Tertuliano

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este edicto es leído en las iglesias, es pronunciado en la Iglesia, en la Iglesia que es virgen. Ojalá
que esta proclamación esté bien alejada de la que es esposa de Cristo... 42
Hay ciertos pecados cotidianos en los que todos caemos. ¿Quién puede escapar a pecados
como un movimiento de ira irrazonable... o un acto de violencia física, o una calumnia impensa-
da, o una blasfemia inconsciente, un faltar a lo prometido o una mentira proferida por vergüenza
o compulsión? En nuestros negocios, en el trabajo de cada día, en aquello con que ganamos
nuestro sustento, en lo que vemos u oímos, nos encontramos con poderosas tentaciones. Si no
hubiera perdón para ese género de faltas, nadie alcanzaría la salvación. Estas faltas serán perdo-
nadas por la intercesión de Cristo ante el Padre Pero hay otros pecados de naturaleza muy
distinta, demasiado graves y demasiado perniciosos para que puedan ser perdonados. Tales son
el asesinato, la idolatría, el fraude, el renegar de la fe, la blasfemia y, naturalmente, el adulterio y
la fornicación y cualquier género de violación del ―templo de Dios.‖ Cristo ya no intercederá por
estos pecados: el que ha nacido de Dios no los cometerá jamás, y si los ha cometido, no será un
hijo de Dios.43

Tertuliano montañista niega la remisión de los pecados.


Si constase que los bienaventurados apóstoles hubiesen mostrado indulgencia para con
las faltas cuyo perdón depende, no del hombre, sino de Dios, lo habrían hecho, no en virtud de
una disciplina ordinaria, sino en virtud de su poder personal. Porque también resucitaron
muertos, cosa que es de sólo Dios... Dices tú: ―La Iglesia tiene poder de perdonar los peca-
dos.‖.. Ya que mantienes esta opinión, yo te pregunto: ―¿De dónde presumes tú este derecho para
la Iglesia?‖ Si es porque el Señor dijo a Pedro ―...lo que atares o desatares en la tierra será atado
o desatado en los cielos‖ (cf. Mt 16:18), es que presumes que la potestad de atar y de desatar se
prolonga hasta tu persona, es decir, a toda la Iglesia que se relaciona con Pedro. ¿Quien eres tú
para destruir y cambiar la manifiesta intención del Señor que confirió este poder a Pedro a título
personal? ―Sobre ti,‖ dijo, ―edificaré mi Iglesia‖; y ―te dará las llaves,‖ a ti, no a la Iglesia; y ―lo
que tú atares o desatares,‖ no lo que otros ataren o desataren... 44

El matrimonio cristiano.
No hay palabras para expresar la felicidad de un matrimonio que la Iglesia une, la obla-
ción divina confirma, la bendición consagra, los ángeles lo registran y el Padre lo ratifica. En la
tierra no deben los hijos casarse sin el consentimiento de sus padres. ¡Qué dulce es el yugo que
une a dos fieles en una misma esperanza, en una misma ley, en un mismo servicio! Los dos son
hermanos, los dos sirven al mismo Señor, no hay entre ellos desavenencia alguna, ni de carne ni
de espíritu. Son verdaderamente dos en una misma carne; y donde la carne es una, el espíritu es
uno. Rezan juntos, adoran juntos, ayunan juntos, se enseñan el uno al otro, se animan el uno al
otro, se soportan mutuamente. Son iguales en la iglesia, iguales en el banquete de Dios. Compar-
ten por igual las penas, las persecuciones, las consolaciones. No tienen secretos el uno para el
otro; nunca rehuyen la compañía mutua; jamás son causa de tristeza el uno para el otro... Cantan
juntos los salmos e himnos. En lo único que rivalizan entre sí es en ver quién de los dos cantará
mejor. Cristo se regocija viendo a una familia así, y les envía su paz. Donde están ellos, allí está
también él presente y donde está él, el maligno no puede entrar. 45

La vida de las cristianos.


Voy a mostrar las verdaderas actividades de la ―secta‖ cristiana: habiendo refutado las
perversidades que se les atribuyen, mostraré sus excelencias. Somos un cuerpo unido por una

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común profesión religiosa, por una disciplina divina y por una comunión de esperanza. Nos
reunimos en asamblea o congregación, con el fin de asaltar a Dios como en fuerza organizada.
Esta fuerza es agradable a Dios. Oramos hasta por los emperadores, por sus ministros y autorida-
des, por el bienestar temporal, por la paz general, para que el fin del mundo sea diferido. Nos re-
unimos para meditar las Escrituras divinas, por ver si, nos ayudan a prever o a reconocer algo
para los tiempos presentes. En todo caso, alimentamos nuestra fe con aquellas santas palabras,
levantamos nuestra esperanza, fortalecemos nuestra confianza, robustecemos nuestra disciplina
insistiendo en sus preceptos. En estas reuniones tienen lugar las exhortaciones, los reproches, las
censuras divinas. Porque se juzgan las cosas con gran severidad, pues tenemos la certeza de an-
dar bajo la mirada de Dios, dándose como una suprema anticipación del juicio futuro cuando
uno ha cometido tales delitos que hacen sea excluido de la participación en la oración, en la
asamblea y en todo acto piadoso. Nuestros presidentes son ancianos de vida probada, que han
conseguido este honor, no con dinero, sino con el testimonio de su vida: porque ninguna de las
cosas de Dios puede comprarse con dinero. Aunque tenemos una especie de caja, sus ingresos no
provienen de cuotas fijas, como si con ello se pusiera un precio a la religión, sino que cada uno,
si quiere o si puede, aporta una pequeña cantidad el día señalado de cada mes, o cuando quiere,
En esto no hay compulsión alguna, sino que las aportaciones son voluntarias, y constituyen como
un fondo de caridad. En efecto, no se gasta en banquetes, o bebidas, o despilfarres chabacanos,
sino en alimentar o enterrar a los pobres, o ayudar a los niños y niñas que han perdido a sus pa-
dres y sus fortunas, o a los ancianos confinados en sus casas, a los náufragos, o a los que trabajan
en las minas, o están desterrados en las islas o prisiones o en las cárceles. Éstos reciben su pen-
sión a causa de su confesión, con tal que sufran por pertenecer a los seguidores de Dios.
Pero es precisamente esta eficacia del amor entre nosotros, lo que nos atrae la odiosidad
de algunos, pues dicen: ―Mira cómo se aman,‖ mientras ellos sólo se odian entre sí. ―Mira cómo
están dispuestos a morir el uno por el otro,‖ mientras que ellos están más bien dispuestos a ma-
tarse unos a otros. El hecho de que nos llaméenos hermanos lo tienen por infamia, a mi entender
sólo porque entre ellos todo nombre de parentesco se usa sólo con falsedad afectada. Sin embar-
go, somos incluso hermanos vuestros en virtud de nuestra única madre la naturaleza, por más que
vosotros sois bien poco hombres, pues sois tan malos hermanos. Con cuánta mayor razón se lla-
man y son verdaderamente hermanos los que reconocen a un único Dios como Padre, los que
bebieron un mismo Espíritu de santificación, los que de un mismo útero de ignorancia salieron a
una misma luz de verdad... Los que compartimos nuestras mentes y nuestras vidas, no vacilamos
en comunicar todas las cosas. Todas las cosas son comunes entre nosotros, excepto las mujeres:
en esta sola cosa, en que los demás practican tal consorcio, nosotros renunciamos a todo consor-
cio...
¿Qué tiene de extraño, pues, que tan gran amor se exprese en un convite? ...Digo esto,
porque andáis por ahí chismorreando acerca de nuestras modestas cenas, diciendo que no son
sólo infames y criminales, sino también opíparas... Pero su mismo nombre muestra lo que son
nuestras cenas, pues se llaman ágapes, que significa en griego ―amor.‖ Todo lo que en días se
gasta, es en nombre y en beneficio de la caridad, ya que con tales refrigerios ayudamos a los in-
digentes de toda suerte, no a los jactanciosos parásitos que se dan entre vosotros... Considerad el
orden que en ellas se sigue, para que veáis su carácter religioso: no se admite en ellas nada vil o
contrario a la templanza. Nadie se sienta a la mesa sin haber hecho antes una oración a Dios. Se
come lo que conviene para saciar el hambre; se bebe lo que conviene a hombres modestos. Se
sacian teniendo presente que incluso durante la noche han de adorar a Dios, y hablan teniendo
presente que les oye su Señor. Después de lavarse las manos y de encenderse las luces, cada uno

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es invitado salir y recitar algo de las sagradas Escrituras o de su propia inspiración, y con esto se
muestra hasta qué punto ha bebido. El convite termina con la oración, como comenzó. 48

Las tradiciones no escritas.


―Aun para lo que se ampara en la tradición — me dices — se ha de exigir la autoridad de
la Escritura.‖ Investiguemos, pues, si no hay que admitir la tradición más que cuando viene escri-
ta. Así lo diríamos si no hubiera precedentes de otras observancias cuya validez vindicarnos úni-
camente por el título de la tradición y el patronazgo de la costumbre, sin ratificación alguna es-
crita. Comencemos por el bautismo: antes de ir al agua, en la asamblea y bajo la mano del que
preside, profesamos renunciar al diablo, a su pompa y a sus ángeles. Luego somos sumergidos
tres veces, dando unas respuestas un tanto más extensas que las que determinó el Señor en el
Evangelio. Luego nos hacen salir y gustamos una combinación de leche y miel, y durante toda la
semana a partir de aquel día nos abstenemos del baño diario. El sacramento de la eucaristía
(eucharistiae sacramentwn), instituido por el Señor en el momento de la comida y para todos,
lo tomamos nosotros también en las reuniones antes del alba y no lo recibimos de manos de otros
fuera de los que presiden. En fiesta anual hacemos oblaciones por los difuntos, o en los natali-
cios. Consideramos como prohibido ayunar o hacer oración de rodillas en domingo, y el mismo
privilegio disfrutamos desde el día de Pascua al de Pentecostés. Sufridos con escrúpulo que se
caiga al suelo algo de nuestro cáliz o de nuestro pan. Cuando nos portemos a continuar o a em-
pezar algo, siempre que entramos o salimos, nos vestimos, nos calzamos, nos lavamos, nos sen-
tamos a la mesa, encendemos la luz, nos acostamos, nos sentamos, en cualquier ocupación, nos
persignamos rozando le frente. Si exiges una ley escrita para todas estas prácticas, no podrás leer
ninguna. Sólo se te dirá que la tradición las instituyó, la costumbre las confirmó, la fe las obser-
va...47

El cristianismo proclama la igualdad de todos los hombres.


El nombre de Cristo se extiende por todas partes, es creído no todas partes, es honrado
por todos los pueblos, reina por doquier es adorado por todos, es concedido a todos en todas par-
tes igual. Cristo no concede privilegios al rey, no acoge con menos gusto al bárbaro, no juzga los
méritos del hombre según su rango social o su linaje. Él es igualmente de todos, rey de to-
dos, juez de todos, Dios y Señor de todos...48
La naturaleza es en todas partes la misma. No es sólo para los latinos y los griegos que el
alma desciende del cielo. En todos los pueblos el hombre es el mismo. Tienen nombres diferen-
tes, pero tienen una alma igual. La palabra es distinta, pero el espíritu es el mismo. Los sonidos
son distintos, y cada pueblo tiene su propia lengua, pero los elementos del lenguaje son comunes.
Dios está en todas partes; la bondad de Dios está en todas partes, los demonios están en todas
partes, y en todas partes se encuentra la maldición de los demonios. En todas partes se invoca el
juicio de Dios, en todas partes está la muerte, en todas partes el temor de la muerte. En todas par-
tes no hay más que un único testimonio... 49

No se puede imponer ninguna religión determinada.


Uno puede adorar a Dios, y otro a Júpiter. Uno puede tender sus manos suplicantes al cie-
lo, y otro al altar de su fe. Otros, si parece, pueden orar contando las nubes, y otros, a su vez, los
charcos. Uno puede ofrecer a Dios su alma, y otro la de un macho cabrío. Porque habéis de tener
buen cuidado de que no cometáis un crimen contra la religión si quitáis a los hombres la liberte
de la religión y les impedís que elijan libremente su divinidad, permitiéndome que yo honre al

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que quiero honrar, y forzando a honrar al que no quiero honrar. Nadie, ni siquiera los hombres,
quieren ser honrados por quien lo hace forzado. 50
Es un derecho del hombre, un privilegio de la naturaleza, el que cada cual pueda prac-
ticar la religión según sus propias convicciones: la religión de uno no daña ni ayuda a otro y
ciertamente no es propio de la religión el obligar a la religión51.
Es fácil de ver que sería injusto forzar a hombres libres a ofrecer sacrificios contra su vo-
luntad cuando, por otra parte, se prescribe que todo acto de culto ha de hacerse con voluntad
sincera. Se consideraría cosa inepta que otro fuerce a uno a honrar a los dioses cuando en reali-
dad uno espontáneamente y por su propio interés ha de buscar aplacarlos... 52

Los cristianos y el servicio militar.


Se ha suscitado ahora la cuestión acerca de si un creyente puede dedicarse al servicio mi-
litar, y si un militar puede ser admitido a la fe, incluidos los simples soldados y aquellos de grado
inferior que no se ven obligados a ofrecer sacrificios y a administrar la pena de muerte. No hay
compatibilidad entre el ―sacramentum‖ divino y el humano, entre la bandera de Cristo y la del
demonio, entre el camPO de la luz y el de las tinieblas. No puede una alma estar bajo dos obliga-
ciones, la de Dios y la del César... Y aunque los soldados se presentaron a Juan y recibieron de él
normas de conducta, aunque el centurión creyó, más adelante el Señor, al desarmar a Pedro des-
armó a todo soldado. No nos está permitido a nosotros ningún modo de vida que lleva implica-
dos actos licitos...53

En cambio en otros escritos:


Nos embarcamos igual que vosotros, servimos en el ejército como vosotros, cultivamos la
tierra con vosotros...54
Marco Aurelio en sus cartas da testimonio de que en una famosa ocasión fue vencida una
sequía en Germania gracias a las oraciones de los cristianos que a la sazón servían en el ejército.
Llenamos todos vuestros lugares: las ciudades, las islas, los pueblos, las aldeas, los mer-
cados, los campamentos militares... 56

El porqué de la persecución.
Parece que la persecución proviene del demonio, que es el que mueve la iniquidad de la
que resulta la persecución. Pero debemos saber que la persecución no se da sin la iniquidad del
demonio, pero tampoco la prueba de la fe sin la persecución. Y a causa de esta probación de la
fe, la persecución no se explica adecuadamente como efecto de aquella irreductible iniquidad,
sino como instrumento. Porque la voluntad de Dios de probar la fe es lo primero y es la cau-
sa de la persecución: y luego viene la iniquidad del diablo, que es instrumento de la persecución
y causa inmediata de la prueba... La iniquidad del diablo es utilizada para poner a prueba la justi-
cia y confundir a la iniquidad. Por tanto, en cuanto es instrumento, la iniquidad no es libre, sino
que hace una función de servicio.
Porque la persecución es un acto libre de Dios que quiere probar la fe, y se sirve de la
iniquidad del diablo para llevarla a cabo. Por esto decimos, si acaso, que la persecución viene por
el diablo, pero no viene del diablo. Nada puede el diablo contra los siervos del Dios vivo, si no
es por permisión de Dios, el cual, quiere destruir al diablo por medio de la fe de los elegidos
que sale victoriosa en la tentación, o quiere mostrar que son del diablo aquellos que se pasan a
sus filas. Así, tienes el ejemplo de Job, a quien el diablo no hubiera podido atacar con tentación
alguna si hubiera recibido la permisión de Dios... Y de la misma manera el diablo hubo de pedir

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permiso para tentar a los apóstoles pues el Señor dice a Pedro en el evangelio: ―Mirad que Sa-
tanás ha pedido cribaros como el trigo: pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe‖
(Lc 22:31) es decir, que no se permitirá al diablo llegar hasta tal extremo que su fe fuese puesta
en peligro.
Con esto queda patente que en las manos de Dios están ambas casas: el poder de sacudir
la fe y el de protegerla, pues ambas cosas se piden a Dios: el diablo pide poder sacudirla, y el
Hijo pide poder protegerla... Cuando decimos al Padre: ―No nos dejes caer en la tentación,‖ pro-
fesamos que ésta viene de él, pues a él le pedimos que nos libre de ella... Ni siquiera sobre aquel
rebaño de cerdos tuvo la legión del diablo poder alguno hasta que no lo consiguió de Dios: mu-
cho menos tiene poder sobre los que son ovejas de Dios.
Me atrevo a decir que hasta los pelos de aquellos cerdos tenía Dios contados: mucho más
los cabellos de sus santos. Si el diablo parece tener algún poder propio, será si acaso sobre aque-
llos que ya no son de Dios, las naciones que el Señor de una vez ha reputado como ―gota de un
pozal, polvo de la era y salivazo‖ (Is 40:15, en LXX). Por esta razón los ha dejado ya Dios a dis-
posición del demonio, como una especie de cosa de nadie. Pero contra los que son de la casa de
Dios, nada puede el demonio de su propio poder; y cuando este poder le es concedido, los ejem-
plos consignados en las Escrituras muestran las causas de ello, a saber, o para someter a uno a
una prueba (como en Job)... o para reprobar a un pecador, como se da autoridad al verdugo para
el castigo (como en el caso de Saúl), o para mantener en vereda, como el Apóstol dice que le fue
dado como estímulo un ángel de Satanás que le abofe terrea (2 cor 12:7)... Todo esto acontece
particularmente en las persecuciones, porque entonces somos particularmente probados o recha-
zados, y tenemos particular ocasión de humillación o de enmienda...57

El cristiano y las riquezas.


No puede encontrarse mejor exhortación al desprendimiento de las riquezas que el ejem-
plo de Jesucristo, que no poseyó ningún bien temporal. Siempre defendió a los pobres y condenó
a los ricos. Inspirándonos el despego de los bienes de este mundo, nos exhorta a la paciencia,
demostrándonos que si despreciamos las riquezas no debe apurarnos que las perdamos. De nin-
guna manera hemos de apetecerlas, pues el Señor no estuvo apegado a ellas, y si disminuyen o
llegamos a perderlas totalmente, hemos de soportarlo con paz...
La avaricia no consiste sólo en la concupiscencia de lo ajeno. Aun lo que nos parece ser
nuestro es en realidad ajeno, ya que nada es nuestro, sino que todas las cosas son de Dios a
quien pertenecen aun nuestras personas. Si por haber sufrido alguna pérdida caemos en' im-
paciencia, doliéndonos de haber perdido lo que en realidad no es nuestro, mostramos con ello
que no estamos libres aún de la avaricia. Amamos lo ajeno, cuando soportamos difícilmente la
pérdida de lo ajeno. Quien se deja llevar de la impaciencia, anteponiendo los bienes terrenos a
los celestiales, peca directamente contra Dios, pues aniquila el espíritu que recibió de Dios en-
tregándose a los beneficios materiales.
Si alguno lleva mal el verse privado por el hurto, la violencia y aun la pereza, de una pe-
queña parte de lo que posee ¿podrá esperarse de él que se desprenda de parte de sus bienes para
hacer limosnas? Quien no aguanta el ser amputado por otro, ¿tenor valor para amputarse él a sí
mismo? La paciencia en la pérdida nuestras riquezas es un buen ejercicio para acostumbrarnos a
distribución y comunicación. No le da el dar a quien no teme perder. El que tiene dos túnicas,
¿cómo puede estar dispuesto a dar una Has al desnudo, si no está dispuesto a dar también la capa
que le quite la túnica?... Es propio de los gentiles el impacientarse por los daños materiales, pues
ellos ciertamente anteponen el dinero a su alma. Así lo demuestran cuando por la ambición del

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lucro afrontan los peligros del mar, cuando por el deseo de enriquecerse no dudan en tomar la
defensa en el foro de las causas indefendibles... Nosotros, en cambio, hemos de seguir un camino
muy distinto: hemos de estar dispuestos a sacrificar, no el alma por el dinero, sino el dinero por
el alma: ya voluntariamente con la limosna, ya pacientemente cuando nos sea arrebatado... 58

38. Ibíd.18; 39. TERTUL. De Paenitentia, 4; 41. Ibíd. 9; 42. TERTUL. De Pudicitia, 1; 43. Ibid. 19; 44. Ibid. 21; 45. TERTUL. Ad Uxorem. 2, 8; 46.
Apol. 39; 47. Tertul. De Corona.3; 48. TERTUL. Adv. Jud. 7;49. TERTUL. De testimonio animae. 6; 50. Apol. 24; 51. TERTUL. Ad. Scapulam,2; 52.
Apol. 28, I; 53. Tertul. De Idolatría. 19; 54. Apol. 42; 55. Ibid. 5; 56. Ibid. 37; 57. TERTUL. De fuga in persecutione. 2; 58. Tertul. De Patientia. 7;

V. Escatología.

El alma recibe premio o castigo aun antes de la resurrección. El purgatorio.


Es muy conveniente que el alma, sin esperar a (la resurrección de) la carne, sufra castigo
por lo que haya cometido sin la complicidad de la carne. E igualmente es justo que en recompen-
sa de los buenos y santos pensamientos que haya tenido sin ayuda de la carne, reciba también
consuelos sin la carne. Más aún, las mismas obras realizadas con la carne, es ella la primera en
concebirlas, disponerlas, ordenarlas y ponerlas en acto... Por consiguiente, es conveniente que la
sustancia que ha sido la primera en merecer la recompensa sea también la primera en recibirla.
En una palabra, ya que por aquel calabozo de que nos habla el Evangelio entendemos el infierno
(cf. Mt 5:25), en el que ―hay que pagar hasta ultimo céntimo de la deuda,‖ hemos de entender
que en este mismo lugar hay que purificarse de las faltas más ligeras, en el intervalo de tiempo
que precede a la resurrección; y nadie ha de poner en duda que el alma puede recibir ya algún
castigo en el infierno, sin perjuicio de la plenitud de la resurrección, en la que recibirá merecido
juntamente con la carne.59

El reino milenario final.


Confesamos que nos ha sido prometido un reino aquí abajo aun antes de ir al cielo, pero
en otra condición de cosas. Este reino no vendrá sino después de la resurrección, y durará mil
años en la ciudad de Jerusalén que ha de ser construida por Dios. Afirmamos que Dios la destina
a recibir a los santos después de su resurrección, para darles un descanso con abundancia de to-
dos los bienes espirituales, en compensación de los bienes que hayamos menospreciado o perdi-
do acá abajo. Porque realmente es digno de él y conforme a su justicia que sus servidores en-
cuentren la felicidad en los mismos lugares en los que sufrieron antes por su nombre. He aquí el
proceso del reino celestial: después de mil años, durante los cuales se terminará la resurrección
de los santos, que tendrá lugar con mayor o menor rapidez según hayan sido pocos o muchos sus
méritos, seguirá la destrucción del mundo y la conflagración de todas las cosas. Entonces vendrá
el juicio, y cambiados en un abrir y cerrar de ojos en sustancia angélica, es decir, revistiéndonos
de un manto de incorruptibilidad, seremos transportados al reino celestial.60

59. De Anima, 58; 60. Adv. Marc. 3, 24.

Cipriano.
San Cipriano nació hacia el año 200, probablemente en Cartago, de familia rica y culta. Se de-
dicó en su juventud a la retórica. El disgusto que sentía ante la inmoralidad de los ambientes pa-
ganos, contrastado con la pureza de costumbres de los cristianos, le indujo a abrazar el cristia-
nismo hacia el año 246. Poco después, en 248, fue elegido obispo de Cartago, Al arreciar la per-

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