Notas Sobre El Arte de La Novela - Kundera

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El arte de la novela

Milan Kundera

Ensalzado antaño por Descartes como «dueño y señor de la naturaleza», el hombre se


convirtió en una simple cosa en manos de fuerzas (las de la técnica, de la política, de la
Historia) que le exceden, le sobrepasan, le poseen. Para esas fuerzas su ser concreto, su
«mundo de la vida» (die Lebenswelt) no tiene ya valor ni interés algunos: es eclipsado,
olvidado de antemano.

Creo sin embargo que sería ingenuo considerar la severidad de esa visión de la Edad
Moderna como una simple condena. Yo diría más bien que los dos grandes filósofos han
desvelado la ambigüedad de esta época que es degradación y progreso a la vez y, como
todo lo humano, contiene el germen de su fin en su nacimiento.

En efecto, para mí el creador de la Edad Moderna no es solamente Descartes, sino


también Cervantes.

Al respecto deseo decir: si es cierto que la filosofía y las ciencias han olvidado el ser del
hombre, aún más evidente resulta que con Cervantes se ha creado un gran arte europeo
que no es otra cosa que la exploración de este ser olvidado.

con los contemporáneos de Cervantes se pregunta qué es la aventura; con Samuel


Richardson comienza a examinar «lo que sucede en el interior», a desvelar la vida
secreta de los sentimientos; con Balzac descubre el arraigo del hombre en la Historia;
con Flaubert explora la tierra hasta entonces incógnita de lo cotidiano; con Tolstoi se
acerca a la intervención de lo irracional en las decisiones y comportamiento humanos.
La novela sondea el tiempo: el inalcanzable momento pasado con Marcel Proust; el
inalcanzable momento presente con James Joyce. Se interroga con Thomas Mann sobre
el papel de 105 mitos que, llegados del fondo de los tiempos, teledirigen nuestros pasos.

En ese sentido comprendo y comparto la obstinación con que Hermann Broch repetía:
descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela.
La novela que no descubre una parte hasta entonces desconocida de la existencia es
inmoral.

El hombre desea un mundo en el cual sea posible distinguir con claridad el bien del mal
porque en él existe el deseo, innato e indomable, de y juzgar antes que de comprender.

En este deseo se han fundado religiones e ideologías. No pueden conciliarse con la


novela sino traduciendo su lenguaje de relatividad y ambigüedad a un discurso
apodíctico y dogmático.
En este «o bien-o bien» reside la incapacidad de soportar la relatividad esencial de las
cosas humanas, la incapacidad de hacer frente a la ausencia de Juez supremo. Debido a
esta incapacidad, la sabiduría de la novela (la sabiduría de la incertidumbre) es difícil de
aceptar y comprender.

Siglo y medio después de Diderot, con Balzac, el horizonte lejano ha desaparecido como
un paisaje detrás de esas construcciones modernas que son las instituciones sociales: la
policía, la justicia, el mundo de las finanzas y del crimen, el ejército, el Estado. El tiempo
de Balzac ya no conocía la feliz ociosidad de Cervantes o Diderot. Se había embarcado ya
en el tren que llamamos Historia. Es fácil subirse a él, pero es difícil apearse. Sin
embargo este tren aún no tiene nada de espantoso, hasta tiene encanto; promete
aventuras a todos los pasajeros y con ellas el bastón de mariscal.

Más tarde aún, para Emma Bovary, el horizonte se estrecha hasta tal punto que parece
un cerco. Las aventuras se encuentran al otro lado y la nostalgia es insoportable. En el
aburrimiento de la cotidianeidad, sueños y ensoñaciones adquieren importancia.

El infinito perdido del mundo exterior es reemplazado por lo infinito del alma. La gran
ilusión de la unicidad irreemplazable del individuo, una de las más bellas ilusiones
europeas, se desvanece.

¿Por qué ayer Alemania y hoy Rusia quieren dominar el mundo? ¿Para ser más ricas?
¿Más felices? No. La agresividad de la fuerza es perfectamente desinteresada;
inmotivada; sólo quiere su querer; es absolutamente irracional.

Kafka y Hasek nos enfrentan pues con esta inmensa paradoja; en la Edad Moderna, la
razón cartesiana corroía uno tras otro todos los valores heredados de la Edad Media.
Pero en el momento de la victoria total de la razón, es lo irracional en estado puro (la
fuerza que no quiere sino su querer) lo que se apropiará de la escena del mundo porque
ya no habrá un sistema de valores comúnmente admitidos que pueda impedírselo.

¿Dónde está la diferencia entre lo privado y lo público si K., incluso en su lecho de amor,
no puede eludir la presencia de dos enviados del castillo?

Esto quiere decir: el mundo basado sobre una única Verdad y el mundo ambiguo y
relativo de la novela están modelados con una materia totalmente distinta. La Verdad
totalitaria excluye la relatividad, la duda, la interrogación y nunca puede conciliarse con
lo que yo llamaría el espíritu de la novela.

Sí, pero estas novelas ya no prolongan la conquista del ser. No ponen al descubierto
ninguna nueva parcela de la existencia; únicamente confirman lo que ya se ha dicho;
más aún: en la confirmación de lo ya dicho (de lo que hay que decir) consisten su razón
de ser, su gloria, su utilidad en la sociedad a la que pertenecen. Al no descubrir nada, no
participan ya en la sucesión de descubrimientos a los que llamo la historia de la novela;
se sitúan fuera de esta historia, o bien: son novelas de después de la historia de la
novela.

La llamada del juego.– Tristam Shandy de Laurence Sterne y Jacques el fatalista de Denis
Diderot se me antojan hoy como las dos más importantes obras novelescas del siglo
XVIII,

Por tanto, si la razón de ser de la novela es la de mantener el «mundo de la vida»


permanentemente iluminado y la de protegernos contra «el olvido del ser», ¿la
existencia de la novela no es hoy más necesaria que nunca?

La novela (como toda la cultura) se encuentra cada vez más en manos de los medios de
comunicación; éstos, en tanto que agentes de la unificación de la historia planetaria,
amplían y canalizan el proceso de reducción; distribuyen en el mundo entero las
mismas simplificaciones y clichés que pueden ser aceptados por la mayoría, por todos,
por la humanidad entera.

Este espíritu común de los medios de comunicación disimulado tras su diversidad


política, es el espíritu de nuestro tiempo. Este espíritu me parece contrario al espíritu de
la novela.

El espíritu de la novela es el espíritu de la continuidad: cada obra es la respuesta a las


obras precedentes, cada obra contiene toda la experiencia anterior de la novela. Pero el
espíritu de nuestro tiempo se ha fijado en la actualidad, que es tan expansiva, tan amplia
que rechaza el pasado de nuestro horizonte y reduce el tiempo al único segundo
presente. Metida en este sistema, la novela ya no es obra (algo destinado a perdurar, a
unir el pasado al porvenir), sino un hecho de actualidad como tantos otros, un gesto sin
futuro.

Antaño, yo también consideré que el porvenir era el único juez competente de nuestras
obras y de nuestros actos. Sólo más tarde comprendí que el flirteo con el porvenir es el
peor de los conformismos, la cobarde adulación del más fuerte. Porque el porvenir es
siempre más fuerte que el presente. Él es el que, en efecto, nos juzgará.

Y por supuesto, sin competencia alguna. Pero, si el porvenir no representa un valor para
mí, ¿a quién o a qué me siento ligado?: ¿a Dios? ¿a la patria? ¿al pueblo? ¿al individuo?
Mi respuesta es tan ridícula como sincera: no me siento ligado a nada salvo a la
desprestigiada herencia de Cervantes.
Seamos más precisos. Todas las novelas de todos los tiempos se orientan hacia el
enigma del yo. En cuanto se crea un ser imaginario, un personaje, se enfrenta uno
automáticamente a la pregunta siguiente: ¿qué es el yo? ¿Mediante qué puede
aprehenderse el yo? Esta es una de las cuestiones fundamentales en las que se basa la
novela en sí. Según las diferentes respuestas a esta pregunta, si usted quisiera, podría
distinguir las diferentes tendencias y, probablemente, los diferentes períodos en la
historia de la novela.

El hombre quiere revelar mediante la acción su propia imagen, pero ésta no se le parece.

El carácter paradójico del acto es uno de los grandes descubrimientos de la novela. Pero
si el yo no es aprehensible en la acción, ¿dónde y cómo se lo puede aprehender? Llegó
entonces el momento en que la novela, en su búsqueda del yo, tuvo que desviarse del
mundo visible de la acción y orientarse hacia el invisible de la vida interior.

Richardson puso la novela en el camino de la exploración de la vida interior del hombre.


Conocemos a grandes continuadores: el Goethe de Werther, Laclos, Constant, luego
Stendhal y los escritores de su época son sus continuadores. El apogeo de esta evolución
se encuentra, a mi juicio, en Proust y en Joyce. Joyce analiza algo aún más inalcanzable
qué «el tiempo perdido» de Proust: el momento presente.

Ahora bien, el gran microscopio de Joyce logra detener, aprehender ese instante fugitivo
y enseñárnoslo.

Pero la búsqueda del yo concluye, una vez más, con una paradoja: cuanto mayor es la
lente del microscopio que observa al yo, más se nos escapan el yo y su unicidad: bajo la
gran lente joyciana que descompone en átomos el alma, todos somos. Pero si el yo y su
carácter único no son aprehensibles en la vida interior del hombre, ¿dónde y cómo se
los puede aprehender?

Siempre se habla de la trinidad sagrada de la novela moderna: Proust, Joyce, Kafka. A mi


juicio, esta trinidad no existe. En mi historia personal de la novela, es Kafka quien
inaugura la nueva orientación: la orientación postproustiana.

El acontecimiento decisivo de esta transformación del mundo en trampa ha sido sin


duda la guerra de 1914, llamada (y por primera vez en la Historia) guerra mundial.

Falsamente mundial. Sólo afectó a Europa, y ni siquiera a toda Europa. Pero el adjetivo
«mundial» expresa aún más elocuentemente la sensación de horror ante el hecho de
que, de ahora en adelante, nada de lo que ocurra en el planeta será ya asunto local, que
todas las catástrofes conciernen al mundo entero y que, por lo tanto, estamos cada vez
más determinados desde el exterior, por situaciones de las que nadie puede evadirse y
que, cada vez más, hacen que nos parezcamos los unos a los otros.

Aprehender un yo, quiere decir, en mis novelas, aprehender la esencia de su


problemática existencial. Aprehender su código existencial.

«La ternura nace en el momento en que el hombre es escupido hacia el umbral de la


madurez y se da cuenta, angustiado, de las ventajas de la infancia que, como niño, no
comprendía». Y a continuación: «La ternura es el miedo que nos inspira la edad adulta».
Y otra definición más: «La ternura es un intento de crear un ámbito artificial en el que
pueda tener validez el compromiso de comportarnos con nuestro prójimo como si fuera
un niño».

Pero ¿qué es el vértigo? Busco la definición y digo: «el embriagador, el insuperable


deseo de caer». Pero me corrijo inmediatamente, preciso la definición: «También
podríamos llamarlo la borrachera de la debilidad. Uno se percata de su debilidad y no
quiere luchar contra ella, sino entregarse. Está borracho de su debilidad, quiere ser aún
más débil, quiere caer en medio de la plaza, ante los ojos de todos, quiere estar abajo y
aún más abajo que abajo».

Me fue preciso inventar a Teresa, un «ego experimental», para comprender esta


posibilidad, para comprender el vértigo.

La interrogación meditativa (meditación interrogativa) es la base sobre la que están


construidas todas mis novelas.

Esta ausencia de información no lo hace menos «vivo». Pues crear a un personaje «vivo»
significa: ir hasta el fondo de su problemática existencial. Lo cual significa: ir hasta el
fondo de algunas situaciones, de algunos motivos, incluso de algunas palabras con las
que está hecho.

Después de conseguir milagros en la ciencia y la técnica, «ese dueño y señor» se da


cuenta de pronto de que nada posee y ni es dueño de la naturaleza (poco a poco ésta va
abandonando el universo) ni de la Historia (que se le escapa) ni de sí mismo (puesto
que es guiado por las potencias irracionales de su alma). Pero si Dios no cuenta y el
hombre no es ya el dueño, ¿quién es entonces el dueño? El planeta avanza en el vacío sin
dueño alguno. Ahí está la insoportable levedad del ser.

Pero si el hombre ha perdido la necesidad de la poesía, ¿se dará cuenta de su


desaparición? El fin no es una explosión apocalíptica. Probablemente no haya nada más
apacible que el fin.
La novela no examina la realidad, sino la existencia. Y la existencia no es lo que ya ha
ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas, todo lo que el hombre
puede llegar a ser, todo aquello de que es capaz. Los novelistas perfilan el mapa de la
existencia descubriendo tal o cual posibilidad humana. Pero una vez más: existir quiere
decir: «ser-en-el-mundo». Hay que comprender como posibilidades tanto al personaje
como su mundo. En Kafka, todo esto está claro: el mundo kafkiano no se parece a
ninguna realidad conocida, es una posibilidad extrema y no realizada del mundo
humano. Es cierto que esta posibilidad se vislumbra detrás de nuestro mundo real y
parece prefigurar nuestro porvenir. Por eso se habla de la dimensión profética de Kafka.
Pero, aunque sus novelas no tuvieran nada de profético, no perderían su valor, porque
captan una posibilidad de la existencia (posibilidad del hombre y de su mundo) y nos
hacen ver lo que somos y de lo que somos capaces.

Si el autor considera una situación histórica como una posibilidad inédita y reveladora
del mundo humano, querrá describirla tal cual es. El caso es que la fidelidad a la
realidad histórica es algo secundario en relación al valor de la novela. El novelista no es
ni un historiador ni un profeta: es un explorador de la existencia.

El mundo según Kafka: el universo burocratizado. La oficina, no como un fenómeno


social entre otros, sino como esencia del mundo.

En el último capítulo, protegerá a sus dos verdugos de la mirada de los policías


municipales (que habrían podido salvarle) y; segundos antes de su muerte, se
reprochará carecer de fuerzas para ahorcarse a sí mismo y ahorrarles el trabajo sucio.

un extremo es la identificación con el poder hasta la solidaridad de la víctima con su


propio verdugo y el otro, la no-aceptación del poder mediante la negativa a tomar nada
en serio; lo cual quiere decir: en el espacio entre el absoluto de la seriedad —K.— y el
absoluto de la no-seriedad —Svejk—).

¿Qué es la acción: el eterno interrogante de la novela, su interrogante, por así decirlo,


constitutivo? ¿Cómo nace una decisión? ¿Cómo se transforma en acto y cómo los actos
se encadenan para convertirse en aventura?

¿Qué es pues lo kafkiano?

es confrontado con el poder, que tiene el carácter de un laberinto sin fin.

Están todos en un mundo que es una única inmensa institución laberíntica a la que no
pueden sustraerse y a la que no pueden comprender.
En Kafka, la institución es un mecanismo que obedece a sus propias leyes programadas
ya no se sabe por quién ni cuándo, que no tienen nada que ver con los intereses
humanos y que, por lo tanto, son ininteligibles.

En el mundo kafkiano, el expediente se asemeja a la idea platónica. Representa la


auténtica realidad, mientras la existencia física del hombre no es más que el reflejo
proyectado sobre la pantalla de las ilusiones.

Pero, si la vida del hombre no es más que una sombra y si la auténtica realidad se
encuentra en otra parte, en lo inaccesible, en lo inhumano y sobrehumano, entramos en
la teología. Y, en efecto, los primeros exégetas de Kafka explicaban sus novelas como
una parábola religiosa.

El que es castigado no conoce la causa del castigo. Lo absurdo del castigo es tan
insoportable que, para encontrar la paz, el acusado quiere hallar una justificación a su
pena: el castigo busca la falta.

lo kafkiano, por el contrario, nos conduce al interior, a las entrañas de la broma, a lo


horrible de lo cómico.

En el mundo de lo kafkiano, lo cómico no representa un contrapunto de lo trágico (lo


tragicómico) como ocurre en Shakespeare; no está ahí para hacer lo trágico más
soportable gracias a la ligereza del tono; no acompaña lo trágico, no, lo destruye antes
de que nazca privando así a las víctimas del único consuelo que les cabría aún esperar:
el que se encuentra en la grandeza (auténtica o supuesta) de la tragedia.

Hay períodos en la historia moderna en los que la vida se asemeja a las novelas de
Kafka.

las imágenes de Kafka están vivas en Praga porque son una anticipación de la sociedad
totalitaria.

Lo kafkiano no es una noción sociológica o politológica. Se ha tratado de explicar las


novelas de Kafka como una crítica de la sociedad industrial, de la explotación, de la
alienación, de la moral burguesa, es decir, del capitalismo. Pero, en el universo de Kafka,
no se encuentra casi nada de lo que constituye el capitalismo: ni el dinero y su poder, ni
el comercio, ni la propiedad y los propietarios, ni la lucha de clases. Lo kafkiano
tampoco responde a la definición del totalitarismo. En las novelas de Kafka no están ni
el partido, ni la ideología y su vocabulario, ni la política, ni la policía, ni el ejército.
Parece pues más bien que lo kafkiano representa una posibilidad elemental del hombre
y de su mundo, posibilidad históricamente no determinada, que acompaña al hombre
casi eternamente.

Las novelas de Kafka son la hipérbole onírica e imaginaria y el Estado totalitario es la


hipérbole prosaica y material de

Pero, ¿por qué fue Kafka el primer novelista que captó estas tendencias, que, sin
embargo, no se han manifestado en el escenario de la Historia, en toda su claridad y
brutalidad, hasta después de su muerte?

«examinar toda su vida pasada hasta en el menor detalle» para encontrar la falta oculta
y, finalmente, confesar crímenes imaginarios.

Lo que el Partido nunca consiguió hacer con la madre, la madre consiguió hacerlo con su
hijo. Ella le forzó a identificarse con la acusación absurda, a ir a «buscar la falta», a hacer
una confesión pública. Contemplé, estupefacto, esta escena de un miniproceso
estaliniano y comprendí de golpe que los mecanismos psicológicos que funcionan en el
interior de los grandes acontecimientos históricos (aparentemente increíbles e
inhumanos) son los mismos que los que rigen las situaciones íntimas (absolutamente
triviales y muy humanas).

La célebre carta que Kafka escribió y nunca envió a su padre demuestra bien a las claras
que es de la familia, de la relación entre el hijo y él poder endiosado de los padres de
donde Kafka sacó su conocimiento de la técnica de la culpabilización, que se convirtió en
uno de los grandes temas de sus novelas.

En La condena, relato estrechamente ligado a la experiencia del autor, el padre acusa a


su hijo y le ordena ahogarse. El hijo acepta su culpabilidad ficticia, y va a tirarse al río
tan dócilmente como, más tarde, su sucesor Josef K., inculpado por una organización
misteriosa, se dejará degollar. La semejanza entre las dos acusaciones, las dos
culpabilizaciones y las dos ejecuciones revela la continuidad que liga, en la obra de
Kafka, el íntimo «totalitarismo» familiar al de sus grandes visiones sociales.

¡No la maldición de la soledad sino la soledad violada, ésta es la obsesión de Kafka!

Lo kafkiano no se limita ni a la esfera íntima ni a la esfera pública; las engloba a las dos.
Lo público es el espejo de lo privado, lo privado refleja lo público.

¿cómo, en este nuevo estado, llegar a tiempo a la oficina? En su cabeza sólo hay la
obediencia y la disciplina a las que su profesión le ha acostumbrado: es un empleado, un
funcionario, y todos los personajes de Kafka lo son; funcionario concebido no como un
tipo sociológico (éste habría sido el caso en un Zola), sino como una posibilidad
humana, una forma elemental de ser.

«La oficina no es una institución estúpida; tiene sus raíces más en lo fantástico que en lo
estúpido». La frase contiene uno de los mayores secretos de Kafka. Supo ver lo que
nadie había visto: no solamente la importancia capital del fenómeno burocrático para el
hombre, para su condición y para su porvenir, sino también (lo cual es todavía más
sorprendente) la virtualidad poética contenida en el carácter fantasmal de las oficinas.

Kafka consiguió lo que parecía impensable antes de él: transformar una materia
profundamente antipoética, la de la sociedad burocratizada al extremo, en gran poesía
novelesca; transformar una historia extremadamente trivial, la de un hombre que no
puede obtener el puesto prometido (lo que, de hecho, es la historia de El castillo), en
mito, en epopeya, en belleza jamás vista.

No tenía la intención de desenmascarar un sistema social. Sacó a la luz los mecanismos


que conocía por la práctica íntima y microsocial del hombre, sin sospechar que la
evolución ulterior de la Historia los pondría en movimiento en su gran escenario.

El encuentro entre el universo real de los Estados totalitarios y el «poema» de Kafka


mantendrá siempre algo de misterioso y testimoniará que el acto del poeta, por su
propia esencia, es incalculable; y paradójico: el enorme alcance social, político,
«profético» de las novelas de Kafka reside precisamente en su «no-compromiso»,

En efecto, si en lugar de buscar «el poema» oculto «en alguna parte ahí detrás», el poeta
se «compromete» a servir a una verdad conocida de antemano (que se ofrece de por sí y
está «ahí delante»), renuncia así a la misión propia de la poesía.

Si estimo tanto y tan apasionadamente la herencia de Kafka, si la defiendo como si de mi


herencia personal se tratara, no es porque crea útil imitar lo inimitable (y descubrir una
vez más lo kafkiano), sino por ese formidable ejemplo de autonomía radical de la novela
(de la poesía que es la novela). Gracias a ella Franz Kafka dijo sobre nuestra condición
humana (tal como se manifesta en nuestro siglo) lo que ninguna reflexión sociológica o
politológica podrá decirnos.

Belleza, la última victoria posible del hombre que ya no tiene esperanza. Belleza en el
arte: luz súbitamente encendida de lo nunca-dicho.

Una vez encontrada la palabra, uno se da cuenta más y más de que la actividad del
hombre tiene el carácter de una colaboración. A todos aquellos que exaltan el estrépito
de los medios de comunicación, la sonrisa imbécil de la publicidad, el olvido de la
naturaleza, la indiscreción elevada al rango de virtud, hay que llamarlos:
colaboracionistas de la modernidad.

LÍRICA. En La insoportable levedad del ser se habla de dos tipos de mujeriegos;


mujeriegos líricos (que buscan en cada mujer su propio ideal) y mujeriegos épicos (que
buscan en las mujeres la infinita diversidad del mundo femenino): Esto responde a la
diferenciación clásica de la lírica, de la épica (y de lo dramático), diferenciación que no
hizo su aparición hasta finales del siglo XVIII en Alemania y que Hegel desarrolló
magistralmente en la Estética: la lírica es la expresión de la subjetividad que se confiesa;
la épica proviene de la pasión por apropiarse de la objetividad del mundo.

Por el contrario, la metáfora me parece irremplazable como medio para aprehender,


iluminada por una repentina revelación, la inasible esencia de las cosas, de las
situaciones, de los personajes.

MISOMÚSICO.

NOVELA. La gran forma de la prosa en la que el autor, mediante egos experimentales


(personajes), examina hasta el límite algunos de los grandes temas de la existencia.

«La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido».

Cuestión fundamental para todo artista: ¿por qué obra empieza su obra «válida»?

Lo menos que puede hacer un autor por sus obras: barrer a su alrededor.

(Rechazo la noción misma de sinónimo: cada palabra tiene su sentido propio y es


semánticamente irremplazable).

El deseo de violar la intimidad del otro es una forma inmemorial de la agresividad que,
actualmente, se ha institucionalizado (la burocracia con sus fichas, la prensa con sus
reporteros), moralmente justificado (el derecho a la información se ha convertido en el
primero de los derechos del hombre) y poetizado (mediante una hermosa palabra:
transparencia).

Todos los auténticos novelistas están a la escucha de esa sabiduría suprapersonal, lo


cual explica que las grandes novelas sean siempre un poco más inteligentes que sus
autores. Los novelistas que son más inteligentes que sus obras deberían cambiar de
oficio.
Pero es precisamente al perder la certidumbre de la verdad y el consentimiento
unánime de los demás cuando el hombre se convierte en individuo.

Cada novela, quiéralo o no, propone una respuesta a la pregunta: ¿qué es la existencia
humana y en qué consiste su poesía? Los

No se puede pues juzgar el espíritu de un siglo exclusivamente por sus ideas, sus
conceptos teóricos, sin tomar en consideración el arte y particularmente la novela. El
siglo XIX inventó la locomotora, y Hegel estaba seguro de haber captado el espíritu
mismo de la Historia universal. Flaubert descubrió la necedad. Me atrevo a decir que
éste es el descubrimiento más importante de un siglo tan orgulloso de su razón
científica.

malintencionada afición Flaubert coleccionaba las fórmulas estereotipadas que


pronunciaban las gentes a su alrededor para parecer inteligentes y enteradas. Con ellas,
compuso un célebre Diccionario de ideas preconcebidas. Sirvámonos

Dada la imperativa necesidad de complacer y de atraer así la atención del mayor


número, la estética de los medios de comunicación es inevitablemente la del kitsch; y, a
medida que los medios de comunicación abarcan toda nuestra vida y se infiltran en ella,
el kitsch se convierte en nuestra estética y nuestra moral cotidianas.

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