Sujeto de La Educación Primaria
Sujeto de La Educación Primaria
Sujeto de La Educación Primaria
enseñar.
Cada sujeto es una multiplicidad infinita cuya subjetivación depende de ciertas circunstan-
cias: se es sujeto en situación y de la situación. “El sujeto de la educación es un sujeto funda-
mentalmente colectivo porque surge de una combinación de distintos elementos, sin los cuales
no sería posible (maestros, estudiantes, conocimientos, practicas). Por lo tanto, no hay sujeto
preexistente, sino que hay un sujeto de y en las situaciones educativas”.
Somos testigos, sujetos y objetos, de una fenomenal fractura del discurso de la modernidad
en torno al sujeto. Los planteos posmodernos coinciden en generalizar la caída del proyecto
ilustrado y el agotamiento de la razón moderna. Podemos reconocer que transitamos un mo-
mento histórico atravesado por las ideas de lo provisorio, fugaz y transitorio, y también por la
noción de riesgo debido a la socialización de las destrucciones de la naturaleza. (Beck)
Butler acuña el concepto de vidas precarias para denunciar la diferencia entre el desamparo
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La cuestión del sujeto de la educación y en la educación debe ser tratada sin que nuestro
compromiso con los derechos del niño nos lleve a desconocer el carácter político del proyecto
escolar y las decisiones que involucra sobre la manera en que nuestras sociedades (atravesadas
por la escuela) producen subjetivación.
Podemos definir al sujeto de/en la educación como un sistema complejo. Es un objeto carac-
terizado por fenómenos que interactúan con distintos elementos del dominio de distintas disci-
plinas. Es un campo en construcción y sumamente dinámico. En el concurren distintas disci-
plinas. La filosofía que aporta debates sobre la noción misma de sujeto y sobre la crisis de la
modernidad; la sociología que aproxima nociones importantes para plantear las dinámicas de
la acción de los sujetos; la antropología que ilumina contrastivamente aspectos poco visibles de
la experiencia contemporánea; la psicología que se convierte en una referencia valiosa para
entender los procesos de constitución subjetiva y la pedagogía.
Por otro lado, la escuela somete a los niños y adolescentes a un cierto régimen de trabajo
(que se cree justificado por el beneficio de los aprendizajes) que intervienen productivamente
en un desarrollo subjetivo que no puede pretenderse “natural”. El régimen de trabajo escolar
contribuye a constituirlos no sólo como alumnos sino también como niños o adolescentes. La
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escuela define lo que es esperable y lo que no: no sólo lo que significa un alumno medio, sino
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también un niño normal, ofreciendo a ambos como términos de comparación para el compor-
tamiento y el desempeño de los sujetos reales.
Se debate con las asignaturas que adoptan un enfoque evolutivo naturalista, y ese debate
justifica una selección de contenidos que incorpora dimensiones de análisis poco trabajadas en
tal enfoque, como las relativas a las condiciones pedagógicas de la escolarización y su posible
impacto en la formación subjetiva.
Pero el perfil disciplinar de una Psicología Educacional obliga a mantener los contenidos
dentro de los parámetros centrales de la disciplina como tradición de investigación.
En los últimos años se han producido cambios radicales en la experiencia infantil. Estos
cambios se inscriben en los cuerpos de los niños pero deben ser leídos como signos de trans-
formaciones más generales:
Los cambios en los modos de transitar la infancia comprometen nuestros propios posicio-
namientos en tanto adultos y ponen en evidencia, día a día, los límites de lo que sabemos y de
lo que podemos en relación con los niños. Si hay nuevos niños, hay nuevos adultos.
Se trata de asumir la pregunta “¿Qué hay de nuevo en las nuevas infancias?” compromete
también las categorías con las que tradicionalmente juzgamos lo que era o no deseable para el
conjunto de los niños y de aceptar, con toda incomodidad que esto implica, que éste no parece
ser hoy un juicio fácil de formular.
Diker aborda algunos de los procesos que, en el curso de los últimos 25 años, han introdu-
cido cambios significativos en las condiciones sociales de la experiencia infantil y han incidido
en la reorganización de los discursos y de las prácticas institucionales sobre la infancia:
Reconocimiento de los niños como sujetos de derecho;
El aumento de la población escolar;
Empobrecimiento sin precedentes de la población infantil;
Diversificación y expansión de un mercado de consumo cada vez más meticulosamente
orientado a los niños;
Reconfiguración de las posiciones adultas y de las relaciones de autoridad.
La realidad que vive cada niño es diferente, ¿qué hay en común entre una niña que es ma-
dre a los 12 años y una que no? Y, ¿entre los niños que trabajan o cuidan a sus familias con
otros que utilizan su tiempo libre en instituciones de recreación o de complementación de su
educación escolar?” podemos decir que “todos son niños”, pero debemos reconocer que no todos
transitan la misma infancia.
Ésta se nos presenta con una radicalidad tal que hace estallar las categorías disponibles para
pensarla y desborda la capacidad de las instituciones (familiares, educativas, judiciales, sanita-
rias, etc.) para procesarla.
Frente a esto, los discursos actuales se han ido poblando de nuevos nombres destinados a
reconocer “lo que hay de nuevo en la infancia”: infancias, nuevas infancias, infancia hiperrea-
lizada e infancia desrrealizada, cyberniños, niños-adultos, niños vulnerables, niños en riesgo,
niños consumidores, etc.
También se generaron diversas hipótesis acerca de “lo que queda de infancia en lo nuevo”,
llegándose a postular que estamos asistiendo al fin de la infancia.
“Con cada nacimiento algo singularmente nuevo entra al mundo” Arendt. Con esto se re-
fiere al nacimiento como acontecimiento biográfico de la acción humana, que al mismo tiem-
po que asegura la continuidad del mundo marca el advenimiento de algo radicalmente nuevo,
irreductible a lo ya existente.
Es que como dice Larrosa, un niño que nace es “algo otro” que aparece entre nosotros. No
podemos anticipar del todo qué serán, como serán, ni que harán en el mundo con lo que les ha
sido dado. Por supuesto, aun antes del nacimiento, desplegamos sobre ellos una innumerable
cantidad de gestos destinados a reducir esa extranjeridad, a conjurar la alteridad radical que
trae consigo cada nueva vida, para convertir a los recién llegados en uno de los nuestros; estos
gestos están hechos de saberes anticipatorios, de expectativas, de deseos, de mandatos familia-
res y sociales. Ahora bien, lo que no podemos anticipar es de qué modos singulares se combi-
naran esos gestos, cómo impactaran o cómo contribuirán a hacer de nuestros niños lo que son.
Tampoco podemos anticipar que le harán al mundo, a nuestro mundo, al que llegan como
extranjeros.
Debemos impedir que el mundo “sea devastado y destruido por la ola de recién llegados
que arriban a él con cada nueva generación.” De hecho, buena parte de lo que se hace en rela-
ción con la infancia tiene el propósito de anticipar, reducir, orientar y controlar los efectos de
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su acción, lo que lleva a las sociedades contemporáneas a la pretensión de saberlo todo sobre el
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Si la infancia esta llamada a irrumpir el orden social y familiar instituido portando la pro-
mesa de renovación del mundo, si esa promesa es irreductible a lo que ya sabemos y a los que
ya somos, si la infancia está, por lo tanto, llamada a sorprendernos, entonces: ¿Cuándo la sor-
presa se convirtió en desconcierto?¿ Cuándo lo nuevo se volvió hostil?
Debido a diferentes procesos de registran cambios en el modo en que los “nuevos” in-
gresan al mundo y en el que el mundo les es presentado:
Hay miles de pantallas presentando una infinidad de mundos (reales y virtuales) a la
que los niños llegan sin intermediación adulta (educadores, padres, etc.
Fuera de las pantallas hay un mundo que tampoco parece esperarlos, donde no hay lu-
gar para todos y donde una parte de la infancia se configura como un resto material.
En este escenario…
Los adultos están cada vez menos convencidos acerca de cuál es “nuestro mundo” y
cuál es nuestro lugar en él; sin saber que reservábamos a los niños, sin entender cuál es el
mundo en el que vivimos y por el que deberíamos responder.
Las instituciones y las políticas tampoco están pudiendo responder por los que llegan.
Como generación nos mostramos a veces impotentes y a veces indiferentes frente a la brutal
fragmentación social que en las últimas décadas ha encontrado en los niños sus principales
víctimas, y que condena a buena parte de la población infantil a la exclusión. Y aunque soste-
nemos todavía (en las familias, en las escuelas) el gesto de la transmisión, este resulta ineficaz.
Si hoy la infancia nos sorprende de una manera particular es también porque conmueve
las certezas que históricamente habíamos construido acerca de cómo los niños son y deben ser,
acerca de lo que harán en su devenir con el mundo. Hoy ese saber se muestra ineficaz para dar
cuenta de la multiplicidad de modos de transitar la infancia.
Entonces aparece el desconcierto: los niños ya no son lo que eran, devienen adultos por
caminos diferentes a los previstos. Y con frecuencia estamos más dispuestos a dudar de la
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realidad, que del saber sobre la infancia que tan pacientemente hemos acumulado; entonces
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Hay coincidencia entre los historiadores en que entre los siglos XVI y XVII se registran rup-
turas significativas en las formas que adoptan los intercambios afectivos con los niños, en el
lugar que se les otorga en la vida adulta, en las formas de sociabilidad que se propicia y en el
modo en que son representados. Estos cambios se han asociado a procesos históricos localiza-
dos en Occidente en ese período: la expansión de la urbanización, las mejoras sanitarias que
permiten controlar crecientemente la mortalidad infantil, la reconfiguración de las estructuras
familiares, la delimitación del ámbito de la vida privada, la expansión de instituciones educati-
vas especialmente destinadas a los niños en el marco de las estrategias reformistas y contrarre-
formistas del siglo XVI y de la escuela de caridad para niños pobres en el XVIII. En el marco
de estos procesos se modifican las concepciones y prácticas sobre la infancia. Los niños pasan
de compartir las actividades sociales, productivas, lúdicas, educativas, inclusive sexuales, de
manera relativamente indiferenciada con los adultos, a ser reconocidos como sujetos que re-
quieren atenciones y cuidados específicos, por lo cual deben ser segregados del mundo de los
grandes.
Este nuevo modo de concebir la infancia se caracteriza por la articulación de un doble sen-
timiento respecto de los niños: el amor filial, que se teje en el marco del nacimiento de la vida
privada familiar que propicia un vínculo más íntimo y más prolongado con los hijos, y la seve-
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Seguimos convencidos de que los niños tienen una mayor capacidad de aprendizaje que los
adultos. Del mismo modo, la incapacidad para distinguir de manera autónoma el bien del mal,
sigue resultando un argumento utilizado en los debates acerca de la baja en la edad de impu-
tabilidad de los menores. De hecho, el desconcierto que hoy nos provocan los niños cuando en
relación con algunos asuntos saben más que nosotros, cuando revelan altos márgenes de auto-
nomía para sobrevivir sin la protección adulta o para acceder a conocimientos de alta comple-
jidad sin nuestra intervención, o, cuando por diversas razones nos provocan temor, solo puede
explicarse por su confrontación respecto del modo en que concebimos todavía la naturaleza
infantil: incompleta, carente de racionalidad y moral propias, dependiente, ingenua, inocente,
asexuada,
Entre ellas, la separación del mundo adulto y la reconfiguración de unos espacios y tiempos
sociales especialmente destinados a su protección y a la orientación de su desarrollo: la familia
y, ya en el siglo XIX, la escuela. El “encierro” de la infancia en estas instituciones, que recono-
cemos hasta el día de hoy como los espacios naturales de educación y crianza, produce un
efecto a primera vista paradojal: al mismo tiempo que inscribe al niño en el territorio de lo pú-
blico y lo coloca bajo la órbita de la vigilancia y control del Estado (a través de la escuela, las
políticas sanitarias y la justicia), lo sitúa en el ámbito privado de la familia, resguardado de la
mirada pública.
El conocimiento sobre la naturaleza infantil, al mismo tiempo que describe, termina pres-
cribiendo la orientación del desarrollo “normal” que será el punto de referencia para la forma-
ción de los niños tanto en el ámbito público como privado. Se trata de un conocimiento “nor-
malizador”.
En la actualidad, son muchos los fenómenos que ponen en discusión la pretensión univer-
salizante y normalizadora que contiene el concepto mismo de naturaleza infantil. Entre otros:
el reconocimiento de la validez de prácticas culturales de crianza diversas; la visibilización y
creciente diversificación de las configuraciones familiares; la constatación de lo que Baquero
denomina “fracaso escolar masivo”, que muestra una escala del desvió que sin dudas pone en
discusión la norma; el reconocimiento de la heterogeneidad de los grupos escolares, tanto por
el fenómeno de la sobreedad, que muestra grupos etáreos cada vez menos uniformes, como
por la visibilización de diferencias sociales y culturales que dan lugar a una diversidad de con-
diciones de aprendizaje.
Por otra parte, tanto la familia como la escuela parecen cada vez menos capaces de asegu-
rar la producción normalizada de los cuerpos infantiles y se encuentran cada vez con mayores
dificultades para sostener con la eficacia de antaño el encierro de los niños, que, tanto en la
calle como en las pantallas, se encuentran hoy con el mundo sin intermediación adulta.
El niño actual ya no es producido por el discurso escolar ni el estatal, sino por las prácticas
mediáticas: “lo que el niño puede, lo que el niño es, se verifica fundamentalmente en la expe-
riencia del mercado, del consumo o de los medios: puede elegir productos, servicios; operar
aparatos tecnológicos; opina; ser imagen…”. Esto llevaría a la “destitución de la infancia”.
Por su parte, Sandra Carli refiere a las figuras del niño peligroso y del niño victima que,
también visibilizadas mediáticamente, se instalan como representaciones sociales en las que la
asimetría se diluye y la responsabilidad del adulto se desdibuja. Narodowsky encuentra en la
calle y en el trabajo infantil el ámbito de producción de una infancia que se presenta autóno-
ma, independiente, que no suscita los sentimientos adultos de protección ni de ternura, que se
“des-realiza” como infancia en la medida en que transita un mundo sin adultos y sin Estado
protector.
Finalmente, también la definición del niño como sujeto de derecho está introduciendo, se-
gún algunos autores, modificaciones significativas en la concepción moderna de infancia. Así,
cuestiones como la ciudadanía infantil, la responsabilidad, el derecho a elegir, a ser escuchado,
etc., tensionan los atributos asignados por la modernidad a la infancia y conmueven el lugar de
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los adultos, de las políticas de protección de la infancia y de las instituciones que, muchas ve-
ces en nombre del respeto a los derechos del niño, instituyen simetrías, dejan lugares vacíos e
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invierten la distribución de responsabilidades que la concepción moderna de infancia había
fijado.
Como contracara de este proceso, se señala también que está conmovido el lugar que la
modernidad había reservado a los adultos: el de la protección, la responsabilidad, la ternura, la
orientación y la educación de los niños.
Entonces, ¿Qué hay ahora en el lugar del cuerpo infantil de la modernidad? Para algunos
(Postman) niños adultizados. Para otros (Corea y Lewkowicz), una pluralidad de cuerpos, una
multiplicidad de los tipos subjetivos de ser niño.
Para Narodowsky, una fuga que paradigmáticamente se expresaría en dos polos: infancia
hiperrealizada (“la de la realidad virtual”) e infancia desrealizada (“la de la realidad real”),
entre los cuales se encuentran todavía “la mayoría de los chicos que nosotros conocemos”.
Así, en estas perspectivas la pregunta sería qué queda de la infancia (moderna) en lo nuevo.
En este punto cabe realizar dos advertencias. Una, que no podemos pensar estos procesos
en términos de reemplazo de una concepción de infancia por otra.
La segunda, es que estos procesos no pueden postularse homogéneos. En primer lugar,
porque no atraviesan del mismo modo a todos los niños ni producen siempre los mismos efec-
tos. Particularmente en el actual escenario de fragmentación socioeconómica, es necesario te-
ner mucha cautela a la hora de postular explicaciones que refieran al conjunto de la población
infantil. En segundo lugar, porque no podemos anticipar los efectos que, en cada niño singular,
producirán las múltiples interpelaciones que se dirigen a la infancia: ni cuáles serán ni como se
combinaran.
De modo que el mismo niño podrá mostrarse autónomo en una situación y necesitados de
protección, orientación, cuidado, en otra; podrá ocupar en algunos casos el lugar del saber y en
otros requerir de la iniciativa adulta para aprender; podrá mostrarse responsable en algunos
terrenos y requerir en otros que los adultos respondamos por él.
No se trata entonces de reemplazar una descripción universal por otra; no se trata de en-
contrar los rasgos que, al fin, permitan caracterizar de una vez a los “nuevos niños”, que per-
mitan establecer quienes tienen infancia y quiénes no. Se trata más bien de reconocer que cues-
tionado el funcionamiento normativo de los universales los que se abre es el reconocimiento
del plural, no sólo de los niños, sino también de las infancias.
Uno de los cambios más espectaculares registrados en el terreno de la infancia en los últi-
mos años, es sin dudas, la definición del niño como sujeto de derecho que se instala a partir de
la Convención Internacional de los Derechos del Niño aprobada en el año 1989.
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Abre una serie de discusiones teóricas y políticas acerca de la infancia que conmueven los
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El principio central de esta doctrina es que, más allá de las diferencias económicas, sociales,
culturales o de cualquier orden, todos los niños, sin excepción, deben ser considerados destina-
tarios de políticas básicas universales garantizadas por el Estado, orientadas a asegurar el pleno
ejercicio de sus derechos. Estas políticas deben diseñarse e implementarse con absoluta inde-
pendencia del Poder Judicial, que sólo podrá intervenir en la vida de los niños frente a proble-
mas de orden jurídico (por ejemplo, adopciones o guardas) o ante situaciones de conflicto de
los menores con la ley penal.
Barrata afirma que las políticas de protección integral del niño deben abarcar por lo menos
cuatro niveles:
Las políticas sociales básicas (educación, salud),
Las políticas de ayuda social (medidas de protección en sentido estricto),
Las políticas correccionales (medidas socioeducativas de respuesta a la delincuencia juve-
nil),
Las políticas institucionales de organización administrativa y judicial (las que atañen a los
derechos procesales de los chicos).
Como es sabido, lo que esta doctrina y la CIDN ponen en discusión son los principios tute-
lares de atención de la infancia que han regido las políticas de minoridad desde principios del
siglo XX.
El carácter normalizador de la operación estatal sobre la infancia se evidencia allí con toda
claridad: una vez establecidos los parámetros que definen lo que la infancia es y debe ser, lo
que sigue es detectar los desvíos de la norma que colocan a los niños en “peligro material o
moral” e intervenir sobre ellos. Estos parámetros se basaban, por supuesto, en los atributos
considerados propios de la naturaleza infantil: inocencia, incompletud, heteronomía.
Lo que la mirada jurídica ponía bajo la lupa eran las condiciones (socioeconómicas, educa-
tivas, familiares, sanitarias, morales, etc.) bajo las cuales los niños se desarrollaban.
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Cualquier desvío en estas condiciones colocaba a los niños en “situación irregular” y habili-
taba la intervención estatal.
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Una Frontera se consolida entre aquellos que son llamados simplemente ‘niños’ y aquellos
a los que se identifica como ‘menores’, es decir, a los que se han aplicado prácticas de minori-
zación.
La definición del niño como sujeto de derechos ha ganado en los últimos veinte años un
espacio muy significativo en el discurso de las instituciones, los profesionales y las políticas
orientadas hacia la población infantil.
No obstante, el hecho de que el discurso de los derechos haya ganado espacio y que la utili-
zación del término “menor” esté en retroceso no significa que las miradas y las prácticas mino-
rizantes hayan desaparecido. Por el contrario, hoy encontramos que, bajo la pretensión de
caracterizar y diferenciar la heterogeneidad de situaciones que habían quedado subsumidas
bajo la etiqueta de la minoridad o la irregularidad, se terminan multiplicando las categorías
que dividen las infancias.
Así, en lugar de hablar de menores hablamos hoy de niños vulnerables, excluidos, margina-
les, migrantes, de la calle, en riesgo, etc., categorías que tienen la ventaja de no presentar las
connotaciones judicializantes del término “menor”.
Por ejemplo, en las expresiones que se utilizan corrientemente en las instituciones educati-
vas para caracterizar a los alumnos, es posible notar este efecto de invisibilización de la norma
y su contrapartida, la hipervisibilización del polo contrario. Así, es común escuchar expresio-
nes como “estoy trabajando con población en riesgo”, mientras que jamás escuchamos a nadie
decir “estoy trabajando con población segura”. Del mismo modo, es habitual escuchar en las
escuelas decir que allí asisten mayormente “niños carenciados”, mientras que es mucho más
raro que se digan cosas como “trabajo en una escuela de clase media”.
Las desigualdades en las condiciones de vida, deben ser visibilizadas, estudiadas y denun-
ciadas. Lo que estamos señalando es el riesgo de confundir las condiciones con los sujetos,
porque cuando las operaciones de nombramiento se inscriben en el marco de enunciados des-
criptivos y, como ya dijimos, ocultan su carga normativa, parecen designar lisa y llanamente lo
que el otro es, algo así como su esencia. Y, en ese proceso, el nombre deviene etiqueta.
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ya ampliamente discutido. En primer lugar, conciben la identidad como fija, inmutable, que se
constituye una vez y para siempre; en segundo lugar, conciben la identidad como algo dado,
como un atributo del sujeto, un dato con el que el sujeto ingresa al mundo social (como por
ejemplo la raza, el sexo, pero también la pobreza); en tercer lugar, entienden la identidad como
homogénea, sobredeterminada por un atributo en particular (clase social, cultura de origen,
cociente intelectual o lo que sea). Así, cuando, por ejemplo, se le coloca a un niño la etiqueta
de “vulnerable”, “en riesgo” o “de la calle”, ésta pasa a ser inmutable, una característica que es
inherente a ese chico.
De este modo, la etiqueta termina fijando no sólo la identidad sino también el destino.
Advirtamos que, cuando los actos de etiquetamiento presentan “carga conceptual”, cuando
los conceptos provenientes de disciplinas científicas funcionan a la manera de una descripción
de lo que los chicos y chicas son (y por lo tanto serán), se torna más invisible el mecanismo
normativo y, sobre todo, su efecto productivo. Así, es muchas veces dentro de los límites de la
psiquiatría, la pediatría, la psicología, la pedagogía, la sociología, etc., que algunos niños y
niñas se vuelven “infancia” mientras que otros se vuelven “marginales”, “excluidos”, “vulne-
rables”, “pobres”, “deficientes atencionales”, “en riesgo”, etc. Es muchas veces allí donde el
discurso científico decreta que algunos merecen habitar el tranquilizador y simplificado mundo
de los conceptos, y otros, el finamente reticulado mundo de las etiquetas.
Entonces, está claro que aunque no se utilice el término “menor”, las miradas y las prácti-
cas minorizantes pueden subsistir si no ponemos en cuestión la operación de división de las
infancias en cuyo marco nombramos y caracterizamos a una parte de la población infantil y
pronosticamos, además, sus posibilidades de futuro. Esta división deja de un lado a los niños
“a secas” y del otro a los niños “con adjetivos”, portadores de marcas identitarias que ponen el
acento en el déficit y la carencia.
Según Philippe Merieu, la convención juega permanentemente con dos registros: por un la-
do, sostiene la necesidad de proteger y educar al niño, quien “por su falta de madurez física e
intelectual, necesita protección y cuidados especiales”. Para asegurarlos, establece que es un
deber de los adultos velar por el desarrollo del niño y asegurar su derecho a la educación, la
cual debe estar orientada a “inculcar al niño el respeto de sus padres, de su identidad, de su
lengua y de sus valores culturales, así como el respeto de los valores nacionales del país en el
que vive, del país de que sea originario y de las civilizaciones distintas a la suya”.
Asimismo, la convención dispone que esta educación debe “preparar al niño para asumir
las responsabilidades de la vida en una sociedad libre, con un espíritu de comprensión, paz,
tolerancia, igualdad entre los sexos y amistad entre todos los pueblos y grupos étnicos naciona-
les y religiosos y personas de origen autóctono”
A primera vista, los derechos vinculados con la educación parecen remitir a la concepción
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moderna de infancia, que define al niño como un ser aún incompleto, indefenso, que necesita
para su crecimiento protección y orientación adulta, mientras que los referidos a las libertades
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parecen poner en escena una concepción según la cual el niño sería un ser responsable, autó-
nomo, ya capaz de pensar por sí mismo, y por lo tanto capaz de ejercer su libertad de elegir,
manifestarse, etc.
Para la convención, si bien el niño tiene derecho a formarse un juicio propio sobre cual-
quier asunto, solo tiene derecho a manifestar su opinión en relación con los asuntos que lo
afectan. Además, esta opinión solo deberá ser tenida en cuenta “en función de la edad y la
madurez del niño”. Estaríamos en presencia del viejo y fatal error del paternalismo.
“Dejemos que el niño forme su propia imagen del mundo pero nosotros no tenemos nada
que aprender de ella cuando se refiere a nosotros mismos. Escuchémosle cuando decidimos
por él, pero no tomemos mucho en cuenta lo que él dice, si éste resulta todavía muy pequeño o
muy poco maduro”.
SATRIANO
A partir de los SXV al XVII aparece el concepto de infancia. La infancia deja de ocupar su
lugar como residuo de la vida comunitaria e indiferenciado del mundo adulto.
Phillipe Ariés en 1960, afirma que la infancia es una construcción histórica moderna. En
esos momentos, se producen cambios en las responsabilidades atribuidas a los más pequeños,
inspirando amor, ternura.
El niño comienza a ser percibido como un ser inacabado y carente, con necesidades de res-
guardo y protección. Todos estos deberes tienen como responsables a la familia.
Empieza a formar parte del colectivo. Esta nueva perspectiva es una construcción social
que concibe al niño como un cuerpo sujeto al poder ajeno a él, que necesita ser educado y que
es dependiente de los adultos.
Comienzan a delimitarse los espacios entre lo normal y lo patológico, como así también en-
tre lo que se consideraba correcto de lo incorrecto respecto al espacio pedagógico.
Siglo XIX avance de la medicina y todo lo relacionado con la prevención de las enferme-
dades infecto-contagiosas, que eran las de mayor incidencia en la mortalidad infantil.
Algunos autores coinciden en que la niñez es un invento moderno, pero discrepan diciendo
que es el resultado histórico de un conjunto de prácticas promovidas desde el estado burgués.
Nuestra época asiste a una variación práctica del estatuto de la niñez; como cualquier insti-
tución social, la infancia también puede alterarse, e incluso desaparecer. La variación práctica
que percibimos está asociada a su vez, sufriendo las dos instituciones que fueron las piezas
claves de la modernidad: la escuela y la familia.
Este nacimiento de la infancia trajo el alejamiento del niño en relación con la vida cotidia-
na de los adultos, siendo la escuela quien contribuye a este alejamiento.
Mientras que para la época clásica, la relación paterna filial suponía solamente obligaciones
por parte de estos. La época moderna instala reciprocidad y por consiguiente los deberes de los
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Ariés: infancia, familia y escuela representan procesos paralelos pero enlazados por las re-
laciones reciprocas que mantienen entre sí.
LA ESCUELA Y LA FAMILIA
A partir del SXVII, la escolarización de la infancia implica la infantilización de una impor-
tante fracción de la sociedad europea. La escuela moderna permite la existencia del actor, del
cuerpo infantil y opera a partir de una suerte de violencia, al dividirlos en edades y estable-
ciendo distintos saberes, experiencia y aprendizajes para cada uno de estos niveles.
Para algunos autores, la relación escuela-familia representa el encierro del cuerpo infantil
en esta institución, la cual surge concurrentemente con el sentimiento moderno de infancia.
Los niños que quedan por fuera de los espacios institucionalizados socialmente (familia y
escuela) pasan a conformar el ámbito de la minoridad.
Esto representa el traspaso de lo privado (la educación infantil) a la esfera pública, contrato
tácito entre los padres y los maestros que permite la universalización de la educación.
El docente es portador de saberes que basa su mando y autoridad en una legitimidad, basa-
da en sus conocimientos. Los docentes son quienes determinan que alumnos son buenos y
cuales malos.
La pedagogía es el campo disciplinar que caracteriza la infancia. La acción del niño será
juzgada y corregida en relación con los instrumentos teóricos construidos para intervenir en
ella.
Ya no existen los malos alumnos sino que las patologías son trasladadas a las instituciones
y/o docentes ya no hay un método incuestionable para la enseñanza, sino métodos que convi-
ven y divergen.
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El niño se convierte en un ser independiente y con sus propias reglas, negando los límites y
normas sociales.
Por lo tanto plantear que es ser niño actualmente, depende de los distintos momentos de la
historia y a las generaciones que lo preceden.
Las concepciones de infancia actualmente, están delimitadas por una línea demarcatoria
que pone en tela de juicio un futuro de integración: Narodowski las define como “infancia hi-
perrealizada” e “infancia desrealizada”
Infancia hiperrealizada: infancia de la realidad virtual, con acceso tecnológico que le permi-
te obtener información de forma inmediata, comunicación y demás. Niños que se preparan
para un futuro.
Infancia desrealizada: niños sin referentes ni afecto que les permita imaginarse en un futu-
ro. Excluidos institucionalmente. A este grupo pertenecen los niños en contexto de pobreza.
Estas carencias se dan también en la familia.
La escuela nombra e incluye a los niños y adolescentes desde un lugar único, diferente del
de cualquier otro organismo o proyecto.
Desde la práctica, el docente se enfrenta a adolescentes resilientes, que bajo la sombra del
trauma infantil (violencia familia, orfandad, abuso sexual, adicciones, etc.), buscan lugares de
reconstrucción de su identidad tanto en las instituciones educativas, como en las relaciones
vinculares afectivas alumno-docente.
y heteronimia).
También considerar la llegada de la adolescencia desde cuerpos infantiles que fueron sim-
bólicamente adultos, debido a la incidencia del trabajo infantil.
Suele descansar en lo colectivo, el imaginario que el único camino para cosechar soluciones
debe partir de las políticas educativas, de Estado o de ecuaciones económicas que den como
resultado subsidios o compensaciones.
La autora nos dice que no es sencillo relacionarse con jóvenes que se están socializando en
el lenguaje de la imagen y de la acción más que en el de las palabras, y menos sencillo aun es
entrar al mundo de los que están socializando en la pobreza y la exclusión. Estos jóvenes cons-
truyen hoy sus identidades fundamentalmente fuera de la escuela, lo cual no ocurría antes
cuando la institución escolar era importante en la construcción de esa identidad.
Las prácticas del mercado tocan al niño como consumidor suprimiéndoles las significacio-
nes que lo distinguieron de la edad adulta: inocencia, carencia de saber y de responsabilidad,
fragilidad.
Este Desdibujamiento del rol escolar y del Estado, contribuye entre otras cosas a la disfun-
ción de la identidad, e incentiva la legitimación de una situación inevitable, la de una infancia
desrealizada, una infancia que es invadida por las presiones sociales y más aún para los secto-
res más carenciados que son autónomos, porque trabajan desde muy temprana edad y esto le
brinda una cierta autonomía económica y cultural, ya que construyen sus propias categorías
morales.
La violencia se presenta como una manera socializante que sirve para crear su propio mun-
do de representaciones e incluso.
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Debemos saber que la pobreza no es de ahora, ya que actualmente se sufre la ausencia del
lazo social. Los adolescentes están excluidos de todo tipo de lazo social. Por lo tanto, la vio-
lencia irrumpe como una forma de ser objeto de la mirada de los otros para escaparle a la indi-
ferencia social. La violencia se manifiesta de manera amplificada en estos contextos, no solo
en instituciones educativas, sino también al interior de los barrios.
Los que son discriminados, marginados por la sociedad por no entrar dentro de los están-
dares del imaginario colectivo, son los que se anteponen a modo de alcance la discriminación
en sus relaciones interpersonales. Se generan así los espacios de rivalidad, por falta de com-
prensión, por presencia de códigos comunes que son los que significan la intolerancia y la vio-
lencia incontenida del “ojo por ojo”. Estos son los mismos códigos que en apariencia hace im-
penetrable la atmosfera cultural para quienes provienen de diferentes senos familiares y para
“los de afuera”. Por eso también está presente la rivalidad de los que no van a la escuela contra
los que van a la escuela. En estas rivalidades es donde los jóvenes empiezan a generar su iden-
tidad, por un lado, existe un “nosotros” y por el otro un “ellos”.
Para entender a estos niños y a estos jóvenes ya no debemos recurrir a tratados de pedago-
gía, sino a tratados de derecho penal o, a lo sumo, a tratados de psiquiatría legal. Es el momen-
to en que los niños y adolescentes se convierten en “menores”. Su lugar ya no es la escuela
sino el instituto correccional e, incluso, la cárcel: la inviabilidad de ese cuerpo infantil conde-
nado a esquivar su destino de ser protegido encontró, por desgracia, su lugar.
Internet está también creando una nueva generación de analfabetos virtuales: los desenchu-
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fados, los chicos unplugged que posiblemente nunca estarán online. Estos jóvenes no poseen
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Retomando la idea de que tan importante y funcional puede ser la aplicación de la tecnolo-
gía como herramienta de la educación, se hace necesario establecer si en estos contextos puede
ser un beneficio o una consecuencia que trae consigo efectos adversos. Para las instituciones
que se encuentran en zonas pobres la tecnología como herramienta de la educación se ha visto
como amenaza, primero por no tener los fondos para poder incorporarlas y, segundo por el
bajo nivel cognitivo de los alumnos (producto de la desnutrición infantil) que se enfrentan a
este conocimiento, es sumamente precario y apenas manejan el mundo de lo simbólico como
para comprender y adquirir las destrezas que implican el aprendizaje de estas competencias.
Sin “mundo estructurado”, con “Infancia Desrealizada” limitada al cuadro: “presión, ex-
clusión y violencia”, así se presentan los niños- adultos al mundo socializador e integrador de
la escuela, que a su vez debe lidiar con un primer obstáculo que es el quiebre de una alianza
escuela-familia. Es así entonces que, en los barrios carenciados, los niños y adolescentes entran
al aula con la desconfianza del “padre”, quien es principal responsable de generar una con-
ciencia negativa sobre el progreso y el bienestar que otorga la institución.
Lo interesante es que una vez que estos hijos ingresan y experimentan el mundo áulico, pa-
san a forjar una alta valoración de la institución: tiene que ver con el lugar que ocupan dentro
de ella. La escuela los está nombrando en un lugar donde no los nombra ningún otro organis-
mo, ni un proyecto, ni siquiera son nombrados por los medios de comunicación. En la identi-
dad de estos jóvenes que entran en la escuela, la relación afectiva con el director o los docentes
es el punto de determinación para sostener ese vínculo y no desertar. La escuela aparece como
el único lugar donde pueden pertenecer y depositar sus miedos.
La idea sería que en estos barrios puedan proliferar otras instituciones y centros de perte-
nencia de tal manera que la escuela sea un lugar que contribuya a esa construcción de identi-
dades pero que no agote todas las posibilidades y necesidades de estos adolescentes. La exis-
tencia de otras instituciones quizá permita que ellos puedan ser más críticos y reflexivos. En
muchos casos no lo son porque saben que es el único lugar y no quieren quedarse afuera.
Es evidente que los docentes deben aprender a entrar en el mundo de estos jóvenes, lo que
no es tarea sencilla y no es siempre cuestión de brecha generacional. Tiene que ver con cómo
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ponerle palabras a ese nivel de ansiedad que produce la falta de reconocimiento que empieza a
veces con las propias familias muy quebradas, con disfunciones familiares que marcan el ritmo
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de una crianza y un crecimiento muy traumático para cualquier niño. En algún sentido se trata
de resignificar la relación entre educandos y educadores, venciendo los estigmas que impregna
el concepto “marginación” en la semántica educativa.
Existe una confrontación del alumno entre su cultura y la herencia cultural de la humani-
dad; entre su modo de vivir y los modelos sociales deseables para un proyecto nuevo de socie-
dad. Y hay un docente que interviene no para oponerse a los deseos o necesidades, a la libertad
o autonomía del alumno, sino para ayudar a superar sus necesidades y crear otras, para esti-
mularlo a comprender las realidades sociales y su propia experiencia.
Hay diferentes maneras de ser joven en el marco de la intensa heterogeneidad que se obser-
va en el plano económico, social y cultural. No existe una única juventud: en la ciudad mo-
derna las juventudes son múltiples, variando en relación a características de clase, el lugar
donde viven y la generación a que pertenecen y, además, la diversidad, el pluralismo, el esta-
llido cultural de los últimos años se manifiestan privilegiadamente entre los jóvenes que ofre-
cen un panorama sumamente variado y móvil que abarca sus comportamientos, referencias
identitarias, lenguajes y formas de sociabilidad.
Por otra parte, la condición de juventud indica, en la sociedad actual, una manera particu-
lar de estar en la vida: potencialidades, aspiraciones, requisitos, modalidades éticas y estéticas,
lenguajes. La juventud, como etapa de la vida, aparece a partir de los siglos XVIII y XIX.
Comienza a ser identificada como capa social que goza de ciertos privilegios, de un periodo
de permisividad, que media entre la madurez biológica y la madurez social. Esta “moratoria”
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es un privilegio para ciertos jóvenes, aquellos que pertenecen a sectores sociales relativamente
acomodados, que pueden dedicar un periodo de tiempo al estudio –cada vez más prolongado-
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postergando exigencias vinculadas con un ingreso pleno a la madurez social: formar un hogar,
trabajar, tener hijos. Desde esta perspectiva, la condición social de “juventud” no se ofrece de
igual manera a todos los integrantes de la categoría estadística “joven”.
LA MORATORIA SOCIAL
La juventud, como etapa de la vida, comenzó a ser diferenciada en los últimos dos siglos,
sobre todo en cuanto a las posibilidades de una estrecha capa social que podía brindar a sus
hijos una permisividad especial, una moratoria, un privilegio que les permitía dedicar un pe-
ríodo al estudio y postergar su pleno ingreso a las exigencias de la condición adulta. Esa mora-
toria social implica un período de permisividad que media entre la madurez biológica y la ma-
durez social. Desde luego que esto remite a sectores sociales privilegiados: la apelación a la
“moratoria social” señala que la condición social de juventud no se ofrece de igual manera a
todos los integrantes de la categoría estadística “joven”.
Es aquí donde es conveniente introducir nuevos aspectos que surgen de una deconstrucción
del concepto “juventud” y que permiten afirmar que no se trata de una condición limitada a
ciertos sectores sociales, sino extendida a todos los sectores de la sociedad. Todas las clases
sociales tienen jóvenes.
Los índices de desempleo que se observan actualmente en los países de América latina
plantean, dentro de nuestra problemática, un aspecto que conviene destacar. En las clases po-
pulares hay ahora gran cantidad de jóvenes que no encuentran empleo y tampoco estudian.
Importa señalar la naturaleza del tiempo “libre” que de esta situación emerge: estos jóvenes
tienen mucho tiempo disponible, tiempo que no está ocupado por tareas sistemáticas. La no-
ción de “tiempo libre” queda entonces expuesta en uno de sus aspectos centrales, el que la
opone a “tiempo de trabajo”. El “tiempo libre” es tiempo legítimo, tiempo legal, avalado por
la sociedad como contraparte justa del trabajo o el estudio a los que se dedica gran parte de la
jornada. El “tiempo libre” es no culposo, tiempo para el goce y la distracción. Pero el tiempo
libre resultante del desempleo, de la no inserción, del no lugar social, es tiempo vacío, tiempo
sin rumbo ni destino. La moratoria social habla de una juventud que dispone también de tiem-
po libre, tiempo que la sociedad aprueba, avalando con indulgencia la libertad y relativa trans-
gresión propia de la juventud dorada. Los jóvenes de clases populares que no encuentran traba-
jo, no estudian y no tienen dinero, disponen de mucho tiempo libre, pero se trata de tiempo de
otra naturaleza: es el tiempo penoso de la exclusión y del desprecio hacia su energía y poten-
cial creativo.
GENERACIÓN
Alude a las condiciones históricas, políticas, sociales, tecnológicas y culturales de la época
en la que una nueva cohorte se incorpora a la sociedad. Cada generación se socializa en la
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época en que le toca nacer y vivir: internaliza los códigos de su tiempo y de la comunidad a
que pertenece y da cuenta del momento social y cultural en que cada cohorte ingresa a un sec-
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tor social determinado. En épocas de rápido cambio se hacen claramente visibles las diferen-
cias entre generaciones, que dificultan la comunicación entre padres e hijos. Podría afirmarse
que cada generación es portadora de diferentes rasgos culturales, lo que vuelve inevitables los
obstáculos al diálogo.
La edad no afecta por igual a hombres y a mujeres. La mujer es especialmente influida por
los tiempos de la maternidad: podría afirmarse que su reloj biológico –vinculado sobre todo
con los ciclos relativos a la reproducción y procesados por condicionantes culturales y socia-
les– tiene ritmos y urgencias que la diferencian.
Los límites temporales que la biología impone a la maternidad, entre la menarca y el clima-
terio, hallan su expresión en las formas históricamente construidas que estructuran las uniones
y en las pautas culturales vinculadas con la afectividad. Los tiempos relativos a la aptitud física
y social para la maternidad acotan la condición de juventud entre las mujeres: operan sobre la
seducción y la belleza, tienen que ver con el deseo, con las emociones, los sentimientos y la
energía necesaria para afrontar los embarazos, los partos y la crianza y cuidado de los niños
durante un período prolongado.
Pero nuestra alusión a lo biológico no remite a la pura naturaleza: intervienen aspectos re-
lacionados con la diferenciación social, los condicionamientos culturales y el avance de la tec-
nología. También es importante destacar el plano histórico, ya que la afectividad y la sexuali-
dad han variado en relación con generaciones anteriores. Durante la segunda mitad del siglo
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con esos cambios técnicos y sociales, la transformación de los códigos que regulaban las con-
ductas sexuales impactó fuertemente en la cultura y a ello se sumó el avance en aquellas luchas
emancipatorias que tienen su eje en el plano del género y en los derechos de la mujer.
En cada uno de los sectores sociales actúan distintas articulaciones de sentido que son pro-
ducto de la vida social. Entre las mujeres de clase popular persiste, con mayor peso que en
otros sectores sociales, un imaginario que impone la maternidad como mandato y la exalta
como su modo de realización personal. Se espera que una mujer sea madre y, a medida que
llegan los hijos, ella se vuelve progresivamente acreedora de respeto y consideración social.
Las mujeres de sectores medios y altos, con otros recursos y opciones, deben concertar el
uso de su tiempo y energías entre los impulsos internos y externos hacia la maternidad y las
otras posibilidades en el plano laboral, artístico o de otra índole que les ofrece la sociedad ac-
tual. Esta situación tiende a desembocar en una suerte de transacción que se traduce, en el
plano de lo social, en una menor tasa de fecundidad.
Por otra parte, también en las clases media y alta, y sobre todo entre las mujeres que estu-
dian, se observa una progresiva tendencia hacia la elevación de la edad promedio en que tie-
nen el primer hijo. En este caso actúan varios factores que operan en forma complementaria:
por una parte, avances en el campo de la medicina que permiten reducir los inconvenientes de
una maternidad iniciada a edades más tardías; por la otra, la inserción laboral y la exigencia
progresiva de un período más largo de instrucción.
En todos los casos la maternidad incide fuertemente en la vida de una mujer, aumentando
sus responsabilidades y limitando su libertad de acción. En las clases populares es notable la
frecuencia de la maternidad adolescente y, en general, las mujeres de esos sectores inician
temprano su ciclo reproductivo. En las clases medias y altas, como tendencia general, puede
observarse una elevación en la edad en que se tiene el primer hijo, lo que en muchos casos se
vincula con las exigencias laborales, las dificultades económicas y la prolongación de los estu-
dios.
Género, generación y clase intervienen también en la actual extensión de los tiempos que
acotan la juventud, sobre todo entre los jóvenes de sectores medios, que suelen prolongar su
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tienen su primer hijo a edad más tardía. De tal modo, para ambos géneros y en los sectores
sociales mencionados, se prolonga en el tiempo la condición de juventud.
JUVENILIZACIÓN
Sumado al futuro incierto los jóvenes se encuentran con adultos que no son capaces de
asumir su rol con responsabilidad y seguridad. Por el contrario, muchos adultos aspiran a tener
no sólo el cuerpo de los jóvenes, sino también su mismo estilo de vida. Estos aportes y la reali-
dad observada, hacen pensar que en esta sociedad capitalista, se presenta la juvenilización co-
mo un modelo mediante el que se extiende el consumo de los signos juveniles.
Las condiciones externas, de la simbolización de juventud que se hace, son las que se pue-
den convertir en producto o en objeto de una estética deseable por los adultos para alargar en
el tiempo la apariencia de juventud. Así, “la juventud-signo se convierte en mercancía, se
compra y se vende, interviene en el mercado del deseo como vehículo de distinción y legitimi-
dad” (p. 17).
Los medios masivos de comunicación conforman un circuito de imágenes con el que todas
las personas interactúan permanentemente. Estas imágenes se vinculan al mundo juvenil,
mostrando pautas estéticas, estilos de vida, consumos, gustos, preferencias, looks, etc., y estas
son vendidas como señales de modernización.
Esta necesidad de ser joven por parte de las personas adultas, no forma parte de la juven-
tud; si no que la moda de la juvenilización hace que los sectores que quieren ser parte de ella
debiliten la cadena de la historia de su propia temporalidad, simulando ser joven. Esto de al-
gún modo impacta en la constitución de la personalidad de los jóvenes, dado que crecen en un
sistema en el que se tiende hacia la homogeneización; donde pareciera que la ley es que todos
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¿Por qué “nuevas” adolescencias? Y además: ¿por qué adolescentes y jóvenes juntos? ¿Por
qué el plural?
Las adolescencias y las juventudes siempre fueron “nuevas”; ellos son los nuevos entre no-
sotros, como nosotros fuimos los nuevos para los de antes. Por lo mismo, son –como fuimos,
como otros fueron antes, como otros serán luego para ellos- difíciles de entender, provocado-
res, frágiles y prepotentes, dóciles y resistentes, curiosos y soberbios, desafiantes, inquietos e
inquietantes, obstinados, tiernos, demandantes e indiferentes, frontales y huidizos, desintere-
sados…
Cada época tuvo sus nuevas adolescencias y juventudes a las que repensar y con las cuales
lidiar. Sin embargo, cuando hoy aquí adjetivamos de este modo (nuevas…), no estamos enfati-
zando la novedad que conlleva el reemplazo generacional, sino ciertas novedades, especifici-
dades, complejidades que exceden la problemática de la continuidad y el cambio. Nos estamos
refiriendo, entonces, a lo nuevo que atraviesa a nuestros nuevos: a la brecha socioeconómica
sin precedentes entre los nuevos y a sus consecuencias, a la brecha cultural sin precedentes en-
tre diferentes generaciones contemporáneas y a sus consecuencias.
Las adolescencias y juventudes de hoy no se dejan pensar sin ellas. Estas novedades, espe-
cificidades y complejidades devienen perplejidades. Lo nuevo altera los modos conocidos y
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Si hoy la juventud es, en algún sentido, divino tesoro, lo es en tanto expresión del deseo de
perpetuación de lo joven en los cuerpos, en los hábitos, en la estética, en los códigos de rela-
ción y en las formas de vida.
Es sabido que las fronteras clásicas entre las categorías adolescencia y juventud se han alte-
rado y continúan en transformación constante. Asistimos asimismo a la caída del paradigma
de la transición y de la etapa preparatoria para describir y explicar lo propio de la adolescencia
y la juventud.
En este marco: cuando la escuela media busca transformar su propuesta para sintonizar
más y mejor con lo que se supone que los alumnos esperan, necesitan o reclaman, la referencia
a las culturas juveniles parece insoslayable. Cuando desde diversas instancias del sistema edu-
cativo se pretende interpelar y acompañar a la escuela en la construcción de una cultura insti-
tucional más acogedora y respetuosa de los alumnos, se promueven programas en los cuales la
consideración de lo joven es el foco, el propósito y el parámetro.
Tal vez…
Intención de que retornen a la escuela quienes se alejaron de ella o crecieron sin haberla
Página
frecuentado.
Porque el concepto juventud resuena más vinculado a cuestiones culturales y a problemas
estructurales que se pretenden abordar, mientras que el de adolescencia remite a asuntos de
índole psicológica.
Cabe preguntarnos también si fenómenos tales como la adultización de los jóvenes y la Ju-
venilización o adolescentización de los adultos nos están conduciendo a llamar juvenil a cual-
quier cosa, y en el ámbito educativo, a todo aquello que, siendo propio de los alumnos, no tie-
ne lugar en la escuela.
Y si los modos de nombrar tienen efectos sobre las practicas, nombrando de manera casi
excluyente joven a lo que es posible y necesario identificar como adolescente, se veria sensi-
blemente afectada una posición adulta sustentada en el reconocimiento del trabajo psíquico
que conlleva y define la adolescencia y de la significación que adquieren en ella las referencias
identificatorias.
La adolescencia está virtualmente desplazada del discurso, refieren de manera casi excluyente a
la juventud.
Las adolescencias y las juventudes son muchas y distintas. Exclusión condicionada por los
datos duros de origen.
El plural (adolescencias, juventudes) viene a denunciar, entonces, entre otras cosas, que no
hay expresión singular capaz de albergar semejante desigualdad. Y que las diferencias aluden,
más que a la diversidad cultural, a la magnitud de la injusticia y a la profundidad de sus mar-
cas.
Considerar a los adolescentes y jóvenes como legítimos sujetos de derecho (identidad, edu-
cación, salud, opciones y posibilidades de elegir, progresar, idear su futuro) es un punto de par-
tida y una posición irreductible. Pero la idea que predomina en las pantallas es la de adoles-
cencia como un problema, como amenaza, riesgo. Ellos mismos suelen verse en vez de sujetos
de derecho como objetos de un derecho que en muchos casos se vuelve en su contra. Estigma-
tizados y vulnerabilizados por discursos paradójicamente redentores, adolescentes y jóvenes se
miran en el espejo deformante que les tienden los adultos y construyen de ese modo una mala
imagen de sí mismos.
Pensar la educación de las nuevas adolescencia y juventudes implica pensar nuevos adulto.
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LA EDUCACIÓN COMO PRÁCTICA DE LA
LIBERTAD. Freire
¿CUÁL ES EL PAPEL DE LA EDUCACION PARA
Freire?
Freire sostiene que “la educación verdadera es praxis, reflexión y acción del hombre
sobre el mundo para transformarlo”. La educación tiene en el hombre y el mundo los
elementos bases del sustento de su concepción. La educación no puede ser una isla que
cierre sus puertas a la realidad social, económica y política. Está llamada a recoger las
expectativas, sentimientos, vivencias y problemas del pueblo.
Según Freire la educación es un arma vital para la liberación del pueblo y la trans-
formación de la sociedad y por ello adquiere una connotación ideológica y política cla-
ramente definida. Debe ser una empresa para la liberación o caer irremediablemente en
su contrario, la domesticación y la dominación.
En “Educación como práctica de la libertad” plantea que la educación puede ser vía de
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cambio, camino de libertad para excluidos y oprimidos, herramienta, por tanto, de libera-
ción; idea que comparto plenamente; pero no de una forma ingenua si es verdad que la
ciudadanía no se construye apenas con la educación, también es verdad que sin ella no se
construye la ciudadanía”
Esta pedagogía tiene, en este inicio del siglo XXI, plena vigencia, pues, desde mi punto
de vista, la sociedad que retrata en este libro permanece intacta en muchos aspectos. Es
verdad que tenemos mejores condiciones de vida (eso sí en Occidente), pero nuestra so-
ciedad está, si no cerrada, en transición. Donde el sectarismo o lo irracional prima en todas
las facetas de la vida de las personas, tanto pública como privada, como pone de manifies-
to la dolorosa realidad de la violencia de género, el acoso o la violencia gratuita contra los
más desprotegidos; la violencia escolar; en el trabajo; la violencia internacional etc. Situa-
ciones que emergen ante la falta de conciencia crítica, generadora del hábitat del homo
intransitivo, acomodado, pasto fácil de la magia, del engaño, del sectarismo.
Sus idea de que el dominio de la palabra, el saber escribir, el saber leer, solamente tie-
nen sentido si se traduce en una mejor lectura del mundo, una mejor lectura del contexto
del hombre que le hace estar en el mundo, en la realidad para transformarla me parece de
plena vigencia.
Freire considera que los hombres tienen que tomar sentido de su propia existencia para
poder ser personas, esa toma de conciencia supone capacidad de contextualizar su exis-
tencia y la de sus semejantes, este paso genera concienciación y radicalismo que sitúa y
adapta al ser humano a la realidad.
El siguiente paso es desarrollar una mirada crítica ante nuestra realidad, que supone
capacidad de discernimiento de su yo, de valorarlo, de juzgarlo con criterio propio, lejos de
las interferencia de quienes intentan convencernos que vivimos en el mejor de los mundos
posibles, las élites dominantes; los medios de comunicación de masas, sumisos a esas
mismas élites, la sociedad de consumo que nos empuja a convertirnos en seres acomoda-
dos.
Este proceso culmina con el actuar, con el compromiso radical que implica vivir hasta
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sus últimas consecuencias la democracia, lo que implica compromiso social, político, sindi-
cal, en los nuevos movimientos, en cualquier tipo de plataforma de participación, que ge-
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nera una democracia que no rehúye el conflicto, sino por el contrario, se nutre de él para
mejorarse, para transformarse en esperanza, de utopía transformadora y posible.
Freire insiste mucho en la idea de que solo se puede vivir en democracia, con una prác-
tica educativa democrática, que respete profundamente la diversidad cultural, la existencia
del otro, que busque la igualdad y salude la diferencia.
Estas ideas deben aplicarse vivamente en los diferentes ámbitos educativos de nuestro
“ meta sistema mundo” en permanente conflicto. Realidades sociales que deben tornar el
conflicto, en espacio de reconocimiento recíproco de confrontación, pero también de ne-
gociación.
Para poder entender bien lo que el autor nos quiere transmitir es necesario explicar al-
gunos conceptos claves:
Sociedad en transición: es el proceso que vive una sociedad cuando intenta el cambio.
Implica una marcha acelerada que lleva a la sociedad a una búsqueda de nuevos temas y
de nuevas tareas.
Democratización fundamental: Son los principios básicos que hay que desarrollar en
una sociedad para que ella pueda llagar a la democracia verdadera, propia de la sociedad
abierta. Es el proceso de participación de todos los hombres en todos los niveles de la so-
ciedad.
Radicalismo: Es la opción de enraizamiento del hombre que toma una opción positiva y
crítica, donde no se pierde la libertad. Se trata de hombres abiertos al diálogo, que acep-
tan el radicalismo de otros hombres con posturas diferentes.
Hombre transitivo: que es capaz de vivir en comunidad, que se compromete con los
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demás
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Conciencia intransitiva: Es la conciencia que no presenta un compromiso del hombre
con su propia existencia.
Educación liberadora: La que toma en cuenta al hombre verdadero y real, que parte de
él y busca llevarlo a su plena humanización. El hombre no se libera sólo, ni es liberado por
otro, sino que se libera en comunión y partiendo desde su realidad.
Alfabetización: Método a través del cual el hombre “se dice” y al hacerlo se reconoce
como cocreador de su vida y de su mundo. Es el momento en que el hombre se reconoce
como lo que realmente es y se compromete con su humanización.
Freire comienza este capítulo manifestando que es fundamental partir de la idea de que
el hombre es un ser de relaciones y no sólo de contactos, no sólo en el mundo sino con el
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mundo. De su apertura a la realidad, es de donde surge el ser de relaciones que es, resalta
esto que llamamos estar con el mundo. Por ello considera que la manera de captar los da-
tos objetivos de su realidad, como de los lazos que unen un dato con otro, es de natural
crítica, por ello reflexiva y no refleja. El hombre es el único ser capaz de trascender no solo
en su capacidad de distinguir un yo de un no yo, sino también en la conciencia de su fini-
tud, de ser inacabado y cuya plenitud se halla en la unión con su Creador, unión que jamás
podrá ser de dominación o domesticación sino siempre de liberación. De ahí que la reli-
gión que encarna este sentido trascendental de relaciones jamás podrá ser instrumento de
alineación, sino de liberación.
El hombre con capacidad de discernir por qué existe y no sólo por qué vive, halla la raíz
del descubrimiento de su temporalidad, descubrimiento importante que comprende el
ayer, reconoce el hoy y descubre el mañana. El exceso de tiempo en el que viven las cultu-
ras iletradas perjudica su temporalidad, que solo conocerán mediante el discernimiento y
con la conciencia de esta temporalidad, la de su historicidad.
A partir de las relaciones del hombre con la realidad, resultado de estar con ella y en
ella, por los actos de creación, recreación y decisión, éste va dinamizando su mundo, va
dominando la realidad, humanizándola con algo que él crea, va temporalizando los espa-
cios geográficos, hace cultura, generando sociedades dinámicas, creando historia.
Es por ello que Freire considera que la gran tragedia del hombre moderno es que, do-
minado por la fuerza de los mitos y dirigido por la publicidad organizada, ideológica o no,
renuncia cada vez más sin saberlo, a su capacidad de decidir, siendo expulsado de la órbita
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de las decisiones. Este hombre no capta las tareas de su época; le son presentadas por una
élite que las interpreta y se las presenta en forma de recta a ser seguida. Este hombre se
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cree salvado, cuando por el contrario se ahoga en el anonimato de la masificación sin es-
peranza y sin fe, domesticado y acomodado, no siendo sujeto, siendo puro objeto que lo
inclina al gregarismo falto de crítica y amor; solo percibe que los tiempos cambian, incapaz
de comprender el significado de ese cambio.
Freire define la sociedad brasileña del momento como una sociedad cerrada, colonial,
esclavizada, sin pueblo, refleja, antidemocrática, sin conciencia de pueblo. Pero en ella vis-
lumbra el germen del cambio, que la convierte en una sociedad en tránsito, donde se pro-
ducen los choques propios de los sistemas autoperpetuadores y los sectores emergentes y
buscadores del cambio.
Es por ello que la educación dentro de este tránsito adquirirá mayor importancia, su
fuerza se basaría sobre todo en la aptitud que tuviésemos para incorporarnos al dinamis-
mo del tránsito. No es necesario señalar demasiado la obviedad que nuestra salvación de-
mocrática se basaría en una sociedad homogénea y abierta. Esta apertura constituía uno
de los desafíos fundamentales para una respuesta adecuada y difícil. Estas fuerzas estaban
convencidas, que la apertura de la sociedad brasileña se haría en términos pacíficos. Otras
por el contrario buscaban volver a posiciones reaccionarias para hacernos permanecer in-
definidamente en el estado en el que nos encontrábamos.
De ahí el gusto por eslóganes que difícilmente sobrepasan la esfera de los mitos y por eso
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mismo, mueren en sus mismas verdades, se nutre de lo puramente relativo a lo que atribu-
ye valores absolutos.
El radical, por el contrario, rechaza el activismo y somete siempre su acción a la refle-
xión. El sectario, sea de derecha o de izquierda, se enfrenta a la historia como su único ha-
cedor, como su propietario; solo difieren porque, mientras que uno pretende detenerla, el
otro pretende anticiparla. De ahí que se identifiquen en la imposición de sus convicciones,
en la reducción del pueblo a masas, pues este no pesa para el sectario, salvo como apoyo
a sus fines. La masa no piensa, otro piensa por ella, y se considerará protegida por el secta-
rio que jamás hará una revolución verdaderamente liberadora, precisamente porque tam-
poco él es libre.
En Brasil la supremacía no era de los radicales, sino de los sectarios, lo que hacía temer
por el destino democrático del país. En verdad, en las sociedades alienadas, condición de
donde partíamos, las generaciones oscilan entre el optimismo ingenuo y la desesperación.
Incapaces de crear proyectos autónomos de vida, buscando en trasplantes inadecuados la
solución de los problemas de sus contextos, son así utópicamente idealistas, para hacerse
después pesimistas y desesperados. Pero un día comienzan a hacerse críticos y por ello
renuncian tanto al optimismo ingenuo como a los idealismos utópicos, cuando se ven con
sus propios ojos y se consideran capaces de proyectar y la desesperación de las socieda-
des alineadas se convierte en esperanza y autoconfianza.
Con una educación dialogal y activa orientada hacia la responsabilidad social y política,
se conseguiría una transitividad crítica característica de los auténticos regímenes democrá-
ticos y corresponde a formas de vida altamente permeables, interrogadoras, inquietas y
dialogales, en oposición a formas de vida “ mudas” , quietas y discursivas, de las fases rígi-
das y militarmente autoritarias, como desgraciadamente vivía el Brasil del momento. Este
trabajo educativo tiene que estar alerta del peligro que encierra la masificación en íntima
relación con la industrialización.
En este capítulo el autor se centra en la inexperiencia democrática del país, como uno
de los puntos de estrangulamiento de la capacidad de democratización del mismo.
Las relaciones sociales están divididas por las diferencias económicas, creándose una
Página
relación de amo y señor. El mutismo brasileño está marcado por la falta de vivencia comu-
nitaria y por la falta de participación social. Ya que no había conciencia de pueblo ni de
sociedad, la autoridad externa era el señor de las tierras, él era el representante del poder
político y todo lo administraba. Esta forma de dominación impedía el desarrollo de las ciu-
dades: el pueblo era marginado de sus derechos cívicos y alejado de toda experiencia de
autogobierno y de diálogo.
Freire considera que estas no eran condiciones para poder constituir aquel clima cultu-
ral específico para el surgimiento de los regímenes democráticos. La democracia, que an-
tes que forma política es forma de vida, se caracteriza sobre todo por la gran dosis de
transitividad de conciencias en el comportamiento humano, transitividad que no nace y no
se desarrolla salvo bajo ciertas condiciones en las que el hombre se lance al debate, al
examen de sus problemas y de los problemas comunes en las que el hombre participe.
Instaurar una sociedad democrática debe hacerse no sólo con el consentimiento del
pueblo, sino con sus propias manos. Exige ciertas calificaciones. A fin de construir su so-
ciedad con sus “ manos” , los miembros de un grupo deben poseer considerable experien-
cia y conocimiento de la cosa pública. Necesitan instituciones que les permitan participar
en la construcción de su sociedad.
También necesitan una específica disposición mental, esto es, ciertas experiencias, acti-
tudes y creencias compartidos por todos o al menos por una gran mayoría del pueblo, y
esta situación se produjo cuando la sociedad brasileña tradicional comienza a descompo-
nerse, lo que permitió una cierta participación del pueblo en la gestión de la cosa pública;
lejos del asistencialismo de la etapa anterior, la sociedad comienza un proceso de apertura,
se abre.
El comienzo del avance industrial brasileño a finales del siglo XIX, da un vigoroso im-
pulso civilizador debido a la inmigración y la supresión de la esclavitud. La nueva economía
basada en el trabajo libre, aumenta la producción y contribuye a la transformación de la
estructura económica y social, que no podría dejar de modificar los hábitos y la mentali-
dad, sobre todo en las poblaciones urbanas.
En definitiva, busca hacer efectiva una aspiración nacional que se encuentra presente en
todos los discursos políticos del Brasil: la alfabetización del pueblo brasileño y la amplia-
ción democrática de la participación popular. El régimen oligárquico, imperante en Brasil
hasta 1930, tomó el tema del analfabetismo y lo convirtió en tema de sus discursos, trans-
formando la analfabetización en un verbalismo vacío, carente de acción concreta. El régi-
men que viene luego del régimen oligárquico continúa en la misma línea demagógica que
no busca, en la práctica, un cambio real y efectivo, la liberación del hombre, sino más bien
la elaboración de un discurso atrayente y de moda en su época.
Freire nos dice que en la medida en que las clases populares emergen y descubren la
manipulación a la que los tienen sometidas las élites gobernantes, se inclinan siempre que
pueden a respuestas agresivas, violentas, respondiendo las élites asustadas con tendencia
a silenciar a las masas populares, domesticándolas por la fuerza o con soluciones paterna-
listas, con lo que pretenden detener el proceso del cual surge la elevación popular con to-
das sus consecuencias.
El autor considera que para que exista base democrática tiene que lograrse el desarro-
llo económico, que suponga la supresión del poder inhumano detentado por las clases
muy ricas, que oprimen a los muy pobres y así hacer coincidir el desarrollo con un proyec-
to autónomo de nación brasileña.
No hay nada que comprometa más la superación popular que una educación que no
permita al educando experimentar el debate y el análisis de los problemas y que no le
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La educación es un acto de amor, por tanto, un acto de valor. No puede temer el deba-
te y el análisis de la realidad; no puede huir de la discusión creadora.
El autor entiende que no se aprende a discutir y a debatir con una educación que im-
pone, que dicta ideas, que no las cambia, cuando se dictan clases y no se discute o deba-
ten los temas. En este contexto se trabaja sobre el educando, no con él. Le imponemos un
orden que él no comparte, al cual sólo se acomoda, no le ofrecemos medios para pensar
auténticamente, porque al recibir las fórmulas dadas simplemente las guarda. No las in-
corpora, porque la incorporación es el resultado de la búsqueda de algo que exige, de
quien lo intenta, un esfuerzo de recreación y de estudio. Exige reinvención. No sería posi-
ble formar hombres que impulsen la democracia con una educación de este tipo.
Por el contrario Freire considera que cuanto más crítico es un grupo humano, tanto más
democrático y permeable es. Tanto más democrático, cuanto más ligado a las condiciones
de su realidad
EDUCACIÓN Y CONCIENCIACIÓN
El autor niega que la democratización de la cultura sea su vulgarización, negando
igualmente que pueda ser fabricada en bibliotecas y entregada al pueblo para su consu-
mo; por el contrario considera que en la medida en que los procesos de democratización
se hacen más generales, se hace también más difícil dejar que la masa permanezca en un
estado de ignorancia, entendiendo esta no solo como analfabetismo, sino como participa-
ción crítica, que es una forma de sabiduría.
te en grupo de situaciones desafiantes; estas situaciones tendrían que ser existenciales pa-
ra tales grupos.
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A la pregunta de cómo realizar esta educación capaz de proporcionar al hombre me-
dios para superar sus actitudes mágicas o ingenuas frente a su realidad, ayudándolo a
crear, si era analfabeto, el mundo de signos gráficos, Friere considera que esto solo puede
lograrse con un método activo, dialogal y participante. El dialogo se sitúa frente a la impo-
sición de la formación histórico-cultural, generadora de antidiálogo, de una relación verti-
cal del educador sobre el educando, que no es crítica, no es humilde, Es desesperante,
arrogante, autosuficiente, es decir el antidiálogo, no comunica. Se precisaba, por tanto de
una pedagogía de la comunicación para favorecer el diálogo activo
Parece que la manera de comenzar este nuevo programa es ayudar al analfabeto a des-
cubrir el sentido antropológico de cultura. La cultura como aporte que el hombre hace al
mundo. La cultura como el resultado de su trabajo, de su esfuerzo creador y recreador. La
cultura como adquisición sistemática de la experiencia humana, por eso crítica y creadora,
no como mera yuxtaposición de recetas dadas. En definitiva, la democratización de la cul-
tura es requisito indispensable para la democracia.
Las personas analfabetas aprenden así a ser autores y testigo de su propia historia; ca-
paces de escribir su propia vida, es decir, biografiarse, existenciarse e historizarse.
1º Fase: Obtención del universo vocabular de los grupos con los cuales se trabajará:
3º Fase: Creación de situaciones existenciales típicas del grupo con el que se va a traba-
jar.
Con este método, la persona cambia su manera de ver el mundo, se siente partícipe de
él y artífice de su propia vida. Surge lo que Freire llama la conciencia que no es tan sólo el
reconocer la situación que se vive, sino el compromiso y proceso de transformación.
En la medida en que al discutir los grupos fueron percibiendo el engaño que hay en la
propaganda, por ejemplo de ciertas marcas de cigarrillos en que aparece una bella chica
en bikini, sonriente y feliz (y que ella, con su sonrisa, su belleza y su bikini, ni tiene nada
que ver con el cigarrillo), irían descubriendo la diferencia entre educación y propaganda,
Por otro lado, se prepararían para discutir y percibir los mismos engaños en la propaganda
ideológica y política, en los eslóganes.
Esto nos pareció siempre una forma correcta de defender la auténtica democracia y no
una forma de luchar contra ella. Luchar contra ella es hacerla irracional, aun cuando se ha-
ga en su nombre. Es enriquecerla para defenderla de la rigidez totalitaria. Es tornarla odio-
sa, cuando sólo crece en respeto a la persona y en amor. Es cerrarla cuando solo vive en
apertura. Es nutrirla de miedo cuando debe ser valiente. Es hacerla instrumento de los po-
derosos contra los débiles. Es familiarizarla contra el pueblo. Es alienar una nación en su
nombre.
Hasta qué punto las conclusiones científicas y Los postulados de Paulo Freire tienen va-
lor en nuestros días.
Hablar hoy de concientización en el sentido que Paulo Freire da a esta palabra, supone
entender la educación como un acto de conocimiento y un proceso de acción transforma-
dora sobre la realidad; así la acción educativa es esencialmente una acción transformadora,
una acción comprometida.
do de polaridad entre los más ricos y los más pobres, entre opresores y oprimidos; dife-
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rencia clara, pero al mismo tiempo tan sutil, que una gran parte de la humanidad vive en la
creencia de que no existe, a pesar de verla, pues el hombre occidental tiende a ver la reali-
dad, retransmitida en directo y por televisión, con una conciencia ingenua o mágica, sin
comprender, por ejemplo el origen de la avalancha migratoria sobre nuestro país (España).
Son plenamente vigentes las propuestas pedagógicas que permitan crear espacio de
conocimiento y compromiso, individual y colectivo, transformadores de la realidad, desde
valores democráticos y radicales (en el sentido que Freire las describe en este libro), lejos
de discursos vacíos y de galería.
Frente a una sociedad en permanente cambio que exige, como nunca, una insalvable
capacidad de adaptación a las personas y a los pueblos, es necesario aplicar pedagogías
que reinicien un proceso de alfabetización (en este caso sobre las nuevas tecnologías), que
permita la descodificación de la información, de los lenguajes utilizados y la comprensión
de sus códigos simbólicos, de una manera crítica, acomodándolos cognitivamente como
“ domésticos” códigos humanos, desposeyendo a estos nuevos lenguajes, de toda carga
mítica o mágica que las élites les quieren otorgar, instalándolos en la realidad humana,
eliminando de esta menara, la denominada “ Brecha Digital” , que nuevamente abunda y
profundiza la discriminación de los pueblos y de las personas.