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El Lenguaje de Las Ciudades

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El

lenguaje
de las ciudades
Deyan Sudjic

Traducción de Ana Herrera


Título original: The Language of Cities

Publicado originalmente por Allen Lane, un sello de Penguin Books Ltd, London.

1.ª edición: septiembre de 2017

© 2016, Deyan Sudjic


El autor hace valer sus derechos morales sobre el libro.
Todos los derechos reservados.

© 2017, de la traducción, Ana Herrera

Ilustración de la cubierta : © Pola Damonte / Getty Images/DK Images/


Wikimedia Commons

Diseño de la cubierta : Penguin Random House Group, 20

Derechos exclusivos de edición en español


reservados para todo el mundo
y propiedad de la traducción:
© 2017: Editorial Planeta, S. A.
Avda. Diagonal, 662-664 - 08034 Barcelona
Editorial Ariel es un sello editorial de Planeta, S. A.
www.ariel.es

ISBN 978-84-344-2679-5
Depósito legal: B. 16.779 - 2017

Impreso en España por Huertas Industrias Gráficas

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Índice
1.  Qué es una ciudad   9
2.  Cómo hacer una ciudad   47
3.  Cómo cambiar una ciudad   103
4.  El gobierno de las ciudades   157
5.  La idea de una ciudad   195
6.  Las multitudes y sus descontentos   237

Agradecimientos  253

Bibliografía  255

Créditos de las fotografías   259

Índice alfabético  261
1
Qué es
una ciudad
«Ciudad» es una palabra que puede describir casi cualquier
cosa. Un pequeño asentamiento en el Medio Oeste, con me-
nos de 10.000 personas, y solo un sheriff para representar a
la autoridad cívica, puede llamarse ciudad. También lo es Tokio,
con una población que se aproxima a los 40 millones de per-
sonas, una estructura urbana basada en múltiples distritos
electorales, una cámara parlamentaria, un gobernador, un go-
bierno local que emplea a 250.000 personas y un presupuesto
multimillonario.
Si cualquier cosa puede definirse como ciudad, entonces
la definición corre el riesgo de no significar nada. Una ciudad
la configuran personas, dentro de las fronteras de las posibi-
lidades que esto ofrece y, por tanto, tiene una identidad dis-
tintiva, que consiste en mucho más que una aglomeración de
edificios. Clima, topografía y arquitectura forman parte de lo
que crea esa distinción, igual que sus orígenes. Las ciudades
basadas en el comercio poseen cualidades diferentes a aquellas
que tienen un origen industrial. Algunas ciudades las han cons-
truido autócratas, otras se han visto moldeadas por la religión.
Algunas ciudades tienen su origen en la estrategia militar, o en
el arte de gobernar.
Estos no son elementos genéricos, que produzcan siempre
los mismos resultados. Muchas ciudades tienen un río, pero
el Sena es único, parte esencial de lo que hace París distinto
de Berlín y el Spree. Hong Kong es una ciudad comercial, y
también Dubái, y Hamburgo, pero son ellas mismas, incon-

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fundibles. No todas las características que las distinguen son
positivas. Un teatro estilo «Beaux Arts» en ruinas y destrozado
que ahora se usa como aparcamiento de coches forma parte
específica de la identidad de una única ciudad, Detroit.
En términos materiales, una ciudad se puede definir por
la manera en que su gente se une para vivir y trabajar, por su
modo de gobierno, por su sistema de transportes y por el fun-
cionamiento de su alcantarillado. Y en no menor medida por
sus posibilidades económicas. Una definición de ciudad es que
se trata de una máquina de creación de riqueza, que, como mí-
nimo, hace que los pobres no sean tan pobres como eran antes.
Una auténtica ciudad ofrece a sus ciudadanos la libertad de ser
lo que quieren ser. La idea de lo que conforma una ciudad es
más elusiva, pero es tan significativa como los datos. A solo un
corto paseo de las cicatrices dejadas en el tejido de Nueva York
por la destrucción de las Torres Gemelas, en una serie de vallas
junto al Hudson, se han colocado las palabras de dos poetas
americanos en grandes letras mayúsculas fundidas una a una
en bronce. Carecen de precisión y no ofrecen prescripciones
para el urbanismo, sin embargo, tienen resonancias que faltan
a definiciones más materialistas de una ciudad.
El tono de Walt Whitman es el de una loa sublime:

¡Ciudad del mar! […]


¡Ciudad de muelles y almacenes… ciudad de altas fachadas
   de mármol y hierro!
¡Ciudad orgullosa y apasionada… vibrante, loca y caprichosa
  ciudad!

Faltan los dos primeros versos de Whitman, que reflejan


una condición urbana todavía más importante:

¡Ciudad del mundo! (pues todas las razas están aquí,


todos los países de la tierra depositan aquí su contribución).*

* En Hojas de hierba, traducción de Francisco Alexander, Editorial No-


varo, Barcelona, 1978, p. 420. (N. de la t.)

12
Y luego, un poco más allá, a orillas del río, con los nuevos
rascacielos como piezas de un juego de construcción, alineados
y visibles al otro lado del Hudson, Frank O’Hara es mucho más
lacónico:

No hay necesidad de dejar los límites de Nueva York para


encontrar todo el verdor que uno desea: no soy capaz de disfru-
tar ni de una simple hoja de hierba a menos que sepa que está el
metro cerca, o una tienda de discos, o alguna otra señal de que
la gente no lamenta totalmente la vida.

Los versos son producto de una creación de entorno (pla-


ce-making) que iluminan la sombra lúgubre de lo que antes se
conocía como el Centro Financiero del Mundo, que lo pagó.
El artista de origen iraní Siah Armajani seleccionó los versos y
diseñó su ubicación física, para crear un lugar donde los tra-
bajadores de las oficinas pudieran tomar el sol y sentir la brisa
procedente del Hudson.
Sigue sin resolverse la cuestión de si el propio World Fi-
nancial Center, formado por seis edificios distintos que ocu-
pan una superficie total de 740.000 metros cuadrados, está
o no a la altura de la idea de Whitman de una ciudad. Este
conjunto urbanístico resume la esencia de un cierto enfoque
de la creación de ciudades en un momento determinado de
la evolución de Nueva York. Este enfoque, replicado en todo
el mundo, ya no es el habitual, como se ha demostrado al re-
bautizar el sitio. El World Financial Center sobrevivió al 11S,
pero ahora se llama Brookfield Place. Deloitte, Fidelity y el
Wall Street Journal tienen su cuartel general en el número 200
de Liberty Street, una torre que en la década de 1980, tal
y como deseaban los promotores inmobiliarios cuando fue
construida, se llamaba One World Financial Center, y Merrill
Lynch está en el 250 de Vesey Street, antes conocida como
Four World Financial Center.
Las nuevas direcciones son un gesto hacia Jane Jacobs, la
crítica más importante de la planificación urbanística a gran es-

13
cala. Reflejan una conciencia tardía de que esos bloques mons-
truosos interrumpen el trazado de las calles. Pero con poner
un nombre de calle a 90.000 metros cuadrados de espacio de
oficinas en una torre de 40 pisos no basta para convertirla en
una ciudad íntima, a escala de los peatones. Brookfield Place
sigue siendo un monocultivo urbano, creado sobre un verte-
dero. Ofrece un lugar bastante civilizado en el cual comerse
un bocadillo, tiene una pista de hielo y un programa de ac-
tos para animar a los compradores a que acudan los fines de
semana. En Navidad, el Invernadero está iluminado toda la
noche.
Brookfield Place pertenece a la misma empresa inmobi-
liaria que controla Canary Wharf en Londres, que ofrece un
programa de arte público no menos ambicioso, y donde abun-
dan los lugares para comer. Como Brookfield Place, Canary
Wharf acoge las sedes locales de empresas de todo el mundo,
desde American Express a Nomura. Se agrupan todas en un
entorno que es bastante intercambiable, como la versión mo-
derna de los complejos kontor (una palabra que significa «pues-
to contable» u «oficina») establecidos por la Liga Hanseática en
el siglo xv. Los comerciantes de la Hansa se extendieron por
todo el norte de Europa, desde las ciudades libres del Báltico,
estableciendo enclaves en sitios tan lejanos como el Steelyard
de Londres. Eran muy suyos y llevaban su arquitectura adonde
quiera que iban, muy parecidos a los banqueros de inversio-
nes del siglo xxi que usan a sus decoradores americanos para
construir cines, piscinas y bodegas bajo sus casas adosadas en
Holland Park.
Walt Whitman pasó la última parte de su vida en Camden,
Nueva Jersey, cosa que sugiere que aunque apreciaba las cuali-
dades de una gran metrópoli, él mismo no sintió la necesidad
de pasar sus días en una. Frank O’Hara, por su parte, vivió en
la calle 9 Este; una vida que solo habría podido darse en lo que
entendemos como ciudad, en el sentido moderno del término.
Y esa fue la vida de un hombre gay en el Nueva York de los años
cincuenta, una ciudad que demostró los límites de su liberalis-

14
mo al convertirse en la primera jurisdicción de Estados Unidos
no en legalizar la homosexualidad, pero sí en definirla como
una falta, en lugar de un delito.
La vida de O’Hara se puede contemplar como el produc-
to de dos cualidades mutuamente interdependientes: urba-
nidad y modernidad. En el mundo moderno, una definición
importante de una ciudad podría ser aquel lugar que permite
a los homosexuales vivir como ellos decidan, igual que ofrece
también tolerancia para los religiosos y, como sugiere Whit-
man, da la bienvenida a ciudadanos de todas las naciones y
razas. Pero la tolerancia no carece de responsabilidades por
parte tanto de los anfitriones como de los recién llegados,
como demuestra el actual temor de que los emigrantes que
huyen de la guerra de Siria, Irak y Afganistán estén trayendo
con ellos la misoginia.
Existen pruebas consoladoras de que las ciudades que
han mostrado tolerancia han florecido mucho más que aque-
llas que no la han tenido. Ámsterdam se convirtió en el estado
comercial más poderoso del mundo en el siglo xvii, en parte
porque alentaba a los perseguidos (hugonotes, judíos, purita-
nos y otros) a vivir allí. A su vez, ésta fue el modelo de ciudad
que Pedro el Grande quiso construir, como ventana de Rusia
al mundo, aunque tuvo más éxito a la hora de replicar las cua-
lidades arquitectónicas de Ámsterdam que al abrazar la misma
tolerancia en San Petersburgo.
Pero la idea de una ciudad abierta, celebrada por Whit-
man y por O’Hara, no es la única base para las ciudades y su
crecimiento, incluso aquellas que admira el mundo moder-
no. Atenas la construyeron propietarios de esclavos, y no ha-
bía democracia popular en Roma ni en la Florencia renacen-
tista. Moscú, Beijing y Tokio todavía muestran las huellas de
las autocracias que las construyeron. El Kremlin, la Ciudad
Prohibida y el Palacio Imperial son los monumentos de un
sistema urbano que se construyó en torno a un solo individuo
todopoderoso. Cada uno de ellos tenía un palacio en el cen-
tro, rodeado por una ciudad interior de criados y familiares, y

15
una zona exterior para comerciantes y trabajadores excluidos
de la corte. Se desarrollaron sistemas para imponer el control de
las masas. Desde las primeras ciudades clásicas, las élites han
temido el poder de la masa, y han hecho todo lo que han
podido para eliminarlo. El auge de la ciudad industrial, des-
de principios del siglo xviii en Europa, llevó estos temores a
niveles febriles. Los observadores del enorme crecimiento de
las ciudades modernas empezaron a usar metáforas de la en-
fermedad para describirlas. Hacia 1830, William Cobbett apo-
daba a Londres la «Gran Excrecencia», un tumor en el rostro
de la Inglaterra rural.
Los números absolutos han preocupado a algunos de-
mógrafos al menos desde 1798, cuando Thomas Malthus con-
cluyó, hasta el momento equivocadamente, que las pobla-
ciones crecen mucho más deprisa de la velocidad a la que
podemos incrementar el cultivo de alimentos necesarios
para sobrevivir. El temor al crecimiento incontrolable de las
ciudades y el desorden que llevaría consigo ese crecimiento
era tan amenazador como la perspectiva de la hambruna
generalizada. Más recientemente nos hemos dado cuenta
de que ahora las ciudades contienen a la mayor parte de la
población del planeta, y esa conciencia ha generado nuevas
ansiedades.
A los pocos privilegiados que viven en los enclaves más
adinerados de Mumbai, mientras centenares de miles de per-
sonas viven en la calle, o en Nairobi, con Kibera, su enorme
suburbio pegado a la vía del ferrocarril, y otras tantas ciudades
igualmente polarizadas, esos enclaves les parecen más bien is-
las de orden, bajo el asedio de los desposeídos que presionan
por todos lados, en lugar de comunidades.
En 1950, las ciudades eran predominantemente creacio-
nes del mundo rico, que contenían el 60 por ciento de la
población urbana, aunque incluyese a los relativamente po-
bres, además de los más privilegiados. Ahora que el 70 por
ciento de los habitantes de las ciudades vienen del mundo
en desarrollo, es más probable que las ciudades sean pobres

16
en términos absolutos. Desde que empezó el siglo xxi, Lagos
y Daca han atraído cada una a 1.000 personas nuevas cada
día, cada año. No vienen de otras ciudades, sino en parte
del aumento natural de la población: del Bangladesh rural,
en el caso de Daca, y en el caso de Lagos, de toda el África
subsahariana y más allá. Durante un tiempo, esa transición
a la mayoría urbana se presentó, quizá con demasiada pre-
cipitación, como un acontecimiento con el mismo tipo de
significado potencial en la evolución de la humanidad que la
transformación de nuestros antepasados nómadas, cazadores
y recolectores, en granjeros asentados, o incluso que el des-
cubrimiento de vida en Marte. Pero cuando tuvo lugar de ver-
dad, no nos pareció tan dramático en su impacto inmediato
como se nos había anunciado.
Cuando la ONU empezó a hablar del cambio de las ciu-
dades, a principios de este siglo, dejó sin explorar la cuestión
de las definiciones. Si antes de 2005 la mitad de la población
del mundo todavía no vivía en ciudades, ¿dónde vivían exac-
tamente? ¿En el «campo» (un término con un sentido poco
claro)? ¿O bien en esas poblaciones que, sea por lo que sea, no
son ciudades? ¿Estaban en las zonas suburbanas de ciudades y
pueblos, o bien vivían en otros sitios completamente distintos?
De hecho, hay tantos tipos de «no ciudades» como de
ciudades. La vida en una granja, ya sea grande o pequeña,
una finca en el campo o un pueblecito pesquero no es vida
de ciudad. Una localidad minera, que extrae cobre, en el al-
tiplano chileno, no ofrece tampoco una vida ciudadana. La
vida en una base militar, en una de las antiguas colonias pena-
les de la Unión Soviética ahora cerradas, en una comunidad
bangladeshí cuyos miembros arriesgan su salud desguazando
barcos para vender la chatarra, en un asentamiento ilegal a
las afueras de Brazzaville, o en un campo de refugiados en la
frontera turca con Siria, está en cualquier caso muy alejada
de lo que sería la vida en lo que llamamos ciudad. Carecen de
los recursos materiales de una ciudad, y se están perdiendo
las cualidades que celebraban Whitman y O’Hara.

17
Las sociedades autocráticas construyen capitales para reforzar su natura-
leza jerárquica. Lo normal es que la corte política y religiosa esté en el
centro, con una ciudad comercial apiñada ante las puertas del castillo, y
los suburbios proletarios se extiendan hasta el horizonte. Moscú, Beijing
y Tokio son ciudades muy compactas, con unas hectáreas vacías en el cora-
zón urbano para los privilegiados, flanqueadas por rascacielos. El Kremlin
(arriba) que nació en 1147 como empalizada de madera, sigue siendo to-
davía un centro de poder.

18
El emperador japonés se trasladó de Kioto a Tokio en 1868. Desde entonces
el palacio no ha cambiado, mientras que la ciudad más grande del mundo ha
crecido en torno a sus fosos.

19
La dinastía Ming convirtió a Beijing en su capital en 1420. Mao pasó su
primera noche como líder supremo de la República Popular de China en
ese palacio.

20
La urbanización ha traído consigo cambios enormes, pero
parafraseando a William Gibson, el creador de la ficción cyber-
punk, no se distribuyen de manera uniforme. La vida rural y
la urbana no siempre están claramente diferenciadas. En al-
gunas ciudades africanas, los pobres rurales se trasladan a las
afueras de las ciudades que ofrecen más urbanismo que los
asentamientos que han dejado atrás. Esas ciudades se han salta-
do la industrialización y muchos de sus ciudadanos se mantie-
nen con la horticultura. Esto podría resultar tanto una ventaja
como un inconveniente. Una ciudad capaz de alimentarse sola
algún día podría encontrar ventajas importantes, comparada
con una que no es capaz. Kenia, en ausencia de líneas fijas de
teléfono de alambre de cobre, fue capaz de saltarse las antiguas
tecnologías y ser pionera en el banco a través del móvil. El ar-
quitecto Norman Foster está explorando un salto equivalente
en términos de transporte, con un proyecto que concibe un
aeropuerto de drones en Ruanda, para facilitar las entregas en
asentamientos remotos con carreteras poco fiables.
En los demás sitios, el cambio del campo a la ciudad está
más claro. En China, millones de campesinos se trasladaron,
probablemente de forma ilegal, a trabajar en obras de construc-
ción en Shanghái o fábricas de montaje de iPhone en Shenzhen.
Dejaron sus granjas pobres y, como en China no se permite a
su ciudadanía el movimiento libre interno, se encontraron vi-
viendo en albergues entre grupos de rascacielos o en chozas en
las propias obras, con unos derechos civiles muy restringidos.
En la India, una nación cuya Constitución garantiza la libertad
de movimiento, los intocables todavía escapan a la opresión
rural yendo a los suburbios de Mumbai para encontrar trabajo
y huir de la persecución de casta.
Una comprensión más íntima de esas «no ciudades» y una
comparación con algunas de las ciudades emergentes, y de las
más antiguas también, demuestra que la línea fronteriza entre
ellas es porosa. Las cualidades esenciales de lo que se podría
llamar «urbanidad» o «ciudadanía» como las describió la soció-
loga Saskia Sassen, pueden tener sus flujos y sus reflujos.

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Instalar unas letrinas bien mantenidas y generosamente
financiadas, con duchas y salas de lavandería, en un suburbio
de Mumbai como Dharavi, es un paso hacia un tipo de vida
urbana mucho más digna. Construir una escuela en un campo
de refugiados e instalar luces eléctricas en la calle a su alre-
dedor va más allá. Los planes de Mark Zuckerberg de llevar
las conexiones de alta velocidad de banda ancha por satélite
a zonas remotas de África inyectan otro tipo de «ciudadanía»
en lugares donde no existe todavía. Todas esas acciones puede
que conviertan las «no ciudades» en algo un poco más pa-
recido a una ciudad. E inversamente, hay formas en que las
ciudades pueden empezar a perder las cualidades que las ha-
cen urbanas, en lugar de ser simples colecciones banales de
edificios.
No resulta difícil discernir las cosas que señalan que una
ciudad está en peligro o en declive. Múltiples tipos de privacio-
nes para los pobres, altas tasas de mortalidad infantil, auge de
los delitos violentos, pérdida de empleos de las multinaciona-
les que se van, un transporte público deficiente, el aeropuer-
to que pierde vuelos, y unos presupuestos municipales que no
cuadran. Las ciudades con problemas terminales no pueden
proteger ya a sus ciudadanos de la violencia, ni aplicar la ley
frente a la corrupción ni siquiera ofrecer agua potable o sumi-
nistros de electricidad fiables.
Las medidas del éxito están menos claras. Un aumento
de la población puede tener significados distintos. Las ciuda-
des más pequeñas quieren atraer a más gente pero, a partir
de un cierto punto, ese aumento puede amenazar con sobre-
pasarlas. Para tener éxito, una ciudad tiene que ofrecer a sus
ciudadanos seguridad tanto física como jurídica y libertad de
elección.
Después de The Death and Life of Great American Cities [Muer-
te y vida de las grandes ciudades], Jane Jacobs escribió un libro
menos conocido, La economía de las ciudades, que sugiere con-
vincentemente que las ciudades que más triunfan son aque-
llas que tienen éxito en diferentes campos, y que son capaces

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Oxford, la universidad más antigua del mundo de habla inglesa (arriba),
tiene raíces en los monasterios cristianos de principios de la Edad Media.
Isfahán (abajo), como Oxford, también fue en tiempos capital, y creció en
torno a instituciones religiosas y el sistema educativo que las sostenía.

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de reinventarse a sí mismas continuamente. De modo que Los
Ángeles ha sido capaz de pasar de una economía basada en
la fruta, en otros tiempos, a la tecnología aeroespacial, de las
películas y la música a la banca, como base económica para
su existencia. Pero Detroit, en cambio, pasó directamente de
construir 9 de cada 10 vehículos a motor del mundo a una im-
plosión de población y a la bancarrota.
En algunos países, aunque no en todos, esta oleada re-
ciente de urbanización ha incrementado la dominación nacio-
nal de las ciudades que crecen a la tasa más veloz. Al menos
un británico de cada ocho es londinense, y la mayoría de los
nacimientos de Londres en 2014 fueron de padres que no eran
de Londres. Un turco de cada seis vive en Estambul. Es distinto
en la India. Mumbai, con 22 millones de personas, la segunda
ciudad más grande del país justo detrás de Nueva Delhi, tiene
dos veces más residentes que Estambul, pero en cambio acoge
a menos de uno de cada 60 indios. La clase política del país
tiene recuerdos vivos de la ideología de Gandhi, en la cual se
fundó la independencia, y por tanto tiene una antipatía resi-
dual hacia la misma idea de la ciudad. La India se basaba en la
autosuficiencia de la vida del poblado. Era una antipatía que se
mezclaba con el horror a los anglosajones y la ciudad industrial
que estos habían inventado. Esa actitud, recogida por la élite
de la India, educada en Oxford y Cambridge, en algunos ca-
sos de primera mano de John Ruskin y William Morris, les ani-
maba a ver las ciudades como una creación ajena, que reducía
a su pueblo a una miseria servil.
El número de habitantes de las ciudades, aunque se base
en datos censales fiables, nunca puede ser enteramente preci-
so. A pesar de su aparente precisión matemática, se basan en
una idea limitada de lo que constituye una ciudad, definida por
fronteras políticas. Esas fronteras no delinean necesariamente
las ciudades reales, igual que los mapas coloniales de África no
reflejaban la identidad étnica o nacional. Pero las fronteras de
las ciudades se pueden convertir en profecías autocumplidas.
Para bien o para mal, definen la forma en que interactúan los

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distintos niveles de gobierno para hacer que funcione una ciu-
dad. Definir una ciudad real, en lugar de una simple expresión
administrativa, implica un proceso más imaginativo.
Lo que se llama Ciudad de México no es una sola entidad
política. Una población de unos 20 millones de personas se
extiende a lo largo de 1.400 kilómetros cuadrados, en tres o
más jurisdicciones: el Distrito Federal, el estado de México y
un grupo de otros municipios atrapados en una ciudad que
crece a rachas. A veces su crecimiento se lleva a cabo mediante
la creación de asentamientos ilegales, planeada con precisión.
Cientos o incluso miles de ocupantes acuden en grupos or-
ganizados para tomar la tierra en incursiones que las auto-
ridades convencionales se ven impotentes de prevenir. Con
unos pocos movimientos rápidos crean hogares improvisados,
conectándose gratis a la electricidad y el agua. En otras zonas,
gran parte del crecimiento se hace a través de urbanizaciones
comerciales legales, que están socavando la calidad de vida
urbana de México capital al centrarse únicamente en propor-
cionar un refugio mínimo.
Antes se decía que la Ciudad de México estaba condenada
a ser el mayor asentamiento humano del planeta. Probable-
mente fue la primera de las grandes megaciudades del siglo xx
que causó una gran impresión en el resto del mundo, retratada
como una imparable erupción de seres humanos que inundaban
el paisaje hasta alcanzar el horizonte en todas direcciones. Las
predicciones de 1970 eran que México capital se convertiría en
una megalópolis de 30 millones de personas o más. Pero eso no
ocurrió. La población del amplio centro de la ciudad permane-
ce estable, y algunas de sus zonas históricas más densas incluso
han sufrido un declive. El crecimiento ahora se concentra en
la extensión urbana más allá de los límites de la ciudad, bajo el
control administrativo del estado de México. La clase media se
ha ido trasladando a zonas donde las comunidades valladas no
son solo para los privilegiados.
La Ciudad de México creció rápidamente a partir de la dé-
cada de 1940, cuando empezó a perder su antigua encarnación

25
como Jardín del Edén, afortunada al poseer un clima casi per-
fecto, que recuerda al de la edad dorada de Los Ángeles, pero
marcada físicamente por los restos de su pasado azteca e hispa-
no, representado por los patios barrocos repletos de flores y la
presencia de montañas rodeándola y la famosa laguna. La nie-
bla química que acompañó el descubrimiento de los vehículos
a motor, a través de los Volkswagen producidos localmente que
en tiempos monopolizaron sus calles, hizo que su crecimiento
fuese particularmente amenazador. Esa neblina tóxica no se
veía aliviada precisamente por la extrema altitud de México
capital y sus montañas, dos elementos que conspiran para atra-
par la polución de la ciudad en forma de una nube marrón
que parece espesarse todavía más bajo las alas de los aviones que
descienden allí. Cuanto más fue creciendo, más consecuencias
amenazadoras parecían tener los efectos de ese crecimiento
para las vidas de sus habitantes.
Ciertamente, México es enorme: más o menos unos 20 mi-
llones de personas viven en la propia ciudad, en el Distrito Fe-
deral, y en las extensiones urbanizadas en torno a este. Pero en
esto se acerca a Shanghái, Nueva York y Londres, si tenemos
en cuenta sus respectivas áreas metropolitanas. Las tres tienen
sus disparidades de riqueza, aunque en la Ciudad de México
parezca más violenta, más afianzada, y México no haya tenido
50 años de Mao y Marx para sofocar la anarquía y el caos del
país, de la forma que le ha ocurrido a China.
Hay niños de la calle, secuestros y escasez de agua en
México, y un sistema de alcantarillado que según fue diseña-
do está en el límite de su vida útil. Pero la Ciudad de México
nunca se ha convertido en el horror que a veces amenazaba.
Su crecimiento ha empezado a disminuir, hasta tal punto que
se podría comenzar a considerar la idea de que el crecimien-
to también se autorregula. Su reputación probablemente
tenga que ver con su proximidad con Estados Unidos. Para
los amantes del turismo del desastre, México es mucho más
conveniente que cualquier otra gran extensión urbana como
Lagos o Teherán.

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