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La incapacidad

humana

Charles H. Spurgeon (1834-1892)


LA INCAPACIDAD
HUMANA

Contenido
1. La incapacidad del hombre. .......................................................................................... 4
No es un defecto físico ............................................................................................................... 4
No es una deficiencia mental .................................................................................................... 4
En su propia naturaleza ............................................................................................................. 5
Incapacidad Resultante .............................................................................................................. 8
La incapacidad del pecador examinada ................................................................................... 9
2. Las formas que el Padre emplea ................................................................................. 11
La predicación de la Palabra ................................................................................................... 11
No contra la voluntad del hombre ......................................................................................... 12
El Espíritu Santo hace que el hombre lo desee .................................................................... 12
3. Un dulce consuelo ........................................................................................................ 14
Y qué ¿si “no puedo salvarme a mí mismo”? ......................................................................... 14
Y qué “si ahora no puedo depender de mí mismo” ............................................................. 15
La evidencia de venir a Cristo ................................................................................................. 15

1
Sermón #182 predicado el domingo 7 de marzo de 1858, por Charles Haddon Spurgeon, en el
Music Hall, Royal Surrey Gardens. Londres, Inglaterra.

© Copyright Allan Roman. Traducido por Allan Roman; usado con permiso;
www.spurgeon.com.mx. Impreso en los EE.UU. Se otorga permiso expreso para reproducir este
material por cualquier medio, siempre que
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2) se incluya esta nota de copyright y todo el texto que aparece en esta página.
A menos que se indique de otra manera, las citas bíblicas fueron tomadas de la Santa Biblia,
Reina-Valera 1960.
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LA INCAPACIDAD
HUMANA
“Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere”.
(Juan 6:44)

“Venir a Cristo” es una frase muy común en la Santa Escritura. Se usa para des-
cribir esas acciones del alma por las que, abandonando de inmediato nuestros peca-
dos y nuestra justicia propia, volamos hacia el Señor Jesucristo y recibimos su Justi-
cia para revestirnos con ella y su Sangre para que sea nuestra expiación. Venir a Cris-
to, entonces, encierra el arrepentimiento, la negación de uno mismo y la fe en el Se-
ñor Jesucristo. Incluye en sí, todas esas cosas que son el acompañamiento necesario
de estos grandiosos estados del corazón, tales como la creencia en la verdad, la dili-
gencia en la oración a Dios, la sumisión del alma a los mandamientos del evangelio
de Dios y todas esas cosas que acompañan el amanecer de la salvación en el alma.
Venir a Cristo es la única cosa esencial para la salvación de un pecador. Quien no
viene a Cristo, haga lo que haga y crea lo que crea, está todavía en “hiel de amargura
y en prisión de maldad” (Hch. 8:23). Venir a Cristo es el primerísimo efecto de la
regeneración. En el momento en que el alma es vivificada, de inmediato, descubre su
condición perdida y se horroriza ante esa condición, busca refugio y, creyendo que
Cristo es el refugio adecuado, vuela hacia Él y descansa en Él. Donde no existe este
venir a Cristo, no hay una señal cierta de una nueva vida. Donde no hay una vida
nueva, el alma está muerta en delitos y pecados y, estando muerta, no puede entrar
en el reino de los cielos.
Tenemos frente a nosotros un aviso muy sorprendente, incluso detestable, para
algunas personas. Venir a Cristo, que es descrito por muchas personas como la cosa
más fácil del mundo, es considerado por nuestro texto como algo total y enteramente
imposible para cualquier hombre, a menos que el Padre le lleve a Cristo. Nuestro
objetivo será entonces reflexionar sobre esta declaración. No dudamos que siempre
será desagradable para la naturaleza carnal. Sin embargo, la ofensa que se hace a la
naturaleza humana es, a veces, el primer paso para lograr que se humille ante Dios. Y
si es éste el resultado de un proceso doloroso, podemos olvidar el dolor y gozarnos en
las gloriosas consecuencias.
Primeramente, trataré esta mañana de hacer resaltar la incapacidad del hombre,
viendo en qué consiste. En segundo lugar, veremos las formas que el Padre emplea:
Cuáles son y cómo son ejercitadas en el alma. Y luego, concluiré considerando el

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dulce consuelo que se puede obtener de este texto que es árido y terrible en aparien-
cia.
1. La incapacidad del hombre.
El texto dice: “Nadie puede venir a mí, a menos que el Padre que me envió lo trai-
ga”. ¿Dónde radica esta incapacidad?
No es un defecto físico
En primer lugar, no se deriva de ningún defecto físico. Si para venir a Cristo, mo-
ver el cuerpo o caminar con los pies puede ser de ayuda, ciertamente el hombre tiene
todo el poder físico para venir a Cristo en ese sentido. Recuerdo que una vez escuché
1
a un antinomiano necio que declaró que no creía que ningún hombre tenía el poder
de caminar a la casa de Dios si el Padre no le llevara. Ese hombre era verdaderamente
un tonto porque debió haber visto que, mientras un hombre tenga vida y piernas, le
resulta lo mismo de fácil caminar a la casa de Dios que a la casa de Satanás. Si venir a
Cristo incluye decir una oración, el hombre no tiene defecto físico sobre este particu-
lar. Si no es mudo, puede decir una oración tan fácilmente como decir una blasfemia.
Es tan fácil que un hombre cante uno de los cantos de Sion como que cante una can-
ción profana teñida de lujuria. No hace falta el poder físico para venir a Cristo. El
hombre tiene todo el poder corporal que se necesita. Y cualquier parte de la salvación
que consista en eso, está entera y totalmente al alcance del hombre, sin necesidad de
ninguna ayuda del Espíritu de Dios.
No es una deficiencia mental
Tampoco reside esta incapacidad en ninguna deficiencia mental. Puedo creer que
esta Biblia es verdadera con la misma facilidad que puedo creer que cualquier otro
libro es verdadero. En la medida en que creer en Cristo no sea más que un acto de la
mente, soy tan capaz de creer en Cristo como lo soy de creer en cualquier otra perso-
na. Si sus afirmaciones son verdaderas sería una pérdida de tiempo que me digan que
no puedo creerlas. Puedo creer lo que Cristo afirma de la misma manera que puedo
creer lo que afirme cualquier otra persona. No hay ninguna falta de capacidad en la
mente: Es capaz de apreciar como un mero concepto intelectual la culpa del pecado,
de la misma manera que es capaz de entender la culpa que implica un asesinato. Es
posible que yo desarrolle la idea mental de buscar a Dios, de la misma manera que
puedo ejercitar el pensamiento de la ambición. Tengo toda la fortaleza mental y el
poder que se pueden necesitar en la medida en que el poder mental sea necesario
para la salvación. No, no hay ningún hombre tan ignorante que pueda argumentar su
falta de intelecto como una excusa válida para rechazar el evangelio.
Entonces, el defecto no está ni en el cuerpo, ni en lo que debemos llamar en el
sentido teológico, la mente. No existe ni insuficiencia ni deficiencia en ella, aunque

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Antinomiano: Quien niega la necesidad de la ley de Dios en la vida del creyente.

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ciertamente es la depravación de la mente, su corrupción o su ruina, lo que después
de todo, conforma la esencia misma de la incapacidad del hombre.
En su propia naturaleza
Permítanme mostrarles en dónde reside realmente la incapacidad del hombre. Es-
tá en lo profundo de su naturaleza. Debido a la Caída y por medio de nuestro propio
pecado, la naturaleza del hombre se ha vuelto tan degradada, depravada y corrupta,
que es imposible que el hombre venga a Cristo sin la ayuda de Dios el Espíritu Santo.
Ahora, con el objeto de poder mostrarles cómo la naturaleza del hombre lo hace
incapaz de venir a Cristo, deben permitirme usar esta figura. Ven a esa oveja, ¡obser-
ven con qué entusiasmo come de su pasto! Nunca se han enterado de una oveja que
busque la carroña, no podría vivir del alimento que corresponde a los leones. Ahora
tráiganme un lobo y ustedes me preguntan si un lobo puede alimentarse de hierba, si
puede ser tan dócil y domesticado como la oveja. Yo respondo que no, pues su natu-
raleza va en contra de todo eso. Ustedes dicen: “Bien, tiene orejas y patas. ¿Acaso no
puede oír la voz del pastor y seguirlo a donde quiera que vaya?”. Yo respondo: Cier-
tamente. No hay ninguna causa física por la que no pueda hacerlo, pero su naturaleza
se lo impide y, por lo tanto, digo que no puede hacerlo. ¿Acaso no puede ser domesti-
cado? ¿No puede desaparecer su naturaleza feroz? Probablemente pueda someterse de
tal manera que puede llegar a parecer manso, pero siempre habrá una marcada dife-
rencia entre el lobo y la oveja, ya que hay una distinción en sus naturalezas.
Ahora, la razón de por qué el hombre no puede venir a Cristo no es porque no
pueda venir por alguna razón relacionada con su cuerpo o con el simple poder de su
mente. El hombre no puede venir a Cristo porque su naturaleza está tan corrompida
que no tiene ni la voluntad ni el poder para venir a Cristo a menos que sea traído por
el Espíritu.
Pero déjenme darles un mejor ejemplo. Vemos a una madre con su bebé en sus
brazos. Ustedes le dan un cuchillo y le dicen que le dé al bebé una puñalada en el co-
razón. Ella responde en verdad, de todo corazón: “No puedo”. Ahora, en lo que se
refiere a su poder físico, ella podría si quisiera. Tiene un cuchillo y tiene al niño. El
pequeño está indefenso y la madre tiene la suficiente fuerza en su mano para darle
una puñalada, pero tiene mucha razón cuando dice que no puede hacerlo. Es muy
posible, como un simple acto de su mente, que la madre piense en matar a su hijo y,
sin embargo, ella dice que no puede pensar en tal cosa. Y no miente cuando dice eso
porque su naturaleza de madre no le permite hacer algo frente a lo cual su alma se
rebela. Simplemente, debido a que es la madre del niño, ella siente que no puede ma-
tarlo.
Sucede lo mismo con el pecador. Venir a Cristo es tan detestable para la naturale-
za humana que, aunque los hombres podrían venir a Cristo si quisieran (al menos en
lo que concierne a las fuerzas físicas y mentales y éstas, por cierto, tienen una muy

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reducida esfera de acción en la salvación), es estrictamente correcto decir que ni
quieren ni pueden venir, a menos que el Padre que ha enviado a Cristo, les traiga.
Vamos a profundizar más en este tema, tratando de mostrarles en qué consiste es-
ta incapacidad humana en sus más mínimos detalles.
Rebeldía de la voluntad
En primer lugar, tenemos la rebeldía de la voluntad humana. “Oh,…” dice el
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arminiano , “los hombres pueden salvarse si ellos quieren”. Respondemos: “Mi queri-
do señor, todos creemos en eso. Pero es precisamente en el si ellos quieren donde
está el problema. Afirmamos que nadie quiere venir a Cristo, a menos que sea traído.
No, no lo afirmamos nosotros, sino que el mismo Cristo lo declara así: ”Y no queréis
venir a mí para que tengáis vida” (Jn. 5:40). Y mientras ese ”no queréis venir” per-
manezca en la Santa Escritura, nunca podremos ser convencidos de creer en ninguna
doctrina de la libertad de la voluntad hombre.
Es sorprendente cómo la gente, al abordar el tema del libre albedrío, habla de co-
sas sobre las que no entiende absolutamente nada. “Bueno”, dice alguien, “yo creo
que los hombres pueden ser salvos si quisieran”. Mi querido amigo, esa no es para
nada la pregunta. La pregunta es: ¿tienen los hombres la inclinación natural a some-
terse a las humillantes condiciones del evangelio de Cristo? Declaramos, con base en
la autoridad de la Biblia, que la voluntad humana está tan desesperadamente inclina-
da al mal, tan depravada, tan orientada a todo lo que es malo, tan opuesta a todo lo
que es bueno, que sin la influencia poderosa, sobrenatural e irresistible del Espíritu
Santo, ninguna voluntad de hombre podrá ser obligada a ir a Cristo.
Tú respondes que, a veces, los hombres sí quieren ir, sin la ayuda del Espíritu
Santo. Yo digo: ¿has conocido a alguien que sí quería? Yo he conversado con muchos
cientos, no, con miles de cristianos, todos con diferentes puntos de vista, unos jóve-
nes y otros viejos, pero nunca he tenido la suerte de conocer a uno que pudiera afir-
mar que vino a Cristo por su propia voluntad, sin necesidad de ser traído. La confe-
sión universal de todos los verdaderos creyentes es ésta: “Yo sé que si Jesucristo no
me hubiera buscado cuando yo era un extraño completamente alejado del redil de
Dios, aun hasta este momento estaría caminando errante muy lejos de Él, a gran dis-
tancia de Él y amando esa distancia cada vez más”. Todos los creyentes afirman, en
un consenso general, la verdad de que los hombres no vendrán a Cristo hasta que el
Padre que ha enviado a Cristo, les traiga.
Entendimiento entenebrecido
Otra vez, no sólo la voluntad es obstinada, sino que el entendimiento está entene-
brecido. De todo esto tenemos abundantes pruebas en la Escritura. No estoy hacien-
do simples aseveraciones ahora, sino que estoy declarando doctrinas que son enseña-
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Arminiano: Aquel que sostiene que los individuos aceptan o rechazan a Cristo por su pro-
pia voluntad.

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das con autoridad en las Santas Escrituras y conocidas en la conciencia de cada cris-
tiano: Que el entendimiento del hombre está, de tal manera entenebrecido, que no
puede entender las cosas de Dios de ninguna manera, hasta que su entendimiento sea
abierto. El hombre interior es ciego por naturaleza. La cruz de Cristo, tan cargada de
glorias y brillando con todo tipo de atractivos, nunca le atrae, porque está ciego y no
puede ver sus maravillas. Háblale de las maravillas de la creación. Muéstrale el arco
iris que surca el cielo. Déjale mirar las glorias de un paisaje. Claro que estas cosas sí
las puede ver. Pero háblale de las maravillas del Pacto de Gracia, coméntale acerca de
la seguridad que tiene el creyente en Cristo, dile las bellezas de la Persona del Reden-
tor, y verás que está sordo a todas tus descripciones.
O regresemos al versículo que notamos de manera especial en nuestra lectura: “el
hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son
locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Co.
2:14) y, en tanto que es un hombre natural, no tiene el poder de discernir las cosas
de Dios. “Bien”, dice uno, “creo que he desarrollado un criterio razonable en los te-
mas de teología. Pienso que puedo entenderlo casi todo”. Cierto, puedes haberlo lo-
grado en cuanto a la letra. Pero en su espíritu, y en una verdadera recepción que pe-
netre hasta el alma y su comprensión verdadera, no puedes haberlas logrado, a me-
nos que hayas sido traído por el Espíritu. Pues, en tanto que esta Escritura sea ver-
dad, es decir, que el hombre carnal no puede entender las cosas espirituales, es impo-
sible que las hayas entendido, a menos que hayas sido regenerado y hayas sido hecho
un hombre espiritual en Cristo Jesús. Entonces, la voluntad y el entendimiento son
dos grandes puertas, impidiendo ambas nuestro paso para venir a Cristo. Y hasta que
estas puertas no sean abiertas por las dulces influencias del Espíritu Divino, están
cerradas para siempre para todo lo relacionado a venir a Cristo.
Afectos depravados
Otra vez, los afectos, que constituyen una buena parte del hombre, están depra-
vados. El hombre, tal como es antes de recibir la gracia de Dios, ama cualquier cosa
más que las cosas espirituales. Si quieres una prueba de esto, mira a tu alrededor. No
se necesita un monumento en honor a la depravación de los afectos humanos. Mira a
cualquier lugar: No hay ni una sola calle, ni una sola casa, no, ni un solo corazón que
no muestre la triste evidencia de esta terrible verdad. ¿A qué se debe que los hombres
no se congreguen en todas partes del mundo en la casa de Dios el domingo? ¿Por qué
no nos dedicamos más a la lectura de la Biblia? ¿Por qué la oración es un deber casi
universalmente descuidado? ¿Por qué se ama tan poco a Cristo? ¿Por qué quienes
profesan ser sus discípulos son tan fríos en el afecto hacia Él? ¿De dónde proceden
estas cosas? Con toda seguridad hermanos, no podemos encontrar otra fuente sino
ésta: La corrupción y contaminación de los afectos. Amamos lo que debemos odiar y
odiamos lo que debemos amar. La razón por la que amamos más esta vida que la vida
venidera, es la naturaleza humana, la naturaleza humana caída. No es sino por efecto

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de la Caída que amamos más al pecado que a la justicia, y a los caminos de este mun-
do más que a los caminos de Dios. Y repetimos de nuevo, hasta que estos afectos sean
renovados y convertidos en un nuevo canal por medio del llamado soberano del Pa-
dre, no es posible que ningún hombre ame al Señor Jesucristo.
Conciencia en ruinas
Otra vez, la conciencia también ha sido dominada completamente por la Caída.
Creo que el mayor error que comenten los teólogos es cuando le dicen a la gente que
la conciencia es representante de Dios en el alma y que es uno de esos poderes que
retienen su antigua dignidad alzándose erguido entre sus compañeros caídos. Her-
manos míos, cuando el hombre cayó en el huerto del Edén, la humanidad entera ca-
yó. No hubo ni un solo pilar del templo humano que permaneciera erguido. Es cier-
to, la conciencia no fue destruida. El pilar no se rompió. Cayó, y cayó en una sola
pieza, y allí quedó como el más poderoso fragmento de lo que fue una vez la obra
perfecta de Dios en el hombre. Pero esa conciencia está caída, estoy seguro.
Simplemente miren a los hombres. ¿Quién posee, de todos los hombres, “una
buena conciencia delante de Dios”, sino el hombre regenerado? ¿Piensan ustedes que
si las conciencias de los hombres les hablaran siempre de manera fuerte y clara, vivi-
rían cometiendo cada día actos tan opuestos a la justicia como las tinieblas se oponen
a la luz? No, amados; la conciencia me puede decir que soy un pecador, pero esa con-
ciencia no me puede hacer sentir que soy un pecador. La conciencia me puede decir
que tal y tal cosa es mala, pero qué tan mala es, esa misma conciencia no lo sabe.
¿Acaso le ha dicho la conciencia alguna vez a algún hombre, sin la iluminación del
Espíritu, que sus pecados merecen la condenación? O si alguna conciencia alguna vez
hizo eso, ¿guió a ese hombre a sentir el aborrecimiento del pecado como pecado? De
hecho, ¿alguna vez una conciencia trajo al hombre a tal negación de sí mismo que
llegó a sentir aborrecimiento de sí y de todas sus obras y la necesidad de venir a Cris-
to?
No, la conciencia aunque no está muerta, está arruinada. Su poder está dañado,
ya no tiene esa agudeza visual ni esa mano poderosa ni esa voz de trueno que tuvo
antes de la Caída. Ha dejado de ejercer, hasta cierto punto, su supremacía en la ciu-
dad del Alma del hombre. Entonces, amados, debido a la depravación de la concien-
cia, se requiere que el Espíritu Santo intervenga para mostrarnos nuestra necesidad
de un Salvador y para traernos al Señor Jesucristo.
Incapacidad Resultante
“Sin embargo”, dirá alguno, “en todo lo que has dicho hasta ahora, me da la im-
presión de que consideras que la razón por la que los hombres no vienen a Cristo es
que ellos no quieren en lugar de que no pueden”. Cierto, muy cierto. Creo que la ra-
zón de mayor importancia de la incapacidad del hombre es la rebeldía de su voluntad.
Una vez que se supera esa rebeldía, creo que se ha quitado esa gran piedra que tapa el
sepulcro y ya está ganada la parte más dura de la batalla.

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Pero permítanme ir un poco más lejos. Mi texto no dice: “Ningún hombre quiere
venir”, sino que dice: “Ninguno puede venir”. Ahora, muchos comentaristas creen
que la palabra puede no es más que una expresión que no conlleva otro significado
más que el de quiere. Estoy convencido que esto no es correcto. No solamente hay en
el hombre una renuencia a ser salvado, sino que también hay impotencia espiritual
para venir a Cristo. Y esto se lo puedo demostrar a cualquier cristiano con mucha
facilidad. Amados, me dirijo a los que ya han sido vivificados por la gracia divina. ¿No
les enseña su experiencia que hay momentos en los cuales quieren servir a Dios, pero
que, sin embargo, no pueden hacerlo? ¿No se han visto obligados, a veces, a decir que
han querido creer, pero que han tenido que orar: “Señor, ayuda mi incredulidad”?
Porque, a pesar de que tienen todo el deseo de recibir el Testimonio de Dios, su pro-
pia naturaleza carnal ha sido demasiado poderosa para ustedes, de tal manera que
han sentido la necesidad de ayuda sobrenatural.
¿Puedes tú entrar en tu habitación a cualquier hora y caer de rodillas y decir:
“Bien, quiero ser diligente en la oración y estar más cerca de Dios”? Yo te pregunto:
¿Ves que tu poder es igual a tu querer? ¿Podrías afirmar, incluso ante el mismo tri-
bunal de Dios, que estás seguro de no estar equivocado en cuanto a este querer? Tú
quieres ser envuelto en devoción. Deseas no alejarte de la pura contemplación del
Señor Jesucristo, pero te das cuenta que no puedes lograrlo, aun queriéndolo, sin la
ayuda del Espíritu.
La incapacidad del pecador examinada
Pues bien, si el hijo de Dios, que tiene nueva vida, encuentra una incapacidad es-
piritual, ¿cuánto más no la encontrará el pecador que está muerto en delitos y peca-
dos? Si el cristiano maduro, después de treinta o cuarenta años, aun encuentra que
quiere, pero no puede; si tal es su experiencia ¿no parece más que probable que el
pobre pecador, que todavía es incrédulo, necesite tanto el poder como el querer?
“Muerto en delitos y pecados”
Pero hay otro argumento todavía. Si el pecador tiene poder para venir a Cristo,
me gustaría saber cómo debemos interpretar las continuas descripciones de la situa-
ción del pecador que encontramos en la Santa Palabra de Dios. Ahora bien, se dice
que un pecador está muerto en delitos y pecados (Ef. 2:1). ¿Podrías afirmar que la
muerte sólo significa la ausencia de la voluntad? Ciertamente, un cadáver es tanto
incapaz como renuente. ¿O acaso no ven todos los hombres que hay una distinción
entre querer y poder? ¿No podría ese cadáver ser lo suficientemente revivido para
tener voluntad y, sin embargo, ser tan impotente que ni siquiera puede mover su
mano o su pie? ¿Acaso no hemos visto casos de personas que han sido suficientemen-
te reanimadas para mostrar evidencias de vida, pero que, sin embargo, han estado tan
cerca de la muerte que no han podido hacer el más leve movimiento? ¿No hay una
clara diferencia entre dar el querer y dar el poder? Sin embargo, es muy cierto que
donde se da el querer, se tendrá el poder. Logren que un hombre quiera y ese hombre

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será hecho poderoso, pues cuando Dios da el querer, Él no atormenta al hombre ha-
ciéndolo desear eso que no puede alcanzar. Sin embargo, Dios hace tal división entre
el querer y el poder, que se ve que ambas cosas son dones muy distintos del Señor
nuestro Dios.
El Espíritu Santo
A continuación, tengo que hacer otra pregunta. Si eso fuera todo lo que el hom-
bre necesita para querer ¿no se degrada con eso de inmediato al Espíritu Santo? ¿No
tenemos la costumbre de dar toda la gloria de la salvación obrada en nosotros a Dios
el Espíritu Santo? Pero si todo lo que el Dios el Espíritu Santo hace por mí es darme
el querer hacer estas cosas por mí mismo, ¿no nos hacemos partícipes en gran medi-
da de su gloria? y ¿no podría entonces, ponerme de pie y decir con toda osadía: “Es
cierto que el Espíritu me dio la voluntad de hacer esto, pero aun así, yo lo hice por
mí mismo y, por lo tanto, yo también puedo gloriarme y puesto que yo hice todas
estas cosas sin ayuda de lo alto, no voy a arrojar mi corona a sus pies. Es mi corona,
yo me la gané y yo la voy a conservar”? Mientras en la Escritura se diga que el Espíri-
tu Santo es siempre la Persona que obra en nosotros tanto el querer como el hacer
por Su buena voluntad, mantendremos como una legítima conclusión que Su obra
consiste en algo más que en hacernos querer. Por lo tanto, debe haber algo más que
la falta de querer en un pecador. Debe haber una real y absoluta falta de poder.
Elegir ser herido
Ahora, antes de dejar este tema, permítanme decirles esto. A menudo se me acusa
de predicar doctrinas que pueden hacer mucho daño. Pues bien, no voy a negar esa
acusación, pues no soy cuidadoso cuando respondo en esta materia. Aquí están pre-
sentes varios testigos que pueden corroborar que las cosas que he predicado han he-
cho mucho daño, no a la moralidad o a la Iglesia de Dios. El daño se le ha hecho a
Satanás. No son uno ni dos, sino muchos cientos los que se gozan en esta mañana de
haber sido traídos a Dios. Han sido traídos a conocer y a amar al Señor Jesucristo
después de haber sido profanos quebrantadores del día de guardar, borrachos o per-
sonas mundanas. Y si esto es hacer daño, que Dios en su infinita misericordia nos
envíe más de estos males.
Pero aún hay más: ¿Qué verdad hay en el mundo que no hiera al que quiera ser
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herido por ella? Los que predican la redención general gustan de proclamar la gran
verdad de la misericordia de Dios hasta el último momento. Pero, ¿cómo se atreven a
predicar eso? Muchas personas son afectadas al posponer el día de la gracia, conven-
cidos que la última hora es tan buena como la primera. Pues qué, si predicáramos
cualquier cosa que el hombre puede utilizar indebidamente o puede abusar de ella,
entonces deberíamos guardar silencio para siempre.

3
Redención general: Es la doctrina no Escritural que afirma que Cristo murió por los peca-
dos de todos los hombres.

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¿No hacer nada?
Todavía hay quien dice: “Pues bien, si yo no puedo salvarme a mí mismo y no
puedo venir a Cristo, debo quedarme quieto y no hacer nada”. Si hay hombres que
dicen eso, serán condenados. Les hemos repetido con mucha claridad que hay mu-
chas cosas que pueden hacer. Encontrarse continuamente en la casa de Dios está en
su poder. Estudiar la Palabra de Dios con diligencia está en su poder. Renunciar a los
pecados visibles, abandonar los vicios que ustedes practican, lograr que su vida sea
honesta, sobria y justa está en su poder. Para esto no necesitan ninguna ayuda del
Espíritu Santo. Todo esto lo pueden hacer ustedes solos. Pero venir a Cristo, cierta-
mente no está en su poder hacerlo si antes no han sido renovados por el Espíritu
Santo.
Pero vean que su falta de poder no es ninguna excusa, dado que no tienen ningún
deseo de venir y están viviendo en una rebelión voluntaria contra Dios. Su falta de
poder radica, principalmente, en la obstinación de su naturaleza. Supongan que un
mentiroso dice que no está en su poder decir la verdad, que ha sido un mentiroso por
tanto tiempo que no puede dejar la mentira. ¿Sería eso una excusa para él? Supongan
que un hombre que durante mucho tiempo se ha entregado a sus concupiscencias,
les dice que está tan aprisionado por ellas como por una gran red de hierro, que no
puede librarse de ellas. ¿Aceptarían eso como una excusa? Ciertamente no lo es. Si un
borracho se ha vuelto tan alcohólico que le resulta imposible pasar frente a una can-
tina sin entrar en ella, ¿le disculparían por eso? No, puesto que su incapacidad para
reformarse está en su naturaleza, que no quiere ni reprimir ni conquistar. El acto y
la causa de ese acto, ambos provienen de la raíz de pecado y son dos males que no
pueden excusarse el uno al otro.
Es debido a que aprendieron a hacer el mal que ahora no pueden aprender a hacer
el bien, y, por tanto, en lugar de permitirles que se sienten y comiencen a buscar ex-
cusas, déjenme poner un trueno debajo de su pereza, para que se asusten verdadera-
mente y se levanten. Recuerden que no hacer nada es quedar condenados por toda la
eternidad. ¡Oh, que Dios el Espíritu Santo quiera usar esta verdad en un sentido muy
diferente! Confío en que antes de terminar podré mostrarles cómo es que esta verdad,
que aparentemente condena a los hombres y les cierra las puertas es, después de to-
do, la gran verdad que ha sido bendecida para la conversión de los hombres.
2. Las formas que el Padre emplea
La predicación de la Palabra
“Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere”. Entonces,
¿cómo trae el Padre a los hombres? Los teólogos arminianos generalmente afirman
que Dios trae a los hombres por la predicación del Evangelio. Muy cierto. La predica-
ción del Evangelio es el instrumento para traer a los hombres, pero tiene que haber
algo más que esto.

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Déjenme preguntarles: ¿A quién dirigió Cristo estas palabras? Pues a la gente de
Capernaum, donde Él había predicado con frecuencia, donde había pronunciado, tris-
temente y lamentando, los ¡ayes! de la Ley y las invitaciones del Evangelio. ¡En esa
ciudad había realizado poderosas obras y había hecho muchos milagros! En efecto,
tantas enseñanzas y tantos testimonios milagrosos les habían dado, que Él declaró
que Tiro y Sidón se habrían arrepentido desde mucho tiempo atrás en cilicio y ceni-
za, si hubieran sido bendecidas con tales privilegios. Ahora, si la predicación del pro-
pio Cristo no bastó para hacer capaces a estos hombres para venir a Cristo, no puede
ser posible que todo lo que se necesitaba para que el Padre trajera a los hombres era
simplemente la predicación.
No, hermanos, fíjense bien, Él no dice que ningún hombre puede venir a menos
que el ministro lo trajere, sino que dice: A menos que el Padre lo trajere. Ahora bien,
se puede ser traído por el Evangelio o ser traído por el ministro sin ser traído por
Dios. Claramente es una atracción divina la que se quiere describir con esto, una
atracción del Dios Altísimo, la Primera Persona de la Santísima Trinidad que envía a
la Tercera Persona, el Espíritu Santo, para inducir a los hombres a venir a Cristo.
No contra la voluntad del hombre
Otra persona se voltea y dice con una sonrisa burlona: “Entonces, ¿piensas que
Cristo arrastra a los hombres hacia Él, al ver que ellos no quieren?”. Recuerdo una
conversación con alguien que me dijo una vez: “Tú predicas que Cristo arrastra a la
gente tomándola de los cabellos y los lleva hacia Él”. Yo le pedí que me diera la fecha
del sermón en que prediqué esa extraordinaria doctrina, pues si la recordaba, se lo
iba a agradecer. Sin embargo, no pudo recordarla. Pero respondí que, si bien es cierto
que Cristo no arrastra a la gente tomándolos de los cabellos, creo que los atrae to-
4
mándolos del corazón de manera tan poderosa como el ejemplo que tu caricatura
sugiere. Fíjense bien que en la atracción del Padre no hay ningún tipo de presión.
Cristo nunca obligó a nadie a venir a Él en contra de su voluntad. Si un hombre no
quiere ser salvado, Cristo no lo salva en contra de su voluntad.
El Espíritu Santo hace que el hombre lo desee
Entonces, ¿cómo le trae el Espíritu Santo? Pues, haciendo que quiera venir. Él no
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usa la “persuasión moral ”. Él conoce un método más cercano para tocar el corazón.
Va a la fuente secreta del corazón y Él sabrá cómo, por medio de alguna operación
misteriosa, cambia la voluntad y la pone mirando en la dirección contraria, de tal
manera que el hombre es salvado ”con pleno consentimiento en contra de su volun-
tad”, es decir, en contra de su vieja voluntad es salvado, citando las palabras paradóji-

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Caricatura: Representación distorsionada de una persona o cosa.
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Persuasión moral: Persuasión a través del argumento de la moralidad. Jesucristo convence,
no persuade.

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cas de Ralph Erskine (1685-1752). Pero él es salvado con su pleno consentimiento
porque se le ha infundido el querer en el día del poder de Dios.
No se imaginen que alguien vaya a ir al cielo pataleando todo el camino y force-
jeando contra la mano que lo lleva. No piensen que alguien va a ser lanzado para que
se bañe en la sangre del Salvador al tiempo que él trata de huir del Salvador. Oh, no.
Es cierto que antes que nada, el hombre no quiere ser salvado. Cuando el Espíritu
Santo pone su influencia en el corazón, se cumple la Escritura: “Atráeme; en pos de
ti correremos” (Cnt. 1:4). Lo seguimos en tanto que Él nos lleva, contentos de obede-
cer la voz que antes habíamos despreciado, pero el punto central está en el cambio de
la voluntad. Cómo ocurre esto, nadie lo sabe. Es uno de esos misterios claramente
percibidos como un hecho, pero cuya causa ninguna lengua puede declarar y ningún
corazón puede adivinar.
Remueve la propia buena opinión del hombre
Sin embargo, sí les podemos decir la manera aparente en que el Espíritu Santo
opera. Lo primero que el Espíritu Santo hace cuando entra al corazón de un hombre
es esto: Lo encuentra dotado con una muy buena opinión de sí mismo. Y no hay nada
que impida tanto a un hombre venir a Cristo como una buena opinión de sí mismo.
Dice el hombre: “Yo no quiero venir a Cristo. Yo tengo mi propia justicia tan buena
como cualquiera pudiera desearla. Siento que puedo entrar al cielo con mis propios
méritos”.
El Espíritu Santo desnuda su corazón, le permite ver el cáncer repugnante que
está allí consumiendo su vida, le descubre toda la negrura y la inmundicia de esa al-
cantarilla del infierno, es decir, el corazón del hombre. Entonces el hombre se horro-
riza, “nunca pensé que yo fuera así. Oh, esos pecados que yo consideré pequeños han
alcanzado una estatura inmensa. Lo que pensé que no era más que un montón de
tierra ha crecido hasta llegar a ser una montaña. Lo que no era más que una plantita
creciendo en la pared se ha convertido en un cedro del Líbano”. “Oh”, piensa el hom-
bre, “voy a tratar de reformarme. Haré las buenas obras que se necesiten para borrar
todas mis malas acciones”. Entonces, viene el Espíritu Santo y le muestra que no
puede hacer esto, le quita el poder imaginario y la fuerza que estaba en la fantasía, de
tal forma que el hombre cae de rodillas en agonía y exclama: “Oh, pensé una vez que
podía salvarme por mis buenas obras, pero ahora me doy cuenta que:
“Mis lágrimas podrían rodar eternamente,
mi celo podría no conocer el descanso;
mi pecado no puede ser expiado con nada
sólo Tú puedes salvar, Señor debes salvarme”.
Muestra al hombre la cruz de Cristo
Entonces el corazón se despierta y el hombre está al borde de la desesperación. Y
exclama: “No podré ser salvo nunca. Nada puede salvarme”. Entonces llega el Espíri-

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tu Santo y muestra la Cruz de Cristo al pecador, le da ojos ungidos con colirio del
cielo y le dice: “Mira a esa Cruz. Ese Hombre murió para salvar a los pecadores. Sien-
tes que eres un pecador. Él murió para salvarte”. Y Él hace que el corazón crea y ven-
ga a Cristo. Y cuando viene a Cristo porque el Espíritu le ha traído dulcemente, en-
cuentra “… la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, [la cual] guardará [su
corazón] y… pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:7). Ahora podrán darse cuenta
con toda claridad que todo esto puede hacerse sin necesidad de ninguna presión. El
hombre es traído tan de buena gana que es como si no fuera traído. Y viene a Cristo
dando su pleno consentimiento, tan de buena gana como si ninguna secreta influen-
cia hubiera sido aplicada a su corazón. Pero esa influencia debe ser aplicada, pues
nunca ha habido nadie, ni tampoco lo habrá, que pueda o que quiera venir al Señor
Jesucristo.
3. Un dulce consuelo
Y ahora nos preparamos para llegar a una conclusión, tratando de hacer una apli-
cación práctica de esta doctrina. Confiamos que también sirva de consuelo.
Y qué ¿si “no puedo salvarme a mí mismo”?
“Bien”, dirá alguno, “si lo que este hombre predica es cierto, ¿en qué se convertirá
mi religión? Porque habrás de saber que durante mucho tiempo me he estado esfor-
zando y no me gusta que me digas que un hombre no se puede salvar a sí mismo. Yo
creo que sí puede y, por lo tanto, pretendo perseverar en ese esfuerzo. Pero si creo lo
que tú dices, debo abandonarlo todo y comenzar de nuevo”. Queridos amigos, sería
algo muy bueno que lo intenten. No crean que vaya a reaccionar con alarma si lo ha-
cen. Recuerden, están construyendo su casa sobre la arena (Mt. 7:26-27) y sólo es un
acto de caridad que yo la sacuda un poco.
Les aseguro, en el nombre de Dios, que si su fe no tiene un mejor fundamento
que la propia fuerza de ustedes, no podrán resistir el juicio de Dios. Nada durará por
toda la eternidad que no haya venido de la eternidad. A menos que el Dios eterno ha-
ya hecho una buena obra en su corazón, todo lo que puedan haber hecho será descu-
bierto en el último día en el que se rendirán cuentas. Es en vano que vayan a la igle-
sia o a la capilla, que observen el domingo, que oren asiduamente. Es en vano que
sean honestos con sus vecinos y que su conversación sea siempre honorable. Si tie-
nen la esperanza de ser salvos por medio de estas cosas, es totalmente en vano que
confíen en eso.
Adelante, sean tan honestos como quieran. Guarden perpetuamente el domingo,
sean tan santos como puedan. No los voy a disuadir de hacer estas cosas. Dios no lo
quiera. Crezcan en ellas, pero no confíen en ellas. Pues si confían en ellas encontra-
rán que no funcionan cuando más las necesitan. Y si hay algo más que ustedes crean
que pueden hacer sin la ayuda de la Divina Gracia, entre más pronto se liberen de la
esperanza que se pudo haber engendrado así, mejor para ustedes, pues es una vana

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ilusión confiar en algo hecho por la carne. Un cielo espiritual debe ser habitado por
hombres espirituales y la preparación para entrar allí debe ser realizada por el Espíri-
tu de Dios.
Y qué “si ahora no puedo depender de mí mismo”
“Bien”, exclama uno, “yo he estado participando en un grupo donde se me ha di-
cho que yo podía, por decisión propia, arrepentirme y creer y la consecuencia de eso
es que he venido posponiendo esa decisión cada día. Pensé que podía decidir el día
que yo quisiera. Que yo sólo tenía que decir: “Señor, ten misericordia de mí” y creer,
y entonces sería salvo. Ahora usted me ha arrebatado toda esta esperanza, señor.
Siento que el asombro y el horror se apoderan de mí”. De nuevo digo: “Mi querido
amigo, eso me da mucho gusto. Éste era el efecto que yo esperaba conseguir, por la
gracia de Dios. Ruego que sientas cada vez más eso. Cuando ya no tengas ninguna
esperanza de salvarte a ti mismo, tendré la esperanza de que Dios ha comenzado a
salvarte. Tan pronto como tú digas: “Oh, no puedo venir a Cristo. Señor, toma mi
mano, ayúdame”, me regocijaré por ti. El que tiene el querer, aunque no tenga el
poder, siente que la gracia ha comenzado a trabajar en su corazón y Dios no lo dejará
hasta que el trabajo haya sido terminado (Fil. 1:6).
Pero tú, pecador despreocupado, aprende que tu salvación está ahora en las ma-
nos de Dios. Oh, recuerda que tú estás enteramente en las manos de Dios. Has peca-
do contra Él y si Él quiere condenarte, condenado estás. No puedes resistir su Volun-
tad, ni frustrar su Propósito. Has merecido su Ira y si Él elige derramar la abundancia
de su Ira sobre tu cabeza, tú no puedes hacer nada para impedirlo. Si por otro lado,
Él elige salvarte, Él es capaz de hacerlo completamente (He. 7:25). Pero tú estás en
su mano, de la misma manera que lo puede estar la mariposa del verano bajo tu pro-
pio dedo.
Él es el Dios al que ofendes cada día. ¿No tiemblas cuando piensas que tu destino
eterno cuelga ahora de la voluntad de Aquel a quien has enojado y enfurecido? ¿No
chocan temblando tus rodillas y no se te congela la sangre? Si es así, me da mucho
gusto, puesto que esto puede ser el primer efecto en tu alma de la atracción del Espí-
ritu. Oh, tiembla al pensar que el Dios al que has airado es el mismo Dios del que
depende enteramente tu salvación o tu condenación. Temblad y “honrad al Hijo, para
que no se enoje, y perezcáis en el camino; pues se inflama de pronto su ira…” (Sal.
2:12).
La evidencia de venir a Cristo
Ahora, la reflexión que consuela es ésta: Algunos de ustedes están conscientes en
esta mañana que están viniendo a Cristo. ¿No han comenzado a llorar la lágrima pe-
nitencial? ¿Acaso su habitación no fue testigo mudo de la preparación por la que pa-
saron, en medio de oraciones, para venir a escuchar la Palabra de Dios? Y durante el
culto esta mañana, ¿no susurraba su corazón estas palabras: “Señor, sálvame o perez-

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co, porque yo no puedo salvarme a mí mismo? ¿No podrían acaso ahora ponerse de
pie, aun sobre los asientos y cantar:
“Oh, Gracia Soberana, somete mi corazón;
quiero ser llevado en triunfo, también,
un cautivo voluntario de mi Señor quiero ser,
para cantar el triunfo de su Palabra”?
Y ¿no he escuchado yo mismo que dicen en su corazón: “Jesús, Jesús, toda mi
confianza está en ti. Yo sé que ninguna justicia propia puede salvarme, sino sólo tú.
Oh Cristo, pase lo que pase, me arrojo por completo en tus manos?
Oh, mis hermanos y hermanas, ustedes son traídos por el Padre, pues ustedes no
hubieran podido venir si Él no los hubiera traído. ¡Cuán dulce es ese pensamiento! Y
si Él los ha traído ¿saben cuál es la conclusión maravillosa? Déjenme repetir sola-
mente un texto, esperando que les traiga consuelo: “Jehová se manifestó a mí ya mu-
cho tiempo ha, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te soportaré con
misericordia” (Jer. 31:3). Sí, mis pobres hermanos y hermanas que lloran, en la me-
dida en que están viniendo a Cristo ahora, el Padre los ha traído. Y en la medida en
que Él los ha traído, tienen la prueba de que Él los ha amado desde antes de la funda-
ción del mundo. ¡Dejen que su corazón dé saltos de alegría, ustedes le pertenecen! El
nombre de cada uno de ustedes fue escrito en las manos del Salvador cuando fueron
clavadas al maldito madero. El nombre de cada uno de ustedes brilla hoy en el pecto-
ral del grandioso Sumo Sacerdote. Y estaba ya allí antes de que el lucero de la maña-
na conociese su lugar o los planetas tuvieran su órbita.
¡Gócense en el Señor, todos ustedes que han venido a Cristo, y den voces de ale-
gría, todos ustedes los que han sido traídos por el Padre!, pues ésta es la prueba con
que cuentan, su solemne testimonio, de que han sido elegidos en eterna elección de
entre todos los hombres y de que serán guardados por el poder de Dios, por medio de
la fe, para la salvación que está lista para ser revelada.


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