Antígona y Actriz. Carlos Satizábal

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Antígona y Actríz

En la escena sólo un árbol deshojado.

1. Entrada. El baúl y la actríz.

Lejos, de atrás del público, se oye una voz de mujer que se acerca
cantando un viejo corrido.

Voz de mujer (off): Qué lejos estoy del suelo donde he nacido,
inmensa nostalgia invade mi pensamiento,
y al verme tan sola y triste cual hoja al viento,
quisiera llorar, quisiera morir de sentimiento.

Nakajika yori nuñu nuni ka kuri


cuachatin do ni ja kun teiniri
jan dao io maturi nu andisotachi
kundiri mdairi kuniri kuri jatunina ka niniri

La mujer entra a escena. Arrastra un ruidoso baúl de ruedas de


metal. Con un largo palo de bordón golpea el suelo. A veces se
detiene. Se vuelve y mira tras de ella, como si algo o alguien
peligroso la siguiera, (esta sensación de amenaza la tendrá todo el
tiempo, a lo largo de la obra). Finalmente llega al centro de la
escena. Mira el árbol deshojado, suelta su pesada carga y relaja su
cuerpo. Observa el sitio. Va hasta el árbol, lo sacude, dos o tres
hojas caen. Recoge una, la huele, la muerde.

La mujer lleva en su cabeza una larguísima peluca de fique o yute.


Su cuerpo es muy grueso, semeja al de una mujer mayor, cansada de
arrastrar por años una pesada carga. Su cuerpo se tensa de nuevo,

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como si escuchara algo. Mira afuera, de donde llegó. Corre hacia
allá. No hay nada. Vuelve al centro del escenario, mira el árbol,
escupe la hoja que masticaba y abre su baúl y comienza a sacar sus
cosas. Mira al público. Le habla.

Mujer: Ahora hay que dar muchas vueltas para llegar


al mismo sitio. Ustedes saben. Esto está
cada vez peor. Pero aquí estoy, y como
siempre, traigo mis caracoles y el tabaco para
abrir los caminos al que quiera preguntarles. Y
mientras llega el momento de la preguntas, les
traigo los cuentos de una historia griega:
Antígona, Yocasta, Edipo, Creonte, Polinices.
Una guerra. Otra guerra.

(Mira entre el público). Si estás ahí hermanito,


ésta es para vos. Eso de andar por ahí, metido
a no sé qué... ummm. (Se persigna, canta un
alabado mientras saca del baúl sus cosas):

Los hombres no se mueren, se matan solos,


los hombres solo quieren, morirse todos.
Piensan solo en la guerra, y pa´ lo que sirve,
se largan de esta tierra sin despedirse.
Qué dolor ay la guerra me dá.
Qué dolor que tristeza mortal.

Canta y habla y va armando un pequeño altar a un lado de la


escena. En el centro ha quedado su baúl. Luego se quita su pesado
abrigo de mujer mayor y su larga peluca. Se limpia el rostro
mugriento. Es una joven. A veces se detiene y siente o presiente el
peligro o la presencia amenazante que le sigue. Mira atrás. No hay
nada, aún. Su cuerpo entra en pequeños trances, y su voz farfulla
textos o frases de otros personajes o murmura canciones. Luego
vuelve a ella, y sigue preparando la escena y cambiándose para su
primer personaje.

Les decía, allá afuera cada día es más


peligroso que el otro. (Voz y gesto de militar
en el retén): “Alto. No hay paso. Nombre.

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De dónde viene. Para dónde vá. Devuélvase.
Qué lleva ahí”... (Ella saca del baúl un pesado
bulto de tela de colores, lo tira al suelo,
suenan piedras.) Piedras, pa´enterrarme. (Le
responde. Ríe). Eso es mejor que no crean que
una es la que es. De pronto la confunden con
otra. Y zuás. (Roza la mano veloz por el
cuello). Y quién va a saber después. Todos
huyendo, quién va a preguntar nada. Por aquí a
nadie le queda familia. A mí sólo mi
hermanito. Allá, en los montes. Quizá. O por
ahí. Ummm. Quién sabe. (Saca una foto, la
muestra). Mírenlo. (Besa la foto y la guarda
de nuevo. Se pone un largo manto sobre su
cabeza y termina de vestirse de Antígona).

Antígona canta y lava y cubre con polvo el cuerpo de su hermano.


Murmura variaciones del dies irae. Toma del baúl dos pequeñas
ánforas y vá al lado contrario de la escena donde la actríz levantó
su altar. Murmura su canto y danza y ofrece a las seis distancias sus
libaciones. Bebe de una de las ánforas el agua que ha purificado
con su canto. Luego con el agua lava el suelo y las heridas de su
hermano. Toma polvo ritual de la otra, se levanta y lo riega
danzando y cantando alrededor del cuerpo del hermano. Una o dos
veces, en la danza, templa el lazo de su manto enredado en su cuello
y hace como si se ahorcara. De pronto detiene su danza y se oculta.
Mira temerosa. Lanza la última mirada de bendición sobre las
huellas del polvo que regó. Rompe y sale del personaje. Vuelve a la
joven mujer.

Mujer: A esto (señala el polvo que ha regado) a lo


que vinimos: La historia de Antígona, la
muchacha griega, y su estirpe maldita:
Yocasta y Layo y Edipo. Ismene, Eteocles y
Polinices. Su abuelo, llamado Layo, cuando
era joven tuvo que huir de su ciudad, Tebas,
azotada por la guerra. Pélope, un rey vecino,
le dió refugio en su palacio. Pélope era un
favorecido de los dioses y tenía un hijo muy
hermoso llamado Crisipo. Layo se enamoró de

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Crisipo, lo sedujo y huyó con él. Luego lo
abandonó y Crisipo, ahogado en dolor de
amor, se suicidó. Entonces Pélope maldijo a
Layo y lo condenó a no tener descendencia y a
que si alguna vez tenía un hijo, ese hijo le
matara y se casara con su madre engendrando
una raza de infortunados. Hay quienes creen
que el dolor de amor se cura con la venganza.
Es como si una quisiera sanar una herida
hiriéndose más hondo.

La mujer se transforma en la actriz, se cubre con su manto el rostro y


cambia su voz:

La actríz como Pélope: "Layo, maldito seas. Que jamás la diosa de los
frutos te conceda hijo varón alguno, y si
alguno un día engendras, que el mismo sea tu
propio asesino, y se case con tu esposa, con su
propia madre, y que los hijos varones que
tengan se hagan la guerra y se maten
mutuamente, y que toda tu descendencia
arrastre el más implacable y doloroso destino."

La actríz se quita el manto del rostro y lo enreda alrededor de su


cuello. Se prepara para entrar en Yocasta.

Actríz: Layo se casó con la bella Yocasta. (Hala hacia


arriba con sus manos el manto enredado en el
cuello, como si quisiera ahorcarse). Con ella
tuvieron un hijo varón. Temeroso de que se
cumpliera la maldición de Pélope, Layo llamó
a un sirviente y le dijo (La actríz se cubre de
nuevo el rostro con una manta, cambia su voz
y ofreciendo una cesta, dice):

La actríz como Layo: Buen hombre, el destino de nuestro pueblo


está en tus manos. Toma esta criatura y en el
más remoto desierto, donde las diosas no
moren, dále muerte, y abandónale a la suerte

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de las aves y los lobos. (Deja la cesta en el
piso).

La actríz se pone un sombrero, toma su bordón, recoge la cesta del piso


y hace caminos por la escena. Llega hasta el árbol, levanta un cuchillo,
sobre la cesta abierta, tiembla, desiste y saca de la cesta un niño de
trapo y lo cuelga del tobillo en una rama del árbol.

Actríz: El buen hombre dejó en ese árbol al niño. Fue


una noche larga. Pero al amanecer, un rey, que
se creía infortunado por no haber tenido nunca
hijos, lo encontró.

La actríz hace camino por la escena, encuentra al árbol y vé al niño


colgando del tobillo.

“Bienaventurados dioses, al fín habeís


escuchado mis súplicas”. Exclamó al cielo y
desató al niño, le sobó sabiamente su tobillo
hinchado. “Te llamaré Edipo.” Y lo llamó
Edipo que significa pié hinchado. Ya hombre,
Edipo salió a conocer el mundo y se encontró
en una encrucijada con un carruaje que le
cerraba el camino. Discutió con el hombre del
carruaje y lo mató. Así empezó a cumplirse la
maldición de Pélope: ese hombre era Layo, su
verdadero padre. Edipo siguió su viaje por el
mundo y llegó hasta la ciudad de Tebas, que
estaba sometida a los caprichos de una
Esfinge, monstruo implacable que devoraba a
todo aquél que no fuera capaz de resolver sus
acertijos y adivinanzas. Al ver a Edipo le
preguntó:

La actríz como Esfinge: Dime cuál es el animal que tiene una sola voz
y un mismo cuerpo y en la mañana camina en
cuatro patas, al mediodía en dos y al atardecer
en tres.

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Actríz: Edipo resolvió el acertijo y la Esfinge se
desmoronó en una tormenta de arena. Las
gentes de Tebas agradecidas con Edipo lo
casaron con la reina de la ciudad. Y así siguió
cumpliéndose al pié la maldición. La reina era
Yocasta, su madre. (Enciende incienso en su
altar; murmura u ora para sí).

Edipo y Yocasta engendraron a Antígona y a


Ismene, y a los hermanos Eteocles y Polinices,
una raza de infortunios. Cuando al cabo del
tiempo supo la verdad, Yocasta, la madre, se
colgó de una viga del Palacio de Tebas y
Edipo se arrancó los ojos con los alfileres de
plata de la túnica de Yocasta y huyó desterrado
por los campos de Grecia como alma en pena
con su pequeña hija Antígona como guía y
único amparo.

La actriz canta un murmullo sagrado. Vá a su baúl de actríz y comienza


a cambiar su vestido, se pone la peluca de yute, los collares y la túnica
de Yocasta, que se prende con largos alfileres plateados, y un manto
muy largo sobre su cabeza.

Actríz: Dicen que Yocasta, muerta por su propia


mano, aún vaga como fantasma por los
campos en guerra sin hallar consuelo ni
reposo.

La actríz se ha transformado en Yocasta. Danza. Se ata alrededor de su


cuello un manto, ensaya y repite su ahorcamiento.

2. Monólogo de Yocasta, sombra de sí misma.

Yocasta: Despertad. Heme aquí con vosotras, sombras


amigas. Heme aquí sombra de mí misma. Pero
despertad que os hablaré yo, la más
desgraciada, Yocasta. Esposa de Layo y
madre y esposa del infortunado Edipo, el que

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se arrancó los ojos con los alfileres de plata
que sostenían mi peplo de moribunda. Soy la
que engendró hijos e hijas en su propio hijo, la
madre de Antígona e Ismene, de Eteocles y
Polinice. La madre de mis propios nietos. Ay
confusión de las sangres. Ay estirpe funesta.
Ay ciudad sagrada condenada a las guerras y a
la peste.

Pero decidme, vosotras, almas silenciosas,


tiene Edipo culpa? Y yo, acaso la tengo? Y
ella, mi pequeña Antígona, la tiene? Siendo
ignorantes de la verdad la tendremos? Cómo
es esto posible? Qué detendrá este dolor más
allá de la muerte?

(Mira, siente que alguien viene). Shhh. Callad.


Mi pequeña hija Antígona y su desventurado
padre Edipo parecen llegar a este desierto.

(Pausa. Escucha, mira). Eres tú? Oh mi


enloquecido Edipo te arrancaste los ojos y
ciego huíste de Tebas con nuestra pequeña
hija Antígona, como lazarilla y único amparo.
Y tú también Antígona con él ahora vagas
como sombra? Antígona, mi pequeña. (Se
abraza a sí misma, cual si abrazara a la
pequeña Antígona).

Oh funestos dioses, ya oigo en estas visiones


que también a ella os llevaréis. Malditos seáis.
(Cae de rodillas y hunde sus manos en el
suelo, separando en dos la tierra). ¿Por qué la
poderosa diosa de la tierra no se abre y ruge
para tragarnos? (Se levanta, aprieta con sus
manos las puntas del manto que enreda su
cuello, levanta sobre su cabeza los brazos,
templa la tela y se cuelga).

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3. La actríz a su público.

La actríz suelta la tensión del manto enredado en el cuello y sale de


Yocasta y vuelve a ser la mujer.

Mujer: Pocas madres como Yocasta, con el valor de


hacerlo por la propia mano. Las madres
siempre se guardan el dolor y lo vuelven
fuerza para proteger a otros. También
Antígona, que siendo apenas una niña vió
morir así a su madre y vió a su padre
arrancarse los ojos él mismo, supo guardar
todo ese dolor para huir con él, con su padre
Edipo al destierro y protegerlo por esos
desiertos sin amor. (Mira alrededor y a lo
lejos, tras el público). Por aquí también la
gente antes de colgarse o saltar a un abismo se
cree la ilusión de estar viva y echa a huir. Por
eso quedamos pocos. Ustedes y yo y tres por
ahí escondidos. Otros se van a sacar el odio
con más odio. (Toma del altar la foto de su
hermano y la besa. Lanza los caracoles. Los
mira. Pausa. Pone la foto en el altar). Yo ni
siquiera puedo odiar. Voy detrás de él. Y
ahorita de ustedes. O de quién sabe qué por
aquí. No tengo más. Aunque aprendí de mi
abuela a curar con estas yerbas. Como a
muchas, a mí ya nada me cura. Contar sí, un
poquito. Pero contar por aquí. Ummm. De
pronto llegan los mandaderos de esos (mira
arriba), y zuas. No queda títere con cabeza.
Nos acaban el teatrico. Pero antes de que pase
eso, mejor les termino el cuento, la historia de
Antígona.

Yocasta se ahorcó. Y al verla pendiendo de esa


viga, Edipo se abrazó a ella y desprendió los
alfileres de plata que sostenían la túnica de
Yocasta y con ellos se arrancó los ojos. Luego
salió desterrado de Tebas a vagar por los

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desiertos con Antígona, apenas una niña, como
su guía y único amparo. Los dos hermanos de
Antígona, Polinices y Eteocles, acordaron
turnarse el poder de Tebas, un año uno y al
siguiente el otro. Pero el poder embelesa y
cuando le tocó el turno a Polinices, Eteocles
apoyado por su tío Creonte, general de los
ejércitos tebanos, se negó. Polinices huyó y
regresó con guerreros extranjeros y cercó la
ciudad dispuesto a tomar el trono. En las
puertas de la ciudad los dos hermanos
combatieron y se dieron mutua muerte.
Creonte, el general, dá la orden de enterrar a su
protegido Eteocles con honores, y dejar en el
campo de batalla el cuerpo del invasor
Polinices. (La mujer se cubre el rostro con un
manto ensangrentado y finge la voz y la
actitud de Creonte): “para que su carroña sea
pasto de los perros y carne de las aves
rapaces”.

(Se descubre el rostro y va hasta la tumba de


Polinice). Pero Antígona en secreto fue hasta
las puertas de la ciudad y lavó y cubrió el
cuerpo de Polinices de polvo santo y empezó
las tres noches de los funerales.

Entra de nuevo en Antígona.

4. Antígona e Ismene

Antígona: Ismene …Ismene…Ismene... Hermana, te he


sacado de las puertas de palacio para que sólo
tú me escuches. Anoche me dirigí al campo de
batalla, y con ayuda de la sagrada mandrágora
dormí a los soldados que vigilan para que
nadie honre ni entierre a nuestro rebelde
hermano Polinice. Él yacía insepulto sobre una
roca roja de su sangre, y ya aullaban las hienas
y olfateaban el aire los perros y volaban sobre

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su cuerpo las aves rapaces. Con estas manos
levanté el peso de su cadáver hermoso y lave
su cuerpo con agua pura y aceites y lo cubrí
del sagrado polvo seco… He dado inicio al
ritual de las tres noches. Hermana es ahora.
Ven conmigo a honrar a nuestro hermano
muerto, a levantar con piedras del río el
túmulo de su morada final. Ven y cumplamos
para él los cantos y las libaciones.

Pausa. Antígona hace una leve danza lenta con sus manos. Se detiene
súbito y mira a Ismene con ojos incendiados.

No vendrás? Quédate aquí entonces si temes al


general que ordenó dejarlo insepulto a merced
del hambre de las fieras. Quédate aquí si te
aterra la dulce muerte de piedra que el tirano
ofrece a quien ose desobedecerle. Sola empecé
su funeral, y sola puedo terminar los ritos.

Sólo un soplo dura nuestra vida entre los vivos


que habitan aquí, en este desierto sin amor.
Pero toda una eternidad estaremos allí abajo,
entre nuestros muertos. A ellos me debo, y a
ellos me daré.

Ah nó, no quiero que lo calles, vé y grítalo.


Divúlgalo. Que toda Tebas lo sepa. Verás que
el pueblo me honrará. Nada es más grave que
morir sin enterrar a los muertos que amamos,
sin honrar al amor y a lo sagrado y al Hades
que todo lo gobierna. Vete y deja que yo y la
locura que es solo mía corramos este riesgo.

La actríz de nuevo sale de Antígona y vuelve a la mujer.

5. La mujer.

Mujer: Loca, sí, loca. Porque es tremenda locura


ponerle la cara desnuda a la muerte. (Mira a

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un punto del espacio, arriba, a un lado de la
escena, les habla a los hijueputas). Cierto?
(Les hace el conocido gesto con el brazo. Va
hasta la tumba de Polinices y limpia el polvo
que regara Antígona).

Los soldados que vigilaban la tumba


limpiaron el polvo. Por aquí también a usted
la matan si entierra a sus muertos. Los
caminos llenos de muertos dan más miedo.
No? Todo hediondo de carroña y ladrillado de
huesos y los árboles negros de zamuros. (Mira
arriba de nuevo). Así todos se largan rapidito.
Pero qué, mientras venga gente como ustedes
a verme y a preguntarle a los caracoles y al
tabaco, pues por aquí nos vemos.

(Canta): Ay islas del Guadalquivir


donde se fueron los gitanos
que no se quisieron ir.

Cuentos para contar es lo que hay. (Mira otra


vez arriba, altanera). Siempre queda quien
cuente el cuento. (Vuelve al público). Aunque
locura más indigna es irse a mendigar a la
ciudad, como perros callejeros. Allá en las
ciudades, esos matan a los mendigos. Y así no
más, como por juego. Dizque pa´ limpiar. O
para hacer puntería. “Pá coger temple”, (dice
mandándose una mano entre las piernas y
poniendo voz de muchacho). Eso me dijo un
día un muchacho que anda loco por ahí. (Les
grita a los de arriba): Porquerías.

(Mira a la tumba de Polinice). Antígona,


muchacha bella. Ella fue la más digna de toda
Grecia. Una fiera. Sola arrastró las piedras del
río, y con ellas cubrió el cuerpo de su
hermano.

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6. Antígona invoca a las diosas en el enterramiento de Polinice.

La mujer levanta el bulto de piedras, y lo suelta de nuevo en el piso. La


actríz sale de la mujer y entra en Antígona. Antígona mira sigilosa,
toma el fardo de piedras y lo arrastra haciendo caminos por la escena.
A cada tanto se detiene. Escucha, mira y sigue con gran sigilo
arrastrando el pesado bulto hasta que llega al sitio del enterramiento.

Antígona: Malditos, lo han descubierto de nuevo.


(Esparce de nuevo el polvo). Hermano mío
ayúdame con tu voz de sangre a invocar a las
oscuras diosas que moran en el silencio de las
profundidades. Vengan temibles doncellas,
vengadoras desterradas, aéreas, invisibles, y
desaten su ira atronadora, sus gritos
insufribles y sus cabelleras de serpiente contra
estos malditos que condenan a mi hermano a
ser pasto de las aves y las fieras.

Canta un murmullo. Enciende incienso. Velas. Bebe. Invoca a las


diosas de la Noche, de la Muerte y al Amor y lo cubre con las piedras.

Hécate, protectora de los caminos de la


muerte, celeste, terrenal, marina; diosa
sepulcral de azafranado peplo, protectora de
los perros, invencible soberana que devora
animales salvajes, joven guerrera sin ceñidor
en tu cintura que te mueves entre los toros,
dueña y guardiana de todo el universo, asiste a
esta tu doncella en estos sagrados misterios.

Y tú, Noche, Cipris, amiga de todos,


conductora de caballos, madre de los sueños,
dueña de la calma; escúchame diosa felíz de
oscuro resplandor, ven propicia, te lo ruego, y
guía al hondo Hades a mi dulce hermano, y
aleja de él los temores que rondan con tu
resplandor.

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Sagrada luz de los astros celestiales. Amadas
hijas de la negra noche, detentadoras del
destino, venid ahora a nuestro ritual.

Sagrada tierra, tú, la más antigua de las diosas.


Y Eros, tú que impulsas la sagrada luz.
Escúchenme hijos del Caos: abran las
profundas puertas de lo hondo y eterno y
reciban al más bello y rebelde de los hombres.

7. Apresamiento de Antígona.

Antígona gira violentamente, detiene su acción, mira amenazante, fija


la mirada en un punto. Enfrenta a los soldados que vigilan el cuerpo
para que nadie lo sepulte. Les habla.

Antígona: Sí, yo lo he hecho. Anoche le lave con agua


pura las heridas y lo cubrí con polvo santo, el
que ustedes limpiaron, y ahora lo he cubierto
con piedras del río. Y he invocado a las diosas
de allí abajo. (Las mira, murmura un cántico
sagrado para ellas. Súbito se detiene y vuelve
a los soldados).

No, no soy una sombra. Soy sólo su hermana.


La hermana del bello Poliníce. (Ríe).Ustedes
los vivos ya me ven como una más entre los
muertos. (Ríe, les amenaza. De nuevo canta en
lengua extraña).

Sí, sé del edicto del general que prohíbe


enterrarle. Pero él es mi hermano y los dioses
y el amor son fuerzas sagradas, superiores a
vuestra ley.

No, no temo a mi destino. Sé que voy a morir


y si lo hago antes de tiempo a eso yo lo llamo
ganancia.

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Vuelve a murmurar el sagrado canto. Le atan sus manos a la espalda.
Camina, cae al suelo, como si ellos la empujaran. Se levanta y
finalmente rompe y Antígona sale de Antígona y entra en la Actríz.

Actríz: Cuentan que el soldado que la apresó vió


huracanes de polvo y que escuchó la tierra
rugir. Los soldados en guerra siempre ven
cosas tan extrañas. Estar tan cerca de la muerte
hace ver cosas raras.

Toma de nuevo la fotografía de su hermano.

Él también es soldado, pero de los otros,


rebelde, como él, como Polinices.

8. Ritual de la mujer a su hermano.

En el altar, prende una radio, pone la foto al pié de una virgen, les
enciende una vela, murmura la canción, enciende inciensos o palo
santo y un tabaco, marca el territorio del altar haciendo un círculo con
su bordón, limpia el terreno danzando en círculo alrededor de él y
sacudiendo el aire con ramas de ruda. Bebe y lanza de su boca chorros
por el aire. Fuma y sopla sobre el altar el humo del tabaco. Dibuja con
tierra roja el círculo del altar y lanza al suelo los caracoles.

Actríz: Santa madre, virgencita de los montes, mi


señora Pachamama, te ruego lo guardes por tus
caminos, por tus selvas y tus aguas, te ruego lo
protejas con el canto de tus entrañas.

Hombre-jaguar, padre de la selva, te entrego su


imagen para que lo recibas como tu hijo y
abras y cierres tras su paso la maraña.

Le habla a los de arriba:


Ninguno le va poder hacer nada. Me oyen?
(murmurando) Hijueputas. (Al público). El
pendejo de mi hermanito se creyó no se qué
cuento. (Imita el gesto y la voz e su madre):
“se volvió justiciero, mija, se fue al monte

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dizque pa´ cobrarle las cuentas a los ricos.”
(Ríe). Así decía mi mamá, cuando andaba por
ahí, vendiendo con mi hermana muda
chucherías por los caminos. Pero hace años
que ya no se puede ir tranquila entre pueblo y
pueblo. A esos les dio por expropiar pobres.
Una de pobre ya no puede tener nada por estas
tierras. Ni una chagrita. Ni una finca. Ni casa.
Ni nada. (A la foto). Como dice mi mamá:
“Mija, esto se jodió otra vez. Como cuando
mataron a Gaitán.” O peor. Mejor dicho,
impeorable. (Ríe y mira a los de arriba). Nos
tienen corriendo, como alma que lleva el
diablo. (Al público) Pero él no se olvida de mí.
(mira la foto). Pero ustedes... a qué vienen
aquí? A ver qué? A que les adivine qué?
Nosotros ya no tenemos suerte. (Tira los
caracoles, y les sopla el humo del tabaco. Lee
las señales). Eres tú hermanito? (Mira, busca
en el aire. Pausa. Mira uno a uno al público.
Se detiene en alguien). ¿Y usted si está seguro
de ser el que cree que es? (Ríe. Mira los
caracoles). Una ahora no sabe quién es quién;
hay tanto sapo por todas partes. (Mira arriba).
Esos pagan. Por sapiar. Y con tanta hambre y
tanta locura y tanta muerte, pues siempre sale
por ahí su vendido. O de terror cualquiera
avienta al que sea. O inventa, pa´ ver si le dan
algo, o lo dejan ir, respirando. Pero hermanito,
si está ahí, ya sabe que yo lo rezo... pa´que
nada me le pase.

Vuelve a mirar los caracoles. Fuma, bebe y


prende velas y escupe alcohol y humo. Hace
signos. Se echa la bendición y pone de nuevo
la foto en el altar.

Canta en lengua india una canción de


invocación.

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Claro que también debo preguntar y pedir por
ustedes y por mí, que soy tan bocona, como el
pescado. Alguien quiere preguntar ya? (Mira
arriba). Ah? (Pausa. Vuelve al público). Pero
ustedes entenderán que yo pida primero por él.
Como dice mi mamá: “Es que aquí no les
gustan los muchachos”. Los mandan todos los
días como pollos pa´l matadero. Es la
maldición de Jehová contra Caín. Si no fuera
por que los ricos se hacen mas ricos con esta
matanza, uno diría que somos de la misma raza
que ellos, que Antígona y sus hermanos, que
Yocasta y Edipo. Malditos. Malditos todos. A
nosotros, en cambio, nos maldijo Jehová.
Desde Adán y Eva... Eva, la hermosa
desobediente, y Caín y Abel. Jehová... ese es
un dios terrible, miró con agrado la oveja que
le sacrificó Abel; pero en cambio la ofrenda de
frutos y flores que con tanto esfuerzo había
hecho Caín florecer en el desierto, la miró con
desdén. Así Jehová inspiró en Caín el
escorpión de los celos y la gana de matar. Es
que el desprecio del padre es algo terrible. Y
más si el que nos desprecia es dios padre. El
desprecio de un dios puede enloquecer a
cualquiera. (Se persigna). Esa historia de Caín
y Abel y Adán y Eva y Jehová hay que
contarla. Un día hablamos de esa familia.

Pero hoy es la noche de Antígona, la


muchacha griega. Les conté cómo la
apresaron, cuando cubría con piedras a su
hermano Polinice. Los soldados la llevaron
ante Creonte, su tío, el general que gobierna
Tebas con mano de hierro, el que había
ordenado dejar al muchacho sin entierro,
carroña de carroñeros.

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9. Antígona ante Creonte

La actríz entra en Antígona, cae y se levanta de nuevo. Avanza por la


escena, llega hasta el baúl y se para sobre él. Le desatan las manos.
Está frente a Creonte, lo mira, le responde.

Antígona: No Creonte, no he quebrantado ley alguna.


Sólo he obedecido a la sagrada costumbre de
enterrar a nuestros muertos; sólo he escuchado
el canto de las diosas enterradas, de las diosas
desterradas; sólo he atendido a la voz de Diké,
la diosa que gobierna el Hades y protege la
sagrada justicia. (Mira muy abajo, en la tierra
profunda. Respira, escucha).
No te debo obediencia a ti, Creonte, sino a
ellas y al amor y a lo sagrado. Y a los muertos
que moran allí abajo, en la oscura ciudad
eterna, donde algún día todos descendemos a
vivir la eternidad entera. También tú irás.
(Gira violentamente su cabeza como si
hubiera recibido un golpe en la mejilla).
Puedes golpearme de nuevo. Pero nada
cambiarás con ello. El poder enloquece y hace
imaginar al poderoso que puede alcanzar lo
imposible. A tí tu poder sobre la ciudad te ha
hecho trastocar los órdenes sagrados y poner
cabeza abajo todo lo santo: A mi hermano
muerto quisiste dejarlo insepulto; y a mí,
dicen tus guardias que me enterrarás viva, en
una honda cueva que me tienes preparada.
Eres ruin aún tratando de imitar a la poderosa
muerte. (Cae lanzada por un fuerte golpe).
Crees condenarme al silencio encerrándome
viva entre oscuras piedras y apartándome de la
luz celeste. Pero no tocarás la memoriosa luz
de mis ojos con la ira de tus lanzas ni con el
oscuro golpe de tus piedras. (Se levanta). La
muerte está en mí. Podría aquí ya detener los
latidos de mi corazón o dejar de tomar el
sagrado aire que dá el aliento vital. (La atan

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de nuevo, y comienzan a llevarla hasta la
tumba de piedras. Le grita). La oscuridad de
la caverna donde ahora mandas a enterrarme
viva no logrará jamás cegar la visión de lo que
mis ojos han visto y mi alma guarda para
cantarlo a las generaciones. (Se detiene, se
suelta y regresa unos pasos. Mira y enfrenta a
Creonte). O acaso imaginas que una oscura
caverna podrá arrebatar a mis ojos la memoria
de mi madre Yocasta pendiendo del madero
más alto del palacio de Tebas? O crees que al
enterrarme viva podrás borrar de mi alma la
imagen de mi padre Edipo arrancándose los
ojos para no ver su destino consumado? En
verdad Creonte el poder te ha cegado. Eres tú
el que ya no puede ver en plena luz lo más
visible. Menos aún vislumbrar traza alguna de
lo invisible, de lo secreto que yo con mis ojos
y mi luz desde niña veo.

Acaso ignoras Creonte que fui de Edipo ese


ojo de más que el oráculo vaticinó que tendría
desde el primer día de su destierro por los
griegos desiertos de África, hasta la mañana
en que a las puertas de Colono descendiera
vivo al sagrado bosque de las diosas
enterradas, donde mora ya entre los muertos;
Edipo, desventurado rey mendigo, padre y
hermano mío. (Hace el gesto ritual de
invocación y saludo a los muertos).

Desde niña, en esa larga errancia de diez años


con Edipo, fui también su madre, su guía y
protectora. La luz de su ojos. Vagamos
odiados y temidos, malditos y apestados, por
hirvientes desiertos y valles desolados, sin
poder acercarnos a la fresca sombra de las
ciudades. Nadie nos invitó a su mesa, ni nos
dirigió la mirada. Nadie nos hizo partícipes de
los sacrificios y las plegarias. Eres iluso

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Creonte al pensar que vas atemorizarme con
tu poder. Ya desde niña ví los soles del
mediodía reventar sobre la arena del hambre,
y tuve que robar para comer; y ví el odio y el
miedo en los ojos de los niños que nos
arrojaban piedras e improperios por los
caminos.

Diez años huímos hasta llegar al bosque


sagrado de Colono. Allí, en el umbral de su
muerte, escuché con mi padre hermano Edipo
la voz enloquecida de los pájaros, y ví en sus
cantos angustiosos todos los presagios. Allí,
Creonte, ví también éste momento. Por que
todo está en los cantos. Todo en el canto está
guardado.

Gime un agudo y doloroso melisma sin tono


de reposo.

En los cantos he escuchado y visto todo lo


humano. La memoria del canto me ilumina,
por ello a mí no me amedrentan tus amenazas.
Podrás ensañarte sobre el pueblo que malvive
temeroso de tus crímenes, sordo y engañado
por el filo sangriento de tu lengua. Desde niña
he visto y oído y vivido todo. Y aunque aún
no conozco el amor, ya todo lo he vivido. Sólo
me resta gozar de mi muerte. Tssss.

Acaso el poder de las armas te ha abrasado la


memoria con las cenizas del olvido? Acaso se
ha borrado de tu recuerdo la antigua maldición
de hombres armados y amantes desventurados
que nos persigue desde la fundación misma de
esta ciudad de Tebas? Acaso ignoras que
desde esa fundación funesta nuestra raza es
arrastrada en una rueda interminable de
éxodos y desgracias?

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Tú, Creonte, como los hombres armados y
como los tiranos, crees locamente que puedes
sellar las heridas más hondas de la ciudad
multiplicándolas con el oprobio y con la
muerte. Pero eso sólo te convierte en señor del
crimen. En uno que sólo matando se siente
existir. Y si crees que has vencido a mi
hermano Polinice y su ejército extranjero,
también te engañas. Aquí, en las puertas de
Tebas, sólo la sangrienta muerte ha vencido.
Mis hermanos, uno al otro se han dado mutua
muerte. Tu ahora gobiernas la ciudad sobre el
lago de sus sangres. Pero la sangre derramada
trae más sangre. Siempre. Y la muerte
sangrienta sólo trae más muertes. El triunfo
militar no es la victoria. Ella, la Victoria, es
una diosa alada que sólo habita donde reinan la
vida y el amor. Creonte, sólo el canto de la
memoria -y no la sangre derramada- cura el
alma de las penas más hondas y antiguas.
Pobre de tí. Los perros del alma te corroerán
en una larga noche las entrañas y no verás más
luz que el resplandor de tu dolor. Ya
ensordecerá tus oídos el cantar enloquecido de
los pájaros que hundieron su pico en el vientre
de mi hermano. Ya se ahogarán tus narices en
la poderosa podredumbre de los muertos.

10. Muerte de Antígona

Gira, se prepara a partir. La empujan y cae al suelo. Le atan las


manos, se levanta, al horizonte tras del público.

Ciudadanos de la tierra patria este es mi


póstumo camino. Toco la última luz del sol
que les dá tibieza. (La llevan por la escena).

Si tan sólo el miedo no les tuviera paralizada


la lengua.

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En un punto, cerca de las piedras, se detiene. A los guardias:

Esperen.

Mira de nuevo al cielo, luego al suelo. Se arrodilla y le habla al río.

Sonoro río de mi ciudad, agua fresca de mi


infancia, recorro por última vez tu sagrada
orilla. Por última vez veo la claridad del sol en
tu espejo. Por última vez bebo en tu corriente.
(Besa el agua). Nunca más habrá otra vez para
mis ojos y mi boca. Ahora otro río cruzaré. La
corriente final de la que nadie vuelve. Hades,
el que a todos acoge, me lleva viva a la orilla
del Aqueronte. Viva y sin haber gozado nunca
del amor, sin oír aún los cantos nupciales del
amado en su voz de mieles, ni ungir con
aceites los perfumes de su cuerpo. Con la
corriente oscura del Aqueronte oficiaré ahora
mis nupcias.

Terminan el camino y la arrojan finalmente sobre las piedras de la


tumba de su hermano. Hace una pausa para contemplar el sol sobre
ella y se yergue sobre el túmulo de piedras y comienza a correrlas con
los pies, luego se acuesta y mientras le habla a sus muertos y les
canta en extraña lengua va cubriendo su cuerpo con las piedras de la
tumba.
Ya oigo la voz de mis muertos que con amor
me llaman desde la honda ciudad del Hades.

Hermanos míos, Madre. Padre. Descenderé a


esa morada eterna con toda la luz de lo que he
visto. Y aquí, sobre esta tierra de condena y
peste y guerra, lo que he visto será cantado por
la voz profética de los poetas. Los dioses nos
deparan desdichas para que las generaciones
futuras tengan qué cantar, para que los
desdichados de mañana tengan consuelo y
alegría con esa música cargada de memorias.

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Súbitamente se sienta de rodillas, las piedras caen de su cuerpo.
Contempla el vacío alrededor de su túmulo. Lentamente se enreda su
manto sobre el cuello y lo templa con sus manos levantadas sobre su
cabeza. Se yergue de pié, templa y se empina sobre los dedos de sus
pies. Muere. Pausa. Quizá aplaude alguien del público. En medio de
la pausa y los aplausos se oye un poderoso estruendo. Explosiones,
quizá. Caen polvo y barro del cielo. La actriz rompe, se levanta y
toma una o dos piedras, corre y mira fuera. Le habla al público.

11. Final

Mujer: Oyeron esos ruidos? Están aquí, cerca. Seguro


en cualquier momento entran.

Va a su altar, toma los caracoles, los muestra al público con la palma


de la mano abierta.

¿Alguien quiere preguntar que nos va a pasar?


¿alguien quiere saber? ¿quién se atreve a
preguntar? ¿nadie?, si el miedo no nos tuviera
paralizada la lengua.

Vuelve a mirar afuera y arriba, al aire. Lanza los caracoles. Los mira.
Lee. Pausa. Escucha.

Estás por ahí? Ah?... Hermanito, dónde estás?

Lanza de nuevo los caracoles, se arrodilla los mira y los lee. Se oyen
de nuevo explosiones. Más polvo y barro caen del cielo.

No hermanito, no. Usted no hermanito.

Rompe los caracoles con los pies. Se dobla sobre los caracoles rotos
como Antígona ahorcada. Llora. Pausa...mira, oye los ruidos,
comienza a cantar muy quedo un corrido mexicano mientras recoge
todo y lo guarda en su baúl.

Mi abuelo mató franceses y mi padre federales


Mi abuelo mató franceses y mi padre federales

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Y yo tan solo heredé un jacal y tres nopales
Y yo tan solo herede un jacal y tres nopales.
Mi abuelo fue juarista y mi padre zapatista
Mi abuelo fue juarista y mi padre zapatista,
Y yo siembro en tierra ajena y eso que soy
agrarista
Y yo siembro en tierra ajena y eso que soy
agrarista.
Mi abuelo y mi padre murieron por la justicia
Mi abuelo y mi padre murieron por la justicia,
Yo pienso que esa señora los jacales no visita
Yo pienso que esa señora los jacales no visita.

A veces se detiene y mira hacia donde revientan los ruidos y


explosiones. Caen cenizas y polvo y trozos de barro del techo, tanto
en la escena como entre el público. Termina de recoger todo y se mete
en el baúl o se marcha cantando el corrido del comienzo, mientras la
luz se va desvaneciendo en la oscuridad:

Qué lejos estoy del suelo donde he nacido,


inmensa nostalgia invade mi pensamiento,
y al verme tan sola y triste cual hoja al viento,
quisiera llorar, quisiera morir de sentimiento.

Nakajika yori nuñu nuni ka kuri


cuachatin do ni ja kun teiniri
jan dao io maturi nu andisotachi
kundiri mdairi kuniri kuri jatunina ka niniri

FIN

Dramaturgia: Carlos Eduardo Satizábal

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