ASISS-Lugares y Espacios en El Imaginario Medieval

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UNIVERSIDAD NACIONAL DE SAN JUAN

Facultad de Filosofía, Humanidades y Artes


Departamento de Estudios de Posgrado
Tesis de Maestría en Historia

Lugares y espacios del hombre medieval en el


imaginario cortés
Representaciones e ideas en la Francia de los siglos XII –
XIII.

Maestrando:

Prof. Federico Javier ASISS GONZÁLEZ

San Juan, Diciembre de 2014.-


Director:

Dr. Hugo Roberto BASUALDO MIRANDA


Tesis de Maestría en Historia.

Aprobada por el Tribunal examinador reunido el efecto, en


San Juan, ..........de ...................... de 20......

Calificación obtenida: ..............................................

.....................................
Firma

....................................
Firma

....................................
Firma

................................
Firma
A mi abuela Gala, quien me hiciera amar la
Historia

A mis padres, Lucía y Alfredo, por el apoyo que


me brindaron siempre

A mi amigo Hugo Basualdo, quien logró que esta


tesis llegara a buen puerto enderezando el timón
cuando fue necesario
ÍNDICE
ÍNDICE

Introducción VIII

Primera parte
ASPECTOS TEÓRICO-METODOLÓGICOS.
UN ESTUDIO DE LA NUEVA HISTORIA CULTURAL

Capítulo I. Nueva Historia Cultural: Una Historia para un mundo 02


líquido
La Historia Cultural Clásica 03
Las Mentalidades y la Nueva Historia Cultural 06
1. La Posmodernidad o un mundo de cambio 06
perpetuo
2. Diferencias y semejanzas entre la Historia de 08
las Mentalidades y la Nueva Historia Cultural
3. La Nueva Historia Cultural: representaciones, 12
prácticas y relaciones sociales

Capítulo II. Amor Cortés: Historiografía, espacios y fuentes 20


Estudios historiográficos sobre el Amor Cortés 20
Un problema de la Historia: los vínculos entre los 29
hombres y el espacio
La literatura como fuente histórica 30

Segunda parte
LITERATURA DEL AMOR CORTÉS:
ESCRITURA, ORALIDAD Y CIRCULACIÓN DE LA CULTURA

Capítulo III. El Amor Cortés: Literatura vernácula y código amoroso 41


La literatura del fin’amour: surgimiento de una literatura 43
vernácula y de un código de comportamiento
1. Los romans courtois 46
2. La literatura en langue d’Oc y langue d’Oïl 50
El Amor Cortés: código regulador de las relaciones 52
sociales

Capítulo IV. La difusión de las historias corteses: trovadores/juglares, 62


oralidad y representaciones sociales de la nobleza
El juglar:¿difusor y/o creador de la literatura cortés? 66
La representación de la aristocracia: prácticas y 76
discursos del entramado social

Tercera parte
LOS ESPACIOS Y LUGARES DEL AMOR CORTÉS Y SUS
REPRESENTACIONES

Capítulo V. El lugar antropológico y los espacios de vida, 88


pensamiento e imaginación
El lugar antropológico 89
Espacio y Cultura: los espacios de vida, pensamiento e 93
imaginación de una época
El espacio social: la construcción simbólica de 97
espacios

Capítulo VI. La Fortaleza señorial como Castillo y Palacio: los 102


espacios de la caballería y la cortesía
La fortaleza como castillo: espacio de la caballería, la 103
guerra y el linaje
La fortaleza como palacio: espacio de cortesía, 118
abundancia y riqueza

Capítulo VII. La Naturaleza ante el Hombre: el Bosque y el Jardín 145


como espacios de la aventura y el amor
El bosque medieval: planteos generales 146
El bosque del imaginario medieval 152
El jardín en el imaginario cortés: espacio de belleza, 171
femineidad y placer masculino
Capítulo VIII. El Mar frente a la Tierra: espacio de caos, 183
incertidumbre, aventura y magia

Capítulo IX. La representación del Orbis Terrarum y la otredad en 197


las historias corteses

Conclusiones 208

Bibliografía 216
INTRODUCCIÓN
El buen historiador se parece al ogro de la leyenda. Ahí donde olfatea
carne humana, ahí sabe que está su presa.
MARC BLOCH, Apología para la historia o el oficio de historiador
(1998)

Los aldeanos la narran, junto al fuego, sin tantos pormenores; las


madres ―acaso esa madre que arrullaba a su pequeño, cerca de la
torre de Lusignan― la cuentan y cantan admirablemente a sus hijos;
los poetas la exaltaron con más o menos eficacia; y los estudiosos
especialistas la han analizado con paciencia…
Es la historia de un hada, la vida de un hada; que quien no crea en
las hadas, cierre este libro y lo arroje a un canasto o lo reduzca al
papel suntuario de relleno de su biblioteca, lamentando el precio
seguramente substancioso que habrá pagado por su gruesa
estructura. Al proceder así y al no tener en cuenta que todo,
absolutamente todo, en este mundo inexplicable, funciona por razones
que se nos escapan, su escepticismo anticuado, que tacharía de
victoriano, de no mediar mi respeto por esa gran reina, lo privará de
enterarse de asuntos de interés trascendente. Lo siento de antemano
por él: hay distintos modos de ser un pobre de espíritu; hay distintos
modos de andar por la Tierra tildándola de insípida, aburriéndose,
dejándose morir de monotonía y de tedio; y uno de ellos ―tal vez el
más tonto― consiste en negarse a probar la sal y la pimienta ocultas
que la sazonan de magia.
MANUEL MUJICA LAINEZ, El Unicornio (1965).-

C
omo el ogro, el historiador busca a otros hombres en el tiempo, pretende
comprenderlos y para ello todo lo humano, en sus diversas facetas, es una
vía, un camino para aproximarnos a los otros y, a la vez, comprendernos
mejor a nosotros mismos ya que el pasado es siempre una construcción presente.
Indudablemente, cada investigación que se emprende busca echar luz sobre
alguna faz de la vida de los hombres, de su modo de organizar la realidad, ya sea en su
faceta política, económica o social. Comprender cómo los hombres organizamos la
realidad, siguiendo una determinada lógica, es una fuente de información invaluable
para comprender las tensiones, pugnas y valores de una época. Sin embargo, la manera
en que los humanos hemos organizado la relación intersubjetiva, la distribución del
poder y los recursos no son las únicas vías para comprender a una sociedad, sino que la
forma en que estructuran la percepción del espacio, su cosmovisión, se ha constituido en
una interesante puerta hacia las representaciones sociales.
Sin embargo, el espacio se ha tomado en ocasiones como un mero lienzo donde
el ajedrez de la historia ocurre, un elemento neutral y dado, que no suma ni resta al
devenir histórico. Únicamente gran parte de los historiadores han sopesado la variable
espacial a través de los obstáculos y recursos naturales que brinda a una sociedad y
determina su desarrollo. Pero, desde una perspectiva cultural, como la propugnada por
la Nueva Historia Cultural, ese abordaje del espacio parece sino pobre, al menos
bastante limitado. Considerar que el hombre puede tener una relación neutra e inocua
con su entorno resulta al menos cuestionable bajo los parámetros vigentes dentro de la
antropología y la historia. Por nuestra parte, entendemos que el hombre subjetiva
necesariamente el entorno al vincularse con él, aunque no siempre seamos conscientes
de ello.
En efecto, consideramos, desde nuestro nacimiento, que el espacio nos es algo
dado, indiferente, una mera distribución de puntos de referencia esparcidos
arbitrariamente; pero cuando salimos de nuestro ámbito nos percatamos de que esos
entornos realmente han sido culturizados, modelado por los gustos, deseos, necesidades
y percepciones de otros hombres. Es allí cuando nos sentimos ajenos. Indudablemente,
los espacios en que vivimos están siempre determinados por nuestras concepciones en
relación a una serie de condicionantes y/o posibilitantes porque, como apunta Carlos
Berbeglia, entendemos al espacio siempre en un momento y un lugar dado de la cultura
y, así determinado, ese conocimiento del espacio resulta, a su vez, en el espacio
“verdadero”. Ello se debe a que ningún hombre puede percibir su realidad social o
material escindido de su cultura, urdimbre de significaciones que se interpone entre el
sujeto y lo externo a él.
Por ello, a pesar de lo que pueda pensarse a primera vista, tomar los espacios
como objeto central de una investigación histórica, no es una elección arbitraria o
caprichosa, ya que en toda investigación social y humana, y las históricas no son la

X
excepción, se configura una triada conformada por hombre, tiempo y espacio. Este
último como sostén material y condicionante de muchas de las acciones que allí se
operan. Del mismo modo en que no podemos pensar en un hombre abstraído de su
época, tampoco podemos hacerlo de las condiciones materiales que le brinda su entorno.
Cada uno de nosotros nos vinculamos con estos dos elementos a lo largo de nuestra vida
y construimos una imagen mental, una representación, sobre ambos, subjetivándolos y
cargándolos de afectividad.
De lo hasta aquí dicho se desprenden dos ideas rectoras: por un lado, los
espacios son construcciones culturales y por ende están sujetas a la reflexión y el
estudio históricos; y, por el otro, que las afirmaciones que sobre un espacio se realicen
sólo tienen una aplicación concreta y no pueden tener pretensiones universalistas como
un todo articulado. Por ende, consideramos lícito que el eje de la presente tesis de
maestría sean los espacios de vida del hombre medieval, pero no debemos olvidar que
los rasgos distintivos de las representaciones de los espacios y lugares trabajados sólo
tienen validez para ese contexto histórico y regional, debiendo ser sumamente
cuidadosos al proyectarlas a la actualidad.
Sin embargo, existen constantes en la historia que trascienden épocas y
posibilitan que los hombres nos reconozcamos en el tiempo y nos comprendamos. Una
de esas continuidades es la naturaleza simbólica del hombre medieval, rasgo compartido
con nosotros, y al decir esto queremos referir que el hombre no sólo construye símbolos
a partir de las experiencias de su entorno, sino que también (re)crea su entorno al
significarlo.
En esta búsqueda por conocer las representaciones que la sociedad construía de
sí y para sí, la literatura ha sido revalorizada como una fuente histórica de especial valía.
En efecto, ya no se busca solamente captar el genio creador de un Chrétien de Troyes o
de un Tomás de Inglaterra; sino que, por el contrario, se pretende captar las imágenes de
la realidad, de la vida que la literatura contiene y expresa a su modo, sobre aquellos
seres humanos que compartieron la geografía de la Europa occidental y, más
específicamente, Francia, superando así la figura del “genio creador” como único tema
de análisis.

XI
Asimismo, al igual que nosotros, los hombres del Medioevo volcaban gran parte
de su subjetividad, del imaginario colectivo heredado y construido, en los espacios que
los circundaban y en el tiempo que los trascendía; tal y como se puede apreciar en
diferentes producciones culturales, como la literaria. Al estudiar las obras literarias nos
será posible comprender de mejor forma a los sujetos que las crearon. Especialmente
centraremos nuestro análisis en pasajes de los textos que nos aporten información sobre
algunos lugares y espacios a los que consideramos condensadores del imaginario
caballeresco–cortesano de los siglos XII y XIII (castillo, palacio, bosque, jardín, mar y
mundo).
Ese imaginario cortesano y caballeresco, nacido en el reino de Francia a la luz de
las reformas operadas en los siglos XI y XII, sirvió de basamento teórico-conceptual del
estamento nobiliario. Como constructo teórico laico propuso una particular visión del
mundo que, por momentos, se separaba de los valores e ideas impartidos desde la
cúpula eclesiástica, otorgando cierta independencia a la nobleza y legitimando las
actividades que ésta gustaba realizar, las cuales, como la cacería, eran criticadas por la
Iglesia. Así, esa literatura cortés, fruto de un imaginario más extenso, condensó valores,
tensiones, intereses, pugnas y contradicciones de un grupo social, el de la nobleza, que
buscaba legitimarse y definirse a través de la ficcionalización de sus costumbres. Esa es
una de las razones por las cuales ésta literatura, utilizada como fuente de la Historia,
resulta de un valor insustituible y complementario a cualquier otra fuente a la que se
desee recurrir para abordar el periodo.
Por su parte, es conveniente tener en cuenta que al utilizar textos que desde
nuestro tiempo denominaríamos literarios no estamos trabajando con elucubraciones
ficcionales totalmente separadas del mundo real en el que vivían los europeos del
Medievo. Por el contrario, lo mítico y sobrenatural era una presencia cotidiana y muy
“real” para las personas que habitaron el Viejo Mundo en aquella época. Esta naturaleza
de los textos nos permite plantear un concepto de literatura que excede los límites
tradicionales, llegando a abarcar crónicas, fuentes diplomáticas y tratadística así como
poesía y novelas en verso y prosa. Consideramos que esta naturaleza ambivalente
(ficción/realidad) nos ha posibilitado acceder a un mundo subjetivo del que el hombre
se muñe, a fin de enfrentar a su entorno y operar en él, a la vez que lo (re)crea al

XII
subjetivarlo. Así lo apunta Manuel Mujica Lainez en la cita que encabeza esta
introducción, la cual no intentaremos parafrasear por temor a desairar la fina ironía que
el autor ha puesto en sus palabras. Pero, quien lea estas líneas podrá apreciar que para
éste escritor lo mágico, lo fantástico y maravilloso forman parte de lo humano y de su
realidad. Por ende, quien niegue o reniegue de esa variable empobrecerá el análisis de la
realidad y, más grave aún, empobrecerá lo humano que estas historias poseen. Y es que
las representaciones no sólo resultan de interés por su dimensión transitiva, por lo que
transparentan de aquello que fue, sino que son tanto más valiosas por sus opacidades,
por su dimensión reflexiva, dado que las deformaciones, silencios y magnificaciones
reflejan los intereses, las tensiones y luchas de poder que en una época buscan otorgar
sentido a la realidad.
Aun así, es necesario tener en cuenta las limitaciones que toda fuente escrita nos
presenta a los historiadores de la Edad Media. El hecho de que para ser producidas
demandaran un conocimiento teórico y práctico del que solamente disponían la clerecía
y un sector reducido de la nobleza, dio como resultado un discurso en el que primaba la
visión de esos estamentos de la sociedad. Las manifestaciones culturales de los sectores
populares de la sociedad se sustentaban en una oralidad que el pasar de los siglos
desdibujó u olvidó en parte. Así, sólo accedemos en la actualidad a la cultura y la
sociedad de aquellas épocas por medio de la mirada de los sectores privilegiados,
generando una distorsión con la cual la Historia debe lidiar. Sin embargo, ello no debe
inducirnos a pensar que las producciones medievales con las que contamos en la
actualidad sean creaciones ex nihilo de la aristocracia, sino que las mismas se nutrieron
de un sustrato representacional conformado por múltiples tradiciones que era
compartido por la sociedad medieval en su conjunto, al margen de las distinciones
estamentales.
Esto podemos afirmarlo porque, como es sabido, la literatura medieval en lengua
vernácula de la Plena Edad Media se caracterizó por circular de forma oral, lo cual
permitió que diferentes sectores de la sociedad medieval conocieran y se apropiaran de
relatos, ya existentes en los cuentos populares y leyendas locales, como apunta Mujica
Lainez en la cita antes mencionada. Tal participación en la difusión y reelaboración de
las historias corteses permitió que las mismas condensaran una serie de

XIII
representaciones, construcciones conceptuales, un imaginario, con una coherencia
interna propia que era común, en parte, a la sociedad medieval en su conjunto. Ello es
importante tenerlo en cuenta debido a que, siguiendo a Geertz, ningún hombre puede
percibir su realidad social o material escindido de su cultura, urdimbre de
significaciones que se interpone entre el sujeto y lo externo a él. Por lo cual, la literatura
del Amour Courtois, como parte de la cultura europea occidental, funcionó como
catalizador de una serie de condicionamientos sobre el modo en que los laicos,
campesinos y nobles, interactúan con su medio y lo entendían.
Así, nuestra investigación focalizó en esa difusa confluencia entre lo material y
lo mental para conocer cómo las personas vivían y percibían los lugares y espacios a
través de las descripciones que nos transmiten esas obras corteses, al tiempo que indagó
en qué medida los lugares y espacios del amor cortés reflejan la percepción que las
gentes de la Edad Media tenían de su entorno y de su mundo. Pero al referirnos a lo
mental se debe tener en cuenta que éste término no se refiere a los postulados de la
Historia de Mentalidades, sino que por el contrario esta tesis parte de la propuesta
teórica de la Nueva Historia Cultural o New cultural history. Corriente que se diferencia
de la Historia de las Mentalidades al romper con algunos preconceptos sostenidos por
ella, de entre los cuales destacamos el abandono de la división de la sociedad en dos
términos independientes y excluyentes: elite y pueblo, división que fue reemplazada por
la perspectiva más orgánica de la circulación de la cultura dentro de la sociedad. En la
misma, cultura dominante y popular se interpenetran y enriquecen la una a la otra en
diferentes puntos de contacto sin perder sus características intrínsecas que las definen
como tales
En suma, la tesis se ha estructurado en tres grandes apartados que, como círculos
concéntricos, se van aproximando paulatinamente al objeto central de la misma. En
principio, nos ocupamos de los aspectos epistemológicos e historiográficos que
fundamentan la propuesta. Así, comenzamos por realizar un repaso por los fundamentos
teóricos de la Nueva Historia Cultural, línea historiográfica de la presente tesis, y
apuntamos las diferencias que la misma presenta respecto de la Historia Cultural clásica
y de la Historia de Mentalidades. Asimismo, profundizamos en la articulación teórica,
realizada por Roger Chartier, entre las representaciones, los discursos y las prácticas.

XIV
Por último, en el primer apartado consignamos los antecedentes historiográficos más
relevantes para la actual tesis, a saber: la forma en que se han abordado las obras del
Amor Cortés por parte de historiadores y literatos; el modo en que los espacios han sido
trabajados por los historiadores; y cómo la literatura puede ser, es y ha sido, utilizada
como fuente histórica en diversas obras. Éste último aspecto ha merecido un especial
tratamiento, recurriendo a diversos especialistas, debido a que, aun hoy, existe cierto
resquemor en la historia a utilizar la literatura de una época como fuente lícita para
reconstruir un periodo. Como así también, por parte de los cultores de la literatura que
miran con cierta reticencia a los historiadores que le utilizan como fuente de
conocimiento histórico.
Sin embargo, los cambios epistemológicos operados en el último cuarto del siglo
XX posibilitaron que los historiadores nos preguntáramos sobre la naturaleza de las
fuentes que la Historia trabajó tradicionalmente y la pretendida objetividad que ellas
detentaban por sobre otras producciones humanas. Así, aportes como los de Michel
Foucault, desvelaron la subjetividad latente aun en las piezas documentales
cancillerescas más áridas y, con ello, legitimaron a otras fuentes acusadas de subjetivas,
como las literarias. Indudablemente, en la actualidad la literatura se ha convertido en
una fuente valiosa para los estudios culturales dentro de la Historia, lo cual no quiere
decir que no sean subjetivas sino que esa subjetividad trabajada con método y
detenimiento aporta en sus silencios y deformaciones rica información sobre aquellos
aspectos más cotidianos y rutinarios, es decir, la propia vida, de la realidad pretérita
permitiendo alcanzar una mayor comprensión de las misma. Vale decir, de aquellos
aspectos inherentes a la esfera de lo afectivo, de emotivo, de lo íntimo y subjetivo.
Posteriormente, en el segundo apartado, desarrollamos las características de las
fuentes literarias seleccionadas y la manera en que las mismas se difundieron y
reelaboraron en el mundo medieval. En efecto, se contextualizó el imaginario cortés
dentro de los postulados que le otorgaron identidad, para luego ocuparnos de las dos
grandes tradiciones que en suelo francés se dieron dentro del tópico cortés en dos
lenguas características, a saber: el langue d’Oïl y el langue d’Oc. Pero, más importante
aún, en el segundo apartado trabajamos la forma en que esta literatura se difundió en la
sociedad de su época, prestando especial atención a su carácter oral ahora ya perdido.

XV
La circulación oral de las historias corteses no es un dato accesorio para esta tesis dado
que, a través de la oralidad, diversos sectores de la sociedad incorporaron su visión, su
creatividad e intereses en las metáforas e historias narradas en la literatura cortés.
Finalmente, en el tercer apartado, se trabajaron los conceptos de espacio y lugar,
con el propósito de dilucidar las diferencias que esas palabras, utilizadas como sinónimo
en el lenguaje cotidiano, encierran. Y, tras definir el lugar antropológico pasamos a
trabajar en sendos capítulos los lugares y espacios de vida del hombre medieval en la
literatura cortés. En consecuencia, trabajamos la fortaleza como lugar condensador de
las representaciones del castillo y del palacio, analizando las descripciones, personajes y
situaciones que a ella se vinculan con el fin de reconstruir la representación que existía
en la literatura cortés.
Por su parte, en otro capítulo se abordó a la naturaleza en su doble
representación, madre nutricia y corruptora de la vida, que se encarna en el jardín y el
bosque. El primero de ellos es un espacio de cortesía en el que la naturaleza se muestra
afable, mientras que el bosque, por el contrario, resalta la faz violenta, indómita de la
naturaleza ante el hombre. Además, en un capítulo aparte, se reflexionó sobre la
oposición tierra y mar, ocupándonos especialmente de este último por ser un lugar
negado dentro del imaginario medieval legado por la literatura cortes, por mostrarse
hostil, caótico, ingobernable y basto ante el hombre medieval. Sin embargo, existieron
excepciones como las del roman “Tristán”, historia en la que el mar tiene un rol
determinante en el rumbo que tomó el relato, ya que allí el amor entre Tristán e Iseo
comenzó. Por último, se trabajó el mundo, como representación espacial más general,
abstracta y abarcativa. En especial, se hizo hincapié en su carácter cultural que lo
determina como un espacio del “nosotros” frente a otro cultural; y, en especial, se
focalizó en la manera de concebir el mundo presente en la literatura cortés. Aunque esta
categoría se encuentre poco mencionada explícitamente, existen algunos pasajes que
posibilitaron inferir la representación del mundo basada en el mapa “T-O” que subyace
en los diálogos de la literatura cortés.
Finalmente, sería lícito preguntar en este punto cuál es la inquietud madre de la
que parte toda el trabajo e investigación de esta tesis enunciado en las páginas
precedentes. Pues, dado que la literatura constituye, a través de las construcciones

XVI
subjetivas, tanto colectivas como individuales, que contienen, una fuente valiosa e
irreemplazable para el conocimiento de la Historia, en esta tesis nos preguntamos ¿De
qué manera la literatura del amor cortés (re)presenta, metaforiza, (re)elabora y (re)crea
los espacios y lugares comunes al hombre de la Francia de la Plena Edad Media?
Pregunta a la que nos hemos dado a la tarea de responder en los capítulos que a
continuación se suceden, utilizando como pilar fundamental la literatura francesa cortés.

XVII
PRIMERA PARTE

ASPECTOS TEÓRICO-
METODOLÓGICOS. UN ESTUDIO DE
LA NUEVA HISTORIA CULTURAL
Capı́tulo I
Nueva Historia Cultural: una historia para un mundo
lı́quido.

Yo deseo que la historia pueda seguir siendo un arte, al tiempo que se


hace más científica. Nutrir la memoria de los hombres exige tanto
gusto, estilo y pasión como rigor y método
La historia se hace con documentos y con ideas, con fuentes y con
imaginación
JACQUES LE GOFF, Tiempo, trabajo y cultura en el Occidente
medieval (1983).

L
as palabras del medievalista Jacques Le Goff, en las que resuena un eco
vivo de las de Marc Bloch, expresan la particular alquimia que se da en la
Historia y, especialmente, en la Historia Cultural; no es suficiente
acumular fuentes, ordenarlas coherentemente y responder a un problema, es necesario
que los historiadores pongan al servicio de una problemática y en el trabajo
hermenéutico la imaginación y las emociones con el fin de infundir la vivacidad que
aquel tiempo tuvo en la representación mental del historiador. En efecto, no sólo es
ciencia la Historia, sino un arte de comprender a los hombres en el tiempo, un discurso
que la sociedad se da a sí mismo y cambia con ella. Pero, aun teniendo en cuenta este
carácter fluctuante del discurso histórico, siempre contemporáneo, definir como
“nueva” a una rama del discurso historiográfico, como es el caso de la New Cultural
History, puede resultar contradictorio dado que la Historia es tan vieja como el hombre,
aunque las formas del relato han acompañado las formas discursivas de cada época.
No obstante, es valioso detenernos en la novedad que se le adjudica a este modo
de hacer historia para marcar un desplazamiento, que algunos interpretarán como
ruptura, respecto a la Historia Cultural que se venía realizando desde el siglo XVIII de
manera regular. Ciertamente, la posguerra europea, sumada al “Mayo Francés”,
estremeció los cimientos del entramado teórico de Occidente al que se le había llamado
Modernidad. Sus pilares, la razón y la empiria habían sufrido los embates de estos giros
teóricos, y el progreso, idea-motor y cúspide del entramado teórico moderno, entrando
en una verdadera crisis.
Los historiadores, ante el desolador panorama postmoderno que se les abrió ante
sus ojos debieron replantear su disciplina, acuñada por la Modernidad decimonónica, en
un nuevo mundo y negociar hasta dónde estaban dispuestos a ceder en sus principios
rectores. Así, la Nueva Historia Cultural fue producto de esa negociación, aún no
saldada del todo, y debe lidiar, por ello, con unos porosos y lábiles límites que
amenazan con disolver la especificidad de la Historia, o tal vez de una manera de hacer
historia, y objeto de estudio.

La Historia Cultural Clásica.

Para Peter Burke no hay un consenso respecto de lo que se entiende por Historia
Cultural, llegando a afirmar que “… no tiene esencia” (2000:15), sino que su definición
viene dada por su historia, por su itinerario teórico e historiográfico. No obstante, para
aplicar este criterio debemos tener en cuenta que el término “cultura”, de tradición
germánica, no ha sido usado siempre ni en todo lugar; además es conveniente tener en
cuenta que un concepto tan amplio ha englobado con el correr del tiempo a otras
categorías como la literatura o las artes plásticas, dado lo cual la historia cultural podría
encontrar sus primeros antecedentes, según Burke, en el Renacimiento italiano (s. XV –
XVI).
No obstante, creemos que el espíritu de una verdadera Historia Cultural, recién
puede encontrarse en el siglo XVIII, época en la que por primera vez interesa la
vinculación de la cultura, como un todo abarcador de múltiples facetas, con la sociedad
que la posee; superando las parcelas conceptuales en las que se había cultivado el arte
en sus diversas facetas como islas con desarrollos independientes. Asimismo, cabe
aclarar que el término alemán “cultura” no afincó rápidamente en tierras galas ya que
sus historiadores siempre prefirieron recurrir al concepto de “civilización” o de “espíritu
humano”.
En efecto, en algunas universidades de Alemania ya se cultivaba, bajo el nombre
de Kulturgeschichte, la Historia Cultural a fines del siglo XVIII. Mientras que fue
recién durante el s. XIX cuando el término culture o Kultur se extendió a Inglaterra y a

3
toda Alemania, mas en Francia se continuó hablando de civilización, respondiendo
claramente a una tradición historiográfica independiente. Sobre el particular, Peter
Burke teoriza que la historia cultural tuvo un mayor desarrollo en tierras germánicas
debido a que Alemania se conformó como una unidad cultural mucho antes de ser una
unidad política, por lo cual la historia cultural podría haberse presentado en alteridad a
la de tipo política desarrollada a la par de los Estados.
A su vez, durante el siglo XIX y principios del XX, Burke cree ver una época
clásica de la Historia Cultural por el tenor de las obras compuestas en este periodo: “La
cultura del Renacimiento de Italia” (Die Kultur der Renaissance in Italien o The
civilization of the Renaissance in Italy) de Jacob Burckhardt; y “El otoño de la Edad
Media” (Herbst des Mittelalters) de Johan Huizinga. Además, el clasicismo se refleja en
el interés de éstos historiadores, centrado en la historia de los clásicos en pos de hallar
un canon de las obras maestras.
Ciertamente, Huizinga y Burckhardt fueron artistas aficionados y comenzaron
sus obras con el fin de comprender mejor a determinados artistas que eran objeto de su
interés. Sin embargo, se diferenciaban de los historiadores del arte porque ellos como
historiadores de la cultura buscaron los nexos entre las artes para comprender el espíritu
de una época (Hegel). Por ello definieron sus trabajos como Geistesgeschichte o
“historia del espíritu o la mente”, pero también puede entenderse como “de la cultura”,
afirma Peter Burke. Ello se debe a que estos autores expandieron el término de
hermenéutica (interpretación), que sólo se refería a los textos, a objetos y acciones,
sentando una importante base para la historia cultural futura.
Asimismo, el desarrollo de la historia cultural durante éste periodo estuvo
marcado fuertemente por las tradiciones historiográficas nacionales. En efecto, Chartier
señala que lo que la “Historia intelectual” 1, término con el que engloba a las
investigaciones realizadas en el área, se ha atomizado continental y nacionalmente. En
primer término encontramos la tradición norteamericana que trabajaba con dos
categorías; por un lado, la intellectual history que refiere a un campo particular de

1
Chartier considera que existen múltiples términos para referirse a la Historia intelectual, los cuales
compiten por imponerse, pero todos ellos tienen en común el campo que “…abarca el conjunto de las
formas de pensamiento […] y su objeto no tiene más precisiones a priori que el de la historia social o
económica”. CHARTIER, R. (1992); El mundo como representación. Estudios sobre historia cultural.
Trad. Claudia Ferrari. Barcelona: Gedisa p. 14.

4
investigación; y, por el otro, la history of ideas que engloba a una disciplina específica.
En segundo término, la tradición europea, libre de influencias trasatlánticas, se
constituyó a través de tres corrientes nacionales en las que la figura de la Historia
Intelectual no aparece claramente en todas. La tradición alemana contempla un término
equivalente en su vocabulario historiográfico (Geistesgeschichte), tratado
anteriormente, mientras que en la italiana no se encuentra ninguna referencia a una
Storia Intellecttuale. Por su parte, la tradición francesa desarrollo un utillaje conceptual
independiente en el que la Histoire des idées no existe como noción o disciplina, si no
que en tierras francesas la escuela de Annales generó un vocabulario que impidió el
ingreso de términos extranjeros; por ejemplo, Historia de las mentalidades, Psicología
histórica, Historia social de las ideas, Historia sociocultural, entre otras.
Mas, todas estas maneras de hacer historia, exceptuando a Annales, se
caracterizaron por ocuparse de las producciones culturales fácilmente individualizables
como “obras maestras” de la pintura o la literatura. Las cuales eran susceptibles de ser
vinculadas con un autor y caracterizadas como la muestra más acabada de la “Cultura”
de una sociedad y época dadas. Éste aspecto sería el primero en ser criticado por los
postulados posmodernos y las nuevas teorías de la Historia en la última parte del siglo
XX. Los historiadores ingleses de línea marxistas le objetaron que el trabajo de la
Historia Cultural clásica ignoraba a la sociedad, a la que daba poca importancia. En este
sentido, Edward Thompson indicó que la cultura popular había sido ubicada en un vacío
de significados, actitudes y valores, por lo que propuso y pugnó por situar las
producciones culturales en su contexto material.
A su vez, este abordaje teórico del pasado presuponía, según los marxistas, una
unidad o consenso cultural, así se realiza una sinécdoque en el que el todo era
representado por una parte, “la obra maestra”. En esa perspectiva unitaria, y si se quiere
homogénea, ya que permitía identificar épocas y estilos, anidaba la visión hegeliana del
Zeitgeist (espíritu), que según los marxistas esconde las contradicciones sociales y
culturales. Asimismo, la unidad cultural se basaba en la estabilidad generada a través de
la tradición, entendida como legado de objetos, prácticas y valores que una generación
traspasa a la siguiente. Para que la estabilidad estuviese garantizada la recepción de lo
heredado debía ser pura e inmodificable; y sobre este aspecto recaerán las críticas de

5
Warburg. Él fue quien planteó la imposibilidad de transmisiones puras, haciendo
especial foco en aquellos componentes de la cultura que trasponen los siglos pero
variando su uso.

Las Mentalidades y la Nueva Historia Cultural.

1. La Posmodernidad o un mundo de cambios perpetuos.


La posmodernidad posestructuralista que signó el último tercio del siglo XX se
definió por negar y oponerse a todo aquello que había representado la modernidad,
principalmente a la idea de certeza que se derivaba de un conocimiento pleno del mundo
a través de la razón, y a todo lo que representaba una estabilidad o continuidad respecto
de un pasado. Por ello, la certeza debía destruirse a través de la desaparición de sus dos
pilares, la referencialidad, respecto de una realidad cognoscible externa al sujeto, y la
idea de verdad.
Tal negación de toda certeza y estabilidad estuvo acompañada por la decadencia
de grandes interpretaciones del mundo y su historia: el marxismo, el estructuralismo
antropológico y el existencialismo. Para los posestructuralistas el marxismo era una
ideología que había “… devorado a millones de personas…” (Breisach, 2009: 91);
mientras que el existencialismo exultaba equivocadamente al individuo, como el agente
más importante de la vida; mientras que el estructuralismo se caracterizaba por la
exaltación de lo permanente y rígido, aunque en ese sistema sólo hubiera un elemento
metafísico que permanecía. La negación de todo aquello que se definiera por lo estático
fue vista por los intelectuales tras el Mayo Francés como una defensa del status quo.
El lenguaje fue el primer elemento que al relativizarse minó la referencialidad en
lo que se ha denominado como giró lingüístico o linguistic turn. Tradicionalmente se
había considerado a la lengua como un medio neutral, un instrumento, entre la
conciencia humana y la realidad extralingüística. Así, desde Saussure en adelante la
palabra se entendió como una construcción arbitraria, una combinación entre un
significante y un significado. Pero será con Roland Barthes quien, en Francia, ocupará
sus energías en demostrar la nueva visión semiótica del mundo, la que continuarán y
profundizarán Michel Foucault y Jacques Derrida. Para Barthes la diferencia entre
discurso histórico y ficcional era arbitraría y debía abolirse ya que “… el discurso

6
histórico no se desprende de la realidad, simplemente la dota de significado…” (Barthes
en Breisach, 2009: 99). Por ello, ningún discurso histórico podía recurrir a una
convalidación por parte de la “realidad” externa al discurso, cada obra era una unidad de
sentido con plena coherencia en su interior, siendo de la misma opinión Hayden White
en su célebre “Metahistoria”. Ambos autores creían que los hechos solo tenían
existencia lingüística, por lo que, desde su perspectiva narrativista, proponían construir
la historia al narrarla, creando una referencialidad únicamente intratextual en la obra
histórica. Junto con la referencialidad a un pasado, cayeron la explicación causal, el
individuo, estable y con capacidad de conocer a los otros hombres en el tiempo, y el
concepto de verdad legítima.
A su vez, la hermenéutica, que tendía un puente de experiencias comunes entre
los hombres del pasado y los del presente, cerrando el círculo que daba origen al
conocimiento histórico, era redefinida por Jacques Derrida y Michel Foucault para
eliminar todo vestigio metafísico y resaltar un constante hacerse en un eterno proceso, la
identidad se volvía fluida y discontinua respecto al pasado. Especialmente Foucault será
quien haga hincapié en las rupturas y discontinuidades en el conocimiento histórico. En
ese constante hacerse, los principios y finales no tienen lugar, las explicaciones causales
no reflejan la verdadera esencia del mundo; por esto Foucault propondrá un análisis
genealógico que rompía con la continuidad del proceso histórico, la única estabilidad
del discurso histórico le venía dada por el contexto en el que fue producido y no por una
secuencia de hechos hilvanados.
Por su parte, Derrida se apoyará en el concepto de “Diferenciación” (différance).
Éste filósofo veía al mundo como un flujo caótico de significados, la realidad era
polisémica y cada cosa o persona que se podía rescatar de la masa de infinitas
posibilidades significaba la negación de otras muchas variantes. Cada relato de la
historia equivalía a la negación de infinitas posibilidades, por ende no había verdades
absolutas sino obras engarzadas en un momento dado que únicamente tenían vigencia
en ese contexto.
Pero el último y gran escollo para volver fluida la Historia era el metarrelato, el
relato que los engloba a todos los relatos particulares dándole sentido a la historia. Si
bien el metarrelato por excelencia de la modernidad había sido el del progreso, otros

7
tantos caracterizaron diversas épocas de la historia; mas, en un mundo fluido y
polisémico no podía aceptarse una visión teleológica o al menos articuladora del
pasado. No había fines ni planes maestros a los que el devenir histórico respondiera o
tendiera finalmente, no había teleología posible.

2. Diferencias y semejanzas entre la Historia de las Mentalidades y la Nueva


Historia Cultural.

Ante este estremecimiento teórico – conceptual que significaron el giro


lingüístico y el filosófico, los historiadores no pudieron permanecer impávidos. Desde
la escuela de Annales surgió una propuesta superadora del materialismo que había
caracterizado el quehacer histórico de la etapa braudeliana, pero tal renovación no pudo
renunciar del todo al bagaje estructuralista que Fernand Braudel había impuesto como
armazón de su teoría sobre las “Duraciones” 2. Así, la tercera generación de Annales
propuso una historia de las mentalidades 3 (Histoire des Mentalités) que no rompió con
los basamentos del modelo braudeliano. El concepto de mentalidad era definido como
aquello que tienen en común todos los hombres de una época determinada, y se
componía de lo automático, lo cotidiano y de todo aquello que escapa a lo individual
(Chartier, 1992).
En efecto, las mentalidades eran construcciones inconscientes, colectivas y de
gran estabilidad a través del tiempo, por lo que automáticamente remitían al tiempo
largo o estructural braudeliano. Asimismo, sus propuestas metodológicas se vinculaban
a la cuantificación y la seriación, buscando la generalidad y el patrón que subyacía y
caracterizaba a la cultura popular; la cual se definía por oposición a la erudita,

2
Sobre las “Duraciones” braudelianas puede consultarse el ya célebre artículo de Fernand Braudel,
publicado a fines de la década de 1950, “La larga duración”, reeditado recientemente en el Nº 5 de la
Revista Académica de Relaciones Internacionales de la UAM-AEDRI en el año 2006. Disponible en
http:www.relacionesinternacionales.info
3
Para Roger Chartier la Historia de las Mentalidades, como concepto, junto con el de prácticas culturales
y representaciones, son indicadores de la trayectoria de la historia cultural. Asimismo, considera que la
noción de “mentalidad” “Designa a la vez los instrumentos del conocimiento, las herramientas mentales y
las formas de sensibilidad y afectividad”; aunque para autores como Lucien Febvre y Jacques Le Goff
“… la mentalidad debe entenderse como el conjunto de las categorías psicológicas e intelectuales
comunes a todos los hombres y mujeres de una misma época”. Pero hay autores que no acuerdan con una
conceptualización tan abarcativa, v. gr. Robert Mandrou afirma que “…la mentalidad caracteriza a cada
grupo social o profesional en su especificidad”. CHARTIER, R. (2000b); Las revoluciones de la cultura
escrita. Diálogos e intervenciones. Trad. Alberto Luís Bixio. Barcelona: Gedisa pp. 123 – 124.

8
conformándose ambas como compartimentos estancos. Si lo popular era colectivo, lo
erudito se caracterizaba por la producción individual; lo popular era inconsciente y lo
erudito consciente, en la cultura erudita se estudiaban interpretativamente producciones
culturales aisladas mientras que en los estudios de la cultura popular se imponía el
análisis de gran cantidad de fuentes apoyado en la estadística.
Sobre las características de la Historia de las Mentalidades Chartier se pronunció
en su artículo “El mundo como representación”, publicado en el Nº 6 de la Revista
Annales del año 1989. Consideraba que, partiendo de métodos utilizados por la historia
social y económica:

… derivaba [en] una visión que otorga la prioridad a la larga duración, al


desglose socioprofesional, a una dicotomía planteada como postulado entre
cultura de gran número y cultura de élite, y a una confianza absoluta en las
cifras y las series desconectadas de los esquemas interpretativos (en Dosse,
2006: 134)

Roger Chartier al referirse al desglose socio-profesional de los sujetos culturales


indica el fuerte nexo que la Historia de las mentalidades tiene con la historia social al
buscar relacionar determinados modos de pensar o sentir con algún sector social en
especial. Para éste historiador francés tal manera de abordar el pasado fue un intento de
apropiarse de metodologías y teorías de las ciencias que criticaban a la historia
(Chartier, 2005a) sin la necesidad de replantearse el quehacer histórico ni los postulados
que articulaban el mismo. En su libro “Las revoluciones de la cultura escrita. Diálogos e
intervenciones” (2000b), Chartier plantea que el concepto de “Mentalidad” viene
recibiendo críticas desde la década de 1980, por autores como Carlo Ginzburg o
Geoffrey Lloyd, por dos razones: a) Porque esta noción supone de manera implícita que
los miembros de un grupo o sociedad “… movilizan un sistema único de racionalidad,
cuando en realidad, según las circunstancias y las necesidades, recurren a diferentes
lógicas”; y por ende b) “… anula las formas singulares e inventivas del pensamiento,
del comportamiento y de las apropiaciones a favor de las repeticiones y las inercias
colecticas” (Chartier, 2000b: 124). Tal distorsión acusada por Chartier ha hecho que la
Nueva Historia Cultural deba redefinir tal concepto “… teniendo en cuenta dos
categorías asociadas: prácticas y representaciones” (Chartier, 2000b: 124)

9
La década de 1980 significó para la Historia una apertura hacia las propuestas
que los posmodernistas posestructuralistas habían venido trabajando. Estos historiadores
receptivos al cambio tomaron el concepto de cultura como la clave del entramado
teórico de su propuesta, comenzándose a conformar de esta manera la “Nueva Historia
Cultural”. Cabe aclarar que, ambas corrientes intelectuales buscaron desmantelar el
empirismo estricto y liberarse del fuerte materialismo de las Ciencias Sociales, a cuyo
carro triunfal la Historia había atado su destino en la década de 1940.
A partir del concepto de cultura elaborado por Clifford Geertz, entendida como
una red de significados creados por los seres humanos de manera individual y colectiva,
se comenzó a hacer énfasis en la interpretación, ya que ve a la cultura como un patrón
históricamente transmitido de significados encarnados en símbolos, mediante los cuales
el hombre se comunica, perpetúa y desarrolla su conocimiento de la vida y sus actitudes
hacia ella. Por su parte, Roger Chartier en su obra “El presente del pasado: escritura de
la Historia, historia de lo escrito” (2005a: 22) nos propone dos familias de
significaciones excluyentes de cultura. La primera, por un lado, designa las obras y los
gestos de una sociedad que escapan de lo cotidiano para someterse a un juicio estético o
intelectual, es decir comprende la cultura como la muestra más acabada, exquisita y
exclusiva de una sociedad. Por el otro lado, la segunda acepción contempla esas
producciones pero también tiene en cuenta las prácticas ordinarias a través de las cuales
una comunidad vive y refleja su relación con el mundo, con los otros y con ella misma.
No obstante, Roger Chartier elabora una tercera acepción de cultura que se
constituye en un nexo, un punto medio, entre las dos definiciones anteriormente
enunciadas. Define a la cultura como una palabra que articular aquellas producciones
estéticas y simbólicas “… sustraídas a la urgencia de lo cotidiano…”, con otros
elementos lingüísticos, rituales y conductuales por medio de los que “… una comunidad
vive y reflexiona su vínculo con el mundo, con los otros y con ella misma” (2007a: 23).
En suma, siguiendo a Geertz y Chartier podríamos definir a la Cultura como una trama
simbólica, construida por el hombre, que otorga sentido a nuestros actos individuales y
colectivos a la vez que nos “explica” el mundo y nuestro lugar en él. Pero esa seguridad
y sentido que nos brinda la cultura no es gratuita, su costo es el condicionamiento.
Ciertamente no podemos ver más allá de nuestra cultura, medimos lo normal y lo

10
anormal en base a ella y abordamos lo “real” en función de sus expectativas y sus
límites, es decir lo posible y lo imposible de realizar.
Al tiempo, las diversas actividades humanas pasaron a entenderse como un texto
susceptible de ser leído, con este cambio teórico es posible realizar una lectura de las
experiencias de esa sociedad, una historia que la sociedad se cuenta a sí misma (Burke,
2006). Así, la cultura pasaba a ser un texto a descifrar, un texto que era producto de las
prácticas de los hombres y que respondía a sus necesidades y creencias. Tal concepto de
cultura como construcción humana encajaba dentro de las preferencias posmodernistas
de un mundo fluido ya que no estaba enraizado en esencias o fundamentos.
No obstante, los historiadores jamás transigieron con la visión posmodernista
que vinculaba a la ficción y a la historia como dos caras de una misma moneda, como
discursos desarticulados de una realidad externa. Sobre el particular debemos destacar el
caso de Roger Chartier, quien, en 1993 en un famoso artículo 4, se pronunció contra la
“Metahistoria” de Hayden White. Este último había afirmado que la obra histórica es
una “… estructura verbal en forma de discurso en prosa narrativa” (2010: 9), por lo que
es el discurso el que crea el pasado al reunir acontecimientos y significados a la luz de
determinadas teorías. Así, para White, la articulación se realiza de manera tropológica,
es decir por medio de técnicas discursivas y poéticas, y no lógica como planteaban los
positivistas decimonónicos. Por su parte, la estructura verbal a la que refiere White es la
que organiza la obra para que la misma sea reconocida como una producción de carácter
historiográfico; es su metahistoria.
En contraposición Roger Chartier se negó a aceptar dichas afirmaciones debido a
que las mismas significaban, en su opinión, una renuncia a la cientificidad del discurso
histórico. Él opinaba que el estudio de la escritura y del discurso histórico, campo al que
se dedica, no impiden presentar la disciplina en términos de verdad; ya que la
cientificidad se ancla en la “… realidad referencial, externa, con la que han de
corresponderse los enunciados del historiador…” y en el “… repertorio de técnicas,
procedimientos y prácticas que someten y regulan las actividades que pueda emprender
el investigador” (Serna y Pons, 2005: 198).

4
Chartier, R. (1993) Quatre questions à Hayden White. Storia della Storiografia, 24 pp. 133 – 142.

11
La reacción de Roger Chartier fue un termómetro que indicaba hasta donde el
gremio de los historiadores estaba dispuesto a transigir sus principios rectores. La
posmodernidad había permitido a algunos y obligado a otros a replantearse su oficio,
pero jamás aceptarían que la Historia se disolviera como ciencia para integrarse como
una forma más del discurso. Ya no es solo la utilidad lo que se le cuestiona a la Historia,
sino también su veracidad; queda sin resolverse definitivamente si el parapeto puesto
por Chartier, la referencialidad, logra mantener a flote la cientificidad de una Historia
que de abarcativa se ha vuelto, para algunos, dispersa, como si tras un Big Bang
marcado por su nacimiento decimonónico, el universo de la Ciencia Histórica se hubiera
alejado lenta pero constantemente en galaxias epistemológicas, v. gr. historia
económica, política, social, cultural, entre otras, que cada vez tienen menos que ver con
el resto. Ello lo demuestra la propia Nueva Historia Cultural, construcción ecléctica
(Burke, 2006) que se nutre de múltiples paradigmas y teorías.

3. La Nueva Historia Cultural: representaciones, prácticas y relaciones


sociales.

Como se dijo anteriormente, lo ecléctico define a la Nueva Historia Cultural, de


esta opinión son dos de sus más claros representantes, Peter Burke y Roger Chartier.
Éste último en “El presente del pasado: escritura de la Historia, historia de lo escrito”
(2005a: 22) considera que en la conformación de la Nueva Historia Cultural convergen
la antropología norteamericana, la crítica francesa a las mentalidades y a la historia
serial, y la microhistoria italiana. Sin embargo, a diferencia de Burke 5, Chartier
considera que la Nueva Historia Cultural es susceptible de caracterización. Según éste
autor, tres son los rasgos que dan unidad a las investigaciones desde esta perspectiva: 1º
centra su atención en el lenguaje, las representaciones y las prácticas, estableciendo una
nueva manera de entender la relación entre formas simbólicas y mundo social; 2º toma
modelos de otras disciplinas, especialmente de la antropología y la crítica literaria; 3º

5
Peter Burke entiende que lo ecléctico y variopinto del quehacer histórico de la Nueva Historia Cultural
impide su caracterización y/o taxonomización. Él sólo se limita a considerar que la Nueva Historia
Cultural se define por la acumulación de trabajos que dicen enmarcarse en ella y por un itinerario
histórico específico.

12
realiza estudios de casos más que teorizaciones globales, a la vez que se pregunta sobre
cómo se construye el relato histórico.
En efecto, resulta central como concepto operativo y matriz dentro de esta
corriente historiográfica la representación, y por ello resulta valioso detenerse en el
mismo para comprender los matices de un concepto por demás opaco y paradojal. Sobre
tal concepto Roger Chartier ha elaborado una particular definición al afirmar que es
aquello que posibilita que percibamos una cosa que no está y que a la vez “es la
exhibición de una presencia” (Chartier, 1992: 57). Consideramos que esta definición
casi paradójica demanda un desglose en sus dos términos constitutivos para aprehender
el sentido que esconde en su aparente contradicción. Por un lado, la ausencia mentada
por Chartier marca una necesaria distancia entre el símbolo y aquello que representa, es
un instrumento que nos permite conocer un objeto ausente por medio de una imagen que
lo rescata para la memoria. Por su parte, la presencia que se exhibe es el soporte
material de ese símbolo, es aquella imagen captada por los sentidos. Es decir, la
presencia que vemos es un síntoma de un símbolo que evoca un sentido abstracto de
nuestra cultura.
Luego, en una obra posterior, Chartier profundiza su teorización sobre las
representaciones al decir, siguiendo a Louis Marin, que son bidimensionales en su
composición. Por un lado,
presentan una dimensión Representaciones Sustrato
transitiva o transparencia del
enunciado, que remite al hecho
de que “… toda representación
representa algo”; y, por el otro,
una dimensión reflexiva u
opacidad enunciativa, la cual Discursos Prácticas

indica que “… toda


representación se presenta Externalidad
representando algo” (2007a:
47). Asimismo, Chartier aclara que: “Tal como la entiendo, la noción [de
representación] no se aleja ni de lo real ni de lo social. Ella ayuda a los historiadores a

13
deshacerse de su ≪muy pobre idea de lo real≫ –como escribía Foucault–” (2007a: 47).
Asimismo, en “Escuchar a los muertos con los ojos”, Chartier expone que las
representaciones no son simples imágenes verídicas o engañosas, de una realidad que
les sería ajena, dado que poseen “… una energía propia que convencen de que el
mundo, o el pasado, es lo que ellas dicen que es” (2007a: 48).
La presencia de los aportes realizados por Louis Marin en las obras de Roger
Chartier es frecuente, tal vez ello se deba a que, en opinión de éste historiador, en
“Escribir las prácticas…”, la conceptualización realizada por Marín permitió articular
las diversas relaciones que los individuos o los grupos mantienen con el mundo social.
Según Chartier, la primera de estas relaciones son “… las operaciones de recorte y
clasificación que producen las configuraciones múltiples mediante las cuales se
percibe, construye y representa la realidad…” (2006b: 83); luego le siguen “… las
prácticas y los signos que apuntan a hacer reconocer una identidad social, a exhibir una
manera propia de ser en el mundo, a significar simbólicamente una condición, un rango,
una potencia…” (2006b: 83 – 84); y finalmente “… las formas institucionalizadas por
las cuales representantes (individuos singulares o instancias colectivas) encarnan de
manera visible, presentifican, la coherencia de una comunidad, la fuerza de una
identidad o la permanencia de un poder” [en el original las palabras en bastardilla están
encomilladas] (2006b: 84). Ciertamente, los aportes de Marin pusieron a los
historiadores frente a la necesidad de reflexionar como las exhibiciones sociales y del
poder se vinculan fuertemente con las representaciones que les brindan credibilidad a
esas imágenes emitidas hacia la sociedad de una manera teatralizada. Por ello, Roger
Chartier afirmó que

El concepto de representación permite, pues, comprender la relación dinámica


que articula la internalización que hacen los individuos de las divisiones del
mundo social y la transformación de tales divisiones en virtud de las luchas
simbólicas cuyos instrumentos y apuestas son las representaciones y las
clasificaciones de los demás y de uno mismo (Chartier, 2000b: 124)

Cabe aclarar que las representaciones no sólo nos hablan de la relación


significada y teatralizada de los hombres entre sí. Por el contrario el concepto de
representación nos es útil para abordar la relación simbólica que establece el hombre,
como ser individual y social, con los lugares y espacios naturales y humanizados,

14
depositarios de significaciones abstractas que subyacen en la cultura que generó los
textos estudiados. En efecto, las personas interpretamos, significamos, elaboramos
representaciones para explicar nuestro mundo, para aprehenderlo y apropiárnoslo. El
espacio, y sus lugares, no escapan a esos mecanismos, sino que, por el contrario, debido
a su papel de sustento material de nuestras vidas, es objeto, soporte y receptáculo de
múltiples conceptualizaciones.
Por su parte, Roger Chartier también se explaya sobre el modo en que se
vinculan las representaciones con los discursos y las prácticas. Por lo general, el nexo
teórico más fuerte que se ha establecido es el que conduce de las representaciones a los
discursos, dejándose las prácticas como un elemento no tan vinculado con el sustrato
semiótico y más atado a la materialidad del cuerpo, pero para Roger Chartier el
concepto de “práctica”

… es inseparable de la [noción] de representación, en la medida en que


designa las conductas ritualizadas o espontaneas que, acompañadas o no de
discursos, manifiestan (o revelan) las identidades y hacen conocer el poder. La
noción de práctica designa así las representaciones concretadas en la
inmediatez de las conductas cotidianas o en el ordenamiento de los ritos
sociales (Chartier, 2000b: 124 – 125)

Cabe aclarar que ya en el año 1992 el autor galo había definido a la Nueva
Historia Cultural como una “… historia de las representaciones y de las prácticas”
(1992: IV). Así, el mundo aparece ante los ojos del historiador conformado por
representaciones manifestadas a través de símbolos A diferencia de los posmodernistas
posestructuralistas, Chartier no cree que el discurso tenga el peso definitivo en la
generación de la realidad, es decir que no exista realidad fuera del discurso o que la
misma sea inaprensible para el sujeto. Por el contario, él considera que producciones
discursivas y prácticas sociales, si bien responden a lógicas heterogéneas, se articulan e
influyen mutuamente. Continuando esta línea argumental afirmó que el trabajo de Louis
Marin resulta relevante

… para todos aquellos que, contra las formulaciones más abruptas del
“linguistic turn” o el “semiotic challenge”, consideran ilegítima la reducción
de las prácticas constitutivas del mundo social y de todas las formas simbólicas
que no recurren al escrito, a los principios que rigen los discursos (2006b: 93)

15
Para sustentar su planteo recupera los argumentos de Michel Foucault y
concluye diciendo que los enunciados (los discursos) que modelan las realidades deben
ser comprendidos dentro de las coacciones objetivas que son limitantes/posibilitantes de
los mismos; es decir, el discurso está social e históricamente determinado.
Así, Chartier, siguiendo a Michel Foucault y Pierre Bourdieu, afirmará que
existe una retroalimentación entre prácticas y discursos dado que los discursos crean
realidades de las que derivan determinadas prácticas sociales, pero a la vez siempre
remiten a condiciones materiales que en última instancia le son ajenas. El nexo que
hermana estos dos términos de naturaleza heterogénea es la representación, porque une
las posiciones y relaciones sociales con las maneras en que los individuos y grupos se
perciben a sí mismos y a los demás.
Asimismo, cabe aclarar que esta propuesta teórica abandonó progresivamente el
proyecto de la historia total; en contraposición se multiplicaron los intentos de acceder
al pasado a partir de objetos más particularizados ya que al modo de una sinécdoque el
todo puede ser representado por la parte, dado que “… no hay práctica ni estructura que
no sea producida por las representaciones, contradictorias y enfrentadas, por las que los
individuos y los grupos dan sentido al mundo que es el suyo” (Chartier en Dosse, 2006:
134). Tal abandono encuentra fuertes vínculos con la caída, patentizada a mediados de
la década de 1980, de los grandes modelos que fueron dominantes en las Ciencias
Sociales durante el siglo XX, el estructuralismo, el funcionalismo y el marxismo.
Modelos que, según la opinión de Roger Chartier, nunca lograron determinar del todo el
quehacer histórico, lo cual se apreciaba en la “vitalidad” de la Historia de la década de
1980 que contrastaba con la crisis generalizada de las Ciencias Sociales en general. En
opinión de éste historiador galo, la Historia vive y vivió en un “eclecticismo anárquico”
(1992) que la protegió de estructurarse en función de una teoría rectora, a la vez que
tendió a atomizarla en múltiples formas de hacer historia.
A su vez, el cambio que los annalistas ya apreciaban a mediados de los años ’80
se hizo innegable a fines de la década. La historia de las mentalidades, de raigambre
braudeliana, había adoptado un esquema serial con el que le era imposible dar respuesta
a la vuelta al sujeto y a la demanda de un enfoque interdisciplinario que iba más allá de
“… la vieja y gastada forma de yuxtaponer diversos saberes” (Serna y Pons, 2005: 167);

16
por ello se hacía necesaria una renovación de los postulados a partir de los que se
escribía la historia, al menos la historia al estilo de Annales. Tal vez el cambio más
radical que atravesó esta disciplina por aquellos años, cambio que aún no ha terminado
de producirse, refiere al modo o los modos de abordar lo “real”. Si bien Chartier y
muchos otros historiadores que se ubican dentro de la Historia Cultural de nuevo cuño
se niegan a abandonar la referencialidad, si han aceptado relativizar la percepción del
sujeto. Ya no se considera que la mente del historiador, al modo de un espejo, refleje la
realidad pasada tal cual ocurrió; sino que, por el contrario, la realidad pasa a ser un
texto, un texto atravesado por una polisemia de sentidos. Entender el mundo social
como un texto no fue un cambio menor en el metier del historiador debido a que abre
nuevas preguntas respecto a la producción, apropiación, circulación e interpretación de
esos textos. En ese contexto el concepto de representación resurge como piedra angular
a partir del cual pensar la historia.
Pero, es conveniente matizar esta afirmación de la realidad como texto, ya que la
categoría de texto ha sido “… indebidamente aplicada, con demasiada frecuencia, a unas
formas o unas prácticas cuyos modos de construcción y principios de organización no
son en nada semejantes a las estrategias discursivas” (Chartier, 2006b: 93). Tal uso
indiscriminado, en opinión de Chartier, “… anula todas las distinciones fundadoras del
trabajo histórico (entre texto y contextualidad, entre discurso e imagen, entre práctica y
escritura)…” (2006b: 92) por lo que es aconsejable no olvidar las otras lógicas que rigen
la vida humana más allá de la discursiva, “… las que habitan la “puesta en visión”, el
rito o el sentido práctico” (2006b: 92). Estas afirmaciones vertidas por Chartier
reafirman las ya enunciadas anteriormente respecto al interjuego, con lógicas
irreductibles, de las prácticas y los discursos, ambos nutridos por las representaciones
(re)elaboradas y perpetuadas por y en la sociedad. De esta forma se nos obliga a tomar
conciencia, una vez más, como historiadores del hecho no neutral del documento y de
las distorsiones inherentes al hecho de transmitir prácticas y rituales del pasado a través
del discurso hasta nuestros días. Así, vemos las acciones de los hombres parceladas,
amoldadas y distorsionadas por la lógica del dispositivo discursivo, mas ello no debe
apesadumbrarnos si no que por el contrario esas distorsiones, desplazamientos y
opacidades que el texto nos ha legado nos hablan de intereses, limitaciones y luchas de

17
poder que enriquecen el recorte de conocimiento elaborado por nuestras mentes,
enriquecen la efímera imagen del pasado que nos hacemos, efímera como afirmaba
Walter Benjamin (2007), para quien la imagen verdadera del pasado amenaza siempre
con desaparecer, dado que articular históricamente el pasado no es “conocerlo tal cual
fue”, sino solamente apoderarse de un destello en su instantaneidad, brillando para
luego desaparecer mientras que lo permanente se lleva mejor con la mentira en su
opinión. En suma, los cambios epistemológicos operados en las últimas décadas nos
impelen a abandonar los viejos parámetros de verdad y objetividad que daban solidez
para amoldarnos a un mundo líquido que se resemantiza, reconfigura y revisa
permanentemente.
En suma, es difícil concluir taxativamente sobre la Nueva Historia Cultural
debido al hecho de que es una forma de hacer historia que está en constante devenir. En
un mundo surcado por el relativismo los postulados teóricos que rigen el quehacer
científico deben tener una ductilidad que otrora hubiera sido tildada de “poco seria” o
ametódica. No obstante, la caída de las grandes teorías que rigieron el pensamiento del
siglo XX han dejado tras de sí una atomización tal que algunos han llegado a postular la
posible disolución de la Historia como cuerpo homogéneo de saberes sistematizados.
Sin embargo, tal ductilidad no debe ser entendida como algo negativo sino que,
como afirmaba Marc Bloch son inherentes a la Historia los “… perpetuos
arrepentimientos de nuestro oficio” (1998: 132); arrepentimientos que en sí son
redefiniciones, reinterpretaciones del pasado en función de las necesidades del presente.
Tal era la opinión de Bloch al decir: “Tampoco pienso que sea necesario ocultar a los
simples curiosos las irresoluciones de nuestra ciencia […] Lo inacabado, si tiende
constantemente a superarse, ejerce sobre cualquier mente apasionada una seducción que
bien vale del logro perfecto.” (1998: 132 – 133). Ciertamente, en ese relato inacabado,
en esa historia por escribirse, residen las posibilidades del discurso histórico y del
conocimiento que él encierra. Del mismo modo, la amplitud teórica y la multiplicidad
de temas que abarca la Nueva Historia Cultural permite pensarla como un gran paraguas
teórico en el cual los diversos temas y perspectivas se reencuentren en un concepto
abarcativo del quehacer humano, la cultura. Es decir, donde Burke ve un impedimento
para definir la esencia de la Nueva Historia Cultural, dado su eclecticismo, podría verse

18
una gran fortaleza de esta corriente dado que, manteniendo unos lineamientos teóricos
comunes aportados por la lingüística y la antropología cultural, es posible encontrar en
ella múltiples temas, abordajes y propuestas que enriquecen el quehacer histórico y nos
acercan al ideal programático que Bloch enunciara en su trunco testamento intelectual,
“Apología para la historia…”, el alcanzar una “… historia ampliada y profundizada…”
(1998: 132) que se enriquece en un hacerse en el devenir.

19
Capı́tulo II
Amor Corté s: historiografı́a, espacios y fuentes.

Ars longa, vita brevis


LUCIO SÉNECA, De brevitate vitae I.

L
a frase hipocrática que nos ha llegado latinizada por Séneca nos advierte a
todos los que emprendamos una tarea de búsqueda del conocimiento las
limitaciones que nuestra mortal vida le impone a una tarea siempre basta
y siempre inacabable como es la del saber. Breve es la vida, vasta la ciencia;
ciertamente comprendemos la vigencia de esta afirmación al profundizar en la
inabarcable bibliografía que existe vinculada al Amor cortés como género literario y
como código cultural.
Asimismo, existen antecedentes valiosos de rescatar sobre el tratamiento de los
espacios como problema histórico y de las obras literarias como fuente histórica; por lo
cual consideramos oportuno ordenar un sucinto y siempre incompleto estado del arte de
la siguiente manera: 1) Las problemáticas que en torno al tema de la fin’amor han
trabajado tanto historiadores como literatos; 2) La problematización que la historia ha
realizado en torno al vínculo entre el hombre y el espacio; y 3) La utilización de obras
literarias como fuente histórica en el abordaje de tal problemática.

Estudios historiográficos sobre el Amor Cortés.

En primer término, el tratamiento de la temática del Amor Cortés y, por ende, de


las obras que le da existencia ha sido ampliamente trabajado por la Literatura desde el
siglo XIX, generando algunas obras de referencia para todo aquel se aproxime a esta
temática. De entre toda esta voluminosa bibliografía no podemos dejar de mencionar el
ya clásico y centenario libro redactado por Gastón Paris, especialista que acuñara el
término Amour Courtois para referirse a las obras de éste género. Uno de sus escritos
más afamados se titula La littérature française au Moyen Age (XIᵉ - XIVᵉ siécle) [“La
literatura francesa en la Edad Media (s. XI – XIV)”] (1890). En esta obra general el
autor considera, por un lado, que existe una clara oposición en la literatura del medioevo
francés 6 entre una literatura “profana” y de una “religiosa”; y, por el otro, plantea que,
más allá de esa oposición, “Toute littérature est narrative, didactique, (satirique),
lyrique, dramatique” (Paris, 1890: 32). En función de estos dos criterios estructuró la
mencionada obra en dos grandes apartados que engloban a la literatura profana, el
primero, y a la religiosa, el segundo; para luego desdoblar los mismos en capítulos que
reflejan los géneros antedichos: narrativo, didáctico, lírico y dramático. Todo ello
antecedido por una introducción que repasa sucintamente los derroteros históricos por
los cuales pasó la Galia hasta constituirse en la Francia. Proceso en el que la literatura se
irá configurando como expresión de la confluencia de tradiciones y de una realidad
política determinada. Según Paris, la originalidad de esa literatura naciente radica en:

L'originalité de la littérature française du moyen àge est, d'une part, dans


l'exprèssion naïve et souvent puissante, par l'épopée, des passions ardentes de
la société féodale; d'autre part, dans la peinture des relations nouvelles des
deux sexes, telles qu'elles se formèrent sous la double influence du
christianisme, qui avait relevé la position des femmes, et de la courtoisie, qui
les mit sur un piédestal plus apparent que réel, mais brillant et poétique; elle
est encore dans quelques œuvres issues d'un milieu plus bourgeois, où se
marquent en traits déjà distincts plusieurs des qualités les plus frappantes du
génie français: le bon sens, l'esprit, la malice, la bonhomie fine, la grâce légère
et le bonheur de l'expression vive et juste. (Paris, 1890: 31)

Tal y como manifiesta Paris la cortesía determinó fuertemente la literatura


francesa medieval, pasando a ser un tópico definitorio de las obras literarias. Mas, en su
manual sobre la literatura él reorganiza la producción literaria en géneros ya enunciados
que no responden a la mentalidad y taxonomía de la época. En principio de causas, al
ser la Plenitud Medieval el semillero de la literatura europea en lengua romance, no
existían géneros definidos, sino que las ramificaciones se iban hibridando unas a otras
sin demasiado prurito por la pureza de las categorías. Ello queda de manifiesto en el
hecho de que el abultado bagaje de obras que podríamos definir como corteses, para
poder encajar en la taxonomía planteada por Paris dentro de la literatura profana, sufre
un desdoblamiento notorio. Así, los romans de los ciclos antiguo, v. gr. “Roman

6
Gastón Paris expuso que la literatura francesa fue producto de la confluencia entre un sustrato céltico –
romano, los aportes germánicos y los valores cristianos, incorporados tras la conversión de los francos.
PARIS, G. (1890); La littérature française au Moyen Age. (XIᵉ - XIVᵉ siècle). París: Librairie Hachette.

21
d’Alexandre” o el “Roman de Troie”, juntos con los afamados del ciclo Bretón, que
agrupa las historias artúricas, se ubican dentro de la “Literatura narrativa”, junto con la
Historia y las Fableaux, entro otros; mientras que el celebérrimo Roman de la Rose fue
clasificado como “Literatura didáctica”, aunada a la literatura “científica”, a la moral y a
la satírica; y, por último, la poesía provenzal, textos seminales de la fin’amor están
comprendidos en la “Literatura lírica”.
Este tratamiento de la literatura cortés contrasta con el brindado por René Nelli
en “Trovadores y troveros” (2000), título que alude a los compositores del sur y del
norte galo respectivamente. Ésta obra de carácter específico realiza un análisis de
conjunto sobre la producción cortés, marcando un distingo entre la literatura de Oc y la
de Oïl, lo cual consideramos operativa y metodológicamente más pertinente dado que
posibilita percibir las influencias recíprocas que recibieron en su construcción obras en
prosa y en verso, líricas y romans, todos ellos insuflados de un imaginario común, la
fin’amor.
Sin embargo, en obras de carácter general como lo fue la de Gastón Paris, su
criterio sigue vigente en el ámbito de las Letras. En efecto, la “Historia de la literatura
francesa” (2010) dirigida por Javier del Prado comienza su exposición con un apartado
dedicado a la Edad Media, ya que desde ésta época se puede encontrar una literatura
vernácula francesa. Si bien la distinción entre literatura profana y religiosa ha sido
superada, entremezclándose ambas, la afirmación de Paris sobre la existencia de cuatro
géneros literarios (narrativa, lírica, didáctica y dramática) se mantiene incólume.
Únicamente, la Historiografía se ha independizado de la narrativa para constituirse en
un capítulo independiente. En efecto, la temática cortés sigue fragmentada en esta
reciente obra entre la Narrativa (“La materia cortesana”), la Lírica (“Lírica provenzal”
y “Lírica francesa”) y la Didáctica (“Didactismo mundano de carácter sentimental”).
Inclusive ambas obras presentan una introducción que plasma un contexto histórico que
nos “introduce” a las obras literarias, aunque en el caso de la obra más reciente dicha
introducción contempla los apartados no solo político, sino también socio – económico
y cultural; respondiendo a los nuevos criterios del quehacer historiográfico.
Por su parte, Reto Bezzola, crítico y filólogo suizo, redactó Les origines et la
formation de la littérature courtoise en Occident (500 – 1200). En el primer volumen,

22
La tradition impériale de la fin de l’antiquité au XIᵉ siècle, Bezzola revisa la vida
intelectual y literaria de las cortes de los nacientes reinos romano – germánicos y del
imperio carolingio con el fin de mostrar la contribución que realizaron las mismas en el
desarrollo de las letras y en especial en el desarrollo de la literatura cortés del siglo XII.
Luego, en el segundo volumen, La société féodale et la transformation de la littérature
de cour, se ocupa de la forma en la que esta nueva literatura cortés surgió en las cortes
feudales de Francia e Inglaterra a partir de los desarrollos literarios de los seis siglos
anteriores, logrando “… he makes an important contribution to our understanding of
the spiritual climate of the era…” (Spector, 1963: 283). La diferencia sustancial que
encontramos en el trabajo de Bezzola, respecto a las obras antes mencionadas, es el
partir de una hipótesis en función de la cual el autor le estructura:

… that courtly literature is a product of a new civilization, itself the result of


the synthesis of two opposing aspirations, one clerical and colored by a desire
for the universalism of ancient Rome, the other lay and nationalistic; one
represented by the cleric, the man of letters and thought, the other by the knight,
the man of action (Denomy, 1948: 114)

No obstante, los trabajos antes mencionados no logran superar el tratamiento


filológico–literario de las obras, como producciones cerradas en sí mismas. Recordemos
que la Historia Cultural Clásica entendía de esta manera las obras artísticas,
producciones supremas que mostraban el cenit de una época o sociedad determinada.
Empero, encontramos algunas obras que han aportado nexos valiosos entre Historia y
Literatura, como el trabajo de Erich Köhler, “La Aventura Caballeresca. Ideal y realidad
en la narrativa cortés” 7. Si bien el objetivo de éste autor fue el demostrar que las novelas
corteses fueron resultado del intento de la clase caballeresca por diferenciarse tanto de
la monarquía capeta, ávida por lograr la centralización del poder en su reino, y de la
ascendente burguesía, el trabajo de Köhler es recordado por ser una obra seminal en el
intento de “… explicar la literatura medieval a través de las estructuras de la sociedad
medieval” (Trachsler, 2007: 195). Ciertamente así lo expresa este autor en la
introducción de la obra: “… todo intento de excluir la literatura del interior de este vasto
movimiento del espíritu nos parece totalmente injusto.” (Köhler, 1990: 11). Para luego

7
La obra fue publicada en el año 1956 en alemán bajo el título Ideal und Wirklichkeit in der höfischen
Epik: Studien zur Form der frühen Artus- und Graldichtung.

23
explayarse ampliamente sobre el particular:

… intentaremos mostrar cómo y por qué, bajo las mismas condiciones


espirituales e históricas, el mundo de la caballería, tras tomar conciencia de la
especificidad de su civilización y de su historia, da respuesta a la problemática
de su época, que le afecta de forma particular. Y finalmente por qué, a través
de esa respuesta, cuya principal característica es la aspiración a la
reintegración del individuo en la comunidad estamental, y la búsqueda de una
unidad de sentido entre interioridad y mundo exterior, tuvo lugar el nacimiento
de la novela occidental representado en la ≪novela≫ artúrica y en el Graal
(Köhler, 1990: 12)

Es decir, Köhler se propone con su trabajo entender a la novela cortés como


producto de su época, respondiendo a intereses que no están en un “contexto” sino que
se infiltran en la trama discursiva, en la pluma del escritor y en la intencionalidad de
quien pide la obra por encargo, como el “Perceval” de Chrétien de Troyes que fue
redactado por encargo del conde de Flandes. Esa propuesta que en la actualidad casi se
intuye al trabajar la literatura como fuente histórica fue toda una declaración de
principios para mediados del siglo XX y aun hoy existen personas que cuestionan el
valor histórico de las realidades allí reflejadas. Sobre este vínculo entre realidad e ideal
este autor alemán también se pronuncia al afirmar que:

La existencia de una relación causal e ideal, entre los hechos objetivos y la


interpretación subjetiva (que se esfuerza por superar la realidad) se ha
convertido, sobre todo en el caso de la narrativa cortés, en una perogrullada
tal que ya nadie lo toma en serio. El historiador de la literatura, que se propone
aclarar esta relación extremadamente significativa para la obra literaria debe
resaltar la interpretación poética de la realidad poética partiendo de esta
última, que contiene en sí misma la causa de esa interpretación, y debe intentar
comprender a través de ella la especificidad de cada significado que se desliza
en la forma estilística que se expresa. Los elementos de la realidad objetiva
aparecen por igual en el ideal que el poema representa cuando las capas de la
conciencia situadas entre la realidad y el ideal y las condiciones históricas que
determinan la manera y la intensidad de su forma de reflejarse se presenten y
se analicen en toda su complejidad. (1990: 12)

Köhler busca entender como lo ideal se nutre de lo real y “trata de superarlo”, y


con ello busca enriquecer la comprensión sobre la obra al romper el análisis cerrado de
la misma al examinar “… los restantes sectores de la actividad y del pensamiento
contemporáneo verificando su objetividad…” (Köhler, 1990: 13). Con obras como está,
la cual hemos rescatado por ser un hito en el análisis de la literatura del amor cortés, se
abrió un camino que en el caso de la Historia logró que la literatura dejara de ser

24
entendida como un mero elemento que completa una miscelánea “cultural” de los
periodos históricos para pasar a ser una fuente susceptible de problematización y con
limitaciones y vicios como toda fuente histórica.
Asimismo, consideramos que la obra de Ramón Menéndez Pidal, “Poesía
juglaresca y juglares. Aspectos de la historia literaria y cultural de España”, es uno de
los antecedentes más importantes con los que contamos en el mundo de habla hispana,
ya sea por el nexo que establece entre Historia y Literatura, como así también por
proponer que en la composición de las obras literarias intervienen todos los sectores de
una sociedad, no siendo las mismas producciones individuales dislocadas de su medio
social. En efecto, este autor ha sido el primero que, en el mundo de habla hispana,
deslizó la idea de que la literatura medieval tuvo un momento previo de oralidad que se
ha perdido pero cuyos restos aún están latentes en los manuscritos y vivos, aunque
transformados, en los cuentos y versos populares. En el caso puntual de la obra que
hemos mencionado, su valor radica en el rol y origen que Menéndez Pidal asigna a los
Juglares. Ellos, provenientes de sectores altos y bajos de la sociedad, servían de nexo
entre la Corte y la Feria, entre el Señor y el menestral al difundir historias como la de
Tristán, que desde el fondo céltico de la Galia prerrománica les llegaba como un eco
lejano y antiguo, a la vez que remozado en las gargantas de los juglares. Tal como
Köhler, rompe con el análisis ensimismado en la obra literaria, Menéndez Pidal arrebata
la exclusividad de la producción literaria a la élite de una sociedad, hace partícipe a
todos los hombres de la capacidad de crear historias.
Por su parte, desde la Historia, los tratamientos de la temática han sido
múltiples. Es oportuno comenzar un breve repaso por los historiadores que han tomado
la pluma para reflexionar sobre problemáticas cercanas o subsidiarias del Amor Cortés
con obras de carácter general que se ocupan de trabajarla. Fuera del ámbito de habla
hispana debemos mencionar la The new Cambridge medieval history; mientras que
dentro de los manuales en lengua española podemos mencionar como uno de los más
recientes a la “Historia Universal de la Edad Media” coordinada por Vicente Ángel
Álvarez Palenzuela. En el caso del material historiográfico elaborado por la Universidad
de Cambridge se dedica un capítulo titulado “Latin and vernacular literature”
(Ziolkowski, en Luscombe, Riley-Smith, 2006, V. 4, P. I: 658 – 692) para reflexionar

25
sobre el estado de la literatura durante la Plena Edad Media. En efecto, se realiza un
tratamiento de la particular relación que ocurrió entre una literatura en lengua vernácula
que convive con una aun pujante literatura en latín. Asimismo, al describir dicha
relación se realiza un análisis de las realidades lingüísticas y literarias de diferentes
regiones europeas, de entre las cuales destacamos la Francia Occitana y la de Oïl.
También, en esta obra magna sobre el Medioevo y en el mismo volumen se realiza un
tratamiento del imaginario del Amor Cortés en su faceta caballeresca en Knightly
society (Flori, en Luscombe, Riley-Smith, 2006, V. 4, P. I: 148 – 184), bajo el subtítulo
The knights and the chivalrie ideology.
Por su parte, en el manual coordinado por Álvarez Palenzuela, Aguadé Nieto
(2002: 363 – 390) trabaja la cultura cortés y el desarrollo de la caballería como una
“Evolución del feudalismo” en la cual la conquista y posterior expansión normandas
tuvieron un papel determinante. Tal vez en su análisis Aguadé Nieto haya querido
apuntar a que el Sistema Feudal determina la imagen estereotípica de la Edad Media,
estereotipo plagado de caballeros, damas y castillos; pero el “espíritu” de la Plenitud
Medieval en esta obra se encuentra escindido dado que “El desarrollo de la cultura
europea”, con su actividad intelectual y universidades, es trabajado por Javier García
Turza en un capítulo independiente; mientras que “La inquietud espiritual” de la época
es expuesta por Miguel Ángel Marzal García-Quismondo. De esta manera, en el planteo
realizado en este manual la literatura cortés queda dislocada de todo un marco cultural
mucho más amplio y se liga únicamente con el Feudalismo.
Ahora bien, si hacemos foco en trabajos más específicos sobre la temática o
época que nos ocupa encontraremos obras de suma importancia para complejizar y
enriquecer la visión del periodo. Dado que la bibliografía es amplia, extensa e
inabarcable hemos optado por mencionar algunas que son referentes de todos aquellos
que se ocupan de la Plenitud Medieval siendo a la vez obras realizadas por autores
contemporáneos y de cuño reciente. Por un lado, tenemos “La crisis del siglo XII. El
poder, la nobleza y los orígenes de la gobernación europea”, del historiador
estadounidense Thomas Bisson; obra que busca transmitir la violencia y las
mezquindades de la nobleza europea en búsqueda de poder y riquezas. Bajo una pátina
sórdida el autor nos hace sentir un clima de opresión en el que se pone en duda

26
cualquier acción desinteresada o artística; en efecto, en su análisis los trovadores,
hombres de la aristocracia o que trabajan solo para ella, y sus obras pasan a ser textos
ponzoñosos contra otros nobles o, si la obra fue escrita por un clérigo, una escalera
elaborada para lograr señoríos eclesiásticos a través del favor del monarca o príncipe.
De esta manera, en “La crisis del siglo XII…” la literatura, y todo su ambiente, es leída
en una clave política obscura y, por momentos, empobrecida de la “vida” que autores
como Marc Bloch o Johan Huizinga buscaban plasmar por medio de su pluma.
Por otra parte, mencionamos “La caballería”, clásica obra de referencia para
todo aquel que se interne en temas vinculados con la caballería y la literatura de corte.
Esta obra, elaborada por el historiador británico Maurice Keen, se propone responder a
una serie de cruciales preguntas

… ¿existió realmente una época de la caballería? ¿Acaso fue sólo un disfraz


cortés y una mera norma de conducta sin una superior influencia social de
importancia y mucho menos ≪la gloria de Europa≫? Y si alguna vez la
caballería significó algo más que una norma de comportamiento y una
determinada fraseología, ¿qué fue en realidad? (Keen, 2008: 11)

Esta obra resulta de relevancia, no sólo por la resolución de estas preguntas,


información nada desdeñable para representar una imagen acabada del periodo en
cuestión, sino también por los medios a los que recurre Keen para intentar responder a
aquellos interrogantes, siempre vigentes. En efecto, afirma que, para definir qué se
entiende por Caballería, se puede recurrir a múltiples fuentes, aunque “Entre las más
obvias están las novelas corteses, ya que los autores y redactores de los relatos
medievales se entusiasmaban explicando que las historias de sus héroes representaban el
modelo de la verdadera caballería” (Keen, 2008: 12). Sin embargo, es consciente de que
muchos colegas impugnarán su uso por ser una literatura de “evasión”, irreal, en suma
ficcional. Por ello, y aun pensando en que la literatura tiene mucho para dar de sí a la
Historia, recurre a fuentes “… que explican las actitudes de los hombres en el mundo
real y, por tanto, es menos vulnerable a la acusación de que las novelas se basan en un
mundo de ilusión” (Keen, 2008: 14). En pos de concretar este objetivo, el autor inglés
utiliza los tratados elaborados tanto por clérigos, para explicar la función de los
caballeros en el orden querido por Dios, como por seglares, nobles que escriben
opúsculos sobre lo esperable de un buen caballero, es decir guerra, caza, música y baile.

27
A lo largo de su libro, Keen va remitiendo constantemente al hecho de que aquellas
obras “no ficcionales” refieren al mismo estereotipo de caballero de los romans. Por eso
este libro resulta de suma valía para nuestra investigación, al proponerse demostrar que
la literatura no transmite únicamente entelequias y, por ende, es una valiosa fuente para
conocer una época dada del pasado humano.
Por otro lado, muchos historiadores y literatos se han ocupado de problematizar
el rol de los productores y difusores de las obras corteses; no obstante, debido a la
abundantísima bibliografía al respecto, hemos optado por mencionar algunas de ellas a
modo ilustrativo. En primer término encontramos obras ya clásicas como la mentada de
Ramón Menéndez Pidal “Poesía juglaresca y juglares…”, las de Martín de Riquer, “Los
trovadores y Vida y amores de los trovadores y sus damas”, además de “Los trovadores
y cortes de Amor”, de Jacques Laffite – Houssat, o el libro de René Nelli, “Trovadores
y Troveros”. Sin olvidarnos de Roger Boase, quien escribió “El resurgimiento de los
trovadores”, como así también otras más reciente como “El mundo de los trovadores”
de Linda Paterson. En todas ellas se trabaja la figura del juglar, que para algunos se
opone a la del trovador, v. gr. Riquer, siendo el primero un mero difusor con escasa
preparación y el último un músico y literato competente y formado que procedía de la
aristocracia; mientras que, para otros, como Menéndez Pidal, juglar y trovador se
eclipsan y confunden como dos caras de una misma moneda.
Asimismo, otros han problematizado al amor cortés como producto cultural;
cabe citar como obra de referencia a “El problema del Amor en la Edad Media” de
Pierre Rousselot, aunque tampoco podemos dejar de mencionar los trabajos de Denis de
Rougemont, “Amor y Occidente” y “Los mitos del Amor”. Asimismo, otras más
recientes, como “El amor en la Edad Media y otros ensayos”, de George Duby, “La más
bella historia del amor”, coordinada por Dominique Simonnet, “El redescubrimiento de
la sensibilidad en el siglo XII: el amor cortés y el ciclo artúrico” de Carlos García Gual,
y “El amor en la Edad Media. La carne el sexo y el sentimiento” de Jean Verdón. En
ellos el amor es planteado como un sentimiento cultural e histórico, producto de una
época y eje vertebrador de un imaginario que junto a la caballería dieron los rasgos
identitarios a la literatura cortés, fuente primordial de nuestro trabajo.

28
Un problema de la Historia: los vínculos entre los hombres y el
espacio.

En lo que respecta a la problemática de la relación del hombre con el espacio


debemos decir que la misma está presente como inquietud del hombre desde siempre.
No obstante, los cambios teóricos operados a comienzos del siglo XX marcan un punto
de cesura, en algunos casos, respecto a líneas intelectuales decimonónicas como el
determinismo geográfico. Dentro de la tradición francesa, los Annales constituyen un
aporte teórico inestimable en el estudio de la relación del hombre con su medio;
destacando de entre ellos Fernand Braudel, quien, hace más de sesenta años, nos
advertía en “El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II” que la
más inmóvil de todas las historias “… es la del hombre en su relación con el medio que
lo rodea…” (1976: 17); posteriormente profundizó su visión en “La Historia y las
Ciencias Sociales” al decir que la relación del hombre con la tierra se repite sin
interrupción y es “… susceptible de cambiar en superficie, pero que prosigue, tenaz,
como si se encontrara fuera del alcance […] del tiempo” (1970: 30).
También encontramos en otras tradiciones historiográficas trabajos que
reflexionan sobre el vínculo del hombre y el espacio. A modo ilustrativo
mencionaremos dos que no sólo analizan éste vínculo, sino que también recurren a
fuentes literarias como fuentes históricas para enriquecer el abordaje del mismo. En
efecto, ya en la década de 1950, Clarence Glacken escribió “Huellas en la playa de
Rodas. Naturaleza y cultura en el pensamiento occidental desde la Antigüedad hasta
finales del siglo XVIII”; obra que es una “… massive contribution to the history of
ideas takes as its theme the whole subject of Western man’s relation to the natural
world, from ancient times to A.D. 1800” (Walker, 1969: 62). Sin embargo esta obra ha
sido muy criticada debido a un uso, en ocasiones, descontextualizado de las fuentes
literarias, sobre todo de aquellas referidas al mundo clásico. A su vez, más cercana en el
tiempo se encuentra Man and the Natural World: Changing Attitudes in England, 1500
– 1800 de Keith Thomas. Libro que, en palabras del autor,

… attempts to reconstruct an earlier mental world in its own right. It seeks to


expose the assumptions, some barely articulated, which underlay the
perceptions, reasonings and feelings of inhabitants of early modern England

29
toward the animals, birds, vegetation and physical landscape… (Thomas, 1984:
7)

Asimismo, la investigación de Thomas afirma, en consonancia con nuestra


postura teórica, que es “… impossible to disentangle what the people of the past thought
about plants and animals from what they thought about themselves” (Thomas, 1984: 8).
Por último, es de nuestro particular interés destacar el gran aporte que ha
realizado el medievalista y lingüista Paul Zumthor en lo que respecta al análisis de los
espacios y lugares en su obra “La medida del mundo”. Obra en la que brinda un
entramado teórico muy bien fundamentado a partir del cual es posible decodificar la
representación del mundo percibido por los hombres. En tan completa investigación el
autor ha realizado un detallado camino que, partiendo de una concepción culturizada del
espacio y contextualizada en el Medioevo, con las particularidades que ello conlleva,
tiene su punto de origen en “La Morada”. Allí los hombres experimentan por primera
vez la espacialidad y se apropian de las coordenadas básicas para moverse en el espacio.
Aquí, Zumthor aprovecha para reflexionar sobre las edificaciones, el valor que lo
edificado tiene en el imaginario, para luego ocuparse de la sumatoria de lo edificado, la
ciudad. Desde este primer origen, el autor pone su foco en “el afuera”, lo cual en el
medioevo significaba “El cabalgar” recorriendo “La ruta” de los “Peregrinos y
cruzados”, así como también de “El caballero andante”. Por medio del andar el hombre
llega a “El descubrimiento” de “El universo” e ingresa a “Unos espacios ajenos”.
Finalmente, recordará todo aquello por medio de “Representaciones”, ya sea al “Relatar
el viaje” o con las “Cartografías” y “La imagen”, generando “El espacio de los textos”.
En suma, a través de un viaje por los espacios y lugares Zumthor nos permite conocer la
mentalidad que subyace en las taxonomías que ordenan el espacio y en las acciones de
aquellos hombres que lo viven, lo surcan y lo transforman. Por ello, constituye un hito
invaluable en el campo del medievalismo en su relación con el espacio y las
mentalidades

La Literatura como fuente histórica.

La locución latina de Cayo Tito, Verba volant, scripta manent, resuena como
una declaración de principios para el quehacer histórico, como una certeza que resiste

30
los embates de las crisis paradigmáticas de las Ciencias Sociales y Humanas. En efecto,
lo escrito nos genera la sensación ficta de encontrarse libre del paso del tiempo, de ser
un soporte inmortal del pensamiento humano. Mas, como apunta Certeau, la lectura es
siempre contextualizada 8, el presente se cuela entre las líneas de los viejos textos a
través nuestro, a través de cada línea que vivificamos al leerla. En suma, el texto escrito
permanentemente bordea las regiones del anacronismo y ningún tipo de texto se
encuentra libre de ello.
Tal aclaración toma sentido cuando apreciamos el hecho de que en el gremio de
los historiadores, la literatura sigue siendo percibida como una obra artística
exclusivamente y no como un documento escrito que nos aporta información de la
realidad en que se compuso. Si ponemos en tensión dicha situación emerge ante
nuestros ojos la oposición ficción–realidad, es decir que la literatura es un texto
ficcional, una entelequia sin pies ni cabeza, mientras que los documentos de cancillería,
las crónicas o los anales resultan formas “realistas” de usar la palabra para preservar
giros de realidades pretéritas. Sin embargo, esta afirmación, tomada como un dogma por
muchos académicos resulta una tautología cuando hacemos foco en ella, ya que en
primera instancia debiéramos preguntarnos si nuestras categorías de “real/ficcional”
responden a los criterios de la época en que esos textos se produjeron, al tiempo que
también deberíamos reflexionar sobre las posibilidades del discurso escrito, en general,
de esterilizar de toda ficcionalidad al texto producido. Por ello, consideramos oportuno
realizar una breve digresión sobre algunos puntos referidos al uso de la literatura como
fuente de la Historia, dado que esta tesis basa su soporte documental en la literatura del
amour courtois.
El nudo gordiano del valor de la literatura como fuente histórica se encuentra en
las posibles limitaciones que dichos textos presentarían para distinguir lo “real” de lo
“ficcional” o “distorsionado”. Pero este nudo se nos presenta a nosotros como hijos de
la modernidad y de su clasificación de los discursos y no necesariamente a los hombres
medievales. Sobre el particular, Roger Chartier apunta que existen otras “maneras de
leer”

8
Apunta Michel de Certeau, “… el texto no tiene significación sino a través de sus lectores; cambia con
ellos; se ordena de acuerdo con códigos de percepción que escapan a él”. CERTEAU, M. de (1990); La
invención de lo cotidiano. Artes de hacer. México D.F.: Universidad Iberoamericana T. I p. 183

31
… lo que supone entender cómo cada comunidad tiene sistemas de
clasificación de los géneros –que no son necesariamente los nuestros–, de
distinción entre ficción y verdad –que no tienen necesariamente los mismos
límites que para nosotros–, y también distinciones entre el discurso metafórico
e irónico, que debe tomarse al pie de la letra, etc. (Chartier, 2000ª: 125)

Pero no con ello queremos indicar que todos los discursos sean susceptibles de
homogeneización, por el contrario, cada tipo de discurso presenta sus particularidades,
sus riquezas y limitaciones. Debido a ello es que la literatura resulta un registro valioso
para conocer las representaciones sociales de una época, por sus particularidades, su
manera de narrar y describir, su circulación en el entramado social. Es decir, todo
discurso tiene una mezcla de ficciones y realidades, creencias, deseos y hechos; no hay
discursos libres de ellos y esto no debe entenderse como una limitación para conocer el
pasado, ya que el pasado no sólo fue “lo que ocurrió” sino también lo que aquellos
hombres creyeron, interpretaron o valoraron que sucedía. En este sentido, Roger
Chartier advierte que una lectura histórica de las obras literarias no debe reducirlas a
una disección para extraer fragmentos desarticulados en una búsqueda documental, no
debe destruir las “condiciones literarias” (Chartier, 2000a: 125) de la obra en cuestión
al realizar una “lectura reductiva, puramente documental” (2000a: 125) para usarlas en
pos de corroborar lo obtenido de las fuentes y técnicas tradicionales; ya que “destruye el
interés mismo de confrontarse con la literatura” (Chartier, 2000a: 126). El discurso
literario tiene su lógica que debemos respetar para extraer su riqueza.
Esta riqueza, que autores como Chartier sostienen en la actualidad, fue ya
observada por historiadores de la talla de Johan Huizinga en “El otoño de la Edad
Media”. En esta obra se plantea que la literatura resulta un valioso medio para “…
penetrar con la imaginación en toda esta susceptibilidad del espíritu, en toda esta
sensibilidad […] si se quiere apreciar el colorido y la intensidad que tenía la vida”
(Huizinga, 1994: 20).
Asimismo, Huizinga consideraba determinante el rol de la imaginación, lo cual
rompía a todas luces la matriz positivista que se señoreaba por las universidades de la
época, al momento de proponerse restituir el “color” de una época. Puesto en esta labor,
Huizinga cayó en la cuenta de que “Los documentos [oficiales] nos dan escasa noticia
de la diferencia en el tono de la vida que nos separa de aquellos tiempos, y nos hacen
olvidar el vehemente pathos de la vida medieval” (Huizinga, 1994: 21 – 22). Por lo que

32
extendió su pesquisa hacia el arte y la literatura, recurriendo a las historias corteses
como una de las fuentes más valiosas para recuperar el código de comportamiento y los
valores de la sociedad francesa y flamenca de la época debido a que en su opinión la
literatura caballeresca no era un producto artificial de la época sino que “La vida
respiraba en ello el aire de la literatura, mas en conclusión ésta lo aprende todo de la
vida. En el fondo, la visión caballeresca del amor no ha aparecido en la literatura, sino
en la vida” (Huizinga, 1994: 108). Esta postura teórico metodológica nos recuerda a la
ya expuesta por Maurice Keen en páginas anteriores y ello se debe a que Keen
considera como un valioso antecedente en su trabajo a “El otoño de la Edad Media”.
A su vez, la importancia de la literatura como un recurso insustituible para el
quehacer historiográfico fue tenida en cuenta por otros historiadores como Howard
Patch; él cual, en “El Otro Mundo en la literatura medieval”, se propone comprender la
visión que el hombre de la Edad Media tenía sobre el “otro mundo” en función de las
diferentes tradiciones culturales que nutrían su literatura. También, debemos aludir a la
obra de Keith Thomas, ya antes mencionada, en la cual el autor justifica el uso de la
literatura como fuente histórica debido a que:

For all the defects of imaginative literature as a historical source, there is


nothings to surpass it as a guide to the thoughts and feelings of at least the
more articulate sections of the population. The book is thus intented to do
something to reunite the studies of history and of literature… (Thomas, 1984:
8).

En suma, la valía de los textos literarios para la Historia se pone de relieve sobre
todo dentro del marco teórico propuesto por la Nueva Historia Cultural y en su
particular equilibrio entre discursos y prácticas. En éste sentido, Chartier considera que
uno de los aspectos ineludibles al momento de utilizar los presupuestos, ya enunciados
en páginas anteriores, para abordar un texto es la articulación paradójica entre una
“diferencia”, es decir la manera en que cada época y sociedad rescata y separa de la
cotidianeidad un dominio particular de la actividad humana, y las “dependencias”, que
inscriben la invención estética e intelectual en sus “condiciones de posibilidad e
inteligibilidad” (Chartier, 2005c: 22). Esta relación es compleja y

… hunde sus raíces en la trayectoria misma que otorga significación a las


obras más potentes, construidas a partir de la transfiguración estética o

33
reflexiva de las experiencias ordinarias, comprendidas a partir de las prácticas
propias de sus diferentes públicos (Chartier, 2005c: 22)

Aquí Chartier apunta a un aspecto clave para entender el valor de la literatura


como fuente de la historia, cada una de los relatos que la literatura nos transmite surgen
de una experiencia ordinaria que ha sido significada, transfigurada, cargada de
representaciones con sus transparencias y opacidades. Lo cual significa que siempre hay
elementos externos al productor del discurso, hay elementos inconscientes que se cuelan
en el texto. Asimismo, en el discurso existen condiciones de posibilidad, “De suerte que
nadie ingresa al orden del mismo [del discurso], si no satisface ciertas exigencias y está
calificado para hacerlo” (Colombani, 2008: 40).
Así, todo discurso nos habla de la época en la que se gestó, ya sea en sus
transparencias como así también en sus opacidades o desplazamientos; aunque “A
menudo, los historiadores deben contentarse con registrar los desplazamientos operados
en los sistemas de representación” (Chartier, 2000b: 54). De la misma opinión es
George Dumézil en Mythe et Epopée, T. I, al afirmar que las obras literarias “… no son
invenciones dramáticas o líricas gratuitas, sin relación con la organización social o
política, con el ritual, la ley o las costumbres; su papel es por el contrario justificar todo
esto, expresar en imágenes las grandes ideas que organizan y sostienen todo esto” (en
Le Goff, 1983: 309).
Ciertamente, el texto literario siempre remite a una referencialidad extratextual,
ninguna obra es una creación ex nihilo sino que “Se cuenta lo que se ha experimentado,
pues aunque en el caso de la ficción literaria se hable de algo inventado, se utilizan –
también– retazos de sensaciones, fragmentos de experiencia real para hacer convincente
lo narrado” (Díaz Viana, 2008: 71). Asimismo, afirma Carlo Guinzburg que “… toda
descripción está culturalmente condicionada, y por ello no es neutral…” (1991: 162).
Sin embargo, no debemos entender que el discurso está condicionado por las prácticas o
es condicionante de ellas de manera absoluta. Para comprender el interjuego que se
genera entre discurso, en este caso literario, y las prácticas resulta útil recurrir al
concepto de negociación elaborado por el New Historicism estadounidense. Éste
designa

34
… la relación entre los textos y los rituales, las prácticas religiosas o jurídicas,
las políticas de lo cotidiano y la obra de arte. Una negociación estética con
estas prácticas o con estos discursos ordinarios hace que la ficción, al
desplazarlos, produzcan a la vez un efecto estético específico y mantenga una
vinculación con estos discursos o prácticas que finalmente permiten al público
descifrar la ficción –la cual trabaja con lo que es su matriz en el mundo social
[…] Lo que importa es el juego entre una práctica social y una ficción literaria
(Chartier, 2000a: 129)

Ese juego entre práctica y ficción en la Edad Media hace imposible distinguir
claramente “… la leyenda de la representación histórica, generalmente ambas se
confunden en la conciencia medieval. En otras palabras: ≪En la Edad Media no existe
[…] leyenda alguna, pues no se cuestiona nunca la realidad de lo extraordinario≫”
(Köhler, 1990: 16).
Es por eso que existen autores que niegan la operatividad del concepto
“literatura” al hablar del Medioevo, ya que establece una división artificial y anacrónica
entre producciones escritas que no respondieron a dicha taxonomía en su tiempo. Sobre
9
el particular, Paul Zumthor afirmó que el término “literatura” al ser aplicado como
categoría atemporal al Medioevo empobrece a las fuentes y sesga el trabajo con ellas al
no contemplar la oralidad 10. En efecto, décadas atrás los medievalistas se aferraron
fuertemente a la idea de “literatura” clásica y comenzaron a utilizar el término
“oralidad”, por lo general, con una función negativa que apuntaba a la ausencia de
escritura (Zumthor, 2001). Recién los trabajos realizados por antropólogos, sobre el
carácter trascendental de lo oral en la configuración de las historias que dieron entidad a
la literatura 11, impactaron en el gremio de los medievalistas en la década de 1970.
Mas, la utilización del concepto “literatura”, como producción escrita ficcional,
no sólo es criticada por dejar fuera a la oralidad, rasgo determinante de la producción de
relatos e historias en la Edad Media. Sino que también define a la literatura como un
discurso ficcional desvinculado del momento histórico; cosa que no es aceptado por

9
En palabras de Paul Zumthor: “O termo literatura marcava como uma fronteira o limite do admissível”.
ZUMTHOR, P. (2001); A letra e a voz: A “literatura” medieval. São Pablo: Companhia das Letras p. 8.
10
Tras la Segunda Guerra Mundial muchos de los parámetros de los estudios literarios, vinculados con la
reafirmación del Estado nación se derrumbaron y de la mano de la Historia y otras Ciencias Humanas.
Paul Zumthor asegura que estos cambios impactaron lentamente dentro del Medievalismo, al punto que
“…o termo oralidade entroduce como um ladrão no vocabulário dos medievalistas”. Ibíd. p. 9.
11
Zumthor entiende que la “…voz foi então um fator constitutivo de toda obra que, por força de nosso
uso corrente, foi denominada “literária”. Loc. cit..

35
todos en la actualidad, sirva de ejemplo la opinión de Leonardo Funes, quien considera
que

… en la Edad Media no se reconocía esa distinción taxativa entre lo ficcional y


lo no ficcional […] La textualidad medieval manifiesta una concepción
radicalmente diferente de los límites entre ciencia y arte, entre historia y
fabulación; se trata más bien de zonas borrosas en las que sólo podemos captar
con cierta claridad el hecho de que cada texto alude a un saber, mantiene una
conexión con alguna forma de verdad, aunque no sea inmediatamente evidente
para nosotros (Funes, 2009: 22)

Así, para Leonardo Funes el término literatura, al trasladarlo al Medioevo,


pareciera homogeneizar una realidad compleja e hibrida de arte basado 12 en la palabra, a
la mera escritura; por ende, Funes se niega a referirse a lo que comúnmente entendemos
como literatura con este término y genera un sucedáneo que hace hincapié en su carácter
escrito, el de “producción verbal” 13. En efecto, la idea de la literatura como el conjunto
de los textos poéticos y ficcionales, para Funes, es “… inhallable en la textualidad
medieval, que abarca tipos de textos que no podríamos hoy catalogar como literatura:
libros de caza, crónicas, lapidarios, herbarios, bestiarios, fisiólogos, libros de viajes…”
(Funes, 2009: 21). No obstante, hay autores que consideran que existe una fuerte
obediencia a los géneros “literarios” por parte de los autores medievales, aunque hay
claros indicios de que estos géneros se estaban (re)definiendo a la luz de la nueva
realidad que significó la Plenitud Medieval. Uno de los autores que defiende el respeto
de los géneros, definidos como “literarios”, es Jacques Le Goff, quien expresa con
claridad que

… la literatura medieval, por su obediencia con frecuencia rígida a las leyes de


los géneros bien fijados, al peso de autoridades coactivas, a la presión de
lugares comunes, imágenes y símbolos obsesionantes aunque empobrece el
contenido manifiesto de los sueños, ofrece las mayores oportunidades a quien
trata de alcanzar el contenido latente (1983: 283)

12
El rasgo específico de la Cultura Medieval “… sería la coexistencia de oralidad y escritura en el seno
de una sociedad mayoritariamente iletrada. Esta coexistencia nos enfrenta a una de las muchas paradojas
que tiene esta cultura tan peculiar: la oralidad y la escritura son simultáneamente hegemónicas”. FUNES,
L. (2009); Investigación literaria de textos medievales: objeto y práctica. Buenos Aires: Miño y Dávila
Editores p. 31.
13
Este término es desarrollado por Leonardo Funes para poner el acento en “…la productividad de una
práctica cultural y en su carácter lingüístico o discursivo, a la vez que permite abarcar la oralidad, la
auralidad y la manuscritura”. Ibíd. p. 23

36
Sin embargo, al margen de estos debates sobre la existencia o no de géneros
literarios claramente delimitados, resulta fundamental que ambos autores consideren
que la época es susceptible de ser conocida a través de los textos literarios, no tanto en
sus acontecimientos sino más bien en las representaciones que subyacen y significan el
quehacer de los hombres. En efecto, aunque Le Goff advierte que “Esta relación [entre
literatura y realidad] no es simple” (1983: 125), también expresa que

La imagen de la sociedad que aparece en la literatura (o la iconografía, bajo


formas tan pronto emparentadas como diferentes, porque la literatura y artes
figurativas tienen con frecuencia su especificidad temática) mantienen con la
sociedad global de la que ha salido, con las clases dominantes que la mandan,
con los grupos restringidos que la completan, con los escritores que la realizan,
relaciones complejas (1983: 25)

Así, el texto nunca es del todo ficcional, aun en aquellas épocas históricas, como
la nuestra, en que el abismo entre texto real, ya sea científico o periodístico, y ficcional
parece insalvable. Los textos se nutren y nos hablan de una ápoca, lo haya pretendido o
no el autor, pero ¿Por qué es posible que escuchemos lo que aquellas obras tienen para
decir? ¿Cómo podemos entender aquel lacónico canto que tiene ecos tan antiguos como
el hombre?
Quizá parte de las respuestas de estos interrogantes las encontremos en las
reflexiones vertidas por Marc Bloch en su famosa “Apología para la historia…”. Allí
apuntaba que en su época ya no se creía, a diferencia de lo que pensaron Maquiavelo,
Hume o Bonard, que en el tiempo había al menos algo inmutable, el hombre; sino que

Hemos aprendido que el hombre también ha cambiado mucho: en su mente y,


probablemente, en los más delicados mecanismos de su cuerpo. ¿Cómo podría
ser de otro modo? Su atmósfera mental se ha transformado profundamente; su
higiene y su alimentación también (Bloch, 1998: 154)

Sin embargo, si no se morigerara esta sentencia, nos sería imposible tender un


puente entre aquellos hombres y nosotros, sus obras serían inconmensurables incógnitas
a los ojos atónitos del presente, la Historia como comprensión del pasado carecería de
sentido. Por ello, Bloch hace la siguiente salvedad: “Sin embargo, es necesario que en la
naturaleza humana y en las sociedades humanas haya un fondo permanente, sin el cual
los nombres mismos de hombre y sociedad no significarían nada” (Bloch, 1998: 154).

37
Ese “fondo permanente”, o je ne sais quoi, que nos hace hombres con empatía
hacia otros hombres pretéritos es definido por Díaz Viana como

La continuidad de una lengua, de unas costumbres, de unas creencias, de una


tradición, a las que apelaba Freud, es lo que nos une al pasado y permite que
lo reconstruyamos en la convicción de que no traicionamos lo que también
fueron y sintieron nuestros antepasados. (2008: 46)

Es decir, la cultura es la que nos une con otros hombres en el tiempo, es verdad
que “No somos los mismos, pero no estamos tan lejos de ellos tampoco…”. En efecto,
existe una empatía con sentimientos o sensaciones de esos hombres remotos, porque
“… una corriente subterránea de tradiciones nos enlazan mutuamente; en especial a
aquellos con los que no dejamos de compartir una cultura cuyos orígenes están en su
lenguaje y pensamiento” (Díaz Viana, 2008: 46)
Por ello, la literatura, entendida como un concepto flexible y ambiguo en el
Medioevo, es una fuente con un valor insustituible para acceder a esas representaciones,
esas imágenes que son a un tiempo “… una expresión, un reflejo y una sublimación o
un camuflaje de la sociedad real” (Le Goff, 1983: 125). Ciertamente, al igual que las
representaciones, la literatura no es una ventana al pasado “tal cual fue”, sino que se
constituye por transparencias, opacidades y desplazamientos que son articulados en el
discurso por el historiador que desde el presente les restituye la vida, por ello es que Le
Goff advierte que, si la literatura es entendida como un espejo de la sociedad, debemos
estar advertidos que

… se trata por supuesto de un espejo más o menos deformante según los deseos
conscientes o inconscientes del alma colectiva que se mira en él y sobre todo
según los intereses, los prejuicios, las sensibilidades, las neurosis de los grupos
sociales que fabrican ese espejo y lo tienden a la sociedad […] Este espejo de
la sociedad que nos tiende la literatura puede ser a veces un espejo sin azogue,
a cuyo través las figuras se desvanecen, son escamoteadas por los espejeros
(Le Goff, 1983: 125 – 126)

Sin embargo, consideramos que estas deformaciones, pliegues, eclipses y


transparencias no empobrecen el valor de esas fuentes sino que, por el contrario,
permiten aprehender, asir con la fugacidad de un destello, intereses 14, tensiones

14
Según H. Oncken, la fantasía humana “… tiene siempre la necesidad de representarse la imagen ideal
de aquello a lo que aspira en el presente como realmente existente en el pasado remoto”. En efecto, hasta
las idealizaciones de una realidad, proyectadas en el pasado, nos habla de los deseos, las carencias y la

38
discursivas, negociaciones e imposiciones que se nos transmiten por medio de esos
discursos. Debemos superar la idea de que

No es esa cultura de las leyendas y costumbres menos cultura o menos fiable


desde el punto de vista de la continuidad humana que la otra, la de la Historia,
los libros y los documentos, sino –quizá– todo lo contrario. Es esa continuidad
la que nos permite creer que podemos sentir y hasta pensar como los que nos
precedieron, más que el saber por escrito de sus palabras o sus luchas (Díaz
Viana, 2008: 45)

En suma, la literatura, siempre entendida como un término operativo que no se


encuentra en la época objeto de esta tesis, resulta una fuente de primer orden para el
trabajo de los historiadores. Las duras críticas que ha recibido por su subjetividad o
ficcionalidad, que le serían inherentes, hemos visto que no es patrimonio exclusivo de
este tipo de discurso sino transversal a todo discurso en tanto producción humana.
Asimismo, capitalizando lo apuntado por posmodernistas como Paul Feyerabend,
debemos entender que el discurso científico moderno responde a la lógica de una época
y no debe proyectarse a todo el pasado humano, la Edad Media produjo discursos que
respondían a otra lógica y empobreceríamos su tratamiento si sólo relegáramos a la
literatura a un mero divertimento o sublimación del arte que no soporta en sí misma
ninguna realidad material. Ello es lo que nos proponemos demostrar en las páginas
subsiguientes, la valía de estas fuentes para conocer la realidad y las representaciones de
una época, en este caso la Plenitud Medieval francesa.

realidad en la que aquella imagen se gestó. Todo habla del hombre, todo nos habla de nosotros en el
tiempo. En KÖHLER, E. (1990); La Aventura Caballeresca. Ideal y realidad en la narrativa cortés. Trad.
Blanca Garí. Barcelona: Sirmio p. 15

39
SEGUNDA PARTE

LITERATURA DEL AMOR CORTÉS:


ESCRITURA, ORALIDAD Y
CIRCULACIÓN DE LA CULTURA
Capı́tulo III
El Amor Corté s: literatura verná cula y có digo amoroso.

El amor es un invento del siglo XII


CHARLES DE SEIGNOBOS

T
al como se presume que afirmó Seignobos en su tiempo, el amor, tal y
como lo entendemos actualmente, es fruto de las condiciones políticas,
sociales y culturales de los siglos XII y XIII. En efecto, los siglos XII y
XIII, marca una bisagra en el desarrollo de Europa, por lo que ha sido denominado por
la historiografía como una época de “florecimiento”, de “renacimiento” y, más
recientemente, como de “crisis”; subyaciendo en todos estos términos la idea de cambio,
de contraste. El inicio de la reurbanización de Europa dinamizó a la sociedad y la Iglesia
no quiso quedarse fuera de este cambio. En efecto, con la Reforma Gregoriana la Iglesia
aumentó sus pretensiones de control sobre las urbes a través de un fortalecimiento del
clero secular por sobre el regular, lo que marcó un deterioro del poder de los
monasterios, aunque no un declive definitivo como se observa en la reforma
cisterciense15. Mas, el auge de una Iglesia más terrena y más urbana marcó cambios
profundos, v. gr. las escuelas catedralicias en las que la formación de los clérigos
mejoró al tiempo que los saberes se volcaban de los scriptorium a las calles; sirviendo
de base para las futuras universidades con sus programas de estudios conformados en
torno a las siete artes liberales de la Antigüedad, el quadrivium (aritmética, geometría,
astronomía y música) y trívium (retórica, dialéctica y gramática). Ciertamente, la
renovación no acabó con el Magister dixit que fundamentaba el principio de las
15
La orden fue fundada en Cîteaux o Cistercium (Borgoña, Francia) en 1098, época en la que la orden de
Cluny había comenzado a decrecer en poder e influencia, organizándose en la “Carta de Caridad” (1114)
bajo las reglas benedictinas de sencillez en el culto, pobreza, silencio, trabajo manual y ruptura con el
mundo. Pero el despegue intelectual y político de los cistercienses llegó con el arribo de san Bernardo
(1115 – 1153) a la abadía de Claraval. Gracias a su labor la orden se expande a lo largo del siglo XII,
encontrándose monasterios desde España a Polonia y de Tierra Santa a Irlanda, los que se vinculaban en
torno a una de las cinco grandes abadías (Cîteaux, la Ferté, Pointigny, Clairvaux o Claraval y Morimond)
y a un poder central con sede en Cîteaux, formado por el abad general y el capítulo general. La
organización flexible de los monasterios cistercienses les aseguraba una total autonomía interna, limitada
sólo por la visita anual del abad de la casa matriz.
autoridades en la (re)producción de los saberes. Pero, a pesar de ello, entre los muros de
estos centros de estudio se dieron grandes lides intelectuales, como las de Pedro
Abelardo y Bernardo de Claraval o la celebérrima “querella de los universales”.
En este sentido, la innovación intelectual más destacada de la Plenitud Medieval
fue sin lugar a dudas la Escolástica, al permitir la existencia del pensamiento aristotélico
en el rígido marco del cristianismo medieval. Aristóteles fue lentamente asimilado al
entramado conceptual de la Cristiandad 16, lo cual hizo que el siglo XIII conociera “…la
primera madurez de la civilización occidental” (García Turza en Álvarez Palenzuela,
2002: 534). En efecto, el redescubrimiento de Aristóteles, aun por manos de infieles
―árabes y judios―, no pudo ser ignorado ni reprimido por la Iglesia, aunque una
corriente agustinista se aferró a los planteos de San Agustín. Por su parte, la corriente
aristotélica de san Alberto Magno y santo Tomás de Aquino buscaron “cristianizar” al
filósofo griego partiendo de la convicción de la autonomía de la razón humana. Santo
Tomás logrará la concordia de la razón y la fe, de naturaleza distinta, a través de la
revelación, que posibilita al hombre conocer aquellos temas teológicos que superan la
capacidad de la razón, la cual opera en el mundo sensible.
En suma, esta efervescencia en el pensamiento no sólo estremeció el edificio de
la filosofía sino que también estalló en un abanico variopinto de literaturas vernáculas,
que le contaban viejas y remozadas historias al pueblo en su lengua. Esa literatura
―tanto oral como escrita― se encontraba receptiva a nuevas historias que superaran las
heredadas del mundo grecorromano, y una de sus vertientes mixturó las historias
célticas con un fine amour consumido en las cortes francesas. En las páginas siguientes
nos ocuparemos de analizar las particularidades tanto de la región en que surgió la
literatura del Amor Cortés como de la literatura que constituye la fuente principal de
esta tesis.

16
La Dialéctica, y su importancia para los intelectuales de la Edad Media junto con la Gramática y la
Teología, a la cabeza de las disciplinas de conocimiento, permitió un progresivo conocimiento, a lo largo
del siglo XII, de las obras de Aristóteles, su Organon y los Analíticos. Estas obras no constituyeron un
corpus filosófico, sino más bien una propedéutica que tejió las bases de la plataforma metodológica de la
Escolástica con su frequens interrogatio.

42
La literatura del fin’amor: surgimiento de una literatura
vernácula y de un código de comportamiento.

La literatura del fin’amor, como se la conocía en su época, o del Amor Cortés,


denominación decimonónica acuñada por Gastón Paris, es producto de la confluencia de
diversos factores, por lo cual su faz es cambiante y compleja. En el marco de la
efervescencia cultural 17 a la que brevemente hemos aludido, la (re)producción de
historias 18, en los sectores de la elite, se permite abandonar el uso exclusivo del latín
para transmitirlas; en efecto, las lenguas vernáculas, lenguas locales producto de la
hibridación secular del latín con otras lenguas germanas, que ya eran usadas por el
pueblo en su vida diaria, fueron “elevadas” al ámbito de la corte aristocrática para
fructificar en múltiples obras 19. De entre ellas, dos constituyeron los pilares de la vasta
producción cortés, la lengua de Oc y la de Oïl 20, en el sur y norte galo respectivamente.
Las cuales, a la vez, expresaron formas contrapuestas pero complementarias de entender
la cortesía y la nobleza.
Sin embargo es imposible ignorar que la producción literaria cortés superó los
encorsetamientos geográficos de esta tesis. En efecto

Ellos [los trovadores y juglares] y su literatura desbordan las fronteras


lingüísticas […] Su mundo geográfico limita con Islandia al norte, el Nilo al

17
“Entre el siglo V y X nacen los hábitos de pensar y sentir, los temas, las obras que formarán e
informarán las nuevas estructuras de la mentalidad y sensibilidad medievales. En la alta Edad Media
occidental se hace evidente una novedad en la cultura que consiste en las relaciones que se establecen
entre la herencia pagana y la aportación cristiana […] por lo menos en las etapas instruidas, había llegado
a un grado de homogeneidad suficiente como para que podamos considerarlas compañeras de juego.
Después del s. V y hasta el s. XIV no hubo conflicto entre la cultura pagana y la cristiana; san Agustín
dijo que los cristianos debían usar la cultura pagana como los judíos usaron la egipcia”. LE GOFF, J.
(1999); La civilización del occidente medieval. Trad. Godofredo González. Barcelona: Paidós pp. 97 – 98
18
Entendemos que el término “literatura”, que refiere a un discurso ficcional, debe aplicarse con
precaución al mundo medieval para evitar caer en anacronismos, porque “Los escritores del Occidente
medieval no establecen compartimientos estanco entre la literatura científica o didáctica y la literatura de
ficción”. LE GOFF, J. (1983); Tiempo, trabajo y cultura en el Occidente medieval. Trad. Mauro Armiño.
Madrid: Taurus p. 271
19
María Aurora Aragón considera que la literatura propiamente medieval comienza con el siglo X y
concluye a fines del siglo XVI. ARAGÓN, Mª A., “Introducción” en PRADO, J. del (Coord.) (2010);
Historia de la literatura francesa. 3ª ed. Madrid: Cátedra
20
“La lengua de oc no corresponde ni a una nación, ni a una región determinada, sino que está formada
por un conjunto de lenguas del sur de Francia, en las que se utilizaba la forma oc para decir ≪si≫, frente
al grupo de aquellas otras, en el norte, que utilizaban la forma oïl”. CASAS FERNÁNDEZ, F. de, “La
lírica” en PRADO, J. del, op. cit. p. 145

43
sur y Hungría y la Tierra Santa de las Cruzadas al este. Lo divide entre
cristianos y paganos, y no tiene más que una idea nebulosa de la frontera
geográfica (Paterson, 1997: 13)

Sin embargo, a fines metodológicos y operativos es necesario circunscribir el


recortes espacial objeto de esta tesis al reino de Francia, cuya geografía se dividía
cultural y lingüísticamente, a partir de un eje este – oeste marcado por el río Loira, en
dos mitades, a saber: por un lado, el norte galo con su literatura en langue d’Oïl, muy
vinculada con los mitos y las tradiciones anglosajonas y germánicas; mientras que, por
el otro, la literatura en langue d’Oc, primaba en el Midi francés, relacionado, por su
actividad portuaria, con costumbres bizantinas y andalusíes.
Mas, ambos presentan un punto de contacto en su carácter laico 21, aunque
tardíamente la producción en langued’Oïl se cristianizó bajo la égida de la Iglesia 22.
Según Jacques Le Goff, el género del Amor Cortés se enmarca dentro de la “reacción
folklórica” que a partir de la época carolingia “… será cosa de todas las capas laicas”
(1983: 120) y eclosionó con fuerza en la cultura occidental a partir del siglo XI,
paralelamente a los grandes movimientos heréticos y como respuesta al bloqueo cultural
que la Iglesia impuso a la cultura popular 23. Por ello, Le Goff coincide con la opinión de

21
Carlos García Gual acuerda con esta afirmación al decir que con el renacimiento del siglo XII “…
aparece ahora una literatura profana, mundana y autónoma, que se expande en los círculos cortesanos en
lengua vulgar […] de temas mundanos, que exalta la guerra, el amor y las hazañas de los caballeros”.
GARCÍA GUAL, C. (1997); El redescubrimiento de la sensibilidad en el siglo XII: el amor cortés y el
ciclo artúrico. Madrid: Akal p. 8
22
Según Victoria Cirlot, “… el ambiente caballeresco, se cristianiza desde Robert de Borón…” CIRLOT,
V. (2010); La visión abierta. Del mito del Grial al surrealismo. Madrid: Siruela p. 97 – 98. Pero alcanza
uno de sus puntos de mayor cristianización con la Vulgata o Lancelot en prosa (compuesto por La Queste
del Saint Graal, el Livre de Lancelot y La Mort le Roi Artu). A partir de la Quêste “…se construye un
relato gradual y progresivo a partir de una clara clasificación de la caballería y su diferenciación entre la
terrenal, formada por Hector, Lionel y Gauvain, y la celestial, cuyos representantes son Boores, Perceval
y Galaad. El mundo feérico de origen celta tan presente en Perlesvaus se va diluyendo aquí para poblar el
espacio de la aventura caballeresca de blancas abadías y blancos monjes, lo que sirvió de primer indicio
para argumentar la influencia de la mística cisterciense en la sobras”. Ibíd. p. 94. Por su parte, según Mª
Aurora Aragón, la cristianización del ideal caballeresco, a través de la cristianización de las obras del
Amor Cortés, es una manifestación del poder sacerdotal. En contraste con la muerte de Roldán, que aun
muriendo bajo el signo de Cristo, rige su conducta moral por su linaje, su rey y su patria; en la última
novela de Chrétien de Troyes, Perceval se cristianiza a través del mito del Grial y del episodio de Viernes
Santo donde se topa con caballeros que posesionan despojados de todas sus riquezas y boato. ARAGÓN,
Mª A., op. cit.
23
Afirma Le Goff que “… los monasterios hacen penetrar lentamente el cristianismo y los valores que
comporta en el mundo campesino, hasta entonces poco afectado por la nueva religión, mundo de largas

44
Erich Köhler de que el renacimiento de una literatura profana en los siglos XI al XIII
fue producto del “… deseo de la pequeña y mediana aristocracia de los milites de
crearse una cultura relativamente independiente de la cultura clerical con la que se había
conformado muy bien próceres laicos carolingios” (en Le Goff, 1983: 220). Asimismo,
expone que esa nueva cultura feudal, laica, tomó elementos de la cultura folclórica24
subyacente, ya que era la única cultura de recambio frente a la clerical, a la que los
señores 25 podían recurrir.
Ciertamente, la aristocracia construyó una imagen de sí misma, en la que tomó
elementos de la cultura popular y otros de los sectores bajos de la nobleza, de la
caballería. Ello pone de manifiesto que la sinonimia establecida entre noble y caballero
no es tal en su origen. En sus orígenes, fue la baja aristocracia la que tomó las armas de
la caballería en busca de riqueza y ascenso social y posteriormente la alta aristocracia se
apropió de aquellos símbolos. La heráldica es un claro ejemplo, en el que la alta
aristocracia reguló su uso, cerrando filas frente a la burguesía en ascenso. Es por eso
que Johan Huizinga define al ideal caballeresco como “… la ideología de aquel grupo
que vive en la esfera de la corte y de la nobleza” (Huizinga, 1994: 94); es decir, no
apunta a la realidad de la caballería sino a su representación dentro del imaginario social
de la aristocracia medieval. En el capítulo siguiente abordaremos la construcción de la
fachada social del noble por lo cual aquí sólo mencionaremos brevemente la opinión de
Jesús Rodríguez–Velasco respecto al discurso caballeresco, el cual transmitía la idea de

tradiciones y de las permanencias, pero que se convierte en el mundo esencial de la sociedad del
Medioevo”. LE GOFF, J. (1999); La civilización… op. cit. p. 104
24
Victoria Cirlot apunta que los viejos mitos célticos y germánicos fueron tomados como objetos dignos
de ser escritos durante los siglos XII y XIII: “La fugacidad de los relatos orales transmitidos por bardos y
juglares fue sustituida por la fijeza del manuscrito…” CIRLOT, V. (2010); op. cit. p. 9
25
Según apunta Joseph Morsel, “Entre los siglos VII y IX se pone en marcha, sobre todo entre el Loira y
el Rhin, una nueva forma de dominación social, aplicada sobre la tierra y los hombres, que homogeneiza
la dependencia frente al dominus (el señor): el dominio bipartito, precozmente atestiguado en las tierras
monásticas y reales”; esta forma de dominación es el señorío que atomiza la autoridad del monarca en
torno a una pléyade de nobles de distinto rango. El rango de la aristocracia y el distingo que existía entre
un gran aristócrata de uno pequeño o de un simple hombre libre con posesiones “… tenía que ver menos
con el tamaño que con el número de dominios, que se hallaban dispersos a una escala variable en función
precisamente del rango social. Cuanto más elevado era éste, más vasta resultaba el área de dispersión.
Recíprocamente, cuanto más dispersos eran los dominios, más grande resultaba el prestigio del
aristócrata”. No obstante, no debemos entender al señorío como a un espacio o una suma de espacios
porque “…la idea de un señorío concebido como un espacio es falsa en sí misma: el ≪señorío≫
constituye el poder de un señor” MORSEL, J. (2008); La aristocracia medieval. El dominio social en
Occidente (siglos V – XV). Trad. Fermín Miranda. Sueca: Publicacions de la Universitat de València pp.
89, 91 y 212.

45
que la nobleza civil o política ―opuesta a la nobleza teologal que hundía sus raíces en
la Alta Edad Media― “… es un estado abierto, al que se puede acceder desde el estado
plebeyo, siempre y cuando medie un acto virtuoso y la gracia del monarca o príncipe”
(Rodríguez–Velasco en Fleckenstein, 2006: XXXVI).
Sin embargo, ello no debe hacernos pensar que existía una clara idea de
igualdad, al menos en potencia en todos los hombres, sin importar su rango u origen. En
este sentido la fábula caballeresca, apuntada por Rodríguez-Velasco, resulta
esclarecedora dado que la caballería se constituye en un catalizador que revela la
nobleza subyacente en la naturaleza del individuo, aunque se encuentre desposeído de
títulos, v. gr. el caso de Perceval quien aparentaba ser un galés sin rango ni
caballerosidad pero que al darse la ocasión demuestra que la caballería era algo que se
hallaba en su sangre, en su naturaleza, aunque hasta el momento en que se topó con los
caballeros en el bosque jamás hubiera conocido aquel mundo de justas, blasones y
caballeros.
En suma, si bien la caballería era un estado abierto sólo admitía en su interior a
quienes dieran las muestras de merecimiento que únicamente un noble de noble estirpe
podía alcanzar por ser tales capacidades inherentes su condición.

1. Los romans courtois.

Consideramos oportuno ocuparnos de las características propias de las obras


literarias que son fuentes de nuestra tesis y soporte de aquel ideal caballeresco con el
que se autodefinió la aristocracia. El término roman courtois, cuya traducción al
castellano es novela cortés, refiere a un género surgido y desarrollado durante la
Plenitud Medieval y que se extiende hasta la Baja Edad Media, entre los siglos XII al
XV. No obstante, el término “género”, en el marco de la realidad medieval, debe
entenderse con mayor flexibilidad que al aplicárselo a producciones literarias
contemporáneas. En efecto, no podemos ignorar que se trata de formas literarias nuevas,
nacidas a la luz de la efervescencia cultural del siglo XII, cuyas normas se fueron
produciendo acompasadamente con la escritura de las obras mismas, dado que no se
encuentra parangón en los modelos clásicos. Por esto, las categorías “puras”, propuestas

46
por los géneros literarios, no pueden aplicarse, sin caer en parcializaciones, sobre obras
“impuras” que experimentan con la palabra sin respetar categorías apriorísticas.
Por ende, al hablar de género en estas páginas nos referimos a un conjunto de
obras que manifiestan cierta homogeneidad que las hace susceptibles de ser
diferenciadas de otras formas narrativas coetáneas. Así, Victoria Cirlot afirma que en
los romans corteses “… emerge un mundo regulado por unas normas de conducta
particulares en el interior de un grupo social concreto, la caballería, así como en las
relaciones entre los dos sexos fijadas según el código del amor cortés” (en Prado, 2010:
80)
Como se ha dicho anteriormente, el siglo XII fue el escenario en el que cristalizó
este nuevo género que tuvo como ámbito por excelencia a la corte; como tópico
vertebrador, al amor; y como protagonista al héroe cortesano. Asimismo, compitió por
un público aristócrata que anteriormente había optado por las historias épicas. Cabe
mencionar que, el desarrollo del género presenta dos etapas bien diferenciadas, estando
la primera contenida entre los siglos XII y XIII; mientras que la segunda se corresponde
con los siglos XIV y XV. En la primera de ellas, la cual compete al corte temporal de
nuestra tesis, la producción de los romans se vincula con la creación de un proyecto
cortesano como modelo de estado, en contraposición a la segunda, donde se da una
reconversión de las historias ya alejadas de los ámbitos cortesanos.
Los orígenes del roman habría que situarlos, para autores como Victoria Cirlot,
en el sur de la Gran Bretaña, y muy vinculados con el mecenazgo de los reyes ingleses
de las dinastías Normanda y Plantagenet, v. gr. en la corte de Enrique I Beauclerc se
realizó la primera traducción de una obra latina, Navigatio Sancti Brandani, al francés
antiguo 26. Pero será durante el reinado de Enrique II y Leonor de Aquitania 27 cuando
proliferarán las producciones cronísticas en latín y romance que buscaban tender
puentes genealógicos entre la Grecia y Roma clásicas y las islas británicas, con el fin de
26
El término roman se ha empleado para hacer referencia a una nueva obra en lengua romance que
procede de un original latino que había sido traducido.
27
No podemos olvidar que la propia Leonor descendía de los duques de Aquitania que tanto habían
tenido que ver con la construcción del sentimiento sensual e intersexual que denominamos fin’amor, v.
gr. el propio Guillermo IX de Aquitania fue el primer trovador del que se tenga registro y cimentó los
basamentos de la estructura teórica de esta literatura. Por ello, cuando Leonor se traslada a la corte inglesa
lleva consigo este imaginario y el gusto por las historias de amor, que se hibridarán con el gusto por la
guerra de los normandos y las leyendas celtas para pintar los rasgos definitorios de la literatura del Amor
Cortés.

47
cimentar el poder de la nueva dinastía que señoreaba las costas del Canal de la Mancha.
Dentro de este proyecto encontramos el “Roman de Brut” de Wace, que establece un
nexo entre, por un lado, la Eneida y los escritos homéricos, y por el otro, las islas
británicas y su genealogía regia. Esta obra fue modélica para los romanciers del siglo
XII, ya sea tanto por un tratamiento más refinado del francés antiguo, como así también
por el trato dado al octosílabo pareado. Así, esos primeros romans conformarán una de
las etapas de la producción literaria de los trovadores conocidas como “Materias”; sobre
ellas Maurice Keen dice que

En la Chanson des Saisnes, tardío cantar de gesta cuyo tema son las guerras de
Carlomagno contra los sajones, se declara que hay tres materias que todos los
hombres deberían conocer: la materia de Francia, la materia de Bretaña y la
materia de Roma la Grande. Estas tres materias, las historias de Carlomagno y
sus paladines, las de Artús y la Tabla Redonda y las historias clásicas de Troya
y Tebas, de Alejandro y de César, constituyen los mejores temas de la literatura
caballeresca, y en su época fueron algo más que literatura respecto a la
caballería (2008: 145)

Sin embargo, si bien tanto la materia de Francia como la de Roma tienen un peso
importante dentro del imaginario cortés, es la de Bretaña la más destacable por los
personajes que abarca, como Arturo, Ginebra, Lancelot o Perceval. Así como también
por su difusión e historias anexas que van desgajándose de un tronco y de un espacio
común, la corte de Arturo y Ginebra. Además, especialmente en la materia de Bretaña 28
se destaca la “alegría” por el combate caballeresco. En palabras de Keen

… forman en la narrativa artúrica una gruesa capa sobre el sustrato de la


leyenda céltica y la oscura época histórica, y las convierte en algo
completamente diferente de lo que eran en su origen. Las transforma en una
historia que tenía un irresistible interés para un público caballeresco, porque
parecía captar la misma esencia de la caballería, para ofrecer un reflejo de
ellos mismos y su mundo, no precisamente como era, sino como ellos lo habían
hecho en función del valor y de la riqueza, y sazonado con la magia y la
ostentación para aumentarle la emoción (2008: 163)

28
En la materia de Bretaña y, por ende, “En el roman artúrico la aventura es objeto de búsqueda (queste),
y con estos términos –aventure y queste– quedan determinadas las coordenadas en las que se sitúa la
acción novelesca: el caballero sale a la aventura y eso significa que su disposición es abierta a todo
aquello que puede ocurrir, que está a la espera (eso es justamente el adventus) pero con una actitud
siempre interrogativa, dispuesto a formular la pregunta, a buscar el acontecimiento a través del cual puede
realizarse”. CIRLOT, V. (2005); Figuras del destino. Mitos y símbolos de la Europa Medieval. Madrid:
Siruela pp. 40 – 41.

48
Por su parte, Victoria Cirlot considera que, si bien los primeros romans se
nutrieron de temáticas y obras clásicas grecorromanas, el género alcanzó su auténtica
constitución con la materia de Bretaña 29. Para luego afirmar que coetáneamente a la
traducción de las obras clásicas

… surgió la idea de emplear los octosílabos pareados y el francés para narrar


relatos transmitidos por los bardos bretones, historias que se desarrollan en el
escenario de la antigua civilización celta (Gales, Irlanda y la península
armoricana) y cuyos protagonistas ostentaban nombres de origen céltico (en
Prado, 2010: 84).

Así, aquellas historias heredadas de siglos anteriores trataron de ser unificadas, a


partir de su primigenia diversidad oral, por los escritores, al tiempo que las actualizaron
desde una “perspectiva cortesana y caballeresca” (Cirlot, V. en Prado, 2010: 84). El
hecho de que el material con que estos autores trabajaron fuese oral, y por ende
anónimo y fluctuante, les permitió liberarse del peso de las auctoritas, dando rienda
suelta a su imaginación y creatividad. Cabe aclarar que, para Victoria Cirlot, ello liberó
a los romans del encorsetamiento de la “verdad histórica” (res gesta), deslizándose
hacia la “ficción literaria” (res ficta), opinión que avala con los dichos de Jean Bodel (s.
XIII) sobre las “materias” de la literatura francesa, al cual parafrasea: “… la de Francia
(los cantares de gesta) era verdadera; la antigua (los romans antiguos) era instructiva, y
la de Bretaña sólo servía para distraer y divertirse…” (en Prado, 2010: 86)
Por nuestra parte consideramos que una división tan tajante entre ficción y
realidad, que puede resultar liberadora para el crítico literario que busca analizar la obra
como una unidad en sí misma, resulta para el historiador empobrecedora del análisis al
suponer que el hombre, ya sea medieval o actual, puede disociar ambos términos sin
generar solapamientos y mixturas. El “autor” 30 indefectiblemente embebe su pluma en
sus experiencias vitales y en aquellas que sin ser propias le han sido entregadas como

29
Cabe aclarar que dentro de la materia de Bretaña podemos distinguir tres líneas temáticas: primero, una
indeterminada que engloba historias corteses con reminiscencias célticas, en la que destacan los lais;
segundo, la tristaniana, que se ocupa de relatar los amores trágicos de Tristán e Iseo; y tercero, la artúrica,
cuyo personaje aglutinante es el rey Arturo o Artús de Bretaña.
30
Éste término resulta anacrónico para el medioevo si lo entendemos como equivalente al autor moderno,
individual e individualizable creador de una obra literaria o plástica. El autor medieval tenía un carácter
colectivo, en el cual las obras se tomaban y reelaboraban, al tiempo que se las daba a publicidad en textos
colectivos, misceláneas con textos de diverso tenor, en el cual el nombre del autor poco peso tenía para
validar lo que se decía.

49
dote cultural al momento de nacer y desarrollarse en una sociedad dada, sobre todo en
una época en que el ser individual poco peso tenía y donde se valoraba al sujeto como
miembro de un cuerpo colectivo.
Por ello, los romanciers franceses tomaron temáticas que se hallaban disueltas
en el entramado cultural de su sociedad y que los bardos bretones mantuvieron vivos en
sus mentes y se regeneraron o mutaron en sus lenguas. Asimismo, el hecho de que en el
siglo XIII comenzaran a producirse romans en prosa indica que la separación entre
realidad y ficción no estaba tan claramente delimitada, dado que hasta ese momento la
prosa había sido reservada como soporte de la palabra veraz ―la Biblia está escrita en
prosa― y por ello las crónicas se redactaban de esta manera también.

2. La literatura en langue d’Oc y langue d’Oïl.

Si bien al referirnos a la literatura en lengua de Oc o en lengua de Oïl en


primera instancia estamos apuntando a la lengua que sirve de soporte a estas historias,
también lo hacemos a dos grupos de textos que, con un mismo topos, el del Amor
Cortés, potenciaban determinadas virtudes o facetas del mismo en el desenvolvimiento
de la historia y en la descripción de personajes y lugares. En efecto, el Midi con su
lengua de Oc o Provenzal presentaba un universo de grandes y pequeños aristócratas
que gustaban de la vida de corte y de los placeres sensuales, quizás influenciados por las
corrientes orientales llegadas desde Bizancio a través de los puertos mediterráneos o de
las poblaciones musulmanas que habitaban el sur de la península ibérica. Por su parte, el
norte con su clima menos amable para el ser humano, sus zonas extensamente pobladas
de bosques y una tradición más germana que latina, a diferencia del sur, poseía una
presencia regia más fuerte y un gusto por las actividades físicas, ya sea la guerra o la
cinegética. Es indudable que los matices entre ambas literaturas son muchos pero, por
razones de economía, los podríamos sintetizar en dos rasgos preponderantes: en primer
término, el “Gozo”, es decir la alegría del ánimo, es llevado al exceso en la literatura
occitana a través de la sensualidad, entendida como la estimulación exacerbada de los
cinco sentidos, ya sea el oído a través de la música y las trovas; el tacto por medio de los
terciopelos y las sedas, además de las caricias; el gusto se estimula con distintos
manjares y bebidas en los banquetes; el olfato con las esencias y perfumes; y la vista

50
con la voluptuosidad de las damas o de la naturaleza domeñada en los jardines.
Asimismo, el acceso carnal es un tema central en la trama narrativa y un claro objetivo a
concretar por parte del varón, mientras que para la mujer no es el más preciado bien a
custodiar su virginidad, ya que la misma ya ha sido entregada a su legítimo señor, su
esposo.
Por su parte, en el mundo de los troveros de Oïl la sensualidad del amor
occitano es recibida a fines del siglo XII y filtrado a través su propia estructura cultural.
Como se dijo anteriormente, el clima y las condiciones naturales eran distintas y mucho
menos amables que las del sur mediterráneo; el frio y la presencia cercana de un bosque
indómito y basto, aunque ya en franco retroceso tras siglos de avance sobre él en busca
de tierras para cultivar, hacían a este hombre
mucho más rudo; a la vez que la tradición
germánica le otorgaba un especial gusto por
la guerra.
Por ello la fine amour ―aspecto que
abordaremos en las páginas siguientes―, a
pesar de ser tomado como sustento teórico
de las historias a desarrollar, es eclipsado por
la faceta cortesana, es decir por unas normas
de educación más refinadas con las que los
nobles debían manejarse en el ámbito de la
corte, las cuales atemperaban su rudeza guerrera. No obstante, estaban más preocupados
en la defensa de su honor y, más tardíamente, por la mejora espiritual de sus almas a
través de la superación de retos de índole guerrera y ética que se le irán presentando al
chevalier errant a lo largo de su periplo por ignotas tierras.
Empero, y a pesar de los matices mencionados, ambas producciones literarias
comparten un mismo sustrato que es el del Amor Cortés. Pero no debe confundirse fine
amour con cortesía; dado que éste comporta, como veremos a continuación, un tipo
especial de relación amorosa que con el tiempo fue estandarizándose mientras que la
cortesía es un ideal de comportamiento aristocrático que no necesariamente conlleva el
fine amour.

51
El Amor Cortés: código regulador de las relaciones sociales.

Como se dijo anteriormente, el Amour Courtois como término es producto de


mentes decimonónicas, pero por su extensión en el uso se ha constituido en un sinónimo
válido para referirse al fin’amor 31. Ambos conceptos aluden a un código normativo que
tuvo un impacto real dentro de las normas de comportamiento de la aristocracia
medieval, al tiempo que funciona como amalgama y catalizador de un abanico de
producciones en verso y prosa a lo largo de los siglos XII al XIV 32 que lo tienen como
eje del relato.
A fines del siglo XI y a lo largo del XII, un conjunto de obras literarias
comienzan a poner de manifiesto que los dos sexos experimentan el mismo sentimiento
amoroso. En tal época muchos estudiosos contemporáneos de la literatura medieval,
como Denis de Rougemont 33, ubican el surgimiento de la concepción moderna del
amor, el cual es, en palabras de Menéndez Pidal, “…rendido y obediente, amor sin
recompensa, gozoso del sufrimiento” (1968: 17). Este nuevo tipo de afecto fue el motor
principal del Amor Cortés. Debiéndose su sistematización a aquellos trovadores y
juglares occitanos, quienes fueron estructurando un sistema coherente de valores 34,

31
Para Felicia de Casas Fernández, éste término refería en la época a dos cosas diferentes: por un lado,
“… al conjunto de normas morales que debían regular la praxis erótica en la canción trovadoresca”, y por
el otro, al “… canon poético sobre el que se basaba la poesía que deseaba cantar los efectos del amor”.
CASAS FERNÁNDEZ, F. de, “La lírica” en PRADO, J. del, op. cit. p. 147. Pero no debemos reducir tal
término sólo a su carácter textual o regulador de las historias al interior del relato, sino que también era
una representación social que regulaba las prácticas de la aristocracia medieval, tal y como apunta George
Duby “El fine amour es un juego, un juego educativo; constituye la pareja del torneo […] El amor es una
justa […] [que] opone a una pareja desigual, uno de cuyos miembros está destinado, por naturaleza, a
caer”, la mujer. DUBY, G. (1991); El amor en la Edad Media y otros ensayos. Trad. Ricardo Artola.
Buenos Aires – Madrid: Alianza pp. 67 – 68.
32
Este amplio corte temporal no debe hacernos caer en el error de pensar que durante esos siglos la
capacidad generativa y regenerativa de dicha literatura se mantuvo estable, sino que prontamente tiende a
la convencionalización en sus rasgos definitorios. De la misma opinión es Robert Fossier, para quien
“Tanto en el norte como en el sur, el contenido temático de las obras corteses se hace pronto convencional
al final del siglo XII…”. FOSSIER, R. (1988); La Edad Media. 2. El despertar de Europa 950 – 1250.
Trad. Manuel Sánchez (Rev. y Coord.) y otros. Barcelona: Crítica p. 371
33
Son significativas las siguientes palabras de este autor: “El amor no ha existido siempre; es una
invención francesa del siglo XII”. En FLORI, J. (2001); Caballeros y caballería en la Edad Media.
Barcelona: Paidós p. 241.
34
George Duby apunta que el modelo inicial del Amor Cortés se compone de tres partes: a) un hombre
denominado “joven” dado que se encuentra sin esposa legítima y es biológicamente joven; b) una dama,
mujer casada, y por ello inaccesible, inexpugnable, protegida por las prohibiciones más estrictas erigidas
por una sociedad de linaje basada en la herencia por línea masculina; y c) el peligro, que constituía el

52
abierto a posibles modificaciones, que pronto fue adoptado por la clase caballeresca al
pasar a categorizar como “valor noble” (Flori, 2001: 243) la predisposición y prestancia
de los caballeros para el cortejo y la conquista del sexo opuesto.
En primer término, es oportuno, antes de abordar las etapas o grados del amor,
ocuparnos de las condiciones necesarias para que este sentimiento surja entre dos
personas 35. En principio definiremos al amor, siguiendo a Andreas, como una “pasión
innata” que nace de la percepción de la belleza del otro sexo y de la obsesión con la
misma (Capellanus, 1985:55). Esta obsesión se aloja en el corazón a través de la
reflexión y es ella la que impulsa al hombre a pasar a la acción en pos de satisfacer el
deseo de gozar y solazarse con el cuerpo del ser amado (1985: 57).
En el De amore la belleza adquiere un peso determinante en la teorización, al
punto que Andreas llegó a negar la posibilidad de que un ciego, quien no puede apreciar
visualmente la belleza, sea capaz de amar (1985: 67). Por ejemplo en el caso de
“Aucassin et Nicolette” se recalca hasta el cansancio que los protagonistas eran “… dos
hermosos jóvenes” (Anónimo, 1998: 38) y se nos describe con sumo detalle, más aún en
el caso de Nicolette, las formas de sus cuerpos y sus atributos. Así, Aucassin era “…
hermoso, elegante y esbelto […] Estaba dotado de tan buenas cualidades que no tenía
ninguna mala…” (1998: 39), mientras que “… nunca se vio una tan bella…” (1998: 43)
mujer como Nicolette.
Sin embargo, no sólo gozaban de belleza física, que es uno de los modos para
obtener el amor, sino que poseían virtudes tanto más valiosas. El joven héroe era “…
cortés y […] gentil…” (1998: 77), mientras que la heroína “… noble […] [y]
prudente…” (1998: 83). Otro elemento valorado por el Capellán, aunque no existe
acuerdo sobre su importancia en el ideario cortés, es la disposición de una fortuna
moderada, ya que, siguiendo a Ovidio, “… la pobreza no tiene con que alimentar al
amor” (Capellanus, 1985: 61). En ésta chantefable también es destacada la riqueza
como una alabanza de Nicolette a su amado de la siguiente manera: “… noble y gentil

atractivo de la historia y al tiempo una prueba para el “joven”. DUBY, G., “A propósito del llamado
Amor Cortés” en DUBY, G. (1991); op. cit. pp. 66 – 73.
35
Debemos aclarar que en ningún momento de la obra se plantea la posibilidad de que las relaciones de
tipo homosexual puedan ser categorizadas como amor, por el contrario Andrés el Capellán niega
explícitamente esta posibilidad: “… el amor no puede existir entre personas de distinto sexo. […] Pues lo
que la naturaleza no permite, el amor se avergüenza de aceptarlo”. CAPELLANUS, A. (1985). De amore.
Trad. Inés Vidal – Quadras. Barcelona: Festín de Esopo p. 59.

53
señor rico y franco…” (1998: 57). No obstante, es notorio que en ningún momento la
condición social se presente como un obstáculo o requisito para el amor, lo cual
refuerza el rasgo subversivo del amor cortés.
Por su parte, en lo que a las etapas, pasos o grados del amor se refiere
encontramos variantes entre los autores que las definieron a lo largo de la Edad Media.
Algunos establecieron cinco grados –ver, hablar, tocar besar y coito – y otros, como
Andreas Capellanus, sólo mencionó cuatro: “El primero consiste en dar esperanza, el
segundo en la ofrenda del beso, el tercero en el placer de los abrazos, el cuarto termina
con la entrega total de la persona” (Capellanus, 1985: 87). Es importante tener en cuenta
que para Andrés el Capellán el paso de una etapa a otra es conveniente que sea
administrado por la mujer, pues ella es la más comprometida cuando permite a su
amado acceder al cuarto grado. Ello se debe al hecho de que a partir de ese momento ya
no puede arrepentirse, ni abandonar a su hombre porque el paso supone para la mujer
“…la entrega de su persona” y al hacerlo se queda sin nada más que dar “Pues, ¿qué
más puede entregar la mujer que somete su cuerpo al arbitrio de otro?” (Capellanus,
1985: 89). En esa frase del autor podemos escuchar a la tradición misógina de la Iglesia
medieval hablando, ya que restringe el valor de la mujer a la administración de sus
órganos genitales; no obstante, esa visión no es compartida por todos los trovadores del
fin’amour. Así, en “Castigos para celosos…”, contenida en la miscelánea dirigida por
Carlos Alvar (1999), se expone que la mujer tiene la habilidad suficiente como para
engañar a cualquier hombre con un amante sin que él pueda advertirlo siquiera, por lo
que se aconseja al hombre no ser celoso y despreocuparse de las relaciones amorosas
que pudiera entablar la esposa con otros varones.
Asimismo, la concreción carnal del amor no debe ser administrada
mezquinamente por la mujer, ya que el honor de la dama no se salvaguarda con la
castidad, sino por el contrario con el disfrute sexual con aquel hombre digno de ese
gozo. Este momento de concupiscencia puede retardarse para probar al caballero;
aunque no se lo puede hacer indefinidamente porque el amor abandonaría la relación.
Para evitar ese peligro se recurría al asag 36. Si bien hay autores que argumentan que el

36
Consiste en una práctica sexual que combina el compartir desnudos el lecho con las caricias prodigadas
mutuamente, pero siempre sin alcanzar nunca el deseado culmen del acto sexual, es decir la penetración.

54
asag es a lo máximo que pueden llegar los amantes sin matar el amor, nosotros,
basándonos en el De amore, no hemos podido encontrar tal prohibición y si un aviso
sobre lo contrario a la dama.
En efecto se le advierte que si su amante desea pasar de un amor puro a uno
mixto, es decir con acceso carnal, “… la mujer no actúa rectamente negándose a
obedecer en esto a su amante si ve que él persiste en su deseo…” (Capellanus, 1985:
323). Y entre las causas de la muerte del amor se menciona la impotencia sexual de uno
de los amantes como una causa determinante, (Capellanus: 1985, 301) a la vez que
recalca la necesidad de la virilidad al describir cómo debe realizar los actos carnales el
varón, es decir “… de modo agradable y viril” (1985: 291).
Contrariamente a lo que se piensa, no es la consumación sexual sino el
matrimonio quien da muerte al amor en esta doctrina. Se asegura sin rodeo alguno que
el amor huye “… si dos amantes llegan a unirse en matrimonio…” (1985: 301). Tal vez
esto nos lo insinúa el escritor anónimo de la chantefable al concluir la narración luego
de que “… esposó Aucassin…” (1998: 89) a Nicolette. A partir de allí no hay historia
que contar porque el amor ha escapado para siempre.
Consideramos oportuno abordar a continuación dos tópicos que definirían
medularmente al Amor Cortés: en primer término la naturaleza insatisfecha del amor; y
en segundo su anti –matrimonialidad. En lo que respecta al primer tema, no hallamos
fundamento alguno para entender que el amor cortés deba ser necesariamente
insatisfecho o que en su satisfacción se encuentre la muerte del mismo; por el contrario
encontramos explícitas referencias en el sentido opuesto, dado que el propio Andrés el
Capellán en su tratado expone que de existir la necesidad, exclusivamente por parte del
hombre, de pasar de un amor puro, sin acceso carnal, a uno mixto o sexual, la mujer no
puede negarse a ello ya que obraría de mala manera.
De la misma opinión son otros trovadores occitanos 37, como Arnaut de
Carcassés y Raimon Vidal de Besalú, quienes en sus historias conciben el coito como
un momento necesario de la relación, pero no como su consumación definitiva, ni

Vid. VERDÓN, J. (2008). El amor en la Edad Media. La carne, el sexo y el sentimiento. Barcelona:
Paidós pp. 81 – 105.
37
Es conveniente que las características del amor de corte son definidas en primera instancia en
Occitania, por lo cual la opinión que los trovadores de esta región tenían resulta esclarecedora al
momento de definir y delimitar las características de este marco regulatorio de las relaciones humanas.

55
mucho menos como su fin o conclusión. Por el contrario, ellos exponen que la relación
y el amor se mantienen más allá de la satisfacción sexual. Fue la Iglesia quien insufló el
concepto de un amor casto a la prosa cortés, colocando el sexo como un acto que sólo
puede permitir la mujer al hombre luego del casamiento, a fin de salvaguardar su
pundonor, sirva de ejemplo el roman “Jaufré”. En ésa novela, la doncella Brunisén se
niega a pasar la noche con Jaufré, e incluso a que éste se retire del castillo a vivir
aventuras, hasta que se encuentren casados, con el fin de que nadie ponga en entredicho
su honor.
Esto nos lleva al segundo rasgo, el rol jugado por el matrimonio en el amor. A
diferencia del aspecto anterior, el matrimonio, impuesto sacramentalmente a partir del
siglo XII, es visto por juglares y trovadores como un asunto que nada tiene que ver con
el amor y si con la política. El matrimonio era concebido como una relación contractual
interdinástica que lejos estaba de contemplar los gustos o pasiones de los contrayentes,
lo único importante era las vinculaciones y alianzas que se entablaban al unir a las dos
familias nobles, con su consabida aportación de tierras y señoríos; un caso
paradigmático fue el de Leonor de Aquitania quien se casó con el Luís VII de Francia y,
luego de divorciada, pasó a ser la reina de Inglaterra al casarse con Enrique II
Plantagênet, aportando en ambos casos su extenso patrimonio territorial, que iba del
Loira a los Pirineos.
Por ende, el amor era algo que necesariamente debía estar por fuera del
matrimonio, pero que necesitaba del matrimonio para elevar a la doncella al rango de
señora―domina―, digna de recibir honores por parte del caballero. Sobre el particular
también se pronuncia Andrés el Capellán en boca de un caballero que argumenta, a una
dama a la que corteja, que le es imposible amar a su esposa, por muy hermosa que fuere,
por estar casado con ella. Pues, el amor cortés no es insatisfecho pero si furtivo y oculto
a los ojos del esposo que es denominado “celoso” o gilos en los poemas occitanos por
ser quien busca descubrir a los amantes para destruir su amor.
Otro aspecto importante al momento de entender este imaginario que se
mostraba desbordante y a veces anárquico ante la mirada de la Iglesia que buscaba
imponer su orden trinitario y estable a una sociedad dinámica y cambiante, es el carácter
interestamental del amor propuesto por esas obras literarias. Para ello tomaremos como

56
ejemplo la obra “Aucassin et Nicolette”, chantefable del siglo XIII que si bien no es el
exponente más acabado del genero cortés occitano si presenta marcados estereotipos
que facilitan la caracterización del Amor cortés como código normativo.
Primeramente, debemos decir que la condición social de Aucassin es
característica en el imaginario cortés y no presenta ningún conflicto respecto a lo
esperado de un caballero cristiano, fuera de su nombre de raíz oriental 38, y al ser hijo
adoptivo 39 del conde Garin de Beaucaire las manifestaciones de cortesía amorosa le son
propias de su estamento.
En contraposición, Nicolette era una cautiva pagana, que había sido bautizada
bajo el padrinazgo del vizconde de Beaucaire, hombre que la había comprado 40; es decir
que su condición no podía ser más indigna y distante respecto a la del joven Aucassin.
Un análisis superficial de la doctrina del amor cortés nos haría pensar que una
relación de ese tipo sería inviable y adversa a ese código, sin embargo, en el sexto
capítulo del Libro Primero del “Tratado sobre el Amor” encontramos una serie de ocho
diálogos entre hombres y mujeres pertenecientes a diferentes estamentos que nos
despliegan otra perspectiva al respecto.
Debemos aclarar que no acordamos con aquella postura que ve en los dos
primeros libros del Tratado un trabajo realizado por encargo y contra las creencias de su
autor; mientras que en el tercero la pluma de Andrés se explayaría libremente
denostando al amor. Por el contrario, siguiendo a Schlösser (1962, en Vidal – Quadras,
1985), pensamos que Andrés, utilizando el recurso retórico de la disputatio, habla a
través de los hombres que rebaten en esos diálogos los postulados de la Iglesia puestos
en boca de las damas cortejadas.

38
El nombre de éste personaje deriva del árabe al – Qāsim, lo que contraviene la tradición caballeresca
de portar el homónimo de un santo para gozar de su protección e intercesión en las batallas, haciendo
pensar que el relato puede haber tenido claras influencias orientales. Vid. GALMES DE FUENTES, A.
(1996). El amor cortés en la lírica árabe y en la lírica provenzal. Madrid: Cátedra.
39
Aunque no queda clara la relación filial que une al conde Garín con Aucassin, en el capítulo II se
menciona que el conde “No tenía ningún heredero, ni hijo ni hija, sino un único muchacho...”. Sin
embargo, en el capítulo XX dice: “Y el conde Garín, su padre, le sacó de la prisión [a Aucassin] […] para
organizar una fiesta esplendida, pensando así poder consolar a su hijo Aucassin”. Por ello hemos optado
por pensar que si bien el conde no tenía hijos biológicos es posible que haya tomado a Aucassin como su
hijo adoptivo. ANÓNIMO (1998). Aucassin y Nicolette. Madrid: Gredos pp. 39 y 65.
40
Nicolette “… es una cautiva, procedente de un país extranjero, que compró el vizconde de esta ciudad a
los sarracenos […] la sostuvo en la piedra bautismal y la bautizó, al tiempo que la prohijaba…”. Ibíd. p.
40.

57
En efecto, son los hombres, de distintos estamentos y jerarquías, los que validan
la existencia de un amor entre personas de estamentos distintos, mientras que las
mujeres se niegan a aceptar lo que consideran un acto contra natura. Así, a lo largo de
diferentes planteos masculinos se recogen argumentaciones contrarias a la creencia que
la nobleza viene dada por el linaje, y proclives a entender que la misma surge de la
integridad moral de la persona, sea esta noble o plebeya de nacimiento, lo cual nos
recuerda a la fábula caballeresca planteada por Rodríguez–Velasco anteriormente. Por
ejemplo, dice un plebeyo a una mujer de su misma condición que ella goza de la más
alta nobleza porque “… no fue tu nacimiento ni tu sangre lo que te [la] concedió […]
sino […] tu singular virtud…” (Capellanus, 1985: 79). Asimismo, un noble llegará a
una conclusión similar al plantear que el amor “… vuelve noble y hermosa a los ojos del
amante a una persona de bajo nacimiento…” (Capellanus, 1985: 127), siendo más
valiosa la integridad moral en una plebeya que en una mujer noble porque no le ha sido
inculcada a través de la educación sino que procede de “…las virtudes innatas de su
alma unidas a la mejor disposición de la mente […] [por lo que se la considera] natural”
(Capellanus, 1985: 125) y, por ello, más loable.
En este aspecto no observamos una ruptura o distanciamiento en los dichos
vertidos por el joven Aucassin al defender a su amada ante su padre y su madre. Él
asegura que “Nicolette es de alta alcurnia; su gentil cuerpo y su semblante, su belleza
me alivia el corazón…” (Anónimo: 1998, 41). Como es sabido, en la época la belleza
física era un símbolo de la belleza divina y espiritual, de la cual la integridad moral
formaba parte constitutiva; sirva de ejemplo la afirmación realizada por un caballero:
“… el aspecto externo muestra claramente el estado del espíritu” (Capellanus, 1985:
219). Por ello al destacar la belleza de la joven, Aucassin resalta a la vez las virtudes
que le son inherentes y que le otorgan nobleza de espíritu, que la hace digna de ser
amada.
Nuevamente la nobleza de la cautiva Nicolette es defendida por Aucassin en otro
pasaje de la obra ante el conde Garín. Le afirma que si su amada fuera emperatriz de
Constantinopla o Alemania, o reina de Francia o Inglaterra “… sería muy poco para
ella, pues tan noble es, y cortés y de tan alto rango…” (Anónimo, 1998: 41).
Notablemente y sin rodeos o eufemismos podemos observar que, en el concepto

58
defendido por Aucassin y los hombres que hablan en la obra del Capellán, linaje y
nobleza no están unidos. Para ilustrar este punto basta con exponer las palabras que
Andreas coloca en los dichos de un noble que se dirige a una dama de la alta nobleza:
“… hay muchas damas […] que han usurpado este apelativo, creyendo equívocamente
que lo que lo son sólo por que descienden de sangre noble […], cuando únicamente la
integridad moral y la sabiduría hacen a las mujeres dignas de este apelativo” (1985:
225).
En contraste, encontramos en las argumentaciones de las mujeres una defensa
acérrima del status quo. Observamos en los siguientes ejemplos que las féminas, sin
importar su rango ni a quien dirijan su respuesta, consideran que personas de
estamentos distintos no pueden ni deben mezclarse debido a que responden a
naturalezas disímiles. Primeramente una dama aseguró que el “… corazón [de los
plebeyos] sería incapaz de soportar cosas tan grandes…” (Capellanus, 1985: 95) como
el amor y exclamó sorprendida no comprende que “… el propio mundo no se derrumbe”
(1985: 93) ante los intentos plebeyos de cortejar a una dama; ya que la división de los
hombres no fue caprichosa sino que se estableció desde la antigüedad para que “… cada
uno se mantenga dentro de los límites de su linaje” y para que nadie ose “… usurpar
para sí lo que ha sido establecido por la naturaleza para la clase superior, sino para que
renuncie a ello como si le fuera ajeno.” (Capellanus, 1985: 95).
Mas, este tipo de opiniones no están circunscritas a las mujeres de la
aristocracia, sino que también una plebeya fue de la misma opinión. Dirá que los nobles
deben buscar el “… amor entre los de su propia clase […] para que no tengan que sufrir
el rechazo que merecen por su presunción.” (Capellanus, 1985: 127). La mujer al hablar
de merecimiento está manifestando que tal castigo no es injusto sino proporcional a la
afrenta cometida. Recordemos que quien habla a través de las damas es la doctrina de la
Iglesia, opuesta manifiestamente al código del amor cortés.
A tal punto llegó a distanciarse la doctrina del amor cortés de los valores
defendidos por la Iglesia que acabó atentando contra la teoría de los tres órdenes. Ello
puede apreciarse en el deseo del dios del “Amor” de tener en su palacio a “… gente de
toda clase social y que todos sirvan en su corte en igualdad de condición, sin privilegio
social alguno” (Capellanus, 1985: 163); resulta claro que tal afirmación contraviene el

59
orden social defendido por la Doctrina eclesiástica y atentaba contra la voluntad de Dios
en última instancia. Así, la Iglesia hará público su rechazo a esa doctrina amorosa en la
condena establecida por el obispo de París, Tempier, en 1277. En esa oportunidad se la
declaró herética por contener no sólo “… vanitates et insanias falsas…”, sino también
“… quosdam manifestos et execrabiles errores…” (1889, en Vidal – Quadras, 1985:
21). Resulta claro que Aucassin al ser defensor de la postura contraria se está
enmarcando perfectamente dentro de los parámetros del Amour Courtois.
Esta disputatio no queda reducida a la obra de Andrés el Capellán, sino que en
Aucassin et Nicolette los condes de Beaucaire afirmaron que, por ser Nicolette una
cautiva, el matrimonio con su hijo Aucassin era imposible; llegando a proferir que
preferirían perder toda su heredad “… antes que tu [Aucassin] la tuvieses [a Nicolette]
por mujer y por esposa” (1998: 48). En reemplazo de esa relación prohibida ambos
padres le aconsejan que despose a una “mujer de alto rango” (1998: 41), es decir a la
hija de un rey o un duque, debido a que ningún “… ricohombre en Francia, que, si tu
quieres como esposa a su hija, te la niegue” (1998: 40), lo cual denota la alta cuna y
riqueza del joven.
Por su parte, el vizconde, padrino de Nicolette, aportará un nuevo elemento a
tener en cuenta. Le asegura al joven Aucassin que, de insistir en mantener relaciones
con su ahijada, ganaría muy poco “… porque durante todos los días del mundo estaría
vuestra alma en el infierno, ya que en el paraíso no entrarías jamás” (1998: 45). A ello
Aucassin responde: “No quiero entrar en él, sino poseer a Nicolette […] yo quiero ir al
infierno…” (1998: 45 – 46). Resulta llamativa la respuesta dada por el joven, ya que
atentar no sólo contra la Iglesia sino también contra uno de los pilares de la cosmovisión
medieval, cosa además impropia en un príncipe cristiano. Ni siquiera Andrés el
Capellán fue tan lejos como Aucassin, debido a que se pronunciará en contra de
acciones de este tipo; según advertía, el amor se atenúa con “… las blasfemias contra
Dios o contra sus santos, [y con] la burla de la religión…” (Capellanus, 1985: 299).
Como se ha podido apreciar, el amor cortés es claramente un amor subversivo
del orden establecido 41, orden defendido por la Iglesia, dado que era querido por Dios

41
Haimón, maestro de la escuela de Auxerre, durante el reinado de Carlos el Calvo elaboró la primera
teoría de los tres órdenes de la sociedad del que se tenga registro, a saber: los sacerdotes o oratores,
dedicados a la oración y al cuidado de las almas; los nobles o bellatores, hombres de armas que deben

60
en última instancia. No obstante, la subversión no debe verse en el hecho de que pueda
existir un romance entre nobles y plebeyos, sino en el cuestionamiento a la nobleza de
sangre. En efecto, la nobleza de nacimiento es colocada en un rango inferior a la
nobleza espiritual, ganada por las virtudes y cortesía que muñen a la persona y no por la
genética que en suerte le tocó. En consecuencia, cualquier persona podría moralmente
ubicarse sobre el más encumbrado monarca al ser más noble que él; situación inaudita e
irrealizable en última instancia en las relaciones de poder feudal que en la época
enmarañaban la política europea.

proteger a los otros dos estamentos; y los campesinos o laboratores, cuya función en la tierra es proveer
el alimento y el sustento material a los otros dos estamentos. No obstante, esta teoría no será
universalizada hasta el siglo XII en Europa.

61
Capı́tulo IV
La difusió n de las historias corteses: trovadores/juglares,
oralidad y representaciones sociales de la nobleza.

La extensa publicidad de una obra medieval no se conseguía


ciertamente con la intervención del amanuense, que ejecutaba una
copia a fuerza de mucho trabajo y largo tiempo, sino mediante el
alado canto del juglar; el juglar errante era el más eficaz editor de
una obra poética.
RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL, Poesía juglaresca y juglares.
Aspectos de la historia literaria y cultural de España (1975)

E
n las páginas de éste capítulo nos proponemos abordar la problemática en
torno al rol que Menéndez Pidal le asigna a los juglares en la difusión de
la literatura medieval, pero no sólo en su difusión sino también en su
(re)producción. Lo cual implica abordar el concepto de cultura y preguntarnos quienes
son los agentes en la producción cultural de una sociedad. Esto no es un asunto menor,
el juglar constituye un nexo y agente determinante en la manera de entender la
construcción de las historias corteses y de la participación en el consumo de las mismas
por un número mayor o menor de personas. Es decir, el juglar y la manera en que
entendamos su función en la sociedad medieval determinaron si la literatura de corte
nació y murió en la corte o si fue parte de un torrente representacional que excedió un
lugar o un tiempo determinado en su matriz profunda.
Dado que, los historiadores avocados a la Historia Cultural de cuño clásico
durante los siglos XVIII y XIX limitaron su idea de “cultura” a un acotado número de
producciones artísticas, iconográficas y textuales, que se destacaban por su perfección,
exquisitez o excepcionalidad, se fue consolidando en el “sentido común” de los
historiadores la impresión de que la cultura pertenecía, en su origen y consumo, a los
sectores más encumbrados de una sociedad dada. Si bien tal idea ha sido desmontada
pieza a pieza por los aportes de la antropología y de otras ciencias sociales y humanas,
que abordaron a la cultura como un tema nodal en el quehacer de todo aquel que se
ocupe del hombre como objeto de su reflexión, aún pervive en algunos historiadores la
tendencia a entender a la cultura como compartimentos estancos que se retroalimentan a
sí mismos. En efecto, son comunes las referencias a una “Alta” y “Baja” Cultura o a una
42
“Pequeña” y “Gran” Tradición, Cultura “de elite” y “popular” que, si bien tienen
puntos de contacto y momentos compartidos, responden a identidades, modos de
transmisión y temáticas de naturaleza contrastante.
Mas, sin trascendemos este primer nivel de percepción sobre las “formas” que
presentan las producciones culturales, nos encontramos necesariamente con un “fondo”
común, un torrente semiótico que nutre todos los hechos de nuestra vida y que no es
propiedad de ningún grupo humano o socio – económico determinado dentro de la
sociedad. Es precisamente ese entramado semiótico el que hace posible decodificar
nuestros actos, que son siempre simbólicos, desmontar las metáforas de nuestros
discursos y, en última instancia, hace posible la intersubjetividad que ocurre cada vez
que nos encontramos con la otredad y el sostenimiento de una particular cosmovisión.
Este rol generativo que posee el sustrato representacional, al que llamaremos
cultura, aporta a través de la oralidad 43 una riqueza simbólica y argumentativa a la

42
Roger Chartier, haciendo una mirada retrospectiva sobre el trabajo realizado por la Historia de
Mentalidades, reflexiona sobre el adjetivo “popular” vinculado a una determinada cultura o parte de una
cultura. En primera instancia, pone de manifiesto que existen dos modelos de descripción e interpretación
de la “cultura popular” dentro de la Historia Cultural, el etnológico –que la entiende como un “…
conjunto de símbolos coherente y autónomo, cerrado en sí mismo, independiente”– y el sociológico –que
la percibe “…principalmente en su dependencia y en sus carencias respecto a la cultura dominante y la
define haciendo hincapié en la distancia que la separa de la legitimidad cultural de la que carece”–, los
cuales resultan , en su opinión, limitados y limitantes a la luz de los actuales supuestos teóricos de ésta
corriente historiográfica; ya que, actualmente se aprecia que “…los diferentes medios que componen una
sociedad comparten, más de lo que se suelen admitir los mismos códigos, las mismas creencias, los
mismos textos, leídos o escuchados. De modo que lo importante es, no tanto calificar como popular una
cultura, una religión o una literatura, siempre compuesta de elementos de origen y de naturaleza diversos,
sino, antes bien, comprender cómo los miembros de las diferentes comunidades reciben, comprenden y
manejan de diversas maneras las normas, los modelos, los objetos (escritos o no) que circulan en toda una
sociedad”. CHARTIER, R. (2000); Las revoluciones de la cultura escrita. Diálogos e intervenciones.
Trad. Alberto Luis Bixio. Barcelona: Gedisa pp. 126 – 127.
43
Albert Lord, en The Singer of Tales se propuso analizar la obra de Homero rompiendo los presupuestos
que la entendían como una producción escrita que respondía a la idea moderna de autor estructurador del
relato. Para ello reflexionó sobre el valor de la transmisión oral de aquellas historias, mucho antes que
cristalizaran en versiones escritas y recurrió a una “escuela de bardos analfabetos” que aún pervivían en la
década de 1940 en la antigua Yugoslavia y otras regiones balcánicas meridionales. Allí observó que los
poemas eran entendidos como “canciones” y que sus intérpretes eran, al tiempo, sus compositores;
improvisación que era una “re-creación” ya que la misma estaba firmemente basada en el manejo de las
historias tradicionales. Esta obra publicada a comienzos de la década de 1960 tiene el valor de ser pionera
en los estudios críticos que reflexionaron sobre la idea del “autor” en la literatura y, más aun, del origen

63
literatura que no es posible de ignorar al abordarla como fuentes de la Historia. De ello
ya se percató, hace más de medio siglo, Ramón Menéndez Pidal al intentar rescatar, en
su Romancero Español, la oralidad en la conformación de los géneros literarios escritos,
que hasta ese momento se habían considerado desvinculada de todo registro oral
(Zumthor, 1993). En efecto, según planteaba el autor en “Poesía juglaresca y
juglares…”, el carácter oral en la génesis de los escritos literarios se demuestra en el rol
jugado por los juglares, quienes tomaron los “… cantos populares […] [cultivándolos
para llevarlos] a florecer a las cortes en manos de los trovadores” (Menéndez Pidal,
1975: 240).
Si bien en una primera aproximación a las producciones literarias del amor
cortés podrían hacernos pensar que su volumen, extensión y complejidad hacía difícil, si
no imposible, su conservación, difusión y reproducción por parte de juglares de baja
condición social y escasa o nula formación, llegando al analfabetismo; al distanciarnos
de este prejuicio inicial observaremos que han existido otros casos en la historia en los
que un enorme volumen de información se generaba y difundía en base a la palabra
dicha. Sirva de ejemplo el caso de los rapsodas helenos, profesionales que recitaban
como largas narraciones los poemas homéricos; o el de los guslari, recitadores servio –
croatas, que declamaban extensos poemas épicos de más de 30.000 versos acompañados
de un rudimentario instrumento de cuerda, la gusla. Al respecto apunta Bauzá,
parafraseando a Kirk, que “Lo significativo de estos profesionales es que, al igual que
los rapsodas griegos, son analfabetos y, acorde con la situación, se atienen a pautas
nomotécnicas a las que no nos atenemos los que pertenecemos al mundo del alfabeto”
(2012: 41).

oral y popular de la misma. Cf. LORD, A. (1971); The Singer of Tales. New York: Atheneum. Asimismo,
sobre el vínculo de la literatura y la oralidad reflexionó el filólogo suizo Paul Zumthor en La letra y la voz
en la “literatura” medieval. En ella, el autor, desmonta los presupuestos que, para los historiadores del
medioevo, vinculaban la literatura medieval únicamente con lo escrito, llegando a decir que “… o termo
oralidade entrou como um ladrão no vocabulário dos medievalistas” y con un fin peyorativo hasta la
década de 1970. ZUMTHOR, P. (2001); A letra e a voz: A “literatura” medieval. Trad. Amálio Pinheiro,
Jerusa Pires Ferreira. São Pablo: Companhia das Letras p. 9. Así, Zumthor acabará por afirmar,
coincidiendo con la visión de Lord, que en la Edad Media “… o conjunto dos textos legados a nós pelos
séculos X, XI, XII e, numa medida talvez menor, XIII e XIV passou pela voz não de modo aleatorio, mas
em virtude de una situação histórica que fazia desse trânsito vocal o único modo possivel de realização
(de socialização) desses textos”. Ibíd. p. 21.

64
Ello nos demuestra que en ocasiones consideramos que la posesión de la
capacidad de generar un texto escrito es condición sine qua non para que la literatura
pueda gestarse y generarse, reduciendo la misma a los sectores más encumbrados de las
sociedades del pasado. Asimismo, hemos sacralizado a la escritura como el salvavidas
de la cultura, soporte perenne que inmortaliza los pensamientos de los humanos sin
alterar su naturaleza. Sobre este punto consideramos importante detenernos para
explicitar los presupuestos que nos insufla nuestra cultura occidental. La lógica del texto
escrito es distinta a la del texto oral, sirva de ejemplo el caso de las epopeyas griegas,
las cuales fueron puestas por escrito, arrebatándolas de la mente de los rapsodas, por
orden de Pisístrato, lo cual

… desvirtuó su naturaleza oral, pues la declamación de los rapsodas no era un


recitado fijo e invariable, sino dúctil y abierto; este profesional del canto podía
alterar, ya en obediencia al gusto de la audiencia, ya al arbitrio de su memoria,
pero ateniéndose siempre a pautas y normas de recitación… (Bauzá, 2012: 42)

Los relatos soportados en la oralidad son logos spermatikos, son discursos


nacientes y abiertos, mientras que el escrito es fijo y cerrado.
Del mismo modo, las obras del amor cortés en un comienzo fueron cobijadas y
moldeadas por una lengua viva 44 y almacenada en los recovecos de la memoria de los
hombres; es una verdad de Perogrullo el hecho de que aquellos romans orales se han
perdido y que un trabajo histórico no se puede realizar en base a una fuente ausente. Por
ello, nos vemos obligados a conocer esas obras y a la sociedad que la gestó a través de
manuscritos de siglos postreros, mas creemos que a pesar de que trabajamos con un
texto que ha sido filtrado y puesto por escrito por miembros de la elite alfabetizada de
aquellos siglos, al no perder de vista las posibilitantes y limitantes que la oralidad le
brindó se generan claves de lectura enriquecedoras para fuentes literarias tan basta y
hondamente trabajadas, la oralidad como variable de análisis recupera a otros miembros
de la sociedad que aportaron un bagaje cultural a las obras y descubre utilizaciones
políticas del texto y de su difusión.

44
Florence Dupont en L’invention de la littérature define a la oralidad como una forma viva de carácter
performativo que se metamorfosea en una forma muerta o artificial, la literaria. Ello se debe a que en su
opinión el registro escrito fija y petrifica mientras que sólo la oralidad da vida al discurso. En BAUZÁ, H.
F. (2012); Qué es un mito: una aproximación a la mitología clásica. 2ª Ed. Buenos Aires: FCE pp. 42 –
43.

65
No obstante, ello no quiere decir que invirtamos los papeles y quien era deudor
cultural de las “elites”, el “pueblo”, ahora pase a ser el acreedor único; por el contrario
la cultura funciona en una retroalimentación constante entre discursos y prácticas en las
que participa toda la sociedad, cristalizando en un marco normativo flexible que regula
la manera en la que los individuos actúan y se vinculan con los otros.
Es a partir de postulados como el antes mencionado, enriquecidos con aportes de
la antropología y la lingüística que la Nueva Historia Cultural ha capitalizado, que nos
preguntamos ¿es posible que la literatura de la fine amour sólo refleje los valores y
creencias del estamento nobiliario? ¿Los romans courtois son creaciones ex nihilo de
mentes cortesanas preclaras, desvinculadas de la tradición europea que durante siglos
sedimentó en un imaginario común? ¿Cuál es el rol desempeñado por los juglares en la
conformación de las historias corteses? Mucho se ha debatido sobre estas figuras
creadoras – difusoras de la literatura e ideario amoroso y cortés, pero la discusión se
podría reducir en una sola pregunta ¿La producción literaria cortés es propiedad
exclusiva de las elites?

El juglar: ¿difusor y/o creador de la literatura cortés?

La figura del juglar y el rol que le asignemos en el surgimiento de la literatura


del Amour Courtois no es un elemento menor a tener en cuenta al momento de
problematizar esas obras como fuente de la Historia, ya que si las mismas fueron
creadas y consumidas por la élite mal podrían reflejar el imaginario de las clases
populares. Por el contrario, si consideramos que personajes del estado llano
participaron, con todo su bagaje cultural, en la composición de las historias corteses,
ellas nos habrán transmitido esa mixtura cultural, producto de una negociación entre
distintos sectores de la sociedad para crear historias que fueran susceptibles de ser
comprendidas por los diferentes estamentos de la sociedad al remitir a un imaginario
común interestamental.
Asimismo, en tal debate, relevante y rico, han participado, desde ambas visiones,
destacados pensadores como Martín de Riquer (2011), que entienden que el trovador, es
decir el creador de las historias corteses, jamás podría haber sido un hombre de baja
extracción social, debido a la necesaria formación musical y literaria de la que carecían.

66
Lo mismo considera Felicia de Casas Fernández cuando asegura que “Los troveros son
poetas corteses, es decir, pertenecen al círculo aristocrático por nacimiento” (en Prado,
2010: 161). Así, los sectores populares, representados por el juglar, participan, para
Riquer y Casas Fernández, como meros difusores de las obras creadas por los
trovadores, portadores de un arte cuyas mentes no pueden desmotar y reelaborar a
voluntad. Curiosamente, a la vez que defiende éste criterio, Riquer se ve en la
obligación de admitir que algunos trovadores surgieron de los estamentos inferiores de
la sociedad, escribe: “… algunos juglares componían versos, sin dejar de serlo […] [y]
muchos trovadores profesionales iniciaron su carrera ejerciendo de juglares…” (2011:
31).
En esta línea de pensamiento se ubica John Luckacs al afirmar que “… el
pueblo, igual que sus componentes individuales, no ‘tiene’ ideas; las elige…” (2011:
35) ya que “… es posible que una minoría numéricamente pequeña ejerza gran
influencia sobre la extensión, las ideas, las preferencias e incluso los sentimientos de las
mayorías” (2011: 37). Así, tanto Riquer (2011) como Luckacs (2011), le niega todo
carácter generativo a lo popular, masa informe que en el mejor de los casos consume y
digiere los patrones culturales impuestos a través de las estructuras de poder y coerción.
Luego de leer opiniones tan prejuiciosas como las de Luckacs, parece tomar aún más
sentido la advertencia, realizada con suma ironía, de Michel de Certeau: “Siempre es
bueno recordar que a la gente no debe juzgársela idiota” (Certeau, 1996: XXIV). Es
decir, ¿Cómo es posible seguir manteniendo una teoría que excluye categóricamente al
estamento no aristocrático 45 de la construcción simbólica y de sentido del discurso de la
sociedad medieval?
No obstante, la visión de Riquer (2011) y Luckacs (2011), entre otros, no es
monolítica y hallamos autores que entienden que una visión binaria de la cultura, en la
que una dominante se impone y fagocita a una dominada, es simplista y se encuentra
superada. En efecto, actualmente se considera que, aun en aquellos casos en que se trate
de imponer un determinado imaginario o fenómeno a la sociedad, siempre existe una
brecha entre lo impuesto y la realidad que vive ese sector popular, lo que permite una
reformulación o desviación a partir del sustrato cultural propio de los “dominados”

45
Sobre el concepto de aristocracia y sus diferencias con el de nobleza consultar: MORSEL, J, op. cit.

67
(Certeau, 1996). Sobre el particular, Chartier (2005: 31 – 32) afirma que la imposición
de nuevas formas de comportamiento o sumisión debe integrar, o negociar al menos,
con las representaciones enraizadas y las tradiciones compartidas 46, contenidas, en el
caso del fine amour, en cantos populares, mayos, albadas, pastorelas y llevadas a
confluir en las obras líricas corteses y los romans courtois por los juglares. En la
afirmación de Roger Chartier resulta capital el concepto de práctica, ya que

… recuerda que los dispositivos en que se fundan las dominaciones (sean estas
políticas, sociales, étnicas, sexuales o de otro tipo) nunca suprimen por
completo el espacio propio de las apropiaciones que pueden desplazar,
reformular, subvertir lo que está impuesto: un sistema de restricciones, una
autoridad social, el sentido de un texto, etc. […] [Es decir que] un concepto
como el de práctica […] apunta justamente a dar cuenta de las apropiaciones
diferenciadas, desiguales y conflictivas de los códigos, las reglas, los mensajes
compartidos (Chartier, 2000b: 125)

De esta manera, a pesar de que el ideario de la cortesía fue compuesto por las
personas que vivían en las cortes, el mismo no sólo debió negociar con tradiciones y
costumbres de larga data que eran compartidas por todos los estamentos de la Francia
medieval, sino que se nutrió de él 47 para otorgar sentido al lenguaje metafórico con el
cual dotaron a los personajes y lugares de aquellos romans 48.
En este sentido se pronuncia Pastoreau al asegurar que

46
Chartier afirma que “Cuando uno se interesa en la historia de la producción de las significaciones, la
gran cuestión es comprender cómo las obligaciones siempre se trasgreden en virtud de la invención o, a la
inversa, como las libertades de interpretación siempre son sometidas a ciertos frenos”. CHARTIER, R.
(2000); Las revoluciones…, op. cit. p. 20.
47
La mixtura e hibridación que se da entre lo que algunos entienden como cultura popular y la cultura de
elite se observa en el hecho de que “A lo largo de las diferentes versiones de la novela [Tristán e Iseo]
aparecen elementos literarios del más variado origen, fruto de la profunda simbiosis entre la cultura
popular y la culta, lo que impide determinar de qué fuente procede cada uno directamente”. RIQUER, I.
(Ed.) (2001); Tomás de Inglaterra, Berol, María de Francia y otros. Tristán e Iseo. Trad. Isabel de Riquer.
Madrid: Siruela p. 18.
48
El propio Chrétien de Troyes, celebérrimo personaje vinculado a los romans courtois, manifestó que se
proponía unificar las historias diversificadas “corrompidas y diversificadas por los juglares”, lo cual nos
está indicando que sus obras no son creaciones producto de una generación espontánea, sino que hay una
tradición que se gestó al margen de sus objetivos como escritor. En CIRLOT, V., “La materia cortesana”
en PRADO, J. del, op. cit. p. 90. En efecto, Victoria Cirlot afirma que “…algunos de sus episodios
famosos están citados en fuentes anteriores (por ejemplo en poesía trovadoresca). Además se han
conservado obras en lengua galesa (en los Mabinogion) que relatan historias muy similares al Erec, El
caballero del león o El Cuento del Grial…”. Ibíd. p. 90. Por ende, esas escenas y pasajes condicionaron su
obra y la conectaron con representaciones que se afincan en el sustrato colectivo, e, inclusive sus
descripciones de la corte, el castillo, el bosque y lo que en ellos ocurren se nutren de representaciones
sublimadas en imágenes, discursos y prácticas que permiten identificarlos, a la vez que valorarlos como
tales.

68
… en el siglo XIII la cultura de los campesinos no difiere en nada de los
pequeños señores que los rodean. En contacto permanente, esas dos clases
sociales comparten determina cantidad de signos y de sueños, aunque su
contenido ideológico sea diferente. Aún en el reino de Francia, la articulación
‘cultural’ de las diferencias no se sitúa tanto entre nobles y campesinos como
entre clérigos y laicos y entre mundo de la ciudad y mundo del campo. La
leyenda artúrica pertenece primero a la cultura rural, tanto la del castillo como
la de la choza (2006: 329 – 330).

Asimismo, Jean Verdón, habla de una cultura folclórica, enfrentada a la cultura


eclesiástica, “… vivida en el mundo rural, también entre los nobles, y luego en la
ciudad” (2009: 102). Tal enfrentamiento 49 se entiende únicamente si sopesamos el
hecho de que existía un bagaje vernáculo en cada región, derivado del conocimiento
cotidiano que cada población construyó a partir de las experiencias que extraía de su
entorno, el cual en ocasiones no coincidía con los valores evangélicos o clericales que la
Iglesia quería implantar en la Cristiandad, homogeneizando lo heterogéneo en ese
proceso 50. Afirma Isabel de Riquer que “Ya en 1160 el teólogo Pedro de Blois se
indigna de que la gente se pusiera a llorar escuchando a los juglares contar la historia de
Tristán en vez de hacerlo al oír la pasión de Cristo” (2001: 12). Por ejemplo, en lo que a
alimentación se refiere, la Iglesia consideraba al ayuno como una práctica digna de
realizarse gozosamente dado que simbolizaba el rechazo a lo mundano, aunque sólo
exigía el mismo a los monjes mientras que el clero secular se alimentaba con más
fruición que frugalidad.
No obstante, la práctica del ayuno no podía implantarse tal y como se lo
practicaba en la Cristiandad oriental porque las frías tierras del occidente europeo
demandaban una dieta más calórica, por ello “… las reglas del Maestro y de Benito de
Nursia […] [aumentaron] la cantidad de vegetales que entraban en la colación ordinaria

49
Ya en los siglos V – VI “… se afirman dos fenómenos esenciales: la emergencia de la masa campesina
como grupo de presión cultural, la indiferenciación cultural creciente […] de todas las capas sociales
laicas frente al clero que monopoliza todas las formas evolucionadas, y sobre todo escritas, de cultura”.
LE GOFF, J. (1983); Tiempo…, op. cit. pp. 212 – 213.
50
“El tema ya familiar de la interpenetración de valores cristianos y seglares se ve reflejado en la
importante aportación de la época de las Cruzadas a la que podría ser llamada la mitología literaria de la
caballería. Dos series de relatos nos lo demuestran claramente: la historia del Chevalier au Cygne (la
versión novelesca de la historia de la Primera Cruzada), y el grupo de novelas artúricas en torno a la
búsqueda del santo Grial […] Estos relatos expresan la manera en que los ideales aristocráticos seglares,
heroicos y corteses, que nada tenían que ver con la ideología eclesiástica, seguían siendo básicos para la
caballería, incluso en sus compromisos religiosos”. KEEN, M. (2008); La Caballería. Trad. Elvira de
Riquer e Isabel de Riquer. Madrid: Ariel pp. 86 – 87.

69
de los monjes […] [y la complementaron] con una pequeña ración de pan…” (Riera i
Melis, 1991: 21). Por su parte, la nobleza local rechazaba estos valores ascéticos y
promovía los banquetes pantagruélicos compuestos principalmente de caza mayor
asada, los cuales, a la vez que demostraban el poder político y económico de aquellos
que podían alimentarse en cantidad y calidad, proveían, y excedía, las demandas
calóricas de un clima duro y una vida dedicada a la cacería y la lucha. Es decir que, la
nobleza a través de su disipado acceso a la comida demostraba, a las poblaciones
famélicas que gobernaba, su poder y riqueza, mientras que el ascetismo monacal
practicado por la Iglesia representaba un sinsentido para aquellos campesinos que
buscaban en el ager y el saltus un alimento que les era siempre esquivo y muy necesario
para enfrentar el menos templado clima de Europa septentrional.
Sin embargo, inclusive los hombres del clero formaban parte de esa cultura
“laica”, que habían adquirido desde su juventud, en este sentido Jacques Le Goff afirmó
que existieron elementos folclóricos en la cultura clerical, lo cual era “… favorecido por
ciertas estructuras mentales comunes a las dos culturas […] [además de haber sido un]
hecho obligatorio para la táctica y la práctica evangelizadora” de la Iglesia” (Le Goff,
1983: 216). Ciertamente, entender la existencia de una “cultura” laica que, con matices,
compartían todos los estamentos de la sociedad medieval, supera el postulado de la
Historia de las ideas o intelectual, que proponía que la cultura era una producción
refinada y compleja, nacida de los sectores altos de la sociedad, así como también con la
propuesta de la historia de las mentalidades que, explícita o implícitamente, concebía,
para cada sector socio – profesional de la sociedad, culturas determinadas 51.
Pero, a pesar de que tal visión de la cultura afincó, hace pocas décadas, en el
quehacer del historiador, es posible encontrar autores que ya lo postulaban para el caso

51
La división de la sociedad en compartimentos estancos, cultura de elite y cultura popular, ha sido
criticada por autores como Roger Chartier, quien pone en tela de juicio la transposición de los cortes
socio-profesionales al plano de las mentalidades. De la misma opinión es François Dosse al exponer que
“El mundo cultural está completamente atravesado por líneas de tensión, por relaciones de dominio, por
intentos de jerarquización, pero hay que comprender perfectamente que las relaciones entre culturas
dominantes y culturas dominadas son complejas y no pueden reducirse a una simple transposición
degradada de una en relación a la otra. Fundamentalmente hibridas, están formadas de préstamos y de
intercambios, de captación y de desviación.” DOSSE, F. (2006); La marcha de las ideas. Historia de los
intelectuales, historia intelectual. Trad. Rafael Tomás. Valencia: Publicacions de la Universitat de
València pp. 132 – 133

70
de la producción de la literatura cortés hace más de medio siglo. En efecto, tanto
Menéndez Pidal (1975) como Lafitte – Houssat (1962) plantearon que la distinción que
posteriormente se ha querido establecer entre juglares y trovadores, como difusor y
creador respectivamente, no se condice con la realidad ya que hasta el siglo XIV el
término “juglar” fue ambivalente, refiriéndose tanto al creador como al difusor de las
obras corteses. Asimismo, Menéndez Pidal tampoco considera que las representaciones
juglarescas fueran un producto de consumo de las elites exclusivamente al afirmar que:
“El juglar divertía a todas las clases sociales, desde las más altas hasta las ínfimas…”
(1975: 45), porque en sus orígenes se había dedicado a “… poetizar para el vulgo; así la
poesía culta nace como una ligera variante de la juglaresca, y sólo por evolución
posterior aspira a diferenciarse más de su primera norma…” (1975: 241). De la misma
opinión es Aragón al afirmar que era “…una literatura oral, destinada a la recitación
pública por un juglar ante un auditorio popular, reunido con ocasión de las ferias,
mercados o grandes celebraciones religiosas, o bien ante oyentes algo más selectos, en
una corte señorial” (en Prado, 2010: 39).
La recitación que apunta Aragón no es un dato menor al momento de entender
esta literatura y el rol jugado por el juglar. La recitación “… era común en sociedades
como la de Chrétien en la que la mayoría de los miembros de la audiencia aristocrática a
la que se dirigía no podía leer” [“They are common in societies like Chrétien’s in which
most members of the aristocratic audiences he addresses cannot read”] (Kelly en Lacy;
Tasker Grimbert, 2005: 52). Sin embargo, es conveniente, como apunta Paul Zumthor,
diferenciar, a fin de evitar confusiones, entre tradición oral y transmisión oral: “… a
primeira se situa na duração; a segundo, no presente do performance” (Zumthor, 2001:
9). Mas, la performance contribuye a ese carácter abierto 52 que posee la tradición oral,
el cuerpo se implica en la puesta en escena de esas historias que cautivaban a la
sociedad medieval, aquí vale la pena hacer una digresión para mencionar que el oyente,
como así también el lector, no es un sujeto pasivo que recibe lo que el emisor le brinda
sino que “El oyente constituye así a la producción de la obra en la performance. Es el

52
“La estructura de tal narrativa será […] ≪abierta≫, pero no únicamente porque el relato no esté
cerrado, terminado; también porque no es de nadie y es de todos, porque cualquiera puede participar en su
transformación”. DÍAZ VIANA, L. (2008); Narración y memoria. Anotaciones para una antropología de
la catástrofe. Madrid: UNED p. 33

71
oyente – autor no menos autor que el ejecutante. De ahí la especificidad del fenómeno
de la recepción en la poesía oral” (Zumthor, 1983: 234 en Díaz Viana, 2008: 31) dado
que “el pueblo, la colectividad, poetiza realmente (Menéndez Pidal, 1973: 396). Lo cual
no mengua la importancia del juglar que en su memoria portaba las historias ficticias y
reales de su pueblo haciéndolo “… la biblioteca viva de un clan, una comunidad o un
país” (Sainero, 1998: 5).
El debate sobre el origen del creador de las obras corteses, que es en sí mismo el
del rol de los sectores populares en la génesis de la literatura, se ha mantenido en las
últimas décadas vivo. Así, Bisson se ocupa de analizar la extracción social de la que
provenían los trovadores, llegando a exponer que los mismos podían pertenecer tanto de
la clase señorial como provenir de “… familias de peleteros y mercaderes” (2010: 491),
encontrando una sola diferencia entre ambos en el tono menos deferente hacia la
nobleza de estos últimos respecto a los primeros. También María Aurora Aragón
considera que los juglares

… formaban una comunidad compleja, en la que caben desde los simples


recitadores de obras ajenas, pasando por los que completan su actuación con
juegos malabares como verdaderos saltimbanquis, hasta los clérigos errantes o
quienes habiendo cursado estudios no llegaron a recibir órdenes y que podían
recitar, pero también componer (en Prado, 2010: 39)

Por su parte, Fossier entiende que en la Edad Media la cultura y la sociedad se


encontraban menos compartimentadas que en la actualidad. También, Paul Zumthor
entiende que hasta el siglo XV lo popular no se oponía a lo letrado, sino que “… refere-
se ao que depende de un horizonte comum a todos ―sobre o qual se destacam algunas
construções abstratas, próprias a uma imfima minoria de intelectuais” (Zumthor, 2001:
29). Ello permitía una comunicación entre los distintos sectores sociales, la cual era
fomentada por “… algunos grupos intermediarios [que garantizaban] […] una relación
entre el mundo de las escuelas y el de las calles y los bosques [, los cuales recibían el
nombre de] […] goliardos” (Fossier, 1988: 374). Ellos lograron “… fundir en sus obras
poéticas elementos de la cultura antigua, la herencia de su formación clerical y
tradiciones aldeanas…” (Fossier, 1988: 374) al resignificar la herencia cultural recibida.
Por ende, es claro que no es desacertado pensar la posibilidad de un encuentro entre los
estamentos y de una mixtura final en las obras literarias de diversas tradiciones cultural,

72
modas y gustos. Baste de ejemplo la situación narrada por Don Juan Manuel (1282 –
1348) en su famosa obra "El Libro de los Estados”:
… una cosa que acaeçió a un cavallero en Perpinán en tiempo del primero rey
don Jaimes de Mallorcas.
Así acaeçió que aquel cavallero era muy grant trobador et fazía muy buenas
cantigas a marabilla, et fizo una muy buena además et avía muy buen son; et
atanto se pagavan las gentes de aquella cantiga que des[d]e grant tienpo non
querían cantar otra cantiga sinon aquella, et el cavallero que la fiziera avía
ende muy grant placer. Et yendo por la calle un día, oyó que un çapatero estava
diciendo aquella cantiga, et dezía tan mal erradamente, también las palabras
commo el son, que todo omne que la oyesse, si ante non la oyíe, ternía que era
muy mala cantiga et muy mal fecha. (Don Juan Manuel, 1991: 65)

Si bien la intención de Don Juan Manuel, Infante de Castilla, al narrarnos esta


escena, quizá real o quizá fruto de su imaginación, fue el destacar lo pernicioso de
modificar y vulnerar la obra original del autor 53, también nos ilustra sobre el modo tan
simple, plausible y cotidiano por el que una pieza artística, ya sea musical o literaria,
podía y puede mutar al pasar de persona a persona. Y, aunque Don Juan Manuel nos
dice que la modificación realizada por el zapatero en este caso no fue beneficiosa para
la obra, nada impide que ocurriese el caso contrario.

53
La idea de autor resulta naturalizada para nosotros como hombres hijos de la Modernidad, pero en la
Edad Media tal categoría no existía como tal y por ende las obras podían ser modificadas libremente, sólo
las autoridades eran reproducidas y sobre ellas se realizaban exegesis, pero las historias para el
divertimento se encontraban allí para ser apropiadas y modificadas. Sobre el particular Roger Chartier
advierte que el autor medieval nunca buscó la originalidad dado que “… desde la Edad Media hasta la
época moderna, con frecuencia la obra se definió en oposición a la originalidad”. CHARTIER, R. (2000);
Las revoluciones…, op. cit. p. 26. En lo que respecta al autor, dicho concepto es fruto de la modernidad y
de la imprenta, lo cual queda de manifiesto en el hecho de que en lengua inglesa actual se hace la
distinción entre el writer (escritor) y el author (autor), lo cual no es un simple matiz del lenguaje sino que
el primero sólo escribió algo mientras que el segundo con su nombre “… da identidad y autoridad al
texto”. Ibíd. p. 27. Por su parte, en francés arcaico también encontramos la distinción entre el écrivains y
los auteurs en el diccionario de Furetière de 1690, en este caso el escritor sería quien escribió un texto
que puede permanecer en manuscrito y no circular; mientras que al autor se lo denomina así porque ha
publicado obras impresas. De hecho, la manera más generalizada de circulación de las obras literarias fue
durante el Medioevo de manera anónima, “De ninguna manera hay atribución del texto a un autor y, a
menudo, los autores de la literatura medieval sin invenciones de los filólogos […] De esta manera, se ve
que el concepto mismo de autor, si hay alguien que ha escrito los textos, no significa siempre un autor con
las propiedades específicas que definen la relación entre un texto y un nombre propio. CHARTIER, R.
(2000); Cultura escrita, literatura e historia. Coacciones transgredidas y libertades restringidas.
Conversaciones de Roger Chartier con Carlos Aguirre Anaya, Jesús Anaya Rosique, Daniel Goldin y
Antonio Saborit. México D.F.: FCE p. 123. De la misma opinión es María Aurora Aragón, quien afirma
que “… la inexistencia en la Edad Media del derecho de propiedad intelectual autoriza a los juglares a
reducir, ampliar y modificar el texto primitivo, y las variantes de un manuscrito a otro son numerosas y
trascendentes. El anonimato de la mayor parte de los autores permite que recitadores, copistas y
reformadores alteren los textos con total impunidad, tanto más cuando la noción de plagio no existía
entonces”. ARAGÓN, M. A., “Introducción” en PRADO, J. del, op. cit. pp. 40 – 41.

73
Además, es conveniente tener en cuenta que éste autor ubica el relato durante el
reinado de Jaime I de Aragón (s. XIII), momento en el que se comienzan a compilar los
textos corteses que han llegado hasta nuestros días. Lo cual demuestra la lábil división
que existía entre la composición oral y escrita por aquellos años en los que las obras
literarias no habían alcanzado la estabilidad y rigidez que la forma escrita les otorgara a
la postre, haciendo posible que en ellas se encuentren percolados múltiples líneas
simbólicos compartidas tanto por la aristocracia así como también por los sectores
plebeyos 54. De esta opinión es Menéndez Pidal al afirmar que el juglar en pos de
divertir a la gente transformó continuamente la herencia recibida “… para adaptarla
siempre al cambio diario de los gustos” (1975: 239).
De esta forma la literatura vernácula europea fue engendrada por una mixtura de
“… la tradición popular, junto con la imaginación de los poetas…” (Sainero, 1998: 5).
Lo cual indica que los ámbitos de lo escrito y lo oral no son compartimentos estancos o
niveles diferentes de la producción cultural de una sociedad, sino que “… el estudio de
la literatura comprendida dentro del campo del folklore ha puesto de manifiesto que lo
oral y escrito no son mundos irreconciliables, que –muy al contrario– son estadios por
lo que, con frecuencia, atraviesa una misma creación” (Díaz Viana, 2008: 76). Por
ejemplo, en el De nugis curialium o Nimiedades de los Cortesanos, de Gautier Map, es
posible apreciar que los relatos orales son numerosos, junto con los textos de los Padres
de la Iglesia y de los autores clásicos latinos. En efecto, uno de los editores que ha
tenido esa obra, M. R. James, ha dicho: “… the unidentified romances and sagas from
which many of his longer stories are supposed to be derive” (en Le Goff, 1983: 296).
Otra prueba de que la circulación de lo escrito a lo oral era común en la Plena
Edad Media la encontramos en todo el “… arsenal de la literatura maravillosa […] [que]
no lo han fabricado ellos”, la baja nobleza (Le Goff, 1983: 308). Según Jacques Le Goff

Las canciones de gesta de Melusina, los tesoros del folklore que los caballeros
oían contar a sus campesinos ―de lo que todavía estaban cerca en el siglo
XII― o hacían escuchar por sus escritores cuando se habían distanciado,
tesoros del folklore que mezclaban a viejos mitos folklorizados historias de

54
Una de los tópicos más característicos de la literatura cortés, el rey Arturo y su corte, en versiones
orales y escritas “… era conocida muy ampliamente a principios del siglo XII, y los novelistas, tanto si
vivían cerca de las tierras célticas como lejos, podían acudir a gran cantidad de ellas para inspirarse”.
KEEN, M., op. cit. p. 162

74
clérigos más recientes ≪popularizadas≫ y cuentos salidos de la imaginación
de los cuentistas campesinos, todo este mundo de lo maravilloso popular venía
a enriquecer el armamento cultural de los caballeros (Le Goff, 1983: 308)

En efecto, el contacto y trasvase de historias entre la aristocracia y el resto de la


sociedad eran comunes porque compartían un fondo común de mitos y leyendas que
posibilitaban hacer comprensible aquello que metafóricamente se alude o el porqué de
las acciones de los personajes.
Ciertamente, la fluctuación en las historias que los juglares reproducían no era
exclusivamente producto de la inexactitud de una memoria que al olvidar determinado
pasaje de la narración cubría el bache con su genio e inventiva; sino que en sus obras
explicitan como una necesidad el adaptar consciente y constantemente las temáticas a
los gustos locales con el fin de ganar la atención y el beneplácito del público variopinto
que oía y veía sus histriónicos relatos. Al respecto, Raimon Vidal de Besalú (s. XIII) en
“El arte del juglar” dice: “… todo el mundo sabe que el amarrillo y el verde no le gusta
a todo el mundo, de manera que los hechos y los comportamientos deben cambiar según
la gente” (en Alvar, 1999: 178). Así el juglar debía ser, por fuerza, capaz de retocar las
obras para agradar a su público, generando como efecto colateral el surgimiento de
variantes acumulativas en las historias originales que cristalizarían en versiones
regionales que, en última instancia, se incorporaban al relato madre, dada la flexibilidad
inherente a la transmisión y conservación oral de esas obras en sus primeros siglos, o en
historias independientes de la matriz que le diera origen.
Es por ello que Rodríguez Velasco (en Alvar: 1999) define al juglar como la
memoria viva de una forma de entender el mundo, transmisor del archivo cortés. Cabe
aclarar que esa matriz de las historias relatadas, que se soportaba en muchas lenguas y
muchas mentes que deambulaban por Europa, no sólo era una fuente nutricia para la
creación de los juglares, sino también un modelo que no podían deformar al punto del
que el público fuera incapaz de reconocer a que historia se refería el juglar.
Consideramos que la historia de Melusina es prueba de la circulación de las historias y
del paso entre oralidad y escritura, sirva de ejemplo la obra compuesta por Couldrette,
“La novela de Lusignan”, de Parthenay o Melusina, del siglo XV, la cual tomó la
historia realizada por Juan de Arras y la enriqueció con lo que “… oyó decir y contar a
nuestros ancianos…” y con lo que “… oyó decir que se ha visto en la región de Poitou y

75
en otras partes” (en Le Goff, 1983: 296). Este caso es valioso dado que, en opinión de
Jacques Le Goff,

Pese al talento literario del autor, una atención por la cultura oral que le
impide deformar demasiado esas tradiciones le hace recoger y conservar
elementos incomprendidos o despreciados por los clérigos de finales del siglo
XII (Le Goff, 1983: 296).

Otro caso es el de Walter Map, mencionado ya en páginas anteriores, de quien


Le Goff afirma que

…invoca con frecuencia las fabulas de dónde saca su información. Si no da


fuentes para la historia de Henno el de los grandes dientes, para la de Eric el
salvaje se refiere a los galos, ≪Wallenses≫, a los que en otra parte llama
≪Compatriote nostri Walenses≫. Importante, pues, de la tradición oral, si no
popular. (Le Goff, 1983: 296 – 297)

De este modo, la juglaría como profesión abierta a los distintos estamentos


laicos de la sociedad medieval permitió la mixtura e hibridación de temáticas, tópicos,
tradiciones, mitos provenientes de diferentes regiones de Europa que dieron como
resultado la conformación de un mosaico heterogéneo, variado y contradictorio como
fue la literatura cortés, únicamente ligada por el hecho de compartir un eje vertebrador,
el fin’amor.

La representación de la aristocracia: prácticas y discursos del entramado


social.

La oralidad 55 y la composición en lengua vernácula permitió a la literatura


romance ser comprendida y, por ende, estar al alcance de un mayor número de personas,
a diferencia de la literatura compuesta en latín que era malamente entendida, inclusive
por la nobleza local, debido a la pérdida en el manejo de esta lengua, que había quedado
reducida a una función eclesiástica y cancilleresca para el siglo XII. Mas, para que la
difusión de estas obras literarias fuera posible, el oír y entender lo que se dice no era
suficiente, era y es necesario aun un código simbólico compartido, tanto por la nobleza
como por los plebeyos, que otorgara sentido a las palabras contenidas en esas historias y
permitiera leer metafórica y meta – discursivamente las mismas.

55
Paul Zumthor afirma que la “… voz foi então um fator constitutivo de toda obra que, por força de nosso
uso corrente, foi denominada ‘literária’”. ZUMTHOR, P. (2001), op. cit. p. 9

76
En efecto, cada época y sociedad ha generado, a través de la cristalización y
sedimentación de múltiples tradiciones y experiencias, cotidianas y extraordinarios, un
particular código semiótico – representacional. En lo que a la aristocracia medieval
caballeresca se refiere, la construcción de su representación se da a lo largo de un
proceso en el que, desde la Temprana Edad Media, se van incorporando prácticas,
vestimentas, modales, ámbitos de vida y de poder, entre otros, que se rutinizan en la
práctica cotidiana y posteriormente se incorporan como elementos de un ritual, es decir
de una serie coordinada de acciones cargadas de sentido, que los liga fuertemente con
ese estamento. Así, al llegar a la Plena Edad Media se había conformado un código que,
habiendo resignificado elementos heredados y naturalizado una determinada imagen de
la aristocracia, demandaba que un buen caballero se comportase 56, vistiera y luciera
como se esperaba de su rango, lo que llevó a la nobleza a construirse un estereotipo de
sí misma, en un cliché fácilmente distinguible por quien escuchara las historias y viera
al estamento desenvolver su vida cotidiana. Por ello, Bonnassie asegura que la imagen
idealizada de la caballería que la literatura legó a los siglos es “… la representación que
buscaba darse de sí misma la casta caballeresca y que ha llegado, por medio de relatos
variados, a imponerse a la opinión” (en Le Goff, 2010: 41).
Verdaderamente, para el siglo XIII parte de la nobleza veía al mundo como “…
un enromancement [ficcionalización]; la novela ya no sólo es el reflejo de la ideología
nobiliaria, también es su modelo” (Pastoreau, 2006: 331). Mientras que Thomas Bisson
plantea que “El señor laico precisaba de compañeros para materializar su poder […]
debía ser visto tanto en compañía de sus hombres de armas como de sus sirvientes”
(2010: 104). Por su parte, Arnold Hauser consideró que en este modelo del “deber ser”
de la aristocracia tiene un peso determinante la baja aristocracia 57, dado que “Allí donde
el aristócrata de viejo cuño obra de manera casi instintiva y con naturalidad absoluta, el

56
De entre los elementos que definen el comportamiento de la caballería, destaca la búsqueda de la
aventura, según Victoria Cirlot “La caballería, en su exigencia de encontrar atributos diferenciadores
sobre los que fundamentar los privilegios de casta, asumirá la aventura como una forma de vida”.
CIRLOT, V. (2005), op. cit. pp. 41 – 42
57
Según Maurice Keen “Las mismas presiones, las mismas aspiraciones ―aquellas de los jóvenes que
estaban en los límites de la sociedad aristocrática con una carrera por empezar o por echar a perder―,
están reflejadas en la poesía amorosa de los trovadores del sur de Francia. Algunos de estos jóvenes
fueron grandes aristócratas […] Pero ellos fueron en su mayoría, como ha escrito Bezzola, ≪soudoiers et
sirvens, guerriers de fortune, promenant de château en château une vie aventureuse et libre≫”. KEEN,
M., op. cit. p. 49.

77
caballero entrevé una tarea especial…” (Hauser, 1978, V. I: 258). Es decir, la nobleza
termina amoldando su vida y utilizando la espacialidad que lo circunda en función de
las mismas representaciones que nutren el imaginario del amor cortés, que finalmente es
una muestra de refinamiento y, más aun, de poder de este estamento hacia el pueblo que
gobernaba y, a su vez, hacia los otros miembros del mismo estamento 58.
En efecto, los hombres del medievo eran conscientes de la existencia de un
código compartido que hacía inteligible el mensaje a comunicar. Prueba de ello es que
ya la Iglesia en sus primeros siglos de vida recurrió al ars bene dicendi para difundir su
mensaje y cristianizar, a través de la persuasión, a la cultura grecorromana del
Mediterráneo. Para lo cual, sacrificó el lenguaje alambicado de la retórica clásica en pos
de hacer accesible el mensaje a la mayor parte de la población. Así, en los primeros
tiempos de la Iglesia su Ars praedicandi se constituirá sobre la base del sermo humilis
evangélico que emulaba a la predicación de Jesucristo, tanto en su carácter oral como
así también en su sencillez y naturalidad (Villegas Paredes, 2008). En este sentido, San
Agustín de Hipona, quien realizó los primeros intentos por sistematizar el arte de
predicar, dirá que es preferible “… verse censurado por la gramática a no ser
comprendido por el pueblo” (en Le Goff, 1996: 102), agregando luego en el Libro IV de
De Doctrina Cristiana que, de los tres estilos 59 que componen un sermón, el estilo
“humilde”, “… desnudo, pero no inculto…” (Villegas Paredes, 2008: 4) es el que debe
prevalecer.
Del mismo modo, los juglares, quienes también transmitían un mensaje
complejo, debieron amoldar la “forma” en función del público al que el mismo era
dirigido; recordemos que si bien existía un lenguaje literario en la Provenza, el koiné, el
58
Según M. Nilsson (1932), al incorporar en el relato mítico la intervención de los seres humanos en el
mundo concreto (v. gr. los héroes) “…el mito adquirió el carácter de un discurso socio – político,
conectado ciertamente con el poder…”. BAUZÁ, H. F., op. cit. p. 27. Del mismo modo, los mitos que se
encarnan en las historias corteses dan intervención y se desenvuelven por la acción de un o unos
personajes virtuosos, valientes, fuertes y nobles, los caballeros Tristán, Lancelot, Galaad, etc. Así el mito
es un medio difusor de un discurso social que a través de la sinécdoque transfiere y define al estamento
nobiliario, a su fachada social, por medio de las características de estos caballeros arquetípicos.
59
En De Doctrina Cristiana, san Agustín de Hipona, siguiendo la concepción ciceroniana, expone que los
sermones deben componerse de tres estilos: el estilo humilde, con un lenguaje sencillo pero correcto, se
utiliza especialmente para la exégesis de textos bíblicos y para explicar la doctrina cristiana en general; el
estilo medio, que se adorna con figuras, se usa para el discurso epidíctico o demostrativo, que se ocupa de
individuos particulares para alabarlos o denostarlos, o de hechos pasados en los cuales el público no tiene
más injerencia que el disentir o asentirlos; y el estilo elevado, que con o sin figuras, busca inducir a los
individuos a realizar determinada acción recurriendo a una gran tensión emotiva.

78
mismo era un artificio literario desconocido por el vulgo que hablaba lenguajes locales.
Por lo que, el juglar debía amoldar sus expresiones al uso local para ser comprendido 60.
Además, los juglares se dividían en su manera de componer, siguiendo dos escuelas
retóricas distintas, lo que refleja que eran conscientes de que un mensaje podía
complejizarse en sus forma merced a la demanda del público o gusto estético del
compositor/ escritor. En efecto, encontramos un trobar leu, que se define como “… una
composición poética que se expresa en un lenguaje claro y accesible, sin renunciar a los
recursos de la retórica y la música, pero que pretende, ante todo, que se entienda lo que
expresa”, y un trobar clus, que es “… más elitista, se expresa en un lenguaje oscuro,
con unas formas difíciles y a veces de polivalencia ambigua” (Casas Fernández en
Prado, 2010: 147), lo cual lo vincula con el ornatus difficilis de la Retórica.
No obstante, el abandono del ars bene dicendi o, en el caso de la literatura
cortés, el paso del trobar clus al trobar eu, al modo de una cáscara que estructuraba una
manera de comunicar, consideramos que no alteró el “fondo”, las representaciones
sociales, construidas, a partir de las experiencias del diario vivir, con el fin de explicar
su mundo inmediato, pero también al mediato y al desconocido. Es decir que más allá
de las palabras que utilicemos para describir un concepto, lo único irremplazable para
lograr la comprensión del mismo son “… los receptores imaginarios o reales…”
(Kleinschmidt, 2009: 255) que remiten a una trama de representaciones determinadas, a
partir de la cual el emisor elaboró el mensaje. Ciertamente, si bien el uso del lenguaje
nos habla de la formación del autor y de las intenciones que subyacen en los matices de
la composición textual, los símbolos y conceptos a los que el juglar/trovador remite se
encuentran fundidos inconscientemente en las representaciones que en el proceso de
socialización los hombres internalizamos para entender y movernos en el mundo social
donde crecimos 61. Pues, si bien un alambicado juego retórico puede otorgar belleza al

60
Isabel de Riquer considera que “…los bardos que atravesaron el canal de la Mancha dieron a conocer
estas leyendas en las cortes y ferias más prestigiosas de Europa, gracias al arte juglaresco de adaptar su
lengua a la de los diferentes públicos”. RIQUER, I. (Ed.) (2001), op. cit. p. 18. Es decir que las “formas”
mutaban constantemente para lograr transmitir el mensaje, la historia y las representaciones que definían
a ese relato y lo diferenciaban de otro.
61
Una prueba de la existencia de un código común subyacente en la literatura en las sociedades
medievales se aprecia en la existencia del kenning ―nombre que recibe la poesía cortesana nórdica
durante el medioevo y también a un tipo de figura literaria relacionada con la comparación directa (Ej,
“Ella tenía el cabello como de serpiente”), indirecta (Ej. “Ella tenía el cabello serpentino”); y con la
sustitución (“Ella tenía un nido de serpientes en la cabeza”), aunque específicamente refiere a la

79
verso o prosa, las representaciones sociales que buscamos recuperar en los romans
courtois son similares, si no idénticas, a las expresadas con más sencillez al reproducir
las historias ante un público menos formado en los juegos del lenguaje.
A su vez, es conveniente tener en cuenta que esos receptores semióticos,
constituidos por representaciones del mundo, se conformaron a lo largo de un proceso
de generalización de las tradiciones orales, que partiendo del clan familiar o de la
región, la exceden debido a la difusión que personas como el juglar posibilitaron. Mas,
tal difusión no sólo impactó en el sector aristocrático, “… pues los anales del siglo XI
registran el recitado entre los campesinos de tradiciones orales que no se limitaban a
asentamientos específicos o a grupos familiares” (Kleinschmidt, 2009: 276) lo cual
demuestra que existía un intercambio constante de narraciones, historias y leyendas,
que, de boca en boca, iban siendo tomadas como propias por diferentes poblaciones a lo
largo de Europa, haciéndolas parte de su imaginario, siempre híbrido y polisémico.
Asimismo, el hecho de que las historias corteses relaten la vida y hazañas de
nobles, caballeros y reyes no debe necesariamente orillarnos a pensar que esta literatura
era sólo consumida en exclusividad por la aristocracia, dado que “… el hijo del rey es el
héroe principal del cuento popular…” (Le Goff, 1983: 308). Es decir, el campesinado y
la burguesía miraban y se miraban en la aristocracia, en sus costumbres, sus habilidades,
y sus muestras de poder; esa imagen que los relatos transmitían eran coherentes con el
orden de las cosas, con lo que “debía ser” para su cosmovisión, eran congruentes en
última instancia con las representaciones que otorgan sentido a la realidad.
En consecuencia, los intercambios constantes entre diferentes individuos y
estamentos de la sociedad “… crea un territorio compartido entre lo que se llama la alta
cultura y la cultura popular” [En el original la palabra en bastardilla está entre comillas]
(Le Goff, 2010: 22), un mundo mixto, mezcla de ficción y realidad que constituye el
“… tejido de la realidad que nace de la irrealidad de los seres que seducen la

sustitución― cuya existencia y uso implica: por un lado, “…el hecho de que tales convenciones son
ampliamente conocidas por el público que escucha o lee”; y por el otro, que “…la valoración del ingenio
del poeta se mide por las complicaciones que añade en cada nueva ocasión a los kennings conocidos”.
ALCINA FRANCH, J. (2004); Arte y antropología. Barcelona: Alianza pp. 244 – 245. Es decir, es
necesario que exista ese código para que el destinatario de esa historia, el público, entienda las
tribulaciones, problemas, aventuras, desventuras y objetivos del personaje; además de las motivaciones
que lo empujan a actuar de una manera y no de otra. Si partimos de la idea de que el juglar llevaba un
repertorio limitado por las posibilidades de su memoria, el mismo debía variar, amoldarse, mutar en
funciones de las inquietudes y gustos del público al que se dirigía, ya sea la corte o la plaza pública.

80
imaginación de los hombres y mujeres de la Edad Media” (Le Goff, 2010: 17). Y, es
que si bien existen producciones culturales que podemos considerar para un público
reducido y otras de consumición masiva, ello no debe necesariamente indicar que los
mismos estén separados por “abismos” culturales, pero tampoco consideramos que la
idea de “puntos de contacto” ilustra con justicia los procesos culturales que se dan al
interior de una sociedad dada.
Nadie vive, ni ha vivido, en un mundo conformado sólo por personas que
comparten su posición socioeconómica o cultura. En efecto, la nobleza medieval tenía
contactos con burgueses, con sus ayudantes de cámara, con los campesinos que labraban
sus tierras y con aquellos que le proveían del alimento en su mesa 62. Por lo que, si cada
estamento tenía un universo cultural que le era inherente, ¿Cómo es posible que cada
uno realizase un rol determinado con la pertinencia y el donaire requerido para cada
situación y rango?
Posiblemente ello se deba al hecho de que los humanos compartimos más de lo
que a primera vista suponemos con el resto de los individuos que conforman la
sociedad. Más allá de la pompa y el protocolo que requieren acontecimientos
excepcionales de la vida social, la mayoría del tiempo realizamos actividades rutinarias
que conforman nuestra cotidianeidad y que son reflejo de actos idénticos en el resto del
espectro social. Ciertamente, lo cotidiano se presenta como una “…producción
imaginaria y simbólica de las relaciones sociales, como ritualización incesante del
vínculo social” (Pietro Bellesi en Lindon, 2000: 10). Ritualización que regla nuestra
manera de abordar el mundo y nuestra manera de relacionarnos con los otros (Goffman,
1971: 71)
Si bien algunos podrían argumentar que tal regulación era únicamente brindada
por las normas eclesiásticas que permeaban los diferentes niveles de la sociedad, ello no
explicaría por qué el caballero se mostraba poderoso, siendo que las enseñanzas
cristianas fomentaban la humildad y marcaban como pecado capital la soberbia, o a qué

62
La nobleza era consciente de que sus hazañas sólo eran útiles para alimentar su honor si eran conocidas
más allá de las almenas de sus castillos, por ello Bamborough dijo a Beaumanoir, tras fijar el terreno para
el combate de los Treinta en 1350: “… y allí haremos que se hable de ellos en los tiempos venideros, en
las salas de los palacios, en las plazas públicas y en los demás lugares del mundo”. En KEEN, M., op. cit.
pp. 83 – 84. Es decir que no sólo bastaba ser reconocido por los cortesanos, sino que la gloria y el honor
radicaban en ser conocidos también por quienes se movían por los espacios públicos y en todo recodo del
mundo.

81
se debe el hecho de publicitar ingestas apoteóticas de comida, cuando la Iglesia
promovía la moderación en el alimento como freno a la gula y a los pecados vinculados
con una vida incontinente. Esto nos indica que paralelamente al imaginario eclesiástico
circuló otro al que se podría llamar, en oposición al anterior, laico, el cual respondía a
otras escalas de valores, más mundanas y ancladas a las vernáculas necesidades del
hombre medieval 63.
Estas representaciones eran las propias de la sociedad local y seglar y constituían
un pilar fundamental del entramado social, al otorgar credibilidad a las relaciones
intersubjetivas e interestamentales que se desarrollaban diariamente 64, y, en última
instancia, a la cosmovisión de esa sociedad o grupo 65; ya que, asumir una determinada
“realidad” “… sólo parece sensato siempre y cuando sea así para todos aquellos que
participan cotidianamente en ella” (Pollner, 1974 en Wagner, Hayes y Flores Palacio,
2010: 59). Efectivamente, el peso del consenso del colectivo social llega a ser tal que un
individuo supedita la validez de su percepción directa a la armonía con la opinión del

63
Si bien la nobleza tenía un conjunto de valores que la diferenciaban de los promovidos del clero, no
debemos pensar que la aristocracia no tenía en cuenta las promesas de salvación que la Iglesia les
brindaba. En realidad, en el imaginario caballeresco se da una hibridación, un sincretismo no bien
definido que permitirá que convivan imágenes de caballeros cercanos al mundo sensual, con otros
caballeros modélicos para la concepción cristiana, como el definido por Bernardo de Claraval. Maurice
Keen apunta que en “Los monasterios, en donde los monjes rezaban por las victorias del pueblo, se
convirtieron a menudo en depósito de las tradiciones guerreras y también de la religión del pueblo y en
centro del culto al linaje de los jefes guerreros. […] Este culto a los héroes de los cantares, muertos en la
guerra contra los paganos, son un testimonio notable de la manera en que las dos ambiciones de la
caballería, fama en este mundo y salvación en el otro, habían empezado a entrelazarse en la configuración
de la piedad del siglo XI”. KEEN, M., op. cit. p. 83.
64
Felicia de Casas Fernández acuerda con la existencia de una serie de componentes que atraviesas los
diferentes sectores sociales al considerar que “… el código amoroso que, lentamente, se extendió a todas
las clases sociales e invadió los distintos géneros, desde la novela al teatro, pasando por la canción de
gesta. El hecho de que el amor cantado por los trovadores fuese impersonal y atemporal facilitó la
apropiación por parte de quien lo escuchaba.” CASAS FERNÁNDEZ, F., “La Lírica” en PRADO, J. del,
op. cit. p. 149. De esta manera, un producto cultural como el fine amour, renombrado en el s. XIX como
Amor Cortés, no sólo se reducía al ámbito de la corte y a los hombres de la aristocracia que la
frecuentaban, sino que era tomada, transmitida, reelaborada y devuelta del campo a la ciudad y de la corte
al vulgo; siendo especialmente los romans en langue d’Oïl, las que más se ocuparon de difundir un
modelo de comportamiento de lo esperable en un hombre de la nobleza, en un caballero.
65
El peso del ideario caballeresco y cortés, difundido por la literatura del fine amour, no se valoraría en
su justa medida si perdemos de vista el hecho del “… carácter verdaderamente internacional de la
sociedad y de la cultura aristocrática, tanto seglar como eclesiástica de los siglos XI y XII […] si no
hubiera sido por este carácter internacional de la sociedad, que en los siglos XI y XII estaba resurgiendo
del caos provocado por las invasiones, no hubiera existido la caballería ni las Cruzadas, y el amor cortés
de la lírica trovadoresca sería una excentricidad literaria en la olvidada y provinciana historia de
Occitania, no un fenómeno cultural europeo”. KEEN, M., op. cit. p. 65

82
grupo de referencia y actúa en función de lo que socialmente se espera de su rango o
rol 66. Ello se debe a que las ideas y categorías que forman nuestra cotidianeidad no son
ideas derivadas de la acción sino “ideas para actuar”, “no son modelos de la realidad
sino modelos para la realidad” (Geertz, 1973, en Wagner, Hayes y Flores Palacio, 2010:
35).
En efecto, son estereotipos, siempre útiles para dar un juicio espontaneo sobre
determinado aspecto de la vida cotidiana, construidos en función de una limitada
cantidad de síntomas superficiales ligados por similitud y generalizados al resto de los
casos (Wagner, Hayes y Flores Palacio, 2010), por ende aun hoy utilizamos los mismos
elementos que en la Plena Edad Media para describir, distinguir e identificara a un
determinado sujeto como “caballero” por su fachada social, compuesta por sus
vestimentas, armas y rituales, además de por sus ámbitos de vida y disipación 67.
La importancia de que estos estereotipos se presenten monolíticos y coherentes
en su núcleo interno deviene del hecho de que la existencia de fisuras resquebraja la
credibilidad en las representaciones 68 que son la base de una cosmovisión. Por ejemplo,

66
Ese peso del consenso se anclaría en lo que Chartier denomina “representaciones colectivas”, dado que
sobre ellas “… se funda la manera en que los miembros de una misma comunidad perciben, clasifican y
juzgan”. Asimismo esas representaciones son sólo uno de los registros representacionales para este autor,
ya que también contempla los “… diferentes registros o performances simbólicos” que están
“…encargados de hacer ver y hacer creer la realidad de una identidad social o la potencia de un poder”; y
la “delegación” a un representante, individual o colectivo, de la coherencia y la permanencia del grupo o
de la comunidad”. CHARTIER, R. (2000); Las revoluciones…, op. cit. pp. 2 – 3.
67
Si bien estos atributos que definen a la caballería surgieron en Francia, los mismos tomaron forma en
un contexto europeo que comulgaba con las ideas corteses. Así el modelo caballeresco “Ganó extensión
como un ethos que acogía a grupos de guerreros, identificados, por una parte, por su habilidad en la
guerra como jinetes y por otra, por una combinación de orgullo de linaje y posición social en servicios
tradicionales”. KEEN, M., op. cit. pp. 65 – 66.
68
La verosimilitud de una situación o del rango y/o poder de un sujeto o institución viene dada por el rol
jugado por las representaciones, por eso es que Roger Chartier enuncia: “…la noción de representación
asumió una pertinencia más amplia, que designaba el conjunto de las formas teatralizadas y “estilizadas”
(según la expresión de Max Weber) mediante las cuales los individuos, los grupos y los poderes
construyen y proponen una imagen de sí mismos. Como escribe Pierre Bourdieu, “la representación que
los individuos y los grupos transmiten inevitablemente a través de sus prácticas y sus características es
una parte integrante de su realidad social. Una clase se define tanto por su ser percibido como por su ser,
tanto por su consumo –que no necesita ser ostentatorio para ser simbólico– como por su posición en las
relaciones de producción (aun cuando sea cierto que ésta rige a aquél)”. Así entendido, el concepto de
representación conduce a pensar el mundo social o el ejercicio del poder según un modelo relacional. Las
modalidades de presentación de sí mismo, es cierto, están gobernadas por las características sociales del
grupo o los recursos propios de un poder. Pese a ello, no son una expresión inmediata, automática,
objetiva del status de uno o la potencia del otro. Su eficacia depende de la percepción y el juicio de sus
destinatarios, de la adhesión o la distancia con respecto a los mecanismos de presentación y persuasión

83
durante la rebelión campesina inglesa de 1381 se cuestionó la superioridad divina de la
nobleza a través de frases como “When Adam delved and Eve span, who was then the
gentleman?”; por lo cual, tras ser sofocada, Ricardo II Plantagênet no sólo reprimió a
las poblaciones que habían apoyado a los rebeldes sino que buscó reafirmar los atributos
externos de la superioridad de la nobleza a través de una tabla, que reguló el costo y
riqueza de los ropajes que cada noble y plebeyo del reino podía usar en función de su
estamento y riqueza, es decir realizó una reglamentación para que existiera una
congruencia entre la condición del individuo y la imagen que daba de sí a los otros 69.
Asimismo, no sólo la valentía, el rol guerrero y el boato de las vestiduras
caracterizaban la representación de un aristócrata. Como ya se dijo anteriormente, el
alimento y su abundante disponibilidad eran rasgos de suma importancia para demostrar
el poder y la riqueza de la aristocracia. En sí, la abundancia en la mesa era sólo una de
las aristas, quizá una de las más importantes, que junto con el buen vestir y la
generosidad hacia el huésped, conformaban la imagen de holganza material y de vida
disipada de la aristocracia. En este sentido, nos dice Robert Fossier: el señor debía
“…vivir bien, derrochar, gastar y distribuir […] [en síntesis] llevar una ≪vida noble≫.
Tanto en la ciudad como en el campo, la opinión pública asimila ambas nociones: los
rikes homes, los divites, los ricos hombres, los viri hereditarii son al mismo tiempo los
magnati, los proceres, los nobiles, los optimates” (1988: 349), por ello Fossier afirma
que “… la nobleza no es siempre una categoría jurídica bien determinada, sino una clase
social cuya riqueza es el denominador común…” (1988: 349).

puestos en acción.” CHARTIER, R. (2006); Escribir las prácticas. Foucault, de Certeau, Marin. Trad.
Horacio Pons. Buenos Aires: Manantial p. 95
69
El uso de elementos que se avienen a constituir una fachada se ordena en función de las
representaciones que en esa sociedad se hayan elaborado sobre el poder, la santidad o la realeza. Por un
lado “… la comprobación de la fuerza de la representación que manipula al destinatario, le hace
reconocer el rango y el mérito gracias a la muestra [la palabra encomillada fue reemplazada por la
bastardilla en esta cita], lo transforma en un espejo en el que el poderoso ve y se convence de su propia
potestad. Pero por el otro, el texto habla de las flaquezas del engaño, el develamiento del artificio, la
percepción de la distancia entre los signos exhibidos, el “boato” ostentatorio, y la realidad que no pueden
enmascarar” Ibíd. pp. 96 – 97. Esta idea Chartier la toma a su vez de Pascal, quien afirma que toda
representación proyectada en el espacio arquitectónico o en el del cuerpo en sí indica la ausencia de
aquello que se ostenta, así, siguiendo la lógica de Pascal, el médico o el juez si tuvieran el verdadero
manejo de la salud y la justicia no deberían vestirse de manera especial para indicar que lo poseen; del
mismo modo la nobleza se viste de noble para fundamentar un poder que se encuentra en disputa en la
sociedad y no porque ese poder y superioridad social sea inherente a su estamento.

84
Cabe aclarar que, esta opulencia, quizá más publicitada que real, no era sólo una
muestra de poder económico para la vista de los otros nobles, sino que también lo era
para aquellos que eran gobernados, el pueblo llano. A la vez, el costo 70 cada vez más
elevado de los atributos que simbolizaban a los milites redujo el número de linajes que
podían cubrir esas obligaciones sociales; así, esa baja aristocracia comenzó a perder sus
medios de diferenciación respecto al campesinado más rico mientras que la alta
aristocracia concentró los atributos que definían al estamento en un número cada vez
menor de individuos, haciéndose gradualmente más fuerte el nexo entre riqueza y
nobleza. En efecto, tan vinculado a la nobleza estaba la riqueza que la falta de
generosidad era razón suficiente para ver en el noble comportamientos descorteses y
finalmente innobles, tal y como nos lo relata un juglar en el caso de un noble celoso:
“Nunca hará nada bien el celoso, […] ya que el que los sufre [a los celos] es peor
huésped y menos hospitalario, y no le gusta relacionarse con los demás, pues piensa que
de ello le vendrán quebrantos” (Vidal de Besalú en Alvar, 1999: 102).
Asimismo, la obligación social del noble de alimentarse opíparamente tenía una
consecuencia física que constataba la buena mesa del señor a todo aquel que lo viera
deambular dentro del palacio, por los campos o de la ciudad. La gordura conformaba
parte de la fachada social de la nobleza, dado que la delgadez física era signo de una
flaqueza de corazón que no se condecía con el ideal de un buen caballero. Sobre el
particular el Delfín mencionado en “El arte del juglar” nos dice que los malos
caballeros eran “… flacos, perezosos y falsos…” (Vidal de Besalú en Alvar, 1999: 190)
y asegura que la falta de un “… corazón honrado y noble…” ha hecho de los señores
“… avaros, flacos y malvados…” (Vidal de Besalú en Alvar, 1999: 191). La gordura y
buena mesa eran claros símbolos de poder para los ojos de la sociedad medieval y en
especial para el tercer estado que sobrevivía magramente a través de una dieta basada en
vegetales, leguminosas y cereales, enriquecida con una actividad silvo-pastoril
realizadas a hurtadillas de la nobleza en los bosques y zonas de cacería (Riera i Melis,
1991).

70
Si bien el armar caballero a un hombre era muy costoso, dada la formación que demandaba por parte
del herrero en confeccionar todo lo necesario y el tiempo que le insumía su forja, el componente más
costoso y definitorio del rol de caballero era el caballo; animal de múltiples usos y de elevado costo en
una Europa que medía la fuerza de trabajo y las distancias recorridas en pisadas equinas.

85
La alimentación abundante y su manifestación fisonómica, la gordura, pasa a
conformar un elemento sumamente valorado en el imaginario laico, al punto de que la
flaqueza de carnes se equipara, como puede observarse en las citas, con la pereza y la
avaricia, pecados capitales ambos, además de la falsedad, hija de la mentira, y se llega
al punto de vincularla con la malevolencia misma. Mientras que, por oposición, la
gordura se relaciona con la honradez y con la nobleza de corazón. Debemos tener en
cuenta que, para la Iglesia, una dieta abundante no era un valor sino una puerta hacia el
pecado de la gula, prueba de ello es que, para la misma época en que se difundían las
historias corteses, la Iglesia, a través del Sínodo de Letrán de 1059, convocado por el
papa Nicolás II, trató de morigerar la ingesta de comida del clero secular y “… no
reproducir las pautas dietéticas de la nobleza” (Riera i Melis, 1991: 39). Entonces, en el
caso de la alimentación, podemos apreciar los parámetros diametralmente opuestos que
cada uno de estos imaginarios posee, lo cual nos habla de que parten de
representaciones sociales divergentes y yuxtapuestas en la misma sociedad.

86
TERCERA PARTE

LOS ESPACIOS Y LUGARES DEL AMOR


CORTÉS Y SUS REPRESENTACIONES
Capı́tulo V
El lugar antropoló gico y los espacios de vida, pensamiento e
imaginació n

Muchos historiadores pertenecen a una tradición, que de muchas


maneras sigue siendo predominante, en que la naturaleza, sea como
ideología, sea como realidad material, no figura, salvo quizás como el
escenario donde se representa el drama real: el drama de las vidas
humanas, de la acción humana, de los sucesos centrados en lo
humano.
DAVID ARNOLD, La naturaleza como problema histórico. El
medio, la cultura y la expansión de Europa (2001)

El tiempo no nos viene dado. El espacio sí. Al menos así lo podemos


creer en estas postrimerías del siglo XX.
PAUL ZUMTHOR, La medida del mundo. Representaciones del
espacio en la Edad Media (1994)

L
a afirmación que David Arnold realiza contra los historiadores respecto a
la naturaleza, puede extenderse a cualquier otro de los múltiples espacios
en los que el hombre desenvuelve su vida, ya sean físicos, sociales o
mentales. En efecto, durante mucho tiempo la Historia ha dado la espalda a la
dimensión espacial en la vida humana. Para Paul Zumthor tal actitud hacia la
espacialidad se origina en que la consideramos como algo dado, externo al hombre. En
contraste el tiempo es entendido como algo significado por el ser humano a través de su
segmentación y mensura como un modo de apropiación del mismo, y como una variable
en cuya dinámica el “cambio”71 se manifiesta.

71
La Historia ha sido definida por los fundadores de la Revista Annales, Marc Bloch y Lucien Febvre,
como la ciencia que se ocupa del cambio, de lo diferente e irrepetible en el decurso de la historia. Marc
Bloch explicitaba dicha postura en “¿Qué se le exige a la Historia?”, artículo publicado en el número 34
del Bulletin du Centre polytechnicien d’études économiques: “En una palabra, no existe, verosímilmente,
mejor definición de la historia que ésta: la historia es la ciencia del cambio y, a muchos respectos, es la
ciencia de la diferencia”. BLOCH, M. (2008); Historia e historiadores. Compilador Étienne Bloch. Trad.
F. J. González García. Madrid: Akal p. 47
En efecto, el espacio geográfico, uno de los tantos espacios en los que el hombre
transcurre su vida, ocupaba y ocupa en las obras históricas, en el mejor de los casos, un
capítulo introductorio con la finalidad de ubicar, en un escenario dado, a los personajes.
Fue producto de ello que los historiadores no se detuvieran a reflexionar sobre esta
variable y, por ende, la terminología a ella aunada continua siendo imprecisa. Por esto,
creemos oportuno especificar qué entendemos por espacio y cómo se diferencia del
lugar.
Asimismo no debemos olvidar que el estudio que aquí nos proponemos se
enmarca dentro de la Nueva Historia Cultural, por lo cual el tratamiento que daremos a
los espacio y lugar estarán atravesados por el concepto de cultura y por un halo de
subjetividad que resulta no sólo imposible de eliminar, sino valioso al abordar la
problemática que nos ocupa.
Nos ocuparemos de la distinción entre lugar y espacio para pasar, posteriormente
a reflexionar sobre la culturización del espacio geográfico y la generación de espacios
sociales y mentales a partir de éste.

El lugar antropológico.

Marc Augé entiende que el lugar antropológico “No es sino la idea, parcialmente
materializada, que se hacen aquellos que lo habitan de su relación con el territorio, con
sus semejantes y con los otros” (2000: 61). Se desprende, de la afirmación de Marc
Augé, que el adjetivo “antropológico” no es caprichoso, sino que ataña a la propia
naturaleza del concepto de lugar que se trabajará en esta tesis. Cierto es que, desde la
visión antropológica cultural de éste autor, no todo recorte del territorio es un “lugar”
antropológicamente hablando ni el espacio es un mero continente de objetos, como
veremos a continuación.
En principio, resulta esclarecedor el hecho de que el lugar no sea sólo un punto
en el mapa, sino antes que nada una idea, un concepto elaborado por los hombres en
contacto con su medio, aunque no está condicionado del todo por él. Además, es
parcialmente material, existiendo parte del mismo en las mentes de quienes habitan el
territorio. Este aspecto del lugar, su carácter mental y colectivo, será clave para
comprender la existencia, yuxtaposición e hibridación de espacios en un mismo lugar

89
significativo para la sociedad medieval, v.gr en la fortaleza medieval conviven el
palacio y el castillo como representaciones del mundo cortés.
Así, la doble naturaleza del lugar antropológico, concreta y simbólica, ha llevado
a Augé a definirlo como una

… construcción concreta y simbólica del espacio que no podría por sí sola dar
cuenta de las vicisitudes y de las contradicciones de la vida social pero a la
cual se refieren todos aquellos a quienes ella les asigna un lugar, por modesto
o humilde que sea […] [, ya que es] al mismo tiempo principio de sentido para
aquellos que lo habitan y principio de inteligibilidad para aquel que lo observa
(2000: 57 – 58).

En tal definición se desnuda otra faceta fundamental del lugar, su carácter


representacional, su riqueza semiótica. La cual le posibilita servir como principio que
otorga sentido a los que allí viven y brindar posibilidades de comprensión a aquellos
que, aun no viviendo en ese constructo simbólico/material, ingresan allí con múltiples
fines.
Siguiendo este razonamiento, Augé afirmó

Que los términos de este discurso sean voluntariamente espaciales no podría


sorprender, a partir del momento en que el dispositivo espacial es a la vez lo
que expresa la identidad del grupo (los orígenes del grupo son a menudo
diversos, pero es la identidad del lugar la que lo funda, lo reúne, lo une) y es lo
que el grupo debe defender contra las amenazas externas e internas para que el
lenguaje de la identidad conserve su sentido (Augé, 2000: 51)

Resulta innegable que el hombre significa su entorno y lo dota de sentido,


posibilitándole operar en su medio y con los otros. A la vez, se apropia del entorno a
través de diversos medios, entre ellos la toponimia. Así sentimos pertenencia por el
lugar que habitamos, lo sentimos propio y lo explicamos en función de una red de
creencias, mitos y conocimientos científicos que componen parte de nuestra cultura.
Asimismo, las acciones cotidianas, cargadas de un sentido, las más de las veces
inconsciente, se despliegan y coreografían en un lugar determinado, haciendo
inevitablemente espacial nuestro vínculo social y nuestra cultura. En efecto la identidad
esta siempre simbolizada y afincada en un lugar determinado, pero ¿qué características
definirían a un “lugar” y lo opondrían a un “no lugar”?

Las colectividades (o aquellos que las dirigen), como los individuos que se
incorporan a ellas, tienen necesidad simultáneamente de pensar la identidad y

90
la relación y, para hacerlo, de simbolizar los constituyentes de la identidad
compartida (por el conjunto de un grupo), de la identidad particular (de tal
grupo o de tal individuo respecto a los otros) y de la identidad singular (del
individuo o del grupo de individuos en tanto no son semejantes a ningún otro)
(Augé, 2000: 57)

Según Marc Augé “Estos lugares tienen por lo menos tres rasgos comunes. Se
consideran (o los consideran) identificatorios, relacionales e históricos” (2000: 58). En
principio, es identificatorio porque cada diseño de un lugar “… corresponde para cada
uno a un conjunto de posibilidades, de prescripciones y de prohibiciones cuyo contenido
es a la vez espacial y social” (2000: 58 – 59). Ciertamente, ocupar un determinado
lugar, nacer en determinado sitio nos define, pero “ese ocupar el espacio” de raigambre
aristotélica, que es, a la vez, singular y exclusivo, para Augé tiene más que ver con la
del cadáver en su tumba que con la del cuerpo vivo que es móvil, construye su identidad
en el movimiento.
Por ello considera que el espacio es siempre relacional, ya que en el lugar se ve
el orden “… según el cual los elementos son distribuidos en sus relaciones de
coexistencia” (de Certeau en Augé, 2000: 59). Cabe aclarar que, en ese lugar pueden
coexistir elementos distintos y singulares sin excluirse necesariamente y teniendo
relaciones particulares los unos con los otros.
Por último, es histórico dado que posee y otorga identidad y es relacional. Se
encuentra en un equilibrio inestable o en “… una estabilidad mínima” (Augé, 2000: 60)
Pero ello no quiere decir que su ser histórico se manifieste en el contraste entre una
época anterior y una presente. “El habitante del lugar antropológico vive en la historia,
no hace la historia” (Augé, 2000: 60) es decir, no observa un cese entre el tiempo de sus
antepasados y el propio. Por ello no son “lugares de la memoria”, tal y como los
entendía Pierre Nora, debido a que en estos últimos “… podemos captar nuestra
diferencia, la imagen de lo que ya no somos” (2000: 60)
En suma, estas características distintivas del “lugar”, su carácter identitario, su
relacionalidad y su historicidad, son todas de corte mental, pero como dijimos
anteriormente el lugar no es absolutamente mental, sino que ésta idea se proyecta en el
territorio, con escalas variables y siendo ante todo geométrico. Su geometricidad se
establece a partir de tres formas espaciales simples y que de algún modo constituyen
“… las formas elementales del espacio social” (Augé, 2000: 62). Estas formas son: a) la

91
línea -en geografía- itinerarios, ejes o caminos que conducen de un lugar a otro; b) la
intersección de líneas, encrucijadas o lugares donde los hombres se cruzan, se
encuentran o reúnen; y c) el punto de intersección, “… centros más o menos
monumentales, sean religiosos o políticos, construidos por ciertos hombres y que
definen a su vez un espacio y fronteras más allá de las cuales otros hombres se definen
como otros con respecto a otros centro y espacios” (Augé, 2000: 62).
Por su parte, el “no lugar” posee entidad sólo en oposición al “lugar” y a sus
características antes enunciadas. Marc Augé lo definía como “… un espacio que no
puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico…”
(2000: 83). Son lugares de paso, como los aeropuertos, los supermercados o los cines,
en los cuales el pasado ha sido borrado. Pero también lo son aquellos sitios históricos
con los cuales el turista no siente ningún vínculo, a los que observa con curiosidad de
turista, es una pieza arrancada del pasado que no forma parte de nuestro presente sino
como prueba de una época distante y distinta a la nuestra. Sin embargo, el autor que
acuñó estos conceptos aquí trabajados enuncia que:

El lugar y el no lugar son más bien polaridades falsas: el primero no queda


nunca completamente borrado y el segundo no se cumple nunca totalmente: son
palimpsestos donde se reescribe sin cesar el juego intrincado de la identidad y
de la relación (Augé, 2000: 84)

Debemos reconocer que el aporte conceptual brindado por Augé, al poner el


acento en un sitio del territorio significado por los humanos, brinda interesantes
posibilidades de relectura de las historias corteses que son objeto de esta tesis.
Efectivamente, este género literario identifica en sus relatos, versificados o en prosa,
lugares de innegable relevancia para la cultura de la Europa Occidental, sobre todo
aquella vinculada con el Imperio Angevino. Así, la fortaleza señorial será el soporte
material donde se anclaron dos lugares, el castillo y el palacio, de suma importancia
para le construcción y proyección de los espacios de la caballería y la cortesía de la
aristocracia medieval.
Por su parte, la naturaleza domeñada y salvaje se encapsulará en dos lugares
estereotípicos del género cortés, el jardín y el bosque, siendo éste último no sólo un
lugar de tránsito entre dos ciudades o poblados, sino un lugar de residencia en sí mismo
para marginales y forajidos, a la vez que el sitio idóneo para ejercer las actividades

92
cinegéticas de la nobleza medieval. De esta manera al trabajar sobre las
representaciones afincadas en estos lugares y en los espacios que los mismos cobijan se
logra acceder a una síntesis del entramado simbólico a través de los cuales se construyó
una particular percepción cultural del mundo con la que el hombre da sentido a su
entorno y a partir de los cuales nosotros podemos desmontar el entramado por el cual
comprendía su vinculación con lo que lo rodea.

Espacio y Cultura: los espacios de vida, pensamiento e


imaginación de una época.

El particular vínculo entre espacio y cultura es percibido por David Le Bretón


cuando afirma “El mundo es la emanación de un cuerpo que lo penetra” (2009: 11). En
efecto, el mundo, no es un lienzo neutro sobre el que nuestra vida discurre, es un
espacio creado por la cultura humana a partir de un recorte limitado del territorio en el
que un grupo desarrolla su existencia. Cuando hablamos de la naturaleza como un
espacio, y como un espacio cultural, estamos apuntando que los cinco sentidos humanos
no imprimen sobre nuestra mente, al modo de una cámara fotográfica, la realidad “tal
cual es”, de la misma opinión es Le Bretón, para quien “Los sentidos son una materia
destinada a producir sentido; sobre el inagotable trasfondo de un mundo que no cesa de
escurrirse…” (2009: 11).
En realidad nuestra mente opera sobre el medio circundante al significarlo,
vivimos arropados o ceñidos, como se lo quiera ver, a una trama cultural y vemos el
mundo a través suyo. Por ser el espacio natural el soporte sobre el que desarrollamos
nuestras vidas, hemos considerado oportuno el hablar de él en primera instancia, dado
que muchas de las referencias espaciales que caracterizan al espacio natural han sido
transferidas por los hombres a otros espacios vinculados con el poder, la jerarquía, la
religión, entre otros. No obstante, la Historia generalmente ha tomado a la espacialidad
vinculada al hombre como un dato objetivo, más cercano a la geopolítica, y, en
ocasiones, ha servido de mero marco contextual del proceso histórico a investigar.
Ciertamente, a veces olvidamos que los hombres no actuamos en el éter y sólo
sopesamos el rol que la naturaleza tiene en nuestras vidas cuando se constituye en
obstáculo que vuelve épica las acciones de los hombres, sirva de ejemplo el cruce de los

93
Alpes realizado por Aníbal o el más vernáculo cruce andino de José San Martín.
No obstante, es sumamente valioso el tener presente que nuestra vida como
individuos y como sociedad se construye en torno a tres variables, trípode en el que se
sostiene nuestra existencia, estos son: tiempo, espacio y cultura. En el interjuego de
estos tres componentes algunos exponentes de la escuela de Annales han encontrado una
rica fuente de respuestas a sus problemáticas históricas. En primer término debemos
mencionar a Marc Bloch, quien, en la primera mitad del siglo XX, se refirió en su
célebre e inconclusa “Apología para la historia o el oficio de historiador” al particular
vinculo cultural de los hombres con su medio:

¿Qué observador al recorrer las tierras del Norte no se ha impresionado por el


extraño diseño de los campos? […] el espectáculo de esas tiras
desproporcionadamente angostas y alargadas que fragmentan la tierra arable
en un número prodigioso de parcelas todavía confunde al agrónomo. El
derroche de esfuerzos que implica semejante disposición, las molestias que
impone a quienes las explotan son incuestionables. ¿Cómo explicarlas? […] Si
hubieran conocido mejor la historia, si también hubieran interrogado mejor a
una mentalidad campesina formada por siglos de empirismo, hubieran
considerado el remedio menos fácil. De hecho esta estructura se remonta a
orígenes tan lejanos, que hasta hoy en día ningún estudioso ha logrado dar una
explicación satisfactoria… (Bloch, 1998: 151 – 152)

Es interesante el hecho de que Bloch hace casi un siglo ya se preguntaba sobre la


relación entre las mentalidades de una sociedad y un particular modo de relacionarse, no
siempre pragmático, con el espacio geográfico en un tiempo dado y a lo largo del
tiempo.
Mas, el referente ineludible del estudio de la relación hombre–espacio natural
entre los annalistas fue Fernand Braudel; quien en su celebérrima tesis doctoral “El
Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II” aporta la teoría de las
duraciones, de matriz estructuralista. Dentro de ella destacamos la “larga duración”
como la piedra angular de la misma, ya que en ella la geografía juega un rol
determinante que condiciona las costumbres y la estructura de una sociedad dada, lo que
ha llevado a algunos a definir a la historia realizada por Braudel como una Geohistoria.
Tras Braudel otros historiadores de la Tercera generación de Annales reflexionaron
sobre el nexo entre hombre y espacio, vinculado con las investigaciones enmarcadas
dentro de la Microhistoria.

94
Sin embargo en estos trabajos la naturaleza ha funcionado como una matriz que
condiciona y explica el comportamiento humano o en un lienzo en el que el homo faber
ha proyectado su voluntad transformadora. Por nuestra parte, entendemos la naturaleza
como uno de los espacios culturales en lo que el hombre desenvuelve su vida. Por ello
creemos oportuno definir qué entendemos por “espacio” antes de proseguir con el tema.
Si bien hay autores, como de Certeau, que consideran al espacio simplemente
como un “lugar practicado” o un “cruce de elementos en movimiento” (de Certeau, en
Augé, 2000: 85), ésta no es la definición que mejor se ajusta a nuestra tesis, dado que el
lugar antropológica ya contempla en su definición la relacionalidad entre sus partes,
relacionalidad siempre fluctuante, en movimiento. Anteriormente habíamos dicho que el
lugar antropológico es una idea a horcajadas entre lo concreto y lo simbólico, y
proyectada sobre el territorio.
Por su parte, el “espacio” se definiría por ser mucho más abstracto 72, es un
ámbito ideal que existe en la cultura de un pueblo y se sustenta en un entrecruzamiento
de representaciones, vinculado simbólicamente con determinados rasgos de un lugar
con el que tiene determinada afinidad. De esta forma podemos encontrar espacios de la
nobleza como el de la cacería o el amor cortés, el espacio de la muerte o el espacio de la
alimentación, entre otros ejemplos.
Aunque esta visión de la naturaleza, como un espacio cultural, impregnado de
intereses y necesidades propias de una época, no es el abordaje más generalizado en las
obras históricas observamos que en la afirmación de David Arnold se refleja una
similitud conceptual con la aquí propuesta:

… aprendamos más sobre la subjetividad de la naturaleza, sobre cómo las


ideas sobre el ambiente se han construido socialmente y servido, de diferentes
modos y en diferentes épocas, como instrumentos de autoridad, identidad y reto
(Arnold: 2001: 11)

En efecto, esta subjetivación de nuestro entorno es inevitable en nuestra vida


pero debemos tener en cuenta que, a pesar de habitar un espacio desde nuestra llegada al

72
Para Marc Augé: “El término espacio en sí mismo es más abstracto que el de lugar, y al usarlo nos
referimos al menos a un acontecimiento (que ha tenido lugar), a un mito (lugar dicho) o a una historia
(elevado lugar). Se aplica indiferentemente a una extensión, a una distancia entre dos cosas o dos puntos
[…] o a una dimensión temporal” [Las palabras en bastardilla en el original están encomilladas]. AUGÉ,
M. (2000); Los ≪no lugares≫ espacios del anonimato. Una antropología de la Sobremodernidad. Trad.
Margarita Mizraji. Barcelona: Gedisa p. 87.

95
mundo 73, indudablemente somos seres espaciales que nos movemos en la
tetradimensionalidad (es decir, las tres dimensiones euclidianas y el tiempo), ello no
debe conducirnos a pensar que éste sea fácilmente comprensible y susceptible de
categorizar y clasificar inmediatamente, ya que, para lograr esto, debemos tener en
cuenta “… toda una tradición que opera consciente o inconscientemente en cada
momento concreto en que vive, ocupa o utiliza el espacio circundante” (Berbeglia,
1991: 75) un pueblo determinado.
Habitamos y, al habitar, construimos mentalmente el espacio, es por ello que
ninguna categorización puede tener una pretensión de universalidad. Cada pueblo
presenta un original modo de relacionarse con el mundo, incomprensible si lo
disociamos de la cultura que lo acuna. Es por ello que, partimos de la siguiente premisa:
todo espacio es cultural y toda cultura se ciñe a un espacio determinado. Así lo creen
Kollman y Fernández (2007) al aseverar que el hombre, dentro de cada momento
histórico, y cobijado en una cultura, es quien percibe y categoriza el espacio, aunque
éste le preexista. Por ende, es innegable que cualquier tratamiento teórico o práctico del
espacio lo subjetiva forzosamente.
Como puede observarse, al ser humano le es imposible abordar su cotidianeidad
con la abstracción suficiente como para concebir un espacio despersonalizado y
homogéneo. Significa entonces que siempre adaptamos nuestro entorno a las categorías
culturales, embebiéndolo de una carga subjetiva y afectiva que no podemos dejar de
considerar como científicos de las Ciencias Humanas y Sociales si en verdad
pretendemos comprender a los hombres pretéritos y actuales. El discurso que los
humanos elaboramos sobre nuestro entorno se construye y deconstruye para lograr
adecuarlo al espacio preconceptualizado, evadiendo las contradicciones, inherentes a
cualquier producción humana, y por ende manteniendo la estabilidad de la visión de
mundo con que una sociedad opera en la realidad material y le da la seguridad suficiente
para enfrentarse a lo desconocido.
Así pues, comprender el espacio como inserto en una cultura y época

73
Robert Fossier nos propone entender al hombre no como una criatura que se ubica por sobre la
naturaleza sino como un “animal humano” que necesita “… oxígeno, agua, calcio y proteínas para
sobrevivir…” y que siempre está amenazado por “… lo líquido, lo vegetal o lo animal que lo asedian…”
FOSSIER, R. (2008); Gente de la Edad Media. Madrid: Taurus p. 12 - 13. Es decir, el hombre vive sujeto
al espacio y en competencia con los demás seres vivos por aquellos recursos que éste provee.

96
determinada, conformando, junto con los demás componentes que hacen a la suma
espiritual de esa sociedad, una visión siempre totalizadora y englobante, en donde
práctica, teoría y mito se entrecruzan, volviendo imposible una separación artificial y
desnaturalizante en aras de la clasificación intelectual, es la premisa básica a tener en
cuenta a la hora de abordar la problemática.

El espacio social: la construcción simbólica de espacios.

Siguiendo este razonamiento consideramos que la definición de paisaje


propuesta por Jorge Pickenhayn puede echar luz sobre la particular relación de la
cultura con su soporte material. Este geógrafo entiende al paisaje como: “… el espacio
que los hombres perciben y organizan, heterogéneo y, a la vez, funcionalmente
solidario. Es un producto equilibrado entre la gestión reciproca [e indisoluble] entre la
cultura y el sustrato…” (1998: 18). Con lo cual “paisaje” podría funcionar como
término equivalente a “espacio cultural o social”.
Por su parte, Paul Zumthor es quien propone el concepto de “espacio social”,
mencionado anteriormente, el cual es utilizado en su obra “La medida del mundo”
(1994). El mismo comprende al lugar en el que, sobre la tierra real, se despliega la
acción colectiva y aquel sobre el que se proyecta la organización del grupo; el de sus
actividades simbólicas y de sus juegos. Allí se trazan los itinerarios discursivos, a lo
largo de los cuales el grupo se habla a sí mismo. Sobre este espacio social operan las
fantasías, contribuyendo a su creación y su mantenimiento. Por ello, el espacio es, pues,
generador de mitos, en el vacío abierto entre la percepción inmediata y su reflexión por
el espíritu. Es en este espacio social en donde el amor cortés puede existir. Por ser una
construcción simbólica no posee una existencia propia por fuera del discurso que lo
articula; se sustenta y cobija en el entrecruzamiento de una serie de supuestos, valores y
reglas que la sociedad comparte y acata. Tal acatamiento, aceptación tácita o explícita,
permite que aquel código amoroso norme las relaciones sociales, operando de este
modo en la realidad concreta al condicionar las acciones de los sujetos, a la vez que las
relaciones que con el entorno puede entablar el hombre.
Asimismo, resulta esclarecer el traer a colación la propuesta realizada por
Kleinschmidt (2009) para categorizar los espacios en función de la percepción y la

97
experiencia que las personas tienen de él. El primero de ellos es el “espacio de la
experiencia cotidiana”, al que podemos definirlo como un ámbito en el que una persona
o grupo organiza su vida y en el que se refugia en busca de privacidad, al punto de
llegar a sentirlo como propio. En segundo término encontramos al “espacio de la
comunicación regular” como un ámbito en el que viven el resto de las personas o
grupos, en él pueden interactuar una determinada cantidad de grupos diferentes que
comparten algunos códigos comunicativos, rasgos culturales o lealtad a las
instituciones. Estas dos categorías de espacio tienen en común el hecho que el hombre
puede conocerlos a través de su propia experiencia operando en ellos, característica que
las diferencia de la tercera categoría, el “Mundo”. En efecto, el mundo no puede
experimentarse pragmáticamente mientras se esté en él debido a que no puede
concebirse como espacio parcial, en contraste con las otras dos categorías. Sólo es
posible conocerlo a través de una reflexión teórica, y no necesariamente está ligado al
concepto de globo terráqueo; v. gr. durante la Edad Media convivieron varios mundos
en la cuenca del Mediterráneo (Cristianos, Bizantinos y Musulmanes) compartiendo una
parcialidad del globo. Ciertamente la taxonomía de los espacios elaborada por
Kleinschmidt abona nuestro planteo: abordar los lugares naturales y artificiales donde el
hombre desarrolla su vida desde la percepción que los mismos tienen de él, determinada
por la pertenencia cultural del individuo al grupo.
Continuando con nuestro planteo, y con el fin de abordar en toda su complejidad
al espacio desde una perspectiva cultural, se hace necesario incluir la noción de
“imaginarios sociales”. Parafraseando a Manuel Baeza (2000), precisaremos que los
imaginarios sociales son conceptualizaciones ya socializadas con el propósito de dar
inteligibilidad al cosmos, al mundo y a la sociedad. Las creencias, y por ende, los
imaginarios sociales, entran en juego allí donde la razón no puede dar respuestas a
interrogantes que hacen referencia al origen o al sentido y fin de la existencia. Pero
también intervienen ahí donde menos lo pensamos, como en el caso de los
“sentimientos nacionales”.
En síntesis lo que se denominan imaginarios sociales: son aquellos esquemas,
construidos socialmente, que nos permiten percibir algo como real, explicarlo e
intervenir operativamente en lo que en cada sistema social se considere como realidad.

98
Conforma un sistema de referencia siempre cambiante, siendo sus dominios un
complejo conjunto de representaciones que desbordan las comprobaciones de la
experiencia y que encuentra profundas relaciones con la fantasía, la sensibilidad y el
"sentido común" de cada época o lugar; alterando constantemente la línea por donde
pasa la frontera entre lo real y lo irreal.
Dentro del entramado cultural que conforma el imaginario social, el símbolo
cumple un rol fundamental e imposible de olvidar, son la materia con la cual se erigen
los núcleos de sentido que definen a un determinado imaginario. Pero, a pesar de su
importancia, el símbolo como concepto adolece de una gran indefinición y confusión; es
por ello que creemos oportuno explicitar nuestra concepción del símbolo para evitar
errores y malas interpretaciones.
En primer término debemos evitar confundir al símbolo con el signo, el cual es
una mera convención arbitraria que no demanda una íntima vinculación entre el
significado y el significante. Por el contrario, el símbolo es por definición la única
manera de decir aquello que no puede ser aprehendido de otro modo, no es una mera
convención humana sino que ha acompañado al hombre desde el principio de los
tiempos. Por su parte, Chevalier (2009: 19), citando a Durand (1983), agregará que el
símbolo presupone una homogeneidad entre el significado y el significante en el sentido
de un “dinamismo organizador”, que a su vez se funda en la estructura misma de la
imaginación. Cabe aclarar que, la imaginación mencionada por Durand no es una
imaginación creadora de imágenes ex nihilo, por el contrario es una potencia que
deforma las copias que la percepción le suministra a través de la experiencia al hombre.
Producto de ello, el símbolo está cargado de realidades concretas y no de abstracciones
sin asidero en la realidad, hecho que lo diferencia del signo, totalmente arbitrario.
No obstante, el símbolo, a pesar de tener un nexo con la realidad, está lejos de
ser su fiel reflejo, ya que el componente afectivo distorsiona lo aprehendido por el
intelecto. Tal ambivalencia del símbolo, compuesto por elementos reales e irreales,
racionales y afectivos, hace que lo entendamos como un objeto fragmentado en dos
piezas. En este sentido, Chevalier afirmará que el símbolo posee un “… término
aparentemente asible cuya inasibilidad es el otro término” (2009: 22), la ambivalencia
es inherente a su esencia.

99
En consecuencia, el hombre jamás podrá comprender en su total y vasta
magnitud todos los sentidos y significados que cada símbolo encierra, como un poliedro
de múltiples caras, nuestra percepción de él variará según el sitio en el que nos
ubiquemos para percibirlo. La homogeneidad y precisión que la razón demanda para
comprender al mundo no pueden verse satisfechas del todo si pretendemos comprender
algo tan atávico y dinámico como el símbolo, quien cambia con nosotros los hombres y
nos recuerdan nuestro desvalido origen natural.
Ciertamente el hombre, como colectivo social, crea al símbolo, pero ello no debe
hacernos pensar que éste tiene una posición subordinada respecto a su creador. Por el
contrario, si bien el símbolo vive en y por nosotros, los humanos vivimos en un mundo
de símbolos que nos arropan, condicionan y potencian respecto a nuestro medio. Por
ello, es un ente creador del hombre como ser cultural y determinante en el devenir
histórico. En efecto, la imaginación, en la que anidan los símbolos, estimuló y
estimulará las acciones y ambiciones de los hombres a la vez que las limitará al campo
de lo considerado como posible, sirvan como ejemplos los viajes de Colón a América o
los de Marco Polo a la corte del Gran Khan donde las historias sobre de ricas tierras
orientales motorizaron a hombres y recursos en pos de alcanzar reinos de fasto y
abundancia como nunca se habían visto en Europa. Ninguno de ellos buscó internarse
en las arenas del Sahara porque nada en su imaginario alimentó ese interés, al parecer el
ser humano no busca el premio en donde está sino en donde cree que está y en los
dominios de la creencia la imaginación y el símbolo reinan.
Es un hecho evidente, y casi una verdad de Perogrullo, que la imaginación y sus
productos participan en la historia muchas veces de una manera más persistente y
profunda que los aspectos del mundo concreto. Indudablemente, sus estructuras sutiles
atraviesan siglos, respondiendo a obsesiones y angustias constantes de la humanidad
(conocimiento, poder, sexo, inmortalidad, etc.), registrando los cambios y las
permanencias seculares de las representaciones, lo que las hace historiables. Pero,
¿quién es el encargado de asignar un sentido a todo aquello que ocurre a nuestro
alrededor y de reflejar los cambios? Es el imaginario social quien significa las acciones
que el hombre realiza diariamente, como así también extraordinariamente.
No obstante, si bien, como se ha dicho, el imaginario social manifiesta un gran

100
ascendente sobre las conductas humanas, no es menos cierto que demuestra una enorme
vulnerabilidad frente al paso del tiempo y a la fragilidad de la mente y la vida humana.
La continuidad del imaginario de un pueblo, de una generación a otra, sólo es posible
gracias al papel jugado por la memoria. Es ella quien facilita la pervivencia y
reproducción de las creencias y construcciones abstractas de los hombres. Es
conveniente, a fines metodológicos, distinguir entre memoria colectiva, o memoria
grupal, y memoria social, es decir memoria en y de la sociedad, que engloba las
memorias individuales y grupales convivientes en una sociedad dada. Indudablemente,
este ámbito o entorno mnémico, que se concreta en variados elementos como la lengua,
el esquema general del tiempo y del espacio, las costumbres de la gente, sus hábitos, sus
lugares, entre otros, comporta una noción más amplia que la memoria colectiva, pues
integra en ella al grupo, o grupos, así como a todo el ambiente exterior a él.
En suma, la percepción del mundo es siempre cultural, como apuntó Le Breton,
y está afincada en la memoria. Por ello al hacer foco en lugares cargados de sentido
para el hombre medieval, comprenderemos mejor no sólo a aquellos hombres que
volcaron su subjetividad en múltiples espacios engarzados y a veces yuxtapuestos en los
lugares antropológicos arquetípicos del imaginario medieval. También nos
comprenderemos mejor a nosotros mismos al reflexionar sobre un bagaje cultural que
nos ha sido legado como hombres occidentales y que hunde sus raíces en nosotros hasta
los primeros cuentos que en la infancia oímos relatar en el seno familiar. Como afirmó
Marc Bloch, casi como una declaración de principios, “… es necesario que en la
naturaleza humana y en las sociedades humanas haya un fondo permanente, sin el cual
los nombres mismos de hombre y de sociedad no significarían nada” (Bloch, 1998:
154); es precisamente ese trasfondo común el que nos permite comprender las
representaciones de aquellos hombres, porque de algún modo ellas son también nuestras
representaciones. Sin este bagaje común nos sería muy difícil, y creemos que quizá
verdaderamente imposible, restituir el “… estremecimiento de la vida humana […] a los
textos antiguos…” (Bloch, 1998: 155). En efecto siempre partimos del presente para
volver a él, queremos comprendernos a través de nuestra imagen especular en el pasado,
en este caso en nuestra permanente relación con nuestro medio.

101
Capı́tulo VI
La fortaleza señ orial como Castillo y Palacio: los espacios de
la caballerı́a y la cortesı́a.

Pero dos tipos de edificaciones acabaron por imponerse en nuestra


imaginación, y forman parte de los grandes símbolos de la Edad
Media: el castillo fortificado y la catedral, la vivienda de los
caballeros y la de Dios o, más exactamente, de los representantes de
Dios, es decir de los obispos.

Tanto para los pequeños como para los mayores el castillo fortificado
forma parte también de la ≪bonita≫ Edad Media.
JACQUES LE GOFF, La Edad Media explicada a los jóvenes (2007)

C
omo apunta Jacques Le Goff, en nuestro imaginario occidental,
increíblemente aun en países que no disponen de estas edificaciones como
son los americanos, el Castillo, junto con la catedral, constituyen las dos
caras de la Edad Medía idealizada, al tiempo que denostada. En efecto, estas
construcciones, aun en nuestro mundo de rascacielos, emergen como hitos en el paisaje,
con lo cual se escapa de nuestro entendimiento lo infinitamente más importante que las
catedrales y castillos eran a la vista de los hombres y mujeres que laboreaban y
trashumaban las tierras del Viejo Continente. Lo que si podemos afirmar es el hecho de
que en la imaginación medieval existía una fuerte oposición entre la tierra desnuda y el
espacio edificado.
Ciertamente, el hombre durante la Plena Edad Media desarrolló su vida tanto en
el campo como en la ciudad; pero, más allá del lugar en donde se encontrara, la
fortaleza señorial como castillo, fue la manifestación material del poder y la autoridad
de los “señores”. Una edificación presente en las mentes de todos los hombres sin
importar su rol o posición en la sociedad. En efecto, el castillo se configuró como un
imponente símbolo de poder y estatus para las familias nobles de la Europa feudal que
se proyectaba en la vida del pueblo como la imagen del dominio que el señor tenía sobre
esas tierras y esos hombres. A su vez, la fortaleza también fue hogar de los que vivieron
en su seno y, merced a la protección brindada por sus muros y almenas, en su interior se
alojó el Palacio, sede de la corte medieval que se presentaba en el imaginario medieval
como un ámbito íntimo74, afable, vinculado con el lujo, la disipación y la opulencia.
En principio nos ocuparemos del tratamiento que la faceta castellana de la
fortaleza recibió en las historias corteses y de su representación en el imaginario
medieval, para luego pasar a tratar el ámbito cortés por antonomasia, el palaciego.

La fortaleza como castillo: espacio de la caballería, la guerra y


el linaje.

Quizá sea la verticalidad el rasgo preponderante del castillo, rompiendo la línea


del horizonte emerge como una mole pétrea. En efecto, es un modelo de verticalidad
que asciende ante los ojos de los pobladores desde un aparente abismo interior, el foso,
rompiendo la monotonía del paisaje. La verticalidad le permite ser un referente para
todo aquel que se mueva por las tierras europeas y su peso en el paisaje es directamente
proporcional al que posee dentro de las narraciones corteses.
No hay duda alguna de que sus menciones son múltiples, mas siempre remiten a
un estereotipo 75 que repite, con más o menos detalles, una serie de elementos que
configuran la representación del “castillo”, impregnada por los conceptos de solidez y
seguridad. Los cuales se ven reafirmados y reflejados en los elementos más destacados
y destacables de la edificación castellana, muros, rastrillos, puertas, puentes levadizos,
entre otros.

74
Sobre este tema Jacques Le Goff expone que el palacio es una morada principesca o real, mientras que
el Castillo es la de un simple señor. Asimismo, de las dos funciones esenciales que él encuentra en el
Castillo en tanto edificación –militar y residencial– en el Castillo prima la primera por sobre la segunda,
en tanto que en el Palacio se da el caso contrario. Además, agrega que el castillo se encuentra asociado al
campo mientras que el Palacio a la ciudad. LE GOFF, J. (2010); Héroes, maravillas y leyendas de la Edad
Media, Trad. José Miguel González Marcen. Madrid: Paidós pp. 69 y 75.
75
Wagner y Hayes apuntan que la cotidianeidad hace que manejemos un limitado número de datos que
tenemos a nuestra disposición, es este número limitado de datos los que conforma la forma material a
partir del cual tienen lugar las experiencias de la vida cotidiana. En función de ellos se construyen
esquemas estereotípicos que al posicionarse cognitivamente “…van a resistir cualquier intento de ser
alterado, formando la base que dirige nuestra postura ante el reconocimiento de estímulos similares.”
WAGNER, W.; HAYES, N. (autores) y FLORES PALACIO, F. (Ed.) (2010); El discurso de lo cotidiano
y el sentido común. La teoría de las representaciones sociales. Trad. Juan Antonio Pérez. Barcelona:
Anthropos p. 46

103
Por ejemplo, el castillo de Aucassin, en la chantefable “Aucassin et Nicolette”,
es descripto escuetamente en diferentes pasajes de la obra como “… el mejor y más
fuerte…” (Anónimo, 1998: 48), destacando de esta forma la superioridad y el poder del
señor del lugar. En contraste con esa escueta mención a las características del castillo
encontramos en “Jaufré” una detallada caracterización de este espacio definido por su
función militar:

… el castillo [de Monbrún] cuenta con […] ocho puertas […] [y] está
constituido con gruesas piedras, oscuras y cuadradas; a su alrededor se
encuentra amurallado y abundantemente almenado; sus torres son de color
pardo. Y en el centro se alza, con mucha riqueza, una alta y erguida torre del
homenaje, fuerte e inexpugnable (Anónimo, 1996: 128 – 129)

Esta descripción se completa con la de otro castillo mencionado en la misma


obra:

… un pequeño y esbelto castillo, de muros firmes y altos, pertrechados


alrededor de numerosas defensas y rodeados de un profundo foso, lleno de
agua, en el que había un gran vivero de peces (Anónimo, 1996: 159)

A su vez, Chrétien de Troyes recurre a imágenes similares para transmitir


sensación de fortaleza, poder y seguridad al lector de sus novelas, rasgos que por
propiedad transitiva se reflejarán en el señor de dicha edificación, así nos lo describe
nuestro narrador en el “Perceval”:

Atraviesa toda la pradera hacia el gran río, que resuena pero no entró en el
agua porque la vio muy veloz y negra y más profunda que la del Loira; y sigue
a lo largo de la orilla, bordeando una gran roca viva, que por la otra parte
daba al agua que batía su pie. En la cumbre de la roca, en una pendiente que
iba bajando hacia el mar, había un castillo muy rico y fuerte [que luego
sabremos que es el de Gornemant de Goort] […] En medio del castillo se erguía
una torre fuerte y grande y, frente a la bahía, una poderosa barbacana que
combatía con el mar y el mar la batía al pie. En los cuatro lados del muro,
cuyos sillares eran duros, había cuatro bajas torrecillas que eran muy fuertes y
bellas. El castillo estaba muy bien situado y bien dispuesto en su interior.
Frente al redondo torreón había un puente de piedra, arena y cal, tendido
sobre el agua. El puente era fuerte y alto y flanqueado por almenas. En medio
del puente había una torre, y delante un puente levadizo, que estaba hecho y
establecido para lo que justamente le compete: de día era puente y de noche
puerta.” (2000: 65)

La cita resulta de una gran riqueza por su detalle al describir cada aspecto de la
construcción que se alza ante el personaje de la historia. Pero, al margen de la belleza de

104
las imágenes que abordan nuestra mente, también encontramos regularidades
interesantes de destacar. En primera instancia, la descripción nos sugiere la
inaccesibilidad del lugar, ya que no sólo está sobre una elevación del terreno 76, que no
es de tierra sino de “roca viva” 77, sino que el agua lo rodea, aguas profundas, oscuras y
cercanas al mar, que es otro ámbito gestor de miedos para la mentalidad medieval.
Sin embargo, a Chrétien no le alcanza con ello, sino que nos recalca
permanentemente la idea de “dureza”, a través de la piedra como único elemento
constructivo, vinculado a la “fuerza”. Tanto el castillo, como las torres y el puente se
nos describen “fuertes” y, por ende, pétreos. Como puede observarse, existe un
estereotipo que repite una serie de elementos que configura la idea de lo que debe ser un
castillo, al margen de las limitaciones materiales que en el plano concreto podían alterar
este diseño ideal. La solidez y seguridad debían poder deducirse de las características de
los elementos que lo conformaban y para ello la piedra resulta un elemento insustituible.
No obstante, estos castillos pétreos no son un componente intemporal dentro de
la Edad Media. Ciertamente, el concepto de un punto fortificado permanente que al
tiempo sirve las veces de vivienda es un producto de los siglos X y XI; época en la que
se abandonan las grandes fortificaciones 78 caracterizadas por un claro desarrollo
horizontal y una ocupación esporádica, para construir puntos fortificados de ocupación

76
No sólo el castillo se elevada ante la mirada de los hombres, sino que también éste se apoya en la altura
de la roca en la que se encarama. Ambas rompen la línea del horizonte e imponen su jerarquía y poder a
cuentos lo vieren. Ello no es exclusivo de la pluma de Chrétien, sino que en el Tristán de Berol se destaca
el poder de los barones que se enfrentarán al rey Marco, ante su negativa de exiliar a su esposa Iseo tras el
exilio de Tristán, recurriendo a la descripción de las fortalezas con que contaban. Berol nos comenta que
los barones “Tienen fuertes castillo rodeados de empalizadas, levantados sobre una roca encima de altas
montañas; se pondrán en conflicto con su señor si el asunto no se soluciona”. RIQUER, I. (Ed.) (2001),
op. cit. p. 109.
77
Los castillos como diadema que corona altas rocas es una regularidad dentro de las historias corteses,
de ello es consciente María Aurora Aragón al afirmar: “No contento con las dificultades arquitectónicas,
los autores sitúan a menudo los castillos sobre rocas escarpadas o acantilados. Se trata de aislar el espacio
interior, como lugar de tranquilidad y dicha, frente a un mundo exterior inhóspito y desierto, en el que el
hombre se siente solitario y desamparado”. ARAGÓN, M. A., “Introducción” en PRADO, J. del, op. cit.
p. 37.
78
“Estas grandes fortificaciones, habitualmente de tierra y madera, pero también de piedra en ocasiones, y
que cubren superficies superiores a una hectárea, pueden remontarse a la Antigüedad o al periodo
merovingio. En general, se trata de recintos empleados tan sólo para refugiarse en caso de necesidad y
cuya eficacia residía en buena medida en el hecho de que con frecuencia no resultaban apreciables desde
lejos”. MORSEL, J. op. cit. p. 109.

105
permanente y con un claro desarrollo vertical 79. Con el cambio de siglo “Este sistema de
recintos de uso más o menos temporal, que se encuentra tanto en el continente como en
Inglaterra o Escandinavia hasta el siglo XI, tiende después a desaparecer” (Morsel,
2008: 109). Asimismo, al tiempo que da comienzo al desarrollo de la idea de “castillo”,
ocurre un proceso de diferenciación de las áreas productivas y residenciales, ya que en
estos mismos siglos se aprecia que antiguas áreas de ocupación como la de Husterknupp
“… se agrandó y se dividió al mismo tiempo; los edificios ≪residenciales≫
aristocráticos, construidos sobre una colina de tierra acumulada (sobre un suelo elevado,
quizá por un ascenso de las aguas), se encuentran aislados de los productivos por un
brazo de río o una empalizada” (Morsel, 2008: 110 – 111).
El emplazamiento en zonas elevadas, artificiales o naturales, del área residencial
de la población fue un elemento que rápidamente se vinculó con el castillo. Prueba de
ello es que la motta comenzó siendo un término que designaba al montón de tierra
entregado como símbolo de la transferencia del poder sobre la tierra circundante, y
basándose en este antecedente Joseph Morsel plantea la posibilidad de que el castillo
que allí se fundara pasara por propiedad transitiva a ser concebido como un signo de
poder en sí mismo. Por nuestra parte, consideramos que dicha hipótesis tiene claros
visos de verdad, dado que no sólo en los romans se menciona el nexo entre el castillo y
la elevación, idealmente de piedra, que corona; sino que también en las crónicas se
plantea este nexo con toda claridad, v. gr. en la “Crónica de los condes de Hainaut”, al
hacer un repaso de la historia de los condes y del condado, Gislebert de Mons
imperativamente proclama

Sépase pues que el conde Germán, llamado conde de Mons porque este monte
era, es y será siempre el centro de todo el territorio de Hainaut […] al fallecer
el conde de Valenciennes sin herederos de su propia sangre [reclamó] […] en
propiedad el condado por derecho de herencia y por compra […] y añadieron
así el condado de Hainaut y al honor del castillo de Mons (1987: 3 – 4)

Gislebert de Mons no puede ser más claro cuando vincula el monte, centro ad
eternum del territorio, con el condado al que da nombre y al castillo que lo protege,
vigila y señorea. Poder y elevación traban un fuerte vínculo en el imaginario medieval,

79
Joseph Morsel afirma que “… motas y castillo señalan, en primer lugar y más allá de la diferencia, que
esa verticalidad constituye, un reto social […] y, en particular, un signo de dominación social”. Ibíd. p.
116.

106
por ello los primeros castillos, no siendo aún de piedra, lograban la altura
encaramándose a una mota 80. Mas, al correr de las tiempos éstos castillos primitivos
fueron cediendo terreno a los “clásicos” de piedra, que pueblan nuestra imaginación
sobre el medioevo romántico. Los primeros castillos de piedra consistían básicamente
en una torre de sillería de sección cuadrada o rectangular, rodeada de una empalizada o
de un muro con foso, cuya superficie en planta oscilaba entre 50 y 200 m2, con una
superficie habitada de 25 a 100 m2 por nivel.
Quizá por ello, el castillo todo puede reducirse en la torre como arquetipo de
elevación, seguridad y estirpe, cuya forma fálica tiende claros puentes con los
arquetipos relacionados con el poder de mando. Prueba del destaque que la torre posee
dentro del complejo fortificado es el hecho que se la mencione y distinga del resto de las
construcciones, v. gr. Gislebert de Mons nos relata que la condesa Requilda “…
construyó el castillo de Beaumont, formado por una torre y otras fortificaciones…”
(1987: 7). Asimismo, el desmoche de una torre o su demolición eran castigos regios
muy utilizados contra nobles levantiscos como símbolo de su derrota, pero también la
regulación de la construcción de las mismas, basada en el ius munitionis 81, nos habla del
poder, tanto simbólico como militar, que otorgaba a su poseedor.
Sobre la regulación de la construcción podemos mencionar a un noble que “… a
pesar de la fidelidad jurada a su señor, emprendió la construcción de una torre en
Avesnes sin ningún derecho y en contra de la voluntad y prohibición del conde”, acto
que le valió la prisión y una rasurada de barbas por parte de su señor; aunque “Con el
tiempo recobró el favor de su señor y pudo terminar la torre. Ésta fue muy sólidamente

80
“El yacimiento de Doué-la-Fontaine (Maine-et-Loire) ha descubierto la existencia de una construcción
residencial rectangular en piedra levantada en torno al año 900. Incendiada hacia el 930/940, fue
restaurada por el conde de Blois, que le añadió un piso, donde se abre la nueva parte del edificio
(accesible mediante la escalera), y las aberturas de la planta baja fueron tapiadas a fin de poder utilizar
este nivel como bodega y como prisión […] Pero en los años 1000 – 1025 se añade un nivel más
(posiblemente de madera) y se ≪amontonan≫ los dos niveles anteriores; es decir, se les rodea con un
cono de tierra hasta una altura de 7 m, con tierra extraída de los profundos fosos que rodean la base de la
mota. Este sistema aparece en otros lugares (Bélgica, Provenza, Alemania) y muestra claramente que lo
importante no es tanto contar con un edificio en piedra como en altura”. Ibíd. p. 112.
81
También conocido como derecho de fortificar un territorio, fue un derecho exclusivo de los reyes que
se desgranó paulatinamente, y en simultáneo con el debilitamiento de la figura regia, para ser delegado o
usurpado por condes y duques, en primera instancia, y luego, a través de ellos, pasar a aristócratas más
pequeños.

107
construida, lo que más tarde perjudicaría gravemente a otro conde de Hainaut”
(Gislebert de Mons, 1987: 17).
Por su parte, esta imagen del castillo, transmitida por las historias corteses,
caracterizada por ser pétrea, rígida, inexpugnable, está muy vinculada con las escenas y
personajes que en torno a la fortificación militar se pueden encontrar. En primer lugar,
es una constante en las fuentes consultadas el hecho de hacer referencia a la edificación
como castillo en toda situación bélica o vinculada con la defensa de la heredad o la
dinastía; mientras que se utiliza el término palacio al referirse a la vida propiamente
cortés y a las relaciones afables entre miembros de la nobleza. Por ende, los personajes
que se vinculan al castillo son el rey, los caballeros, fieles y enemigos del reino y las
tropas de ambos bandos. Todos ellos atravesados por términos como el honor, la
nobleza y el linaje, la entrega, la fidelidad, el arrojo.
Así, en el “Jaufré” se lo menciona en una situación de combate entre el
protagonista de la historia y el caballero enemigo Tablante de Ricamonte: “Cuando salió
del castillo [Jaufré], pensaba que iba a encontrar allí al caballero y comenzó a gritar a
dos hombres que se hallaban cerca…” (Anónimo, 1996: 71). A su vez, también se habla
de castillo en este roman ya no en una situación de ataque, sino en una defensiva, en un
asalto: “Esta noche […] ha venido a asaltarnos a un castillo mío…” (Anónimo, 1996:
75). También funciona como lugar de refugio y auxilio ante situaciones conflictivas o
de trances de peligro, como ocurre en el momento en que Jaufré es enviado por un
caballero malherido a avisar de sus lesiones para que vengan a socorrerlo: Jaufré “… ha
llegado frente al castillo y ha visto a dos soldados que se encontraban fuera de la puerta,
cada uno con una ballesta” (Anónimo, 1996: 77) a los que avisa sobre la situación de su
señor, al que automáticamente parten a auxiliar.
Como puede observarse, la función militar y defensiva de éste espacio
arquetípico del mundo medieval determina que el mismo se vincule directamente con el
imperium, la facultad de mando y dominio, que sobre ese territorio tiene el señor. Por
ello, entre más castillos posea sobre cierto espacio mayor será su control sobre él, así
“… la diferencia quedará marcada por el número de castillos detentados por los

108
topolinajes 82” ya que detentar un castillo “… constituye no sólo un signo de poder, sino
que muestra un efecto diferenciador, al hacer más grande las distancias entre los actores
sociales” (Morsel, 2008: 130). Sirva de ejemplo el caso de Brunisén, dama de Jaufré,
quien es exaltada, hasta el punto de la irrealidad 83, en su poder y fuerza militar por el
narrador al decir que:

Ella posee un castillo maravilloso, en donde residen más de veinte mil


caballeros y burgueses; ese castillo se llama Monbrún y, como él, tiene otros
treinta de los que puede sacar, sin que nadie se atreva a desmentirme, un
ejército de cien mil hombres, sin mucho esfuerzo. (Anónimo, 1996: 274)

Asimismo, este lugar no sólo es una exteriorización del imperium que el señor
posee sobre sus tierras, sino que también del que dispone sobre su mujer. Es por ello
que en la obra de Raimon Vidal de Besalú, “Castigo para celosos…”, se hable de
castillo cuando el rey parte dejando sólo a don Vasco de Cutanda, acusado por los
caballeros como el amante de la reina (en Alvar, 1999: 98). Nuevamente se utiliza este
término cuando el rey regresa en la noche para ver si es cierta la acusación: “… llega [el
rey] a una puerta pequeña del castillo…” (en Alvar, 1999: 98).
También, Arnaut de Carcassés en “El cuento del papagayo” (Alvar, 1999)
utiliza el mismo recurso metafórico para hacer alusión al control y vigilancia del marido
sobre la dama, aunque no se refiere directamente al castillo sino a la torre y la planta
noble lindante al jardín donde la dama se encuentra. En este relato el caballero sólo
puede solazarse con la dama cuando ha creado una distracción para los vigías, la
destrucción de la torre y la planta noble por un fuego greguisco, fuego que no se apaga

82
El término topolinaje es utilizado por Joseph Morsel para referirse a los linajes que se espacializan a lo
largo de la Plenitud Medieval, de ello ya eran conscientes los cronistas medievales lo cual se aprecia en
pequeñas frases como esta que encontramos en la “Crónica de los condes de Hainaut” de Gislebert de
Mons: “… Gothelón, duque de Lotaringia –al que llamaban duque del castillo de Bouillon porque este
castillo era propiedad alodial suya” MONS, G. de (1987); Crónica de los condes de Hainaut. Trad. Blanca
Garí de Aguilera. Madrid: Siruela p. 6.
83
Cuando el narrador dice de forma hiperbólica que Brunisén tenía a su disposición un ejército de cien
mil hombres busca exaltar el poder de la dama en cuestión con un ejército cuyo número sería deseado aún
por el más grande rey europeo de la época dado que en la Primera Cruzada (1096) se movilizaron sesenta
mil hombres, mientras que en la batalla de Bouvines (1214) la suma de ambos bandos dio un número total
de cuarenta mil hombres. Tal situación no había mejorado un siglo después ya que Eduardo I de
Inglaterra reunió en ocasiones unos veinticinco mil infantes y cinco mil jinetes. Al contrastar estos datos
con el número de tropas de las que disponía Brunisén observamos la exageración de tal afirmación.
BACHRACH, B., “La muralla romana” en PARKER, G. (Ed.) (2010); Historia de la Guerra, Trad. José
Luis Gil Aristu, Madrid: Akal p. 88.

109
con el agua, arrojado por el papagayo sobre la edificación. Es posible que ese fuego
greguisco utilizado por el papagayo pueda hacer referencia al amor cortés, que al
consumir el símbolo del poder del marido, es decir la torre, deja en libertad a los
amantes. Además es un fuego que arde más cuanta más agua le echan para apagarlo,
como el amor cortés que más se enciende cuanto más difícil de concretar es. La teoría se
ve apoyada por la manera en que concluye la narración, es decir con la huida del amante
tras que los servidores del castillo logran apagar el fuego. Así la pasión ya extinta libera
al amante y el fuego sofocado permite al señor volverse a ocupar de custodiar a su
dama.
Por su parte, Fossier nos aporta un nuevo componente a tener en cuenta al
momento de analizar las funciones del castillo. Lo considera, a diferencia de Le Goff,
con una función militar secundaria, sirviendo en primera instancia como alojamiento y
como símbolo o signum del poder judicial más que militar y económico más que
político del señor (1988: 317). Opinión similar encontramos en Joseph Morsel, para
quien el castillo no era un edificio netamente militar, sino que “… el castillo constituía
ante todo un lugar de habitación, un núcleo de explotación agrícola y artesanal y el
centro neurálgico de un conjunto completo de derechos señoriales”. Luego continua
diciendo que la fortificación tenía como principal función el “… proteger al grupo
doméstico allí residente contra las agresiones y los golpes de mano…” al tiempo que es
“… manifestación de un estatus señorial particular –separado y superior–.” (2008: 117).
Así, paulatinamente la figura del señor feudal se fue empapando de los atributos
del castillo donde desarrolla su vida; pasando a ser un componente de la “fachada
social” (Goffman, 1994) del poder feudal, es decir de la imagen que se espera que un
hombre de su posición transmita a todo aquel que lo observa desempeñar su “papel”
(Goffman, 1994). Ello se debe a que en la vida cotidiana ocurre que el uso liga un
determinado espacio o medio a una función específica 84, provocando que dicha

84
Tal función jugada por el castillo y el palacio no es menor, dado que él otorgar credibilidad a las
relaciones intersubjetivas, intersubjetividad que se constituye, según Pollner, en requisito “…
fundamental de la vida cotidiana, debido a que asumir una realidad sólo parece sensato siempre y cuando
sea así para todos aquellos que participan cotidianamente en ella”, En WAGNER, W.; HAYES, N.
(autores) y FLORES PALACIOS, F. (Ed.), op. cit. p. 59. El peso del consenso del colectivo social llega a
ser tal que un individuo supedita la validez de la percepción directa a la armonía con la opinión del grupo
de referencia; y ello se debe a que las ideas y categorías que forman nuestra cotidianeidad no son ideas
derivadas de la acción sino, según Geertz, “ideas para actuar”, “no son modelos de la realidad sino

110
actuación ritualizada 85 no pueda comenzar hasta no encontrarse en ese “medio”
(Goffman, 1994). Ciertamente, el vínculo existente entre el castillo y el efectivo
ejercicio del poder en la mentalidad medieval 86 hacía imposible disociarlos 87; por ello,
es que los barones que se oponían a la actitud permisiva del rey Marco ante los amoríos
de Tristán e Iseo “… se irían a sus castillos para declarar la guerra al rey Marco” (Berol
en Riquer, 2001: 69), los barones debían salir de la corte del rey y llegar a sus
posesiones que se entroncan en sus respectivos castillos para demostrar una actitud
beligerante ante el monarca.
Asimismo, se preferían sus estancias para armar caballeros y entronizar al nuevo
conde, como nos comenta el narrador de la chantefable: “Le llevaron [a Aucassin] al
castillo de Beaucaire, todos se consideran vasallos de él, y así gobernó su país en paz”
(Anónimo, 1998: 82); lo cual indica que el castillo poseía una importancia central en el
funcionamiento de las relaciones feudales y de la transmisión de los derechos sobre un
territorio; o ,en palabras de Joseph Morsel, “… el castillo se sitúa en el corazón del
sistema; todo el sistema de reparto de poderes se organiza en torno al castillo, por la vía
de la prestación y recepción de juramentos o de homenajes […] son los castillos el
vehículo más claro para esta articulación interna de la aristocracia laica” (Morsel, 2008:
137).
En efecto, el castillo se vincula fuertemente y representa al territorio que
domina, al tiempo que es el punto visual desde el cual el señor controla y admira sus

modelos para la realidad” En Ibíd. p. 35. En efecto, son estereotipos, siempre útiles para dar un juicio
espontaneo sobre determinado aspecto de la vida cotidiana, construidos en función de una limitada
cantidad de síntomas superficiales
85
Los rituales que en los ámbitos aristocráticos se desarrollaban no son irrelevantes sino que se
entremezclan en la propia representación del castillo y el palacio; dado que los rituales no son formas
vacías sino una secuenciación de actos coreografiados previamente a través de los cuales el sujeto
controla y hace visibles las implicaciones simbólicas de su comportamiento cuando se halla directamente
expuesto ante otro individuo, es decir que el ritual cumple una importante función reguladora de la acción
a la vez que otorga credibilidad y fortaleza a la fachada social que la aristocracia buscaba transmitir de sí
misma en momento de relevancia social como las coronaciones, las ordenaciones de caballeros o las
grandes recepciones de invitados extranjeros. Cf. WOLF, M. (1988); Sociologías de la vida cotidiana.
Trad. Sol Gavira. Madrid: Cátedra
86
En este sentido le advertía el conde Garín a su hijo Aucassin que “… si lo pierdes [al castillo], serás
desheredado” ANONIMO (1998); Aucassin y Nicolette. Trad. Álvaro Galmes de Fuentes. Madrid:
Gredos p. 48.
87
Nos dice Pesez que el Castillo “… cumple la función de servir de signo, puesto que debe materializar,
hacer perceptible, el lugar y el rango social que ocupa el dueño y el señor que habita en esa residencia”.
PESEZ, J. M., “Castillo” en LE GOFF, J.; SCHMITT, J. C. (Eds.) (2003); Diccionario razonado del
Occidente medieval. Trad. Ana Isabel Carrasco Manchado. Madrid: Akal p. 114.

111
posesiones Sobre el particular resulta esclarecedora la situación vivida por Gauvain en
el castillo de Gringalet y narrada por Chrétien de Troyes en “El Cuento del Grial”:
podréis, le asegura su huésped en el castillo

… contemplar a través de las ventanas las condiciones de este país y, si os


place, podréis subir a esta torre para ver la floresta, las llanuras, los ríos […]
[Gauvain ataviado ricamente] siente deseos de ir a ver lo que hay en la torre.
Sale con su huésped y sube por una escalera de caracol adosada al palacio
abovedado, hasta que llegan a la parte superior de la torre, desde donde ven el
contorno del país más bello que se podría describir. Y mi señor Gauvain
contempla el río, las tierras llanas y las florestas, llenas de venados… (2000:
210)

A esta descripción se agrega la que el narrador había hecho al ver aparecer el


castillo en el horizonte de su viaje

… vio [Gauvain] un castillo muy fuerte, que por una parte daba al mar, con un
puerto muy grande y navíos. Este castillo, que valía poco menos que Pavía y
era de gran nobleza, lindaba por la otra parte con viñedos y con un gran río,
que discurría por abajo e iba ciñendo toda la muralla hasta dar con su curso en
el mar. De esta suerte, el castillo y el burgo estaban completamente
circundados (2000: 157)

Así, se conforma un binomio entre el castillo y las tierras que señorea. El


primero aporta la fortaleza, la dureza y el componente bélico vinculado al honor y
continuidad de un linaje 88; mientras que, el segundo aporta la riqueza, la belleza y el
poder económico de un estado determinado. Es por ello que el castillo de Tintagel 89,

88
Sobre el vínculo entre el linaje y el castillo debemos decir que éste es un producto de un proceso
histórico que presenta fuertes nexos con el avance en la diferenciación, tanto externa como funcional, del
castrum respecto de la vivienda del resto de la población. Tomando las palabras de Joseph Morsel
podemos afirmar que “La residencia aristocrática se refuerza en efecto con la construcción de castillos, es
decir, edificios cuya morfología (mota, torre de sillería) dista cada vez más del hábitat corriente y de los
que sus habitantes toman finalmente su nombre […] y cambian de nombre cuando cambian de castillo”.
Esto lo hemos podido apreciar en todos la literatura cortés consultada, siempre el conde se define por el
castillo que habita y éste último por la tierra en donde se asienta, tal y como lo cuenta Gislebert de Mons
en citas anteriores sobre el origen del nombre del condado de Mons. “Se asiste por tanto a un fenómeno
de enraizamiento espacial progresivo de la aristocracia, es decir, del dominio social a partir de un lugar
determinado (y ya no por circulación en el espacio como en época carolingia)”. MORSEL, Op. cit. p. 118
– 119.
89
Tintagel es un celebérrimo castillo del ciclo artúrico, pero ya se encuentra mencionado en la “Historia
de los reyes de Britania” de Geoffrey de Monmouth. En el pasaje de la obra donde se nos narra la fatídica
pasión que sufrió el rey Úter Pendragón por Igerna, esposa de Gorlois duque de Cornubia. La mención del
castillo se origina en la decisión que Gorlois tomara de enfrentarse al rey, para defender su honor ante los
manifiestos deseos de éste hacia su esposa, y de enviar a Tintagel a Igerna para tenerla a buen recaudo,
dado que éste castillo era “… considerado como el lugar más seguro de Cornubia”. El “inexpugnable
castillo de Tintagel” es descripto en boca de Ulfin con las siguientes palabras: “El mar lo rodea por todas

112
quizá el más famoso de los castillos de tradición artúrica, es descripto en su
grandiosidad, no sólo por su buena y sólida construcción, sino también por las ricas
tierras que poseía, según narra el “Tristán” contenido en el manuscrito de Oxford:

Tintagel era un castillo muy fuerte y bello, estaba en Cornualles; no temía


asalto ni ataque alguno […] La torre era cuadrada, fuerte y grande. La
construyeron los gigantes, hace ya mucho tiempo. Los sillares son de mármol,
muy bien puestos y unidos. Los del muro parecían un tablero ajedrezado de
sinople y azur. El castillo tenía una puerta muy bella, grande y fuerte. Estaba
guardada por dos prohombres que impedían la entrada y la salida […] Estaba
rodeado de prados, de bosques y de caza, de aguas dulces, de pesca y de tierras
de labor […] El lugar era bello, lleno de delicias, el país bueno, exuberante y
próspero. En otro tiempo habían llamado a Tintagel el Castillo Encantado, y
con razón se le llamó así pues dos veces al año desaparecía. Es verdad lo que
dicen los del país, que dos veces al año era invisible: ni los de allí ni nadie lo
veían por mucho que se fijaran; una vez en invierno y otra en verano, esto
dicen los vecinos. (2001: 170 – 171)

En contraposición, el castillo de Belrepeire se nos describe en el “Perceval” a


través de la vista del protagonista de la siguiente forma:

…ve un castillo fuerte y bien situado; fuera de los muros no había nada, salvo
mar, agua y tierra yerma. Se apresura a encaminarse hacia el castillo hasta
que llega delante de la puerta, pero antes de alcanzarla, tuvo que pasar por un
puente débil que duda que pueda sostenerlo […] Cuando llegó ante la puerta la
encontró cerrada con llave […] Tanto llamó que al punto se acercó a las
ventanas de la sala una doncella flaca y pálida90… (2000: 73)

partes, y no hay más entrada a la fortaleza que un angosto pasillo de roca: bastan tres hombres para
defenderlo, aunque te presentes [Úter] con todo el reino de Britania”. MONMOUTH, G. de (1994);
Historia de los reyes de Britania. 5ª ed. Ed. Luis Alberto de Cuenca. Madrid: Siruela pp. 140 – 141. La
única forma que Úter encontró para poseer a Igerna fue el tomar la forma de su esposo, gracias a una
pócima de Merlín, e ingresar a Tintagel. Así, ella creyendo que Úter era Gorlois “… se ofreció a él sin
reservas. Concibió Igerna aquella noche al celebérrimo Arturo, que tanta fama adquiriría más tarde por su
extraordinario valor”. Ibíd. p. 141. Así, Tintagel es famoso en la leyenda artúrica por su fortaleza y por
ser símbolo de la traición de Úter que fructificó en el rey Artús o Arturo. La idea de inexpugnabilidad del
castillo de Tintagel se mantiene en las obras corteses como se aprecia en el Perceval de Chrétien de
Troyes: “Tiebaut […] había hecho amurallar bien el castillo y revocar todas sus entradas. Las puertas
fueron amuralladas con piedras duras de mortero y ya no se necesitó otro portero; sólo dejaron despejada
una pequeña poterna, cuya puerta no era precisamente de vidrio, pues, para que fuera duradera, era de
cobre, y se cerraba con una barra, y había en la puerta el cargamento de hierro que cabe en un carro […]
[también tenía] un prado vallado con estacas que había al pie de la torre…”. TROYES, C. y otros (2000);
El cuento del Grial y sus continuadores. Trad. Martín de Riquer e Isabel de Riquer. Madrid: Siruela p.
128.
90
La dama, síntesis acabada y objeto de las pasiones del imaginario cortés, es un síntoma de la situación
de esa corte y del poder del señor del lugar. Obsérvese que la dama pálida que languidece ante la vista del
caballero coincide con unos campos yermos y un castillo menguado en poder y riqueza; mientras que una
bella doncella se emplaza en un fuerte y rico castillo, apréciese dicha situación en Gringalet: “Mi señor

113
Y este aspecto miserable y débil que proyecta el castillo y sus tierras, encarnado
en la doncella que lo mora, se confirma con la situación intramuros que aprecia Perceval

… habían padecido tanta miseria, entre ayunos y vigilias, que uno se quedaba
asombrado; y si él había encontrado que por fuera la tierra estaba desnuda y
desierta, muy poco encontró dentro, pues dondequiera que iba hallaba
deshechas las calles y veía las casas arruinadas, sin que las habitara hombre ni
mujer. Había en la villa dos monasterios, que habían sido dos abadías; la una
de monjas aterrorizadas y la otra de monjes desamparados. En modo alguno
encontró bien adornados ni paramentados aquellos monasterios, antes vio
reventados y hendidos sus muros y las torres desmochadas. Y las casas estaban
abiertas tanto de noche como de día. En ningún lugar de todo el castillo hay
molino que muela ni horno que cueza, y allí no había ni vino ni hogaza ni nada
a la venta que se pudiera adquirir por un dinero. Tan desprovisto encontró el
castillo, que no había ni pan ni pasta, ni vino ni sidra, ni cerveza. (2000: 74)

En consecuencia, de los fragmentos expuestos se desprende el hecho de que


fortaleza y riqueza 91 de un señor van de la mano, la fortaleza de las piedras al parecer es
directamente proporcional a la riqueza de las tierras que lo circunda, como así también
de la vida ciudadana que se cobija intramuros. Es por ello que, en el caso del sitiado
castillo de Belrepiere, el puente por el que se ingresa al castillo es “débil”, sus campos
son “yermos”, infecundos, sus tierras “desiertas y desnudas”; y al interior la situación es
tanto peor, con casas en ruinas, sus monasterios derruidos y más importante aún no
había pan 92, consecuencia de no poseer en el castillo “molino que muela ni horno que
cueza”, ni vino 93. La situación inversa se encuentra en los casos en que se busca
destacar la opulencia o poder del señor que es objeto del relato, sirva de ejemplo la

Gauvain entró en el puente, y cuando llegó arriba, en el punto más fuerte del castillo, encontró en un
patio, bajo un olmo, a una dulce doncella que se miraba el rostro y la boca y que era más blanca que la
nieve. Un fino aro de orifrés se había puesto en la cabeza como corona”. TROYES, C. de; “Perceval o El
cuento del Grial” en Ibíd. p. 157
91
Ramón Llull supone “… que el caballero es rico, que va bien vestido y que mantiene una gran casa”.
En KEEN, M., op. cit. p. 25.
92
El pan y el trigo tienen un importante papel en la faceta nutricia del banquete y del señor que lo provee;
por ello la palabra inglesa lord deriva del “…término hlaford, que significa señor del pan (y la
hlaefdige→ lady, es la amasadora de pan), mintras que los jóvenes nobles educados en el entorno de los
aristócratas (los ≪acogidos≫) eran los hlafeaten (comedores de pan). El lord resulta por tanto, ante sus
fieles, como un padre nutricio para los jóvenes de su casa…”. MORSEL, J., op. cit p. 67
93
Pareciera un dato menor el hecho de no poseer pan ni vino, pero ambos, al margen de ser el sustento
material de la transubstanciación que ocurre en la conmemoración de la Última Cena en el oficio de la
misa, representan la civilización que se opone a lo barbárico. Un castillo que carece de estos elementos se
sume en el caos que se supone sus muros debieran exorcizar. En efecto, uno de los aspectos que hacen del
bosque donde moran Tristán e Iseo un locus terribilis es la ausencia de estos productos, que junto con el
fuego y la sal, hacen a la vida de un hombre no barbárico.

114
“Crónica de los condes de Hainaut”, allí se afirma que las tropas de un señor “…
poseían víveres en abundancia: pan, vino, carne y pescado” (Gislebert de Mons, 1987:
45).
Tal espacialización del poder no es un elemento fortuito encontrado en las
historias trabajadas, por el contrario se entrelaza fuertemente con el desarrollo histórico
que la aristocracia medieval ha tenido durante la Plenitud Medieval. En primer término,
si bien la corte continuará siendo itinerante para la alta aristocracia, que sigue la estela
que los reyes, lo será en un modo distinto al de la etapa carolingia. En efecto, se pasa de
un principio de multilocalidad carolingia, de una ecosincronía (Morsel, 2008), a un
principio de sucesión residencial, a una ecodiacronía (Morsel, 2008). O, en otras
palabras, de poseer varias residencias al mismo tiempo, en igualdad las unas con las
otras, la aristocracia pasa a residir en castillos que la corte ocupa consecutivamente.
Esto ocurre, según Morsel, porque “… ocupar un castillo se convierte en un imperativo
para el dominio social del espacio” (2008: 118).
Este cambio en la concepción del residir tendrá consecuencias no menores en la
conceptualización de la espacialización del poder y del enraizamiento de un linaje en
una tierra dada. En los siglos X y XI ocurre una reestructuración del espacio occidental
que tuvo como consecuencia directa el anclaje espacial del poder aristocrático. En ese
proceso de espacialización de las relaciones sociales en Occidente la aristocracia no
permaneció ajena, lo cual se manifiesta claramente en la antroponimia articulada en
torno al castillo. En opinión de Morsel, “La espacialización de la antroponimia no
supone tanto un modo de apropiarse de los castillos como de señalar la vinculación con
un lugar determinado; en resumen, es el castillo el que posee a su ocupante…” (2008:
129).
Sin embrago, las palabras vertidas por este historiador no debe hacernos caer en
un absurdo determinismo, ya que, si bien el castillo es el que brindaba identidad al
ocupante y le trasmitía sus atributos de poder y riqueza; el aristócrata podía decidir el
traslado de su residencia de una zona menguada en poder a una nueva, más poderosa y
pujante. Esto con el fin de fagocitar las atribuciones de ese nuevo lugar para su propia
fachada social.

115
Esta acción de traslado la podemos ver concretada en el caso de Harrad de
Selnesse. Este aristócrata, según relata la “Historia de los condes de Guînes”, se
percató de que el Ardres estaba adquiriendo mayor importancia comercial que Selnesse,
sitio de su residencia. Ante esta realidad, decidió comenzar a construir un nuevo
castillo, proyecto que fue concretado por su hijo Arnoul, quien primero

… construyó un pequeño marjal cercano a Ardres (…), casi al pie del altozano
que lo bordea [y sobre el que se emplaza el pueblo], como símbolo de potencia
militar, una mota muy elevada […] Rodeó con un poderoso muro el terreno
comprendido en el recinto exterior, e incluyó en el interior del mismo el molino
[…] A partir de ese día, con el principal lugar de habitación de los hombres de
Selnesse destruido y sus construcciones transferidas y reunidas en Ardres, el
recuerdo de que los hombres habían vivido en Selnesse desapareció con el
castillo, de suerte que por todas partes Arnoul fue llamado protector y señor de
los habitantes de Ardres (en Morsel, 2008: 124)

Así, los atributos del castillo y de las tierras que señoreaba tenían mucho que ver
con la percepción que de un determinado noble se tenía en las historias corteses. Y, si el
castillo de Tintagel nos ilustra sobre una fortificación que señorea campos fecundos, el
castillo de Escavalón, otro castrum estereotípico de la leyenda artúrica, nos permite
apreciar el interior pujante de un castillo, claramente contrastante con el de Belrepeire,
en las páginas de “El cuento del Grial”:

Contempla [Gauvain] la situación del castillo, que estaba edificado en un brazo


de mar, y ve los muros y la torre, tan fuerte que nada puede temer. Y mira la
villa toda, poblada de gente muy agradable, y los cambios de oro y plata
cubiertos de monedas, y las plazas y las calles llenas de buenos menestrales
entregados a diversos oficios. Tan diversos son los oficios, que una hace
yelmos, otro lorigas, uno sillas, otro escudos, uno calzadas, otro espuelas; unos
bruñen espadas, otro abatanan telas, otros las tejes, otros las peinan y otros las
tunden. Otros funden oro y plata, y los hay que hacen obras ricas y preciosas:
copas, vasos, escudillas, joyas engastadas en esmaltes, anillos, cinturones y
broches. Se diría y se creería que la villa estaba siempre en feria, de tanta
riqueza estaba llena: cera, pimienta, grana, pieles veras y grises, y toda clase
de mercaderías. (2000: 142)

Del mismo modo que el castillo en su opulencia nos confirma el poder del señor,
también el derecho al dominio territorial se sustentaba en el control de estos edificios.
Por esto, cuando el último de los castillos de un señor caía, el conquistador se había
apoderado simbólicamente de todo el país de ese noble. Así lo afirma Chrétien cuando

116
narra el sitio del castillo de Belrepeire por parte de Anguinguerón, dice que éste
caballero 94

… estaba sentado delante de su tienda y se figuraba que se le entregaría el


castillo antes de anochecer o que alguien saldría de él para luchar con él
cuerpo a cuerpo. Ya se había atado las calzas, y sus gentes estaban muy
contentas porque se creía haber conquistado el castillo y todo el país (2000: 79
– 80)

En suma, castillo, control de la tierra e identidad del linaje se alinean para


conformar una sola figura, ya que quien controla el castillo ejerce su dominio sobre la
tierra de la cual toma su nombre pero, a la vez, este castillo y esas tierras espacializan la
identidad de un linaje, lo definen, como en el caso de Mons o el de Avesnes
anteriormente trabajados.
Pero entonces ¿quién poseyera múltiples castillos en diversas tierras, distantes
unas de otras por cientos de kilómetros, tendría múltiples identidades linajísticas? Pues
no, debido a que no todos los castillos poseen el mismo valor estratégico-simbólico.
Siempre existe un castillo que brinda el sustento identitario a un linaje determinado.
Ello queda de manifiesto cuando atendemos a la lógica bajo la cual la nobleza medieval
planteaba los sitios o bajo la cual aplicaba los castigos a un noble traidor o levantisco.
En el caso de Balduino V de Hainaut, podemos apreciar esta lógica con claridad
cuando en una ocasión fue en auxilio del conde de Namur contra Enrique de Limbourg,
quien había rapiñado sus tierras. Ante esta situación,

El conde Balduino V se le ofreció con un séquito de trescientos cuarenta


caballeros y otros tantos soldados a caballo con lorigas y mil quinientos
soldados a pie; puso sitio al mayor de los castillos del conde de Limbourg, el de
Arlon, y junto a su avúnculo devastó todas las tierras de los alrededores, todas
las cosechas y prendió fuego a los campos (Gislebert de Mons, 1987: 45).

Asimismo, para confirmar dicha lógica podemos observar la actitud tomada por
Balduino ante uno de los aliados de un noble que se le había sublevado. Contra ese

94
De aquí en adelante tomaremos la definición realizada por Maurice Keen para referirnos al caballero.
Ese autor plantea que “Corresponde al chevalier francés, que designa a un hombre de la aristocracia y
probablemente de linaje, que si es requerido, tiene la posibilidad de proveerse de un corcel y de armas
para combatir a caballo y que mediante un cierto ritual se ha convertido en lo que es, decir, que se le ha
armado caballero”. KEEN, M., op. cit. p. 12. Asimismo, para autores como Ramón Llull “… la caballería
está en su mente estrechamente ligada a un gobierno seglar: su caballero no es sólo un guerrero de noble
origen, sino también un señor de vasallos y gran parte de su trabajo se cifra en el lema general de
mantener la ley y la justicia”. Ibíd. p. 24.

117
noble, el conde de Hainaut decidió atacar “… al mayor y mejor de sus castillos [de
Jacobo de Avesnes]: el de Avesnes” (Gislebert de Mons, 1987: 50). Además, éste caso
resulta interesante ya que, no sólo expresa que el conde opta por ataca el mayor castillo
del noble, sino que ésta edificación brinda el nombre al linaje, en este caso el de
Avesnes. Es decir, encontramos un topolinaje, lo cual nos habla de que éste castillo no
sólo era el más importante por una situación estratégica según una lógica militar o
económica, sino que también poseía un valor simbólico nada desdeñable al otorgar el
noble al linaje del condado.

La fortaleza como palacio: espacio de cortesía, abundancia y


riqueza.

Por su parte, en aquellas situaciones pacíficas en las que se quiere dar un aire de
magnificencia o riqueza a la trama el castillo deja su lugar al palacio. Éste espacio
sintetiza las funciones corteses, pacíficas y de holganza material valorizadas por la
Cortesía y el fine amour que poseía la fortaleza. Por ejemplo, en el caso de “Aucassin et
Nicolette” rescatamos tres momentos que ilustran la función cortés del palacio. En el
primero de ellos, se utiliza para resaltar la holganza económica del vizconde propietario
de Nicolette al afirmar: “… era un hombre muy rico, y tenía un espléndido palacio…”
(Anónimo, 1998: 43). La riqueza 95 no es un elemento menor, sino que “… era necesaria
para mantener la nobleza, y su búsqueda, no por el propio bien, sino para mantener un
estilo noble y honorable, era una ambición razonable y justificada” (Keen, 2008: 213)
El mismo uso del concepto palacio se advierte en la descripción de la ciudad de
Cartagena y así se denomina al sitio donde reside el padre de Nicolette, rey de la ciudad,
en el siguiente fragmento: “La condujeron [a Nicolette] al palacio con grande honra…”
(Anónimo, 1998: 84). A su vez, casi al finalizar el relato encontramos la tercer mención,
cuando la vizcondesa va, por pedido de Nicolette, en busca de Aucassin a su palacio.
Con estas palabras lo refiere la obra “La vizcondesa […] cuando llegó al palacio,
encontró a Aucassin llorando…” (Anónimo, 1998: 88). Anteriormente se había

95
Zilletus en el Tractatus iuris universo (Viena, 1584) afirmó, con un dejo de humor: “La nobleza sin
riqueza es como la fe sin obras”. En KEEN, M., op. cit. p. 213

118
denominado castillo a la residencia del nuevo conde, Aucassin, pero en esta situación
pacífica y romántica la idea de palacio tal vez suena más amable al lector/oyente.
Por su parte, la cortesía es otro de los componentes característicos del ámbito
palaciego a tener en cuenta para asir la representación del Palacio. En efecto, el
imaginario cortés es un elemento de suma importancia al momento de sopesar la
representación de este espacio porque supone una consideración absolutamente
diferente de los méritos necesarios para ser considerado noble. Ello se debe a que
mientras que en el castillo el linaje emerge como un componente definitorio de la
nobleza de un sujeto, en el palacio la alta cuna 96 no resulta determinante para adquirir la
nobleza. Ciertamente, más allá de los ascendientes, lo que determinaba la nobleza del
sujeto era su formación y sus costumbres 97. Es por ello que el Delfín, en “El arte del
juglar”, aclaró que esos rasgos de la alta cuna

… no serían preciados […] sino tuvieran buenos conocimientos […] Llegan,


pues, a ser considerados honrados, preciados y valientes por su corazón y por
sus conocimientos, no por sus padres ni por su poder; por su buen corazón les
vienen con frecuencia las risas, el juego y los placeres, y no por su estirpe o por
otras frivolidades (en Alvar, 1999: 192)

Así, mientras el castillo con sus funciones bélicas, se encuentra ligada a los
derechos de nacimiento propios del estamento caballeresco, obtenidos sin ningún mérito
personal por parte de quien los detenta; el palacio se relaciona con el perfeccionamiento,
la virtud y el conocimiento que cada persona realice en pos de amoldarse al ideal de
cortesía 98, dado que las risas, el juego y los placeres sólo pueden desarrollarse en un

96
En El arte del juglar de Raimon Vidal de Besalú el Delfín le dice a un juglar que “La razón por la que
vale tanto la alta cuna es porque conduce a sus seguidores a obtener honor, a ir siempre adelante y a ser
temidos, por lo cual son honrados por todo el mundo…”. En ALVAR, C. (Dir.) (1999); Castigos para
celosos, consejos para juglares. Trad. Jesús Rodríguez Velasco. Barcelona: Gredos p. 192.
97
Andreas Capellanus dirá, a través de la boca de un plebeyo en una disputatio, a una plebeya que ella
goza de la más alta nobleza porque “… no fue tu nacimiento ni tu sangre lo que te [la] concedió […] sino
[…] tu singular virtud”. CAPELLANUS, A. (1985); De amore, Trad. Inés Creixel Vidal-Quadras,
Barcelona: El Festín de Esopo p. 127. Posteriormente reafirmará tal opinión al decir por la boca de un
noble que “… hay muchas damas […] que han usurpado este apelativo, creyendo equívocamente que lo
son sólo por que descienden de sangre noble […], cuando únicamente la integridad moral y la sabiduría
hacen a las mujeres dignas de este apelativo”. Ibíd. p. 225.
98
Erich Köhler nos apunta que “La corte de Arturo es el lugar de la joie, equivalente cortés de la
felicidad, que se define como un sentimiento de bienestar supremo a través de la superación absoluta de
todas las tensiones […] La corte es el centro, de donde parten las aventuras y donde finalizan, es el lugar
de la paz y la justicia, que ofrece a cada uno la ocasión de conducir su existencia hacia la perfección y que
certifica su ejecución”. KÖHLER, E., op. cit. p. 40.

119
ambiente de camaradería y disipación que sólo encontramos en el palacio, guarnecido
tras los toscos muros de la ciudad fortificada o del castillo. Allí lo ubica Chrétien según
se aprecia en el “Perceval”:

En la otra parte del río se levantaba un castillo muy bien construido, muy fuerte
y muy rico. No pretendo que se me deje mentir: el castillo estaba edificado
encima de un acantilado y era de tal riqueza, que jamás ojos humanos vieron
fortaleza tan opulenta, pues había en él un palacio muy grande, hecho sobre la
roca viva, que era todo de mármol oscuro. En el palacio había por lo menos
quinientas ventanas abiertas, todas ellas llenas de damas y doncellas,
asomadas a las ventanas, dejaban ver sus resplandecientes cabezas y los
hermosos cuerpos, que desde la parte de fuera, sólo podían verse de cintura
hacia arriba. (2000: 197)

En efecto, el palacio, como cede, aunque fuera momentánea, de la corte, se


ubicaba en la sala de la fortaleza. Sin embargo, esta sala con función palaciega
únicamente se convertía en Palacio, o más bien reflejaba la representación del Palacio
cortés, cuando la corte decidía residir en esa fortaleza. Esa itinerancia de la corte
medieval, es bien conocida por la historiografía y ha sido reflejada con toda claridad en
las historias corteses trabajadas. Baste de ejemplo la respuesta que un caballero le da a
Perceval, quien quería saber más del lugar donde reside el “rey que hace caballeros”:

―Muchacho –dijo él–, te diré que el rey mora en Carduel. Aún no han pasado
cinco días que él residía allí, pues yo estuve y lo vi. Y si no lo encuentras allí,
ya habrá quien te indique adonde se ha encaminado” (Chrétien de Troyes,
2000: 47)

Asimismo, la naturaleza itinerante de la corte hacía que los elementos necesarios


para que una sala se convirtiera en un palacio tuvieran que migrar con el rey o el noble
hacia la nueva fortaleza a la que se dirigiera. Tales elementos eran tan variados como
puede leerse en “El cuento del Grial”:

Entonces [cuando el rey Artús ordenó partir] hubierais visto meter sábanas,
cubiertas y almohadas en maletas, llenar cofres, cargar acémilas, carretas y
carros, y que no se escatimaban pabellones, tiendas ni tendejones. Un clérigo
sabio y muy letrado no hubiera podido describir en un solo día todo el equipo y
la demás impedimenta que se aprestaron inmediatamente, pues como si fuera a
la hueste, parte el rey de Carlión, y lo siguen todos los barones, y no queda
doncella sin que la reina se la lleve para boato y señorío. (Chrétien de Troyes,
2000: 115)

120
Y lo que no se trasladaba con la corte lo obtenían de la población en torno a la
fortaleza en donde se detenía en su eterno periplo. Así lo expone Gislebert de Mons:
“En Valenciennes y en Mons el conde de Hainaut tenía derecho, cuando se encontraba
allí, a tomar colchón y vajilla de cocina; se tomaba indistintamente de las casas de los
burgueses y de otras y se llevaba a la corte para uso del conde y de los suyos” (1987: 42
– 43).
Es innegable que esta sala que recibía a la corte viajera y a sus equipajes
ocupaba un lugar central dentro de la edificación fortificada, protegida por los muros,
como dijimos anteriormente, era un ámbito abierto en el que la generosidad y
camaradería debían primar como regla de oro. En el caso del famoso castillo del Grial,
Chrétien nos habla de la ubicación de la sala respecto al resto de la fortaleza en la cita
que a continuación se consigna: Perceval vio

… que aparecía la cima de una torre. Hasta Beirut no se encontraría otra tan
hermosa ni tan bien fundada; era cuadrada, de roca parda, y tenía a los lados
dos torrecillas. La sala estaba delante de la torre, y las galerías delante de la
sala […] llega a la puerta, frente a la cual encontró un puente levadizo que
estaba echado. Entra por el puente, y cuatro pajes acuden a él; dos de ellos lo
desarman, el tercero se lleva su caballo y le da heno y avena, y el cuarto lo
cubre con un manto de escarlata, fresco y nuevo; y luego lo introdujeron en las
galerías. Y sabed que, por mucho que las buscara, uno no encontraría ni vería
otra tan hermosa hasta Limoges (2000: 94)

Esta sala, según nos dice Chrétien tenía las siguientes características

…era cuadrada y tenía tanto de largo como de ancho. En medio de la sala vio
sentado en un lecho a un agradable prohombre de cabello entrecano […] y
ante él ardía claramente un gran fuego de leña seca, colocado entre cuatro
columnas. Cuatrocientos hombres se hubieran podido sentar holgadamente en
torno al fuego, y todos hubieran tenido sitio suficiente. Las columnas eran muy
fuertes, pues sostenían una chimenea alta y ancha de bronce macizo […] Y
había allí dentro una iluminación tan grande como lo podrían procurar las
candelas en un albergue (2000: 94, 95, 96)

En principio, al analizar esta descripción debemos mencionar que el fuego es un


elemento recurrente en las representaciones que definen a las salas y a los palacios,
agregándose algunas otras características alternativamente, como por ejemplo la
mención de que la sala del castillo de Carduel “… estaba a ras de tierra […]
pavimentada y era tan larga como ancha” (Chrétien de Troyes, 2000: 60)

121
Asimismo, uno de los primeros rasgos que el autor nos menciona sobre esta sala
es su ubicación aledaña a la torre donde habita la familia, y el hecho de encontrarse
cobijada por las murallas. Lo cual nos indica que esta sala estaba protegida y bajo la
autoridad del señor de la fortaleza. En este contexto resulta aún más revelador el hecho
de que Perceval se desarme y entregue su corcel para ingresar a este espacio de la
cortesía, dado que en este ámbito la faceta violenta y guerrera de los hombres
medievales es dejada de lado o al menos menguada en pos de ver florecer la cortesía
entre los nobles en un ambiente de afabilidad y distención, un ambiente propio del fine
amour.
Este acto de desarmar al caballero no es menor y se menciona reiteradas veces
en las historias corteses, sobre todo en las de Oïl. Dada la similitud de dichas
descripciones hemos optado por mencionar una de las que consideramos más
representativas por su nivel de detalle a fin de ilustrar tal ritual en el que el caballero
entregaba sus armas. Así en el “Perceval” se nos dice que

Los cuatro servidores le llevan [a Perceval] a un palacio cubierto de pizarra,


donde lo hacen desmontar y lo desarman. Y enseguida baja un paje por una de
las escaleras de la sala con un manto pardo que pone en las espaldas del
caballero […] Otros lo proceden y lo hacen subir por una escalera a una sala
muy hermosa (2000: 74)

Tal ritual tuvo un origen práctico innegable, dado que la pesada armadura era
causa de incomodidades para un caballero que acababa extenuado por su uso. Al tiempo
que, tal acto posee un carácter simbólico notorio, es decir, se desarma, abandona la
dureza de su coraza con la cual guerrea y muestra su rango al mundo extramuros para
adoptar otras vestimentas más cómodas y abrigadas.
En pocas palabras podríamos decir que las armas nada tienen que hacer en el
cálido y sensual ámbito palaciego. Pero, por el contrario, el alimento tiene un rol
fundamental allí. Ciertamente, en una sociedad como la medieval, a una mala cosecha
de distancia de la hambruna, el dispendio de comida era un signo de riqueza y en última
instancia de nobleza y primacía social. Por tanto, las menciones a la abundancia de

122
alimentos y a las mesas bien servidas fueron profusas y detalladamente descriptas en
pos de exaltar a la nobleza de los participantes del banquete. 99
En el roman “Jaufré” encontramos una muy detallada descripción de los
alimentos servidos en esas cortes idealizadas en las que nunca “Nada de lo que un rico
hombre pudiera desear para comer faltó en la mesa…” (1998: 64). En ésta novela
occitana se menciona que en la corte del rey Arturo se sirvieron “… los caldos […]
[luego] grullas, avutardas y pavos, cisnes, ocas y capones, gordas gallinas y perdices,
panes blancos y buenos vinos; de todo había allí en abundancia y cada uno no se
ocupaba más que de comer”. (1998: 63 – 64). Otra detallada descripción en éste roman
relata que

… la cena fue dispuesta […] el botellero, apareció con cerca de veinte mil
donceles, todos vestidos de cendal bermejo, llevando en su cuello blancas
servilletas, suaves y limpias, y bandejas de plata con copas de oro: jamás se
había visto un tesoro parecido […] Jamás se había visto una corte servida con
tanta riqueza: sin mentir, bien os puedo asegurar que no es posible imaginar en
el mundo un jabalí o alguna comida extraña que no se encontrara aquí en
suficiente cantidad para que se comiera de ella cuanto se quisiera. Y los
juglares que se encontraban en el palacio tocaron con la viola canciones y lais,
danzas y cantares de gesta. Nunca se había visto fiesta igual. Todos
escuchaban a los juglares, de modo que dejaban los manjares para oírlos.
(1998: 278 – 279)

En esta cita apreciamos que no sólo la cantidad y calidad de la comida, de lo


cual nos ocuparemos en las páginas subsiguientes, era importante; por el contrario, la
manera de servir el alimento era de la misma importancia. Destacándose la calidad de
los materiales y la rapidez con que son realizadas las actividades preparatorios del
prometido banquete 100. Por ello, en el “Perceval” de Chrétien de Troyes, se dice que en
el castillo del Grial

99
Resulta interesante el hecho de que Chrétien de Troyes en “El Cuento del Grial” si bien recurre a
describir en algunos pasajes con lujo de detalles las mesas de la nobleza, en una ocasión plantea que “No
es preciso que haga relación de cuántos manjares hubo ni de su calidad, pues comieron y bebieron lo
suficiente, y ya no hablo más de la comida”. TROYES, C. y otros (2000), op. cit. p. 69. Quizás el rechazo
de Chrétien de Troyes a describir los manjares de la mesa responda a esta lógica, como la obra tenía por
fin el consumo de la aristocracia y estaba dirigido a un conde no era necesario describir la comida, a
diferencia de aquellas obras que tenían un público más amplio, en las cuales era necesario poner en
conocimiento del público lo que se servía en un banquete a fin de que fuera efectivo el mecanismo
discursivo que buscaba la exaltación de la nobleza. Aun así no puede obviar la mención del estereotipo
del banquete para destacar la importancia del señor.
100
Tan importantes eran estas actividades en las cortes medievales que han sido dejadas por escritos en
recetarios junto con las indicaciones referidas a la preparación de los alimentos. Por ejemplo, en el mundo

123
…el señor ordena a los pajes dar el agua y poner los manteles. Lo hacen los
que debían y acostumbraban hacerlo. El señor y el muchacho se lavaron las
manos con agua caliente templada y dos pajes han traído una ancha mesa de
marfil, y la historia atestigua que era toda de una sola pieza. La mantuvieron
un momento delante de su señor y del muchacho, hasta que llegaron otros dos
pajes que traían dos caballetes. Los caballetes estaban hechos de una madera
que tenía dos virtudes muy notables, pues sus piezas duran siempre, porque
eran de ébano, una madera que nadie espera que se pudra ni se queme, ya que
no hay miedo que ocurra ninguna de estas dos cosas. La mesa fue montada
sobre estos caballetes, y se puso el mantel. Pero ¿qué diría del mantel? Ni
legado ni cardenal ni papa comieron nunca encima de uno tan blanco. (1998:
97)

El servicio 101 era de vital importancia para mostrar el rango del señor al cual se
servía y la primacía del mismo antes sus compañeros de banquete. Esto se expresaba en
pequeños pero simbólicos gestos como el que relata Rupert de Nola en su “Llibre del
Coch”, particularmente en el apartado “De como se an de poner las viadas enla mesa”:

Enla mesa lo primero que se deue poner esel salero. y luego los paños de mesa.
et los cuchillos: y esto acabando de lauarse el señor: et quitada la tauaia en
que se enxuho las manos con vna muy gentil reuerencia de rodilla bien fecha/
en vn plato poner el pan. y el paño de mesa. y vn cuchillo besando le si es señor
de titulo aquien se deue hazer salua. et si comen otros caualleros a su mesa/
poner a cada vno su paño de mesa: et pan sin hazer reuerencia a ninguno
dellos sino solo al señor: saluo si comiessen conel algún hiio/ o hiios
mayorazgos de algunos grandes: porque a estos tales seles deue hazer
reuerencia: y seruir los platos cubiertos (Nola, 1529: f. 8)

En efecto, en pequeños, codificados y, en apariencia, insignificantes ritos, se


demuestra el rango del señor, como así también su generosidad cuando renuncia a su
primacía en la mesa al compartirla con su huésped, como en el caso que encontramos en
el “Perceval” de Chrétien de Troyes. El champañés nos dice que Goornemant de Goor
era un “… prohombre que tenía ricas estancias, hermosas y grandes, y buenos
servidores; y la comida, buena, agradable y bien preparada, estaba dispuesta” (2000:

ibérico peninsular encontramos el “Llibre del Coch” del Maestre Rupert de Nola, quien se encontraba al
servicio de Fernando I, rey de Nápoles. Según expresa Nola “… el qual libro/o tractado: se contiene
alguna manera de doctrina acerca del seruicio: et delos seruidores/ et officiales delas casas delos reyes et
grandes señores: et caualleros: et otras personas de menos estado: et la manera del guisar delas viandas et
potages: et salsas…” NOLA, R. de (1529); Libro de Guisados, Manjares y Potajes. Logroño [Facsímil] f.
1 – f. 2v.
101
La Corte medieval necesitaba para su funcionamiento de un número considerable de servidores
especializados, de entre los que se destacan los relacionados a las artes gastronómicas y al servicio de los
alimentos, v. gr. Gislebert de Mons afirma que la condesa Requilda, junto con su hijo Balduino II, “…
instituyó en la corte oficios hereditarios: senescal, coperos, panaderos, cocineros, camareros y
porteros…”. MONS, G. de, op. cit. p. 7

124
69). Tanto la construcción, el servicio con el que cuenta como así también la
prodigalidad en la mesa nos están hablando del rango de éste señor, de éste prohombre,
que abre las puertas de su castillo a Perceval.
Sin embargo, en los preparativos de la comida no se resumen los ritos
vinculados al banquete, sino que también todo el mismo es una suma de ritos y
alimentos que se van trabando para brindar una lectura única de opulencia, poder y
abundancia. Por ello, el buen servicio que se le brinda a Gauvain en el Palacio
Maravilloso es un pasaje que bien puede ilustrar alguno de las actividades que se
desplegaban para generar un clima afable y cómodo a los caballeros:

Los donceles que afablemente le sirvieron la comida [a Gauvain] tenían, uno el


cabello blanco, otro entrecano, otro sin canas y los demás no tenían ni barba ni
bigote: dos de estos últimos estaban de rodillas ante él y lo servían, el uno
trinchando y el otro escanciándole el vino[…] Y la comida no fue breve, pues
duró más de lo que dura un día en los alrededores de la Trinidad; y antes de
que acabara era ya noche cerrada y oscura y se habían encendido gruesos
hachones. Durante la comida se conversó mucho, y en la sobremesa, antes de
irse a acostar, hubo muchas danzas y bailes de carolas (Chrétien de Troyes,
2000: 213 – 214)

Así, el tenue crepitar de las brasas, el buen servicio, las músicas emanadas de
flautas, tambores y laudes, junto con dances y conversaciones amenas generaban el
ambiente de sensualidad y afabilidad que el imaginario cortés tanto apreciaba. El
Palacio era el sitio donde se “… descansa con gran alegría y gran solaz…” (Chrétien de
Troyes, 2000: 228).
Mas, en un clima de tanto dispendio gastronómico y felicidad, la gordura era una
consecuencia inevitable para la mayoría de los aristócratas del periodo, sobre todo
cuando los años los iban privando de las actividades físicas de su juventud y los recluían
en los salones de la fortaleza. La gordura y la nobleza trabaron fuertes lazos y, por esto,
la delgadez física fue signo de una “flaqueza de corazón” que no se condecía con el
ideal de un buen caballero 102.

102
Sobre el particular el Delfín mencionado en “El arte del juglar” nos dice que los malos caballeros eran
“… flacos, perezosos y falsos…” y asegura que la falta de un “… corazón honrado y noble…” ha hecho
de los señores “… avaros, flacos y malvados…”. En ALVAR, Óp. cit. pp. 190 – 191.

125
En esas descripciones ideales de banquetes corteses, encontramos reiteradas
menciones a ingentes cantidades de carne 103, sobre todo aves de corral y silvestres,
ausentes en la dieta del campesinado 104, basada en vegetales y gachas, completada con
productos silvestres obtenidos de incursiones regulares a los bosques linderos a los
poblados. 105 Así lo manifiesta Chrétien cuando trata de transmitirnos la abundancia de
la que uno podía disfrutar en la sala palaciega del castillo del Grial

El primer alimento fue una pierna de ciervo con grasa y pimienta caliente.
Como bebida no les faltó vino claro, suave de beber en copa de oro. Un paje,
que había cogido la pierna de ciervo en pimienta y la había puesto en el plato
de plata, la trinchó delante de ellos y les ofreció los pedazos encima de un
pastel muy cabal […] En la mesa no se escatiman los manjares, que son
gustosos y agradables. La comida fue buena y sabrosa; aquella noche al
prohombre y al muchacho que estaba con él le fueron servidos alimentos
propios de reyes, condes y emperadores. Después de haber comido, los dos
hablaron y velaron; los pajes prepararon las camas y las frutas para la noche,
de las que había de gran precio: dátiles, higos, nueces moscadas, clavo,
granadas, y finalmente electuarios; jingebrada alejandrina, pliris, arconticón,
resumptivo y estomaticón. Después tomaron varias bebidas: pigmento sin miel
ni pimienta, viejo vino de moras y claro jarope. (Chrétien de Troyes, 2000: 97 –
98)

Queda de manifiesto en esta cita que las especias, eran tan importantes como el
consumo de carne para marcar el estatus, el rango de una mesa noble. Por un lado, ello
se debe al valor que tenían dentro de la economía europea medieval, producto de los
largos viajes que debían emprenderse para acceder a ellas. También su valoración puede
deberse a su fuerte componente aromático, que emanaba de los adobos, los caldos y las
bebidas, las más a base de vinos, dispuestos en la mesa señorial. Los aromas, ahora
perdidos para nuestra nariz, sólo podemos reconstruirlos cuando “escuchamos a los
muertos con los ojos”, frase famosa que titula una de las obras de Roger Chartier, es
decir al leer las páginas de los recetarios y novelas de la cortesía francesa. Pero para los

103
Riera i Melis apunta que la carne “…es una vianda imprescindible [para la aristocracia medieval]; ser
privado de ella constituye siempre una profunda humillación y uno de los peores castigos a los que se le
puede someter”. RIERA I MELIS, A. y otros (1991); Representaciones de la sociedad en la historia: de la
autocomplacencia a la utopía. Valladolid, Instituto de Historia Simancas p. 16.
104
Es por ello que cuando Chrétien de Troyes afirma: “Mi señor Gauvain fue servido con cuanto
corresponde a un prohombre” en la casa del barquero, tal servicio se compuso de “… chorlitos, faisanes,
perdices y toda clase de venados […] para cenar…”. TROYES, C. y otros (2000), op. cit. pp. 202 – 203.
Es decir, claramente apreciamos que este tipo de animales eran los indicados para un hombre de alto
rango.
105
Cf. RIERA I MELIS, A. y otros, op. cit.; MONTANARI, M., Alimentación en LE GOFF, J.;
SCHMITT, J. C. (eds.), op. cit.

126
hombres que se hallasen deambulando por la sala palaciega, la sensualidad, la
estimulación sensorial que estos alimentos provocaban en ellos debe haber sido un
elemento no menor para construir un estado de irrealidad. Por último, el palacio y sus
banquetes quizá puedan tener un fuerte nexo con las especias debido a que el arquetipo
palaciego, del que nos ocuparemos más adelante, proviene de historias, imágenes
desarticuladas de riqueza inimaginable, que los viajeros traían de las grandes ciudades
orientales donde la vida urbana jamás se vio interrumpida, de entre las cuales destacaba
la cercana, al tiempo que mítica, Constantinopla y otras más lejanas e imprecisas que
festoneaban el camino de la ruta de la seda y las especias hasta China.
Esa representación exuberante de un palacio probablemente haya sido importada
con los cruzados que llegaron desde Oriente y fomentado por la materia de Roma que
transmitía la grandiosidad y fasto de la Roma Clásica, imagen con la cual la nobleza
europea quedó fascinada al tomar contacto con ella en el Imperio Bizantino y, en
especial, en su capital, Constantinopla. Esa admiración se aprecia en las palabras de
Godofredo de Villehardouin al llegar con sus compañeros a esta ciudad en 1203:

Puedo asegurar que todos aquellos que nunca habían visto Constantinopla
antes, contemplaban muy atentamente la ciudad, nunca habían imaginado que
pudiera haber un lugar tan hermoso en todo el mundo. Contemplaron las
grandes murallas y las elevadas torres que la rodeaban y sus ricos palacios y
altas iglesias, tantas que nadie hubiera creído que fuera cierto si no lo hubiera
visto con sus propios ojos y considerando la longitud y anchura de esa ciudad
que reina sobre las otras (en Keen, 2008: 152)

La difusión, en la literatura cortés, de estas imágenes orientales de palacios


responde, según Maurice Keen, a un objetivo propagandístico, el desarrollar el gusto
por el lujo y la magnificencia en una aristocracia, como la europea occidental, muy
sobria en sus gustos y limitada en gastos suntuarios 106. Pero, ¿por qué se le dedica tanto
esfuerzo a transmitir al espectador/lector de éstas obras corteses la abundancia y
variedad de comidas? Pensamos que una descripción tan minuciosa de la comida,

106
“Así ayudaban a su auditorio a desarrollar la inclinación natural por el lujo y ostentación y también por
los libros y la erudición; y eso sucedía en una época en que el acelerado pulso del comercio entre Europa
y oriente, estimulado en gran medida por las Cruzadas, hacía más asequibles las costosas mercancías a
occidente, en una época que era testigo de las nuevas experiencias de la arquitectura y de los nuevos
progresos en el saber. Un mayor amor al colorido, un gusto por los nuevos vestidos, por los castillos
grandiosos y por los adornos del mundo cortés en general, aportó a la literatura algo que se echaba a faltar
en los cantares épicos y fomentó la distinción en la literatura y en la vida aristocrática y cortés”. KEEN,
M., op. cit. p. 155.

127
basada en la abundancia y variedad de carnes, sazonadas con infinidad de especias,
parecen responder más a una ensoñación, a una imagen paradisiaca, más gustosa de oír
por una persona famélica o que ha sufrido los rigores del hambre, como es el
campesinado 107 y la baja burguesía, que a una nobleza con una vida mucho más
disipada 108 y alejada de la inseguridad alimenticia constante 109. Asimismo, el exaltar el
poder de la nobleza a través de la alimentación 110 sería un mensaje fácilmente
comprensible 111 por parte de los sectores sometidos al poder de la nobleza 112. El temor a
morir de hambre tenía un peso no menor dentro del imaginario medieval, así lo entiende
María Aurora Aragón; para quien

107
“El régimen alimentario de los campesinos occidentales, en la Alta Edad Media, se caracterizaba,
pues, por una precariedad cuantitativa, la variedad de los componentes, la inexistencia de un alimento
básico y la monotonía de los platos, que consistían casi siempre en sopas de cereales secundarios,
legumbres enriquecidas con pequeñas cantidades de alguna vianda rica en proteínas”. RIERA I MELIS,
op. cit. p. 52. Esta descripción que Riera aplica a la Alta Edad Media es susceptible de aplicación con
matices a la realidad campesina de la Plenitud Medieval, ya que poco había cambiado en la vida de los
hombres que atados a la tierra repetían el ciclo natural en sus vidas generación tras generación.
108
En este sentido se pronuncia Mª Aurora Aragón al entender que “Para las clases más elevadas, esas
necesidades primitivas [un techo, ropa para combatir el frio, comida] se cubrían con relativa holgura y su
fin se centra en mantener su rango y hacer ostentación de su riqueza, obtenida del trabajo de los siervos”.
ARAGÓN, M. A., “Introducción”; PRADO, J. del, op. cit. p. 20.
109
De la misma opinión es Massimo Montanari, al decir que “La ecuación ≪poder=alimento≫ […] no
puede, evidentemente, tener un significado tal más que en una sociedad y en una cultura angustiada por el
problema del hambre cotidiana”. MONTANARI, M., Alimentación en LE GOFF, J.; SCHMITT, J. C.
(Eds.), op. cit., p. 17.
110
El ejemplo contrario lo encontramos en la descripción de la dieta semanal de Don Quijote de la
Mancha, legada a nosotros por don Miguel de Cervantes y Saavedra. Ese hidalgo menguado en riqueza,
fuerza física y juventud disponía de “Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más de las
noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos,
consumían las tres cuartas partes de su hacienda”. CERVANTES SAAVEDRA, M. de (2004); Don
Quijote de la Mancha. San Pablo: Alfaguara p. 27. Así, tanto la carne de vaca que, para la olla, era más
barata, como el salpicón, fiambre preparado con las sobras de la olla del mediodía; y los duelos y
quebrantos, posiblemente huevos con tocino o chorizo, nos hablan de una dieta muy lejana a la de los
banquetes ideales del imaginario cortés, lo cual se recalca con la rareza que significaba comer un
palomino, en el mejor de los casos una vez por semana. Es decir que, este caballero menguado en todas
las facetas que se esperaban de un caballero ideal encuentra su émulo en una mesa austera que permite
sobrevivir pero no regodearse en la abundancia.
111
Entre el modelo dietario monástico y el noble, el campesino “No cabe duda que, ante la disyuntiva, se
debía sentir mucho más atraído por el primero [el noble], que intentaría reproducir, a escala menor, en sus
comidas extraordinarias: en los banquetes nupciales o funerarios y en las alialae; sus escasos recursos
económicos le obligarían, sin embargo, a consumir, en los días ordinarios, una dieta mucho más parecida
a la monástica”. RIERA I MELIS, op. cit. p. 59.
112
“Las costumbres alimentarias tienden a transformarse en obligaciones sociales: el noble ha de comer
siempre mucha carne, bien sazonada con especias y otros condimentos, incluso en la madurez. Las
secuelas de esta dieta hipercalórica será, cuando por imperativo de la edad reduzca el ejercicio físico, la
obesidad, la hipertensión arterial, la discrasia urinaria y las inflamaciones articulares, enfermedades
reservadas a los miembros de las capas privilegiadas”. Ibíd. p. 17

128
El fantasma de la hambruna aterroriza a la sociedad medieval, de ahí toda una
mitología popular sobre las comilonas, cuyos ecos aparecen en la pintura y en
la literatura, desde la Novela de Renart, en la que los personajes tienen siempre
el estómago vacío y buscan incesantemente cómo saciarlo, hasta Rabelais, con
sus comidas pantagruélicas (Aragón en Prado, 2010: 20)

Así, la aristocracia y sus propagandistas utilizaron esa necesidad insatisfecha en


la mayor parte de la sociedad, latente en una mitología popular ancestral, para
fundamentar la superioridad del sector aristocrático utilizando un código que fuera
susceptible de su decodificación por parte del destinatario, el tercer estado. Prueba de
ello es el hecho de que se mencionen banquetes basados en una variedad muy amplia de
aves, las cuales al poseer la capacidad de volar se convertían en un alimento
“superior” 113, alejado de la rusticidad de la tierra, destinado al estamento “superior”.
Pero, también, las aves constituían un producto cárnico difícilmente consumible por el
campesinado, ya que, por un lado, optaban por mantener al ave con vida dado que era
una provisión garantizada de huevos, al tiempo que, por el otro, las aves de corral
constituían una parte del censo que el campesinado pagaba al señor del feudo.
No obstante, y es conveniente no olvidar esto, las imágenes de abundantes mesas
eran una elemento más publicitario que real hasta en las mesas de la nobleza ya que ni
siquiera ella podía mantener cotidianamente una dieta tan onerosa, limitándose en su
intimidad a alimentarse con productos sencillos cercanos a la dieta campesina. Ello
resulta interesante debido a que tal realidad, a diferencia de los banquetes, no fue
publicitada ni dada a conocer vox popili a través de las historias corteses, lo cual podría
responder al intento de no debilitar la imagen de poder y riqueza de las casas nobles 114.
Estas profusas descripciones sobre pantagruélicos banquetes consideramos que
condensan dos realidades de la vida cotidiana de los hombres del Medioevo. Por un
113
En las aves confluyen una serie de ritos y tradiciones de larga data en la sociedad europea, ritos
relacionados con el poder de la aristocracia y con el banquete a un tiempo. Al respecto, Johan Huizinga
expone que “Se hacen los votos en el momento del banquete y se jura sobre un ave, que es puesta sobre la
mesa y luego comida. También los normandos conocen esos votos que tratan de superarse unos a otros y
son pronunciados en la embriaguez que sigue a un banquete. […] Incluso esta forma se ha conservado
hasta la época borgoñona: el faisán de la célebre fiesta de Lila es un faisán vivo. Los votos se hacen a
Dios y Nuestra Señora, a las damas y al ave. No parece aventurado suponer que la Divinidad no es en este
caso quien recibe primitivamente los votos; de hecho hay muchos que sólo hacen voto a la dama y al
ave”. HUIZINGA, J. (1984); El otoño de la Edad Media. Estudios sobre la forma de la vida y del espíritu
durante los siglos XIV y XV en Francia y los Países Bajos. Trad. José Gaos. Madrid: Alianza Ed. p. 131.
114
Riera i Melis afirma que “Las clases altas se caracterizan, entre otras cosas, por el hecho de comer
mucho […] signo de vigor, de prestigio, de riqueza y de distinción. Un señor morigerado en la mesa es
indigno de la categoría de aristócrata”. RIERA I MELIS, A. y otros, op. cit. p. 16

129
lado, responden al intento de la nobleza de promocionarse y afianzar una imagen de
poder económico que reforzara el estereotipo, la fachada social 115, que se tenía del
sector aristocrático medieval 116. De la misma opinión es Riera i Melis, quien afirma
que: “La mesa constituye junto con el vestido 117 y las armas uno de los principales
elementos de que disponen las clases dominantes de la Alta Edad Media occidental para
realzar su rango” (Riera i Melis, 1991: 54). Quizá por ello la doncella de Belrepiere,
menguada en poder y riqueza por el sitio de su castillo, sufre la carestía en primera
persona, su poder menguado es directamente proporcional a su mesa empobrecida:

115
En efecto, la fachada social “… tiende a institucionalizarse en función de las expectativas
estereotipadas abstractas a las cuales da origen, y tiende a adoptar una significación y estabilidad al
margen de las tareas específicas que en ese momento resultan ser realizadas en su nombre. La fachada se
convierte en una <representación colectiva> y en una realidad empírica por derecho propio” GOFFMAN,
E. (1994); La presentación de la persona en la vida cotidiana. Trad. Hildegarde Torres y Flora Setero. Bs.
As.: Amorrortu p. 39. Mas, tal fachada no puede ser creada ex nihilo sino que debe moldearse para
adecuarla a la “… comprensión y expectativas de la sociedad en la cual se presenta…”; es decir, debe
recurrir a las creencias, las significaciones y representaciones que el pueblo posee y a través de los cuales
podrá decodificar el mensaje que la nobleza trata de difundir. Tal intento de mostrar superioridad y poder
por parte de la aristocracia se vio retroalimentada por la tendencia a idealizar a los estratos superiores,
tratando de emular sus costumbres en pos de ascender socialmente. Ibíd. p. 46
116
La nobleza al aferrarse a las dietas abundantes como un símbolo de su posición y poder se distanció
de los valores eclesiásticos, quizás conscientemente. Ello queda evidenciado en el contraste con los
valores transmitidos por la Iglesia, los cuales se convertían en reglas para los miembros de la clerecía.
Sirva de ejemplo lo resuelto en el Sínodo de Letrán de 1059, convocado por el papa Nicolás II, respecto a
la vida disipada que muchos hombres de la Iglesia manifestaban en su vida diaria, allí se estableció: “Los
eclesiásticos han de adoptar en la mesa una actitud morigerada, como conviene a su estado, y no
reproducir las pautas dietéticas de la nobleza”. Esas pautas dietéticas de la nobleza no contemplaban la
anorexia o el vegetarianismo, salvo como “… conductas indignas y reprobables de un miembro de su
condición”. RIERA I MELIS y otros, op. cit. pp. 38 – 39 y 54.
117
En lo que al vestido respecta, encontramos abundantes descripciones dentro de las historias corteses y
de la literatura vinculada a la caballería. Sirva de ejemplo la descripción que, a modo de crítica, Bernardo
de Claraval realiza de los caballeros que abandonan la sobriedad que la Iglesia recomienda para abrazar
las modas de la cortesía: “Cubrís vuestros caballos con sedas; cuelgan de vuestras corazas telas
bellísimas; pintáis las picas, los escudos y las sillas; recargáis de oro, plata y pedrerías, bridas y espuelas
[…] vosotros mimáis la cabeza como las damas, dejáis crecer el cabello hasta que os caiga sobre los ojos;
os trabáis vuestros propios pies con largas camisolas; sepultáis vuestras blandas y afeminadas manos
dentro de manoplas que las cubren por completo…”. CLARAVAL, B. de (2005); Elogio de la nueva
milicia templaria. Trad. Iñaki Aranguren y Anne – Hélène Suarez Girard. Madrid: Siruela pp. 43 – 44.
También las mujeres se ufanaban de la riqueza en el vestir, ello lo apreciamos en la imagen que Berol nos
transmite de la reina Iseo: “La reina llevaba vestido de seda; se lo había traído de Bagdad y estaba forrado
en armiño blanco; el manto y la túnica arrastraban la cola. Sus cabellos le caían sobre los hombros
trenzados con cintas de hilo de oro; una diadema de oro le rodeaba la cabeza; el color sonrosado, fresco y
claro”. RIQUER, I. (Ed.) (2001), op. cit. pp. 121 – 122. Para autores como Maurice Keen el origen de la
pompa y las vestiduras ostentosas en occidente tiene su origen, en la Plenitud Medieval, en “La riqueza
ritual de Cluny y la de las vestiduras y ceremonias monásticas, tuvo enormes consecuencias en la
imaginación de los nobles seglares e influyó en su fascinado interés por los ricos trajes y por el ritual que
vemos reflejado claramente en las novelas artúricas y en los esfuerzos de la nobleza por enriquecer con
espléndidas ceremonias la vida seglar de sus cortes”. KEEN, M., op. cit. p. 80

130
… aquí dentro sólo hay cinco hogazas que un tío mío, que es prior; hombre
muy santo y religioso, me envió para cenar esta noche y una tinaja llena de
vino fermentado. El único elemento que tenemos es un corzo que esta mañana
mató con una flecha uno de mis servidores. (Chrétien de Troyes, 2000: 76)

Triste panorama para la mesa ideal de cualquier noble, la ausencia de alimento


paraliza toda una estructura de servidores que sólo se justifican, en el ideal cortés,
cuando los recursos del noble le permiten brindar y brindarse una actitud dispendiosa.
Asimismo, en una situación de carestía tal, el amor o la cortesía no pueden florecer y
desarrollarse en plenitud, por eso Chrétien afirma que en el castillo reinó la alegría
cuando una fortuita tormenta trajo un barco de mercaderes con provisiones, “… pan,
vino, cecina y bastantes bueyes y cerdos […] tocino en gran cantidad, y trigo 118 para
toda la estación” (2000: 85), que los del castillo compraron “… tan caro como oséis
venderlo” (Chrétien de Troyes, 2000: 85). Así lo relata el champañés:

Cuando los del castillo vieron venir a los que llevaban las provisiones, ya os
podéis imaginar la gran alegría que tuvieron; y con gran celeridad prepararon
la comida […] Y los cocineros no están ociosos y los pinches encienden el
fuego en las cocinas para cocer la comida. Ahora ya puede deleitarse el
muchacho al lado de su amiga con toda tranquilidad; ella lo abraza y él la
besa, y el uno se regocija con el otro. La sala ya no está silenciosa, antes bien
hay en ella gran alegría y gran rumor. Todos están contentos por la comida,
que tanto habían deseado; y los cocineros se han dado tanta prisa que hacen
sentar a comer a los que tanto lo necesitaban (2000: 85 – 86)

Y, por el otro, tal carácter propagandísticos se ve reforzado por el hecho de que


las descripciones sobre espacios exteriores, a la vista de todo el mundo, sea más
detallada y completa, como en el caso de las defensas del castillo; mientras que el
palacio, ambiente excluido de la vista pública se define más por las funciones que
acoge 119 que por los rasgos arquitectónicos que lo definen, los cuales no estarían a la
vista del pueblo. No obstante, existen ejemplos de detalladas descripciones palaciegas
en la literatura en langue d’Oïl que nos remiten a arquetipos orientales, como se podrá

118
Los cereales son de amplio consumo por la población europea, tanto de la clase alta como de la baja,
pero de los cereales panificables el trigo es uno de los más débiles, esta fragilidad que por momentos se
trocaba en escases es posible que haya tenido que ver con el hecho de que su valor social se fuera
incrementando “… y acabó por triunfar en el campo teológico, [ya que] impuso en el siglo XII la
fabricación de hostias con harina de trigo”. MORSEL, J., op. cit. p. 92.
119
En “Jaufré” se nos dice que luego de oír misa, el rey Arturo y su corte “… se retiraron para el palacio,
con gozo, con alboroto y ganas de divertirse. Allí comienzan a entretenerse y cada uno cuenta lo que le
place: algunos hablan de amores y otros de caballería, de las aventuras que quisieran probar y de los
lugares donde podrían encontrarlas” ANONIMO; Jaufré, op. cit. pp. 53 – 54.

131
ver a continuación. Por ejemplo, el palacio del castillo de la Roca de Canguín nos lo
describe Chrétien de Troyes con las siguientes palabras, empezando por su entrada que
… era muy alta y sus puertas ricas y bellas, pues los goznes y los cerrojos eran
de oro fino, según atestigua la historia. Una de las puertas era de marfil, muy
bien cincelado por encima, y la otra de ébano, igualmente trabajada, y ambas
estaban iluminadas con oro y piedras preciosas. El pavimento del palacio era
verde, rojo, índigo y azulado, variado en todos los colores, muy trabajado y
bien pulido.
En medio del palacio había un lecho que no tenía nada de madera, pues
absolutamente todo él era de oro, salvo las cuerdas, que eran todas de plata.
Sobre este lecho no os cuento ninguna fábula: de cada uno de los lazos pendía
una campanilla, y por encima de él estaba extendida una gran colcha de
jamete, y sobre cada uno de los pies del lecho estaba engastado un carbúnculo,
que daban más claridad que cuatro cirios bien encendidos. El lecho
descansaba sobre cuatro figuras del perro que hacían ridículas muecas; y los
perrillos sobre cuatro ruedas, tan ligeras y movibles, que si alguien tocaba el
lecho un poco con un solo dedo, corría por allí dentro de un lado a otro. Así
era el lecho que estaba en medio del palacio, y a decir verdad nunca se hizo ni
se hará otro igual ni para rey ni para conde.
En cuanto al palacio quiero que se me crea que en él nada había que fuera de
yeso; sus paredes eran de mármol, y en la parte superior había unas vidrieras
tan claras que, si alguien reparaba en ellos, vería a través de sus vidrios a
todos los que entraban en el palacio así que franquearan la puerta. Los muros
estaban pintados con los colores más preciados y mejores que uno puede
imaginar y hacer, pero no quiero explicar ni describir todas las cosas. En el
palacio había hasta cuatrocientas ventanas cerradas, y cien abiertas. (2000:
205 – 206)

La riqueza que nos sobresalta al leer estas líneas es inmensa, nos sobresalta ese
espíritu versallesco de abundancia y pompa que contrasta con la realidad que vivían
muchos nobles, cuyo título era el bien más preciado que aún conservaban. En efecto,
muchos de ellos debieron abandonar sus castillos o contentarse con conservar sólo una
de sus fortaleza, lo cual se explica, según Thomas Bisson, porque “… después del año
1160 el costo derivado de la consolidación de los múltiples dominios de un castillo
empezarían a revelarse prohibitivos” (2010: 495). Entonces cuál es la razón de recurrir a
imágenes tan enjoyadas, cuando los nobles que consumían estas historias sabían de la
muy distinta realidad que sus compañeros de estamento experimentaban. Para Maurice
Keen, la lógica que subyace aquí es básicamente publicitaria: “Entre las cortes
aristocráticas del siglo XII había muchas idas y vueltas de mensajeros, aventureros,
trovadores y clientes en busca de protección caballeresca o erudita; y las noticias de

132
ceremonias fastuosas, reales o literarias, alimentaban el instinto por la emulación o la
imitación” (2008; 102 – 103)
Más allá de los materiales que tradicionalmente se usaron en la época para
levantar y consolidar las edificaciones, la representación del palacio demanda otros
materiales que reflejen el modo y el ideal de vida del imaginario cortés. El oro, la plata,
el marfil y el ébano, los mármoles, todo ello nos habla de un palacio que no sufre el
paso del tiempo y se yergue majestuoso al margen de los años. Este aspecto encontró su
conexión con la naturaleza cortesana del jardín, del cual nos ocuparemos detenidamente
en el próximo capítulo, dado que ambos plantean una realidad en apogeo perpetuo, que
escapa, cual Edén, a la vejez, la muerte, el deterioro o la enfermedad. Allí el placer es
rey, el propio Dios del Amor planteado como cúspide de la estructura del fine amor por
Andreas Capellanus, habita en un majestuoso palacio, y las jóvenes mujeres pletóricas
de bella, los abundantes banquetes que no encuentran fin, la música sensual que seduce
con sus notas, los aromas sutiles que aplacan el hedor de hombres y animales, que
moran más allá de los muros de la fortificación, cobijan al caballero que traspone el
umbral de sus puertas.
Mas, si tenemos presente que estas historias eran consumidas por sectores no
aristocráticos nos aborda una pregunta: ¿Cuál es el interés que encuentran estos sectores
en las historias que los juglares cuentan y recuentan hasta el cansancio en ferias y
poblados? Quizá ese interés de las clases populares por las costumbres de las elites
locales puede haber tenido vinculación con el hecho que las descripciones sobre
espacios exteriores, a la vista de todo el mundo, sea más detallada y completa, como en
el caso de las defensas del castillo; mientras que el palacio, ambiente excluido de la
vista pública se define, como ya hemos dicho, más por las funciones que acoge que por
los rasgos arquitectónicos que lo definen. En “Jaufré” se nos dice que luego de oír misa,
el rey Arturo y su corte

… se retiraron para el palacio, con gozo, con alboroto y ganas de divertirse.


Allí comienzan a entretenerse y cada uno cuenta lo que le place: algunos
hablan de amores y otros de caballería, de las aventuras que quisieran probar
y de los lugares donde podrían encontrarlas. (Anónimo, 1996: 53 – 54)

Es decir que el palacio no tiene dimensiones claras, sino funciones claras.


Ámbito de disipación, en el que la paz y la camaradería reinan. Es por ello que el

133
narrador del “Jaufré” se refiere al sitio donde se asienta la corte de Arturo como
Castillo, dominio sobre la tierra, pero al mencionar las fiestas que se desarrollarían en
los días subsiguientes la palabra castillo es reemplazado por Palacio (Anónimo, 1996:
62). En efecto, en el Palacio no hay poder que defender 120, nadie compite más que por
demostrar sus propios méritos ante el rey, la corte y las damas 121. En otro ámbito un rey
humillado por un noble hubiera tenido la obligación de reaccionar en pos de defender su
honor y en última instancia su poder, pero en el Palacio ello no ocurre. En el roman
“Jaufré”, Arturo es humillado por un mago y los caballeros al llegar al Palacio “… se
alegraron y rieron con la broma que el encantador había gastado ese mismo día a su
señor” (Anónimo, 1996, 63).
Del mismo modo, en “Castigo para celosos” los caballeros en consejo plenario
no dudaron un segundo en llamar cornudo al rey, “… don Vasco, que ruega y requiebra
a la señora cada día; y yo os digo que ella lo soporta tanto que, sin remedio, os van a
hacer cornudo” (en Alvar, 1999: 96). Es innegable que los caballeros podrían haber
elegido otra palabra para referirse a la situación del rey, pero directamente eligen esa, la
cual es humillante para cualquier esposo.
Este espacio interior además de por sus funciones se define, al igual que el
castillo, por las personas que moran en él. Un villano, sin modales ni cortesía, jamás
podría pisar este ámbito, templo del ideario cortesano. En el Palacio residía permanente
o transitoriamente la corte, por lo cual encontramos “… reyes, condes y duques”

120
El clima del Palacio es de relativa igualdad entre los nobles, aunque el rango del linaje nunca es dejado
del todo de lado, ya que en el servicio que se brinda en los banquetes el rango determina el trato que se
dispensa al comensal. No obstante, Maurice Keen afirma que las “Fiestas, torneos y el esplendor de las
cortes reunieron a hombres de tierras lejanas y también de variada posición en riqueza y nacimiento […]
se mezclan en la sociedad caballeresca en términos de igualdad”. KEEN, M., op. cit. p. 39. Por su parte,
Erich Köhler entiende que “… la función de la Tabla Redonda en el poema artúrico no puede dejar lugar
a dudas. Ella perfila la posibilidad de una relación ideal entre el rey y los grandes vasallos desde la
perspectiva de la sociedad feudal y una igualdad de rango paradigmática entre esos vasallos”. KÖHLER,
E., op. cit. p. 27
121
La generosidad y el ambiente afable entre iguales estamentales dentro del mundo cortés se aprecia en
múltiples pasajes de la literatura de la época. En el caso de las “Crónicas de los condes de Hainaut” se nos
relata que, en ocasión de una corte convocada por Federico I Barbarroja con el fin de ordenar caballeros a
sus dos hijos, Enrique y Federico de Suabia, “En su honor [de los príncipes imperiales] se recogieron
caballos, vestiduras preciosas y cantidad de oro y plata donada por ellos mismos y por los príncipes y los
otros nobles para pagar rescate de cautivos [en el torneo], para los cruzados y para los juglares y
juglaresas. Los príncipes y los demás nobles dispendiaban generosamente no sólo por sus señores, o sea
en honor del emperador y de sus hijos, sino también para engrandecer su propia fama y renombre”.
MONS, G. de, op. cit. p. 66

134
(Anónimo, 1996: 63), “… damas bien educadas…” (Anónimo, 1996: 127) y “… gentes
de muy diversas condiciones, caballeros, juglares y soldaderas” (Anónimo, 1996: 54 –
55); además de personas que realizan los trabajos de mantenimiento de la corte, “…
menestrales, burgueses y […] jóvenes cortesanos…” (Anónimo, 1996: 127).
Normalmente las descripciones del Palacio lo ubican en un sector protegido por
los muros de la fortaleza, como se nos narra en el “Jaufré” el ingreso de un caballero a
éste lugar:

… entra en el castillo. Mira alrededor de sí y contempla bellas edificaciones y


muchas galerías bien fabricadas […] hasta que entra en el palacio […] Divisa
después, delante de sí, en un rincón del palacio, una puerta ornada de flores
talladas y pintadas con muchos colores, de majestuoso porte y recubierta con
elegancia… (Anónimo, 1996: 169 – 170)

Como puede apreciarse no se pierde oportunidad en hacer referencia a los bellos


detalles y buen gusto propios del ambiente palaciego, pero la transición entre las
edificaciones del castillo y la entrada al palacio no se menciona. Ello se debe a que el
Palacio como edificación permanente no tenía existencia, sino que con este término se
hacía referencia a un espacio amplio y confortable, que formaba parte del complejo
edilicio llamado Castillo. Así, el ingreso o egreso del Palacio no estaría dado por el
trasponer un umbral ni puertas monumentales sino por el simple hecho de transitar de
una habitación a otra. A este respecto, el propio Chrétien aclara en el “Perceval” que
“… la reina se levantó y se dirigió al palacio…” (2000: 211). Asimismo, en el siguiente
fragmento del roman “Jaufré” encontramos una referencia similar:

… el rey ordena a Keu que traiga a la reina y que no quede en la cámara


ninguna servidora, dueña o doncella sin venir […] Keu le dice: Señora […] el
rey […] os manda que salgáis a oír un mensaje […] La reina se dirige al
palacio y se sienta al lado del rey Arturo… (Anónimo, 1996: 203)

En este caso, la reina se encuentra en otra dependencia de la planta noble, en la


cámara, y debe “salir”, lo que sugiere pasar de un ámbito más privado y recogido a uno
público, y “dirigirse” al palacio. También encontramos alusiones a que el Palacio
constituye una sala del castillo en “El Juicio de amor”. En él se dice que el señor Uc de
Mataplana estaba en su casa festejando con ricos hombres, “… comiendo, llenos de
alegría, con risas y fastos por toda la sala” (en Alvar, 1999: 149). Sala que era de una
considerable extensión, dado que según el narrador “… había mucha gente…” que

135
estaba distribuida “… aquí y allá…” (en Alvar, 1996: 149), dándonos la sensación de
una extensión considerable entre nosotros que junto con el narrador vemos la escena
desde “aquí” hasta donde se observan las últimas gentes, “allá”. Además esa sala podía
contener, además de muchas personas, juegos y muebles, ya que había personas que “…
jugaban a las tablas y al ajedrez, en las alfombras y en los cojines verdes, rojos, índigos
y azules” (en Alvar, 1999: 149).
Pero, hasta qué punto estas descripciones de los palacios como fragmentos del
paraíso o de un Valhala nórdico en el que los caballeros se deleitan los sentidos con
damas, comida, música y bebidas, se correspondía con la realidad. ¿Cuánto de
idealización cobijan estos relatos? ¿Por qué se evita mencionar como era físicamente el
lugar? ¿Qué fin tiene el resaltar las cenas pantagruélicas y las diversiones sin hacer
mención al clima, la luz ni los olores que allí se respiraban?
Pues, la causa parece ser que la situación no era tan paradisiaca como se nos
narra o cómo podríamos creer desde nuestra comodidad hogareña de principios del siglo
XXI. No obstante, para los campesinos que estaban dispersos o reunidos en poblados la
vida castellana, aparte de segura, tenía un confort que jamás podrían pensar para sí. El
campesinado medieval pasaba sus noches en chozas de materiales perecederos como la
madera y la paja, con una sola habitación que compartían y tenía múltiples usos, siendo
desde cocina, pasando por comedor y llegando a ser el dormitorio donde pernoctaba la
familia completa. En contraste, el castillo había ido mutando a lo largo de los siglos XI,
XII y XIII y especializando sus funciones. En efecto, surgen dependencias para el
almacenaje del alimento y la cocina, otras destinadas a la defensa, y un sector conocido
como planta noble en la que la familia tenía sus habitaciones y ámbitos de socialización.
Sin embargo, tal especialización no había hecho que el castillo dejara de ser un
hábitat de naturaleza colectiva (Fossier, 1988: 317). Robert Fossier en su obra “La Edad
Media…” rescata la descripción de un castillo europeo del siglo XII que es conveniente
traer a colación a fin de enmarcar las posibilidades reales de éste espacio. Así entre otras
dependencias, el castillo poseía una sala, un solier o lugar de reunión de la familia
donde dormían sobre jergones, los primos, criados y vasallos, en sí “Todos dormían,
unos en el suelo, otros en los lechos” (Riquer, 2001: 129), como se nos relata en el
“Tristán ruiseñor” de autor anónimo.

136
También contaba con la camera, habitación en la que duerme la pareja señorial y
se utilizaba para el coito con fines reproductivos 122. Es por ello que allí se encuentra el
lecho encortinado y a sus pies el baúl en el que se guardan los trajes, los títulos y
pergaminos, además del dinero. Sin embargo, existían casos en que ni siquiera el señor
del castillo contaba con una habitación exclusiva para sí y su pareja, resultaba ilustrativo
al respecto el modo en que se nos narra que Tristán pasaba la noche deseando estar con
la mujer que amaba, Iseo, de quien la separaban pocos metros; dice Berol que “Tristán
estaba asustado; entre su lecho y el del rey había el largo de una lanza y se le ocurrió
una idea muy insensata. Se dio a sí mismo que, si podía, hablaría con la reina mientras
su tío estuviera dormido” (2001: 71)
Es evidente que si bien las dimensiones arquitectónicas exceden por mucho la
solidez y medidas de las humildes viviendas campesinas, en lo que a amueblamiento se
refiere las diferencias no son tan tajantes. Los sirvientes y parientes de la familia siguen
pernoctando en ámbitos comunales y sobre jergones en el suelo; mientras que la pareja
señorial goza del privilegio de tener un lecho confortable, pero que como vimos en la
cita del “Jaufré” la cámara no forma parte del palacio y si del complejo castellano.
Asimismo, al margen del amueblamiento y calidad del hogar de la aristocracia,
todas estas habitaciones eran húmedas, frías e insalubres 123 por lo que se destinaba una
habitación, más cálida y seca por la presencia de fuego permanentemente, llamada
secretarium, para alojar a niños y enfermos; además de ser usada por las damas para
hilar y como ámbito de disipación al escuchar las zanfoñas, el salterio o las obras
trovadorescas. Las dimensiones de los castillos y palacios, además de su composición

122
Verdón plantea que la alcoba es el lugar donde se efectúa la unión de los sexos; pero para ser dignos
de hacer el amor en la cama, hay que merecerlo. En los romances corteses, las situaciones equivocas son
poco comunes. Sólo en Florimont de Aymon de Verennes y en Perceval de Chrétien de Troyes se ve al
héroe y la heroína juntos en la misma cama, sin que se conozca el desenlace de sus caricias. Para los
hombres de la Edad Media, el hecho de tener una mujer en su cama “bajo las mantas” es sinónimo de
amor carnal. VERDÓN, J., op. cit. pp. 147 – 148
123
Las dimensiones de los castillos, además de su composición pétrea, hacían imposible el regular su
temperatura por medio de la quema de madera, debido a lo oneroso de esta práctica. La única opción
disponible era el cubrir los húmedos y sombríos muros con tapices bellamente adornados que aislaban en
alguna medida de las inclemencias del tiempo. Recién a fines de la Edad Media el problema de la
calefacción se atenuará con la generalización de las chimeneas murales, pero en épocas anteriores se
recurría a medio menos eficientes como la circulación de braseros con ruedas y la colocación de esteras
sobre las baldosas de barro para atenuar el frío, junto a los tapices que aislaban los muros, aunque su
elevado costo los hacía escasos. Cf. PESEZ, J. M., “Castillo” en LE GOFF, J.; SCHMITT, J. C., op. cit.,
p. 124.

137
pétrea, hacían imposible el regular su temperatura por medio de la quema de madera; la
única opción disponible era el cubrir los húmedos y sombríos muros con tapices
bellamente adornados que aislaban en alguna medida de las inclemencias del tiempo.
En efecto, el frío al interior del castillo era un problema que difícilmente la
nobleza podía paliar sin quemar sus ingresos junto a la leña que les proveía el calor.
Hemos visto a lo largo de estas páginas como los salones donde se radica la corte se
distinguen por sus grandes chimeneas en las cuales la leña es permanentemente provista
a una hoguera que no se apaga. Mas, en algunos pasajes apreciamos como el frío y las
enfermedades que éste podía facilitar en el hombre es intentado paliar con el abrigo del
cuerpo desde el momento que el caballero es desarmado: “Al principio de la escalinata
[del castillo de Gornemant de Goor] se les acercó un solícito paje que llevaba un manto
corto con el que corrió a abrigar al muchacho para que después del calor, el frio no le
hiciera daño” (Chrétien de Troyes, 2000: 69). Al igual que con la comida, el calor es un
elemento de la descripción del palacio ideal que se lleva a la exageración en pos de
destacar la riqueza y el poder de quien mora en la vivienda bien calefaccionada. Por ello
Chrétien nos dice que, buscando agasajar a Gauvain “… la reina hizo hacer estufas y
calentar baños en quinientas cubas, e hizo entrar en ellas a todos los donceles para que
se bañaran con agua caliente” (2000: 228). Si tenemos en cuenta que la aristocracia
tenía dificultad para mantener calefaccionada de modo permanente una habitación
destinada a niños y enfermos, el hecho de que una reina pudiera hacer calentar
habitaciones y aguas en gran cantidad, no es un dato menor del poder de aquel monarca.
Ciertamente, vivir como noble requería unos recursos que cada vez menos
aristócratas podían permitirse. Maurice Keen sobre el particular afirma: “Vivir
noblemente requería un estilo determinado, pero caro […] Incluso se suponía que un
noble menor había de vivir en una buena casa con almenas y torreones que le dieran el
aspecto de un castillo, tener halcones y perros de caza y ser entendido en ello” (2008:
213 – 214). Los gastos no sólo estaban vinculados con el mantenimiento del palacio, los
servidores, y los banquetes; sino que, los elementos que apertrechaban al noble para ser
identificados como caballero eran sumamente costosos 124 y, en ocasiones, notoriamente

124
“Malcolm Vale calcula que en el siglo XV un hombre de armas francés tenía en su caballo de guerra el
valor del salario de casi un año y la cuarta parte de este salario en su armadura. En la mayor parte de los
casos ésta era una inversión privada”. En KEEN, M., op. cit. p. 309

138
ostentosos. Por ejemplo, “En 1297, Gerard de Moor, señor de Wessegem, poseía siete
caballos valorados en 1200 libras tornesas, es decir, que sus mejores caballos
representaban una inversión igual a los ingresos anuales de un caballero muy rico en
Inglaterra” (Keen, 2008: 309)
Tales excesos cometidos en pos de materializar el espíritu cortés eran vistos por
la Iglesia como cercanos al pecado de la soberbia. Bernardo de Claraval, en “Elogio de
la nueva milicia templaria” (1130) habla con duras palabras a los caballeros laicos:

Vosotros soldados, ¿cómo os habéis equivocado tan espantosamente, que furia


os ha arrebatado para veros en la necesidad de combatir hasta agotaros y con
tanto dispendio, sin más salario que el de la muerte o el del crimen? Cubrís
vuestros caballos con sedas; cuelgan de vuestras corazas telas bellísimas;
pintáis las picas, los escudos y las sillas; recargáis de oro, plata y pedrerías,
bridas y espuelas. Y con toda esa pompa os lanzáis a la muerte con ciego furor
y necia insensatez ¿Son éstos, arreos militares o vanidades de mujer? […]
Vosotros mimáis la cabeza como las damas, dejáis crecer el cabello hasta que
os caiga sobre los ojos; os trabáis vuestros propios pies con largas y amplias
camisolas; sepultáis vuestras blandas y afeminadas manos dentro de manoplas
que las cubren por completo (2005: 43 – 44)

Sin embargo, los eclesiásticos al servicio de señores laicos debieron conjugar los
valores corteses, en los que la riqueza funcionaba como pieza maestra, consumidos por
la aristocracia con los valores eclesiásticos que la Iglesia buscaba infundir al cuerpo de
los bellatores, tarea por demás compleja ya que en sus extremos se encontraban la
humildad mendicante y la pompa imperial. Sirva a modo ilustrativo la descripción que
Gislebert de Mons realiza de Balduino V de Hainaut, a quien pretende exaltar como un
modelo de nobleza, de él dice:

El conde Balduino V fue además espléndido en banquetes, su mansión se halló


siempre provista de honorables y magníficos manjares, reconoció y restituyó a
sus sirvientes sus cargos hereditarios y allá donde se hallase los llevaba
consigo con el mayor placer. Reunió, siempre a expensas propias o con los
beneficios dados a los caballeros probos, a todos los grandes en las
celebraciones de su magnífica corte y en los ejércitos formados para la guerra
o los torneos; y estos fueron siempre arengados en palabras torpes e indecentes
contra ellos. El conde Balduino V además, aunque se entregaba con gusto a los
placeres, acostumbraba asistir a los oficios divinos, a las misas y a las horas, y
tenía compasión por los pobres, a los que mandaba generosamente limosna de
su propia comida (1987: 44).

Así este conde aunaba en su grandeza, las virtudes y prácticas esperables en un


señor de su rango y posición, con un espíritu piadoso que tenía en cuenta la pobreza que

139
lo rodeaba y su sumisión ante Dios en el oficio religioso. Mas, en la aparente
congruencia de este discurso se aprecian grandes contradicciones, la vida noble es la
suma de la pereza, la gula, la soberbia y la lujuria; además de violentar los Diez
Mandamientos. Del mencionado contraste son conscientes los clérigos de la época,
Bernardo de Claraval dice que los Templarios, a diferencia de la nobleza cortés y
secular,

… se visten con lo que les dan y no buscan comida ni vestido por otros medios
[…] Se abstienen de todo lo superfluo y sólo se preocupan de lo imprescindible.
Viven en común, llevan un tenor de vida siempre sobrio y alegre, sin mujeres y
sin hijos. Y para aspirar a toda perfección evangélica, habitan juntos en un
mismo lugar sin poseer nada personal […] Nunca permanecen ociosos ni
andan merodeando curiosamente (2005: 48).

Hasta los juegos y las actividades cinegéticas son duramente criticadas y su


abandono exalta la figura de los Templarios, para este clérigo: “Están desterrados el
juego de ajedrez y el de los dados. Detestan la caza y tampoco se entretienen –como en
otras partes– con la captura de aves al vuelo” (2005: 49). Y las entretenciones
histriónicas son aborrecidas, en su planteo, por cualquier caballero probo: “Desechan y
abominan [los Templarios] a bufones, magos y juglares, canciones picarescas y
espectáculos de pasatiempo, por considerarlos estúpidos y falsas locuras” (2005: 49). Es
decir, el caballero cristiano es lo opuesto al caballero cortés en su visión, aunque
algunos clérigos más cercanos a la nobleza laica busquen aproximar ambos mundos.
No obstante, a pesar de las admoniciones eclesiásticas, la riqueza fue un
elemento constitutivo del ser y parecer noble; al punto de que el perder esos lujos era un
castigo merecido para actos como la infidelidad cometida por Iseo. Ciertamente, el
leproso Iván le reclama al rey Marco que le entregue a la reina Iseo, le dice

Ya veis que he venido con cien de mis compañeros; entréganos a Iseo y será
para todos; ninguna dama tuvo jamás un final peor. Señor, dentro de nosotros
hay un ardor tan fuerte que no hay bajo el cielo mujer que pudiera soportar ni
un solo día nuestro contacto (Berol en Riquer, 2001: 79).

Pero el ser corrompida en sus entrañas por la lepra, no es suficiente castigo en sí


mismo, sino que el leproso agrega

Contigo [rey], Iseo solía vivir con honor con pieles de veros y de martas y con
alegría; conocía los mejores vinos de las grandes bodegas de mármol oscuro.

140
Si nos la entregáis a nosotros, leprosos, cuando vea nuestras miserables chozas
y mire las escudillas y que tendrá que acostarse con nosotros, señor, y que en
vez de exquisitos manjares tendrá las sobras y los restos que nos dejan ante la
puerta, ¡por el señor que vive allí arriba, cuando vea nuestra corte verá tanta
miseria que preferirá morir que vivir! (Berol en Riquer, 2001: 79)

La pobreza que corrompe las costumbres cortesanas es un tormento tanto mayor


que la podredumbre que busca alimentarse de la carne de la reina. La miseria que
acecha más allá de los muros del castillo amenaza con devorar la vida de Iseo al punto
de clamar a los cielos que sus días se apaguen para librarse de un tormento sin igual,
merecido por caer de la gracia real, producto de su “pecaminosa” vida sexual con
Tristán.
Por último, mientras que en el Castillo, como estructura defensiva vinculado con
el poder y dominio de un personaje sobre un determinado territorio, es eminentemente
un ámbito masculino; por el contario, el Palacio no se puede concebir sin la presencia de
la mujer, es ella la que hace amable y gozosa la estadía en esa sala.
En efecto, es la mujer la que se ocupa de los caballeros que llegan al Palacio y su
ausencia es signo de que en ese ámbito algo extraño ocurre. Es por ello que el narrador
nos dice que en el castillo de Melián, puesto bajo el control del malvado caballero
Tablante de Ricamonte, no había en las galerías “… ninguna mujer…” (Anónimo, 1996:
170). La mujer es fundamental en todas aquellas actividades que dan bienestar al
caballero y muestra de la generosidad y opulencia del señor; rol que es pormenorizado
en la siguiente cita:

… vieron salir de una cámara una doncella, agradable, bonita y bella, que
traía un manto con el que Jaufré se cubrió y un cojín de seda […] para que se
apoyara. Luego, se sienta a su lado y hablaron a su entero solaz, hasta que les
avisaron para que se lavaran […] En cuanto Jaufré se levantó, ya estaba […]
la doncella junto a él para ayudarle a lavarse […] [luego] se han acercado a la
mesa, donde se han sentado […] la doncella se situó delante de Jaufré y le
sirvió con gentileza un pavo real asado que ella misma había trinchado […] [y
luego de comer] la doncella se dirigió a la cámara para preparar los lechos…
(Anónimo, 1996: 160)

Además, por las acciones corteses de la mujer se conoce la generosidad del


señor. Por ello le aclara, un caballero que acompañaba a Gauvain, a la doncella del
castillo

141
–Hermosa amiga, vuestro hermano os envía salud y os encomienda que este
señor sea honrado y servido; no lo hagáis de mala gana, sino de buen corazón,
como si vos fuerais su hermana y él fuera vuestro hermano. Procurad no ser
avara en hacer toda su voluntad, sino sed liberal, franca y amable. (Chrétien de
Troyes, 2000: 142 – 143)

Tal como se ha visto, la mujer cumple una función de dispensar los placeres y
holganza que caracterizan al Palacio como un ámbito cortés por antonomasia. Es ella la
que acompaña al caballero, lo hace sentir cómodo; lo cual es lógico debido a que la
mujer es el eje en torno al cual se construyó el imaginario cortés y es el fin último al que
se orienta el ideario cortés en su conjunto. En fin, la mujer convierte a los espacios de la
cortesía en general, en ámbitos femeninos con cuidados detalles orientados al caballero
que acostumbra a residir en ambientes de rustica masculinidad y toscos rudimentos de
vida.
Sin embargo, no cualquier mujer, en el ideal cortés, puede ser dispensadora de
los mencionados placeres. Si el caballero debía ser valiente, probo, honorable y,
tardíamente, cristiano; la doncella debía ser amable, instruida pero por sobre todas las
cosas bella, poseedora de una belleza juvenil que el tiempo nunca mengua. En las
descripciones ideales de la mujer cortesana se entretejen elementos de su naturaleza,
como el color de su piel, su altura o esbeltez con otros referidos a su riqueza y
refinamiento, tales como la calidad de sus prendas o las joyas que porta. Sirva de
ejemplo una descripción contenida en “El Cuento del Grial” de Chrétien de Troyes:

…la doncella se acercó más graciosa, más galana y más atractiva que gavilán
o papagayo. Su manto y su brial eran de púrpura negra, tachonada de oro, y
las pieles de armiño no estaban raídas. El cuello del manto, que no era
demasiado largo ni demasiado ancho, estaba orlado con cebellinas negras y
plateadas […] Iba destocada, y eran tales sus cabellos que el que los viera se
imaginaría que eran de oro puro por lo lustrosos y rubios. La frente alta,
blanca y lisa como si hubiese sido obrada a mano, y por mano de hombre
avezado a tallar piedras preciosas, marfil o madera. Cejas perfectas y amplio
entrecejo, y en la faz los ojos brillantes, rientes, claros y rasgados; tenía la
nariz recta y aquilina; y en su rostro mejor se avenían lo blanco sobre lo
bermejo que el sinople sobre la plata (2000: 74 – 75)

La dama es un palacio en sí mismo, bella, colorida, magnifica y ricamente


ornamentada. Pero hay ocasiones en que la fealdad femenina se aproxima a los ámbitos
palaciegos, aunque su presencia coagula el ambiente y nos pone sobre aviso a oyentes y
lectores que algo desgraciado ocurrirá prontamente. En una ocasión, según narra

142
Chrétien de Troyes, en el castillo de Carlión, vieron llegar a una doncella montada en
una mula leonada llevando en la mano derecha una zurriaga. Ésta al aproximarse dejó
ver, a quienes la observaban, su abominable aspecto. En efecto, dice el champañés

Esta doncella llevaba dos trenzas torcidas y negras; y si son ciertas las
palabras con que el libro las describe, nunca hubo nada tan rematadamente
feo, ni en el mismo infierno. Nunca habéis visto hierro tan ennegrecido como su
cuello y sus manos, y esto era lo de menos comparado con sus otras fealdades.
Sus ojos eran dos agujeros pequeños, como ojos de rata; su nariz era de mona
o de gato, y sus labios de asno o de buey. Sus dientes eran de un color tan
rojizo que parecía de yema de huevo; y tenía barbas como un buco. En la mitad
del pecho tenía una giba, y la espalda parecía un báculo; y sus caderas y sus
hombros eran muy adecuados para llevar el baile; y tenía uno joroba en el
dorso y las piernas, retorcidas como dos varas, muy adecuadas para abrir la
danza. (2000: 123)

La deformidad, esa imagen distorsionada de las bellas formas del cuerpo, aquella
corrupción de la naturaleza, nos recuerda la presencia del mal o del pecado. De la
misma forma que la bestia ladradora acosa al rey Arturo para recordarle el incesto
cometido con Morgana, a Perceval esta mujer se le presenta en el mundo de la cortesía,
el Palacio, para recordarle la falta cometida en el Castillo del Rey Pescador, el no
preguntar, cuando debía, a quien se servía el Grial. Este horrendo recordatorio de su
falta llevará a Perceval a sumirse en una especie de locura durante largo tiempo, lo cual
nos indica que la mujer, para ser cortés y para que el espíritu cortés more en la sala
trocada en Palacio, debe ser bella, joven y afable. De no ser así, esta dama pasa a ser un
recordatorio del mal, de algo que no funciona bien en el entorno de aquel caballero; y,
desde la incorporación del imaginario cristiano a las historias corteses, la fealdad fue un
signo de presencia demoniaca en el campo y la ciudad.
En suma, como el castillo es sinónimo de fuerza, el palacio lo es de belleza;
belleza protegida tras los muros del castillo que la deja existir y marca un límite de la
armonía y la belleza, límite que también lo es de la cortesía. Más allá de los rastrillos,
las barbacanas, fosos y muros se extiende el campo y, más allá, el bosque. Ámbitos de
rusticidad que carecen de la cortesía necesaria para que un noble desarrolle el ideario
cortés en su persona, salvo que en estos espacios puede desplegarse la faceta guerrera,
caballeresca del noble Así, como veremos en el siguiente capítulo la cortesía se

143
prolonga sobre lo rústico para dominarlo por la fuerza, mientras que la delicadeza de
modales se reserva para el Palacio y para una proyección botánica de la corte, el jardín.

144
Capı́tulo VII
La naturaleza ante el hombre: el Bosque y el Jardı́n como
espacios de la aventura y el amor.
La aventura sucede en el bosque
El bosque es el espacio de la incertidumbre (es el ≪no sabe adónde≫)
y por ello también el lugar del riesgo, donde el individuo se confronta
consigo mismo.
VICTORIA CIRLOT, Figuras del destino. Mitos y símbolos de la
Europa Medieval (2005)

Yonet […] se va solo sin compañía por un jardín que había al lado de
la sala y desciende por una poterna hasta que llegó derechamente al
camino en el que el caballero esperaba caballería y aventura.
CHRÉTIEN DE TROYES, El Cuento del Grial (2000)

L
a aventura es el motor y el medio por el cual el caballero alcanza gloria y
honor, la razón de ser se encuentra en la búsqueda de la aventura, la
Quête, que lo hará digno de recibir los placeres del amor cortés, y dará
gloria a su dama. La naturaleza indómita que festonea los muros del castillo es el tablero
ideal donde el caballero puede desplegar su juego de lid y muerte, donde moran las
fieras, los caballeros felones, las damas en apuros, los monstruos y demonios, es el
espacio de la aventura, de “las cosas que han de llegar”, de las situaciones inesperadas
que comportan algún tipo de riesgo. Mas, este es el único camino que el noble posee
para demostrarse miembro de la caballería, caballería y aventura, inextricablemente la
una de la otra lo esperan al caballero Yonet al trasponer la poterna del castillo. Vemos
en su camino que sale de la sala, pasa por el jardín, que es un naturaleza ordenada con
arte y armonía, pero solo se encuentra con la aventura en la naturaleza no domeñada, en
las vías de comunicación que tendían nexos entre las ciudades y los castillos que eran
puntos de referencia y coordenadas de sentido en el espacio europeo.
Resulta relevante el resaltar que la naturaleza per se no es un espacio apto para
que la aventura y la caballería se luzcan. El bosque y el jardín son dos lugares naturales
cargados y atravesados de sentido, pero la diferencia es clara entre ellos y radica en el
hecho de que la naturaleza dominada en el jardín se encuentra genuflexa ante el
imaginario cortés, la naturaleza muestra su faz más amable, el tiempo es bueno, la
naturaleza desborda en verdor y vida, los animales están al servicio del deleite visual y
sonoro, por ejemplo los pájaros, del hombre. En suma, el jardín es una prolongación
ajardinada del Palacio y se encuentra, al igual que éste, cobijado por los muros del
castillo.
Por el contrario, el bosque, se presenta, en el imaginario, ante el hombre vasto,
inconmensurable y terriblemente hostil, aunque en realidad, como veremos, el bosque
pleno medieval está incorporado al sistema productivo, complementando la producción
agrícola con alimentos y materias primas 125.

El bosque medieval: planteos generales

En efecto, el bosque, como veremos, es el espacio de la aventura. Así lo entiende


Victoria Cirlot al enunciar:

No en vano Chrétien de Troyes denominó en el Erec al bosque de la caza del


ciervo blanco la forest aventureuse, como si el atributo necesario del bosque,
su epíteto, fuera justamente el ser el lugar de la aventura; del mismo modo que
la aventura no puede ser otra que la aventura del bosque, según la expresión de
María de Francia: L’aventure de la forest, v. 170 del lai Guingamor (Cirlot,
2005: 42)

Asimismo, se opone a la vida cortesana, espacio de la colectividad, por su


individualidad, el caballero en singular combate se enfrenta a lo que la fortuna le
depare 126. Pero al margen de sus diferencias, es claro a todas luces que aquello que
atraviesa y une a los dos términos es la naturaleza, mas ¿Cuál es la representación que
de la naturaleza tiene el hombre del Medioevo? Sobre el particular, Cesare Ripa puede
indicarnos algunas líneas de análisis al exponer como debe representarse la Naturaleza
en el ámbito pictórico, que a fin de cuentas comparte con la literatura los recursos

125
Un elemento fundamental del sistema de producción medieval fue la asociación a partes iguales del
“… bosque y el campo, del bosc y el plain, de la ≪montaña≫ y la ≪llanura≫, del saltus y el ager, del
outfield y el intfield, como se ha dicho según los tiempos, los lugares y las lenguas”. FOSSIER, R. (1988);
La Edad…, op. cit. p. 264.
126
“Frente a la corte de Arturo, el espacio de la colectividad donde el individuo se encuentra integrado en
la sociedad y la cultura, se abre el espacio del bosque, que es donde se dirige el caballero que abandona la
corte.” CIRLOT, V. (2005); Figuras…, op. cit. p. 43.

146
alegóricos y las metáforas para referirse a conceptos abstractos o de difícil
determinación. Ripa nos dice que la naturaleza es representada normalmente como una:

Mujer desnuda, que aparece con los pechos hinchados por la leche, y sostiene
un buitre en una mano, tal como puede verse en una de las medallas de
Adriano, Emperador. La Naturaleza viene a ser, según la definición de
Aristóteles en el lib. II de la Física, origen y principio de la totalidad de las
cosas en las que se producen cambios y mutaciones, engendrándose por su
medio la totalidad de los seres y elementos corruptibles. (Ripa, 2007, T.II: 121)

En estas palabras encontramos una relación ambivalente con la naturaleza que se


refleja en estos dos lugares del amor cortés, el bosque y el jardín. La ambivalencia se
origina en la visión de la naturaleza como madre nutricia y sustento material del hombre
(“pechos hinchados con leche”) pero también es el ámbito en el que ronda la muerte,
recordándonos la finitud de la vida y la corrupción de toda la materia con un buitre que
espera alimentarse de los restos dejados por los seres ya corruptos por la muerte.
En efecto, ese sentimiento ambivalente del hombre hacia la naturaleza se
expresa en la literatura cortés, en todos sus matices, en el bosque como ámbito de
libertad y belleza pero también de peligro y vida dura. Así, lo natural es visto como el
espacio en el que acecha el peligro; “Peligro” que Cesare Ripa enmarca,
congruentemente, en un sitio silvestre al decir que siempre:

Se ha de pintar un joven que caminando por una senda llena de hermosas flores
y frescas hierbecillas habrá pisado una sierpe, la cual volviéndose, le ha de
morder en una pierna con gran rigor y fiereza. Junto a él y a la derecha se ha
de poner un precipicio, viéndose en cambio a la izquierda una corriente de
agua. Y ha de ir apoyado en una débil caña, mientras que caen del cielo unos
fuertes relámpagos (Ripa, 2007, T.II: 188)

El hombre frente a los elementos naturales se demuestra débil y desprotegido, en


trance de muerte a cada paso. Pero el bosque típico de las descripciones literarias sólo
existía en abundancia en la zona septentrional de Francia 127, mientras que en Occitanía
las zonas boscosas no eran tan tupidas. En efecto, saliendo de Aquitania, la masa
boscosa “… atravesaba el río Gerona […] [y] continuaba en las regiones del Loire […]
Al norte y al este del Sena […] [formando] una verdadera frontera…” (Verdon, 2006:

127
Refiriéndose al mundo del norte, al celta, “… Cristina Campo hablará del bosque como ≪figura del
destino≫, por su ≪extensión incalculable≫, por ≪la multiplicidad de senderos≫, con una luz que no es
propiamente ≪ni nocturna ni diurna≫, con la que atendía más a su carácter abierto que a su sentido de
coacción”. CIRLOT, V. (2005); Figuras…, op. cit. p. 29

147
17 – 18). El bosque era un espacio tan extenso para el imaginario medieval que Chrétien
de Troyes en “El Cuento del Grial” desliza el hecho de que, dada la extensión de la
floresta, Perceval. “… cabalgó desde la mañana hasta que declinó el día. Aquella noche
durmió en el bosque hasta que amaneció el claro día” (Chrétien de Troyes, 2000: 51
Verdaderamente, durante la Plena Edad Media, a pesar de las roturaciones, el outfield,
era imposible de mensurar dado que ocupaba la mayor parte del continente europeo 128,
destacándose los calveros donde la aldea podía organizarse, en un vínculo constante de
temor y necesidad con la masa arbórea circundante.
No obstante, para el siglo XII 129 ni siquiera en las zonas más boscosas, ese lugar
era tan peligroso como indicaba el imaginario que en torno a él se había construido y
como los textos literarios nos lo presentan 130. En este sentido, Fossier (1988: 19)
expresa que para encontrar bosques realmente peligrosos había que salir de las zonas de
producción del roman courtois en langue d’Oc y d’Oïl, del reino de Francia, e ir a las
zonas poco habitadas del Sacro Imperio.
Por su parte, y como dijimos anteriormente respecto de la naturaleza, el peligro,
más imaginario que real, del bosque convivía con una relación mucho más utilitaria del
mismo, proveedor de alimento y materiales de construcción a los hombres del
Medioevo. El bosque era un lugar a aprovechar en beneficio de los hombres, “… gran
reserva de materia prima, cada vez menos temida, cada vez objeto de mayores
apetencias […] [dado que] es el recurso menos incierto que ofrece la naturaleza”
(Fossier, 1988: 264).
La faceta utilitaria del bosque se manifestaba en múltiples actividades que iban
desde las pecuarias, allí pasta el ganado bovino y porcino, y cinegéticas, encontrándose
animales de caza mayor como jabalíes, corzos y corzuelas que estaban reservadas a los

128
Robert Fossier entiende que “… en ningún momento de la Edad Media central es posible determinar la
extensión del outfield, pero este se halla en todas partes…”.FOSSIER, R. (1988); La Edad…, op. cit. p.
264.
129
La foresta medieval se había visto menguar con las múltiples roturaciones de que había sido objeto
durante siglos, alcanzando el apogeo de roturaciones durante los siglos XII al XIV. La disminución del
área forestal durante esos siglos obligó a los monarcas a poner limitaciones a los emprendimientos
agrícolas desde el año 1100, a la vez que emiten reglamentos que protegen la flora, limitando la tala, y la
fauna, estableciendo zonas de reserva para la caza señorial.
130
Jean Verdon afirma que “… el bosque parecía ser un lugar realmente peligroso. Pero no lo era. En
primer lugar, los peligros surgían principalmente del imaginario. Suger afirma que la imagen del bosque
peligroso se basaba en gran parte en el evangelio […] [y] El mito persistía aun después de los
desmontes…”. VERDON, J. (2006); Sombras y luces de la Edad Media. Buenos Aires: El Ateneo p. 19.

148
nobles, hasta la recolección de frutos silvestres y setas que aportaban calorías a la magra
dieta campesina. Asimismo, del bosque se podía extraer miel, de colmenas silvestres o
artificiales, carbón, originado en la quema de madera en los calveros de los bosques, y
madera de construcción.
Ciertamente, todas estas actividades económicas no eran nada desdeñables en la
vida diaria de la sociedad europea medieval. Es por ello que Fossier considera que en el
sistema de producción de la Edad Media se daba una complementación, a partes iguales,
entre el bosque y el campo, entre el “… bosc y el plain, […] del saltus y el ager, del
outfield y el intfield…” (1988: 264). Aunque se debe aclarar que el rol nutricio de la
silva del que hemos hablado era menos preponderante en la Galia meridional que en la
septentrional. Es evidente que, no solamente el ager era valorado como un espacio
utilitario por los hombres medievales, también “Los espacios incultos (bosques, landas,
tierras pantanosas, prados en altura) ocupan un lugar esencial en la sociedad
medieval…” (Morsel, 2008: 222). El bosque, no solamente proveía madera para
construir y utilizar como leña, sino brindaba pasturas para los animales domésticos, lo
cual le otorgó una relevancia que derivó, para fines del siglo XIII en el conjunto de
Occidente, en“… la multiplicación de conflictos con las comunidades de habitantes y
los señores por el acceso al bosque” (Morsel, 2008: 222).
En consecuencia, la importancia del bosque para la economía medieval hizo
crecer los intentos de protegerlo, al tiempo que regular su uso por parte de la corona,
que lo reclama para sí. Sobre el tema, Thomas Bisson, en “La crisis del siglo XII",
explica que “Describir los bosques como un coto privado de los señores significaba
delimitar otro ámbito más para el ejercicio de un poder coercitivo sobre la gente, ámbito
que comenzó a ser blanco de las críticas en el siglo XII” (2010: 111), como veremos en
las páginas siguientes.
Por otra parte, la monarquía, durante el siglo XII, puso frenos a las
roturaciones 131 y talas abusivas, llegándose a prohibir la explotación de algunas zonas
muy afectadas al declararlas prohibidas. De entre ellas podemos mencionar los bosques

131
En esa época “… los árboles, refugio de genios paganos, de los monjes, santos y misioneros, se
derriban sin piedad. Cualquier progreso en el Occidente medieval se basa en la roturación, en la lucha y la
victoria contra la maleza, el monte bajo y, si es menester y el equipo técnico y el ánimo lo permiten, sobre
el bosque”. LE GOFF, J. (1999); Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval. Trad. Alberto
Bixio. Barcelona: Gedisa p. 111 – 112.

149
de Orleans, Marchenoir, Lyons e Yvelines. Asimismo se levantan cercados que limiten
el acceso a estos ámbitos anteriormente entendidos como públicos y por ello de libre
acceso y disponibilidad para todo hombre; tales medidas no fueron bien aceptadas por el
campesinado, que dependía del bosque para complementar su economía de subsistencia,
manteniéndolo como una reivindicación a lo largo de los siglos (Fossier, 1988: 264).
En el caso inglés, la conquista normanda fue un partidor de aguas tanto a nivel
político, como así también socio–económico, y en este estremecimiento los bosques y
su uso no permanecieron indiferentes al cambio. Esto no quiere decir que antes del año
1066 no existirán regulaciones o derechos sobre las zonas boscosas, el “… ámbito
forestal había quedado estrictamente relacionado desde la Alta Edad Media con la
soberanía temporal de reyes y emperadores mediante la reserva de la práctica de la caza
en los espacios en cuestión” (Morsel, 2008: 223); y, era tenido en cuenta como un
recurso valioso de la heredad 132. Pero a partir del cambio de dinastía en Inglaterra las
regulaciones no sólo se limitaron al ejercicio de la cacería, sino también a la existencia
del bosque mismo frente a las roturaciones y el avance de las tierras agrícolas.
Tal protectorado no fue una exclusividad inglesa, sino que encontramos la
misma situación en Francia y el Sacro Imperio; sirva de ejemplo el condado de Hainaut,
donde “El conde de Hainaut reclamó por el protectorado que ejercía en parte en los
bosques de Santa Wandrú y se le asignó el bosque de Mons en propiedad” (Gislebert de
Mons, 1987: 15)
Volviendo al caso inglés, el primer rey normando, Guillermo I el Conquistador,
como autor de las Forest law (Leyes forestales) modificó el uso y propiedad de los
bosques ingleses, al tiempo mantuvo los derechos reales que ya los reyes anglosajones
poseían pero que no ejercían en la práctica. Las Forest law se diseñaron para proteger a
los animales de caza (animales nobles como el corzo, el ciervo, el lobo y el jabalí), ya
que Guillermo era un aficionado a la cinegética, y a la vert, cubierta vegetal, que era su
hábitat, regulando aún las tierras de hombres libres que bordeaban el bosque.
Esta ley establecía como ataques contra la vert a la construcción de edificios en
la floresta y cercamientos de parcelas del bosque con fines agrícolas (purpresture), así

132
Por ejemplo, entre los bienes que se enumera en las “Crónicas de los condes de Hainaut” legados a una
iglesia se mencionan “… la villa y otras tierras en diversos lugares, cultas y yermas, bosques, prados,
aguas, siervos y siervas”. MONS, G. de, op. cit. p. 9.

150
como también la tala de árboles o la apertura de calveros, entre otras. Únicamente en las
perliues, tierras deforestadas linderas al bosque, era lícito practicar la agricultura; y los
ciervos que, saliendo del bosque, causaran daño en los campos, podían ser muertos por
los campesinos.
Estas medidas no fueron del todo bien aceptadas por una población autóctona,
sajona, que consideraba las mismas como un expolio de las riquezas comunales. En el
Policraticus, Juan de Salisbury irónicamente le habla a su interlocutor: “Habías oído
que las aves del cielo y los peces del mar son de todos, pues son del fisco, que reclama
el impuesto de la caza, vuelen por donde vuelen.” (2007: 53). Es decir, lo que era de
todos ahora era del estado, del rey, aunque el Génesis de la Biblia afirme que Dios al
momento de crear al hombre le dijo

He aquí que os doy toda planta seminífera que existe sobre la faz de la tierra
entera, y todo árbol que contenga en sí fruto de árbol seminífero: os servirá de
alimento; y a toda bestia salvaje, toda ave del cielo y todo cuanto serpea sobre
la tierra, cuanto encierra en sí espíritu vital [señaló] por alimento toda hierba
verde (1985: 5)

Pero, en la visión de Salisbury, esta regulación arrebataba la posesión comunal


que Dios había otorgado a los hombres para su subsistencia al tiempo que impedía la
productividad de las tierras de cultivo, protegiendo animales e impidiendo las
actividades económicas. Así lo expone duramente este eclesiástico de origen sajón:

Los agricultores son apartados de sus campos, mientras que la fieras tienen
libertad para ir de un lado a otro. Para que a éstas se les aumente el pasto, a
los agricultores se les quitan los campos de cultivo, los sembrados a los
colonos, los pastos comunales a los pastores de ganado mayor y a los de
ganado menor, se quitan las colmenas de los campos con flores; a las mismas
abejas apenas les está permitido servirse de su natural libertad (2007: 53)

Sin embargo, los reyes pronto tomaron consciencia del valor de sus privilegios
sobre la foresta. A cambio de ingresos, podían otorgar a la aristocracia local derechos
para que pudiera practicar las actividades cinegéticas propias de su estado. Pero
también, a los campesinos con fines productivos. De entre los privilegios y excepciones
a la letra de la ley que podían obtener los campesinos destacan el eslover, derecho de

151
extraer leña, el pannage 133, derecho de pastura para porcinos, el turbary, derecho para
cortar turba, además de derechos de cosechar productos silvestres.
Mas, para hacer efectiva tal regulación no era suficiente con promulgarla, se
necesitaba un cuerpo de funcionarios dedicados a tal fin. El encargado de hacer cumplir
el Forest law era el Guardián (Warden), un oficial real en jefe. Tal función era por lo
general ejercida por un magnate que la delegaba a su vez en un diputado. El poder
delegado por el rey, en la práctica, era ejercido por los Guardabosques (Foresters) y los
guardabosques menores (under – foresters), quienes en persona estaban encargados de
preservar los bosques y los animales de caza, al tiempo que aprender a los delincuentes.
La presencia de los foresters en los bosques ingleses era tal que hasta son mencionados
en el Tristán de Berol: “Tristán era un excelente arquero, sabía muy bien tirar el arco y
Governal le había robado uno a un guardabosques que lo llevaba y también dos flechas
emplumadas con las puntas de acero” (Berol en Riquer, 2001: 80). En síntesis, existía
un aceitado sistema de funcionarios y leyes que buscaban restringir el uso y la
extracción de recursos del bosque.

El bosque del imaginario medieval

Pero, en el imaginario medieval el bosque nunca había dejado de ser un espacio


temido y mágico. Era el equivalente al desierto bíblico para los hombres de la Europa
Occidental 134, un no man’s land. El bosque es el desierto occidental y así lo concibe
Chrétien de Troyes en “El Cuento del Grial”; Perceval en su peregrinar penitencial
transcurrió cinco años, al término de los cuales, “… sucedió que iba caminando como
solía, por un desierto, armado con todas sus armas, cuando encontró a tres caballeros”
(2000: 149). Hasta este punto uno podría tener aún la duda razonable sobre a qué tipo de
desierto se está refiriendo, vegetal, de arena o de hielo, pero solo necesitamos avanzar
un poco más en el relato de esa situación para clarificar las dudas en la respuesta que los
caballeros le dan a Perceval, intrigado por la procedencia de este grupo, ellos le dicen:
133
En Flandes encontramos que los animales salvajes conviven con los domesticados en el bosque, donde
ambos pastan tranquilamente. La crónica elaborada por Gislebert de Mons así lo manifiesta en uno de sus
pasajes: “El conde de Flandes permaneció dos días en Hasmonquesnoit acampando en el bosque que
llamaban Petit-Gay, repleto de gamos y de vacas…”. MONS, G. de, op. cit. p. 73.
134
El bosque es el desierto, “En él se refugian los adeptos voluntarios o involuntarios de la fuga mundi:
ermitaños, enamorados infieles, caballeros andantes, bandoleros y proscritos”. LE GOFF, J. (1999); Lo
maravilloso…, op. cit. p. 112.

152
“Señor, de aquí cerca, de un prohombre, de un santo ermitaño que habita la floresta”,
para luego agregar “… el que quiera ir debe seguir derechamente este sendero, por el
que hemos venido, a través del bosque tupido y denso, y tener en cuenta las ramas que
con nuestras propias manos anudamos cuando pasamos” (2000: 150).
En las palabras de estos caballeros podemos apreciar que aquel desierto es una
marea vegetal en la cual hay riesgo de perderse si no se sigue el sendero y las
indicaciones. Explícitamente el bosque es un desierto en el que habitan ermitaños,
émulo vegetal del de arena y rocas con que contaban los santos varones del Oriente.
También Berol entiende al bosque como un desierto al decir sobre Tristán e Iseo:
“¡Señores!, mucho tiempo vivieron así, en lo más profundo del bosque; mucho tiempo
estuvieron en este desierto” (Riquer, 2001: 81)
En las mentes medievales era persistente el temor al “allá absoluto”, a las
llanuras incultas, tierras de monstruos y aparecidos, a lo indeterminado y confuso que
en sí conformaba un “no lugar” de tránsito, sin origen ni fin. El celebérrimo Jacques Le
Goff se refirió al tema en “Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval”:

La imaginación medieval apoyada en un folclore inmemorial convierte en


monstruos a estos lobos devoradores […] De todos los bosques salen hombres
lobos y lobos duendes, en los que la imaginación medieval confunde a la bestia
con el hombre medio salvaje. A veces el hombre oculta monstruos más
sanguinarios aún, legados a la Edad Media por el paganismo […] así, por
encima de aquellos terrores reales, los bosques se transforman en un universo
de leyendas maravillosas y terroríficas (1999b: 113 – 114)

La floresta, ámbito indefinido es inconmensurable, es el lugar ideal para que los


monstruos y demonios moren sin ser vistos por los hombres que merodean las afueras
de la reserva real de cacería, pero también es un ámbito idóneo para la penitencia 135 y la
huida, la fuga mundi de los monjes y anacoretas, como en el caso del ermitaño que
encuentra a Perceval en su viaje o el sacerdote al que Jaufré recurre cuando es derrotado
por el espíritu diabólico que señorea un bosque. Además, en el encuentran cobijo los
forajidos, los amantes ilícitos y los hombres caídos de la gracia regia. En esta última

135
El rey Artús entiende como todo un sacrificio el abandonar las comodidades palaciegas, salir al medio
natural, al bosque, y pernoctar en él hasta no encontrar a Perceval. Verdaderamente, tal promesa la
formula en una reunión de su corte convocada en invierno; y antes sus caballeros jura “… por mi señor
San David, al que ora y reza en Gales, no dormiré dos noches seguidas en cámara ni sala hasta que se
sepa si vive en mar o tierra, y partiré para ir en su búsqueda”. TROYES, C. y otros, op. cit. p. 113.

153
categoría se encuentra el padre de Perceval y su desgracia fue la causa de que éste
famoso caballero se criase lejos de la corte, entre rústicos y animales. En efecto, el
padre del joven, herido de una pierna, abandona la corte tras la muerte del rey
Uterpendragón: “Vuestro padre tenía esta morada aquí, en esta Yerma Floresta; no pudo
huir, pero apresuradamente se hizo traer aquí en una litera, pues no supo otro sitio en
que refugiarse” (Chrétien de Troyes, 2000:5).
Por su parte, los amantes también recurren a un parapeto arbóreo para librarse de
la ira de un marido herido en su honor, más aún si este marido es el rey como en el caso
de Tristán e Iseo. Estos amantes ilícitos, afirma Berol, “Están en el bosque de Morrois y
pasan la noche en un monte y Tristán se siente allí tan a salvo como si estuviera en un
castillo amurallado” (en Riquer, 2001: 80).
En contraste, esa misma desmesura que aterra, también puede provocar en el
hombre la virtud y la sabiduría místicas. Es por ello que ermitaños y hombres santos
eligen al bosque como lugar de residencia y como signo de abandono del mundo y sus
placeres. Asimismo, Paul Zumthor (1994: 68) entiende que el bosque, como desierto, no
ofrece al hombre un espectáculo del vacío, propio de los desiertos de arena o de hielo,
sino de la plenitud terrorífica, el caos.
Por su parte, la única alusión a dimensiones aproximadas de un bosque en las
obras del Amor Cortés consultadas la encontramos en la chantefable “Aucassin et
Nicolette” (1998), producción anónima del siglo XIII, que relata como Nicolette luego
de escaparse de la ciudad de Beaucaire se haya cerca del “… bosque […] que tenía bien
treinta leguas de ancho y otras tantas de largo…” (Anónimo, 1998: 61). Esta mención
probablemente haya tenido por fin generar en el oyente la idea de lo terrorífico que se
presentaba ante los ojos de la joven, la posibilidad de entrar en esa selva que superaba
ampliamente el centenar de kilómetros de largo y de ancho. Si para nuestros medios de
transporte modernos el atravesar esa distancia es algo considerable, mucho más lo era
en aquella época, a lomo de caballo o a pie por senderos irregulares y sin ninguna
señalización o guía; sin contar el peligro constante que significaba el deambular sin
protección por esos umbrosos caminos. Tales complicaciones para andar entre los
matorrales del bosque son experimentados por Aucassin cuando se interna en busca de
su amada:

154
Aucassin andaba por el bosque de camino en camino, y el caballo diestro le
llevaba muy deprisa. No penséis que las zarzas y los abrojos le habrían de
desanimar. De ningún modo, pero le desgarran sus vestidos de tal modo que
apenas se puede hacer un nudo con los trozos que le quedan intactos, y la
sangre le corre por los brazos, las ijadas y las piernas, en cuarenta heridas o
en treinta, de forma que detrás del joven se podrían haber seguido las huellas
de la sangre que caía en la hierba. (Anónimo, 1998: 70)

Esa sensación de miedo será tan persistente en el imaginario que ni siquiera las
roturaciones, que hirieron de muerte al caos boscoso de la Alta Edad Media, menguaron
el temor que por el sentían los hombres. El bosque real no contaba para la imaginación.
En ese ámbito la foresta era un espacio mítico, opresivo por su volumen, devorador,
poblado de bestias feroces, en el que reina la oscuridad y es estéril porque carece de
función concebible. El bosque no es un lugar siempre amable, generoso como los
ámbitos de la cortesía, sino rudo; no da nada, hay que tomarlo por la fuerza. Es el sitio
donde se despliega la locura y el salvajismo, aunque en ocasiones el bosque puede
mostrar una faceta amable y bella de la naturaleza, aunque siempre efímera.
En verdad, es posible hallar pasajes en las obras del fine amour que nos
describen un verdadero locus amoenus 136, v. gr. Chrétien de Troyes afirma en el
“Perceval”:

Era el tiempo en que los árboles florecen, la hierba, el bosque y los prados
verdean, los pájaros cantan dulcemente su latín por las mañanas y toda
criatura se inflama de alegría […] Por la dulzura del tiempo sereno quitó el
freno al corcel y lo dejó que paciera por la verde hierba fresca (2000: 43)

Asimismo, allí habitaban criaturas peligrosas “… bestias salvajes y serpientes”


(Anónimo, 1998: 62), y, a sabiendas de ello, un barquero aconseja a Gauvain “… venid
a albergaros hoy en mi casa, pues no os haría ningún bien quedaros en esta ribera,
porque es una tierra salvaje llena de grandes maravillas” (Chrétien de Troyes, 2000:
202). Además, en estas tierras se pueden encontrar gigantes, como el que Aucassin halla
en su travesía, el cual no podía volver a la ciudad porque había perdido los bueyes de su
amo y de regresar sin ellos su vida peligraba hasta que éste joven le da el dinero
necesario (1998: 70). También existen menciones a gigantes en el roman “Jaufré”, sirva

136
Mª Aurora Aragón define al locus amoenus como “… un paraje umbrío y hermoso, con árboles,
prados, fuentes y arroyos; flores, cantos de aves y brisas perfumadas lo completan”. En PRADO, J. del,
op. cit. p. 37

155
de ejemplo la descripción que realiza un hombre santo que vivía en una iglesia en un
calvero del bosque:

La vieja tenía como marido a un jayán malo y descortés, que había asolado
toda esta tierra, en una jornada alrededor, aquí y allá, río arriba y río abajo,
tanto que no podía encontrarse en ella más que bosque y malos caminos,
zarzas, espinos y praderas. Tan muerto y yermo quedó todo que sus habitantes
se marcharon y huyeron a otras tierras, porque no podían sufrir las guerras
que este jayán les hacía, ya que nadie se le escapaba. (Anónimo, 1996: 182)

Nótese que este gigante con su acción maligna provoca la expansión del bosque,
lo que significa la expansión del caos y de la tierra yerma, símbolo de que el mal anida
en ese sitio. Asimismo, junto al gigante se encuentran otras criaturas míticas como el
enano, al que se lo describe como un

… pequeño y feo, rechoncho, tripudo y engreído, con una enorme cabeza; sus
cabellos, lisos, le caían por la espalda y sus cejas, de largas, parecían cubrirle
los ojos. Su nariz, deforme, era tan desproporcionada, que por sus agujeros
hubiera podido meterse los dos pulgares, sin hacerse daño; sus labios eran
gruesos y bezudos, y los dientes enormes y desmedidos; los largos bigotes le
colgaban sobre la boca, y la barba, desordenada, le bajaba más allá de la
cintura. Su horcajadura apenas medía un palmo desde el talón hasta la
entrepierna. Su cuello era gordo y apelmazado, tan corto que casi ni parecía
tenerlo. Sus brazos eran tan diminutos que ni siquiera podía agarrárselos por
detrás; las manos, en fin, como las de un sapo (Anónimo, 1996: 88)

La imagen deforme y grotesca que el narrador nos muestra de éste enano lo hace
parecer casi inhumano, un ser que en su deformidad avisa a quienes lo ven que no es de
fiar, y que junto al gigante, en su desmesura son imagen viva del pecado. Téngase en
cuenta que ésta es la primera vez que mencionamos el pecado dentro del imaginario
cortés y ello se debe a que, en su origen, esta literatura era eminentemente laica y buscó
diferenciarse de los valores de la Iglesia tomando para si las tradiciones que el vulgo
había conservado oralmente. Pero, el roman “Jaufré” del que se ha extraído la cita, si
bien se compuso en occitano, muestra a las claras una influencia de la literatura en
langue d’Oïl. Así, la mayoría de las escenas que se encuentran en la obra y los
personajes con los que se topa el protagonista se desprenden del ciclo artúrico,
especialmente de la producción de Chrétien de Troyes. Éste escritor en una de sus
últimas producciones, “El Cuento del Grial”, introduce al cristianismo y a sus valores
en el desempeño y taxonomía de los caballeros. A partir de ese momento, los

156
continuadores del ciclo del Grial determinarán que Lancelot, el mejor de los caballeros
del rey Arturo, nunca podrá tener acceso al Grial porque pecó al engañar a Arturo con
su esposa la reina Ginebra. Esto que en el imaginario cortés era lo esperable, el mejor
caballero debía cortejar a la mejor de las damas, pasa a ser un pecado imperdonable.
Es por ello que en el “Jaufré”, se muestra al bosque como un lugar que, al
margen de ser el hogar de seres míticos, también alberga a espíritus malignos, a los
diablos y acólitos de Lucifer. En éste novela en tres oportunidades se hacen presentes en
el bosque dos espíritus malignos de gran poder a los que los caballeros con su fuerza
humana no pueden enfrentar, debiendo recurrir a la gracia divina.
El primer encuentro ocurre en las primeras páginas de la novela, en el bosque de
Brocelandia entre el rey Arturo y un animal extraño que se conoce dentro del imaginario
artúrico como la bestia ladradora, símbolo del incesto de Arturo con su media hermana
Morgana. En esa ocasión Arturo escucha los gritos de una mujer desesperada, que ve
como un animal extraño devora su trigo, por lo cual el rey va en su auxilio hasta llegar a
un molino. Luego el narrador nos dice:

El buen rey se acercó a mirar y vio a la bestia espantosa y fiera. Observó sus
rasgos: mayor que un toro, velluda, de color rojizo, el cuello largo, la cabeza
desproporcionada, con una hilera de cuernos y ojos saltones, los dientes
salidos y el hocico aplastado, las patas largas y los pies enormes; no era más
alta que un gran morillo […] El rey, al ver que la bestia no se inmutaba, pensó
que no sería un animal salvaje […] con las dos manos, agarra los largos y lisos
cuernos de la bestia; tira de ella, la sacude y la retuerce. El rey poseía una
gran fuerza, pero ni siquiera logró tambalearla. Pensó, entonces, alzar su puño
para golpearla en medio de la cabeza, cuando se dio cuenta que no podía
despegar sus manos de los cuernos, por mucho que tirara de ellas; parecía que
se les habían pegado a ellos. Cuando el animal comprendió que lo tenía bien
apresado, se puso en marcha llevando al rey colgado de sus cuernos, todo
desesperado y furioso. La bestia salió del molino con él y emprendió su camino,
con parsimonia y sosiego, atravesando la floresta, por los lugares que le
placían […] prosigue hacia la más alta cima que había visto; allí, inclina su
cabeza y deja al rey suspendido sobre el abismo (Anónimo, 1996: 57 – 59)

La escena culmina con todos los caballeros desvestidos, debido a que han tenido
que colocar sus ropas en una pila para tratar de amortiguar la posible caída del rey. Pero
la bestia al ver que le era imposible matarlo lo suelta y se convierte en un mago que se
presenta ante el rey y los caballeros, todos humillados en su dignidad al andar desnudos
por el bosque.

157
La segunda vez que nos encontramos con un espíritu maligno es en el bosque
cercano al castillo de Melián. En esa foresta y cerca de una iglesia se le aparece un
caballero vestido de negro a Jaufré. El encuentro se narra de la siguiente manera:

De pronto, un caballero armado, tan negro como el carbón, igual que su


caballo, su lanza y su escudo, avanza hacia Jaufré con toda decisión y lo
golpea [haciéndolo caer; cuando Jaufré se incorpora para atacarlo] […] ya no lo
encuentra ni lo ve ni sabe hacia qué parte se ha ido […] [Al montarse vuelve a
aparecer y al caer del caballo desaparece. Así siguieron hasta que el sol se puso,
momento en el que Jaufré decide] seguir a pie hasta la capilla […] [, mientras
continua peleando; pero los golpes de espada de Jaufré no hacían nada al
caballero que se recomponía al instante, así estuvieron toda la noche hasta que
el hombre que vivía en la iglesia, cansado del ruido que le impedía dormir] se
levantó y fue a coger sus armas, aquellas con las que debía defenderse del
diablo y de su mesnada: la estola, el agua bendita, la cruz y el cuerpo de
Jesucristo, y se dirige hacia los que estaban toda la noche luchando con tanta
furia, rociándolos con agua bendita y cantando los salmos. El caballero cuando
lo vio venir se retiró de él y emprendió la huida… (Anónimo, 1996: 178 – 181)

Por último, la tercera escena en que vemos que en el bosque habitan seres
malignos se ubica casi al finalizar la novela. En este momento vuelve a aparecer el
mago que, convertido en una bestia maligna, ya había secuestrado a Arturo al comenzar
la novela; pero ahora se ha transformado en un ave gigante que aprisiona al rey y lo
lleva entre sus garras

…hasta un bosque espeso que se extendía a lo largo de más de veinte leguas, y


en el que nadie, hombre, mujer o niño, se atrevía a entrar por miedo a las
serpientes, los leones, los jabalíes y otras fieras salvajes que tenían allí su
guarida (Anónimo, 1996: 282 – 283)

Así, el bosque pasa a ser un desierto en el que el diablo espera a sus víctimas
para tentarlas o vencerlas y la Iglesia tiene el deber de ingresar en ese mundo para llevar
la presencia de Dios a las tierras yermas y malditas. El narrador remarca el carácter
maligno de esos seres al colorearlos con el rojo, que si bien es un color de dignidad y
realeza, también lo es de lujuria y lascivia. También el negro es un color relacionado
con aquello malo y extraño.
Además, en contraste con el jardín, donde moran bellas damas, en el bosque es
posible encontrarse con las imágenes corruptas, pobres y envejecidas de la femineidad
tan idolatrada en el imaginario cortés. Por ejemplo, en “El Cuento del Grial” podemos

158
apreciar esta situación detalladamente descripta a través de los ojos de Perceval que se
posan sobre un maltrecho palafrén, a saber:

Parecía que lo habían cansado y mal alimentado, como se hace con caballo
prestado, que de día se le cansa mucho y de noche se le cuida poco. Así parecía
aquel palafrén, que de tan flaco temblaba como si estuviese aterido. Sus crines
estaban peladas y las orejas le caían; los mastines y los dogos esperaban de él
carnaza y pasto, pues sólo tenía el cuero encima de los huesos. Llevaba una
silla de montar en el lomo y un cabestro en la cabeza muy en consonancia con
el animal. Lo montaba una doncella, la más miserable que jamás fuera vista.
No obstante, si hubiera ido compuesta hubiera sido muy hermosa y gentil, pero
iba tan desastrada que en las ropas que vestía no había palmo sano, y por los
rotos le salían del seno los pechos. De cuando en cuando iba remendada con
nudos y gruesas costuras; y su carne parecía desgarrada por un rastrillo, pues
la tenía agrietada y requemada por el calor, el viento y el hielo. Iba descubierta
y a cuerpo, y en su rostro había feos surcos producidos por sus lágrimas, que
sin detenerse en su camino le había descendido hasta el seno y por debajo de la
ropa llegaban fluyendo hasta las rodillas. (Chrétien de Troyes, 2000: 107)

No obstante, para el imaginario caballeresco y cortés el bosque no se reduce a un


ámbito de pecado, sino que permanece como el lugar de la aventura, el narrador del
“Jaufré” nos habla de “… las aventuras que se encuentran en la floresta…” (Anónimo,
1996: 60). Es el sitio en el que demostrar sus habilidades, aunque se vean obligados a
abandonar las armas que los caracterizan, espada y lanza, para muñirse del arco con el
fin de practicar la caza. Esta actividad era tan gustosa para algunos aristócratas que la
practicaban en todo sitio donde tuviesen ocasión, así lo ilustra la actitud de Gauvain,
dice Chrétien: “Y mi señor Gauvain contempla el río, las tierras llanas y la floresta,
llenas de venados, y, mirando a su huésped le dice: Por Dios, huésped, me gustaría
mucho morar aquí para ir a cazar y venar en la floresta frente a nosotros” (2000: 210).
A tal punto resulta un disfrute la cacería que el no poder practicarla es
equivalente a sufrir un gran sacrificio, como queda plasmado en la conversación de
Gauvain con su huésped, quien le aclara:

… aquel que Dios ame tanto que le conceda que aquí le llamen amo […] le
será ordenado no salir nunca más de estas mansiones con razón o sin ella. Por
ello no es conveniente que habléis de cazar ni de venar, porque tenéis que
residir aquí dentro para siempre y no salir fuera un solo día (2000: 2010)

Quizás este requisito que le exponen a Gauvain para ser un señor elegido por
Dios tenga relación con las críticas que la Iglesia realizaba al gusto por la cinegética,

159
pero en la respuesta del caballero queda claro cuál es la opinión de la aristocracia laica
sobre dicha prohibición. Aun disponiendo de los placeres sensoriales que brinda el
palacio, Gauvain enérgicamente le responde:

Callad, huésped […], que si os oigo hablar más, me quitaréis el juicio. Sabed
bien que no podría vivir siete días aquí encerrado: me parecerían siete veces
veinte años, si no saliera en todas las ocasiones que quisiera (2000: 210)

En las palabras de Gauvain podemos apreciar claramente la importancia que esta


actividad tenía en la cotidianeidad de la nobleza; importancia que nace de la relaciona
muy cercanamente que posee con la utilización que la aristocracia realiza del bosque.
En efecto, las Forest law buscaron proteger, en Inglaterra, al bosque pero no con fines
necesariamente ecologistas, sino por entender que el mismo era el paño verde donde se
encontraban los animales trofeo que un noble debía cazar. En efecto, las actividades
cinegéticas cumplen una función tangencial al momento de definir la fachada social del
noble, dado que es una actividad inherentemente laica y por ello la Iglesia la criticará
con dureza. Juan de Salisbury, en el Policraticus, pregunta “¿Qué tenemos que ver tú y
yo con la profesión de cazador? […] aunque muchos son los miembros de un cuerpo, no
todos sirven para hacer lo mismo, sino que cada uno tiene su propia función” (2008: T. I
– IV: 54). El noble, para Salisbury, ningún beneficio obtiene de una actividad tan
pedestre y afeminada 137 que lo aleja de sus verdaderas obligaciones sociales y llegan a
ser “enemigos de la naturaleza”, así lo expresa:

Algunos han llegado a una locura tan grande por culpa de esta vanidad [la
cacería] que se hicieron enemigos de la naturaleza, se olvidaron de su propia
condición, despreciaron el juicio divino al someter a la imagen de Dios a
rebuscados suplicios en venganza de las fieras. No tuvieron miedo de perder
por un animalillo al hombre a quien redimió con su sangre el unigénito de
Dios. (2007, T. I – IV: 52)

Asimismo, rechaza con dureza las regulaciones que los reyes han puesto sobre
esta actividad, arrogándose privilegios para realizar una actividad que no es propia de su
condición y que al tiempo impiden realizar a personas de condición inferior que

137
Juan de Salisbury critica la cacería como una actividad frívola y perniciosa diciendo que “Quizá
pusieron a una diosa como patrona de los cazadores porque no quisieron deshonrar a sus dioses con esta
molicie, o más bien, malicia.”. SALISBURY, J. de (2007); Policraticus o de las frivolidades de los
cortesanos y de los vestigios de los filósofos. Traducción y notas José Palacios Royán. Málaga:
Universidad de Málaga Libros I – IV p. 46.

160
necesitan de la caza para sobrevivir. Esta crítica parte de un análisis del pasaje del
Génesis anteriormente citado, y a partir de lo allí contenido Salisbury amonesta a los
nobles en su obra:

La temeridad humana se atreve a reclamar para ella ante la mirada de Dios las
fieras, que son de la naturaleza y se convierten en posesión legítima de quienes
las capturan; estableció el mismo derecho para todas en cualquier lugar en que
se encuentren, como si hubiese ceñido todas las cosas con la red de su encierro.
Y lo que más te sorprenderá: a veces es delito, según la ley, preparar trampas a
las aves, tenderles lazos, atraerlas con melodías o con la flauta o atraparlas
con cualquier clase de trampa; y se pena con la confiscación de los bienes o se
castiga con la pérdida de algún miembro, o de la vida (2007, T. I – IV: 52 – 53)

Es descarnada la crítica que este eclesiástico realiza a la aristocracia normanda


que arrasa con el sustento del pueblo en pos de darse a una actividad infecunda e
impropia del rango que en el orden divino les ha tocado a los aristócratas. Además, deja
expuesta una faceta sin oropeles de la vida noble, los aristócratas salen al campo para
evitarse los gastos que una vida inspirada en los principios del fine amour le reclaman,
los grandes banquetes, los ricos trajes enjoyados y la generosidad a la que está obligada
el señor para con sus huéspedes se exceptúan con el argumento de ir de cacería a la
rusticidad del medio natural:

La caza es vana y muy laboriosa, y nunca compensa con el provecho de sus


resultados los daños de sus gastos, aunque muchos cazadores la practican
para, con ese pretexto, hacer mayores ahorros, estar poco en su casa, más
veces en mesa ajena, evitar a la muchedumbre mientras dan vueltas por
bosques, desfiladeros y lagos, vestidos con ropas más bien vulgares, contentos
con alimentos frugales, mientras a sus consortes y criados, a los que consume
la debilidad de los ayunos y afligen los sufrimientos de la desnudez, a quienes
agota un trabajo inmoderado, los consuelan con la apariencia de placer, o más
bien, de vanidad (2007, T. I – IV: 49)

Sin embargo, lo que la Iglesia veía como una actividad afeminada y frívola, para
la aristocracia tenía otra clave de lectura. Los aristócratas practicaban esta actividad
para demostrar la virilidad y valentía de que disponían, al tiempo que, para algunos
historiadores, era una muestra de sometimiento de la naturaleza a la voluntad del señor
local y del monarca en última instancia. En efecto, Joseph Morsel se pregunta “¿Cómo
apropiarse de un espacio por definición (y voluntariamente) no humanizado?” (2008:
223); para luego responderse que el recurso es la caza, la cual “… era concebida como
un medio de manifestación de la primacía local, un medio de apropiación del espacio

161
afectado” (2008: 223). Para él esta es la única razón de ser de practicar esta actividad
con tal afición, ya que

No puede ser considerada como una práctica alimenticia (la arqueología


demuestra la muy débil participación de las piezas cobradas en la dieta
aristocrática), ni como un ≪deporte≫ o un ≪entretenimiento≫ (noción que
sólo tiene sentido en nuestra sociedad, en relación con la noción de
≪trabajo≫, totalmente intransferible a la sociedad preindustrial); ni siquiera
como entrenamiento militar (el equipamiento y los objetivos resultaban
totalmente distintos) (2008: 223)

En efecto, en la cinegética observamos más que un carácter funcional o lúdico


un carácter cuasi–ritual en el que el cazador es loado por sus compañeros de armas. Juan
de Salisbury nos ha legado una interesante descripción de las actitudes de los
aristócratas tras cobrar una presa, dice:

Tal vez con tan grandes preparativos apresará a un infeliz animalillo, un tímido
lebrato. Si el esfuerzo de las cazadores brilla con una presa más gloriosa, un
ciervo o un jabalí, se produce un aplauso insoportable; saltan de alegría los
cazadores, la cabeza de la presa y los despojos más nobles se llevan delante de
los triunfadores: podrías creer que ha sido capturado el rey de Capadocia y
que así los cornetas y los trompetas proclaman la gloria de la victoria.
La captura de una hembra impone un silencio sepulcral, lo mismo que si es
abatida una presa noble más por engaño que por destreza de los que la
acechaban. Si cae un cabrito o una liebre, se considera que no hay razón para
la gloria del triunfo. (2007: 46 – 47)

Y más adelante agrega:

Pero, ¿cómo escapan los nuestros de la muestra de escarnio cuando, con un


tumulto mayor, con una solicitud enfermiza y con un gasto más importante,
creen que hay que declarar una guerra solemne a las bestias? Sin embargo,
persiguen más blandamente a aquellas con las que el género humano entabla
justas enemistades a causa de su maldad. El lobo, la zorra, el oso y cualquier
otra fiera más dañina descansan con la muerte de otro animal, y no temen
ejercer su acostumbrada maldad delante de los cazadores (2007: 47 – 48)

En las palabras de Salisbury vemos como las cabezas de los animales, junto a
sus piezas nobles son puestos delante del cazador para encabezar su desfile triunfal; al
tiempo que deja entrever la existencia de un escalafón en el valor de las piezas cobradas,
escalafón que según su criterio no responde a la malicia del animal en cuestión, sino a
representaciones en las cuales la nobleza proyecta sus atributos. Respecto a esta
jerarquía simbólica, Joseph Morsel apunta:

162
La caza por excelencia es la del ciervo, que sustituye en el siglo XII al jabalí en
la jerarquía de las cazas aristocráticas. Se había producido así un completo
cambio de la situación que prevalecía en Roma, donde se despreciaba al
ciervo, perezoso, frente al jabalí, lleno de coraje y peligro (2008: 223).

Tal cambio en la ponderación de las bestias de la foresta responde a las


propiedades cinegéticas del ciervo, agrega Morsel, “Precisamente por ser muy perezoso,
resistente e imprevisible se convierte en la presa por excelencia, ya que la caza no se
concibe tanto como la muerte del animal, sino como una persecución, una búsqueda”
(2008: 224). Ello podemos apreciarlo en la siguiente situación de cacería contenida en
“El Cuento del Grial”:

… advirtió [Gauvain] al pasar unos venados que pacían en los lindes de una
floresta […] sin demora [Yonet] le entrega el caballo y la lanza. Se pone en
persecución de las ciervas, y les dio tantas vueltas y les engañó con tantos
ardides, que atrapó una blanca en un zarzal y le dio de través en el cuello con
la lanza. Pero la cierva salta como un gamo y se le escapa, y él la persigue y
está a punto de alcanzarla, y la hubiera alcanzado si su caballo no hubiese
perdido totalmente la herradura de una de sus patas delanteras. (Chrétien de
Troyes, 2000: 141)

Para Morsel,

Cazar al ciervo significa por tanto deambular larga y ruidosamente 138 (gritos
de los batidores, ladridos, toques de cuernos…) por un espacio forestal, en
compañía de señores vecinos y/o amigos (justamente aquellos ante los que
podía resultar imprescindible afirmar el poder sobre ese ámbito) […] desde
mediados del siglo XII, en Francia, aparece como una práctica señorial…
(2008: 224)

También en el “Tristán” de Berol se encuentran menciones a la cacería del


ciervo, aunque también a la del jabalí que ya había quedado menguada en importancia
cuando Chrétien elaboró sus obras cumbre. Pero en el momento en que esa obra fue
tomando forma aún ambas cacerías convivían. De la cacería del ciervo Berol dice que

138
No es común que se haga hincapié en las historias corteses en el sonio de las situaciones, sino como
accesorio de las imágenes, pero en el Cuento del Grial de Chrétien de Troyes se menciona que Perceval,
a causa de lo tupido del bosque, no puede ver pero si oye el ruidoso cabalgar de los caballeros: “…oyó
venir por el bosque a cinco caballeros armados, equipados de todas las armas. Y muy gran ruido hacían
las armas de los que llegaban, pues a menudo chocaban con ellas las ramas de las encinas y de las jaras.
Las lanzas entrechocan con los escudos como de las lorigas”. Tan ruidoso espectáculo presenció el joven
Perceval que pensó que sólo podía tratarse de una procesión demoníaca. TROYES, C. y otros (2000); El
cuento del Grial y sus continuadores. Trad. Martín de Riquer e Isabel de Riquer. Madrid: Siruela p. 43.

163
Tristán toma el arco y entra en el bosque, ve un corzo, empulga y dispara; lo ha
herido en el flanco derecho, brama, da un brinco hacia arriba y cae al suelo;
Tristán lo coge y se lo lleva (en Riquer, 2001: 80)

Y es un buen cazador, porque

En el bosque mata muchos ciervos, ciervas y corzos; en el lugar en que


acampan allí mismo los asan en un buen fuego; y en cada lugar sólo pasan una
noche (Berol en Riquer, 2001: 83)

Pero este celebre caballero no sólo es diestro para darse a la caza del corzo, sino
que también valiente para darle batalla al jabalí:

El día anterior, estando Tristán en el bosque, un gran jabalí le había herido en


la pierna y le dolía. La herida había sangrado mucho y para desgracia suya la
venda se le había desatado (Berol en Riquer, 2001: 71)

El peligro reaparece aquí, como en la descripción realizada por Cesare Ripa, en


un medio natural, en el bosque. Mas, el bosque también brinda los medios para superar
aquellos transes en los que se pone en riesgo la vida. En la representación de la foresta
aún perviven el carácter sanador que los celtas le otorgaban, estas situaciones se
deslizan con naturalidad en el relato cortés. Sirva de ejemplo el caso de Gauvain, quien
“… sabía mejor que nadie curar heridas, y vio en un seto una hierba muy buena para
quitar el dolor de las llagas, y la cogió.” (Chrétien de Troyes, 2000: 160). Luego le dice
a la doncella, que se encontraba junto con el caballero yaciente:

Traigo una hierba que me figuro que lo aliviará mucho y que en cuanto lo note
le quitará parte del dolor de las llagas. Dicen los libros que no existe hierba
mejor para poner sobre las heridas, pues afirman que tiene gran virtud, que si
alguien la adhiere a la corteza de un árbol entero, a condición de que no esté
seco del todo, las raíces se recobrarán y el árbol quedará de tal suerte que
dará hojas y flores. (Chrétien de Troyes, 2000: 193)

Por su parte, la regulación de las Forest law también se ocupan de los animales
que pueden utilizarse en la cacería y quien podía ingresar con ellos al bosque. Por
ejemplo, los habitantes del bosque inglés tenían prohibido el poseer perros ya que
podían verse tentados a cobrar algún animal reservado para el señor. En efecto, hay dos
animales muy vinculados con la caza, exceptuando al caballo presente en todas las
situaciones de la vida caballeresca, estamos hablando del halcón, encarnación de la
cetrería, y el perro, y así lo podemos comprobar en la mención que se hace en el

164
“Jaufré”: dos jóvenes, en los bosques, “… cazaban con gavilanes y llevaban bracos y
lebreles…” (Anónimo, 1996: 156 – 157).
Ciertamente, ambos animales son mencionados en las historias corteses en
diversos pasajes; el halcón resalta en la historia de Perceval por ser el causante de unas
de las escenas más famosas del roman, escena en la que éste caballero viendo las gotas
de sangre de una oca sobre la nieve recordó dulcemente la rosada faz de su amada. La
descripción que realiza Chrétien, cuasi cinematográfica, trasunta una belleza que
nuestro parafraseo no puede reflejar, a saber

… había nevado mucho, y toda la comarca estaba muy fría. Y Perceval se


levantó de madrugada […] Pero antes de que llegara a las tiendas, volaba una
bandada de ocas que la nieve había deslumbrado. Las vio y oyó como iban
chillando a causa de un halcón que venía acosándolas con gran ímpetu, hasta
que encontró una separada de la bandada, a la que atacó y acometió de tal
modo que la derribó en tierra; pero era tan de mañana, que se fue sin querer
agarrarla ni apoderarse de ella. (Chrétien de Troyes, 2000: 115)

Por su parte, la cacería con perros es mentada tanto por Berol como así también
por el champañés. Éste último nos comenta en “El Cuento del Grial” que Yonet y
Gauvain caminaron

…hasta que vieron a gente que salía de un castillo y que avanzaba por una
calzada. Iban delante, a pie, unos mozos arremangados que llevaban perros;
luego venían los cazadores con arcos y flechas, y después los caballeros.
Detrás de éstos iban dos caballeros en dos bridones… (Chrétien de Troyes,
2000: 142)

En esta cita podemos apreciar la función que los canes tenían en la cacería,
rastreando la presa y acorralándola para que el noble pueda cobrarla. Y su importancia
queda de manifiesto en el monopolio que la monarquía establece sobre el uso de estos
animales. Exceptuando a los nobles, también los ejecutores de la “Ley de los Bosques”,
en Inglaterra, los guardabosques, podían recurrir a ellos. De ello da cuenta Berol cuando
menciona, en boca de Iseo:

He oído decir de un perro que tenía un guardabosques galés, en el tiempo en


que Artús fue coronado rey, que estaba adiestrado de esta manera: cuando
había herido a un ciervo con la flecha de un arco, el perro seguía el rastro
dando brincos, pero no volvía atrás ladrando, ni cuando alcanzaba el animal
ladraba ni hacía alboroto. Tristán, amigo, mío, sería una gran alegría que
alguien tuviera la paciencia de enseñar a Husdent a que no ladrara al
perseguir y cazar animales. (Berol en Riquer, 2001: 85)

165
La reina recurre a este ejemplo para evitar que Tristán ejecute su determinación,
sacrificar a su perro Husdent para evitar que sus aullidos faciliten la localización de la
pareja que se había refugiado en el bosque. Los ruegos de Iseo logran que su amado
decida adiestran a su can para que cumpla correctamente las funciones de un perro de
caza, cosa que finalmente logra:

Ahora el perro le hace un gran servicio [a Tristán]: extraordinaria ayuda le


rinde. Si captura en el bosque un corzo o un gamo lo esconde cuidadosamente
cubriéndolo de ramas, y si lo atrapa en medio del campo, como ocurre muchas
veces, lo cubre de hierbas y regresa a donde está su amo y le lleva a donde ha
apresado al animal. ¡Qué útiles son los perros! (Berol en Riquer, 2001: 86)

Asimismo, el bosque no se reduce a ser un coto privado de caza de los monarcas


y sus vasallos; en ocasiones es percibido como un lugar de divertimento, aunque
siempre se tenga presente que el peligro se esconde en esos bellos lugares. Pero ello no
significa que el bosque cambie su faz, sino que quien hace más agradable ese ámbito de
temor son las personas con quien uno se encuentra en la travesía.
En efecto, siempre se le advierte al caballero, como uno de los peligros de su
viaje, la ausencia de personas, de castillos o de algún sitio en el que encontrar cobijo y
hospitalidad: dos jóvenes le dicen a Jaufré “… no podéis ir más lejos, ya que desde aquí,
no hallareis villa ni castillo ni ciudad, antes de haber cabalgado al menos doce leguas,
largas, cansadas e interminables” (Anónimo, 1996: 157). Del mismo modo, tiempo
después, un señor a éste caballero le comenta que si quiere encontrarse con Tablante, su
enemigo, debe seguir por un camino en el que no encontrará “… pan ni vino, castillo,
villa o ciudad, ni ningún hombre nacido de madre” (Anónimo, 1996: 170). Ciertamente,
los signos de presencia humana hacen menos terrorífico al bosque; Jaufré hambriento no
duda en ingresar a él cuando ve huellas humanas porque “… los que frecuentan este
bosque y que tienen en él su morada […] por fuerza tienen que tener comida, porque sin
ella no podrían vivir…” (Anónimo, 1996: 175).
Mas, resulta valioso detenerse un momento en el nexo representacional que
encontramos entre el pan, la sal y el vino con la civilización, con lo urbano. Este nexo
queda de manifiesto en las recurrentes menciones que se hacen a la ausencia de estos
productos en los transes de sacrificio o carestía que sufren los amantes exiliados. En el
caso de Tristán e Iseo, Berol afirma que en el bosque de Morrois los amantes

166
perseguidos “No tenían en su morada ni leche ni sal en aquellos momentos” (en Riquer,
2001: 80); y esto no es un componente menor al momento de definir al bosque como un
locus amoenus o terribilis. Ciertamente, al igual que en la situación del ámbito
palaciego trabajado en el capítulo anterior, en el bosque la disponibilidad de
determinados alimentos juega un papel determinante al caracterizar situaciones y
cargarlas de sentido. El propio Berol dice: “Señores, mucho tiempo estuvo Tristán en el
bosque y allí padeció grandes penas y angustias” (Berol en Riquer, 2001: 86). Pero,
¿cuál es el origen de estas penurias?; pues la razón para Berol es la siguiente: “No
tienen pan en el bosque, viven de la caza, otra cosa no comen. ¿Cómo puede evitar
empalidecer? Sus vestidos están rotos, las ramas los han desgarrado; durante mucho
tiempo huyeron a través de Morrois” (en Riquer, 2001: 86). Mas, si bien la pareja sufre
la falta de buena ropa, de las comodidades y cuidados de la corte 139 y de la buena mesa;
la ausencia de pan tiene un carácter tangencial para convertir en intolerable la estancia
prolongada en el bosque. Claramente en el “Tristán” se afirma: “Les falta el pan; esto es
algo muy duro” (Berol en Riquer, 2001: 83). Si recordamos, en el capítulo anterior se
mencionaba que un castillo en ruinas, vencido por un sitio prolongado también sufría la
carencia de pan, pero en este caso no se contaba en la fortaleza ni con un molino
harinero. Es decir, el pan y el vino, dos elementos de la dieta mediterránea, su ausencia,
presencia y abundancia determinan grandemente la experiencia de habitar determinado
espacio de la vida cortés. Y ello se debe en parte a que la presencia de ambos elementos
nos indican la existencia de otras personas, de la actividad humana y de un desarrollo
cultural suficiente como para manejar las técnicas de vinificación y panificación, al
tiempo que para proveerse de las uvas y las espigas de trigo, que en Europa no crecen
fortuitamente sino que las vides y los trigales son plantados, cultivados y dirigidos por
la mano del hombre y por la técnica.
En consecuencia, para que la naturaleza y el bosque sean un locus amoenus
necesariamente deben existir otras personas que suavicen la rudeza del entorno, ya sean

139
Iseo, libre de la poción que la unió a Tristán se lamentaba diciéndose reiteradamente: “Desgraciada,
triste, ¿qué fue de tu juventud? Vives en el bosque como una sierva sin que nadie te sirva” BEROL,
“Tristán” en RIQUER, I. (Ed.) (2001); Tomás de Inglaterra, Berol, María de Francia y otros. Tristán e
Iseo. Trad. Isabel de Riquer. Madrid: Siruela p. 95. En las palabras de Iseo vemos como el servicio, tema
ya trabajado en el capítulo anterior, es un componente que se echa de menos ya que distingue a la
aristocracia, que puede costearlos, y los miembros del tercer estado.

167
compañeros circunstanciales, servidores o el/la amante que le acompaña. En la obra
“Jaufré” encontramos referencias a estos sitios idílicos, que en su estereotipo se
retrotraen a la tradición grecorromana y por lo general se describe de la siguiente
manera:

El día es claro, bello y agradable; el sol trae resplandeciendo la mañana que


esparce el rocío y los pájaros, en esa hora del alba, en ese tiempo de gran
dulzura, cantan bajo el verdor y se alegran en su lenguaje. (Anónimo, 1996:
84)

Aquí la naturaleza se muestra en su faz amable, casi maternal. Cobijándonos en


su seno y maravillándonos con la belleza que encierra. En éste roman existe otra
mención a un lugar de solaz que se ubica en el campo y al que el caballero llega
espantado por los gemidos horrendos que a toda hora llenan la ciudad de Monbrún. Así,
en su huida, se topa con un boyero que amablemente lo invita a comer; tras la
aceptación de Jaufré:

El boyero sube con rapidez al carro y de él baja buen vino y buen pan de trigo
y dos gruesos capones asados, tres empanadas de perdiz, más un jamón de
jabalí. Extiende un bello mantel blanco, bajo un gran árbol frondoso, a cuya
sombra podían guarnecerse cien caballeros; del otro lado se encontraba una
fuente, la más bella del mundo, de buena agua fresca y corriente. Ha puesto dos
copas de plata llenas de vino, sobre el mantel, y después todas las otras
vituallas (Anónimo, 1996: 153 – 154)

Veremos más adelante que estos elementos descriptos en la escena antes citada
son propios del jardín, la naturaleza domesticada, sin matorrales ni animales peligrosos,
sumado a una fuente de agua pura y la sombra de un árbol hacen de este lugar un ámbito
de cortesía. También la comida y los utensilios son propios de una corte y no de la vida
en la naturaleza. La posibilidad de disponer de pan de trigo, vino y carnes cocidas o
curadas en sal es nula en el bosque. Las personas que allí habitan durante largos
periodos, deben consumir la carne sin cocimiento, como las bestias, y el pan, la sal y el
vino, como símbolos de la vida civilizada y en sociedad, son ajenos a ese ambiente.
Por lo general, el bosque es percibido como un locus amoenus por las parejas
que necesitan escapar del palacio debido a que su amor es imposible. En la literatura en
langue d’Oïl, uno de los más claros ejemplos es el de Tristán e Iseo, quienes deben huir
del rey Marco, a la sazón tío de Tristán y esposo de Iseo. Al comienzo, este lugar es

168
verdaderamente un lugar apacible pero con el correr de los días la vida se va haciendo
más dura allí y lo que en un momento era un sitio ameno pasaba a ser un locus terribilis.
Al principio de su periplo en la floresta, quizás por la influencia del filtro de amor sobre
los protagonistas, quizá por el amor que Tristán siente por Iseo, éste caballero afirma
vehementemente: “He decidido que prefiero ser mendigo junto a ella y vivir de hierbas
y de bellotas que poseer el reino del rey Otrán” (Berol en Riquer, 2001: 82).
Los jóvenes amantes están mutuamente decididos a someterse a las penurias del
bosque con tal de vivir plenamente su amor. Durante largo tiempo, “… viven juntos en
el bosque; Tristán les abastece de caza; vivieron durante mucho tiempo en aquel bosque.
Y cada mañana abandonan el lugar donde han pasado la noche” (Berol en Riquer, 2001:
81) pero “… no abandona el bosque y evita el campo abierto” (Berol en Riquer, 2001:
82) para no ser descubierto.
Sin embargo, esta permanente lucha contra los elementos va mellando la
voluntad de los jóvenes y, al retirarse los efectos del filtro tras tres años, comienzan a
lamentarse de la decisión que tomaron, el abandonar la corte y sus lujos en pos de
concretar un amor ilícito. El propio Tristán, que juraba rechazar riqueza y poder para
estar con su amada, dice tras retirarse los efectos del filtro:

He tenido olvidada la vida de caballero y los usos de la corte y de los barones;


he sido expulsado del país y me faltan las pieles ricas y de bellos colores y no
estoy en la corte con los caballeros […] [Si no hubiera traicionado a mi tio y
rey] Ahora estaría en la corte del rey rodeado de cien pajes que recibirían las
armas y estarían a mi servicio. Habría ido a otros países como soldado [de otro
señor], en busca de salario. ¡Qué lástima me da la reina a la que he dado una
choza en vez de tapices! Vive en el bosque cuando podría estar con su séquito
en lujosas cámaras alfombradas de seda: por mi culpa tomó un mal camino.
(Berol en Riquer, 2001: 94)

Otro ejemplo de ello es el caso de Aucassin y Nicolette, ellos huyen por


separado y se reencuentran cuando Aucassin llegó a una encrucijada de la que partían
siete caminos, y vio ante él la choza que Nicolette había hecho, la cual estaba cubierta
“… por fuera y por dentro, por arriba y por delante, con flores, y era tan hermosa que no
podía serlo más” (Anónimo, 1998: 73). En este ámbito en el que la naturaleza parece
propiciar el encuentro amoroso ellos se unen, “Se besan y se abrazan, y fue delicioso el
gozo” (Anónimo, 1998: 74).

169
No obstante, esta dicha que los amantes pueden disfrutar, al igual que la belleza
de la floresta florida es efímera. Tristán e Iseo deben abandonar permanentemente el
lugar donde pernoctan y las únicas construcciones que encontramos en los bosques de
las historias corteses son chozas en las que habitan monjes u hombres santos, pequeñas
capillas, pero la aristocracia sólo levanta construcciones provisorias, como las tiendas,
dónde pueden prolongar la comodidad del palacio a los rústicos ámbitos boscosos.
Conviene recordar que entre las prohibiciones que las Forest law establecieron en
Inglaterra se encuentran la imposibilidad de levantar construcciones permanentes o
vallas para cercar sectores del bosque con fines de pastoreo. La tienda que Perceval
encuentra al abandonar la casa de su madre, trasunta riqueza y belleza a través de las
líneas redactadas por Chrétien de Troyes:

… vio una tienda levantada en una bella pradera, cerca del arroyo de una
fuentecilla. La tienda era maravillosamente hermosa: una mitad era bermeja y
la otra bordada de orifrés, y arriba había un águila dorada. El sol, que era
claro y rojizo, daba en el águila, y relucían todos los prados por el resplandor
de la tienda. Alrededor de la tienda, que era la más hermosa del mundo, se
habían levantado chamizos, emparrados y chozas galesas. (2000: 53)

Mas, la belleza y el colorido exterior de la tienda es sólo la antesala de la


comodidad que cobija en su interior, espacio que Perceval, en su ignorancia, conoció
por creer que esta tienda era un monasterio

Luego va a la tienda, que la encuentra abierta, y ve en medio de ella una cama


cubierta con una colcha de brocado; y en la cama estaba acostada, sola, una
doncellita que dormía. Su acompañamiento estaba en el bosque, adonde habían
ido sus doncellas a coger florecillas frescas con las que querían alfombrar la
tienda, como solían hacerlo. (Chrétien de Troyes, 2000: 53)

Las similitudes con las descripciones palaciegas son abundantes en este pasaje,
la tienda a la que accede impetuosamente Perceval no sólo posee mobiliario en el que
recostarse a descansar y solazarse, además de una bella doncella, sino que también
contiene en su interior manjares abundantes dispuestos para el disfrute, entre los
componentes del banquete

Encuentra una tinaja llena de vino y a su lado un vaso de plata, y ve sobre una
gavilla de junco una servilleta blanca y nueva. La levanta y debajo encuentra
tres buenos pasteles de corzo tierno, y no le desagrada el manjar. Por el
hambre que fuertemente le angustia, parte uno de los pasteles y se lo come con

170
gran apetito y en la copa de plata vierte vino, que no era desagradable, y se lo
bebe con frecuentes y largos tragos […] Y él comió tanto como le plugo, y
bebió hasta que tuvo bastante; y se despidió inmediatamente y tapó lo que
sobraba. (Chrétien de Troyes, 2001: 54 – 55)

Así, en apariencias, por momentos el bosque puede ser un sitio ameno, de


disfrute y disipación pero no por las bondades que prodiga sino por ser escenario de una
prolongación efímera de la corte palaciega, al igual que la primavera es un breve
momento de exultante belleza, la existencia de una tienda bellamente hornada y con
dispendiosas cantidades de alimentos finamente preparados son raros, breves y una
excepción en un ámbito de carestía, desazón y barbarie para el noble que lo habita de
forma permanente.
Sin embargo, y a pesar de los padecimientos que el bosque reclama a los que
deciden morar en él, éste continuó siendo concebido como un lugar en el que los
amantes furtivos podían dar rienda suelta a sus pasiones, pasiones que en la corte deben
mantener ocultas dado que de darse a la luz pública el amor muere. Por ende, el bosque
es un ámbito que en el imaginario se encuentra fuera de la ley de Dios y de los hombres,
un ámbito que la Iglesia busca controlar estableciendo islas de fe con sus capillas y
ermitas; y en el que los amantes desesperados buscan su salvación.

El jardín en el imaginario cortés: espacio de belleza, femineidad


y placer masculino

En contraposición con éste espacio natural ubicado en el saltus, la fortificación


ofrece un espacio que si bien es natural, ya que está conformado por vegetales y
animales, también es artificial, producido por el hombre para su deleite gozoso de la
naturaleza dentro de un espacio seguro, domesticado y confortable, cobijado por la
sombra de los muros. Estamos hablando del jardín, ubicado normalmente en un terreno
lindante al castillo, constituido por plantas y agua que corre.
Debemos tener en cuenta que el concepto de jardín en Occidente, con los
elementos antes mencionados que lo componen, nos retrotrae a la tradición bíblica del
Edén. En el Génesis se describe el arquetípico jardín bíblico con estas palabras:

… Elohim hizo germinar un vergel en Edén, al oriente, y allí colocó al hombre


que había formado. Yahveh Elohim hizo germinar del suelo toda suerte de

171
árboles gratos a la vista y buenos para comer y, además, en el interior del
vergel, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Brotaba de
Edén un río para regar el vergel, y desde allí dividíase y formaba cuatro brazos
(La Biblia, 1985, T. I: 6)

Pero, al margen de las aguas y tierras fértiles, de los árboles bellos de ver y
cargados de fruta, el término hebreo Edén se define por unos rasgos distintivos que lo
diferencian de otros ámbitos, los cuales están contenidos en las dos raíces de éste
término. Ellas sintetizan la idea bivalente del jardín medieval. En su primer raíz, gran,
hace referencia a proteger, sugiriendo un cerco protector o una valla. Por su parte, en su
segunda raíz, odén o edén, hace alusión a placer o deleite (Trebbi, 1994). Al sumarse
ambas raíces podemos llegar a la definición del jardín como un lugar protegido en el
que es posible disfrutar del placer y el deleite sin peligros. En él reina la paz en una
íntima alianza de placer y felicidad; perfección que se cierra sobre sí mismo, ofreciendo
su espacio a la mujer y al amor.
Normalmente los monasterios y castillos solían tener un jardín anexo, pero éste
ámbito no tenía las mismas características ni fines. Sobre este asunto, Francisco Páez de
la Cadena (2009) nos dice que las descripciones que de los jardines medievales llegan
hasta nuestros días no se corresponden las más de las veces con las proporciones y
funciones que realmente tenían, alimenticias y medicinales. En las obras corteses los
jardines fueron resignificados en el marco del ideario del fine amour 140, otorgándole
funciones y rasgos que lo convertían en ambiente propicio para el amor. Pero, ¿De qué
idealizaciones y resignificaciones fue objeto éste espacio?
En principio, debemos tener en cuenta que el Jardín del Amor Cortés no puede
entenderse, ni concebirse siquiera, desvinculado de una determinada estación del año, la
primavera. Esta estación está en íntima relación con el nacimiento del amor, que, como
una flor, se abre para el gozo de los amantes. En “El arte del juglar”, se dice que “Abril
se iba y mayo estaba; todos los pájaros cantaban junto a su pareja, unos altos, otros
bajos; atrás quedaban nieves y fríos, así que por todas partes aparecían frutos y flores,
con el tiempo claro y la dulce estación” (Vidal de Besalú en Alvar, 1999: 173); tan
amable ambiente, en el que “… se expanden las ramas, las hojas de los árboles y las

140
Nota del autor: En las obras compuestas en Langue d’Oïl que hemos consultado encontramos menos
presencia y descripción de los espacios ajardinados que en las de Oc; y lo inverso ocurre con los bosques,
que son más ricamente descriptos en las obras de Oïl.

172
flores, y como ya no hay nieve ni fríos, el aire es también más dulce” (Vidal de Besalú
en Alvar, 1999: 148), rodea al ser humano y hace que esta estación sea“… el tiempo
[…] propicio al amor…” (Vidal de Besalú en Alvar, 1999: 148).
Así, en el roman “Jaufré” se aprecia el tópico de un jardín en primavera en el
siguiente fragmento:

… un vergel enteramente rodeado de mármol; no creo que en el mundo pueda


existir árbol, bello y esbelto, de los que no hubiere allí uno o dos ejemplares, ni
buena hierba ni bella flor, que no se encontrara allí en abundancia; el perfume
que exhala es tan penetrante, tan dulce y tan agradable, como si se estuviera
dentro del paraíso. Por eso, cuando el día acaba, todos los pájaros de la
comarca, en una jornada a la redonda, acuden a los árboles a jugar y, entre
ellos, comienzan a cantar, con tanta intensidad y tanta dulzura, que no puede
haber instrumento que sea tan agradable de oír (Anónimo, 1996: 126 – 127)

Esta cita puede bien servir a fines ilustrativos de la concepción del jardín del
Amor Cortés, dado que menciona gran parte de sus principales componentes: el muro,
las especies forestales, las flores y hierbas, las aves canoras, faltando únicamente una
mención al agua en movimiento, que normalmente se representa con un arroyo o una
fuente.
En las palabras del narrador del “Jaufré” podemos ver un ambiente amable,
primaveral y juvenil que se repite en todos los jardines y espacios ajardinados del Amor
Cortés. Al parecer, en función de las descripciones, la primavera nunca abandonaría al
idílico jardín cortés. En efecto, las descripciones alegóricas de la primavera tienen
mucho que ver con las representaciones del jardín florido. Así, Cesare Ripa nos dice que
la primavera es una:

Muchacha coronada de mirto, con las manos repletas de variadas flores. Ha de


tener junto a sí algunos jóvenes animalillos, que juegan y retozan en torno a
esta figura […] en dicha época se encuentra la Tierra llena y rebosante de
humores generativos, viéndose como crecen las frondas y las flores, los frutos
de los árboles y las hierbas todas (Ripa, 2007, T. I: 366 – 367)

La primavera es vista como una mujer joven y fecunda, pródiga en placeres. Con
los mismos atributos que se le adjudican a la naturaleza que se renueva es entendida la
mujer que mora en el jardín; una mujer por definición joven y bella. La belleza, vista en
el Medioevo como reflejo de la perfección divina, contempla en la Iconología de C.
Ripa una variante especifica referida a la belleza femenina:

173
Mujer desnuda que lleva en la cabeza una corona de ligustro y lirios. Tendrá
un dardo en una mano y un espejo en la otra, vuelto hacia afuera, de modo que
no se refleje en él. Y estará sentada sobre un dragón ferocísimo. (Ripa, 2007, T.
I: 133)

La corona de lirios hace referencia a las tres cualidades que debía tener la
belleza femenina. La mujer, como el lirio debía ser “… blanca, mórbida y dura…”
(Ripa, 2007, T.I: 133); ideal que se ve reflejado en la descripción que hace el narrador
del cuerpo de Nicolette:

Nicolette tenía los cabellos rubios y rizados en bucles menudos; sus ojos eran
claros y risueños, su cara perfectamente trazada, la nariz aguda y bien
plantada, los labios finos y más rojos que la cereza o la rosa en el tiempo de
verano, los dientes blancos y menudos; las téticas duras y agudas, que alzaban
el vestido como si fueran dos grandes nueces; era tan fina de talle, que con las
dos manos se le podrían abarcar; y las flores de las margaritas que rompía con
los dedos de los pies y que le caían encima del empeine parecían casi negras al
lado de sus pies y de sus piernas, pues tan blanca era la triste jovencilla
(Anónimo, 1998: 55 – 56)

Por su parte, el dardo hace alusión a la belleza como una poderosa arma que la
mujer tiene para atacar al hombre. Arma que, tras dar en el blanco, en un principio no se
siente; más luego el dolor va creciendo en tanto la punta se introduce en la carne. En el
amor ese dolor es producto de la obsesión y del deseo insatisfecho que genera en el
hombre el apreciar la belleza de esa dama. De la misma opinión es el tratadista Andrés
el Capellán:

El amor es una pasión innata que tiene su origen en la percepción de la belleza


del otro sexo y en la obsesión por esta belleza, por cuya causa se desea, sobre
todas las cosas, poseer los abrazos del otro (Capellanus, 1985: 55)

Mas, esa pasión que obsesiona no es un gozo sin perjuicios. Quien se enamora
pierde la libertad en su voluntad, “Pues el que ama es cogido por las cadenas del
deseo…” (Capellanus, 1985: 63). En efecto, el amor hace sufrir al amante hasta que
logra concretar su deseo en la posesión del otro ser.
No obstante, cuando se alcanza ese amor ello no significa que sea el final del
sufrimiento. Por esto, Ripa mencionó que la belleza se encontraba sentada en un dragón,
ya que donde está la belleza “… el veneno de la pasión y los celos la acompañan” (Ripa,
2007, T. I: 133). Siendo esos celos los que hacen que se levanten muros en torno al
jardín. Muros que separan y aseguran al dueño del predio que ningún intruso se solazará

174
en sus dominios. En las obras literarias siempre se hace mención al hecho de entrar al
jardín, constituyéndolo en un espacio interno, íntimo y de recogimiento. En el “Jaufré”,
veinticinco caballeros liberados por el héroe van en busca del rey Arturo, por lo que “…
entraron en el vergel, en donde se encontraba el rey…” (Anónimo, 1996: 104). También
Jaufré tras vencer a un gigantesco leproso “… entra en un vergel enteramente rodeado
de mármol…” (Anónimo, 1996: 126 – 127). Asimismo, el papagayo que servía de
emisario al caballero Antíphanor dice: “Entré suavemente al jardín para que nadie
pudiera seguir mi rastro, pues prefiero estar libre antes que preso” (Carcassés en Alvar,
1999: 79). En las palabras del papagayo, encontramos esa función del muro, que protege
del exterior a la vez que aísla a quien guarda en su interior. El riesgo de ingresar en un
jardín a conversar con una dama era la posibilidad de los vigías (gaitas) lo descubrieran
y callera sobre él el castigo del celoso (gilos), esposo de la susodicha dama. Sólo la
puerta marcaba la posibilidad de acceso a los placeres del jardín sin castigo. Las puertas
podían ser una o varias, pero siempre existía una principal. Dice el papagayo, “… he
dejado a mi señor desarmado ante la puerta principal” (Carcassés en Alvar, 1999: 82).
Sin embargo, la clave de esa puerta es si la misma se encuentra cerrada o abierta.
Quien tiene la llave, tiene acceso a los placeres naturales y a los placeres sexuales
femeninos. En “El cuento del papagayo” la mujer sólo puede dejar entrar a su amante
cuando la planta noble del castillo, lindero al jardín, arde por causa del incendio iniciado
por el papagayo para distraer a los vigías. La dama dice “Tengo aquí las llaves…”
(Carcassés en Alvar, 1999: 82) y, tras ver el incendio iniciado, “La dama llega a la
puerta principal y la abre sin pedir licencia a los vigilantes…” (Carcassés en Alvar,
1999: 82).
Por el contrario, cuando Jaufré llega ante la entrada del jardín de Monbrún, que
pertenecía a la doncella Brunisén, “… entra en el vergel por una puerta que encuentra,
grande, bella y bien trabajada…” (Anónimo, 1996: 131) y se dispone a dormir en este
sitio. ¿Por qué Jaufré no tiene que realizar ninguna acción distractora para entrar al
jardín? Ello se debe a que Brunisén no tiene señor ni padre que la vigile, “… ni primo ni
hermano, porque todos habían muerto y desaparecido de este mundo” (Anónimo, 1996:
127). Entonces, la apertura de la puerta simboliza la libertad de la dama, dado que puede
entrar y salir cuando quiera. Sin embargo, ello no es lo común; lo normal es que la dama

175
esté recluida siempre en el mismo sitio, tal y como le dice la dama al papagayo: “En
éste jardín me hallaréis” (Carcassés en Alvar, 1999: 78). Ella aunque quisiera no podía
irse de ese lugar.
Empero, no todos los jardines son amurallados o al menos existen algunos en
que no es necesario mencionar la presencia del muro para encuadrar la descripción del
espacio en cuestión. En efecto, en “El arte del juglar”, cuya autoría se adjudica a
Raimon Vidal de Besalú, se menciona un jardín en el que se omite la mención a las
murallas, como puede apreciarse en la siguiente cita:

Después de comer, fuimos ambos a un jardín sobre un prado que hay junto a un
riachuelo, si no me equivoco, bajo un frondoso bosque […] El tiempo era claro,
dulce y quieto; suave, franco y cortés era el ambiente, y mucho me solacé…
(Vidal de Besalú en Alvar, 1999: 176 – 177)

Por su parte, en “El Cuento del Grial” también encontramos un “vergel” sin
murallas, cercano al bosque, hasta aquí llega Gauvain tras cruzar a caballo el Vado
Peligroso, allí “… vio en el campo a un caballero que estaba solo cazando con un
gavilán, y delante de él corrían por el vergel dos perritos de caza. El caballero era más
hermoso que lo que puede decir la boca” (Chrétien de Troyes, 2000: 219)
Curiosamente, en estos jardín no hay mujeres presentes, sólo hombres, y por
ende no habría necesidad de amurallar para custodiar. En consecuencia, el jardín y la
muralla están creados para limitar el acceso al placer dispensado por la dama, en los
casos en que no hay señor, como en el de Brunisén o en los que no hay mujer que
custodiar no hay necesidad de cerramiento ni clausura.
Asimismo, como la belleza y la primavera están ligadas a lo femenino, el jardín
cortés no puede entenderse sin la presencia de la mujer. En todo ambiente cortés la
mujer es quien está encargada de proveer los placeres al hombre que allí entra y, por
ello, es uno de los elementos que componen el paisaje jardinero. La mujer forma parte
de la naturaleza domesticada del jardín, dado que todo ha sido dispuesto en él para el
placer masculino. Ciertamente, como se vio anteriormente, el hombre puede salir y
entrar de este ámbito pero la mujer no, ella debe permanecer allí bajo la mirada de su
tutor, sea padre o esposo, que se representa con la cercanía del castillo o la torre junto al
jardín. En “El cuento del papagayo” (Carcassés en Alvar, 1999) la mujer logra
encontrarse con quien ella desea en el jardín sólo cuando el papagayo incendia la planta

176
noble del castillo, es decir, cuando se crea una distracción que ataca el poder señorial,
dejando a la dama en libertad de abrir las puertas del jardín a su amor.
Dentro de esta misma lógica, el placer está vinculado con el hombre 141, mientras
que la belleza y la primavera lo eran con la mujer, y ello se debe a que el destinatario
último de todo el montaje escenográfico que representa el jardín del fine amour es el
hombre. Él es quien amuralla el jardín movido justamente por aquel dragón de los celos
que acompañaba a la belleza, el muro es el que demarca un ámbito de posesión
exclusiva, de seguridad y control, proyección de la corte en el mundo vegetal que se
ordena para un mayor disfrute. Disfrute que siempre se sabe que durará poco, ya que en
su naturaleza el placer y la belleza, como la primavera, tienen un tiempo determinado,
un tiempo breve. Es por ello que la rosa simboliza los placeres amorosos, es suave y
fragante, pero también su duración es corta; mientras que el arco iris representa a la
belleza de las cosas mortales, que tras despuntar desaparecen raudamente. En esa
caducidad de todo lo vivo se oyen algunos ecos clásicos que ya advertían sobre lo
efímero de lo bello; Ovidio en su Ars Amandi nos decía:

Forma bonum fragile est, cuantumque accedit ad annos


Fit minor, et spatio carpitur illa suo.
Nec Semper violae, nec simper lilia florent,
et riget, amissa, spina relicta, Rosa 142. (Ripa, 2007, T. I: 133)

Pero esta caducidad de lo vivo, y de la materia en última instancia, no parece


encontrarse en el jardín. En él se observa un tiempo detenido y por ende de placer
perpetuo, en el que las flores no se marchitan y la muerte ha sido exilada a tierras
yermas. El jardín y la mujer, íntimamente ligados, comparten la belleza y el estado
primaveral de la vida con el fin dar placer al hombre que sea su propietario. Pero la
condición sine qua non para que ello ocurra es la eterna juventud de las plantas, de los
animales y de la mujer que moran el jardín. No hay en el amor cortés dama vieja ni

141
Sobre este asunto Césare Ripa nos dice que el placer siempre se representa con un “Joven de dieciséis
años, más o menos, hermoso y reidor, con corona de rosas que la cabeza le cubren. Irá vestido de verde y
muy adornado, llevando alrededor de la cabeza un arco iris […] Además cogerá con la siniestra un gran
ramo de flores. RIPA, C. (2007); Iconología. Madrid: Akal T. I p. 213
142
La belleza es un bien frágil, y conforme pasan los años/se hace más pequeña y se consume por su
propia duración. / No siempre las violetas, no siempre los lirios están en flor, / y se hiela la rosa,
abandonada, dejada su espina. Traducción de Rosa Mariño Sánchez – Elvira y Fernando García Romero
en RIPA, Ibíd. p. 133.

177
planta marchita, la flor abierta brinda su perfume y la mujer fértil el sexo. Pero ella no
es libre de brindar su sexualidad a cualquier hombre, como tampoco la flor está pensada
para estimular el olfato de cualquier transeúnte. Mujer y plantas son sensuales porque
estimulan alguno de los sentidos del hombre, pero del hombre que tiene el derecho,
derecho que da el poder y la legitimidad de controlar a las tierras y personas de una
porción del mapa europeo.
Es por ello que la cercanía del castillo o la torre son recordatorio permanente de
que ese jardín no es un espacio público y abierto; sino privado. Aun cuando en el jardín
puedan entrar otros caballeros a solazarse y departir con las jóvenes que alberga, ello
siempre ocurre con el beneplácito del señor del castillo, que tiene la obligación de ser
hospitalario, mientras que su necesaria aprobación demuestra de quien es en última
instancia el poder y la propiedad. Tal es el caso del jardín que sirve de escenario a “El
cuento del papagayo”, en él se menciona el sistema de vigilancia dispuesto para
asegurarse el control de ese espacio y de la dama en disputa con las siguientes palabras:
“… están cerca de la torre. Los vigías están en el campanario; uno ronda, el otro le
pregunta lo que ha visto; deben velar hasta el alba, sin que una sola noche puedan
dejarlo” (Carcassés en Alvar, 1999: 81).
No obstante, no todos los símbolos del poder surgen de elementos
arquitectónicos como la torre y el jardín; otros son más sutiles y parecen mimetizarse
con el entorno ajardinado. Mas, la mímesis no es tal, dado que el narrador recorta del
fondo vegetal determinados elementos al denominarlos individualmente. En efecto, en
“El cuento del papagayo” los tres ingresos de ese animal parlante al jardín encuentran a
la dama, señora y prisionera del paraíso, bajo un árbol determinado.
En primer término, descubrimos “En un jardín cerrado, a la sombra de un
frondoso laurel…” (Carcassés en Alvar, 1999: 73) conversando a un papagayo y una
dama. ¿Por qué se menciona bajo la sombra de qué árbol se encontraban los dos
personajes? ¿Qué enriquecimiento le aporta a la trama?
Creemos oportuno mencionar que la elección de éste árbol no es inocente por
parte del autor/compositor de la obra. El laurel es un árbol que está profundamente
vinculado con la cultura grecorromana a través del dios Apolo, a quien está consagrado
(Cirlot, 2011: 276). Asimismo, Jean Chevalier y Alain Gheerbrant indican que, al ser el

178
laurel un árbol de hoja perenne, simboliza la inmortalidad (2009: 630). Ésta última
característica reafirmaría el carácter de tiempo detenido del jardín apuntado en páginas
anteriores. Por su parte, la relación del laurel con Apolo es fundamental para decodificar
su presencia en la escena antes citada, debido a que éste dios griego entre sus atributos
cuenta con la capacidad de realizar

… el equilibrio y la armonía de los deseos, no por suprimir las pulsiones


humanas, sino por orientarlas hacia una espiritualización progresiva, gracias
al desarrollo de la conciencia. (Chevalier y Gheerbrant, 2009: 111)

A su vez, Apolo es el símbolo de

… una victoria sobre la violencia, de un autodominio en el entusiasmo, de la


alianza de la pasión y la razón […] Su sabiduría es el fruto de una conquista,
no una herencia. (Chevalier y Gheerbrant, 2009: 112)

Así, la deidad griega simbolizada en el laurel pasaría a indicarnos que lo que está
ocurriendo bajo su copa se encuentra imbuido en un halo de sabiduría, de una sabiduría
que se conquista, es decir que se aprende. Recordemos que dentro de los valores del
amor cortés se destacaba el esfuerzo personal por convertirse en un ser digno de
llamarse noble, ya que la nobleza no venía por sangre sino por mérito. Es esa sabiduría
aprendida la que permite el equilibrio entre el deseo sexual de la dama y los valores del
fine amour. Siendo bajo éste árbol donde se produce una disputatio, entre el papagayo,
emisario de un noble, y la dama, sobre la posibilidad de que una mujer casada tenga un
amor fuera del matrimonio. Finalmente ella se convence por las argumentaciones del
emisario animal y conviene una nueva cita para fijar el encuentro con Antíphanor.
También el laurel sirve para señalar que la concreción del amor infiel entre la
dama y Antíphanor se encuentra a derecho según las normas del Amor Cortés, dado que
cuando el papagayo incendia la torre y la planta noble del lindero castillo:

La dama llega a la puerta principal y la abre sin pedir licencia a los vigilantes,
y muy a pesar de ellos. Antíphanor entra en el jardín; en un lecho que hay
preparado bajo un laurel va a acostarse con su dama.” (Carcassés en Alvar,
1999: 82)

Es decir que, lo que ocurra bajo este árbol no es un simple acto copular como lo
podría ser el de las bestias o de los campesinos, ni tampoco un acto de lascivia y
concupiscencia. Por el contrario, el freno que le coloca al deseo la sabiduría hace que al

179
momento de concretar el acto sexual éste sea en todo acorde con las normas del amor de
corte. Ello se debe a que la dama no ha actuado llevada por el deseo, sino que ha
sopesado la decisión y valorado los méritos del caballero para ingresar a su jardín y a su
ser.
Asimismo, en la obra cortés antedicha se hace mención a otro espécimen arbóreo
dentro del collage vegetal del jardín, el pino:

Vuela [el papagayo, luego de hablar con Antíphanor,] en dirección al jardín;


encuentra a la dama bajo un pino […] [Ella le dice al papagayo que está
preocupada por el encuentro con Antíphanor porque] este jardín está demasiado
cerrado, y los guardas no reposan… (Carcassés en Alvar, 1999: 80)

Sobre éste árbol Juan Eduardo Cirlot apunta que por lo general es un símbolo de
inmortalidad, “… por la perennidad del follaje y la incorruptibilidad de la resina” (2011:
370). Con lo que nuevamente se reafirma la eternidad artificial que el jardín del
fin’amour nos transmite. Pero también la forma piramidal del pino hace que se lo
vincule con las propiedades de tal figura geométrica. Tal figura de carácter ascensional
y de convergencia entre la tierra y la divinidad, es decodificada como uno de los
símbolos del poder real, dado el vínculo que detenta el rey con la divinidad que lo ha
elegido para regir. Por ello, es bajo este árbol donde la mujer se “preocupa”.
Si el laurel crea un espacio en el que la dama puede permitirse la posibilidad de
un amor cortés y antimarital, bajo el pino la presencia del poder del marido la hace
dudar, le hace sentir que le será imposible concretar el encuentro con el amante. En
estos dos ejemplos mencionados en el poema de Carcassés podemos observar la
densidad simbólica que cada especie vegetal tiene en la composición del collage
botánico construido artificialmente por el hombre.
Otra mención a esta conífera se encuentra en la historia de Tristán e Iseo. El pino
se convierte en el punto de reunión de los amantes furtivos cuando estos ya han sido
descubiertos por terceros, quienes habían “… visto a la gentil Iseo con Tristán en una
situación que ningún hombre puede tolerar…” (Berol en Riquer, 2001: 69). Enterado el
rey Marco de los amoríos de su esposa con su sobrino, trepó hasta la copa del pino,
donde se encaramó para ver la reunión concertada por Tristán e Iseo. Pero su plan no
surte efecto porque la joven conoce las intenciones de su esposo, por ende sus
comportamientos son correctos y nada induce a pensar en que son infieles a su rey. Aun

180
así, el rey le consulta a Iseo, tiempo después, si ha visto a Tristán, a lo cual le responde
ella: “Lo he visto y he hablado con él; estuve con tu sobrino bajo aquel pino […]
Tristán, tu sobrino, vino bajo el pino que está dentro del jardín y me invitó a
encontrarme con él” (Berol en Riquer, 2001: 66). Es notorio como en ambos casos las
damas que se ubican bajo la sombra del pino, símbolo de autoridad, reprimen sus deseos
y modelan sus comportamientos, es un equivalente vegetal de la torre, y a él se
encarama el rey Marco para otear los furtivos amoríos de su esposa, como si de una
torre de vigilancia se tratara.
Por su parte, Paul Zumthor (1994) menciona, como una de las características
distintivas del jardín occidental, la expulsión de los edificios sólidos; sólo se admite en
ellos la tienda, el pabellón bajo la pérgola. Encontramos una descripción de una de esta
construcción en el roman “Jaufré”, siendo un obsequio que una reina hada le otorga al
héroe en agradecimiento a los servicios que en su ayuda le había prestado éste. Ella le
describe a Jaufré la tienda con las siguientes palabras:

Y yo os diré cómo está fabricada; los mástiles, que la sostienen alrededor, son
tal como vais a oír: por mucho que os empeñarais en hacer traer aquí
cualquier clase de fuego, ni una sola de ellas podría quemarse; en cuanto a la
cubierta os diría que ya podría, durante un año, llover cuánta agua hay en el
mar, que ni una gota la traspasaría. La tienda y su armazón pueden además
llevarse, os lo aseguro, en un carro junto a otros arneses. (Anónimo, 1996:
295)

En síntesis, podemos decir que el jardín, tomado de la tradición grecorromana y


resignificado a la luz del código del fine amour, se constituye en un ambiente en el que
el amor cortés, libre de preocupaciones mundanas, puede discurrir por caminos de
afabilidad. Pero también es el ámbito en el que la mujer debe esperar a su señor o
caballero para entregarse, ya que si bien en los géneros literarios enmarcados dentro del
Amor Cortés se resalta la importancia del cortejo y los esfuerzos que el hombre debe
hacer para ganarse el favor de su dama; también es cierto que Andreas Capellanus
(1985) menciona que la mujer no puede rechazar a un caballero que se merezca su amor
y tampoco debe negarse a entregarse sexualmente si su amado se lo demanda. Con lo
cual la mujer tiene que permanecer expectante hasta que un hombre se digne a venir a
ella y, luego de que esto ocurre, ella sólo puede demorar el encuentro mas no negarse
finalmente. En efecto, la sexualidad de la dama ha sido domeñada en el imaginario

181
cortés como un jardinero a modelado un rosal para el gozo de la vista y el olfato
señorial

182
Capı́tulo VIII
El mar frente a la tierra: espacio de caos, incertidumbre,
aventura y magia.

Los geógrafos árabes y los autores anglonormandos del siglo XII


aportan testimonios de una amplia tradición marítima que no se
reduce al simple temor a los viajes o a los monstruos. Es cierto que
los caballeros y los clérigos se morían literalmente de miedo en el
mar mientras que los marineros, en cambio, sabían nadar y bucear.
Los cuentos que han sido recopilados por los clérigos expresan esta
familiaridad ambigua que mezcla la búsqueda de protección con la
fascinación ante la proximidad de la muerte
HENRI BRESC, Mar en Diccionario razonado del Occidente
medieval (2003)

H
ombres de tierra y hombres de mar veían a este espacio que se extendía
más allá del horizonte, más allá de la tierra firme, de maneras muy
distinta. Para los unos, el mar era un sitio de zozobra, temor, un ámbito
demoniaco vinculado con las profundidades del averno, donde ni siquiera la luz,
representación de la divinidad, llegaba. Mientras que, para los otros, un ámbito de
aventura, promesa de riquezas, puerta de otros mundos, de islas fantásticas.
En las costas se observa la fuerza de choque entre la masa líquida y la tierra. Si
bien ambos se presentan como espacios inconmensurables, la tierra brinda al hombre un
ámbito cercano, conocido, familiar, en el que los peligros, los seres extraños y
demoníacos, han sido circunscriptos a lugares determinados, bosques, pantanos y
desiertos son los grandes receptores de los temores del hombre sobre la tierra. Pero en el
mar no hay posibilidad de delimitar zonas seguras143, de sentirse a salvo de alguna
forma, los seres mágicos, las tempestades, los naufragios acechan. Solamente resta
realizar una navegación de cabotaje, cercana a las costas sin adentrarse en alta mar. En

143
“El mar de la literatura medieval es, ante todo, espacio de agua. Como tal agua, es ≪igual≫ (esto es,
continuo o indivisible)”. Muela Ezquerra, J. (2007) Atributos y funciones del mar en el viaje literario
medieval. algunos ejemplos de la narrativa francesa (siglos XII y XIII). Cuadernos del CEMyR, 15;
Diciembre, p. 147.
efecto, en el mar y el océano no hay sitio conocido ni seguro, todo es mutable, pudiendo
esconderse bajo las duelas de la embarcación el más terrible de los monstruos y el más
profundo de los abismos.
Fue tal percepción contrapuesta de la tierra y el mar la que provocó que el
hombre medieval los represente de modos diferentes y hasta opuestos; obligándonos a
su vez a tratarlos por separado como dos términos opuestos complementarios que
completan el mundo terrenal percibido e imaginado por la humanidad.
En principio, nos avocaremos a la Tierra, en cuanto que los espacios que hasta
aquí se han trabajado se ubican sobre la misma y, por ende, su tratamiento será más
sucinto y holístico que en el resto de los apartados. Efectivamente, este espacio que
abarca todos los espacios antedichos conoce en su bastedad sólo dos límites, la costa y
la línea del horizonte, y es percibido como el gran lienzo sobre el cual el hombre puede
operar y hacer uso pleno de todas las criaturas de la naturaleza. Al igual que la
Naturaleza, la Tierra que le sirve de sustrato nutricio también es representada con
cuerpo de mujer; pero no es cualquier mujer, es una madre. Ello se debe a que, de su
fecundo vientre, nace y se renueva constantemente la vida. Por esto se la concibe como
cobijo de la humanidad y proveedora de sustento. Podemos apreciar en varias
representaciones de la Tierra, tanto como masa continental como así también como
elemento de la Naturaleza, tales aspectos.
Así, Bocaccio en el libro tercero de la “Genealogía de los Dioses” describe a la
Tierra

… en la figura de una Matrona que lleva tocada la cabeza con una corona
representando una torre. […] Va vestida con túnica, recamada de diversas
hojas de los árboles, de verdes hierbas y de hermosas flores. Con la diestra
sostiene un Cetro. Con la siniestra una llave. […] La corona en forma de torre
simboliza precisamente a la Tierra, por ser ésta como un círculo, a guisa de
Diadema, ornado por Torres, Castillos, Villas y Ciudades.
La túnica, con sus brocados de hierbas y flores diversas, simboliza las selvas y
las infinitas especies vegetales de las que la Tierra está cubierta.
El cetro que sostiene con la diestra, simboliza los Reinos, las riquezas y el
poderío de los Señores del Mundo.
La llave, según nos cuenta Isidoro, sirve para mostrar que la Tierra, cuando
llega la estación invernal, se encierra sobre sí misma escondiendo en su
interior la semilla antes esparcida sobre ella; germinando la cual brota
después, llegando el tiempo de la Primavera, momento en que se dice que la
Tierra se abre. (Ripa, 2007, T.I: 175)

184
Por su parte, Cesare Ripa, en “Iconología”, la describe siendo una

Matrona sentada y revestida con un traje sobre el que se verán bordadas gran
cantidad de hierbas y de flores. Con la diestra sostiene un globo, llevando en la
cabeza una corona trenzada de frondas, frutas y flores. Llevará repleto de lo
mismo un Cuerno de la Abundancia sosteniéndolo con la diestra, y aparecerá a
su lado un León, así como otros animales terrestres. (Ripa, 2007, T.I: 305)

Igualmente encontramos referencias a la función maternal de la Tierra en el


“Diccionario de Símbolos” elaborado por Chevalier y Gheerbrant, quienes aseguran que
la tierra “simboliza la función maternal: Tellus Mater. Ella da y toma la vida” (2009:
992); definiéndola como “… la substancia universal […] la materia prima separada de
las aguas, según el Génesis; […] Es la virgen penetrada por la azada o por el arado…”
(2009: 992).
En suma, la Tierra se entiende como soporte físico y elemento fundamental del
universo: su fecundidad (la Matrona); su vinculación con la flora y la fauna (túnica
vegetal y animales en derredor); su íntima relación con las actividades humanas (corona
ornada con la torre) y con el poder temporal (Cetro en la diestra); y, por último, su
carácter cíclico (llave que protege del invierno a la vida seminal hasta la próxima
primavera). Asimismo, en ella estarían sintetizados los espacios de vida del hombre
medieval, la corona habla de los ámbitos artificiales elaborados por la mano del hombre
para desarrollar su vida, el palacio o la ciudad; siendo también el plano horizontal donde
el hombre puede extender y ejercer su poder, ya que sobre las aguas no hay control
posible. También en la Tierra se ubica la vida vegetal y animal, nutrimento del ser
humano, vida que se presenta por momentos hostil al hombre, como en el bosque, y que
también éste ha tratado de domesticar y someterla a su voluntad, tal y como podemos
ver en el jardín.
No obstante, al igual que la mujer que debe esperar pasivamente en el jardín, la
Tierra como ente femenino es percibida en una actitud yacente y pasiva. Es el hombre
quien, como mencionan Chevalier y Gheerbrant, penetran con los utensilios de labranza
la virginal superficie terrestre, actividad que es representada de múltiples formas, una de
ellas con el león;

… por cuanto estos animales (según dice Solino en su Libro de las Cosas
Maravillosas), acostumbran, mientras que caminan sobre el polvo, a ir

185
borrando con la cola las huellas de sus pies, para que los cazadores no puedan
tomar indicio de ellas, y con esto seguirlos y corres tras su pista. Esto mismo es
lo que hacen los agricultores con el terreno; pues tan pronto como han
esparcido por tierra las semillas, al punto cubren los surcos, a fin de que los
pájaros no coman la simiente.(Ripa, 2007, T I: 176)

No es arbitraria la elección de éste animal para compararlo con el agricultor que


hunde su azada en los campos. Siendo la tierra arquetipo de feminidad, fecunda,
amable, abierta, abundante y pasiva; el campesino vinculado al león toma los rasgos de
la masculinidad, que activamente profana el virginal origen terrestre. En tanto que al
León se lo ha visto como símbolo de poderío, de soberanía, del sol, la fuerza, la justicia
y todos los atributos inherentes a la naturaleza activa del hombre (Chevalier y
Gheerbrant, 2009).
Esa misma actividad creadora que el hombre despliega sobre la tierra emergida
se puede apreciar en las ciudades, villas, castillos y palacios que construye con
elementos arrancados de la naturaleza, y tras moldearse a imagen de una idea creadora,
se recrean como algo distinto y tan humano como el ser que los creo.
Ciertamente, como un lienzo que se extiende indefinidamente ante la mirada de
labriegos y nobles, el campo se dilataba indómito, desconocido y desafiante a la
conciencia humana. Ante aquel desasosiego que la naturaleza ofrece, el hombre se
refugia en su mundo, la ciudad, construido con recursos extraídos de las entrañas de la
tierra, de la naturaleza, la madera, la piedra le permiten al hombre cobijarse y generar la
idea de perennidad y estabilidad en la que podía desenvolver sus días sin sobresaltos.
Esos dos términos opuestos y complementarios de una misma realidad aparecen en la
chantefable “Aucassin et Nicolette”. Allí las ciudades son como islotes en un mar de
tierra, sólo ellas tienen un nombre 144, una referencia cierta, mientras que el campo es
algo indefinido, basto y repetitivo. Ello podemos comprobarlo en la escasa descripción
de los espacios que los enamorados transitan en su huida, limitándose el narrador a decir
que: “Pasan valles y montañas, villas y ciudades; un día llegaron al mar y descendieron
en la arena/ junto a la orilla” (Anónimo, 1998: 76).

144
En la obra se menciona al condado de Beaucaire, del que era originario Aucassin, y al de Valence,
tierra del enemigo del padre de Aucassin, además de la ciudad de Cartagena y el reino de Torelore de
existencia ficcional.

186
En efecto, la actividad creadora del hombre es la que significa el espacio, la
tierra, con su presencia; la convierte en un sitio seguro por el que transitar y morar. Esto
llega al punto de que una tierra sin presencia humana, ni signos de su actividad, es un
ámbito peligroso; el transitarla pasa a ser una prueba a la valentía del caballero que en
su Quête deambula por los caminos de la Europa Occidental. Así lo demuestra las
palabras de advertencia que Augier d’Essart le dirige a Jaufré sobre el itinerario que
pretende emprender: “En él no encontrareis pan ni vino, castillo, villa o ciudad, ni
ningún hombre nacido de madre” (Anónimo, 1996: 167).
Como puede apreciarse, el campo era considerado por los intelectuales que
teorizaban en torno a las reglas que debía seguir el cortejo noble como un terreno
carente de “amor”, de atracción sentimental entre ambos sexos, donde las parejas
vernáculas se limitaban simplemente a efectuar un escueto y violento intercambio
seminal para originar la próxima generación de fuerza de trabajo servil.
No obstante, el campo no siempre es un ámbito ajeno al amor cortés. En
ocasiones, es el espacio de libertad, especialmente en el bosque, en el que era posible el
encuentro entre los amantes prohibido por las convenciones sociales dentro de la
ciudad. Era un locus amoenus, como en el famosos caso de Tristán e Iseo. Pero este
imagen idílica de lo rural no puede sostenerse en el tiempo; la falta de sal, vino o pan,
además de la exigencia de comer carne cruda, son indicios utilizados por los autores de
obras sobre la temática del fine amours para indicar que en este lugar las carencias son
muchas y los placeres pocos. Así, el tiempo convertirá el locus amoenus en un locus
terribilis.
Como puede apreciarse, la Tierra, es un ámbito de gozo, de trabajo, de creación,
de temor y de muerte; pero es un ámbito siempre presente en las obras corteses. Por el
contrario, el mar y el océano son dos grandes ausentes o, en el mejor de los casos, son
mencionados sucintamente. Según Fossier (1988: 237), tal desapego hacia el mar, por
parte de los creadores de estos relatos, estaría originado en un hecho geográfico y
biológico de Europa. Por un lado, la abundancia de peces en los grandes ríos europeos
septentrionales liberaron a los hombres de la necesidad de salir hacia altamar en busca
de alimento. Por el otro, la existencia de una extensa zona sin grandes relieves, que
abarca desde el País Vasco hasta Prusia, permitieron un desplazamiento terrestre sin

187
problemas. Debido a ello, los germanos y celtas fueron hombres de tierra firme que
carecieron de una cultura marítima como la de los pueblos mediterráneos.
Sin embargo, estas afirmaciones vertidas por Fossier deben ser matizadas. En
primer término, en la literatura cortés francesa confluyen cuatro tradiciones, cada una de
ellas con una relación singular con el mar. La tradición celta ve al mar como un espacio
infinito, nexo con otros mundos, con un carácter mágico fuertemente marcado; el hecho
de embarcarse no era una acción menor para los celtas, al hacerlo se podía estar
comprometiendo el porvenir de esa persona ya que nadie volvía tal y como se había ido.
Por su parte, la griega observa un mar domado, domesticado, un espacio sembrado de
islas, como el Egeo con sus archipiélagos, que nunca es hostil o fatal para el viajero.
Otro pueblo mediterráneo que aporta su visión es el romano, para ellos el mar es un
elemento adverso y furioso que es ignorado por la literatura, prefiriendo las aventuras
terrestres. Por último, la tradición bíblica, conformada por pueblos del desierto,
entienden al mar como un espacio abolido, un obstáculo a eliminar o una tentación a
evitar.
Asimismo, Chevalier y Gheerbrant (2009: 993) consideran que existe una
oposición conceptual entre la tierra y las aguas. Si bien ambas se encuentran en el
origen de las cosas y del universo mismo; el agua precede a la organización del cosmos,
mientras que la tierra es quien produce las formas vivas. En efecto, las aguas
representan la masa de lo indiferenciado y la tierra los gérmenes de las diferencias.
A su vez, la tierra y el mar se diferencias porque éste último tiene una faz
bisexual. La tierra es femenina tanto en su carácter de masas continentales, así como
también en su carácter de Elemento fundamental del Universo. Por el contrario, el Mar
y el Océano, vistos como masas acuáticas desmesuradas, se caracterizan de manera
masculina, por la tradición grecorromana; mientras que en tanto Agua, el elemento es
femenino y masculino.
Por ejemplo, Cesare Ripa recurre al libro “Naturaleza de los Dioses” de Fortuno
para buscar una representación del agua, que remite a Neptuno en su carro triunfal,
como

… un viejo con la barba y los cabellos del color de las aguas marinas […]
Sostiene un Tridente con su diestra […] El Tridente representa las tres
naturalezas del agua, es decir, la de las fuentes y ríos, que es la más dulce, la

188
marina, que es amarga y salada, y la de los lagos, que sin ser amarga no es
agradable al gusto como la primera. (Ripa, 2007, T.I: 174 – 175)

Mas, luego la refiere como una

Mujer desnuda […] sentada al pie de un escollo rodeado de agua, en medio del
cual se pondrán uno o dos monstruos marinos. Y ha de sostener un cetro con la
diestra […] Lleva sobre la cabeza una corona de cañas acuáticas o, por
parecer más bella y majestuosa, una corona de oro.
Se pinta este elemento con cetro y con corona, porque no hay ningún otro más
necesario que éste para el cumplimiento del mundo y el desarrollo de la
humana vida. Por esto decían los poetas Hesíodo y Tales de Mileto, que el
Agua no era sólo principio de todas las cosas, sino también Señora de todos los
Elementos, por cuanto consume la Tierra, apaga el Fuego y se remonta por
encima de los Aires, cayendo desde el Cielo cuando fuere sazón, para que todas
las cosas necesarias al hombre nazcan sobre la tierra.” (Ripa, 2007, T.I: 305)

Entonces, ¿Cuál es la causa de ésta bisexualidad del agua? Ella puede tener su
origen en el poder generativo y destructivo que guarda en su esencia. En efecto, se nos
presenta a los hombres como una materia desafiante, dúctil y flexible, pero a su vez
caótica. En su cara rebelde, es el varón que presenta un rol activo frente al hombre
medieval, negándose a doblegarse ante su voluntad dado los escasos recursos
tecnológicos con que éste contaba para regular su uso. Asimismo, tiene una faz
femenina, creativa y generadora; siendo un elemento fundamental para la vida de todo
ser en el mundo, tal y como se nos dice en la cita de Ripa. Esta faz amigable es la que se
rescata cuando se ubica en el centro de los jardines algún arroyo o fuente con agua que
corre, aquí es un agua que fecunda la maternal tierra donde el hombre del Medioevo
encuentra alimento y refugio. Mas, cuando esas aguas, que discurren por la superficie de
la Tierra, se vierten en las abismales profundidades del mar o del Océano, la relación
del hombre con el elemento agua cambia, no es un lugar amigable. Es un espacio que
aterroriza por su inmensidad, soledad y por el constante peligro de muerte que corre
quien a los dominios del agua se arriesga.
Es por ello que, en la “Iconología”, Ripa nos dice que el mar es un

Anciano de muy larga cabellera que tiene la barba suelta y desordenada. Ha de


pintarse desnudo y de terrible aspecto. […] Se pinta horrible y espantable, tal
como dijimos, para mejor simbolizar su agitación y movimiento. (Ripa, 2007,
T.II: 126)

189
Será la violencia que a veces el mar puede demostrar y las escasas mejoras
técnicas que se darán en la navegación durante la mayor parte de la Edad Media las que
mantendrán y en algún caso acrecentarán el temor que los europeos de esas siglos
tuvieron ante esa masa de agua. Agua que por necesidad debían surcar en pos de
concretar intercambios comerciales, pero en cuyas travesías el navegante jamás se
apartaba de la costa lo suficiente como para perderla de vista, ver la tierra a lo lejos era
lo que le daba la seguridad necesaria para enfrentar al indómito mar.
Una de las descripciones más vívidas de un mar embravecido, origen de los
temores de los hombres del pasado, como así también en la actualidad, la encontramos
en el Tristán de Tomás de Inglaterra:

El viento sopla con fuerza levantando un gran oleaje, el mar se agita desde lo
más profundo. El tiempo es de tormenta, el aire se hace denso, las olas se
hinchan y el mar se oscurece. Llueve, graniza y la tempestad aumenta. Se
rompen las bolinas y los obenques, entonces bajan las velas y van navegando y
meciéndose a merced de las olas y del viento. Lanzan al mar la barca pues
están cerca del país al que quieren llegar, pero por desgracia no estuvieron
atentos y una ola la hizo pedazos. Tuvieron tantas pérdidas y la tempestad era
tan horrible que hasta los marineros más curtidos no podían aguantarse de pie.
Todos lloran y se lamentan, el miedo les hace sufrir mucho (en Riquer, 2001:
200)

En esta descripción podemos apreciar el rol pasivo que el hombre tenía ante un
mar indómito, sus frágiles embarcaciones crujían y los aparejos del velamen se
quebraban, no había manera de dominar la nave y los marineros arrían las velas para
ponerse “a merced de las olas y del viento”. En efecto, el temor es tal que no sólo los
hombres que desarrollan actividades en el campo temen al ver la tempestad, sino
también los marinos más experimentados temen por sus vidas. Esta representación del
mar como un locus terribilis, un sitio en el que el hombre está a merced de la ira de la
naturaleza se repite ampliamente en el imaginario medieval, llegando al punto de ser
negado como espacio en muchos relatos que sólo recurren a bosques, landas, castillos y
pueblos para desarrollar sus historias.
Sin embargo, Julián Muela Ezquerra (2007) apunta que el hombre medieval, y la
literatura así lo refleja, percibió al mar de dos formas distintas. La primera de ellas lo
entiende como un mar–superficie horizontal, que sirve de frontera, separación,

190
extensión y desplazamiento 145, en el que los protagonistas de la literatura se desplazan
libremente. Entendido de esta forma, el mar tuvo escaso protagonismo para la literatura
europea; pero, en el siglo XII, las influencias célticas en la literatura romance de Francia
generan una nueva percepción sobre el mar, como volumen. Este cambio lo establece
como un espacio de transformación, como un paso a un mundo diferente, con un
movimiento ya no horizontal, sino también vertical (arriba y abajo). Desde esta
perspectiva el mar toma otra densidad y los abismos se abren ante nuestros ojos, “El
fondo marino es otro mundo mucho menos mensurable, que tan pronto produce
alimento y sostiene la vida como se vuelve territorio ignoto de seres desconocidos y
conduce a la muerte” (Muela Ezquerra, 2007: 148)
Este terror sea probablemente el causante de que al mar, visto de manera
simbólica como un “océano interior” según Cirlot (2011) se le adjudican poderes
místicos o mágicos que comparte con los propios del elemento agua. Dice Cirlot (2011:
305) que las aguas en movimiento, como las del mar, presentan un carácter transitivo
entre la vida y la muerte; así todos los ámbitos acuosos son la fuente de vida y el final
de la misma. Tal visión del agua, no era propiedad exclusiva de los clásicos antiguos,
sino que por el contrario Zumthor (1994) nos recuerda que entre los siglo XII y XV los
occidentales se mostraron sensibles a las virtudes simbólicas del elemento líquido,
siendo al mismo tiempo purificación y muerte.
Asimismo, Chevalier y Gheerbrant consideran que mar y océano son términos
equivalentes a nivel simbólico, ya que ambos “… por su extensión aparentemente sin
límites […] [son] la imagen de la indistinción primordial, de la indeterminación del
principio” (2009: 767). Tal indeterminación hará, según Cirlot (2011: 344), que el
océano exprese una situación ambivalente, síntesis de la vida y la muerte. Es un creador
de monstruos y por ello es la perfecta morada abismal, pero su agua salada al destruir
las formas superiores de vida, las terrestres, lo hace ser un símbolo de la esterilidad. A
su vez, al ser origen de todo representa a la madre en su cara benévola o terrible.

145
“La superficie marina sirve al hombre medieval para unir y para separar, para aislar continentes y
poner límites al universo conocido, para alcanzar nuevas tierras o huir de peligros; también para provocar
miedo cuando esa mole se encabrita en forma de tempestades y olas rompiendo como murallas”. Muela
Ezquerra, J., op. cit. p. 148.

191
Sin embargo, como sucedía con el bosque, el mar había dejado de ser el
devorador de barcos para constituirse en nexo rápido y seguro, más seguro que los
pocos, inseguros y mal mantenidos caminos de la Europa continental. Fossier (1988:
238) dice que hasta bien entrado el siglo XIII, es decir cuando ya el imaginario cortés se
había estabilizado en un número de estereotipos y temáticas específicas, el océano
siguió siendo una zona que repelía al hombre; mas el mar, por el contrario, era, incluso
antes del siglo XII, una zona familiar para los navegantes. Los trasiegos de mercancía
por vía marítima eran comunes y abundantes y en “El Cuento del Grial” de Chrétien de
Troyes ocurre que por esta vía ingresa barcos mercantes cargados de alimentos hacia el
castillo sitiado de Blancheflor necesitado de ellos. Chrétien nos dice que “… un
vendaval impelió por el mar un barco que llevaba un gran cargamento de trigo y estaba
lleno de otras provisiones; y Dios quiso que, entero e incólume, arribara delante del
castillo” (2000: 85). Cuando ingresaron los barcos al puerto, los mercaderes se
presentaron: “Somos mercaderes que llevamos provisiones para vender: pan, vino,
cecina, y bastantes bueyes y cerdos que, si es necesario, se pueden matar” (2000: 85).
La abundancia es tal y la población del castillo se encuentra tan famélica que ofrecen
comprarles todo lo que llevan en sus naves y les aseguran a los comerciantes, “… no os
podréis escapar de recibir y contar los lingotes de oro y de plata que os daremos por el
trigo; y por el vino y por la carne recibiréis un carro cargado de riquezas, y aún más, si
es necesario” (2000: 85). En esta extensa cita podemos hacernos una idea del volumen
de mercancías que se traficaban por vía marítima para el periodo en que las historias
corteses adquirieron su forma estereotípica.
No obstante, como ya hemos visto en otras situaciones, para el imaginario poco
importaba la realidad contemporánea a su estructuración; encontrándose más
determinado por las viejas tradiciones y leyendas que por las experiencias que
cotidianamente podían percibirse. Así, se percibía al mar como un espacio que se
despliega inconmensurable, nexo entre culturas y mundos. El mar significaba la
ausencia total de caminos y por ello era metáfora de todas las incertidumbres. Paul
Zumthor plantea que el hombre medieval gustaba de sentir sus pies sobre la tierra firme
(1994: 75) y por ello el emprender una travesía marítima era una gran muestra de
valentía. Por ello, Aucassin no duda un momento, al llegar al mar, y al ver que el

192
camino de huida por tierra ha concluido, sube a la primer barcaza para continuar su
escape amoroso. Se puede observar que la travesía por mar es una hazaña de gran valía
para demostrar el amor que se jura sentir por la otra persona, así Nicolette le asegura a
su amado que “Por vos atravesaré el mar/ y por vos iré a otro reino” (Anónimo, 1998:
57). El tópico de la huida es reiterado en el célebre “Tristán” del manuscrito de Oxford,
allí se dice que éste caballero

No deja de caminar hasta llegar al mar. Llega al mar y encuentra a punta una
nave con todo lo que necesita. Fuerte, bella, grande y buena es la nave, como la
de los mercaderes; va cargada con muchas mercancías y debía zarpar hacia
Bretaña. Los marineros izan las velas, levan el ancla de la nave, se dirigen
hacia alta mar, pues sopla buen viento para la singladura […] Tristán ya está
entre ellos; el viento hincha la vela mayor, rápidamente avanza entre las olas
cortando el profundo mar. Tienen viento favorable, tal y como lo desean (en
Riquer, 2001: 170)

La huida a la que Tristán debe recurrir para salvar su vida, ante la cólera del rey
Marco, no es un simple cambio de lugar, un desplazamiento en las coordenadas del
espacio geográfico; apunta Muela Ezquerra que “El desplazamiento de la tierra hacia el
mar, o del mar hacia la tierra en los relatos medievales franceses añade un valor
simbólico” (Muela Ezquerra, 2007: 151). Este carácter transicional que presentan las
aguas, de fuerte raigambre céltica, se reitera en el “Jaufré”, donde el protagonista
accede a un nuevo reino a través del agua de una fuente, como así también en el
“Perceval” de Chrétien de Troyes, allí éste caballero se encuentra con el castillo del
Grial al atravesar un río. Asimismo, en el fragmento antes citado del “Tristán” de
Oxford apreciamos la influencia céltica en la concepción del mar–volumen
anteriormente apuntada. En efecto, el narrador nos dice que el barco, con las velas
henchidas “… avanza entre las olas cortando el profundo mar”. Ya el mar no es
concebido en una bidimensionalidad, adquiere densidad con el eje arriba – abajo y un
mayor protagonismo en el relato.
Sobre este punto, es probable que no exista, entre los relatos corteses más
afamados, uno en el que el mar se destaque como un espacio clave del
desenvolvimiento de la historia como en el “Tristán”. En esta historia, el mar une y
separa los reinos de Cornuelles, Irlanda y Bretaña, como en las novelas épicas del
periodo anterior que entendían a este ámbito como mar–superficie, como vía de

193
circulación, nexo que lleva al caballero a descubrir un nuevo reino donde probar su
valor y/o encontrar el amor. Pero en el “Tristán”, “… sin embargo, el amor no se
descubre en el país de destino, la isla irlandesa, sino que se cumple en el mar mismo,
con la escena del filtro…” (Muela Ezquerra, 2007: 163). La propia Iseo así lo expone,
en un célebre juego de palabras que realiza entre amar, la mar y el sabor amargo. En
este pasaje la coprotagonista le dice a Tristán: “… fue en el mar donde empecé a amar”
(Tomás de Inglaterra en Riquer, 2001: 59)
Es en éste ámbito, nada caballeresco, donde el amor se produce, contra la
voluntad de los enamorados, a través de la consumición de un filtro amoroso que los
servidores de Tristán confunden con vino y, producto de esta confusión, Tristán e Iseo
lo beben y se enamoran. Pero ese es un amor condenado dado que Iseo está prometida al
tío de Tristán, Marco, como futura esposa. Quizá por ello los enamorados disfrutan de
estar en alta mar, lejos de las costas donde la ley y las normas sociales los esperan para
penarlos por su amor condenado. Tomás de Inglaterra nos dice: “Los enamorados llenos
de gozo, van haciendo singladura por alta mar, a toda vela hacia Inglaterra”. (en Riquer,
2001: 59)
En efecto, este espacio que para el común de los personajes es de desasosiego,
de temor, de negación, para los amantes de esta historia, quizá por sus reminiscencias
célticas, se constituye en un ámbito propicio para el amor cortés, no precisan llegar a
ningún sitio para disfrutar de las mieles del romance y, por el contrario, la posibilidad
de que el barco atraque en puerto es vivida por los enamorados con amargura, Tomás de
Inglaterra, al respecto, nos comenta que “Los de la nave han divisado tierra; todos están
alegres y contentos, excepto Tristán, el enamorado, que si por su deseo fuera no la vería
durante mucho tiempo. Hubiera preferido seguir amando a Iseo en la mar, entregados a
sus deleites” (en Riquer, 2001: 59). Verdaderamente, la historia tristaniana tiene la
particularidad de constituir al mar no sólo como nexo y eje de comunicación entre los
diferentes reinos que son escenarios de la historia, sino que también lo ubica como un
espacio cortés, donde, merced a un filtro, el amor puede surgir entre los amantes; y, en
su calma faz, sin tempestades a la vista, el mar acuna a la embarcación que lleva sin
sobresaltos, bajo un sol radiante, a los amantes hacia puerto seguro y hacia destino
incierto.

194
Por su parte, en las aventuras que viven Aucassin y Nicolette en la chantefable
homónima podemos apreciar que el mar parece tener una voluntad propia que los lleva,
sin ellos pretenderlo, a conocer el reino de Torelore en primera instancia y luego a
separarse para que cada uno de ellos alcance el rango principesco que les permitirá una
unión en pie de igualdad. Aucassin regresará al reino de su padre para descubrir que
había muerto, y por tanto se convierte en el nuevo conde. Mientras que, nuestra heroína
descubre su origen noble en la ciudad de Cartagena lo que la liberará de su situación
servil, principal obstáculo para la unión de los enamorados. La capacidad del mar para
torcer el rumbo de los hombres y sus naves se expresa en las tormentas 146 que desvían a
los barcos en el primer caso al puerto de Torelore y en el segundo a los puertos de
Cartagena y Beaucaire. En este relato podemos observar influencias de la antigüedad
tardía dado que

… el mar reitera atributos de espacio conocido y peligroso a la vez, donde


ocurren las peores pericias y los encuentros más inesperados. La función
común de este mar a la alternativa de separar/unir, casi siempre personajes
enamorados pero también territorios, países, culturas… (Muela Ezquerra,
2007: 155)

Por otro lado, creemos que debemos destacar el rol fundamental que juega en el
imaginario cortés, sobre todo en el de langue d’Oïl, la isla. Eslabones de una tierra que
se pierde en lontananza y que brindan al navegante y al náufrago cobijo ante el
tenebroso mar. Además, las islas que se ubican del otro lado del horizonte se
constituyen en ámbitos perfectos para que “Otros mundos” se desenvuelvan y ocurran;
siendo sitio del paraíso en la tierra, siempre ubicado al este. El reino de Torelore, del
que no se aclara si es una isla pero que se encuentra mar de por medio, forma parte de
este grupo de islas maravillosas, de riqueza y abundancia sin parangón; siendo uno de
los ejemplos más famosos de esta temática el que se refiere al abad de Clonfert, San
Brandan, del siglo VI; sobre él dirán la Vita Brandani, y la Navigatio Brandani que era
un viajero que transitó por el Océano Occidental, de isla en isla, siendo cada una más
notable que la anterior. (Phillips, 1994: 26). Estos textos forman parte de una literatura

146
Así lo narra el texto: “… cuando estuvieron en alta mar [Aucassin y Nicolette], se levantó una
tormenta, que les llevó de país en país, hasta que llegaron a un lugar desconocido…”. ANÓNIMO (1998);
Aucassin…, op. cit. p. 76. Luego al ser capturados ambos por los sarracenos son llevados nuevamente a
alta mar y “Después se levantó una tempestad en el mar que dispersó los navíos”. Ibíd. p. 81.

195
que se desarrolló en Irlanda con el nombre de imram, caracterizada por mezclar
elementos paganos y cristianos.
Por su parte, en “El arte del juglar” encontramos una sola mención al mar:

Podría contarte también de […] Margarit [Almirante siciliano al servicio de


Guillermo II de Sicilia], que sin ser de alto estado [nobles] hizo en el mar
tantas acciones nobles, tantas hazañas y proezas que obtuvo mérito natural.
(Vidal de Besalú en Alvar, 1999: 192)

A él se remite como un espacio en el que se pueden realizar grandes hazañas en


pos de conseguir la nobleza por los actos, ganada con esfuerzo, y no la recibida por
herencia, que ya hemos visto ser denigrada por los teóricos del Amor de corte. Pero
carece de toda descripción sobre sus características o sobre las sensaciones que en el
hombre produce el estar en el mar.
A su vez, en el “Jaufré” se remozan nuevamente los temores hacia el mar, su
agresividad. Se lo llega a comparar con el infierno, ya que se desciende hacia abismos
insondables, carentes de luz y hogar de bestias y monstruos de todo tipo. En la
referencia al mar que realiza el propio caballero Jaufré se remite nuevamente a la idea
de que éste ámbito es una prueba del amor de un caballero hacia su dama, como puede
apreciarse en la siguiente cita en la que habla el narrador: Jaufré “… se precipitaría al
fondo del mar o al infierno, con sólo saber que allí se encontraba Brunisén” (Anónimo,
1998: 216).
En síntesis, el mar u océano es el peor escenario para la mentalidad medieval, el
peor caos, el originario. Es aun peor que un laberinto, sitio creado por el hombre con el
fin de perderse, dado que éste tiene una arquitectura, un orden; pero en el mar no hay
orden, sólo perdición en la inmensidad, sólo un caos fluctuante en la acuosa flexibilidad
marina.

196
Capı́tulo IX
La representació n del Orbis Terrarum y la otredad en las
historias corteses.
El mundo no es el escenario donde se desarrollan sus acciones, sino
su medio de evidencia: estamos inmersos en un entorno que no es más
que lo que percibimos. Las percepciones sensoriales son ante todo la
proyección de significados sobre el mundo
DAVID LE BRETON, El sabor del mundo. Una antropología de los
sentidos (2009)

E
l mundo es la mayor categoría imaginable del espacio abordado desde una
faceta cultural, y no debe confundirse éste término con el de globo
terráqueo. Ello se debe a que el mundo es una percepción del espacio con
tendencias universalistas, que compite con otras cosmovisiones, pero no es la superficie
terrestre en sí. En efecto, como apunta Le Breton, es una construcción netamente
conceptual, ya que, según Harald
Kleinschmidt (2009), es una categoría del
espacio que no puede experimentarse
pragmáticamente mientras se esté en él
dado que no puede concebírselo como un
espacio parcializado por nuestra
presencia.
Cabe aclarar que, durante la Edad
Media, el mundo era concebido como
parte de un sistema mucho más complejo,
con un nivel infra y otro supra terreno,
como puede apreciarse en el gráfico.
Asimismo, no toda la superficie terrestre constituía el “mundo”, como se dijo
anteriormente. Así, éste, entendido como un sitio conocido, ordenado con una particular
coherencia, es el ámbito propio del “nosotros”, es nuestro lugar de pertenencia. En
consecuencia, tal y como queda demarcado en el gráfico con el círculo centrado entre
ambos ejes, el mundo correspondería a un determinado plano de la existencia, entre el
cielo y el infierno, y a un determinado ámbito del planeta, la Cristiandad Occidental. En
ese ámbito del “nosotros” cultural los hombres medievales “Jamás están solos. Nadie es
indispensable. Todos se hallan atrapados en una red de dependencias terrestres y
celestes” (Le Goff, 1999: 141).
Pero, fuera de éste perímetro difusamente demarcado, con fronteras de gran
permeabilidad, está el caos, el Otro y el peligro. No obstante, existen Otros y espacios
de peligro y caos al interior de ese “mundo” europeo, como se ha podido apreciar en el
bosque, los campos y tierras yermas, además de en los mares lindantes. En opinión de
Jacques Le Goff

La tendencia de la cristiandad hacia la clausura se pone de manifiesto en su


comportamiento hacia los paganos. Ya antes de Gregorio Magno, los monjes
irlandeses se habían negado a evangelizar a sus detestados vecinos
anglosajones, a quienes querían confinar en el infierno y no arriesgarse a
encontrárselos en el paraíso. El mundo pagano fue durante mucho tiempo una
gran reserva de esclavos para el comercio cristiano… (1999: 129)

Este temor a lo distinto, ese intento por delimitar, en base a una fe profesada, lo
conocido y lo desconocido, lo propio de lo ajeno cristalizaba en una determinada
representación del mundo. Pero no debemos olvidar que muchos de los componentes de
esa representación provienen de un mundo pagano, el grecolatino. Y aunque, como
indica Phillips (1994: 19), las teorizaciones del mundo elaboradas por aquellos hombres
antiguos estaban plagadas de errores, debido a que Ptolomeo y sus continuadores se
basaron en observaciones indirectas que pudieron ser imprecisas o erróneas, ello no
tenía gran importancia para el hombre medieval, quien, como ya hemos visto en otras
situaciones, no se detenía a analizar las incongruencias y errores que tales teorías
pudiesen tener, tratando siempre de sostener la congruencia interna de una visión de
mundo que colocaba en su centro simbólico a la Jerusalén terrena, exorcizando las
grandes monstruosidades a los márgenes del plano, como puede apreciarse en el mapa
de Hereford (s. XIII).
Por su parte, las invasiones germánicas y la constitución de reinos sobre los
restos del Imperio Romano Occidental, crearon mundos casi cerrados en sí mismos.
Sólo al transcurrir los siglos esos fragmentos del viejo imperio se fueron reunificando

198
hasta conformar la Christianitas. No obstante, “… esta sociedad cerrada, opaca y hostil
a los demás fue, a pesar de sí misma, una esponja, un campo fertilizado por las
infiltraciones extranjeras” (Le Goff, 1999a: 130). Es innegable que Europa “… primero
fue alumna, tributaria de todo ese mundo que despreciaba y condenaba, el paganismo de
la Antigüedad, el paganismo de los pueblos que la nutrieron y la instituyeron durante el
largo espacio en que esa sociedad fue pobre y bárbara y creía poder encerrarse en sus
orgullosas certezas” (Le Goff, 1999a: 130)
Pero, aunque estos procesos de apropiación y resignificación ocurrían, la Iglesia
se negó a convalidar esos saberes paganos, entendiendo que lo único valioso para
cultivar eran aquellos saberes y valores que allanaban el camino hacia la Ciudad
Celeste, hacia el Paraíso, es decir los saberes bíblicos. Un claro ejemplo de ello fue la
actividad realizada por Cosma, monje alejandrino del siglo IV, en su “Topografía
Cristiana”. Allí se manifiesta una crítica y un rechazo absoluto hacia las teorías
geográficas clásicas, a la vez que se difundía una nueva visión sistemática del mundo,
basada en las “evidencias” bíblicas y en la propia del autor. En ésta obra se representa a
la tierra como oblonga, no esférica, cubierta por los cielos a modo de dosel abovedado
apoyado en unos muros que rodean los límites de la tierra. Asimismo, la tierra habitada
se entendía rodeada por las aguas, más allá de las cuales había otra tierra en la que se
localizaba el Paraíso y que, a su vez, se encontraba rodeada también por el océano. Los
extremos de esta segunda tierra, desde la que se suponía había llegado Noé tras el
Diluvio, estaban vinculados con los extremos del cielo. En éste sistema, el amanecer y
la puesta de sol, estrella que Cosma afirmaba que era de menor tamaño que la tierra, se
producían gracias a su paso regular tras una gran montaña que se ubicaba en el extremo
septentrional del mundo (Phillips, 1994: 25).
Entonces, siguiendo a Phillips, podríamos decir que la visión del mundo que
poseían los europeos de los siglos medievales, hasta en los estratos más educados, era
una mezcla de teorías e informaciones reales y mítico–fantásticas. Confusión que
perduró durante varios siglos debido a la imposibilidad, para la gran mayoría de la

199
población 147, de obtener experiencias de otros mundos que rebasaran los acotados
límites de su comunidad cristiana.
Ciertamente, John Roland Seymour Phillips asegura que la confusión referida
llevó a que, en Europa durante el Medioevo, no existiera una visión de mundo
generalmente aceptada, sino que por el contrario convivieran “… una gran variedad de
ideas, que no necesariamente eran coherentes unas con otras…” (1994: 227). No
obstante, existían
representaciones con mayor
resonancia que otras dentro de la
sociedad europea. De entre ellas
una de las que más se destaca es
el conocido mapa “T – O”.
Como puede observarse
en la representación esquemática
de un mapa “T – O” presente en
esta página, el mundo era
entendido como un disco plano
rodeado por el océano mundial,
que, al recorrer la circunferencia
de la tierra, tomaba la forma de la
O. Por su parte, el disco se dividía internamente a través de una T, que tenía al punto
cardinal oriental, el Este, en la parte superior. Asimismo, en esa T, el trazo vertical
representaba al Mediterráneo, que separaba Europa de África; mientras que el trazo
horizontal de esa letra lo formaban el río Tanáis (actual Don) y el Nilo, que separaban
Asia de Europa y África respectivamente.

147
Sin embargo, aún una movilidad reducida sólo a la aristocracia, la alta cúpula de la Iglesia, los
intelectuales y grandes comerciantes, generó un impacto nada desdeñable en las relaciones
interpersonales de la Plena Edad Media. Por ello, Enrico Castelnuovo y Giuseppe Sergi apuntan que una
“Característica a menudo ignorada de la Edad Media, la movilidad de los hombres determina un contexto
europeo horizontal (de poderosos, pero sobre todo de intelectuales), que se cruzan con el vertical del
localismo”. CASTELNUOVO, E., SERGI, G. (Eds.)(2009); Arte e historia en la Edad Media. Tiempos,
espacios, instituciones. V. I. Trad. Mª Teresa Chaves Montoya. Barcelona: Akal p. 8. Es decir, que junto a
la verticalidad inherente a las relaciones feudales, ocurridas y reproducidas localmente, convivían
relaciones horizontales, como las ideales del Amor Cortés, en las cuales la autoridad se manifiesta en la
virtud y pulimiento de los sujetos más que en la fuerza de la coerción.

200
Ciertamente, esa representación del espacio terrestre influyó grandemente sobre
las mentes medievales, quedando demostrado en los términos que elegían para referirse
a la totalidad de su mundo. Por ejemplo, en el roman “Jaufré” el narrador de la historia
asegura que Jaufré y Brunisén formaban una pareja sin parangón, ya que es imposible
que “… exista una pareja semejante en toda la extensión del mundo, en todo lo que la
mar encierra en su círculo y el sol ilumina…” (Anónimo, 1996: 302). Es clara la
referencia a la concepción del mundo representada por un mapamundi T – O, al decir
“… todo lo que la mar encierra en su círculo” está refiriéndose a la tierra en toda su
extensión, a los tres continentes conocidos. Equivaldría a decir que los protagonistas son
los mejores amantes de toda la creación.
Asimismo, es prioritario mencionar que en la mentalidad medieval no existen
medios para expresar un “espacio homogéneo vacío”, es decir, un espacio entendido
como una distancia abstracta que no demanda de nuestra presencia para que pueda
existir. En efecto, Paul Zumthor apunta que los hombres de esa época sólo tenían la
palabra latina locus y otras derivadas que designan “… el emplazamiento en el que se
encuentra un objeto determinado” (1994: 51). Así, el “espacio” medieval es un
entredos, un vacío a llenar, que toma existencia al jalonarse con puntos de referencia, un
fragmento en que se habita y que no es susceptible de dividirse en partes, ya que
sintetizan un conjunto de símbolos en un signo único e indivisible. Esa necesidad de
nombrar, de significar el espacio para jalonarlo de presencias, podemos recuperarlo en
las palabras con que un juglar describe su periplo por las tierras meridionales de
Francia:

Un jueves por la mañana, ante toda la concurrencia, pedí licencia para irme
[de Alvernia] […]. Atravesando Alvernia, pasé por Le Puy para venir a
Provenza […]. Aunque había una gran distancia, de allí me fui a Toulouse
[…]; allí tomé todo lo necesario para irme a Saverdun [entre Toulouse y Foix,
en la ribera del río Ariège, en el actual dpto. de Ariège]. No encontré a nadie en
Foix, pues el conde estaba en Alberdun [en los casos anteriores se mencionó a
los nobles y corte que fue encontrando en el camino], así que me dirigí a
Castillon [Castillon-en-Couserans, Ariège]. Y Dios, que vio/193 que mi intención
era seguir el camino más corto, me hizo llegar a Mataplana [al norte de Berga,
cerca de Ripoll, en la provincia de Gerona] el lunes pasado. (Vidal de Besalú en
Alvar, 1999: 193 – 194)

201
Como puede apreciarse en el relato del juglar, el espacio está medido en
segmentos gracias a una red de tupidas edificaciones, ya sean castillos o ciudades, que
van nombrando el entorno físico. Recordemos que en capítulos anteriores se trabajó
sobre la ausencia de humanidad en el espacio como un elemento terrorífico, una
dificultad o una prueba al transitar el espacio; ello se debe a que el espacio sin hombres
es la nada indefinida, es caer en la inexistencia y en el sinsentido. El mar es el espacio
sin lugares, sin nombres y sin presencia; por ello es un ámbito terrible y repulsivo para
la vida del hombre.
Mas, cabe preguntar, ¿por qué el ser humano necesariamente debe subjetivar el
entorno? No está en nosotros evitar este fenómeno, el hombre nunca ha podido conocer
más allá de la cultura que lo configura, lo posibilita y lo limita. Siempre percibimos la
realidad mediatizados por un conjunto de conceptos, supuestos, creencias que no
cuestionamos. Especialmente la naturaleza y el ámbito físico-geográfico, compañeros
del hombre desde su vida prehistórica, han sido subjetivados un sinnúmero de veces;
cada lugar es el sitio donde se articulan las propiedades físicas y simbólicas de la
naturaleza (Zumthor, 1994: 52). Es que, en el lugar, volvemos a tener una relación
íntima con el entorno, dejamos de relacionarnos con abstracciones, teniendo que
vincularnos a nivel subjetivo con el espacio; vinculación que siempre se produce a partir
de nuestras experiencias vitales y de nuestro primer lugar, el “terruño”.
Finalmente, consideramos que la subjetivación del espacio es necesaria a fin de
tomar posesión de él. Sólo el espacio es susceptible de abstracción en nuestra mente si
lo amoldamos a nuestras estructuras cognitivas. Es decir, lo debemos discursivizar para
aprehenderlo a través del lenguaje. No obstante, la lengua no es la “realidad”, sino que
responde a unas reglas gramaticales que nada tienen que ver con la realidad, y, por ende,
al interiorizar un discurso sobre el espacio circundante no internalizamos el espacio en
sí, sino una construcción subjetiva, colectiva y necesariamente cultural de nuestro
entorno 148. Ésta es la causa de que cada espacio tenga una personalidad específica,

148
“En todo momentos las actividades perceptivas decodifican el mundo circundante y lo transforman en
un tejido familiar, coherente, incluso cuando a veces asombra con los toques más inesperados. El hombre
ve, escucha, huele, gusta, toca, experimenta la temperatura ambiente, percibe el rumor interior de su
cuerpo, y al hacerlo hace del mundo una medida de su experiencia, lo vuelve comunicable para los
demás, inmersos como él, en el mismo sistema de referencias sociales y culturales” LE BRETON, D.

202
como ha podido apreciarse en el castillo, el bosque, el palacio o el jardín; tal
personalidad impregna el imaginario social, que nace de la relación fluctuante
mantenida entre el individuo y el resto del grupo y su cultura (Zumthor, 1994: 54).
A partir de estas conceptualizaciones nos es posible entender que la distancia sea
percibida cualitativamente para los intelectos del Medioevo. Es decir, lo distante no es
solamente aquello que se encuentra a muchos metros del sujeto que percibe. Por el
contrario, es más determinante al momento de definir la distancia el grado de extrañeza
que el sujeto siente respecto de aquello que percibe.
Ciertamente, es posible que para un milites hispánico ubicado en las fronteras
con el musulmán le fuera más próximo un caballero inglés, a cientos de kilómetros de
distancia, que un noble musulmán que habitará a unos cuantos kilómetros de su hogar.
La pertenencia cultural que compartían los pueblos de Europa se originaba en una
amplia categoría unitaria que se sobreponía por sobre los particularismos, las tradiciones
y los orígenes tribales; todos formaban parte del “pueblo cristiano”. Así, la Cristiandad
convivía y colisionaba con otros mundos culturales porque sólo frente a otros mundos,
frente a otras totalidades, la Cristiandad se mostraba homogénea y compacta. Pero,
vista en detalle la misma se mostraba como un mosaico, un heterogéneo collage con
múltiples matices de identidad que ligan al hombre, a un suelo, un pueblo y un líder
determinado.
Es ese lugar de pertenencia el que define el “nosotros”, es decir a los que
consideramos coparticipes de “algo” que excede nuestra individualidad, frente a un
“otro”. El “otro” es el distinto, el deforme, el extraño, el inmigrante, lo desconocido.
Mas, todos tienen en común el hecho de ser marginados, ya sea porque vivan fuera del
espacio familiar o porque, encontrándose al interior del “mundo” del hombre medieval,
moran en sitios al margen de la civilización, de la vida cortés, como es el bosque.
Muchos son los marginados que son desterrados a un espacio fuera del espacio,
emergiendo en el imaginario las “otras tierras”, los “países extraños” y las “tierras
lejanas” 149.

(2009); El sabor del mundo. Una antropología de los sentidos. Trad. Heber Cardoso. Buenos Aires:
Nueva Visión p. 14
149
El océano Índico como mare clausum delimita “… el mundo encerrado del exotismo onírico del
occidente medieval, el hortus conclusus de un Paraíso mezclado de arrebatos y de pesadillas. Si se abre, si

203
Pero para encontrarse con esos “otros mundos” era menester el viajar. Un viajar
entendido como un itinerario que remite a la idea de caminar un espacio significativo y
significado; dado que los hombres del Medioevo tenían una relación afectiva con el
espacio que transitaban. De allí que el viaje medieval sea tan maravilloso desde el siglo
XII. En esa civilización el viaje tiene una existencia triple: desplazamiento espacial,
agotamiento del tiempo e ingreso en los mitos fundadores. Bajo tal concepción del
viajar, el camino es en la Edad Media un lugar en sí, no sólo un nexo entre el punto a y
el b, está profundamente inscripto en la memoria de todos, en las tradiciones locales,
cada tramo invita a hacer un alto y lleva inscripta una significación original.
Debido a que la relación del hombre medieval con el espacio se basaba en la
idea de presencia, como ya se dijo, surge en su contracara la parte ignorada e
indiferenciada del paisaje, lo desconocido; suscitando leyendas de navegación
maravillosas, de travesías hacia el Otro Mundo, de vagabundeo peligroso. Por ejemplo,
en la chantefable “Aucassin et Nicolette” se menciona que tras la primera travesía por
mar llegaron ambos “… a un lugar desconocido, y entraron en el puerto del castillo de
Torelore…” (Anónimo, 1998: 76). Aquel sitio desconocido le generaba, especialmente,
a Aucassin, noble príncipe cristiano, un rechazo enorme al informarse de las costumbres
afeminadas que practicaba el rey del país y la indigna manera de luchar en la que no hay
muertos de ningún bando, sino solamente una pugna por quien ensucia en mayor grado
el sitio en el que se han dado cita los contendientes. Tan aborrecido está Aucassin que
solamente luego de darle una paliza al rey y obligarlo a abjurar de sus prácticas
degradadas puede sentirse a gusto en el sitio. Ello nos demuestra la cerrazón y la
voluntad “civilizadora” que manifestaban los pueblos europeos ante civilizaciones y
costumbres distintas.
Un “nosotros” distinto de un “ellos” parece aflorar en el relato, mientras que el
concepto de Christianitas subyace en los razonamientos y narración a pesar de no

se horada una ventana, un acceso, el sueño se desvanece” LE GOFF, J. (1983); op. cit. p. 266. El océano
Índico reboza de riquezas, “mar sembrado de islas”, islas afortunadas, felices y colmadas. La exuberancia
fantástica no es sólo en riquezas sino que hay hombres y animales fantásticos, que rompen con los tabúes
y las constituyen en tierras de libertad. Este océano se constituye en mare infinitum, sueño de lo
desconocido, de lo infinito y del miedo cósmico. Asimismo, para los cristianos es la imagen del santo que
guarda sus virtudes de las tempestades del pueblo. Además, el cristianismo busca en la India “… la vía de
acceso al paraíso terrestre. Porque es en las fronteras de la India donde la Cristiandad medieval lo sitúa,
de allí es donde parten los cuatro ríos paradisiacos que ella identifica con el Tigris, el Éufrates, el Ganges
(bajo el nombre de Pisón) y el Nilo (con el nombre de Gehón)” Ibíd. p. 278.

204
hacerse una sola mención a clérigo o iglesia alguna en ningún momento de la historia.
Esta cristiandad englobaría un espacio difuso en el que estarían incluidos una serie de
reinos que se enumeran en la obra, tales como el imperio de “… Constantinopla o de
Alemania o […] [el reino] de Francia o de Inglaterra…” (Anónimo, 1998: 41). Llama la
atención que los reinos de la península ibérica no sean mencionados pero tal incógnita
se devela páginas después. En efecto, parece ser que frente a un “nosotros”, la
Cristiandad, se yerguen altivos y desafiantes los “paganos”, masa informe para el
imaginario del autor que compone al parecer un sólo conglomerado bajo el mando de un
rey, y así lo afirma el narrador: “Quisieron darle [a Nicolette] por marido al rey de los
paganos…” (Anónimo, 1998: 84). Pero luego corrige esta afirmación imprecisa al decir
que ese rey que adjetiva como “felón” era uno de los “… más grandes reyes de toda
España…” (Anónimo, 1998: 87). Así, al precisar y delimitar el espacio de los paganos,
echa luz sobre la concepción que tenía, al menos el o los autores, sobre España;
excluida de la Cristiandad y formando parte del mundo pagano, rico pero condenado a
la barbarie y al infierno.
Como se habrá podido observar al comenzar el capítulo, existen, para la
cristiandad, separados del mundo terreno, contenedor de todos los ambientes
anteriormente tratados, dos espacios sobrenaturales, uno ubicado en un plano superior
que recibió el nombre de Paraíso –ubicado imaginariamente al Este–, premio de los
virtuosos; y otro que yace bajo el mundo terreno, el infierno, castigo de pecadores,
paganos y herejes. Llama la atención que tan arquetípica y extendida construcción
intelectiva, estructuradora de la vida y las acciones de los hombres, no se condiga con
las aspiraciones del héroe de la chantefable antes referida, quien caracterizaba de una
manera particular a esos dos destinos finales de la humanidad. La disquisición del
príncipe viene a raíz de una amenaza que el vizconde le profiere. Le aseguraba que se
iría al infierno a pasar la eternidad si insistía en un casamiento con la esclava Nicolette.
A esto Aucassin le responde que no le interesa entrar al paraíso porque allí sólo van

… los viejos clérigos y los viejos lisiados y los mancos, que día y noche
permanecen arrodillados ante los altares y en las viejas criptas, los que visten
viejas capas raídas y viejos harapos; los que están desnudos, sin zapatos y sin
calzas, y los que se mueren de hambre y de sed, de frio y de miseria […] con
ellos no tengo nada que hacer (Anónimo, 1998: 45)

205
Al contrario de lo que desearía todo príncipe cristiano, él dice “… yo quiero ir al
infierno…” (Anónimo, 1998: 46) porque a ese sitio

… van los nobles escolares y los nobles caballeros, que han perecido en los
torneos o en las magníficas batallas, y los valientes guerreros y los hombres
bizarros […], las hermosas damas corteses, que tienen dos o tres amantes,
además de sus maridos, y van también el oro y la plata, las pieles lujosas y el
petigrís; y van además los arpistas y los juglares, y los príncipes de este
mundo… (Anónimo, 1998: 46)

A primera vista, uno podría pensar que el joven noble con sus palabras busca
atacar al dogma de la Iglesia, pero si tenemos en cuenta que él respeta los cánones del
cielo y el infierno cristiano la cosa ya no resulta tan clara. Y, es que el joven está
convalidando con sus palabras las críticas vertidas por pensadores como San Bernardo
de Claraval sobre la vida caballeresca laica. En efecto, Aucassin describe de un modo
tal los aspectos de la vida cortés que, en aquel marco infernal, uno no puede evitar
aparejarlos con pecados capitales, por ejemplo las batallas y torneos con la soberbia, las
damas con varios amantes con la lujuria, el lujo con la avaricia. Es decir, sólo esta
escena resulta lógica si partimos de dos supuestos, primero, el joven conoce el dogma
cristiano y lo asume como tal, y, segundo, a pesar de conocerlo decide no renunciar a la
vida cortés que le asegura la condenación, cosa que advertía la Iglesia de la época.
Por su parte, Jaufré realiza una descripción de un sitio, un “otro mundo”, al que
accede a través de una fuente. Tal puerta de acceso ya nos está indicando que este sitio
proviene de una tradición diferente a la judeocristiana, la céltica. En palabras de Jaufré
ve a este lugar como

… la mejor tierra del otro mundo, donde hay colinas, estepas y montañas,
valles, cañadas y bellas llanuras, aguas, boscajes y prados, villas y castillos y
ciudades, pero todo se encuentra desierto y vacío de habitantes, porque un
caballero, malvado y cruel, todo lo ha devastado por la guerra, ha destruido la
tierra y asolado el país. (Anónimo, 1996: 256)

Para el autor del “Jaufré” el otro mundo consistiría en una versión mejorada de
este mundo; pero aquí vuelve a manifestarse la necesidad de presencia humana para que
tal lugar sea verdaderamente agradable. La ausencia de seres humanos mella la
magnificencia del entorno y es un signo de que algo anda mal, en éste caso la presencia
de un noble que hace la guerra a la señora del lugar y en el del castillo de Melián porque

206
este noble se encontraba preso y herido cíclicamente por un malvado caballero,
Tablante.
No obstante, ese otro mundo conoce una recuperación que es ajena a la realidad
europea de aquellos años. Tras la derrota del caballero que asolaba esas tierras, la
carestía que sufría la población local, que llegaba a afectar hasta el propio castillo del
señor

… porque era tan escasa su reserva de provisiones, que no tenían más que lo
justo de carne, de vino y de pan para cubrir sus necesidades de un día. De ello
comieron esa noche y después se fueron a acostar con tranquilidad. (Anónimo,
1996: 258)

Se recupera instantáneamente de la falta de alimento mencionada, logrando


sacar, de una tierra en guerra y asolada, alimentos suficientes para organizar un
banquete para festejar el final de las guerras, tras la derrota de ese caballero felón; para
el cual “… hicieron traer corderos, bueyes, cerdos, grullas y pavos reales, y diversas
especies de caza, de la que allí había en abundancia” (Anónimo, 1996: 265).
En conclusión, hemos observado en los casos citados el hecho de que los otros mundos
son lugares alejados y separados de las tierras europeas por una barrera acuática, ya sea
el mar en el caso de Torelore o una fuente profunda en el viaje de Jaufré. Asimismo, ese
ámbito fuera de este mundo es el receptáculo de las frustraciones del hombre; la comida
y la bebida bullen de una tierra pródiga, mucho más prodiga que las europeas, a las que
cuesta mucho sudor sacarle el magro fruto con el que soportar fríos y canículas año a
año. No obstante, la idea de un mundo lejos de éste no está tan presente en los poemas
occitanos consultados; teniendo mayor predicamento en el roman “Jaufré”, ya
influenciado por el ciclo artúrico proveniente de la zona de Oïl. Lo mismo ocurre con
“Aucassin et Nicolette”, obra que tiene un origen debatido; pero que funde elementos
del verso y de la prosa, y de tradiciones occitanas y del norte francés.

207
CONCLUSIONES
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba
ocioso ―que eran los más del año―, se daba a leer libros de
caballería, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el
ejercicio de la caza y aun de la administración de su hacienda; y llegó
a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas fanegas
de tierra de sembradura para comprar libros de caballería en que
leer…

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban


las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y
así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro de manera
que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que
leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias,
batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentos y
disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que
era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones
que leía…

MIGUEL DE CERVANTES Y SAAVEDRA, Don Quijote de la


Mancha (2004)

E
sperando que la lectura de tantas historias de caballeros, batallas dispares,
amores y requiebros no haya afectado nuestro juicio, como le sucedió a
aquel caballero de la triste figura, nos disponemos a abordar la difícil
tarea de concluir con una investigación para que nazca una tesis.
Indudablemente, el acto de investigar es siempre un devenir, siempre incompleto
y, en ocasiones, perfectible; por lo cual, el establecer conclusiones es siempre un hecho
arbitrario, parcial y muy personal. Por ello, en las próximas páginas se realizará un
abordaje sucinto y sintético de los principales aspectos trabajados a lo largo de los
capítulos precedentes a fin de concretar en unas breves páginas las aristas más
sobresalientes del trabajo realizado, al tiempo que responder a los problemas que
movilizaron dicha investigación.
En las páginas previas han desfilado múltiples obras literarias del amor cortés,
crónicas y hasta libros de cocina y en todos ellos hemos podido ver líneas que los unen,
imágenes comunes, sitios compartidos y rasgos comúnmente destacados. Por ello no
debemos olvidar que esta tesis ha buscado recuperar esas líneas subterráneas, esos
torrentes semióticos que, tomando como foco de nuestra atención la literatura cortés,
exceden los límites de un género para inundar toda una mentalidad de época, para
colorear con sus tonos los paisajes por los cuales hemos acompañado, a lomo de caballo
o a pie, a caballeros, doncellas, monstruos y magos.
En efecto, ese torrente son las representaciones, construcción polifacética y
polisémica, translúcida, deformante y formante de la grandiosidad y el horror. La
realidad humana, no entendida como dada sino como culturalmente determinada, está
hecha bloque a bloque por representaciones. Mas, particularmente, hemos tomado en los
capítulos anteriores unos recortes de la realidad toda, unos lugares de gran peso
simbólico en el mundo medieval a fin de captar sus representaciones, que se ramifican y
entroncan en otras tantas, el castillo y el palacio, el bosque y el jardín, el mar y el
mundo.
Después de visitar con nuestra imaginación tantos castillos, de trasponer
rastrillos y subir a elevadas torres siguiendo las voces de los narradores, ya ahogadas
entre las páginas de un libro, hemos podido apreciar las regularidades que refieren a la
representación de ese ámbito propio de la caballería, la guerra y el poder señorial. La
piedra y la altura podrían ser una buena síntesis de un castillo ya que el castillo del
mundo cortés no podía ser de otro modo sino pétreo. Pétreo por su factura pero pétreo
también por su búsqueda de altura, de elevación, de verticalidad, al encaramarse a altas
y grandes piedras en escarpadas colinas o acantilados, trono natural donde reposa la
mole señorial encastillada. Pero también el castillo es poder y linaje. Especialmente en
la torre, aunque también a través de los castillos apreciamos como la verticalidad se
convierte en poder y control del señor sobre la tierra de la que el castillo toma su
nombre. Desde las almenas y ventanas del castillo el señor podía ver sus tierras, como
en el caso de Gauvain, podía ver y ser visto. Asimismo, como dijimos, el castillo
también es linaje y heredad por lo que en sus salas se reconoce al nuevo soberano o se
declara la guerra a otro noble. Pero más importante aún, el castillo es quien le otorga
identidad, a través de los topónimos, a los linajes, lo que Morsel llamó topolinajes. En si
el castillo es piedra, dureza, hostilidad al foráneo, seguridad para el habitante, autoridad,
jerarquía y derechos linajísticos, es una representación polisémica de gran importancia
para el mundo medieval, prueba de ello es el caso ibérico del reino de Castilla, cuyo
nombre y escudo heráldico es un castillo.

210
Por su parte, complementario y contrastante a un tiempo el palacio emerge como
el espacio por antonomasia de la cortesía dentro del imaginario del fine amour. Su
representación es más conceptual, abstracta, que la del castillo que está formada por
sólida piedra. Cierto es que el concepto de lo palaciego se define más por unas
funciones corteses que por unas dimensiones determinadas, se define por la riqueza que
acoge, por la fineza de los materiales que la ornan, por las actividades que en él se dan
cita. La representación del palacio no puede entenderse desvinculado de la idea de
belleza, una belleza que trasuntan los materiales que le conforman, el marfil y el ébano,
los mármoles y metales preciosos, son moneda corriente en éste ámbito; una belleza que
en sus detalles posee remembranzas del Oriente, de la corte constantinopolitana que las
Cruzadas trajeron de regreso a las mentes de Europa Occidental.
En efecto, el Oriente, ya sea en las ciudades bizantinas, como así también las que
jalonaban la ruta de la seda y las especias hasta China, dio un modelo de fasto y
grandeza que la cortesía adoptó rápidamente para sí. Es aquí, entre la riqueza, donde se
dan las relaciones afables de la cortesía, donde los caballeros no pugnan por mostrar su
superioridad a través de las armas o de los títulos, sino que recurren a los modales, a las
muestras de generosidad y al gusto refinado en las artes y los alimentos. Particularmente
estos últimos poseen un lugar de primacía dentro de la vida palaciega y, por ende, de la
representación del Palacio. Su derroche, los grandes banquetes, las especias, los aromas
cargados de exotismo encienden los sentidos y convierten esta sala del castillo que
recibe a la corte itinerante, en un lugar mágico, ajeno a las carencias de un mundo
apegado a la tierra y a sus magros ciclos agrícolas. En el Palacio las limitaciones
materiales no aquejan al hombre, las chimeneas crepitan cargadas de leños, las jóvenes
damas proveen bebidas, comidas y grata compañía a los caballeros visitantes, los
banquetes se suceden entre bailes y juegos. En sí, el Palacio es un pequeño paraíso
terreno y laico; un Valhala que sacia las apetencias de una nobleza no tan modélica
como la Iglesia hubiese deseado.
Pero la nobleza no sólo encontraba solaz entre los cuidados del palacio. El
bosque, era un ámbito insustituible en las historias corteses, sobre todo en aquellas que
bajo la influencia de la tradición del langue d’Oïl otorgaban gran importancia a la
cinegética y a la búsqueda de aventuras. Sin embargo, el bosque, como hemos visto, no

211
era sólo un sitio importante para la aristocracia, sino que toda la sociedad medieval
dependía de él y se vinculaba con él de alguna forma. Proveedor de materias primas y
alimentos silvestres, tierra de cultivos temporarios y pasturas, el bosque siempre se
encontró en disputa por su uso y propiedad pero para el imaginario medieval era un
espacio definido por una extensión inconmensurable y por una densidad asfixiante.
Tales atributos lo hacían un receptáculo idóneo para colocar todos aquellos seres y toda
situación que no encajaba en la “normalidad”, era un sitio de lo temido, lo imposible, lo
maravilloso, era un espacio de libertad y suplicio. Para la Iglesia, y los escritores que
introdujeron sus valores en la literatura cortés, era el ámbito donde moran los espíritus
malignos, el demonio y sus acólitos, pero también se constituyó en el equivalente al
desierto oriental, el ámbito idóneo para la fuga mundi, para el encuentro con Dios. Sin
embargo, en el imaginario cortés laico, el bosque siempre fue el sitio de la aventura y
para los nobles de la época un tapiz vegetal en el que desarrollar la cinegética, actividad
de la que gustaban en gran medida.
Así también, el bosque era un locus amoenus, en ocasiones, para aquellos
amantes furtivos que pretendían ser libres, como Tristán e Iseo. Pero, como vimos, esta
libertad tiene un precio: la barbarie y la carencia. Entonces, el límite entre un locus
amoenus y uno terribilis sólo estará dado por las ayudas que los amantes reciban en este
lugar por parte de otros humanos que les proveerán de aquello que en la corte
dispondrían en abundancia: alimentos, fina vajilla y, en especial, sal, pan y vino. En
suma, el bosque es un ámbito ingobernable, caótico, pródigo y mezquino a la vez, es la
naturaleza en su ambivalencia, madre nutricia y segadora de vidas.
No obstante, en el imaginario cortés existe otro espacio natural de mayor
afabilidad para el hombre, sobre todo para el noble, el jardín. Como hemos visto, se
caracteriza por ser una construcción vegetal, en la que los muros delimitan su superficie
y las puertas regulan su acceso. Es un ámbito recogido, domesticado por el hombre y
pensado para su disfrute. En él, la naturaleza primaveral y la mujer joven se abren a
recibirlo y dispensarle los placeres al caballero que ingresa a este espacio. Cabe
mencionar que si bien éste lugar está presente tanto en la literatura del norte como del
sur de Francia, su importancia dentro de los relatos es mayor en la literatura en langue
d’Oc dado que los encuentros furtivos, los requiebros y las charlas se dan en él. Pero,

212
salvando este detalle, el jardín como representación resulta de sumo interés dado que
muestra una percepción de la naturaleza a la cual se le ha exorcizado su aspecto nefasto:
la corrupción de lo vivo, la vejez y la muerte. En el jardín no hay naturaleza otoñal o
invernal ni mujer anciana. Ambas se encuentran en una juventud primaveral que las
hace idóneas para el goce, para un goce sin la mácula de lo terreno ni el pesar de la
muerte. El jardín, al igual que el palacio, es un ámbito ideal de la cortesía, es una
prolongación vegetal del Palacio.
Hasta este punto, todos los espacios trabajados se asientan sobre la tierra, se
encuentran fijos en un plano horizontal y posibilitan un cierto orden por el cual circular.
También la tierra es percibida por su fecundidad como una mujer, una tellus mater, con
un carácter pasivo y yacente ante el hombre que la fecunda con el arado y la semilla. En
una palabra, la tierra es lo conocido, pero el mar no responde a ninguna de estas
características. Caos líquido, sin comienzo ni fin, abismo insondable, contenedor de
monstruos, devorador de barcos, portal hacia mundos fantásticos, el mar es un espacio
temido y a veces negado dentro del imaginario medieval.
Como vimos, en la literatura cortés de Francia confluyen varias tradiciones que
poseen posturas distintas frente al mar. En efecto, en ella convive el mar infinito céltico,
que funciona como nexo mágico y transicional entre mundos, con el mar domesticado
de los griegos, sembrados de islas para una navegación de cabotaje. Pero también hay
dos tradiciones que tienen una relación negada con el mar, los romanos lo ignoraban por
adverso y furioso, mientras que la tradición bíblica lo ha abolido, suprime este obstáculo
al eliminarlo.
Asimismo, el mar fue visto como una superficie – horizontal, es decir, una
frontera, una separación, la medida de la extensión por donde los barcos se deslizaban.
Mas, la literatura del siglo XIII recupera la tradición céltica, pasando el mar a verse
como un mar – volumen, con densidad y misterio, se convierte en un espacio de
transformación. Nadie regresa del mar como salió y, por ello, atreverse a realizar una
travesía es prueba acabada de valentía y arrojo. Sin embargo, en la mayoría de los
relatos corteses éste espacio es un gran ausente, exceptuando el caso del romance de
Tristán e Iseo. Esta historia de amor nace en alta mar, cuando Iseo es llevada por Tristán
hacia Cornualles para desposarse con el rey Marco. En alta mar se enamoran por acción

213
del filtro y en alta mar se solazan por vez primera uno en la compañía del otro. En esta
situación, el mar, como el bosque lo será luego, es un espacio de libertad y el llegar a la
costa es causa de pesar. Otra excepción es la de “Aucassin et Nicolette”. En esa
chantefable el mar aparece en la huida de los jóvenes amantes y se convierte, siguiendo
la tradición céltica, en un nexo con mundos mágicos, el reino de Torelore. Sin embargo,
como ya dijimos, en la mayoría de los relatos el mar es la frontera de las aventuras, es el
borde sobre el cual se colocan los castillos, es el sitio de donde provienen barcos de
mercaderes, pero no es un espacio ambicionado por la caballería para desarrollar sus
proezas, a diferencia de otras tradiciones literarias como la griega.
En suma, el mar u océano, ya que no hay gran distinción entre ambos términos,
es un sitio que se encuentra por fuera de toda cotidianeidad para el imaginario cortés y,
del mismo modo, se encuentra en los márgenes de la representación de mundo del
hombre medieval. Pero si bien el mar abarca a la tierra, el mundo es más que la suma de
tierra y mar. En efecto, es un espacio con tendencia universalista en su percepción que
no puede conocerse de manera parcelada y, por ende, no puede ser conocido de manera
empírica. La abstracción es la única vía para conocer el mundo.
Sin embargo, el mundo no es el globo terráqueo porque el mundo no se ve
determinado por lo geográfico del mismo modo que si lo está por la cultura. El mundo,
como todo espacio, es un ámbito culturizado. La cultura es la que otorga coherencia al
mundo, le brinda una lógica para que los hombres puedan explicarlo y hacerlo propio.
Es un espacio coherente, cultural y propio, por lo cual determina un “nosotros” frente a
un “otro”. Por ende, cada una de sus representaciones, como hemos visto, nos habla de
la manera de posicionarse de una sociedad dada frente a las demás. En lo que respecta al
caso europeo medieval, la representación de mundo responde a criterios heredados del
bagaje grecorromano, articulados a través de una lógica cristiana. De esta manera se
conformó el mapamundi conocido como “T-O”, nombre derivado de la forma que
toman las aguas al contornear los continentes africano, europeo y asiático.
Cabe aclarar que aunque las menciones al mundo sean escasas en la literatura
cortés trabajada, en las pocas referencias halladas existe una consonancia respecto a
estos criterios representacionales que circulaban por Europa. Pero las coincidencias no
sólo se limitan a convalidar el trazado que realizan del plano terrestre los cartógrafos y

214
teólogos de la época, sino que también reflejan la representación del mundo medieval
europeo en su verticalidad. Es decir que en la literatura cortés se ve reflejada la posición
intermedia del plano terrestre entre el Paraíso y el Infierno.
En conclusión, esta tesis, que versa sobre las representaciones de los espacios y
lugares de vida del hombre medieval, ha buscado obtener la particular visión que el
género cortés ha transmitido. Una visión subjetivada, personal, significada, que excede
a la corte y a la aristocracia, porque como era consciente Miguel de Cervantes al escribir
su “Quijote…”, los libros del género cortés poseyeron gran “… autoridad y cabida […]
en el mundo y en el vulgo…” (2004:13). Las historias que hemos trabajado en las
páginas precedentes no sólo fueron consumidas por un público variopinto, sino que
diversos hombres, famosos e ignotos, participaron en la confección de una trama rica en
matices, metáforas y simbolismos que nos hablan de su tiempo, de sus miedos, de sus
deseos y de la movilidad social que ocurría tras el pretendido hieratismo que la teoría de
los tres órdenes buscó legar a los siglos venideros. Por ello, esta tesis, que utiliza la
literatura cortés como su fuente principal, no sólo nos ha hablado de la corte, de los
requiebros de caballeros y los afeites de las damas, sino que ha roto esa primer línea de
análisis para acceder a las representaciones que les dan coherencia a aquellas imágenes
y que posibilitan que aún las entendamos sin mayor dificultad. Hemos buscado asir,
aunque solo fuere por un instante, las representaciones heredadas, pero también aquellas
que una época se hizo a su medida para explicar el mundo.
Sin embargo, somos conscientes de que todo trabajo es limitado y toda
investigación deja puntos sin tratar, aspectos a profundizar o análisis que enriquecer.
Pero, como apuntara Marc Bloch, “Lo inacabado, si tiende constantemente a superarse,
ejerce sobre cualquier mente apasionada una seducción que bien vale del logro
perfecto” (1998: 133). Por ende, esta investigación, como la Historia toda, es “… un
esfuerzo encaminado a conocer mejor; por consiguiente, algo en movimiento” (Bloch,
1998: 128) y en ese devenir los “… perpetuos ≪arrepentimientos≫ de nuestro oficio”
(Bloch, 1998: 132) son inevitables y saludables. En suma, esta tesis busca no ser más
que un aporte para reflexionar sobre los hombres en el tiempo y sobre nosotros mismos;
para reflexionar quiénes hemos sido y cómo aquellas representaciones del mundo aún
viven en nosotros y nos constituyen.

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