente, consiste la contribución específica
de los capitalistas.
Una segunda estrategia consiste en introducir una distinción en
tre «contribuir a la creación de una cosa» y «participar en su crea-
cipn», o, en términos de Cohén, entre un «acto productivo» y un «acto
4. Véase, por ejemplo, cómo discute Reeve (1987) las concepciones de Hodgskin y Bray.
5. El mismo Marx (1880: 359) parece com partir ese punto de vista: «Presento al capita
lista como un funcionario necesario de la producción capitalista, y muestro que no se contenta
con “deducir” o “robar" la plusvalía, sino que fuerza a producirla y ayuda así a crear lo que debe
ser deducido.» Una versión particular de esta objeción está asociada a la tesis según la cual la
contribución de los capitalistas al producto social está exactamente medida por el nivel de equi
librio de los beneficios competitivos, y la distribución de la renta por el equilibrio competitivo
es una concreción perfecta del principio que atribuye al creador el derecho de conservar lo que
ha creado. En ese estadio, sin embargo, debo considerar la objeción en su forma más general,
haciendo abstracción de la m anera en que se debería, según los que formulan esta objeción, me*'
dir la contribución de los capitalistas.
6. Esta argum entación la sugiere Elster (1978: 10-11).
de producción».7 Si bien los capitalistas contribuyen a la producción
no participan en ella. Si bien el capital es productivo, sólo los traba
jadores producen. El papel causal que representan en la creación del
producto puede ser el mismo. Lo que importa es la forma que toma
ese papel: sólo el trabajo provoca una participación activa, en un sen
tido que implica, por lo menos, presencia física y gasto de energía.
Supongamos que esta distinción sea útil,8 y en consecuencia que
la premisa a), cuidadosamente formulada, sea correcta. Ya que hay
explotación paradigmática, es entonces verdad que individuos que no
participan en la creación del producto se apropian de una parte de
éste. Esto sólo implica la condena de la explotación paradigmática si
los que participan activamente en la creación del producto tienen de
recho a conservar su totalidad, es decir, si el principio b) es defendi
ble. Pero ¿lo es? Imaginemos dos sociedades autárquicas plenamente
controladas por sus trabajadores. Para una misma cantidad de trabajo
efectuado, una goza de un nivel de vida mucho más elevado que la
otra, por el acceso más fácil a la energía (el suelo rebosa petróleo).
¿Es tan evidente que sus trabajadores tengan derecho a la totalidad
del producto del que son los únicos creadores? El hecho de que la pro-
7. Véase Cohén (1979: 151-152; 1983: 314), que presenta la premisa a) como un ingre
diente necesario, pero no suficiente, de la dem ostración según la cual la apropiación de una
parte del producto social por los capitalistas es injusta. Se le debe añadir (según Cohén, 1983:
316-317, que se aparta explícitamente sobre este punto de Cohén, 1979: 140-154) un argumento
según el cual la propiedad privada de los medios de producción es ilegítima. Sin embargo, Co
hén sugiere a veces tam bién (aunque afirma lo contrario en otra parte) que, después de todo, se
puede prescindir de a). (Véase especialmente Cohén, 1983: 316: «Cuando los apologistas del ca
pitalismo niegan que los capitalistas sean explotadores con el pretexto de que contribuyen a la
creación del producto aportando los medios de producción, la respuesta marxista apropiada es
[...] que la “contribución” en cuestión no establece la ausencia de explotación, ya que la propie
dad capitalista de los medios de producción constituye un robo, y que el capitalista, en conse
cuencia, “aporta” sólo lo que, moralmente, no tendría que estar en su poder aportar.» Y Cohén,
1983: 329: «Puede considerarse a los capitalistas productivos en ciertas relaciones, pero [...] ex
plotan, sin embargo, salvo si detentar el capital es moralmente defendible.») En otros términos
¿por qué im porta negar que los capitalistas contribuyen a crear el producto, ya que, aunque
fuera el caso, la apropiación por parte de ellos de una parte de éste seguiría siendo ilegítima? El
prim er disparo no m ata si no está seguido del segundo (es la no-suficiencia reconocida por Co
hén). Pero el segundo m ata, haya sido disparado o no el prim ero (es esto lo que implican las dos
citas de Cohén anteriores). ¿Por qué desperdiciar un disparo?
8. Puede ser que esto baste para distinguir a los rentistas de los trabajadores (incluidos
los administradores). Pero ¿cuál es la función puram ente empresarial a la Kirzner (1973)? Por
cierto el acceso a esta función tiende a ser reservado a aquellos que detentan el capital. Pero por
su «vigilancia», por su percepción de oportunidades aprovechables ¿no participan personal
m ente en la creación del producto, más que contentándose con contribuir a él? Si tal es el caso,
como lo pienso, se puede intentar hacer de ellos trabajadores, extraños trabajadores, porque la
percepción de oportunidades es diferente del trabajo administrativo u organizacional. Pero se
realice o no semejante asimilación, no se puede evitar la conclusión embarazosa de que los be
neficios puram ente empresariales nada tienen de ilegítimo, ya que recompensan a los partici
pantes en el proceso de producción, al contrario de los intereses que corresponden a los aho-
rristas (que contribuyen sin participar). Precisamente, invocando el principio ético del derecho
a lo que uno ha creado, Kirzner (1978: 394-400) intenta justificar los beneficios de los empresa
rios (véase sección 6.5).
ductividad esté fuertemente influenciada por condiciones naturales
¿no arroja una duda fatal sobre la plausibilidad ética de tal principio?
Yo lo creo así. Y con seguridad sucede lo mismo con el hecho de que
la productividad del trabajo esté influenciada por el nivel de acumu
lación del capital o por la herencia tecnológica.
M ostrar que los explotadores («paradigmáticos») tom an una
parte del producto social a sus únicos creadores no basta para mos
trar que cometen una injusticia, porque el principio del derecho del
creador a su creación es inaceptable. Y si no es necesariamente in
justo privar a los productores de una parte de su producto, la primera
respuesta que se propone-no nos ha permitido descubrir lo que bus
camos, a saber, un rasgo cuya presencia haga intrínsecamente injus
tos tanto la explotación paradigmática como el capitalismo.
12. También en este caso el problema no puede plantearse para el conjunto de los tra
bajadores (en una economía cerrada). Su tiempo de trabajo total es, en efecto, necesariamente
igual a la cantidad de trabajo socialmente necesario efectuada (si se entiende por trabajo so
cialmente necesario el trabajo requerido como media), y la tesis (adelantada más arriba) según
la cual la explotación paradigm ática im plica el intercam bio desigual de valor-trabajo sigue
siendo válida.
13. Por razones análogas, es éticamente indefendible medir las contribuciones de la ma
nera en que he tratado de mostrar, en el parágrafo precedente, que se deben medir las ventajas.
«¿Qué valen los diferentes bienes y servicios?» y «¿Qué merece el que los ha producido?» son
dos preguntas completamente diferentes. Sólo si ellas recibieran la misma respuesta nos vería
mos llevados a un principio de intercambio igual, expresado esta vez como precios de equilibrio
competitivo. Si tal principio (que coincide con una versión particular del principio del derecho
del creador a conservar lo que ha creado, discutido en la sección precedente) es defendible, po-
J - ------ *■
—— lo i«ic+ifií'^r'ión Af> Ioq Ìtì'tiL‘íiT¡íis canitalistas. nero no a su con-*
Pero este fracaso no es un callejón sin salida. Porque de la discusión
precedente se desprende una sugerencia. Por una parte, en efecto, el
trabajo efectivo apareció como más apropiado que el trabajo social
mente necesario para justificar el derecho a una parte del producto
social. Y, por otra parte, los precios de equilibrio aparecen más apro
piados que el trabajo socialmente necesario para estimar el valor de
una parte del producto social. En consecuencia ¿por qué no reempla
zar el principio según el cual cada uno debe recibir tanto trabajo so
cialmente necesario como el que aporta por el siguiente: cada uno
debe recibir una parte del producto social (evaluada en precios com
petitivos) proporcional al trabajo efectivamente aportado? Dicho de
otra manera ¿por qué no adoptar, en lugar de la noción de intercam
bio igual, un principio de proporcionalidad entre la renta y la contri
bución en trabajo, siguiendo en esto al mismo Marx que, en Crítica al
programa de Ghota, propone precisamente una fórmula análoga para
caracterizar el primer estadio del comunismo? La explotación para
digmática no implica tanto necesariamente una desproporcionalidad
en ese sentido como un intercambio desigual; y el criterio i) queda có
modamente satisfecho.
En lo que concierne al criterio ii), resulta claro que la exigencia
de proporcionalidad entre renta y trabajo es más satisfactoria que la
de intercambio igual. Pero no es plenamente satisfactoria. Nos basta
con imaginar una situación en la que existen tipos muy diferentes de
trabajo: algunos son agradables, interesantes y seguros, m ientras
otros son fastidiosos, peligrosos, desagradables. ¿No sería profunda
mente inicuo recompensar a los dos tipos con la misma tasa? Si la
fórmula «A cada uno según su trabajo» es defendible en tanto que
principio ético, hay que concretar una ponderación de los diferentes
tipos de trabajo. ¿Y qué criterio de ponderación podemos encontrar
que no sea el reflejo de la desutilidad asociada con los diferentes tipos
de trabajo? El principio buscado recomendaría entonces una distri
bución del producto según el mérito, estando éste determinado por la
desutilidad sufrida por cada trabajador en la realización de su contri
bución.
Podríamos creer que estamos por fin en el buen camino si, al tra
tar de satisfacer mejor el criterio ii), no hemos trasgredido el criterio
i’). En efecto, si la desutilidad es el patrón utilizado para evaluar lo
que merecen diferentes contribuciones en trabajo, sería difícil com
prender por qué las contribuciones que no toman la forma de trabajo
o, al menos, entre ellas las que provocan una desutilidad, no serían
tratadas de la misma manera.
El ahorro, la «abstinencia», la asunción de riesgos implican, sin
duda, una desutilidad mucho más débil que la mayoría de los tipos de
' 1 'l r - 1 1-----------’— + / - .r 1 r \ e T v iie> rl< = > n aViorrflr — OOTTIO DOr O tra
parte el hecho de que no todos pueden efectuar algunos tipos de tra
bajo— significa a menudo que los que tienen esta posibilidad llegan a
percibir rentas que exceden ampliamente la desutilidad en que caen.
Sin embargo, es también concebible que no trabajadores reciban una
renta estricta positiva, sin recibir, no obstante, más de lo que se me
recen según el principio considerado. En semejante caso, habría allí
una explotación paradigmática sin que existiera nada injusto según
este principio. Si se adopta el mismo, la explotación paradigmática no
sería, pues, intrínsecamente injusta. Que todas esas instancias obser
vables sean injustas nada cambiaría a ese hecho y no suprimiría su
importancia para nuestro propósito.
18. Ackerman (1980: 241-245) propone efectivamente una versión de esta última defi
nición.
C a p ít u l o 5
LA AMBIVALENCIA DEL LIBERTARIANISMO
5.1. Un anarco-capitalismo
Pero ¿qué es el libertarianismo para que atraiga semejante inver
sión con la esperanza de reforzar sus fundamentos filosóficos? Como
el mismo término lo indica bastante, el libertarianismo es una doc
trina que pretende colocar en su centro la libertad. El término «libe
ralismo» en principio hubiera podido cumplir la misma función. Pero
como está desgastado por un siglo de uso, y en Estados Unidos sirve
también para designar a la izquierda moderada o socialdemócrata, los
libertarianos han preferido una etiqueta que dejara menos espacio a
la ambigüedad. Además, en su compromiso al servicio de la libertad,
los libertarianos se consideran más radicales que los liberales y aun
más coherentes. Y esto los lleva a adoptar posiciones habitualmente
asociadas a zonas muy diferentes del espectro de las actitudes políti
cas. Por una parte, en efecto, los libertarianos se oponen duramente a
cualquier intromisión del Estado en el funcionamiento del mercado,
que a sus ojos no es más que la interacción compleja de transacciones
voluntarias entre individuos libres. El impuesto, para ellos, es un robo
puro y simple, y el hecho de ser perpetrado por el Estado, lejos de le
gitimarlo, incrementa aún más su carácter criminal. Por otra parte,
sin embargo, los libertarianos figuran también entre los más vehe
mentes defensores de la libertad de palabra, de la libertad de reunión,
de la libertad de prensa. Se oponen radicalmente al servicio militar (o
civil) obligatorio, en lo que sólo ven esclavitud institucionalizada. Fi
guraron entre los adversarios más incondicionales de la guerra de
Vietnam porque para ellos no existe servicio más vil de la violencia es
tatal que una guerra imperialista que lleva al exterminio de millares
de inocentes.
Con el fin de aclarar esta ambivalencia del libertarianismo según
las categorías políticas tradicionales, es útil escrutar un poco la rela
ción que mantiene con un componente importante de la tradición in
telectual de izquierda, el anarquismo. ¡Nw.er'pTír’azarr'Por-eTempfev’-si
existen organizaciones que se relacionan con la tradición anarquista
europea (como la «Alliance libertaire» en Bélgica) que han elegido
exactamente el mismo nombre de la organización que, en Gran Bre
taña, sirvió de trasmisión del libertarianismo estadounidense (la «Li
bertarían Alliance»). Como es sabido, la teoría anarquista, desde sus
orígenes ha sido objeto de muy numerosas críticas, en particular en
cuanto a su aplicación a sociedades vastas y complejas. Los marxistas,
en especial, se dedicaron a denunciar la ilusión consistente en creer
que sería posible coordinar actividades económicas en gran escala,
impedir el desarrollo de desigualdades considerables, yugular la vio
lencia particular, sin instituir una autoridad pública dotada de medios
de intervención en esos diferentes niveles.
Frente a estas críticas, los libertarianos responden simplemente
que el único anarquismo coherente es un anarco-capitalismo. El gran
error de la tradición anarquista europea, según ellos, es su hostilidad
más o menos pública al libre juego del mercado, a la mercantilización
de las relaciones humanas, a la acumulación privada de capital. La
coordinación económica de una sociedad compleja —se trate del
ajuste del contenido de la producción a las necesidades de la pobla
ción o del ajuste de las técnicas de producción a la escasez relativa de
diferentes factores— puede, en efecto, estar asegurada por el mercado
de una manera que no es perfecta pero que, al no violar la libertad de
los individuos, al menos es tan eficaz como la coordinación estatal.
Por cierto, la regulación del mercado conduce inevitablemente a dis
paridades considerables de las rentas. Pero los libertarianos no se im
presionan por esto. Lo que para ellos determina la justicia o la injus
ticia de una distribución particular de las rentas nada tiene que ver
con su proximidad respecto de tal o cual estructura ideal preestable
cida —por ejemplo, igualitaria. Lo único que cuenta es si la distribu
ción observada es el producto de transacciones voluntarias, sin pre
siones, entre individuos que tienen cada uno un derecho igual a
disponer libremente de su propio cuerpo y de su propiedad legítima
mente adquirida.'
Aceptémoslo. Pero si el mercado puede tomar a su cargo la coor
dinación económica, mientras que las desigualdades que engendra no
constituyen un problema verdadero a los ojos de los libertarianos, po
demos, sin embargo, volver a preguntar cómo el mercado puede de
sentenderse de la tarea de asegurar la protección interna y externa de
1. Véase la sección 6.* para una formulación más sistemática de la concepción liberta
nana de la justicia y las secciones 10.3 y 10.5 para una localización de las teorías libertarianas
en el conjunto de las teorías propictaristas de la justicia, Para una pfesentación y/o discusión
más completa de las posiciones libertarianas en francés, véase sobre todo Arvon (1983), Lemieux
(1983, 1988) y Dupuy (1988).
los derechos de los individuos. En otros términos ¿cuál es la solución
anarco-capitalista al problema de la ejecución de los contratos y de la
protección de los derechos de propiedad que éstos confieren o al pro
blema de la defensa nacional? ¿Estas funciones pueden estar asegura
das en ausencia de un Estado que mediante el impuesto financia la
actividad de la magistratura, de la policía y del ejército? Sobre este
punto los libertarianos están divididos. Algunos piensan que en
este caso hay lugar para un Estado mínimo cuya acción, debidamente
restringida, sería legítima. Así, Nozick consagra una buena parte de su
libro Anarchy, State and Utopia a argumentar, contra los anarco-capi-
talistas incondicionales, que un Estado mínimo puede emerger, sin
violación (no compensada) de los derechos individuales, a partir de
«agencias protectoras» privadas. La ortodoxia libertariana, sin em
bargo, se aferra a un anarco-capitalismo estricto y se esfuerza por
im aginar fórm ulas institucionales más o menos ingeniosas que,
siendo a la vez compatibles con una economía de mercado puro, per
mitan financiar en un nivel suficiente esos «bienes públicos» (es decir,
beneficiando inevitablemente a aquellos que no han pagado) que son,
por ejemplo, la seguridad urbana y la defensa antiaérea.2
Así explicitado y distinguido del anarquism o tradicional, el
anarco-capitalismo es, según sus defensores, la única doctrina cohe
rente que toma en serio la causa de la libertad. Vista su afinidad, se
ñalada más arriba, con temas habitualmente asociados a la izquierda
—liberación sexual, desobediencia civil, supresión de cualquier obs
táculo a la emigración e inmigración, desarme unilateral, etc.— y a la
derecha —alivio de la carga fiscal, desregularización, derecho a la he
rencia, antiigualitarismo, etc.— no es asombroso que el movimiento
libertariano estadounidense, que se ha hecho abogado de este anarco-
capitalismo, haya reclutado en medios tan diferentes como el de los
hombres de negocios (a veces extremadamente ricos, como Goodrich,
cuya fortuna alimenta la Liberty Fund, o Koch que financia el Cato
Institute) y el de estudiantes radicales en el límite de la marginalidad.
Tampoco es asombroso que suscite la irritación tanto de la derecha
conservadora como de la izquierda socialdemócrata. Seduzca o irrite,
el libertarianismo plantea un desafío que es difícil, en cualquier orilla
que uno esté, apartar de un manotazo. Porque no son los «liberales»
los que otorgan a la libertad un lugar primordial. El advenimiento de
la sociedad comunista soñada por Marx, por ejemplo, ¿no consiste en
el reemplazo del «reino de la necesidad» por el «reino de la libertad?3
2. Véanse por ejemplo los libros de David Friedman (1973) y de Murrav Rothbard (1973)
o la recopilación de Tibor M achan (1982) para una elaboración de esos diferentes puntos.
3. Los Ires capítulos siguientes se esfuerzan por examinar cómo es posible, a partir de
las tradiciones presentadas en los tres capítulos precedentes, responder a este desafío.
Pero que el desafío no pueda ser ignorado no por eso significa que
haya que capitular a la prim era salva. Como la reunión mencionada
anteriorm ente lo probó en todo m om ento, los fundam entos del
libertarianism o están lejos de estar tan sólidam ente asegurados
como sus propagandistas más ruidosos podrían (y querrían) ha
cerlo suponer.
3. De m anera en cierto sentido más radical aún, Roemer (1982: capítulo 5) demuestra
que si nos imponemos definir ei valor-trabajo de tal manera que la noción de explotación co
rrespondiente preserve una correspondencia estricta entre los status de explotador/explotado y
los de capitalistaArabajador (en equilibrio), el valor-trabajo depende de la demanda aun en la hi
pótesis de rendimientos de escala constantes.
4. Definir el trabajo socialmente necesario en el caso de la producción conjunta consti
tuye a mi parecer un problem a conceptual más serio que las diferentes dificultades menciona-
das-por Noíick (véase Van Parijs„-J^82Í!: secciones 5-6),
El encanto y la simplicidad de la definición de la explotación en el
marco de (la teoría del valor-trabajo) se desvanecen cuando nos da
mos cuenta de que la explotación, tal como está definida, existirá en
toda sociedad donde se invierte con el fin de incrementar la produc
ción futura (tal vez por el hecho del crecimiento demográfico), y en
toda sociedad en la que los que son incapaces de trabajar, o de traba
jar de manera productiva, están subvencionados por el trabajo de los
otros (Nozick, 1974: 253; la cursiva es del autor).
Nozick tiene razón no sólo cuando afirma que la definición para
digmática más simple de la explotación (la existencia de una diferen
cia positiva entre el valor de la producción de los trabajadores y el va
lor de su consumo) tendría esta consecuencia, sino también cuando
supone que esa consecuencia sería indeseable. Pero ¿«el encanto y la
simplicidad« de la definición se verían grandemente reducidos si se
requiriera además que los capitalistas se apropiaran (al menos de una
parte) de esa diferencia? No habría por lo tanto ninguna necesidad de
hablar de explotación cuando la totalidad de la diferencia es absor
bida por un sistema de seguros que financia las jubilaciones, los se
guros de paro, las asignaciones a los enfermos y a los inválidos, ni
cuando la totalidad de la diferencia constituye una inversión neta des
tinada a mantener (con una población creciente) o incrementar (con
una población constante) el nivel de vida de los trabajadores, al me
nos si tales inversiones son controladas por los trabajadores. Es sufi
ciente pues con realizar un esfuerzo muy ligero para desprenderse de
las implicaciones embarazosas subrayadas por Nozick.
5. Debe ser reconstruido, porque a través del hilo de su argumentación, Nozick (1974:
254-2S5) desliza el problema de saber si es apropiado definir la explotación por la ausencia de
otra opción que no sea el empleo con un capitalista. Pero ¿quién sostuvo alguna vez que la co
nexión entre la explotación (no la clase) y el monopolio de los medios de producción era de tipo
defínicional? .
dios de producción) y un sector privado rentable. Los trabajadores al
elegir trabajar en éste, por ejemplo, en razón de los salarios más altos,
se consideran explotados, aunque, por hipótesis, sus empleadores ca
pitalistas no tengan el monopolio de los medios de producción. Por
otra parte actualmente los trabajadores disponen de un capital consi
derable —como propiedad personal o, en algunos países, en forma de
fondos de pensión gestionados por los sindicatos— que podrían có
modamente utilizar para quebrar este monopolio (Nozick, 1974: 253
255). Se puede probar de manera aun más cómoda lo que establece
este argumento observando simplemente que la explotación en el sen
tido marxista puede coexistir y coexiste de hecho con el trabajo inde
pendiente: el hecho es que algunos, sin ser capitalistas (según cual
quier definición razonable) utilicen sus propios medios de producción
no implica que otros no puedan ser explotados. En efecto, aunque to
dos los trabajadores tengan la posibilidad de trabajar por su cuenta
(sin morirse de hambre), la mayoría podrían elegir seguir siendo asa
lariados explotados (pagados mejor o con más seguridad). En conse
cuencia, cuando algunos marxistas afirman que el monopolio de los
capitalistas sobre los medios de producción constituye la fuente de la
explotación, esto a lo sumo puede entenderse en el sentido del enun
ciado de una condición suficiente, no de una condición necesaria.
Pero ¿alguna vez pretendieron lo contrario? Nozick no aporta nin
guna referencia textual que permitiría afirmarlo.
A propósito de la segunda proposición sustancial, Nozick se con
tenta prácticamente con un consejo un poco condescendiente:
Visto las dificultades con las que choca la teoría económica marxista,
sería de esperar que los marxistas estudiasen cuidadosamente las teo
rías rivales sobre la existencia del beneficio, incluidas las que han sido
formuladas por los economistas «burgueses» (Nozick, 1974: 262).
Por útiles que puedan ser tales teorías (que se remiten al riesgo,
la innovación y la vigilancia, por ejemplo) para explicar tanto la exis
tencia de la explotación como el reparto de los beneficios entre los ca
pitalistas, observemos, sin embargo, que la existencia de la explota
ción (en el sentido marxista) explica la existencia de los beneficios en
el sentido (débil) en que la primera constituye una condición necesa
ria de la segunda: si el valor de consumo de los trabajadores no fuera
inferior al valor del producto —es decir, si se requiriera tanto trabajo
para la reproducción de la fuerza de trabajo como para la confección
del producto—, los capitalistas no podrían apropiarse de nada en
forma de beneficios.
La honestidad exige, sin embargo, que se acepte que el término
«explicar» (o «fuente») es utilizado aquí en un sentido extremada
mente débil, ya que muchas otras proposiciones podrían explicar en
ese mismo sentido la existencia de los beneficios. Definamos, por
ejemplo, el valor-petróleo de un bien como la cantidad de petróleo
socialmente necesaria (directa o indirectamente, incluida por repro
ducción de la fuerza de trabajo) para su producción. Definamos la
explotación-petróleo como sigue: un trabajador es petróleo-explotado
si el valor-petróleo de su producción excede el valor-petróleo de su
consumo. La explotación-petróleo de los trabajadores es, con el
mismo título que su explotación(-trabajo) ortodoxa, una condición
necesaria para la existencia de beneficios. Y se puede llegar más le
jos. Consideremos el petróleo (en bruto) como un bien no producido
y califiquemos de petróleo-explotado a cualquiera que aporte más
petróleo que el valor-petróleo (tal como lo hemos definido con ante
rioridad) al que accede mediante sus ingresos. La explotación-petró
leo de los propietarios de petróleo es, al igual que la explotación
(-trabajo) ortodoxa de los detentadores de la fuerza de trabajo, una
condición necesaria para la existencia de los beneficios. Y sobre
todo consideremos, por el contrario, el petróleo como un bien pro
ducido (gracias a la construcción y el mantenimiento de las plata
formas de extracción, etc.). Cierta cantidad de petróleo es indirecta
mente necesaria para esta producción. Una condición necesaria para
la existencia de beneficios positivos en la economía es que la canti
dad de petróleo afectada a la producción de un barril de petróleo no
exceda un barril, y que por lo tanto el petróleo sea explotado en ese
sentido (al igual que la fuerza de trabajo es explotada desde el mo
mento o no en que una hora de trabajo está afectada, a través de la
cesta de consumo de los trabajadores, a la producción de una hora
de trabajo).6 Tales «explicaciones» rivales de la existencia de benefi
cios subrayan la debilidad de la afirmación frecuente según la cual
la teoría marxista de la explotación ha descubierto la fuente (sin ella
misteriosa) de los beneficios capitalistas.7 Si esta teoría no tuviera
otra utilidad casi no valdría la pena detenerse en ella. Pero no es ése
el caso. Su objetivo fundamental es permitir la formulación del as
pecto central de aquello que a los ojos de los marxistas tiene de in
justo el capitalismo. Pero es precisamente contra esta pretensión
que Nozick reacciona con más fuerza. Según él nada hay de injusto
en la explotación capitalista. La argum entación sobre la que se
apoya esta aseveración constituye —y de lejos— el componente más
6. Véase, para un análisis más desarrollado, Roemer (1982a: 283-288) y Elster (1985: ca
pítulo 3).
7. Véase, por ejemplo, la tesis central de Gouvemeur (19S3: 14): «La totalidad del bene
ficio que recae en los capitalistas está basada en la explotación de los asalariados: una parte del
tiempo de trabajo de los asalariados se intercambia por un salario, la otra parte se realiza gra
tuitam ente y es la que da cuenta de] beneficio capitalista.»
temible del desafío lanzado por Nozick a los defensores del socia
lismo.8 La continuación de este capítulo está consagrada al examen
de esta argumentación.
8. No porque esta argum entación sería más convincente —sobre algunos de los temas
tratados en esta sección o en la precedente, sus argumentos son muy convincentes—, sino por
que está más centralizada.
9. Al igual que la concepción de la justicia que se puede asociar a la teoría general de la
explotación de Roemer (19S2: 3.2 parte). Véase Van der Veen y Van Parijs (1985) para un trata
miento sistemático.
Según Nozick, cualquier principio de justicia distributiva final o
configurado plantea necesariamente la dificultad siguiente: considere
mos una justa distribución según algún principio final o configurado
que adoptemos, es decir una situación en la cual cada persona tiene
derecho a lo que detenta efectivamente. Dejemos a cada uno utilizar
lo que tiene según su deseo —por ejemplo, comprar entradas para
partidos de baloncesto, con el fin de ver jugar al incomprable Wilt
Chamberlain. A no dudarlo, tales acciones engendrarán rápidamente
una distribución que ya no concuerda con el principio de justicia ele
gido, cualquiera sea (Nozick, 1974: 161-162). Aun los principios con
figurados (pattemed) o finales (end-state) más sólidos frente a las ac
ciones y transacciones voluntarias —por ejemplo el que dice «A cada
uno según el beneficio que confiere a los otros» de Hayek (Nozick,
1974: 158) o la optimalidad de Pareto, es decir, la forma más débil del
utilitarismo (Nozick, 1974: 164)— son inmediatamente violados en
cuanto se autoriza la donación. En cuanto al principio de justicia so
cialista «A cada uno según su trabajo», su vulnerabilidad es evidente.
Cualquiera sea la interpretación que reciba (se tenga o no en cuenta,
por ejemplo, la intensidad del trabajo, lo penoso que pueda ser, su efi
cacia, el nivel de cualificación requerido), no puede más que ser vio
lado apenas una persona acumula un beneficio gracias al hecho de
emplear a otros para aplicar los medios de producción que detenta. Es
muy probable que tal situación de «explotación» surja a partir de una
situación inicial justa, por el solo hecho de que los agentes utilizan a
su antojo lo que, según el principio elegido, constituía su justa parte.
Si este razonamiento es correcto, la justicia socialista, con la misma
razón que cualquier principio final o configurado, resulta afectada
por una contradicción interna: a las personas se les otorga y se les
niega el derecho a disponer de lo que detentan en la distribución ini
cial. «Si la gente tenía derecho a disponer de los recursos que estaban
habilitados para recibir (en la distribución inicial), ¿esto no incluía el
derecho de darlos o intercambiarlos con Wilt Chamberlain?» (Nozick,
1974: 161).
Para esta acusación de incoherencia existen dos poderosas res
puestas.10 Por una parte, como muchos lo han subrayado, presupone
que los principios de justicia distribuyen derechos de propiedad abso
lutos o al menos, derechos de alienar (donar, legar e intercambiar) se
gún su deseo aquello a lo que se tiene derecho,11 Pero, precisamente,
los principios finales o configurados no confieren derechos de este
10. El argum ento «Will Chamberlain» ya recordado antes (sección 1.3) para ilustrar bre
vemente el «método analítico» en filosofía política, se retoma más adelante (sección 8.2) en el
contexto de la crítica libertariana de Rawls. t _
. 11. Véase, por ejemplo, Nagel (1975: 201-202), Cohen (.1977; 13}',"Täytor-(1982* 99).
tipo. Tomemos, por ejemplo, la justicia socialista: lo que he legítima
mente ganado, en virtud de mi trabajo, en el período precedente, no
puede ser legítimamente utilizado para ganar, en el período presente,
más que aquello a lo que mi trabajo corriente me da derecho, por
ejemplo, un interés sobre mi ahorro. Sólo habría incoherencia si el
concepto de justicia o el concepto de derecho excluyera, por su natu
raleza, cualquier restricción de este tipo. Pero Nozick no ofrece nin
gún argumento en ese sentido y no veo cómo semejante argumento
—basado en última instancia en un análisis del «uso ordinario» de
conceptos muy polisémicos— podría ser convincente.
12, Como lo subraya Steiner (1978: 110), reencontramos en esto una circularidad. Pero
es «virtuosa». El hecho de que otros deberían pagar una compensación si se apropiaran del ob
jeto es lo que hace precisamente posible determ inar el nivel pagable de compensación ya que
tanto el que se apropia como los terceros verían aum entar su nivel de bienestar.
de pronto de ser legítimos: algunos recursos naturales que no eran es
casos pueden llegar a serlo, al agotarse o por el crecimiento demo
gráfico, y el título de propiedad, detentado por apropiación originaria,
donación, herencia o compra, sería entonces nulo. La extensión de
esta posibilidad está inmensamente ampliada cuando se adopta la se
gunda versión de la cláusula. Porque entonces la justa compensación
depende de los grados de escasez y concentración, de las capacidades
y preferencias de los otros usuarios potenciales, etc.; toda fluctuación
de esos factores puede, por lo tanto, minar la legitimidad de los títu
los actuales, por irreprochable que sea su pedigrí (apropiación origi
naría debidamente compensada, seguida de transmisiones perfecta
mente voluntarias). El propio Nozick (1974: 180) lo reconocía: asumir
plenamente la cláusula lockeana implica que enmiende su principio
de justa transmisión y que se prohíba a sí mismo el hablar sin res
tricciones de la «propiedad» de un individuo. La teoría «puramente
histórica» de Nozick sufre precisamente de la misma «incoherencia»
de la que él acusaba de estar infectada a cualquier teoría configurada
o final: es perfectamente posible que uno no tenga verdaderamente
derecho a aquello que considera tener derecho.
13. »No sería plausible concebir que la mejora de un objeto confiere la total propiedad
de éste si la reserva de objetos no apropiados y susceptibles de ser mejorados es limitada» (No
zick, 1974: 175). Aun en el caso de la invención —creación por excelencia— Nozick afirma que
las patentes deberían garantizar un derecho de propiedad para un período limitado porque la
probabilidad de que algún otro haga (o haya hecho) el mismo invento se vuelve rápidamente
considerable (Nozick, 1974: 182).
tajas por los Estados contemporáneos (Nozick, 1974: 223), o porque
traten a los productos «como si llegaran de ninguna parte y a partir
de nada» (Nozick, 1974: 160). Como en general éste no es el caso, los
principios finales o configurados son inadecuados. Pero cuando es el
caso y aquello que debe ser distribuido es efectivamente un «maná ce
lestial», Nozick (1974: 160, 219) reconocía que se pueden utilizar esos
principios, a la vez que sugería que deben dejar paso a una concep
ción histórica de la justicia desde el momento en que el maná no cae
directamente en la boca y que se debe tender la mano para recogerlo
(Nozick, 1974: 344). Es razonable pensar que los recursos naturales
«no mejorados» corresponden precisamente a ese modelo del maná
celestial, y entonces aparece cómodamente disponible una alternativa
al «libertarianismo lockeano». Como sugiere Hillel Steiner en varios
artículos, puede darse a cada uno derecho, no sólo a su propia per
sona, sino también a una parte igual de los recursos naturales, deján
dolo en perfecta libertad para actuar a su gusto con esa parte y con el
producto de su trabajo.14
Como lo subraya el mismo Steiner, semejante teoría plantea una
dificultad capital que la hace inaplicable, a saber, que existe más de
una generación de seres humanos, que todos los hombres no están
presentes al mismo tiempo.15 Si bien es cómodo dotar a todo recién
llegado de su persona, es mucho más delicado asegurarle el acceso a
una parte igual de los recursos naturales (no agotados). El programa
de nacionalización del suelo de Herbert Spencer (1851) y la propuesta
de tasa única de Henry George (1884) constituyen dos variantes de
una solución para este problema, ya esbozada por Mili (1848). La idea
de base es que el reparto igual de los recursos naturales puede tomar
la forma de la propiedad colectiva de la tierra para todos los miem
bros de una nación o —lo que sin duda es más defendible— para to
dos los seres humanos. Esa propiedad colectiva sería perfectamente
compatible (para retomar la variante debida a Spencer) con una ocu
pación privada, mediante el pago de un alquiler determinado de ma
nera competitiva. Cada ocupante estaría autorizado a usar libremente
el terreno que alquilara. En particular, estaría libre de mejorarlo y ob
tener beneficios de sus mejoras, por ejemplo, construyendo en él una
casa para alquilar o vender. No sería propietario del terreno sino de
cualquier valor que le agregara.16
Desde esta posición, al parecer, no hay más que un paso —inte
lectualmente hablando— a otra posición que sigue siendo, en un sen
14. Véase en especial Steiner (1977a: 48-49; 1911b: 129; 1981: 567-568; 1992).
15. Véase Steiner (1977a: 49; 1981: 558; 1983: 161-163).
16. Véase Steiner (1980; 19-23; 1981: 561-562). Véase también Mack (1983) para un exa
men crítico en profundidad de la posición de Steiner.
tido relativamente fuerte, «histórica», pero que asimila el legado de la
historia humana con el de la historia geológica y biológica. Más que
nacionalizar o distribuir igualmente cualquier valor que no ha sido
producido (por un ser humano), se puede nacionalizar o distribuir
igualmente en el seno de la generación actual cualquier valor que no
ha producido, ya sea que resida en recursos naturales o en mejoras
del pasado. Steiner a veces parece inclinarse hacia esa posición
cuando cuestiona, contra Nozick, el derecho de legar los bienes, invo
cando el hecho de que casi no tiene sentido hablar de los derechos de
alguien que ya no existe.17 Es verdad que con toda justicia puede afir
marse que esta solución implica un grado considerable de interferen
cia en la libertad de cada individuo de disponer de lo que ha adqui
rido legítimamente. En efecto, se puede presumir que la igualación
requerida no implicaría sólo la abolición de las herencias, sino tam
bién la prohibición de las donaciones intergeneracionales (dada la
sustituibilidad entre donaciones y legados), y aun de cualquier dona
ción (dado el carácter impreciso de la distinción entre generaciones).
Por lo tanto no sería absurdo decir que, partiendo con una parte igual
del legado de la naturaleza y del pasado, cada uno es libre de vender
su trabajo y de intercambiar bienes, de consumir y de ahorrar a su
gusto, y que por lo tanto es el propietario absoluto de la parte que le
toca en virtud de semejante proceso.
Es interesante observar que esta última versión del enfoque his
tórico converge asombrosamente con una respuesta de tipo final (ená
state) a la proposición de Nozick, la que se basa en una concepción de
la equidad como no envidia.18 En una discusión de las ideas de No
zick, el economista Hal Varían (1974: 141-147) recuerda, en principio,
el hecho bien conocido de que cualquier asignación óptima de Pareto
puede alcanzarse, dentro de ciertas hipótesis, a través de un proceso
de mercado competitivo, mediante un reparto apropiado de las dota
ciones iniciales, y rechaza luego la manera en que Nozick resuelve el
tema de este reparto. Esto motiva la elaboración del concepto de
wealth-faimess o «equidad en cuanto a la riqueza». Una asignación es
equitativa en este sentido si y sólo si cada agente prefiere su propia
com binación de consumo y de producción a la de cualquier otro
agente. Varían (1978: 150-151) muestra que esa asignación prevale
cerá en lo que denomina e] capitalismo popular, es decir, en un régi
men donde, partiendo de una distribución igual de todas las dotacio
19. Véase Cohén (1977: 9-12), Tayior (1982: 99-100), Roemer (1983: 13-14, 22).
20. Por supuesto es muy posible que haya conflicto entre el socialismo y la eficiencia di
námica, incluida la capacidad de desarrollar al máximo las fuerzas productivas. En la actuali
dad más que nunca, muchos estiman que se trata de mucho más que una simple posibilidad
teórica. Si tienen razón, los marxistas tienen de qué inquietarse. {Vuelvo sobre este tema en la
sección 6.8. Pero no es esta eficiencia la pertinente a este estadio de la discusión.)
21. Citado por Lipow {1982: 1).
nos que nunca la posibilidad de alegar que la libertad de la que ha
blan o por la que luchan es «de otra naturaleza». Negar que nuestra
libertad consiste en hacer lo que deseamos tiene todas las posibilida
des de suscitar el temor de que la libertad sea muy pronto interpre
tada como aquello que la vanguardia revolucionaria sabe que es
bueno que hagamos o que los planificadores socialistas han decidido
que deberíamos hacer. Si Nozick hace un llamamiento a la libertad
contra el socialismo, se tratará, pues, para los abogados de éste, de
contestarle invocando esa misma libertad. El desafío libertariano debe
ser planteado sobre bases libertarianas.22
Antes de dedicarme, en la sección siguiente, a lo que a mis ojos
constituye la respuesta más convincente a este desafío, consideraré
brevemente tres respuestas que por cierto no son satisfactorias. Se po
dría pensar, en primer lugar, en recurrir al argumento del mal público
ya utilizado en relación con la eficacia. Pero intentar justificar la
prohibición de la explotación voluntaria invocando la ignorancia de
sus (malas) consecuencias remite a la objeción siguiente: lo que la ig
norancia justifica, en una perspectiva libertariana, es a lo sumo la in
formación, no la prohibición. Y si a pesar de todo se intenta justificar
ésta como una acción colectiva que tiende a superar la irracionalidad
colectiva del comportamiento individualmente racional, chocaremos
de manera inevitable con una nueva objeción: cuando no hay unani
midad —desde que un individuo considera que estará mejor provisto,
considerando todos los aspectos, si se permite la explotación— puede
ser que la prohibición se justifique en términos de bienestar, pero en
tra manifiestamente en conflicto con la libertad de cualquiera. Como
tal unanimidad es todo salvo probable, no cabe esperar encontrar en
esta dirección una justificación libertariana directa de la prohibición.
En segundo lugar, podría intentarse mostrar que prohibir la ex
plotación no reduce en absoluto la libertad global, sino que se des
prende simplemente de una redistribución de esa libertad, cuya can
tidad agregada puede considerarse constante en condiciones naturales
y técnicas dadas.23 En tal concepción de «suma cero», no hay ninguna
diferencia, desde el punto de vista de la libertad, entre las dos posibi
lidades siguientes: 1) el poder de decidir si A va a contratar a B está
asignado a cada par (A, B); y 2) ese mismo poder está asignado a la
colectividad democrática de la que A y B son miembros. En una so
ciedad socialista democrática, el hecho de que yo no tenga la libertad
22. En los términos de Cohén (1981a: 8): es necesario «mostrar que el capitalismo es el
enemigo de la libertad, en el sentido preciso en que afectar la propiedad privada de una persona
disminuye su libertad». Discuto más adelante {sección 6.7) la tentativa de Cohén de elaborar una
argum entación de este tipo.
23. Esta respuesta es sugerida por la observación de Cohén (1981í¡: 8-11) según la cual la
propiedad privada es una m anera particular de distribuir la libertad y la no libertad.
individual de decidir aceptar o rechazar su ofrecimiento de empleo se
encuentra exactamente compensado por el hecho de que yo dispongo
de un voto cada vez que una decisión similar debe tomarse respecto
de otro miembro de la colectividad o (lo que es más realista) cuando
se examina la legislación relativa a la legalidad del trabajo asalariado.
En consecuencia, un líbertariano no podría verse ofuscado por una
decisión por mayoría que prohibiera la explotación entre los que par
ticipan con su voto en esta decisión (o entre los que representan). Se
trata simplemente de una redistribución, y no de una reducción, de la
libertad. Semejante respuesta al desafío libertariano se basa desdi
chadamente en una confusión entre la libertad y el poder. En lo que
respecta al poder total del que goza un individuo, no existe ninguna
diferencia entre el «gobierno de todos para todos» y el «gobierno de
cada uno para sí mismo», para retom ar la term inología de John
Stuart Mili (1859), Pero, como el mismo Mili lo muestra, mientras que
el primero remite a la tiranía de la mayoría, sólo el segundo es com
patible con lo que razonablemente puede llamarse libertad.24 Por de
m ocrática que sea, la decisión colectiva de prohibir cierto tipo de
transacciones voluntarias —por ejemplo, la explotación capitalista—
no puede sino restringir el «gobierno de cada uno para sí mismo».
Podríamos esforzamos por mostrar que la explotación capitalista
implica necesariamente una relación de dominación, de subordinación,
de sumisión en el proceso de producción y que, al igual que numerosos
libertarianos se niegan a reconocer el derecho de venderse en esclavi
tud, estamos habilitados para rechazar, en nombre de la libertad, la li
bertad de vender nuestra propia fuerza de trabajo. Justificar de tal ma
nera que se prohíba la explotación plantea varias objeciones. Sólo
mencionaré una que considero decisiva. La explotación en el sentido en
que el término es utilizado por Marx y en la tradición marxista, no im
plica la dominación. Puede existir en ausencia de cualquier sumisión en
el marco del proceso de producción. En lugar de contratarme para apli
car los medios de producción que usted ha comprado, puede dejarme
utilizar sus medios de producción a cambio de un alquiler o prestarme
dinero con ayuda del cual puedo comprar los medios de producción
que elija. Ya que el alquiler o el interés (real neto) que le proporciono
es estrictamente positivo, usted extrae indudablemente un plusvalor de
mi trabajo, me explota, por libre que yo sea, por otra parte, para orga
nizar mi trabajo o elegir mis técnicas de producción. Que la explotación
se efectúe a través de la contratación de la fuerza de trabajo mucho más
a menudo que a través del alquiler de medios de producción o el prés
tamo a los trabajadores no es, por supuesto, un accidente. Para poder
24. En otros términos, no soy libre de hacer X si, para hacerlo, necesito la aprobación
de otra persona o de un grupo de personas, me incluya éste o no.
controlar mejor el proceso de producción, en general le pareció desea
ble a los capitalistas sacrificar la opción teóricamente más segura de un
alquiler o de un interés fijos. Pero en el contexto presente sólo importa
la distinción analítica. Al ser la explotación concebible sin la domina
ción, una crítica libertaria de esta última no puede legitimar una prohi
bición de la explotación en tanto tal.
27. Reconstruyo aquí el argumento de Roemer (1983) como una respuesta a la amenaza
de un conflicto entre el socialismo y la libertad, más que de un conflicto entre el socialismo y la
eficacia, sobre el que Roemer pone el acento.
tad. Puede ser, es verdad, que la explotación sea injusta tal como su
cede en el capitalismo efectivamente existente (que los trabajadores
tengan o no la posibilidad de trabajar con medios de producción co
lectivos) pero no es injusta en sí misma.28
En segundo lugar ¿podríamos decir que el argumento focaliza
excesivamente la atención sobre una fuente particular de la desi
gualdad de oportunidades? Los conjuntos de opciones posibles no
están sólo lim itados por 3a riqueza (o el capital alienable), sino
igualmente por los talentos (o el capital inalienable). Al igual que
hay desigualdades en la riqueza de la que estamos dotados «al co
mienzo», también nacemos con talentos desiguales y desarrollamos,
sobre la base de estos últimos, cualificaciones técnicas, mentales y
sociales, antes de ser capaces de hacer elecciones conscientes. Si la
desigualdad de oportunidades constituye el fundamento para una
condena de la explotación capitalista —cuando ésta es condena
ble—, entonces nos vemos Forzados a condenar lo que Roemer
(1982: capítulo 8) llama la «explotación socialista», es decir una
remuneración diferencial de las cualificaciones, cada vez que las di
ferencias de cualificación (en el sentido más amplio, incluida la
capacidad misma de trabajar) están al menos parcialmente deter
minadas por la desigualdad de oportunidades, social o biológica
m ente determ inadas. Como lo reconocía Roemer (1983: 19-20),
la legitim idad ética del p rin cip io de d istrib u ció n socialista,
«A cada uno según su trabajo», resulta socavado. M ientras la pri
mera objeción implicaba que este principio era demasiado restric
tivo (porque se negaba a adm itir la legitimidad de la remuneración
de la riqueza «justamente» adquirida), la segunda implica que lo
es demasiado poco (porque reconocía como legítima la rem unera
ción de capacidades «injustamente» adquiridas).
29. En cierta manera, esto significaría un regreso al socialismo premarxista. Véanse, por
ejemplo, las posiciones radicales de los sansimonianos en cuanto a la herencia (Bouglé y Haiévy,
1829; 253-255). Si, en sus escritos más recientes, Roemer (1989, 1993) sigue pregonando una
forma de socialismo, es porque consideraciones de eficacia y no de equidad lo llevan a preferir
un régimen de propiedad colectiva de los medios de producción a un régimen de propiedad pri
vada (inicialmente) igual.
se beneficia toda la humanidad.30 Por supuesto, cuando menos incli
nada está la gente a hacer donaciones, menos problemas le plantea a
un libertariano adoptar esta segunda posición. Pero esto nos conduce
al segundo aspecto desde el cual la implicación mencionada anterior
mente puede ser molesta. La posición de Roemer prácticamente hace
del egoísmo el único motivo legítimo de la acción. Desde el punto de
vista marxista, esta consecuencia parece especialmente inadecuada.
En efecto, el comunismo constituye el objetivo último en relación con
el cual el socialismo es sólo un medio. Ahora bien, una sociedad co
munista no es sólo una sociedad plenamente liberada. Es también una
sociedad en la que cada uno dará según sus capacidades.31 Dejando de
lado el altruismo, se puede, por cierto, contribuir a eliminar la no-li
bertad (real) de la competencia egoísta, pero no a eliminar la compe
tencia egoísta en sí misma. La igualación radical de las oportunidades
es manifiestamente una estrategia muy desgastada, si el objetivo es
instaurar el tipo particular de sociedad libre que es una sociedad co
munista.
Supongamos, pues, que debamos descartar esta estrategia, no
porque estaría condenada al fracaso o porque negaría la libertad, sino
porque hace más lenta la marcha hacia el objetivo último. Las posibi
lidades son entonces desiguales, la remuneración de la riqueza y de
las capacidades (la explotación capitalista y «socialista») dejaría de
ser legítima a los ojos de un (verdadero) libertariano. Pero no por esto
debería estar prohibida. Tal prohibición, por su impacto sobre el estí
mulo a ahorrar y a invertir, a formarse y a trabajar, podría en efecto,
también ella, ser un obstáculo para la instauración del comunismo. Al
autorizar cierto grado de explotación socialista (en el sentido de Roe
mer), el principio de distribución «A cada uno según su trabajo» re
conocía parcialm ente ese punto. Pero ninguna razón teórica nos
obliga a limitarnos a eso. Si la maximizacíón del crecimiento de la
productividad es decisiva en la transición al comunismo y si exige
cierto grado de explotación capitalista (siempre en el sentido de Roe
mer), entonces tampoco esta última debe ser prohibida. El problema
no es de orden ético, sino de orden empírico y pragmático, como lo es
por otra parte el problema de saber en qué medida los legados y do
naciones deben prohibirse. Por las razones mencionadas anterior
30. Un compromiso interesante recientemente sugerido por Robert Nozick (1989: 30-33)
—y ya absolutamente discutido m ucho antes que él, y sin que lo supiera, por François Huet
(1953: 263-275), Eugenio Rignano (1901, 1919) y Josiah Wedgwood (1929: capítulo 11)— con
siste en perm itir a cualquier persona legar a su gusto todos los bienes adquiridos en vida, m ien
tras los que ha recibido ella misma vuelven a su muerte a la colectividad. Este compromiso, sin
embargo, no permite evitar el dilema, del que sólo ejemplifica la prim era rama.
31. Véase, con relación a este punto, las observaciones de Serge-Christophe Kolm (1984:
157-176) sobre la relación entre comunismo y «reciprocidad general».
mente, no sería oportuno desde el punto de vista de la progresión ha
cia el comunismo imponer estrictas restricciones a los actos altruis
tas. Pero si es razonable suponer que una concentración excesiva de
la riqueza puede trabar esta progresión, algunos límites podrían ser
impuestos a los montos que una persona tiene derecho a recibir.32
Así pues, el problema central al que nos vemos conducidos se re
fiere a las condiciones en las que nuestra sociedad evolucionará con
mayor seguridad (aunque sea asintóticamente) hacia la realización
del ideal de la sociedad comunista en el sentido preciso (que no es el
sentido usual) de una sociedad en la cual los individuos darán libre
mente su trabajo (y su abstinencia) sin reclamar remuneración mate
rial. En la medida en que implica la represión masiva del altruismo
(particularista), la igualdad estricta de las oportunidades no tiene evi
dentemente ningún sentido desde esta óptica. Puede suceder igual
mente que la prohibición total de la explotación capitalista o la de la
propiedad privada constituyan medidas también ineptas. Sólo una ar
gumentación empírica puede decírnoslo. El núcleo de lo que a mi pa
recer constituye la respuesta más adecuada que puede aportarnos la
tradición marxista al desafío libertariano es que, en principio, es ne
cesario precisar el objetivo que se persigue, especificar el tipo parti
cular de sociedad libre en la que se considera deseable vivir. Y para al
canzar este objetivo con más seguridad y más rápidamente, no es
sensato tener ojos sólo para la libertad real de todos. Mantenerse en
la perspectiva (formalmente) libertariana de Nozick, por supuesto,
está fuera de cuestión. Pero sustituir su planteo por Steiner o el reino
de la libertad real a la manera de Roemer tal vez vale poco más. El so
cialismo, definido por la propiedad colectiva de los medios de pro
ducción ¿forma parte de la estrategia óptima? Esta es una pregunta
que, a la luz de la historia reciente, vale la pena que se planteen los
marxistas.33
32. Semejante fórmula ya había sido propuesta por John Stuart Mili (1848: 139). En el
mismo espíritu, se puede tam bién soñar, con Meade (1964: 54-58; 1984: 143-144) y Atkinson
(1972: 168-172), en un impuesto fuertemente progresivo sobre el conjunto de las donaciones re
cibidas en el curso de su existencia.
33. Las implicaciones de una respuesta negativa a este problema son exploradas por Van
Parijs (1985) y Van der Veen y Van Parijs (1986a y b).
C a p ít u l o 7
LA ECONOMÍA DEL BIENESTAR
FRENTE AL DESAFÍO LIBERTARIANO
ciencia exige que trabajos de productividad desigual sean remunerados de m anera desigual, de
esto se desprende que la no envidia y la eficiencia no son en este caso conciliables sino impo
niendo un «impuesto sobre el talento» (sea o no utilizado) o, en otras palabras, estipulando que
los individuos deben «comprar» su ocio a un precio tanto más elevado cuanto mayor es la pro
ductividad. Satisfacer esta tercera formulación del criterio de no envidia se encuentra de esta
manera inevitablemente asociado a una forma de desposesión de uno, de esclavitud, cuya in
tensidad es tanto mayor cuanto más grande es la productividad del individuo implicado. Discuto
en detalle en otro lugar (Van Parijs, 1990d) las principales tentativas recientes de especificar un
criterio de compensación equitativa de los handicaps que escape a la dificultad que acaba de
mencionarse.
cedentes resulta carente de toda pertinencia fuera del supuesto (actual
en todo caso) marginal del maná caído del cielo.
Esta crítica radical de todas las teorías de la justicia tradiciona
les, desde el utilitarismo al igualitarismo, es de hecho el componente
más radical de este magma heterogéneo que constituye el pensa
miento llamado «neoliberal»: la posición libertariana.21 Su represen
tante académicamente más respetado es el filósofo Robert Nozick.
Pero algunos de sus rasgos han sido popularizados por diferentes eco
nomistas, sobre todo por varios miembros de la escuela llamada «aus
tríaca» (Friedrich Hayek, Israel Kirzner, Murray Rothbard). Esta po
sición tiene implicaciones en los ámbitos más variados, desde la
legislación sobre la pornografía hasta la organización de la ense
ñanza. Pero una de ellas es la que nos interesa en especial. Es la legi
timación de un capitalismo radical, donde Ios-niveles de vida son los
que el mercado, sin ningún lugar para una redistribución que vaya
más allá de la corrección de las violaciones de los derechos que se
produjeron en el pasado. Si una sociedad, por rica que sea, deja mo
rir a sus indigentes, puede suceder que los libertarianos consideren
esto deplorable. Pero, como no se ha violado ningún derecho de pro
piedad, a sus ojos nada hay de injusto.
Pueden resultar chocantes, inaceptables, estas implicaciones de la
posición libertariana. Pero no puede ignorarse lo que constituye la
fuerza del desafío que plantea: por una parte la exigencia de otorgar
a la libertad un lugar principal, de dar por lo menos a esta libertad el
peso de una obligación que restrinja las manipulaciones de niveles de
vida que pueden imponerse en nombre de la eficiencia, de la igualdad
o de esa articulación de las dos que es la equidad; y por otra parte el
reconocimiento del hecho, a mis ojos insoslayable, que quien dice li
bertad dice derecho de propiedad individual. La continuación de este
capítulo presenta y discute rápidamente tres tentativas de tomar en
serio este desafío —de dar a la libertad un papel importante en la dis
tribución de los niveles de vida— sin por eso conceder a los liberta
rianos la conclusión a la que según ellos conduce este desafío: la ile
gitimidad de cualquier redistribución de alguna amplitud.
27. Aun más que a las ideas de Rawls, la preocupación por elaborar una concepción de
la justicia en términos de libertad real se acerca a los escritos recientes de Amartya Sen (1989,
1990a, 1990b, 1992).
28. Esta justificación «rawlsiana» de una asignación universal se desarrolla en la sec
ción 8.7.
29. Ésta es, en parte, la tarea a la cual los dos capítulos siguientes se esfuerzan en con
tribuir. Véase tam bién Van Parijs (1990c, 1990d y 1991a).
del bienestar constituía el tema central de este capítulo: la preocupa
ción de igualdad, ya que la desigualdad sólo se tolera si beneficia a
aquellos que son sus mismas «víctimas»; la preocupación por la efi
ciencia ya que siendo todas las cosas iguales, incrementar la eficien
cia es incrementar la libertad real; y la preocupación de libertad, aun
en el sentido de los libertarianos, ya que la libertad real presupone la
libertad formal.
C apítulo 8
EL PENSAMIENTO DE JOHN RAWLS
FRENTE AL DESAFÍO LIBERTARIANO
3. Para un inventario y una discusión menos selectivos de las objeciones que Nozick
plantea a Rawls, véase sobre todo, en inglés, Van der Veen (1978), Phillips (1979: capítulo 3),
A. H. Goldman (1980) y Sandel (1982: capítulo 2); en neerlandés, Lehning (1986: capítulo 17);
en francés, Livet (1984).
8.2. La objeción «Wilt Chamberlain»
La primera de estas dos críticas no concierne específicamente a la
teoría de Rawls, sino al conjunto de las teorías de la justicia que, al
contrario de las teorías libertarianas, no hacen de la justicia un puro
asunto de no violación de derechos, y por lo tanto de «pedigrí», de his
toria o de entitlement. Estas teorías que, para ser breve, llamaría tra
dicionales, pueden ser de tipo configurado (pattemed) —por ejemplo
«A cada uno según sus méritos», «A cada uno según sus necesidades»
o «A cada uno lo mismo»—, o de tipo final (end-state) —por ejemplo
el utilitarismo o el principio de diferencia de Rawls—. Pero todas caen
bajo el peso de la crítica que Nozick formula sobre la base del célebre
ejemplo del jugador de baloncesto Wilt Chamberlain.4 Veamos, breve
mente, de qué se trata.
Partamos de una situación supuesta de acuerdo con el principio
de justicia adoptado, por ejemplo, el principio de diferencia. Según él
todos los individuos son los legítimos propietarios de lo que poseen.
Luego, pueden, al parecer, hacer de lo que poseen el uso que deseen,
siempre que, por supuesto, no infrinjan los derechos de otros. O pue
den, por ejemplo, consagrar una pequeña parte a la entrada que les
perm itirá cada semana ver jugar al asombroso Wilt Chamberlain.
Éste, por supuesto, percibe una parte no desdeñable de la recaudación
que aporta a su club la multitud que él atrae. Cualquiera sea el prin
cipio tradicional de justicia en nombre del cual queda convenido de
cretar justa la distribución inicial, es fácil darse cuenta de que salvo
por un azar extraordinario, este principio será rápidamente violado
como consecuencia directa de lo que los individuos eligen hacer con
lo que ese mismo principio les ha atribuido. Nozick (1974: 163) con
cluye: «Ningún principio de justicia final o configurado puede ser
realizado de manera continua sin interferencia continua en la vida de
las personas», es decir, sin una intervención incesante de la colectivi
dad para limitar lo que los individuos pueden hacer o corregir los
efectos de lo que hacen.5 Para una teoría como la de Rawls, que pre
tende dar a un principio de libertad una primacía absoluta, semejante
implicación no puede dejar de ser embarazosa.
4. Ya recordado dos veces en este resumen (secciones 1.3 y 6.3).
5. Esta observación generaliza la vieja crítica dirigida por Hume (1751 : 194) al igualita
rismo: «Haced las posesiones tan iguales como queráis, la diversidad en los grados de talento,
de preocupación y de actividad que caracterizan a los hombres rom perán inmediatamente esa
igualdad. (...) Se requiere igualmente la inquisición más rigurosa para vigilar cualquier desi
gualdad apenas aparece; y la jurisdición más severa es necesaria para castigarla y eliminarla.»
Ha sido abundantem ente aplicada en la literatura llam ada «neoliberal». Entre muchos otros,
véase, por ejemplo, Buchanan y Lomasky (1985: 30-31): «La garantía de un orden permanente
de estricta igualdad económica requiere una interferencia continua por parte de instituciones
colectivas. La gente no será autorizada a em prender actividades que conduzcan a diferencias de
acceso a los bienes económicos.»
Rawls, sin embargo, niega que su teoría tenga semejante conse
cuencia. En un texto en que la referencia a esta objeción es transpa
rente, aunque Nozick no es expresamente citado, éste replica:
No hay interferencia no anunciada o imprevisible con las anticipacio
nes y las adquisiciones de los ciudadanos. Los títulos (entitlements)
son merecidos y honrados (en una sociedad regida por los principios
de la justicia) de acuerdo con lo que decreta el sistema público de re
glas. Tasas y restricciones son previsibles en principio, y los haberes
se adquieren con la condición conocida de que se efectuarán ciertas
transferencias y redistribuciones. La objeción según la cual el princi
pio de diferencia ordena correcciones continuas de distribuciones es
peciales y una interferencia caprichosa con las transacciones privadas
se basa en un malentendido (Rawls, 1978: 65).
Más recientemente, Rawls vuelve a precisar:
En el marco de justicia constituido por la estructura básica, los indi
viduos y las asociaciones pueden hacer lo que quieren en los límites
fijados por las reglas. Observen que las distribuciones particulares no
pueden ser juzgadas del todo fuera de los títulos que los individuos
merecen por sus esfuerzos en el seno del sistema de cooperación del
que resultan esas distribuciones (Rawls, 1990: sección 13.2).
Semejante respuesta de hecho ya está contenida en la idea de
«justicia procedimental pura» presentada en A Theory o f Justice.6 En
la perspectiva de Rawls como en la de Nozick, puede decirse que es
justo cualquier reparto de los bienes primarios resultante de transac
ciones voluntarias efectuadas por los individuos dentro de los límites
de sus derechos. Esto es lo que hacen, tanto de una como de la otra,
teorías de la justicia puramente procedimentales, aun las entitlement
theories, en el sentido en que no podemos juzgar la justicia de un re
parto si no es en función de su «pedigrí». En el ejemplo de Wilt Cham
berlain, Rawls al igual que Nozick dice que la colectividad no debe in
terferir en la transmisión libre de derechos de propiedad del individuo
que hace gozar de éstos a otros individuos. Al igual que Nozick dice
que toda distribución, cualquiera que sea, es justa siempre que su gé
nesis se conforme en el respeto de los derechos especificados por la
6. Véase Rawls (1971: sección 14). Es im portante distinguir los dos sentidos lógicamen
independientes en los que la teoría de Rawls es «puramente procedimental»: 1) se define como
un principio de justicia todo principio sobre el que concordarían personas situadas en la posi
ción original; 2) se define como justo todo reparto de bienes primarios engendrado en el marco
de una estructura básica conforme a los principios de justicia adoptados. Sólo este segundo sen
tido —que coincide, como se verá, con el sentido más débil en el que se puede hablar de enti
tlement theory— es pertinente en el contexto presente.
estructura básica de la sociedad. Entre justicia distributiva y libertad,
el conflicto fundamental alegado por Nozick no existe.7
¿Dónde se sitúa entonces la diferencia entre las dos teorías —y, más
ampliamente, entre teorías tradicionales y puramente históricas— que
la objeción «Wilt Chamberlain» tendía a explotar? Esta diferencia se
trasluce, por ejemplo, cuando Rawls (1987: 26-27) subraya que estric
tamente hablando su concepción de la justicia constituye una concep
ción procedimental pura ajustada, siendo necesarios los ajustes de base
para preservar la igualdad de las oportunidades así como para «incre
mentar la probabilidad de que las desigualdades económicas y sociales
contribuyan eficazmente (...) a beneficiar a los miembros menos favo
recidos de la sociedad». Estos ajustes, por cierto, «no implican más in
terferencia continua y regular con los planes y acciones de los indivi
duos que las formas familiares de imposición», y por lo tanto siguen
siendo compatibles con la idea, común a Rawls y a Nozick, de que la
justicia de un reparto es una pura cuestión de genealogía.
Pero no dejan de señalar una diferencia fundamental entre las
dos teorías. Si son necesarios ajustes es porque la elección de la es
tructura básica obedece en Rawls a una lógica consecuencialista.8 El
mismo contenido de sus principios de justicia implica en efecto que
una estructura básica sólo será justa si conduce a consecuencias de
cierto tipo en cuanto al reparto de las oportunidades y ventajas socio
económicas. Para Nozick y los libertarianos, por el contrario, la es
tructura justa de los derechos de propiedad es lo que es por razones
que no tienen nada que ver con las consecuencias que de ella se des
prenden en cuanto al reparto de esos bienes sociales primeros. Sus
teorías constituyen teorías puramente históricas, entitlement theories
en el sentido en que la teoría de Rawls no es una de ellas.9
El problema, por lo tanto, se encuentra desplazado al nivel de la
7. Esto no excluye que en un nivel fundamental pueda existir un conflicto entre la liber
tad y ciertas concepciones de la justicia distributiva cuando se impone una limitación de efi
ciencia. Puede suceder, por ejemplo, que una sociedad igualitaria no pueda alcanzar un nivel
mínimo de producción más que a través del recurso al trabajo forzado. Pero entonces se trata
ría de un conflicto mucho más contingente que el alegado por Nozick. Además, es precisamente
para tener en cuenta ese conflicto potencial que la concepción de la justicia distributiva expre
sada por el principio de diferencia diverge del igualitarismo.
8. Hablando en sentido estricto, esta lógica sólo es parcialmente consecuencialista en la
«concepción especial» de la justicia (en los límites de la cual se mueve la mayor parte del libro
de Rawls), siendo exigido el respeto de las libertades fundamentales máximo cualesquiera sean
las consecuencias que de él se derivan. Pero es integralmente consecuencialista en la «concep
ción general» de la justicia, que difiere de la primera por la supresión del orden lexicográfico en
tre los principios. Véase Rawls (1971: sección 11).
9. Para una discusión más profunda de este punto crucial, véase Van der Veen y Van Pa
rijs (1985: sección 1). Debe señalarse que el tema de saber si el sistema de los derechos de pro
piedad se justifica de m anera consecuencialista (como en Rawls) o no (como en los libertaria
nos) es diferente de saber si esos derechos son compatibles con una imposición legítima (como
en Rawls y algunos libertarianos, entre ellos Nozick) o si por el contrario son absolutos (como
en los libertarianos que no-añaden a la apropiación originaria ninguna condición). Si, con el
elección de la estructura básica. Lo que Nozick debe hacer es justificar la
estructura particular de los derechos de propiedad que su teoría pro
pone. Para alcanzar este objetivo por supuesto sería una mala inspira
ción recurrir a la metodología de la posición original. Porque en la posi
ción original, dice Nozick, los dados están cargados.10 Tal como está
planteado el problema, la opción está restringida a principios conse-
cuencialistas. Y por eso sólo puede tratarse de elegir una estructura bá
sica en función de las consecuencias que produce, considerando precisa
mente aceptado que no existe ningún título, ningún entitlement previo a
la posición original y que obligue y aun anule, por este hecho, el margen
de maniobra del que disponen los contratantes para repartir como más
convenga a sus intereses (anónimos debidos al velo de la ignorancia) los
bienes a los que se refiere la teoría de la justicia. Para los libertarianos,
por el contrario, existen tales títulos, que traducen la inviolabilidad de las
personas y mantienen en consecuencia una relación íntima con el valor,
que para ellos es capital, de libertad. Nozick le reprocha a Rawls burlarse
de estos títulos cuando abre un amplio espacio a la aplicación de su se
gundo principio, y en particular del principio de diferencia.
ejemplo de Wilt Chamberlain, Nozick quiere sugerir que la libertad exige la existencia de dere
chos de propiedad absolutos (en este sentido así lo interpretan Nagel, 1957: 201-202, y Cohén,
1977: 13, por ejemplo), entonces los ha interpretado mal ya que su propia teoría, en razón de la
cláusula lockeana que figura en ella, no confiere a los derechos de propiedad ese carácter abso
luto. (Véanse las secciones 6.3 y 6.4 para una discusión sobre este punto.) Una teoría de la jus
ticia para ser puram ente histórica (en el sentido débil), sin embargo, y para considerar como
justo cualquier resultado de transmisiones voluntarias de derechos de propiedad legítimamente
detentados, no necesita para nada derechos de propiedad absolutos.
10. Véase Nozick (1974: 226-227). En la misma vena, Mack (1983: 147) sostiene que está
irremediablemente condenada al fracaso la tentativa hecha por Steiner (1981) para basar en un
argumento contractual una concepción puram ente histórica de la justicia que combine propie
dad de uno mismo y derecho igual a los recursos no humanos.
11. Véase tam bién Rawls (1971: 179).
tados de ellos y que por eso mismo constituyen un factor de desigual
dad moralmente arbitrario:
Nadie merece unas capacidades naturales superiores ni un punto de
partida más favorable en la sociedad (Rawls, 1971: 102).
Rawls, anteriormente ya había rechazado el «sistema de la liber
tad natural», que combina una igualdad puram ente formal de las
oportunidades y el recurso a un mercado eficiente, señalando:
De manera intuitiva, la injusticia más evidente del sistema de la liber
tad natural es que permite que el reparto sea influenciado de manera
indebida por factores también arbitrarios desde un punto de vista mo
ral (como las desigualdades de talentos) (Rawls, 1971: 72).
Por supuesto, responden Nozick y los libertarianos, no merece
mos los talentos con los que hemos nacido. Por supuesto, la posesión
de estos talentos es moralmente arbitraria. Pero lo mismo somos sus
plenos y legítimos propietarios, y debemos serlo para que esté garan
tizada la inviolabilidad individual que es esencial para nuestra liber
tad. ¿El mismo Rawls no presenta como capital en su enfoque y en el
centro de su rechazo del utilitarismo la segunda formulación del im
perativo categórico kantiano, que exige no tratar nunca a un ser hu
mano como un simple medio?
Cada persona posee una inviolabilidad basada en la justicia que, en
nombre del bienestar del conjunto de la sociedad, no puede ser tras
gredida. Por esta razón, la justicia prohíbe que la pérdida de libertad
de algunos pueda estar justificada por el hecho de que otros obtengan
el mayor bienestar. No admite que los sacrificios impuestos a un pe
queño número puedan ser compensados por el aumento de las venta
jas de las que goza la mayoría (Rawls, 1971: 3-4).
Nozick retoma íntegramente esta idea por su cuenta:
Ningún acto de compensación moral puede tener lugar entre noso
tros; una de nuestras vidas no puede pesar con un peso menor que
otras de manera de conducir a un bien social mayor. No hay sacrifi
cio justificado de algunos de nosotros en beneficio de otros12 (Nozick,
1974: 33; la cursiva le pertenece).
12. Se puede hablar en este caso, como lo hace Jean-Pierre Dupuy (1986: sección 4.1), de
un «principio antisacrificante» común a Rawls y a Nozick, siempre que la expresión no sugiera
una interpretación demasiado restrictiva. En la versión de Nozick, por ejemplo, no se trata sólo
de prohibir el sacrificio de chivos expiatorios, sino de cualquier cosa que afecte, por mínima que
sea, a la libre disposición de uno (llevar cinturón de seguridad, tener que asistir a una persona
en peligro), cualquiera que sea el beneficio social que pueda resultar de la misma.
Pero lejos de expresarse, como pretende Rawls (1971: 179-181),
en la elección de sus dos principios, semejante reconocimiento de la
separación de las personas equivale, a los ojos de Nozick, al reconoci
miento de la plena propiedad de cada uno sobre sí mismo. Poco im
porta entonces que hayamos o no merecido ser lo que somos, y sobre
todo tener los talentos que tenemos. Utilizar a un individuo talentoso,
servirse de sus talentos para el bien común o para el bien de los más
desfavorecidos, considerar los talentos como una dotación colectiva es
totalmente ilegítimo para alguien que toma en serio la libertad, y por
lo tanto la inviolabilidad de las personas. Es exactamente caer en el
defecto que Rawls reprocha a los utilitaristas.
Para perm itir conciliar la propiedad privada de cada persona
(para ella misma) y la propiedad colectiva de sus talentos, Nozick con
sidera que se puede pensar en distinguir a una persona y sus talentos
porque desposeyendo a ésta de aquéllos no se la despoja por esto de
ella misma. Pero semejante solución le parece insostenible. En efecto,
compromete el esfuerzo hecho por Rawls para separar al enfoque
kantiano de una concepción del sujeto totalmente desencarnada. Pero
sobre todo vacía de significación a la noción de propiedad de sí
misma. ¿Qué me queda cuando me despojan de todos mis talentos o,
lo que viene a ser lo mismo, cuando estoy afectado por todos los han
dicaps imaginables? ¿Qué interés puede tener para mí no ser utilizado
por otros como un puro medio, si todos mis talentos pueden serlo?13
En este punto, que considera fatal, se cierra la discusión de Nozick so
bre Rawls. Para él la coherencia con la máxima kantiana exige que
nos neguemos a considerar los talentos como una dotación común, y
por lo tanto que se prive de campo de aplicación al principio de dife
rencia y a cualquier otro principio configurado o final, para adoptar
una entitlement theory en el sentido fuerte, del tipo de la suya.
En el libro que consagró a la teoría de Rawls, Michael Sandel sos
tiene por su parte que existe una manera —una sola— de escapar a
esta conclusión. Pero implica la renuncia al individualismo que Rawls
comparte con Nozick, para autorizar una concepción comunitarista,
intersubjetiva del sujeto:
La única manera de escapar a las dificultades planteadas por Nozick
parece ser el que el principio de diferencia obliga a Rawls a adoptar
13. Véase Nozick (1974: 228). Aquí no se trata de saber si puede tener sentido distinguir
conceptualmente una persona de sus talentos. Ronald Dworkin (1981b: 301-303), por ejemplo,
sostiene que las «circunstancias» distinguibles de la identidad de una persona no incluyen sólo
las posesiones materiales de ésta, sino también sus talentos y aún algunos de sus deseos (por
ejemplo, una libido inmoderada que sería un obstáculo para la realización de lo que ella desea
hacer de su existencia). El tema pertinente es saber sobre qué atributos de la persona hay que
darle pleno derecho de propiedad para traducir la exigencia, común a Rawls y a los libertaria
nos, de la inviolabilidad de la persona.
una concepción intersubjetiva, que por otra parte rechaza. Si el prin
cipio de diferencia debe evitar utilizar a ciertas personas como medios
para los fines de otras, esto sólo puede ser posible en circunstan
cias donde el sujeto de la posesión es un «nosotros» y no un «yo» (...)
(Sandel, 1982: 80).
Sandel señala que semejante reinterpretación se acomodaría bien
a la concepción de la persona que sugiere el tratamiento que hace
Rawls de las «comunidades sociales» (socialunion), es decir, la familia
y esas otras asociaciones voluntarias cuyos miembros «participan
unos de la naturaleza de otros» y se realizan a sí mismos en activida
des conjuntas (Rawls, 1971: sección 79). Pero esto no implicaría una
revisión radical de su marco de pensamiento. Para Sandel, los liber
tarianos tienen razón en afirmar que la total propiedad de cada uno
para sí mismo es incompatible con la propiedad común de los talen
tos que presupone el segundo principio. La posición «liberal» (en el
sentido norteamericano del término) magistralmente articulada por
Rawls no constituye al final de cuentas más que una amalgama coja
de dos componentes incompatibles.
16. No discuto aquí otros esbozos de solución, a mis ojos menos prom etedores, que
pueden encontrarse en la literatura reciente. Así, Bruce Ackerman (1983: 65-66) critica la po
sición de Charles Fried (1983: 50) —muy semejante en este punto a la de Nozick— observando
que la transform ación de un talento en renta m onetaria está lejos de ser inm ediata y depende
mucho 1) de la educación con la que se beneficia ese talento, 2) de la competencia a la que
está sometido y 3) de la riqueza de la que disponen aquellos a los que interesan sus servicios.
También J. R. Kearl (1977), al que releva James Buchanan (1985: sección III), sugiere que la
colectividad tiene derecho a apropiarse de todo lo que, en el producto social, es atribuible a
la existencia de un m arco jurídico político. Estos argum entos no carecen de interés. Pero si la
educación, las condiciones de competencia y la riqueza de los usuarios son en sí mismas el re
sultado de transacciones voluntarias entre individuos poseedores de sus talentos, no se en
tiende cómo el hecho (central en el argum ento de Ackerman) de que la posesión de un talento
no es la única determ inante causal de la renta puede por sí sola m inar la pretensión del po
seedor del talento a la integridad de esa renta. Por otra parte, si es posible sostener que la con
tribución del m arco jurídico político al producto social crea un potencial para la apropiación
colectiva y por lo tanto para la redistribución legítima, este potencial, sin embargo, está limi
tado, en razón de la libertad de emigración interna (véase nota precedente), a los rendim ien
tos de escala asociados a la producción de semejante marco. (Si un subconjunto de los miem
bros de la sociedad puede proveerse a sí mismo de su m arco jurídico político sin ninguna
pérdida de eficiencia, el argum ento de Kearl no daría a la sociedad global el derecho de de
ducir la m enor parte de su renta.)
17. Locke (1690: 129, sección 25). Más explícitamente: «La Tierra y todo lo que se en
cuentra en ella son dados a los hom bres para el m antenim iento y el confort de su existencia
(...) todos los frutos que produce naturalm ente y los animales que nutre pertenecen en común
a la Humanidad, ya que son producidos por la mano espontánea de la naturaleza y que nadie
goza originalm ente sobre ninguno de ellos de un im perio privado que excluya a los otros
hombres.»
18. Es el joint ownership, que opone, sin por eso defenderlo, al common ownership de
Nozick (Cohén, 1985: 98-99) y al equal prívate ownership de Steiner (Cohén, 1986: 87-90).
tan los individuos.19 Aun si Wilt Chamberlain es el total propietario de
sí mismo, incluidos sus talentos, los bienes que produce —en este
caso sus logros deportivos— no dejarían de ser propiedad colectiva ya
que sólo pueden ser producidos alimentándose de los recursos natu
rales, incorporados en el balón de Wilt, en su calzado, etc., que son
objeto de un monopolio colectivo. (Aunque Wilt jugara al baloncesto
totalmente desnudo y sin balón, sólo podría aportar sus servicios gra
cias al suelo sobre el que salta, al aire que inhala, a los alimentos de
los que sus tejidos logran toda su sustancia.)
Para alejar este escenario colectivista, que no puede dejar de es
tremecerlos, los libertarianos no tienen elección. No pueden, en efecto,
contentarse con responder que se trata de una concepción puramente
arbitraría de la apropiación de los recursos naturales. Esta concepción,
por cierto, no es más que una interpretación entre otras, pero tampoco
menos plausible que otras, de la idea que, si cada individuo se perte
nece a sí mismo, la Tierra, por el contrario, pertenece a todos. Los li
bertarianos, además, sólo pueden reprochar, en este escenario, que la
colectividad se atribuya una parte del producto que excede masiva
mente el valor de los recursos naturales (dado, por ejemplo, por su
productividad marginal) y que priva por esto a los individuos de lo que
les corresponde en razón de su trabajo o de su ahorro. Para los liber
tarianos, en efecto, no puede haber definición objetiva del valor de un
bien. El valor de los recursos naturales, por ejemplo, no es nada más
que la tasa de intercambios voluntarios sobre la base de una distribu
ción justa de los derechos de propiedad. Y lo que aquí se trata de de
terminar es precisamente la estructura fundamental de los derechos de
propiedad. Si la estructura elegida confiere a un propietario (indivi
dual o colectivo) una posición tan dominante que puede reivindicar el
conjunto del producto en pago del factor que provee, los libertarianos
no disponen de ningún criterio independiente de «justo precio» que les
permita juzgar ese pago excesivo.20
8.6. El desmoronamiento
La única estrategia de la que disponen los libertarianos, en con
secuencia, consiste en sostener que el escenario colectivista niega la li
bertad. Un individuo, en efecto, no puede hacer gran cosa sólo con su
19. Que pueda hacerlo no implica, por supuesto, que esté en su interés hacerlo. En es
pecial, una política que no deja a los trabajadores rentas suficientes para que puedan continuar
su trabajo sería legítima según ese principio. Pero no dejaría de ser inoportuna.
20. Este carácter radicalmente subjetivo de la concepción libertariana del valor (mucho
más subjetivo, por ejemplo, que la concepción neoclásica del valor) lo pone bien en evidencia
Steiner (1987: sección 1).
cuerpo, aun para mantenerlo en vida mucho tiempo. Y hacer de todos
los bienes exteriores una propiedad colectiva equivale a someter ente
ramente al individuo a la buena voluntad de la colectividad. Esta ob
jeción al escenario colectivista a mi parecer es innegable.21 Pero para
los libertarianos es una victoria singularmente efímera, que no tar
dará en transformarse en derrumbe. Para poder argumentar que su
solución al problema de la apropiación originaria es superior a la so
lución colectivista, deben necesariamente pasar de un argumento en
términos de propiedad de uno mismo a un argumento en términos de
acceso a recursos exteriores. O, para decirlo en términos sin duda más
familiares, deben necesariamente pasar de un argumento en términos
de libertad formal a un argumento en términos de libertad real.22
El desenlace ahora está próximo. Porque es verdad que en térmi
nos de libertad real, nada puede ser peor (lo que no significa que todo
deba ser mejor) que la propiedad colectiva de todo objeto exterior, y
que en particular las diferentes soluciones propuestas por los liberta
rianos son mejores desde este punto de vista pero nada garantiza que
una de esas fórmulas asegure dentro de lo posible la libertad —real
esta vez— de todos. Y si se rechaza en nombre de la libertad real cier
tas concepciones de la estructura fundamental de los derechos de
propiedad por otra parte compatibles con la libertad formal para to
dos, la coherencia impone que se utilice ese mismo criterio de liber
tad real para todos para seleccionar, entre las fórmulas compatibles
con la libertad formal, la que es mejor desde el punto de vista de la li
bertad solamente. Ahora bien ¿qué puede ser la maximización de la
libertad real de todos sino la maximización de la libertad real de los
que menos la tienen, y sobre qué puede basarse la libertad real sino
21. Cohén (1986: sección 3b) está de acuerdo sobre este punto. El objetivo prioritario
consiste para él en descubrir una constitución económica que combine la libertad individual, o
la propiedad de uno mismo, en un sentido más fuerte que aquel en el que está preservada en el
escenario colectivista, con el tipo de igualdad de condición que en tanto que «socialista» consi
dera promover (Cohén, 1986: sección 5). Este objetivo no es a priori idéntico al que se persigue
en la continuación de este capítulo, donde se tratará de explorar lo que implica la preocupación
exclusiva por la libertad individual (en el sentido fuerte) requerido por todos.
22. Me aparto en este caso de la terminología utilizada por Rawls, que formula un con
traste análogo oponiendo la libertad a su valor: «Entre las limitaciones que definen la libertad,
se cuenta a veces la incapacidad de sacar provecho de los derechos y de las posibilidades que se
ofrecen, que resulta de la pobreza y de la ignorancia y, de una m anera general, de una falta de
medios. No es, sin embargo, mi punto de vista, pienso más bien (I shall not, however, say this,
but rather) que esos datos afectan el valor de la libertad, el valor para algunos individuos, de los
derechos definidos por el prim er principio» (Rawls, 1971: 204). Debe observarse además que,
aunque se distinga la libertad real de la libertad formal, podría desearse no identificarla con la
capacidad. Si, por ejemplo, no puedo pilotar un avión de turismo, puede ser porque esté dete
nido (falta la libertad formal), porque no tenga recursos (falta de libertad real) o porque sea
manco (falta de capacidad). Al salir de la prisión y teniendo el dinero para alquilar el avión, soy
—en la terminología sugerida— libre de pilotar aunque por ser manco sea incapaz de hacerlo.
A continuación, sin embargo, ignoraré esta distinción suplementaria, que discuto ampliamente
en otro lugar (Van Parijs, 1991¿>).
sobre esas ventajas socioeconómicas que necesitamos para realizar
nuestros proyectos de vida, cualquiera que sea la naturaleza exacta de
éstos? Es imposible dejar de reconocerlo: aquí aparece de nuevo el
principio de diferencia.23
Volvamos a trazar, muy brevemente, las dos etapas del argu
mento. La evocación del escenario de apropiación colectiva de la Tie
rra nos permitió en principio percibir que el respeto de la propiedad
de cada uno sobre sí mismo (incluidos sus talentos) dejaba abierto a
la aplicación de los principios de justicia distributiva todo el campo
formado por el producto de la cooperación entre los individuos y la
naturaleza, y no sólo el producto específico de la cooperación entre
individuos, aun entre individuos que poseyeran talentos diferentes. El
examen de las estrategias de las que disponen los libertarianos para
alejar ese escenario ha mostrado luego que sólo el paso de la libertad
formal (para todos) a la libertad real (para todos) podía sacarlos del
atolladero. Puesto que sería incoherente utilizar un criterio para excluir
una fórmula sin utilizarla también cuando se trata de elegir entre las di
ferentes fórmulas posibles, semejante respuesta conduce entonces direc
tamente al principio de diferencia, subordinado, sin embargo, como en
Rawls, al respeto a la propiedad de uno mismo consagrado por el primer
principio.24
29. Las agresiones a la dignidad que implica un sistema de renta mínim a garantizada y
que implican semejantes controles son señalados por François Ost (1988: sección II.2).
30. W alter (1989) aporta una introducción concisa y muy legible al conjunto de la pro
blemática. Van Parijs (1990c) articula de manera más técnica los problemas centrales —tácticos
y normativos— que plantea el debate. Boulanger y otros (ed.) (1985), Van Parijs (1987a), Miller
(ed.) (1988) y la «Newsletter» trimestral del Basic Income European Network dan una visión del
estado de la discusión en Europa. Un núm ero especial de la revista Theory and Society (vol. 15,
n.° 5, 1986; también disponible en español. Zona Abierta, vol. 46/47, enero-junio, 1988) consa
grado a la discusión de Van der Veen y Van Parijs (1986a), y los capítulos 6-10 de Van Parijs
(1993) abordan el tem a en una perspectiva más teórica. Los aspectos específicamente éticos de
la problemática son tratados en Van Parijs (ed.) (1992).
coincidir el marco institucional que deriva según lo expuesto de la po
sición real libertariana con el marco institucional en el que el mismo
Rawls ve la encarnación de sus principios de justicia. Es cierto que
también Rawls se levanta contra una reducción de su posición a una
legitimización del Estado providencia tal como es. Pero lo que opone
a éste no es su superación instaurando, en el nivel más elevado posi
ble, una asignación universal, sino la realización de una «democracia
de los propietarios», en la cual «el acento se ponga en una dispersión
regular a través del tiempo de la propiedad del capital».31 Esta diver
gencia induce la sospecha de que la posición de Rawls no es tal vez,
después de todo, tan «real libertariana» como yo lo he supuesto a lo
largo de esta discusión.
33. Véase, por ejemplo, Rawls (1982: sección III, y 1987: sección 4b), pero sobre todo el
prefacio a la edición francesa de Théorie de la justice\ «Los bienes primarios en la actualidad son
definidos por las necesidades de las personas en razón de su status de ciudadanos libres e igua
les, y en tanto que miembros normales y a parte entera de la sociedad durante toda su vida. Las
comparaciones interpersonales que la justicia política puede verse llevada a hacer deben serlo
en términos de índice de los bienes primarios para los ciudadanos, y esos bienes son considera
dos como respuestas a sus necesidades en tanto ciudadanos y no ya a sus simples preferencias
y deseos» (Rawls, 1971: 11).
el «justo valor de las libertades políticas iguales»), como también,
en el nivel de las implicaciones institucionales, con el privilegio acor
dado a la «democracia de los propietarios».
Si, por el contrario, permanecemos fieles a la definición inicial de
los bienes primarios, los dos principios no pueden conservar estricta
mente la formulación que A Theory of Justice da de ellos. Deben ser
reformulados dentro de la vía real libertariana esbozada anterior
mente. De esto se deducirá, por ejemplo, que el derecho de voto, que
forma parte de las libertades fundamentales máximas de Rawls, ya no
aparecerá entre los bienes cuyo reparto está explícitamente regido por
los principios de justicia. Si el sufragio universal sigue siendo un com
ponente esencial de cualquier estructura básica, entonces por la razón
instrumental que constituirá, de facto, una condición necesaria para
que los intereses de los más desfavorecidos sean estructuralmente to
mados en cuenta.34 Las oportunidades, por otra parte, perderían su
status especial y se añadirían simplemente a los otros componentes de
la libertad real regidos por el principio de diferencia. La teoría de la
justicia tomaría entonces la forma muy simple de un principio que re
quiere la misma libertad formal para todos (la total propiedad de cada
uno de sí mismo) y de un principio que requiere la mayor libertad real
posible para todos (la maximización del valor mínimo del índice de
los otros bienes primarios: bienes primarios naturales, oportunidades,
renta, riqueza, poder, bases sociales del respeto de uno mismo).35
Hablando estrictamente, es esta teoría «real libertariana» (solida
ria con la definición inicial, puramente «psicológica» de los bienes
primarios), y no la teoría explícitamente enunciada por los dos prin
cipios (solidaria con la definición nueva, resueltamente «política», de
los bienes primarios), la que ha sido defendida anteriormente contra
las objeciones esenciales de Nozick. Todos los argumentos utilizados,
sin embargo, siguen siendo pertinentes para proteger contra los ata
ques de los libertarianos al «segundo Rawls», el de la definición «po
lítica». Pertinentes, pero insuficientes. Porque para defender contra
Nozick a ese Rawls más sutil, recurrir solamente a la libertad real en
el sentido adoptado aquí es, por definición, demasiado limitado. Se
necesitará, pues, en este caso, una segunda manga, que no estoy se
guro que pueda ser ganada.
34. Vuelvo más sistemáticamente sobre la naturaleza de las relaciones entre justicia y de
mocracia en la sección 10.9.
35. Debe señalarse que, en esta perspectiva, no es evidente que el prim er principio deba
tener sobre el segundo una prioridad absoluta. La obligación de asistencia a persona en peligro,
por ejemplo, ¿no podría ser justificada como una restricción ligera de la libertad formal que per
mite preservar la libertad real de alguien que corre el riesgo de perderla enteramente?
C a p ít u l o 9
¿UNA RESPUESTA COHERENTE
A LOS NEOLIBERALISMOS?
1. Friedm an (1962), Hayek (1960), Wallich (1960). Por la elección del título éste quiere
precisamente subrayar que sí el socialismo es superior al capitalismo en términos de eficiencia
—¡en esa época, la tasa de crecimiento de la URSS superaba ampliamente a la de EE.UU.!— esto
no debe ser una razón para elegirlo: la libertad tiene un precio que debemos estar dispuestos a
pagar.
2. Véase por ejemplo Hospers (1971), Rothbard (1973, 1982), Friedman (1973), Nozick
(1974), Machan (ed.) (1982), £tc., así como los anteriores capítulos 5-8 y las referencias que en
ellos se .citan.
reglamentaciones, etc.—, sino el fundamento último de los argumen
tos que avanza: si esos diferentes rasgos de la economía mixta son cri
ticables, no es porque sean contraproducentes desde el punto de vista
de sus objetivos confesos de eficiencia o de equidad, sino porque afec
tan a la libertad.
Frente a este doble desafío, existe a mi parecer una respuesta sis
temática particularmente sólida, que a los neoliberales les resulta im
posible recusar porque los ataca en su propio terreno. La presentaré
en dos tiempos que corresponden, en orden inverso, a las dos vertien
tes del neoliberalismo que acabo de describir.
11. Para un argum ento diferente en su contenido, pero estrictamente análogo en su es
tructura, véase McKean (1975: 97-98): «Los costes de transacción (que traban la acción colec
tiva requerida para tom ar en cuenta las extemalidades) tienen efectos menos evidentes y tal vez
mucho más importantes que las formas tradicionales de polución. Por ejemplo, a medida que la
urbanización progresa, que el uso de los automóviles se generaliza y que crece el valor (mer
cantil) del tiempo, puede ser que se haga menos rentable y más costoso para cada individuo cul
tivar y m antener relaciones que sean algo más que superficiales. Si es así, el comportamiento de
cada uno reduce la posibilidad que tienen los otros de anudar relaciones profundas.»
contrario parece muy inoportuno, desde un punto de vista rea] liber-
tariano, sancionar la movilidad de cada uno con miras a preservar la
libertad de otro a conservar sus raíces. ¿No es esto, en efecto, tomar
una pendiente resbaladiza, al término de la cual será necesario, con
toda coherencia, que exijamos que se sancione de m anera similar
a toda persona que abandone a su cónyuge (¡privado de esta manera
de la libertad real de cohabitar con ella!), e inclusive a toda persona
que es objeto de un amor al que no puede corresponder?
13. No carece de razón pensar que en un nivel medio dado, un aumento relativo del ni
vel de las transferencias a las personas de edad en relación con el nivel de las asignaciones fa
miliares tiene un efecto demográfico negativo, tanto porque el incremento de la renta familiar
resultante de un nacimiento resulta disminuidn corno porque es menos necesario tener que con
tar con los hijos en la vejez,
14. Véase sobre todo Singer (1975), Regan (1983), Devall y Sessions (1985). Para una
presentación sintética de estas diferentes corrientes de pensamiento, véase De Roose y Van Pa-
rijs (1991). En A Theory o f Justice, Rawls (1971: sección 77) trata brevemente este tipo de obje
ción. Nuestra actitud respecto de otras especies, dice en esencia, sale del mareo de la teoría de
la justicia, pero ésta no agota todo el campo de la moralidad. Otros aspectos de la crítica ecolo
gista al enfoque «liberal» se alude en la sección 10.7.
temativa sólida al neoliberalismo, con la doble ventaja de atacarlo en
su propio terreno —la libertad— en su componente fundamental, y
de invocar un criterio normativo preciso —el «maximin de libertad
real»— frente a su componente instrumental.
Fortaleza en el debate con el neoliberalismo no significa, sin em
bargo, invulnerabilidad. Pasando revista a una de las objeciones más
serias a la posición real libertariana, he querido mostrar la amplitud
de los desafíos intelectuales que se trata de responder, si es que eso
puede hacerse.15 Si bien me parece de la mayor importancia acordar
a esos desafíos toda la atención que requieren, no dejaré de aventu
rarme a conjeturar que, a fin de cuentas, la posición a la que se diri
gen resulta insoslayable.
15. Por cierto no pretendo haber sido exhaustivo y es notorio que sólo recordé lateral
mente el importante debate' entré los «liberales» y los «comunitaristas». Volveré sobre el tema
en la sección 10.8.
CONCLUSIÓN
C apítulo 10
¿QUÉ ES UNA SOCIEDAD JUSTA?
1. Es lo que Tartarin (1981: 248) llama la óptim a de Marx, por oposición a ia óptima de
Párelo, que estipula sólo que es imposible mejorar la suerte de alguien sin deteriorar la suerte
al menos de otra persona (véase sección 2,2). Para una clarificación sistemática de las nociones
de abundancia y de escasez, véase Van Parijs (1989¿).
igual que si en razón de divergencias cognitivas o evaluativas, la re
presentación del interés de cada uno difiere de una persona a la otra
—una le da una importancia suprema a la ópera y la otra al body-buil-
ding—, entonces aun en caso de un altruismo perfecto, es evidente
que importa mucho menos la manera en que los recursos se distribu
yen. Para que se plantee el problema de la justicia, es necesario pues
que haya escasez y egoísmo (entendido como la negación del al
truism o perfecto en el sentido indicado) o pluralism o (entendido
como la negación de la homogeneidad perfecta en el sentido indi
cado).* En sociedades vastas y diversas como la nuestra, esta segunda
condición es tan fácil de satisfacer como la primera. Las «circunstan
cias de la justicia» son sin duda las circunstancias en las que vivimos.2
7. Aunque no se confunde con él, el liberalismo propietarista tiene lazos evidentes con el
«individualismo posesivo» de C. B. Macpherson (1962). La expresión de igual solicitud está ins
pirada en el equal concern con el cual Dworkin (1986), en conjunción con el equal respect, ca
racteriza su liberalismo igualitario. Los términos «propietarista» y «solidarista» son elegidos am
bos a falta de otros mejores. La discusión que vendrá a continuación permitirá, así lo espero,
desechar cierto núm ero de interpretaciones erróneas que la elección de estos térm inos suele
alentar,-
rechos «naturales» cuyo respeto constituye la justicia. Así, en la tra
dición «libertariana de izquierda» de Thomas Paine y Henry George
(rigurosamente reconstruida por Hillel Steiner), los recursos natu
rales no pertenecen al prim ero que se apropia de ellos, sino por
igual a todos. Por el contrario, en la tradición diam etralm ente
opuesta de los «socialistas ricardianos» Thomas Hodgskin y John
Bray, cada trabajador se convierte en el pleno propietario de la to
talidad del producto de su trabajo, a pesar de los recursos natura
les y los otros medios de producción que usa.8 En todos estos casos,
la injusticia consiste en quitarle a un individuo lo que le corres
ponde en virtud de títulos de propiedad engendrados sin infracción
a partir de títulos iniciales legítimos. La justicia de una distribución
tiene que ver con su genealogía irreprochable.
Para un segundo conjunto de teorías que se remiten siempre al li
beralismo propietarista, la justicia no es, o no es solamente, una cues
tión de genealogía. Requiere la satisfacción de lo que se ha convenido
en llamar una ^cláusula lockeana: una sociedad no puede ser justa si
ciertos individuos conocen en ella una suerte peor que la que tendrían
en el estado de naturaleza. También aquí, la injusticia consiste en
arrancarle al individuo lo que le corresponde, interpretado ahora
como el nivel del bienestar del que gozaría en ausencia de sociedad.15'
Inspirado en Hobbes y en Locke, este enfoque es afirmado por Nozick
(1974: capítulo 7) y Gauthier (1986: capítulo VTI), que incorpora uno
al otro en forma de una obligación que debe respetarse, sobre un en
foque de tipo genealógico,9 Las implicaciones exactas de la teoría de
penden por supuesto mucho de la interpretación que se hace del «es
tado de naturaleza». ¿Se trata, por ejem plo, de un régim en de
inseguridad total, en el que el hombre es un lobo para el hombre, o se
trata simplemente de un tipo de organización social que no se basa en
la apropiación privada de los recursos naturales? ¿Además, podemos
contentarnos con aplicar la cláusula a la cooperación social tomada
30. En todo caso esta combinación es la que ejemplifica (con algunos matices) la teoría
que esbocé al final de los capítulos precedentes. La presento y la defiendo de m anera más siste
mática en Real Freedom for Al!. What (if Anything) Can Justify Capitalism? (en preparación).
Como la teoría de Rawls, esta teoría pertenece, sin embargo, a una categoría híbrida en los tér
minos de la distinción central propuesta aquí. Si, en efecto, el segundo principio de Rawls o un
principio leximin de libertad reai son formas paradigmáticas de solidarismo, es por el contrario
un enfoque propietarista el que expresa el prim er principio de Rawls o un principio de propie
dad de sí mismo (que hacen ambas teoría de las teorías «liberales», definidas más estrechamente
por la exigencia de protección de las libertades fundamentales; véase sección (0,2) son, por el
contrario, aproximaciones propietaristas. La «objeción de los talentos», discutida y refutada an
teriormente (secciones 8.3 a 8.6) en el contexto del debate Rawls-Nozick, se refiere precisamente
a la compatibilidad entre estos dos componentes; ¿hay un medio de ser propietarista en lo que
concierne a los derechos sobre las personas siendo a Ja vez solidarista en lo que concierne a los
derechos sobre las cosas, incluidas las creadas por las personas?
10.7. Las críticas marxista y ecologista
La capacidad de realizar las distinciones articuladas por la tipo
logía presentada es particularmente importante para aclarar las obje
ciones más serias que hayan sido dirigidas al proyecto de elaborar
una teoría liberal de la justicia en el sentido precisado. Examinaré
aquí cierto número de ellas, empezando por algunas objeciones de
inspiración marxista.31 «Las teorías liberales de la justicia, dicen algu
nos marxistas, sólo se preocupan por la distribución, no por la pro
ducción, a la que, sin embargo, desde un punto de vista marxista, la
distribución está subordinada. Son pues incapaces de dedicarse a otra
cosa que a los síntomas, de aprehender la verdadera naturaleza de los
cambios que se imponen.» La tipología presentada hace manifiesta
cómo esta crítica subestima la diversidad de las teorías liberales de la
justicia. En principio, nada fuerza a semejante teoría a limitarse a la
distribución de las rentas. La propiedad de los medios de producción,
el control de las inversiones, el poder en el taller, el acceso a un em
pleo no son distribuenáa menos respetables que el poder adquisitivo.
Y la mayoría de los que consideran que un cambio en el modo de pro
ducción es intrínsecamente deseable piensan en un cambio en la dis
tribución de esas variables. (Por otra parte, es precisamente por esta
razón que algunas teorías normativas que reivindican para sí la tradi
ción marxista, como la de Roemer, pueden cómodamente encontrar
su lugar en la tipología presentada anteriormente.) Además, los que
hacen votos por nuevas relaciones de propiedad por razones que no
tienen que ver con su justicia intrínseca, sino por ejemplo en razón de
su superior eficacia económica, de su mayor racionalidad, de su ca
rácter menos alienante, no escapan necesariamente al marco de las
teorías liberales de la justicia, en la medida en que los principios que
éstas adelantan pueden recomendar, por ejemplo, la maximización del
bienestar, o de la libertad, o del nivel de vida, para todos, para la ma
yor parte o para los menos provistos.
Hay, sin embargo, dos interpretaciones de los argumentos de este
último tipo que los hacen efectivamente salir del perímetro en el que
están confinadas las teorías liberales de la justicia. La primera no
niega necesariamente la importancia de la justicia, sino que rechaza
la exigencia liberal de neutralidad: una concepción de la justicia de
fendible sólo puede ser elaborada en el marco y sobre la base de una
concepción más global de la sociedad buena, incluyendo una visión
particular de la vida buena. Volveré sobre esta versión perfeccionista
de la crítica marxista cuando se discuta la crítica comunitarista.
31. Kymlicka (1989¿¡: capítulo 6) presenta una defensa m atizada de la posición liberal
contra cierto número de objeciones marxistas que se unen parcialmente con el argumento ex
puesto a continuación.
La segunda de estas interpretaciones es la más radical, ya que no
rechaza sólo la versión liberal de las teorías de la justicia. Erige, en
efecto, en objetivo no la realización de alguna concepción de la justi
cia, sino la superación de las «circunstancias de la justicia», el adve
nimiento de una situación donde el problema de la justicia ya no se
plantee. El medio de llegar a eso, en esta interpretación, no consiste
en transformar al hombre, hacerlo intrínsecamente altruista —lo que
no sería suficiente y de todas maneras no es necesario (véase la sec
ción 10.1)—, sino en hacer que surja un régimen de abundancia. Se
trata pues, sin consideraciones hacia la justicia, de promover el pro
greso técnico y de acumular el capital de tal manera que, muy pronto,
se alcance la abundancia y la búsqueda de la justicia resulte obsoleta.
Dudo, sin embargo, de que alguien esté dispuesto a defender ese sa
crificio integral de la justicia a la eficiencia. No sólo semejante sacri
ficio corre el gran riesgo de resultar contraproducente: que los miem
bros de un sistema lo perciban como inicuo amenaza gravemente su
funcionamiento. Además, el desarrollo de la crisis ecológica sin duda
ha minado definitivamente la fe en el advenimiento de un régimen de
abundancia en el sentido requerido, único susceptible de legitimar ese
sacrificio.
Esto nos lleva a la crítica arraigada, a la inversa, en la toma de
conciencia ecológica. En su versión más superficial, esta crítica con
siste en reprochar a las teorías liberales de la justicia que no tomen en
cuenta aquello cuya importancia hoy brilla a los ojos de todos: las ex-
ternalidades del entorno y la suerte de las generaciones futuras. Pero
aun en el caso de teorías liberales de tipo propietarista, ésa es una
acusación injusta. Todo el esfuerzo de David Gauthier encuentra pre
cisamente su fuente en su insatisfacción respecto de las teorías liber-
Larianas desde el momento en que la competencia perfecta se ve per
turbada por externalidades, y una de las ventajas de su teoría consiste
según él en el hecho de que aporta al problema de la justicia interge
neracional una solución que le parece intuitivamente más atrayente
que la de Rawls y la de los utilitaristas.32 A fortiori, estas dimensiones
pueden en principio ser integradas en teorías de tipo solidarista, sean
éstas agregativas o distributivas. Nada las fuerza, en efecto, a reservar
la «igual solicitud» que las caracteriza sólo a los miembros de la ge
neración actual, ni a confinar esta solicitud en lo que afecta directa
mente al consumo privado de bienes manufacturados, con desprecio
total por la contribución masiva de los bienes del entorno a los recur
sos, al bienestar o a la libertad.
32. Véanse, respectivamente, Gauthier (1986: 223) y Gauthier (1986: 302-305). Esta bús
queda de un aiiado en la intuición entra en conflicto, por otra parte, con la metodología explí
cita de Gauthier (véase sección 2.7).
Pero es precisamente a este tipo de respuesta a la que replica la
versión más radical de la crítica ecologista. Procediendo como lo su
giere la respuesta, en efecto, esforzándose por incluir los bienes del
entorno en el stock que debemos administrar de manera justa y efi
ciente, no se hace más que seguir extendiendo la impronta de la lógica
industrial. Porque ésta, lejos de poner fin a la misma, ha instaurado
el reino de la escasez, destruyendo los bienes comunales cuyo uso es
taba sometido a reglas consuetudinarias y haciendo del planeta un
simple depósito de recursos mensurables, explotables, divisibles.33 Cu
riosamente, volvemos a encontrar así una variante de la crítica mar-
xista radical —el problema clave es el problema de la escasez, no el
problema de su gestión justa—, con esta gran diferencia: en este caso
está excluido pensar en resolver el problema con una expansión de la
producción material, ¿Qué otra solución se puede imaginar? La res
tauración de una relación diferente en la Tierra que recuerde, sin
identificarse con ella, la relación que las comunidades campesinas
mantenían con sus bienes comunales, está acompañada por una au-
tolimitación de nuestras necesidades. Pero ¿cómo justificar a los ojos
de aquellos, ricos o pobres, cuya suerte se vería negativamente afec
tada si se sustrae un desierto o un bosque, una especie o un planeta a
la explotación humana? A falta de poder invocar una visión particular
de la relación con la naturaleza o de las necesidades humanas que to
dos compartirían (si lo hicieran, el problema estaría resuelto), es ne
cesario poder argumentar que lo que se sustrae a la lógica industrial
no supera la parte de recursos que puede ser equitativamente atri
buida a los que se adhieren a esta visión del mundo, o apelar a efec
tos externos de los que todos pudiéramos beneficiarnos aunque fuera
a largo plazo. Pero ni en uno u otro caso se escapa a la lógica de la
gestión calculadora. Se continúa asimilando la Tierra a un depósito de
recursos cuyo uso y frutos deben repartirse de la manera más justa
posible.
Esta crítica ecologista radical sugiere, sin embargo, otra, más aco
modaticia, que no pretende rechazar, como no pertinente o contrapro
ducente, el proyecto de una teoría de la justicia sino que se contenta
con afirmar su insuficiencia, En un mundo sometido a condiciones eco
lógicas cada vez más dolorosas, sólo se puede esperar que la preocupa
ción por la justicia tenga algún impacto si una parte importante de las
poblaciones afectadas adoptan una concepción de la vida buena, y por
lo tanto de la sociedad buena, que no esté centrada en la persecución
de un consumo material cada vez más incrementado, En las círcuns-
33. Inspirada en Illich (1983), esta posición fue desarrollada en sus implicaciones con
cretas por Sachs (1988) y Achterhuis (1988, 1991). La discuto, más en detalle, en Van Parijs
í 1989(3 y 1991c),
tancias presentes, en otros términos, es más importante que nunca que
la justicia no agote el contenido de la ética: no hay otra esperanza que
la de impedir que la escasez llegue a ser extrema, y de esta manera pri
var a la preocupación por la justicia, no de toda pertinencia, sino de
toda eficacia,J4 Como en la interpretación de la crítica marxista dejada
en suspenso, reencontramos aquí la idea de que es esencial no renun
ciar demasiado rápido a la ambición «perfeccionista» de definir el con
tenido de la sociedad buena, Una variante de la misma idea ocupa el
centro de la crítica comunítarista a las teorías liberales de la justicia,
que han marcado profundamente la filosofía política norteamericana
de la década de los ochenta. Ahora me dedicaré a esa crítica.
37. Véase el capítulo 1. Como lo señala Larmore (1988: 21 ¡-212), Williams (1985: 99-
100), por ejemplo, no discute que éste sea el método apropiado para la ética.
38. Lo que es compatible con la tesis —común a los que (como Rawls y Dworkin) utili
zan el argum ento de los gustos dispendiosos para rechazar el «welfarismo» en favor de una mé
trica de los bienes o de los recursos (véanse secciones 3.4 y 7.3)— de que los individuos pueden
generalmente ser considerados responsables de sus preferencias: que no las hayan forjado de m a
nera soberana no implica que no puedan deshacerse de ellas.
39. Se encuentran variantes de esta crítica en autores tan diferentes como el «tomista»
Maclntyre (1981, 1988) y los «radicales» Bowles y Gíntis (1986). La tensión entre esta tercera
crítica com unitarista y la precedente la pone útilmente en evidencia el esclarecedor artículo de
Walzer' (1990 : secciones II-IV).
han nacido, portadores de identidades frágiles, de fidelidades preca
rias, de compromisos efímeros. Y sería difícil pretender que la preo
cupación «liberal» de perm itir equitativam ente a todos buscar la
realización de su concepción de la vida buena (cualquiera sea la in
terpretación exacta que se propone de esa preocupación) es ajena a
esta evolución. Por justa que pueda ser, semejante sociedad atomi
zada, lugar de competencia omnipresente y de cooperación ocasional
entre individuos que persiguen cada uno sus fines ¿ofrece la imagen
de una sociedad deseable? ¿No debe incluir una dimensión comunita
ria que la justicia liberal, por imperfecta que sea en su realización, ya
ha planteado seriamente y que la continuación del esfuerzo para ase
gurar la «neutralidad» del Estado corre el riesgo de terminar por abo
lir totalmente? Si se le otorga a esta dimensión comunitaria más que
una importancia marginal ¿no se debe por lo tanto rechazar como
profundamente pernicioso el proyecto mismo de una teoría liberal de
la justicia?40
Para responder a esta grave objeción —que se une por otra parte
a las versiones perfeccionistas de las críticas marxista y ecologista—
percibo cuatro estrategias. La primera consiste en reprocharle de
poner demasiado cómodamente en el mismo saco el conjunto de las
teorías liberales de la justicia. Ya he indicado anteriormente cómo el
contenido de estas teorías podía variar, y nada excluye que tal o cual
teoría liberal en especial ofrezca menos el flanco que otras a la ob
jeción que acabo de formular. Me contentaré con un solo ejemplo.
La justificación ética de la asignación universal —a la que he hecho
breves alusiones en los tres capítulos que preceden— presupone una
crítica del modo de distribución de las rentas en nuestras sociedades
socialdemócratas y de la particular concepción solidarista de la jus
ticia que la estructura. Ésta considera fácilmente establecido que la
medición de la justicia está dada por la renta monetaria o las opor
tunidades de acceso a esa renta, o por otras variables que están
directamente asociadas con ella. Introduce así una desviación implí
cita frente al valor del tiempo libre, que la interpretación más cohe
rente de la concepción liberal de la justicia exige que corrija-
mos. Y cuando se hace esta corrección, una renta incondicional
—una asignación universal— se vuelve justificable en una perspec
tiva solidarista.41 Ahora bien, la introducción de tal renta tiene todas
40. Generalizo aquí la crítica que dirigí anteriorm ente (sección 9.4), a partir de una
ejemplificación particular, a la versión («real libertariana») del enfoque libera! que no parece la
más fuerte.
41. Ésta es al menos la tesis que me he esforzado por establecer en otra parte. En Van
Parijs (1990c), m uestro cómo sólo la rectificación de una variable favorable a la dimensión renta
puede dar posibilidades a una justificación de la asignación universal. Van Parijs (1991c) pre
senta el eslabón crucial de la argumentación.
las posibilidades de tener un efecto estabilizador en las comunida-
des locales —la presión económica a la movilidad geográfica se sua
viza— y en consecuencia reduciría, con relación a lo que se des
prende de concepciones de la justicia más focalizadas sobre la renta,
los efectos dislocadores de la justicia liberal denunciados por la
crítica comunitarista— al igual que reduciría la sumisión a la alie
nación de la competencia mercantil o a la relación salarial, denun
ciada en la versión perfeccionista de la crítica marxista. Para decirlo
de otra manera: no hay ninguna necesidad de hacerse perfeccionista
para justificar ciertas medidas que tienen por efecto estabilizar co
munidades locales o apoyar el desarrollo de la esfera de actividades
llamada autónoma; basta con invocar una concepción liberal de la
justicia que sea verdaderamente neutra entre las diferentes concep
ciones de la vida buena.42
Pero esta primera estrategia corre un gran riesgo de ser juzgada
insuficiente. Contentándose con ser intransigente en materia de neu
tralidad es, por ejemplo, incapaz de legitimar la menor intervención
del Estado en materia de promoción o de preservación de la cultura
común o de las subculturas esenciales para la viabilidad de las comu
nidades activas. Y aquí es donde se ofrece una segunda estrategia: una
cultura es un bien público, en el sentido económico del término, es de
cir, un bien cuyo «consumo» es prácticamente imposible prohibírselo
a los que no hacen nada para contribuir a él. Es lícito para una teoría
liberal de la justicia justificar una intervención pública que tenga
como único objetivo remediar una producción subóptima de bienes
culturales. Se puede así intentar justificar, en el marco estricto de la
neutralidad liberal, la atribución de subvenciones públicas a manifes
taciones culturales aparentemente restringidas a una elite, pero que
benefician a todos —aunque sea de manera indirecta y probabilista—
regenerando el lenguaje común.« Si se admite además que hay im
portantes rendimientos de escala en el «mantenimiento» de una cul
tura y que la identidad cultural es un «bien primario» que reviste una
importancia específica, también se pueden justificar, siempre en el
marco estricto de la neutralidad liberal, subvenciones específicas a las
minorías culturales, permitiéndoles preservar su lengua y sus eos-
trumbres,44 Este tipo de argumento, además, no concierne sólo a los
bienes culturales. Se puede, por ejemplo, justificar de manera estric
tamente análoga medidas que tienden a reducir los obstáculos que en
42. En Van Parijs (1991«), precisa adumds la relación cntiv el aliento aldesarrollo de la
estera autónoma o no alienada y bis exigencias dt? la justicia.
43. Véase en este sentido Dworkin (1984).
44. . Véase en este sentido la segunda parte de Kymltcka (I989n), yue aplica su análisis al
caso de los indios del Canadá.
cuentra, por su naturaleza de bien público, cualquier forma de orga
nización colectiva.43
Es posible que la adopción de un principio verdaderamente neu
tro y de intervenciones adecuadas en materia de bienes públicos bas
ten para detener el proceso de dislocación de las comunidades o, al
menos, para frenarlo suficientemente para que deje de ser inquie
tante. Pero supongamos que ése no sea el caso y que las «cuatro mo
vilidades» (geográfica, social, matrimonial, política) inherentes a una
sociedad liberal continúen socavando lo que le queda de comunitario.
Un liberal puede entonces recurrir a un tercer tipo de argumento, de
naturaleza instrumental. Si, por ejemplo, como muchos autores co-
munitaristas lo afirman,46 la dislocación de las asociaciones interme
diarias —las parroquias, los clubes, los sindicatos— corre el riesgo de
llevar, por efecto no de una implicación lógica sino de un mecanismo
sociológico, a un Estado fuerte, a un régimen totalitario que amenace
profundamente la realización de la concepción liberal de la justicia
que consideramos, entonces no es por cierto justo pero sí justificable
en nombre de la realización menos mala posible del ideal de justicia
apartarse de la neutralidad liberal para tomar medidas que favorezcan
la preservación de esas asociaciones intermediarias.
En la misma vena, a un liberal le es perfectamente posible justifi
car instrumentalmente la promoción voluntarista de una participa
ción activa de los ciudadanos en la vida pública, es decir, ese «repu
blicanismo cívico» que comunitaristas como Michael Sandel oponen
a veces a la posición liberal,47 Y también le es posible, según la misma
lógica, tomar por su cuenta la versión perfeccionista de la critica eco
logista mencionada más arriba. Es legítimo crear, dentro de lo posi
ble, instituciones que alienten el desarrollo de cierta concepción «pos-
m aterialista» de la vida buena, siem pre que la difusión de ésta
condicione la factibilidad política de la exigencia de justicia en un
mundo ecológicamente amenazado. En todos estos casos se trata in
45. Véase en este sentido Walzer (1990: sección VII), que interpreta, sin embargo, tales
medidas, que se hacen necesarias por el problema del «pasajero sin billete» (fre-e rider), como
desviaciones con relación al idea! del Estado neutro.
46. Véase, por ejemplo, Sandel (1984). Walzer (1990; sección V),
47. Rawls (1988), por ejemplo, admite plenamente esta posibilidad, pero se preocupa por
distinguir la justificación liberal instrumental de la participación activa de los ciudadanos que
se encuentra en el republicanismo clásico (se requiere esta participación para impedir que una
m inoría se apodere del Estado par« imponer sus intereses de clase o su fervor religioso) de la
justificación perfeccionista que se encuentra en el humanismo cívico (esta participación forma
parte de la esencia normativa del hombre). Con el nom bre de «libertad política», Benjamín
Constant (1819: 285, 289) justificaba esta participación de manera estrictamente análoga: «La li
bertad individual, lo repito, ésa es la verdadera libertad moderna. La libertad política es su ga
rantía; la libertad política en consecuencia es indispensable (...). Renunciar a ella, señores, sería
una demencia semejante a la de un hom bre que, con el pretexto de que sólo vive en el primer
piso, pretendiera construir sobre la arena un edificio sin cimientos»,
discutiblemente de violaciones de la exigencia de neutralidad inhe
rente a las concepciones liberales de la justicia, pero con una desvia
ción que se justifica, sin embargo, como instrumentalmente requerida
para la búsqueda de ese mismo ideal.
Puede ser que esta tercera estrategia que los liberales tienen a
su disposición baste para darnos todas las garantías posibles. Pero
puede suceder también, precisamente porque las premisas factuales
alarm istas invocadas por algunos comunitaristas resultan exagera
das, que no permita justificar gran cosa. Si las perspectivas de fu
turo de la justicia liberal están un poco ensombrecidas por la deli
cuescencia de las asociaciones interm ediarias o por la atropía de la
vida política, esta tercera estrategia no aporta al liberal ninguna ra
zón para frenar un proceso en el cual las dos primeras estrategias
no hubieran bastado para quitarle su carácter inquietante. Le
queda entonces una cuarta estrategia. Ésta consiste en afirm ar que
si la justicia liberal exige la neutralidad, el Estado no debe por eso
ser neutro, porque la justicia no constituye sino uno de los num e
rosos objetivos que el Estado tiene la función de perseguir. Y si,
para hacer a la sociedad mejor, hay que favorecer algunas concep
ciones de la vida buena no se necesita una conexión instrum ental
con la justicia para hacerlo admitir.
Para los defensores de una teoría liberal de la justicia, esta estra
tegia es mucho más onerosa que las otras tres, porque si la justicia no
es objetivo exclusivo del Estado, o al menos si ella no es «la primera
virtud de las instituciones sociales», en un sentido suficientemente
fuerte para que aquello (fuera de la simple supervivencia) que no es
reducible a ella no aparezca, en cuanto a los recursos movilizados,
sino como un capricho insignificante,48 el interés de elaborar una teo
ría autónoma de la justicia se encuentra muy considerablemente re
ducido. Porque ¿para qué intentar determinar qué es una sociedad
justa si la justicia no es más que un ingrediente entre otros de lo que
constituye una sociedad buena? ¿Pero es adecuado recurrir a este tipo
de estrategia? Recordemos, en efecto, el anclaje de la perspectiva li
beral en el reconocimiento de un pluralismo insoslayable.49 Lo que
motiva la opción por una concepción liberal de la justicia, lo observé
48. No olvidemos que en una concepción agregativa o mixta, las consideraciones de efi
ciencia están integradas en la justicia. La «primacía» de la justicia sobre las «virtudes» que no
incorpora no es necesariamente lexicográfica. Así Barry (1989: 356) juzga «loco» justificar las
subvenciones a la ópera invocando un argumento de justicia social y afirma que otros objetivos
loables de los poderes públicos bastan plenamente para legitimarlas. Pero toma la precaución
de estipular que las subvenciones de las que se trata en su ejemplo no constituyen más que «una
fracción ínfima de la renta nacional de un país rico».
49. Véase la sección 10.2. Dejaré de lado el otro anclaje posible —el que caracteriza al li
beralismo abarcador—, que excluye por definición toda desviación entre la sociedad justa y la
sociedad buena.
al pasar, motiva al mismo tiempo la prioridad. Afectar recursos im
portantes a usos que no pueda, directa o indirectamente, reivindicar
una teoría liberal de la justicia, es exponerse al reproche de discrimi
nación en favor de grupos que aprovechan lo máximo de este uso.
Y el resentimiento, la rebelión, los conflictos que de ellos resultan o
resultarían, fundamentan para muchos el atractivo principal de las
concepciones liberales de la justicia y de la prioridad acordada a ésta.
Pero al mismo tiempo, muestran los límites de esta cuarta estrategia,
en la hipótesis de que el liberal no considerara demasiado oneroso re
currir a ella: apartarse sustancialmente de lo que exige la justicia para
oponerse al hundimiento de las comunidades corre el riesgo de afec
tar gravemente la cohesión de la sociedad global. En una sociedad
profundamente pluralista, en otros términos, no hay, o casi no hay, lu
gar para un arbitraje entre justicia y comunidad. La justicia liberal no
es una amenaza para la dimensión comunitaria, es el medio de con
servar lo que aun puede serlo. Las limitaciones de la cuarta estrategia
aparecen, de esta manera, como las limitaciones inherentes aJ aban
dono de la posición liberal. Si las tres primeras estrategias, compati
bles con ésta, no bastan para frenar la erosión de la dimensión co
munitaria, es porque esa erosión es imparable.
52. Discuto con más precisión las relaciones entre democracia y justicia solidarista en
Van Parijs (1994).
53. Y se unan al mismo tiempo a aquellos que —como Salvatore Veca en Italia, Percy
Lehning, Jos de Beus y Robert van der Veen en los Países Bajos, y todos los que han contribuido
a la difusión reciente del pensamiento de Rawls en Francia— me han precedido en este camino.
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FUENTES
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