BORGES - Evaristo Carriego (Edición Crítica)

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05/291/022 - 65 cop

Sem. Stratta
Jorge Luis Borges

EVARISTO CARRIEGO

Edición crítico-genética
de
Juan Pablo Canala

1/65
Criterios de la presente edición:

La posibilidades de lectura de la obra borgeana, a partir del cotejo de diferentes


tipos de materiales ha sido señalada por Daniel Balderston como uno de los aportes más
renovadores para el estudio de los textos y de los procesos de escritura de Jorge Luis
Borges.1 Es por esto que presentamos la edición crítico-genética de EVARISTO CARRIEGO
como un ejemplo práctico en la investigación genética.
Para el establecimiento del texto de la presente edición critico-genética de
EVARISTO CARRIEGO de Jorge Luis Borges se ha utilizado como texto base la edición de
Obras completas (Emecé, 1974) último texto revisado y autorizado por Borges en vida. No
obstante en notas al pie se consignan las variantes de todos los fragmentos y ediciones
publicadas en vida del autor: (M. Gleizer, 1930) y (Emecé, 1952).
Al pie del texto de EVARISTO CARRIEGO el lector encontrará tres tipos de notas. Las
primeras corresponden a las variantes y correcciones presentes en las diferentes versiones
(tanto manuscritas como de las ediciones) Se trata en este caso de notas estrictamente
genéticas, y el código utilizado es el siguiente:

tachado: texto tachado en el manuscrito.

exponente
: texto que figura en el manuscrito, escrito en el interlineado, en los
márgenes, superpuesto o, en todo caso, después de una primera
redacción.

[corchetes]: indicaciones del editor.

El segundo tipo de notas corresponden a las que el autor incluyó en la redacción del
texto. En ese caso se ha optado por señalarlas según el criterio de numeración presente en
las ediciones que serán encabezadas por (N. de A.)
El tercer tipo de notas corresponden a las “Notas de Comentario” que se incluyen al
final de la edición. Se encuentran indicadas en números romanos: I y versan sobre aspectos
bibliográficos que sirven de guía para el lector.

1
Balderston, Daniel, “Los manuscritos de Borges: Imaginar una realidad más compleja que la declarada al
lector”, en Cuadernos LIRICO, Disponible: http://lirico.revues.org/505

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Evaristo Carriego, Buenos Aires, M. Gleizer, 1930 -Bloomsbury Auctions

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Abreviaturas de los testimonios empleados:

Ediciones:

EC1: Borges, Jorge Luis, Evaristo Carriego, Buenos Aires, M. Gleizer, 1930.

EC2: Borges, Jorge Luis, Evaristo Carriego, Buenos Aires, Emecé, 1955.

ECB: Borges, Jorge Luis, Evaristo Carriego, Buenos Aires, M. Gleizer, 1930 [Presenta
correcciones manuscritas del autor- Bloomsbury Auctions]

Pre-textos:

LP “El truco”, en La Prensa, 1 de enero de 1928.

S: “Séneca en las orillas”, en Síntesis, Año 2, N° 19, pp. 29-32 (diciembre de 1928)

P: “Prólogo” a José Edmundo Clemente, Para una estética de Evaristo Carriego, Buenos
Aires, Editorial Renacimiento, 1950, pp. 3-6.

OI: “Notas sobre Carriego”, en Otras inquisiciones, Buenos Aires, Sur, 1952, pp. 41-42.

LN: “El Desafío”, en La Nación, 28 de diciembre de 1952.

F: El puñal”, Ficción, n° 18 (marzo-abril de 1969), p. 6.


Republicado sin cambios en Sur, N° 1, 1931, pp. 174-179

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L. E., who justifies the world2

...a mode of truth, not of truth coherent and central, but


angular and splintered.
DE QUINCEY. Writings, XI, 68

2
EC1 omite esta dedicatoria

5/65
PRÓLOGO3

Yo creí, durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos Aires, un suburbio


de calles aventuradas y de ocasos visibles. Lo cierto es que me crié en, un jardín, detrás de
una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses. Palermo del
cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas, pero quienes poblaron
mis mañanas y dieron agradable horror a mis noches fueron el bucanero ciego de
Stevenson, agonizando bajo las patas de los caballos, y el traidor que abandonó a su
amigo en la luna, y el viajero del tiempo, que trajo del porvenir una flor marchita, y el
genio encarcelado durante siglos en el cántaro salomónico, y el profeta velado del
Jorasán, que detrás de las piedras y de la seda ocultaba la lepra.i
¿Qué había, mientras tanto, del otro lado de la verja con lanzas? ¿Qué destinos
vernáculos y violentos fueron cumpliéndose a unos pasos de mí, en el turbio almacén o en
el azaroso baldío? ¿Cómo fue aquel Palermo o cómo hubiera sido hermoso que fuera?
A esas preguntas quiso contestar este libro, menos documental que imaginativo.

J.L.B.4

3
EC1 no tenía este prólogo
4
EC2 agrega Buenos Aires, enero de 1955

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DECLARACIÓN

Pienso que el nombre de Evaristo Carriego pertenecerá a la ecclesia visibilis de


nuestras letras, cuyas instituciones piadosas —cursos de declamación, antologías,
historias de la literatura nacional— contarán definitivamente con él. Pienso también que
pertenecerá a la más verdadera y reservada ecclesia invisibilis, a la dispersa comunidad
de los justos, y que esa mejor inclusión no se deberá a la fracción de llanto de su palabra.
He procurado razonar esos pareceres.
He considerado también —quizá con preferencia indebida— la realidad que se
propuso imitar. He querido proceder por definición, no por suposición: peligro voluntario,
pues adivino que mencionar calle Honduras y abandonarse a la repercusión casual de ese
nombre, es método menos falible —y más descansado— que definirlo con prolijidad. El
encariñado con los temas de Buenos Aires no se impacientará con esas demoras. Para él,
añadí los capítulos del suplemento.
He utilizado el libro servicialísimo de Gabriel y los estudios de Melián Lafinur y de
Oyuela. Mi gratitud quiere reconocer también otros nombres: Julio Carriego, Félix Lima,
doctor Marcelino del Mazo, José Olave, Nicolás Paredes, Vicente Rossi.

J.L.B.
Buenos Aires, 1930.5

5
EC1 omite la fecha

7/65
I
PALERMO DE BUENOS AIRES

La vindicación de la antigüedad de Palermo se debe a Paul Groussac. La registran


los Anales de la Biblioteca, en una nota de la página 360 del tomo cuarto;ii las pruebas o
instrumentos fueron publicadas mucho después en el número 242 de Nosotros. Nos retraen
un siciliano Domínguez (Domenico) de Palermo de Italia, que añadió el nombre de su
patria a su nombre, quizá para mantener algún apelativo no hispanizable, y entró a beinte
años y está casado con hija de conquistador. Este, pues, Domínguez Palermo, proveedor de
carne de la ciudad entre los años de 1605 y 14, poseía un corral cerca del Maldonado,
destinado al encierro o a la matanza de hacienda cimarrona. Degollada y borrada ha sido
esa hacienda, pero nos queda la precisa mención de una mula tordilla que anda en la
chácara de Palermo, término de esta ciudad. La veo absurdamente clara y chiquita, en el
fondo del tiempo, y no quiero sumarle detalles. Bástenos verla sola: el entreverado estilo
incesante de la realidad, con su puntuación de ironías, de sorpresas, de previsiones extrañas
como las sorpresas, sólo es recuperable por la novela, intempestiva aquí. Afortunadamente,
el copioso estilo de la realidad no es el único: hay el del recuerdo también, cuya esencia no
es la ramificación de los hechos, sino la perduración de rasgos aislados. Esa poesía es la
natural de nuestra ignorancia y no buscaré otra.
En los tanteos de Palermo están la chacra decente y el matadero soez; tampoco
faltaba en sus noches alguna lancha contrabandista holandesa que atracaba en el bajo, ante
las cortaderas cimbradas. Recuperar esa casi inmóvil prehistoria sería tejer insensatamente
una crónica de infinitesimales procesos: las etapas de la distraída marcha secular de Buenos
Aires sobre Palermo, entonces unos vagos terrenos anegadizos a espaldas de la patria. Lo
más directo, según el proceder cinematográfico, sería proponer una continuidad de figuras
que cesan: un arreo de muías viñateras, las chucaras con la cabeza vendada; un agua quieta
y larga, en la que están sobrenadando unas hojas de sauce; una vertiginosa alma en pena
enhorquetada en zancos, vadeando los torrenciales terceros; el campo abierto sin ninguna
cosa que hacer; las huellas del pisoteo porfiado de una hacienda, rumbo a los corrales del
Norte; un paisano (contra la madrugada) que se apea del caballo rendido y le degüella el
ancho pescuezo; un humo que se desentiende en el aire. Así hasta la fundación de Don Juan
Manuel: padre ya mitológico de Palermo, no meramente histórico, como ese Domínguez-
Domenico de Groussac. La fundación fue a brazo partido. Una quinta dulce de tiempo en el
camino a Barracas era lo acostumbrado entonces. Pero Rosas quería edificar, quería la casa
hija de él, no saturada de forasteros destinos no probada por ellos. Miles de carradas de
tierra negra fueron traídas de los alfalfares de Rosas (después Belgrano) para nivelar y
abonar el suelo arcilloso, hasta que el barro cimarrón de Palermo y la tierra ingrata se
conformaron a su voluntad.
Hacia el cuarenta, Palermo ascendió a cabeza mandona de la República, corte del
dictador y palabra de maldición para los unitarios. No relato su historia para no deslucir lo
demás. Básteme enumerar esa casa grande blanqueada llamada su Palacio (Hudson, Far
Away and Long Ago, página 108)iii y los naranjales y la pileta de paredes de ladrillo y
baranda de fierro, donde se animaba el bote del Restaurador a esa navegación tan frugal que
comentó Schiaffino: El paseo acuático a bajo nivel debía ser poco placentero, y en tan
corto circuito equivalía a la navegación en petiso. Pero Rosas estaba tranquilo; alzando la
mirada veía la silueta, recortada en el cielo, de los centinelas que hacían la guardia junto
a la baranda, escrutando el horizonte con el ojo avizor del tero. Esa corte ya se desgarraba

8/65
en orillas: el agachado campamento de adobe crudo de la División Hernández y el
rancherío de pelea y pasión de las cuarteleras morenas, los Cuartos de Palermo. El barrio, lo
están viendo, fue siempre naipe de dos palos, moneda de dos caras.
Duró doce años ese ardido Palermo, en la zozobra de la exigente presencia de un
hombre obeso y rubio que recorría los caminos limpitos, de pantalón azul militar con vivo
colorado y chaleco punzó y sombrero de ala muy ancha, y que solía manejar y cimbrar una
caña larga, cetro como de aire, liviano. De Palermo salió en un atardecer ese hombre
temeroso6 a comandar la mera espantada o batalla de antemano perdida que se libró en
Caseros; en Palermo entró el otro Rosas, Justo José, con su empaque de toro chúcaro y el
cintillo mazorquero punzó alrededor del adefesio de la galera y el uniforme rumboso de
general. Entró, y si los panfletos7 de Ascasubi no nos equivocan:

en la entrada de Palermo
ordenó poner colgados
a dos hombres infelices,
que después de afusilados
los suspendió en los ombuses,
hasta que de allí a pedazos
se cayeron de podridos...

Ascasubi, luego, se fija en la arrumbada tropa entrerriana del Ejército Grande:8

Entretanto en los barriales


de Palermo amontonaos
cuasi todos sin camisa,
estaban sus Entre-rianos
(como él dice) miserables,
comiendo terneros flacos
y vendiendo las cacharpas…

Miles de días que no se sabe el recuerdo, zonas empañadas del tiempo, crecieron y
se gastaron después, hasta arribar, a través de fundaciones individuales —la Penitenciaría el
año 77, el hospital Norte el 82, el hospital Rivadavia el 87— al Palermo de vísperas del
noventa, en que los Carriego compraron casa. De ese Palermo de 1889 quiero escribir. Diré
sin restricción lo que sé, sin omisión ninguna, porque la vida es pudorosa como un delito, y
no sabemos cuáles son los énfasis para Dios. Además, siempre lo circunstancial es
patético.9 iv Escribo todo, a riesgo de escribir verdades notorias, pero que traspapelará
mañana el descuido, que es el modo más pobre del misterio y su primera cara.10

6
EC1: inmortal
7
EC1: y si los manoseadores panfletos
8
EC1: ejército grande
9
(N. de A.) “Lo patético, casi siempre, está en el detalle de las circunstancias menudas”, observa
Gibbon en una de las notas finales del capítulo 50 de su Decline and Fall. [EC1 omite esta nota al pie]
10
(N. de A.) Yo afirmo —sin remilgado temor ni novelero amor de la paradoja— que solamente los
países nuevos tienen pasado; es decir, recuerdo autobiográfico de él; es decir, tienen historia viva. Si el
tiempo es sucesión, debemos reconocer que donde densidad mayor hay de hechos, más tiempo corre y que el
más caudaloso es el de este inconsecuente lado del mundo. La conquista y colonización de estos reinos —

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Más allá del ramal del ferrocarril del Oeste, que iba por Centroamérica, haraganeaba
entre banderas de rematadores el barrio, no sólo sobre el campo elemental, sino sobre el
despedazado cuerpo de quintas, loteadas brutalmente para ser luego pisoteadas por
almacenes, carbonerías, traspatios, conventillos, barberías y corralones. Hay jardín ahogado
de barrio, de esos con palmeras enloquecidas entre material y entre fierros, que es la
reliquia degenerada y mutilada de una gran quinta.
Palermo era una despreocupada pobreza. La higuera oscurecía sobre el tapial; los
balconcitos de modesto destino daban a días iguales; la perdida corneta del manisero
exploraba el anochecer. Sobre la humildad de las casas no era raro algún jarrón de
mampostería, coronado áridamente de tunas: planta siniestra que en el dormir universal de
las otras parece corresponder a una zona de pesadilla, pero que es tan sufrida realmente y
vive en los terrenos más ingratos y en el aire desierto, y la consideran distraídamente un
adorno. Había felicidades también: el arriate del patio, el andar entonado del compadre, la
balaustrada con espacios de cielo.
El chorreado caballo verdinoso y su Garibaldi no deprimían los Portones antiguos.
(La dolencia es general: no queda plaza que no esté padeciendo su guarango de bronce.) El
Botánico, astillero silencioso de árboles, patria de todos los paseos de la capital, hacía
esquina con la desmantelada plaza de tierra; no así el Jardín Zoológico, que se llamaba
entonces las fieras y estaba más al norte. Ahora (olor a caramelo y a tigre) ocupa el lugar
donde alborotaron hace cien años los Cuartos de Palermo. Sólo unas calles —Serrano,
Canning, Coronel— estaban ariscamente empedradas, con intervención de trotadoras lisas
para las chatas imponentes como un desfile y para las rumbosas victorias. La calle Godoy
Cruz la repechaba a los barquinazos el 64, vehículo servicial que se reparte, con la poderosa
sombra anterior de Don Juan Manuel, la fundación de Palermo. La visera ladeada y la
corneta milonguera del mayoral inducían la admiración o las emulaciones del barrio, pero
el inspector —dudador profesional de la rectitud— era una institución combatida, y no faltó
compadre que se enjaretó el boleto en la bragueta, repitiendo con indignación que si lo
quería no tenían más que sacarlo.
Busco realidades más nobles. Hacia el confín con Balvanera, hacia el este,
abundaban los caserones con recta sucesión de patios, los caserones amarillos o pardos con
puerta en forma de arco —arco repetido especularmente en el otro zaguán— y con delicada
puerta cancel de hierro. Cuando las noches impacientes de octubre sacaban sillas y personas
a la vereda y las casas ahondadas se dejaban ver hasta el fondo y había amarilla luz en los
patios, la calle era confidencial y liviana y las casas huecas eran como linternas en fila. Esa
impresión de irrealidad y de serenidad es mejor recordada por mí en una historia o símbolo,
que parece haber estado siempre conmigo. Es un instante desgarrado de un cuento que oí en
un almacén y que era a la vez trivial y enredado. Sin mayor seguridad lo recobro. El héroe

cuatro fortines temerosos de barro prendidos en la costa y vigilados por el pendiente horizonte, arco
disparador de malones— fueron de tan efímera operación que un abuelo mío, en 1872, pudo comandar la
última batalla de importancia contra los indios, realizando, después de la mitad del siglo diecinueve, obra
conquistadora del dieciséis. Sin embargo, ¿a qué traer destinos ya muertos? Yo no he sentido el liviano
tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más antiguas que las higueras, y sí en Pampa y
Triunvirato: insípido lugar de tejas anglizantes ahora, de hornos humosos de ladrillos hace tres años, de
potreros caóticos hace cinco. El tiempo —emoción europea de hombres numerosos de días, y como su
vindicación y corona— es de más imprudente circulación en estas repúblicas. Los jóvenes, a su pesar lo
sienten. Aquí somos del mismo tiempo que el tiempo, somos hermanos de él.

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de esa perdularia Odisea era el eterno criollo acosado por la justicia, delatado esa vez por
un sujeto contrahecho y odioso, pero con la guitarra como no hay dos. El cuento, el salvado
rato del cuento, refiere cómo el héroe se pudo evadir de la cárcel, cómo tenía que cumplir,
su venganza en una sola noche, cómo buscó en vano al traidor, cómo vagando por las calles
con luna el viento rendido le trajo indicaciones de la guitarra, cómo siguió esa huella entre
los laberintos y las inconstancias del viento, cómo redobló esquinas de Buenos Aires, cómo
arribó al umbral apartado en que guitarreaba el traidor, cómo abriéndose paso entre los
oyentes lo alzó sobre el cuchillo, cómo salió aturdido y se fue, dejando muertos y callados
atrás al delator y su guitarra cuentera.
Hacia el poniente quedaba la miseria gringa del barrio, su desnudez. El término las
orillas cuadra con sobrenatural precisión a esas puntas ralas, en que la tierra asume lo
indeterminado del mar y parece digna de comentar la insinuación de Shakespeare: La tierra
tiene burbujas, como las tiene el agua.v Hacia el poniente había callejones de polvo que
iban empobreciéndose tarde afuera; había lugares en que un galpón del ferrocarril o un
hueco de pitas o una brisa casi confidencial inauguraba malamente la pampa. O si no, una
de esas casas petizas sin revocar, de ventana baja, de reja —a veces con una amarilla estera
atrás, con figuras— que la soledad de Buenos Aires parece criar, sin participación humana
visible. Después: el Maldonado, reseco y amarillo zanjón, estirándose sin destino desde la
Chacarita y que por un milagro espantoso pasaba de la muerte de sed a las disparatadas
extensiones de agua violenta, que arreaban con el rancherío moribundo de las orillas. Hará
unos cincuenta años, después de ese irregular zanjón o muerte, empezaba el cielo: un cielo
de relinchos y crines y pasto dulce, un cielo caballar, los happy hunting-grounds haraganes
de las caballadas eméritas de la policía. Hacia el Maldonado raleaba el malevaje nativo y lo
sustituía el calabrés, gente con quien nadie quería meterse, por la peligrosa buena memoria
de su rencor, por sus puñaladas traicioneras a largo plazo. Ahí se entristecía Palermo, pues
las vías de hierro del Pacifico bordeaban el arroyo, descargando esa peculiar tristeza de las
cosas esclavizadas y grandes, de las barreras altas como pértigo de carreta en descanso, de
los derechos terraplenes y andenes. Una frontera de humo trabajador, una frontera de
vagones brutos en movimientos, cerraba ese costado; atrás, crecía o se emperraba el arroyo.
Lo están encarcelando ahora: ese casi infinito flanco de soledad que se acavernaba hace
poco, a la vuelta de la truquera confitería de La Paloma, será reemplazado por una calle
tilinga, de tejas anglizantes. Del Maldonado no quedará sino nuestro recuerdo, alto y solo, y
el mejor sainete argentino y los dos tangos que se llaman así —uno primitivo, actualidad
que no se preocupa, mero plano del baile, ocasión de jugarse entero en los cortes; otro, un
dolorido tango-canción, al estilo boquense— y algún clisé apocado que no facilitará lo
esencial, la impresión de espacio, y una equivocada otra vida en la imaginación de quienes
no lo vivieron. Pensándolo, no creo que el Maldonado fuera distinto de otras localidades
muy pobres, pero la idea de su chusma, desaforándose en rotos burdeles, a la sombra de la
inundación y del fin, mandaba en la imaginación popular. Así, en el hábil sainete que
mencioné, el arroyo no es un socorrido telón de fondo: es una presencia, mucho más
importante que el pardo Nava y que la china Dominga y que el Títere. (El puente Alsina,
con su todavía no cicatrizado ayer cuchillero y su memoria de la patriada grande del
ochenta, lo ha desbancado en la mitología de Buenos Aires. En lo que se refiere a la
realidad, es de fácil observación que los barrios más pobres suelen ser los más apocados y
que florece en ellos una despavorida decencia.) Del lado del arroyo zarpaban las tormentas
altas de tierra que toldaban el día, y el malón de aire del pampero que golpeaba todas las
puertas que miraban al sur y dejaban en el zaguán una flor de cardo, y la arrasadora nube de

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langostas que trataba de espantar a gritos la gente,11 y la soledad y la lluvia. A polvo tenía
gusto esa orilla.
Hacia el agua zaina del río, hacia el bosque, se hacía duro el barrio. La primera
edificación de esa punta fueron los mataderos del Norte, que abarcaron unas dieciocho
manzanas entre las venideras calles Anchorena, Las Heras, Austria y Beruti, y ahora sin
más reliquia verbal que el nombre la Tablada, que le escuché decir a un carrero, insipiente
de su antigua justificación. He inducido al lector a la imaginación de ese dilatado recinto de
muchas cuadras, y aunque los corrales desaparecieron el setenta, la figura es típica del
lugar, atravesado siempre de fincas —el cementerio, el hospital Rivadavia, la cárcel, el
mercado, el corralón municipal, el presente lavadero de lanas, la cervecería, la quinta de
Hale— con pobrerío de golpeados destinos alrededor. Esa quinta era por dos razones
mentada: por los perales que la chiquilinada del barrio saqueaba en clandestinos malones y
por el aparecido que visitaba el costado de la calle Agüero, reclinada en el brazo de un farol
la cabeza imposible. Porque a los verdaderos peligros de un compadraje cuchillero y
soberbio, había que sumar los fantásticos de una mitología forajida; la viuda y el
estrafalario chancho de lata, sórdidos como el bajo, fueron las más temidas criaturas de esa
religión de barrial. Antes había sido una quema ese norte: es natural que gravitaran en su
aire basuras de almas. Quedan esquinas pobres que si no se vienen abajo es porque están
apuntalándolas todavía los compadritos muertos.
Bajando por la calle de Chavango (después Las Heras) el último boliche del camino
era La Primera Luz, nombre que, a pesar de aludir a sus madrugadores hábitos, deja una
impresión —justa— de ciegas calles atascadas sin nadie, y al fin, a las cansadas vueltas,
una humana luz de almacén. Entre los fondos del cementerio colorado del Norte y los de la
Penitenciaría, se iba incorporando del polvo un suburbio chato y despedazado, sin revocar:
su notoria denominación, la Tierra del Fuego. Escombros del principio, esquinas de
agresión o de soledad, hombres furtivos que se llaman silbando y que se dispersan de golpe
en la noche lateral de los callejones, nombraban su carácter. El barrio era una esquina final.
Un malevaje de a caballo, un malevaje de chambergo mitrero sobre los ojos y de
apaisanada bombacha, sostenía por inercia o por impulsión una guerra de duelos
individuales con la policía. La hoja del peleador orillero, sin ser tan larga —era lujo de
valientes usarla corta— era de mejor temple que el machete adquirido por el Estado, vale
decir con predilección del costo más alto y el material más ruin. La dirigía un brazo más
ganoso de atropellar, mejor conocedor de los rumbos instantáneos del entrevero. Por la sola
virtud de la rima, ha sobrevivido a un desgaste de cuarenta años un rato de ese empuje:

Hágase a un lao, se lo ruego,


que soy de la Tierra’ el Juego.12 vi

No sólo de peleas; esa frontera era de guitarras también.

***

11
(N. de A.) Destruirlas era cosa de herejes, porque llevaban la señal de la cruz: marca de su emisión y
repartición especiales de parte del Señor.
12
(N. de A.) Taullard, 233.

12/65
Escribo estos recuperados hechos, y me solicita con arbitrariedad aparente el
agradecido verso de “Home-Thoughts”: Here and here did England help me, que
Browningvii escribió pensando en una abnegación sobre el mar y en el alto navío torneado
como un alfil en que Nelson cayó, y que repetido por mí —traducido también el nombre de
patria, pues para Browning no era menos inmediato el de su Inglaterra— me sirve como
símbolo de noches solas, de caminatas extasiadas y eternas por la infinitud de los barrios.
Porque Buenos Aires es hondo, y nunca, en la desilusión o el penar, me abandoné a sus
calles sin recibir inesperado consuelo, ya de sentir irrealidad, ya de guitarras desde el fondo
de un patio, ya de roce de vidas. Here and here did England help me, aquí y aquí me vino a
ayudar Buenos Aires. Esa razón es una de las razones por las que resolví componer este
primer capítulo.

13/65
II
UNA VIDA DE EVARISTO CARRIEGO

Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron


más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja,
es la inocente voluntad de toda biografía. Creo también que el haberlo conocido a Carriego
no rectifica en este caso particular la dificultad del propósito. Poseo recuerdos de Carriego:
recuerdos de recuerdos de otros recuerdos, cuyas mínimas desviaciones originales habrán
oscuramente crecido, en cada nuevo ensayo. Conservan, lo sé, el idiosincrásico sabor que
llamo Carriego y que nos permite identificar un rostro en una muchedumbre. Es innegable,
pero ese liviano archivo mnemónico —intención de la voz, costumbres de su andar y de su
quietud, empleo de los ojos— es, por escrito, la menos comunicable de mis noticias acerca
de él. Únicamente la trasmite la palabra Carriego, que demanda la mutua posesión de la
propia imagen que deseo comunicar. Hay otra paradoja. Escribí que a las relaciones de
Evaristo Carriego les basta la mención de su nombre para imaginárselo; añado que toda
descripción puede satisfacerlos, sólo con no desmentir crasamente la ya formada
representación que preven. Repito esta de Giusti, en el número 219 de Nosotros: “magro
poeta de ojitos hurgadores, siempre trajeado de negro, que vivía en el arrabal”. La
indicación de muerte, presente en lo de “trajeado siempre de negro” y en el adjetivo, no
faltaba en el vivacísimo rostro, que traslucía sin mayor divergencia las líneas de la calavera
interior. La vida, la más urgente vida, estaba en los ojos. También los recordó con justicia
el discurso fúnebre de Marcelo del Mazo. “Esa acentuación única de sus ojos, con tan poca
luz y tan riquísimo gesto, escribió”.
Carriego era entrerriano, de Paraná. Fue abuelo suyo el doctor Evaristo Carriego,
escritor de ese libro de papel moreno y tapas tiesas que se llama con entera razón Páginas
olvidadas (Santa Fe, 1895) y que mi lector, si tiene costumbre de revolver los turbios
purgatorios de libros viejos de la calle Lavalle, habrá tenido en las manos alguna vez.
Tenido y dejado, porque la pasión escrita en ese libro es circunstancial. Se trata de una
suma de páginas partidarias de urgencia, en que todo es requisado para la acción, desde los
latines caseros hasta Macaulay o el Plutarco según Garnier. Su valentía es de alma: cuando
la legislatura del Paraná resolvió levantarle a Urquiza una estatua en vida, el único diputado
que protestó fue el doctor Carriego, en oración hermosa aunque inútil. Carriego el antecesor
es memorable aquí, no sólo por su posible herencia polémica sino por la tradición literaria
de que se valdría el nieto después para borronear esas primeras cosas endebles que son la
condición de las válidas.
Carriego era, de generaciones atrás, entrerriano. La entonación entrerriana del
criollismo, afín a la oriental, reúne lo decorativo y lo despiadado igual que los tigres. Es
batalladora, su símbolo es la lanza montonera de las patriadas. Es dulce: una dulzura
bochornosa y mortal, una dulzura sin pudor, tipifica las más belicosas páginas de
Leguizamón, de Elías Regules y de Silva Valdés. Es grave: la República Oriental, donde la
entonación a que me refiero es más evidente, no ha escrito un solo buen humor, una sola
dicha, desde los mil cuatrocientos epigramas hispanocoloniales propuestos por Acuña de
Figueroa. Puesta a versificar, vacila entre la acuarela y el crimen; su tema no es la
aceptación de destino del Martín Fierro,13 sino las calenturas de la caña o de la divisa, bien
endulzadas. Está colaborando en ese sentir una efusión que no comprendemos, el árbol; una

13
EC1: de Martín Fierro; EC2: del Martín Fierro

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impiedad que no encarnamos, el indio. Su gravedad parece derivar de un más sobresaltado
rigor: Sombra, porteño, conoció los derechos rumbos de la llanura, el arreo de las haciendas
y un duelo ocasional a cuchillo; oriental, habría conocido también la carga de caballería de
las patriadas, el duro arreo de hombres, el contrabando... Carriego sabía por tradición ese
criollismo romántico y lo misturó con el criollismo resentido de los suburbios.
A las razones evidentes de su criollismo —linaje provinciano y vivir en las orillas
de Buenos Aires— debemos agregar una razón paradójica: la de su alguna sangre italiana,
articulada en el apellido materno Giorello. Escribo sin malicia; el criollismo del
íntegramente criollo es una fatalidad, el del mestizado una decisión, una conducta preferida
y resuelta. La veneración de lo étnico inglés que se lee en el inspired Eurasian journalist
Kipling ¿no es una prueba más (si la fisonómica no bastara) de su tiznada sangre?
Carriego solía vanagloriarse “A los gringos no me basta con aborrecerlos; yo los
calumnio”, pero el desenfreno alegre de esa declaración prueba su no verdad. El criollo,
con la seguridad de su ascetismo y del que está en su casa, lo considera al gringo un menor.
Su misma felicidad le hace gracia, su apoteosis espesa. Es de común observación que el
italiano lo puede todo en esta república, salvo ser tomado realmente en serio por los
desalojados por él. Esa benevolencia con fondo completo de sorna, es el desquite reservado
de los hijos del país.
Los españoles eran otra preferencia de su aversión. La acepción callejera del
español —el fanático14 que ha reemplazado el auto de fe con el Diccionario de Galicismos,
el mucamo15 en la selva de plumeros— era también la suya. Huelga añadir que esta
previsión o prejuicio no le estorbó algunas amistades hispanas, como la del doctor
Severiano Lorente, que parecía llevar consigo el tiempo ocioso y generoso de España (el
ancho tiempo musulmán que engendró el Libro de las Mil y Una Noches) y que se
demoraba hasta el alba, en el Royal Keller, ante su medio litro.16
Carriego creía tener una obligación con su barrio pobre: obligación que el estilo
bellaco de la fecha traducía en rencor, pero que él sentiría como una fuerza. Ser pobre
implica una más inmediata posesión de la realidad, un atropellar el primer gusto áspero de
las cosas: conocimiento que parece faltar a los ricos, como si todo les llegara filtrado. Tan
adeudado se creyó Evaristo Carriego a su ambiente, que en dos distintas ocasiones de su
obra se disculpa de escribirle versos a una mujer, como si la consideración del pobrerío
amargo de la vecindad fuera el único empleo lícito de su destino.
Los hechos de su vida, con ser infinitos e incalculables, son de fácil aparente
dicción y los enumera servicialmente Gabriel en su libro del novecientos veintiuno. Se nos
confía en él que nuestro Evaristo Carriego nació en 1883, el 7 de mayo, y que rindió el
tercer año del nacional y que frecuentaba la redacción del diario La Protesta y que falleció
el día 13 de octubre del novecientos doce, y otras puntuales e invisibles noticias que
encargan despreocupadamente a quien las recibe el salteado trabajo del narrador, que es
restituir a imágenes los informes. Yo pienso que la sucesión cronológica es inaplicable a
Carriego, hombre de conversada vida y paseada. Enumerarlo, seguir el orden de sus días,

14
EC1: mucamo; ECB: mucamo fanático
15
EC1: salvaje; ECB: salvaje mucamo
16
EC1: del doctor Severiano Lorente, a quien solía visitar en el sótano del Royal Keller y que se demoraba
hasta el cierre ante su medio litro; ECB: del doctor Severiano Lorente, a quien solía visitar en el sótano del
Royal Keller y que se demoraba hasta el cierre ante su medio litro que parecía llevar consigo el tiempo ocioso y generoso de España
(el ancho tiempo musulmán que engendró el Libro de las Mil y Una Noches) y que se demoraba hasta el alba, en el Royal Keller, ante su medio litro.

15/65
me parece imposible; mejor buscar su eternidad, sus repeticiones. Sólo una descripción
intemporal, morosa con amor, puede devolvérnoslo.
Literariamente, sus juicios de condenación y de elogio ignoraban la duda. Era muy
alacrán: maldecía de los más justificados nombres famosos con esa evidente sinrazón que
suele no ser más que una cortesía al propio cenáculo, una lealtad de creer que la reunión
presente es perfecta y no podría ser mejorada por la adición de nadie. La revelación de la
capacidad estética de la palabra se operó en él, como en casi todos los argentinos, mediante
los desconsuelos y los éxtasis de Almafuerte: afición que la amistad personal corroboró
después. El Quijote era su más frecuente lectura. Con Martín Fierro debe haber ejercido el
proceder común de su tiempo: unas apasionadas lecturas clandestinas cuando muchacho, un
gusto sin dictamen. Era aficionado también a las calumniadas biografías de guapos que hizo
Eduardo Gutiérrez, desde la semirromántica de Moreira hasta la desengañadamente realista
de Hormiga Negra, el de San Nicolás (¡del Arroyo y no me arrollo!). Francia, país entonces
de recomendado entusiasmo, había subdelegado para él su representación en Georges
D’Esparbés, en alguna novela de Víctor Hugo y en las de Dumas. También solía publicar
en su conversación esas preferencias guerreras. La muerte erótica del caudillo Ramírez,
desmontado a lanzazos del caballo y decapitado por defender a su Delfina,17 y la de Juan
Moreira, que pasó de los ardientes juegos del lupanar a las bayonetas policiales y los
balazos, eran muy contadas por él. No descuidaba la crónica de su tiempo: las puñaladas de
bailecito y de esquina, los relatos de hierro que dejan recaer su valor en quien está
contándolos. Su conversación —escribía Giusti después— evocaba los patios de vecindad,
los quejumbrosos organillos, los bailes, los velorios, los guapos, los tugares de perdición,
su carne de presidio y de hospital. Hombres del Centro, le escuchábamos encariñados,
como si nos contase fábulas de un lejano país. Él se sabía delicado y mortal, pero leguas
rosadas de Palermo estaban respaldándolo.
Escribía poco, lo que significa que sus borradores eran orales. En la caminada noche
callejera, en la plataforma de los Lacroze, en las tardías vueltas a casa, iba tramando versos.
Al otro día —por lo común después de almorzar, hora veteada de indolencia pero sin
apurones— los precisaba en el papel. Ni fatigó la noche ni se atrevió jamás a la ceremonia
desconsolada de madrugar para escribir. Antes de entregar un original, ponía a prueba su
inmediata eficacia, leyéndolo e repitiéndolo a los amigos. De éstos, uno que se menciona
invariablemente es Carlos de Soussens.
La noche que Soussens me descubrió, era una de las fechas acostumbradas en la
conversación de Carriego. Éste lo quería y lo malquería por razones iguales. Le gustaba su
condición de francés, de hombre asimilado a los prestigios de Dumas padre, de Verlaine y
de Napoleón; le molestaba su condición anexa de gringo, de hombre sin muertos en
América. Además, el oscilante Soussens era más bien un francés aproximativo: era, como
él circunloqueaba y repitió Carriego en un verso, caballero de Friburgo, francés que no
alcanzaba a francés y no salía de suizo. Le gustaba, en abstracto, su condición libérrima de
bohemio; le molestaba —hasta la reflexión pedagógica y la censura— su complicada
haraganería, su alcoholización, su rutina de postergaciones y de enredos. Esa aversión dice
que el Evaristo Carriego de la honesta tradición criolla era el esencial y no el trasnochador
de Los inmortales.
Pero el amigo más real de Carriego fue Marcelo del Mazo, que sentía por él esa casi
perpleja admiración que el instintivo suele producir en el hombre de letras. Del Mazo,

17
EC1: su china; ECB: su china su Delfina

16/65
escritor olvidado con injusticia, ejercía en el arte la misma cortesía exacerbada que en el
trato común, y las piedades o las delicadezas del mal eran su argumento. Publicó en 1910
Los vencidos (segunda serie), libro ignorado que reserva unas páginas virtualmente
famosas, como la diatriba contra las personas de edad —menos entigrecida pero mejor
observada que la de Swift (Travels into Several Remote Nations, III, 10)viii — y la que se
llama La última. Otros escritores de la amistad de Carriego fueron Jorge Borges, Gustavo
Caraballo, Félix Lima, Juan Más y Pi, Álvaro Melián Lafinur, Evar Méndez, Antonio
Monteavaro, Florencio Sánchez, Emilio Suárez Calimano, Soiza Reilly.
Declaro ahora sus amistades de barrio, en las que fue riquísimo. La más operativa
fue la del caudillo Paredes, entonces el patrón de Palermo. Esa amistad la buscó Evaristo
Carriego a los catorce años. Tenía la lealtad disponible, inquirió el nombre del caudillo de
la parroquia, le noticiaron quién, lo buscó, se abrió camino entre los fornidos pretorianos de
chambergo alto, le dijo que él era Evaristo Carriego, de Honduras. Esto sucedió en el
mercado que está en la plaza Güemes; el muchacho no se movió hasta el alba de ahí,
codeándose con guapos, tuteando —la ginebra es confianzuda— asesinos. Porque la
votación se dirimía entonces a hachazos, y las puntas norte y sur de la capital producían, en
razón directa de su población criolla y de su miseria, el elemento electoral que los
despachaba. Ese elemento operaba en la provincia también: los caudillos de barrio iban
donde los precisaba el partido y llevaban sus hombres. Ojo y acero —ajados nacionales de
papel y profundos revólveres— depositaban su voto independiente. La aplicación de la ley
Sáenz Peña, el novecientos doce, desbandó esas milicias. No le hace; la desvelada noche
que referí es de 1897 recién, y manda Paredes. Paredes es el criollo rumboso, en entera
posesión de su realidad: el pecho dilatado de hombría, la presencia mandona, la melena
negra insolente, el bigote flameado, la grave voz usual que deliberadamente se afemina y se
arrastra en la provocación, el sentencioso andar, el manejo de la posible anécdota heroica,
del dicharacho, del naipe habilidoso, del cuchillo y de la guitarra, la seguridad infinita. Es
hombre de a caballo también, porque se ha criado en un Palermo anterior a este del
carreraje, en el de la distancia y las quintas. Es el varón de los asados homéricos y del
contrapunto incansable. Del contrapunto dije; a los treinta años de esa cargada noche me
dedicaría unas décimas, de las que no olvidaré este acierto impensado, esta resolución de
amistad: A usté, compañero Borges, Lo saludo enteramente. Es visteador de ley, pero
malevo que ha querido faltarle ha sido sujetado, no con el fierro igual, sino con el rebenque
mandón o con la mano abierta, para mantener disciplina. Los amigos, lo mismo que los
muertos y las ciudades, colaboran en cada hombre, y hay renglón de El alma del suburbio:
pues ya urna vez lo hizo ca…er de un hachazo, en que parece retumbar la voz de Paredes,
ese trueno cansado y fastidiado de las imprecaciones criollas. Por Nicolás Paredes conoció
Evaristo Carriego la gente cuchillera de la sección, la flor de Dios te 18 libre. Mantuvo por
un tiempo con ellos una despareja amistad, una amistad profesionalmente criolla con
efusiones de almacén y juramentos leales de gaucho y vos me conoces che hermano y las
otras morondangas del género. Ceniza de esa frecuentación son las algunas décimas en
lunfardo que Carriego se desentendió de firmar y de las que he juntado dos series: una
agradeciéndole a Félix Lima el envío de su libro de crónicas Con los nueve; otra, cuyo
nombre parece una irrisión de Dies irae, llamada Día de bronca y publicada sobre el
seudónimo El Barretero en la revista policial L. C. En el suplemento de este segundo
capítulo copio algunas.

18
EC1: los; ECB: los te

17/65
No se le conocieron hechos de amor. Sus hermanos tienen el recuerdo de una mujer
de luto que solía esperar en la vereda y que mandaba cualquier chico a buscarlo. Lo
embromaban: nunca le sonsacaron su nombre.
Arribo a la cuestión de su enfermedad, que pienso importantísima. Es creencia
general que la tuberculosis lo ardió: opinión desmentida por su familia, aconsejada tal vez
por dos supersticiones, la de que es denigrativo ese mal, la de que se hereda. Salvo sus
deudos, todos aseveran que murió tísico. Tres consideraciones vindican esa general opinión
de sus amistades: la inspirada movilidad y vitalidad de la conversación de Carriego, favor
posible de un estado febril; la figura, insistida con obsesión, de la escupida roja; la solicitud
urgente de aplauso. Él se sabía dedicado a la muerte y sin otra posible inmortalidad que la
de sus palabras escritas; por eso, la impaciencia de gloria. Imponía sus versos en el café,
ladeaba la conversación a temas vecinos de los versificados por él, denigraba con elogios
indiferentes o con reprobaciones totales a los colegas de aptitud peligrosa; decía, como
quien se distrae, mi talento. Además, había preparado o se había agenciado un sofisma, que
vaticinaba que la entera poesía contemporánea iba a perecer por retórica, salvo la suya, que
podía subsistir como documento —como si la afición retórica no fuera documental de un
siglo, también. Tenía sobrada razón —escribe del Mazo— al requerir personalmente la
atención general hacia su obra. Comprendía que la consagración lentísima alcanza en
vida a contados ancianos, y subiendo que no produciría en amontonamiento de libros,
abría el espíritu ambiente a la belleza y gravedad de sus versos. Ese proceder no
significaba una vanidad: era la parte mecánica de la gloria, era una obligación del mismo
orden que la de corregir las pruebas. La premonición de la incesante muerte la urgía.
Codiciaba Carriego el futuro tiempo generoso de los demás, el afecto de ausentes. Por esa
abstracta conversación con las almas, llegó a desentenderse del amor y de la desprevenida
amistad, y se redujo a ser su propia publicidad y su apóstol.
Puedo intercalar una historia. Una mujer ensangrentada, italiana, que huía de los
golpes de su marido, irrumpió una tarde en el patio de los Carriego. Éste salió indignado a
la calle y dijo las cuatro duras palabras19 que había que decir. El marido (un cantinero
vecino) las toleró sin contestación, pero guardó rencor. Carriego, sabiendo que la fama es
artículo de primera necesidad, aunque vergonzante, publicó un suelto de vistosa
reprobación en Ultima Hora sobre la brutalidad de ese gringo. Su resultado fue inmediato:
el hombre, vindicada públicamente su condición de bruto, depuso entre ajenas chacotas
halagadoras el malhumor; la golpeada anduvo sonriente unos días; la calle Honduras se
sintió más real cuando se leyó impresa. Quien así podía traslucir en los otros esa apetencia
clandestina de fama, adolecía de ella también.
La perduración en el recuerdo de los demás lo tiranizaba. Cuando alguna definitiva
pluma de acero resolvió que Almafuerte, Lugones y Enrique Banchs integraban ya el
triunvirato —¿o sería el tricornio o el trimestre?— de la poesía argentina, Carriego
proponía en los cafés la deposición de Lugones, para que no tuviera que molestar su propia
inclusión ese arreglo ternario.
Las variantes raleaban: sus días eran un solo día. Hasta su muerte vivió en el 84 de
Honduras, hoy 3784. Era infaltable los domingos en casa nuestra, de vuelta del hipódromo.
Repensando las frecuencias de su vivir —los desabridos despertares caseros, el gusto de
travesear con los chicos, la copa grande de guindado oriental o caña de naranja en el vecino
almacén de Charcas y Malabia, las tenidas en el bar de Venezuela y Perú, la discutidora

19
EC1: las cuatro palabras duras

18/65
amistad, las italianas comidas porteñas en la Cortada, la conmemoración de versos de
Gutiérrez Nájera y de Almafuerte, la asistencia viril a la casa de zaguán rosado como una
niña, el cortar un gajito de madreselva al orillar una tapia, el hábito y el amor de la noche—
veo un sentido de inclusión y de círculo en su misma trivialidad. Son actos comunísticos,
pero el sentido fundamental de común es el de compartido entre todos. Esas frecuencias que
enuncié de Carriego, yo sé que nos lo acercan. Lo repiten infinitamente en nosotros, como
si Carriego perdurara disperso en nuestros destinos, como si cada uno de nosotros fuera por
unos segundos Carriego. Creo que literalmente así es, y que esas momentáneas identidades
(¡no repeticiones!) que aniquilan el supuesto correr del tiempo, prueban la eternidad.
Inferir de un libro las inclinaciones de su escritor parece operación muy fácil,
máxime si olvidamos que éste no redacta siempre lo que prefiere, sino lo de menor empeño
y lo que se figura esperan de él. Esas borrosas imágenes suficientes de campo de a caballo,
que son el fondo de toda conciencia argentina, no podían faltar en Carriego. En ellas
hubiera querido vivir. Otras incidentales (de azar domiciliario al principio, de ensayo
aventurero después, de cariño al fin) eran, sin embargo, las que defenderían su memoria: el
patio que es ocasión de serenidad, rosa para los días, el fuego humilde de San Juan,
revolcándose como un perro en mitad de la calle, la estaca de la carbonería, su bloque de
apretada tiniebla, sus muchos leños, la mampara de fierro del conventillo, los hombres de la
esquina rosada. Ellas lo confiesan y aluden. Yo espero que Carriego lo entendió así alegre y
resignadamente, en una de sus callejeras noches finales; yo imagino que el hombre es
poroso para la muerte y que su inmediación lo suele vetear de hastíos y de luz, de
vigilancias milagrosas y previsiones.

19/65
III
LAS MISAS HEREJES

Antes de considerar este libro, conviene repetir que todo escritor empieza por un
concepto ingenuamente físico de lo que es arte. Un libro, para él, no es una expresión o una
concatenación de expresiones, sino literalmente un volumen, un prisma de seis caras
rectangulares hecho de finas láminas de papel que deben presentar una carátula, una falsa
carátula, un epígrafe en bastardilla, un prefacio en una cursiva mayor, nueve o diez partes
con una versal al principio, un índice de materias, un ex libris con un relojito de arena y con
un resuelto latín, una concisa fe de erratas, unas hojas en blanco, un colofón interlineado y
un pie de imprenta: objetos que es sabido constituyen el arte de escribir. Algunos estilistas
(generalmente los del inimitable pasado) ofrecen además un prólogo del editor, un retrato
dudoso, una firma autógrafa, un texto con variantes, un espeso aparato crítico, unas
lecciones propuestas por el editor, una lista de autoridades y unas lagunas, pero se entiende
que eso no es para todos. .. Esa confusión de papel de Holanda con estilo, de Shakespeare
con Jacobo Peuser, es indolentemente común, y perdura (apenas adecentada) entre los
retóricos, para cuyas informales almas acústicas una poesía es un mostradero de acentos,
rimas, elisiones, diptongaciones y otra fauna fonética. Escribo esas miserias características
de todo primer libro, para destacar las inusuales virtudes de este que considero.
Irrisorio sin embargo sería negar que las Misas herejes es un libro de aprendizaje.
No entiendo definir así la inhabilidad, sino estas dos costumbres: el deleitarse casi
físicamente con determinadas palabras —por lo común, de resplandor y de autoridad— y la
simple y ambiciosa determinación de definir por enésima vez los hechos eternos. No hay
versificador incipiente que no acometa una definición de la noche, de la tempestad, del
apetito carnal, de la luna: hechos que no requieren definición porque ya poseen nombre,
vale decir, una representación compartida. Carriego incide en esas dos prácticas.
Tampoco se le puede absolver de la acusación de borroso. Es tan evidente la
distancia entre la incomunicada palabrería, composiciones —de descomposiciones, más
bien— como Las últimas etapas y la rectitud de sus buenas páginas ulteriores en La
canción del barrio, que no se debe ni recalcar ni omitir. Vincular esas naderías con el
simbolismo es desconocer deliberadamente las intenciones de Laforgue o de Mallarmé. No
es preciso ir tan lejos: el verdadero y famoso padre de esa relajación fue Rubén Darío,
hombre que a trueque de importar del francés unas comodidades métricas, amuebló a
mansalva sus versos en el Petit Larousse con una tan infinita ausencia de escrúpulos que
panteísmo y cristianismo eran palabras sinónimas para él y que al representarse
aburrimiento escribía nirvana.20 Lo divertido es que el formulador de la etiología
simbolista, José Gabriel, no se resuelve a no encontrar símbolos en las Misas herejes, y
expende a los lectores de la página 36 de su libro, esta solución más bien insoluble del
soneto El clavel: Ha de decir (Carriego) que intentó darle un beso a una mujer, y que ella,
intransigente, interpuso su mano entre ambas bocas (y esto no se sabe sino después de muy
penosos esfuerzos); pero no, decirlo así, seria pedestre, no seria poético, y entonces llama
clavel y rojo heraldo de amatorios credos a sus labios, y al acto negativo de la hembra, la
ejecución del clavel con la guillotina de sus nobles dedos.

20
(N. de A.) Conservo estas impertinencias para castigarme por haberlas escrito. En aquel tiempo creía que
los poemas de Lugones eran superiores a los de Darío. Es verdad que también creía que los de Quevedo eran
superiores a los de Góngora. (Nota de 1954.)

20/65
Así la aclaración; véase ahora el interpretado soneto:

Fue al surgir de una duda insinuativa


cuando hirió tu severa aristocracia,
como un símbolo rojo de mi audacia,
un clavel que tu mano no cultiva.

Hubo quizá una frase sugestiva


o advirtió una intención tu perspicacia,
pues tu serenidad llena de gracia
fingió una rebelión despreciativa.

Y21 así, en tu vanidad, por la impaciente


condena de tu orgullo intransigente,
mi rojo heraldo de amatorios credos

mereció, por su símbolo atrevido,


como un apóstol o como un bandido
la guillotina de tus nobles dedos.

El clavel es fuera de duda un clavel de veras, una guaranga flor popular deshecha
por la niña y el simbolismo (el mero gongorismo) es el del explicativo español, que lo
traduce en labios.
Lo no discutible es que una fuerte mayoría de las Misas herejes ha incomodado
seriamente a los críticos. ¿Cómo justificar esas incontinencias inocuas en el especial poeta
del suburbio? A tan escandalizada interrogación creo satisfacer con esta respuesta: Esos
principios de Evaristo Carriego son también del suburbio, no en el superficial sentido
temático de que versan sobre él, sino en el sustancial de que así versifican los arrabales. Los
pobres gustan de esa pobre retórica, afición que no suelen extender a sus descripciones
realistas. La paradoja es tan admirable como inconsciente: se discute la autenticidad
popular de un escritor en virtud de las únicas páginas de ese escritor que al pueblo le
gustan. Ese gusto es por afinidad: el palabreo, el desfile de términos abstractos, la
sensiblería, son los estigmas de la versificación orillera, inestudiosa de cualquier acento
local menos del gauchesco, íntima de Joaquín Castellanos y de Almafuerte, no de letras de
tango. Recuerdos de glorieta y de almacén me asesoran aquí; el arrabal se surte de
arrabalero en la calle Corrientes, pero lo altilocuente abstracto es lo suyo y es la materia
que trabajan los payadores. Repetido sea con brevedad: esa pecadora mayoría de las Misas
herejes no habla de Palermo, pero Palermo pudo haberla inventado. Pruébelo este barullo:

Y22 en el salmo coral, que sinfoniza


un salvaje ciclón sobre la pauta,
venga el robusto canto que presagie,
con la alegre fiereza de una diana
que recorriese como un verso altivo

21
EC1: I
22
EC1: I

21/65
el soberbio delirio de la gama,
el futuro cercano de los triunfos
futuro precursor de las revanchas;
el instante supremo en que se agita
la misión terrenal de las canallas. . .

Es decir: una tempestad puesta en salmo que debe contener un canto que debe
parecerse a una diana que debe parecerse a un verso, y la predicción de un porvenir recién
precursor encomendada al canto que debe parecerse a la diana que se parece a un verso.
Sería una declaración de rencor prolongar la cita: básteme jurar que esa rapsodia de
payador abombado por el endecasílabo rebasa los doscientos renglones y que ninguna de
sus muchas estrofas puede lamentar una carencia de tempestades, de banderas, de cóndores,
de vendas maculadas y de martillos. Eliminen su mal recuerdo estas décimas, de pasión lo
bastante circunstancial para que las pensemos biográficas, y que tan bien han de llevarse
con la guitarra:

Que este verso, que has pedido,


vaya hacia ti, como enviado
de algún recuerdo volcado
en una tierra de olvido...
para insinuarte al oído
su agonía más secreta,
cuando en tus noches, inquieta,
por las memorias, tal vez,
leas, siquiera una vez,
las estrofas del poeta.

¿Yo...? Vivo con la pasión


de aquel ensueño remoto,
que he guardado como un voto,
ya viejo, del corazón.
Y sé en mi amarga obsesión
que mi cabeza cansada
caerá, recién, libertada
de la prisión de ese ensueño
¡cuando duerma el postrer sueño
sobre la postrer almohada!

Paso a rever las composiciones realistas que integran El alma del suburbio, en la
que podemos escuchar ¡al fin! la voz de Carriego, tan ausente de las menos favorecidas
partes. Las reveré en su orden, omitiendo voluntariamente unas dos: De la aldea (cromo de
intención andaluza y de una trivialidad categórica) y El guapo, que dejo para una
consideración final más extensa.
La primera, El alma del suburbio, refiere un atardecer en la esquina. La calle
popular hecha patio, es su descripción, la consoladora posesión de lo elemental que les
queda a los pobres: la magia servicial de los naipes, el trato humano, el organito con su
habanera y su gringo, la espaciada frescura de la oración, el discutidero eterno sin rumbo,

22/65
los temas de la carne y la muerte. No se olvidó Evaristo Carriego del tango, que se
quebraba con diablura y bochinche por las veredas, como recién salido de las casas de la
calle Junín, y que era cielo de varones nomás, igual que la visteada:23

En la calle, la buena gente derrocha


sus guarangos decires más lisonjeros,
porque al compás de un tango, que es La Morocha,
lucen ágiles cortes dos orilleros.

Sigue una página de misterioso renombre, La viejecita, festejada cuando se publicó,


porque su liviana dosis de realidad, indistinta ahora, era infinitesimalmente más fuerte que
la de las rapsodias coetáneas. La crítica, por la misma facilidad de servir elogios, corre el
albur de profetizar. Los encomios que se aplicaron a La viejecita son los que merecería El
guapo después; los dedicados en 1862 a Los mellizos de la Flor de Ascasubi, son una
profecía escrupulosa de Martin Fierro.
Detrás del mostrador es una oposición entre la urgente vida barullera de los
borrachos y la mujer hermosa, bruta y tapiada,

detrás del mostrador como una estatua

que impávida les enloquece el deseo

y pasa sin dolor, así, inconsciente,


su vida material de carne esclava:

la tragedia opaca de un alma que no ve su destino.

La siguiente página, El amasijo, es el reverso deliberado de El guapo. En ella se


denuncia con ira santa nuestra peor realidad: el guapo de entrecasa, la doble calamidad de
la mujer gritada y golpeada y del malevo que con infamia se emperra en esa pobre hombría
vanidosa de la opresión:

Dejó de castigarla, por fin cansado


de repetir el diario brutal ultraje
que habrá de contar luego, felicitado,
en la rueda insolente del compadraje. . .

Sigue En el barrio, página cuyo hermoso motivo es el acompañamiento eterno y la


eterna letra de la guitarra, proferidos no por una convención como es hábito, sino

23
(N. de A.) La épica circunstanciada del tango ha sido escrita ya: su autor, Vicente Rossi; su nombre en
librería, Cosas de negros (1926), obra clásica en nuestras letras y que por la sola intensidad de su estilo tendrá
en todos razón. Para Rossi, el tango es afro-montevideano, del Bajo, el tango tiene motas en la raíz. Para
Laurentino Mejías, (La policía por dentro, II, 1913, Barcelona) es afro-porteño, inaugurado en los
machacones candombes de la Concepción y de Monserrat, amalevado después en los peringundines: el de
Lorea, el de la Boca del Riachuelo y el de Solls. Lo bailaban también en las casas malas de la calle del
Temple, sofocado el organito de contrabando por el colchón pedido a uno de los lechos venales, ocultas las
armas de la concurrencia en los albañales vecinos, en previsión de un raid policial.

23/65
literalmente para indicar un efectivo amor. El episodio de esa reanimación de símbolos es
de embargada luz, pero es fuerte. Desde el primitivo patio de tierra o patio colorado, llama
con ira de pasión la urgente milonga

que escucha insensible la despreciativa


moza, que no quiere salir de la pieza.

Sobre el rostro adusto tiene el guitarrero


viejas cicatrices de cárdeno brillo,
en el pecho un hosco rencor pendenciero
y en los negros ojos la luz del cuchillo.

Y no es para el otro su constante enojo.


A ese desgraciado que a golpes maneja
le hace el mismo caso, por bruto y por flojo,
que al pucho que olvida detrás de la oreja.

Pues tiene unas ganas su altivez airada


de concluir con todas las habladurías.
¡Tan capaz se siente de hacer una hombrada
de la que hable el barrio tres o cuatro días. . .!

La estrofa antefinal es de orden dramático; parece dicha por el mismo tajeado. Es


intencionado también el último verso, la apurada atención de unos pocos días que el barrio,
mal acostumbrado entonces, dedicaba a una muerte, lo pasajero de la gloria de poner un
barbijo.
Después está Residuo de fábrica, que es la piadosa notificación de una pena, donde
lo que más importa quizá es la versión instintiva de las enfermedades como una
imperfección, una culpa.

Ha tosido de nuevo. El hermanito


que a veces en la pieza se distrae
jugando sin hablarle, se ha quedado
de pronto serio, como si pensase.

Después se ha levantado y bruscamente


se ha ido, murmurando al alejarse,
con algo de pesar y mucho de asco:
—que la puerca otra vez escupe sangre.

Entiendo que el énfasis de emoción de la estrofa penúltima está en la circunstancia


cruel: sin hablarle.
Sigue La queja, que es una premonición fastidiosa de no se cuántas letras fastidiosas
de tango, una biografía del esplendor, desgaste, declinación y oscuridad final de una mujer
de todos. El tema es de ascendencia horaciana —Lydia, la primera de esa estéril dinastía
infinita, enloquece de ardiente soledad como enloquecen las madres de los caballos, matres
equorum, y en su ya desertada pieza amat janua limen, la hoja se ha prendido al umbral— y

24/65
desagua en Contursi, pasando por Evaristo Carriego, cuyo harlot's progressix
sudamericano, completado por la tuberculosis, no cuenta mayormente en la serie.
La sigue La guitarra, descaminada enumeración de imágenes bobas, indigna del
autor de En el barrio y que parece desdeñar o ignorar las situaciones de eficacia poética
motivadas por el instrumento: la música prodigada a la calle, el aire venturoso que nos es
triste por el recuerdo incidental que le unimos, las amistades que apadrina y corona. Yo he
visto amistarse dos hombres y empezar a correr parejo sus almas, mientras punteaban en las
dos guitarras un gato que parecía el alegre sonido de esa confluencia.
La última es Los perros del barrio, que es una sorda reverberación de Almafuerte,
pero que tradujo una realidad, pues el pobrerío de esas orillas abundó siempre en perros, ya
por lo centinelas que son, ya por curiosear su vivir, que es una diversión que no cansa, ya
por incuria. Alegoriza indebidamente Carriego esa perrada pordiosera y sin ley, pero
trasmite su caliente vida en montón, su chusma de apetitos. Quiero repetir este verso

cuando beben agua de luna en los charcos

y aquel otro de

aullando exorcismos contra la perrera,

que tira de uno de mis fuertes recuerdos: la visitación disparatada de ese infiernito,
vaticinado por ladridos en pena, y precedido —cerca— por una polvareda de chicos pobres,
que espantaban a gritos y pedradas otra polvareda de perros, para resguardarlos del lazo.
Me falta considerar El guapo, exaltación precedida por una famosa dedicatoria al
también guapo electoral alsinista San Juan Moreira. Es una ferviente presentación,24 cuya
virtud reside también en los énfasis laterales: en el

conquistó a la larga renombre de osado

que está significando las muchas candidaturas a ese renombre, y en esa casi mágica
indicación de poderío erótico:

caprichos de hembra que tuvo la daga.

En El guapo, también las omisiones importan. El guapo no era un salteador ni un


rufián ni obligatoriamente un cargoso; era la definición de Carriego: un cultor del coraje.
Un estoico, en el mejor de los casos; en el peor, un profesional del barullo, un especialista
de la intimidación progresiva, un veterano del ganar sin pelear: menos indigno —siempre—
que su presente desfiguración italiana de cultor de la infamia, de malevito dolorido por la
vergüenza de no ser canflinflero. Vicioso del alcohol del peligro o calculista ganador a pura
presencia: eso era el guapo, sin implicar una cobardía lo último. (Si una comunidad
resuelve que el valor es la primera virtud, la simulación del valor será tan general como la
de la belleza entre las muchachas o la de pensamiento inventor entre los que publican; pero
ese mismo aparentado valor será un aprendizaje.)

24
(N. de A.) Lástima, en los versos finales, la mención arbitraria del mosquetero.

25/65
Pienso en el guapo antiguo, persona de Buenos Aires que me interesa con más
justificada atracción que ese otro mito más popular de Carriego (Gabriel, 57) la costurerita
que dio aquel mal paso y su contratiempo orgánico-sentimental. Su profesión carrero,
amansador de caballos o matarife; su educación, cualquiera de las esquinas de la ciudad, y
éstas principalmente: la del sur, el Alto —el circuito Chile, Garay, Balcarce, Chacabuco-, la
del norte, la Tierra del Fuego —el circuito Las Heras, Arenales, Pueyrredón, Coronel-,
otras, el Once de Setiembre, la Batería, los Corrales Viejos.25 No era siempre un rebelde: el
comité alquilaba su temibilidad y su esgrima, y le dispensaba su protección. La policía,
entonces, tenía miramientos con él: en un desorden, el guapo no iba a dejarse arrear, pero
daba —y cumplía— su palabra de concurrir después. Las tutelares influencias del comité
restaban toda zozobra a ese rito. Temido y todo, no pensaba en renegar de su condición; un
caballo aperado en plata vistosa, unos pesos para el reñidero o el monte, bastaban para
iluminar sus domingos. Podía no ser fuerte: uno de los guapos de la Primera, el Petiso
Flores, era un tapecito a lo víbora, una miseria, pero con el cuchillo una luz. Podía no ser un
provocador: el guapo Juan Muraña, famoso, era una obediente máquina de pelear, un
hombre sin más rasgos diferenciales que la seguridad letal de su brazo y una incapacidad
perfecta de miedo. No sabía cuándo proceder, y pedía con los ojos —alma servil— la venia
de su patrón de turno. Una vez en pelea, tiraba solamente a matar. No quería criar cuervos.
Hablaba, sin temor y sin preferencia, de las muertes que cobró —mejor: que el destino obró
a través de él, pues existen hechos de una tan infinita responsabilidad (el de procrear un
hombre o matarlo) que el remordimiento o la vanagloria por ellos es una insensatez. Murió
lleno de días, con su constelación de muertes en el recuerdo, ya borrosa sin duda.

25
(N. de A.)¿Su nombre? Entrego a la leyenda esta lista, que debo a la activa amabilidad de D. José Olave. Se
refiere a las dos últimas décadas del siglo que pasó. Siempre despertará una suficiente imagen, aunque
borrosa, de chinos de pelea, duros y ascéticos en el polvoriento suburbio lo mismo que las tunas.
PARROQUIA DEL SOCORRO
Avelino Galeano (del Regimiento Guardia Provincial). Alejo Albornoz (muerto en pelea por el que
sigue, en calle Santa Fe). Pío Castro. Ventajeros, guapos ocasionales: Tomás Medrano. Manuel Flores.
PARROQUIA DEL PILAR, ANTIGUA
Juan Muraña, Romualdo Suárez, alias El Chileno. Tomás Real. Florentino Rodríguez. Juan Tink
(hijo de ingleses, que acabó inspector de policía en Avellaneda). Raimundo Renovales (matarife). Ventajeros,
guapos ocasionales: Juan Ríos. Damasio Suárez, alias Carnaza.
PARROQUIA DEL BELGRANO
Atanasio Peralta (muerto en pelea con muchos). Juan González. Eulogio Muraña, alias Cuemito.
Ventajeros: José Díaz. Justo González.
Nunca peleaban en montón, siempre con arma blanca, solos.
El menosprecio británico del cuchillo se ha hecho tan general, que puedo recordar con derecho el concepto
vernáculo: Para el criollo la única pelea de hombres, era la que permitía un riesgo de muerte. El puñetazo era
un mero prólogo del acero, una provocación.

26/65
IV
LA CANCIÓN DEL BARRIO

Mil novecientos doce. Hacia los muchos corralones de la calle Cervino o hacia los
cañaverales y huecos del Maldonado —zona dejada con galpones de zinc, llamados
diversamente salones, donde flameaba el tango, a diez centavos la pieza y la compañera—
se trenzaba todavía el orilleraje y alguna cara de varón quedaba historiada, o amanecía con
desdén un compadrito muerto con una puñalada humana en el vientre; pero en general,
Palermo se conducía como Dios manda, y era una cosa decentita, infeliz, como cualquier
otra comunidad gringo-criolla. El júbilo astrológico del Centenario era tan difunto como
sus leguas de lanilla azul de banderas, como sus bordalesas de brindis, sus cohetes
botarates, sus luminarias municipales en el herrumbrado cielo de la plaza de Mayo y su
luminaria predestinada el cometa Halley, ángel de aire y de fuego a quien le cantaron el
tango Independencia los organitos. Ya la gimnasia interesaba más que la muerte: los chicos
ignoraban el visteo por atender al football, rebautizado por desidia vernácula el foba.
Palermo se apuraba hacia la sonsera: la siniestra edificación art nouveau brotaba como una
hinchada flor hasta de los barriales. Los ruidos eran otros: ahora la campanilla del biógrafo
—ya con su buen anverso americano de coraje a caballo y su reverso erótico-sentimental
europeo— se entreveraba con el cansado retumbar de las chatas y con el silbato del
afilador. Salvo algunos pasajes, no quedaba calle por empedrar. La densidad de la
población era doble: el censo que registró en mil novecientos cuatro un total de ochenta mil
almas para las circunscripciones de Las Heras y de Palermo de San Benito, registraría el
catorce uno de ciento ochenta mil. El tranvía mecánico chirriaba por las aburridas esquinas.
Cattaneo, en la imaginación popular, había desbancado a Moreira... Ese casi invisible
Palermo, matero y progresista, es el de La canción del barrio.
Carriego, que publicó en mil novecientos ocho El alma del suburbio, dejó en mil
novecientos doce los materiales de La canción del barrio. Este segundo título es mejor en
limitación y en veracidad que el primero. Canción es de una intención más lúcida que alma;
suburbio es una titulación recelosa, un aspaviento de hombre que tiene miedo de perder el
último tren. Nadie nos ha informado Vivo en el suburbio de Tal; todos prefieren avisar en
qué barrio. Esa alusión el barrio no es menos íntima, servicial y unidora en la parroquia de
la Piedad que en Saavedra. La distinción es pertinente: el manejo de palabras de lejanía
para elucidar las cosas de esta república, deriva de una propensión a rastrearnos barbarie.
Al paisano lo quieren resolver por la pampa; al compadrito por los ranchos de fierro viejo.
Ejemplo: el periodista o artefacto vascuence J. M. Salaverría, en un libro que desde el título
se equivoca: El poema de la pampa, Martin Fierro y el criollismo español. Criollismo
español es un contrasentido deliberado, hecho para asombrar (lógicamente, una
contradictio in adjecto); poema de la pampa es otro menos voluntario percance. Pampa,
según información de Ascasubi, era para los antiguos paisanos el desierto donde
merodeaban los indios.26 Basta repasar el Martin Fierro para saber que es el poema, no de
la pampa, sino del hombre desterrado a la pampa, del hombre rechazado por la civilización
pastoril centrada en las estancias como pueblos y en el pago sociable. A Fierro, al
todovaleroso hombre Fierro, le dolía aguantar la soledad, quiere decir la pampa.

26
(N. de A.) Ahora es un exclusivo término literario, que en el campo llama la atención.

27/65
Y27 en esa hora de la tarde
En que tuito se adormece,
Que el mundo dentrar parece
A vivir en pura calma,
Con las tristezas del alma
Al pajonal enderiece.

Es triste en medio del campo


Pasarse noches enteras
Contemplando en sus carreras
Las estrellas que Dios cria,
Sin tener más compañía
Que su delito y las fieras.

Y estas estrofas para siempre, que son el momento más patético de la historia:

Cruz y Fierro de una estancia


Una tropilla se arriaron—
Por delante se la echaron
como criollos entendidos,
Y pronto sin ser sentidos
Por la frontera cruzaron.
Y cuando la habían pasao
Una madrugada clara,
Le dijo Cruz que mirara
Las últimas poblaciones
Y a Fierro dos lagrimones
Le rodaron por la cara.

Otro Salaverría —de cuyo nombre no quiero acordarme, porque lo demás de sus
libros tiene mi admiración— habla ¡cuando no! del payador pampero, que a la sombra del
ombú, en la infinita calma del desierto, entona acompañado de la guitarra española las
monótonas décimas de Martin Fierro; pero el escritor es tan monótono, décimo, infinito,
español, calmoso, desierto y acompañado, que no se fija que en el Martín Fierro no hay
décimas. La predisposición a rastrearnos barbarie es muy general: Santos Vega (cuya entera
leyenda es que haya una leyenda de Santos Vega, según las cuatrocientas páginas de
monografía de Lehmann-Nitsche pueden evidenciarlo) armó o heredó la copla que dice: Si
este novillo me mata — No me entierren en sagrao; — Entiérrenme en campo verde —
Donde me pise el ganao, y su evidentísima idea (Si soy tan torpe, renuncio a que me lleven
al cementerio) ha sido festejada como declaración panteísta de hombre que quiere que lo
pisen muerto las vacas.28

27
EC1: I
28
(N. de A.) Hacer del paisano un recorredor infinito del desierto, es un contrasentido romántico; asegurar,
como lo hace nuestro mejor prosista de pelea, Vicente Rossi, que el gaucho es el guerrero nómade charrúa, es
asegurar meramente que a esos desapegados charrúas les dijeron gauchos: Conchabo primitivo de una
palabra, que resuelve muy poco. Ricardo Güiraldes, para su versión del hombre de campo como hombre de

28/65
Las orillas adolecen también de una atribución enconada. El arrabalero y el tango
las representan. En anterior capítulo escribí cómo el arrabal se surte de arrabalero en la
calle Corrientes y cómo las efusiones de El Cantaclaro, de los discos de fonógrafo y de la
radio, aclimatan esa jerigonza de actor en Avellaneda o en Coghlan. Su pedagogía no es
fácil: cada tango nuevo redactado en el sedicente idioma popular, es un acertijo, sin que le
falten las perplejas variantes, los corolarios, los lugares oscuros y la razonada discordia de
comentadores. La tiniebla es lógica: el pueblo no precisa añadirse color local; el simulador
discurre que sí, pero se le va la mano en la operación. En lo que se refiere a la música,
tampoco el tango es el natural sonido de los barrios; lo fue de los burdeles nomás. Lo
representativo de veras es la milonga. Su versión corriente es un infinito saludo, una
ceremoniosa gestación de ripios zalameros, corroborados por el grave latido de la guitarra.
Alguna vez narra sin apuro cosas de sangre, duelos que tienen tiempo, muertes de valerosa
charlada provocación; otra, le da por simular el tema del destino. Los aires y los
argumentos suelen variar; lo que no varía es la entonación del cantor, atiplada como de
ñato, arrastrada, con apurones de fastidio, nunca gritona, entre conversadora y cantora. El
tango está en el tiempo, en los desaires y contrariedades del tiempo; el chacaneo aparente
de la milonga ya es de eternidad. La milonga es una de las grandes conversaciones de
Buenos Aires; el truco es la otra. El truco lo investigaré en capítulo aparte; básteme dejar
escrito que, entre los pobres, el hombre alegra al hombre, como el hijo mayor de Martín
Fierro entendió en la prisión.29 x El aniversario, el día de los muertos, el día del santo, el día
patrio, el bautismo, la noche de San Juan, una enfermedad, las vísperas de año, todo se le
hace ocasión de ver gente. La muerte da el velorio: conversadero general que no le cerró a

vagancia, tuvo que recurrir al gremio de los troperos. Groussac, en su conferencia de 1893, habla del gaucho
fugitivo hacia el lejano sur, en lo que de la pampa queda, pero lo sabido de todos es que en el lejano sur no
quedan gauchos porque no los hubo antes, y que donde perduran es en los cercanos partidos de hábito criollo.
Más que en lo étnico (el gaucho pudo ser blanco, negro, chino, mulato o zambo), más que en lo lingüístico (el
gaucho riograndense habla una variedad, brasileña del portugués) y más que en lo geográfico (vastas regiones
de Buenos Aires, de Entre Ríos, de Córdoba y de Santa Fe son ahora gringas), el rasgo diferencial del gaucho
está en el ejercicio cabal de un tipo primitivo de ganadería. Destino calumniado también el de los
compadritos. Hará bastante más de cien años los nombraban así a los porteños pobres, que no tenían para
vivir en la inmediación de la Plaza Mayor, hecho que les valió también el nombre de orilleros. Eran
literalmente el pueblo: tenían su terrenito de un cuarto de manzana y su casa propia, más allá de la calle
Tucumán o la calle Chile o la entonces calle de Velarde: Libertad-Salta. Las connotaciones deshancaron más
tarde la idea principal: Ascasubi, en la revisión de su Gallo número doce, pudo escribir: compadrito: mozo
soltero, bailarín, enamorado y cantor. El imperceptible Monner Sans, virrey clandestino, lo hizo equivaler a
matasiete, farfantón y perdonavidas, y demandó: ¿Por qué compadre se toma siempre aquí en mala parte?,
investigación de que se aligeró en seguida escribiendo, con su tan envidiada ortografía, sano gracejo, etc.:
Vayan ustedes a saber. Segovia lo define a insultos: Individuo jactancioso, falso, provocativo y traidor. No es
para tanto. Otros confunden guarango y compadrito: están equivocados, el compadre puede no ser guarango,
como no lo suele ser el paisano. Compadrito, siempre, es el plebeyo ciudadano que tira a fino; otras
atribuciones son el coraje que se florea, la invención o la práctica del dicharacho, el zurdo empleo de palabras
insignes. Indumentaria, usó la común de su tiempo, con agregación o acentuación de algunos detalles: hacia el
noventa fueron características suyas el chambergo negro requintado de copa altísima, el saco cruzado, el
pantalón francés con trencilla, apenas acordeonado en la punta, el botín negro con botonadura o elástico, de
taco alto; ahora (1929) prefiere el chambergo gris en la nuca, el pañuelo copioso, la camisa rosa o granate, el
saco abierto, algún dedo tieso de anillos, el pantalón derecho, el bolín negro, como espejo, de caña clara. Lo
que a Londres el cockney, es a nuestras ciudades el compadrito.
29
(N. de A.) Y antes que el hijo de Martín Fierro, el dios Odin. Uno de los libros sapienciales de la Edda
Mayor (Hávamál, 47) le atribuye la sentencia Mathr er tnannz gaman, que se traduce literalmente El hombre
es la alegría del hombre.

29/65
nadie la puerta, visita a quien murió. Tan evidente es esa patética sociabilidad de la gente
baja, que el doctor Evaristo Federico Carriego, para hacer burla de los recién
desembarazados recibos, escribió que se parecían muchísimo a los velorios. El suburbio es
el agua abombada y los callejones, pero es también la balaustrada celeste 30 y la madreselva
pendiente y la jaula con el canario.31 Gente atenciosa, suelen las comadres decir.
Pobrerío conversador, el de nuestro Carriego. Su pobreza no es la desesperada o
congénita del europeo pobre (a lo menos del europeo novelado por el naturalismo ruso)
sino la pobreza confiada en la lotería, en el comité, en las influencias, en la baraja que
puede tener su misterio, en la quiniela de módica posibilidad, en las recomendaciones o, a
falta de otra más circunstanciada y baja razón, en la pura esperanza. Una pobreza que se
consuela con jerarquías —los Requena de Balvanera, los Luna de San Cristóbal Norte—
que resultan simpáticas por su misma apelación al misterio y que nos encarna tan bien
cierto dignísimo compadrito de José Álvarez: Yo nací en la calle Maipú, ¿sabes?. .. en la
casa e los Garcías y he estao acostumbrao a darme con gente y no con basura... ¡Bueno!. ..
Y si no lo sabes, sábelo... a mí me cristianaron en la Mercé y jue mi padrino un italiano
que tenia almacén al lao de casa y que se murió pa la fiebre grande. . . ¡Ile tomando el
peso!
Entiendo que la lacra sustancial de La canción del barrio es la insistencia sobre lo
definido por Shaw: mera mortalidad o infortunio (Man and Superman, XXXII).xi Sus
páginas publican desgracias; tienen la sola gravedad del destino bruto, no menos
incomprensible por su escritor que por quien los lee. No les asombra el mal, no nos
conducen a esa meditación de su origen, que resolvieron directamente los gnósticos con su
postulación de una divinidad menguante o gastada, puesta a improvisar este mundo con
material adverso. Es la reacción de Blake. Dios, que hizo al cordero, ¿te hizo?xii interroga
al tigre. Tampoco es objeto de esas páginas el hombre que sobrevive al mal, el varón que a
pesar de sufrir injurias —y de causarlas— mantiene limpia el alma. Es la reacción estoica
de Hernández, de Almafuerte, de Shaw por segunda vez, de Quevedo.

Alma robusta, en penas se examina,


Y trabajos ansiosos y mortales
Cargan, mas no derriban nobles cuellos

se lee en las Musas castellanas, en su libro segundo. Tampoco lo distrae a Carriego la


perfección del mal, la precisión y como inspiración del destino en sus persecuciones, el
arrebato escénico de la desgracia. Es la reacción de Shakespeare:

All strange and terrible events are welcome,


But comforts we despise: our size of sorrow,

30
EC1: la balaustradita color de niña
31
(N. de A.) En las afueras están las involuntarias bellezas de Buenos Aires, que son también las únicas —la
liviana calle navegadora Blanco Encalada, las desvalidas esquinas de Villa Crespo, de San Cristóbal Sur, de
Barracas, la majestad miserable de las orillas de la estación de cargas La Paternal y de Puente Alsina— más
expresivas, creo, que las obras hechas con deliberación de belleza: la Costanera, el Balneario y el Rosedal, y
la felicitada efigie de Pellegrini, con la revolcada bandera, y el tempestuoso pedestal incoherente que parece
aprovechar los escombros de la demolición de un cuarto de baño, y los reticentes cajoncitos de Virasoro, que
para no delatar el íntimo mal gusto, se esconde en la pelada abstención.

30/65
Proportion'd to our cause, must be as great
As that which makes it.xiii

Carriego apela solamente a nuestra piedad. Aquí es inevitable una discusión. La


opinión general, tanto la conversada como la escrita, ha resuelto que esas provocaciones de
lástima son la justificación y virtud de la obra de Carriego. Yo debo disentir, aunque solo.
Una poesía que vive de contrariedades domésticas y que se envicia en persecuciones
menudas, imaginando o registrando incompatibilidades para que las deplore el lector, me
parece una privación, un suicidio. El argumento es cualquier emoción lisiada, cualquier
disgusto; el estilo es chismoso, con todas las interjecciones, ponderaciones, falsas piedades
y preparatorios recelos que ejercen las comadres. Una torcida opinión (que tengo la
decencia de no entender) afirma que esa presentación de miserias implica una generosa
bondad. Implica una indelicadeza, más bien. Producciones como Mamboretá o El nene esta
enfermo o Hay que cuidarla mucho, hermana, mucho —tan frecuentadas por la distracción
de las antologías y por la declamación— no pertenecen a la literatura sino al delito: son un
deliberado chantaje sentimental, reducible a esta fórmula: Yo le presento un padecer; si Ud.
no se conmueve, es un desalmado. Copio este final de una pieza (El otoño, muchachos):

... ¡Qué tristona


anda, desde hace días, la vecina!
¿La tendrá así algún nuevo desengaño?
Otoño melancólico y lluvioso
¿qué dejarás, otoño, en casa este año?
¿qué hoja te llevarás? Tan silencioso
llegas que nos das miedo.
Si, anochece
y te sentimos, en la paz casera,
entrar sin un rumor. .. ¡Cómo envejece
nuestra tía soltera!

Esa apresurada tía soltera, engendrada en el apurón del verso final para que pueda
encarnizarse en ella el otoño, es buen indicio de la caridad de esas páginas. El
humanitarismo es siempre inhumano: cierto film ruso prueba la iniquidad de la guerra
mediante la infeliz agonía de un jamelgo muerto a balazos; naturalmente, por los que
dirigen el film.
Hecha esa restricción —cuyo decente fin es robustecer y curtir la fama de Carriego,
probando que no le hace falta el socorro de esas quejosas páginas— quiero confesar con
alacridad las verdaderas virtudes de su obra póstuma. Su decurso tiene afinaciones de
ternura, invenciones y adivinaciones de la ternura, tan precisas como ésta:

Y32 cuando no estén, ¿durante


cuánto tiempo aún se oirá
su voz querida en la casa
desierta?
¿Cómo serán

32
EC1: I

31/65
en el recuerdo las caras
que ya no veremos más?

O esta racha de conversación con una calle, esta secreta posesión inocente:

Nos eres familiar como una cosa


que fuese nuestra: solamente nuestra.

O esta encadenación, emitida tan de una vez como si fuera una sola extensa palabra:

No. Te digo que no. Sé lo que digo:


nunca más, nunca más tendremos novia,
y pasarán los años pero nunca
más volveremos a querer a otra.
Ya lo ves. Y pensar que nos decías,
afligida quizá de verte sola,
que cuando te murieses
ni te recordaríamos. ¡Qué tonta!
Si. Pasarán los años, pero siempre
como un recuerdo bueno, a toda hora
estarás con nosotros.
Con nosotros... Porque eras cariñosa
como nadie lo fue. Te lo decimos
tarde, ¿no es cierto? Un poco tarde ahora
que no nos puedes escuchar. Muchachas,
como tú ha habido pocas.
No temas nada, te recordaremos,
y te recordaremos a ti sola:
ninguna más, ninguna más. Ya nunca
más volveremos a querer a otra.

El modo repetidor de esa página es el de cierta página de Enrique Banchs,


“Balbuceo”, en El Cascabel del halcón (1909), que la supera inconmensurablemente línea
por línea (Nunca podría decirte — todo lo que te queremos: es como un montón de
estrellas — todo lo que te queremos, etcétera), pero que parece mentira, mientras la de
Evaristo Carriego es verdad.
Pertenece también a La canción del barrio la mejor poesía de Carriego, la intitulada
Has vuelto.

Has vuelto, organillo. En la acera


hay risas. Has vuelto llorón y cansado
como antes.
El ciego te espera
las más de las noches sentado
a la puerta. Calla y escucha. Borrosas memorias de cosas lejanas
evoca en silencio, de cosas
de cuando sus ojos tenían mañanas,

32/65
de cuando era joven... la novia... ¡quién sabe!33

El verso animador de la estrofa no es el final, es el prefinal, y estoy creyendo que


Evaristo Carriego lo ubicó así para sortear el énfasis. Una de sus primeras composiciones
— El alma del suburbio— había tratado el mismo sujeto, y es hermoso comparar a
solución antigua (cuadro realista hecho de observaciones particulares) con la definitiva y
límpida fiesta dónde están convocados los símbolos preferidos por él: la costurerita que dio
aquel mal paso, el organito, la esquina desmantelada, el ciego, la luna.

... Pianito que cruzas la calle cansado


moliendo el eterno
familiar motivo que el año pasado
gemía a la luna de invierno:
con tu voz gangosa dirás en la esquina
la canción ingenua, la de siempre, acaso
esa preferida de nuestra vecina
la costurerita que dio aquel mal paso.
Y luego de un valse te irás como una tristeza que cruza la calle desierta,
y habrá quien se quede mirando la luna
desde alguna puerta. ... Anoche, después que te fuiste,
cuando todo el barrio volvía al sosiego
—qué triste—
lloraban los ojos del ciego.

La ternura es corona de los muchos días, de los años. Otra virtud del tiempo, ya
operativa en este libro segundo y ni sospechada o verosímil en el anterior, es el buen
humorismo. Es condición que implica un delicado carácter: nunca se distraen los innobles
en ese puro goce simpático de las debilidades ajenas, tan imprescindible en el ejercicio de
la amistad. Es condición que se lleva con el amor: Soame Jenyns, escritor del mil
setecientos, pensó con reverencia que la parte de la felicidad de los bienaventurados y de
los ángeles derivaría de una percepción exquisita de lo ridículo.
Copio, ejemplo de sereno humorismo, estos versos:

¿Y la viuda de la esquina?
La viuda murió anteayer.
¡Bien decía la adivina,
que cuando Dios determina
ya no hay nada más que hacer!

33
EC1 agrega (N. de A.) Respeto a ordenación (desordenación) tipográfica del original, hecha para salvar
unas rimas felizmente innobles. Nadie corre peligro de no adivinar que esta es la única posible lectura:
Has vuelto, organillo.
En la acera hay risas.
Has vuelto llorón y cansado como antes.
El ciego te espera las más de las noches
sentado a la puerta…Etcétera

33/65
Los expedientes de su gracia deben ser dos: primero, el de poner en boca de una
adivina esa no adivinatoria moralidad sobre lo inescrutable de los actos de la Providencia;
segundo, el respeto impertérrito del vecindario, que alega sabiamente esa distracción.
Pero la más deliberada página de humorismo dejada por Carriego es El casamiento.
Es la más porteña también. En el barrio es casi una guapeada entrerriana; Has vuelto es un
solo frágil minuto, una flor de tiempo, de un solo atardecer. El casamiento, en cambio, es
tan esencial de Buenos Aires como los cielitos de Hilario Ascasubi o el Fausto criollo o la
humorística de Macedonio Fernández o el astillado arranque fiestero de los tangos de
Greco, de Arólas y de Saborido. Es una articulación habilísima de los muchos infalibles
rasgos de una fiesta pobre. No falta el rencor desaforado del vecindario.

En la acera de enfrente varias chismosas


que se encuentran al tanto de lo que pasa,
aseguran que para ver ciertas cosas
mucho mejor sería quedarse en casa.

Alejadas del cara de presidiario


que sugiere torpezas, unas vecinas
pretenden que ese sucio vocabulario no debieran oírlo las chiquilinas.

Aunque —tal acontece— todo es posible,


sacando consecuencias poco oportunas,
lamenta una insidiosa la incomprensible
suerte que, por desgracia, tienen algunas.

Y no es el primer caso. . . Si bien le extraña


que haya salido sonso. . . pues en enero
del año que trascurre, si no se engaña
dio que hablar con el hijo del carnicero.

El orgullo de antemano herido, la casi desesperada decencia:

El tío de la novia, que se ha creído


obligado a fijarse si el baile toma
buen carácter, afirma, medio ofendido,
que no se admiten cortes, ni aun en broma.

—Que, la modestia a un lado, no se la pega


ninguno de esos vivos. . . seguramente.
La casa será pobre, nadie lo niega:
todo lo que se quiera, pero decente.—

Los disgustos con los que se puede contar:

La polka de la silla dará motivo


a serios incidentes, nada improbables;
nunca falta un rechazo despreciativo

34/65
que acarrea disgustos irremediables.

Ahora, casualmente, se ha levantado


indignada la prima del guitarrero,
por el doble sentido mal arreglado del propio guarango del compañero.

La sinceridad afligente:

En el comedor, donde se bebe a gusto,


casi lamenta el novio que no se pueda
correr la de costumbre. . . pues, y esto es justo,
la familia le pide que no se exceda.

La función pacificadora del guapo, amigo de la casa:

Como el guapo es amigo de evitar toda


provocación que aleje la concurrencia,
ha ordenado que apenas les sirvan soda
a los que ya borrachos buscan pendencia.

Y previendo la bronca, después del gesto


único en él, declara que aunque le cueste
ir de nuevo a la cárcel, se halla dispuesto
a darle un par de hachazos al que proteste.

Perdurarán también de este libro: El velorio, que repite la técnica de El casamiento;


La lluvia en la casa vieja, que declara esa exultación de lo elemental, cuando la lluvia se
desplaza en el aire igual que una humareda y no hay hogar que no se sienta un fortín; y
unos conversados sonetos autobiográficos de la serie Intimas. Éstos cargan destino: son de
condición serenada, pero su resignación o acomodación es después de penas. Copio este
renglón de uno de ellos, limpio y mágico:

cuando aún eras prima de la luna.

Y esta nada indiscreta declaración, suficiente con todo:

Anoche, terminada ya la cena


y mientras saboreaba el café amargo
me puse a meditar un rato largo:
el alma como nunca de serena.

Bien lo sé que la copa no está llena


de todo lo mejor, y sin embargo,
por pereza quizás, ni un solo cargo
le hago a la suerte, que no ha sido buena...

Pero como por una virtud rara

35/65
no le muestro a la vida mala cara
ni en las horas que son más fastidiosas,

nunca nadie podrá tener derecho


a exigirme una mueca. ¡Tantas cosas
se pueden ocultar bien en el pecho!

Una digresión última, que de inmediato dejará de ser una digresión. Lindas y todo,
las figuraciones del amanecer, de la pampa, del anochecer, que presenta el Fausto de
Estanislao del Campo, adolecen de frustración y de malestar: contaminación operada por la
sola mención preliminar de los bastidores escénicos. La irrealidad de las orillas es más
sutil: deriva de su provisorio carácter, de la doble gravitación de la llanura chacarera o
ecuestre y de la calle de altos, de la propensión de sus hombres a considerarse del campo o
de la ciudad, jamás orilleros. Carriego, en esta materia indecisa, pudo trabajar su obra.

36/65
V
UN POSIBLE RESUMEN

Carriego, muchacho de tradición entrerriana, criado en las orillas del norte de


Buenos Aires, determinó aplicarse a una versión poética de esas orillas. Publicó, en mil
novecientos ocho, Misas herejes: libro despreocupado, aparente, que registra diez
consecuencias de ese deliberado propósito de localismo y veintisiete muestras desiguales de
versificación: alguna de buen estilo trágico —Los lobos—, otra de sentir delicado —“Tu
secreto”, “En silencio”—, pero en general invisibles. Las páginas de observación del barrio
son las que importan. Repiten la valerosa idea que tiene de sí mismo el suburbio, gustaron
con entero derecho. Tipo de esa manera preliminar son “El alma del suburbio”, “El guapo”,
“En el barrio”. Carriego se estableció en esos temas, pero su exigencia de conmover lo
indujo a una lacrimosa estética socialista, cuya inconsciente redacción al absurdo
efectuarían mucho después los de Boedo. Tipo de esa manera segunda, que ha usurpado
hasta la noticia de las demás, con afeminación de su gloria, son “Hay que cuidarla mucho,
hermana, mucho”, “Lo que dicen los vecinos”, “Mamboretá”. Ensayó después una manera
narrativa, con innovación de humorismo: tan indispensable en un poeta de Buenos Aires.
Tipo de esa manera última —la mejor— son “El casamiento”, “El velorio”, “Mientras el
barrio duerme”. También, a lo largo del tiempo, había anotado algunas intimidades:
“Murria”, “Tu secreto”, “De sobremesa”.
¿Qué porvenir el de Carriego? No hay una posteridad judicial sin posteridad,
dedicada a emitir fallos irrevocables, pero los hechos me parecen seguros. Creo que algunas
de sus páginas —acaso “El casamiento”, “Has vuelto”, “El alma del suburbio”, “En el
barrio”— conmoverán suficientemente a muchas generaciones argentinas. Creo que fue el
primer espectador de nuestros barrios pobres y que para la historia de nuestra poesía, eso
importa. El primero, es decir el descubridor, el inventor.
Truly I loved the man, on this side idolatry, as much as any.xiv

37/65
VI
PÁGINAS COMPLEMENTARIAS

I. DEL SEGUNDO CAPÍTULO

Décimas en lunfardo, que publicó Evaristo Carriego en la revista policial L. C. (jueves


veintiséis de setiembre de 1912)xv sobre el seudónimo El Barretero.

Compadre: si no le he escrito
perdone... ¡Estoy reventao!
Ando con un entripao,
que de continuar palpito
que he de seguir derechito
camino de Triunvirato;
pues ya tengo para rato
con esta suerte cochina:
Hoy se me espiantó la mina
¡y si viera con qué gato!

Si, hermano, como le digo:


¡vi era qué gato ranero!
mishio, roñoso, fulero,
mal lancero y peor amigo.
¡Si se me encoge el ombligo
de pensar el trinquetazo
que me han dao! El bacanazo
no vale ni una escupida
y lo que es de ella, en la vida
me soñé este chivatazo.

Yo los tengo junaos. ¡Viera


lo que uno sabe de viejo!
No hay como correr parejo
para estar bien en carrera.
Lo engrupen con la manquera
con que tal vez ni serán
del pelotón, y se van
en fija, de cualquier modo.
Cuando uno se abre en el codo
ya no hay caso: ¡se la dan!

¡Pero tan luego a mi edá


que me suceda esta cosa!
Si es p'abrirse la piojosa
de la bronca que me da.
Porque es triste, a la verdá

38/65
—el decirlo es necesario—
que con el lindo prontuario
que con tanto sacrificio
he lograo en el servicio,
me hayan agarrao de otario.

Bueno: ¿que ésta es quejumbrona


y escrita como sin gana?
Échele la culpa al rana
que me espiantó la cartona.
¡Tigrero de la madona,
veremos cómo se hamaca,
si es que el cuerpo no me saca
cuando me toque la mía.
Hasta luego.
—Todavía
tengo que afilar la faca!

II. DEL CUARTO CAPÍTULO.


EL TRUCO

Cuarenta naipes quieren desplazar la vida. En las manos cruje el mazo nuevo o se
traba el viejo: morondangas de cartón que se animarán, un as de espadas que será
omnipotente como don Juan Manuel, caballitos panzones de donde copió los suyos
Velázquez. El tallador baraja esas pinturitas. La cosa es fácil de decir y aun de hacer, pero
lo mágico y desaforado del juego —del hecho de jugar— despunta en la acción. 4034 es el
número de los naipes y 1 por 2 por 3 por 4... por 40, el de maneras en que pueden salir. Es
una cifra delicadamente puntual en su enormidad, con inmediato predecesor y único
sucesor, pero no escrita nunca. Es una remota cifra de vértigo que parece disolver en su
muchedumbre a los que barajan. Así, desde el principio, el central misterio del juego se ve
adornado con un otro misterio, el de que haya números. Sobre la mesa, desmantelada para
que resbalen las cartas, esperan los garbanzos en su montón, aritmetizados también. La
trucada se arma; los jugadores, acriollados de golpe, se aligeran del yo habitual. Un yo
distinto, un yo casi antepasado y vernáculo, enreda los proyectos del juego. El idioma es
otro de golpe. Prohibiciones tiránicas, posibilidades e imposibilidades astutas, gravitan
sobre todo decir. Mencionar flor sin tener tres cartas de un palo, es hecho delictuoso y
punible, pero si uno ya dijo envido, no importa. Mencionar uno de los lances del truco es
empeñarse en él: obligación que sigue desdoblando en eufemismos a cada término. Quiebro
vale por quiero, envite por envido, una olorosa o una jardinera por flor.35 Muy bien suele
retumbar en boca de los que pierden este sentención de caudillo de atrio: A ley de juego,
todo está dicho: falta envido y truco, y si hay flor, ¡contraflor al resto! El diálogo se


“El truco”, en La Prensa, 1 de enero de 1928. Recogido también en El idioma de los argentinos, Buenos
Aires, M. Gleizer editor, 1928, pp. 29-34.
34
LP: Cuarenta
35
En LP esta oración está entre paréntesis

39/65
entusiasma hasta el verso, más de una vez. El truco sabe recetas de aguante para los
perdedores; versos para la exultación. El truco es memorioso como una fecha. Milongas de
fogón y de pulpería, jaranas de velorio, bravatas del roquismo y tejedorismo, zafadurías de
las casas de Junín36 y de su madrastra del Temple, son del comercio humano por él. El
truco es buen cantor, máxime cuando gana o finge ganar: canta en la punta de las calles de
nochecita, desde los almacenes37 con luz.
La habitualidad del truco es mentir. La manera de su engaño no es la del poker:
mera desanimación o desabrimiento de no fluctuar, y de poner a riesgo un alto de fichas
cada tantas jugadas; es acción de voz mentirosa, de rostro que se juzga semblanteado y que
se defiende, de tramposa y desatinada palabrería. 38 Una potenciación del engaño ocurre en
el truco: ese jugador rezongón que ha tirado sus cartas sobre la mesa, puede ser ocultador
de un buen juego (astucia elemental) o tal vez nos está mintiendo con la verdad para que
descreamos de ella (astucia al cuadrado).39 Cómodo en el tiempo y conversador está el
juego criollo, pero su cachaza es de picardía.40 Es una superposición de caretas, y su
espíritu41 es el de los baratijeros Mosche y Daniel que en mitad de la gran llanura de Rusia
se saludaron.
—¿Adonde vas, Daniel? —dijo el uno.
—A Sebastopol —dijo el otro.
Entonces, Mosche lo miró fijo y dictaminó:
—Mientes, Daniel. Me respondes que vas a Sebastopol para que yo piense que vas a
Nijni-Novgórod,42 pero lo cierto es que vas realmente a Sebastopol. ¡Mientes, Daniel!
Considero los jugadores de truco. Están como escondidos en el ruido criollo del
diálogo; quieren espantar a gritos la vida. Cuarenta naipes —amuletos de cartón pintado,
mitología, barata, exorcismos— le bastan para conjurar el vivir común. Juegan de espaldas
a las transitadas horas del mundo. La pública y urgente realidad en que estamos todos, linda
con su reunión y no pasa; el recinto de su mesa es otro país. Lo pueblan el envido y el
quiero, la olorosa cruzada y la inesperabilidad de su don, el ávido folletín de cada partida,
el 743 de oros tintineando esperanza y otras apasionadas bagatelas del repertorio. Los
truqueros viven ese alucinado mundito. Lo fomentan con dicharachos criollos que no se
apuran, lo cuidan como a un fuego. Es un mundo angosto, lo sé: fantasma de política de
parroquia y de picardías, mundo inventado al fin por hechiceros de corralón y brujos de
barrio, pero no por eso menos reemplazador de este mundo real y menos inventivo y
diabólico en su ambición.
Pensar un argumento local como este del truco y no salirse de él o no ahondarlo —
las dos figuras pueden simbolizar aquí un acto igual, tanta es su precisión— me parece una
gravísima fruslería. Yo deseo no olvidar aquí un pensamiento sobre la pobreza del truco.
Las diversas estadas de su polémica, sus vuelcos, sus corazonadas, sus cabalas, no pueden
no volver. Tienen con las experiencias que repetirse. ¿Qué es el truco para un ejercitado en
él, sino una costumbre? Mírese también a lo rememorativo del juego, a su afición por

36
LP: zafadurías de la calle de Junín
37
LP: bodegones
38
LP: voz mentirosa, de cara que no finge tal vez, de tramposa y desatinada palabrería.
39
LP agrega Infinitud de casos hay de éstos
40
LP omite Cómodo en el tiempo y conversador está el juego criollo, pero su cachaza es de picardía.
41
LP: El truco es una superposición de caretas, su espíritu
42
LP: Nijni-Nergónod
43
LP: siete

40/65
fórmulas tradicionales. Todo jugador, en verdad, no hace ya más que reincidir en bazas
remotas. Su juego es una repetición de juegos pasados, vale decir, de ratos de vivires
pasados. Generaciones ya invisibles de criollos están como enterradas vivas en él: son él,
podemos afirmar sin metáfora. Se trasluce que el tiempo es una ficción, por ese pensar. Así,
desde los laberintos de cartón pintado del truco, nos hemos acerado a la metafísica: única
justificación y finalidad de todos los temas.

41/65
VII
LAS INSCRIPCIONES DE LOS CARROS44

Importa que mi lector se imagine un carro. No cuesta imaginárselo grande, las


ruedas traseras más altas que las delanteras como con reserva de fuerza, el carrero criollo
fornido como la obra de madera y fierro en que está, los labios distraídos en un silbido o
con avisos paradójicamente suaves a los tironeadores caballos: a los tronqueros seguidores
y al cadenero en punta (proa insistente para los que precisan comparación). Cargado o sin
cargar es lo mismo, salvo que volviendo vacío, resulta menos atado a empleo su paso y más
entronizado el pescante, como si la connotación militar que fue de los carros en el imperio
montonero de Atila, permaneciera en él. La calle pisada puede ser Montes de Oca o Chile o
Patricios o Rivera o Valentín Gómez, pero es mejor Las Heras, por lo heterogéneo de su
tráfico. El tardío carro es allí distanciado perpetuamente, pero esa misma postergación se le
hace victoria, como si la ajena celeridad fuera despavorida urgencia de esclavo, y la propia
demora, posesión entera de tiempo, casi de eternidad. (Esa posesión temporal es el infinito
capital criollo, el único. A la demora la podemos exaltar a inmovilidad: posesión del
espacio.) Persiste el carro, y una inscripción está en su costado. El clasicismo del suburbio
así lo decreta y aunque esa desinteresada yapa expresiva, sobrepuesta a las visibles
expresiones de resistencia, forma, destino, altura, realidad, confirme la acusación de
habladores que los conferenciantes europeos nos reparten, yo no puedo esconderla, porque
es el argumento de esta noticia. Hace tiempo que soy cazador de esas escrituras: epigrafía
de corralón que supone caminatas y desocupaciones más poéticas que las efectivas piezas
coleccionadas, que en estos italianados días ralean.
No pienso volcar ese colecticio capital de chirolas sobre la mesa, sino mostrar
algunas. El proyecto es de retórica, como se ve. Es consabido que los que metodizaron esa
disciplina, comprendían en ella todos los servicios de la palabra, hasta los irrisorios o
humildes del acertijo, del calembour, del acróstico, del anagrama, del laberinto, del
laberinto cúbico, de la empresa. Si esta última, que es figura simbólica y no palabra, ha sido
admitida, entiendo que la inclusión de la sentencia carrera es irreprochable. Es una variante
indiana del lema, género que nació en los escudos. Además, conviene asimilar a las otras
letras la sentencia de carro, para que se desengañe el lector y no espere portentos de mi
requisa. ¿Cómo pretenderlos aquí, cuando no los hay o nunca los hay en las premeditadas
antologías de Menéndez y Pelayo o de Palgrave?
Una equivocación es muy llana: la de recibir por genuino lema de carro, el nombre
de la casa a que pertenece. El modelo de la Quinta Bollini, rubro perfecto de la guarangada
sin inspiración, puede ser de los que advertí; La madre del Norte, carro de Saavedra, lo es.
Lindo nombre es este último y le podemos probar dos explicaciones. Una, la no creíble, es
la de ignorar la metáfora y suponer al Norte parido por ese carro, fluyendo en casas y
almacenes y pinturerías, de su paso inventor. Otra es la que previeron ustedes, la de
atender. Pero nombres como éste, corresponden a otro género literario menos casero, el de
las empresas comerciales: género que abunda en apretadas obras maestras como la sastrería
El coloso de Rodas por Villa Urquiza y la fábrica de camas La dormitológica por Belgrano,
pero que no es de mi jurisdicción.
La genuina letra de carro no es muy diversa. Es tradicionalmente asertiva —La flor
de la plaza Vértiz, El vencedor— y suele estar como aburrida de guapa. Así El anzuelo, La

44
S: SÉNECA EN LAS ORILLAS; EC1: LAS INSCRIPCIONES DE CARRO

42/65
balija, El garrote. Me está gustando el último, pero se me borra al acordarme de este otro
lema, de Saavedra también y que declara viajes dilatados como navegaciones, práctica de
los callejones pampeanos y polvaredas altas: El barco.
Una especie definida del género es la inscripción en los carritos repartidores. El
regateo y la charla cotidiana de la mujer los ha distraído de la preocupación del coraje, y
sus vistosas letras prefieren el alarde servicial o la galantería. El liberal, Viva quien me
protege, El vasquito del Sur, El picaflor, El lecherito del porvenir, El buen mozo, Hasta
mañana, El record de Talcahuano, Para todos sale el sol, pueden ser alegres ejemplos.
Qué me habrán hecho tus ojos y Donde cenizas quedan fuego hubo, son de más
individuada pasión. Quien envidia me tiene desesperado muere, ha de ser una intromisión
española. No tengo apuro es criollo clavado.45 La displicencia o severidad de la frase breve
suele corregirse también, no sólo por lo risueño del decir, sino por la profusión de las
frases. Yo he visto carrito frutero que, además de su presumible nombre El preferido del
barrio, afirmaba en dístico satisfecho

Yo lo digo y lo sostengo
Que a nadie envidia le tengo.

y comentaba la figura de una pareja de bailarines tangueros sin mucha luz, con la resuelta
indicación Derecho viejo. Esa charlatanería de la brevedad, ese frenesí sentencioso, me
recuerda la dicción del célebre estadista danés Polonio, de Hamlet, o la del Polonio natural,
Baltasar Gracián.
Vuelvo a las inscripciones clásicas. La media luna de Morón es lema de un carro
altísimo con barandas ya marineras de fierro, que me fue dado contemplar una húmeda
noche en el centro puntual de nuestro Mercado de Abasto, reinando a doce patas y cuatro
ruedas sobre la fermentación lujosa de olores.46 La soledad es mote de una carreta que he
visto por el sur de la provincia de Buenos Aires y que manda distancia. Es el propósito de
El barco otra vez, pero menos oscuro. Qué le importa a la vieja que la hija me quiera es de
omisión imposible, menos por su ausente agudeza que por su genuino tono de corralón. Es
lo que puede observarse también de Tus besos fueron míos, afirmación derivada de un vals,
pero que por estar escrita en un carro se adorna de insolencia.47 Qué mira, envidioso tiene
algo de mujerengo y de presumido. Siento orgullo es muy superior, en dignidad de sol y de
alto pescante, a las más efusivas acriminaciones de Boedo. Aquí viene Araña es un hermoso
anuncio. Pa la rubia, cuándo lo es más, no sólo por su apócope criollo y por su anticipada
preferencia por la morena, sino por el irónico empleo del adverbio cuándo, que vale aquí
por nunca. (A ese renunciado cuándo lo conocí primero en una intransferible milonga, que
deploro no poder estampar en voz baja o mitigar pudorosamente en latín. Destaco en su
lugar esta parecida, criolla de Méjico, registrada en el libro de Rubén Campos El folklore y
la música mexicana: Dicen que me han de quitar —las veredas por donde ando; —las

45
S omite estas dos oraciones
46
S omite La media luna de Morón es lema de un carro altísimo con barandas ya marineras de fierro, que me
fue dado contemplar una húmeda noche en el centro puntual de nuestro Mercado de Abasto, reinando a doce
patas y cuatro ruedas sobre la fermentación lujosa de olores.
47
S, EC1 agregan (Hay ocasiones de repetir que son originales. ¡Qué invisible adverbio es últimamente,
impreso en esta hoja; aquí profecía o premonición de barullo cuando lo dice un guapo!); ECB: (Hay ocasiones
de repetir que son originales. ¡Qué invisible adverbio es últimamente, impreso en esta hoja; aquí profecía o
premonición de barullo cuando lo dice un guapo!)

43/65
veredas quitarán, —pero la querencia, cuándo.48 Cuándo, mi vida era también una salida
habitual de los que canchaban, al atajarse el palo tiznado o el cuchillo del otro) La rama
está florida es una noticia de alta serenidad y de magia.49 Casi nada, Me lo hubieras dicho
y Quién lo diría, son incorregibles de buenos. Implican drama, están en la circulación de la
realidad. Corresponden a frecuencias de la emoción: son como del destino, siempre. Son
ademanes perdurados por la escritura, son una afirmación incesante. Su alusividad es la del
conversador orillero que no puede ser directo narrador o razonador y que se complace en
discontinuidades, en generalidades, en fintas: sinuosas como el corte. Pero el honor, pero la
tenebrosa flor de este censo, es la opaca inscripción No llora el perdido, que nos mantuvo
escandalosamente intrigados a Xul Solar y a mí, hechos, sin embargo, a entender los
misterios delicados de Robert Browning, los baladíes de Mallarmé y los meramente
cargosos de Góngora. No llora el perdido; le paso ese clavel retinto al lector.
No hay ateísmo literario fundamental. Yo creía descreer de la literatura, y me he
dejado aconsejar por la tentación de reunir estas partículas de ella. Me absuelven dos
razones. Una es la democrática superstición que postula méritos reservados en cualquier
obra anónima, como si supiéramos entre todos lo que no sabe nadie, como si fuera nerviosa
la inteligencia y cumpliera mejor en las ocasiones en que no la vigilan. Otra es la facilidad
de juzgar lo breve. Nos duele admitir que nuestra opinión de una línea pueda no ser final.
Confiamos nuestra fe a los renglones, ya que no a los capítulos. Es inevitable en este lugar
la mención de Erasmo: incrédulo y curioseador de proverbios.
Esta página empezará a ponerse erudita después de muchos días. Ninguna referencia
bibliográfica puedo suministrar, salvo este párrafo casual de un predecesor mío en estos
afectos. Pertenece a los borradores desanimados de verso clásico que se llaman versos
libres ahora.
Lo recuerdo así:

Los carros de costado sentencioso


franqueaban tu mañana
y eran en las esquinas tiernos los almacenes
como esperando un ángel.

Me gustan más las inscripciones de carro, flores corraloneras.

48
S omite Destaco en su lugar esta parecida, criolla de Méjico, registrada en el libro de Rubén Campos El
folklore y la música mexicana: Dicen que me han de quitar —las veredas por donde ando; —las veredas
quitarán, —pero la querencia, cuándo.
49
S omite La rama está florida es una noticia de alta serenidad y de magia.

44/65
VIII
HISTORIAS DE JINETES50

Son muchas y podrían ser infinitas. La primera es modesta; luego la ahondarán las
que siguen.
Un estanciero del Uruguay había adquirido un establecimiento de campo (estoy
seguro de que ésa es la palabra que usó) en la provincia de Buenos Aires. Trajo del Paso de
los Toros a un domador, hombre de toda su confianza pero muy chucaro. Lo alojó en una
fonda cerca del Once. A los tres días fue en su busca; lo encontró mateando en su pieza, en
el último piso. Le preguntó qué le había parecido Buenos Aires, y resultó que el hombre no
se había asomado a la calle una sola vez.
La segunda no es muy distinta. En 1903, Aparicio Saravia sublevó la campaña del
Uruguay; en alguna etapa de la contienda se temió que sus hombres pudieran irrumpir en
Montevideo. Mi padre, que se encontraba allí, fue a pedir consejo a un pariente, Luis
Melián Lafinur, el historiador. Éste le dijo que no había peligro, “porque el gaucho le teme
a la ciudad”. En efecto, las tropas de Saravia se desviaron y mi padre comprobó con algún
asombro que el estudio de la Historia puede ser útil y no sólo agradable.51
La tercera que referiré, también pertenece a la tradición oral de mi casa. A fines de
1870, fuerzas de López Jordán comandadas por un gaucho a quien le decían El Chumbiao
cercaron la ciudad de Paraná. Una noche, aprovechando un descuido de la guarnición, los
montoneros lograron atravesar las defensas y dieron, a caballo, toda la vuelta de la plaza
central, golpeándose la boca y burlándose. Luego, entre pifias y silbidos, se fueron. La
guerra no era para ellos la ejecución coherente de un plan sino un juego de hombría.
La cuarta de las historias, la última, está en las páginas de un libro admirable:
L'Empire des Steppes (1939), del orientalista Grousset. Dos párrafos del capítulo dos
pueden ayudar a entenderla; he aquí el primero:
“La guerra de Gengis-khan contra los Kin, empezada en 1211, debía con breves
treguas prolongarse hasta su muerte (1227), para ser rematada por su sucesor (1234). Los
mogoles, con su móvil caballería, podían arrasar los campos y las poblaciones abiertas,
pero durante mucho tiempo ignoraron el arte de tomar las plazas fortificadas por los
ingenieros chinos. Además, guerreaban en China como en la estepa, por incursiones
sucesivas, al cabo de las cuales se retiraban con su botín, dejando que en la retaguardia los
chinos volvieran a ocupar las ciudades, levantaran las ruinas, repararan las brechas y
rehicieran las fortificaciones, de tal modo que en el curso de aquella guerra los generales
mogoles se vieron obligados a reconquistar dos o tres veces las mismas plazas.”xvi
He aquí el segundo:
“Los mogoles tomaron a Pekín, pasaron a degüello la población, saquearon las casas
y después les prendieron fuego. La destrucción duró un mes. Evidentemente, los nómadas
no sabían qué hacer con una gran ciudad y no atinaban con la manera de utilizarla para la
consolidación y extensión de su poderío. Hay ahí un caso interesante para los especialistas
de la geografía humana: el embarazo de las gentes de las estepas cuando, sin transición, el

50
EC1 omite este capítulo
51
(N. de A.) Burton escribe que los beduinos, en las ciudades árabes, se tapan las narices con el pañuelo o con
algodones; Ammiano, que los hunos tenían tanto miedo de las casas como de los sepulcros. Análogamente,
los sajones que irrumpieron en Inglaterra en el siglo V, no se atrevieron a morar en las ciudades romanas que
conquistaron. Las dejaron caerse a pedazos y compusieron luego elegías para lamentar esas ruinas.

45/65
azar les entrega viejos países de civilización urbana. Queman y matan, no por sadismo, sino
porque se encuentran desconcertados y no saben obrar de otra suerte.”xvii
He aquí, ahora, la historia que todas las autoridades confirman: Durante la última
campaña de Gengis-khan, uno de sus generales observó que sus nuevos súbditos chinos no
le servirían para nada, puesto que eran ineptos para la guerra, y que, por consiguiente, lo
más juicioso era exterminarlos a todos, arrasar las ciudades y hacer del casi interminable
Imperio Central un dilatado campo de pastoreo para las caballadas. Así, por lo menos,
aprovecharían la tierra, ya que lo demás era inútil. El khan iba a seguir este aviso, cuando
otro consejero le hizo notar que más provechoso era fijar impuestos a las tierras y a las
mercaderías. La civilización se salvó, los mogoles envejecieron en las ciudades que habían
anhelado destruir y sin duda acabaron por estimar, en jardines simétricos, las despreciables
y pacíficas artes de la prosodia y de la cerámica.
Remotas en el tiempo y en el espacio, las historias que he congregado son una sola;
el protagonista es eterno, y el receloso peón que pasa tres días ante una puerta que da a un
último patio es, aunque venido a menos, el mismo que, con dos arcos, un lazo hecho de crin
y un alfanje, estuvo a punto de arrasar y borrar, bajo los cascos del caballo estepario, el
reino más antiguo del mundo. Hay un agrado en percibir, bajo los disfraces del tiempo, las
eternas especies del jinete y de la ciudad;52 ese agrado, en el caso de estas historias, puede
dejarnos un sabor melancólico, ya que los argentinos (por obra del gaucho de Hernández o
por gravitación de nuestro pasado) nos identificamos con el jinete, que es el que pierde al
fin. Los centauros vencidos por los lapitas, la muerte del pastor de ovejas Abel a manos de
Caín, que era labrador, la derrota de la caballería de Napoleón por la infantería británica en
Waterloo, son emblemas y sombras de ese destino.
Jinete que se aleja y se pierde, con una sugestión de derrota, es asimismo en
nuestras letras el gaucho. Así, en el Martín Fierro:

Cruz y Fierro de una estancia


Una tropilla se arriaron,
Por delante se la echaron
Como criollos entendidos
y pronto, sin ser sentidos,
Por la frontera cruzaron.

Y cuando la habían pasao,


Una madrugada clara,
Le dijo Cruz que mirara
Las últimas poblaciones
Y a Fierro dos lagrimones
Le rodaron por la cara.

Y siguiendo el fiel del rumbo


Se entraron en el desierto. . .

Y en El payador, de Lugones:

52
(N. de A.) Es fama que Hidalgo, Ascasubi, Estanislao del Campo y Lussich abundaron en versiones
jocosas del diálogo del jinete con la ciudad.

46/65
“Dijérase que lo hemos visto desaparecer tras los collados familiares, al tranco de su
caballo, despacito, porque no vayan a creer que es de miedo; con la última tarde que iba
pardeando como el ala de la torcaz, bajo el chambergo lóbrego y el poncho pendiente de los
hombros en decaídos pliegues de bandera a media asta.”
Y en Don Segundo Sombra:
“La silueta reducida de mi padrino apareció en la lomada. Mi vista se ceñía
enérgicamente sobre aquel pequeño movimiento en la pampa somnolienta. Ya iba a llegar a
lo alto del camino y desaparecer. Se fue reduciendo como si lo cortaran de abajo en
repetidos tajos. Sobre el punto negro del chambergo, mis ojos se aferraron con afán de
hacer perdurar aquel rezago.”
El espacio, en los textos supracitados, tiene la misión de significar el tiempo y la
historia.
La figura del hombre sobre el caballo es secretamente patética. Bajo Atila, Azote de
Dios, bajo Gengis-khan y bajo Timur, el jinete destruye y funda con violento fragor
dilatados reinos, pero sus destrucciones y fundaciones son ilusorias. Su obra es efímera
como él. Del labrador procede la palabra cultura, de las ciudades la palabra civilización,
pero el jinete es una tempestad que se pierde. En el libro Die Germanen der
Völkerwanderung (Stuttgart, 1939), Capelle observa, a este propósito, que los griegos, los
romanos y los germanos eran pueblos agrícolas.xviii

47/65
IX
EL PUÑAL 53 54

A Margarita Bunge

En un cajón hay un puñal.


Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi
padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo
buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y
poderosa juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal.
Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron
para un fin muy preciso; es, de algún modo, eterno, el puñal que anoche mató a un hombre
en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca
sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el
puñal su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se
anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los
hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan impasible o inocente soberbia, y
los años pasan, inútiles.


“El puñal”, Ficción, n° 18 (marzo-abril de 1969), p. 6
53
F agrega la siguiente nota: “Esta página corresponde al libro Evaristo Carriego, publicado por la Editorial
Emecé, quien nos ha autorizado su publicación.
54
EC1 omite este capítulo

48/65
X
PRÓLOGO A UNA EDICIÓN DE LAS POESÍAS COMPLETAS DE EVARISTO CARRIEGO55

Todos, ahora, vemos a Evaristo Carriego en función del suburbio y propendemos a


olvidar que Carriego es (como el guapo, la costurerita y el gringo) un personaje de
Carriego, así como el suburbio en que lo pensamos es una proyección y casi una ilusión de
su obra. Wilde56 sostenía que el Japón —las imágenes que esa palabra despierta— había
sido inventado por Hokusai; en el caso de Evaristo Carriego, debemos postular una acción
recíproca: el suburbio crea a Carriego y es recreado por él. Influyen en Carriego el suburbio
real y el suburbio de Trejo y de las milongas; Carriego impone su visión del suburbio; esa
visión modifica la realidad. (La modificarán después, mucho más, el tango y el sainete.)
¿Cómo se produjeron los hechos, cómo pudo ese pobre muchacho Carriego llegar a
ser el que ahora será para siempre? Quizás el mismo Carriego, interrogado, no podría
decírnoslo. Sin otro argumento que mi incapacidad para imaginar de otra manera las cosas,
propongo esta versión al lector:
Un día entre los días del año 1904, en una casa que persiste en la calle Honduras,
Evaristo Carriego leía57 con pesar y con avidez un libro de la gesta de Charles de Baatz,
señor de Artagnan. Con avidez, porque Dumas le ofrecía lo que a otros ofrecen
Shakespeare o Balzac o Walt Whitman, el sabor de la plenitud de la vida; con pesar porque
era joven, orgulloso, tímido y pobre, y se creía desterrado de la vida. La vida estaba en
Francia, pensó, en el claro contacto de los aceros, o cuando los ejércitos del Emperador
anegaban la tierra, pero a mí me ha tocado el siglo XX, el tardío siglo XX, y un mediocre
arrabal sudamericano... En esa cavilación estaba Carriego cuando algo sucedió. Un
rasguido de laboriosa guitarra, la despareja hilera de casas bajas vistas por la ventana, Juan
Muraña tocándose el chambergo para contestar a un saludo (Juan Muraña que anteanoche
marcó a Suárez el Chileno), la luna en el cuadrado del patio, un hombre viejo con un gallo
de riña, algo, cualquier cosa. Algo que no podremos recuperar, algo cuyo sentido sabemos
pero no cuya forma, algo cotidiano y trivial y no percibido hasta entonces, que reveló a
Carriego que el universo (que se da entero en cada instante, en cualquier lugar, y no sólo en
las obras de Dumas) también estaban ahí, en el mero presente, en Palermo, en 1904.
“Entrad,58 que también aquí están los dioses”, dijo Heráclito de Éfeso a las personas que lo
hallaron calentándose en la cocina.
Yo he sospechado alguna vez que cualquier vida humana, por intrincada y populosa
que sea, consta en realidad de un momento: el momento en que el hombre sabe para
siempre quién es. Desde la imprecisable revelación que he tratado de intuir, Carriego es
Carriego. Ya es el autor de aquellos versos que años después le será permitido inventar:

Le cruzan el rostro, de estigmas violentos


Hondas cicatrices, y tal vez le halaga
llevar imborrables adornos sangrientos:
Caprichos de hembra que tuvo la daga.59
55
EC1 omite este capítulo
56
OI: Oscar Wilde
57
P, OI: releía
58
P: Pasen
59
P agrega: Y de éstos, que tampoco dejaremos morir:
Y cuando no estén, ¿durante

49/65
En el último, casi milagrosamente, hay un eco de la imaginación medieval del
consorcio del guerrero con su arma, de esa imaginación que Detlev von Liliencron fijó en
otros versos ilustres:

In die Friesen trug er sein Schwert Hilfnot,


das hat ihn heute betrogen. . .60 xix

Buenos Aires, noviembre de 1950.61

Cuánto tiempo aún se oirá


Su voz querida en la casa
Disierta?
¿Cómo serán
En el recuerdo las caras
Que ya no veremos más?
JORGE LUIS BORGES
Buenos Aires, 2 de noviembre de 1950
60
P omite el párrafo y los versos
61
OI omite la firma y la fecha

50/65
XI
HISTORIA DEL TANGO62

Vicente Rossi, Carlos Vega y Carlos Muzzio Sáenz Peña, investigadores puntuales,
han historiado de diversa manera el origen del tango. Nada me cuesta declarar que suscribo
a todas sus conclusiones, y aun a cualquier otra. Hay una historia del destino del tango, que
el cinematógrafo periódicamente divulga; el tango, según esa versión sentimental, habría
nacido en el suburbio, en los conventillos (en la Boca del Riachuelo, generalmente, por las
virtudes fotográficas de esa zona); el patriciado lo habría rechazado, al principio; hacia
1910, adoctrinado por el buen ejemplo de París, habría franqueado finalmente sus puertas a
ese interesante orillero. Ese Bildungsrornan, esa “novela de un joven pobre”, es ya una
especie de verdad inconcusa o de axioma; mis recuerdos (y he cumplido los cincuenta años)
y las indagaciones de naturaleza oral que he emprendido, ciertamente no la confirman.
He conversado con José Saborido, autor de Felicia y de La morocha, con Ernesto
Poncio, autor de Don Juan, con los hermanos de Vicente Greco, autor de La viruta y de La
Tablada, con Nicolás Paredes, caudillo que fue de Palermo, y con algún payador de su
relación. Los dejé hablar; cuidadosamente me abstuve de formular preguntas que sugirieran
determinadas contestaciones. Interrogados sobre la procedencia del tango, la topografía y
aun la geografía de sus informes era singularmente diversa: Saborido (que era oriental)
prefirió una cuna montevideana; Poncio (que era del barrio del Retiro) optó por Buenos
Aires y por su barrio; los porteños del Sur invocaron la calle Chile; los del Norte, la
meretricia calle del Temple o la calle Junín.
Pese a las divergencias que he enumerado y que sería fácil enriquecer interrogando
a platenses o a rosarinos, mis asesores concordaban en un hecho esencial: el origen del
tango en los lupanares. (Asimismo en la data de ese origen, que para nadie fue muy anterior
al ochenta o posterior al noventa). El instrumental primitivo de las orquestas —piano,
flauta, violín, después bandoneón— confirma, por el costo, ese testimonio; es una prueba
de que el tango no surgió en las orillas, que se bastaron siempre, nadie lo ignora, con las
seis cuerdas de la guitarra. Otras confirmaciones no faltan: la lascivia de las figuras, la
connotación evidente de ciertos títulos (El choclo, El fierrazo), la circunstancia, que de
chico pude observar en Palermo y años después en la Chacarita y en Boedo, de que en las
esquinas lo bailaban parejas de hombres, porque las mujeres del pueblo no querían
participar en un baile de perdularias. Evaristo Carriego la fijó en sus Misas herejes:

En la calle, la buena gente derrocha


sus guarangos decires más lisonjeros,
porque al compás de un tango, que es La morocha,
lucen ágiles cortes dos orilleros.

En otra página de Carriego se muestra, con lujo de afligentes detalles, una pobre
fiesta de casamiento; el hermano del novio está en la cárcel, hay dos muchachos
pendencieros que el guapo tiene que pacificar con amenazas, hay recelo y rencor y
chocarrería, pero

El tío de la novia, que se ha creído

62
EC1 omite este capítulo

51/65
obligado a fijarse si el baile toma
buen carácter, afirma, medio ofendido;
que no se admiten cortes, ni aun en broma...
Que, la modestia a un lado, no se la pega
ninguno de esos vivos... seguramente.
La casa será pobre, nadie lo niega,
todo lo que se quiera, pero decente—.

El hombre momentáneo y severo que nos dejan entrever, para siempre, las dos
estrofas, significa muy bien la primera reacción del pueblo ante el tango, ese reptil de
lupanar como lo definiría Lugones con laconismo desdeñoso (El payador, página 117).
Muchos años requirió el Barrio Norte para imponer el tango —ya adecentado por París, es
verdad— a los conventillos, y no sé si del todo lo ha conseguido. Antes era una orgiástica
diablura; hoy es una manera de caminar.

EL TANGO PENDENCIERO

La índole sexual del tango fue advertida por muchos, no así la índole pendenciera.
Es verdad que las dos son modos o manifestaciones de un mismo impulso, y así la palabra
hombre, en todas las lenguas que sé, connota capacidad sexual y capacidad belicosa, y la
palabra virtus, que en latín quiere decir coraje, procede de vir, que es varón. Parejamente,
en una de las páginas de Kim un afghán declara: “A los quince años, yo había matado a un
hombre y procreado a un hombre” (When I was fifteen, I had shot my man and begot my
man), como si los dos actos fueran, esencialmente, uno.
Hablar de tango pendenciero no basta; yo diría que el tango y que las milongas,
expresan directamente algo que los poetas, muchas veces, han querido decir con palabras:
la convicción de que pelear puede ser una fiesta. En la famosa Historia de los Godos que
Jordanes compuso en el siglo VI, leemos que Atila, antes de la derrota de Chálons, arengó a
sus ejércitos y les dijo que la fortuna había reservado para ellos los júbilos de esa batalla
(certaminis hujus gaudia). En la Ilíada se habla de aqueos para quienes la guerra era más
dulce que regresar en huecas naves a su querida tierra natal y se dice que París, hijo de
Príamo, corrió con pies veloces a la batalla, como el caballo de agitada crin que busca a las
yeguas. En la vieja epopeya sajona que inicia las literaturas germánicas, en el Beowulf, el
rapsoda llama sweorda gelac (juego de espadas) a la batalla. Fiesta de vikings le dijeron en
el siglo XI los poetas escandinavos. A principios del siglo XVII, Quevedo, en una de sus
jácaras, llamó a un duelo danza de espadas, lo cual es casi el juego de espadas del anónimo
anglosajón. El espléndido Hugo, en su evocación de la batalla de Waterloo, dijo que los
soldados, comprendiendo que iban a morir en aquella fiesta (comprenant qu'ils allaient
mourir dans cette féte), saludaron a su dios, de pie en la tormenta.
Estos ejemplos, que al azar de mis lecturas he ido anotando, podrían, sin mayor
diligencia, multiplicarse y acaso en la Chanson de Roland o en el vasto poema de Ariosto
hay lugares congéneres. Alguno de los registrados aquí —el de Quevedo o el de Atila,
digamos— es de irrecusable eficacia; todos, sin embargo, adolecen del pecado original de
lo literario: son estructuras de palabras, formas hechas de símbolos. Danza de espadas, por
ejemplo, nos invita a unir dos representaciones dispares, la del baile y la del combate, para
que la primera sature de alegría a la última, pero no habla directamente con nuestra sangre,

52/65
no recrea en nosotros esa alegría. Schopenhauer (Welt als Wille und Vorstellung, 1, 52) ha
escrito que la música no es menos inmediata que el mundo mismo; sin mundo, sin un
caudal común de memorias evocables por el lenguaje, no habría, ciertamente, literatura,
pero la música prescinde del mundo, podría haber música y no mundo. La música es la
voluntad, la pasión; el tango antiguo, como música, suele directamente trasmitir esa
belicosa alegría cuya expresión verbal ensayaron, en edades remotas, rapsodas griegos y
germánicos. Ciertos compositores actuales buscan ese tono valiente y elaboran, a veces con
felicidad, milongas del bajo de la Batería o del Barrio del Alto, pero sus trabajos, de letra y
música estudiosamente anticuadas, son ejercicios de nostalgia de lo que fue, llantos por lo
perdido, esencialmente tristes aunque la tonada sea alegre. Son a las bravías e inocentes
milongas que registra el libro de Rossi lo que Don Segundo Sombra es a Martín Fierro o a
Paulino Lucero.
En un diálogo de Oscar Wilde se lee que la música nos revela un pasado personal
que hasta ese momento ignorábamos y nos mueve a lamentar desventuras que no nos
ocurrieron y culpas que no cometimos; de mí confesaré que no suelo oír El Mame o Don
Juan sin recordar con precisión un pasado apócrifo, a la vez estoico y orgiástico, en el que
he desafiado y peleado para caer al fin, silencioso, en un oscuro duelo a cuchillo. Tal vez la
misión del tango sea ésa: dar a los argentinos la certidumbre de haber sido valientes, de
haber cumplido ya con las exigencias del valor y el honor.

UN MISTERIO PARCIAL

Admitida una función compensatoria del tango, queda un breve misterio por
resolver. La independencia de América fue, en buena parte, una empresa argentina;
hombres argentinos pelearon en lejanas batallas del continente, en Maipú, en Ayacucho,
Junín. Después hubo las guerras civiles, la guerra del Brasil, las campañas contra Rosas y
Urquiza, la guerra del Paraguay, la guerra de frontera contra los indios…Nuestro pasado
militar es copioso, pero lo indiscutible es que el argentino, en trance de pensarse valiente,
no se identifica con él (pese a la preferencia que en las escuelas se da al estudio de la
historia) sino con las vastas figuras genéricas del Gaucho y el compadre. Si no me engaño,
este rasgo instintivo y paradójico tiene su explicación. El argentino hallaría su símbolo en
el gaucho y no en el militar, porque el valor cifrado en aquél por las tradiciones orales no
está al servicio de una causa y es puro. El gaucho y el compadre son imaginados como
rebeldes; el argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los
europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse al hecho general de que el
Estado es una inconcebible abstracción63 lo cierto es que el argentino es un individuo, no un
ciudadano. Aforismos como el de Hegel “El Estado es la realidad de la idea moral” le
parecen bromas siniestras. Los Films elaborados en Hollywood repetidamente proponen a
la admiración el caso de un hombre (generalmente, un periodista) que busca la amistad de
un criminal para entregarlo después a la policía; el argentino, para quien la amistad es una
pasión y la policía una maffia, siente que ese “héroe” es un incomprensible canalla. Siente
con don Quijote que “allá se lo haya cada uno con su pecado” y que “no es bien que los
hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello” (Quijote,

63
(N. de A.) El estado es impersonal; el argentino sólo concibe una relación personal. Por eso, para él, robar
dineros públicos no es un crimen. Compruebo un hecho, no lo justifico o disculpo.

53/65
1, XXII) Más de una vez, ante las vanas simetrías del estilo español, he sospechado que
diferimos insalvablemente de España; esas dos líneas del Quijote han bastado para
convencerme de error; son como el símbolo tranquilo y secreto de una afinidad.
Profundamente la confirma una noche de la literatura argentina: esa desesperada noche en
la que un sargento de la policía rural gritó que no a consentir el delito de que se matara a un
valiente y se puso a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro.

LAS LETRAS

De valor desigual, ya que notoriamente proceden de centenares y de miles de


plumas heterogéneas, las letras de tango que la inspiración o la industria han elaborado
integran, al cabo de medio siglo, un casi inextricable corpus poeticum que los historiadores
de la literatura argentina leerán o, en todo caso, vindicarán. Lo popular, siempre que el
pueblo ya no lo entienda, siempre que lo hayan anticuado los años, logra la nostálgica
veneración de los eruditos y permite polémicas y glosarios; es verosímil que hacia 1990
surja la sospecha o la certidumbre de que la verdadera poesía de nuestro tiempo no está en
La urna de Banchs o en Luz de provincia de Mastronardi, sino en las piezas imperfectas
que se atesoran en El alma que canta. Esta suposición es melancólica. Una culpable
negligencia me ha vedado la adquisición y el estudio de ese repertorio caótico, pero no
desconozco su variedad y el creciente ámbito de sus temas. Al principio, el tango no tuvo
letra o la tuvo obscena y casual. Algunos la tuvieron agreste (Yo soy la fiel compañera —
del noble gaucho porteño) porque los compositores buscaban la popular, y la mala vida y
los arrabales no eran materia poética, entonces. Otros, como la milonga congénere,64 fueron
alegres y vistosas bravatas (En el tango soy tantaura — que cuando hago un doble corte —
corre la voz por el Norte — si es que me encuentro en el Sur). Después, el género historió,
como ciertas novelas del naturalismo francés o como ciertos grabados de Hogarth, las
vicisitudes locales del harlot's progress (Luego fuiste la amiguita — de un viejo boticario
— y el hijo de un comisario — todo el vento te sacó); después, la deplorada conversión de
los barrios pendencieros o menesterosos a la decencia (Puente Alsina, — ¿dónde está ese
malevaje? o ¿Dónde están aquellos hombres y esas chinas, — vinchas rojas y chambergos
que Requena conoció? — ¿Dónde está mi Villa Crespo de otros tiempos? — Se vinieron los
judíos, Triunvirato se acabó). Desde muy temprano, las zozobras del amor clandestino o
sentimental habían atareado las plumas (¿No te acordás que conmigo — te pusistes un
sombrero — y aquel cinturón de cuero — que a otra mina la afané?). Tangos de
recriminación, tangos de odio, tangos de burla y de rencor se escribieron, reacios a la
transcripción y al recuerdo. Todo el trajín de la ciudad fue entrando en el tango; la mala
vida y el suburbio no fueron los únicos temas. En el prólogo de las sátiras, Juvenal
memorablemente escribió que todo lo que mueve a los hombres —el deseo, el temor, la ira,
el goce carnal, las intrigas, la felicidad— sería materia de su libro; con perdonable
exageración podríamos aplicar su famoso quidquid agunt homines, a la suma de las letras

64
(N. de A.)
Yo soy del barrio del Alto,
Soy del barrio del Retiro.
Yo soy aquel que no miro
Con quién tengo que pelear,
Y a quien en milonguear,
Ninguno se puso a tiro

54/65
de tango. También podríamos decir que éstas forman una inconexa y vasta comedie
humaine de la vida de Buenos Aires. Es sabido que Wolf, a fines del siglo XVIII, escribió
que la Ilíada, antes de ser una epopeya, fue una serie de cantos y de rapsodias; ello permite,
acaso, la profecía de que las letras de tango formarán, con el tiempo, un largo poema civil,
o sugerirán a algún ambicioso la escritura de ese poema.
Es conocido el parecer de Andrew Fletcher: “Si me dejan escribir todas las baladas
de una nación, no me importa quién escriba las leyes”;xx el dictamen sugiere que la poesía
común o tradicional puede influir en los sentimientos y dictar la conducta. Aplicada la
conjetura al tango argentino, veríamos en éste un espejo de nuestras realidades y a la vez un
mentor o un modelo, de influjo ciertamente maléfico. La milonga y el tango de los orígenes
podían ser tontos o, a lo menos, atolondrados, pero eran valerosos y alegres; el tango
posterior es un resentido que deplora con lujo sentimental las desdichas propias y festeja
con desvergüenza las desdichas ajenas.
Recuerdo que hacia 1926 yo daba en atribuir a los italianos (y más concretamente a
los genoveses del barrio de la Boca) la degeneración de los tangos. En aquel mito, o
fantasía, de un tango “criollo” maleado por los “gringos”, veo un claro síntoma, ahora, de
ciertas herejías nacionalistas que han asolado el mundo después —a impulso de los gringos,
naturalmente. No el bandoneón, que yo apodé cobarde algún día, no los aplicados
compositores de un suburbio fluvial, han hecho que el tango sea lo que es, sino la
República entera. Además, los criollos viejos que engendraron el tango se llamaban
Bevilacqua, Greco o de Bassi...
A mi denigración del tango de la etapa actual alguien querrá objetar que el pasaje de
valentía o baladronada a tristeza no es necesariamente culpable y puede ser indicio de
madurez. Mi imaginario contendor bien puede agregar que el inocente y valeroso Ascasubi
es al quejoso Hernández lo que el primer tango es al último y que nadie —salvo, acaso,
Jorge Luis Borges— se ha animado a inferir de esa disminución de felicidad que Martín
Fierro es inferior a Paulino Lucero. La respuesta es fácil: La diferencia no sólo es de tono
hedónico: es de tono moral. En el tango cotidiano de Buenos Aires, en el tango de las
veladas familiares y de las confiterías decentes, hay una canallería trivial, un sabor de
infamia que ni siquiera sospecharon los tangos del cuchillo y del lupanar.
Musicalmente, el tango no debe de ser importante; su única importancia es la que le
damos. La reflexión es justa, pero tal vez es aplicable a todas las cosas. A nuestra muerte
personal, por ejemplo, o a la mujer que nos desdeña... El tango puede discutirse, y lo
discutimos, pero encierra, como todo lo verdadero, un secreto. Los diccionarios musicales
registran, por todos aprobada, su breve y suficiente definición; esa definición es elemental y
no promete dificultades, pero el compositor francés o español que, confiado en ella, urde
correctamente un "tango", descubre, no sin estupor, que ha urdido algo que nuestros oídos
no reconocen, que nuestra memoria no hospeda y que nuestro cuerpo rechaza. Diríase que
sin atardeceres y noches de Buenos Aires no puede hacerse un tango y que en el cielo nos
espera a los argentinos la idea platónica del tango, su forma universal (esa forma que
apenas deletrean La Tablada o El Choclo), y que esa especie venturosa tiene, aunque
humilde, su lugar en el universo.

55/65
EL DESAFÍO 65

Hay un relato legendario o histórico, o hecho de historia y de leyenda a la vez (lo


cual, acaso, es otra manera de decir legendario), que prueba el culto del coraje. 66 Sus
mejores versiones escritas pueden buscarse en las novelas de Eduardo Gutiérrez, olvidadas
ahora con injusticia, en el Hormiga Negra o el Juan Moreira; de las orales, la primera que
oí provenía de un barrio67 que demarcaron una cárcel, un río y un cementerio y que se
llamó68 la Tierra del Fuego.
El protagonista de esa versión era Juan Muraña, carrero y cuchillero en el que
convergen todos los cuentos de coraje que andan por las orillas del Norte. Esa primera
versión era simple. Un hombre de los Corrales o de Barracas, sabedor de la fama de Juan
Muraña (a quien no ha visto nunca), viene a pelearlo desde su suburbio del Sur; lo provoca
en un almacén, los dos salen a pelear a la calle; se hieren, Muraña, al fin, lo marca y le
dice: “Te dejo con vida para que volvás a buscarme”.
Lo desinteresado de aquel duelo lo grabó en mi memoria; mis conversaciones (mis
amigos harto lo saben) no prescindieron de él; hacia 1927 lo escribí y con enfático
laconismo lo titulé “Hombres pelearon”; años después, la anécdota me ayudó a imaginar un
cuento afortunado, ya que no bueno, “Hombre de la esquina rosada”; en 1950, Adolfo Bioy
Casares y yo la retomamos para urdir el libro de un film69 que las empresas rechazaron con
entusiasmo y que se llamaría Los orilleros.70 Creí, al cabo de tan dilatadas fatigas, haberme
despedido de la historia del duelo generoso; este año, en Chivilcoy, recogí una versión
harto superior, que ojalá sea la verdadera, aunque las dos muy bien pueden serlo, ya que el
destino se complace en repetir las formas y lo que pasó una vez pasa muchas. Dos cuentos
mediocres y un film71 que tengo por muy bueno salieron de la versión deficiente; nada
puede salir de la otra, que es perfecta y cabal. Como me la contaron la contaré, sin
adiciones de matáforas o de paisaje. La historia, me dijeron, ocurrió en el partido de
Chivilcoy, hacia mil ochocientos setenta y tantos. Wenceslao Suárez es el nombre del
héroe, que desempeña la tarea de trenzador y vive en un ranchito. Es hombre de cuarenta o
de cincuenta años; tiene reputación de valiente y es harto inverosímil (dados los hechos de
la historia que narro) que no deba una o dos muertes, pero éstas, cometidas en buena ley, no
perturban su conciencia o manchan su fama. Una tarde, en la vida pareja de ese hombre
ocurre un hecho insólito: en la pulpería le notician que ha llegado una carta para él. Don
Wenceslao no sabe leer; el pulpero descifra con lentitud una ceremoniosa misiva, que
tampoco ha de ser de puño y letra de quien la manda. En representación de unos amigos
que saben estimar la destreza y la verdadera serenidad, un desconocido saluda a don
Wenceslao, mentas de cuya fama han atravesado el Arroyo del Medio, y le ofrece la
hospitalidad de su humilde casa, en un pueblo de Santa Fe. Wenceslao Suárez dicta una


“El Desafío”, en La Nación, 28 de diciembre de 1952.
65
EC2: EL CULTO DEL CORAJE
66
LN: Anda por el país un relato no sé si legendario o histórico, o las dos cosas, lo cual acaso es otra manera
de decir legendario
67
LN: Sus versiones escritas pueden buscarse en las biografías de matreros que compuso Eduardo Gutiérrez,
olvidadas ahora con injusticia, de las orales, la primera que oí provenía de un barrio
68
LN: apodó
69
LN: “film”
70
LN: las empresas rechazaron y que hubo de llamarse Los orilleros
71
LN: “film”

56/65
contestación al pulpero; agradece la fineza, explica que no se anima a dejar sola a su madre,
ya muy entrada en años, e invita al otro a Chivilcoy, a su rancho, donde no faltarán un
asado y unas copas de vino. Pasan los meses y un hombre en un caballo aperado de un
modo algo distinto al de la región pregunta72 en la pulpería las señas de la casa de Suárez.
Éste, que ha venido a comprar carne, oye la pregunta y le dice quién es; el forastero le
recuerda las cartas que se escribieron hace un tiempo. Suárez celebra que el otro se haya
decidido a venir; luego se van los dos a un campito y Suárez prepara el asado. Comen y
beben y conversan. ¿De qué? Sospecho que de temas de sangre, de temas bárbaros, pero
con atención y prudencia. Han almorzado y el grave calor de la siesta carga sobre la tierra
cuando el forastero convida a don Wenceslao a que se hagan unos tiritos. Rehusar sería una
deshonra. Vistean los dos y juegan a pelear al principio, pero Wenceslao no tarda en sentir
que el forastero se propone matarlo. Entiende, al fin, el sentido de la carta ceremoniosa y
deplora haber comido y bebido tanto. Sabe que se cansará antes que el otro, que es todavía
un muchacho. Con sorna o cortesía, el forastero le propone un descanso. Don Wenceslao
accede, y, en cuanto reanudan73 el duelo, permite al otro que lo hiera en la mano izquierda,
en la que lleva el poncho, arrollado.74 El cuchillo entra en la muñeca, la mano queda como
muerta, colgando. Suárez, de un gran salto, recula, pone la mano ensangrentada en el suelo,
la pisa con la bota, la arranca, amaga un golpe al pecho del forastero y le abre el vientre de
una puñalada. Así acaba la historia, salvo que para algún relator queda el santafesino en el
campo y, para otro (que le mezquina la dignidad de morir), vuelve a su provincia. En esta
versión última, Suárez le hace la primera cura con la caña que quedó del almuerzo...
En la gesta del Manco Wenceslao —así ahora se llama Suárez, para la gloria— la
mansedumbre o cortesía de ciertos rasgos (el trabajo de trenzador, el escrúpulo de no dejar
sola a la madre, las dos cartas floridas, la conversación, el almuerzo) mitigan o acentúan
con felicidad la tremenda fábula; tales rasgos le dan un carácter épico y aun caballeresco
que no hallaremos, por ejemplo, salvo que hayamos resuelto encontrarlo, en las peleas de
borracho del Martín Fierro o en la congénere y más pobre versión de Juan Muraña y el
surero. Un rasgo común a las dos es, quizá, significativo. En ambas el provocador resulta
derrotado. Ello puede deberse a la mera y miserable necesidad de que triunfe el campeón
local, pero también, y así lo preferiríamos, a una tácita condena de la provocación 75 en estas
ficciones heroicas o, y esto sería lo mejor, a la oscura y trágica convicción76 de que el
hombre siempre es artífice de su propia desdicha, 77 como el Ulises del canto XXVI del

72
LN: indaga
73
LN: retoman
74
(N. de A.) De esa vieja manera de combatir a capa y espada, habla Montaigne en sus Ensayos (I, 49) y cita
un pasaje de César: Sinistras sagis involvunt, gladiosque distringunt. Lugones, en la página 54 de El payador,
trae un lugar análogo del romance de Bernardo del Carpio:

Revolviendo el manto al brazo,


La espada fuera a sacar

[En LN la nota al pie aparece de esta manera: Montaigne (Ensayos, I, 49) dice que es vieja la costumbre de
“combatir a capa y espada” y alega la sentencia de César: “ Envuelven en la capa el brazo izquierdo y sacan la
espada” (De bello civilii, I, 75) Lugones en el El payador cita unos versos del romance de Bernardo del
Carpio: Revolviendo el manto al brazo, La espada fuera a sacar]
75
LN: agresión
76
LN: certidumbre
77
LN: hombre es artífice de su ruina

57/65
Infierno. Emerson, que alabó en las biografías de Plutarco “un estoicismo que no es de las
escuelas sino de la sangre”,xxi no hubiera desdeñado esta historia.78
79
Tendríamos, pues, a hombres de pobrísima vida, a gauchos y orilleros de las
regiones ribereñas del Plata y del Paraná, creando, sin saberlo, una religión, con su
mitología y sus mártires, la dura y ciega religión del coraje, de estar listo a matar y a morir.
Esa religión es vieja como el mundo, pero habría sido redescubierta, y vivida, en estas
repúblicas, por pastores, matarifes, troperos, prófugos y rufianes. Su música estaría en los
estilos, en las milongas y en los primeros tangos.80 He escrito que es antigua esa religión;81
en una saga del siglo XIII se lee:
—“Dime cuál es tu fe —dijo el conde.
—Creo en mi fuerza —dijo Sigmund.”
Wenceslao Suárez y su anónimo contrincante y otros que la mitología82 ha olvidado
o ha incorporado a ellos, profesaron sin duda esa fe viril, que bien puede no ser una vanidad
sino la conciencia de que en cualquier hombre está Dios.

78
LN: como el Ulises del canto XXVI del Infierno o como ese otro capitán sentenciado de Moby Dick
79
LN: Algo esencial en la brutal historia anterior, la salva de ser una mera brutalidad, un episodio de La Terre
o de Hemingway. Hablo del elemento religioso. “Sus creencias— declara Lugones del gaucho— reducíanse a
unas cuantas supersticiones, sin mayor influjo sobre la vida habitual”. Y después añade: “No respetaba
moralmente sino el valor, cultivado con pasión caballeresca”. Yo diría que el gaucho, sin saberlo, forjó una
religión, la dura y ciega religión del corazón y que esa fe (como las otras) tuvo su ética, su mitología y sus
mártires. En su llanura y en el rudimentario arrabal, hombres de pobrísima vida, pastores matarifes, troperos,
prófugos y rufianes, redescubrieron a su modo el antiguo culto de los dioses de hierro.
80
Todo este párrafo está omitido en LN
81
LN omite He escrito que es antigua esa religión
82
LN: tradición

58/65
XII
DOS CARTAS83

(La publicación de uno de los capítulos que integran la Historia del tango valió a su autor
estas dos cartas, que ahora enriquecen el libro.)

C. del Uruguay (E. R.), 27 de enero de 1953.

Señor
JORGE LUIS BORGES

He leído en La Nación del 28 de diciembre “El Desafío”.


Dado el interés que usted manifiesta por hechos de la naturaleza del que narra,
pienso que le será grato conocer uno que contaba mi padre, fallecido hace muchos años,
diciéndose testigo presencial del mismo.
Lugar: el saladero “San José” de Puerto Ruiz, próximo a Gualeguay, que giraba bajo
la firma Laurencena, Parachú y Marcó.
Época: Allá por los 60.
Entre el personal del saladero, casi exclusivamente de vascos, figuraba un negro de
nombre Fustel, cuya fama como diestro en el manejo del facón había trascendido los límites
de la provincia, como usted verá.
Un buen día llegó a Puerto Ruiz un paisano lujosamente vestido al estilo de la
época: chiripá de merino negro, calzoncillo cribado, pañuelo de seda al cuello, cinto
cubierto de monedas de plata, en buen caballo aperado regiamente: freno, pretal, estribos y
cabezada de plata con adornos de oro y facón haciendo juego.
Se dio a conocer diciendo que venía del saladero “Fray Bentos”, donde se había
enterado de la fama de Fustel, y que, considerándose muy hombre, deseaba probarse con él.
Fue fácil ponerles en contacto, y no habiendo motivos de ninguna clase de
malquerencia, se concertó el lance para el día y hora determinados, en el mismo lugar.
En el centro de una gran rueda formada por todo el personal del saladero y vecinos,
comenzó la pelea, en la que ambos hombres demostraban admirable destreza.
Después de largo rato de lucha, el negro Fustel consiguió alcanzar a su rival con la
punta del facón en la frente, haciéndole una herida que aunque pequeña empezó a manar
bastante sangre.
Al verse herido, el forastero tiró el facón y, tendiéndole la mano a su contrincante,
le dijo: “Usted es más hombre, amigo”.
Se hicieron muy buenos amigos, y al despedirse se cambiaron los facones en prueba
de amistad.
Se me ocurre que manejado por su prestigiosa pluma, este hecho, que creo histórico
(mi padre nunca mintió), podría servirle para rehacer el libreto de su film, cambiando el
nombre de “Los orilleros” por “Nobleza Gaucha”, o algo parecido.
Lo saluda con especial consideración

ERNESTO T. MARCÓ

83
EC1 omite este capítulo

59/65
Chivilcoy, diciembre 28 de 1952.

Señor Jorge Luis Borges, en La Nación.

De mí distinguida consideración:

Ref.: Comentarios a El Desafío (28/12/52)

Escribo esto con un propósito de información y no de rectificación, por cuanto lo


esencial no sufre alteración alguna, variando sólo algunas formas del hecho.
Muchas veces escuché a mi padre detalles del duelo que sirve a la sustancia de “El
Desafío” aparecido en La Nación de hoy, quien a la sazón habitaba en un campo de su
propiedad sito en las proximidades de la “Pulpería de Doña Hipólita”, cuya playa aledaña
fue el escenario en que se desarrolló el terrible duelo entre Wenceslao y el paisano azuleño
—el mismo visitante se lo dijo a Wenceslao que procedía del Azul, hasta donde llegaran las
mentas de la destreza de éste— que vino a dirimir posiciones.
Cerca de una parva de pasto seco comieron los rivales, seguramente estudiándose, y
cuando tal vez los ánimos se acaloraron, vino la invitación a un visteo hecha por el sureño y
aceptada en el acto por el nuestro.
Saltarín como era el azuleño, resultaba inalcanzable para el facón de su rival,
prolongándose la lucha en perjuicio de Wenceslao. Desde arriba de la parva un peón de
Doña Hipólita, que había cerrado la puerta de su pulpería en vista del cariz de la cuestión,
presenciaba atemorizado las alternativas de la pelea. Resuelto Wenceslao a obtener una
decisión, descubrió su guardia ofreciendo su brazo izquierdo protegido por el poncho que
tenía arrollado. Cayó como el rayo el del Azul con un terrible hachazo descargado sobre la
muñeca de su contrincante al tiempo que la punta aguzada del facón de Wenceslao lo
alcanzaba en un ojo. Un alarido salvaje rasgó el silencio de la pampa, y el azuleño puesto
en fuga se refugió tras la sólida puerta de la pulpería mientras Wenceslao pisaba su mano
izquierda sostenida por una tira de piel y de un tajo la separaba del brazo, metía el muñón
en la pechera de su blusa y corría tras del fugitivo, rugiendo como un león y reclamando su
presencia para continuar la lucha.
Desde ese entonces a Wenceslao se le conocía por el manco Wenceslao. Vivía de su
trabajo en tientos. Nunca provocaba. Su presencia en las pulperías fue prenda de paz, pues
bastaba su enérgica advertencia proferida calmosamente, con su voz varonil, para
desalentar a los pendencieros. Dentro de esa pobreza fue un señor. Su vida sencilla tuvo
trascendencia, porque su orgullosa personalidad no toleró el insulto y ni siquiera el desdén,
y su profundo conocimiento de las debilidades humanas le hizo dudar de la imparcialidad
de la justicia de aquel entonces y por eso acostumbróse a hacérsela por sí mismo. Ahí
estuvo su error, en cuanto a su propia conservación.
La trastada de un gringo lo obligó a proceder, y de allí partió su desgracia. Una
numerosa comisión policial integrada por civiles lo acorraló en una pulpería donde fuera en
busca de los vicios. La lucha a arma blanca, de 5 a 1, se resolvía ventajosamente para
Wenceslao cuando el certero disparo de un civil tendió para siempre al héroe del cuartel 13.
Lo demás es exacto. Vivía en un rancho con la madre. Los vecinos, entre ellos mi
padre, lo ayudaron para construirlo. Nunca robó.

60/65
Hago propicia la oportunidad para saludar al talentoso escritor con expresiones de
mi admiración y simpatía.

JUAN B. LAUHIRAT

i
Alude al relato de Hákim el Velado en el Jorasán. Borges narra esta historia en “El
tintorero enmascarado Hakim de Merv” incluido en Historia universal de la infamia:
“Hákim, ya entonces, descartó su efigie brutal por un cuádruple velo de seda blanca
recamado de piedras. El color emblemático de los Banú Abbás era el negro; Hákim eligió el
color blanco —el más contradictorio— para el Velo Resguardador, los pendones y los
turbantes.) La campaña se inició bien. Es verdad que en el Libro de la precisión las
banderas del jalifa son en todo lugar victoriosas, pero como el resultado más frecuente de
esas victorias es la destitución de generales y el abandono de castillos inexpugnables, el
avisado lector sabe a qué atenerse. A fines de la luna de rejeb del año 161, la famosa ciudad
de Nishapur abrió sus puertas de metal al Enmascarado; a principios del 162, la de
Astarabad. La actuación militar de Hákim (como la de otro más afortunado Profeta) se
reducía a la plegaria en voz de tenor, pero elevada a la Divinidad desde el lomo de un
camello rojizo, en el corazón agitado de las batallas. A su alrededor silbaban las flechas, sin
que lo hirieran nunca. Parecía buscar el peligro: la noche que unos detestados leprosos
rondaron su palacio, les ordenó comparecer, los besó y les entregó plata y oro” (OC, 326)
ii
Se refiere a la siguiente nota: “Este siciliano Domínguez (Domenico), sin duda
palermitano, tomó o conservó el nombre de su ciudad natal (rasgo por otra parte muy
frecuente), quizá para distinguirse de Juan Domínguez que figura entre los sesenta de
Garay. Que son distintos, lo prueban, fuera del dato oficial de Hernandarias, muchos otros
acuerdos; así, v. gr., en 1615 (III, p. 86) en una lista de reparto de las permisiones, entre las
cinco clases pobladores entonces existentes, figura dicho Juan Domínguez Palermo en el
cuarto grupo, después de los ‘hijos de primeros pobladores’— La chacra de Palermo era
contigua a la de Suárez Maldonado (el que dio nombre al arroyo, donde tenía un molino),
situada a 5600 varas N.-O. de ka Ermita de San Sebastián (bajo del Retiro), según resulta
sumado el ancho de los trece lotes sucesivos a partir del de Gaitán. Además del ganado de
carne de Palermo endehesaba allí (pues él o su yerno eran los proveedores ordinarios de la
población), tomaba a cuido o engorde caballos y mulas de estima: así, en el inventario del
licenciado Horta, en 1605 (Revista de la Biblioteca, III), se especifica ‘una mula tordilla
que anda en la chácara de Palermo, término de esta ciudad’ A los pocos años, quedó el
nombre de Palermo, sin mención de la chacra, adherido al paraje (famoso desembarcadero
de contrabandistas, según se ve por la citada denuncia manuscrita del alférez Garate); y ha
sido necesaria nuestra manía arrasadora, combinada con la insipiencia de los que creían
Palermo una fundación de Rosas, para borrar un rastro histórico de tres siglos; ¡como si
estos sobraran o faltaran calles y parques por bautizar! Tal desprecio del pasado tradicional,
que en Europa causaría estupefacción, dará pronta cuenta de todos los nombres históricos o
indígenas de la Provincia — paso de Burgos, ensenada de Barragán, arroyo de Maldonado,
Retiro, Recoleta, etc., etc.— Y esta es la hora en que se intenta desbautizar el Azul, cuyo
nombre pintoresco evoca un siglo de luchas contra los indios en el entonces extremo sud, y

61/65
resume, puede decirse, toda la crónica legendaria de la pampa” (en Anales de la Biblioteca,
Tomo I, pág. 360-361, nota, 2, 1905)
iii
La cita es una traducción fragmentaria de la siguiente: “Nero of South America’ or
the ‘Tiger of Palermo’— this being the name of a park on the north side of Buenos Ayres
where Rosas lived in a white stuccoed house called his palace” (Hudson, W. H., Far away
and long ago: a history of my early life, E. P. Dutton & Company, 1936 p. 108)
iv
La nota al pie incluida por Borges refiere a la obra de Edward Gibbon, The History
of the Decline and Fall of the Roman Empire. La referencia bibliográfica señalada
corresponde al capítulo 50, volumen V, página 164, Nota 179: “I have abridged the
interesting narrative of Ockley, (tom. ii. p. 170-231) It is long minute; but the pathetic,
almost always, consists in the detail of little circumstances”. La edición en cuestión es la
publicada en New York, Harper and Brothers Publishers, 1850.
v
Reforzando ese carácter sobrenatural del espacio orillero, Borges introduce la
referencia a las palabras de Banquo en Macbeth de William Shakespeare luego de la
aparición de las tres brujas: “The earth has bubbles, just like the water, and these creatures
must have come from a bubble in the Earth”(Acto I, Escena III)
Años después volverá sobre esta misma idea del destino trágico en su prólogo a la
obra: “Desde las palabras enigmáticas de las brujas (Fair is foul and foul is fair) que, de
manera bestial o demoníaca, trascienden la razón de los hombres, hasta la escena en que
Macbeth muere acorralado y peleando, el drama nos arrebata como una pasión o una
música. No importa que creamos en la demonología, como el rey Jacobo I, o que le
neguemos nuestra Fe, no importa que la aparición de Banquo sea para nosotros un desvarío
de su atormentado asesino o el espectro de un muerto; la tragedia se impone a quienes la
ven, la recorren o la recuerdan, con la atroz convicción de una pesadilla” (William
Shakespeare, Macbeth. Prólogo de J. L. B. Buenos Aires, Editorial Sudamericana,
Colección Obras Maestras, Fondo Nacional de las Artes, 1970). En los diálogos mantenidos
con Osvaldo Ferrari y publicados póstumamente, Borges recupera la referencia a este
pasaje de la tragedia shakesperiana: “Creo que la palabra que simboliza el destino, en
griego, equivale a wyrd en inglés antiguo; por eso las tres brujas que inician la acción de
Macbeth son también las wyrd sisters, es decir, las hermanas fatales, o sea, las parcas. Sí,
porque esas brujas son las parcas también, y, además, Macbeth es un instrumento de las
parcas y de la ambición de su mujer; como lo siente a él, bueno, cuando ella le dice que en
él abunda demasiado “The milk of human kindness” (la leche de la bondad humana). Es
decir, uno siente que él esencialmente no es cruel; él está manejado por la profecía, por su
fe en la profecía —que no comparte a su vez Banquo—, porque aparecen las brujas, dicen
sus profecías, desaparecen, y Banquo dice: “La tierra tiene burbujas, como las tiene el agua;
y éstas son de ellas”. De manera que él ve en las brujas... así, fenómenos casuales de la
tierra, burbujas” (En diálogo, Buenos Aires, Sudamericana, 1998, Volumen II, p. 92)
vi
La referencia corresponde al libro de Alfredo Taullard, Nuestro Antiguo Buenos
Aires (Peuser, 1927) que servirá como fuente para muchos pasajes del ensayo de Borges.
Dirá en una reseña publicada el mismo año: “Los hechos, la novela anecdótica -no la épica-
de la formación y del crecimiento de Buenos Aires, están en las páginas de este libro y
están muy bien”, en Síntesis, Buenos Aires, Año 1, N° 6, noviembre de 1927.
vii
El poema citado es el de Robert Browning,
“Home-thougths, from the sea”:

62/65
“Nobly, nobly Cape Saint Vincent to the North-west died away;
Sunset ran, one glorious blood-red, reeking into Cadiz Bay;
Bluish 'mid the burning water, full in face Trafalgar lay;
In the dimmest North-east distance dawned Gibraltar grand and gray;
‘Here and here did England help me: how can I help England?’—say,
Whoso turns as I, this evening, turn to God to praise and pray,
While Jove’s planet rises yonder, silent over Africa”.
La evocación que realiza Browning a propósito de Inglaterra, en inmediaciones de la batalla
de Trafalgar librada por Nelson, sirve como analogía y paralelismo con el sentimiento que
despierta Buenos Aires en esas orillas que esta sección del libro reconstruyó. El poema en
cuestión se halla en uno de los volúmenes conservados en los libros que Borges legó a la
Biblioteca Nacional: The Poems and Plays of Robert Browning, New York, The modern
library, 1934, p. 46. Sobre esto véase: Rosato, Laura y Germán Álvarez, Borges, libros y
lecturas, Buenos Aires, Ediciones Biblioteca Nacional, 2010, Asiento Nº 52.
viii
Se refiere al capítulo 10 de la Parte III del libro de Jonathan Swift: Travels into
Several Remote Nations of the World, in Four Parts. Particularmente al parlamento en el
que se habla de la decandecia que produce la vejez. En la colección Borges de la Biblioteca
Nacional se encuentra una edición de obras selectas de Swift que contiene el pasaje
aludido, citamos por dicha edición: “As soon as they have completed the term of eighty
years, they are looked on as dead in law; their heirs immediately succeed to their estates;
only a small pittance is reserved for their support; and the poor ones are maintained at the
public charge. After that period, they are held incapable of any employment of trust or
profit; they cannot purchase lands, or take leases; neither are they allowed to be witnesses
in any cause, either civil or criminal, not even for the decision of meers and bounds. At
ninety, they lose their teeth and hair; they have at that age no distinction of taste, but eat
and drink whatever they can get, without relish or appetite. The diseases they were subject
to still continue, without increasing or diminishing. In talking, they forget the common
appellation of things, and the names of persons, even of those who are their nearest friends
and relations. For the same reason, they never can amuse themselves with reading, because
their memory will not serve to carry them from the beginning of a sentence to the end; and
by this defect, they are deprived of the only entertainment whereof they might otherwise be
capable”, en The Choice Works of Dean Swift in Prose and Verse, London, Chatto &
Windus, 1904, pp. 124-125.
ix
Refiere a la serie de seis grabados de William Hogarth, titulado A Harlot’s Progress
(1731-32) donde se narra la caída de Moll Hackabout, quien llegada a Londres termina
cayendo en la prostitución. Los grabados muestran esa progresión que va desde el cuerpo
sexuado de la joven hasta el cuadro final, donde muere víctima de una enfermedad venérea.
x
Alude al verso 47 del poema vikingo Hávamál.
xi
Shaw, George Bernard, Man and superman: A comedy and a philosophy, Nueva York,
Brentano’s, 1905, pp. xxiv–xxxiii.
xii
La postulación sobre el mal y el bien en convivencia, viene de la idea gnóstica de un
demiurgo imperfecto que crea un mundo idéntico a sí mismo. Ese paralelismo permite
pensar la coexistencia del bien y del mal, puesto que ambos emanan de la divinidad. Borges
refuerza esa idea a partir de la inclusión de una traducción de un verso del poema de
William Blake, “The Tyger”:
“When the stars threw down their spears

63/65
And water’d heaven with their tears:
Did he smile his work to see?
Did he who made the Lamb make thee?”
En ese mundo imperfecto, conviven el tigre y el cordero.
xiii
Shakeaspeare, William, Antony and Cleopatra, Acto IV, Escena 5.
xiv
“Truly I loved the man, on this side idolatry, as much as any. Esas son palabras de
Ben Jonson sobre Shakespeare que Jorge Luis Borges tomó prestadas y condensó para
poner — en inglés — como última oración y párrafo del libro sobre Evaristo Carriego”, en
Norman Thomas Di Giovanni, La lección del maestro, Buenos Aires, Sudamericana, 2002,
p. 93.
xv
No hay datos certeros acerca de esta revista policial. La denominación L.C era muy
común dentro de la jerga policial. Denominaba a aquellos Ladrones Conocidos que tenían
varias entradas en las comisarías de sección. Habitualmente, revistas como La Revista de
policía o Boletín de policía contaban con una sección relativamente fija, titulada L.C en la
que se publicaban las fotografías y las sumarias descripciones de ladrones conocidos. Del
mismo modo, ocurría en la sección policial de El Diario. Se ha intentado rastrear en estas
publicaciones el citado poema, siendo esta infructuosa.
xvi
Cita textualmente el libro de René Grousset: “La guerre de Gengis-khan contre les Kin,
commencée en 1211, devait, avec de courtes trêves, se prolonger jusqu’à sa mort (1227),
pour n’être terminée que par son successeur (1234). C’est que, si les Mongols, avec leur
mobile cavalerie, excellaient à ravager la campagne et les bourgs ouverts, ils ignorèrent
assez longtemps l’art de prendre les places fortes défendues par les ingénieurs chinois. De
plus ils menaient la guerre en Chine comme dans la steppe, par razzias successives, après
lesquelles ils se retiraient avec leur butin, en laissant derrière eux les Kin réoccuper les
villes, relever les ruines, réparer les brèches, refaire les fortifications, si bien qu’au cours de
cette guerre on voit les généraux mongols obligés de reconquérir deux ou trois fois les
mêmes places”, en L'Empire des steppes. Attila. Gengis-Khan. Tamerlan, Paris, Payot,
1939, p. 288.
xvii
“Les Mongols prirent la ville, massacrèrent les habitants, pillèrent les maisons, puis y
mirent le feu (1215). La destruction dura un mois. Évidemment, les nomades ne
concevaient pas ce qu’ils pouvaient faire d’une grande ville, la manière de l’utiliser pour la
consolidation et l’extension de leur pouvoir. Il y a là un cas des plus intéressants pour les
spécialistes de la géographie humaine : l’embarras des gens de la steppe quand, sans
transition, le hasard les met en possession des vieux pays de civilisation urbaine. Ils brûlent
et tuent, non sans doute par sadisme, mais parce qu’ils sont décontenancés et faute de
savoir faire mieux” en L'Empire des steppes. Attila. Gengis-Khan. Tamerlan, Paris, Payot,
1939, p. 290.
xviii
Toma la referencia del libro: Capelle, W., Die Germanen der Völkerwanderung, auf
Grund der zeitgenössischen Quellen dargestellt, Stuttgart 1939.
xix
Cita un verso del poema “König Abels Tod” de Detlev von Liliencron.
xx
La cita refiere a Andrew Fletcher, patriota escocés opositor al Treaty of Union (1707).
Escribió de forma anónima su An Account of a Conversation Concerning a Right
Regulation of Governments for the Common Good of Mankind (1704) en esa obra cita: “If a
man were permitted to make all the ballads, he need not care who should make the laws of
a nation”

64/65
Toma la referencia del ensayo “Heroe” de Emerson: “A wild courage, a Stoicism not of
xxi

the schools, but of the blood.”

65/65

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