TINA ROSENBERG - La Estirpe PDF
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TINA ROSENBERG
PROLOGO
de
Horacio Verbitsky
Trece años más tarde se siguen reuniendo, cada jueves a las tres y media de la
tarde, algunos cientos de personas congregadas para caminar lentamente en
círculo en Plaza de Mayo alrededor de una estatua de la libertad, con su espada y
su lanza. Llevan pañuelos blancos cruzados con las leyendas "Irene Krichmar,
Miguel Angel Butrón, Desaparecidos, 18/6/76, Argentina" o "José Valeriano
Quiroga, Desaparecido, 28/6/76". Con los años, a medida que fueron andando, la
palabra "desaparecido" se transformó en un verbo transitivo en el vocabulario
global, y las expresiones "ser desaparecido" y "hacer desaparecer a alguien" se
asentaban en la conciencia del mundo, ubicadas allí por sus hijos. Las Madres de
Plaza de Mayo estaban cada semana mas grises, más gordas y caminaban más
lentamente, pero estaban decididas a caminar en la plaza cada jueves hasta que
sus hijos aparecieran de nuevo, lo que significa que caminarían para siempre.
No todas eran madres. Algunas eran abuelas, maridos o esposas de los
desaparecidos, padres, hermanos, parientes de todas clase, y gente que llegaba
simplemente para mostrar su apoyo a las Madres de Plaza de Mayo. En los
primeros meses eran todas madres. Luego, a fines de la primavera de 1977,
cuando la Junta Militar tenía un año y medio y había hecho desaparecer a más de
6500 argentinos en lo que luego se conoció como la guerra sucia, apareció en la
plaza un joven rubio con cara angelical de niño de cinco años y sonrisa a lo
Kennedy. Explicó que su nombre era Gustavo Niño, que tenía 26 años y que era
estudiante, que venía de Mar del Plata -una ciudad a seis horas en auto de
Buenos A¡res- y que su hermano había desaparecido. Durante ese tiempo, había
60 mujeres de 40 y 50 años y un joven. Gustavo era, obviamente, de buena
familia. María del Rosario Caballero, una de las madres, me lo contó cuando la
conocí en 1988. Pero estaba lejos de su casa y su vida de estudiante era dura.
Llevaba el mismo suéter azul casi todos los días. "Siempre parecía un poco
aterrorizado, y nosotras cuidábamos de él. Rápidamente se convirtió en el favorito
de Azucena Villaflor, nuestra fundadora. La gente nueva que se unía al grupo a
veces pensaba que era su hijo", dijo Caballero. Las Madres habían elegido
caminar en la plaza frente al palacio presidencial, de manera que los miembros de
la Junta pudieran verlas desde sus oficinas. Era peligroso, y todavía más peligroso
para un joven, especialmente para alguien tan apasionado como Gustavo. Una
vez, se peleó a golpe de puños con un policía que trataba de desbandar una
manifestación.
Gustavo se lanzó a trabajar, siempre proponiendo más reuniones y slogans más
fuertes. Iba a todas las misas conmemorativas. Se integró con otro grupo de gente
-parientes de los desaparecidos, amigos y hasta dos monjas francesas- formado
con el fin de juntar dinero para publicar un aviso a página entera en La Nación, el
diario líder en la Argentina. El aviso -una respetable carta requiriendo información
acerca del paradero de los desaparecidos- iba a publicarse el 10 de diciembre de
1977, y se titularía "Sólo pedimos la verdad". El 8 de diciembre el grupo se reunió
para juntar los últimos pesos para el aviso en la Iglesia de Santa Cruz, una iglesia
de cemento marrón en un barrio de trabajadores. Gustavo llegó con una chica
rubia a la que presentó como su hermana. "¿Gustavito, qué estás haciendo acá? -
preguntó Caballero-. La iglesia está rodeada de desconocidos. Es peligroso, no
deberías estar acá"
"¿Cómo me voy a perder un día tan importante?", dijo Gustavo. Pasaron la bolsa
de la colecta. Luego Gustavo se levantó y dijo que salía para tomar un poco de
aire fresco. Mientras se iba, sacó algunos billetes de su bolsillo y los agitó,
haciendo señales a ciertos miembros del grupo. Los extraños que estaban dando
vueltas afuera entraron en la iglesia, con las armas desenfundadas.
"¡Arresto por drogas!", gritaron los hombres. Cinco Renault se detuvieron. Los
hombres metieron a los empujones en los coches a siete miembros del grupo, uno
de los cuales era una monja francesa de 43 años, la hermana Alice Domon, y
salieron velozmente.
Caballero estaba gritando. "¡Calláte, vieja loca! -gritó uno de los hombres desde
atrás-. ¿Querés venir con nosotros?"
"No pude ver si se llevaron a Gustavo", me contó Caballero. Unos días después
también desaparecieron Azucena Villaflor y otra monja francesa, Léonie Duquet,
de 62 años.
Más tarde, un testimonio de los sobrevivientes de la Escuela de Mecánica de la
Armada indicaba que Villaflor, las monjas y el resto del grupo terminaron en las
cámaras de tortura de la ESMA. Mientras recibía shocks eléctricos, la hermana
Alicia preguntaba sobre el destino del "muchacho rubio".
"Estábamos seguras de que se llevaron a Gustavo", dijo Caballero. El jueves
siguiente, a la hora de siempre en Plaza de Mayo, las mujeres lo vieron, parado
contra una pared, semiescondido en las sombras. "Estábamos shockeadas -dijo-.
Se veía horrible."
Fue después de todo esto que un miembro del grupo que se exilió en Francia
escribió para decir que un hombre rubio, de cara angelical, con el nombre de
Alberto Escudero, se había juntado con una organización de solidaridad argentina
en París. "Pensamos que en realidad trabaja para la Marina", escribió la mujer; la
Marina tenía una célula en París que se infiltraba en los grupos de exiliados. La
mujer envió una foto. Alberto Escudero era Gustavo Niño.
Durante los años siguientes la cara de Gustavo Niño se volvió famosa en todo el
mundo. En 1981 una revista australiana publicó fotos de Gustavo, usando
entonces su nombre real, Alfredo Astiz, tomadas cuando era agregado naval en la
embajada argentina en Johannesburgo, Sudáfrica. Luego, en 1982, apareció una
foto del teniente Astiz, esta vez con barba, firmando un documento de rendición a
bordo del buque de guerra británico "Plymouth" después de la guerra de las
Malvinas. Otra foto: el teniente Astiz, aún con barba, con aire solemne, volando de
Londres a Buenos Aires luego de ser interrogado por los británicos. Y todavía otra
foto más: Astiz, ahora un teniente a cargo, de uniforme, en el asiento trasero de un
coche, en 1985, abandonando el edificio de Tribunales luego de que lo acusaran
por la desaparición de Dagmar Hagelin, una sueco-argentina a quien, según
parecía, le había disparado en la frente una mañana, la había puesto en el baúl de
un coche, y la había llevado a un campo de concentración. Y otra más: Astiz con
su uniforme blanco de la Marina, pasando detrás de Ragnar Hagelin, el padre de
la chica sueca, acusador y acusado.
Pero luego las fotos cambiaron; la sonrisa volvió: un Astiz muy tostado sobre una
reposera en la playa del Yacht Club de Mar del Plata, el cabello agitado al viento.
Astiz bailando en la discoteca Le Club, con la camisa arremangada. Astiz parado
en la playa del Yacht Club en traje de baño, charlando con otro oficial naval que
estuvo con él en las Malvinas. El teniente Astiz, en chaqueta y gorra blanca de la
Marina en el Día de la Armada, en mayo de 1988, fotografiado en Bahía Blanca,
donde había anclado su barco, el destructor "Hércules-: parecía un joven Robert
Redford que reía exhibiendo sus dientes al mundo.
Fue esta última foto, reimpresa en un diario chileno, la que un día llegó en Chile a
mi escritorio. La miré por mucho tiempo y ese día decidí intentar entender el
mundo de Alfredo Astiz: un ciudadamo del más europeo y desarrollado de los
países de Latinoamérica; un miembro de la más civilizada y aristocrática de sus
Fuerzas Armadas; el hijo de un padre oficial de la Marina y de una madre
holandesa de sangre azul; un amante de Van Gogh, de Calder y de la música
clásica; bien viajado, bien educado y bien leído; y oficial del departamento de
operaciones del grupo de tareas 3.2.2 durante la guerra sucia, el más notable
grupo de torturadores y asesinos de la Junta más notablemente asesina en la
historia contemporánea de Latinoamérica, y responsable personal y directo del
secuestro de cientos de personas que sufrieron torturas inimaginables y luego
desaparecieron para siempre.
Mientras que la violencia en Colombia tiene sus raíces en la falta de un orden
social y en la incapacidad del gobierno para poner reglas a una sociedad ruidosa y
caótica, en la Argentina la Junta que el 24 de marzo de 1976 llegó al poder gracias
a un golpe militar creó exactamente la situación opuesta. La Junta, que bautizó a
su gobierno "Proceso de Reorganización Nacional" o "el Proceso" -que es también
el título de la novela de Kafka-, asfixió a la Argentina a fuerza de orden social. Lo
ruidoso o caótico simplemente se evaporó en el aire. De todos modos, el problema
de raíz era el mismo: un desprecio por la ley y la política como modo de resolver
los problemas en países marcados por enormes contrastes sociales. Y los
resultados fueron los mismos. La Junta proclamaba su violencia como una guerra
contra la guerrilla, principalmente el grupo llamado los Montoneros, que retendía
adoptar el pensamiento nacionalista y populista de Juan Domingo Perón, el
general cuya presidencia en los años 40 y 50 dio forma a la Argentina moderna.
Pero la guerra sucia también eliminó a terroristas tan peligrosos como los
periodistas, los psiquiatras, los trabajadores sociales y los líderes sindicales de la
Argentina.
En 1981, cuando todo había terminado, un civil, Raúl Alfonsín, elegido presidente
de la Argentina en 1983, nombró a un grupo de eminentes argentinos para formar
la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP). La
comisión envió a sus miembros por toda la Argentina, a España, México,
Venezuela y otros países para recoger testimonios, acumulando finalmente 50 mil
páginas. La comisión determinó que el gobierno había producido -o, mejor dicho,
no produjo- más de 9000 desapariciones. Se publicó una seleción de los
testimonios bajo el título Nunca más.
Nunca más es, como escribió el filósofo del derecho Ronald Dworkin en la
introducción a la versión en inglés, un relato desde el infierno: historias de
prisioneros cuyas heridas estaban infectadas con gusanos; una mujer que se
atravesó la lengua con los dientes por el dolor de los electroshocks; una violación
anal con varillas electrificadas de metal. En el testimonio de un hombre
encarcelado en Campo de Mayo, Archivo 2819, se lee:
"( ... ) a los prisioneros se nos obligaba a permanecer sentados sin respaldo en el
suelo, es decir, sin apoyarnos en la pared, desde que nos levantábamos, a las
seis de la mañana, hasta que nos acostábamos, a las 20. Pasábamos 14 horas
por día en esa posición... No podíamos pronunciar palabra alguna y ni siquiera
girar la cabeza. En una oportunidad, un compañero dejó de figurar en la lista de
los interrogatorios, y quedó olvidado. Así pasaron seis meses, y sólo se dieron
cuenta porque a uno de los custodios le pareció raro que no lo llamaran para nada
y siempre estuviera en la misma situación... Lo comunicó a los interrogadores, y
estos decidieron 'trasladarlo' -matarlo- esa semana, porque ya no poseía interés
para ellos. Este compañero estuvo sentado, encapuchado, sin hablar y sin
moverse durante seis meses, esperando la muerte."
Miriam Lewin tenía 19 años cuando fue capturada el 17 de mayo de 1977. Fui a
verla doce años más tarde. Había sido una de los prisioneros de Astiz. Era
estudiante en la Universidad de Buenos Aires y , miembro de la Juventud
Universitaria Peronista, una organización creada por los Montoneros que hacía
trabajo político en la universidad. Según otros prisioneros, Lewin era una
montonera de perfil bajo, aunque ella negara haber hecho algo más que trabajo de
organización política.
En todo caso, en el momento de su captura llevaba la píldora suicida de cianuro,
como hacían los Montoneros, y se la metió en la boca. Los soldados se la
arrancaron antes de que pudiera morderla. Miembros de la Fuerza Aérea la
llevaron a una prisión secreta y la torturaron en una pieza donde había pintada
una esvástica en la pared; Lewin es judía. Le ordenaron que escribiera una
autocrítica, arrepintiéndose de su activismo pas ado. Ella la escribió, y después la
leyó con peluca y anteojos frente a una cámara de televisión, como sus captores
le ordenaron. Por alguna razón, la Fuerza Aérea la destinó después a la Marina. El
26 de marzo de 1978, encapuchada, esposada y con los pies engrillados, la
metieron en el baúl de un coche y la llevaron a lo que posteriormente ella
descubrió que era la ESMA. Permaneció allí hasta el 10 de enero de 1979, cuando
fue puesta en libertad -o sea: se le permitió volver a su casa, cuidadosamente
vigilada, y se le exigió que pasara todo el año siguiente haciendo trabajos forzados
para la Marina-.
Me encontré con ella diez años después de su liberación, en su pequeño
departamento de un viejo edificio situado en un barrio de trabajadores en Buenos
Aires. Estaba tratando de encontrar tantos antiguos prWorteros, de la ESMA cosflo
pudiera, con la esperanza de entender la guerra sucia y a Astiz. Lewin, una mujer
pequeña, con pelo rubio por los hombros, trabajaba en Buenos Aires en la oficina
porteña de uno de los gobiernos de provincia de la Argentina, y en su tiempo libre
escribía para una revista de izquierda. Su departamento estaba ocupado por
tablas de skate, soldados de juguete y los gritos de sus dos hijos pequeños.
-Mecontó que el almirante Chamorro lo invitó a cenar con otro oficial para que
pudieran conocer a la hija de Chamorro y a un amigo de ella. Chamorro decía:
'Ustedes los jóvenes tienen que pensar en casarse', guiñando el ojo todo el
tiempo. Cuando se pusieron a hablar sobre política, Astiz comenzó a exaltar a
Fidel Castro y a los montoneros pero hablando como si fuera en serio. La hija y su
amigo se escandalizaron. Finalmente, Chamorro concluyó que estaba
bromeando."
"¿La llevó a cenar para decirle eso?"
"Me dijo que quería despedirse. Dijo que me respetaba y creía sinceramente que
yo me había rehabilitado. Escribió sus direcciones en Sudáfrica y la de su familia
en Mar del Plata con tinta verde en una servilleta. 'En caso de que necesite algo,
dijo, "
Yo pensaba: no suena como si fuera un monstruo. Muchas cosas que Lewin me
contó acerca de su estadía en prisión me sorprendieron. Había sido torturada
físicamente sólo durante sus primeros días en los campos. Le habían dado trabajo
para hacer: que tradujera artículos. Le habían permitido llamar a su familia. Esta
no era la guerra sucia de la que me habían hablado. Antes de irme del
departamento de Miriam Lewin le pregunté, como hacía cada vez que veía a un
prisionero de esa época, si podía ponerme en contacto con otros que hubieran
estado allí dentro. Como Lewin, los otros me dijeron que a ellos les habían dado
trabajos para hacer y que oficiales de la Marina los habían llevado a cenar tanto
mientras estaban en la ESMA como después.
Medité sobre ello por unos días, y luego repentinamente me percaté de que las
historias que había recogido sobre la ESMA tenían todas algo en común: venían
de los sobrevivientes. Pero el propósito del campo de concentración no es el de
crear sobrevivientes, sino el de asegurar que muy pocas personas sobrevivan.
Cada prisionero que atravesó las puertas de la ESMA tenía asignado un número.
En los 92 meses de existencia de la ESMA los números se elevaron a 5000.
Varios cientos sobrevivieron: torturados, y liberados después de algunos días.
Poco menos de cien fueron, como Miriam Lewin, mantenidos durante años en un
infierno alucinógeno en el cual la línea entre prisioneros y guardias se
desdibujaba, sin poder nunca asegurarse si el oficial que tocaba la puerta los
llevaría a la mesa de tortura o afuera a comer un bife. Por razones que comprendí
más tarde, esas personas eran fundamentalmente montoneros. Los otros que
pasaban por la ESMA -entre 4000 y 4500 personas, la gran mayoría de las cuales
nunca habían tomado un arma- murieron durante la tortura o en los "traslados"
semanales. A cada prisionero que "trasladaban" le inyectaban Pentotal para evitar
que se resistiera, y para prevenirle el trauma psicológico a la tripulación de la
cuadrilla de¡ avión. Los miércoles -por alguna razón siempre eran miércoles- era
subido un prisionero a un avión Fokker como parte de un grupo de veinte y
arrojado al mar.
"Ahora usted me pregunta, ¿por qué debíamos gastar una inyección en esos
prisioneros? Pero lo hicimos", me dijo más tarde el almirante Horacio Mayorga. Su
intento de convencerme de que la Marina torturaba y mataba asus prisioneros de
un modo civilizado es consistente con el mito que los argentinos crearon sobre sí
mismos: que solamente un accidente de la geografía había puesto a los
argentinos -a los de ascendencia italiana, británica y española, con su piel blanca
y sus uñas manicuradas- en Latinoamérica, como una isla del refinamiento del
Viejo Mundo encallada en un mar bárbaro. Sus vecinos de herencia indígena y los
argentinos de piel oscura eran tratados con sorna como cabecitas negras. Los
militares se jactaban de sus raíces europeas y de su misión de salvar a la
civilización occidental. La Junta de la guerra sucia se consideraba a si misma una
junta de caballeros y el golpe "una acción consciente emprendida con
responsabilidad, y no motivada por interés o deseo de poder", según el anuncio
inicial del general Jorge Rafael Videla, presidente de la Junta.
De todas las armas de las Fuerzas Armadas, la Marina es tradicionalmente la de
clase alta. Así como la Argentina mira desde arriba a sus vecinos indígenas, así es
como los altos, blancos y bien educados marinos ven al Ejército y a la policía. Son
casi diplomáticos, los gentlemen de la Marina. Pero en la época en que cerró sus
prisiones, en noviembre de 1983, pocos días antes de que Alfonsín asumiera, el
campo de concentración de estos gentlemen, la ESMA, podía reclamar la
distinción de ser el campo de exterminio más grande de la guerra sucia.
La Escuela de Mecánica de la Armada, sobre la Avenida del Libertador, en
Buenos Aires, es blanca con un techo rojo de terracota. Los pinos son puntos en el
césped frente al pórtico ornado con cuatro columnas y coronado por el escudo de
la República Argentina. El campo de concentración en sí estaba ubicado en el club
de oficiales de la ESMA, un edificio de tres plantas con un sótano. Los prisioneros
dormían en el tercer piso y en el ático. El sótano estaba ocupado por una
enfermería, un laboratorio fotográfico y cámaras de tortura. Una de las salas de
tortura estaba insonorizada y, cuando no estaba ocupada de otro modo, servía
como sala audiovisual. Los oficiales dormían en el primer piso y en el segundo. En
el tercero estaba la bodega, un depósito gigante donde guardaban los bienes
robados de las casas de los prisioneros. Hacia fines de 1977 se instaló un grupo
de oficinas conocidas como "La Pecera", llamadas así porque las oficinas estaban
separadas por paredes transparentes de acrilico. La Pecera, monitoreada por un
circuito cerrado de televisión, era donde los prisioneros trabajaban.
Hablé con varias personas que habían sido torturadas en la ESMA. Una era María
Elisa Landín, una maestra de escuela que tenía 50 años en el momento en que
fue secuestrada. Los militares entraron a su casa cinco veces, buscando a su hijo
Martín, llevándose cosas de la casa en cada visita. En la sexta visita se llevaron a
Landín y a su esposo a la ESMA, donde ella fue torturada con electricidad
aplicada en los pechos y en la vagina y golpeada hasta que se desmayó. "Acá
nosotros somos los únicos dioses", decía su torturador. Más tarde la pareja fue
liberada. Poco después su hijo desapareció.
Landín creía que el motivo por el que la torturaron no era la búsqueda de
información -sus torturadores debían haberse percatado de que era improbable
que ella conociera el paradero de su hijo- sino el deseo de castigarla, quizá para
reducir el interés de su hijo en la política, quizá para alarmar a los otros, o quizá
simplemente para ilustrar quién era el amo y señor de su vida y de su muerte.
En los primeros años de la administración de Alfonsín el semanario de Buenos
Aires La Semana publicó dos largas entrevistas a Raúl Vilariño, que era un
suboficial en el departamento de operaciones del grupo de tareas 3.3.2. Su trabajo
no era torturar -eso correspondía a la gente de inteligencia- pero presenció la
tortura. Vilariño era un cabecita negra, un hombre de limitada estatura, fornido,
con piel oscura, proveniente de una familia pobre. Al cierre de la guerra sucia dejó
la Marina y desarrolló problemas de conciencia, lo que lo llevó primero a tocar las
puertas de La Semana y luego de Tribunales.
Esto es parte de lo que Vilariño dijo:
"Vamos a poner un 50 por ciento y un 50 por ciento. Del 50 por ciento que no era
culpable, vamos a suponer, un 25 por ciento tenía ideología, aunque por el hecho
de tener ideas, no vamos a decir que vaya a hacer mal a nadie...¿Cuántas veces a
usted lo mandan a hacer una diligencia y lleva bien anotado el número, y sin
embargo pregunta a ver si es ahí? Nosotros no podíamos preguntar si ahí vivía un
guerrillero ... Llega un momento que ya no se puede actuar cortesmente, por usar
una palabra ... Yo no le niego que se cometieron quinientos mil desmanes. Pero
esos desmanes eran porque los datos obtenidos no eran los correctos. También
pasaba que la gente, ante el miedo, oponía una cierta resistencia que era
malinterpretada por el grupo, que ya estaba psicológicamente preparado para ver
detrás de una puerta que se cerraba, quinientos rostros de guerrilleros y
quinientas bocas de armas.
Había una puerta en la que un individuo, una noche que estaba contento, había
escrito: "Camino a la felicidad". Detrás de esa puerta estaba la cámara de torturas,
picana eléctrica, un elástico de hierro de una cama conectado a 220, un electrodo
de cero a setenta voltios, silla, presnas y todo tipo de elementos que pudieran
servir para torturar. No se los puede imaginar: elementos cortantes, punzantes,
cámaras de bicicletas rellenas de arena para golpear sin dejar rastros... Muchos
de estos métodos fueron copiados de la Policía Federal...
¿A usted alguna vez le dió un golpe de corriente una heladera, la canilla del baño
o algún aparato eléctrico? Eso súmelo por cien y multiplíquelo por mil ... Eso es lo
que puede sentir una persona que está siendo torturada, que tal vez es culpable,
que tal vez no es culpable ... Yo le voy a contar un caso: una chica de diecisiete
años que se llamaba Graciela Rossi Estrada. Era una piba de aspecto muy triste
... Debido a que faltaba alguien del grupo, yo estaba ahí y pude comprobar cómo
era torturada. Comenzaron con los simples procedimientos de cualquier rufián de
película policial de poca monta: colillas de cigarrillos, manoseos, tiradas de
cabello, golpes, pellizcones. Como no se lograba obtener lo que se deseaba
escuchar aparentemente, y digo aparentemente porque tengo grandes dudas de
que las sesiones de tortura fueran lo suficientemente satisfactorias ya que más de
una vez se sindicaba a Fulano de Tal para que en la confesión dijese tal o cual
cosa, entonces, como decía, a eso de la media hora de estar golpeándola, la
llevaron a la picana eléctrica donde fue picaneada hasta que se desmayó.
Entonces, tomada con mucha delicadeza de los pelos por un individuo y por otro
de las piernas, fue tirada en una celda, donde se le arrojó un balde de agua para
que se hinchara. A las cuatro o cinco horas, el estado de la piba era deplorable
porque se había hinchado. Fue llevada nuevamente a la sala de torturas. Allí, en
ese momento, por Dios, por la madre y por todos los seres queridos que tenía, iba
a firmar hasta el asesinato de Kennedy y no sé si su intervención en la batalla de
Waterloo. Por eso digo que los datos obtenidos de la tortura no eran fehacientes la
mayor parte de las veces: se los acomodaba para ir justificando la gente que había
detenida.
Una vez le pregunté al padre Sosa (un sacerdote) si le parecía bien lo que
estábamos haciendo y él me dijo que había que pensar como un cirujano. Si había
que amputar el mal, no se podía estar pensando en la estética del paciente...
Era muy fácil ver cómo entraba un camión con leña, un camión con mercadería y
luego, otro camión con leña. Se tiraba la leña, se tiraban los cuerpos, se tiraba
más leña y se prendía fuego. Ahí también se quemaban vehículos que no
convenía que fuesen encontrados ... Mengele (apodo del médico) me comentó en
un momento que los cadáveres, a medida que se iban quemando, las
articulaciones se iban abigarrando hasta quedar así, todas como artrósicas.
Entonces me dijo: "La próxima vez les voy a cortar los tendones para que queden
mejor".
Bueno, uno de los sistemas lindos que tenía Mengele era una, cucharita, ¿no es
cierto? A las embarazadas se les introducía esa cucharita u otro instrumento
metálico en la vagina hasta que tocara el feto ... Entonces, se le daba la descarga
de 220. En una palabra: se pícaneaba a la criatura.
Cuando Silvia Labayru, la prisionera que simuló ser la hermana de Astiz cuando
se infiltró en la Madres de Plaza de Mayo, tuvo un bebé, Astiz se la llevó de la
prisión para registrarlo, presentándose como el marido, falsificó la firma del
hombre, y despues le dio el bebé a su abuela. Se llevó a otra prisionera para que
viera a su padre moribundo y luego la escoltó en el funeral. Años después, cuando
la mujer testificó contra él en los juicios durante el gobierno de Alfonsín, Astiz le
dijo a sus amigos que se sentía shockeado y traicionado.
-¿Y tomó un taxi hasta la base? Es caro tomar taxis cuando uno no tiene un
empleador."
Le expliqué que los horarios del bus no me hubieran permitido llegar a tiempo al
aeropuerto para el vuelo nocturno a Buenos Aires. Yo estaba muy contenta de que
los encargados del equipaje en el aeropuerto de Bogotá hubieran robado hace
poco tiempo mi cámara. También estaba contenta de haber tomado notas en
inglés.
No quería decirle nada sobre Astiz. "Estoy escribiendo un artículo sobre lo bajos
que son los salarios militares", dije. Estaba tratando de recordar si le había dicho
algo a Marito en el viaje, dado que habíamos hablado un montón. Suspiró. "Pienso
que va a perder su vuelo", dijo.
Un hombre entró en la habitación. Habían estado interrogando a Marito. "No tiene
documentos -aclaró-. Dijo que los dejó en el coche. ¿Voy con él a buscarlos?"
Alcayaga asintió. Los oficiales llamaron a la compañía de taxis y también a un
negocio de alfombras que el taxista manejaba colateralmente, a fin de verificar su
identidad.
Lo que les molestaba a los dos era que Estados Unidos cortó relaciones con los
bomberos latinoamericanos precisamente cuando la llama estaba más caliente.
"La actitud de Carter fue cortar con El Salvador, con Chile, con Argentina y con
Somoza -dijo Novak-. Bueno, sos un violador de los derechos humanos. No
trabajaremos contigo; no vamos a tratar de cambiarte. Esos países nos dicen,
'miren, ustedes hacen negocios con la Unión Soviética y con China. Nosotros
somos sus amigos, y sólo porque tenemos un problema interno en el que
probablemente hemos sido demasiado rudos, ustedes nos tachan'. Si hubiéramos
seguido trabajando con Chile y con la Argentina, podríamos haber mantenido
contactos con ciertos oficiales, limando los bordes y concientizado a la gente
acerca de cómo son las cosas en Estados Unidos."
Ellos siempre regresaron a la idea de la amistad. El EEMI no podia haber
enfatizado el tema de los derechos humanos porque habría entrado en conflicto
con la principal prioridad de Estados Unidos: "crear una relación" con los militares
latinoamericanos, como afirmó Manolas. En 1962, ante el Congreso, el secretario
de Defensa Robert McNamara declaró: "No necesito subrayar el valor de tener en
posiciones de líderes a hombres que tuvieron un conocimiento de primera mano
sobre cómo hacen las cosas los norteamericanos y cómo piensan. Hacernos
amigos de estos hombres no tiene precio para nosotros".
Le pregunté a Manolas cómo evaluaba su éxito el EEMI. Me mostró un álbum
llamado "Entrenamiento Norteamericano Para Personal Militar Extranjero". El
primer cuadro está encabezado por "Alumnos del EEMI que alcanzaron posiciones
de importancia". En la parte inferior de la página se explicaba que incluía -
Generales u oficiales de primer rango que lograron posiciones eminentes (por
ejemplo, presidente o jefe de Estado, ministros de Gobierno, miembros del
Parlamento, etc.)". En los once países de la región interamericana, 223 oficiales
habían logrado pertenecer a este grupo, gente como Anastasio Somoza, Manuel
Antonio Noriega y Emilio Massera. En otras palabras, mientras más golpes
militares realizados por los alumnos, más éxito.
Pero Manolas y Novak parecían pensar que estos hombres irían a renunciar a sus
creencias culturales de toda la vida después de una visita al periódico Telegraph
and News de Macon, Georgia, como si "Sueño con Jeannie" y "The Cosby Show"
no estuvieran ya en casi cualquier living latinoamericano, o como si los latinos no
supieran ya de memoria esas idiosincrasias "gringas" como el debido proceso de
la ley, que Estados Unidos podía permitirse porque no tenía que combatir contra la
amenaza comunista. Y con algunas frases claves -sí, sí, ahora veo cómo la
democracia puede funcionar- los latinos habrían engañado a los norteamericanos.
Estados Unidos se dejó engañar. Como dijo Manolas, los latinos no toleraban
conferencias sobre derechos humanos. Pero hay maneras más subrepticias de
hacer llegar un mensaje sobre el respeto a los civiles y, en lugar de esto, Estados
Unidos parecía comunicar lo contrario: hay un mundo duro ahí fuera. Un hombre
tiene que hacer lo que tiene que hacer. Los militares norteamericanos le dijeron
claramente a los argentinos que los derechos humanos eran una política que
debían vender durante las horas de trabajo. Pero en los cocktails, ellos se
confesaban: "Entre usted y yo, está bien lo que están haciendo", contó el almirante
retirado argentino Horacio Mayorga, recordando los días de la Junta. "Ellos decían
'rnaten a todos los guerrilleros que quieran, pero háganlo de modo tal que eso no
provoque escándalo público'. Esa fue la promesa que hizo la primera Junta. Por
supuesto,
en público decían exactamente lo opuesto. "
El general norteamericano Gordon Sumner, jefe de la Junta Interamericana de
Defensa, pronunció un discurso en la Cámara Argentino-Norteamericana de
Comercio en octubre de 1977,en el cual apoyaba el levantamiento de las
sanciones que Estados Unidos- le aplicaba a la Argentina. En privado fue más
allá. "El mensaje que estuvo transn-titiendo Sumner era que Carter era un
demócrata liberal y chiflado, una aberración tolerable porque pasaría rápido", dijo
Jack Child, un teniente coronel del Ejército que ofició de traductor de Sumner.
"Creía que sancionando a la Argentina por las violaciones de los derechos
humanos estábamos ayudando a nuestros enemigos. Después de que Reagan
fuera elegido, decía: 'Las cosas volverán a la normalidad"
Julio César Urién pudo ver una traducción de estas políticas en la práctica de
todos los días en sus clases de la Marina en 197 1. "En setiembre de 1971 fui
enviado a la ESMA, en Buenos Aires", dijo. "Eramos doscientos personas
divididas en grupos de ocho, y cada uno de nosotros pasaba dos meses con un
oficial diferente. Fue lo que luego se transformó en los departamentos de
operaciones e inteligencia en la ESMA, Pienso que la idea era comprometernos
personalmente. Actuábamos como paramilitares, aprendiendo cómo seguir a la
gente, secuestrarla, y después cómo quebrarla."
¿Cómo la quebraban?
"Tortura -dijo-. Yo hice un curso de maniobras antisubversivas en Tierra del
Fuego. Fui asignado para ser el jefe comunista. Hicimos ejercicios en los que
realmente me torturaban con electroshocks, atándome a una barra y haciéndome
el 'submarino' (poniéndome la cabeza bajo el agua). Después estudiaban mis
reacciones. Nos enseñaron que la tortura es una forma moral de combatir al
enemigo. Te aislaban de la sociedad. Traían a curas para que digan 'sí, está bien'.
Tus fines de semana estaban restringidos. Si tenías un grado universitario,
estabas contaminado; los estudiantes de pelo largo eran el enemigo. Algunos
soldados tuvieron problemas aprendiendo a torturar. Se condicionaba a todos a
pensar que si no se torturaba, uno era débil."
Cuando conocí a Urién, ya no estaba en la Marina. Había sido uno de esos
soldados que tuvieron problemas para aprender a torturar. El padre de Urién había
sido amigo de Perón, y fue educado en un hogar peronista. Quizá por esto o
porque no venía de una familia militar, Urién se apartó, y muy lejos, de la
educación que recibió en la Marina. Cada vez más desilusionado con la escuela
militar, a principios de los 70 se unió secretamente a los Montoneros. Cuando
Perón volvió de su exilio en España a la Argentina, el guardiamarina Julio César
Urién lideró un abortado levantamiento pro peronista junto a quince jóvenes
oficiales navales. Pasó los siguientes ocho años y medio en prisión y fue liberado
cuando Alfonsín llegó a ser presidente.
Urién era el prisionero, sus compañeros eran sus carceleros. Entre sus
companeros estaba Alfredo Astiz. "Astiz era una buena persona --dijo Urién-. Era
un buen jugador de rugby y siempre tenía buenas notas. Tenía una tremenda
admiración por Estados Unidos. Siempre iba por encima y más allá del llamado del
deber. Si yo me hubiese quedado ahí, habría terminado como él. Es un producto
de la política, un cumplidor creyente de las órdenes. No está en los bordes de la
Marina. El es la Marina."
Si la brutalidad militar era el producto de años de adoctrinamiento metódico, la de
los Montoneros, el principal blanco de los militares, parecía ser la espontánea
expresión de un enojo salvaje e informe. Los argentinos dicen que, para alguien
que no es argentino, es virtualmente imposible entender a los Montoneros e
igualmente lo es para muchos argentinos. Incluso algunos de los mismos
montoneros, mirando hacia atrás, se maravillan de la rabia del movimiento, o
bronca, como lo llaman los argentinos, y de su vengatividad. Pero la irracionalidad
de los Montoneros era el resultado enteramente racional de años de bronca en la
política argentina, de una gran tradición de intolerancia, de crueldad y de
resentimiento.
Los santos patronos de los Montoneros fijaron el tono. El general Perón había sido
agregado militar en la embajada argentina en Roma a principios de los años 40.
Cuando volvió a la Argentina, se unió a los organizadores de un golpe militar en
1943 y se convirtió en ministro de Trabajo. Enseguida se apropió del movimiento
sindical en pleno desarrollo, construyéndolo sobre líneas fascistas, convirtiéndolo
en la base de su poder personal. Luego de que Perón fuera elegido presidente en
1946, edificó un Estado corporativo con los trabajadores en su base, creando
nuevos sindicatos y expandiendo los ministerios y las empresas del Estado con los
fondos que la Argentina había acumulado durante la Segunda Guerra Mundial.
Bajo el gobierno de Perón, la Argentina se convirtió en un jardín de invierno, con
un importante sector manufacturero aislado por uno de los más altos niveles de
protección en el mundo. Los terratenientes que habían controlado la Argentina
miraban con horror cómo Perón los excluía mientras les abría las puertas a los
trabajadores inmigrantes del interior del país.
Evita, la esposa de Perón, era una hija ¡legítima de una familia pobre de las
pampas que se tiñó el pelo de rubio y se convirtió en una actriz de radio en
Buenos Aires. Como primera dama, pronunciaba discursos amenazando con
incendiar el rico Barrio Norte de Buenos Aires. Estableció su propia fundación,
donde se sentaba a veces 20 horas al día, regalando máquinas de coser,
bicicletas, juguetes o dinero a sus agradecidos y lagrimeantes peticionarios.
Juntos, los Perón presidieron los últimos años buenos de la Argentina. En los 30
Argentina era el quinto país más rico del mundo, con un ingreso per cápita en
1937 equivalente al de Francia, y con más autos per cápita que Gran Bretaña. De
todos los europeos, sólo los suizos y los húngaros tenían más médicos por
persona que los argentinos.
Evita Perón, en su viaje triunfante por la Europa de posguerra, firmó acuerdos
para donar ayuda alimenticia a Italia y a España. En 1949, la Fundación Eva
Perón entregó dinero a los pobres de Washington, D.C. Después de Perón, la
Argentina pasó a formar parte del Tercer Mundo, con la industria estancada por el
proteccionismo, su sociedad polarizada y su caída nutrida por la ineficiencia, la
corrupción y la demagogia de las cuales Perón era enormemente responsable, por
haberlas institucionalizado. Perón sólo tuvo éxito en la imitación de la censura y de
la intolerancia fascista. La disciplina y la eficiencia se le escaparon; era un
Mussolini que no podía hacer que los trenes funcionaran a horario. Pero los
argentinos todavía viven de la embriagadora memoria de los días de Perón.
Perón fue derrocado en 1955 por un golpe, y el peronismo fue proscripto; pero el
pueblo no lo había olvidado. En 1973 Perón retornó de su exilio en Madrid para
ser elegido presidente; pero para entonces era un hombre senil y conservador que
lideraba una administración vacilante, y murió luego a menos de un año de haber
asumido. Dejó al país en manos de suvicepresidenta, María Estela (Isabel)
Martínez de Perón, la mujer con la que se casó después de la muerte de Evita.
Isabel era una bailarina treinta y cinco años menor cuando la conoció en el bar
Happy Land, en la ciudad de Panamá. El poder, durante su administración, estuvo
en manos de un Rasputín, José López Rega, que era su secretario privado y su
brujo personal. El gobierno se vio rápidamente consumido por el caos, por la
corrupción y por un 700 por ciento de inflación anual. El peronismo había
fracasado, pero la gente todavía no olvidaba a Perón.
Evita había muerto de cáncer a los treinta y tres años, la misma edad que Jesús,
según me recordó una mujer en una de las conmemoraciones anuales de su
muerte. Después de su muerte, el sindicato de los trabajadores de la alimentación
envió un telegrama al papa Pío XII pidiendo su canonización. La idea fue
desechada por el Papa pero prendió en la Argentina; a finales de los 80 los
argentinos todavía tenían colgados de sus paredes llamativas fotografías pintadas
de los Perón, medallitas de Evita abrochadas en sus suéters, y comnemoraban el
segundo exacto de su pasaje a la inmortalidad. En algunos libros escolares estaba
pintada con un halo, y un texto de segundo grado ofrecía la siguiente oración:
"Nuestra mamita que estás en el cielo... Hada madrina que ríe entre los ángeles...
Evita, te prometo que seré bueno".
La obsesión argentina con los Perón bordea la necrofilia. El general Pedro
Eugenio Aramburu, que ayudó a derrocar a Perón, robó el cuerpo de Evita y lo
envió fuera de la Argentina. El primer crimen espectacular de los montoneros fue
la ejecución de Aramburu, en parte como venganza por el secuestro del cadáver
de Evita. En junio de 1987 alguien rompió las puertas del mausoleo que guarda los
restos de Juan Domingo Perón en el cementerio de la Chacarita, bajó hasta el
segundo nivel, traspasó el vidrio de seguridad, hizo un hueco en uno de los lados
del féretro, y cortó las manos de Perón. Una carta enviada a los líderes peronistas
pedía un rescate de ocho millones de dólares, y una carta de Isabel, que había
sido enterrada con Perón, se incluía en la carta del rescate. Los peronistas
llamaron a un día de duelo. Hubo una huelga nacional de cuatro horas y una
suspensión del tránsito.
Los ídolos de los montoneros no eran los Perón de carne y hueso sino los Perón
del mito. Los Perón reales era cualquier cosa menos revolucionarios. La estrategia
de Evita para el cambio social consistía en darles limosna a aquellos que venían a
pedirla. En su segundo período, Perón era un derechista titubeante que nunca
quiso recibir a los líderes de la Juventud Peronista. Pero durante ese período los
Montoneros cerraron sus ojos ante los repetidos desaires de Perón y ante su
tolerancia por los escuadrones de la muerte de derecha de López Rega.
Continuaron llamándose a sí mismos "los soldados del verdadero Perón".
Los montoneros tomaron su nombre de las bandas de combatientes irregulares en
la guerra de la Independencia argentina. Los líderes de la organización, y
notablemente Mario Firmenich, venían de un grupo de estudiantes católicos de
derecha. Su ideología era más turbia que la de Perón. Montoneros se formó en
1968 con un anuncio de un grupo en gran parte constituido por estudiantes que
seguían una doctrina de "origen nacionalista, justicialista (nombre formal del
peronismo) y cristiana". Lo que parecían querer era vago: "libera?' a la Argentina
del imperialismo y la oligarquía, aunque no eran marxistas ni tenían lazos con
organizaciones o países extranjeros. En 1970, cuando el partido tenía
probablemente sólo veinte miembros, irrumpieron en la escena nacional con el
secuestro y asesinato del general Aramburu.
Ayudada por la publicidad de la muerte de Aramburu, el ala política de Montoneros
organizó o se apropió de frentes como la Juventud de Trabajadores Peronistas, la
Federación de Estudian~ tes Secundarios y la Juventud Universitaria Peronista,
que recibió el 44 por ciento de los votos en las elecciones estudiantiles de la
Universidad de Buenos Aires en 1973. Por ese entonces Montoneros podía
concentrar a cientos de miles de jóvenes en las asambleas políticas.
Los montoneros también crearon un "Ejército del Pueblo", un espejo preciso del
espíritu del ejército al que se oponían. Tenían sus rangos, estaban organizados en
pelotones, columnas y companías, y el disenso o la debilidad eran considerados
como una
traición. Si un miembro hablaba, aunque fuese bajo la más brutal de las torturas, él
o ella podían ser condenados a muerte por un consejo de guerra montonero. Eran
fanáticos mesiánicos; el eslogan de la Juventud Peronista era "Al enemigo, ni
justicia". Al principio las acciones de los montoneros y las de sus aliados
trotskistas del Ejército Revolucionario del Pueblo estaban generalmente dirigidas
contra la propiedad. Asaltaban bancos u otros símbolos de la sociedad burguesa.
Las pocas personas que ellos mataban eran soldados o policías conectados con
los derechistas escuadrones de la muerte. En setiembre de 1974 lograron
secuestrar a Jorge Born, director de la multinacional argentina de granos Bunge y
Bom, y a su hermano Juan, el gerente, y mataron a dos personas que pasaban. El
secuestro fue el más ventajoso de la historia mundial: los montoneros se fueron
con más de seis millones de dólares, más camiones de ropa y comida para los
habitantes de las villas y nuevos contratos para los trabajadores de Bunge y Born.
Pero cada año la violencia montonera se volvió más indiscriminada .
De todas maneras, no eran los montoneros los responsables de la mayor parte de
la violencia en Argentina. Hacia 1974, los derechistas escuadrones de la muerte,
algunos sostenidos por el secretario de Isabel Perón, López Rega, estaban
matando más gente que las guerrillas izquierdistas. Al año siguiente el Ejército
aniquiló al Ejército Revolucionario del Pueblo, que nunca tuvo más que quinientos
o seiscientos guerrilleros.
Montoneros era más fuerte, con no más de cinco mil soldados (la Asamblea
Permanente por los Derechos Humanos usa la cifra de mil quinientos), pero no
controlaba ningún territorio y hacia el final del gobierno de Isabel Perón estaba
perdiendo apoyo político. Lo que es más importante es que existe una
considerable evidencia de que Mario Firmenich, el líder de los montoneros, estaba
sirviendo a dos señores, siendo el otro el Ejército argentino.
Martin Edwin Andersen, un reportero que vivió en la Argentina durante cinco años,
construye la siguiente argumentación para apoyar la hipótesis de la doble vida de
Firmenich. Primero, los montoneros reivindicaron como propios dos asesinatos
muy impopulares -y, de hecho, cometidos por los escuadrones de la muerte de
López Rega- que les hicieron perder apoyo público. Segundo, la conferencia de
prensa que Firmenich mantuvo cuando el secuestrado Jorge Born fue ilberado
tuvo lugar en una casa clandestina y segura que en realidad pertenecía al servicio
de in' teligencia del Estado. Tercero, Firmenich fue el único líder montonero que
sobrevivió a la destrucción de tres grupos diferentes de líderes montoneros en los
años 70. Cuarto, el Ejército capturó en la calle a la esposa embarazada de
Firmenich en julio de 1976 y, en una completa inversión de su política normal, la
colocó en una cárcel para presos comunes, liberó a su hijo cuando nació y guardó
el secreto de su captura durante cinco años. Quinto, los únicos jefes montoneros
asesinados fueron los del ala marxista del partido, no los del ala católica de
Firmenich. Sexto, las operaciones militares que Firmenich ordenó en los últimos
años fueron misiones suicidas para los jóvenes cuadros que las llevaron a cabo.
(Un ejemplo: Firmenich hizo una conferencia de prensa pública en 1979 en
homenaje a los militantes montoneros, quienes aparecieron ante las cámaras en
uniforme. Un mes después él los envió "clandestinamente" al interior de la
Argentina, donde, por supuesto, fueron inmediatamente atrapados y asesinados.)
Finalmente, Andersen dice que habló con un oficial de inteligencia norteamericano
que tuvo contacto frecuente con los manipuladores de Firmenich en la Argentina
militar.
La guerra sucia había terminado incluso antes de empezar. Cuando la Junta tomó
el poder, el Ejército Revolucionario del Pueblo había sido aniquilado y los
montoneros, domados, quebrados y probablemente infiltrados en el nivel más alto.
La guerra de la Junta no era una guerra; era pura y simplemente represión. De
1969 a 1979, según La Nación, los terroristas de izquierda mataron a 790
personas. De 1971 a 1979 las fuerzas del gobierno o los paramilitares asesinaron
o hicieron desaparecer al menos a 10.483 personas, la suma de los casos
reportados en Nunca más y las muertes en supuestas batallas reportadas en los
diarios. Sólo en el mes de noviembre de 1976 poco menos veinte personas fueron
asesinadas por la izquierda, mientras que seiscientas fueron asesinadas o
desaparecidas por la derecha. En todo el período de la guerra sucia la Marina
perdió once hombres: seis oficiales y cinco alistados. En la ESMA, donde cerca de
4500 prisioneros murieron, el grupo de tareas 3.3.2 perdió un marino.
La izquierda nunca fue una amenaza seria, y los militares lo sabían. Una directiva
escrita por Videla seis meses antes del golpe estimaba los miembros del Ejército
Revolucionario del Pueblo entre 430 y 600. En abril de 1977 la Junta estimaba que
la fuerza de Montoneros estaba entre las 2843 y las 2883 personas. Un año más
tarde un memorándum interno de la Junta se refería a la "virtual aniquilación de las
organizaciones subversivas con la pérdida de aproximadamente el noventa por
ciento de sus cuadros". Y la represión continuaba. La Junta exageró la amenaza
montonera para tener una excusa para aniquilar a la izquierda argentina no
violenta.
A pesar de que el caos de Argentina en los meses previos al golpe fue en gran
parte un caos de derecha, los militares una vez más escucharon el llamado para
entrar. El gobierno de la Junta empezó con el acostumbrado anuncio que había
sido difundido y repetido en la radio con cada golpe militar desde 1930. El general
Videla dijo el 25 marzo de 1976, un día después del golpe:
"Las Fuerzas Armadas han asumido la dirección del Estado en cumplimiento de
una obligación ante la cual no se pueden echar atrás. Lo hacen sólo después de
una calma reflexión acerca de las irreparables consecuencias para el destino de la
nación que senan causadas por la adopción de una instancia diferente.
"Durante el período que comienza hoy, las Fuerzas Armadas desarrollarán un
programa, gobernado por modelos claramente definidas por el orden interno y el
trabajo duro, por la observancia total de los principios morales y éticos, por la
justicia, por la organización integral del hombre y por el respeto a sus derechos y
de su dignidad... y la tarea de erradicar, de una vez y para siempre, los vicios que
afectan a la nación."
La razón era la misma, pero este golpe era diferente. Los golpes previos habían
sido el trabajo de caudillos carismáticos que llenaban sus gabinetes de civiles.
Este golpe fue dirigido por un grupo de hombres incoloros -Massera era la
excepción- que llevó al poder a las Fuerzas Armadas en su conjunto. Lo que
también era nuevo era su ferocidad, sin rival en Sudamérica en todo el siglo.
"Primero tenemos que matar a todos los subversivos -decía el general Ibérico
Saint Jean, que fue gobernador de la provincia de Buenos Aires-, luego a sus
simpatizantes; después a aquellos que son indiferentes; y finalmente, debemos
matar a todos los que son tímidos."
Como los subversivos reales estaban en gran parte muertos en el momento del
golpe, los militares se volvieron contra líderes sindicales, intelectuales, líderes
estudiantiles, y algunos curas y monjas progresistas. Mataron a estudiantes
secundarios que, como simpatizantes montoneros, manifestaron por un boleto
estudiantil más barato. Encarcelaron a Adolfo Pérez Esquivel mientras era
nominado para el premio Nobel de la Paz que recibió en 1980. A Orlando Yorio, un
cura izquierdista, le dijeron dentro de la ESMA: "Usted no es un guerrillero, no está
implicado en la violencia, pero no se da cuenta de que cuando va a vivir a una
villa, está juntando a la gente, está uniendo a los pobres, y unir a los pobres es
subversión".
El padre Yorio no era el único cura en la ESMA, pero era uno de los pocos que no
estaba en el staff. "Cuando teníamos dudas, íbamos con nuestros consejeros
espirituales, que sólo podían ser miembros del vicariato castrense, y ellos ponían
nuestra mente en paz", le dijo el almirante Horacio Zaratiegui a una revista. La
Iglesia Católica argentina confirmó la convicción militar de que combatir a los
izquierdistas era tarea del Señor. Quizás esto no era sorpresivo en un país cuyo
gobierno todavía aprobaba las designaciones de nuevos obispos y les pagaba un
sueldo equivalente al ochenta por ciento del salario de un juez federal, un país en
el cual el nuncio papal citaba a Santo Tomás para bendecir a las tropas del
Ejército.
Los curas observaban las sesiones de tortura y ayudaban en las desapariciones.
Había más de ochenta obispos en Argentina, y más o menos cuatro se opusieron
públicamente a la represión; uno de ellos, Enrique Angelelli, fue asesinado en lo
que se probó como un accidente automovilístico planeado. El pensamiento de la
mayoría de los obispos podía ser fácilmente confundido con la perspectiva de la
Junta. "¿Desaparecidos? -decía el cardenal Juan Carlos Aramburu-. Las cosas no
deben mezclarse. ¿Usted sabe que hay algunas personas 'desaparecidas' que
hoy están viviendo cómoda y tranquilamente en Europa?". O el obispo de Salta,
Carlos Mariano Pérez: "Las Madres de Plaza de Mayo deben ser eliminadas". O el
arzobispo de La Plata Antonio Plaza, que en 1985 decía que los juicios a los
miembros de la Junta son "una venganza de las fuerzas subversivas y una
basura... Escomo Nuremberg al revés, donde los criminales están juzgando a
quienes derrotaron al terrorismo".
Quizá sea un principio de la naturaleza humana que la gente que hace preguntas
sobre una guerra raramente es la que gana. Ciertamente, los oficiales de la Marina
que conocí no parecían tener muchas dudas, al menos públicamente. "Estoy muy
contento de que me haya llamado -me dijo el almirante Mayorga por teléfono-. En
Estados Unidos y Europa hay muchos malentendidos sobre la guerra
antisubversiva. Siento que las únicas personas que la entienden son las personas
que la vivieron los argentinos." Me invitó a que lo visitara a su casa para poder
explicarme cómo fue la guerra.
Mayorga se retiró de la Marina en 1973 y hoy pasa los días criando abejas. Su
casa está repleta de muebles adornados y alfombras orientales, pero el hall de
entrada está bloqueado por tres mesas de picnic cubiertas con plástico brillante; el
jardín de infantes vecino usa su casa como comedor todos los días. El mismo,
según dijo, había sido presidente de la Asociación de Padres en la escuela de sus
hijos. "Esta no es una república bananera -dijo, mientras nos establecíamos en su
living con tazas de café fuerte-. La gente habla de nosotros como si fuésemos
salvajes africanos. Hablan como si no fuéramos personas."
¿Por qué era necesario torturar?, le pregunté.
"¡Teníamos que pelear como peleaban ellos! -dijo-. Los norteamericanos lo
hicieron en Vietnam; los franceses, en Argelia. La guerra contra la subversión no
podía ganarse sin. tortura. Cuando el avión con los jugadores uruguayos de rugby
cayó en los Andes, tuvieron que comerse a los muertos", prosiguió. "No eran
caníbales, pero comían para vivir. Nosotros también comimos para vivir."
"Más de una vez vomité luego de ver cosas horribles. Eramos condenables.
Matábamos a la gente sin juicio previo, aunque sabíamos igualmente que eran
guerrilleros. Pero sabíamos también que los jueces los dejarían libres. No
podíamos pedirles permiso a los jueces para hacer un allanamiento en un bastión
guerrillero. Es terrible estar torturando seres humanos, pero lo hicimos para que
otros no sufran más. Como un buen cristiano, tengo problemas de conciencia. Un
general francés dijo que, si usted quiere combatir a la subversión, tiene que
meterse en el barro y ensuciarse; si no, abandonar la lucha. Debemos condenar la
tortura. El día que dejemos de condenar la tortura (aunque hayamos torturado), el
día que seamos insensibles a las madres que perdieron a sus hijos guerrilleros -
aunque fueran guerrilleros- será el día en que dejemos de ser seres humanos."
Lo que es importante, dijo Mayorga, es que la Marina combatió como si fueran
gentlemen. "La imagen de la mujer que fue violada, de los muchachos que
robaban o de las torturas indescriptibles eran mentiras. ¿Por qué los soldados
habrían violado?.
Las mujeres estaban sucias; hacía mucho tiempo que no se bañaban. Los
hombres no tenían necesidad de violar. Estaban peleando aquí, en Buenos Aires,
con un montón de mujeres alrededor.
No había robos. Si un grupo de hombres encontraba una maleta y descubría que
contenía medio millón de dólares, eran devueltos hasta el último dólar. Las
maletas irían en un lugar, las llaves en otro. ¡Somos oficiales de la Marina! No
vamos a ensuciarnos por un reloj de oro. "
Derivé la conversación hacia Astiz. Un militar que es juzgado por un tribunal militar
debe tener, además de su abogado, un defensor que habitualmente es un
respetado oficial retirado. Para su juicio, Astiz había elegido a Mayorga, que
aceptó con entusiasmo y ofreció su living como cuartel para la preparación de la
defensa de Astiz.
Mayorga hablaba de Astiz como si fuera su hijo. "Las mujeres estaban locas por
Alfredo, porque era simpático y atractivo. Pero cortó con su novia cuando todo
esto empezó, diciéndole 'no quieras casarte conmigo. Me van a matar'. Había
estado varias veces en mi casa y siempre decía que sólo iba a vivir algunos años
rnás."
Cuando Astiz y sus abogados militares se encontraban en la casa de Mayorga, el
oficial más joven hacía los mandados. Ese era Astiz. Un día, viniendo del almacén
con dos botellas de Coca-Cola, uno de los hombres lo miró y exclamó "¡aquí está,
el ángel de la muerte!". Los demás miraron al soldado con cara de bebé cargando
las botellas de Coca y se rieron.
"Ese mismo día, mientras se iba -me dijo Mayorga- Astiz me llevó aparte y me dijo
'quiero agradecerle mucho el haberme invitado aquí. Usted salió de su confortable
retiro para defenderme. No cualquiera lo haría'. Yo le respondí 'de ninguna
manera, vos estabas en la calle arriesgando tu vida para que la gente no me
matara' ,
"Usted sabe -me dijo Mayorga-, tengo amigos que son de izquierda. Disfruto
hablando con ellos. No tengo nada contra los izquierdistas que luchan con ideas."
Pero parecía no haber nadie que cayera en esta categoría. Las Madres de Plaza
de Mayo, decía, llevaban armas. Las monjas eran terroristas -no izquierdistas sino
terroristas- ¿Por qué se las llevaron a ellas y no a otros que trabajaban ahí? El
Centro de Estudios Legales y Sociales, altamente respetado por su trabajo por los
derechos humanos, era "la fachada legal de la izquierda revolucionaria". Hasta el
gris y sobrio presidente Alfonsín era sospechoso. "Hay quien dice que es marxista.
Yo pienso que es ingenuo. Tiene a un montón de montoneros entre sus
consejeros. Su política es sembrar el odio, diciendo que todos nosotros somos
asesinos".
¿La prensa? "No me haga hablar", dijo Mayorga. Los europeos eran los peores,
pero los norteamericanos eran casi igual de malos. "Los periodistas sólo
entrevistan a las Madres de Plaza de Mayo -dijo-. Nunca intentan entender lo que
realmente pasó."
"Yo quiero entender lo que pasó." Le dije que quería hablar con oficiales militares,
especialmente de la Marina, sobre los cuales había escuchado muchas historias
cuya veracidad era difícil de determinar. Mayorga lo pensó un rato. "Puedo
presentarle a alguien que trabajó en la ESMA -me dijo-. Llámeme la semana que
viene. "
Cuando lo llamé, me invitó a volver a su casa el martes siguiente a las cinco de la
tarde. Me dijo que alguien me estaría esperando.
Me pidió que lo llamara Jorge y nunca supe su nombre real. Era un teniente en
servicio activo y no le había pedido permiso a su superior para verme. Era un
hombre de más de cuarenta años, de estatura mediana, ligeramente calvo, con
mejillas pesadas y orejas largas, que estaba vestido con una camisa azul y una
corbata roja. Al principio parecía nervioso. Había calculado mal el tiempo de viaje
y había llegado unos minutos más temprano, así que había estado caminando por
el barrio -había una ligera llovizna- hasta la hora de la entrevista. Pero a medida
que empezó a hablar, sus nervios desaparecieron.
Me dijo que respondería cualquier pregunta que yo le hiciese en forma honesta, y
que si no podía responder, diría simplemente "sin comentarios". Fumó durante
toda la conversación, que duró tres horas. Habló bien y era agradable e
inteligente.
Jorge dijo que había servido en la ESMA desde 1977 a 1979, habiendo entrado en
el grupo de tareas 3.3.2 como teniente, y que en distintos momentos había
trabajado en las tres ramas: operaciones, inteligencia y logística. Había sido el
superior inmediato de Alfredo Astiz.
"Según la propaganda -dijo-, éste fue un gobierno militar que reprimió a sus
adversarios políticos. Eso es falso. Fue una guerra contra una organización
guerrillera armada, la organización terrorista más poderosa del mundo, que tenía
quince mil militantes y otros treinta mil simpatizantes en las universidades. Esto es
muy importante. Si usted no lo mira como una guerra, no tiene sentido. Teníamos
que luchar en el campo enemigo. Si el enemigo estaba en las calles con ropas de
civil, ahí era adonde teníamos que ir."
Le pregunté acerca de su trabajo en la ESMA. "Estábamos llenos de ofertas de
gente voluntaria para participar, hasta oficiales retirados -dijo-. Todos vivíamos allí,
veinticuatro horas al día. Era como ir al mar durante cuatro meses. Los guerrilleros
eran fanáticos. Vivían para la guerra. Teníamos que hacer lo mismo."
"Quisiera saber algo sobre la tortura dentro de la ESMA", le dije.
Jorge me miró. Estaba callado. Luego, el almirante Mayorga interrumpió. "La
semana pasada, le dije exactamente a la señora Rosenberg por qué habíamos
sido forzados a usar la tortura para obtener información rápidamente", dijo. Jorge
miró a Mayorga.
Respiró profundamente. "Para comprender por qué necesitamos usar la tortura,
usted tiene que entender cómo trabajaba el enernigo", comenzó. Después entró
en un largo discurso sobre la estructura de las células montoneras, enfatizando su
disciplina.
"Si a las nueve y media de la noche uno de los montoneros no había llegado a su
casa, su compañero tomaba las armas, los documentos y el dinero, y se iba,
incendiando lo que no se podía llevar. Ibamos al día siguiente y no había nada. Si
un montonero no hablaba con un contacto predeterminado durante dos días
seguidos, la organización lo daba por muerto. Podríamos haber capturado a un
guerrillero y no tocarlo, confiando en que la razón prevaleciera en él en cosa de
una semana y en que nos dijera todo. Pero él sólo hubiera mirado su reloj y
hubiera sonreído, diciendo 'qué hora es'. Unas horas más y nosotros habríamos
perdido. Su compañera habría huido y su organización habría sido disuelta. Trate
de combatir esto con la Convención de Ginebra. Si usted les leía los derechos de
Miranda (como lo hace la policía en Estados Unidos a sospechosos capturados),
se hubiera muerto de risa.
"Que violábamos, que torturábamos a la gente con cigarrillos encendidos, esas
son todas mentiras. Lo que hicimos fue usar electroshocks a alto voltaje y
aplicados a las piernas. La gente no lo podía soportar, y no genera daño
permanente. Muchas personas decidieron colaborar incluso sin tortura, una vez
que vieron cómo actuábamos y cómo los tratábamos, que éramos oficiales de la
Marina y no salvajes, que los militares no son diablos con caras de nazis. Todavía
tengo amigos entre los ex prisioneros.
Soy el padrino de un hijo de un prisionero. "
¿Usted torturaba personalmente?", le pregunté.
El asintió. "Fue horrible -dijo, El prisionero estaba acostado, y yo tenía que
interrogarlo. Me sentía destruido. Cuando uno piensa en el 'enemigo', es algo
despersonalizado. Pero no es así... Uno tiene que acostumbrarse."
"Al principio, le seré honesto, nos fue muy difícil acostumbrarnos a torturar. Somos
como cualquiera. La persona a la que le gusta la guerra está loca. Todos
hubiésemos preferido luchar en uniforme, una lucha entre gentlemen donde todos
más tarde salen a cenar. Lo último que deseábamos era interrogar. Con las otras
ramas del servicio era diferente. La policía interrogaba con una rabia insalubre.
Pero ellos tienen un nivel humano e intelectual menor al nuestro."
"¿Estados. Unidos le enseñó cómo torturar en la Escuela para las Américas?", le
pregunté.
Jorge se rió. "La Escuela de las Américas fue inútil -dijo-. Teníamos que aprender
cómo hacerlo a medida que lo hacíamos.
Yo leí un montón acerca de los métodos franceses en Argelia.
Eso ayudó un poco, "
Estaba orgulloso de lo que habían inventado y contaba la historia como si
estuviera narrando un thriller. "Cuando agarraba a alguien, no le preguntaba '¿sos
un guerrillero?". Le decía sos un guerrillero. Tu jefe es este tipo. Vos vivís en esta
dirección. Ahora habláme de Juan y María'. El, por supuesto, no decía nada. Pero
cinco minutos más tarde le mostrábamos a Juan y María, que estaban vivos y
trabajando para nosotros. Eso lo destruía psicológicamente hasta el punto de
darse cuenta de que su colaboración era inevitable."
"Pero seguro que ocasionalmente cometían errores -le dije, Murió mucha gente
inocente."
"En la primera fase de la guerra cualquiera que era capturado era ejecutado --dijo,
prendiendo otro cigarrillo, Sabíamos que, si los poníamos frente a los tribunales,
pedirían todas las garantías de¡ sistema al que estaban atacando. Habrían sido
liberados." Pensó un rato. "Digamos que diez mil guerrilleros desaparecieron. Si
no lo hubiéramos hecho, ¿cuánta gente hubiera muerto en manos de la guerrilla?
¿Cuántos jóvenes se hubieran unido a ellos? Es una barbaridad, pero así es la
guerra. En la Segunda Guerra Mundial murieron cincuenta millones de personas,
veinticinco millones de los cuales eran civiles. Y ésa fue una guerra limpia. Una
guerra limpia."
"Estábamos apoyados por la Iglesia --continuó-. No era que los curas dijeran
'vayan y torturen', pero la Iglesia decía que había dos grupos y que nosotros
éramos los que teníamos razón. En enero de 1977, el vicario castrense dijo que
teníamos que limpiar el país de guerrilleros. Yo realmente siento que unas
Fuerzas Armadas cualesquiera, con un nivel decente de cultura y sentimiento
humano, hubieran hecho lo mismo que hicimos nosotros."
Le dije que quería saber algo sobre Astiz.
"Astiz estaba directamente bajo mis órdenes -dijo Jorge-. Todo lo que hizo fueron
cosas que yo le ordené que hiciese. Era uno de los más jóvenes, un teniente.
Ahora la prensa lo transformó en una combinación de James Bond y Josef
Mengele. Pero todo lo que hizo fue siguiendo una orden."
¿Y qué hay sobre las monjas?, dije. ¿Eran terroristas? Sonrió y dejó el cigarrillo.
"Sin comentarios", dijo.
¿Dónde están ahora? ¿Están enterradas en algún lugar?-, le pregunté, esperando
obtener una respuesta a la pregunta que afligía a Horacio Méndez Carreras, el
abogado de las monjas.
"Sin comentarios -dijo nuevamente-. Pero diré que las Madres, cuando
comenzaron, tenían conexiones con los grupos terroristas."
¿Y Dagmar Hagelin?
"Dagmar era guerrillera -dijo, Y no era sueca. Su abuelo era sueco. Ella era
argentina. Y nunca estuvo en la ESMA. Fue otro grupo de tareas el que se la llevó.
Astiz no tuvo nada que ver con ella."
"Yo le pregunto, si hubiésemos sido asesinos salvajes de ese tipo, ¿cómo es que
las Fuerzas Armadas mantuvieron en servicio activo a la gente que trabajó en la
ESMA y hasta la promovieron posteriormente? ¿Cómo es que fuimos
voluntariamente a juicio y algunos de nosotros están en la cárcel? Le pregunto, si
Astiz hubiese sido un asesino tan salvaje, ¿la Marina entera lo habría defendido?
¡Si lo fue, entonces todos éramos asesinos como él.!
La Junta finalmente cayó. Pero no fue por una afrenta pública contra la represión
ni porque la Junta colapsara bajo el peso de su corrupción ni por el desastre
económico en el que hundió a la Argentina. Colapsó porque perdió una guerra.
Tratando de distraer la atención de una economía en estado de desintegración, la
Junta invadió las Malvinas y las Georgias, dos grupos de islas al sureste de la
Argentina que habían sido gobernadas por los británicos desde 1833. Aunque los
argentinos disfrutaron las ventajas de la sorpresa y de la proximidad, la invasión
fracasó. Murieron cerca de mil personas, 712 de ellas, argentinas.
El ataque sufrió de la típica miopía de una dictadura. El presidente de la Junta, el
general Leopoldo Galtieri, creía que a Gran Bretaña, una democracia, le faltaba la
resolución necesaria para ganar o siquiera pelear la guerra. La invasión fue
llevada a cabo en abril, un momento elegido por su valor político y no militar; había
diez grados bajo cero en las Malvinas. Galtieri nunca hubiera esperado que
Estados Unidos, que dependía de los argentinos para el entrenamiento de los
contras que combatían al gobierno de Nicaragua, se pusiera del lado de Gran
Bretaña. Y, ciego al estado de paria internacional en el que se encontraba la
Argentina a causa de las violaciones de los derechos humanos, Galtieri estaba
convencido de que sus vecinos latinoamericanos se aliarían con la causa. Nunca
se preparó para una guerra real. La comisión de las Fuerzas Armadas argentinas
que investigó el desastre de las Malvinas, la comisión Rattenbach, escribió más
tarde "los soldados tenían un mes de instrucción. Gran Bretaña disfrutaba de una
superioridad aérea y de un dominio marítimo total. El ataque fue hecho cuando el
jefe de Inteligencia estaba de visita en Estados Unidos. Las decisiones
favorecieron el enemigo". Los hombres tenían tan poca comida que algunos tenían
que robar para comer. Algunos jamás habían disparado un rifle. Los reclutas del
norte tropical eran enviados a las islas en chaquetas livianas. La Argentina, con
miedo a que los británicos hundieran su portaaviones, el "25 de Mayo", lo dejaron
anclado en el puerto.
Para tomar las Georgias, a setecientas millas al este de las Malvinas, la Marina
envió solamente catorce hombres, vestidos con ropas ligeras, armados con rifles
automáticos, explosivos y una pistola, comandados por un teniente que había
vuelto recientemente de una gira diplomática en Sudáfrica. El teniente era Alfredo
Astiz.
La invasión de Astiz a Puerto Leith, una aldea de cazadores de ballenas en las
Georgias, fue la continuación de una carrera militar basada en la victoria sobre los
que no tenían defensa. Pero cuando los británicos llegaron una semana y media
después, con el HMS "Endurance", el HMS "Plymouth", un destructor y seis
helicópteros, Astiz se rindió sin disparar un tiro, violando el artículo 751 del Código
Militar: "Será condenado a reclusión por tres a cinco años el militar que,
combatiendo con un enemigo extranjero, se rinda o capitule sin haber agotado las
municiones o perdido dos tercios del efectivo a sus órdenes". Los aviones
británicos que sobrevolaban las Malvinas arrojaban panfletos para las tropas
argentinas diciendo, "hagan como el capitán* Astiz. Consciente de la superioridad
de las fuerzas británicas, se rindió con todos los honores". Una foto de Astiz
firmando el documento de rendición en el HMS "Plymouth" fue enviada a todo el
mundo. Cuando los gobiernos francés y sueco se dieron cuenta de quién había
sido atrapado por los británicos, pidieron la custodia de Astiz, y la Marina británica
lo llevó a Inglaterra en calidad de prisionero de guerra de la - primera ministro que
él tanto admiraba. La Convención de Ginebra, un documento que por lo menos los
británicos tomaban seriamente, establecía que debía volver en los días
subsiguientes.
Caído en desgracia, Galtieri renunció y su sucesor, el general Reynaldo Bignone,
llamó a elecciones. El candidato peronista perdió frente a Raúl Alfonsín, de la
Unión Cívica Radical. Alfonsín era un abogado decente y modesto de una
pequeña ciudad, que había enfatizado el tema de los derechos humanos en su
campaña. Días después de su victoria, Alfonsín nombró a la comisión que
investigaría las violaciones y eventualmente escribiría el Nunca más. Ordenó al
Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas que procesara a los nueve líderes de
las primeras tres juntas por asesinato, tortura, robo, arresto ilegal y crímenes
adicionales. Más tarde, los juicios fueron extendidos a otros oficiales militares.
Alfonsín retiró a más de cincuenta generales y recortó el presupuesto de defensa
de Argentina en casi un cincuenta por ciento.
Los juicios fueron únicos en la historia mundial. No eran acusaciones como las del
estilo de Nuremberg, donde los conquistadores establecieron nuevas reglas con
las cuales juzgar a los conquistados. En lugar de eso, los tribunales eran los de un
gobierno electo, sometiendo a juicio a miembros de un régimen anterior solamente
por actos que eran crímenes en el momento de su comisión, con un respeto total
por el debido proceso de la ley.
La decisión de comenzar los juicios en tribunales militares intentaba permitir a los
militares limpiar su propia casa. Los juicios estuvieron sujetos a revisión por una
corte federal, el Tribunal Federal de Apelaciones, que también podía llamar a
nuevos testigos. Si después de seis meses el Consejo Supremo de las Fuerzas
Armadas no completaba sus audiencias, el caso debía trasladarse a las cortes
civiles.
Los militares no mostraron interés en limpiar su propia casa. El Consejo Supremo
de las Fuerzas Armadas no había procesado a los miembros de las juntas, y el
caso fue derivado al Tribunal Federal Superior de Apelaciones de Buenos Aires el
22 de abril de 1985, y duró seis meses frente a jueces nombrados bajo el gobiemo
militar. Los pasillos de los Tribunales siempre estaban llenos, con las cámaras
televisando los procedimientos; se publicaba semanalmente un libro textual del
juicio.
Los miembros de la Junta declinaron su cooperación, presenciando sus juicios
sólo cuando se les requería. Por primera vez en sus carreras ellos y sus abogados
mostraban una preocupación meticulosa por el debido proceso. El discurso de
diecisiete minutos que el almirante Massera pronunció para su defensa, escrito y
leído con su habitual jactancia y elocuencia, resumía la actitud de la Junta. "No
vine aquí a defenderme'?, comenzó. "Nadie necesita defenderse por haber
ganado una guerra justa." Massera dijo que si se hubiese perdido la guerra
"ninguno de nosotros -estaría aquí", porque las instituciones judiciales habrían
sido reemplazadas por tribunales populares. Los generales han "ganado la guerra
de las armas, pero perdido la guerra psicológica", dijo. Aquellos que habían
perdido la guerra estaban ahora acusando a los vencedores y querían aplicar "los
derechos humanos" sólo con los terroristas.
El 9 de diciembre de 1985, la corte entregó su opinión. Cientos de páginas
después, el veredicto absolvía a cuatro de los acusados y condenaba a cinco,
sentenciando a Videla y a Massera, que habían dirigido el Ejército y la Marina
durante los peores años de la represión, a cadena perpetua. Videla fue hallado
culpable de dieciséis casos de hómicidio agravados por el estado de indefensión
de la víctima, cincuenta casos de homicidio agravados por comisión de un grupo
de tres o más de tres personas, trescientos seis casos de falsos arrestos
agravados, noventa y tres de tortura, cuatro de tortura seguida de muerte, y
veintiséis de robo. La lista de los crímenes de Massera era similar.
Al mismo tiempo o l s tribunales abrieron la posibilidad de litigios privados contra
oficiales militares. Uno de los primeros fue el litigio contra Astiz que llevó adelante
Ragnar Hagelin, el padre de Dagmar. El Consejo Supremo de las Fuerzas
Armadas ganó el derecho de procesar el caso. "No participé en ningún arresto de
una mujer en una calle pública", testificó Astiz. Dijo que se enteró del caso de
Dagmar "a través de los diarios". Nunca había escuchado el nombre de los
prisioneros que el fiscal le fue nombrando, y no sabía lo que era "La Pecera" en la
ESMA.
"¿Está usted afectado por la campaña periodística en su contra?", le preguntó el
fiscal, siempre sondeando.
"Profundamente -replicó Astiz, Socialmente, he sido repudiado en varios círculos.
Ni siquiera pude visitar a mis padres en Mar del Plata."
Después, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas declaró a Astiz inocente,
porque nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo crimen, anunciando, para
sorpresa de Hagelin, que Astiz ya había sido procesado -en tribunales militares
secretos en 198 1- y declarado inocente por falta de evidencia.
Más tarde, el juicio de Astiz se trasladó a la Cámara Federal de Apelaciones. Astiz
intentó sabotear el juicio presentándose en el careo con uniforme militar. Pero el
juicio prosiguió. La corte lo encontró responsable por el arresto ilegal de Dagmar
Hagelin (se negó la presunción de su muerte y por eso no fue juzgado por
asesinato), pero estableció que el estatuto de limitaciones, se, había agotado en el
caso.
Mientras tanto, Astiz también era procesado como parte de las. acusaciones
generales por su participación en los crímenes de la ESMA. Los oficiales de la
ESMA estuvieron de acuerdo en testificar en los juicios, pero su memoria colectiva
era pobre. El Tigre testificó sobre la ESMA: "No hubo lo que se podrían llamar
detenciones. Era como si alguien fuera a la comisaría y le preguntaran, '¿esto es
lo que hizo?". Si decía que no había hecho nada... podía irse".
Los juicios militares aún contenían momentos inspirados. Uno de ellos fue este
fragmento de testimonio: "Un soldado siempre sigue órdenes: pero un oficial es un
gentleman tanto como un soldado, y si siempre se refugia en la obediencia debida,
estaría traicionando la confianza que la Nación deposita en él cuando se le confían
las cosas más preciadas: el cuidado de su país, de sus tradiciones y de la sangre
de sus hijos". Estas palabras -extraídas del juicio militar de Astiz del 21 de abril de
1986- no fueron dichas por el fiscal sino por el mismo Astiz. Pero, comportándose
como siempre, el buen marino siguió diciendo: "Me siento libre en mi conciencia
profesional, dado que mis superiores, que constituyen la institución, nunca me
sancionaron por las cosas que hoy se cuestionan".
El tribunal militar dejó los casos de la ESMA, entre otros, en diciembre de 1986, y
éstos fueron trasladados a los tribunales civiles. Otra vez, el Tigre Acosta
comenzó su testimonio diciendo "no tengo conocimiento de que hubiera
prisioneros en la Escuela de Mecánica".
Mientras tanto, dentro de las Fuerzas Armadas ocurrían movimientos que
eventualmente pondrían fin al proceso. Durante el juicio de Astiz por la detención
de Dagmar Hagelin, el alto comando de la Marina avisó a Alfonsín que los oficiales
estaban amenazando con una revuelta en caso de que Astiz fuese condenado.
Muchos oficiales veían a Astiz como el símbolo del joven oficial de la Marina, que
había luchado valientemente en la ESMA y, acerca de su rendición en las
Georgias del Sur, bueno, a Astiz simplemente lo habían dejado solo. ¿Catorce
hombres para tornar una isla entera? Los militares estaban enfrentando la
posibilidad de años de juicios públicos manchando su buen nombre y honor.
Creció la presión sobre Alfonsín, que era consciente de la historia de golpes de su
país. En diciembre de 1986 propuso a l Ley de Punto Final, que estipulaba que
todos los casos requerían presentaciones de acusaciones criminales y llamados a
los acusados antes del 22 de febrero de 1987, o sea, sesenta días después.
Cualquier caso no presentado para esa fecha sería improcedente.
La Ley de Punto Final significaba una afrenta para la izquierda, pero hizo poco
para apaciguar a los militares. Hacia el fin de los sesenta días, más de trescientos
casos todavía estaban legalmente en proceso. Cuando un mayor, Ernesto
Barreiro, se negó a ser juzgado en una corte civil, cerca de cuatrocientos militares
se rebelaron en su apoyo durante la Semana Santa de 1987. Los soldados
tomaron tres bases en nueve días en Córdoba, el Gran Buenos Aires y Salta.
Argentina reaccionó con vehemencia. Cerca de medio millón de personas se
reunieron en Plaza de Mayo para apoyar a Alfonsín, y cincuenta mil civiles
rodearon los campamentos de los militares rebeldes. Se rindieron. Pero el
mensaje de los militares quedó clarísimo. Tres días más tarde la Corte Suprema
de Justicia suspendió el juicio de setenta oficiales de la ESMA. Un mes después
de los levantamientos de Semana Santa, el 13 de mayo de 1987, Alfonsín pidió al
Congreso que adoptara la Ley de Obediencia Debida, que terminaba con las
acusaciones para oficiales con el grado de teniente coronel o cualquier otro
inferior, quienes, decía, sólo habían seguido órdenes. En efecto, la ley benefició
con una amnistía a casi todos los oficiales en servicio activo. Una versión aún más
ampliada de la ley fue puesta en vigor el 5 de junio. Los juicios podían proseguir
de allí en más para cerca de ochenta oficiales retirados y dos en servicio activo. Y
Horacio Méndez Carreras incendió sus fotos de Astiz.
Astiz, absuelto por los tribunales militares secretos en 1981 en la causa del
secuestro de Dagmar Hagelin, se convirtió en el único oficial por debajo del rango
de general que fue encontrado inocente en la guerra sucia. Juan Gauna,
secretario de Defensa de Alfonsín -un escalón inferior del ministro de Defensa---,
es un hombre de cara lúgubre con bolsas permanentes debajo de sus ojos.
Cuando lo entrevisté en 1988 en su oficina, dominada por una gran cruz, ya había
tratado con dos rebeliones militares -una tercera se estaba acercando- y las dos
leyes que marcaron el retroceso de Alfonsín en la cuestión de los juicios. "El
peligro de golpe clásico no existía ---dijo- Pero el sistema padecía muchos
problemas latentes que podían crecer hasta convertirse en un quiebre completo,
una batalla entre civiles y militares. Eso sería desobediencia general, y un
gobierno sin el poder de poner todo nuevamente en vereda. Eso es anarquía."
Y prosiguió: "Los militares se sintieron castigados. Están permanentemente a la
defensiva. No tiene sentido tener el país entero dividido. Tenemos que preservar
las instituciones del país".
Gauna creía que la Ley de Obediencia Debida había resuelto el problema. "Antes
de este gobierno este ministerio era un títere de las Fuerzas Armadas. Ahora es al
revés; nosotros damos las órdenes." Sonrió débilmente. No se veía como el
hombre que daba órdenes.
El problema militar no había sido resuelto. Alfonsín, que técnicamente era el
comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, se negó a aprobar el ascenso de
Astiz. La Marina amenazó con una revuelta si no se le acordaba ese ascenso. Se
llegó a un acuerdo: Alfonsín aceptó ascenderlo, pero luego sería retirado del
servicio activo. El 23 de diciembre de 1987, Astiz se convirtió en teniente de
corbeta. Pero la Marina no lo retiró.
En enero de 1988 hubo otro levantamiento. Fue derrotado. Once meses después
hubo otro. Los rebeldes se rindieron al día siguiente a las tropas leales a Alfonsín.
Las rebeliones se fueron calmando a medida que los núlitares encontraban menos
cosas contra las cuales rebelarse. Los comandantes de la Junta todavía estaban
en la cárcel -si es que lujosos cottages de cuatro ambientes con jardineros,
cocineros, valets, teléfono, y privilegios de visita podían ser considerados como
una cárcel-. Su libertad de movimiento estaba nominalmente restringida, pero en
cualquier momento en que Massera o Videla tuvieran ganas de salir, sólo tenían
que requerir un tratamiento médico en un hospital de Buenos Aires. En 1989, los
diarios publicaron fotos de Massera caminando sin custodia por las calles de
Buenos Aires.
Poco a poco, hasta el patético remanente del triunfo de la ley fue cayendo. En
octubre de 1989, el sucesor de Alfonsín, Carlos Menem, que había pasado la
prisión bajo la Junta, perdonó a treinta y nueve oficiales militares condenados por
violaciones a los derechos humanos, a ciento setenta y cuatro oficiales militares
involucrados en los levantamientos, algunos de los cuales habían sido
condenados por el fracaso de las Malvinas, y a sesenta y cuatro montoneros. Sólo
seis militares -incluyendo a Massera y a Videla- y Firmenich estaban todavía en
prisión, y Menem los perdonó el 29 de diciembre de 1990. Videla dijo luego de su
liberación que su único crimen fue "defender a la Nación contra la agresión
subversiva y prevenir el establecimiento de un régimen totalitario". Ni siquiera el
perdón fue la "reivindicación total" que sentía merecer. En diciembre de 1990, un
día antes de que George Bush llegara a Argentina durante su gira sudamericana,
con Menem prometiendo la inminencia de un perdón, hubo otra rebelión.
Los militares argentinos de la post Junta son los ex jóvenes oficiales de la guerra
sucia y de las Malvinas. Muchos de ellos retienen la ideología de la guerra sucia,
pero ahora se sienten todavía más aislados respecto de sus compatriotas, que
parecen desagradecidos hacia los sacrificios de los militares. El concepto del
honor militar -"El honor es la riqueza más grande que puede poseer un militar:
mantenerlo sin mancha es el deber más sagrado de todo miembro de las Fuerzas
Armadas", declaró una ley de 1983 del entonces presidente Bignone- se ha
convertido en una idea flotando en el espacio, disociada del comportamiento
correcto o de la victoria en el campo de batalla. Es un fin en sí mismo. Una fuerza
militar que llevó a la Argentina a la censura mundial por su brutalidad, por su ruina
económica y por su decisión de empezar una guerra ridícula sostenida con una
incompe tencia grotesca demanda ser honrada, simplemente, por existir.
Trece años después del comienzo de la guerra sucia, la Escuela de Mecánica de
la Armada continúa ensombreciendo las vidas de los hombres y mujeres que la
habitaron. Las conversaciones con los prisioneros de entonces están teñidas de
culpa, no necesariamente porque hayan hablado bajo tortura sino simplemente por
haber sobrevivido. "No delaté a nadie" me dijo tres veces Graciela Daleo, la
montonera más dura, en nuestra primera entrevista.
"Hace sólo un año que pude liberarme de la ESMA", dijo Elisa Tokar, que había
abandonado físicamente la ESMA once años antes. "Todavía me sentía
secuestrada. Me sentía tan culpable como los secuestradores, porque había
vivido. Sentía que debe haber una razón. No delaté a nadie, pero hasta tipiar era
traición.
Podría haber dicho, 'no voy a tipiar para usted'. No puedo juzgar a nadie. Solía ser
muy rígida con la gente que colaboró. Conozco un hombre que delató a cuatro
personas sin siquiera haber sido torturado. Ahora no puedo juzgarlo. No sé cuál
era su situación.
Quizá yo hubiera hecho lo mismo' "
Una noche tarde fui a un café de Buenos Aires para encontrarme con otra ex
prisionera, una mujer que se había sentido demasiado débil para testificar en los
juicios. "Hablé bajo tortura", dijo. Estaba doblando su servilleta. "Nunca he hablado
de esto antes. Me torturaron, y yo les di los nombres de otra familia. Me dijeron
que iban a visitar a la familia, sólo para hablar. Luego volvieron. Mi torturador vino,
y le pregunté qué había pasado. Me miró y me dijo 'el hombre está muerto. Se
tomó su pastilla de cianuro y murió'. Empecé a llorar. El también estaba llorando,
nosotros dos, solos, llorando. Me dijo 'mirá, no es tu culpa. Todo es mi culpa.
Obtuve la información de vos torturándote, y lo planeamos mal. Es mi culpa'.
Después me llevó a un bar, y los dos nos emborrachamos."
¿Y qué pasó con otros sobrevivientes de la ESMA? Muchos de los hombres de las
Fuerzas Armadas no hubieran querido torturar. Lo hicieron porque arriesgaban sus
carreras y, a veces, sus vidas, si se negaban. Pero torturar no es lo mismo que
presionar un botón de un mis¡¡. Un torturador debe mirar a su víctima a los ojos y
escucharla gritar. Tiene que hacerla gritar. La víctima de la tortura no es la única
con heridas.
"Una vez, vi a Scheller excitado de tanto torturar -me dijo una ex prisionera, Nilda
Actis, hablando de su torturador---. Estaba como poseído por la Luna. Estaba
caminando por el hall gritando, pateando puertas, gritándonos." Pero ese animal
rabioso tenía otro costado. "Cerca de un mes después de que fuera capturada
estábamos hablando -dijo Actis-. Me había preguntado sobre mi vida, y yo se la
estaba contando. Me interrumpió y me dijo 'algún día te voy a pedir perdón por lo
que te hice'. Le dije que nunca lo perdonaría y que él nunca me pediría ser
perdonado porque estaba convencido de que lo que estaba haciendo estaba bien
y que continuaría haciéndolo. "
Los torturadores franceses en Argelia fueron los hombres que más tarde
organizaron actos de terrorismo y trataron de asesinar a Charles de Gaulle y
derrocar a su gobierno. Raúl Vilariño, el cabo que se arrepintió en las páginas de
la revista La Semana, le contó a su entrevistador:
"Si nunca le deja ver sangre caliente, el animal es casi doméstico. ¿Qué pasa con
una persona, de todas esas que se acostumbraron a sentir sangre? ¿De qué
trabajan ahora? ¿Promotores de ventas de inmuebles?".
Traté de rastrear a Vilariño. El último hombre que lo había entrevistado dijo que
había estado entrando y saliendo de la cárcel por fraude en tarjetas de crédito y
que no podía pagar sus cuentas. Llamé a su familia en Coronel Suárez, una
ciudad de las pampas. Habían pasado años, dijeron, desde que la última vez que
habían escuchado algo sobre él.
Jorge Ácosta, el Tigre, había sido deshonorablemente destituido de la Marina.
Habiendo perdido el foco para sus energías que el grupo de tareas le daba, se
había convertido en alguien salvaje y tuvo problemas de disciplina. El desenlace
llegó cuando posó para una foto de una revista con una modelo que llevaba su
gorra de uniforme. También fue procesado por fraude bancario.
Estos hombres se destruyeron a sí mismos. Fue el destino de Vilariño, porque se
había juzgado a sí mismo y se había encontrado culpable. Fue el destino de
Acosta, un psicópata, porque no pudo juzgarse del todo a sí mismo. Los hombres
que pudieron crear otra ESMA no eran estos hombres sino quienes habían
alcanzado un veredicto distinto sobre sí mismos: los "enemigos valiosos", los
hombres que no habían violado ni robado ni torturado sino que simplemente
habían luchado por sus creencias.
"Me siento libre en mi conciencia profesional", había dicho Astiz en su juicio. ¿Era
verdad? Este hombre, que había cazado a sus víctimas en las calles de Buenos
Aires y que todavía las cazaba en sus sueños, ¿se cazó a sí mismo? Este
hombre, que había llevado a cientos a la mesa de tortura, ¿se torturó a sí mismo?
Astiz había ido a visitar a Dagmar Hagelin después de haberle disparado. Me lo
dijeron los prisioneros que presenciaron el encuentro y me lo dijo Pilar, su amiga
de la adolescencia, que lo había escuchado de él mismo. Hagelin estaba en una
silla de ruedas, con la cabeza vendada. "Soy el que te disparó", le dijo. Tratando
de hacer conversación, notó que tenían rasgos nórdicos en común. Le dijo que la
había confundido con otra persona. Le pidió perdón. Si ella lo entendió, no se
sabe.
Cuando todavía usaba el nombre de Gustavo Niño, había vuelto a ver a las
Madres de Plaza de Mayo una semana después de haber participado en su
secuestro.---Tengo que hablar con ustedes", había susurrado urgiéndolas desde
las sombras. ¿Qué les iba a decir?
Astiz había dicho, por medio de su amigo Jorge Sgavetti, que no hablaría
conmigo. Yo sabía que nunca había hablado con los periodistas. Pero quería al
menos verlo, tenía la esperanza de sacar algunos indicios de quién era, aun de un
breve encuentro.
Sgavetti me dijo que Astiz venía a Buenos Aires los fines de semana para ver a su
novia. Fui al aeropuerto de Ezeiza un día frío de agosto para encontrar los vuelos
de la Marina que venían de Puerto Be1grano. Cinco minutos después de que me
sentara en el sillón del aeropuerto, aterrizó un avión de la Marina, y Astiz salió y
caminó hacia la puerta. Era más petiso de lo que esperaba, y su cabello era rubio
como la arena. Llevaba un blazer, camisa y corbata azul. Lo reconocí
inmediatamente. Caminé hacia él y dije "Señor Capitán", y se detuvo. Después de
que le explicara por qué quería hablar con él, me dijo que no podía hablar
conmigo, que era un oficial militar en servicio activo y que no estaba autorizado
para hablar sin permiso, un permiso que los dos sabíamos que no le sería dado.
Fue amable, muy cortés; su sonrisa era deslumbrante. Su cara, aunque con la
edad de 39 años, era la de un chico angelical.---Le deseo suerte, señorita, pero
éstas son las reglas del juego", dijo, y Alfredo Astiz siempre había seguido las
reglas. Sus pesadillas privadas seguirían cerradas a mí.
Pero no importó; lo poco que vi fue suficiente. Cuando nuestra conversación
terminó, Astiz se volvió hacia otro oficial. Ambos estaban hablando, y Astiz -se rió,
con la cabeza inclinada y sus dientes brillando mientras caminaba, igual que en
las fotos de los diarios. Su risa era burlona, victoriosa, la risa de un hombre que
sabía que caminaría en libertad por el resto de sus días.