Maquiavelo Textos El Príncipe
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“El príncipe no ha de tener otro objeto, ni abrigar otro propósito, ni cultivar otro
arte, que el que enseña, el orden y la disciplina de los ejércitos, porque es el único que
se espera ver ejercido por el que manda. Este arte encierra utilidad tamaña, que no
solamente mantiene en el trono a los que nacieron príncipes, sino qué también hace
subir con frecuencia a la clase de tales a hombres de condición. privada. Por una razón
opuesta, sucedió que varios príncipes, que se ocupaban más en las delicias de la vida
que en las cosas militares, perdieron sus Estados. La primera causa que haría a un
príncipe perder el suyo, sería abandonar el arte de la guerra, como la causa que hace
adquirir un reino al que no lo tenía, es sobresalir en ese arte”. (cap. XIV)
“Siendo mi fin hacer indicaciones útiles para quienes las comprendan, he tenido
por más conducente a este fin seguir en el asunto la verdad real, y no los desvaríos de la
imaginación, porque muchos concibieron repúblicas y principados, que jamás vieron, y
que sólo existían en su fantasía acalorada. Hay tanta distancia entre saber cómo viven
los hombres, y cómo debieran vivir, que el que para gobernarlos aprende el estudio de lo
que se hace, para deducir lo que sería más noble y más justo hacer, aprende más a crear
su ruina que a reservarse de ella, puesto que un príncipe que a toda costa quiere ser
bueno, cuando de hecho está rodeado de gentes que no lo son no puede menos que
caminar hacia un desastre. Por ende, es necesario que un príncipe que desee mantenerse
en su reino, aprenda a no ser bueno en ciertos casos, y a servirse o no servirse de su
bondad, según que las circunstancias lo exijan”. (cap. XV)
Y aquí se presenta la cuestión de saber si vale más ser temido que amado.
Respondo que convendría ser una y otra cosa juntamente, pero que, dada la dificultad de
este juego simultáneo, y la necesidad de carecer de uno o de otro de ambos beneficios,
el partido más seguro es ser temido antes que amado.
Hablando in genere, puede decirse que los hombres son ingratos, volubles,
disimulados, huidores de peligros y ansiosos de ganancias. Mientras les hacemos bien y
necesitan de nosotros, nos ofrecen sangre, caudal, vida e hijos, pero se rebelan cuando
ya no les somos útiles. El príncipe que ha confiado en ellos, se halla destituido de todos
los apoyos preparatorios, y decae, pues las amistades que se adquieren, no con la
nobleza y la grandeza de alma, sino con el dinero, no son de provecho alguno en los
tiempos difíciles y penosos, por mucho que se las haya merecido.
Los hombres se atreven más a ofender al que se hace amar, que al que se hace
temer, porque el afecto no se retiene por el mero vínculo de la gratitud, que, en atención
a la perversidad ingénita de nuestra condición, toda ocasión de interés personal llega a
romper, al paso que el miedo a la autoridad política se mantiene siempre con el miedo al
castigo inmediato, que no abandona nunca a los hombres. No obstante, el príncipe que
se hace temer, sin al propio tiempo hacerse amar, debe evitar que le aborrezcan, ya que
cabe inspirar un temor saludable y exento de odio, cosa que logrará con sólo abstenerse
de poner mano en la hacienda de sus soldados y de sus súbditos, así como de
despojarles de sus mujeres, o de atacar el honor de éstas. Si le es indispensable derramar
la sangre de alguien, no debe determinarse a ello sin suficiente justificación y patente
delito. Pero, en tal caso, ha de procurar, ante todo, no incautarse de los bienes de la
víctima porque los hombres olvidan más pronto la muerte de su padre que la pérdida de
su patrimonio”. (cap. XVI)
Pero es menester saber encubrir ese proceder artificioso y ser hábil en disimular
y en fingir. Los hombres son tan simples, y se sujetan a la necesidad en tanto grado, que
el que engaña con arte halla siempre gente que se deje engañar.
No hace falta que un príncipe posea todas las virtudes de que antes hice
mención, pero conviene que aparente poseerlas. Hasta me atrevo a decir que, si las
posee realmente, y las practica de continuo, le serán perniciosas a veces, mientras que,
aun no poseyéndolas de hecho, pero aparentando poseerlas, le serán siempre
provechosas. Puede aparecer manso, humano, fiel, leal, y aun serlo. Pero le es menester
conservar su corazón en tan exacto acuerdo con su inteligencia que, en caso preciso,
sepa variar en sentido contrario. Un príncipe, y especialmente uno nuevo, que quiera
mantenerse en su trono, ha de comprender que no le es posible observar con perfecta
integridad lo que hace mirar a los hombres como virtuosos, puesto que con frecuencia,
para mantener el orden en su Estado, se ve forzado a obrar contra su palabra, contra las
virtudes humanitarias o caritativas y hasta contra su religión. Su espíritu ha de estar
dispuesto a tomar el giro que los vientos y las variaciones de la fortuna exijan de él, y,
como expuse más arriba, a no apartarse del bien, mientras pueda, pero también a saber
obrar en el mal, cuando no queda otro recurso. Debe cuidar mucho de ser circunspecto,
para que cuantas palabras salgan de su boca, lleven impreso el sello de las virtudes
mencionadas, y para que, tanto viéndole, como oyéndole, le crean enteramente lleno de
buena fe, entereza, humanidad, caridad y religión”. (cap. XVIII)