Las Órdenes Mendicantes

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LAS ÓRDENES MENDICANTES

La renovación espiritual en la Edad Media


impulsada por los Franciscanos y los Dominicos
(Catequesis en la audiencia general
del miércoles 13 de enero de 2010)

Por S. S. Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Al inicio del nuevo año miremos la historia del cristianismo, para ver cómo se
desarrolla una historia y cómo puede renovarse. En ella podemos ver que los santos,
guiados por la luz de Dios, son los auténticos reformadores de la vida de la Iglesia y de
la sociedad. Maestros con la palabra y testigos con el ejemplo, saben promover una
renovación eclesial estable y profunda, porque ellos mismos están profundamente
renovados, están en contacto con la verdadera novedad: la presencia de Dios en el
mundo. Esta consoladora realidad, o sea, que en cada generación nacen santos y traen la
creatividad de la renovación, acompaña constantemente la historia de la Iglesia en
medio de las tristezas y los aspectos negativos de su camino. De hecho, vemos cómo
siglo a siglo nacen también las fuerzas de la reforma y de la renovación, porque la
novedad de Dios es inexorable y da siempre nueva fuerza para seguir adelante.

Así sucedió también en el siglo XIII con el nacimiento y el extraordinario desarrollo de


las Órdenes Mendicantes: un modelo de gran renovación en una nueva época histórica.
Se las llamó así por su característica de «mendigar», es decir, de recurrir humildemente
al apoyo económico de la gente para vivir el voto de pobreza y cumplir su misión
evangelizadora. De las Órdenes Mendicantes que surgieron en ese periodo las más
conocidas e importantes son los Frailes Menores y los Frailes Predicadores, conocidos
como Franciscanos y Dominicos. Se les llama así por el nombre de sus fundadores, san
Francisco de Asís y santo Domingo de Guzmán, respectivamente. Estos dos grandes
santos tuvieron la capacidad de leer con inteligencia «los signos de los tiempos»,
intuyendo los desafíos que debía afrontar la Iglesia de su época.

Un primer desafío era la expansión de varios grupos y movimientos de fieles que, a


pesar de estar impulsados por un legítimo deseo de auténtica vida cristiana, se situaban
a menudo fuera de la comunión eclesial. Estaban en profunda oposición a la Iglesia rica
y hermosa que se había desarrollado precisamente con el florecimiento del
monaquismo. En recientes catequesis hablé de la comunidad monástica de Cluny, que
había atraído a numerosos jóvenes y, por tanto, fuerzas vitales, como también bienes y
riquezas. Así se había desarrollado, lógicamente, en un primer momento, una Iglesia
rica en propiedades y también inmóvil. Contra esta Iglesia se contrapuso la idea de que
Cristo vino a la tierra pobre y que la verdadera Iglesia debería ser precisamente la
Iglesia de los pobres; así el deseo de una verdadera autenticidad cristiana se opuso a la
realidad de la Iglesia empírica.

Se trata de los movimientos llamados «pauperísticos» de la Edad Media, los cuales


criticaban ásperamente el modo de vivir de los sacerdotes y de los monjes de aquel
tiempo, acusados de haber traicionado el Evangelio y de no practicar la pobreza como
los primeros cristianos, y estos movimientos contrapusieron al ministerio de los obispos
una auténtica «jerarquía paralela». Además, para justificar sus propias opciones,
difundieron doctrinas incompatibles con la fe católica. Por ejemplo, el movimiento de
los cátaros o albigenses volvió a proponer antiguas herejías, como la devaluación y el
desprecio del mundo material -la oposición contra la riqueza se convierte rápidamente
en oposición contra la realidad material en cuanto tal-, la negación de la voluntad libre y
después el dualismo, la existencia de un segundo principio del mal equiparado a Dios.
Estos movimientos tuvieron éxito, especialmente en Francia y en Italia, no sólo por su
sólida organización, sino también porque denunciaban un desorden real en la Iglesia,
causado por el comportamiento poco ejemplar de varios representantes del clero.

Los Franciscanos y los Dominicos, en la estela de sus fundadores, mostraron en cambio


que era posible vivir la pobreza evangélica, la verdad del Evangelio como tal, sin
separarse de la Iglesia; mostraron que la Iglesia sigue siendo el lugar verdadero,
auténtico, del Evangelio y de la Escritura. Más aún, santo Domingo y san Francisco
sacaron la fuerza de su testimonio precisamente de su íntima comunión con la Iglesia y
con el Papado. Con una elección totalmente original en la historia de la vida
consagrada, los miembros de estas Órdenes no sólo renunciaban a la posesión de bienes
personales, como hacían los monjes desde la antigüedad, sino que ni siquiera querían
que se pusieran a nombre de la comunidad terrenos y bienes inmuebles. Así pretendían
dar testimonio de una vida extremadamente sobria, para ser solidarios con los pobres y
confiar únicamente en la Providencia, vivir cada día de la Providencia, de la confianza
de ponerse en las manos de Dios.

Este estilo personal y comunitario de las Órdenes Mendicantes, unido a la total adhesión
a las enseñanzas de la Iglesia y a su autoridad, fue muy apreciado por los Pontífices de
la época, como Inocencio III y Honorio III, que apoyaron plenamente estas nuevas
experiencias eclesiales, reconociendo en ellas la voz del Espíritu. Y no faltaron los
frutos: los grupos «pauperísticos» que se habían separado de la Iglesia volvieron a la
comunión eclesial o lentamente se redujeron hasta desaparecer. También hoy, a pesar de
vivir en una sociedad en la que a menudo prevalece el «tener» sobre el «ser», la gente es
muy sensible a los ejemplos de pobreza y solidaridad que dan los creyentes con
opciones valientes. En nuestros días tampoco faltan iniciativas similares: los
movimientos, que parten realmente de la novedad del Evangelio y lo viven con
radicalidad en la actualidad, poniéndose en las manos de Dios, para servir al prójimo. El
mundo, como recordaba Pablo VI en la Evangelii nuntiandi, escucha de buen grado a
los maestros, cuando son también testigos. Esta es una lección que no hay que olvidar
nunca en la obra de difusión del Evangelio: ser los primeros en vivir aquello que se
anuncia, ser espejo de la caridad divina.

Franciscanos y Dominicos fueron testigos, pero también maestros. De hecho, otra


exigencia generalizada en su época era la de la instrucción religiosa. No pocos fieles
laicos, que vivían en las ciudades en vías de gran expansión, deseaban practicar una
vida cristiana espiritualmente intensa. Por tanto, trataban de profundizar en el
conocimiento de la fe y de ser guiados en el arduo pero entusiasmante camino de la
santidad. Las Órdenes Mendicantes supieron felizmente salir al encuentro también de
esta necesidad: el anuncio del Evangelio en la sencillez y en su profundidad y grandeza
era un objetivo, quizás el objetivo principal, de este movimiento. En efecto, se
dedicaron con gran celo a la predicación. Eran muy numerosos los fieles -a menudo
auténticas multitudes- que se reunían en las iglesias y en lugares al aire libre para
escuchar a los predicadores, como san Antonio, por ejemplo. Se trataban temas cercanos
a la vida de la gente, sobre todo la práctica de las virtudes teologales y morales, con
ejemplos concretos, fácilmente comprensibles.

Además, se enseñaban formas para alimentar la vida de oración y la piedad. Por


ejemplo, los Franciscanos difundieron mucho la devoción a la humanidad de Cristo, con
el compromiso de imitar al Señor. No sorprende entonces que fueran numerosos los
fieles, mujeres y hombres, que elegían ser acompañados en el camino cristiano por
frailes Franciscanos y Dominicos, directores espirituales y confesores buscados y
apreciados. Nacieron así asociaciones de fieles laicos que se inspiraban en la
espiritualidad de san Francisco y santo Domingo, adaptada a su estado de vida. Se trata
de la Orden Tercera, tanto franciscana como dominicana. En otras palabras, la propuesta
de una «santidad laical» conquistó a muchas personas. Como recordó el concilio
ecuménico Vaticano II, la llamada a la santidad no está reservada a algunos, sino que es
universal (cf. Lumen gentium, 40). En todos los estados de vida, según las exigencias de
cada uno de ellos, es posible vivir el Evangelio. También hoy cada cristiano debe tender
a la «medida alta de la vida cristiana», sea cual sea el estado de vida al que pertenezca.

Así la importancia de las Órdenes Mendicantes creció tanto en la Edad Media que
instituciones laicales como las organizaciones de trabajo, las antiguas corporaciones y
las propias autoridades civiles, recurrían a menudo a la consulta espiritual de los
miembros de estas Órdenes para la redacción de sus reglamentos y, a veces, para
solucionar sus conflictos internos y externos. Los Franciscanos y los Dominicos se
convirtieron en los animadores espirituales de la ciudad medieval. Con gran intuición,
pusieron en marcha una estrategia pastoral adaptada a las transformaciones de la
sociedad. Dado que muchas personas se trasladaban del campo a las ciudades, ya no
colocaron sus conventos en zonas rurales, sino en las urbanas.

Además, para llevar a cabo su actividad en beneficio de las almas, era necesario
trasladarse según las exigencias pastorales. Con otra decisión totalmente innovadora, las
Órdenes Mendicantes abandonaron el principio de estabilidad, clásico del monaquismo
antiguo, para elegir otra forma. Frailes Menores y Predicadores viajaban de un lugar a
otro, con fervor misionero. En consecuencia, se dieron una organización distinta
respecto a la de la mayor parte de las Órdenes monásticas. En lugar de la tradicional
autonomía de la que gozaba cada monasterio, dieron mayor importancia a la Orden en
cuanto tal y al superior general, como también a la estructura de las provincias. Así los
mendicantes estaban más disponibles para las exigencias de la Iglesia universal. Esta
flexibilidad hizo posible el envío de los frailes más adecuados para el desarrollo de
misiones específicas, y las Órdenes Mendicantes llegaron al norte de África, a Oriente
Medio y al norte de Europa. Con esta flexibilidad se renovó el dinamismo misionero.

Otro gran desafío eran las transformaciones culturales que estaban teniendo lugar en ese
periodo. Nuevas cuestiones avivaban el debate en las universidades, que nacieron a
finales del siglo XII. Frailes Menores y Predicadores no dudaron en asumir también esta
tarea y, como estudiantes y profesores, entraron en las universidades más famosas de su
tiempo, erigieron centros de estudio, produjeron textos de gran valor, dieron vida a
auténticas escuelas de pensamiento, fueron protagonistas de la teología escolástica en su
mejor período e influyeron significativamente en el desarrollo del pensamiento. Los
más grandes pensadores, santo Tomás de Aquino y san Buenaventura, eran
mendicantes, trabajando precisamente con este dinamismo de la nueva evangelización,
que renovó también la valentía del pensamiento, del diálogo entre razón y fe.
También hoy hay una «caridad de la verdad y en la verdad», una «caridad intelectual»
que ejercer, para iluminar las inteligencias y conjugar la fe con la cultura. El empeño
puesto por los Franciscanos y los Dominicos en las universidades medievales es una
invitación, queridos fieles, a hacerse presentes en los lugares de elaboración del saber,
para proponer, con respeto y convicción, la luz del Evangelio sobre las cuestiones
fundamentales que afectan al hombre, su dignidad, su destino eterno. Pensando en el
papel de los Franciscanos y de los Dominicos en la Edad Media, en la renovación
espiritual que suscitaron, en el soplo de vida nueva que infundieron en el mundo, un
monje dijo: «En aquel tiempo el mundo envejecía. Pero en la Iglesia surgieron dos
Órdenes, que renovaron su juventud, como la de un águila» (Burchard
d'Ursperg, Chronicon).

Queridos hermanos y hermanas, precisamente al inicio de este año invoquemos al


Espíritu Santo, eterna juventud de la Iglesia: que él haga que cada uno sienta la urgencia
de dar un testimonio coherente y valiente del Evangelio, para que nunca falten santos,
que hagan resplandecer a la Iglesia como esposa siempre pura y bella, sin mancha y sin
arruga, capaz de atraer irresistiblemente el mundo hacia Cristo, hacia su salvación.

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