La Confesión de Augsburgo
La Confesión de Augsburgo
La Confesión de Augsburgo
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Y ya que nosotros, el subscrito Elector y Príncipe, con otros que se nos han unido, hemos sido convocados a la dicha
Dieta, como también otros electores, príncipes y estados, en obediencia del Imperial mandato, hemos prontamente
acudido a Augsburgo y -sin querer jactarnos por ello- hemos estado entre los primeros en llegar.
Acordemente, también aquí en Augsburgo al principio mismo de la Dieta, Vuestra Majestad Imperial propuso a los
Electores, Príncipes y otros estados del Imperio, entre otras cosas, que varios estados del Imperio, debieran presentar
sus opiniones y juicios en idioma germano y latino. El miércoles fue dada contestación a Vuestra Majestad diciendo
que para el siguiente miércoles, ofreceríamos los artículos de nuestra confesión. Por lo tanto, obedeciendo los deseos
imperiales, presentamos en esta cuestión sobre la religión, la Confesión de nuestros predicadores y la nuestra,
mostrando qué doctrina de las Sagradas Escrituras y la pura Palabra de Dios ha sido enseñada en nuestras tierras,
ducados y dominios y ciudades y enseñada en nuestras iglesias.
Y si los otros Electores, Príncipes y estados del Imperio presentan, siguiendo la dicha proposición Imperial, escritos
similares en latín y alemán, dando sus opiniones en materia de religión, nosotros, juntos con los dichos príncipes y
amigos, estamos preparados para conferir amigablemente delante de ti nuestro Señor y Majestad Imperial, acerca de
los caminos y medios para llegar a la unidad, tanto como pueda honorablemente hacerse. De esta manera,
discutiendo pacíficamente sin controversias ofensivas, podamos alejar con la ayuda de Dios la disensión y ser
devueltos a la única religión verdadera. Puesto que todos estamos bajo un solo Cristo y damos batalla por El,
deberíamos confesar al único Cristo según el tenor del edicto de Vuestra Majestad Imperial y todo debe conducirse
de acuerdo a la verdad de Dios; y esto es lo que con fervientes oraciones pedimos a Dios.
Sin embargo, en relación al resto de los Electores, Príncipes y Estados, que constituyen la otra parte, si ningún
progreso se llegara a hacer, o algún resultado se obtuviera por medio de este diálogo en la causa de la religión,
siguiendo la manera en que Vuestra Majestad Imperial ha sabiamente dispuesto, es decir mediante la presentación de
escritos y discutiendo pacíficamente entre nosotros, dejamos al menos claro testimonio que de ninguna manera nos
estamos oponiendo a ninguna cosa que pudiera traer la concordia cristiana -tal como puede realizarse con Dios y por
medio de una buena conciencia- como también Vuestra Majestad Imperial y los otros Electores y Estados del Imperio
y todos los que estuvieran movidos por un sincero celo y amor por la religión y que tuvieran una visión imparcial
sobre el tema, podrán graciosamente dignarse a tomar nota y entender esto por medio de esta Confesión nuestra y de
nuestros asociados.
Vuestra Majestad Imperial, no una vez, sino frecuentemente ha graciosamente hecho saber a los Electores, Príncipes
y Estados del Imperio y en la dieta de Espira celebrada el año del Señor de 1526, de acuerdo a la forma de vuestra
instrucción y comisión Imperial dada y proclamada allí, que V. M. en tratar con este asunto de la religión, por ciertas
razones que fueron alegadas en nombre de V. M., no estaba dispuesto a decidir y no podía determinar nada por si,
sino que V. M. usaría de su oficio para con el Romano Pontífice para convocar un Concilio General.
El mismo asunto fue hecho público más extensivamente hace una año en la última Dieta que se reunió es Espira. Allí
Vuestra Majestad Imperial, a través de su Excelencia Fernando, Rey de Bohemia y Hungría, nuestro amigo y Señor,
como también a través del Orador y los Comisarios Imperiales, hizo saber que V. M. había tomado nota y ponderado
la resolución del representante de V. M. en el Imperio y del presidente y consejeros Imperiales y los legados de otros
estados reunidos en Ratisbona, concerniente a la convocación de un Concilio, y que V. M. había también juzgado ser
necesario convocar un Concilio y que también V. M. no dudaba que el Romano Pontífice podría ser inducido a
celebrar el Concilio General porque los asuntos que debían acomodarse entre V. M. y el Romano Pontífice estaban
llegando a un acuerdo y cristiana reconciliación. Por lo tanto V. M. por sí mismo expresó que buscaría asegurarse el
consentimiento del Pontífice para convocar dicho Concilio General tan pronto como fuera posible, mediante cartas
que deberían ser enviadas.
Por lo tanto, si el resultado de nuestro encuentro fuera tal, que las diferencias entre nosotros y las otras partes en lo
concerniente a la religión, no pudiera ser enmendado caritativamente y amigablemente, entonces aquí, ante Vuestra
Majestad Imperial, nos ofrecemos en toda obediencia, además de lo que ya hemos hecho, que nos haremos presentes
en dicho Concilio Cristiano libre para defender nuestra causa de acuerdo a la concordia que siempre ha habido de
votos en todas la Dietas Imperiales celebradas durante el Reino de V. M. por parte de los Electores, Príncipes y otros
estados del Imperio. A la asamblea de este Concilio General y al mismo tiempo a Vuestra Majestad Imperial, nos
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hemos dirigido, aún antes de esta Dieta y en manera propia y forma legal, y hecho demanda sobre este asunto, lejos
el mas importante y el mas grave. A esta demanda, dirigida tanto a V. M. como al Concilio seguimos adhiriendo; no
sería posible, ni estaría en nuestra intención dejarla de lado por medio de este u otro cualquier documento, a menos
que el asunto entre nosotros y la otra parte, de acuerdo al tenor de la última citación Imperial, fuera amigable y
caritativamente solucionado y traído a cristiana concordia. Con respecto a esto último nosotros solemnemente y
públicamente damos fe.
I. DIOS
En primer lugar, se enseña y se sostiene unánimemente, de acuerdo con el decreto del Concilio de Nicea, que hay una
sola esencia divina, la que se llama Dios y verdaderamente es Dios. Sin embargo, hay tres Personas en la misma
esencia divina, igualmente poderosas y eternas: Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. Todas las tres son una
esencia divina, eterna, sin división, sin fin, de inmenso poder, sabiduría y bondad; un Creador y Conservador de
todas las cosas visibles e invisibles. Con la palabra persona no se entiende una parte ni una cualidad en otro, sino que
subsiste por sí mismo, tal como los padres han empleado la palabra en esta materia.
Por lo tanto, se rechazan todas las herejías contrarias a este artículo, tales como la de los maniqueos, que afirmaron
dos dioses, uno malo y otro bueno; también la de los valentinianos, los arrianos, los eunomianos, los mahometanos y
todos sus similares. También la de los samosatenses, antiguos y modernos, que sostienen que solo hay una Persona y
aseveran sofísticamente que las otras dos, el Verbo y el Espíritu Santo, no son necesariamente Personas distintas, sino
que el Verbo significa la palabra externa o la voz, y que el Espíritu Santo es una energía engendrada en los seres
creados. (Alemán).
Nuestras Iglesias enseñan, en perfecta unanimidad la doctrina proclamada por el Concilio de Nicea: a saber, que hay
un solo Ser Divino que llamamos y que es realmente Dios. Asimismo que hay en el tres personas, igualmente
poderosas y eternas: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo; todos los tres un solo ser divino, eterno,
indivisible, infinito, todopoderoso, infinitamente sabio y bueno, creador y conservador de todas las cosas visibles e
invisibles. Por el término de Persona no designamos una parte ni una cualidad inherente a un ser, sino lo que subsiste
por si mismo. Es así que los padres de la Iglesia han entendido este término.
Rechazamos pues, todas las herejías contrarias a este artículo: condenamos a los Maniqueos que han establecido a
dos dioses uno bueno y uno malo; a los Valentinianos, los Arrianos, los Eunomianos, los Mahometanos y otros.
Condenamos asimismo a los Samosatienses antiguos y modernos que no admiten mas que una sola persona y que,
usando sofismas impíos y sutiles, pretenden que el Verbo y el Espíritu Santo no son dos personas distintas sino que el
“Verbo” significaría una palabra o una voz y que el “Espíritu Santo” no sería otra cosa que un movimiento producido
en las criaturas. (Latín).
Además, se enseña entre nosotros que desde la caída de Adán todos los hombres que nacen según la naturaleza se
conciben y nacen en pecado. Esto es, todos desde el seno de la madre están llenos de malos deseos e inclinaciones y
por naturaleza no pueden tener verdadero temor de Dios ni verdadera fe en él. Además, esta enfermedad innata y
pecado hereditario es verdaderamente pecado y condena bajo la ira eterna de Dios a todos aquellos que no nacen de
nuevo por el Bautismo y el Espíritu Santo.
Al respecto se rechaza a los pelagianos y otros que niegan que el pecado hereditario sea pecado, porque consideran
que la naturaleza se hace justa mediante poderes naturales, en menoscabo de los sufrimientos y méritos de Cristo.
Enseñamos que a consecuencia de la caída de Adán, todos los hombres nacidos de manera natural son concebidos y
nacidos en el pecado. Esto es, sin temor de Dios, sin confianza en Dios y con la concupiscencia. Este pecado
hereditario y esta corrupción innata y contagiosa es un pecado real que lleva a la condenación y a la cólera eterna de
Dios a todos los que no son regenerados por el Bautismo y por el Espíritu Santo.
Por consiguiente rechazamos a los Pelagianos y otros que han menospreciado los méritos de la pasión de Cristo
haciendo buena la naturaleza humana por su propias fuerzas naturales y que sostienen que el pecado original no es un
pecado.
Asimismo se enseña que Dios el Hijo se hizo hombre, habiendo nacido de la virgen María, y que las dos
naturalezas, la divina y la humana, están tan inseparablemente unidas en una persona de modo que son un solo
Cristo, el cual es verdadero Dios y verdadero hombre, que realmente nació, padeció, fue crucificado, muerto y
sepultado con el fin de ser un sacrificio, no solo por el pecado hereditario, sino también por todos los demás pecados
y así expiar la ira de Dios.
Enseñamos también que Dios el Hijo asumió la naturaleza humana en el seno de la bienaventurada Virgen María, de
manera que hay dos naturalezas, la divina y la humana, inseparablemente unidas en una Persona, un Cristo, Dios
verdadero y verdaderamente hombre, que nació de la Virgen María, verdaderamente sufrió, fue crucificado,
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muerto y sepultado, para reconciliarnos con el Padre y ser sacrificio, no solamente por el pecado original, sino
también por todos los pecados actuales de los hombres.
El mismo Cristo descendió al infierno, al tercer día resucitó y está sentado a la diestra de Dios, a fin de reinar
eternamente y tener dominio sobre todas las criaturas; y a fin de santificar, purificar, fortalecer y consolar mediante el
Espíritu Santo a todos los que en Él creen, proporcionándoles la vida y toda suerte de dones y bienes y
defendiéndolos y protegiéndolos contra el diablo y el pecado. El mismo Señor Jesucristo finalmente vendrá de modo
visible para juzgar a los vivos y a los muertos, de acuerdo con el Credo Apostólico.
También descendió a los infiernos y verdaderamente resucitó al tercer día, luego subió a los cielos para sentarse a la
derecha del Padre y reinar para siempre y tener dominio sobre todas la criaturas y santificar a aquellos que creen en
Él, mandando al Espíritu Santo a sus corazones, para reinar, consolar y purificarlos y defenderlos contra el demonio
y el poder del pecado.
El mismo Cristo vendrá visiblemente de nuevo para juzgar a los vivos y a los muertos, etc., según el Credo de los
Apóstoles.
IV. LA JUSTIFICACIÓN
Además, se enseña que no podemos lograr el perdón y la justicia delante de Dios por nuestro mérito, obra y
satisfacción, sino que obtenemos el perdón del pecado y llegamos a ser justos delante de Dios por gracia, por causa
de Cristo mediante la fe, si creemos que Cristo padeció por nosotros y que por Su causa se nos perdona el pecado y
se nos conceden la justicia y la vida eterna. Pues Dios ha de considerar e imputar esta fe como justicia delante de sí
mismo, como San Pablo dice a los Romanos en los capítulos 3 y 4.
Enseñamos también que no podemos obtener el perdón de los pecados y la justicia delante de Dios por nuestro
propio mérito, por nuestras obras o por nuestra propia fuerza, sino que obtenemos el perdón de los pecados y la
justificación por pura gracia por medio de Jesucristo y la fe. Pues creemos que Jesucristo ha sufrido por nosotros y
que gracias a Él nos son dadas la Justicia y la vida eterna. Dios quiere que esta fe nos sea imputada por justicia
delante de Él como lo explica Pablo en los capítulos 3 y 4 de la carta a los Romanos.
Para conseguir esta fe, Dios ha instituido el oficio de la predicación (Predigtamt). Es decir, ha dado el Evangelio y
los Sacramentos. Por medio de éstos, como por instrumentos, Él otorga el Espíritu Santo, quien obra la fe, donde
y cuando le place, en quienes oyen el Evangelio. Éste enseña que tenemos un Dios lleno de gracia por el mérito de
Cristo, y no por el nuestro, si así lo creemos.
Se condena a los Anabaptistas y otros que enseñan que sin la Palabra externa del Evangelio obtenemos el Espíritu
Santo por disposición, pensamientos y obras propias.
Para obtener esta fe, Dios ha instituido el Ministerio de la Palabra y nos ha dado el Evangelio y los Sacramentos. Por
estos Medios recibimos el Espíritu Santo que produce en nosotros la fe donde y cuando Dios quiere en aquellos que
escuchan el Evangelio. Este Evangelio enseña que tenemos, por la fe, un Dios que nos justifica, no por nuestros
méritos, sino por el mérito de Cristo.
Condenamos pues a los Anabaptistas y otras sectas similares que piensan que el Espíritu Santo llega a los hombres
sin el instrumento de la Palabra exterior del Evangelio, sino por medio de sus propios esfuerzos, por la meditación y
por las obras.
Se enseña también que tal fe debe producir buenos frutos y buenas obras y que se deben realizar toda clase de buenas
obras que Dios haya ordenado, por causa de Dios. Sin embargo, no debemos fiarnos en tales obras para merecer la
gracia ante Dios. Pues recibimos el perdón y la justicia mediante la fe en Cristo, como él mismo dice: “Cuando
hayáis hecho todo esto, decid: Siervos inútiles somos”. Así enseñan también los Padres, pues Ambrosio afirma:
“Así lo ha constituido Dios; que quien cree en Cristo sea salvo y tenga el perdón de los pecados no por obra, sino
sólo por la fe y sin mérito”.
Enseñamos también que esta fe debe producir frutos y las buenas obras mandados por Dios por amor de Él, pero que
no debemos apoyarnos en estas obras para merecer la Justificación. Porque la remisión de los pecados y la
Justificación nos vienen por la fe en Cristo, como él mismo dice: “Cuando hayáis hecho todo esto, decid: Siervos
inútiles somos.” Luc. 17, 10. Lo mismo es enseñado por los Padres. San Ambrosio dice: “Está ordenado por Dios que
quien crea en Cristo sea salvo, no por las obras, sino por la fe sola, recibiendo así la remisión de los pecados
gratuitamente y sin mérito".
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VII. LA IGLESIA
Se enseña también que habrá de existir y permanecer para siempre una santa iglesia cristiana, que es la asamblea de
todos los creyentes, entre los cuales se predica genuinamente el Evangelio y se administran los Santos Sacramentos
de acuerdo con el Evangelio.
Para la verdadera unidad de la iglesia cristiana es suficiente que se predique unánimemente el evangelio con toda
pureza y que los Sacramentos se administren de acuerdo a la Palabra divina. Y no es necesario para la verdadera
unidad de la iglesia cristiana que en todas partes se celebren de modo uniforme ceremonias de institución humana.
Como Pablo dice a los Efesios en 4: 4-5: “Un cuerpo y un Espíritu, como fuisteis llamados en una misma esperanza
de vuestra vocación; un Señor, una fe, un Bautismo”.
Enseñamos también que hay una Iglesia Santa y que ha de subsistir eternamente. Ella es la asamblea de todos los
creyentes en medio de los cuales el Evangelio es enseñado claramente y donde los Sacramentos son administrados
conforme al Evangelio.
Para que haya una verdadera unidad de la Iglesia Cristiana, es suficiente que todos estén de acuerdo con la enseñanza
de la doctrina correcta del Evangelio y con la administración de los sacramentos en conformidad con la Palabra
divina. Sin embargo para la verdadera unidad de la Iglesia Cristiana no es indispensable que uno observe en todos
lados los mismos ritos y ceremonias, que son de institución humana. Esto es lo que dice San Pablo: «Un cuerpo y un
Espíritu, como fuisteis llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un Bautismo » Ef. 4,
5-6.
Además, si bien la iglesia Cristiana en verdad no es otra cosa que la asamblea de todos los creyentes y santos, sin
embargo, ya que en esta vida muchos Cristianos falsos, hipócritas y aún pecadores manifiestos permanecen entre los
piadosos, los Sacramentos son igualmente eficaces, aun cuando los ministros que los administran sean impíos. Es
como Cristo mismo nos indica: "En la cátedra de Moisés se sientan los fariseos". Por consiguiente, se condena a los
donatistas y a todos los demás que enseñan de manera diferente.
Enseñamos también que la Iglesia no es otra cosa que la congregación de los santos y los verdaderos creyentes. Sin
embargo en este mundo, muchos falsos cristianos e hipócritas y mismo pecadores manifiestos están mezclados entre
los fieles. Ahora bien, los Sacramentos son eficaces, aun si son administrados por ministros impíos, como Cristo
mismo ha dicho: «Los escribas y los Fariseos se han sentado en la cátedra de Moisés etc.» Mat. 23,2.
Condenamos por lo tanto a los Donatistas y a todos los que enseñan lo contrario.
IX. EL BAUTISMO
Respecto al Bautismo se enseña que es necesario, que por medio de él se ofrece la gracia, y que deben bautizarse
también los niños, los cuales mediante tal Bautismo son encomendados a Dios y llegan a serle aceptados.
Por este motivo se rechaza a los anabaptistas, que enseñan que el Bautismo de párvulos es ilícito.
Enseñamos que el Bautismo es necesario para la salvación y que por el Bautismo se nos da la gracia divina.
Enseñamos también que se deben Bautizar los niños y que por este Bautismo son ofrecidos a Dios y reciben la gracia
de Dios.
Es por esto que condenamos a los Anabaptistas que rechazan el Bautismo de los niños.
Respecto a la Cena del Señor se enseña que el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Cristo están realmente
presentes en la Cena bajo las especies de pan y vino y que allí se distribuyen y reciben.
En cuanto a la Santa Cena del Señor, enseñamos que el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Cristo están
realmente presentes, y son distribuidos y recibidos en la Cena bajo las especies del pan y del vino. Rechazamos,
pues, la doctrina contraria.
XI. LA CONFESIÓN
Respecto a la confesión se enseña que la Absolución privada debe conservarse en la iglesia y que no debe caer en
desuso, si bien en la confesión no es necesario relatar todas las transgresiones y pecados, por cuanto esto es
imposible. Sal. 19: 12: “Los errores, ¿quién los entenderá?”.
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Con respecto a la Confesión, enseñamos que se debe mantener la Absolución privada en la Iglesia, aunque no sea
necesaria la enumeración de todos los pecados, ya que esto es imposible -como lo dice el Salmo 19,12: “Los errores,
¿quién los entenderá?”
XII. EL ARREPENTIMIENTO
Respecto al arrepentimiento se enseña que quienes han pecado después del Bautismo pueden obtener el perdón de los
pecados toda vez que se arrepientan y que la iglesia no debe negarles la Absolución. Propiamente dicho, el
arrepentimiento no es otra cosa que contrición y dolor o terror a causa del pecado y, sin embargo, a la vez creer
en el Evangelio y la Absolución, es decir, que el pecado ha sido perdonado y que por Cristo se ha obtenido la gracia.
Esta fe, a su vez consuela el corazón y lo apacigua. Después deben seguir la corrección y el abandono del pecado,
pues éstos deben ser los frutos del arrepentimiento de que habla Juan en Mat. 3: 8: “Haced frutos
dignos del arrepentimiento”.
Se rechaza a los que enseñan que quienes una vez se convirtieron ya no pueden caer.
Por otro lado se rechaza también a los novacianos, que negaban la Absolución a los que habían pecado después del
Bautismo.
También se rechaza a los que enseñan que no se obtiene el perdón de los pecados por la fe, sino mediante nuestra
reparación.
En lo que concierne al arrepentimiento, enseñamos que aquellos que han pecado después del Bautismo pueden
obtener el perdón de sus pecados todas las veces que se arrepientan y que la Iglesia no debe rechazar su Absolución.
El verdadero arrepentimiento comprende en primer lugar la contrición, es decir el dolor y terror que uno siente a
causa del pecado; en segundo lugar la fe en el Evangelio y en la Absolución, es decir, la certeza que los pecados nos
son perdonados y que la gracia nos llega por los méritos de Jesucristo. Es esta fe la que consuela los corazones y que
da paz a la conciencia. Luego de esto se debe enmendar la vida y renunciar al pecado. Ya que tales deben ser los
frutos del arrepentimiento, como lo dijo Juan el Bautista (Mt. 2,8) « Haced frutos dignos del arrepentimiento ».
Condenamos pues a los Anabaptistas que niegan que los justificados pueden perder el Espíritu Santo. Igualmente a
los que enseñan que una vez convertido, el Cristiano no puede volver a caer en el pecado. Condenamos también a los
Novacianos que niegan la Absolución a los que pecaron después del Bautismo. Finalmente rechazamos a los que
enseñan que se obtiene el perdón de los pecados, no por la fe, sino por nuestras satisfacciones.
En cuanto al uso de los Sacramentos se enseña que éstos fueron instituidos no sólo como distintivos para conocer
exteriormente a los Cristianos, sino que son señales y testimonios de la voluntad divina hacia nosotros para despertar
y fortalecer nuestra fe. Por esta razón los sacramentos exigen fe y se emplean debidamente cuando se reciben con fe
y se fortalece de ese modo la fe.
Sobre los Sacramentos enseñamos que no han sido instituidos solamente para ser signos visibles mediante los cuales
se reconoce a los Cristianos, sino también que son testimonios de la buena voluntad de Dios hacia nosotros,
instituidos para despertar y afirmar nuestra fe. Por esto exigen la fe y solamente son empleados correctamente si
uno los recibe con fe y para consolidar la fe.
Condenamos, pues, a los que enseñan que los Sacramentos “ex opere operato” justifican y no enseñan la necesidad
de la fe para recibirlos.
Respecto al orden eclesiástico se enseña que nadie debe enseñar públicamente en la iglesia ni predicar ni administrar
los Sacramentos sin un llamado legítimo.
En cuanto al orden en la Iglesia, enseñamos que nadie debe enseñar o predicar públicamente en la Iglesia, ni
administrar los Sacramentos, a menos que halla recibido una llamamiento regular (rite vocatio).
De los ritos eclesiásticos de origen humano se enseña que se observen los que puedan realizarse sin pecado y sirvan
para mantener la paz y el buen orden en la iglesia, como ciertas celebraciones, fiestas y cosas semejantes. Sin
embargo, se alecciona no gravar a las conciencias con esto, como si tales cosas fueran necesarias para la salvación.
Sobre esta materia se enseña que todas las ordenanzas y tradiciones instituidas por los hombres con el fin de aplacar
a Dios y merecer la gracias son contrarias al Evangelio y a la doctrina acerca de la fe en Cristo. Por consiguiente, los
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votos monásticos y otras tradiciones relacionadas con la distinción de las comidas, los días, etc. por medio de las
cuales se intenta merecer la gracia y hacer satisfacción por los pecados, son inútiles y contrarias al Evangelio.
En cuanto a los ritos eclesiásticos establecidos por hombres, enseñamos que uno debe observar lo que pueda realizar
sin pecar y que contribuya a la paz y al buen orden en la Iglesia, como por ejemplo, ciertas fiestas y otras
solemnidades. Sin embargo, exhortamos a no cargar las conciencias, como si esta suerte de instituciones humanas
fueran necesarias para la salvación. Antes bien enseñamos que todas las ordenanzas y las tradiciones instituidas
por los hombres para reconciliarse con Dios y merecer su gracia, son contrarias al Evangelio y a la doctrina de la
salvación por la fe en Cristo. He aquí por lo que tenemos por inútiles y contrarios al Evangelio los votos monásticos
y otras tradiciones que establecen diferencias entre alimentos, días, etc. por las cuales se piensa merecer la gracia y
ofrecer satisfacción por los pecados.
Respecto al Estado y al gobierno civil se enseña que toda autoridad en el mundo, todo gobierno y las leyes fueron
creadas e instituidas por Dios para el buen orden. Se enseña que los Cristianos, sin incurrir en pecado, pueden tomar
parte en el gobierno y en el oficio de príncipes y jueces; asimismo, decidir y sentenciar según las leyes imperiales y
otras leyes vigentes, castigar con la espada a los malhechores, tomar parte en guerras justas, prestar servicio militar,
comprar y vender, prestar juramento cuando se exija, tener propiedad, contraer matrimonio, etc.
Al respecto se condena a los Anabaptistas, que enseñan que ninguna de las cosas susodichas es cristiana.
Se condena también a aquellos que enseñan que la perfección Cristiana consiste en abandonar corporalmente casa y
hogar, esposa e hijos y prescindir de las cosas ya mencionadas. Al contrario, la verdadera perfección consiste sólo en
genuino temor a Dios y auténtica fe en él. El Evangelio no enseña una justicia externa ni temporal, sino un ser y
justicia interiores y eternos del corazón. El Evangelio no destruye el gobierno secular, el estado y el matrimonio. Al
contrario, su intento es que todo esto se considere como verdadero orden divino y que cada uno, de acuerdo con su
vocación, manifieste en estos estados el amor cristiano y verdaderas obras buenas. Por consiguiente, los Cristianos
están obligados a someterse a la autoridad civil y obedecer sus mandamientos y leyes en todo lo que pueda hacerse
sin pecado. Pero si el mandato de la autoridad civil no puede acatarse sin pecado, se debe obedecer a Dios antes que
a los hombres. Hechos 5: 29.
En lo que concierne al Estado y al gobierno temporal, enseñamos que todas las autoridades en el mundo, lo
gobiernos y las leyes civiles que mantienen el orden público, son instituciones excelentes, creadas y establecidas
por Dios. Un cristiano es libre de ejercer las funciones de magistrado, soberano o juez. Puede recurrir a los juicios
basados en las leyes imperiales y las otras leyes en vigencia, castigar a los malvados, emprender una guerra justa,
ser soldado, hacer contratos legales, tener propiedad, hacer juramentos cuando le sean requeridos, casarse etc.
Condenamos a los Anabaptistas que prohíben todas estas cosas a los creyentes.
Condenamos también a aquellos que enseñan que la perfección cristiana consiste en renunciar a las cosas
mencionadas mas arriba, mientras que la verdadera perfección consiste en el temor en Dios y la fe. El Evangelio no
enseña una justicia temporal y exterior, sino que insiste en la vida interior, en la justicia del corazón que es eterna. No
se opone al gobierno civil ni al estado, ni al matrimonio, sino que quiere que se observen todas esas cosas
como instituciones divinas. Por lo tanto, los Cristianos están necesariamente obligados a obedecer a sus magistrados
y leyes, salvo en el caso de que éstas lo conduzcan al pecado. En este caso deben obedecer a Dios antes que a los
hombres; Cf. Hechos 5, 29.
También se enseña que nuestro Señor Jesucristo vendrá en el día postrero para juzgar y que resucitará a todos los
muertos. Dará a los creyentes y electos vida y gozo eternos, pero a los hombres impíos y a los demonios los
condenará al infierno y a castigo eterno.
Consiguientemente, se rechaza a los Anabaptistas, que enseñan que los demonios y los hombres condenados no
sufrirán pena y tormento eternos.
Asimismo se rechazan algunas doctrinas judaicas, y que actualmente aparecen, las cuales enseñan que, antes de la
resurrección de los muertos, sólo los santos y piadosos ocuparán un reino mundano y aniquilarán a todos los impíos.
Enseñamos que Nuestro Señor Jesucristo aparecerá en el último día para juzgar a vivos y muertos. Resucitará a
todos los muertos. A los justos les dará la vida eterna y la felicidad. A los impíos y a los demonios los condenará al
infierno y los tormentos eternos.
Reprobamos pues a los Anabaptistas que enseñan que las penas de los condenados y los demonios tendrán un fin.
Rechazamos asimismo algunas doctrinas judías que algunos enseñan hoy en día , pretendiendo que antes de la
resurrección de los muertos, los justos dominarán la tierra y destruirán a los impíos.
En lo que respecta al libre arbitrio, enseñamos que el hombre posee una cierta libertad para elegir una vida
exteriormente justa y que puede elegir entre las cosas accesibles a la razón. Pero sin la gracia, la asistencia y la
operación del Espíritu Santo no le es posible al hombre agradar a Dios, arrepentirse sinceramente y poner en El su
confianza y remover de su corazón la maldad innata que posee. Esto no es posible sino mediante el Espíritu Santo
que nos ha sido donado por la Palabra, ya que San Pablo dice en 1 Cor 2,14: « El hombre natural no percibe las
cosas que son del Espíritu de Dios ».
Esto es dicho de mucha maneras bien claras por San Agustín al hablar sobre el libre albedrío en su libro
Hipognosticon, L. 3: «Confesamos que todos los hombre tienen un libre albedrío, ya que todos tienen por naturaleza
una razón y una inteligencia innatas. No es que sean libres en el sentido de que sean capaces de relacionarse con
Dios, como por ejemplo amarlo y temerle con todo el corazón; sino que lo son en el sentido de que pueden elegir
entre el bien o el mal en las obras exteriores de esta vida. Por bien entiendo lo que la naturaleza humana es capaz de
llevar a cabo: por ejemplo trabajar en un campo, comer, beber, visitar un amigo o no hacerlo, vestirse o desvestirse,
casarse, ejercer un oficio y hacer otras cosas parecidas que son buenas y útiles. Y sin embargo, todo esto no se hace
sin Dios y no subsiste sin Él, ya que de Él y por Él son todas las cosas. Por otra parte el hombre puede por su propia
decisión elegir el mal, como por ejemplo adorar un ídolo, cometer un asesinato, etc.».
Condenamos pues a los Pelagianos y otros, que enseñan que sin el Espíritu Santo, por el poder propio de la
naturaleza, el hombre puede amar a Dios sobre todas las cosas, cumplir sus mandamientos como tocando “la
substancia del acto”. Ya que, aunque la naturaleza puede ejercer un acto externo (por ejemplo puede impedir que las
manos del ladrón se posen sobre lo que quiere robar o matar), sin embargo no puede producir mociones internas,
como el temor de Dios, la confianza en Dios, la castidad, la paciencia, etc.
Sobre la causa del pecado se enseña entre nosotros que, si bien Dios omnipotente ha creado y sostiene toda la
naturaleza, sin embargo, la voluntad pervertida -es decir, la del diablo y de todos los impíos- produce el pecado
en todos los impíos y en quienes desprecian a Dios. Esta voluntad, tan pronto como Dios ha quitado la mano, se
vuelve de Dios al mal, como Cristo dice en Juan 8: 4: “El diablo habla mentira de lo suyo”.
Con respecto al origen del pecado, he aquí lo que enseñamos: Dios ha creado y preserva a la naturaleza entera; sin
embargo la causa del pecado es la voluntad de los malvados, esto es, de los hombres impíos que, sin la ayuda de Dios
se apartan de Dios, como dice Cristo en Jn. 8, 44: «El diablo habla mentira de lo suyo».
Se nos acusa falsamente de prohibir las buenas obras. Pues nuestros escritos acerca de los Diez Mandamientos y
otros semejantes han proporcionado buenas y útiles exposiciones y exhortaciones respecto a las profesiones y obras
verdaderamente Cristianas. Acerca de esto se enseñó poco anteriormente; al contrario, mayormente se recalcaban en
todos los sermones obras pueriles e innecesarias, como el rezo del rosario, el culto a los santos, el monacato,
peregrinaciones, ayunos, fiestas, cofradías, etc. Nuestros adversarios ya no alaban tales obras innecesarias con tanta
exageración como antes. Además, han aprendido ahora a hablar de la fe, sobre la cual en tiempos pasados no
predicaban absolutamente nada. Ahora enseñan que no somos justificados ante Dios solamente por las obras, sino
que añaden a ello la fe en Cristo. Dicen que la fe y las obras nos hacen justos delante de Dios. Tal enseñanza
posiblemente proporcione algo más de consuelo que la enseñanza de que se confíe únicamente en las obras.
Es falsa la acusación que se nos hace de prohibir las buenas obras. Los escritos sobre los diez Mandamientos y otros
por el estilo, dan testimonio de que hemos enseñado todo los concerniente a las buenas obras de todos los estados de
vida y lo que se necesita para agradar a Dios. Con respecto a estas cosas los predicadores ordinariamente enseñan
poco, exhortando a obrar cosas infantiles e innecesarias como la observancia de feriados, ayunos, hermandades,
peregrinaciones, servicios en honor a los santos, rosarios, vida monástica etc. Como nuestros adversarios han sido
amonestados sobre estas cosas, han comenzado ahora a dejarlas de lado y no predican sobre estas obras como antes.
Han comenzado ahora a mencionar a la fe, de la cual anteriormente había un admirable silencio. Enseñan de que no
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somos justificados solamente por las obras, sino por una unión de fe y obras. Dicen también que somos justificados
por la fe y las obras. Esta doctrina es mas tolerable que la antigua y produce mayor consolación que la anterior.
Ya que la doctrina de la fe, que es la principal de la existencia Cristiana, dejó de acentuarse por tanto tiempo (como
es forzoso admitir), y sólo se predicaba en todas partes la doctrina de las obras, los nuestros han enseñado lo
siguiente respecto a estas cosas:
Primeramente, nuestras obras no pueden reconciliarnos con Dios ni merecer la gracia, sino que esto sucede sólo
mediante la fe al creer que se nos perdonan los pecados por causa de Cristo, quien es el único mediador que
reconcilia al Padre. Ahora bien, quien piense realizar esto mediante las obras y merecer la gracia, desprecia a Cristo y
busca su propio camino a Dios en contra del Evangelio.
Y como la doctrina concerniente a la fe, que debería ser la mas importante en la Iglesia, ha sido tanto tiempo dejada
de lado, como lo demuestra el casi total silencio en los sermones concerniente a la rectitud de la fe, mientras la
doctrina de las obras era largamente expuesta, los nuestros han comenzado a instruir a los fieles de la siguiente
manera:
En primer lugar, que nuestras obras no tienen el poder de reconciliarnos con Dios o merecer el perdón de los
pecados, la gracia o la justificación, sino que esto se obra únicamente por la fe; ya que creemos que nuestros pecados
han sido perdonados a causa de Cristo quien es el mediador para reconciliar al padre con nosotros (1 Tim. 2,5).
Aquel que se imagina que puede merecer la gracia, desprecia el mérito y la gracia de Cristo; busca un camino por sí
solo para llegar a Dios sin Cristo, cosa contraria al Evangelio.
Sobre esta enseñanza acerca de la fe discurre Pablo abierta y claramente en muchos textos, especialmente en Ef. 2:8:
"Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se
gloríe".
La doctrina concerniente a la fe es tratada abiertamente y claramente por San Pablo en muchos lugares de sus
escritos, particularmente en la carta a los Efesios donde dice «Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de
vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe». (Ef. 2, 8).
Y que con esto no se introduce ninguna interpretación nueva se puede demostrar con los escritos de Agustín, quien
trata este asunto esmeradamente y enseña que por medio de la fe en Cristo obtenemos la gracia y somos justificados
delante de Dios y no mediante las obras, como pone de manifiesto todo su libro titulado El espíritu y la Letra. Si bien
es cierto que esta doctrina es muy despreciada entre personas que no han sido puestas a prueba, no obstante, es harto
consoladora y benéfica para las conciencias tímidas y aterrorizadas. Porque la conciencia no puede hallar paz y
sosiego por medio de las obras, sino sólo por la fe que se persuade con seguridad de que a causa de Cristo tiene un
Dios lleno de gracia, como Pablo dice en Rom. 5: 1: "Justificados, pues, por la fe tenemos tranquilidad y paz para
con Dios". En tiempos pasados no se enseñaba este consuelo en los sermones; al contrario, las pobres conciencias
eran estimuladas a apoyarse en sus propias obras, de modo que emprendían obras de diversas clases. La conciencia
impulsó a algunos a entrar en los monasterios con la esperanza de merecer la gracia por medio de la vida monástica.
Otros idearon otras obras con el fin de merecer la gracia y hacer satisfacción por los pecados. Muchos de ellos
experimentaron que no se lograba la paz por estos medios. Por lo tanto, era necesario predicar y recalcar
diligentemente esta doctrina de la fe en Cristo para que los hombres supieran que se consigue la gracia de Dios
únicamente por la fe y sin el mérito propio.
Y para que no se piense que damos aquí una nueva interpretación de Pablo, podemos recurrir al testimonio de los
Padres que tratan el tema de la misma manera.
San Agustín, en muchos de sus volúmenes, habla de estas cosas, enseñando también que es por medio de la fe en
Cristo y no por la obras que obtenemos la gracia y la justicia delante de Dios. Similarmente San Ambrosio en el De
Vocatione Gentium y en otros lados, enseña lo mismo. En el De Vocatione Gentium dice lo siguiente: “La redención
por la sangre de Cristo tendría poco valor, tampoco las obras del hombre estarían miradas desde la misericordia de
Dios si la justificación, que se obtiene por gracia, fuera debida a los méritos del hombre, como si fuera, no el regalo
del donador sino la recompensa del trabajador.”
Pero aunque esta doctrina sea menospreciada por los inexpertos, no obstante las conciencias temerosas de Dios
encuentran por experiencia que trae una gran consolación, porque las conciencias no pueden tranquilizarse a través
de ninguna obra sino solamente por fe, cuando pisan el terreno firme de que por Cristo han sido reconciliadas con
Dios. Como enseña San Pablo en Rom. 5,1: “ Justificados, pues, por la fe, tenemos tranquilidad y paz para con
Dios” . Toda esta doctrina se vincula al conflicto de la conciencia que busca la justificación y no puede entenderse
fuera de ese conflicto. Por lo tanto el hombre profano y sin experiencia juzga mal cuando sueña que la justificación
cristiana no es otra cosa que la justicia civil y filosófica.
Antiguamente las conciencias estaban plagadas con la doctrina de las obras: no escuchaban la consolación del
evangelio. Algunas personas eran conducidas por su conciencia al desierto, a los monasterios, esperando merecer allí
la gracia por ese género de vida. Algunos otros realizaban otras obras mediante las cuales buscar la satisfacción de
sus pecados. Había por lo tanto mucha necesidad de renovar esta doctrina de la fe en Cristo para dar fin a las
conciencias ansiosas, de manera que supieran, no sin consolación, que la gracia y el perdón de los pecados y la
justificación se obtienen por medio de la fe en Cristo.
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Se enseña también que en este contexto no se trata de aquella fe que también los diablos y los impíos tienen, quienes
también creen la historia de que Cristo sufrió y resucitó de los muertos. Al contrario, se trata de la verdadera fe que
cree que mediante Cristo obtenemos la gracia y el perdón del pecado.
Ahora bien, el que sabe que por medio de Cristo tiene un Dios lleno de gracia, éste conoce a Dios, le invoca y no
vive sin Dios a semejanza de los paganos. Pues el diablo y los incrédulos no creen en este artículo del perdón de
pecados; por consiguiente, son hostiles a Dios, no pueden invocarle y nada bueno esperan de Él . Por lo tanto, la
Escritura se refiere a la fe, como acabamos de indicar, pero no llama fe al conocimiento que poseen el diablo y los
hombres impíos. En Hebreos 11: 1 se enseña que la fe no consiste solamente en conocer los relatos, sino en tener la
confidente certeza de que Dios cumplirá con sus promesas. También Agustín nos recuerda que debemos entender que
en la Escritura la palabra “fe” significa la confianza en Dios, la certeza de que Él nos da su gracia, y no sólo el
conocimiento de los sucesos históricos que también poseen los diablos. Además, se enseña que las buenas obras
deben realizarse necesariamente, no con el objeto de que uno confíe en ellas para merecer la gracia; sino que han de
hacerse por causa de Dios y para alabanza de él. La fe se apodera siempre sólo de la gracia y del perdón de pecados.
Y ya que mediante la fe se concede el Espíritu Santo, también se capacita el corazón para hacer buenas obras. Pues
antes de creer, cuando no tiene el Espíritu Santo, el corazón es demasiado débil. Además está bajo el poder del
diablo, que impulsa a la pobre naturaleza humana a cometer muchos pecados. Esto lo vemos en el caso de los
filósofos quienes se propusieron vivir honrada e irreprochablemente. Sin embargo, no pudieron llevarlo a cabo, sino
que cayeron en muchos graves transgresiones manifiestas. Así acontece cuando el hombre no tiene la verdadera fe ni
el Espíritu Santo y se gobierna sólo con sus propias fuerzas humanas.
Instruimos de esta manera a todo el mundo de que el término "fe" no significa aquí meramente el conocimiento de la
historia -como creen los demonios y los impíos- sino también en los efectos de esa historia, principalmente este
artículo: el Perdón de los pecados, es decir, que por medio de Cristo tenemos la gracia, la justicia y el Perdón de los
pecados.
El que sabe de que por Cristo tiene un Padre propio, conoce verdaderamente a Dios; sabe también que Dios cuida de
él y que puede invocarlo y no está sin Dios como los gentiles. Puesto que los demonios y los impíos no pueden creer
este artículo: el perdón de los pecados. Por lo tanto odian a Dios como a un enemigo y no esperan ningún bien de Él.
Agustín también recuerda a sus lectores que la palabra "fe" en la Biblia se entiende no como conocimiento, sino
como confianza que consuela y da coraje a las mentes atribuladas.
Mas aún, enseñamos que es necesario hacer buenas obras, no porque esperamos merecer la gracia por medio de ellas,
sino porque es la voluntad de Dios. Es solamente a través de la fe que se obtiene el perdón de los pecados, y esto
gratuitamente. Y porque a través de la fe recibimos al Espíritu Santo, los corazones se renuevan y llenan con nuevos
sentimientos, de manera que dan lugar a que surjan buenas obras. Ambrosio dice en este sentido: “la fe es la madre
de la buena voluntad y las obras justas”. Ya que los hombres sin el Espíritu Santo están llenos de afectos
desordenados y son muy débiles para realizar obras buenas a los ojos de Dios. Además están bajo el poder del
demonio que los empuja a diversos pecados, a opiniones impías, a crímenes alevosos. Esto lo podemos ver en los
filósofos, que aunque buscaban vivir una vida honesta, no pudieron y estuvieron llenos de pecados y crímenes. Tal es
la debilidad del hombre cuando está sin fe y sin el Espíritu Santo y se gobierna a sí mismo por sus solas fuerzas.
Por consiguiente, no se le ha de recriminar a esta doctrina de la fe que prohíba las buenas obras: al contrario, antes
bien ha de ser alabada por enseñar que se deben hacer buenas obras y por ofrecer la ayuda con la cual realizarlas.
Porque fuera de la fe y aparte de Cristo la naturaleza y el poder humanos son demasiado débiles como para hacer
buenas obras, invocar a Dios, tener paciencia en medio del sufrimiento, amar al prójimo, llevar a cabo con diligencia
los oficios que han sido ordenados, ser obediente, evitar los malos deseos, etc. Tales grandes y genuinas obras no
pueden hacerse sin la ayuda de Cristo, como él mismo dice en Juan 15:5: "Sin mí nada podéis hacer".
Por lo tanto puede verse que esta doctrina no prohíbe las buenas obras, mas bien las recomienda, porque muestra
cómo se nos mueve a realizarlas. Ya que sin la fe la naturaleza humana no puede realizar las obras del primer o
segundo Mandamiento. Sin la fe el hombre no puede dirigirse a Dios ni esperar nada de El, ni llevar la cruz, sino que
busca y se apoya en la ayuda del hombre. De esta manera cuando no hay fe ni confianza en Dios, todo tipo de
concupiscencias y consejos meramente humanos rigen el corazón. Por eso dijo el Señor en Jn. 15,5: "Sin mi nada
podéis hacer". Y la Iglesia canta:
Respecto al culto de los santos enseñan los nuestros que se ha de tener memoria de los santos para fortalecer nuestra
fe viendo cómo ellos recibieron la gracia y cómo fueron ayudados mediante la fe. Además, debemos seguir el
ejemplo de sus buenas obras, cada cual de acuerdo con su vocación. Su Majestad Imperial, al hacer guerra contra los
turcos, puede seguir provechosa y píamente el ejemplo de David, ya que ambos representan el oficio real, que exige
la defensa y protección de sus súbditos. Pero no se puede demostrar con la Escritura que se deba invocar a los santos
e implorar su ayuda. "Hay un solo propiciador y mediador entre todos los hombres, Jesucristo" (1 Tim. 2: 5). Él es el
único salvador y el único sumo sacerdote, propiciador e intercesor ante Dios (Rom. 8: 34). Y sólo él ha prometido oír
nuestra oración. De acuerdo con la Escritura, el culto divino más excelso es buscar e invocar de corazón a este
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mismo Jesucristo en toda necesidad y angustia: “Si alguno peca, abogado tenemos para con el Padre, a Jesús el
justo”etc.
Esta es casi la suma de la doctrina que se predica y se enseña en nuestras iglesias para instruir cristianamente y
consolar a las conciencias y para mejorar a los creyentes. No quisiéramos poner en sumo peligro nuestras propias
almas y conciencias delante de Dios por el abuso del nombre o la Palabra divina, ni deseamos legar a nuestros hijos y
descendientes otra doctrina que no concuerde con la Palabra divina pura y la verdad cristiana. Puesto que esta
doctrina está claramente fundamentada en la Sagrada Escritura y no es contraria a la iglesia Cristiana universal,
tampoco a la iglesia romana; hasta donde su enseñanza se refleja en los escritos de los Padres, opinamos que nuestros
adversarios no pueden estar en desacuerdo con nosotros en cuanto a los artículos arriba expuestos: Por lo tanto,
quienes se proponen apartar, rechazar y evitar a los nuestros como herejes, actúan despiadada y precipitadamente y
contra toda unidad y amor cristianos; y lo hacen sin fundamento sólido en el mandamiento divino o en la Escritura.
En realidad, la disensión y la disputa se refieren mayormente a ciertas tradiciones y abusos. Ya que no hay nada
infundado o defectuoso en los artículos principales, siendo esta nuestra confesión piadosa y Cristiana, los obispos en
toda justicia deberían mostrarse más tolerantes, aunque nos faltara algo respecto a la tradición; si bien, esperamos
exponer razones bien fundadas por las que se han modificado entre nosotros algunas tradiciones y abusos:
Artículos en controversia, donde se detallan los abusos que han sido corregidos.
Respecto a los artículos de fe, nada se enseña en nuestras iglesias contrariamente a la Sagrada Escritura o a la iglesia
universal. Solamente se han corregido algunos abusos, los cuales en parte se han introducido con el correr del
tiempo, y en parte han sido impuestos por la fuerza. En vista de ello, nos vemos precisados a reseñar tales abusos y
señalar el motivo por el cual se ha tolerado una modificación en estos casos. Así vuestra Majestad Imperial podrá
darse cuenta de que en este asunto no se ha actuado de manera anticristiana o frívola, sino que hemos sido
impulsados a permitir tales cambios por el mandamiento de Dios, el cual con razón se ha de tener en más alta estima
que toda costumbre humana.
Con respecto al culto a los santos enseñamos que se puede proponer la memoria de los santos a los fieles de manera
que imitemos su fe y obras de acuerdo a la propia vocación, como el Emperador puede seguir el ejemplo de David
para hacer la guerra al Turco y alejarlo de sus dominios, ya que los dos son reyes. Pero la Escritura no enseña que se
deba invocar a los santos, pedir su ayuda e intercesión, ya que tenemos a Cristo como único mediador, propiciador,
Sumo Sacerdote e Intercesor. Él debe ser invocado y nos ha prometido escuchar nuestra oración. Y este es el culto
más excelente de todos y consiste en buscar a Cristo e invocarlo del fondo del corazón con todas nuestras fuerzas y
nuestros deseos. San Juan lo dice así: "Si alguno ha pecado, tenemos un abogado junto al Padre, Jesucristo el Justo" 1
Jn. 2, 1.
Esta es en resumen la doctrina que enseñamos y predicamos en nuestras Iglesias. Como puede verse nada varía de las
Escrituras ni de la Iglesia Católica ni de la Iglesia de Roma como se la conoce por sus escritores. Si este fuera el
caso, su juicio es erróneo al juzgar a nuestros predicadores como herejes. Hay sin embargo desacuerdo en lo que
respecta a ciertos abusos que se han infiltrado en la Iglesia sin la debida autoridad. Pero aún en éstos, si hubiera
alguna diferencia, debería haber indulgencia por parte de nuestros obispos en razón de la Confesión que hemos
presentado ahora, porque ni siquiera los cánones son tan severos como para demandar los mismos ritos en todos los
lados, ni tampoco en todo momento han sido los ritos de todas las Iglesias los mismos, aunque entre nosotros en su
mayor parte, los ritos antiguos son diligentemente observados. porque es falso y malicioso acusarnos de que todas las
cosas instituidos antiguamente han sido suprimidas en nuestras Iglesias. Puesto que ha sido una queja común que
algunos de los abusos más graves estaban en relación con los ritos ordinarios. Estos, en la medida que no pudieran
aprobarse delante de una conciencia recta, han sido en cierto sentido corregidos.
SEGUNDA PARTE
Entre nosotros se dan a los laicos ambas especies del sacramento porque éste es un mandamiento y una orden clara
de Cristo: "Bebed de ella todos", Mat. 26: 27. En este texto, con palabras claras, Cristo manda respecto al cáliz que
todos beban de él. Para que nadie ponga en duda estas palabras ni las interprete como referentes a los sacerdotes,
Pablo indica en 1 Cor. 11: 20 ss. que toda la asamblea de la iglesia en Corinto usó de ambas especies. Este uso
permaneció por mucho tiempo en la iglesia, como se puede demostrar con los relatos y con los escritos de los Padres.
Cipriano menciona en muchos pasajes que en su época el cáliz se daba a los laicos. San Jerónimo dice que los
sacerdotes que administran el sacramento distribuyen al pueblo la Sangre de Cristo. El papa Gelasio mismo ordenó
que no se dividiera el sacramento (Distinct. 2, "Sobre la consagración", capítulo Comperimus). No se encuentra en
ninguna parte canon alguno que ordene la recepción de una sola especie. Nadie puede saber tampoco cuándo o por
quién se haya introducido esta costumbre de recibir una sola especie, aunque el cardenal Cusano menciona cuándo se
aprobó esta usanza. Es obvio que tal costumbre, introducida contra el mandamiento de Dios y también contra los
antiguos cánones, no es legítima. Por lo tanto, no es justo agobiar las conciencias de quienes desean celebrar el santo
sacramento de acuerdo con la institución de Cristo ni obligarlos a actuar contra la ordenanza de nuestro Señor
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Cristo. Además, puesto que la división del sacramento es contraria a la institución de Cristo, se suprime entre
nosotros la acostumbrada procesión en la cual se lleva y exhibe el sacramento.
A los laicos se les da a comulgar bajo las dos especies en la Cena del Señor, ya que este uso proviene de un
mandamiento del Señor en Mt. 26,27: "Bebed de ella todos". Cristo ha manifestado de esta manera Su mandamiento
concerniente a la copa de la cual todos deben beber.
Y no se puede pensar que esto se refiere solamente a los sacerdotes. Pablo en 1 Cor. 11, 27 indica que toda la
comunidad comulgaba bajo las dos especies. Y este uso permaneció durante mucho tiempo en la Iglesia. No se sabe
cuándo ni bajo qué autoridad fue cambiado, aunque el Cardenal Cusano menciona el tiempo en que fue aprobado.
Cipriano da testimonio que la sangre era dada al pueblo. Lo mismo atestigua Jerónimo que dice: "Los sacerdotes
administran la Eucaristía y distribuyen la Sangre de Cristo al pueblo. De la misma manera el Papa Gelasio ordena
que el sacramento no sea dividido (dis. II, De Consecratione, cap. Comperimus). Solamente la costumbre
reciente dice lo contrario. Pero es evidente que la costumbre introducida contra los mandamientos de Dios no ha de
ser admitida, como lo dicen los cánones (dis. III, cap. Veritate y los capítulos siguientes). Además esta costumbre va
no solamente contra la Escritura, sino también contra los antiguos cánones y ejemplos de la Iglesia. Por lo tanto, si
alguno prefirió el uso de las dos especies del Sacramento, no debería haber sido compelido con ofensa a su
conciencia a hacer lo contrario. Y porque la división del Sacramento se contradice con los Mandamientos de Cristo,
acostumbramos omitir la procesión que hasta ahora ha estado en uso.
Se ha hecho oír en todo el mundo, entre toda clase de personas, ya de posición elevada ya humilde, una muy fuerte
queja con respecto a la gran inmoralidad y la vida desenfrenada de los sacerdotes que no podían permanecer
continentes y que con sus vicios tan abominables habían llegado al colmo. Para evitar tanto y tan terrible escándalo,
adulterio y otras formas de lascivia, algunos de nuestros sacerdotes han contraído matrimonio. Estos aducen como
motivo que los impulsó la gran angustia de su conciencia, ya que la Escritura afirma claramente que el matrimonio
fue ordenado por Dios el Señor para evitar la impureza, como dice Pablo: "A causa de la fornicación, cada uno tenga
su propia mujer"; asimismo: "Mejor es casarse que arder". Y al decir Cristo en Mateo 19: 11: "No todos reciben esta
palabra", el mismo Cristo (y seguramente conocía la naturaleza humana) indica que pocos tienen el don de la
continencia. "Varón y hembra Dios los creó", Gén. 1: 27. La experiencia ha demostrado con sobrada claridad si el
hombre, por sus propias fuerzas y facultades, sin don y gracia especiales de Dios, por propio empeño y voto, puede
mejorar o cambiar la creación de Dios, quien es la suprema majestad. ¿Qué clase de vida buena, honesta y casta, qué
conducta cristiana, honrosa y recta ha resultado de ello? Ha quedado de manifiesto que en la hora de la muerte
muchos han sufrido en su conciencia horrible y espantosa inquietud y tormento, cosa que muchos de ellos mismos
han admitido. Ya que la Palabra y el mandamiento de Dios no pueden ser alterados por ningún voto o ley humana, los
sacerdotes y otros clérigos se han casado movidos por éstos y otros motivos y razones. También se puede comprobar
por los relatos y por los escritos de los Padres que en la iglesia Cristiana de antaño los sacerdotes y diáconos
acostumbraban casarse. Por eso dice Pablo en 1Tim. 3: "Es necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una
sola mujer". Y no fue sino hace apenas cuatrocientos años que los sacerdotes en tierras germánicas fueron despojados
con violencia del matrimonio y obligados a tomar el voto de castidad. Y fue tan generalizada y vehemente la
oposición que un arzobispo de Maguncia, el cual había promulgado el nuevo edicto papal al respecto, por poco fue
muerto en una insurrección de todo el sacerdocio. La misma prohibición desde el principio fue puesta en práctica tan
precipitada y ineptamente que el Papa no sólo prohibió a los sacerdotes el matrimonio futuro, sino que disolvió los
matrimonios de quienes habían estado casados por mucho tiempo, lo cual no sólo es contrario a todo derecho divino,
natural y secular, sino que también es diametralmente opuesto a los cánones que los mismos papas habían formulado
y a los concilios más célebres.
Asimismo, muchas personas encumbradas, piadosas y entendidas, han exteriorizado la opinión de que este celibato
forzado y el despojamiento del matrimonio, que Dios mismo instituyó y dejó al arbitrio de cada uno, jamás ocasionó
nada bueno, sino al contrario ha dado origen a vicios graves y mucho escándalo. También uno de los mismos papas,
Pío II, como lo demuestra su biografía, dijo repetidas veces e hizo escribir que quizás haya razones que veden el
matrimonio a los clérigos, pero hay muchas razones más poderosas, importantes y categóricas para permitirles
nuevamente la libertad de casarse. No cabe duda que el Papa Pío, como hombre inteligente y sabio, hizo esta
aseveración tras mucha reflexión.
Por lo tanto, en sumisión a Vuestra Majestad Imperial, estamos confiados de que Vuestra Majestad, como emperador
cristiano e ilustre, se dignará tener presente que en estos días postreros de los cuales habla la Escritura, el mundo se
vuelve peor y los hombres se hacen siempre más débiles y frágiles.
Por consiguiente, es muy necesario, provechoso y cristiano comprender este hecho para que la prohibición del
matrimonio no ocasione la introducción en tierras alemanas de inmoralidad y vicios más vergonzosos. Nadie puede
disponer ni modificar tales cosas con más sapiencia o mejor que Dios mismo, quien instituyó el matrimonio para
prestar auxilio a la debilidad humana y evitar la inmoralidad.
También los antiguos cánones dicen que a veces es necesario suavizar y disminuir la dureza y el rigor, a causa de la
debilidad humana para prevenir y evitar el escándalo.
En este caso sería por cierto Cristiano y necesario. ¿Cómo puede ser una desventaja para toda la iglesia Cristiana el
matrimonio de los sacerdotes y religiosos, especialmente el matrimonio de los Pastores y otros que deben servir a la
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iglesia? En lo futuro habrá escasez de Sacerdotes y Pastores si esta dura prohibición del matrimonio permanece en
pie.
El matrimonio de los sacerdotes y clérigos está fundamentado en la Palabra y el mandato divinos. Además, la historia
demuestra que los sacerdotes contrajeron matrimonio y que el voto de castidad ha ocasionado tanto escándalo
espantoso y anticristiano, tanto adulterio, inmoralidad horrible y vicio abominable que hasta algunos hombres
honrados entre el clero de catedral y algunos cortesanos de Roma lo han admitido con frecuencia y han aseverado
quejosamente que el predominio abominable de tal vicio entre el clero provocaría la cólera de Dios. En vista de esto,
es lamentable que el matrimonio cristiano no sólo haya sido prohibido, sino que en algunos lugares se lo haya
castigado muy precipitadamente, como si se tratara de un gran crimen, y todo esto a pesar de que en la Sagrada
Escritura Dios ordenó tener en gran estima el matrimonio. El matrimonio también se ensalza en el derecho imperial y
en todas las monarquías donde ha habido leyes y justicia. Sólo en nuestra época se empieza a martirizar a la gente
inocente únicamente a causa del matrimonio, especialmente a los sacerdotes, con los cuales debiera guardarse más
consideración que con otros. Esto acontece no solo contrariamente al derecho divino sino también al derecho
canónico. En I Ti. 4: 13 el apóstol Pablo llama doctrina de demonios a la enseñanza que prohíbe el matrimonio.
Cristo mismo dice en Juan 8: 44 que el diablo fue asesino desde el principio. Estos dos textos concuerdan bien,
porque necesariamente es doctrina de demonios lo que prohíbe el matrimonio y se atreve a mantener tal doctrina
mediante el derramamiento de sangre.
Pero así como ninguna ley humana puede abolir o alterar el mandamiento de Dios, tampoco ningún voto lo puede
alterar. Por lo tanto, San Cipriano aconseja que se casen las mujeres que no guardan la castidad prometida; así dice
en su epístola undécima: "Pero si no quieren o no pueden conservar la castidad, es mejor casarse que caer en el fuego
por causa de sus deseos, cuidándose muy bien de no hacer tropezar a los hermanos y hermanas." Además, todos los
cánones usan de mucha lenidad y equidad para con aquellos que en su juventud hicieron voto, y lo cierto es que la
mayor parte de los sacerdotes y los monjes en su juventud ingresaron en ese estado por ignorancia.
En muchos lugares del mundo se han sentido quejas respecto al mal ejemplo de los sacerdotes que no observan la
castidad. Por esta razón se ha sentido decir al Papa Pío que por muchas razones se ha quitado el matrimonio a los
sacerdotes, pero que por muchas mas razones debería serles restituido. Así lo ha escrito Plantina. [Platina, Vita Pii II:
"Sacerdotibus magna ratione sublatas nuptias maiori restituendas videri"]
Es por esto que nuestros sacerdotes, deseando evitar estos escándalos, se han casado y enseñan que les es lícito
contraer matrimonio. En primer lugar porque Pablo dice en 1 Cor 7,2.9: "No obstante, por razón de la impureza,
tenga cada hombre su mujer, y cada mujer su marido." y también "mejor es casarse que abrasarse." En segundo lugar
por que Cristo dice en Mateo 19, 11 "Pero él les dijo: «No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se
les ha concedido.»" y de esta manera enseña que no todos los hombres están hechos para llevar una vida en celibato
ya que Dios ha creado al hombre para la procreación (cf. Gen. 1,28). Tampoco está en manos del hombre sin una
gracia especial de Dios alterar este designio de Dios en la creación [ya que es manifiesto y muchos han dado
testimonio de ello, que de este intento meramente humano de llevar adelante una vida de celibato, no ha derivado
ninguna vida Cristiana honesta, casta y sincera, sino una vida de tormento de conciencia e inquietud hasta el fin]. Por
lo tanto, aquellos que no son aptos para llevar adelante una vida de celibato deben contraer matrimonio. Porque
ninguna ley humana, ningún voto puede anular el mandamiento y designio divino. Por estas razones nuestros
sacerdotes enseñan que les es lícito tomar mujer en matrimonio.
Es también evidente que en la Iglesia antigua los sacerdotes eran hombres casados. Pablo dice en 1 Tim. 3,2 que el
obispo debe elegirse entre aquellos que están casados una sola vez. Y en Alemania, hace solamente cuatrocientos
años, fue impuesto el celibato sacerdotal a la fuerza; estos ofrecieron tal resistencia que el Arzobispo de Maguncia al
querer publicar los decretos papales fue casi muerto por el tumulto levantado por los sacerdotes encolerizados. Y fue
tan violenta la imposición de estos cánones, que no solamente se prohibieron para el futuro los matrimonios, sino
muchos matrimonios actuales fueron separados por la fuerza, contradiciendo con esto todas las leyes, divinas y
humanas, e inclusive a los cánones mismos hechos no solamente por el Papa sino por los sínodos mas renombrados.
Mas aún, muchas personas temerosas de Dios e inteligentes y en posiciones predominantes han expresado recelos de
que tal celibato obligatorio y privación del matrimonio (que Dios mismo ha instituido y dado en libertad a los
hombres) nunca ha resultado en bienes, sino que ha traído muchos vicios e iniquidades.
Mirando también el hecho de que a medida que el mundo envejece y la naturaleza del hombre se torna cada vez mas
débil, es bueno cuidar de que no entren mas vicios en Alemania.
También puede decirse que Dios constituyó al matrimonio como una ayuda contra la debilidad humana. Los cánones
mismos nos dicen que el antiguo rigor debe de tanto en tanto moderarse debido a la debilidad de los hombres. Sería
aconsejable que esto se hiciera también en este asunto. Se espera que en algún momento las Iglesias llegarán a sufrir
carencia de pastores si el matrimonio de ellos se sigue prohibiendo.
Queda pues establecido que el casamiento de los sacerdotes está basado en la Palabra de Dios y en los
mandamientos divinos, que la costumbre antigua de la Iglesia también lo apoya, que las impurezas del celibato
causan muchos escándalos, adulterio y otros crímenes que merecen el castigo de los jueces justos; sin embargo es
una cosa asombrosa que visto todo esto se ejerza tanto rigor contra el casamiento de los sacerdotes. Dios ha dado el
mandamiento de honrar el matrimonio. En las leyes de toda sociedad bien organizada, inclusive entre los no-
creyentes, el matrimonio es altamente honrado. Sin embargo ahora se aplican penas capitales contra sacerdotes -en
oposición a lo dispuesto por los cánones- por ninguna otra causa que el matrimonio. Pablo en 1 Tim. 4,1ss llama
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doctrina del demonio a aquella que prohíbe el matrimonio. Esto se aplica en estos tiempos cuando se sigue
manteniendo la prohibición del matrimonio con tales penas.
Pero como ninguna ley humana puede anular el mandamiento de Dios, tampoco puede anularse por medio de ningún
voto. Cipriano aconseja en este sentido que la mujer que se ha consagrado a Dios y que no guarda la castidad que ha
prometido, debe casarse. Sus palabras son estas: "Pero si no quieren o no pueden perseverar, es mejor para ellas
casarse que caer en el fuego de la concupiscencia; ciertamente no deben causar escándalo a sus hermanos y
hermanas" (Libro I, Carta XI).
Y aún también los cánones muestran cierta benignidad hacia aquellos que han hecho votos antes de la edad justa,
como frecuentemente ha sido la costumbre en estas partes.
XXIV. LA MISA
Se acusa a los nuestros sin razón de haber abolido la misa. Es manifiesto (lo decimos sin jactancia) que la misa se
celebra con mayor reverencia y seriedad entre nosotros que entre los oponentes. Asimismo, se instruye al pueblo con
frecuencia y suma diligencia acerca del propósito de la institución del Santo Sacramento y respecto a su uso; es decir,
que debe usarse con el fin de consolar las conciencias angustiadas. Así se atrae al pueblo a la comunión y a la misa.
Al mismo tiempo, también se imparte instrucción en cuanto a otras doctrinas falsas acerca del Sacramento. Además,
en las ceremonias públicas de la misa no se ha introducido ningún cambio manifiesto, excepto que en algunas partes
se entonen himnos alemanes, junto a los cánticos latinos, para instruir y aleccionar al pueblo, ya que el propósito
principal de todas las ceremonias debe ser que el pueblo aprenda lo que necesite saber de Cristo.
Se ha abusado de la misa de muchas maneras en tiempos pasados. Todo el mundo sabe que se ha hecho de la misa
una especie de feria, que las misas se compraban y se vendían y se celebraban en todas las iglesias mayormente para
lucrar. Estos abusos fueron criticados repetidas veces por hombres eruditos y piadosos, también antes de nuestra
época. Nuestros predicadores han hablado de estas cosas, y se ha recordado a los sacerdotes la grave responsabilidad
que debe pesar sobre cada Cristiano, es decir, que quien use del sacramento indignamente es culpable del cuerpo y de
la sangre de Cristo. Por consiguiente, tales misas privadas y misas votivas, que hasta ahora se han celebrado por
fuerza y con fines de lucro y por interés de las prebendas, han sido suspendidas en nuestras iglesias.
Al mismo tiempo se ha repudiado el error abominable según el cual se enseñaba que nuestro Señor Cristo por su
muerte hizo satisfacción sólo por el pecado original e instituyó la misa como sacrificio por los demás pecados,
estableciendo así la misa como sacrificio por los vivos y los muertos para quitar el pecado y aplacar a Dios. De ahí se
llegó a debatir si una misa celebrada por muchos vale tanto como una celebrada por un solo individuo. El número
incontable de misas tiene su origen en el deseo de obtener de Dios por medio de esta obra todo lo que uno necesita, al
paso que se ha echado al olvido la fe en Cristo y el verdadero culto a Dios.
Por esta razón, como sin duda lo exigía la necesidad, se ha dado instrucción para que nuestro pueblo tuviera
conocimiento del uso debido del sacramento. En primer lugar, la Escritura indica en muchos lugares que no hay
sacrificio alguno por el pecado original y otros pecados fuera de la única muerte de Cristo. Porque está escrito en la
Epístola a los Hebreos que Cristo se santificó a sí mismo una sola vez y así hizo satisfacción por todos los pecados
(10: 10, 14). En realidad es una innovación inaudita en la doctrina eclesiástica que la muerte de Cristo expía
únicamente el pecado original y no los demás pecados. Por lo tanto, es de esperarse que todos entenderán que tal
error no se ha reprobado sin causa justificada.
En segundo lugar, San Pablo enseña que obtenemos la gracia ante Dios por la fe y no mediante las obras.
Manifiestamente contrario a esta doctrina es el abuso de la misa según el cual se supone que la gracia se consigue
mediante esta obra. Además, es bien sabido que se emplea la misa con el fin de borrar el pecado y obtener de Dios la
gracia y toda suerte de beneficios. El sacerdote cree hacer esto no sólo por sí mismo, sino también por todo el mundo
y por otros, tanto vivos como muertos.
En tercer lugar, el Santo Sacramento no fue instituido para hacer de él un sacrificio por el pecado -porque este
sacrificio ya se ha realizado- sino con el fin de despertar nuestra fe y de consolar nuestras coincidencias, al darnos
cuenta mediante el Sacramento de que la gracia y el perdón del pecado nos han sido prometidos por Cristo. Por esta
razón este sacramento exige fe y sin fe se usa en vano. Puesto que la misa no es un sacrificio para quitar los pecados
de otros, vivos o muertos, sino que debe ser una comunión en la cual el sacerdote y otros reciben el sacramento para
sí, nuestra costumbre es que en los días de fiesta y en otras ocasiones cuando hay comulgantes presentes, se celebra
la misa, para que comulguen quienes lo deseen. De modo que la misa se conserva entre nosotros en su debido uso, de
la misma manera como se celebró antiguamente en la iglesia y como se puede comprobar en la Primera Epístola de
San Pablo a los Corintios, cap. 11: 20 ss., y en los escritos de muchos Padres. Por ejemplo, Crisóstomo refiere cómo
el sacerdote a diario estaba delante del altar, invitando a algunos a comulgar, pero prohibiéndoselo a otros. Los
antiguos cánones indican que uno solo celebraba el oficio y daba la comunión a los sacerdotes y diáconos, porque así
rezan las palabras del canon de Nicea: "Los diáconos en su orden deberán recibir, después que los sacerdotes, el
sacramento de manos del obispo o del sacerdote". De manera que no se ha introducido innovación alguna que no
existiera en la iglesia de antaño, tampoco se ha hecho cambio alguno en las ceremonias públicas de la misa, salvo
que se han suprimido las misas innecesarias que se celebraban, quizás a manera de abuso, al lado de la misa
parroquial. Por consiguiente, en toda justicia, esta manera de celebrar la misa no deberá condenarse como herética y
anticristiana. Antiguamente, aún en los templos grandes frecuentados por mucha gente, no se celebraban misas
diarias ni en los días cuando concurría la gente, ya que la Historia Tripartita en el libro 9 indica que en Alejandría los
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miércoles y los viernes se leía y se interpretaba la Escritura, y por lo demás se celebraban todos los oficios sin la
misa.
Nuestras Iglesias han sido falsamente acusadas de abolir la Misa. Nosotros retenemos la misa y la seguimos
celebrando con la mas grande reverencia. Mantenemos asimismo casi todos los ritos usuales, salvo que insertamos,
aquí y allí, himnos cantados en alemán sobre las partes cantadas en latín. Estos han sido agregados para la
instrucción del pueblo. Ya que las ceremonias son necesarias para esto: enseñar a los que no saben lo que necesitan
saber de Cristo. Y no solamente Pablo ha dicho que se debe usar una lengua entendible por la gente (1 Cor. 14,2.9)
sino que también ha sido ordenado por la ley humana.
Nuestro pueblo está acostumbrado a participar del Sacramento juntos, aquellos que son dignos, y esto aumenta la
reverencia y la devoción públicas. Ninguno es admitido si primeramente no es examinado. Se advierte asimismo a
los fieles sobre la dignidad y el uso del Sacramento, la consolación que trae a las conciencias turbadas, para que
aprendan a creer en Dios y esperar y pedirle todo lo que es bueno. Este es el culto que agrada a Dios; tal uso del
Sacramento alimenta la devoción verdadera hacia Dios. No parece por lo tanto que la Misa sea celebrada entre
nuestros adversarios con más devoción que entre nosotros.
Es evidente, público y notorio desde hace tiempo que las quejas de hombres buenos, que las Misas han sido
profanadas y aplicadas para el sólo propósito de lucro. Este abuso se ha extendido a todas la Iglesias y templos, de tal
manera que las misas se dicen solamente por estipendios y mercedes y cuántos las celebran contrariamente a los
cánones. Pablo amenaza seriamente a aquellos que tratan indignamente con la Eucaristía cuando dice en 1 Cor. 11,
27: "Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será culpable del Cuerpo y de la Sangre del
Señor." Cuando nuestros sacerdotes fueron amonestados en lo que concierne a este pecado, se suspendieron las misas
privadas entre nosotros, ya que prácticamente todas las misas privadas eran celebradas por razón del lucro.
No se puede decir que los obispos ignoraran estos abusos. Si los hubieran corregido a tiempo habría hoy menos
disensión. Aún más, por sus disimulaciones se han infiltrado muchos vicios y corrupciones en la Iglesia. Ahora que
es muy tarde, comienzan a quejarse de los problemas de la Iglesia, mientras que estos malestares han sido originados
simplemente por esos abusos que eran tan manifiestos que no podían sufrirse mas. Ha habido grandes diferencias en
lo que concierne a la Misa y al Sacramento. Tal vez el mundo está siendo castigado por las profanaciones a la Misa
llevadas a cabo durante tanto tiempo y toleradas en las Iglesias por tantos siglos por los mismos hombres que podrían
haberlas corregido. En los diez mandamientos está escrito en Ex. 20, 7: "No tomarás en vano el nombre de Jehová, tu
Dios; porque Jehová no dejará sin castigo a quien toma su nombre en vano." Pero desde que existe el mundo, nada de
lo que Dios ha mandado parece haberse desobedecido mas que el abuso lucrativo de la Misa.
También existe la opinión que dice que lo que incrementó infinitamente las Misas privadas es la idea de que Cristo
por su pasión ha hecho satisfacción por el pecado original e instituido la Misa para ofrecer por los pecados diarios,
veniales y mortales. De esta afirmación ha surgido la idea común de que la Misa borra los pecados de los vivos y los
muertos por el acto exterior del culto [el texto latino dice "ex opere operato"]. Comenzó luego la disputa sobre si una
Misa dicha por muchos valía tanto como una Misa especial por un individuo y esto trajo esta infinita multitud de
Misas.
En lo que concierne estas opiniones, nuestros maestros han alertado que se apartan de la Sagrada Escritura y
disminuyen la gloria de la pasión de Cristo. Puesto que la pasión de Cristo fue una oblación y satisfacción, no
solamente por el pecado original, sino también por todos los demás pecados, como está escrito en Hebreos 10, 10:
“Y en la cual voluntad somos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una sola vez”. Y también
en 10, 14: “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados”.
La Sagrada Escritura nos enseña también que somos justificados delante de Dios por medio de la fe en Jesucristo,
cuando creemos que son perdonados nuestros pecados por causa de Cristo. Ahora bien, si la Misa borra los pecados
de los vivos y los muertos por el solo acto ritual, entonces la justificación viene por medio de las Misas y no por
medio de la fe, cosa contraria a la Escritura.
Pero Cristo nos manda en Lucas 22, 19: "haced esto en memoria de Mí". Por lo tanto la Misa fue instituida para que
la fe de los que usan del Sacramento, recuerden los beneficios recibidos por medio de Cristo y de esta manera se
regocijen y consuelen a sus conciencias atribuladas. Recordar a Cristo es recordar sus beneficios y darse cuenta de
que realmente nos son ofrecidos. Porque no basta simplemente recordar la historia; esto también lo pueden hacer los
judíos y los gentiles. La Misa debe ser usada para este fin: que la Sagrada Comunión sea administrada a los
fieles que tienen necesidad de ser consolados, como dice Ambrosio: "Porque siempre peco, siempre tengo necesidad
de tomar el remedio". Por lo tanto este sacramento pide la fe y es usado en vano sin fe.
Ahora bien, como la Misa es el ofrecimiento de tal Sacramento, nosotros comulgamos cada día santo. Y si alguno
desea el Sacramento también los demás días, se le da a los que lo solicitan. Y esta costumbre no es nueva en la
Iglesia ya que los Padres antes de Gregorio no hacen mención de Misas privadas, sino de la Misa común. Crisóstomo
dice que el sacerdote está de pie diariamente ante el altar, invitando a algunos a la Comunión y negándosela a otros.
Y parece verse en los antiguos cánones que algunos celebraban la Misa de la cual todos los demás presbíteros y
diáconos recibían el cuerpo del Señor; y el texto de los cánones del Niceno dicen: "Que los diáconos, de acuerdo a
su orden, reciban la Sagrada Comunión después de los presbíteros de manos del obispo o de un presbítero. Y Pablo
en 1Cor. 11, 33: “Así pues, hermanos míos, cuando os reunáis para la Cena, esperaos unos a otros”.
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Por lo tanto en lo que respecta a la celebración de la Misa entre nosotros, seguimos el ejemplo de la Iglesia, tomado
de la Escritura y los Padres y confiamos en que no puede ser desaprobado, especialmente porque los ritos públicos
usados hasta este momento los retenemos todos. Lo único en que diferimos es en el número de Misas ya que
pensamos que los grandes abusos pueden ser reducidos por este medio. En los tiempos antiguos, inclusive en los
templos más frecuentados, la Misa no se celebraba todos los días, como lo testifica la Historia Tripartita (Libro
9 cap. 33): "en Alejandría, todos los miércoles y viernes son leídas las Escrituras y los doctores las explican y todas
las ceremonias se realizan salvo el rito solemne de la Comunión".
XXV. LA CONFESIÓN
La confesión no ha sido abolida por parte de los predicadores de nuestro lado. Se conserva entre nosotros la
costumbre de no ofrecer el sacramento a quienes con antelación no hayan sido oídos y absueltos. A la vez se enseña
diligentemente al pueblo que la palabra de la Absolución es consoladora y que ha de tenerse en gran estima. No es la
voz o la palabra del hombre que la pronuncia, sino la Palabra de Dios, quien perdona el pecado, ya que la Absolución
se pronuncia en lugar de Dios y por mandato de él. Se instruye con mucha diligencia que este mandato y poder de las
llaves es muy consolador y necesario para las conciencias aterrorizadas. También enseñamos que Dios ordena creer
en esta Absolución como si fuera su voz que resuena desde el cielo y que debemos consolarnos gozosamente en base
de la Absolución, sabiendo que mediante tal fe obtenemos el perdón de los pecados. En épocas anteriores los
predicadores que daban mucha instrucción sobre la confesión no mencionaban ni una sola palabra respecto a estas
enseñanzas necesarias; al contrario, sólo martirizaban las conciencias exigiendo largas enumeraciones de pecados,
satisfacciones, indulgencias, peregrinaciones y cosas similares. Muchos de nuestros adversarios mismos reconocen
que nosotros hemos escrito y tratado el verdadero arrepentimiento cristiano de una manera más conveniente que solía
hacerse antes.
La confesión en nuestras Iglesias no ha sido abolida, ya que no es usual dar el cuerpo del Señor sino a aquellos que
han sido examinados y absueltos previamente. Se le enseña a la gente con todo cuidado lo concerniente a la fe en la
Absolución, cosa que anteriormente se guardaba profundo silencio. Nuestro pueblo es enseñado a valorar altamente
la Absolución como si fuera realmente la voz de Dios y pronunciada por su voluntad. El poder de las llaves es
mostrado en toda su belleza y se recuerda al pueblo fiel que tan grande consolación trae a las conciencias; enseñamos
también la necesidad de la fe en tal Absolución y que tal fe en Cristo verdaderamente obtiene y recibe el perdón de
los pecados. En tiempos pasados se exaltaba inmoderadamente la satisfacción; no se mencionaban la fe recta, los
méritos de Cristo y la justicia por la fe. En este punto nuestras iglesias no pueden ser culpadas bajo ningún concepto.
Inclusive nuestros adversarios deben concedernos que la doctrina concerniente al arrepentimiento ha sido tratada
diligentemente y enseñada abiertamente por nuestros maestros.
Respecto a la confesión se enseña que no se ha de obligar a nadie a enumerar los pecados detalladamente. Tal cosa es
imposible, como el salmo dice: "Los errores, ¿quién los entenderá?". También Jeremías dice: "El corazón del hombre
es tan perverso que es imposible escudriñarlo". La desgraciada naturaleza humana se ha sumido tan hondamente en
los pecados que no los puede ver ni conocer todos. Si fuéramos absueltos solamente de aquellos pecados que
podemos enumerar, poca ayuda recibiríamos. Por este motivo no es necesario obligar a la gente a enumerar los
pecados en forma detallada. Los Padres opinaron de la misma manera; por ejemplo, en Dist. I, De poenitentia se
citan las palabras de Crisóstomo: "No digo que debas exponerte públicamente ni que te denuncies ni admitas tu culpa
en presencia de otro, sino obedece al profeta que dice: "Revela al Señor tu camino". Por tanto, en tu oración
confiésate a Dios el Señor, el verdadero juez; no manifiestes tu pecado con la boca sino en tu conciencia". De estas
palabras se desprende claramente que Crisóstomo no obliga a enumerar los pecados en detalle. También la nota
marginal sobre De poenitentia, Dist. 5 enseña que la confesión no fue ordenada por la Escritura, sino instituida por la
iglesia. No obstante, nuestros predicadores enseñan diligentemente que por el consuelo de las conciencias
angustiadas y por algunos otros motivos, debe retenerse la confesión a causa de la Absolución, la cual es el punto
principal y la parte primordial de la confesión.
Sobre la confesión enseñan que la enumeración de los pecados no es necesaria y que no se debe cargar las
conciencias con la ansiedad de enumerar y recordar todos los pecados, porque esto es imposible como lo dice el
Salmo, 19, 13; “Los errores, ¿quién los entenderá?". También Jeremías dice: "El corazón del hombre es tan perverso
que es imposible escudriñarlo" Ahora bien, si solamente se perdonaran los pecados enumerados, las conciencias
nunca encontrarían paz, ya que muchos pecados no se pueden conocer ni recordar. Los antiguos escritores también
testifican que la enumeración no es necesaria. En los Decretales se cita a Crisóstomo que dice: "Les digo a ustedes,
no que deban acusarse en público, sino que deberían obedecer al Profeta que dice: 'revela ante Dios tus caminos'. Por
lo tanto confiesen sus pecados ante Dios, el verdadero Juez, con oraciones. Digan sus pecados no con la lengua, sino
con la memoria de sus conciencias, etc." Y la Glosa (De Poenitentia, dist. 5, cap. Consideret) admite que la
confesión es de derecho humano (no mandada por la Escritura, sino por la Iglesia). No obstante, debido al gran
beneficio de la Absolución y porque es además útil a la conciencia, retenemos entre nosotros la Confesión.
Anteriormente se enseñó, se predicó y se escribió que la distinción de las comidas y tradiciones similares instituidas
por los hombres sirven para merecer la gracia y hacer satisfacción por los pecados. Por este motivo se inventaron a
diario nuevos ayunos, nuevas ceremonias, nuevas órdenes y cosas similares, insistiendo en ellas con vehemencia y
severidad, como si tales asuntos constituyeran actos necesarios de culto, mediante los cuales, si se observan, se podía
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merecer la gracia, y que, de no observarlos, se incurriría en grave pecado. Esto ha dado origen a muchos errores
perjudiciales en la iglesia.
En primer lugar, así se oscurecieron la gracia de Cristo y la doctrina acerca de la [Lat. Justicia de la] fe, que el
Evangelio nos propone con mucha seriedad, insistiendo con firmeza que el mérito de Cristo se ha de tener en alta
estima y que la fe en Cristo ha de colocarse muy por encima de toda obra humana. Por esta razón, San Pablo
combatió enérgicamente contra la ley de Moisés y la tradición humana, para que aprendamos que ante Dios no nos
hacemos justos mediante nuestras obras, sino que sólo por la fe en Cristo y que obtenemos la gracia por causa de él.
Tal doctrina ha desaparecido casi del todo por haberse enseñado que debemos ganarnos la gracia mediante ayunos
prescriptos, la distinción entre las comidas, el uso de ciertas vestiduras, etc.
En segundo lugar, tales tradiciones también han oscurecido el mandamiento de Dios, porque ellas se han colocado
muy por encima del mandamiento divino. Se consideraba que la vida cristiana consistía únicamente en lo siguiente:
quien guardaba las fiestas, quien rezaba, quien ayunaba, quien se vestía de determinada manera, se suponía que
llevaba una vida espiritual y cristiana. Por otro lado, otras buenas obras necesarias se consideraban como profanas y
no espirituales, es decir, las obras que cada cual está obligado a desempeñar según su vocación: por ejemplo, que el
padre de familia trabaje para sostener a su esposa e hijos y educarlos en el temor de Dios, que la madre tenga hijos y
los cuide, etc. Tales obras ordenadas por Dios, según se alegaba, constituían una vida profana e imperfecta; pero las
tradiciones tenían la reputación aparatosa de que sólo ellas constituían obras santas y perfectas. Por este motivo
nunca se dejó de inventar tales tradiciones.
En tercer lugar, tales tradiciones han resultado una carga onerosa para las conciencias. No era posible guardar todas
las tradiciones; y no obstante, el pueblo tenía la opinión de que ellas constituían un culto necesario. Gerson escribe
que debido a ello muchos cayeron en la desesperación y que algunos hasta se suicidaron porque no oyeron nada del
consuelo de la gracia de Cristo. Se observa cómo se confundieron las conciencias entre los sumistas y teólogos, los
cuales se propusieron coleccionar las tradiciones y buscar cierto consuelo, para ayudar a las conciencias, y sin
embargo, estuvieron tan ocupados en este asunto que entretanto quedó marginada toda saludable doctrina cristiana
acerca de cosas más necesarias: por ejemplo, la fe, el alivio en duras tensiones y cosas similares. También muchas
personas piadosas y eruditas se quejaron con vehemencia de que tales tradiciones ocasionaran tantas disputas en la
iglesia que a la gente piadosa se le impedía llegar al conocimiento verdadero de Cristo. Gerson y algunos otros se
quejaron amargamente sobre esto. En efecto también Agustín expresó su desagrado porque se oprimía a las
conciencias con tantas tradiciones. Por este motivo enseñó él que no se las debe considerar como cosas necesarias.
Por lo tanto, los nuestros han aleccionado respecto de estos asuntos, no por frivolidad o desprecio del poder
eclesiástico, sino que una urgencia muy grande los ha impulsado a llamar la atención sobre los referidos errores, que
han surgido por una interpretación equivocada de la tradición. El evangelio obliga a recalcar en la iglesia la doctrina
de la [Lat. Justicia de la ] fe, la cual sin embargo no puede entenderse cuando se opina que la gracia se merece
mediante obras de elección propia. A este respecto se ha enseñado que no es posible, mediante el cumplimiento de
tradiciones inventadas por los hombres, merecer la gracia o reconciliar a Dios o hacer satisfacción por el pecado; y
por esta razón no se deberá hacer de tales tradiciones un acto de culto necesario. Para ello, se citan al respecto
pruebas de la Escritura. En Mat. 15: 9 Cristo excusa a los apóstoles cuando no observaron las tradiciones
acostumbradas y dice al respecto: "En vano me honran con mandamientos de hombres". Ya que Cristo lo llama un
servicio vano, éste no puede ser necesario. Poco después agrega: "Lo que entra en la boca no contamina al hombre"
(15: 11). También Pablo dice en Rom. 14: 17: "El reino de los cielos no es comida ni bebida". En Col. 2: 16 dice:
"Nadie os juzgue respecto a comida, bebida, el sábado, etc.". En Hechos 15: 19 s. Dice Pedro: "¿Por qué tentáis a
Dios, poniendo sobre el cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar?
Antes creemos que por la gracia de nuestro Señor Jesucristo seremos salvos, de igual modo que ellos". En este texto
Pedro prohíbe oprimir a las conciencias con más ceremonias externas, ya sean de Moisés, o de otros. En 1Tim. 4: 1, 3
las prohibiciones de comida, matrimonio, etc., se llaman doctrinas de demonios. Porque es diametralmente contrario
al Evangelio instituir o realizar tales obras con el fin de ganar el perdón del pecado, o como si nadie pudiese ser
Cristiano sin realizar tales actos de culto. A los nuestros se los acusa de prohibir, al igual que Joviniano, la
mortificación de la carne y la disciplina, pero se verá de sus escritos que es todo lo contrario; pues siempre han
enseñado que los cristianos tienen la obligación de sufrir bajo la Santa Cruz, que es la verdadera y sincera
mortificación y no la fingida.
Al mismo tiempo se enseña que toda persona está obligada a disciplinarse con ejercicios corporales como el ayuno y
otras obras, de modo que no dé lugar al pecado, pero no para merecer la gracia por medio de tales cosas. Estos
ejercicios corporales no deben realizarse sólo en ciertos días fijos, sino constantemente. De esto habla Cristo en Lc.
21: 34: "Guardaos de que vuestros corazones no se carguen de avidez". También dice: "Los demonios no son echados
sino mediante ayuno y oración". Pablo dice que castiga su cuerpo y lo sujeta a obediencia; así indica que la
mortificación no debe hacerse para merecer la gracia, sino para disciplinar al cuerpo de modo que no impida lo que
cada cual está obligado a hacer según su vocación. Así el ayuno no se rechaza; lo que sí se reprueba es que se haya
convertido en un acto de culto necesario, limitado a ciertos días y a ciertas comidas, con la consiguiente confusión de
conciencias. Además, nosotros celebramos muchas ceremonias y tradiciones, por ejemplo, el orden de la misa y otros
cánticos, fiestas, etc., las cuales sirven para mantener el orden de la iglesia. Pero al mismo tiempo se instruye al
pueblo en el sentido de que tal culto externo no hace que el hombre sea aceptable ante Dios, y que se debe actuar sin
agobiar a la conciencia, de modo que si se omiten tales actos sin dar ofensas, no se incurre en pecado.
Los Padres antiguos también sostuvieron esta libertad frente a las ceremonias externas. En el Oriente se celebraba la
Pascua de Resurrección en fecha distinta que en Roma. Cuando algunos quisieron dar a esta diferencia el carácter de
un cisma, otros les advirtieron que no es necesario mantener la uniformidad en tales costumbres. Irineo dice lo
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siguiente: "La falta de uniformidad en los ayunos no destruye la unidad de la fe".También en el Dist. 12 está escrito
que dicha falta de uniformidad en las ordenanzas humanas no es contraria a la unidad de la cristiandad. La Historia
Tripartita en el libro 9 recoge muchas costumbres eclesiásticas disímiles y enuncia una sentencia cristiana muy útil: "
La intención de los apóstoles no fue instituir días de fiesta, sino enseñar la fe y el amor" [Lat. Piedad hacia Dios y
buena conversación para con los hombres]..
Al hablar de los votos monásticos se hace necesario, en primer lugar, tener presente las condiciones de los
monasterios y el hecho de que en ellos sucedían muchas cosas a diario, no sólo contra la Palabra de Dios, sino
también contra el derecho papal. En el tiempo de San Agustín la vida monástica era voluntaria; después, cuando se
corrompieron la verdadera disciplina y la enseñanza, se inventaron los votos monásticos y con ello se propuso
establecer nuevamente la disciplina como por medio de una cárcel.
Además de los votos se impusieron muchas otras exigencias, mediante tales lazos y cargas se oprimió a muchos aún
antes de que llegaran a una edad conveniente.
También muchas personas adoptaron la vida monástica por ignorancia, porque si bien no eran demasiado jóvenes, no
habían medido ni entendido suficientemente su capacidad. Todas ellas, habiendo sido enredadas de esta manera,
fueron obligadas a permanecer en estas ataduras, a pesar de que aún el derecho papal libera a muchos. La práctica fue
más estricta en los conventos de mujeres que en los de los hombres, aún cuando debió haberse mostrado más
consideración a las mujeres por pertenecer al sexo débil. La misma severidad y rigidez desagradó a mucha gente
piadosa en tiempos pasados, porque bien pudieron observar que se encerraba tanto a muchachos como a muchachas
en los monasterios para lograr su manutención corporal. También pudieron advertir que tal procedimiento acarreaba
malos resultados y ocasionaba mucho escándalo y muchas dificultades para las conciencias. Mucha gente se quejó de
que en un asunto tan importante los cánones ni siquiera fueran tomados en cuenta. Además, se formó un concepto tan
exagerado de los votos monásticos que muchos monjes con un poco de entendimiento manifestaron su desagrado
abiertamente.
Porque se sostenía que los votos monásticos eran iguales al Bautismo y que mediante la vida monástica se merecía el
perdón del pecado y la justificación ante Dios. Además de que se merecía la justicia y la piedad mediante la vida
monástica, agregaban que por medio de tal vida se guardaban los "preceptos" y los "consejos" del Evangelio, de
modo que así se alababan los votos monásticos más que el Bautismo. Se sostenía también que mediante la vida
monástica se conseguía más mérito que por medio de todos los demás estados de vida ordenados por Dios, como los
de pastor y predicador, de gobernador, príncipe, señor y de otros similares, todos los cuales sirven en su vocación
conforme al mandamiento, palabra y precepto de Dios y sin santidad inventada. Ninguna de estas cosas puede
negarse, ya que se encuentran en sus propios libros. Además, quien así queda atrapado al entrar en el monasterio
aprende poco acerca de Cristo. Antaño había en los monasterios escuelas de Sagradas Escrituras y de otras artes
útiles a la iglesia cristiana, para que de ellas salieran pastores y obispos. Pero ahora los monasterios tienen un aspecto
muy diferente. En tiempos pasados la gente se congregaba en la vida monástica con el fin de aprender la Escritura.
Ahora sostienen que la vida monástica es de tal índole que mediante ella se obtiene la gracia de Dios y la justicia
delante de él. De hecho dicen que es un estado de perfección. Así la colocan muy por encima de los otros estados que
Dios ha ordenado. Todo esto se aduce sin ningún deseo de calumniar, para que se pueda percibir y entender mejor
cómo los nuestros enseñan y predican.
En primer lugar, se enseña entre nosotros, respecto a quienes desean casarse que todos los que no están preparados
para la vida célibe tienen el poder y están en todo su derecho de casarse, ya que los votos no pueden anular la
ordenanza y el mandamiento divino. El mandamiento de Dios reza así en 1 Cor. 7:2: "A causa de las fornicaciones,
cada uno tenga su propia mujer, y cada una su propio marido". No sólo el mandamiento divino, sino también la
creación y ordenanza divinas compelen e impulsan al matrimonio a todos los que no han recibido el carisma de la
virginidad mediante una obra especial de Dios, conforme a esta palabra de Dios mismo en Gén. 2:18: "No es bueno
que el hombre esté solo; le haremos ayuda idónea para él". Ahora bien, qué es lo que puede oponerse a esto? Por
mucho que se alabe y ensalce el voto y la obligación, no obstante es imposible lograr por fuerza que el mandamiento
divino quede invalidado. Los eruditos dicen que los votos contraídos contra el derecho papal son inválidos. ¡Cuánto
menos deben obligar y tener vigencia y validez si se contraen en contra el mandamiento de Dios!
Si la obligación de los votos fuera tan rígida que no pudiese existir ningún motivo para anularlos, entonces los papas
no habrían podido conceder dispensaciones de los votos; porque ningún hombre tiene la facultad de anular la
obligación que tenga su origen en el derecho divino. Por eso, los papas han considerado acertadamente en el caso de
tal obligación que se debe usar de lenidad; y con frecuencia han concedido dispensas, como en el caso del rey de
Aragón y en muchos otros. Si se han concedido dispensas para mantener intereses temporales, con mucha más razón
se deberá dispensar por causa de la necesidad de las almas.
Por consiguiente, ¿por qué insiste la oposición tan categóricamente en que deben guardarse los votos, sin investigar
de antemano si el voto ha conservado su índole? Pues el voto debe abarcar lo que es posible, y ser voluntario y ajeno
a su coacción. Pero, bien se sabe hasta qué punto la castidad perpetua está dentro de la capacidad humana.
Además, han sido pocos, tanto hombres como mujeres, quienes por sí mismos, voluntaria y deliberadamente, han
hecho el voto monástico. Antes de que lleguen al uso debido de la razón, se les persuade a hacer el voto monástico, y
a veces aún se los obliga y fuerza. Por lo tanto, no es justo que se dispute sobre la obligación del voto con tanta
precipitación y vehemencia, en vista de que todos reconocen que el contraer un voto involuntariamente y sin la
debida deliberación es contrario a la naturaleza misma del voto.
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Algunos cánones y el derecho papal invalidan el voto contraído antes de los quince años. Consideran que antes de
alcanzar esa edad una persona no posee suficiente comprensión como para decidir sobre el estado en que vivirá
durante toda su vida. Otro canon concede aún más años a la debilidad humana, prohibiendo contraer el voto
monástico antes de cumplir los dieciocho años. Así, pues, la mayoría tiene razón y justificación para salir de los
monasterios, porque la mayor parte entró en ellos durante la niñez, antes de llegar a tal edad.
Por último, aún cuando se pudiera censurar el rompimiento del voto monástico, no se podría concluir de ello que
debiera anularse el matrimonio de quienes lo rompieron. San Agustín dice en pregunta 27, capítulo 1 de su escrito
Nuptiarum que tal matrimonio no debe anularse. Ahora bien, la autoridad de San Agustín en la iglesia cristiana no es
de poca monta, si bien es cierto que posteriormente otros opinaron de modo distinto que él.
Aunque el mandamiento de Dios respecto al estado de matrimonio libra y exime a muchos de los votos monásticos,
los nuestros aducen aún más motivos en favor de su nulidad e invalidez. Todo acto de culto instituido y elegido por
los hombres sin mandato y precepto divinos para obtener la justicia y la gracia de Dios se opone a Dios, al santo
Evangelio y al precepto divino. Cristo mismo dice en Mat. 15:9: "En vano me honran con mandamientos de
hombres". También San Pablo enseña en todas partes que no se debe buscar la justicia en nuestros preceptos ni en
actos de culto ideados por los hombres, sino que la justicia y la piedad ante Dios provienen de la fe y la confianza al
creer que Dios nos recibe en su gracia por causa de su único Hijo Jesucristo. Es evidente que los monjes han
enseñado y predicado que la espiritualidad inventada satisface por los pecados y obtiene la gracia y la justicia de
Dios. Ahora bien, ¿no significa esto minimizar la gloria y la magnitud de la gracia de Cristo y negar la justicia de la
fe? De esto se sigue que tales votos acostumbrados eran actos de culto equivocados y falsos. Por lo tanto, no son
obligatorios, porque un voto impío y contraído contra el mandato de Dios es nulo. También los cánones enseñan que
el juramento no debe ser un lazo de pecado.
San Pablo dice en Gál. 5:4: "De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis, de la gracia habéis caído". Por
consiguiente, los que desean justificarse mediante los votos también se han desligado de Cristo y caen de la gracia de
Dios. Los tales despojan a Cristo de su honor, quien sólo justifica, y se lo dan a sus votos y a su vida monástica.
Tampoco se puede negar que los monjes han enseñado y predicado que por medio de sus votos, su vida monástica y
su conducta eran justificados y merecían el perdón de los pecados. En efecto, han inventado cosas aún más ineptas y
absurdas, diciendo que hacían partícipes a otros de sus buenas obras. Si uno quisiera recalcar y censurar todo esto
con aspereza, ¡cuántas cosas podrían traerse a colación, cosas de las cuales los monjes mismos ahora se avergüenzan
y quisieran no haber hecho! Además de todo esto, han persuadido al pueblo de que este inventado estado espiritual de
las órdenes constituye la perfección cristiana. Esto es ciertamente alabar las obras con el fin de obtener la
justificación por ellas. Ahora bien, no es un leve escándalo en la iglesia cristiana proponer al pueblo tal acto de culto
que los hombres han inventado sin el mandamiento de Dios y enseñar que tal acto hace que los hombres aparezcan
ante Dios como piadosos y justos. La noticia de la fe, la cual debe recalcarse ante todo en la iglesia cristiana, se
oscurece cuando los ojos del pueblo son deslumbrados con esta extraña religiosidad angelical y con la afectación
falsa de la pobreza, la humildad y la castidad.
Además, se oscurecen los mandamientos de Dios y el verdadero culto de Dios cuando el pueblo oye que solamente
los monjes se encuentran en estado de perfección. Pues la perfección cristiana consiste en temer a Dios de corazón y
con sinceridad, y no obstante tener una íntima confianza y fe de que por causa de Cristo tenemos un Dios lleno de
gracia y de misericordia, que podemos y debemos pedir a Dios lo que nos hace falta y esperar confiadamente de él
ayuda en toda tribulación, cada uno de acuerdo con su vocación y condición. Consiste también en que realicemos
buenas obras diligentemente y en que atendamos a nuestro oficio. En esto consiste la verdadera perfección y el
verdadero culto a Dios, y no en pedir limosna ni en usar capuchas de color negro o gris, etc. Pero El pueblo común
deduce una opinión mucho más perjudicial de la falsa alabanza que se hace de la vida monástica, al oír que se alaba
desmesuradamente el estado cálibe. De ello resulta que vive en el matrimonio con conciencia intranquila. Cuando el
hombre común oye que sólo los mendigos deben ser contados como perfectos, no puede saber que se le permite tener
posesiones y negociar con ellas sin pecado. Cuando el pueblo oye que no vengarse es solamente un consejo, resulta
que algunos opinan que no es pecado vengarse fuera del ejercicio de su oficio. Algunos opinan que no corresponde a
los Cristianos, ni aún al gobierno, castigar el mal.
Se leen muchas cosas de hombres que abandonaron a esposa e hijos, e incluso su oficio civil, y se recluyeron en un
monasterio. Según dijeron, esto es huir del mundo y buscar una vida más agradable a Dios que la de las otras
personas. Y no podían tampoco saber que es necesario servir a Dios observando los mandamientos que él ha dado y
no guardando los mandamientos inventados por los hombres. Un estado de vida bueno y perfecto es el que se apoya
en el mandamiento de Dios, pero es pernicioso el estado de vida que no tenga de su lado el mandamiento divino. Fue
necesario impartir al pueblo instrucción apropiada respecto a tales asuntos.
En otro tiempo Gerson también censuró el error de los monjes respecto a la perfección, indicando que en esa época
era una novedad decir que la vida monástica constituyese un estado de perfección.
Muchísimas opiniones y errores impíos se relacionan con los votos monásticos: Se alega que nos hacen justos y
piadosos ante Dios, que constituyen la perfección cristiana, que mediante la vida monástica se guardan tanto los
consejos como los mandamientos del evangelio y que ella produce las buenas obras de supererogación que no
estamos obligados a rendir a Dios. Puesto que todo esto es falso, vano e inventado, los votos monásticos son nulos e
inválidos.
Nuestros teólogos enseñan que, de acuerdo con el Evangelio, el poder de las llaves, o de los obispos es un poder y
mandato divino de predicar el Evangelio, de perdonar y retener los pecados y de distribuir y administrar los
sacramentos, porque Cristo envió a los apóstoles con el siguiente encargo: "Como me envió el Padre, así también yo
os envío. Recibid el Espíritu Santo. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los
retuviereis, les son retenidos", Juan 20: 21-23. Este mismo poder de las llaves o de los obispos se practica y se realiza
únicamente mediante la enseñanza y la predicación de la Palabra de Dios y la administración de los sacramentos a
muchas personas o individualmente, según el encargo de cada uno. De esta manera no se otorgan cosas corporales
sino cosas y bienes eternos, a saber, la justicia eterna, el Espíritu Santo y la vida eterna. Estos bienes no pueden
obtenerse sino por el ministerio de la predicación y la administración de los santos sacramentos, porque San Pablo
dice: "El evangelio es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree". Ya que el poder de la iglesia o de los
obispos proporciona bienes eternos y se emplea y ejerce sólo por el ministerio de la predicación, de ninguna manera
estorba al gobierno ni a la autoridad temporal. Esta tiene que ver con cosas muy distintas del Evangelio; el poder
temporal no protege el alma, sino que mediante la espada y penas temporales protege el cuerpo y los bienes contra la
violencia externa. Por esta razón las dos autoridades, la espiritual y la temporal, no deben confundirse ni mezclarse
pues el poder espiritual tiene su mandato de predicar el Evangelio y de administrar los sacramentos. Por lo tanto no
debe usurpar otras funciones; no debe poner ni deponer a los reyes, no debe anular o socavar la ley civil y la
obediencia al gobierno; no debe hacer ni prescribir a la autoridad temporal leyes relacionadas con asuntos profanos,
tal como Cristo mismo dijo: "Mi reino no es de este mundo"; también: "¿Quién me ha puesto sobre vosotros como
juez?" San Pablo dice en Filip. 3: 20: "Nuestra ciudadanía está en los cielos", y en II Cor. 10: 4-5 dice: "Las armas de
nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas y de toda altivez que se
levanta contra el conocimiento de Dios". De este modo nuestros teólogos distinguen las funciones de las dos
autoridades y poderes, mandando que se los estime como los más altos dones de Dios en este mundo.
En los casos en que los obispos tienen la autoridad temporal y el poder de la espada, no lo tienen como obispos por
derecho divino, sino por derecho humano e imperial, otorgado por los emperadores romanos y los reyes para la
administración temporal de sus bienes, cosa que nada tiene que ver con el ministerio del Evangelio.
Por consiguiente, el ministerio de los obispos, según el derecho divino, consiste en predicar el Evangelio, perdonar
los pecados, juzgar la doctrina contraria al evangelio y excluir de la congregación cristiana a los impíos cuya
conducta impía sea manifiesta, sin usar del poder humano, sino sólo por la Palabra de Dios.
Por esta razón, los párrocos y las iglesias tienen la obligación de obedecer a los obispos, de acuerdo con la palabra de
Cristo en Lucas 10: 16: "El que a vosotros oye, a mí me oye". Pero cuando los obispos enseñen, ordenen o instituyan
algo contrario al Evangelio, en tales casos tenemos el mandamiento de Dios de no obedecerlos, en Mat. 7: 15:
"Guardaos de los falsos profetas". San Pablo dice en Gá. 1: 8: "Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os
anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema". También dice en II Co. 13: 8: "Nada
podemos contra la verdad, sino por la verdad". Mas adelante dice: "Conforme a la autoridad que el Señor me ha dado
para edificación, y no para destrucción". Así también ordena el derecho eclesiástico II, pregunta 7, en los capítulos
titulados "Sacerdotes" y "Ovejas". También San Agustín escribe en la epístola contra Petiliano que ni siquiera se debe
seguir a los obispos debidamente elegidos cuando yerren o cuando enseñen u ordenen algo contrario a la Escritura
divina.
Cualquier otro poder y autoridad judicial que tengan los obispos como, por ejemplo, en asuntos de matrimonio o de
los diezmos, lo poseen por derecho humano. Pero cuando los ordinarios son negligentes en tal función, los príncipes
están obligados, ya sea voluntariamente, ya sea a regañadientes, a administrar la justicia a favor de sus súbditos por
causa de la paz y para evitar la discordia y los disturbios en sus territorios.
Además, se disputa sobre si los obispos tienen la autoridad de introducir ceremonias en la iglesia y de establecer
reglas concernientes a comidas, días de fiesta y las distintas órdenes de clérigos. Los que conceden esta autoridad a
los obispos citan la palabra de Cristo en Juan 16: 12-13: "Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las
podéis sobrellevar. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad". Además, citan el ejemplo
de Hechos 15: 20, 29, en donde se prohibió la sangre y lo ahogado. También se aduce el hecho de que el sábado se
convirtió en domingo -en contra de los Diez Mandamientos, según dicen. Ningún ejemplo se cita y recalca tanto
como el de la mutación del sábado, queriendo demostrar con ello que la autoridad de la iglesia es grande, ya que ha
dispensado los Diez Mandamientos y ha alterado algo en ellos. Sobre esta cuestión los nuestros enseñan que los
obispos no tienen la autoridad de instituir y establecer nada contra el Evangelio, como queda expuesto arriba y como
el derecho eclesiástico enseña a través de toda la Distinción 9. Es manifiestamente contrario al mandamiento y la
Palabra de Dios convertir opiniones humanas en leyes o exigir que mediante tales leyes se haga satisfacción por los
pecados para conseguir la gracia, pues se denigra la gloria del mérito de Cristo cuando nos proponemos merecer la
gracia mediante tales ordenanzas. También es manifiesto que a causa de esta opinión dentro de la Cristiandad, las
ordenanzas humanas se han multiplicado infinitamente, pero la doctrina sobre la fe y la justicia de la fe casi se ha
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suprimido. A diario se han prescrito nuevos días de fiesta y nuevos ayunos y se han instituido nuevas ceremonias y
nuevos honores tributados a los santos, todo con el fin de merecer de Dios la gracia y todo bien.
Quienes instituyen ordenanzas humanas también obran contra el mandamiento de Dios al hacer que el pecado sea
cosa de comidas, ciertos días y cosas similares y al oprimir a la cristiandad con la esclavitud de la ley. Actúan como
si los Cristianos para merecer la gracia, tuvieran que celebrar tales actos de culto como si fuesen iguales al culto
levítico, arguyendo, según escriben algunos, que Dios ordenó a los apóstoles y a los obispos que los instituyeran. Es
de suponer que algunos obispos fueron engañados con el ejemplo de la ley de Moisés. De ahí surgieron innumerables
ordenanzas. Por ejemplo: que es pecado mortal hacer trabajo manual en los días de fiesta, aún sin dar ofensa a otros;
que es pecado mortal dejar de rezar las siete horas canónicas; que algunas comidas manchan la conciencia; que el
ayuno es una obra mediante la cual Dios es reconciliado; que no se puede perdonar el pecado en un caso reservado, a
menos que lo conceda el que lo reservó, y esto a pesar de que el derecho eclesiástico no habla de la reservación de
la culpa, sino sólo de la reservación de las penas eclesiásticas.
¿De dónde tienen los obispos el derecho y la autoridad para imponer a la Cristiandad tales exigencias, enredando así
a las conciencias? En Hechos 15: 10 San Pedro prohíbe poner el yugo sobre la cerviz de los apóstoles. Y San Pablo
dice a los Corintios que a ellos se les ha dado el poder de edificar y no de destruir. ¿Por qué multiplican los pecados
mediante tales exigencias?
Pero hay textos claros de la Escritura divina que prohíben estipular tales exigencias para merecer la gracia de Dios o
como necesarias para la salvación. Pablo dice en Col. 2: 15-17: "Por tanto, nadie os juzgue en comida o en bebida, o
en cuanto a días de fiesta, luna nueva o sábados, todo lo cual es sombra de lo que va a venir; pero el cuerpo es de
Cristo." También: "Pues si habéis muerto con Cristo en cuanto a los rudimentos del mundo, ¿por qué, como si
vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos tales como: No toques esto, no comas ni bebas eso, no manejes
aquello? Todas estas cosas se destruyen con el uso, con mandamientos y doctrinas de hombres y tienen una
apariencia de sabiduría." También en Tito 1: 14 San Pablo claramente prohíbe atender a fábulas judaicas y a
mandamientos de hombres que se apartan de la verdad. En Mat. 15: 14 Cristo mismo dice de aquellos que urgen a los
hombres a cumplir mandamientos humanos: "Dejadlos; son ciegos guías de ciegos." Él repudia semejante servicio
divino y dice: "Toda planta que no plantó mi Padre celestial, será desarraigada." (15: 13). Si, pues, los obispos tienen
autoridad de oprimir a las iglesias con innumerables exigencias y de enredar las conciencias, ¿por qué prohíbe la
Escritura divina tan a menudo el hacer y obedecer los reglamentos humanos? ¿Por qué los llama doctrina de
demonios? ¿Habrá hecho en vano el Espíritu Santo toda esta amonestación?
Puesto que son contrarios al Evangelio tales reglamentos, instituidos como necesarios para aplacar a Dios y merecer
la gracia, de ninguna manera incumbe a los obispos imponer tales actos de culto. Es necesario retener en la
Cristiandad la doctrina de la libertad cristiana, es decir, que la servidumbre a la ley no es necesaria para la
justificación, como dice Pablo en Gál. 5: 1: "Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no
estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud." Pues es preciso preservar el artículo principal del Evangelio, de que
obtenemos la gracia de Dios por la fe en Cristo sin nuestro mérito y que no la merecemos mediante actos de culto
establecidos por los hombres. ¿Qué se ha de decir, pues, del domingo y de otras ordenanzas eclesiásticas y
ceremonias similares? Los nuestros contestan que los obispos o los pastores pueden establecer ritos para que todo se
haga con orden en la iglesia, pero no con el fin de obtener la gracia divina ni hacer satisfacción por el pecado ni atar
las conciencias con la idea de que tales actos de culto sean necesarios y que sea pecado omitirlos cuando esto se hace
sin dar ofensa. Así, San Pablo, escribiendo a los Corintios, ordenó que las mujeres cubrieran su cabeza en la
asamblea, también que los predicadores no hablaran al mismo tiempo en la asamblea, sino en orden, uno por uno.
Conviene a la congregación Cristiana ceñirse a tales ordenanzas a causa del amor y la paz y en estos asuntos prestar
obediencia a los obispos y pastores, reteniéndolas en cuanto se pueda sin dar ofensa al otro, para que no haya ningún
desorden ni conducta desenfrenada en la iglesia. Pero esta obediencia debe prestarse de tal manera que no se oprima
las conciencias, sosteniendo que tales cosas son necesarias para la salvación y considerando que se comete pecado al
omitirlas sin dar ofensa a los demás. Nadie diría, por ejemplo, que la mujer peca al salir descubierta, si con ello no
ofende a los demás.
Lo mismo sucede con la observancia del domingo, de la Pascua de Resurrección, de Pentecostés y las demás fiestas y
ritos. Están muy equivocados quienes consideran que la observación del domingo es institución necesaria en lugar
del sábado, ya que la Sagrada Escritura ha abolido el sábado y enseña que desde la revelación del Evangelio todas las
ceremonias de la ley antigua pueden ser omitidas. Sin embargo, debido a la necesidad de estipular cierto día para que
el pueblo sepa cuándo congregarse, la iglesia Cristiana ha designado el domingo para ese fin; y se ha complacido y
agradado en introducir este cambio para dar al pueblo un ejemplo de la libertad Cristiana y para que se sepa que no
es necesaria la observancia del sábado ni la de ningún otro día.
Hay muchas discusiones impropias acerca de la mutación de la ley, de las ceremonias del Nuevo Testamento y del
cambio del sábado, todas las cuales han surgido de la opinión errónea y equivocada de que en la Cristiandad es
necesario tener un culto igual al levítico o al judío, como si Cristo hubiese ordenado a los apóstoles y obispos
inventar nuevas ceremonias que fuesen necesarias para la salvación. Estos errores se introdujeron en la Cristiandad
cuando ya no se enseñaba la justicia de la fe ni se predicaba con claridad y pureza. Algunos disputan respecto al
domingo, diciendo que es necesario observarlo, si bien no por derecho divino, sin embargo casi como si fuera de
derecho divino. Prescriben qué clase y qué cantidad de trabajo se puede hacer en días de fiesta. Pero, ¿qué son tales
discusiones sino ataduras para las conciencias? Porque, aún cuando se propongan mitigar y temperar las ordenanzas
humanas, no puede haber mitigación alguna mientras persista la idea de que son necesarias. Y esta opinión tiene que
persistir mientras no se sepa nada de la justicia de la fe ni de la libertad Cristiana.
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Los apóstoles ordenaron abstenerse de sangre y de lo ahogado. Pero, ¿quién lo cumple ahora? Sin embargo, los que
no cumplen no cometen pecado, ya que los mismos apóstoles no quisieron cargar a las conciencias con tal
servidumbre, sino que decretaron tal prohibición por un tiempo para evitar escándalo. En relación a esta ordenanza es
necesario fijarse en el artículo principal de la doctrina Cristiana, el cual no es abrogado por este decreto.
Casi ninguno de los antiguos cánones se observa al pie de la letra, y a diario desaparecen muchos de los mismos
reglamentos, aun entre aquellos que con más celo los guardan. No es posible aconsejar ni ayudar a las conciencias en
los casos donde no se conceda esta mitigación: que se reconozca que tales reglas no han de ser consideradas como
necesarias y que su omisión no es perjudicial a las conciencias.
Los obispos, no obstante, podrían mantener fácilmente en pie la obediencia si no insistieran en la observancia de las
reglas que no pueden regularse sin pecado. Pero ahora administran el santo sacramento bajo una especie y prohíben
la administración de las dos especies. También prohíben el matrimonio a los clérigos y no aceptan para el ministerio
a nadie a menos que jure con anterioridad no predicar esta doctrina, aunque no cabe duda de que está de acuerdo con
el santo Evangelio. Nuestras iglesias no desean que los obispos restauren la paz y la unidad en menoscabo de su
honra y dignidad, si bien es cierto que en casos de necesidad correspondería a los obispos hacerlo. Solamente piden
que los obispos cedan algunas cargas injustas, las cuales en tiempos pasados no existían en la iglesia y se aceptaron
contra el uso de la iglesia Cristiana universal. Quizás al principio hubo cierta razón para su introducción, pero ya no
se adaptan a nuestros tiempos. Es innegable que algunos reglamentos fueron aceptados debido a la falta de
comprensión. Por lo tanto, los obispos deberían tener la bondad de mitigar dichas reglas, ya que tales cambios en
nada perjudican el mantenimiento de la unidad de la iglesia cristiana. Muchas reglas inventadas por los hombres han
caído en desuso con el correr del tiempo y ya no son obligatorias, como lo testifica el mismo derecho papal. Pero si
no es posible lograr la concesión de mitigar y abolir aquellas reglas humanas que no pueden guardarse sin pecado,
entonces nos vemos obligados a seguir la regla apostólica que nos ordena obedecer a Dios antes que a los hombres.
San Pedro prohíbe a los obispos ejercer el dominio, como si tuviesen la autoridad de obligar a las iglesias a cumplir
su voluntad. Ahora no se trata de cómo se les puede restar a los obispos su autoridad, sino que pedimos y deseamos
que no obliguen a nuestras conciencias a pecar. Pero si no quieren acceder a esto y desprecian nuestra petición, que
ellos vean cómo rendirán cuenta de ello Dios, ya que por su obstinación dan ocasión a cisma y división, cosa que
justamente deberían ayudar a evitar.
CONCLUSIÓN
Estos son los artículos principales que se han considerado como controversiales. Aunque se hubieran podido aducir
muchos más abusos y errores, no obstante, para evitar la desprolijidad y ociosidad, hemos traído a colación sólo los
principales. Los demás pueden juzgarse fácilmente a la luz de éstos. En tiempos pasados hubo muchas quejas sobre
las indulgencias, las peregrinaciones y el abuso de la excomunión. También los párrocos sostuvieron innumerables
riñas con los monjes sobre el derecho de oír las confesiones, sobre los entierros, las predicaciones en ocasiones
especiales y otras innumerables. Hemos pasado por alto todo esto discretamente y por el bien común, para que
salieran a relucir aún más los asuntos principales en esta cuestión. No debe pensarse que nada se haya hablado o
aducido por odio o por el deseo de injuriar. Sólo se han enumerado los puntos que hemos considerado necesario
aducir y traer a colación, para que se pueda entender más claramente que entre nosotros nada, ni en cuestión de
doctrina ni de ceremonias, ha sido aceptado que esté en pugna con la Sagrada Escritura o con la iglesia Cristiana
universal. Es evidente y manifiesto que con toda diligencia y con la ayuda de Dios (no queremos gloriarnos) nos
hemos precavido de que ninguna doctrina nueva o impía nunca se introduzca e irrumpa en nuestras iglesias y gane la
primacía entre ellas.
De acuerdo con el edicto, hemos deseado entregar los susodichos artículos, haciendo constar cuál es nuestra
confesión y nuestra doctrina. Si alguien encontrara que falta algo en ellos, estamos listos para dar más información
con base en la Sagrada Escritura divina.
Conclusión
He aquí los principales artículos que son considerados materia de controversia. Se podrían haber mencionado otros
errores y abusos, sin embargo para evitar excesiva prolijidad y extensión, hemos mencionado los puntos centrales a
partir de los cuales será fácil juzgar los restantes. Han habido múltiples quejas respecto a las indulgencias,
peregrinaciones y el abuso de la excomunión. Han habido también un sin fin de querellas entre los pastores y los
monjes con respecto al derecho de confesar, de enterrar los muertos, de rezar las oraciones fúnebres y una infinidad
de otras cuestiones. Hemos omitido todas estas cosas para dar prueba de indulgencia y para que se perciba
claramente los puntos centrales del debate. Que ninguno piense que en esta Confesión hemos tenido la intención de
lastimar u ofender a nadie, o que nos hemos movido por un sentimiento de odio o de hostilidad. Hemos simplemente
enumerado aquellos puntos que nos ha parecido necesario hablar, para que se comprenda mejor que tanto en materia
de doctrina como de ritos, no hemos adoptado nada que sea contrario a la Escritura o a la Iglesia Cristiana Católica.
Puesto que es conocido de todo el mundo y podemos decirlo sin vanagloria, que hemos hecho todo de nuestra parte
para evitar que ninguna doctrina nueva e impía se infiltre en nuestras Iglesias.
Hemos decidido remitir por escrito estos artículos para exponer públicamente nuestra Confesión y nuestra doctrina.
Si alguien la ha encontrado insuficiente, estamos dispuestos a presentarle una declaración más amplia, apoyada en
pruebas tomadas de la Sagrada Escritura.
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Somos los súbditos obedientes de Vuestra Majestad Imperial: