Pro y Contras Del Juicio Por Jurados
Pro y Contras Del Juicio Por Jurados
Pro y Contras Del Juicio Por Jurados
1. A modo de introducción
En este trabajo intentaremos abordar cuales son los argumentos más habituales que
se esgrimen a favor y en contra de la institución del juicio por jurados, al que
podríamos definir como aquel sistema de enjuiciamiento que establece la participación
ciudadana en el proceso de toma decisiones en el sistema de administración de
justicia. Más puntualmente, en el ámbito del sistema penal la función del jurado es
determinar la culpabilidad, o no culpabilidad, del imputado.
En virtud del diseño constitucional argentino que dispone que cada provincia debe
organizar su sistema de administración de justicia, algunas provincias (Córdoba,
Neuquén, Buenos Aires, Chaco y Río Negro) se han dado sus leyes de juicio por
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Doctorando en Derechos Humanos (Universidad Nacional de Lanús), docente de la Universidad de
Buenos Aires, profesor adjunto (interino) del Instituto Superior de Seguridad Pública de la CABA y
director del área de capacitación de la Asociación Pensamiento Penal.
jurados. Seguramente, y en un futuro no muy lejano, van a ser más provincias las que
hagan lo propio.
Pero en este artículo no nos interesa reflexionar sobre el devenir del juicio por jurados
en Argentina sino plantear, analizar y desmenuzar –sin perjuicio de que tomaremos
algunos datos de la experiencia argentina- cuáles son los argumentos que se han
esgrimido para oponerse al juicio por jurados y cuáles se han planteado para sostener
la necesidad de su implementación.
Para cumplir con esta misión este artículo se dividirá en tres partes.
Por último, la tercer parte, estará dedicada a presentar las conclusiones de este
trabajo.
Los argumentos contra el juicio por jurados se repiten en cada sitio donde comienza a
discutirse su posible implementación, y son tan reiterativos que es muy sencillo
enumerarlos: falta de conocimientos, el costo del juicio por jurados, los veredictos
inmotivados impiden la posterior revisión, los ciudadanos son influenciables, las
dificultades derivadas del secuestro o aislamiento.
Como acostumbra a desafiar Alberto Binder: ¿quién dijo que los abogados somos más
aptos para discernir sobre la existencia o inexistencia de un hecho? Se supone
(solamente se supone) que los abogados somos peritos en leyes, que tenemos
conocimientos sobre el contenido de las leyes y alguna de las formas de interpretar las
palabras que la integran. Pero, de ahí a suponer que somos personas más aptas para
ver con más claridad que otros si A mató a B, o C abusó sexualmente de D, existe una
distancia abismal. Muy por el contrario, los anales de la jurisprudencia son ricos en
mostrarnos de qué modo la cultura abogadil, endogámica y elitista, ha sido una
herramienta idónea para desinterpretar hechos sencillos de la vida, que hacen que el
resto de la ciudadanía nos observe con asombro.
La naturaleza misma del sistema de enjuiciamiento por jurados (por los pares) requiere
que, justamente, los ciudadanos que van a tener que decidir en un pleito determinado
no tengan conocimientos especiales, como no sean los propios de sus respectivas
experiencias de vida: maestros, jubilados, ingenieros, desocupados, amas de casa,
empleados, etcétera. Ya que, si tuviéramos que exigirles conocimientos específicos
sobre las artes del derecho, convendría que lisa y llanamente continuemos con el
enjuiciamiento profesional.
Precisamente, una de las frases más utilizadas para cuestionar el carácter lego de los
jueces ciudadanos es la que afirma que si queremos construir un puente no llamamos
a un contador, o que si queremos hacer una intervención quirúrgica no llamaremos a
un ingeniero. Ahora, insistimos: ¿de dónde surge que los abogados seamos los más
aptos e idóneos para establecer si una persona actuó en legítima defensa de su
persona o sus derechos? Una cosa es conocer lo que la ley dice a su respecto, que es lo
que sabe la abogacía, y otra muy diferente determinar si una conducta particular se
adecua a lo que dice la ley, previamente explicitada. Por otra parte, convengamos, las
sociedades modernas en las que vivimos tienen un flujo de información tan importante
que es difícil que un individuo no conozca, a grandes rasgos, qué es un homicidio o un
abuso sexual. Sin dejar de decir que, no obstante ello, el mundo del derecho no se
caracteriza, justamente, por las coincidencias generalizadas a la hora de interpretar el
contenido de las leyes.
Los jurados son los jueces de los hechos, mientras que el juez profesional que dirige el
debate es el juez del derecho, el que tiene que decidir qué prueba es admisible y cuál
no, el que tiene que verificar que no se formulen preguntas impertinentes, el que tiene
que confeccionar las instrucciones en base a las cuales los jurados deberán decidir, el
que tiene que explicarles cuál es la ley aplicable al caso y, finalmente, el que tendrá
que resolver la pena aplicable, en caso que haya caído un veredicto de culpabilidad.
Las funciones se encuentran perfectamente delimitadas y no existe la posibilidad
material que los jueces legos sean colocados en una encrucijada que no puedan
resolver. Y si así ocurriera (cosa que es muy excepcional), pueden presentar por escrito
sus dudas al juez profesional que, previa consulta a las partes, se las aclarará, inclusive
mediando la posibilidad de constituirse en la sala de las deliberaciones para zanjar
debidamente la cuestión.
En la provincia de Buenos Aires se han realizado unos doscientos juicios en los cuatro
años de funcionamiento que lleva el sistema de enjuiciamiento por jurados clásicos.
Los casos seleccionados por la ley son los más graves del elenco penal, casos
amenazados con más de quince años de prisión, desde homicidios agravados hasta
abusos sexuales gravísimos. Previo y posterior al juicio se efectúa a los ciudadanos
electos una encuesta donde, entre otras cosas, se les pregunta si tuvieron alguna
dificultad para resolver el caso que fue sometido a su consideración. La respuesta, de
modo invariable, es abrumadoramente negativa. Prácticamente todos los jurados
señalan que no tuvieron ninguna dificultad para comprender el caso que tenían que
resolver.
En estos razonamientos debe agregarse que la abogacía tiene que comenzar a cumplir
un rol distinto y modificar sustancialmente su forma de comunicarse con el resto de la
sociedad, si es que desea tener éxito en su gestión. Es de la esencia de los abogados
litigantes frente a los jurados hacerse comprender, hablar en un lenguaje llano y
sencillo, comprensible, despojado de latinazgos y la habitual jeringoza que nos
distingue en el ejercicio de nuestra profesión. Tenemos la certeza y la convicción que
todo lo que la ley contiene es susceptible de ser expuesto en forma sencilla y
razonable. Y, si ello no fuera así, no se cumpliría con el mandato republicano de la
publicidad y la posibilidad que todas las personas puedan saber y comprender cuáles
son los mandatos del legislador y adecuar sus conductas a ellos.
Otro de los sonsonetes para oponerse a la implementación de los juicios por jurados es
que la ciudadanía sería demasiado influenciable por los medios de comunicación y que
estarían expuestos a que su opinión fuese dirigida en uno u otro sentido y que, en
definitiva, los que terminarían juzgando serían los periodistas o las personas
influyentes que tienen la posibilidad de ver publicadas sus opiniones.
Nuevamente, una visión de esta índole hace suponer que la ciudadanía es poco menos
que un rebaño que es dócilmente conducido en la dirección que prefiere una sombra
conspirativa que opera desde el anonimato. ¡¡¡Influencias de las que estaríamos
exentos los abogados por el solo hecho de portar nuestro título!!! Estos razonamientos
resuman elitismo y discriminación de los más rancios, opuesto a una sociedad
republicana de iguales, donde nadie debe sentirse más que nadie.
Para responder a esta afirmación (que los jurados son influenciables) recurrimos
habitualmente al descollante ejemplo de los jurados ciudadanos de la provincia de
Buenos Aires, una de las provincias argentinas más álgidas en lo que a conflictividad se
refiere. En los casi cuatro años de funcionamiento del sistema (al momento en que se
escribe esta columna) y con casi doscientos juicios realizados, surge que la ciudadanía
ha emitido un 31% de veredictos no condenatorios, recordando que siempre se trata
de hechos gravísimos, amenazados con penas superiores a los 15 años de prisión.
También que frente a acusaciones alternativas la tendencia ha sido la de escoger las
opciones menos gravosas para los acusados. Mientras que, en idéntico período, las
sentencias absolutorias de la justicia profesional ascienden a un 12/15%.
Con esto estamos queriendo mostrar que si fuese cierto que la ciudadanía es
permeable a los reclamos de la justicia mediática, y tal como amenazaban los epígonos
del juicio por jurados previo a su implementación, el comportamiento de los pares
tendría que haber superado el nivel de condenas de los jueces profesionales. Sin
embargo, tal como lo demuestran las estadísticas, la ciudadanía se ha mostrado más
exigente que los abogados en el cumplimiento de ciertos estándares probatorios y,
fundamentalmente, en el resbaladizo terreno de los delitos contra la integridad sexual.
En resumidas cuentas, estos motivos nos llevan a pensar que la ciudadanía tiene
mayores niveles de independencia que los jueces profesionales a la hora de resolver
un caso concreto y, sobre todo, casos con repercusión mediática. Noción que también
puede resumirse con la idea de que el juicio por jurados supone un juez distinto para
cada caso, a diferencia de la justicia profesional, donde es el mismo juez el que deberá
continuar resolviendo los casos sucesivos.
Otra de las oposiciones al sistema de juicio por jurados que habitualmente se escucha
es el de los supuestos elevados costos que representa su implementación, que lo
tornarían inviable para las escuálidas economías de la región. Todo ello como si
(digámoslo de una vez) la justicia profesional se caracterizara por su modestia y
austeridad.
La implementación del juicio por jurados es una decisión política, y también una
decisión política acerca del modo de afectar los recursos. O seguimos gastando en un
sistema que no parece encontrarse a la altura de las expectativas de la ciudadanía y sin
ofrecer resultados satisfactorios, o intentamos implementar otras alternativas, como el
juicio por jurados, que sean capaces de operar con mayores niveles de legitimidad.
Vinculado con los gastos específicos de los jurados, la mayoría de las legislaciones
prevén una compensación por gastos y una retribución por el desempeño, que
usualmente se ubica dentro de un salario medio diario. Se agrega a este gasto los
refrigerios que se les proporcionan a los jurados en los cuatros intermedios y, de modo
muy excepcional, el pago de la hotelería para su alojamiento.
Consideramos que los números hablan más que mil palabras y desarticular las
observaciones que se formulan a este respecto.
Es que, insistimos, en torno al juicio por jurados se tejen muchas fantasías, algunas
malintencionadas, otras producto del desconocimiento, que condicionan su
comprensión y desarrollo.
Este cuadro de situación, con doce personas interactuando y deliberando “de verdad”
alejan toda posibilidad que el veredicto que van a emitir sea caprichoso o arbitrario. Se
podrá coincidir o discrepar con la decisión, como ocurre con cualquier obra humana,
pero difícilmente que se pueda sostener que se trata de una decisión carente de
motivación.
Luego, es llamativo que se pueda sostener con tanta liviandad, generalmente desde la
ignorancia, que la falta de exteriorización de la motivación del veredicto, impide su
posterior revisión, tratándose de un veredicto condenatorio (el veredicto absolutorio
clausura en forma definitiva cualquier posibilidad de revisión, en la más genuina
materialización de la prohibición de persecución múltiple). Sostener que los veredictos
condenatorios no pueden ser revisados por una instancia ulterior es suponer que en la
tradición juradista de todos los países que tienen implementado este sistema, desde
hace decenas y cientos de años, han estado condenando a sus ciudadanos sin darse
cuenta que no podían revisar esas decisiones. Un pensamiento francamente absurdo.
Los veredictos condenatorios son perfectamente revisables por una instancia ulterior,
y esta tarea se realiza sin inconvenientes de ninguna índole. Pero la actividad no se
reduce a confrontar palabras, como ocurre con las sentencias técnicas. Aquí de lo que
se trata es de verificar si de acuerdo a la prueba rendida las instrucciones impartidas
pudo ser conmovido el estándar de la duda razonable. No se trata de una seguridad
matemática. Se trata de establecer si en el contexto del juicio en particular había
margen para sostener la existencia de una duda razonable sobre la existencia del
hecho o la participación del acusado. Básicamente, eso.
Por lo demás, es pertinente afirmar que la fundamentación a la que recurren los jueces
profesionales no es mayor garantía para la revisión que los veredictos inmotivados de
los jurados. Se encuentra generalmente aceptado que el proceso intelectual para la
toma de decisión de los jueces técnicos no difiere, en sustancia, del que hacen los
jurados legos. Los jueces profesionales también parten de un convencimiento inicial,
íntimo y personal, tan íntimo como las íntimas convicciones de los jurados. Convicción
que luego es justificada con el empleo de una dialéctica difícil de acceder,
normalmente rodeada de citas de autoridad que dificultan conocer cuál es la opinión
del sentenciante del resto de los autores que se citan.
Lo primero, que la forma de litigación que impone el sistema de jurados lleva a que los
juicios sean más breves y concentrados que cualquier juicio frente a jueces
profesionales. La litigación frente a jurados exige celeridad y centrar, muy claramente,
el objeto del pleito. No derivar en cuestiones que, a la larga, terminarán conspirando
contra los intereses de quienes dilatan la tramitación innecesariamente. Para todo es
preciso que previamente las partes tengan muy en claro cuál es la teoría de su caso,
qué es lo que van a buscar en el juicio. Y, en este trámite, se recurre muy
habitualmente a las estipulaciones, esto es, dejar consolidadas aquellas cuestiones que
no van a ser objeto de discusión y que se encuentran recíprocamente admitidas.
Esta forma de encarar el juicio frente a los jurados lleva a que discurran mucho más
rápido que cualquier juicio ordinario. De hecho, el promedio de duración de los juicios
por jurados en los caso cuatro años en que se encuentran funcionando en la provincia
de Buenos Aires ha sido de dos días.
Pero, regresando al secuestro del jurado, ello solamente podría ocurrir a pedido de
parte y frente a un motivo de suficiente entidad que ameritara adoptar una decisión
excepcional de esa índole. En su defecto, ocurre exactamente lo mismo que ocurre con
los jueces profesionales una vez que termina su jornada de labor: regresan a sus
respectivos hogares, con la severa advertencia que se encuentra completamente
prohibido y sancionado por la ley comentar cualquier detalle del caso en el que están
interviniendo. Lo cierto y lo concreto es que durante el tiempo en que funcionan los
jurados en la Argentina no se ha registrado un solo inconveniente relacionado con esta
cuestión. En los países anglosajones el secuestro del jurado se aplica cada vez menos
porque además de generar molestias innecesarias para los integrantes del jurado
atentaba contra la participación de algunos colectivos, y en consecuencia contra la
pluralidad del jurado, porque las personas que tienen a su cargo deberes de cuidado
de otras personas –que por el reparto desigual de tareas que aún hoy persiste suelen
ser casi con exclusividad mujeres- no podían permitirse ausentarse de sus hogares
mientras dure su función como jurados.
Hablar de pros y contras del juicio por jurados es hablar de las dos caras de una misma
moneda. En muy buena medida, cuando respondemos a las críticas que se dirige a esta
forma de enjuiciamiento, también estamos hablando de los beneficios que supone su
implementación. No obstante, nos permitiremos señalar alguno de los evidentes
beneficios que, desde nuestra óptica, implica el juicio por jurados.
Ahora llega el turno de tratar aquellas razones que justifican el establecimiento del
juicio por jurados. Creemos que estos argumentos pueden ser abordados desde
diferentes ángulos. Ya sea porque están vinculados a la crisis de legitimidad del
sistema de justicia y ven al juicio por jurados como un modelo de organización política
tendiente a democratizarlo, porque ponen el foco en la calidad accidental de los
ciudadanos que intervienen como jurados y el resguardo de presiones que ello
importa, porque el juicio por jurados es compatible con los institutos del sistema
acusatorio de enjuiciamiento, porque genera mayores resguardos para el derecho de
las partes a contar con un tribunal imparcial y por último, pero no por ello menos
importante, porque resguarda de mejor modo varias garantías del imputado durante
el proceso penal.
El Poder Judicial enfrenta una serie crisis de legitimidad en toda la región cuyo
principal síntoma es la falta de credibilidad que gran parte de la ciudadanía tiene
frente a él. Habilitar la participación ciudadana en el sistema de administración de
justicia implica involucrar al pueblo en la toma de decisiones en el ámbito judicial,
hecho que genera las condiciones para que la ciudadanía mejore la percepción que
tiene del sistema judicial.
Desde ya, esto no implica desvalorizar el rol de los jueces en el juicio por jurados;
porque si bien el jurado tiene a su cargo la determinación de la culpabilidad el juez
tiene a su cargo una función sumamente trascendente durante el debate como es la de
ser el juez de garantías que conduce el debate.
Otra cuestión que ya hemos abordado al momento de analizar las críticas que se
formulan a la idoneidad de los ciudadanos y las ciudadanas para ser jurados y que
merece destacarse que es la calidad accidental de los ciudadanos y ciudadanas que
participan como jurados.
A diferencia de lo que sucede con los jueces profesionales, quien es convocado como
jurado una vez que termina con su función sigue con su vida tal como era antes. Más
aún, probablemente nunca vuelva a ejercer la función de jurado en su vida, o al menos
por un largo tiempo.
Esta situación exime a los jurados de las presiones que pueden recibir los jueces y
juezas profesionales y entendemos que les da una mayor libertad al momento de
decidir. No podemos dejar de tener presente que muchas veces, al encontrarse frente
a casos trascendentes o que causan cierta conmoción social, sea cual sea el resultado
del proceso invariablemente termina con un pedido de jury para el juez profesional.
No desconocemos que el proceso de enjuiciamiento es el mecanismo válido previsto
para objetar el comportamiento de los jueces, como así también que por su función
deben soportar un nivel de crítica mayor, e inclusive injusto, que el resto de la
ciudadanía pero tampoco desconocemos que la decisión que los jurados tomen sobre
un caso no influye sobre el devenir de sus carreras porque –como ya hemos dicho- son
jueces accidentales. Pero el resguardo no es para los jueces; es, esencialmente, para
las partes que intervienen en el proceso.
En los casos que se sustancian con un juicio por jurados el momento en que puede
apartarse a aquellos jurados sobre los que existen temores de parcialidad es la
audiencia de voir dire donde se puede excluir, ya sea mediante recusaciones con causa
y sin causa, a aquellos jurados que puedan portar prejuicios y creencias falsas que
puedan influir en forma negativa sobre su valoración del caso. Somos partidarios de
sostener que las causales de excusación y recusación con causa no deben limitarse a
los casos regulados en los códigos de procedimiento, sino que deben admitirse otros
supuestos en tanto se trata de la reglamentación de un derecho de carácter
convencional como lo es el derecho a contar con un tribunal imparcial.
La existencia de recusaciones sin causa, si bien son limitadas, es un dato que no debe
soslayarse. En contraposición, en aquellos procesos que son juzgados por jueces
profesionales no es posible plantear recusaciones sin causa.
En los procesos de corte acusatorio, y más aún en aquellos que concluyen con un juicio
por jurados, la importancia de la llamada etapa intermedia es fundamental porque de
su correcta realización en una audiencia oral depende el control de la acusación y
como el juicio será llevado adelante ya que allí se ofrece la prueba que se producirá en
el juicio y se debate sobre su admisibilidad.
De ese modo, para que la prueba sea admisible debe ser relevante, confiable, haber
sido obtenida por medios legales y no debe causar prejuicio al jurado.
Sobre esta última cuestión la jurisprudencia Argentina, tomando como inspiración las
Reglas Federales de Evidencia que se utilizan en Estados Unidos, ha hecho aportes muy
interesantes resolviendo, por ejemplo, que no ingrese al debate prueba de cargo como
lo era la foto de un cadáver de un bebé cuando la muerte de la víctima era acreditada
por otros medios o testimonios de oídas que eran de dudosa confiabilidad.
3.4.2. El resguardo del estado de inocencia y del estándar más allá de toda duda
razonable
Para dictar un veredicto condenatorio hacen falta diez votos o unanimidad según se
trate o no de delitos con pena de prisión perpetua en Buenos Aires, diez votos sobre
doce o seis sobre siete según sea un panel de jurados de siete o doce ciudadanos sea
en Río Negro, ocho votos sobre doce en Neuquén y unanimidad en la ley de Chaco.
Claramente la regulación de este aspecto es muy diferenciada según cual sea la
jurisdicción que se trate.
En nuestra opinión, para fomentar la deliberación hacia dentro del jurado y para
resguardar el estado de inocencia y fortalecer su respeto como así también la vigencia
del estándar más allá de toda duda razonable para imponer una condena, se debe
requerir siempre unanimidad para condenar.
En el juicio por jurados la etapa del juicio se divide en dos partes. En la primera, como
ya hemos visto, a partir de la decisión del jurado se determina la culpabilidad o no
culpabilidad del imputado. En la segunda etapa, que se habilita que si el jurado
determinó la culpabilidad y ya sin su intervención, se determina el monto de la pena,
desarrollándose lo que se conoce como el juicio de cesura.
En el juicio de cesura, que se encuentra regulado en todas las legislaciones que prevén
el jurado popular, las partes pueden producir prueba y alegar sobre el alcance que
debe tener la pena. Así, se habilita un espacio en el que se puede llevar adelante una
discusión de calidad relativa a la intensidad de la pena en contraposición a lo que
sucede cuando se discute la culpabilidad conjuntamente con el monto de la pena ya
que esa situación deja a la defensa en una situación contradictoria porque en el mismo
alegato en el que solicita la absolución también solicita que determinadas
circunstancias atenuantes sean tenidas en cuenta al momento de determinar la pena si
se establece una condena.
Por un lado, porque de acuerdo a los términos del derecho internacional de los
derechos humanos quien es titular del derecho al recurso en el proceso penal es el
imputado. Este criterio es el de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y ha sido
exteriorizado en el fallo Arce, donde se sostuvo, que el titular del derecho al recurso es
el imputado, lo que no puede ser un obstáculo ni impide que los legisladores, si así lo
desean, permitan el ejercicio del derecho al recurso por parte del Ministerio Público
Fiscal.
Por otro lado, existe una tradición histórica de acuerdo a la cual el veredicto del juicio
por jurados absolutorio no puede ser apelado por ser emanado del pueblo.
Como ya hemos visto, siendo el único titular del derecho al recurso en el juicio por
jurados el imputado, la regla es que el Ministerio Público Fiscal carece de derecho al
recurso.
Desde hace un tiempo existe una saludable tendencia a que la víctima deje de ser una
convidada de piedra en el proceso penal -como fruto de la ideología de la expropiación
del conflicto- para poder ocupar, si así lo desea, un lugar central en el proceso siendo
protagonista en la resolución del conflicto.
De ese modo, corresponde discutir si en aquellos casos en los que la víctima actúa
como acusador particular en un juicio por jurados tiene derecho al recurso, sobre todo
cuando se trata de aquellas víctimas a las que el Estado se comprometió a dar una
tutela más intensa como pueden ser las víctimas de violencia de género o de violencia
institucional.
Tampoco en estos casos la víctima cuenta con derecho al recurso en el juicio por
jurados porque, a riesgo de ser repetitivos, debemos insistir en remarcar que el único
titular del derecho al recurso en los términos en los que es garantizado por el derecho
internacional de los derechos humanos es el imputado. Si bien la víctima tiene derecho
a acceder a la justicia y a una tutela judicial efectiva bajo ningún aspecto ello debe
entenderse como un derecho al recurso.
4. A modo de cierre
No hace falta volver a aclarar que somos férreos defensores del juicio por jurados, que
en la República Argentina es el juicio que contempla la Constitución desde 1853 para
juzgar las causas criminales.
Esta defensa y adhesión al sistema no implica predicar que nos encontramos frente a
un sistema perfecto e infalible. Siempre, como es obvio en cualquier actividad
humana, existe el margen para el error o la corrupción. No lo ignoramos, y existen
casos que, lamentablemente, lo corroboran.
Ahora, regresando a nuestra defensa, aún los defectos y errores del juicio por jurados
son infinitamente inferiores que los errores y defectos que producen y generan los
tribunales profesionales.
El repaso que hemos hecho por los argumentos que se usan para oponerse al juicio por
jurados y los que se usan para fundamentar su establecimiento da cuenta de ello.