Pagano, El Nacionalismo en El Arte
Pagano, El Nacionalismo en El Arte
Pagano, El Nacionalismo en El Arte
Amigos del Arte, agosto de 1926. Reeditado en José León Pagano, Nuevos
motivos de estética, Buenos Aires, Editora y Distribuidora del Plata, 1948, pp.
241-277.
Toda vez que llega a nuestro país algún personaje procedente de Europa –un
historiador, un filósofo, un literato, un filólogo– observa que el arte argentino carece
precisamente de argentinismo. En la pintura y la escultura y en la arquitectura
advertimos –dice– algo italiano, algo francés, algo español, pero no vemos asomar
un carácter propio, reflejo a su vez, de una constitución mental inconfundible.
Exacto. Por otra parte hablamos aquí de arte incipiente y lo reiteramos con ejemplar
inconsecuencia. Ahora nos lo repiten en Europa, en tono amistoso, unas veces, con
intención despectiva, otras, según sea pintor o crítico profesional quien se toma la
molestia de comentarnos. Y como era de esperarse, no se deben a los críticos las
censuras malévolas y punzantes, sino a los artistas. Anotemos esta circunstancia como
una prueba evidente de la fraternidad que une a los colegas. Y sírvanos de consuelo a
los críticos, en quienes ellos, cuando son lógicos, sólo ven ejemplares de una fauna
imposible. Las apreciaciones mencionadas nos llegan de Madrid, de París y de Roma.
Las origina el Salón Universitario de La Plata, organizado por el Dr. Benito A. Nazar
Anchorena. Esta iniciativa le hace acreedor al más vivo reconocimiento porque,
merced a ella, tres grandes centros de cultura tradicional tuvieron una idea muy
aproximada del arte argentino. No es poco. En el conjunto faltaban –es verdad–
algunos nombres representativos. Las ausencias no fueron debidas a omisiones de
solicitud, según es notorio. También urge advertir que la incorporación de esos
nombres no hubiera modificado el criterio estimativo respecto a las derivaciones de
nuestro arte plástico.
¿Qué ven y cómo ven la pintura y la escultura de estas zonas los europeos? Lograr
una respuesta equivale a definir el grado efectivo de nuestra cultura estética. Pues sin
vacilar se nos dice que, en este orden, ni podernos, ni debemos forjarnos ilusiones.
Bueno. Somos un pueblo-niño, nos falta crecer. Acatemos esta admonición con dulce
melancolía y pongamos la mejor voluntad para llegar a ser adultos.
Pero es el caso que mi espíritu errabundo no se aquieta, y sin yo quererlo, va, viene,
observa esto y aquello, y así con dulzura inefable evoca los amplios lienzos
entrerrianos de Quirós, los paisajes cordobeses de Fader, los tipos norteños de
Bermúdez, los retratos escultóricos de Fioravanti, las sutiles cabezas de Riganelli,
para detenerse por fin, ante el monumento a Dorrego, del magnífico Yrurtia y declaro,
con profunda humildad, que todas estas obras, consideradas como picardías de niños
traviesos, a mí me parecen excesivas... y deseables.
Los más discretos, los mejores inspirados, nos ven sumisos a un arte de hegemonía, a
la espera del momento feliz que nos permita articular nuestro propio verbo. Es ésta –
afirman– una posición provinciana. Dicho en otros términos, presentamos un arte
mestizo, amalgama de dos elementos contrarios, inferior uno –el autóctono–, superior
otro –el europeo–. Luego ha de verse cómo se resume en este criterio un doble
equívoco esencial. Sin embargo, no se oyeron todavía las palabras graves. Cuando en
Roma se pronuncien, el crítico de Il Messaggero nos defenderá observando que las
obras expuestas se resienten de la influencia de varias escuelas sin ser plagios. A
nadie escapará el alcance de esta advertencia, no porque se haya hecho, sino por haber
necesitado acudir a ella.
Yo afirmo, en cambio, que nuestro arte, siendo nuestro, es una continuación del arte
europeo. Si no lo fuese, si nos considerásemos un núcleo aparte desligado de una
cultura muchas veces milenaria, entonces sería algo peor: sería una imitación de
imitaciones. Por lo demás, todo es imitación en la vida. Y, según algunos autores, el
arte moderno ni siquiera es eso. Apenas merece considerarse cual una repetición
vacua y estéril. Spengler cuenta entre los que alcanzaron mayor resonancia. Sus
negaciones semejan cuentos fúnebres. Tienen el acento y el arrebato de un profeta
bíblico. He dicho –advierte– que la pintura al óleo se extinguió a fines del siglo XVII,
cuando los grandes maestros murieron en poco tiempo, uno tras otro. La plástica se
extingue con Miguel Ángel en Roma, justo cuando la planimetría, que hasta entonces
había predominado en las matemáticas, empieza a ser el capítulo menos importante
de ellas.
Para que un arte exista y subsista debe hallar problemas necesarios que resolver.
Realizando todas sus posibilidades, la cultura de Occidente no ha dejado nada tras de
sí. No existe ya un arte de interna necesidad. La crisis del siglo XIX ha sido el
estremecimiento de la muerte. Retengamos esta fecha. En ella realizamos un acto de
1
Oswald Spengler, La decadencia de Occidente, tomo II, páginas 102,103 y 107.
2
Gabriel Tarde, Les lois de l´imitation, página 160, septième édition, París, Félix Alcan.
trascendente nacionalismo: el de nuestra emancipación política. Es decir: nacemos
cuando se desvanece una cultura. ¿Cuál es, frente a ella, nuestra acción efectiva?
¿Cuál ha sido hasta hoy? He aquí cómo debe encararse el problema de nuestro
nacionalismo. ¿Qué hemos hecho en todos los órdenes de nuestra actividad cultural?
La respuesta es fácil. Adoptar con amplitud libérrima cuanto convenía incorporar a
nuestra cambiante actividad nacional. Nada menos, nada más. Preguntemos ahora:
¿Cómo nos define esta adopción omnímoda y qué significamos merced a ella vistos
por los herederos de las viejas culturas, difundidas en el Viejo Mundo? ¿Somos los
continuadores de esas culturas, o nos limitamos a remendar sus formas exteriores, sin
penetrar su esencia y sin comprender ni su alteza ni su nobleza? En el primer caso nos
ajustamos a una de las leyes fundamentales de la sociedad y el arte: al principio de la
imitación. En el segundo nos disgregamos repitiendo fórmulas muertas. La vida
psíquica oscila fatalmente entre dos términos. Indico un fenómeno minuciosamente
analizado al repetir que el principio de imitación es una de las leyes fundamentales de
la vida. Es uno de los problemas de la psicología y de la sociología contemporáneas
mejor estudiados. No nos sorprenda, pues, si alguien resume en este principio todo el
curso de la historia. La historia que es para Herder una educación del género humanó,
para Kant una evolución del concepto de libertad y un desenvolvimiento del espíritu
universal para Hegel, es para Gabriel Tarde un conjunto de imitaciones felices.
Escuchad sus palabras: la historia, según los eruditos, será la colección de las cosas
más célebres. Nosotros diríamos mejor: de las cosas más acertadas, esto es, de las
iniciativas más imitadas.3
3
Obra citada, página 151.
sus pasiones. Las conciencias se penetran, los pensamientos se propagan. La
pretendida individualidad es un entrecruzamiento de fenómenos sociales.4 ¿Pero esta
filiación genética se sigue en desmedro de la personalidad, la niega, aminora siquiera
su valor representativo en la cultura social? No. Dicho de otro modo, la ley de
imitación no excluye la personalidad. Imitación y personalidad son aquí términos
contradictorios en apariencia. Citaré un caso concreto para suplir disquisiciones
incompatibles con la índole de este trabajo. Recordemos a Iván Mestrovic. Los
nombres podrían multiplicarse. Mestrovic imita la escultura asiria. Ello es notorio. De
los asirios deriva motivos de inspiración para modelar las esculturas destinadas al
templo de Kossovo. Imita el estilo, las formas constructivas, y ajustándose a ella
adopta la grandeza de sus formas arcaicas, fuertes, simples, tumultuosas. Con estos
medios remotos evoca al héroe nacional de Servia, ciñéndose en la epopeya popular y
anónima de los guzlares. Es Marko Craljevic. Está a caballo. Viéndole nos
preguntarnos: ¿a qué raza pertenece? Es extrahumano. ¿Y su corcel? ¿De qué especie
es? Caballo y caballero nos trasladan, en brusca transición, a las zonas del espíritu
donde gravitan las personificaciones legendarias. No nos extrañe si el poeta anónimo
en quien se inspira Mestrovic ofrece la analogía de un rasgo homérico. No nos
sorprenda, digo, al comprobar que el corcel de Marko Craljevic derrama lágrimas al
presentir la muerte del héroe, así como lloran en Homero los caballo de Patroclo.
He aquí lo que se nos pide, he aquí lo que se nos niega. Se nos exige un arte nuestro,
un arte nacional argentino, pero se nos veda apoyarlo en la experiencia de Europa.
4
Gabriel Séailles, Les affirmations de la conscience moderne, página 176, París, Armand Colin, 1903.
Nos encaramos de nuevo con el problema nacionalista; pero esta vez será para
enfrentarlo en todas sus consecuencias.
EL TIPO ÉTNICO
ARTE NACIONAL
Entonces es cuando nos piden un arte propio, es cuando nos piden que hagamos
penetrar en la trama de nuestra sensibilidad indígena-americana la luz de nuestro
cielo, así como el gusano que, iluminado por la luz azul, imita el azul en la tela que
teje. Es cuando nos exigen un arte nacional; es decir, cuando nos exigen a nosotros lo
que ya no existe en ninguna parte. Y como esta afirmación acaso parezca demasiado
categórica, permitiéndome refrendarla con la autoridad de quien estudió el problema
ajustándose a disciplinas científicas: Hoy ya no existe ningún pueblo que tenga un
arte nacional –dice Gustave Le Bon– y todos, ya sea en arquitectura, ya en escultura,
viven de copias más o menos felices de épocas desaparecidas.5 En ninguna época de
la historia alcanzó la civilización mayor altura que en la nuestra, y en ninguna quizá
hubo un arte menos personal. Volvemos aquí al concepto spengleriano... Y repitiendo
a Emite Hennequin, que hace extensiva su observación a todas las artes, dice Guyau a
su vez: La historia y la novela modernas hacen ver que las sociedades, por un efecto
gradual de la heterogeneidad, tienden a descomponerse en un número cada vez más
creciente de medios independientes, así como estos últimos en individuos cada vez
menos semejantes. Por el desarrollo gradual de esta independencia de los espíritus es
por lo que se explica en el dominio del arte la persistencia cada vez menos larga de
las escuelas y su multiplicación, el carácter cada vez menos nacional de las artes a
medida que la civilización a que pertenecen se desarrolla y aumenta. Hablando con
propiedad, ya no existe literatura francesa, y la literatura inglesa misma comienza a
diversificarse.6
En las épocas antiguas, cuando eran más reducidos los centros intelectuales, menos
frecuentes las comunicaciones, todavía eran posibles las escuelas en arte. Era más
fácil crear un estado de espíritu común a toda una región, conforme lo observamos en
los distintos centros renacentistas. Y aun así no siempre se pueden indicar aires de
familia en los pintores y escultores de zonas determinadas. Hoy es ya del todo
imposible. Hablar, pues, del arte nacional es acudir a términos abusivos. Los
japoneses mismos, que poseyeron hasta ayer un arte inconfundiblemente propio,
tienden hoy a desnacionalizarse, a hacer de su arte autóctono un arte europeo, es
decir, cosmopolita. Pero, ciñéndonos a Occidente, y de un modo más concreto a los
países que mejor conoce nuestro público, podemos citar ejemplos muy ilustrativos.
5
Lois psichologiques de l´évolution des peuples, página 58, onzième édition, Félix Alcan, París, 1913.
6
L´art au point de vue sociologique, página 137, quatorzième édition, Félix Alcan, París, 1926.
Citemos tres nombres cuya obra es, desde luego, bien notoria: Zuloaga, Darío de
Regoyos, Anglada. ¿Hay en ellos un rasgo que les sea común? ¿Es perceptible en
ellos el ya mentado aire de familia? Si a ello nos atenemos ¿dónde está el
nacionalismo de su pintura? Citemos ahora en Francia a René Ménard, a Claude
Monet y a Puvis de Chavannes. ¿En qué se parecen? ¿Qué signo los une en la idea
nacionalista? Evoquemos en Bélgica a Emile Claus y Eugenio Laermans, dos pintores
coetáneos, que ni parecen de la misma época siquiera, tanto los diversifica su arte.
Acudamos ahora a tres pintores alemanes, y esta vez me limito a los pintores de paleta
luminosa: Max Liebermann, Leo Putz y Max Klinger. Y no invoco el nombre del
clasicista Franz Lenbach, porque entonces advertiríamos que entre éste y Leo Putz
parece interrumpirse todo nexo de modernidad. Otro ejemplo todavía, referido a
Italia. Tres nombres luminosos: Segantini, Previati y Morbelli, tres divisionistas, tres
pintores que adoptan el mismo procedimiento, que pintan del mismo modo. Y bien,
¿en quién de ellos se cifra la italianidad del arte, siendo, como son, tan diversos
espiritualmente? En escultura no es menos visible la divergencia. Aproximemos en
España los nombres de Benlliure y Julio Antonio, en Francia los de Rodin y Falguier
o Fremiet, en Alemania los de Eberlein y Hugo Lederer, en Bélgica los de Meunier y
Van der Stap, en Italia los de Bistolfi y Canónica –dos piamonteses– y no incluyamos
a Medardo Rosso para no facilitar demasiado una demostración harto fácil de suyo.
7
Obra citada, página 34.
LA DIVERSIDAD COMO SIGNO DE MAYOR CULTURA
Confluyen allí los estilos y las técnicas más diversificados. Y los conceptos más
contradictorios. Y también las aspiraciones más bifurcadas. Como en Europa, como
en los centros más avanzados de Europa. Junto a quien modela y construye
adaptándose a la tradición clásica, vemos al impresionista, y en oposición a uno y otro
proclama su modernidad el innovador más extremado. En éstos y en aquéllos vienen a
ARTE DE PLENITUD
Concebido así, nuestro arte, la cultura toda de nuestro espíritu, sería efecto de un
exabrupto sin precedentes en la historia de la humanidad. Ciñéndonos a la escultura,
ofreceríamos un fenómeno asombroso. De Cafferata a Yrurtia, a Lagos, a Riganelli, a
Fioravanti, se establece un nexo. En cambio, ¿quién intentaría relacionar a Cafferata y
a Correa Morales con la escultura indígena, y señalar en el Falucho y en el Esclavo
formas derivadas del primitivo arte quechua, por ejemplo? El arte de ambos nos
enlaza con la tradición europea: es arte de Europa realizado aquí por quienes tenían
una mentalidad europea. Lucio Correa Morales descendía de españoles, así como
Francisco Cafferata era de ascendencia italiana. Europa los trajo cuando la vocación –
herencia psicológica al fin– los llevó a buscar una educación estética superior que este
medio no podía ofrecerles entonces. No se advierte en ellos –como no es posible
advertirlo en ningún artista argentino– la transformación de formas estéticas derivadas
de los primitivos pobladores de este suelo.
Hay allí una semejanza mental, que se eslabona a otros modos de cohesión. A ello se
arriba por grados, lentamente, como en geología, de capa en capa, distribuidas por el
factor tiempo, regidas por él y por él unidas en el espacio.
En todo lenguaje culto identificamos una tradición más o menos remota. Pero en él
sólo vemos un medio comunicativo, independiente de todo contenido esencial. En
pintura y en escultura –como en todo arte– es la técnica, el oficio, lo manual. Esto se
transmite y se adquiere. Nada tienen que ver con ella los dones naturales, las
facultades innatas. Pero este medio comunicativo es un resultado, y –ya lo hemos
visto– supone una elaboración lenta, producto a su vez de otros estadios y de otras
elaboraciones con las cuales se unen y de las cuales procede. Repitamos esta palabra:
proceso. Tiene la virtud de evocar el pasado en el presente y de hacernos adivinar
toda una serie de etapas superadas. No obstante, no es y no puede considerarse como
algo ajeno o reflejo. Yo no sé si es o no exacta la afirmación de Leibnitz cuando
asegura que en una brizna de hierba colabora todo el universo. Pero sí creo –y lo cree
mi razón emancipada de todo determinismo materialista– que entre el remoto arte
cavernario y un lienzo de Rembrandt o una escultura de Miguel Ángel se anima y
fulgura el mismo rayo de luz que, pasando luego por neoclásicos y románticos, viene
a fulgurar en la iridiscente policromía de la paleta impresionista y que al calor de esa
luz muchas veces milenaria se ha ido tejiendo la trama complicada de nuestra
sensibilidad. ¿Importa esto excluir a nuestro suelo de una elaboración necesaria? De
ningún modo. Que el medio modifica al individuo es un hecho comprobado por la
historia natural y observado en todas las especies. América modifica
antropológicamente al europeo, sin duda. Pero ello no se logra en una generación ni
en dos. Tampoco sabemos en qué proporciones le transforma y qué modalidad resulta
al ser modificado por la acción del doble ambiente físico-social. De todos modos no
se forma un arte en pocos lustros, ni éste produce obras de madurez al pasar de una
generación a otra. Las células cerebrales no realizan el prodigio de asimilar en un día
lo que fue creado por lentas elaboraciones hereditarias. Grecia –la creadora
omnímoda– necesitó aproximadamente setecientos años para desprenderse de Egipto
y Asiria y culminar en la necesidad plástica del Partenón. La distancia que media
entre el goticismo ya romanizado de Nicolás de Pisa y Miguel Ángel se mide por
centurias. Análogamente se interponen varios siglos entre los mosaístas que en Italia
precursan a los pintores de la Toscana y de la Umbría. Y así en Alemania, en Francia,
en España, en Bélgica, en Holanda.
10
Cuando esta fórmula llegue a nosotros será para extremarse en el concepto de Ingres: Il faut
caractériser jusqu’à la caricature.
llegaron a nosotros,11 puede inferirse la fineza de análisis alcanzada en ellas con sólo
relacionarlas a la serie de bustos de mármol cuyo valor psicológico las eleva a la
categoría de verdaderos documentos humanos.
En todos los pueblos ha evolucionado el arte siguiendo el mismo proceso. Allí donde
floreció un arte de plenitud, ésta no se alcanzó sin antes sin pasar por una fase de puro
arcaísmo, transición ineludible entre lo primitivo rudimentario y el desarrollo
plenamente logrado. No existe ningún ejemplo contrario a esta ley. ¿Dónde están los
ejemplares de nuestro arte arcaico, las obras producidas en este suelo que pueden
señalarse como precedentes de una evolución característica y definidamente
argentina? ¿Dónde se halla dentro de esa evolución argentina el punto inicial de la
línea que se prolonga hasta hallar los otros puntos sucesivos denominados Correa
Morales, Cafferata, Dresco, Yrurtia? ¿Dónde está el vínculo espiritual y racial
referido a lo indígena primitivo? No existe, ni puede existir ninguna obra indígena
que explique nuestra cultura actual, porque de existir, esas obras integrarían a su vez
una civilización muy avanzada, civilización que no llegó a producirse.
Aspiremos a definirnos en este inmenso crisol donde bullen tantas y tan poderosas
confluencias en vías de transformación. Pero procedamos con cautela cuando
teoricemos acerca de ello, y nos mueva el propósito de construir teorías de alcance
estético-sociológico. Bien está el criollismo campero de Hernández, bien está el
urbanismo criollo de Carriego, pero no pongamos en ese criollismo ninguna intención
excluyente. Aplicada a las artes plásticas, esa intención sería desastrosa: provocaría
un éxodo tras el cual sólo quedaría una inmensa llanura desierta sin esperanza ya de
verla florecer con igual magnificencia.
Nos queda todavía otro ejemplo, extensivo asimismo a distintas épocas, incluso a la
nuestra; aludo al arte del retrato. La distinta nacionalidad de los modelos trae y lleva a
los pintores y los obliga a pintar, no pocas veces, fuera de su comarca, imágenes que
nada tienen de común con la nacionalidad del artista. Así Van Dick pinta en Génova y
en Londres, y si hay o no pareja fuerza emotiva relacionando estas obras con las que
pinta Amberes, dígalo la maravillosa multiplicidad de sus evocaciones iconográficas.
Citemos, por fin, dos momentos de prodigiosa culminación en el arte y comprobemos
que al pintar Ticiano en Augsburgo el retrato ecuestre de Carlos V y Velázquez en
Roma el retrato cedente de Inocencio X, glorifican al césar y al pontífice en una
nueva inmortalidad, porque hacen de ellos dos impresionantes arquetipos humanos.
En esto reside precisamente el don del artista: en la simpatía universal que le hace
penetrar todas las cosas, en la facultad de sentirlas vibrar en lo más íntimo de su alma
e identificarse con ella y ser de ellas viva irradiación.
Este comenzar de nuevo, este proceso nuevamente incoado, sólo puede tener una
interpretación: la que nos induce a considerarle como el producto de una mentalidad
transformada o en vías de transformarse por nuestro ambiente. No cabe otra. Todas
las argucias, todos los sofismas no lograrían acudir a otra. Si este fenómeno
presentara casos atendibles, –que no los presenta– entonces podría afirmarse que el
arte comienza a localizarse en zonas determinadas. Pero ni siquiera apoyados en esta
hipótesis podríamos hablar de arte incipiente. El arte no es aquí un comenzar de
nuevo, no ha vuelto a empezar aquí ninguno de sus largos procesos evolutivos.
Cuando nuestros artistas se afirman es su ejercicio, adoptan un arte que nos llega
formado y concluso. De ahí la irreverencia inexplicable del calificativo. ¿Incipiente?
¿En qué y por qué? La pintura y la escultura no se diferencian de las que produce
Europa. Contienen todas las sutilezas de un arte afinado por largas y lentas
transformaciones. Es un arte sapiente, un arte de plenitud. No coincide con el de los
centros más avanzados de Ultramar: es una integración de ellos. Lo es por su ciencia
y por su esencia. Luego... Pero no. Dejadme suspender mis conclusiones para hacer
una pregunta a la que no estamos acostumbrados. ¿Es lícito hablar entre nosotros de
una ciencia incipiente? Hace algunos días, muy pocos, le dirigí esta pregunta a un
médico distinguido, hombre, además, de fina educación estética.
–No.
–¿Por qué?
¡Envidiable incipiencia la de nuestros artistas, toda vez que al dar éstos los primeros
pasos, van dejando entre pinino y pinino, una serie de obras maestras!