(Artigo) Las Brujas Criollas, Inquisicion y Perseguision PDF

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Rev. Venez. de Econ. y Ciencias Sociales, 2013, vol.19, no 2-3 (mayo-diciembre), pp.

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LAS BRUJAS CRIOLLAS.


INQUISICIÓN Y PERSECUCIÓN DE LAS MUJERES
EN VENEZUELA DURANTE LA ÉPOCA COLONIAL

Emanuele Amodio

Más aun, es inútil argumentar que cualquier resultado de la brujería puede ser
fantasioso e irreal, porque tal fantasía no puede lograrse sin acudir a los poderes
del demonio, y es preciso que se haya establecido un contrato con éste, por
medio del cual la bruja, real y verdaderamente, se obligue a ser la sierva del
diablo y se consagre a éste por entero, y ello no se hace en sueños, ni bajo la
influencia de ilusión alguna, sino que colabora real y físicamente con el demonio y
se consagra a él. Pues en verdad, este es el fin de toda brujería; se trate de
efectuar encantamientos por medio de la mirada o por una fórmula do palabras, o
por cualquier otro hechizo, todo ello pertenece al diablo…

Heinrich Kramer y Jacob Sprenger,


Malleus Maleficarum, 1486.

La rebelión protestante contra la iglesia romana y la respuesta contra reformista producida por el
Concilio de Trento marcan el comienzo de la modernidad occidental e definen el recorrido relacional
entre la instituciones represivas del Antiguo Régimen y los individuos y grupos que, explícita o
implícitamente, se resistían a ser homologados social y culturalmente, amén de ser obligados a la
subalternidad política y religiosa. 1 La imposición de discursos y prácticas, tanto religiosas como
laicas, implicaba una pugna social que daba cabida a la actuación de aparatos ideológicos y
represivos, al fin de moldear las conciencias y disciplinar los cuerpos. El Tribunal del Santo Oficio de
la Inquisición, nuevamente refundado por los Reyes Católicos en las últimas décadas del siglo XV
en el marco de la “reconquista” de la Península, representa cabalmente la acción de la iglesia
romana, además de mostrar la alianza explícita entre poderes religiosos y poderes políticos,
destinada a mantener el control sobre una población de origen y cultura diferentes –cristianos viejos,
conversos judíos o islámicos- más o menos unificados por un cristianismo de “fachada”. A estos
grupos, se añaden los indígenas americanos, una vez comenzada la colonización del Nuevo Mundo,
y los esclavos traídos de África.

La iglesia prometía redención pero a través de la sumisión: salvación en el más allá, aceptación
de las normas y de las reglas sociales en el más acá. Sermones y pinturas barrocas reflejan esos
conflictos sociales, sobre todo para estigmatizar los desvíos de la fe cristiana y las penas que
acarreaban en la ultratumba. De hecho, la atención de los productores de imágenes era pilotada con

1 Una versión anterior del presente texto ha sido presentada en el VI Encuentro Internacional sobre Barroco,
organizado por la Fundación Visión Cultural, la Unión Latina y el Griso-Universidad de Navarra, durante los días
de 15 al 19 de Marzo de 2011
en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. Leyenda: AGN: Archivo General de la Nación
Caracas; AHNM: Archivo Histórico Nacional, Madrid. AICT: Archivo de la Iglesia de la Concepción del Tocuyo,
Venezuela; AAC: Archivo Arquidiocesano de Caracas.
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fuerza hacia la representación de un recorrido salvífico que llevara al devoto a proyectarse hacia un
mundo feliz post mortem a través de la superación de etapas de perfeccionamiento, definidas
bipolarmente como tensión entre el cuerpo y el espíritu, el pecado y la gracia y, finalmente, la tierra
y el cielo. Un recorrido individual que soslayaba completamente la definición grupal y cultural de cada
conciencia: el pecado es individual y así también la salvación.

En ese recorrido salvífico terrenal interviene el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, tanto
en España como en América, con el explícito mandado de conducir por la senda cristiana a quienes
se había, real o presuntamente, desviado. Así, mientras el arte pictórica mostraba en imágenes la
alternativa entre el paraíso y el infierno, redundada y connotada por los sermones dominicales y
festivos, la Inquisición diocesana y del Santo Oficio ponía en práctica, en la vida cotidiana de las
poblaciones bajo escrutinio perpetuo, la alternativa terrenal: la vida cristiana dentro de las normas o
las mazamorras y la muerte. Para los inquiridos, fueran o no culpables, se abría así un abismo de
sufrimiento que nos obliga a contemplar el espectáculo de un dolor ajeno a nuestra experiencia
contemporánea o, mejor, negado a nuestra conciencia, que el simulacro discursivo de los
documentos solamente en partes nos permite imaginar.

1. El tribunal de la Inquisición: mandato y actuación

El primer Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición fue creado en los primeros siglos del segundo
milenio de la era cristiana con el propósito de coadyuvar y finalmente dirigir la represión de las
herejías religiosas, es decir, de aquellos grupos de creyentes que se alejaban de la ortodoxia
romana. No se trataba de una simple admonición fraternal sino de una verdadera persecución,
auxiliada por los ejércitos de los diferentes poderes temporales aliados de la iglesia católica, para
que “toda depravación herética sea alejada de los límites y las fronteras de los fieles”, como indicaba
la bula de Inocencio VIII Summis desiderantes affectibus, de 1448. La inquisición perseguía también
individuos aislados que interpretaban de manera diferente la doctrina, condenándolos con facilidad
a la hoguera. A estos se añadían cualquier otro que trasgrediera las normas, fuera un disconforme
sexual o simplemente alguien con un saber médicos heterodoxo. Precisamente en el campo médico,
por toda Europa perduraban saberes populares, directa o indirectamente relacionados con los cultos
agrarios pre-cristianos, es decir, a menudo la curación implicaba algún tipo de ritual, lo que avivaba
ferozmente la atención de los inquisidores, dispuestos a ver la acción del demonio en casi todas las
prácticas no canónicas. De esta manera, comenzó la persecución de la “brujería”, considerada por
teólogos e inquisidores como la expresión máxima del pacto con el diablo, siguiendo el Levítico en
su capítulo 20 (Levítico, 20: 6 y 27), texto ampliamente utilizado por Heinrich Kramer y Jacob
Sprenger en su Malleus Maleficarum (1486): “Y la persona que atendiere a encantadores o adivinos,
para prostituirse tras de ellos, yo pondré mi rostro contra la tal persona, y la cortaré de entre su
pueblo… Y el hombre o la mujer que evocare espíritus de muertos o se entregare a la adivinación,
ha de morir; serán apedreados; su sangre será sobre ellos”.

En 1492, tres eventos marcan la historia española y mundial: Castilla y Aragón completan la
reconquista ocupando Granada; se produce la expulsión de los judíos; y Colón, intentando llegar a
las indias por Occidente, desembarca en el continente americano, comenzando su conquista y
colonización. De esta manera, el impulso unificador, social y cultural de los Reyes Católicos
necesitaba una institución que emprendiera la purificación y aculturación forzada de los judíos
(marranos), de los islámicos (moriscos), recién convertidos al cristianismo, y de los indígenas
americanos. Para esto, se dieron amplios poderes al recién recuperado Tribunal del Santo Oficio de
la Inquisición medieval, instituido nuevamente en 1478 por los Reyes Católicos, quienes le dieron
nuevas tareas y poderes con la Pragmática de 1492. Su primer Gran Inquisidor fue el tristemente

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célebre Torquemada. Inicia así en España una fuerte campaña de represión de los diferentes
culturales, a menudo con finalidades más económicas que religiosas, que desembarca en el
continente americano ya desde las primeras décadas de la conquista. Fueron tres las sedes
principales del Santo Oficio en la América Española: Lima y México en 1569 y Cartagena de Indias
en 1610, este último con jurisdicción sobre las provincias de Tierra Firme (actuales Venezuela y
Colombia) y las islas del mar Caribe.

Brujería, sodomía y bigamia fueron las acusaciones más frecuentes para condenar y llevar a la
hoguera a los acusados, seguidas de pactos con el diablo, judaísmo, luteranismo, herejía, blasfemia
y hasta posesión de libros heréticos o pinturas “deshonestas”. Los indígenas fueron excluidos de la
jurisdicción del Tribunal del Santo Oficio, cayendo su vigilancia bajo la competencia de los misioneros
o, en el caso del Perú, bajo el examen del Tribunal para la extirpación de las idolatrías. De esta
manera, españoles y criollos, esclavos y libertos, hombres y mujeres, sobre todo en ámbito urbano,
terminaron bajo sospecha de la máquina inquisitorial.

2. La persecución de las brujas en Venezuela

La definición clásica de la “bruja” que el medioevo cristiano elaboró indicaba el pacto con el diablo
como condición implícita o explícita. Esto implicaba que, aun cuando no se apreciaran los signos de
la obra del ángel de las tinieblas, como marcas rojas en el cuerpo de la acusada u olor de azufre,
eran las prácticas las que se juzgaban en base a una categorización previa que los manuales
inquisitoriales indicaban, dejando a los jueces amplia discrecionalidad en su definición maligna. Se
trataba, en fondo, de una casuística cuyos eslabones eran definidos por la mayor o menor gravedad,
en relación a los dogmas de la fe cristiana y, evidentemente, a la mayor o menor pretendida adhesión
a los designios del maligno. Prácticas supersticiosas, hechizos amorosos o de invulnerabilidad,
curaciones con yerbas, adivinación, rituales cristianos invertidos, declaraciones contrarias a los
dogmas cristianos, sueños con íncubos, evocaciones de un demonio y hasta reuniones nocturnas
con participación del diablo, entre otras, fueron prácticas consideradas anticristianas y, por esto,
diabólicas. En la mayoría de estos casos, producidos por la afiebrada fantasía de los inquisidores,
las prácticas reales pertenecían más a la medicina popular que a la influencia de algún espíritu
diabólico, aunque hay que tener presente que esa medicina popular colonial era el resultado de
múltiples aportes culturales derivados de la cultura popular española, la indígena americana y la
traída por los esclavos africanos, en cuyo contexto existían rituales que evocaban espíritus tutelares
propios. Esa medicina natural y ritual se había mezclado también con los contenidos de la doctrina
cristiana, donde se admitía la existencia de ángeles, tronos y dominaciones, lo que implicaba el uso
de signos cristianos, terminando esto por condicionar la percepción inquisitorial que transformaba a
los espíritus indígenas o africanos en demonios.

Sobre este universo de creencias y prácticas se concentró la mirada de los inquisidores de la red
que el Tribunal del Santo Oficio de Cartagena había tejido en todo el territorio de Tierra Firme:
comisarios, abogados, familiares y los mismos vecinos, fueron impulsados a observar, espiar y
delatar a quienes realizaban prácticas que los Edictos inquisitoriales habían descrito como
demoníacas. Véase el primer edicto que el inquisidor Lic. don Juan Sáenz de Mañozca y Zamora
hizo pregonar en 1610 en todas las parroquias del extenso territorio bajo su jurisdicción, al momento
de posesionarse de su cargo en Cartagena de Indias:

Ítem, que muchas personas, especialmente mujeres, fáciles y dadas a la superstición, con más grave ofença
a Nuestro Señor, no dudan de dar cierta adoración al demonio, para fin de saber de las cosas que desean,
ofreciéndole cierta manera de sacrificio, encendiéndole candelas y quemando incienso y otros olores y

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perfumes y usando de ciertas unciones en sus cuerpos, le invocan y adoran con el nombre de Ángel de Luz
y esperan de él las respuestas o imágenes o representaciones aparentes de lo que pretenden (en Toribio
Medina, 1899, p. 137).

Los comisarios recibían las denuncias de los vecinos o de los familiares, las registraban y, según
el caso, avisaban a la autoridad civil para que aprendieran al delatado, sospechado de prácticas
diabólicas. De estas denuncias, queda registro en un Cuadernillo de final del siglo XVIII, resguardado
en el Archivo Arquidiocesano de Caracas: se trata de 89 denuncias a 124 individuos, recopiladas
entre los años 1787 hasta 1810, de los cuales 23 eran mujeres (AAC, Santo Oficio, Carpeta 1). Las
denuncias de brujería se refieren a:

- Oraciones para escaparse de la cárcel;


- Unturas para fines torpes;
- Recitar los rezos cristianos al revés para conseguir lo que se quisiera;
- Polvos para alcanzar lo deseado o conseguir el favor de los hombres;
- Negar la trinidad e invocar el demonio para escaparse de los deudores;
- Echar suerte para encontrar las cosa perdidas;
- Brebajes para conseguir el favor de las mujeres;
- Rituales contra la mala suerte o para adivinar el origen de un mal;
- Rituales anticristianos para volar;
- Uso de yerbas y tabaco para curar.

Nos interesan aquí las 23 mujeres denunciadas: siete eran blancas, una negra, una morena, una
mestiza, tres mulatas, una indígena y nueve sin categorizar. De estas mujeres, diez fueron acusadas
de hechicería, dos de brujería, seis de blasfemia y proposición herética y cinco de posesión de libros
prohibidos, probablemente blancas acaudaladas. Para tener una idea del tipo de prácticas que se
denunciaban y que el comisario de la inquisición consideraba fidedignas, citamos dos de ellas:

Francisco Polo pardo libre vecino de esta ciudad que vive en la calle de San Juan, denuncio contra una
mulata llamada Dorotea que vive en la misma calle de San Juan, alta picarazada de viruelas, que esta
engaña a muchos valiéndose de la superstición de echar suertes para hallar las cosas perdidas: el mismo
denuncio que de un peon que vive en los Llanos llamado Salvador en el ato de Don Pedro Caravallo de las
Mercedes en el calvario, que el tal se valia tambien de suertes para lo mismo, se recivio este denuncio el
dia 11 de septiembre/19/ del año de 94 por la mañana.

Candelaria Delgado parda libre que vive en las casas Nuevas de San Jacinto denuncio haverle oido decir a
Maria Tomasa Muños negra esclava de Chepita Muños que vive junto de Magallane Pinzon que Incolaza
Ascanio negrita libre que vive en la calle de San Lazaro usaba una matica que regaba con aguardiente y
tabaco para sus bruxeria o embustes dixo que era testigo de esto un negro que llaman el sargento Bello
que vive en la misma calle de Thomasa Muños se recibo este denuncio dia 11 de Agosto del año 97 por la
mañana (AAC, Santo Oficio, Carpeta 1).

Los denunciantes son aquí vecinos y vecinas, a menudo para desquitarse de alguien que daba
fastidio o tenían como enemigo, pero también por haber observado directamente los presuntos
hechos que denuncian o, más frecuentemente, haber escuchado de alguien que fulana o mengana
realizaba esas prácticas, estrategia para no terminar involucrados en la misma denuncia como
cómplice o cliente. Véase, por ejemplo, la denuncia que María Ramona del Carmen, una mulata
negra, hace contra una mujer llamada Magdalena: “havia oido decir a una muchacha de la calle que
ella no conoce que una muger llamada Magdalena que tampoco conoce ensoñaba o daba no se que
brebage a los hombres para que esto quisiesen y solicitasen a mugeres” (ídem). Es este el resultado
de la acción permanente de curas e inquisidores: constituir una sociedad de delatores para mantener
el control sobre la población, haciéndolos cómplices de la acción represiva. De esta manera, nadie

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se salva de la mirada delatora, pero al mismo tiempo, para mejor salvarse, todos pueden
transformarse en delatores.

No todas las denuncias terminaban en procesos y éstos a menudo se resolvían en el mismo lugar
de la aprensión de los reos, mientras que los casos más graves eran derivados a Cartagena de
Indias, sede principal del Tribunal del Santo oficio. En este sentido, hay que tener en cuenta que
también la iglesia diocesana, celosa de su poder local, perseguía por su cuenta a los transgresivos
y transgresivas de la moral y de la religión. Así, es posible hablar de dos inquisiciones: una local, en
el ámbito de las diócesis, donde era el obispo el principal responsable de la entrega al poder civil; y
otra regional, dependiente de la sede del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Cartagena.
Así, la red de comisarios y familiares del Santo Oficio se superpone a la red de las parroquias y
solamente en algunos casos coinciden en la figura de párroco/comisario. En el medio de estos dos
aparatos represivos estaba la población, sobre todo la de bajo recursos, intentando llevar una doble
vida: la pública, según las normas oficiales, y la privada, escondida, secundando sus deseos y
creencias.

Entre los individuos reprimidos por brujería durante la época colonial en el territorio de la actual
Venezuela y de los cuales hemos conseguido registro documental, encontramos tanto mujeres como
hombres, incluyendo los casos de matrimonios que trasgredían de concierto y así eran aprendidos
y procesados. Es el caso, por ejemplo, de la familia Rumbos, Francisco y Ana María, de Quíbor, el
primero mulato esclavo y la segunda zamba libre. Los dos tenían una doble actividad: curaban con
yerbas a blancos, negros y mulatos; pero, con los indígenas, escenificaban una sagrada
representación asumiendo Francisco el papel de Cristo en la cruz y Ana María la de una figura
femenina, María o Magdalena, que le besaba los pies, terminando estas escenificaciones con rituales
curativos. Los dos fueron aprendidos, él como hechicero y ella como bruja, cuando se corrió la voz
que algunos enfermos curados por los dos se habían muerto (cf. Amodio, 2010).

Sin embargo, generalmente, más que grupos o familias enteras, los acusados o delatados eran
individuos específicos que no raramente vivían solos y con actividades que colindaban con las que
presuntamente se referían al campo mágico. Es el caso de las comadronas o de los yerbateros,
ambas actividades asociadas al curanderismo del cual se interesará en el siglo XVIII el protomedicato
acusándolos de intrusismo en la profesión médica (cf. Amodio, 1997). De cualquier manera, gente
que traficaba con “polvos” más o menos milagrosos había por doquier en Caracas como en el resto
de las ciudades coloniales, donde el saber mágico popular español se había mezclado con el
indígena y el africano traído por los esclavos. Véase el caso de la caraqueña María Basilia Sequeda,
blanca y dueña de esclavos, denunciada en 1792 por la parda libre María Lucrecia Peynado por
tener “unos polvos para conseguir todo lo que uno queria, y que por estos polvos varios esclavos se
habian libertado y que la declarante se lo comunico a una comadre suia llamada Petronila Nolasco
Garcia, esclava que vive en su casa y que la tal como creio en ello por que le dixo a la declarante
que viera como los solicitava para libertar una hija suia” (AAC, Santo Oficio, Carpeta 1).

Del conjunto de los procesos que hemos identificado sobresale una perspectiva de género que
es importante subrayar: son sobre todo las mujeres a ser acusadas de hechicería y brujería, mientras
que los hombres lo son de herejía y blasfemia. Priva aquí una representación de género, con los
hombres definidos por el “intelecto”, mientras las mujeres lo son por la “carne”, así como indicaba el
Malleus Maleficarum (1486):

Porque en lo que respecta al intelecto, o a la comprensión de las cosas espirituales, parecen ser de distinta
naturaleza que los hombres, hecho respaldado por la lógica de las autoridades, y apoyado por diversos

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ejemplos de las Escrituras. Pero la razón natural es que es más carnal que el hombre, como resulta claro
de sus muchas abominaciones carnales.

Así, los hombres, por la característica indicada, llegan a la herejía porque se aplicaban a
reflexionar, por su cuenta y sin la guía sacerdotal, sobre los misterios de la fe, errando en sus
conclusiones; mientras las mujeres, por su relación más estrecha con la naturaleza, llegarían con
más facilidad a conocer sus secretos, como las yerbas curativas y la partería, pero siendo más
débiles correrían mayores riesgos de caer en las garras del demonio. Esta relación entre mujeres y
naturaleza, sobre todo en lo que refiere a la reproducción, es ampliamente explícita en la Bula de
Inocencio VIII emitida en 1448:

Muchas personas de uno y otro sexo, despreocupadas de su salvación y apartadas de la Fe Católica, se


abandonaron a demonios, íncubos y súcubos, y con sus encantamientos, hechizos, conjuraciones y otros
execrables embrujos y artificios, enormidades y horrendas ofensas, han matado niños que estaban aún en
el útero materno, lo cual también hicieron con las crías de los ganados; que arruinaron los productos de la
tierra, las uvas de la vid, los frutos de los árboles; más aun, a hombres Y mujeres, animales de carga,
rebaños y animales de otras clases, viñedos, huertos, praderas, campos de pastoreo, trigo, cebada Y todo
otro cereal; estos desdichados, además, acosan y atormentan a hombres Y mujeres, animales de carga,
rebaños y animales de otras clases, con terribles dolores Y penosas enfermedades, tanto internas como
exteriores; impiden a los hombres realizar el acto sexual y a las mujeres concebir, por lo cual los esposos
no pueden conocer a sus mujeres, ni éstas recibir a aquéllos.

El texto papal enuncia los efectos perniciosos de la influencia del demonio, apuntando
fundamentalmente a los procesos vitales de cada comunidad: la reproducción de la naturaleza y de
los hombres, además del mantenimiento de la salud, siendo la matanza de los niños la imagen que
resumen su acción maléfica. Así, sobre todo en los momentos de crisis, el discurso del poder se
centra sobre la mujer que de esa función reproductiva es imagen y sujeto y, en particular, en aquellas
mujeres que se dedican a cuidar del parto y de la salud: las comadronas y las curadoras (cf.
Mannarelli, 1999: 28). De allí que a ellas son dedicadas las mayores acusaciones de brujería y
relaciones con el demonio, las que ejercitarían en grupo, así como normalmente se reúnen en las
cocinas para charlar de sus cosas, mundos del cual los hombres son en gran parte excluidos.2

3. El pacto con el demonio y el aquelarre nocturno

La literatura sobre el mundo mágico medieval generalmente asume una de las dos postura
dominantes: se trata de representaciones imaginarias de los sujetos y de sus perseguidores; o de
hechos reales rituales, donde el demonio desempaña su papel como ser imaginario o como ser
espiritual real. Dejando para más adelante la discusión sobre la realidad ritual del pacto, desde una
perspectiva antropológica lo que nos interesa es reconstruir los acontecimientos históricos de la
persecución y asumir por ahora como realistas también los relatos de los “hechos” que generaron la
acusación de pacto con el demonio, producidos por los inquisidores y las víctimas, a menudos bajo

2 El hecho que nos interesamos principalmente de las mujeres no debe hacernos olvidar que el otro grupo
perseguido con saña fue el de los esclavos y negros manumisos o de segunda generación, amén que una parte
de nuestras perseguidas pertenecían a este mismo grupo. En este sentido, al miedo ancestral de los hombres
europeos hacia las mujeres, lo que en última instancia desata la segregación marital, la exclusión y la represión,
hay que añadir el miedo a los esclavos. Escribe Jaime Humberto Borja Gómez: “Las relaciones de poder se
basaban en las imágenes creadas y en la estigmatización y represión de la instituciones primarias del indígena
y del negro. Las imágenes se reforzaron con muchos de los comportamientos de los dominados. Los esclavos,
por ejemplo, les enseñaron a los blancos a temerles: los españoles tenían miedo de los poderes sobrenaturales
de los negros, como lo demostró la proliferación de acusados por ejercer la brujería, herbolaría o hechicería con
fines amatorios en el siglo XVII” (Borja Gómez, 1996, p. 182).

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tortura. En este sentido, prácticas y discursos se justifican los unos con los otros, aunque hay que
tener en cuenta que en una sociedad estratificada y multiétnica hay discursos dominantes de los
cuales los subalternos a menudo se apropian, transformándolos y mezclándolos con los propios.

Entre Bulas papales y Tratados de superstición, que guiaron a los inquisidores en su cacería, el
texto seminal continúa siendo el Malleus Maleficarum y a él recurrimos para aproximarnos a la
“manera en que se establece el pacto formal con el demonio”, como reza uno de los títulos del texto:

El primer método es cuando las brujas se reúnen en cónclave, en un día prefijado, y el demonio se les
aparece en el cuerpo de un hombre, y las insta a tener fe en él, y les promete prosperidad mundana y larga
vida; y ellas recomiendan a una novicia a su aceptación. Y el demonio pregunta si abjurará de la Fe, y
abandonará la santa religión cristiana y la adoración de la Mujer Anómala (pues así llaman a la Santísima
Virgen MARIA), y jamás venerará los Sacramentos; y si ve que la novicia o el discípulo se muestran
dispuestos, el demonio extiende la mano, lo mismo que la novicia, y ésta jura, con la mano levantada, cumplir
con el pacto. Y hecho esto, el diablo agrega en seguida que no es suficiente; y cuando el discípulo pregunta
qué más debe hacerse, el diablo exige el siguiente juramento de homenaje: que ella se le entregue en cuerpo
y alma, para siempre, y que haga lo posible por atraer a otras de su sexo a su poder. Y por último añade
que debe preparar ciertos ungüentos con los huesos y miembros de niños, en especial de los que han sido
bautizados; por todos cuyos medios podrá cumplir con todos sus deseos, con la ayuda de él.

Se trata evidentemente de un ritual que recuerda algunas ceremonias católicas, particularmente


las que se realizan para el ingreso de novicias en los conventos femeninos, lo que depone a favor
de la interpretación que la “brujería”, por lo menos como era percibida por los teólogos cristianos, se
configuraba como el “espejo invertido” de la religión cristiana, lo que es confirmado especialmente
por los rituales de inversión como poner un crucifijo de cabeza para abajo o el señal de la cruz al
revés. De la misma forma, allí donde el cristianismo reclamaba castidad en el uso de los cuerpos, la
brujería le requería su entrega y el goce del placer físico. Las novicia brujas deberían también jurar
de captar secuaces en el mundo femenino ya que, según la concepción medieval, que desbordará
dentro de la modernidad, es ese mundo negado a los hombres, para quienes las mujeres representan
un peligroso misterio. En este sentido, asume mayor importancia el rechazo de la “mujer anómala”,
ya que rompe con las categoría rígidas y es presentada, por la misma iglesia católica como virgen y
madre, es decir un mediador canónico entre el mundo femenino y el mundo masculino a través de
su doble identidad, la que corresponde a la idea cristiana que las mujeres aceptables para su Dios
son solamente las vírgenes y las madres. Las que trasgreden este “orden de las cosas” son
execradas y marginadas, brujas al fin…

De estas representaciones del mundo medieval se hacen eco los inquisidores de Cartagena
cuando persiguen las mujeres tildadas como brujas en el territorio de Tierra Firme durante los siglos
XVII y XVIII. Aunque la mayoría de los casos de curanderismo con intervención de rituales brujeriles
fueron resuelto dentro de las mismas diócesis, los considerados más diabólicos fueron derivados a
la sede del Tribunal del Santo Oficio de Cartagena. Aunque no es posible afirmar de manera tajante
que la “inquisición diocesana” fue menos punitiva que la del Santo Oficio, no cabe duda que era este
el aparato represivo más importante de todo el territorio español para reprimir los desvíos de la
religión católica y el que utilizó la tortura física y psicológica como sistema cotidiano de interrogación,
amén de la multiplicidad y gravedad de los castigo, incluyendo la muerte por fuego. Citamos algunos
casos de represión de mujeres por brujería en el territorio colonial de la actual Venezuela.

Laureana del Basto, una mujer de Mérida, “morena de rostro, pelinegra, con un lunar al lado
siniestro y otro entre la ceja y el ojo”, fue acusada en 1653 por nueve testigos, de los cuales siete
eran “hombres principales”, por haber utilizado yerbas y lavatorios para atraer a los hombre, practicar

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la adivinación leyendo las rayas de las manos y, sobre todo, que “hablaba con un espejo y se reía
con él y lo mismo hacía estando sola en la cama a deshora de la noche” (AHNM, Inquisición, libro
1021). El hecho que tuviera lunares de la cara era, de por sí, una marca que podía ser considerada
delatora de maldad. Trasladada a Cartagena, fue recluida en el convento de Santo Domingo, desde
donde intentó defenderse asegurando que no sabía que curar con yerbas fuera pecado. Sin
embargo, los inquisidores estaban convencidos que se trataba de un clásico pacto con el demonio,
aunque “implícito”, lo que le valió, junto al hecho que el fiscal la consideraba “con poco juicio”, una
condena relativamente leve: el destierro por dos años de la villa de Mérida y de la de Madrid. Sin
embargo, el periodo de reclusión y los interrogatorios, a menudo violentos, había mellado la
resistencia de la mujer, tanto que el mismo fiscal terminó por declarar en 1654 que “salió sin juicio
de la cárcel de tal manera que anda en cuerpo y en cueros por las calles dando carreras” (ídem). No
obstante saber que la “locura” de la prisionera liberada era debida al sufrimiento que la prisión le
había deparado, ningún atisbo de piedad mella la consciencia del inquisidor.

Igualmente dramático es el caso de otra mujer de Cumaná acusada también de brujería y pacto
con el demonio. Ana Rodríguez de Villena era natural de la isla de Margarita, pero vivía en Cumaná
donde estaba casada con un canario de nombre Alonso Martín del Cerro (AHNM, Inquisición, libro
1021). Fue acusada en enero de 1638 de “echar la suerte con las habas”, facilitar yerbas para ser
queridos, hablar con los difuntos y, sobre todo, que “volaba como bruja”, aunque ella negaba estas
dos últimas acusaciones. Es importante resaltar que la acusada no niega haber practicado la
cleromancia o adivinación de la suerte con las habas, ritual de la Grecia clásica que se había
mantenido en el Mediterráneo hasta la época barroca y en España prevalentemente en Andalucía.
De aquí había llegado a las colonias americanas, donde era utilizado desde México hasta Chile,
siendo una práctica popular tan arraigada que no se le consideraba diabólica.

Hay en este caso, como en muchos otros, un contrapunteo entre admisiones bajo tortura y
retractación sucesiva que termina por recaer encima de la acusada, pero también obliga de alguna
manera a los jueces a dudar de las admisiones bajo coacción, lo que influye positivamente en la
determinación de las penas. Así, la acusada, a pocos días del encierro, cuanta los detalle de su
aprendizaje, explícitamente arrepentida:

Declaró que siendo doncella había topado a un indio piache, mohán, en un aposento, el cual le dijo que
estaba llamando a su curador, que luego entendió era el diablo y esta rea le dijo que le llamase que quería
verle para que le curase un dolor que tenía en la espalda y el indio le ofreció que si lo decía de veras lo
llamara. Y habiéndole dicho que si, vino el demonio la noche siguiente en figura de un pájaro que llaman
«panjinegro» y había dado un silvo, pero no había querido entrar dentro porque esta rea tenía u rosario al
cuello y habiéndoselo quitado volvió el demonio en figura de sapo y viéndolo la rea rezó el Credo entre sí,
con lo cual se había ido el sapo (ídem).

En otras ocasiones, cuenta a los inquisidores cómo se había encontrado nuevamente con el
diablo y cómo le había pedido favores, pero había sido defendida por los rezos del marido, tanto que
había exclamado: “¿Qué hacen los diablos que no llegan y me llevan?”. Hay una evidente lucha
entre el diablo, el marido y el deseo de la rea de escaparse de su vida cotidiana, no sabemos cuán
dura, aunque ella termina por declarar que son los diablos que la persiguen y no ella a buscarlos. De
hecho, durante el traslado en barco a Cartagena, el diablo vuelve a parecérsele como un “indio”
desnudo quien le pide de sacarse un crucifijo que llevaba en el cuello. Llama la atención la forma
que asume el demonio en los dos casos, el de un “indio”, lo que parece mostrar algún grado de
adaptación de las creencias populares españolas a la realidad americana, con su caracterización
negativa del otro indígena: los chamanes indígenas considerados como adoradores del diablo. Sin
embargo, tenemos algunas dudas en cuanto al origen del relato, por lo menos en su construcción

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semántica, cuando se define a los chamanes indígenas como “piache” y “mohán” ya que, aunque
Ana Rodríguez de Margarita hubiera podido saber el nombre “piache” siendo común en el Caribe, el
de “mohán” es completamente andino, lo que parece resultar más del saber del inquisidor que de la
margariteña. En la segunda aparición, la del barco, el indio que aparece no es ya un acólito del
demonio sino el mismo en persona que asume esa forma, además desnudo, reproduciendo así el
imaginario medieval que relacionaba el diablo con el sexo, lo mismo que el uso de rezos, rosarios y
crucifijos para alejarlo. De cualquier manera, al momento de la sentencia, la prisionera vuelve a
retractarse negando todo. No sabemos cuánto le sirvió hacerlo, aunque no terminó en la hoguera
sino que se la condenó a salir en un Auto de fe con las insignias de hechicera y una vela de cera en
las manos, además de ser desterrada por dos años de la ciudad de Cumaná.

Un poco más complejo es el caso de Bárbola de Albornoz, una mulata libre de Barquisimeto,
quien fue acusada en 1633 por diez mujeres, sus “cómplices”, de “ser bruja y acudir a las juntas de
tales, donde hacía el reniego ordinario y los demás ritos y ceremonias, como son besar el cabrón en
el trasero, cenar de las cenas de las brujas y juntarse con el diablo, conociéndola carnalmente”
(AHNM, Inquisición, libro 1020). Fue presa y trasladada a Cartagena, donde a lo largo de dos
audiencias negó todas las acusaciones, pero a la tercera admitió todo, relatando cómo se había
involucrado en esas ceremonias para liberarse del duro trabajo en los campos cuando, un viernes,
otra mujer la había convencido a participar en la junta con el demonio. Allí habría negado al dios
cristiano, con la promesa de bienes terrenos en abundancia, siéndole asignado un diablo de nombre
Tumaque como compañero, quien le dio algunas órdenes:

La mandó a hacer una cruz en el suelo con el pie izquierdo y la borrase con el trasero… y luego bailaron
alrededor de un cabrón y al dar la vuelta le besaban en el trasero y ésta hizo lo mismo y al besarle le despidió
una ventosidad hediendo a piedra de azufre y luego habían cenado una comida desabrida y guisada sin sal,
que no había podido saber de qué era y apagadas las candelillas que traían en las manos, se juntaron las
brujas a sus diablos y la dicha Bárbola de Albornoz con el suyo, el cual la conoció por el vaso trasero (ídem).

Como veremos más adelante, el esquema del relato de la reunión con el demonio reproduce la
estructura clásica del aquelarre europeo, incluyendo una de las prácticas más execrada por la iglesia
católica, la sodomía, que era considerada pecado nefando tanto si se realizada entre hombre como
entre hombres y mujeres. Las varias confirmaciones de los hechos llevaron Bárbola de Albornoz a
ser declarada culpable de herejía y pacto con el demonio pero, ya que había mostrado
arrepentimiento, fue admitida a “reconciliación” con la iglesia, aunque obligada a desfilar en un Auto
de fe público, con las insignias de bruja y la coroza (sombrero alto y de punta), vestida con un
sambenito con dos aspas (cruces de San Andrés), lo que indicaba la gravedad del delito, y a declarar
públicamente su abjura. Además, fue condenada a un año de “hábito y cárcel” y al sucesivo destierro
de todo el obispado una vez cumplida la pena.

La historia de Bárbola tiene una colofón dramático: casi un año después, en noviembre de 1635,
cuando todavía estaba cumpliendo su condena, fue llamada a testificar en contra de una de sus
compañeras de Barquisimeto, pero esta vez opuso resistencia a confirmar las acusaciones, negando
de haber sido bruja y de haberse encontrado con el demonio. El juez la mandó a despojar del hábito
religioso y fue nuevamente encerrada en la prisión de la inquisición. Aquí fue sometida al “tormento
de la rueda”, esta vez doble: in caput propium, para confesar sus propias faltas, y en caput alienum,
para confesar la de las demás. Intentó resistirse y negar todo, pero, a la segunda sesión de
“tormento”, cedió al dolor “a la primera vuelta”, confesando nuevamente tanto sus acciones brujeriles
como las de las demás acusadas. Fue así condenada nuevamente en enero de 1636 al destierro y
además a cien azotes por haberse retractado.

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Finalmente, una última persecución que se produce en 1772, cuando Lucía Negra, una partera
del Tocuyo, fue acusada de brujería por el hecho que en determinadas noches se quedaba como
muerta, con gran estruendo de las gallinas que se encontraban en el techo de su habitación. Eran
estos signos inconfundibles de que se trataba de una bruja que en espíritu volaba, espantando las
gallinas, para participar de las reuniones con otras brujas y el demonio, el llamado sabbat o
aquelarre, con palabra vasca (AICT, Sección Brujerías y Herejías, Tomo 1, Legajo 41). De nada valió
la defensa del cura, quien declaraba que la mujer era cristiana y que iba a misa con regularidad, a
contrastar la fama de bruja de Lucía, tanto que hasta su novio, el negro Agustín, había desistido de
sus intenciones matrimoniales. Una vez más, se trata del “rumor” que corre entre los diferentes
estamentos, prestándose tanto hombres como mujeres, del mismo grupo social o de otro, a su
difusión (lo que expresa un claro sistema de control social implícito). No sabemos como terminó el
caso, pero los pocos datos muestran que, casi ciento cincuenta años después del primero y en plena
ápoca ilustrada, las representaciones del mundo brujeril, tanto de los inquisidores como de la misma
población, no han cambiado mucho, aunque ya el Tribunal del Santo Oficio estaba más interesado
a reprimir las ideas de libertad que se gestaban en el viejo y nuevo mundo que a perseguir hipotéticas
brujas (de hecho, no hay que olvidar que las ideas ilustradas penetraron también en la misma iglesia
católica sin por ello, evidentemente, disminuir su afán de control social).

4. La cena de las brujas: realidad e imaginación

A comienzo del apartado anterior dejamos de lado el problema de la realidad del aquelarre a fin
de tener una base etnográfica sobre las cual basar nuestro examen de la cuestión. Lo que hay que
añadir a lo ya dicho, ampliando la problemática al mundo europeo, es que el fenómeno brujeril
medieval descrito y perseguido por la inquisición no incluye el cónclave diabólico por lo menos hasta
la segunda mitad del siglo XIV, según los datos y reconstrucción aportados por Carlo Ginzburg
(1989), salvo en forma larvada, la que se “desarrollará” durante el siglo sucesivo asumiendo las
formas que encontramos en época barroca. Caro Baroja, en su fundamental obra de 1961, Las brujas
y su mundo, la cual extrañamente no aparece citada en el texto de Ginzburg, propone fijar las fecha
hacia los años 30 de ese mismo siglo, refiriéndose particularmente a los procesos de Carcassonne
(Francia), donde la representación del sabbat aparece ya estructuralmente constituida. Veamos la
referencia a algunas declaraciones de mujeres perseguidas en Toulouse:

Ana María de Georgel y Catalina, mujer de Delort, ambas de Toulouse y de edad madura, han dicho en sus
confesiones jurídicas que desde hace unos veinte años se hallan afiliadas al innumerable ejército de
Satanás, dándose a él, tanto en esta como en la otra vida. Que muy a menudo, y siempre en la noche del
viernes al sábado, han asistido al Sabbat, que se celebraba ora en un lugar, ora en otro. Que allí, en
compañía de hombres y mujeres sacrílegos, se libraban a toda clase de excesos, cuyos detalles causan
horror… Allí se encontró con un macho cabrío gigantesco, al que saludó y al que se abandonó. El macho
cabrío, a cambio, le enseñó toda clase de secretos maléficos (en Caro Baroja, 1986, pp . 115-116).

Más allá de los posibles orígenes de la figura del cabrío, desde los cultos populares
centroeuropeos hasta la referencia bíblica al sacrificio mosaico que ligaría el aquelarre al sábado
judío (el nombre Sabbat es una derivación obvia del día sagrado para los hebreos), lo que nos
interesa es que su figura entra en los manuales inquisitoriales y, como el mismo Caro Baroja escribe,
“con una velocidad vertiginosa, de mediado del siglo XIV en adelante, se van recogiendo noticias
acerca de él aquí y allá” (Caro Baroja, 1986: 119). Que después haya pasado a América, como
creencia o como ritual, con los migrantes populares y con los mismos inquisidores y sus Tratados,
es cosa no sólo obvia sino también demostrada, por ejemplo, en nuestro caso, por la presencia de
mujeres blancas españolas acusadas de brujería y de pacto con el demonio en Cartagena de Indias.

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Véase las declaraciones del mulato Juan Lorenzo en el proceso contra Lorenza de Azevedo, cuando
declara que esta le dijo que conocía “una muger que avía venido de España, sin nombrarla, que avía
hecho por ella grandes cosas” (AHNM, Inquisición, Leg. 1620, cuaderno 1; cf. Tejado Fernández,
1954, p. 202).

Así, dando por demostrada la existencia de prácticas individuales curativas y mágicas


compartidas por gran parte de las poblaciones de bajos recursos en Europa como en América, la
cuestión se centra en la existencia o no de la reunión sabática, lo que implicaría la existencia de
redes de connivencias y hasta organizaciones específicas. Antes que nada, retomando a Caro
Baroja, parece evidente “que hay que convenir en que lo que se dice es siempre más fácil de
averiguar que lo que en realidad ocurre, o sea lo que ha servido de base a aquello que se dice
precisamente. La bruja de los relatos puede ocultarnos, así, a un personaje real difícil de retratar con
rasgos realistas” (Caro Baroja, 1986: 300). Aun con esta dificultad, este autor parece convencido de
la existencia real de la reunión de las brujas, dejando para los teólogos el problema del diablo y su
realidad, pero metodológicamente advirtiendo que existen más informaciones sobre los que creían
en las brujas de lo que las mismas brujas y brujos creían. Sin embargo, la lección de Carlo Ginzburg
estriba precisamente en la posibilidad de divisar las ideas subalternas de una determinada época
aun cuando “las ideas, creencias y esperanzas de los campesinos y artesanos del pasado nos llegan
(cuando nos llegan) a través de filtros intermedios y deformantes” (Ginzburg, 2000: 11). Para esta
tarea, es posible hoy echar mano de recursos bastantes sofisticados, como el “análisis del discurso”
o la semiótica, para identificar las formas y los contenidos que pueden atribuirse unas veces a los
inquisidores y otras a los inquiridos. Como el mismo Ginzburg propone en el caso estudiado en el El
queso y los gusanos, “la irreductibilidad a esquemas conocidos de parte de los razonamientos de
Menocchio nos hace entrever un caudal no explorado de creencias populares, de oscuras mitologías
campesinas” (Ginzburg, 2000, p. 17).

Precisamente la referencia a la mitología, a partir de una lectura de Levi-Strauss, permite a


Ginzburg avanzar su hipótesis en relación a las reuniones de los Beneandanti friulanos (chamanes):
aunque no excluyendo la existencia de cultos ligados a la agricultura y la cacería, sobre todo aquellos
que hacían referencia en Europa a la Diana de los griegos y romanos, “la realidad física de las juntas
brujeriles no recibe ninguna confirmación, ni por vía analógica, de los procesos contra los
bienandantes. Ellos declaraban concordemente que de salir de noche “invisiblemente con el
espíritu”, dejando el cuerpo inconsciente… Expresiones como “existencia de la brujería” y “culto
brujeril documentado” (poco acertadas ya que asumen el punto de vista deformante de los
inquisidores) delatan… la confusión entre mitos y ritos, entre conjunto coherente y difuso de
creencias y grupo organizado de personas que las habría practicado” (Ginzburg, 1989: XXIII). De
esta “mitología” participarían evidentemente también los inquisidores quienes, por su parte, habían
construido su representación a partir de textos escritos, es decir, de la “historia de las ideas”
occidental, sobre todo cristiana.

Intentaremos primeramente demostrar la validez de esta conclusión volviendo al relato de Bárbola


de Albornoz, la mulata de Barquisimeto de la cual hemos descrito arriba los sufrimientos, para
después aportar datos que la limitan, aunque sin invalidarla completamente. Como se recordará,
Bárbola terminó por “confesar” bajo tortura describiendo la reunión con el diablo: había marcado una
cruz en el suelo con el pie izquierdo, la había después borrado con el trasero y había bailado y
besado el cabrío, etc. Esta descripción del encuentro con el diablo resulta demasiado coherente con
los manuales de la inquisición y hasta con otro proceso que veinte años antes se había realizado en
Logroño, en el País Vasco, contra las mujeres de Zugarramurdi, para no producir la sospecha que

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quien metía las palabras en la boca de la rea, después de haberla torturada, era el mismo fiscal de
la inquisición.

Pero tenemos datos más cercanos: en 1628 fue procesado en Cuba por la inquisición
cartaginense un esclavo carabalí de nombre Antón, quien terminó declarando que Isabel, la mujer
que le había iniciado en la brujería, lo llevó

a un campo adonde a poco rato vio que vinieran muchos hombres y que en un trono alto, en figura de cabrón
grande, se sentó el demonio y luego, de dos en dos, fueron a darle obediencia, besándole el trasero, que
llevo a éste consigo a ofrecérsele y el demonio a largó los brazos para acariciarlo como suyo… Dijo y hizo
el reniego de la fe y ley evangélica de Nuestro Señor Jesús Cristo y pisó la cruz… (AHNM, Inquisición, Libro
1020, f. 298; cf. De Mello y Souza, 2005, p. 196).

Otro ejemplo, siempre referentes a perseguidos por el Tribunal del Santo Oficio de Cartagena, se
refiere a un grupo de mujeres de Tolú, del Nuevo Reino de Granada, donde Lucía Biáfara había
confesado en 1633 que

luego bailaron alrededor de un cabrón y como iban dando la vuelta lo besaban en el trasero y dicho cabrón
estaba muy contento de ello, saltando hacia arriba y descubriendo el trasero y esta rea confesaba lo besó
en él y al besarlo le despidió una ventosidad hediendo a piedra de azufre y luego cenaron un ajiaco de carne
humana guisado sin sal, con sólo agua…” (AHNM, Inquisición, Libro 1020, f. 326.).

Bárbola y Lucía fueron procesadas en el mismo año en Cartagena, lo que podría llevarnos a
pensar en la posibilidad de una comunicación entre las dos mujeres dentro de la cárcel inquisitorial,
ya que una comunicación previa es bien difícil considerando las grandes distancias que hay entre
Barquisimeto en la Provincia de Venezuela y Tolú en el Nuevo Reino de Granada; de cualquier
manera, Antón lo fue en 1628 en Cuba, lo que implica la imposibilidad de comunicarse con las
mujeres citadas. Cabe evidentemente otra hipótesis con más visos de realidad: lo que unificaba a
los tres perseguidos, y los otros y otras que por falta de espacio no citamos, son los inquisidores,
comenzando con el mismo Juan Sáenz de Mañozca y Mendoza, presidente del tribunal de
Cartagena, quien después de graduarse de bachiller en artes en México, había cursado en
Salamanca derecho y cánones, lo que es una demostración de su saber literario e inquisitorial,
siendo esta ciudad uno de los centros de producción de tratados morales y manuales inquisitoriales.
Como declaraba en 1612 en un momento de lucidez uno de los tres inquisidores de Logroño, Alonso
de Salazar, “no hubo brujos ni embrujados en el lugar hasta que se comenzó a tratar y escribir de
ellos” (en Henningsen, 1983: exergo inicial).

Nuestra primera conclusión es que la construcción del relato del aquelarre americano aquí
reportada pertenece al imaginario de los inquisidores, aunque es posible indicar algunos contenidos
de origen popular más o menos entremezclados con el relato dominante de la inquisición: el diablo
como indio, el tipo de comida consumida, la invocación a los espíritus, etc. En este sentido, es
innegable, sobre todo después del aporte de Bajtin (1987) en base a la obra de Rabelais, Gargantúa
y Pantagruel, que entre cultura popular y cultura elitista o literaria medieval había intercambios,
apropiaciones y mediaciones de abajo hacia arriba y viceversa. De allí que, cuando los inquisidores
estimulan a los reos hacia la construcción del relato “oficial” del aquelarre, encuentran también
terreno ya abonado por las vivencias y creencias de los perseguidos. Esta conclusión depone
evidentemente más a favor de la existencia discursiva del relato y no necesariamente de la ritual, así
como lo ha sugerido Carlo Ginzburg.

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Sin embargo, en la medida en que ese discurso, ideológico e intelectual para gran parte de los
inquisidores, se hace mito para los estratos populares de esas sociedades, mezclándose con los
fragmentos de las culturas populares y cultas de su pasado, en el sentido de Gramsci, se constituye
como marco cultural de referencia más o menos inconsciente para las prácticas cotidianas y las
extraordinarias de las fiestas y carnavales. De hecho, es verdad que el relato mitológico adquiere a
menudo autonomía propia, pero lo es también que su existencia no prosigue solamente en el “mundo
de las ideas”, salvo en el caso de los mitos escritos, sino que corresponde siempre a prácticas
concretas, la mayoría de las veces de tipo ritual. Lo que nos llevaría a avanzar la hipótesis de la
existencia de grupos de vecinos y vecinas que, por necesidades sociales y hasta sexuales, pudieran
haberse “organizado” alrededor de figuras carismáticas, sobre todo mujeres de saberes y prácticas
curativas y mágicas, y realizado “cenas” donde encontraban la posibilidad de expresar más
libremente su sentir intelectual y corporal, también recuperando en la memoria de las culturas
tradicionales indígenas o africanas rituales que incluían prácticas culinarias y sexuales más o menos
transgresivas, incluyendo la presencia de individuos simbólicamente mascarados o la incorporación
de espíritus de la naturaleza. Si, como escribe Lisón Tolosana a propósito de las Beatas, “todos
aquellos que por razones personales, temperamentales y/o estructurales militan en ese campo
intersticial pisan una superficie inclinada que insensiblemente les desliza hacia formas socio-
mentales contra” (Lisón Toledana, 2004: 66), estas reuniones clandestinas deben considerarse, por
lo menos mecánicamente, como contrapuestas y alternativas a la vivencia cuotidiana impuesta por
la iglesia. Si asumimos esta hipótesis, aunque evidentemente toda por demostrar con datos
fehacientes, tal vez se nos abriría un mundo secreto de resistencias y alegrías compartidas, un país
al revés donde son las mujeres a tener la batuta, acompañadas por hombres reacios a asumir la
identidad masculina que se le imponía; al fin, el sueño de un mundo más libre.

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