Las Órdenes Mendicantes
Las Órdenes Mendicantes
Las Órdenes Mendicantes
Al inicio del nuevo año miremos la historia del cristianismo, para ver cómo se
desarrolla una historia y cómo puede renovarse. En ella podemos ver que los santos,
guiados por la luz de Dios, son los auténticos reformadores de la vida de la Iglesia y de
la sociedad. Maestros con la palabra y testigos con el ejemplo, saben promover una
renovación eclesial estable y profunda, porque ellos mismos están profundamente
renovados, están en contacto con la verdadera novedad: la presencia de Dios en el
mundo. Esta consoladora realidad, o sea, que en cada generación nacen santos y traen la
creatividad de la renovación, acompaña constantemente la historia de la Iglesia en
medio de las tristezas y los aspectos negativos de su camino. De hecho, vemos cómo
siglo a siglo nacen también las fuerzas de la reforma y de la renovación, porque la
novedad de Dios es inexorable y da siempre nueva fuerza para seguir adelante.
Este estilo personal y comunitario de las Órdenes Mendicantes, unido a la total adhesión
a las enseñanzas de la Iglesia y a su autoridad, fue muy apreciado por los Pontífices de
la época, como Inocencio III y Honorio III, que apoyaron plenamente estas nuevas
experiencias eclesiales, reconociendo en ellas la voz del Espíritu. Y no faltaron los
frutos: los grupos «pauperísticos» que se habían separado de la Iglesia volvieron a la
comunión eclesial o lentamente se redujeron hasta desaparecer. También hoy, a pesar de
vivir en una sociedad en la que a menudo prevalece el «tener» sobre el «ser», la gente es
muy sensible a los ejemplos de pobreza y solidaridad que dan los creyentes con
opciones valientes. En nuestros días tampoco faltan iniciativas similares: los
movimientos, que parten realmente de la novedad del Evangelio y lo viven con
radicalidad en la actualidad, poniéndose en las manos de Dios, para servir al prójimo. El
mundo, como recordaba Pablo VI en la Evangelii nuntiandi, escucha de buen grado a
los maestros, cuando son también testigos. Esta es una lección que no hay que olvidar
nunca en la obra de difusión del Evangelio: ser los primeros en vivir aquello que se
anuncia, ser espejo de la caridad divina.
Así la importancia de las Órdenes Mendicantes creció tanto en la Edad Media que
instituciones laicales como las organizaciones de trabajo, las antiguas corporaciones y
las propias autoridades civiles, recurrían a menudo a la consulta espiritual de los
miembros de estas Órdenes para la redacción de sus reglamentos y, a veces, para
solucionar sus conflictos internos y externos. Los Franciscanos y los Dominicos se
convirtieron en los animadores espirituales de la ciudad medieval. Con gran intuición,
pusieron en marcha una estrategia pastoral adaptada a las transformaciones de la
sociedad. Dado que muchas personas se trasladaban del campo a las ciudades, ya no
colocaron sus conventos en zonas rurales, sino en las urbanas.
Además, para llevar a cabo su actividad en beneficio de las almas, era necesario
trasladarse según las exigencias pastorales. Con otra decisión totalmente innovadora, las
Órdenes Mendicantes abandonaron el principio de estabilidad, clásico del monaquismo
antiguo, para elegir otra forma. Frailes Menores y Predicadores viajaban de un lugar a
otro, con fervor misionero. En consecuencia, se dieron una organización distinta
respecto a la de la mayor parte de las Órdenes monásticas. En lugar de la tradicional
autonomía de la que gozaba cada monasterio, dieron mayor importancia a la Orden en
cuanto tal y al superior general, como también a la estructura de las provincias. Así los
mendicantes estaban más disponibles para las exigencias de la Iglesia universal. Esta
flexibilidad hizo posible el envío de los frailes más adecuados para el desarrollo de
misiones específicas, y las Órdenes Mendicantes llegaron al norte de África, a Oriente
Medio y al norte de Europa. Con esta flexibilidad se renovó el dinamismo misionero.
Otro gran desafío eran las transformaciones culturales que estaban teniendo lugar en ese
periodo. Nuevas cuestiones avivaban el debate en las universidades, que nacieron a
finales del siglo XII. Frailes Menores y Predicadores no dudaron en asumir también esta
tarea y, como estudiantes y profesores, entraron en las universidades más famosas de su
tiempo, erigieron centros de estudio, produjeron textos de gran valor, dieron vida a
auténticas escuelas de pensamiento, fueron protagonistas de la teología escolástica en su
mejor período e influyeron significativamente en el desarrollo del pensamiento. Los
más grandes pensadores, santo Tomás de Aquino y san Buenaventura, eran
mendicantes, trabajando precisamente con este dinamismo de la nueva evangelización,
que renovó también la valentía del pensamiento, del diálogo entre razón y fe.
También hoy hay una «caridad de la verdad y en la verdad», una «caridad intelectual»
que ejercer, para iluminar las inteligencias y conjugar la fe con la cultura. El empeño
puesto por los Franciscanos y los Dominicos en las universidades medievales es una
invitación, queridos fieles, a hacerse presentes en los lugares de elaboración del saber,
para proponer, con respeto y convicción, la luz del Evangelio sobre las cuestiones
fundamentales que afectan al hombre, su dignidad, su destino eterno. Pensando en el
papel de los Franciscanos y de los Dominicos en la Edad Media, en la renovación
espiritual que suscitaron, en el soplo de vida nueva que infundieron en el mundo, un
monje dijo: «En aquel tiempo el mundo envejecía. Pero en la Iglesia surgieron dos
Órdenes, que renovaron su juventud, como la de un águila» (Burchard
d'Ursperg, Chronicon).