Marcial Gala El Arquitecto de Las Palabr PDF

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MARCIAL GALA,

EL ARQUITECTO DE LAS
PALABRAS

María Fernanda Pampín

María Fernanda Pampín es Doctora y Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Se
desempeña como investigadora postdoctoral del CONICET en el Instituto de Literatura Hispanoamericana.
Entre otros libros publicó el volumen de ensayos Martí: Modernidad y latinoamericanismo de Ángel Rama
(Biblioteca Ayacucho, 2015) y compiló Literaturas caribeñas: Debates, reescrituras y tradiciones, junto a Guadalupe
Silva (Filo-UBA, 2015). Dirige las colecciones Archipiélago Caribe y Letras al Sur del Río Bravo en Corregidor.

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Las islas son los extremos del mundo. Lo resumen y, a la vez, lo diluyen. En ellas –las islas—el
mundo se concentra y por ellas se escapa. Las utopías y las Atlántidas (sueños y catástrofes). Las
cárceles y los paraísos. Las plantaciones y el turismo. Islas de exhibición e islas misteriosas. Islas de la
pobreza e islas del tesoro. Todo a un tiempo: zonas de confluencia y de tránsito; de fundación y de
fuga. Las islas nos presentan las fronteras más definitivas –agua por todos los costados— y también
que el mundo se nos queda sin fronteras.
Iván de la Nuez, La balsa perpetua. Soledad y conexiones de la cultura cubana (1998)

La literatura cubana ha sido considerada en muchas oportunidades una


excepcionalidad en la literatura latinoamericana y caribeña, ya sea por su condición insular
o también, quizás, por su condición desplazada (y con esto me refiero a los escritores
cubanos en la diáspora y/o en el exilio). A diferencia de otros pares latinoamericanos ha
tenido y tiene una fuerte presencia en nuestro país, similar a la de otras grandes literaturas
nacionales –como pueden ser la colombiana o la mexicana. Y señalo esta situación
haciendo notar, además, en las bibliotecas y librerías la ausencia de autores de otras zonas
del Caribe hispánico como República Dominicana o Puerto Rico (y excluyendo por
completo al Caribe anglófono, francófono y holandés). Resulta evidente que la literatura
cubana es la que está menos en soledad respecto del resto de las literaturas caribeñas y en
una mayor conexión con sus pares latinoamericanos.
Lo cierto es que, como sostiene Roberto González Echevarría, la literatura cubana
ha tenido y tiene una densidad y proyección histórica inusitadas (2004). No solo por la
cantidad y la calidad de sus producciones para un espacio relativamente pequeño como es
el de la isla, sino por su impacto mundial. El protagonismo de la literatura cubana es algo
indiscutible. Tanto es así que un crítico que ha revelado un interés tan ínfimo por la
literatura latinoamericana como Harold Bloom incluyó en su libro El canon occidental (1995)
a seis autores cubanos (Severo Sarduy, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, José Lezama
Lima, Guillermo Cabrera Infante y Reinaldo Arenas). Un número apreciable que refiere a la
importancia que adquirió la literatura cubana hacia mediados del siglo XX.
Ya desde el siglo XIX, tanto como en el siguiente, Cuba ha sido un indudable faro
cultural para América Latina. En este sentido me interesa señalar una idea de Ottmat Ette
(2004), que sostiene que lo que ha caracterizado a la literatura cubana desde sus inicios es el
movimiento y que, por este motivo, las costas de la isla no demarcan el perímetro de su
cultura. Ese movimiento, creo yo, se visibiliza en términos de un intenso intercambio: en
literatura, en cine, en música, en artes plásticas. Otra cuestión que quisiera destacar es que
existe una voluntad universalista y transcultural que caracteriza y singulariza a la cultura
cubana y atraviesa su historia literaria desde Martí en el siglo XIX.
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Si bien es cierto que el más destacado de esos intercambios se ha dado entre el gran
vecino del norte y Cuba, y a pesar de los innumerables conflictos que podríamos recordar
entre ellos, no es el único. Los cubanos viajan a EEUU desde hace más de dos siglos, pero
también a España (Abilio Estévez y Antonio José Ponte) y a otros países europeos (Pedro
Juan Gutiérrez vivió en Alemania y en Suecia, Carlos A. Aguilera, quien fuera director de la
revista Diáspora(s), vive actualmente en Praga) y, por supuesto, a América Latina (Marcial
Gala, Jorge Luis Arcos y Leandro Estupiñán viven en la actualidad en Argentina).
Podríamos recordar muchos otros casos.
Pero todo esto no es más que una breve introducción para pensar los modos de
circulación y de lectura de la literatura cubana en nuestro país. ¿Qué se lee y qué no se lee?
Y, al conversar sobre lecturas, también es preciso aclarar, por si no parece obvio, que todo
recorte es necesariamente personal y caprichoso.
Lo cierto es que, y estoy absolutamente convencida de ello, la literatura cubana no
se encuentra escindida entre la isla y la diáspora y que es muchas y es una al mismo tiempo,
y que ese movimiento que la caracteriza- y al que hacíamos mención- la ha beneficiado de
manera considerable. Si entre el 15 y el 20% de la población cubana vive en el exilio, con
una mayor proporción de actores vinculados a la cultura y al arte, no es de sorprendernos
que Iván de la Nuez asevere que los escritores cubanos “han cancelado el contrato entre la cultura
nacional y el territorio” (1998). A ninguno de nosotros se nos va a ocurrir dudar de la
nacionalidad de Martí por haber escrito su obra en el exilio. ¿Por qué decirlo, entonces,
por ejemplo, de Abilio Estévez? La cultura cubana no se produce en La Habana o en
Miami, eso sería puro reduccionismo, como tampoco en Madrid o en Buenos Aires. Se
produce por todas partes y esta cuestión implica y crea la necesidad de una reflexión acerca
de varios conceptos interrelacionados: nación, patria, exilio, diáspora, identidad. Pensar la
literatura cubana contemporánea implica, por eso, la exigencia de, al menos, repensar cada
una de estas cuestiones. En este sentido, existen autores como Marcial Gala –que reparte su
vida entre la isla y la diáspora— que funcionan como pasajes de uno a otro espacio, como
puerta de entrada, y que permiten conocer nuevos autores o bien otros que, por muy
diferentes motivos, habían sido opacados.
Es preciso aclarar que resulta ciertamente muy difícil acceder a los autores cubanos
que publican en la isla. Esto tiene que ver con la imposibilidad de exportar los libros y no
con una falta de actualización de las editoriales cubanas o con programas editoriales
acotados. Todo lo contrario. Debido a los altos índices de alfabetización y educación en
Cuba no solo se publica sino que también se lee mucho (Rojas, 2009). No obstante, el
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estado controla el mundo editorial y los autores se ven acotados. Un modo de acceder a
esas publicaciones es a través de los stands de la Cámara Cubana del Libro en la Feria de
Buenos Aires. Fuera de ese ámbito o de que alguien viaje y nos traiga los volúmenes,
leemos mayormente lo que publican las grandes editoriales españolas: Tusquets y
Anagrama y, en menor medida, Siruela o Mondadori. Y de esos libros, podemos leer lo que
llega finalmente aquí, sea por importación a costos elevadísimos o bien porque los grandes
grupos editoriales decidieron publicar una edición nacional. Es decir que en ningún caso
accedemos a todo lo que se publica: aquello que leemos de la literatura cubana está
controlado, por un lado, por el Estado y, por otro, por el mercado. Por todo esto, muchas
veces tengo la sensación –y la certeza— de que quienes nos ocupamos de literatura cubana
estamos desactualizados. Estuvimos durante largas décadas acostumbrados a que
determinen en España qué es lo que tenemos que leer. Es una cuestión polémica, no
vamos a negarlo.
Sin embargo, más allá de todos los autores que logran circular gracias a los grupos
multinacionales y que tienen un valor indiscutible, me refiero a Pedro Juan Gutiérrez,
Wendy Guerra, Leonardo Padura, Abilio Estévez, Reinaldo Arenas, Antonio José Ponte,
Rafael Rojas, por nombrar solo algunos de ellos, autores que leo y disfruto, existe una gran
cantidad de narradores cubanos que publican en la isla y que en verdad vale la pena
conocer y que no llegan a nuestras manos: Ena Lucía Portela, Margarita Mateo Palmer,
Alberto Guerra Naranjo, Ahmel Echevarría y tantísimos otros más. Y no me estoy
refiriendo a autores novísimos sino a autores de algún modo ya consagrados en Cuba.
Estos son algunos de los autores que mereceríamos leer.
Existen, también, otros circuitos de difusión de la literatura cubana. Hace muy
poco, por ejemplo, Waldo Pérez Cino inició un proyecto editorial de largo aliento y extenso
alcance. Instalado en Europa, creó las editoriales Bokeh y Almenara que se encuentran
publicando autores cubanos de las últimas dos décadas y no solo de la diáspora sino
también de la isla tanto en narrativa como en ensayo o poesía (José Kozer, Carlos A.
Aguilera, Waldo Pérez Cino, Rolando Sánchez Mejías, Ahmel Echevarría). Muchos de esos
libros pueden conseguirse en formato electrónico, lo que facilita en gran medida el acceso a
los textos.
Sabemos también, y lo afirmo con entusiasmo que, pese a ello, han existido en los
últimos años enormes esfuerzos, lamentablemente aislados, por publicar la literatura
cubana en Argentina, más allá de los clásicos como José Martí o Julián del Casal, Nicolás
Guillén o Alejo Carpentier, que tienen un funcionamiento siempre diferente. Estoy
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pensando en Cien botellas en una pared de Ena Lucía Portela (Libros del Náufrago, 2011) o en
la reciente aparición de A la sombra del mar. Jornadas literarias con Reinaldo Arenas de Juan
Abreu (Editores Argentinos, 2016). En esta exaltación de las editoriales nacionales incluyo
Un seguidor de Montaigne mira La Habana de Antonio José Ponte y La catedral de los negros
(2015) de Marcial Gala, publicados en la colección Archipiélago Caribe que dirijo en
Corregidor.
En estos recorridos y lecturas me encontré con la obra de Marcial Gala (La Habana,
1965). Y creí, en ese momento, que Marcial era uno de los representantes más genuinos de
la literatura cubana contemporánea y que presentaba, al mismo tiempo, una poética
original. La Catedral de los Negros fue publicada en La Habana por la editorial Letras Cubanas
y obtuvo en 2012 el Premio Alejo Carpentier y el Premio de la Crítica. La edición publicada
por Corregidor (2015) difiere de la inicial en que incluye nuevos narradores y es, por lo
tanto, mucho más extensa. Así como hace una verdadera ostentación del manejo de voces
narrativas se abre, al mismo tiempo, a múltiples y simultáneas lecturas. Puede filiarse con la
tradición de autores que recuperan la literatura de Virgilio Piñera en una poética de lo
macabro. Puede vincularse con la estética de la decadencia y al imaginario de las ruinas al
que se ha asociado La Habana durante las últimas dos décadas especialmente, y que puede
verse en Abilio Estévez (Los palacios distantes e Inventario secreto de La Habana) y en Antonio
José Ponte (La fiesta vigilada y Un arte de hacer ruinas).
Pero tiene mucho más de qué hablar. Para pensar la obra de Marcial Gala es preciso
tener en cuenta la literatura de los 90 en Cuba, una literatura enmarcada por el “Período
Especial en tiempos de paz”, recordado por sus infinitas carencias, en la que las ciudades y sus
sujetos marginales se vuelven protagonistas. Una literatura que se potencia en la
representación del hambre, la violencia, el sexo, el mundo delictivo, las drogas; lo que no
quiere decir que sean problemáticas específicas del campo socio-cultural cubano sino que
es algo que sucede también en otros países de América Latina.
Me interesa, muy especialmente, vincular a Marcial Gala con los narradores que
marcan un desencanto y una transformación profunda en los valores en la literatura
cubana. Un desencanto que viene de la caída del muro de Berlín y la desintegración
posterior de la Unión Soviética, como asegura Jorge Fornet en su libro Los nuevos paradigmas
(2007). Sin embargo, si bien es una cuestión que afectó muchísimo a la sociedad cubana,
ese desencanto del mundo moderno también puede verse para la misma época en otros
autores latinoamericanos. Marcial no está preocupado por el destino de la revolución ni
siente nostalgia de un pasado mejor, una cuestión que aquejó a los autores de la generación
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mayor) o Ena Lucía Portela (1972). Todos ellos relatan un mundo ya degradado que pone
al descubierto las carencias materiales pero, más aún, las miserias humanas. Aparece así esa
especie de realismo sucio que encarna una nueva moralidad, la moral del “Sálvese quien
pueda” y, en la que “Vale todo”, como puede verse en La Catedral de los Negros y que alcanza,
incluso, la perversión. En ese sentido, aunque Marcial parece compartir ese realismo sucio
creo que, en definitiva, el término no hace justicia a su obra sino que, por el contrario, la
empobrece porque implica un lenguaje mucho más llano y minimalista y, en cambio, la
búsqueda del lenguaje de Marcial es mucho más compleja. Se trata de una experiencia de
lectura muy difícil de repetir. Bajo la monumental pretensión de crear la ―novela total‖,
construye un relato apoyado por más de una veintena de voces narrativas. Todas las voces
todas, que complementan, se superponen y continúan los relatos. Las voces de la catedral
representan un sinnúmero de personajes del suburbio: una novela coral. Y Marcial juega
con ese mundo, y juega con las palabras y con las voces, apropiándose de dichos populares
y del lenguaje coloquial que manipula, tan hábil, a través de una escritura que corre riesgos
constantemente, en la estructura narrativa, en el lenguaje, en los recursos estilísticos.
Marcial construye en su escritura una nueva identidad tantas veces oculta en la
literatura nacional: compleja, distópica, fragmentaria, una cuestión que también tiene que
ver con el desencanto. La búsqueda de narradores en la novela evidencia un nuevo modo
de pensar la nación donde se pierde la relación centro-periferia y se produce una reflexión
crítica en torno a las diversas formas del prejuicio y discriminación raciales. La marginalidad
se nota asimismo en el lugar donde transcurre la novela: Punta Gotica es “un barrio de negros
olvidados y de blancos desamparados”, un espacio marginal de la ciudad de Cienfuegos que existe
solo en la ficción de Marcial Gala. Se percibe, por lo tanto, también, un cambio de
escenario. Así, La Catedral de los Negros propone nuevos circuitos de intercambios entre los
personajes que viven en un mundo en decadencia y que vuelven visibles nuevas identidades
religiosas, sexuales y raciales sin la pretensión de juzgarlas. Por todo ello, la decisión de
publicar la novela fue incuestionable, ponía a disposición del público argentino (y luego
latinoamericano) un texto radical en muchos de los sentidos del término: por lo
fundamental para comprender la literatura cubana contemporánea, por la intransigencia en
su expresión y porque, en definitiva, vuelve a las raíces, a las formas más extremas de la
cubanidad.

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BIBLIOGRAFÍ A
BLOOM, Harold, El canon occidental, Barcelona, Anagrama, 1995.
DE LA NUEZ, Iván, La balsa perpetua. Soledad y conexiones de la cultura cubana, Barcelona, Casiopea,
1998.
ETTE, Ottmar, ―Una literatura sin fronteras: ficciones y fricciones de la literatura cubana del siglo
XX‖, en: GONZÁLEZ ECHEVARRÍA, Roberto-Anke BIRKENMAIER (comps.), Cuba: un siglo
de literatura (1920-2002), Madrid, Colibrí, 2004, 407-432.
FORNET, Jorge, Los nuevos paradigmas. Prólogo narrativo al siglo XXI, La Habana, Letras Cubanas,
2007.
GALA, Marcial, La Catedral de los Negros, Buenos Aires, Corregidor, 2015.
GONZÁLEZ ECHEVARRÍA, Roberto-Anke BIRKENMAIER, ―Introducción‖, en:
GONZÁLEZ ECHEVARRÍA, Roberto-Anke BIRKENMAIER (comps.), Cuba: un siglo de literatura
(1920-2002), Madrid, Colibrí, 9-17.
ROJAS, Rafael, El estante vacío. Literatura y política en Cuba, Barcelona, Anagrama, 2009.

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