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LANARK

ALASDAIR GRAY

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Lanark

fue un acontecimiento literario en el momento de su publicación, en


1981, y recibió grandes elogios de la crítica (El TLS lo tildó de “extraordinaria
obra maestra”). Convertido en un clásico con el tiempo, el libro toma de
Kafka y del cómic americano, de la ciencia ficción y del realismo más formal
para construir un relato muy humano, a la vez divertido y apocalíptico.
Alasdair Gray sigue el rastro del protagonista en el mundo que conocemos y
unos cuantos más (no en orden cronológico, por cierto), una prolongada
penitencia moral que le permite proyectar una alegoría gigantesca de nuestra
sociedad. Artista además de escritor, Gray es también el autor de la
impactante obra gráfica del libro, que se ha respetado en el interior y
recuperado para las cubiertas con la vuelta al diseño original.

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Alasdair Gray

Lanark
Una vida en cuatro libros

ePub r1.1
Titivillus 25.04.15

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: Lanark
Alasdair Gray, 1981
Traducción: Albert Solé

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Y sobre la tierra se verán criaturas que lucharán unas con otras, con las
mayores pérdidas y numerosas muertes en ambos bandos. Su malicia carecerá
de límites; sus potentes miembros destruirán los vastos bosques del mundo; y
cuando estén llenas de comida satisfarán sus deseos infligiendo la muerte, el
sufrimiento, las penalidades, el terror y el destierro a todos los seres vivientes; y
su ilimitado orgullo hará que sientan el deseo de alcanzar el cielo, pero el gran
peso de sus miembros hará que no puedan remontar el vuelo. Nada habrá en la
tierra, bajo ésta o en las aguas que no se vea perseguido, conturbado o echado a
perder, y aquello que pertenezca a un país será llevado a otro. Y sus cuerpos se
convertirán en la tumba y el medio por el que morirán todos los cuerpos vivos
con los que han acabado. Oh, tierra, ¿por qué no te abres y les lanzas a las
profundas fisuras de tus vastos abismos y cavernas, dejando de mostrarle al
cielo un monstruo tan cruel y horrible?
—De los cuadernos de notas de Leonardo da Vinci

VLADIMIR: Supón que nos arrepentimos.


ESTRAGON: ¿Arrepentimos de qué?
VLADIMIR: Oh… (reflexiona). No haría falta que entráramos en detalles.
—De Esperando a Godot de Beckett

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CAPÍTULO I

El Élite
Al Café Élite se entraba mediante una escalera de caracol que nacía en el vestíbulo
del cine. Una vez recorridas dos terceras partes del camino había un rellano con una
puerta que daba al cine, pero la gente que iba al Élite seguía subiendo y llegaba a una
gran habitación de aspecto no muy atractivo, llena de sillas y mesitas de cafetería. La
habitación resultaba poco atractiva no porque estuviera sucia sino debido a la
iluminación. El suelo estaba cubierto por una alfombra escarlata, las sillas estaban
tapizadas con tela del mismo color y el techo, no demasiado alto, estaba adornado
con espirales de escayola rosada, pero las tenues luces verdes de las paredes
convertían esos colores en variedades del marrón y hacían que las pieles de los
clientes tuvieran un aspecto grisáceo un tanto parecido al de los cadáveres. La entrada
estaba en una esquina de la habitación y en la esquina opuesta había un hombre
gordo, calvo y sonriente, inmóvil tras las relucientes palancas de una cafetera. Vestía
pantalones negros, camisa blanca y pajarita negra y o era mudo o tan callado que casi
rozaba la anormalidad. Jamás hablaba; los clientes sólo se dirigían a él para pedir café
o cigarrillos, y cuando no estaba atendiendo a tales pedidos el hombre se mantenía
tan quieto que el mostrador parecía una extensión de su persona, como el anillo que
rodea a Saturno. Junto al bar había una puerta que daba a una angosta balconada que
dominaba la entrada del cine. Allí había apenas el sitio suficiente para tres mesas con
un parasol atravesando cada una de las superficies metálicas. En la balconada no se
tomaba café, pues el cielo solía estar oscuro, el viento era fuerte y la lluvia frecuente.
En las mesas había charquitos de agua, la fláccida tela mojada de los parasoles
chocaba sordamente con los postes metálicos y los asientos estaban mojados, pero
aun así había un hombre de unos veinticuatro años que tenía la costumbre de sentarse
allí, encogido en un impermeable negro con el cuello subido. Algunas veces
contemplaba con perplejidad el negro cielo, otras veces se mordisqueaba
pensativamente el nudillo del pulgar. Nadie más utilizaba la balconada.
Cuando el Élite estaba lleno en su interior podían oírse casi todos los lenguajes y
dialectos. La clientela tenía menos de treinta años y formaba camarillas de cinco o
seis miembros. Había camarillas políticas, camarillas religiosas, camarillas artísticas,
camarillas homosexuales y camarillas del crimen. La conversación de algunas
camarillas giraba en torno al atletismo, la de otras en torno a los coches de carreras y
había algunas que sólo hablaban de jazz. Algunas camarillas tenían como centro una
persona determinada, y la más numerosa de todas estaba dominada por Sludden.
Normalmente su camarilla ocupaba un sofá situado junto a la puerta de la balconada.
Una camarilla adyacente estaba formada por gente que había pertenecido a la de
Sludden pero que se había hartado de ella (tal y como afirmaban) o que había sido

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expulsada de ella (tal y como afirmaba Sludden). Las camarillas no se apreciaban
entre ellas y a nadie le gustaba demasiado el café. Era bastante común que un cliente
dejara su taza de café sobre la mesa y dijera: «El Élite es un sitio horrible. No sé por
qué venimos aquí. El café es malo, la iluminación es mala y el sitio está repleto de
maricas, morenos y judíos. Pongamos de moda el ir a otro sitio». Y entonces alguien
respondía: «No hay ningún otro sitio. El Salón de Té de Galloway es demasiado
burgués; todo son hombres de negocios, paragüeros y cabezas de ciervo disecadas. El
Shangri-La tiene una gramola que te deja medio sordo y de todas formas siempre está
lleno de tipos duros. Ahí fue donde le rajaron la cara a Armstrong. Están los pubs,
claro, pero no nos vamos a pasar la vida bebiendo. No, puede que este sitio sea
horrible, pero no tenemos ningún otro. Es céntrico, resulta cómodo porque tiene el
cine al lado y por lo menos te da una excusa para salir de casa».
El café solía estar repleto y nunca estaba totalmente vacío, pero en una ocasión
casi no había nadie. El hombre del impermeable negro salió de la balconada y no vio
a nadie salvo al camarero y a Sludden, que estaba sentado en su sofá de costumbre. El
hombre colgó su impermeable en una percha y pidió un café. Cuando se apartó del
mostrador vio a Sludden observándole con cara de diversión.
—¿Lo has encontrado, Lanark?
—¿Que si he encontrado el qué? ¿A qué te refieres?
—¿Has encontrado lo que buscas en la balconada? ¿O es que vas allí para
evitarnos? Me gustaría saberlo. Me interesas.
—¿Cómo sabes cuál es mi nombre?
—Oh, todos conocemos tu nombre. Normalmente siempre hay alguno de nosotros
en la cola cuando lo gritan en la oficina de la asistencia social. Siéntate.
Sludden dio unas palmaditas en el sofá. Lanark vaciló, puso su taza sobre la mesa
y tomó asiento en él.
—Cuéntame por qué te pasas la vida en el balcón —dijo Sludden.
—Porque me gusta el sol.
Sludden frunció los labios como si tuviera algo amargo en la boca.
—No me parece que haga un tiempo adecuado para tomar el sol.
—Te equivocas. Lo vi no hace mucho y tuve tiempo de contar hasta cuatrocientos
antes de que se ocultara, y a veces dura más rato. ¿Te importa que hable de esto?
—¡Sigue! No es fácil encontrar gente con la que puedas discutir de estos temas,
pero yo les he dedicado muchas horas de meditación. Que te dediques a pensar en
ellos me interesa. Di lo primero que te venga a la cabeza.
Lanark estaba complacido y disgustado. Se encontraba lo bastante solo como para
sentirse halagado cuando la gente hablaba con él pero le molestaba verse tratado de
una forma tan condescendiente.
—No hay mucho que contar —dijo fríamente.
—Pero ¿por qué te gusta la luz del sol? Nuestras fuentes de luz habituales son
más que suficientes, ¿no?

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—La luz del sol me permite medir el tiempo. Desde que vine aquí han pasado
treinta días y puede que se me hayan escapado algunos porque dormía o estaba
tomando un café, pero cuando me acuerdo de algo puedo decir que ocurrió hace dos
días, o diez, o veinte. Eso hace que mi vida parezca más ordenada.
—¿Y cómo pasas tus… días?
—Paseo, visito librerías y cines. Cuando ando corto de dinero voy a la asistencia.
Pero la mayor parte del tiempo miro el cielo desde la balconada.
—¿Y eres feliz?
—No, pero estoy satisfecho. Hay formas peores de vivir.
Sludden se rió.
—No me extraña que tengas una obsesión morbosa con la luz del sol. Lo que
tendrías que haber hecho nada más llegar es acudir a diez fiestas, acostarte con diez
mujeres y pillar diez borracheras, y lo único que has hecho es dejar pasar treinta días.
En vez de convertir la vida en un banquete continuo la cortas en días y te los tragas
regularmente, igual que si fueran píldoras.
Lanark miró de soslayo a Sludden.
—¿Acaso tu vida es un banquete continuo?
—Me divierto. ¿Y tú?
—No. Pero estoy satisfecho.
—¿Por qué te contentas con tan poco?
—¿Qué otra cosa puedo hacer?

El café se había ido llenando de clientes y el local estaba casi repleto. Sludden se
mostraba más jovial y abierto que cuando habían empezado a conversar.
—La emoción… Ésa es la única razón de ser de la existencia —dijo alegremente
—. Esos momentos de vívida emoción en que un hombre se ve dominado por la
exaltación y se siente dueño de todo… Las drogas, el crimen o el juego pueden
proporcionarnos esos momentos pero el precio es más bien elevado, y también
pueden proceder de alguna afición como los deportes, la música o la religión. ¿Tienes
alguna afición?
—No.
—Y podemos obtenerlos del trabajo y el amor. Por trabajo no me refiero a educar
niños o apalear carbón, me refiero al trabajo que te da una buena posición en el
mundo, que te hace destacar de entre el resto de la gente, y por amor no me refiero al
matrimonio o la amistad, me refiero al amor libre e independiente que cesa cuando
desaparece la emoción. Quizá te he sorprendido colocando en la misma categoría el
trabajo y el amor, pero los dos son formas de dominar a los demás.
Lanark pensó durante unos instantes en lo que le había dicho. Parecía lógico.
—¿Crees que podría encontrar algún empleo? —le preguntó.
—¿Has visitado el Salón de Té de Galloway?

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—Sí.
—¿Y hablaste con alguien de allí?
—No.
—Entonces no puedes ser un hombre de negocios. Me temo que deberás dedicarte
al arte. El arte es el único trabajo posible para quienes son incapaces de llevarse bien
con los demás, pero aun así siguen queriendo ser especiales.
—Yo nunca podría ser artista. No tengo nada que contarle a la gente.
Sludden se echó a reír.
—No has entendido ni una sola palabra de lo que he dicho.
Lanark, por naturaleza, era incapaz de mostrar mucho resentimiento o ira. Apretó
los labios y contempló la taza de café con el ceño fruncido.
—Un artista no le cuenta cosas a la gente, se expresa a sí mismo —dijo Sludden
—. Si el yo del artista se sale de lo corriente su obra sorprende a la gente o le provoca
emociones. Sea como sea, su obra les impone su personalidad. Vaya, aquí llega Gay.
Por fin… ¿Te importaría hacerle sitio?

Una muchacha delgada, bonita y de aspecto fatigado vino hacia ellos por entre las
mesas repletas de clientes. Le sonrió tímidamente a Lanark y tomó asiento junto a
Sludden.
—¿Llego tarde? —preguntó con nerviosismo—. He venido tan pronto como…
—Me has hecho esperar —le dijo él fríamente.
—Oh, lo siento, realmente lo siento. Vine tan deprisa como pude. No tenía
intención de…
—Tráeme cigarrillos.
Lanark, incómodo, se dedicó a contemplar la superficie de la mesa.
—¿Y tú qué haces? —preguntó en cuanto Gay hubo ido al mostrador.
—¿Eh?
—¿Eres un hombre de negocios? ¿O un artista?
—Oh, poseo una fantástica habilidad para no hacer nada.
Lanark examinó atentamente el rostro de Sludden buscando el más mínimo rastro
de una sonrisa.
—Los trabajos son formas de dominar a los demás —dijo Sludden—. Yo soy
capaz de dominarles sin hacer nada. No fanfarroneo. Sencillamente, es la verdad.
—Eres muy modesto —dijo Lanark—, pero te equivocas al afirmar que no haces
nada. Hablas muy bien.
Sludden sonrió y aceptó un cigarrillo de Gay, que había vuelto a sentarse a su
lado con expresión contrita.
—No suelo hablar con tanta franqueza como lo estoy haciendo —dijo—; con la
mayor parte de la gente sería malgastar mis ideas. Pero creo que puedo ayudarte.
¿Conoces a alguna chica?

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—No, a ninguna.
—Yo te presentaré a unas cuantas.
Sludden se volvió hacia Gay y le pellizcó ligeramente el lóbulo de la oreja.
—¿A quién le daremos? —le preguntó con amabilidad—. ¿A Frankie?
Gay se rió y su rostro se iluminó con una expresión de felicidad.
—Oh, no, Sludden —dijo—. Frankie grita y es vulgar y Lanark es del tipo callado
y meditabundo. No, Frankie no.
—Entonces, ¿qué hay de Nan? Es más bien callada, del tipo oh-quieres-ser-mi-
papaíto.
—¡Pero Nan está loca por ti!
—Lo sé, y es una molestia. Estoy harto de verla llorar en el rincón cada vez que
me tocas la rodilla. Se la podemos regalar a Lanark. No. Tengo una idea mejor. Yo
me quedaré con Nan y Lanark puede quedarse contigo. ¿Qué te parece eso?
Gay se inclinó sobre Sludden y le besó cariñosamente la mejilla.
—No. Le daremos a Rima —dijo él.
—Rima no me cae bien. Es falsa y escurridiza —dijo Gay, frunciendo el ceño.
—No lo es. Se basta a sí misma.
—Pero Toal anda tras ella. Salen juntos.
—Eso no quiere decir nada. Toal tiene una fijación fraternal hacia ella y ella tiene
una fijación fraternal hacia él. Su relación es puramente incestuosa. De todas formas
ella le desprecia. Se la daremos a Lanark.
—Eres muy amable —dijo Lanark, sonriendo.
Había oído decir en algún sitio que Gay y Sludden estaban comprometidos. El
guante de piel que cubría la mano izquierda de Gay le impedía ver si llevaba anillo,
pero ella y Sludden exhibían el tipo de intimidad en público que es propio de una
pareja de novios. Lanark había sentido cierto temor ante Sludden pero ahora, con Gay
sentada junto a él, su compañía le resultaba bastante agradable. Pese a que hablaba
mucho del «amor independiente» parecía practicar un tipo de amor más firme del que
era habitual en el Élite.

La camarilla de Sludden entró en el local. Venían del cine. Frankie era regordeta y
vivaz, vestía una ceñida falda azul claro y un halo de cabello azul claro le rodeaba la
cabeza. Nan era una rubia despeinada, bajita y tímida que tendría unos dieciséis años.
Rima poseía un rostro interesante que no llegaba a ser hermoso con una negra
cabellera que le dejaba la frente al descubierto y que se recogía por detrás con una
cola de caballo. Toal era pequeño, agradable y algo ojeroso, con una puntiaguda
barba rojiza de no muchos días, y también había un muchachote alto y pálido llamado
McPake que vestía uniforme de teniente. Sludden, con un brazo rodeando la cintura
de Gay, no miró a sus amigos ni les dirigió la palabra sino que siguió hablando con
Lanark mientras que éstos iban sentándose a su alrededor. Frankie fue la única que le

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prestó cierta atención a Lanark. Se quedó inmóvil, mirándole con los pies separados y
las manos en las caderas, y cuando Sludden dejó de hablar dijo en voz muy alta, casi
gritando:
—¡Es el hombre misterioso! ¡El hombre misterioso ha venido a nuestra mesa!
Sacó estómago y dijo:
—¿Qué opinas de mi tripa, hombre misterioso?
—Que debe funcionar bastante bien —dijo Lanark.
Sludden sonrió levemente y parecieron divertirse ante sus palabras.
—¡Oh! ¡Pero si hace chistes! —dijo Frankie—. ¡Bien! Me sentaré junto a él y
pondré celoso a McPake.
Tomó asiento junto a Lanark y le puso la mano en el muslo. Lanark intentó no
parecer demasiado incómodo y consiguió poner cara de aturdido.
—¡Dios! —dijo Frankie—. Se ha puesto tan tieso como… Hum. Será mejor que
no lo diga. Venga, hijo, ¿es que no puedes relajarte? No, no puede relajarse. Rima,
voy a cambiar de sitio contigo. Creo que después de todo prefiero sentarme junto a
McPake. Está gordo, pero responde.
Cambió de asiento con Rima. Lanark se sintió aliviado e insultado.

A su alrededor empezaron dos o tres conversaciones pero a Lanark le faltaba la


suficiente confianza en sí mismo como para participar en una de ellas. Rima le
ofreció un cigarrillo.
—Gracias —dijo—. Tu amiga… ¿Está borracha?
—¿Frankie? No, suele portarse así. Y la verdad es que no somos amigas. ¿Te ha
molestado?
—Sí.
—Ya te acostumbrarás a ella. Si no te la tomas en serio resulta divertida.
Rima hablaba con una voz extraña y monótona parecida a un maullido continuo,
como si ninguna palabra fuera digna de énfasis. Lanark contempló su perfil de
soslayo. Vio una cabellera negra y reluciente que dejaba al descubierto una frente
blanca, un ojo grande y perfecto ligeramente realzado por el maquillaje, una nariz
grande y recta, una boca pequeña y de labios rectilíneos, sin pintar, un mentón
pequeño y firme, un busto pequeño y agradable bajo un suéter negro. Si Rima
percibió su mirada fingió no darse cuenta de ella y echó la cabeza hacia atrás para
exhalar el humo por sus fosas nasales. Aquello le recordó tan fuertemente a una niña
pequeña que intentara fumar como una mujer que Lanark sintió una dolorosa e
inesperada punzada de ternura.
—¿De qué iba la película? —preguntó.
—Los personajes se desnudaban nada más empezar y luego hacían cuanto se les
ocurría teniendo en cuenta las circunstancias.
—¿Te gustan esas películas?

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—No, pero no me aburren. ¿Y a ti, te aburren?
—Nunca he visto ninguna.
—¿Por qué no?
—Temo que puedan acabar gustándome.
—Pues a mí me gustan —dijo Sludden—. Me encanta imaginarme qué aspecto
tendrían los actores si llevasen ropa interior de franela y falditas de pana.
—A mí también me gustan —dijo Nan—. Salvo los trozos más emocionantes.
Entonces no puedo evitar el cerrar los ojos. Qué tonta soy, ¿verdad?
—Yo las encuentro todas muy decepcionantes —dijo Frankie—. Siempre tengo la
esperanza de que veré alguna perversión realmente sorprendente pero al parecer no
existen.
Todos empezaron a discutir sobre qué formas podía adoptar una perversión
realmente sorprendente. Frankie, Toal y McPake hicieron sugerencias. Gay y Nan
fueron puntuándolas con grititos de protesta, entre horrorizados y divertidos. Sludden
contribuía ocasionalmente con una observación y Lanark y Rima guardaban silencio.
La conversación hacía que Lanark se encontrara a disgusto y pensó que a Rima
tampoco le gustaba. Eso le hizo sentirse más cerca de ella.

Un poco más tarde Sludden le murmuró algo a Gay y se puso en pie.


—Gay y yo nos marchamos —dijo—. Ya os veremos después.
Nan, que había estado observándole con cierto nerviosismo, cruzó bruscamente
los brazos sobre las rodillas y ocultó su rostro en ellos. Toal, que estaba sentado junto
a ella, le pasó el brazo sobre los hombros para consolarla y miró a los demás,
dirigiéndoles una humorística sonrisa de pena.
—¿Pensarás en lo que te he dicho? —le dijo a Lanark, mirándole como si nada de
todo aquello tuviera importancia.
—Oh, sí. Me has dado muchas cosas en qué pensar.
—Ya volveremos a hablar de ellas. Vamos, Gay.
Se alejaron por entre las mesas repletas de gente.
—El hombre misterioso parece estar a punto de sustituirte como favorito de la
corte, Toal —dijo Frankie burlonamente—. Espero que no sea así, por tu bien.
Tendrías que volver a tu antiguo trabajo como bufón de la corte. Rima nunca se
acuesta con el bufón de la corte.
Toal sonrió, sin apartar su brazo de los temblorosos hombros de Nan, y dijo:
—Cierra la boca, Frankie. Aquí no hay más bufón de la corte que tú, y siempre lo
serás. —Miró a Lanark, como disculpándose—. No hagas ningún caso de lo que ella
diga.
—Me voy —dijo Rima, cogiendo el bolso que había dejado en el asiento
contiguo.
—Espera un momento, yo también me voy —dijo Lanark.

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Se abrió paso por entre el grupo sentado alrededor de la mesa hasta llegar a su
abrigo y se lo puso. Los otros dijeron que ya le verían después y mientras él y Rima
salían Frankie les gritó:
¡Divertíos!

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CAPÍTULO II

Amanecer y alojamientos
El vestíbulo de la entrada estaba vacío salvo por la chica sentada detrás de la caja
registradora. A través de las puertas de cristal Lanark vio la luz de los faroles
reflejándose en la calle mojada por la lluvia. A veces el viento golpeaba las puertas
con más fuerza de la habitual y las hacía girar hacia dentro dejando entrar una ráfaga
de aire sibilante. Rima sacó un impermeable de plástico de su bolso.
—¿Dónde coges tu tranvía? —le preguntó mientras la ayudaba a ponérselo.
—En el cruce.
—Estupendo. Yo también.
Una vez fuera tuvieron que luchar contra el viento. Lanark cogió a Rima de la
mano y se obligó a ir lo bastante deprisa como para tener la sensación de que la
estaba llevando a rastras. El cruce no estaba muy lejos y la parada del tranvía se
encontraba junto a los escalones de un portal. Entraron en él, riendo casi sin aliento, y
se protegieron del viento. El cabello de Rima se había soltado de sus prendedores y
su rostro tranquilo de grandes ojos le contemplaba por entre dos cascadas de pelo
mojado. Se lo echó hacia atrás con los dedos, haciendo una mueca, y dijo:
—Es una molestia.
—Me gusta.
Se quedaron callados durante un rato, de pie el uno frente al otro, mirando hacia
la calle. Por fin Lanark se aclaró la garganta.
—Esa Frankie es una auténtica perra.
Rima sonrió.
—Ha estado muy desagradable con Toal —dijo Lanark.
—Lo estaba pasando bastante mal, ¿sabes? —dijo Rima.
—¿Por qué?
—Sus sentimientos hacia Sludden son los mismos que los de Nan. Cada vez que
Sludden y Gay se marchan juntos Nan llora y Frankie se pone grosera con la gente.
Sludden dice que eso es debido a que Nan tiene un ego negativo y Frankie un ego
positivo.
—¡Dios mío! —dijo Lanark—. ¿Es que todas las chicas del grupo de Sludden
están enamoradas de él?
—Yo no estoy enamorada de él.
—Me alegra saberlo. ¡Oh, mira! ¡Mira!
—¿Que mire qué?
—¡Mira!

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El cruce estaba en un sitio donde se encontraban varias calles bastante anchas y
podían ver a lo largo de dos de ellas, aunque la oscuridad había hecho difícil
distinguir nada a mucha distancia. Y ahora, a un kilómetro y medio de ellos, donde
las calles alcanzaban la cima de una colina bastante grande, cada una de ellas
quedaba silueteada contra una pálida claridad perlina. La mayor parte del cielo seguía
estando negro, pues la pálida claridad no llegaba más arriba de los tejados, con lo que
daba la impresión de que estaban empezando a producirse dos pequeños amaneceres,
uno al extremo de cada calle.
—¿Que mire qué? —repitió Rima.
—¿No puedes verlo? ¿No puedes ver que…? ¿Cuál es la palabra? Antes había
una palabra especial para eso.
—¿Estás hablando de la luz en el cielo?
—Amanecer. Así se le llamaba. Amanecer.
—¿No te parece una palabra más bien sensiblera? Ya se está yendo.
El viento había dejado de soplar. Lanark salió del refugio y se quedó inmóvil,
mirando primero hacia una calle y luego hacia la otra, como si quisiera ir corriendo
hacia el final de una pero fuera incapaz de tomar una decisión. La indiferencia
mostrada por Rima hacia su entusiasmo había hecho que se olvidara
momentáneamente de ella.
—No sabía que te gustaran tanto ese tipo de cosas —dijo ella con un leve
disgusto y, unos instantes después, añadió—: Bueno, ahí llega mi tranvía.
Salió del portal, pasando junto a Lanark. Un tranvía casi vacío y bastante antiguo
se acercó gimiendo por las vías y se detuvo entre Lanark y el paisaje. Le habría
llevado a su alojamiento. Rima subió a él. Lanark dio un paso para seguirla, vaciló y
dijo:
—Oye, volveré a verte, ¿verdad?
El tranvía empezó a moverse y Rima le saludó distraídamente desde la
plataforma. Lanark la vio ocupar un asiento del piso de arriba, con la esperanza de
que se girase y volviera a saludarle. No lo hizo. Miró hacia las dos calles. La pálida
luz acuosa ya estaba desvaneciéndose en cada uno de sus extremos. De repente,
Lanark fue hacia la más ancha y empezó a correr por el medio de la calle.

Corrió sin apartar los ojos del horizonte, con la vaga idea de que el día duraría más si
llegaba hasta él antes de que la luz se desvaneciera del todo. El viento empezó a
soplar con más fuerza. Potentes ráfagas de aire le empujaban por la espalda, haciendo
más fácil correr que caminar. Esta carrera con el viento hacia un amanecer que se
desvanecía era lo más maravilloso que había hecho desde su llegada a la gran ciudad.
Lanark se detuvo cuando el cielo quedó totalmente negro, descansó junto a la entrada

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de un portal para recuperar el aliento y volvió hacia la parada de tranvía del cruce.

El tranvía siguiente le llevó a lo largo de una sucesión de calles con casas muy
parecidas entre sí. La parada donde se bajó tenía casas en un lado y el muro de una
fábrica en el otro. Entró en una, subió por unas escaleras mal iluminadas hasta el
descansillo superior y entró silenciosamente en el vestíbulo de su alojamiento. El
vestíbulo era una habitación vacía con seis puertas. Una llevaba al dormitorio de
Lanark, otra al lavabo y otra a la cocina donde vivía la patrona. Las otras puertas
llevaban a habitaciones vacías en las que se habían desprendido pedazos del techo,
dejándolas en comunicación con el inmenso altillo repleto de corrientes de aire que
había bajo el tejado.
—¿Eres tú, Lanark? —gritó la patrona desde la cocina cuando éste abría la puerta
de su dormitorio.
—Sí, señora Fleck.
—Ven aquí y mira esto.
La cocina estaba limpia y repleta de cosas. Contenía sillones, una alacena, una
mesa de madera que se había vuelto blanca a fuerza de frotarla y un gran hornillo de
gas sobre el que había estantes para los platos y los cacharros. Unos fogones de hierro
ocupaban la mayor parte de una pared y bajo la ventana había un fregadero y una
pileta. Todas las superficies horizontales estaban cubiertas con chucherías de latón y
porcelana, así como botellas y tarros de vidrio llenos de flores artificiales, algunas
hechas de plástico, otras de cera pintada o de papel. En una de las paredes había una
cama empotrada y la señora Fleck, bajita y de mediana edad, estaba inmóvil junto a
ella. Le hizo una seña a Lanark para que se acercara y, muy seria, le dijo:
—¡Mira esto!

Bajo la colcha yacían tres niños con la boca y los ojos muy abiertos. Había un niño
delgado y una niña que tendrían unos ocho años y una pequeña regordeta de unos
cuatro o cinco. Lanark les reconoció: eran del piso que había al otro extremo del
descansillo.
—Hola a todos —dijo.
Los mayores sonrieron, la más pequeña dejó escapar una risita y se puso las
manos delante de la cara, como si estuviera ocultándose detrás de ellas.
—Su maldita madre ha desaparecido —dijo la señora Fleck con voz
malhumorada.
—¿Desaparecido? ¿Y adónde se ha ido?
—¿Cómo voy a saber dónde va la gente cuando desaparece? Estaba allí y un
instante después se había ido. Bueno, ¿qué puedo hacer? No podía dejarles solos.
¡Mira qué pequeños son! Pero yo ya soy demasiado vieja para tener que aguantar a

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unos malditos mocosos, Lanark.
—Pero su madre volverá, ¿no?
—¿Ella? No volverá. Los que desaparecen al apagarse las luces no vuelven
nunca.
—¿Qué quiere decir?
—Estaba lavando platos y se apagaron las luces. Sabía que no era un corte de
corriente porque podía ver los faroles de la calle a través de la ventana y enseguida
pensé: «Alguien está desapareciendo», y después pensé: «Oh, ¿y si soy yo misma?».
Mi corazón latía tan fuerte como un tambor, aunque no sé por qué debía estar
asustada. Me canso tanto y tengo tales dolores de espalda que muchas veces pienso
que me alegraría desaparecer. Bueno, las luces volvieron a encenderse, así que fui a
echar un vistazo en tu dormitorio. Pensaba que estabas fuera pero era posible que
hubieras regresado sin que me enterase y quizás hubieras desaparecido.
—¿Por qué iba a desaparecer? —le preguntó Lanark, algo inquieto.
—Ya te he dicho que no tengo ni idea de por qué desaparece la gente.
—Si yo hubiese estado en el dormitorio y…, y hubiera desaparecido, ¿cómo se
habría dado cuenta?
—Oh, normalmente hay algún signo. Mi último inquilino lo dejó todo revuelto,
con ropa tirada por la habitación, el armario caído, la mitad del techo sin yeso…
Desde entonces no he podido alquilar esa habitación. ¡Y sus gritos! Eran horribles.
Pero yo sabía que tú no desaparecerías de esa forma, Lanark. Tú eres del tipo callado.
De todas formas, no habías vuelto, por lo que salí al descansillo. La puerta estaba
abierta así que metí la cabeza por el hueco y grité: «¡Susy!». Siempre me he llevado
bien con ella, a pesar de que era una auténtica fulana y no cuidaba de los niños.
Golosinas, golosinas, golosinas, no les daba de comer más que eso, y fíjate en el
resultado. ¡Abre la boca! —le ordenó a la más pequeña de las niñas y ésta abrió
obedientemente la boca para mostrar unas encías con hileras de puntitas marrones
separadas por amplios huecos—. ¡Mira eso! ¡Una niña que todavía es casi un bebé y
ya no tiene ni un solo diente sano en la boca!
—¿Y qué pasó entonces? —preguntó Lanark.
—Grité: «¡Susy!», y los niños me contaron a gritos que su madre había
desaparecido. ¿No es así?
Miró a los niños, que asintieron vigorosamente.
—Bueno, Lanark, esa casa estaba hecha una maldita leonera. Parecía una
porqueriza. No podía dejarles ahí, ¿verdad? Les traje aquí, les lavé y les metí en la
cama y ahora estoy lavándoles la ropa. ¡Pero si creéis que voy a cuidar de vosotros
estáis muy equivocados! —le dijo a los niños con voz irritada—. ¡Yo no soy tan
blanda como vuestra mamá! —Los niños le sonrieron y la más pequeña se rió. La
señora Fleck se inclinó sobre la cama y dejó escapar un gemido mientras les arropaba
—. Oh, Lanark, odio a los malditos niños —dijo.
Lanark agitó el puño ante las narices de los niños e hizo unas muecas

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amenazadoras tan grotescas que consiguió hacerles aullar de risa. Después volvió a su
dormitorio.

La habitación era un pasillo de techo alto con la puerta en un extremo y una ventana
sin cortinas en el otro. Había una silla, un catre de campaña y un armario pegados a
uno de los muros, el papel de pared y el linóleo del suelo eran de color marrón, no
había alfombra y sólo una pequeña mochila colocada encima del armario sugería que
aquel lugar era utilizado por alguien. Lanark se quitó de un solo tirón el abrigo y la
chaqueta, los colgó en un gancho que había detrás de la puerta y se acostó en la cama
con las manos cruzadas detrás de la cabeza. El cansancio acabaría obligándole a
desnudarse y meterse entre las sábanas, pero padecía una enfermedad que volvía
desagradable el sueño y normalmente intentaba retrasarlo pensando en los
acontecimientos más recientes.

Estaban las desapariciones. Las luces se habían apagado y la madre de tres niños se
había desvanecido. Lanark conocía bien a la mujer. Era amistosa, sucia y atractiva y
solía traer desconocidos a su piso. No se le ocurría ninguna razón por la que hubiera
debido esfumarse. Se olvidó de ello y pensó en el Élite. Jamás volvería a sentarse en
la balconada, pues ahora tenía conocidos que esperaban gozar de su compañía. La
idea no le resultaba del todo agradable. A la camarilla de Sludden le faltaba dignidad.
Seguramente era más noble permanecer apartado de ella, contemplando el cielo y
esperando ver la luz, ¿no? Entonces recordó cuán a menudo había estado sentado en
la balconada, fingiendo contemplar el cielo pero, en realidad, deseando disfrutar del
calor hablando con aquellas mujeres bien vestidas que tenían un aspecto tan sexy.
«¡Admítelo! —se dijo a sí mismo—. Contemplabas el cielo porque eras demasiado
cobarde para hacer amistades».
Se acordó de Rima, que estaba sentada con el grupo pero parecía permanecer
alejada de él. «Tengo que conocerla —pensó—. Oh, ¿por qué el maldito amanecer
tuvo que venir entonces, justo cuando podría habérmelas arreglado para acompañarla
a su casa?». Pensó en Sludden. Igual que Rima, Sludden parecía estar muy alejado de
las emociones que había a su alrededor. Aunque amado por tres mujeres le era fiel a
una sola, y Lanark pensaba que eso era más bien estupendo. Además, Sludden tenía
ideas sobre la vida y le había sugerido una ocupación. Lanark no deseaba ser artista
pero sentía la creciente necesidad de hacer alguna especie de trabajo, y para empezar
un escritor sólo necesitaba papel y pluma. Además ya sabía algo de literatura, pues
durante sus vagabundeos por la ciudad había visitado las bibliotecas públicas y había
leído la cantidad suficiente de historias como para saber que existían dos clases de
éstas. Una clase era una especie de cine escrito, con montones de acción y casi sin
ninguna idea. La otra clase trataba de personas inteligentes y desgraciadas, personas

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que a menudo eran los mismos autores, personas que pensaban mucho pero no hacían
gran cosa. Lanark suponía que un buen autor tendería a escribir la segunda clase de
libros. «Sludden dijo que debería escribir para expresarme —pensó—. Supongo que
podría escribir una historia sobre quién soy y por qué he decidido escribir una
historia. Pero hay una dificultad».
Se había puesto nervioso y empezó a ir y venir por la habitación. Cada vez que
empezaba a preguntarse quién era se veía invadido por aquel mismo nerviosismo.
—¿Qué importa quién soy? —dijo en voz alta—. ¿Por qué debería preocuparme
queriendo conocer la razón de que haya venido aquí?
Fue hacia la ventana y pegó la frente al cristal con la esperanza de que aquella fría
presión expulsaría ese problema de su mente, pero su acto tuvo el efecto contrario. La
ventana dominaba un distrito de edificios vacíos y a través de ella no vio nada salvo
la negra silueta de su rostro y el dormitorio, reflejado borrosamente detrás de ella.
Recordó otra ventana en la que sólo había un reflejo. Se sintió invadido por una
oleada de irritación y disgusto, así como por unas cuantas fantasías sexuales sobre
Rima.

Fue hacia el armario y abrió su único cajón, situado en la parte inferior. Estaba vacío,
salvo por el papel marrón que cubría el fondo. Cogió el papel, lo dobló en una precisa
serie de rectángulos y, rasgándolo cuidadosamente a lo largo de las dobleces, obtuvo
un fajo de unas veinte hojas. Sacó el cajón y lo colocó en posición vertical junto a la
silla, poniendo el papel encima. Después cogió su pluma del bolsillo de la chaqueta,
tomó asiento y, con letra pequeña y clara, empezó a escribir en la primera página:

Lo primero que recuerdo es

Después de haber escrito unas cuantas palabras más las tachó y volvió a empezar.
Hizo esto cuatro veces, cada una de ellas recordando un acontecimiento anterior al
que había descrito. Por fin logró dar con un comienzo y escribió sin parar hasta que
hubo llenado trece páginas, pero al releerlas se dio cuenta de que la mitad de las
palabras no tenían ningún significado preciso y habían sido añadidas con el único fin
de hacer que las frases parecieran mejores de lo que eran. Tachó esas palabras y copió
el resto en las páginas restantes, haciendo los cambios y mejoras que se le ocurrieron.
Y después, totalmente agotado por primera vez desde que llegó a aquel sitio, se
desnudó, quedándose en ropa interior, se deslizó entre las sábanas y cayó en un
profundo sueño.

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CAPÍTULO III

Manuscrito
Lo primero que recuerdo es unos golpes, después o abrí los ojos o se encendió la luz
pues vi que estaba en el rincón de un viejo compartimento de tren. El sonido y la
negrura que había fuera de la ventanilla sugerían que el tren estaba pasando por un
túnel. Tenía calambres en las piernas pero me sentía muy despreocupado y feliz. Me
puse en pie, di unos pasos y me llevé una sorpresa al ver mi reflejo en la ventanilla
del compartimento. Tenía la cabeza grande y de rasgos toscos, con una abundante
cabellera y gruesas cejas y un rostro corriente, pero no podía recordar haberlo visto
antes. Decidí descubrir qué otras personas había en este tren.

Un viento frío soplaba por el pasillo viniendo de donde estaba la locomotora. Seguí el
pasillo, mirando por las ventanillas de los compartimentos. Estaban vacíos. Al final
del pasillo el viento era tan fuerte que tuve que agarrarme a los faldones de goma que
había en la puerta que normalmente lleva al vagón siguiente. No pude seguir, pues la
abertura daba a una oscura superficie de tablones que oscilaban de un lado para otro.
Era el extremo de un vagón de mercancías. Volví por el pasillo con el viento a mi
espalda y reconocí mi propio compartimento porque tenía la puerta abierta. Los
compartimentos que había más allá estaban vacíos y la abertura del extremo daba a
un depósito metálico de los que se utilizan para transportar petróleo, así que volví a
mi compartimento y al cerrar la puerta a mi espalda me fijé en una pequeña mochila
que había sobre la rejilla del asiento de la esquina. Eso me hizo sentir cierta cautela.
Desde que desperté me había sentido maravillosamente libre y a gusto. Me había
complacido ver que estaba solo y me divirtió descubrir que el vagón formaba parte de
un tren de carga, pero la mochila me asustaba. Sabía que era mía y que contenía algo
desagradable pero no podía decidirme a tirarla por la ventanilla, así que la bajé con
mucho cuidado, diciéndome que no había nadie observándome y que no necesitaba
sentirme atado a lo que descubriera.

Miré primero en los dos bolsillos exteriores y encontré objetos inofensivos, útiles de
afeitar metidos en un envoltorio de plástico, unos cuantos calcetines y una brújula
que no funcionaba. Abrí la mochila y descubrí un impermeable negro enrollado, ropa
interior sucia y un par de pijamas. Debajo había un mapa doblado y una cartera llena
de papeles así que abrí la ventanilla, los tiré y volví a cerrarla. Sintiéndome
nuevamente a salvo, volví a meterlo todo en la mochila, la devolví a la rejilla y
después (pues todo el asunto de la mochila me sugería tal idea) examiné mis bolsillos.

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Contenían un poco de arena y algunas conchas minúsculas. También encontré un
pañuelo, una pluma, una llave y un diario de bolsillo. Arrojé la llave y el diario por
donde había tirado la cartera y el mapa. Después el tren hizo sonar su silbato y salió
del túnel.

Estaba pasando por un viaducto que dominaba los tejados de una ciudad. El cielo
estaba cubierto de nubes de lluvia y el día era tan oscuro que los faroles de las calles
estaban encendidos. Las calles eran muy amplias, y se cruzaban en ángulos rectos, y
en sus aceras había grandes edificios de piedra. Más allá de los tejados había hileras
de grúas entre las que asomaban objetos metálicos. El tren iba hacia allí y cruzó un
puente por encima del río. El río era grande y tenía las orillas de piedra, con un
agrietado fango color marrón en el fondo y una delgada corriente negra zigzagueando
por el centro. Esto me preocupó. Pensaba, y sigo pensándolo, que un río debería ser
algo más que esto. Miré hacia una explanada donde había dos objetos de metal. Eran
cilindros que terminaban en cúpulas oxidadas, y un ruido de maquinaria en su interior
sugería que estaban trabajando en ellos. El tren entró en otro túnel, redujo la
velocidad, emergió en una gran explanada y se detuvo. Por las ventanillas de cada
lado vi hileras de vagones de carga con letreros del ferrocarril asomando de ellos.
Ahora el cielo estaba más oscuro.

Me quedé sentado durante un rato en mi cálido rincón, sin ganas de abandonarlo para
enfrentarme al mal tiempo de fuera. Entonces se apagó la luz, así que me eché la
mochila al hombro, salí al pasillo, abrí una puerta y salté al suelo. Me encontraba
entre dos hileras de vagones. Estaba lloviznando, así que dejé la mochila en el suelo y
saqué mi impermeable. Cuando me lo ponía vi a un hombre con un mono negro y una
gorra que venía hacia mí, examinando los vagones del tren y haciendo anotaciones en
un cuaderno cada vez que pasaba junto a uno. Se detuvo a mi lado, hizo una señal en
su cuaderno y me preguntó si acababa de llegar. Dije que así era.
—No tenían que haber puesto todo un vagón para un solo pasajero —dijo—.
Podrían haberle traído en el ténder.
Le pregunté qué hora era.
—Ahora no nos preocupamos mucho de la hora. El cielo está más claro de lo
habitual, pero ese tipo de luz es demasiado variable para que resulte útil.
Le pregunté si sabía adónde podía ir. Dijo que la persona que se encargaba de ese
tipo de cosas estaba a punto de llegar y siguió caminando a lo largo del tren.

Una pequeña silueta corrió hacia nosotros y pasó al lado del ferroviario sin ni tan
siquiera mirarle. Se plantó delante mío y alzó los ojos hacia mi rostro con una tímida

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sonrisa. Era bastante apuesto, con un mentón huidizo y una grasienta cabellera que
caía hacia atrás ondulándose hasta formar un pequeño remolino en su nuca. Llevaba
una pajarita marrón, una chaqueta marrón con faldones que le llegaban hasta la
rodilla, ceñidos pantalones negros y zapatos de gamuza marrón. Su acento era suave
y hacía que las vocales sonaran algo quejumbrosas.
—Eres nuevo aquí, ¿verdad? —me dijo.
Dije que sí.
—He venido a ayudarte. Puedes llamarme Gloopy. Supongo que todavía no tienes
nombre. ¿Hay alguien más contigo?
Dije que no.
—Echaré una miradita, sólo para estar seguro. Ayúdame a subir, ¿quieres?
Insistió en ver cada compartimento y mirar bajo los asientos.
Y cuando le ayudé a bajar se rió y dijo que yo era muy fuerte. Después se ofreció
a llevar mi mochila pero yo me la eché al hombro y le pregunté si podía indicarme
algún sitio donde pasar la noche.
—¡Por supuesto! —dijo él—. ¡Por eso estoy aquí! Te llevaré a mi pensión,
tenemos una habitación libre.
Dije que una pensión no me convenía, ya que no tenía dinero.
—¡Por supuesto que no tienes dinero! Dejaremos tu mochila en mi pensión y
después iremos a la asistencia y ellos te darán dinero.
Nos alejamos de los vagones y cruzamos unas cuantas vías de tren. Las luces de
la ciudad relucían entre un par de colinas negras situadas ante nosotros. Había
oscurecido, llovía mucho y mi guía se subió el empapado cuello de su extraña
chaqueta. Su atuendo resultaba mucho menos adecuado para esa clase de tiempo que
el mío. Le pregunté quién le pagaba para que recibiera a la gente y, con voz algo
dolida, me dijo:
—No me paga nadie. Hago este trabajo porque me gusta la gente. Creo en la
amistad. Las personas deberían ser amables unas con otras.
Le compadecí. Sabía que era un error dejar que alguien no te cayera bien por su
apariencia y su forma de hablar pero no me gustaba ni pizca. Le expliqué que, antes
que nada, deseaba recoger el dinero.
—Si te llevo primero a la oficina de la asistencia, ¿prometes que vendrás luego a
mi pensión? —me preguntó con expresión maliciosa.
Le dije que no le prometía nada y apreté el paso para perderle. Echó a trotar
detrás mío y gritó:
—¡Está bien! ¡Está bien! Nunca dije que no fuera a llevarte allí, ¿verdad?

Seguimos caminando el uno junto al otro hasta que el camino se hizo muy angosto y
entonces él se puso delante. El sendero bajaba trazando una empinada cuesta entre las
dos colinas, que parecían ser vertederos de basura. Allí donde se hacía más sinuoso

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me encontré más de una vez caminando por entre lo que daba la sensación de ser
cenizas y tela podrida. Atravesamos el lecho seco de un viejo canal y llegamos al
final de una calle. La ciudad no parecía un sitio muy próspero. Grupos de
adolescentes o de ancianos eran visibles de vez en cuando ante la entrada de un
portal, pero muchos de ellos estaban vacíos y sin luz. Las únicas tiendas que no
tenían la fachada tapada con tablones eran pequeños comercios que vendían
periódicos, golosinas, cigarrillos y anticonceptivos. Pasado un tiempo llegamos a una
gran plaza por la que iban y venían ruidosos tranvías. Las farolas sólo iluminaban los
primeros pisos de los edificios que la rodeaban pero parecían ser muy grandes y estar
llenos de adornos, y había mucha gente por entre las columnas de sus fachadas. En el
centro de la plaza había una columna cuya cima no pude ver pues se confundía con la
negrura del cielo, y a su alrededor había colocadas unas cuantas estatuas ennegrecidas
por el hollín. Pese a la lluvia, un hombre se había subido al pedestal de la columna y
estaba hablándole a una multitud enfurecida. Pasamos junto a la multitud y vi que el
orador era un hombre que sonreía nerviosamente: llevaba alzacuello y tenía un
morado en la frente. Sus palabras quedaban ahogadas por los gritos de burla y los
insultos.

Una calle que nacía de la plaza estaba ocupada por barracones de madera unidos
entre sí mediante pasarelas cubiertas. Las ventanas iluminadas de aquellos barracones
tenían un aspecto casi alegre cuando se las comparaba con las negras ventanas de los
edificios más sólidos. Gloopy me llevó hasta un porche sobre el que colgaba un
letrero donde se leía SEGURIDAD SOCIAL — DEPARTAMENTO DE
ASISTENCIA.
—Bueno, pues aquí es —dijo.
Le di las gracias. Hizo chocar sus talones y dijo:
—Lo que quiero saber ahora es, ¿vas a esforzarte e intentarás ser amable? No me
importa entrar y esperarte pero la espera es condenadamente larga y si piensas ser
desagradable creo que no voy a tomarme esa molestia.
Le dije que no debía esperarme.
—Está bien, está bien —dijo él, apenado—. Sólo intentaba ayudar. No sabes lo
que es no tener amigos en una gran ciudad. Y yo podría haberte presentado a
personas muy interesantes: hombres de negocios, artistas y chicas. En mi pensión hay
unas cuantas chicas de clase alta muy guapas.
Me miró con una mezcla de timidez y picardía. Le di las buenas noches y me
volví hacia el porche pero él me cogió del brazo y empezó a hablarme rápidamente,
los labios pegados a la oreja.
—Tienes razón, las chicas no sirven de nada, las chicas son unas idiotas y aunque
yo no te guste tengo amigos excelentes, caballeros del ejército que…
Logré soltarme y entré en el barracón. No me siguió.

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No era un barracón muy grande pero sí bastante largo y la mayor parte del espacio
estaba ocupado por bancos llenos de gente. A lo largo de una pared había un
mostrador con separaciones formando cubículos y el cubículo más cercano a la puerta
contenía una silla y un letrero que decía INFORMACIÓN. Entré en él y tomé asiento.
Después de un rato muy largo un viejo con las cejas erizadas apareció detrás del
mostrador y dijo:
—¿Sí?
Le expliqué que acababa de llegar y no tenía dinero.
—¿Lleva encima algún tipo de identificación personal?
Le dije que no llevaba ninguna.
—¿Está seguro? ¿Ha examinado bien sus bolsillos?
Le dije que ya lo había hecho.
—¿Cuáles son sus cualificaciones profesionales y su experiencia?
No podía recordarlo. El viejo suspiró y sacó de debajo del mostrador una tarjeta
amarilla y un listín de teléfonos muy usado al que le faltaban las tapas, diciendo:
—No podemos darle un número hasta que haya pasado el examen médico, pero
podemos darle un nombre.
Empezó a pasar las páginas del listín al azar y vi que en cada página había
muchos nombres subrayados con tinta roja.
—¿Agerimzoo? —dijo—. ¿Ardeer? ¿Qué le parece Blenheim? O Brown.
Aquello me dejó muy sorprendido y le dije que sabía cuál era mi nombre. El viejo
me miró con incredulidad. Mi lengua buscó una palabra o una sílaba de un tiempo
anterior al compartimento del tren y por un instante creí recordar una palabra corta
que empezaba con Th o Gr pero se me escapó. El nombre más antiguo que podía
recordar había estado impreso bajo una foto marrón de campanarios y árboles sobre
una colina que había en el compartimento del tren. Me fijé en ella al bajar la mochila
de la rejilla. Le dije que mi nombre era Lanark. Lo escribió en la tarjeta y me la
entregó, diciendo:
—Lleve esto a la sala de revisiones médicas y déselo al doctor.
Pregunté cuál era el propósito de la revisión. No estaba acostumbrado a que le
interrogasen y dijo:
—Necesitamos tener datos y registros con los que identificarle. Si no quiere
cooperar, no podremos hacer nada por usted.

La sala de revisiones se encontraba en un barracón al que se llegaba por una pasarela.


Me desnudé detrás de un biombo y fui examinado por un médico joven de aire
distraído que silbaba entre dientes mientras iba anotando los resultados del examen
en mi tarjeta. Yo medía un metro con setenta y dos centímetros y pesaba setenta y dos
kilos con cuatrocientos gramos. Tenía los ojos marrones, el cabello negro y la sangre

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del grupo B (111). Mis únicas marcas corporales eran callos en el dedo pequeño de
cada pie y una pequeña zona de piel negra y dura en el codo derecho. El doctor midió
esa zona con una regla de bolsillo e hizo una anotación, diciendo:
—No tiene nada de excepcional.
Le pregunté qué era aquella zona endurecida.
—La llamamos piel de dragón —me dijo—, un nombre quizá más pintoresco que
científico, pero la ciencia de este tipo de cosas se encuentra todavía en su infancia. Ya
puede vestirse.
Le pregunté cómo podía tratarse.
—En esta ciudad hay varias personas que se hacen llamar practicantes de la
medicina y afirman tener curas para la piel de dragón —me dijo—. Se anuncian
mediante cartelitos en las ventanas de los pequeños comercios. No malgaste el dinero
con ellos. Es una enfermedad muy común, tan común como las bocas, las blanduras o
el rigor tembloroso. Si yo fuera usted no le haría ningún caso.
Le pregunté por qué se había fijado tanto en ella.
—Propósitos descriptivos —me dijo con jovialidad—. Las enfermedades
identifican a la gente con mayor precisión que factores variables como la talla, el
peso y el color del cabello.
Me dio la tarjeta y me dijo que volviera a llevarla al mostrador de información. Y
en el mostrador de información me dijeron que esperara junto a los otros.

Los que esperaban eran de varias edades, ninguno de ellos bien vestido y todos (salvo
algunos niños que jugaban por entre los bancos) estaban atontados por el
aburrimiento. De vez en cuando una voz gritaba: «Jones —o cualquier otro nombre
—, al cubículo número cuarenta y nueve», y uno de nosotros iba a un cubículo, pero
esto sucedía tan raramente que pronto dejé de esperarlo. Mis ojos no paraban de
buscar una mancha circular de pintura más clara que había en la pared situada detrás
del mostrador. Estaba seguro de que hubo un tiempo en que allí había un reloj y que
lo habían quitado, porque la gente no habría soportado semejante espera si hubiesen
sido capaces de medirla. Mis impacientes pensamientos no paraban de volver a su
propia inutilidad hasta que dejaron de formarse y llegué al máximo estado de
inconsciencia posible sin quedarme dormido. Así habría sido capaz de soportar la
eternidad pero me despertó una mujer que tomó asiento junto a mí, una recién llegada
que se encontraba todavía en la fase de inquietud. Sus piernas estaban cubiertas por
unos ceñidos tejanos descoloridos y no paraba de cruzarlas y descruzarlas. Vestía una
chaqueta del ejército y una camisa, y llevaba pendientes, collares, broches, pulseras y
anillos. Una espesa y revuelta cabellera negra caía por su espalda, olía a maquillaje,
cansancio y sudor e hizo que unos cuantos de mis sentidos volvieran a la vida,
incluido entre ellos el sentido del tiempo, pues no paraba de fumar cigarrillos que
sacaba de un bolso dentro del cual parecía haber varios paquetes. Cuando encendió el

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cigarrillo número veintitrés le pregunté cuánto tiempo más nos harían esperar.
—El que les dé la gana —me dijo—. Esto es un escándalo.
Me estuvo examinando durante un segundo y después, amablemente, me
preguntó si era nuevo allí. Le dije que lo era.
—Ya se acostumbrará. Lo hacen aposta. Piensan que haciéndonos pasar todo un
purgatorio de aburrimiento cada vez que les pedimos dinero vendremos la menor
cantidad de veces posible. ¡Y tienen razón, por Dios! Tengo tres criaturas que
alimentar, una de ellas casi un bebé, y trabajo para mantenerlas. Cuando consigo
encontrar trabajo, claro está… Pero no todo el mundo paga lo que debería, así que
aquí estoy de nuevo. Una idiota, eso es lo que soy, una auténtica idiota.
Le pregunté cuál era su trabajo. Me dijo que trabajaba por horas para varias
personas distintas y me dio un cigarrillo.
—¿Anda buscando un sitio donde hospedarse? —me preguntó.
Le dije que así era.
—Creo que podría hacerle un hueco. Sólo durante un tiempo, entiéndame. Si anda
mal de dinero, claro.
Me miró de soslayo, de una forma entre amable y calculadora que me pareció
excitante. Me gustaba y me encontraba a gusto con ella, pero de todas formas era la
primera mujer que conocía y sabía que la mayor parte de mi deseo procedía de la
soledad. Le di las gracias y le dije que deseaba encontrar algo permanente.
—Bueno —dijo un instante después—, de todas formas una vecina mía, la señora
Fleck, acaba de perder a uno de sus inquilinos. Podría conseguir una habitación en su
casa. Es vieja pero no se mete demasiado con la gente. Quiero decir que es muy
respetable, pero no es mala mujer.
Me pareció que era una buena idea, así que me anotó la dirección y cómo llegar a
ella en uno de los paquetes de cigarrillos que había vaciado.
Alguien gritó mi nombre y dijo que debía ir al cubículo quince. Una vez allí fui
recibido por el viejo de antes, quien me devolvió la tarjeta y me dijo:
—Su petición ha sido aceptada. Preséntese en el mostrador de caja para recoger el
dinero.
Le pregunté cuánto tiempo se suponía que debía durarme ese dinero.
—Debería durarle hasta que encuentre trabajo —me dijo—, pero si se lo gasta
antes de encontrarlo esta tarjeta le da derecho a presentar otra petición, que nos
complacerá satisfacer una vez haya pasado el tiempo preciso. En su momento. ¿Tiene
alguna otra pregunta que hacerme?
Tras haberlo pensado un poco le pregunté si podía decirme el nombre de la
ciudad.
—Señor Lanark, soy un funcionario, no un geógrafo —me dijo.
El mostrador de caja era un pequeño cubículo con una persianita situado en la
pared de una habitación llena de bancos, pero había muy poca gente sentada en ellos.
La persianita no tardó en levantarse. Hicimos cola y no tardamos en recibir nuestro

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dinero de manos de una mujer que fue preguntándonos nuestros nombres y nos
entregó un montoncito de billetes y monedas por entre los barrotes. El tamaño de los
montoncitos y la despreocupación con que eran manejados por la mujer me dejó algo
sorprendido. Los billetes estaban arrugados y sucios y los había de varios tipos. Las
monedas eran gruesos discos de cobre, círculos de plata más bien desgastada con los
bordes arañados, frágiles monedas de níquel o discos de latón con agujeros en el
centro. Distribuí aquel dinero en varios bolsillos pero jamás he aprendido a utilizarlo,
pues todo el mundo tiene una idea distinta sobre su valor. Cuando compro algo
entrego un puñado de monedas y dejo que el camarero, el tendero o el conductor
cojan lo que les parezca adecuado.

Las instrucciones anotadas en el paquete de cigarrillos me llevaron hasta la casa


donde escribo esto, treinta y un días después. Durante todo ese tiempo no he buscado
trabajo ni hecho amistades, y cuento los días tan sólo para disfrutar de su vacío.
Sludden cree que me contento con demasiado poco. Creo que hay ciudades donde el
trabajo es una prisión, el tiempo un engaño y el amor una carga, y esto hace que mi
libertad valga la pena. Mi única preocupación es la costra de mi brazo. No me duele
pero, cuando me canso, la piel sana que hay a su alrededor empieza a picarme y
cuando me la rasco la costra se hace mayor. Debo rascármela dormido, porque
cuando despierto la costra siempre es más grande. Así pues, sigo el consejo del
doctor e intento olvidarme de ella.

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CAPÍTULO IV

Una fiesta
Lanark fue despertado por algo que daba saltos sobre su pecho. Era la niñita de la
puerta contigua. Su hermano y su hermana estaban sentados encima de sus piernas,
sosteniendo una escoba sobre la que habían colocado su chaqueta y la agitaban de un
lado para otro, con lo que los resortes del frágil lecho no paraban de crujir.
—¡El mar! ¡El mar! —canturreaban—. ¡Estamos navegando por el mar!
Lanark se irguió en el catre, frotándose los ojos.
—¡Fuera de aquí! —les dijo—. ¿Qué sabéis vosotros del mar?
Los niños saltaron al suelo y una vez allí el niño gritó:
—¡Sabemos todo lo que hay que saber sobre el mar! Tienes los bolsillos llenos de
conchas, ¡ja, ja, ja! ¡Te los hemos registrado!
Echaron a correr, riéndose, y cerraron la puerta dando un fuerte golpe. Lanark se
levantó, sintiéndose extrañamente fresco y relajado. La costra de su codo no se había
hecho más grande. Se vistió, enrolló el manuscrito y salió a la calle.
El tiempo había cambiado de una forma sorprendente. La fea lluvia y las ráfagas
de viento que abofeteaban el rostro habían desaparecido dejando en su lugar una
atmósfera tan penetrantemente inmóvil y fría que Lanark tuvo que caminar deprisa,
agitando los brazos para entrar en calor, con el aliento brotando de sus fosas nasales
en chorros de niebla. Durante el trayecto en el tranvía sus pies y sus orejas se
quedaron tan fríos que le dolían y después de subir las escaleras del cine el atestado
local del Élite le pareció maravillosamente cálido y acogedor. Sludden estaba sentado
con Gay en el rincón habitual, McPake estaba sentado con Frankie, Toal con Nan y
Rima estaba leyendo una revista de modas. Rima le hizo una seña con la cabeza y
siguió leyendo pero los demás pusieron cara de sorpresa y dijeron: «¿Dónde has
estado?». «¿Qué has estado haciendo?». «Pensábamos que habías desaparecido».
Lanark dejó caer el manuscrito sobre la mesa delante de Sludden y éste enarcó
una ceja y le preguntó qué era.
—Algo que he escrito. Seguí tu consejo.
No había ningún sitio libre cerca de Rima así que Lanark se apretó en el hueco
del sofá disponible entre Sludden y Frankie. Sludden leyó un par de páginas, hojeó
rápidamente el resto y se lo devolvió, diciendo:
—Está muerto. Puede que lo tuyo sea la pintura. Quiero decir que… Está muy
bien que hayas intentado hacer algo, me encanta… Pero lo que has escrito está
muerto.
Lanark se ruborizó de ira. No se le ocurría qué decir, al menos, nada que no
mostrara cómo había herido su vanidad, así que retorció los labios en una sonrisa.
—Me temo que te he herido —dijo Sludden.

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—No, no. Pero me gustaría que lo hubieses leído más atentamente antes de
juzgarlo.
—No hace falta. Dos páginas me han mostrado que tu prosa es de lo más chato,
que jamás se aparta ni un centímetro de tus aburridas experiencias. Si un escritor no
goza de las palabras por sí mismas, ¿cómo es posible que el lector disfrute con ellas?
—Pero yo disfruto con las palabras por sí mismas… ¡Con algunas palabras!
Palabras como río, y amanecer, y luz del día, y tiempo. Esas palabras parecen mucho
más ricas que nuestra experiencia de las cosas que representan…
—¡Sludden, eres un sádico! —exclamó Frankie—. ¡Deja en paz al hombre
misterioso! No hagas caso de Sludden, hombre misterioso. Cree que es Dios, pero
sólo puede demostrarlo torturando a la gente. ¿No es cierto, Sludden?
Sludden alzó un imaginario sombrero de su cabeza e hizo una reverencia, pero la
ira de Frankie era demasiado impresionante como para que cuanto había dicho
pareciese una broma. Frankie se puso en pie y dijo:
—De todas formas, McPake va a llevarnos a una fiesta, así que ya podéis iros
poniendo en marcha. Rima, la moda te importa un pimiento, así que deja de fingir
que lees esa revista y ocúpate de Lanark. Intenta impedir que le ocurran cosas
desagradables. Yo no puedo encargarme de eso.
Se marchó hacia las escaleras. Toal, McPake y Sludden se miraron, sonriéndose,
y fingieron limpiarse el sudor de las frentes. Todo el mundo se puso en pie.
—Vamos, quizá sea divertido —le dijo Sludden a Lanark.
—¿Quién da esa fiesta?
—Gay y yo. Es nuestra fiesta de compromiso. Pero la casa pertenece a un amigo
y el ejército se encarga de proporcionar la bebida.
—¿Por qué?
—Razones de prestigio. Al ejército le gusta que le aprecien.

Delante de la acera del cine había aparcada una camioneta gris acero y el grupo se
metió por la puerta corredera y ocupó los angostos asientos. Sólo McPake, que
llevaba guantes y una chaqueta forrada con piel de oveja, iba vestido para soportar el
intenso frío. Cogió el volante y la camioneta se deslizó suavemente hacia delante.
Sludden rodeó a Gay con el brazo, atrayéndola hacia él, y pasó el otro brazo
alrededor de Frankie. Frankie se resistió nerviosamente hasta que Sludden dijo:
—Os necesito a las dos, chicas. Este frío me está matando.
Toal y Nan se abrazaron en el asiento trasero pero Rima estaba sentada con el
cuerpo tan temiblemente tieso que Lanark (que estaba junto a ella) cruzó los brazos
encima del pecho y apretó las mandíbulas para impedir que le castañetearan los
dientes. Poco a poco el calefactor del vehículo consiguió que la temperatura se fuera
haciendo más confortable. La camioneta casi tenía las calles para ella sola pero
cuando se encontraban con un tranvía o un peatón McPake hacía sonar

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estruendosamente la bocina.
—Rima, ¿habrá baile en la fiesta? —le preguntó Lanark.
—Supongo que sí.
—¿Bailarás conmigo?
—Supongo que sí. No soy demasiado exigente.
Lanark apretó el puño y mordió con fuerza el nudillo de su pulgar. Un instante
después sintió que le tocaban el brazo.
—Siento haberte hablado así… —dijo ella en voz baja—. No pretendía ser
desagradable. Estoy más nerviosa de lo que parece.
Lanark casi se rió de alivio y la atrajo suavemente hacia él, diciendo:
—Me alegra que me lo hayas dicho. Casi estaba decidido a bajarme de la
camioneta y volver a casa andando.
—Te tomas las cosas demasiado en serio.

La camioneta avanzó por amplias calles en cuyas aceras había grandes jardines
descuidados y acabó entrando en un camino que se curvaba para atravesar un seto.
Los faros hacían que los puntitos de la escarcha brillaran por entre las oscuras hojas.
McPake hizo sonar la bocina, paró ante una gran casa y todo el mundo bajó de la
camioneta. La casa era un edificio cuadrado de tres pisos con invernaderos y un
cobertizo a los lados. Los alerces, acebos y rododendros que la rodeaban hacían que
pareciese escondida, aunque las ventanas estaban iluminadas, se oía música y había
muchos coches aparcados sobre la explanada de grava que daba al porche. La puerta
principal estaba abierta pero Sludden llamó al timbre antes de llevar a su grupo hasta
el vestíbulo, que poseía una pesada magnificencia, con el suelo cubierto de terrazo y
paneles de roble, así como un par de negras columnas delimitando el espacio donde
empezaba la escalera. Una pequeña silueta asomó por la puerta de la derecha. Era
Gloopy. Parecía más bajito y gordo de como le recordaba Lanark, tenía el cabello
salpicado de hebras grises y vestía una chaqueta de lamé plateado.
—Ah, Sludden, ya has llegado… —dijo—. Podéis dejar los abrigos ahí dentro,
haced el favor.
De las paredes de la habitación colgaban cuadros con naturalezas muertas, frutas
y langostas en marcos dorados. En el centro había una mesa ovalada casi cubierta de
abrigos y bufandas. Lanark ayudó a Rima a quitarse el abrigo mientras que Gloopy le
miraba sonriendo.
—¡Hola, hola! —dijo—. Así que has acabado llegando… Si hubieses venido
conmigo no habrías tardado tanto.
—¿Ésta es tu pensión?
—No es mía en el sentido de que sea su propietario. Supongo que podrías
referirte a mí como al portero.
—¿Qué es un portero?

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—¿Por qué tienes que mostrarte tan desagradable conmigo? No te he hecho
ningún daño.
—No comprendes a nuestro hombre misterioso, Gloopy —dijo Sludden, que
estaba poniéndose bien la corbata delante de un espejo—. Nunca es desagradable.
Sencillamente, es que nunca pierde la seriedad. Bien, ¿dónde está la diversión esta
noche?
—Estamos en la sala del primer piso.

Las paredes y las puertas interiores de la casa parecían a prueba de sonido, pues en el
vestíbulo no se podía oír nada salvo el taconeo de sus zapatos sobre las baldosas, y
sin embargo la puerta que tenían delante daba a una habitación repleta de gente donde
las parejas bailaban a los sones de una fuerte música de jazz. La gente era del tipo que
visitaba el Élite, aunque las chicas iban vestidas de forma más exótica y Lanark se
fijó en que había unos cuantos hombres mayores con trajes oscuros. Cogió la mano
de Rima y la llevó hacia la pista de baile.

No podía recordar si antes le gustaba la música pero el ritmo le hizo sentir una
nerviosa excitación y su cuerpo se adaptó con facilidad a los movimientos. Lanark no
apartaba los ojos de Rima. Rima se movía de una forma brusca pero cargada de
gracia. Su oscuro cabello flotaba sobre sus hombros y sonreía distraídamente. El
disco llegó a su fin y los dos se quedaron inmóviles, rodeando con un brazo la cintura
del otro.
—¿Lo repetiremos? —preguntó Lanark.
—Sí, ¿por qué no?
De repente, boquiabierto, se encontró mirando hacia el otro extremo de la
habitación. Junto a la curva del ventanal había una mesa cargada de comida y bebida
y una chica estaba sentada en el borde de la mesa hablando con un hombre corpulento
que llevaba gafas.
—¿Quién es esa chica? —murmuró Lanark—. Esa rubia alta, la del vestido
blanco.
—No lo sé. Supongo que es una de las seguidoras del campamento. ¿Por qué se te
ha puesto la cara de ese color?
—La he visto antes.
—Oh, ¿sí?
—Antes de venir aquí…, antes de venir a esta ciudad. Conozco su cara pero no
puedo recordar nada más.
—¿Importa eso?
—¿Cómo puedo hablar con ella?
—Pídele que baile contigo.

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—Rima, ¿te molesta?
—¿Por qué debería molestarme?
Lanark cruzó apresuradamente la habitación y llegó a la mesa justo cuando la
música volvía a sonar. La chica estaba tomando sorbos de su copa mientras que el
hombre corpulento se reía estruendosamente de algo que había dicho. Lanark le tocó
el hombro. La chica dejó la copa y permitió que la guiara hasta la pista de baile.
Llevaba mucho maquillaje y tenía la piel muy bronceada. Lanark rodeó su cintura
con el brazo, apretándola nerviosamente.
—¿Dónde te he visto antes? —le preguntó.
La joven sonrió y meneó la cabeza.
—No sé.
—Creo que te conozco muy bien.
—Lo dudo.
—Te maté, ¿verdad?
La joven retrocedió, librándose bruscamente de su abrazo, y dijo:
—¡Oh, Dios mío!
La gente dejó de bailar y les miró. La chica señaló a Lanark con el dedo y,
levantando mucho la voz, dijo:
—¿Qué os parece esto como tema de conversación para una fiesta? Acabamos de
conocernos y me pregunta si me ha matado. ¿Os parece un buen tema de
conversación? —Se volvió hacia uno de los que miraban (McPake) y le dijo—:
Sálvame de este bastardo.
Se unieron a la danza y, cuando pasaron junto a Lanark, McPake le guiñó el ojo.
Lanark miró desesperadamente a su alrededor en busca de Rima, acabó yendo hacia
la puerta, salió de la habitación y cerró la puerta a su espalda.

El vestíbulo estaba totalmente vacío y en silencio. También estaba bastante frío.


Lanark fue de un lado para otro preguntándose qué podía hacer. No tenía ni idea de
por qué le había dicho semejantes palabras a la chica rubia pero en aquellos
momentos su único deseo era no ver a nadie, evitar a todos los que estaban en la
habitación salvo a Rima. Y, sin embargo, no tenía ganas de irse. Sentía un agudo
picor en el codo y pensó que quizá lavárselo calmaría el picor. En algún lugar de la
casa tenía que haber un cuarto de baño, un cuarto de baño embaldosado con toallas
limpias calentándose sobre los tubos de los toalleros, y jabones, y esponjas, y toda el
agua caliente que pudiese utilizar. Su alojamiento no tenía cuarto de baño, no se había
bañado desde que llegó allí y ahora (sintiéndose sucio tanto por dentro como por
fuera), pensó que un baño resultaría maravillosamente relajante. Fue hasta el final del
vestíbulo y subió por las escaleras, recubiertas de una suave alfombra. El piso de
arriba estaba a oscuras y Lanark tuvo que encontrar su camino gracias a la luz que
llegaba de abajo. En el segundo rellano nacía un pasillo. A mitad de éste una puerta

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entornada arrojaba un triángulo de luz sobre el suelo. Lanark fue hacia la luz, el ruido
de sus pasos ahogado por la gruesa alfombra, y cuando llegó a la puerta miró por la
rendija. A través de ella se veía una tira vertical de papel de pared, y la luz que se
reflejaba en el muro parpadeaba levemente. Lanark abrió la puerta y cruzó el umbral.
La habitación era una biblioteca iluminada por un gran fuego que ardía en una
chimenea con el dintel cubierto de tallas. Sobre las estanterías colgaban inmensos
retratos entre los que había plafones con armas antiguas. Había muchos sillones de
cuero y una lámpara con una pantalla de seda roja iluminaba un sillón cuyo ocupante
se estaba levantando en aquel mismo instante.
—¡Vaya, si es el escritor! Adelante —dijo el hombre, mirando a Lanark y
sonriéndole.
Medía casi dos metros diez y llevaba un suéter con cuello de cisne y unos bien
cortados pantalones de color marrón y, aunque quizá tuviera ya cincuenta años,
producía una impresión de salud y fuerza juveniles. Su calva estaba bronceada y
mechones de cabello blanco asomaban por detrás de sus orejas: lucía un bigote
blanco cuidadosamente recortado y en sus rasgos bienhumorados se veía la misma
expresión despierta y vivaz que en los de un muchacho.
—Me temo que no le conozco —dijo Lanark, algo incómodo.
—Cierto, cierto. Casi nadie de su grupo me conoce. Y, sin embargo, este sitio me
pertenece. Gracioso, ¿verdad? Cuando pienso en ello suelo reírme mucho.
—¿Sludden le conoce?
—Oh, sí, Sludden y yo somos grandes amigos. ¿Qué le gustaría beber?
Se volvió hacia un armarito en el que había botellas y vasos.
—Nada.
—¿Nada? Bueno, siéntese de todas formas. Quiero que me responda a una
pregunta. Mientras, me serviré una gotita de Smith‘s Glenlivet Malt. A su salud.
El calor del fuego, la luz tenue y los tranquilos modales de su anfitrión le hicieron
sentir a Lanark que aquél era un buen sitio para recobrar la calma. Se sentó en uno de
los sillones.

El hombre alto volvió con un vaso en la mano, tomó asiento y cruzó las piernas.
—¿Qué es lo que impulsa a ustedes los escritores? —le preguntó—. ¿Qué clase
de satisfacción personal saca usted de ser un escritor?
Lanark intentó acordarse.
—Que yo recuerde, es el único trabajo disciplinado que he intentado hacer —dijo
—. Después siempre duermo mejor.
—¿De veras? Pero ¿no dormiría mejor después de otras clases de disciplina?
—No lo sé. Supongo que es posible.
—¿Y nunca ha pensado en unirse al ejército?
—¿Por qué debería hacerlo?

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—Porque en un par de sencillas frases que casi son lugares comunes ha unido las
ideas de trabajo, disciplina y salud y, por lo tanto, sospecho que aunque se relaciona
con esponjas y libertinos sigue siendo un vertebrado. ¿Me equivoco?
Lanark pensó en ello durante unos momentos y luego preguntó:
—¿De qué sirve el ejército?
—¿De qué le sirve a la sociedad, quiere decir? Defensa y empleo. Defendemos y
damos empleo. Creo que se aloja usted en la casa de una mujer llamada Fleck, junto a
la fundición de Turk’s Head, ¿no?
—¿Cómo lo sabe?
—¡Ajá! Hay muy pocas cosas que no sepamos. Lo importante es que la fundición
de Turk‘s Head produce componentes para nuestro Q39. Quizá se haya dado cuenta
de que la industria no anda demasiado boyante en los últimos tiempos. Si no fuera
por el programa Q39 la fundición tendría que cerrar, habría miles de personas sin
empleo y tendrían que reducir las cantidades disponibles para la asistencia social.
Piense en eso cuando vuelva a tener ganas de prescindir del ejército.
—¿Qué es el Q39?
—Ya los ha visto. Los están montando en las explanadas que hay cerca del río.
—¿Se refiere a esas grandes cosas metálicas que parecen bombas o balas?
—Cree que se parecen a bombas, ¿eh? ¡Bien! ¡Bien! Eso me anima muchísimo.
La verdad es que son refugios para proteger a la población civil. Cada uno de ellos es
capaz de albergar a quinientas almas en cuanto el globo empiece a subir.
—¿Qué quiere decir?
—¿Lo del globo? Es una frase hecha que deriva de un sistema de combate ya
anticuado. Quiere decir cuando haya señales de que empieza el gran espectáculo.
—¿Qué espectáculo?
—No puedo responderle con exactitud porque podría adoptar varias formas
distintas. Podríamos encontrarnos recibiendo cualquiera entre sesenta y ocho tipos de
ataque distintos, y no me importa confesarle que sólo podemos defendernos contra
tres de ellos. «¡Es inútil! ¿Por qué molestarse?», dice usted, y no se da cuenta de lo
más importante. El otro bando se encuentra en tan mala situación como nosotros.
Estos preparativos para el gran espectáculo pueden resultar francamente inadecuados
pero si los detenemos el globo empezará a subir. ¿Le estoy deprimiendo?
—No, pero me siento algo confuso.
El hombre alto movió la cabeza en un gesto de comprensión.
—Lo sé, es difícil. La metáfora es una de las herramientas más esenciales del
pensamiento. Ilumina lo que de lo contrario resultaría totalmente oscuro. Pero
algunas veces la iluminación es tan brillante que deslumbra en vez de revelar.

Lanark tuvo la impresión de que pese a su fluida e incesante conversación aquel


hombre estaba borracho. Alguien gimió cerca de ellos. Lanark se dio la vuelta y vio a

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un corpulento anciano inmóvil en uno de los sillones. Vestía un traje azul oscuro y
chaleco. Tenía los ojos cerrados pero no estaba dormido, pues se sujetaba las rodillas
con las manos.
—¿Quién es ése? —preguntó Lanark con un leve jadeo de sorpresa.
—Es uno de los padres de nuestra ciudad. Es el Alcalde Dodd.
—No —dijo el hombre del sillón.
—Bueno, la verdad es que es algo más que el Alcalde Dodd. Es el Preboste Dodd.
—El hombre alto se echó a reír—. ¡Sí! —dijo entre carcajada y carcajada—, es el
Lord Preboste de toda esta inmensa y jodida metrópolis.
Ahogó su risa terminándose su vaso y después fue hacia el armarito para volver a
llenarlo.
—¿Qué quiere? —dijo el Preboste.
—Sí, Lanark —dijo el hombre alto volviéndose a mirarle por encima del hombro
—, ¿qué quiere?
—Nada.
—Ha dicho que no quiere nada, Dodd.
—Entonces, no nos sirve de nada —dijo el Preboste un instante después con voz
átona.
El hombre alto volvió a su sillón y dijo:
—Empiezo a temer que estás en lo cierto. —Miró a Lanark, le sonrió y tomó
asiento—. Supongo que al final acabará uniéndose a los contestatarios.
—¿Quiénes son?
—Oh, gente encantadora. Realmente, no son ninguna molestia. Mi hija es una de
ellos. Tenemos grandes discusiones sobre todo el problema. Había tenido la
esperanza de que fuese usted un vertebrado pero veo que es un crustáceo. Estará muy
a gusto con los contestatarios porque casi todos ellos son crustáceos. Ahora va a
preguntarme qué son los crustáceos, así que se lo diré. El crustáceo no es una mera
masa de codicia consciente, como sus sanguijuelas o esponjas. Tiene una forma
definida. Pero la forma no está basada en una columna vertebral, sino que deriva del
caparazón carente de sensibilidad que contiene al animal. Entre los crustáceos se
encuentran el escorpión, la langosta y el piojo.
Bajó la vista hacia su whisky y sonrió. Lanark sabía que acababa de ser insultado,
así que se puso en pie y, con voz seca, preguntó:
—¿Podría decirme donde está el cuarto de baño?
—Tercera puerta a la derecha al salir.
Lanark fue hacia la puerta pero se dio la vuelta antes de llegar a ella.
—Quizás el Preboste podría decirme cuál es el nombre de esta ciudad.
—Desde luego que podría, y yo también. Pero no vamos a decírselo, por razones
de seguridad.
Lanark abrió la puerta, disponiéndose a salir, pero se detuvo al oír un grito.
—¡Lanark!

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Se dio la vuelta y vio que el hombre alto se había puesto de pie y estaba
mirándole fijamente.
—Lanark, si alguna vez llega a tener la sensación de que… ¿Cómo puedo
expresarlo? De que le gustaría ayudar a la buena y vieja Imagen Divina de los
vertebrados, ¿tendrá la bondad de ponerse en contacto conmigo?
Había lágrimas en sus ojos. Lanark salió rápidamente de la habitación,
sintiéndose bastante incómodo.
El pasillo seguía estando a oscuras. Giró a la izquierda y fue hacia la escalera,
contando puertas. La tercera no daba a un cuarto de baño, sino a un lujoso dormitorio
brillantemente iluminado. Sobre la colcha de la cama de matrimonio se agitaba un
enorme nudo de miembros del que asomaban las cabezas de Frankie, Toal y Sludden.
Lanark cerró la puerta de golpe y se tapó los ojos con las manos pero la imagen de lo
que había visto siguió clavada detrás de sus párpados: un nudo de miembros con tres
rostros de expresión vacua y enloquecida, y la boca de Sludden abriéndose y
cerrándose como si comiera algo. Corrió hacia las escaleras y bajó por ellas hasta la
habitación de los abrigos. Estaba buscando el suyo entre el montón que había sobre la
mesa cuando una voz pastosa dijo:
—Tengo la sensación de que nunca hemos logrado entendernos realmente el uno
al otro.
Gloopy estaba en el umbral, sonriéndole al vacío. Tenía las piernas juntas y los
brazos pegados a los costados, su aceitoso cabello gris y su chaqueta plateada
brillando con un húmedo resplandor. Dio unos cuantos pasos hacia Lanark,
caminando como si tuviera los muslos cubiertos de pegamento, y se derrumbó de
bruces en el suelo con un golpe ahogado. Se quedó inmóvil en la misma postura que
cuando estaba de pie, salvo que su rostro estaba tan echado hacia atrás que le sonreía
ciegamente al techo. De repente se deslizó unos tres o cuatro centímetros hacia
Lanark, sin mover los miembros, resbalando por las pulidas baldosas y entonces se
apagó la luz.

La oscuridad y el silencio eran tan absolutos que por un instante Lanark se sintió
ensordecido por el ruido de su propia respiración. Después oyó hablar a Gloopy.
—Las personas deberían ser amables unas con otras. ¿Cómo es que tú y yo…?
Las palabras fueron cortadas en seco por una ráfaga de aire helado que brotó
repentinamente del suelo, trayendo con ella un olor salitroso, como el de las algas
podridas. Lanark tuvo la sensación de que estaba al borde de un horrible abismo. Se
agazapó, mareado, temiendo mover los pies y aterrorizado ante la idea de caer. Y así
se quedó, acuclillado en la oscuridad durante un tiempo muy largo.

Por fin vio una luz procedente del vestíbulo que se filtraba por el umbral. Una figura

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corpulenta apareció en el hueco de la puerta, soltó un gruñido y encendió la luz. Era
el Preboste Dodd. Lanark se puso en pie, sintiéndose mareado y con la sensación de
haber hecho el ridículo.
—Gloopy —dijo—. Ha desaparecido. ¡Gloopy ha desaparecido!
Los ojos del Preboste recorrieron la habitación como si Lanark no estuviera en
ella.
—No creo que sea una gran pérdida —murmuró.
Lanark estaba convencido de que cada paso dado en aquella habitación podía
accionar una trampa invisible. Logró ir hacia la puerta sin correr.
—Espere —dijo el Preboste.
Lanark salió al vestíbulo antes de volverse hacia él. El Preboste sacó un poco el
labio inferior, se miró los zapatos, frunciendo el ceño, y dijo:
—Vino con una chica. Tenía el cabello negro, llevaba un suéter negro y su falda
era… He olvidado el color.
—Negra.
—Cierto. ¿Sabe dónde está?
—No.
El Preboste le contempló en silencio durante unos momentos y después se dio la
vuelta.
—De todas formas, da igual —dijo con voz cansada—. Todo da igual.
Lanark salió rápidamente de la habitación, cerrando la puerta a su espalda con un
fuerte golpe.

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CAPÍTULO V

Rima
Fuera había niebla. La luz de las ventanas ardía por entre aquel vapor pálido de tal
forma que la mansión parecía estar envuelta en un capullo de lechosa claridad, pero
una vez fuera del capullo Lanark se encontró caminando en la más absoluta
oscuridad, y si pudo hallar el camino fue por el crujido de la gravilla bajo sus pies y
el contacto de las hojas en su cara y sus manos.

Cuando llegó a la calle pudo guiarse gracias a la luz del farol. El aire, húmedo y frío,
hacía que sus pasos resonaran con fuerza pero después de haber caminado durante
unos cinco minutos Lanark decidió que lo que parecían ecos eran las pisadas de
alguien que le seguía. Sintió un cosquilleo de temor en la espalda. Se colocó junto a
un seto y esperó. Las pisadas que le seguían se detuvieron durante un momento y
luego volvieron a sonar, llenas de decisión. Una sombra se perfiló por entre la
penumbra neblinosa, adquiriendo una negrura nada normal, y un instante después la
delgada y negra silueta de Rima pasó junto a él lanzándole una breve mirada de
soslayo.
—¡Rima! ¡Soy yo! —gritó Lanark, lleno de alegría, echando a correr detrás de
ella.
—Ya lo veo.
—El Preboste Dodd te estaba buscando.
—¿Quién es el Preboste Dodd?
La pregunta parecía tener como fin más el acabar con la conversación que el
servirle de ayuda. Lanark siguió caminando junto a Rima, pensando en lo que le
había visto hacer a sus amigos en el dormitorio. Aquel recuerdo ya no le horrorizaba.
Se combinó con lo que le había dicho a la chica rubia, con la desaparición de Gloopy
y con la niebla; rodeaba a Rima de un excitante y maligno olor de posibilidades
sexuales.
—¿Te ha gustado la fiesta? —le preguntó de repente.
—No.
—¿Qué hiciste?
—Ya que quieres saberlo, me pasé casi todo el rato en el cuarto de baño con Gay.
Estaba muy enferma.
—¿Por qué?
—No quiero hablar de eso.
—¿No quieres hablar conmigo de nada?
—No.

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El corazón y el pene de Lanark se endurecieron con un irritado asombro. La cogió
de los brazos y la hizo girar hasta tenerla cara a cara.
—¿Por qué? —le preguntó en voz baja.
—¡Porque me das miedo! —gritó ella, mirándole fijamente a los ojos.
Lanark sintió una mezcla de vergüenza y cansancio. La soltó, encogiéndose de
hombros, y murmuró:
—Bueno, quizá sea mejor que me tengas miedo.
Medio minuto después se sorprendió al ver que Rima estaba de nuevo junto a él.
—Lo siento —dijo ella.
—No lo sientas. Quizá soy peligroso.
Rima se echó a reír, pero no tardó en contener la risa y le pasó la mano por el
brazo. Aquella leve presión le hizo sentirse más fuerte y tranquilo.
Llegaron a una esquina. La niebla era muy espesa. Un tranvía pasó tintineando a
un par de metros de ellos pero ni una sola parte de él resultaba visible.
—¿Dónde está tu abrigo? —le preguntó Rima—. Estás temblando.
—Tú también. Te llevaría a un café pero no sé donde están.
—Será mejor que vengas conmigo. Vivo cerca y robé una botella de coñac de la
fiesta.
—No tendrías que haber hecho eso.
Rima apartó bruscamente la mano de su brazo y dijo:
—¡Eres un idiota y siempre te estás quejando de todo!
Lanark se sintió herido por sus palabras.
—Rima, no soy listo y no tengo imaginación —dijo—. Sólo tengo unas cuantas
reglas según las que vivir. Esas reglas quizá puedan irritar a la gente lo bastante lista
como para vivir sin ellas, pero no puedo evitarlo y no deberías culparme por eso.
—De acuerdo, lo siento, lo siento, lo siento. Tengo la impresión de que acabarás
consiguiendo que me disculpe por haberte echado el aliento.
Doblaron la esquina.
—Pero también soy capaz de asustarte —dijo Lanark.
Rima guardó silencio.
—Y puedo hacerte reír.
Rima dejó escapar una leve carcajada y volvió a cogerle por el brazo.

Estaban entrando en un callejón de edificios no muy altos que parecían garajes


privados. Rima abrió una puerta, le guió por una empinada y angosta escalera de
madera y encendió la luz. La austeridad de su vestimenta y sus modales habían hecho
que Lanark esperase encontrarse con una habitación casi desnuda. Esta habitación era
pequeña, con un techo inclinado y pocos muebles, pero contenía muchos pequeños y
tristes toques personales. En las paredes había bosquejos hechos a lápiz que parecían
obra de una criatura, con unos nada convincentes campos verdes y mares azules.

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También había el único reloj que Lanark recordaba haber visto, tallado y pintado para
que pareciese una cabaña de troncos, con un péndulo debajo y un contrapeso dorado
que tenía la forma de una piña. El reloj no tenía manecillas. Una guitarra sin cuerdas
reposaba sobre una cómoda y encima de la cama, que consistía en un colchón pegado
a la pared, había un osito de peluche. Rima conectó el radiador eléctrico, se quitó el
abrigo y empezó a trastear con la cafetera y el hornillo de gas que había en la
minúscula cocina, tan pequeña como una alacena. No había sillas, así que Lanark
tomó asiento en el suelo y se apoyó en la cama. El radiador calentó la pequeña
habitación tan deprisa que pronto pudo quitarse su chaqueta humedecida por la niebla
y el jersey, pero aunque tenía la piel caliente aún se estremecía con repentinos ataques
de temblores que le venían de dentro. Rima trajo dos grandes tazones de café. Tomó
asiento en la cama, con las piernas cruzadas debajo del cuerpo, y le entregó un tazón
a Lanark, diciendo:
—No creo que te niegues a beberlo.
El sabor del café casi quedaba disimulado por el del azúcar y el coñac.

Después Lanark se tumbó en la cama, sintiéndose muy a gusto y ligeramente


borracho. Rima, con los ojos cerrados, tenía los hombros apoyados en la pared y
acunaba al osito de peluche.
—Has sido muy buena conmigo —dijo Lanark.
Rima acariciaba la cabeza del viejo juguete. Lanark intentó pensar en alguna otra
cosa que decir.
—¿Hace mucho que viniste a esta ciudad? —le preguntó.
—¿Qué quiere decir «mucho»?
—¿Eras muy pequeña cuando viniste?
Rima se encogió de hombros.
—¿Recuerdas un tiempo en el que los días eran largos y luminosos?
Las lágrimas empezaron a resbalar bajo sus párpados cerrados. Lanark le tocó el
hombro.
—¿Me dejas que te desnude?
Se lo permitió. Cuando le desabrochó el sujetador sus manos encontraron una
rugosidad familiar.
—¡Tienes piel de dragón! ¡Tus omoplatos están cubiertos de ella!
—¿Te resulta excitante?
—¡Yo también la tengo!
—¿Y piensas que eso crea un lazo entre nosotros? —le preguntó ella con voz
áspera.
Lanark meneó la cabeza y puso un dedo sobre sus labios, sintiendo que las
palabras no harían sino separarles todavía más. Su nerviosismo y su deseo de ser
tierno con alguien que necesitaba la ternura y la rechazaba hicieron que sus caricias

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resultaran torpes, hasta que la ansiedad genital le robó todo pensamiento.

Después se sintió aliviado y le habría gustado dormir. Oyó cómo Rima se levantaba y
empezaba a vestirse rápidamente.
—¿Y bien? ¿Te has divertido? —le preguntó ella secamente.
Lanark intentó pensar y luego, con voz desafiante, le dijo:
—Sí. Ha sido excelente.
—Me alegro por ti.
Lanark empezó a tener la sensación de que estaba metido en una pesadilla.
—No eres lo que se dice un atleta sexual, ¿eh? —le oyó decir a Rima—. Supongo
que nunca conseguiré nada mejor que Sludden.
—Me dijiste que no… amabas… a Sludden.
—No le amo pero le uso de vez en cuando. Igual que él me usa a mí. Tanto él
como yo somos dos personas muy frías.
—¿Por qué me has dejado venir aquí?
—Tenías tantas ganas de entrar en calor que pensé que quizá tuvieras algo de
calor dentro. La verdad es que eres tan frío como el resto de nosotros y aún te
preocupas más por ello. Supongo que eso te hace resultar torpe.
Ahora Lanark estaba ahogándose en la pesadilla, yaciendo en el fondo de ella
como en un lecho oceánico, pero aun así podía respirar.
—Estás intentando matarme —dijo.
—Sí, pero no voy a conseguirlo. Eres terriblemente sólido. —Acabó de vestirse y
le dio una palmadita en la mejilla—. Vamos —le dijo—. No puedo volver a
disculparme contigo. Levántate y ponte la ropa. Se quedó inmóvil con la espalda
pegada a la cómoda, observándole mientras que él se vestía lentamente, y cuando
hubo terminado, inexorable, le dijo:
—Adiós, Lanark.
Todo él estaba entumecido, confuso, pero se quedó inmóvil un momento,
mirándose estúpidamente los pies.
—¡Adiós, Lanark! —repitió ella, y le cogió por el brazo, le llevó hasta la puerta,
le hizo salir de un empujón y cerró dando un portazo.

Lanark bajó a tientas por las escaleras. Cuando ya estaba casi al final oyó que Rima
abría la puerta y gritaba: «¡Lanark!». Miró hacia atrás. Algo oscuro cayó sobre su
cabeza, tapándola, y la puerta volvió a cerrarse con un golpe seco. Lanark se sacó
aquello de la cabeza y descubrió que era una chaqueta forrada con piel de oveja. La
colgó en el picaporte de la puerta principal, salió del edificio y se alejó.

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Pasado un tiempo la densa neblina helada se confundió con su cuerpo y su cerebro
árticos. Avanzó a lo largo de muchas calles metido en ellos, una entumecida pepita de
alma moviéndose mediante pies que estaban en alguna parte debajo de ella. Sólo
había una cosa de la que fuese muy consciente, y era el picor que sentía en el brazo
derecho, y en varias ocasiones se detuvo y se lo frotó contra las esquinas para
rascarse a través de la manga. Los sonidos y las luces de los tranvías pasaban ahora
frecuentemente junto a él y tras cruzar una calle se quedó asombrado ante una
complicada forma que se alzaba entre él y la claridad de un gran farol. Al acercarse
vio a una reina montada a la jineta en un caballo que se encabritaba. Era una estatua
de la gran plaza. Pensó ir a la oficina de la asistencia social en busca de calor pero
decidió que necesitaba beber algo. Cruzó otras calles hasta que vio un neón rojo
reluciendo sobre el pavimento. Abrió la tintineante puerta de un estanco pequeño que
olía a muchas clases de tabaco, fue hasta la escalera de caracol y bajó al Salón de Té
Galloway. Era un local de techo bajo mucho más grande que el comercio de arriba.
La mayor parte del local consistía en reservados, algunos metidos dentro de otros,
cada uno con un sofá, una mesa y sillas, así como la cabeza de un ciervo colgando de
una placa. Lanark pidió té con limón, tomó asiento en la esquina de un sofá y se
quedó dormido.

Despertó mucho tiempo después. El vaso con el té frío estaba encima de la mesa,
delante de él, y estaba escuchando una conversación entre dos hombres de negocios.
Su oreja se encontraba a unos dos centímetros de una espesa cortina marrón que
separaba su sofá del sitio donde se hallaban sentados y resultaba obvio que pensaban
estar solos, sin nadie que les oyera.
—… Dodd está de nuestro lado. Después de todo, la Corporación no tiene nada
que hacer aparte de iluminar las calles y mantener en funcionamiento los tranvías, y
esos servicios no son capaces de autofinanciarse. Tienen que recibir subsidios que
salen de la venta de propiedades municipales, así que Dodd vende y yo compro.
—Pero ¿qué harás con todo eso?
—Subarrendarlo. Si la dividimos usando paneles de madera, la más pequeña de
esas habitaciones podría contener hasta dieciséis apartamentos individuales. He
tomado las medidas.
—¡No seas loco! ¿Crees que alguien querrá uno de esos apartamentos minúsculos
sólo porque están en la plaza? Ser propietario con un tercio de la ciudad vacía no da
beneficios.
—De momento no. Con el tiempo tengo intención de acabar subarrendando todo
eso.
—No te hagas el misterioso, Aitcheson. Puedes confiar en mí.

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—De acuerdo. Ya sabes que la población es más reducida de lo que solía ser.
¿Has pensado en que cada vez se está reduciendo más?
—¿Por qué?
—Ya sabes por qué.
Un silencio.
—¿Y los que van llegando?
—No hay suficientes. Vives en un hotel, ¿verdad?
—Claro.
—Claro. Yo también. En los hoteles nadie se fija en las desapariciones. Si todo va
normalmente, das por sentado que el hombre de la habitación contigua desaparecerá
tarde o temprano. Pero en un edificio la vida es muy distinta. De repente el piso que
hay al otro lado del descansillo se queda vacío. Un poco después el piso de arriba
también se queda vacío. Después te das cuenta de que la mitad de las ventanas de
enfrente no tienen luces. ¡Inquietante! Cuidado, hay gente que sigue fingiendo que no
se ha dado cuenta. Espera a que se hayan quedado sin vecinos. ¡Espera hasta que se
encuentren solos y cunda el pánico! Se lanzarán hacia el centro de la ciudad igual que
náufragos hacia una balsa. Si los edificios del municipio siguen vacíos entrarán en
ellos a la fuerza y los ocuparán. Pero no estarán vacíos, porque yo me encargaré de
subarrendarlos.
—Muy inteligente —admitió a regañadientes la otra voz después de un breve
silencio—. Pero ¿no estás siendo un poco demasiado optimista? Tu apuesta se basa
en una pauta actual que quizá no continúe.
—¿Y qué va a impedir que siga sucediendo?

Lanark se puso en pie, sintiéndose terriblemente asustado. Poco antes le había


dicho a Sludden que estaba satisfecho de su vida. Ahora cuanto oía, veía o recordaba
servía para empujarle al pánico. Anhelaba desesperadamente estar junto a Rima, una
Rima que sonreiría y se entristecería con él, una Rima cuyos miedos pudiera calmar y
no una que le arrojase palabras igual que si fueran piedras. Pagó el té, volvió a su
habitación y se desnudó. Cuando se hubo quitado la chaqueta y el jersey vio que la
manga derecha de su camisa estaba cubierta de sangre seca y al quitarse la camisa
descubrió que su brazo había sido invadido por la piel de dragón desde el hombro
hasta la muñeca, y que había algunas manchitas de piel de dragón en el dorso de la
mano. Se puso el pijama, se metió en la cama y se quedó dormido. Le pareció que no
podía hacer otra cosa.

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CAPÍTULO VI

Bocas
Sin voluntad de ver a nadie ni de hacer nada se sumergió en el sueño tanto como le
era posible, despertando tan sólo para clavar los ojos en la pared hasta que el sueño
regresara. Recordar que la enfermedad se extendía más deprisa durante el sueño era
un melancólico placer. «¡Que se extienda —pensaba—! ¿Qué otra cosa puedo
cultivar?». Pero la piel de dragón dejó de extenderse en cuanto hubo cubierto el brazo
y la mano, aunque la longitud total del miembro aumentó unos doce centímetros. Los
dedos se hicieron más fuertes y entre ellos apareció una delgada membrana, mientras
que las uñas se volvieron más largas y curvadas. En cada nudillo se formó un espolón
rojo que parecía la espina de un rosal y en su codo apareció un espolón similar, de
unos cuatro centímetros de largo, que no paraba de engancharse con las sábanas, así
que Lanark dormía dejando colgar el brazo derecho fuera de la cama, rozando el
suelo con los dedos. Aquello no le resultaba incómodo ya que su brazo había perdido
toda la sensibilidad, aunque el miembro obedecía a todos sus deseos con una
prontitud insuperable y algunas veces los llevaba a cabo antes de que su voluntad
hubiera llegado a formarlos. Se lo encontraba sosteniendo un vaso de agua ante sus
labios y sólo entonces se daba cuenta de que tenía sed y en tres ocasiones golpeó el
suelo hasta despertarle y la señora Fleck apareció corriendo con una taza de té.
Lanark, incómodo y disgustado, le dijo que no hiciera caso del brazo.
—No, no, Lanark —le dijo ella—, mi esposo tuvo esa misma enfermedad antes
de desaparecer. Nunca debes ignorarle.
Lanark le dio las gracias. La señora Fleck se frotó las manos en su delantal, como
si se las secara y, sin previo aviso, le dijo:
—¿Te importa que te haga una pregunta?
—No.
—Lanark, ¿por qué no te levantas y buscas trabajo? He perdido un esposo por
culpa de eso —señaló su brazo—, y también un par de inquilinos, y antes del final
todos ellos se quedaron en la cama, y todos ellos eran personas decentes y calladas
como tú.
—¿Y para qué voy a levantarme?
—No me gusta hablar de ello pero yo también tengo una enfermedad, no la tuya,
algo distinto, y nunca se ha extendido mucho porque tengo trabajo que hacer. Primero
fue un esposo, después los inquilinos y ahora estos malditos mocosos. Estoy segura
de que si te levantas de la cama y buscas algún empleo tu brazo mejorará.
—¿Y qué trabajo cree que puedo conseguir?
—La fundición necesita hombres.
—Quiere que haga componentes para el Q39, ¿no? —dijo Lanark, dejando

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escapar una áspera carcajada.
—No tengo ni idea de lo que hacen en la fábrica, pero si un hombre consigue que
le paguen y además hace ejercicio, no veo por qué debería quejarse.
—¿Cómo puedo ir a buscar trabajo con semejante brazo?
—Yo te diré cómo. Mi esposo tenía el mismo problema que tú, justo en ese
mismo brazo, así que le tejí un guante de lana bien gruesa y lo forré de cuero. Nunca
lo utilizó. Pero si lo llevas con tu chaqueta nadie se dará cuenta y aunque se den
cuenta, ¿qué importa? Hay montones de hombres con manos de cangrejo.
—Pensaré en ello —dijo Lanark.
La mano alzó la taza de té hasta sus labios, sosteniéndola allí, y le impidió decir
nada más.

Los niños solían venir a jugar a su habitación y a Lanark le gustaba su compañía.


Armaban mucho jaleo pero nunca intentaban explicarle cuál era el significado de la
vida, y no pretendían convencerle de que se dedicara a esto o aquello, y su egoísmo
no hacía que tuviera la impresión de ser un malvado. Cuando estaba con ellos se
avergonzaba de su brazo y lo escondía debajo de las sábanas, pero en una ocasión
despertó y se encontró con que los niños se lo habían destapado y estaban en cuclillas
a su alrededor, mirándolo.
—Con eso podrías matar a cualquiera —dijo el mayor de ellos con admiración.
Lanark sintió cierta vergüenza ya que a él también se le había ocurrido esa idea.
Escondió el brazo y, sin demasiada convicción, murmuró que le gustaría mucho más
tener dos manos humanas.
—Sí, pero no en una pelea —dijo el niño.
Lanark descubrió que el miembro empezaba a fascinarle. El color no era
realmente negro sino un verde intensamente oscuro. Parecía el fruto de una
enfermedad porque estaba pegado a un hombre pero considerado en sí mismo, con
aquella piel fría y reluciente, los espolones rojos de los nudillos y el codo, las garras
que parecían cuchillas de acero…, bueno, el miembro parecía gozar de una salud
excelente. Empezó a fantasear sobre el daño que sería capaz de causar. Se imaginó
entrando en el Élite, yendo hacia la camarilla de Sludden con su mano metida dentro
de la chaqueta. Les sonreiría con una esquina de la boca y entonces, de repente,
sacaría la mano. Cuando Sludden, McPake y Toal saltaran de sus asientos les barrería
de un solo golpe y después acorralaría a las chicas en un rincón y les arrancaría la
ropa sin hacer ningún caso de sus chillidos. Cuando llegaba a ese punto la imagen se
hacía algo confusa pues cada una de sus fantasías tendía a disolverse en otra antes de
alcanzar su clímax. Después de aquellos sueños Lanark sentía un frío terrible y sufría
grandes depresiones. En una ocasión descubrió que estaba acariciando su gélido
brazo derecho con las yemas de los dedos de la mano izquierda, murmurando:
«Cuando todo yo sea así…». Pero ser del todo así significaría no sentir nada, así que

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pensó en Rima y en sus momentos de ternura: cuando le tocó el hombro en la
camioneta y le dijo que lo sentía, el baile y cómo se habían abrazado el uno al otro,
aquel instante en la niebla cuando se rió de él y le pasó la mano por el brazo, el café
que había preparado e incluso la chaqueta que le tiró. Pero aquellos recuerdos eran
demasiado débiles y no podían devolverle los sentimientos humanos, con lo que
siempre acababa volviendo a admirar la insensible fortaleza de aquel miembro de
dragón hasta quedarse dormido.

Y, finalmente, despertó sintiendo un dolor tan grande que le hizo gritar.


La señora Fleck vino corriendo. Lanark tenía una gran herida en el costado, la
chaqueta del pijama estaba rota y la sangre había empapado las sábanas. Lanark se
mordió el nudillo del pulgar de su mano izquierda para evitar más gritos y contempló
las garras manchadas de sangre de su mano derecha. La señora Fleck fue a buscar
vendas y agua pero cuando volvió la piel de dragón ya había cristalizado encima de la
herida y Lanark estaba sentado en la cama poniéndose las ropas.
—Me habló de un guante —dijo Lanark—. ¿Puede dármelo?
La señora Fleck fue a un armarito del pasillo y cogió el guante de su esposo y un
viejo abrigo impermeabilizado. Lanark salió de la casa en cuanto le hubo ayudado a
ponérselos.

Había nevado pero la llovizna estaba convirtiendo la nieve en barro sucio. Lanark se
había metido en la cama porque las alternativas eran detestables y ahora caminaba
por las calles porque el sueño era peligroso, escogiendo aquéllas donde había menos
barro y nieve. Volvió a encontrarse en la plaza. Las ventanas del primer piso de un
edificio estaban iluminadas y dentro de él se oía ruido de sierras y martillos. Las
puertas estaban abiertas, mostrando un vestíbulo con el suelo de mármol y una
cabaña de madera roja en el centro. La cabaña estaba cubierta de carteles que decían
NO TIENES MUCHO TIEMPO: PROTESTA AHORA MISMO. Las palabras
parecían haber sido escritas pensando en él, por lo que Lanark cruzó el vestíbulo de
mármol hasta llegar a la cabaña y se metió dentro.

Un hombre delgado y barbudo con alzacuellos y una anciana con una revuelta
cabellera blanca estaban sentados detrás de un mostrador introduciendo panfletos en
sobres. Un joven de abundantes melenas escribía rápidamente a máquina en una mesa
detrás de ellos, y una chica bastante atractiva tocaba distraídamente la guitarra
sentada sobre la mesa. Cuando Lanark se acercó al mostrador la anciana cruzó las
manos debajo del mentón y le miró, sonriéndole como para darle ánimos.
—Me está pasando algo que… Bueno, es algo que me asusta —dijo Lanark en

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voz baja después de un instante de vacilación.
La anciana movió vigorosamente la cabeza.
—¡Claro! ¡No me sorprende! Si ha visto cómo andan las cosas ya sabrá que no le
queda mucho tiempo, ¿verdad?
—¿Qué puedo hacer?
—La necesidad básica es convencer a otros del peligro. Cuando seamos mayoría
podremos actuar. ¿Le importaría distribuir algunos de nuestros panfletos?
—Eso no serviría de nada. Verá, tengo todo el brazo…
—¡Oh, lo comprendemos! Y, aun así, nos alegra que haya venido. Por favor, por
favor, no crea que no nos importa. Hemos lanzado esta campaña porque nos importa,
y mucho. Pero la única respuesta a los problemas de esa naturaleza tan personal es
trabajar duro, trabajar duro por una causa decente. Estoy segura de que sentarse aquí
y ponerle direcciones a esos sobres le ayudaría mucho más de lo que usted piensa.
Lanark se quitó el guante y le enseñó la mano derecha. El regordete y agradable
rostro de la anciana se puso muy rojo pero le miró a los ojos, le sonrió valerosamente
y dijo:
—Verá, la única cura para estas enfermedades… personales, es la luz del sol. Y
nuestro grupo está intentando recuperarla. Los terrenos del centro han subido
enormemente de precio debido a una serie de factores que han creado una falsa
demanda, con lo que se han puesto en marcha tal cantidad de obras nuevas que el sol
apenas si puede asomar por encima de los edificios. Tan pronto como hayamos
conseguido una mayoría podremos convencer a las autoridades para que actúen.
El joven de las melenas revueltas había dejado de escribir para liar un cigarrillo.
—Paparruchas —dijo—. Aunque tuviéramos una mayoría mañana mismo la
situación seguiría siendo igual. Una ciudad es gobernada por sus propietarios. Nueve
décimas partes de nuestras fábricas y casas son propiedad de unos pocos financieros y
especuladores, con una burocracia y un sistema legal que existen para defenderlos y
encargarse de recaudar el dinero de los impuestos. Son una minoría y poseen el
poder. ¿Por qué deberíamos esperar a ser más antes de arrebatárselo?
Numéricamente, ya somos más que ellos.
—Creo que estás siendo demasiado duro con algunos miembros de la clase
dirigente —dijo la chica de la guitarra, apartando los ojos de su instrumento—. Ellos
también creen que el sistema es injusto y rígido, así que los más inteligentes acaban
sintiéndose espantosamente hartos de él y se unen a nosotros. Eso es lo que yo hice.
Mi papá es brigadier.
—Damos cabida a toda la gama de opiniones posible —dijo la mujer de los
cabellos blancos, pareciendo animarse—, pero estamos de acuerdo en una cosa:
necesitamos la luz del sol. Usted también la necesita, así que, ¿por qué no se une a
nosotros?
Lanark la miró y ella le devolvió valerosamente la sonrisa, pero pasados unos
instantes acabó encogiéndose de hombros y volvió a su trabajo con los sobres. El

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clérigo que estaba junto a ella se inclinó hacia delante, acercándose a Lanark.
—Se encuentra al borde de un abismo, ¿verdad? —le dijo en voz baja. Pese a la
barba su rostro parecía el de un niño nervioso, con una marca azul que recordaba a un
morado encima de la ceja derecha—. Los miembros de esta organización pensamos
que aún falta mucho para llegar al abismo, así que vuelva a ponerse su guante: no
podemos ayudarle. —Lanark se mordió el labio inferior y se puso el guante—. Si sale
del abismo espero que acabe uniéndose a nosotros —continuó diciendo el sacerdote
—. No nos necesitará, pero tenga la seguridad de que nosotros sí le necesitaremos.
—No sé de qué me está hablando —dijo Lanark con voz cansada, y se marchó.

Cruzó la plaza y fue hacia el Élite porque no se le ocurría ningún otro sitio al que ir y
porque quizá Rima estuviera allí. Sus momentos de bondad habían acabado siendo
una luz radiante en la frialdad a través de la que se movía, y Rima también tenía piel
de dragón, ¿y en qué la había afectado eso? Lanark saltó por encima de las cunetas
inundadas y se abrió paso por entre los surcos de la nieve medio derretida; empujó las
puertas de cristal del vestíbulo y subió corriendo las escaleras, y el café estaba vacío.
Se quedó inmóvil en la entrada y contempló el lugar con incredulidad pero no había
nadie, ni tan siquiera aquel hombre eternamente inmóvil detrás del mostrador. Lanark
se dio la vuelta y bajó las escaleras.

Cuando estaba en el rellano vio a una chica que compraba cigarrillos en el mostrador
del vestíbulo. Era Gay. Gritó su nombre y bajó corriendo. Gay parecía más delgada y
pálida pero le saludó con una sorprendente vivacidad, alzándose levemente sobre las
puntas de sus pies para besarle en los labios.
—¿Dónde has estado, Lanark? —le preguntó—. ¿A qué vienen estas
desapariciones misteriosas?
—He estado en cama. Ven, acompáñame al piso de arriba.
—¿Arriba? Ahora ya nadie va arriba. Es tan horrible… Ahora utilizamos el local
de abajo, la luz es más agradable. —Señaló hacia una gruesa cortina roja que Lanark
había pensado tapaba una puerta del cine—. Ven, únete a nosotros —le dijo Gay,
apartando unos cuantos centímetros de la tela—. No falta nadie, estamos todos.
—Ahí dentro no hay luz —dijo Lanark.
—Sí que la hay pero tus ojos necesitarán un poco de tiempo para acostumbrarse a
ella.
—¿Y Rima está ahí dentro?
Gay soltó la cortina.
—Creo que no he visto a Rima desde mi…, desde mi fiesta de compromiso —
dijo Gay, algo nerviosa.
—Entonces, ¿está en casa?

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—Supongo.
—¿No podrías decirme cómo llegar hasta allí? Fui una vez por entre la niebla y
ahora sería incapaz de encontrarla.
El rostro de Gay pareció envejecer de repente. Se cruzó de brazos, inclinó la
cabeza y los hombros, le miró de soslayo y, con un hilo de voz, le dijo:
—Podría llevarte hasta allí. Pero a Sludden no le gustaría.
—¡Gay, llévame hasta allí! Rima te ayudó cuando te pusiste mal en la fiesta.
Temo que también le esté pasando algo.
Gay le miró con una mezcla de suspicacia y miedo.
—Sludden me ha mandado a comprar cigarrillos y odia que le hagan esperar —
dijo.
Lanark vio que su mano de dragón se estaba tensando para golpearla. La metió en
su bolsillo y la mano se retorció igual que si fuera un cangrejo. Gay no se dio cuenta
de nada.
—Eres muy sólido, Lanark —dijo ella con tristeza—. Creo que si me coges de la
mano podré ir contigo. Pero Sludden… Bueno, en cuanto te coge nunca te deja
marchar.
Le alargó una mano. Lanark se apresuró a cogerla, lleno de alegría, y los dos
salieron a la calle.

A Gay le costaba tanto caminar que Lanark le rodeó la cintura con su brazo bueno
para ayudarla a avanzar. Al principio caminaron con rapidez pero la presión que
notaba en su brazo no tardó en aumentar. Los pies de Gay no lograban apoyarse bien
en el resbaladizo pavimento y aunque su cuerpo era ligero daba la sensación de que
una cuerda elástica clavada a su espalda hacía más difícil el avance a cada paso que
daba. Lanark se detuvo un momento bajo un farol, jadeando a causa del esfuerzo.
Gay pasó un brazo alrededor del poste para sostenerse, pero en su rostro había una
expresión de la más absoluta placidez.
—Llevas un guante en la mano derecha —le dijo, mirándole de soslayo con una
mezcla de timidez y malicia—. ¡Yo llevo uno en la izquierda!
—¿Y qué?
—¡Si me enseñas tu enfermedad, yo te enseñaré la mía!
Lanark empezó a decir que no estaba interesado en su enfermedad pero Gay se
quitó su guante de piel. La sorpresa le dejó sin habla. Había esperado ver unas garras
de dragón como las suyas, pero cuanto pudo ver era una blanca manecita de
contornos perfectos, los dedos ligeramente tensados hasta que Gay los aflojó para
mostrarle la palma. Lanark necesitó un momento para reconocer lo que había en ella.
En la palma de su mano había una boca que sonreía con sarcasmo.
—Estás intentando comprender las cosas, y eso me interesa —dijo la boca con
una vocecita casi inaudible.

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Era la voz de Sludden. «¡Oh, esto es el infierno!», murmuró Lanark. Gay dejó
caer la mano junto a su costado. Lanark vio que las suelas de sus zapatos se
encontraban a unos tres centímetros del pavimento. Su cuerpo colgaba ante él como
suspendido de un gancho clavado en el cerebro de Gay, su sonrisa era vacua y
estúpida, su mandíbula se aflojó y la voz que salió de su boca no estaba articulada por
ningún movimiento de la lengua o los labios. Aunque poseía un eco ligeramente
cavernoso, era la voz de Sludden, y esa voz altisonante y falsa le dijo: «Es hora de
que volvamos a reunirnos, Lanark», mientras que una vocecilla idéntica procedente
de su mano izquierda chillaba: «Te preocupas demasiado por cosas que no deberían
preocuparte».
—¡Oh! ¡Oh! —balbuceó Lanark—. ¡Esto es el infierno!
Se tapó la boca con las manos, una con guante y otra sin él, y fue retrocediendo,
alejándose de Gay sin apartar los ojos de su imagen suspendida en el aire. Gay
empezó a temblar igual que algo colgado de un alambre y también ella fue
retrocediendo, despacio al principio y acelerando después hasta que Lanark vio su
rostro, sonriendo vacuamente, encogiéndose hasta convertirse en un punto que se
alejó en dirección al café.

Se dio la vuelta y corrió.

Corrió ciegamente hasta que resbaló y cayó sobre el pavimento cubierto de nieve
medio derretida, haciéndose daño en la cadera y el hombro y mojándose los
pantalones. Cuando se puso en pie el pánico había sido sustituido por la
desesperación. Su deseo de abandonar esta ciudad era muy poderoso y estaba
igualado por la certeza de que las calles, los edificios y la gente enferma se extendían
infinitamente en cada dirección posible. Se encontraba junto a una barandilla con un
banco de nieve detrás, nieve que la lluvia no había disuelto. Algunos árboles sin hojas
asomaban de él. Los árboles y la nieve parecían tan limpios y nuevos que Lanark
saltó la barandilla y fue subiendo hacia los árboles. Los faroles de la calle que había
detrás iluminaban tenuemente una pequeña colina en la que había un cementerio.
Negras lápidas se alzaban de la claridad nevada y Lanark fue avanzando por entre
ellas, asombrándose al pensar que hubo un tiempo en que la tierra de aquel lugar
podía haber engullido hombres de una forma tan natural. Llegó a un sendero en el
que había un banco, quitó la nieve que lo cubría con su manga y después se arrodilló
y estrelló su frente contra él por tres veces, gritando desde el mismo centro de su
alma: «¡Dejadme marchar! ¡Dejadme marchar! ¡Dejadme marchar!». Un momento
después se puso en pie, aturdido por los golpes pero indiferente a sus ropas mojadas y
su cuerpo dolorido. Sentía una extraña ligereza. En lo alto de la colina había unos
cuantos obeliscos entre los que se veía una claridad amarilla que iluminaba la base de

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unos y silueteaba los contornos de otros, así que corrió hacia la cima.

La pendiente que llevaba a la cima era más abrupta de lo normal, y Lanark estuvo
corriendo hacia arriba y resbalando hacia abajo hasta que consiguió el impulso
suficiente para llegar a la cúspide, encontrándose entre dos monumentos erigidos en
terreno llano. La cima tenía forma circular con un anillo de obeliscos delimitando su
contorno y un grupo de ellos en el centro, viejos e inmensos dedos de piedra con
inscripciones talladas en sus pedestales. La luz le deslumbró. Era un resplandor
parecido al de una hoguera, no iluminaba nada que estuviera a más de un metro y
medio por encima del suelo y no arrojaba sombras, y Lanark recorrió todo el grupo
central de monumentos sin descubrir su fuente. La luz era más fuerte en un pedestal
cercano al sitio por donde había entrado en el anillo, así que lo examinó, buscando
alguna pista. El pedestal era un bloque de mármol erigido por los obreros y la
dirección de la Fundición Turk‘s Road en agradecimiento a un médico que les había
prestado sus fieles y competentes servicios desde 1833 a 1879. Lanark estaba leyendo
la inscripción por segunda vez cuando se fijó en una sombra borrosa que había en el
centro de la piedra. Miró por encima de su hombro para ver qué arrojaba tal sombra y
no vio nada, aunque cuando volvió a mirar hacia la piedra la sombra parecía un
pájaro con las alas desplegadas. Pero el color de la sombra se fue oscureciendo y
Lanark vio que lo que estaba formándose allí era una boca de noventa centímetros de
ancho, con los labios encontrándose en una serena línea recta. Su corazón latía ahora
con una emoción que, desde luego, no era el miedo. Cuando los labios se hubieron
formado del todo se abrieron y hablaron y al igual que un potente haz luminoso puede
deslumbrar un ojo sin iluminar una habitación, así esta voz penetró su oído sin dar la
impresión de hablar demasiado alto. Le causó tal dolor que Lanark no pudo recordar
las sílabas cuando eran pronunciadas, y se vio obligado a recordarlas cuando
hubieron dejado de sonar. «Soy la salida», había dicho la boca.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Lanark.
Los labios se unieron formando una línea que pareció rodar por la piedra
moviéndose rápidamente hacia el suelo, cruzando las proyecciones de la base con
tanta facilidad como la sombra de una gaviota pasa por encima de una cascada. La
boca corrió sobre la nieve, se detuvo y se abrió formando un pozo ovalado delante de
sus pies. El contorno de los labios quedaba ligeramente oscurecido por la nieve pero
se curvaba hacia abajo, separándose de los dientes perfectos que asomaban tras ellos.
De la negrura que había entre los labios brotó un viento frío con el olor a salitre de las
algas que se pudren, y después llegó un viento cálido con un olor parecido al de la
carne asada. Lanark se estremeció, asustado y mareado. Recordó la boca que había en
la mano de Gay, la boca tras la que no había nada salvo un hombre frío que trataba
mal a la gente en una habitación oscura.
—¿Dónde me llevará? —preguntó.

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La boca se cerró y sus comisuras se volvieron borrosas. Lanark vio que estaba
desvaneciéndose y que le dejaría en lo alto de una colina, en una ciudad más estéril y
solitaria que nada de cuanto pudiera haber dentro de un abismo.
—¡Espera! —gritó—. ¡Iré!
La boca volvió a cobrar consistencia.
—¿Cómo tengo que ir? —preguntó Lanark humildemente.
La boca le contestó. Cuando los oídos hubieron dejado de dolerle a causa del
sonido, descubrió que había dicho: «Desnudo y con la cabeza por delante».
Le costó bastante quitarse el abrigo y la chaqueta porque su costado se había
cubierto de espolones que atravesaban la tela. Acabó arrancándosela y la tiró al suelo
y después contempló la boca que esperaba, pacientemente abierta. Se frotó la cara
con la mano buena y dijo:
—Tengo miedo de ir con la cabeza por delante. Voy a meterme de espaldas y me
sujetaré con las manos, y si estoy demasiado asustado para soltarme consideraría una
gran amabilidad por tu parte el que me dejaras estar colgado así hasta que caiga.
Miró la boca pero ésta siguió totalmente inmóvil. Lanark tomó asiento sobre los
restos de su abrigo y se quitó los zapatos. El miedo estaba haciendo que se moviera
con lentitud, y la idea de que acabara paralizándole le aterró, por lo que fue hacia la
boca sin quitarse nada más. El aliento cálido que se alternaba con el frío había
derretido la nieve que la rodeaba dejando una firme superficie de grava húmeda.
Moviéndose deprisa para no pensar, Lanark se sentó con las piernas metidas dentro
de la boca, se agarró a los dientes que tenía delante y se dejó resbalar hasta quedar
colgado de ellos. Dado que su brazo derecho era más largo que el izquierdo quedó
suspendido tan sólo de éste, abofeteado por ráfagas de asado caliente y fría
podredumbre, esperando a que la mano se cansara y acabara soltándose. Pero la mano
parecía incapaz de cansarse. Sus garras se aferraban a un gran incisivo como si
estuvieran atornilladas a él y cuando intentó abrirlas todos los músculos del brazo
empezaron a contraerse y le alzaron hacia el óvalo de cielo oscuro que había entre los
dientes. Un instante más y su cabeza y sus hombros habrían emergido de ellos pero
Lanark gritó: «¡Ciérrate! ¡Muerde y ciérrate!». La negrura le sumergió con un golpe
seco y Lanark cayó.

Pero la caída no fue muy larga. La cavidad que había bajo la boca se iba estrechando
para formar un gaznate a lo largo del que resbaló, dándose golpes y yendo cada vez
más despacio a medida que sus ropas y los espolones de su brazo empezaban a
engancharse en los lados. El gaznate empezó a tensarse y aflojarse, calentándose
cuando se tensaba y enfriándose cuando se aflojaba, y el descenso se convirtió en una
serie de gélidas caídas puntuadas por paradas que le abrasaban. La presión y el calor
fueron aumentando y haciéndose más prolongados hasta que Lanark se encontró
luchando contra ellos, dando patadas y puñetazos. Quedó libre inmediatamente pero

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sólo cayó un par de metros y la siguiente parada le dejó apresado en un espacio tan
reducido que no pudo hacer ningún movimiento con los brazos o las piernas. Abrió la
boca para gritar y una mezcla de lana y tela se metió en ella, pues la presión había
tirado de la camisa y el jersey haciendo que éstos le taparan la cara. Se estaba
ahogando. Orinó. La presión que le sujetaba se desvaneció y Lanark se deslizó hacia
abajo mientras que la ropa se deslizaba hacia arriba, dejándole libre la boca y la nariz,
y después los lados del conducto se contrajeron aplastándole con más fuerza que
nunca. Casi todos sus sentidos le abandonaron. Pensamiento y memoria, olor, calor y
dirección, todo se disolvió y Lanark no fue consciente de nada salvo de la presión y el
tiempo que duraba. Ciudades enteras parecían amontonarse sobre él con un peso que
se doblaba a cada segundo; nada salvo el movimiento podía aliviar tal presión; todo
el tiempo, el espacio y la mente terminarían a menos que se moviera pero habían
pasado eones desde que le fue posible mover un párpado o el dedo de un pie. Y
entonces se sintió igual que un gusano infinito metido en una infinita oscuridad,
tensándose y esforzándose y no logrando sacar de su garganta un bocado que le
estaba haciendo morir de asfixia.

Pasado un tiempo nada parecía muy importante. Unas manos le tocaban los flancos,
limpiándole suavemente con una esponja, secándole. La luz era demasiado fuerte
para permitirle abrir los ojos. Oyó murmurar unas pocas palabras y alguien se rió
suavemente. Por fin, Lanark abrió sus párpados tan poco como le fue posible, la
mínima fracción de una rendija. Yacía desnudo sobre una cama con una toalla limpia
encima de los genitales. Dos chicas con vestidos blancos estaban ocupándose de sus
pies, cortándole las uñas con tijeritas plateadas. Por entre sus cabezas inclinadas vio
un reloj colgado de la pared, un gran reloj blanco con una delgada segundera
escarlata dando vueltas por él. Volvió la mirada hacia su costado derecho. Pegado al
hombro había un miembro humano de lo más decente y común.

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CAPÍTULO VII

El instituto
La comida era siempre una carne blanca y fláccida que parecía pescado, o una algo
más dura que parecía pechuga de pollo, o de un color amarillo pálido como el huevo
cocido. Era totalmente insípida pero aunque Lanark nunca comía más que la pequeña
porción contenida en su plato las comidas le dejaban mucho más satisfecho y
espabilado de lo que habría sido normal. La habitación tenía las paredes blancas y un
suelo de madera pulida. Junto a una pared había cinco camas con colchas azules y
Lanark, que estaba en la cama del centro, tenía delante una pared perforada por cinco
arcadas. Detrás de ellas podía ver un pasillo con una gran ventana cubierta por una
persiana de tablillas blancas. El reloj se encontraba sobre el arco del medio, con su
circunferencia dividida en veinticinco horas. A las cinco y media se encendía la luz y
dos enfermeras traían agua caliente, los útiles necesarios para el afeitado y hacían la
cama. A las seis, las doce y las dieciocho horas traían la comida en un armarito con
ruedas. A las nueve, las quince y las veintidós horas una enfermera que medía su
temperatura y le tomaba el pulso de forma levemente distraída le entregaba una taza
de té. A las veintidós y media los tubos de neón del techo se apagaban y la única luz
visible era la que se filtraba por la persiana del pasillo. Era una luz perlina que
siempre estaba en movimiento y venía de varias fuentes, todas ellas alterándose,
creciendo y disminuyendo a medida que se movían, y sin embargo el movimiento era
demasiado lento y sugería las distancias que produciría el tráfico. Lanark lo
encontraba muy relajante. Cada una de las columnas que había entre los arcos
proyectaba varias sombras en la habitación, cada una con un grado distinto de gris y
todas ellas moviéndose con lentitud variable en una dirección u otra. El tenue
movimiento de aquellas sombras, rítmico pero aun así irregular, era
tranquilizadoramente distinto de la horrible presión negra que la presión de la
almohada sobre su mejilla seguía haciendo acudir a su mente.
—¿Qué hay fuera de la ventana? —le preguntó una mañana a las enfermeras que
le hacían la cama.
—Paisaje. Nada más que kilómetros y kilómetros de paisaje.
—¿Por qué no suben nunca la persiana?
—No podrías soportar el panorama, Cejas Espesas. Ni nosotras podemos
soportarlo, y eso que gozamos de una salud perfecta…
Habían empezado a llamarle Cejas Espesas. Lanark examinó su rostro en los
cinco centímetros cuadrados del espejo de afeitar y se dio cuenta de que sus cejas
tenían unos cuantos pelitos blancos. Dejó el espejo, pensativo, y preguntó:
—¿Cuántos años aparento?
—Algo más de treinta —dijo una.

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—Ya no eres ningún pollito —dijo la otra.
Lanark asintió con expresión sombría y dijo:
—Hace muy poco parecía diez años más joven.
—Bueno, Cejas Espesas, así es la vida, ¿no?

Aquella mañana le visitó un hombre calvo y de aspecto muy competente que vestía
una bata blanca y gafas en forma de media luna. Se quedó inmóvil junto a la cama,
examinando a Lanark con una expresión de seriedad que no lograba ocultar del todo
su diversión.
—¿Me recuerda? —preguntó.
—No.
El médico se tocó la tirita que llevaba en el mentón y dijo:
—Hace tres días me dio un puñetazo…, justo aquí. Oh, sí, llegó con ganas de
pelea. Siento no haber tenido tiempo de verle hasta ahora. Apenas si tenemos el
personal suficiente para tratar con los casos serios, así que los casos más
desesperados y los que no presentan demasiados problemas tienen que arreglárselas
por sí solos. ¿Aún no puede ir al lavabo?
—Sí, agarrándome a las camas y las paredes.
—Supongo que duerme bastante mal, ¿no?
—No demasiado.
—Se está recuperando deprisa. Si se hubiera desnudado y hubiera venido con la
cabeza por delante ya estaría corriendo por aquí. Ahora está convaleciendo de una
conmoción bastante grave, así que tómese las cosas con calma. ¿Hay algo especial
que le gustaría tener?
—¿Podría conseguirme algo que leer?
El doctor escondió las manos en sus mangas y se quedó inmóvil por un momento
con los labios fruncidos, pareciéndose mucho a un mandarín.
—Lo intentaré, pero no puedo prometerle gran cosa —dijo—. Nuestro instituto ha
estado aislado desde el estallido de la segunda guerra mundial. Sólo hay una forma de
llegar hasta aquí y usted mismo ha visto que resulta imposible traer equipaje.
—¡Pero las enfermeras son jóvenes!
—¿Y qué?
—Me ha dicho que este lugar se encontraba aislado.
—Y lo está. Reclutamos a nuestro personal de entre los pacientes. Espero que
pronto se unirá a nosotros.
—Pienso marcharme apenas me encuentre algo mejor.
—Oh, no crea que es tan sencillo… Ya hablaremos del asunto dentro de uno o dos
días, cuando pueda caminar. Mientras tanto, le buscaré algún material de lectura.

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Las enfermeras que trajeron la comida del mediodía le trajeron también un libro
infantil llamado Anuario de Nuestro Wullie para 1938, una novela policíaca a la que
le faltaban las tapas llamada No hay orquídeas para Miss Blandish y un pequeño y
grueso volumen, en bastante buen estado llamado, La guerra santa, en el que la s era
normalmente una f y que tenía la mitad de las páginas por cortar. Lanark empezó a
leer Nuestro Wullie. Algunos de sus pasajes le hicieron sonreír pero muchas páginas
habían sido estropeadas por alguien que se dedicó a pintarrajearlas con un lápiz color
marrón. Empezó No hay orquídeas y esa misma tarde estaba a la mitad cuando
entraron las enfermeras y colocaron biombos alrededor de su cama. Trajeron cilindros
metálicos y carritos con equipo médico y se marcharon diciendo: «Pronto verás a un
amigo tuyo, Cejas Espesas».

Un enfermero entró llevando una camilla y la habitación se llenó con el ruido de una
respiración ronca y gutural. La figura tendida en la camilla quedaba oculta por los dos
médicos que la acompañaban, uno de ellos era el médico de Lanark. Se colocaron
detrás de los biombos y unos instantes después se llevaron la camilla. Lanark no pudo
seguir leyendo. Se quedó tendido, escuchando el tintineo de los instrumentos, el
murmullo profesional de aquellas voces, la estruendosa y áspera respiración. Le
trajeron su taza de té de la noche y se apagaron las luces. La respiración se convirtió
en un par de vocales jadeantes que se repetían apagadamente y después se hizo
inaudible. Biombos, carritos e instrumental fueron sacados de la habitación y todos se
marcharon salvo el médico de las gafas, que se acercó a la cama de Lanark y se dejó
caer en el borde de ésta, limpiándose la frente con un pañuelo de papel.
—El pobre desgraciado ya está curado de su enfermedad —dijo—. Sólo Dios
sabe cuándo se recuperará del viaje.
Iluminado por la lamparilla de noche, sostenido por un montón de almohadas,
había un rostro tan sorprendentemente parecido a una calavera amarillenta que la
única indicación de su edad y sexo era un bigote blanco con las puntas caídas. Las
cuencas estaban tan hundidas que resultaba imposible ver sus ojos. Un brazo
esquelético yacía sobre la colcha, y un tubo de goma llevaba el fluido de una botella
suspendida de un gotero a un vendaje colocado alrededor del bíceps.
—Hicimos cuanto pudimos —dijo el médico con un suspiro—, y debería
encontrarse bastante cómodo durante unas ocho horas, por lo menos. Me gustaría que
nos hiciera un favor. Supongo que aún tiene el sueño bastante ligero, ¿verdad?
—Sí.
—Puede que recobre el conocimiento y tenga ganas de hablar. Podría dejar a una
enfermera acompañándole pero su maldita jovialidad profesional suele deprimir a los
hombres introvertidos. Hable con él, siempre que le apetezca, y si necesita un médico

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llámeme utilizando este aparato.
Sacó de su bolsillo una radio de plástico blanco que tendría el tamaño de un
paquete de cigarrillos. En la parte plana había una rejilla circular y un interruptor rojo
al lado. El médico accionó el interruptor y una vocecilla límpida y algo frenética le
pidió al doctor Bannerjee que acudiera a la sala de partos Q. El médico apagó el
aparato y lo deslizó bajo la almohada de Lanark.
—Funciona en ambos sentidos —le dijo—. Basta con que hable ante la rejilla.
Pida por mí y se encargarán de pasarme el mensaje; me llamo Munro. Pero no intente
mantenerse despierto; él se encargará de despertarle si le necesita.

Lanark no pudo dormir. Se quedó quieto junto a aquel lecho bañado de luz, con la
espalda vuelta hacia la cabeza huesuda, haciendo funcionar la radio que tenía bajo la
almohada. Munro había dicho que el instituto necesitaba más gente pero Lanark tuvo
la impresión de que en él trabajaban muchas personas. En diez minutos oyó llamar a
cuarenta médicos distintos con tonos indicadores de una emergencia para que
acudieran a sitios y tareas que Lanark era totalmente incapaz de imaginarse. «Doctor
Gibson —pedía una de las llamadas—, ¿puede ir al lavadero? Hay resistencia en el
perímetro norte». «La sala R-sesenta necesita un osteópata. Temblores. Cualquier
osteópata libre, ¿puede ir inmediatamente a la sala R-sesenta, casos de deterioro?»,
pedía otra. Una de las llamadas que más le sorprendió fue la que decía: «Aviso para
los ingenieros del profesor Ozenfant. Una salamandra aparecerá en la habitación once
aproximadamente a las quince quince». Lanark acabó apagando la radio, silenció el
clamor y se sumió en un sueño inquieto.
Despertó al oír un grito ahogado y se irguió en la cama. El enfermo estaba
intentando levantar la cabeza de las almohadas, moviéndola de un lado a otro como si
buscara algo, pero Lanark siguió siendo incapaz de ver ojos en aquellas negras
cuencas.
—¿Hay alguien aquí? —dijo el hombre en voz alta—. ¿Quién es usted?
—Estoy aquí. Soy un paciente, igual que usted. ¿Quiere que llame a un médico?
—¿Cuánto mido?
Lanark contempló la delgada figura tapada por la colcha azul.
—Es bastante alto —dijo.
El hombre estaba sudando.
—¿Cuánto mido? —chilló.
—Casi metro ochenta.
El hombre volvió a reclinarse en las almohadas y sus delgados labios se curvaron
en una sonrisa sorprendentemente dulce.
—Y no centelleo —dijo con voz lánguida un instante después.
—¿Qué quiere decir?
—No estoy cubierto con…, ya sabe, chispas rojas, blancas, azules, verdes…

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—Naturalmente que no. ¿Quiere que llame a un médico?
—No, no. Supongo que esos chicos habrán hecho todo lo posible.

El cráneo del hombre ya no era un recordatorio de la muerte. El sentimiento lo había


suavizado y ahora parecía una obra de arte que conmemorase la conciencia humana
con un despliegue de osada austeridad. Los delgados labios seguían curvados en una
leve sonrisa. Un instante después se abrieron y el hombre dijo:
—¿Qué le ha traído aquí?
Lanark sopesó varias respuestas y decidió utilizar la más corta.
—Piel de dragón.
El hombre no pareció oírle.
—Y a usted, ¿qué le ha traído? —preguntó Lanark por fin.
El hombre se aclaró la garganta.
—Hipertrofia cristalina del tejido conectivo. Ése es el nombre médico. Los
profanos como usted o como yo lo llamamos rigor.
—¿El rigor tembloroso?
—Yo no temblaba. De todas formas, fue muy desagradable.
Pareció sumirse en sus pensamientos y Lanark se quedó dormido. El grito del
hombre le despertó.
—¿Está ahí? ¿Le aburro?
—Estoy aquí. Siga, por favor.
—Verá, yo amaba la imagen humana y odiaba la forma en que la gente la
degradaba, desarrollando en exceso algunas partes para ganar ventajas temporales y
destrozando otras para conseguir el alivio de dolores muy corrientes. Me daba la
impresión de estar rodeado de sanguijuelas que usaban su vitalidad para robar la
vitalidad de los otros, y por esponjas que se ocultaban tras un número excesivo de
bocas, y por crustáceos que cambiaban sus sentimientos por corazas. Me di cuenta de
que una vida humana decente debería contener disciplina, y ejercicio físico, y
aventuras, y ni una pizca de egoísmo, así que me uní al ejército. ¿Se le ocurre alguna
otra organización a la que pudiera haberme unido? Y pese a cinco peligrosas misiones
detrás de las líneas enemigas, y pese a haber puesto en marcha el programa Q39,
acabé midiendo dos metros setenta de altura y siendo tan quebradizo como el cristal.
Podía ejercer una presión fantástica en sentido vertical, hacia arriba o hacia abajo,
pero el más ligero impacto lateral me habría partido en dos. Verá, el ejército nos
agrieta…
Su tono de voz se había ido cargando de indignación y al final no tuvo más
remedio que guardar silencio, respirando profundamente durante un rato, y después
sus labios se curvaron en aquella sonrisa sorprendente.
—¿Puede adivinar lo que hice? —preguntó.
—No.

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—Hice algo que se sale bastante de lo común. En vez de esperar a romperme en
pedazos y abandonar el pozo para comerme esos fragmentos, invoqué al pozo. Pedí
encontrar una salida y el pozo vino a mí y entré en él de una forma perfectamente
decorosa y viril.
—Eso mismo hice yo.
Durante un momento el hombre pareció volver a indignarse y después, en voz
baja, le preguntó:
—¿Cuántos pacientes hay aquí?
—Sólo usted y yo.
—Bien. Bien. Eso quiere decir que somos casos excepcionales. Puede estar
seguro de que son muy pocos los que rezan pidiendo esa salida. La mayor parte pasan
sus vidas temiéndola. ¿Perdió el conocimiento al bajar?
—Sí, pasado un rato.
—Yo perdí el conocimiento casi enseguida. El problema es que lo iba
recuperando, una vez y otra y otra… Ojalá hubiera seguido su consejo y me hubiera
quitado el uniforme.
—¿Bajó con el uniforme puesto? —exclamó Lanark, horrorizado.
—Sí. Cinturón, botas, galones, botones de latón, todo. Incluso llevaba mi pistola
dentro de la funda.
—¿Por qué?
—Tenía intención de rendirme a quien estuviera al mando de este sitio: un gesto
simbólico, ya sabe. Pero aquí no hay nadie al mando. La pistola me hizo un hueco tan
grande como ella en la cadera derecha, y supongo que ésa es la causa de que me esté
muriendo. Podría haber sobrevivido al uniforme, pero no al revólver.
—¡No se está muriendo!
—Tengo la sensación de que sí.
—Pero ¿por qué, por qué, por qué debemos sufrir el viaje por ese pozo, la negrura
y la presión, qué razón hay para que debamos intentar convertirnos en seres humanos
si el precio es la muerte? ¡Si muere, su dolor y su lucha habrán sido en vano!
—Yo no soy tan pesimista como usted. Una buena vida significa luchar por ser
humano bajo dificultades cada vez mayores. Hay un montón de jóvenes que lo saben
y luchan muy duro, pero después de unos cuantos años la vida va resultándoles más
fácil y piensan que han llegado a ser completamente humanos, cuando lo único que
ocurre es que han dejado de intentarlo. Yo dejé de intentarlo pero mi vida estaba tan
llena de rutinas agotadoras y exigentes que no me habría dado cuenta de ello a no ser
por mi enfermedad. Toda mi vida profesional era un grandioso y enfermizo ataque a
mi humanidad. Saber que ahora no soy más que un hombre herido que agoniza es
todo un logro. ¿Qué puede haber más noble y regio que un hombre agonizante?
Su lánguida voz se había convertido en un murmullo muy débil.
—¡Señor! —dijo Lanark fervorosamente—. ¡Espero que no se muera!
—Gracias, muchacho —murmuró el hombre, y sonrió.

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Un instante después todas las partes visibles de su cuerpo se cubrieron
repentinamente de sudor. Arañó la colcha con ambas manos y se irguió en la cama,
hablando con voz áspera e imperiosa.
—¡Tengo mucho frío y, francamente, estoy muy asustado!
La lámpara se apagó. Lanark saltó al suelo de madera, resbaló, cayó y fue
torpemente hacia el lecho del hombre. Un poco de luz perlina procedente de la
ventana pasó sobre el cuerpo que emergía parcialmente de las sábanas, con la cabeza
y el cuello colgando fuera del colchón y un brazo rozando el suelo. Una mancha
oscura estaba extendiéndose sobre el vendaje, allí donde se había arrancado el tubo
de goma. Lanark corrió a su cama, cogió la radio y accionó el interruptor.
—¡Que venga el doctor Munro! —dijo—. ¡Tráiganme al doctor Munro!
—Por favor, ¿quién está al habla? —dijo una límpida vocecita.
—Me llamo Lanark.
—¿El doctor Lanark?
—¡No! ¡No! ¡Soy un paciente, pero un hombre se está muriendo!
—¿Muriendo por causas naturales?
—¡Sí, muriéndose, muriéndose!
—Doctor Munro, reúnase rápidamente con el doctor Lanark —le oyó decir a la
vocecilla—, un hombre está muriendo por causas naturales; repito, un hombre está
muriendo por causas naturales.
Un minuto después se encendieron las luces de la habitación.

Lanark estaba sentado en la cama contemplando a su vecino, que parecía tosca e


insultantemente muerto. Tenía la boca abierta y ahora resultaba claro que sus cuencas
carecían de ojos. El extremo del tubo de goma yacía sobre el suelo, con el líquido
formando un charquito junto a su mano. El doctor Munro entró en la habitación y fue
rápidamente hacia la cama. Levantó el brazo, le buscó el pulso, subió el cuerpo un
poco más hacia arriba y después cerró una llavecita en la botella del gotero. Miró a
Lanark, sentado al borde de su cama, vestido con una camisa de dormir blanca, y
dijo:
—¿No cree que debería ponerse algo encima?
—No. No creo que deba hacerlo.
—¿Habló con usted?
—Sí.
—¿Sabía quién era?
—Sí. ¿Qué van a hacer con él?
—Enterrarle. Extraño, ¿verdad? Podemos hallar un uso práctico para toda clase
de monstruos muertos, pero con un ser humano normal y corriente… Lo único que
podemos hacer es quemarle o taparle con paletadas de tierra.
—No sé de qué está hablando.

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—Métase en la cama, Lanark.
—Quiero mirar por la ventana.
—¿Por qué?
—Me siento como encerrado.
—¿Puede caminar hasta allí?
—Claro que puedo caminar hasta allí.
El doctor abrió un armarito que había junto a la cama, sacó de él una bata y unas
zapatillas y se las entregó a Lanark, quien se las puso y fue hacia la ventana,
ignorando la sensación de que estaba flotando por encima del suelo. Le sorprendió
descubrir que el pasillo apenas si era más largo que la habitación que acababa de
abandonar: tanto a la derecha como a la izquierda terminaba en una pared desnuda
con una puerta circular tapada por una cortina roja. Lanark se detuvo ante las tablillas
de la persiana, vacilante, hasta que el doctor Munro apareció a su lado y colocó una
mano sobre el cordón verde que colgaba de la parte superior de la persiana.
—Voy a subir la persiana, Lanark —dijo—, pero antes quiero que repita ciertas
palabras.
—¿Qué palabras?
—Si pierdo el camino cerraré los ojos y volveré la cabeza.
—Si pierdo el camino cerraré los ojos y volveré la cabeza.
Munro subió la persiana.
Vio un paisaje lejano cubierto de neblina con el sol brillando a través de ella.
Nubes que parecían hechas de nieve dividían cordilleras de montañas nevadas y
cielos plateados yacían tan cerca de océanos centelleantes que resultaba difícil
distinguirlos. El instituto parecía estar flotando hacia el sol por entre las paredes de
un desfiladero y Lanark miró hacia delante y hacia abajo, intentando ver el fondo,
pero cuando la niebla que había por debajo de la ventana se aclaró, separándose, vio
un espacio violeta oscuro que contenía estrellas y un gajo de luna. Mareado, miró
nuevamente hacia el sol buscando tranquilizarse, pues aunque algo tapado por la
calina brillaba sólidamente en el centro de la escena, iluminándola y uniéndola; pero
un instante después se preguntó si el sol no estaría quizá muy lejos, arriba, y si no lo
estaba viendo reflejado en un glaciar de las montañas que tenía delante. Ahora no
había nada visible, salvo la luz del sol y las nubes lechosas con un picacho solitario
alzándose por entre ellas. Corrientes de vapor que parecían hebras plateadas corrían
por las cañadas que había en las primeras laderas y las líneas blancas de las cascadas
se precipitaban de las cimas a las nubes. Lanark vio que este pico no era un cono
solitario sino un amasijo de cimas con valles entre ellas. Un valle estaba lleno de
lagos y pastos, otro estaba cubierto de bosques, a través de un tercero yacía un océano
verde dorado con un sol poniéndose detrás. El acto de ver se convirtió en un acto de
volar. Alzó sus ojos hacia el horizonte pero por encima de los planos formados por
cada mar y llanura había islas, montañas, nubes de tormenta, ciudades, y soles que se
ponían o subían en el cielo. Intentó escapar a esta recesión de paisajes mirando una

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aldea que había encima de una colina iluminada por un rayo de luz matinal. Una nube
pasó sobre ella y Lanark sólo pudo ver la aldea gracias a la luz que centelleaba en
ventanas y tejados, y después las chispas de luz se movieron y se apartaron hacia los
lados igual que copos de nieve perdidos en una plata azulada, y giraron en círculos
igual que gaviotas por encima de un vapor, cambiando después de colores y
convirtiéndose en puntos negros que giraban igual que aeroplanos en el resplandor
rojizo que se cernía sobre una ciudad bombardeada. Lanark no tuvo más remedio que
taparse los ojos con la mano, se dio la vuelta y volvió en silencio a su habitación.
Una camilla empujada por un enfermero pasó junto a él llevando el cuerpo de su
vecino, tapado con mantas. Lanark guardó la bata y las zapatillas en el armarito, se
metió en la cama y tiró de las sábanas hasta el mentón. El doctor Munro había bajado
la persiana y estaba examinando el armarito que había junto a la cama del muerto.
Sacó de él una pistola y se quedó inmóvil, examinándola con expresión pensativa.
—Ya sabe que murió por culpa de esto, ¿no? La llevó consigo durante el
descenso.
—Sí, me lo dijo.
—Aun así bajó con la cabeza por delante, cosa que la mayoría no hace.
—¿Dónde se encuentra el instituto?
—Ocupamos un sistema de galerías bajo una montaña con varios picachos y
ciudades en la cima. Creo que usted viene de una de esas ciudades.
—¿Bajo una montaña?
—Sí. Esa pantalla no es una ventana. Muestra imágenes capturadas por un
reflector que hay sobre uno de los picachos. La única razón de que haya una ventana
en esta sala es que los pacientes como usted suelen tener la sensación de que están
encerrados. Si le mostrara ese panorama a otros pacientes se enroscarían sobre sí
mismos igual que el muelle de un reloj.
—¿A qué profundidad estamos?
—No lo sé. Soy médico, no geólogo.

Lanark había recibido más de lo que su mente podía absorber. Se durmió.

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CAPÍTULO VIII

Médicos
Despertó a la mañana siguiente sintiéndose cansado y enfermo, pero las enfermeras le
trajeron una tortilla que le devolvió la vitalidad. En una silla colocada junto a la cama
había ropas con la misma especie de textura congelada y algo vidriosa que tenía la
comida: ropa interior, calcetines, una camisa, pantalones oscuros, un jersey y una bata
blanca.
—Hoy te unirás a nosotros, Cejas Espesas.
—¿Qué quieren decir?
—Ahora eres médico. Espero que no pienses maltratar mucho a las pobres
enfermeras.
—¡Yo no soy médico!
—¡Oh, no te niegues! Los que empiezan negándose son los que peor nos tratan
luego.
Cuando se marcharon Lanark se levantó y se puso toda la ropa salvo la bata
blanca. Encontró zapatos de algo parecido a la gamuza debajo de la cama. Se los
puso, salió al pasillo, subió la persiana y vio una bandera blanca en mitad de una
explanada de hierba iluminada por el sol. Los niños corrían a su alrededor jugando
anárquicos partidos de pelota y en la parte más alejada había dos chicos de mayor
edad sentados en un banco contemplando un gran valle cuyo suelo estaba cubierto
por tejados que las chimeneas hacían puntiagudos. A la derecha había un río que
serpenteaba por entre campos y montones de escoria y después era ocultado por la
ciudad, aunque su curso quedaba indicado por grúas esqueléticas que se alejaban
hacia la izquierda. Más allá de la ciudad había una extensión de tierra árida, con
algunas manchas verdes de brezo, atravesada por corrientes de agua, y detrás de ella
aparecían las cimas de las montañas, como una hilera de dientes rotos. Aquel paisaje
llenó a Lanark de un deleite tan inesperado que se le humedecieron los ojos. Se dio la
vuelta y se tumbó en la cama, preguntándose por qué sentía aquello.
«No sé cómo pero iré allí», se dijo.
Munro apareció por uno de los arcos y Lanark se irguió en el lecho.
—Antes de que hable, quiero asegurarle que no pienso hacer de médico —le dijo.
—Ya veo. ¿Cómo pretende pasar el tiempo mientras esté aquí?
—No quiero quedarme aquí. Quiero marcharme.
El rostro de Munro se volvió repentinamente rojo y su dedo señaló hacia la
ventana. En el exterior olas grisáceas subían y bajaban estrellándose contra un gran
acantilado con la cima cubierta de niebla.
—¡Sí, márchese! ¡Márchese! —dijo haciendo un esfuerzo por controlar la voz—.
Le llevaré a una salida de emergencia. Le conducirá hasta el pie de la montaña y

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después usted mismo podrá buscar el camino que le lleve hasta el mundo. Así era
cómo los hombres solían encontrar sus casas, abandonando el oasis familiar o la
caverna segura y cruzando tierras salvajes para crear sus hogares en países
desconocidos. Naturalmente, esos hombres sabían cosas que usted ignora. Eran
capaces de plantar cosechas, matar animales y soportar dolores que le harían
enloquecer. Pero usted sabe leer y escribir y discutir con lógica, y si llega lo bastante
lejos quizá pueda encontrar gente capaz de apreciar todo eso, si es que hablan su
mismo lenguaje.
—¡Pero si hace un minuto vi ahí fuera una ciudad habitable!
—¿Y nunca ha oído hablar de lo lejos y deprisa que puede viajar la luz? ¿Y de
cómo las masas la deforman y las superficies la reflejan y las atmósferas la refractan?
Ha visto una ciudad y piensa en el futuro, un sitio al cual llegar viajando una hora o
un día o un año, pero la existencia es algo helicoidal y esa ciudad puede estar a siglos
de distancia. ¿Y si se encuentra en el pasado? La historia está llena de hombres que
vieron ciudades, pusieron rumbo a ellas y descubrieron que se habían convertido en
aldeas, que las habían destruido siglos antes o que aún no habían sido construidas. Y
esos últimos fueron los más afortunados.
—¡Pero yo reconocí esa ciudad! ¡Yo he estado allí!
—Ah, entonces es una ciudad del pasado. Nunca logrará encontrarla en el
presente.
Lanark bajó la vista al suelo, abatido. Aquella imagen le había hecho soñar en una
vida amable y llena de sol.
—¿No hay ningún sitio civilizado al cual pueda llegar desde aquí? —preguntó.
Munro, que había recuperado su calma de mandarín, tomó asiento junto a la
cama.
—Sí, varios. Pero no le aceptarán a menos que lleve consigo una acompañante.
—¿Por qué?
—Reglamentos de sanidad. Cuando la gente se marcha sin acompañante vuelve a
enfermar pasado un tiempo.
—¿Soy la única persona sana que quiere marcharse de este sitio?
—Hay una doctora que odia tanto su trabajo que se marcharía con cualquiera,
pero ándese con cuidado. Entrar en otro mundo con alguien es una forma de
matrimonio y esa mujer odiará cualquier mundo en el que ponga el pie.
Lanark dejó escapar un gemido.
—Doctor Munro, ¿qué puedo hacer?
—Ésa es la primera pregunta juiciosa que le he oído, Lanark, así que deje de
preocuparse y escuche —dijo Munro con voz jovial—. Hay tres clases de personas
entre las que puede buscar acompañante: los médicos, las enfermeras y los pacientes.
No hay muchos médicos que quieran marcharse, pero cuando lo hacen no quieren ir
acompañados por colegas. Las enfermeras se marchan más frecuentemente con
hombres en los cuales tengan mucha confianza, y en cuanto a eso respecta, los

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médicos gozan de una ventaja proverbial. Pero la clase más numerosa es la de los
pacientes y usted sólo podrá llegar a conocerlos trabajando con ellos.
—No estoy cualificado para trabajar con nadie.
—¿Y acaso no estaba casi totalmente convertido en un dragón? ¿Y no está
curado? La única cualificación precisa para tratar una enfermedad es sobrevivir a ella,
y en estos mismos instantes hay diecisiete pacientes que se ven aplastados bajo una
temible armadura sin ninguna persona racional que pueda cuidar de ellos. ¡No tenga
miedo! No tendrá que ver a nadie cuyo problema no sea una variedad del mismo que
usted sufre.

Permanecieron sentados en silencio hasta que Lanark se levantó y se puso la bata


blanca. Munro sonrió y sacó de su bolsillo una de las pequeñas radios del hospital.
—Esto es suyo. Ya sabe cómo llamar a alguien con ella, así que le mostraré cómo
le llamarán a usted.
Accionó el interruptor y habló por la rejilla.
—Mándele una señal al doctor Lanark dentro de diez segundos, por favor. No hay
ningún mensaje que darle, así que no la repita.
Dejó caer la radio en el bolsillo de Lanark. Un instante después dos acordes
melodiosos sonaron desde el interior de éste: plin-plong.
—Cuando oiga eso es que su paciente se encuentra a punto de sufrir una crisis o
hay un colega que necesita ayuda. Si es usted quien necesita ayuda, o si se pierde por
los pasillos, o si quiere oír una canción de cuna para que le ayude a conciliar el sueño,
hable con la operadora y le pondrán en contacto con la persona adecuada. Ahora coja
sus libros e iremos a su nuevo alojamiento.
Lanark vaciló.
—¿Tiene ventana? —preguntó.
—Que yo sepa, ésta es la única habitación que posee una pantalla panorámica de
esta clase.
—Prefiero dormir aquí, doctor Munro.
Munro dejó escapar un leve suspiro.
—Los doctores no suelen dormir en las salas de los pacientes pero, desde luego,
ésta es la más pequeña y la menos necesaria… De acuerdo, no coja los libros. Le
mostraré parte del instituto y luego visitaremos a Ozenfant, el jefe de su
departamento.
Cruzaron uno de los arcos hasta llegar a una de las puertas circulares. La cortina
de plástico rojo se deslizó ante ellos y volvió a cerrarse a su espalda.

Los pasillos del instituto eran muy distintos de las habitaciones que unían. Lanark
siguió a Munro por un túnel de techo bajo y paredes curvadas sintiendo ráfagas de

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viento caliente que le empujaban por la espalda, con los oídos aturdidos por un
clamor de voces, pisadas, campanillas que hacían plin-plong y un ahogado rugir
rítmico. El túnel tenía un metro ochenta de altura y era de forma circular, con una
sección lisa en el fondo que poseía la anchura justa para acoger las ruedas de una
camilla. La luz aumentaba y disminuía de una forma que hería los ojos; a cada ráfaga
de aire caliente un deslumbrante brillo dorado corría a lo largo de las paredes y era
seguido por una tenue penumbra anaranjada que acompañaba a la posterior ráfaga de
frío. El túnel entró en otro túnel y se volvió el doble de grande, entrando después en
otro y volviendo a hacerse el doble de grande. El ruido, la claridad y la potencia del
viento aumentaron también. Lanark y Munro avanzaban con rapidez, pero médicos y
enfermeras con carritos y camillas no paraban de adelantarles y se alejaban
velozmente a cada lado de ellos. Nadie iba en contra del viento. Lanark hizo un
esfuerzo, se puso a la altura de Munro y le preguntó cuál era la razón, pero aunque
Munro gritó la voz que llegó a sus oídos se parecía a un graznido lejano y la
contestación fue inaudible; sin embargo, perdidos entre los rugidos y tintineos
musicales, Lanark pudo oír fragmentos de conversaciones que no parecían proceder
de nadie cercano:
—… es el pastel que se hornea y se come a sí mismo…
—… es lo que no tiene dimensiones…
—… es el estudio de lo mejor…
—… un juego muy exigente y que requiere paciencia…
Entraron en una gran estancia donde las voces quedaban ahogadas por un rugir
que subía y bajaba de potencia igual que las oleadas de gritos y vítores en un estadio
de fútbol. Había bocas de túneles por todos lados y de ellas surgían chorros de gente
que inundaban el suelo circular, desapareciendo por puertas cuadradas situadas entre
las bocas de los túneles. Entre las enfermeras y los médicos de bata blanca Lanark vio
gente con guardapolvos verdes, monos marrones, uniformes azules y trajes gris
ceniza. Miró hacia arriba y se tambaleó, mareado. Estaba contemplando un vasto
pozo perpendicular por el que fluían continuamente luces color oro y naranja,
subiendo por los muros en anillos cada vez más diminutos, igual que los círculos de
una diana. Munro le cogió por el brazo y le llevó hasta una puerta que se abrió ante
ellos y volvió a cerrarse a sus espaldas.

Estaban en un ascensor tan silencioso y tranquilo como una de las salas del instituto.
Munro alzó la mirada hacia una rejilla circular situada en el centro del techo y dijo:
—El lavadero, por favor. Cualquier entrada.
Se oyó un débil zumbido pero no hubo sensación alguna de movimiento.
—Nuestros pasillos tienen una acústica bastante engañosa —dijo Munro—. ¿Me
ha preguntado algo?
—¿Cuál es la razón de que todo el mundo vaya en una sola dirección?

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—Cada sala tiene dos pasillos, uno de entrada y otro de salida. Eso deja circular
el aire y así nadie va en contra de la corriente.
—¿Quiénes eran todas esas personas de la gran sala?
—Médicos como usted y como yo.
—Pero los médicos no eran más que una minoría casi imperceptible…
—¿Eso cree? Supongo que quizá sea así. Necesitamos ingenieros, oficinistas y
químicos para que se encarguen de supervisar la iluminación, sintetizar la comida y
todo ese tipo de cosas, pero sólo les vemos en las grandes salas; tienen sus propios
pasillos. Son gente extraña. Cada uno de ellos, incluso los fontaneros y los
operadores de radio, creen que su propia profesión es la razón de ser del instituto y
que todos los demás existen para servirles. Supongo que eso hace que su trabajo les
parezca más valioso pero si reflexionaran seriamente en ello verían que el instituto
sobrevive purificando lo que recibe.
—¿Purificando lo que recibe?
—Atendiendo a los pacientes.

La puerta del ascensor se abrió y las fosas nasales de Lanark se vieron agredidas
por una terrible pestilencia, aquel olor repugnante que había notado por primera vez
cuando Gloopy se desvaneció en la oscuridad. Munro atravesó una plataforma hasta
llegar a una barandilla y se quedó inmóvil con las manos encima de ella, mirando
hacia abajo. La plataforma se curvaba a derecha e izquierda como circundando un
inmenso estanque, pero aunque los reflectores situados en el techo negro arrojaban
haces de luz hacia dicho estanque Lanark fue incapaz de ver el otro lado. De lo alto
llegaban unos potentes y desagradables ruidos parecidos a los de un disco con música
de baile sonando a una velocidad anormalmente baja, y de las profundidades situadas
más allá de la barandilla venía un siseo que parecía el de muchos cuerpos
deslizándose al unísono.
—¿Por qué hemos venido aquí? —preguntó Lanark con voz temblorosa,
volviéndose hacia la puerta del ascensor.
—Ésta es nuestra mayor sala de deterioración. Aquí alojamos a todos los blandos
incurables. Se encuentran muy a gusto en ella. Venga, eche una mirada.
—¡Usted me dijo que no necesitaría ver a nadie cuyo problema no fuese una
variedad del mío!
—Los problemas adoptan formas distintas, pero todos son causados por el mismo
error. Venga, mire.
—Creo que si me acerco a esa barandilla y miro hacia abajo me pondré enfermo.
Munro le miró, se encogió de hombros y volvió a entrar en el ascensor. «Profesor
Ozenfant», le dijo a la rejilla, y la puerta se cerró mientras que la atmósfera se llenaba
de un suave zumbido. Munro se apoyó contra la pared con las manos ocultas en las
mangas. Contempló sus zapatos, frunciendo el ceño durante unos momentos, y luego

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alzó la vista con brusca animación y dijo:
—Respóndame, Lanark, ¿hay alguna relación entre su amor hacia los grandes
panoramas y su disgusto hacia los problemas humanos?
Lanark guardó silencio.
La puerta se abrió y entraron en otra gran estancia sin techo en la que se oía un
continuo rugir. De lo alto llegaban olas de sonido y aire luminoso que salían por los
túneles que nacían en la estancia, túneles utilizados por las muchedumbres que
brotaban de los ascensores colindantes. Munro le guió hasta un túnel con una serie de
nombres escritos en la pared junto a la entrada:
McADAM McIVOR McQUAT McWHAM
McCAIG McKEAN McSHEA MURRAY
McEVOY McMATH McUSKY NOAKES
McGILL McOWEN McVARE OZENFANT

Avanzaron por él oyendo voces incorpóreas que conversaban por entre el


estruendo:
—… alegro de ver la luz en el cielo…
—… formas que brillaban en las paredes…
—… necesita certificados…
—… camellos en Arabia…
—… aniquilando la dulzura…
Llegaron a un sitio donde la mitad de los nombres estaban escritos en una pared y
la otra mitad en la otra, y allí el túnel se bifurcaba y se hacía más pequeño. Se bifurcó
y volvió a disminuir de tamaño tres veces más hasta que entraron en un pequeño túnel
sobre el que había escrito OZENFANT. La cortina rojo brillante que había al final se
abrió revelando una superficie de gruesa tela marrón. Munro la apartó a un lado y
entraron en un espacioso apartamento de techo alto. Tapices rojo, verde y oro
colgaban de una cornisa tallada rozando un suelo embaldosado con cuadrados de
mármol blanco y negro. Taburetes antiguos, sillas y sofás se encontraban esparcidos
en desorden, con instrumentos de cuerda parecidos a laúdes y violines tirados sobre el
suelo, entre ellos. En un rincón había un gran piano junto al que se encontraba un
enorme y anticuado aparato de rayos X y en el centro de la estancia Lanark vio la
espalda de una silueta vestida con pantalones negros y chaleco inclinada sobre un
banco de carpintero, lijando el borde de una guitarra a medio construir. La figura se
incorporó y se volvió hacia ellos, sonriendo y limpiándose las manos en un pañuelo
de seda ricamente bordado. Era un joven corpulento con una barbita triangular rubia.
Tenía las mangas subidas hasta bastante por encima de los codos, revelando unos
antebrazos robustos y velludos, pero su cuello y su corbata eran de una limpieza
impecable, el chaleco no tenía ni una arruga, sus pantalones lucían una raya de la
mayor exactitud y sus zapatos estaban espléndidamente lustrados.
—Ah, Munro, me trae a mi nuevo ayudante —dijo, viniendo hacia ellos—.

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Siéntense y hablaremos.
—Temo que tendré que marcharme —dijo Munro—. El doctor Lanark se ha
cansado de mi compañía y tengo trabajo que hacer.
—¡No, amigo mío, debe quedarse unos minutos más! Un paciente está a punto de
convertirse en salamandra, espectáculo que siempre resulta impresionante. Siéntese y
se lo mostraré.
Les indicó un diván y se quedó en pie frente a ellos, limpiándose las cejas con el
pañuelo.
—Dígame, Lanark —le preguntó—, ¿qué instrumento toca?
—Ninguno.
—Pero le gusta la música, ¿verdad?
—No.
—Pero quizás haya oído algo de ragtime, jazz, boogie-woogie, rock and roll…
—No.
Ozenfant suspiró.
—Ya me lo temía. No importa, hay otras formas de hablar con los pacientes. Le
mostraré un paciente.

Fue hacia el tapiz más cercano y lo apartó a un lado, dejando al descubierto una
pantalla circular de cristal empotrada en la pared. Bajo ella colgaba un pequeño
micrófono ahusado. Lo llevó hasta el diván, arrastrando tras él un fino cable, y dijo:
—Ozenfant al habla. Muéstrenme la habitación doce.
Los neones del techo se apagaron y una imagen borrosa brilló dentro de la
pantalla, algo que parecía un caballero con armadura gótica tendido sobre una lápida.
La imagen se hizo más clara y más semejante a un lagarto prehistórico reposando
sobre una mesa de acero. La piel era de color negro, las nudosas articulaciones tenían
pinchos de color rosa y púrpura, un arbusto de espinas negras ocultaba los genitales y
una doble hilera de espolones que recorría la espalda sostenía el cuerpo unos veinte
centímetros por encima de la mesa. La cabeza carecía de cuello y mentón y crecía
directamente del esternón hasta convertirse en un pico medio abierto que recordaba el
de un gigantesco cuclillo. El rostro no tenía nada más que pudiera calificarse
realmente de rasgos distintivos, aunque un par de cúpulas lisas asomaban de él como
parodias de globos oculares.
—La boca está abierta —dijo Munro.
—Sí, pero el aire vibra por encima de ella —dijo Ozenfant—. No tardará en
cerrarse y entonces, ¡bum!
—¿Cuándo fue recibido?
—Hace nueve meses, nueve días y veintidós horas. Llegó casi tal y como le ve,
sin nada humano salvo las manos, la garganta y el hueso mastoideo. Parecía gustarle
el jazz, pues agarraba los restos de un saxofón, así que me dije: «Es un amante de la

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música, yo mismo me encargaré de tratarle». Por desgracia no conozco el jazz. Probé
suerte con Debussy (que algunas veces funciona en este tipo de casos) y después
probé con los románticos del siglo diecinueve. Le golpeé con Wagner, le abrumé de
Brahms, le intenté seducir con Mendelssohn. Resultados: nada. Desesperado, fui
retrocediendo cada vez más, y al final, ¿quién funcionó? Scarlatti. Cada vez que
ponía El cortejo sus partes humanas se volvían tan rosadas y suaves como el trasero
de un bebé.
Ozenfant cerró los ojos y alzó las puntas de los dedos hacia el techo,
besándoselas.
—Bueno, y así estaban las cosas hasta hace seis horas, cuando se volvió dragón
del todo en cinco minutos. Quizá no he tocado bien el clavicordio, ¿quién sabe? ¿Con
quién más de este maldito instituto podría haber probado suerte?
—Da por sentado que se ponía rosado de placer —dijo Munro—. Quizá fuera
rabia. Quizá Scarlatti no le gustaba. Tendría que habérselo preguntado.
—No confío mucho en la terapia verbal. Las palabras son el lenguaje de las
mentiras y las evasiones. La música no puede mentir. La música le habla
directamente al corazón.
Lanark se removió con impaciencia. La luz de la pantalla mostraba la boca de
Ozenfant congelada en una sonrisa tan rígida que parecía inexpresiva, mientras que
las cejas no paraban de moverse en exageradas expresiones de meditación, asombro o
pena.
—Lanark se aburre con estos tecnicismos —dijo Ozenfant—. Le enseñaré más
pacientes.
Habló por el micrófono y una secuencia de dragones sobre mesas de acero
apareció en la pantalla. Algunos tenían la piel lisa y brillante, otros estaban cubiertos
por caparazones semejantes a los de las tortugas, otros tenían escamas como las de
los peces y los cocodrilos. La mayor parte poseían espolones, pinchos o espinas, y
algunos tenían inmensos cuernos o astas, pero todos resultaban monstruosos gracias a
un detalle, un pie humano, una oreja o un pecho que asomaban a través de la coraza
de dinosaurio. Un médico estaba sentado en el borde de una mesa y estudiaba un
tablero de ajedrez colocado en equilibrio sobre un estómago de dragón.
—Ése es McWham —dijo Ozenfant—, que tampoco entiende de música. Trata
los casos más secamente racionales; les enseña ajedrez y juega interminables partidas
con ellos. Cree que si alguien le derrota logrará librarse de su coraza, pero de
momento ha sido demasiado listo para ellos. ¿Practica usted alguna clase de juego,
Lanark?
—No.
En otra habitación un sacerdote delgado que parecía terriblemente desgraciado
estaba sentado con la oreja pegada al pico de un dragón.
—Ése es monseñor Noakes, nuestro único médico que cura por la fe. Solíamos
tener montones de ellos: luteranos, judíos, ateos, musulmanes, y otros con nombres

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que he olvidado. Hoy en día todos los casos de religiosos endurecidos tienen que ser
tratados por el pobre Noakes. Afortunadamente, no recibimos demasiados.
—Parece desgraciado.
—Sí, se toma su trabajo demasiado en serio. Es católico romano y los únicos
pacientes a los que cura son cuáqueros y anglicanos. ¿Tiene usted alguna religión,
Lanark?
—No.
—Verá, la cura es más probable cuando el paciente y el médico tienen algo en
común. Si tuviera que describirse, ¿cómo lo haría?
—No puedo describirme.
Ozenfant se rió.
—¡Claro que no puede! Le he preguntado una estupidez. El limón no puede
percibir la amargura, lo único que hace es beber la lluvia. Munro, descríbame a
Lanark.
—Tozudo y suspicaz —dijo Munro—. Tiene cierta inteligencia, pero no intenta
mejorarla.
—Bien. Tengo una paciente para él. También es obstinada, suspicaz y posee una
inteligencia que no hace sino reforzar una profunda desesperación, tan profunda que
llega a lo inconmensurable. Muéstrenos la habitación uno —le dijo Ozenfant al
micrófono—, y déjenos ver a la paciente desde arriba.
Un reluciente dragón plateado apareció en la pantalla, encuadrado por un par de
alas color bronce. Un fuerte brazo terminado en siete garras yacía sobre un ala, un
delgado y suave brazo humano descansaba sobre la otra.
—¿Ve las alas? Los únicos que tienen alas son los casos que muestran una
desesperación anormal, aunque no pueden utilizarlas. Sin embargo, esta paciente
pone tan temeraria energía en su desesperación que algunas veces he llegado a tener
la esperanza de que lo consiga. No le gusta la música pero yo, que soy músico, me he
rebajado a emplear la terapia verbal y he hablado con ella como un vulgar crítico, y
ha logrado resultarme tan exasperante que había decidido entregarla a la catalizadora.
Pero, en vez de eso, se la entregaremos a Lanark.
Una radio dijo plin-plong. Ozenfant sacó el aparato del bolsillo de su chaleco y
accionó el interruptor. Una voz anunció que el paciente doce se estaba convirtiendo
en salamandra.
—¡Rápido! —le dijo Ozenfant al micrófono—. Habitación doce.

La habitación doce estaba llena de vapores blancos que surgían del pico del dragón,
girando y ondulando: de repente, el pico se cerró con un chasquido. Brillantes haces
luminosos brotaron de las cúpulas de la cabeza y la figura pareció retorcerse.
—¡Nada de luz, por favor! —exclamó Ozenfant—. Observaremos utilizando tan
sólo el calor.

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La pantalla se llenó inmediatamente de una negrura sobre la que los
deslumbrados ojos de Lanark proyectaron estrellas y círculos antes de ajustarse a ella.
A un lado podía oír la seca respiración de Munro y al otro el jadeo de Ozenfant,
respirando por la boca.
—¿Qué está pasando? —preguntó.
—Todos sus órganos emiten una luz muy brillante —dijo Ozenfant—. Nos
cegaría. Pronto le verá gracias al calor que desprende.
Un instante después Lanark se sobresaltó al oír en su oreja el murmullo de
Ozenfant.
—El calor creado por un cuerpo debería moverse fácilmente a través de él,
derramándose por los poros, el pene, el ano, los ojos, los labios, los miembros y las
puntas de los dedos en actos de generosidad y auto-conservación. Pero hay mucha
gente que teme el frío e intenta conservar más calor del que da, con lo que impiden
que el calor se marche a través de un órgano o un miembro, y el calor retenido
convierte la superficie en una dura coraza aislante. ¿Qué parte de usted se convirtió
en dragón?
—Una mano y un brazo.
—¿Los tocó alguna vez con su mano sana?
—Sí. Estaban fríos.
—Cierto. No emitían ningún calor. ¡Pero tampoco dejaban entrar el calor! Y dado
que los hombres sienten el calor que reciben más que el calor que crean, la coraza
hace que el resto de partes humanas sientan más frío. Así pues, ¿se despojan de la
coraza? Raramente. Igual que las naciones que pierden guerras injustas, van
convirtiendo una parte cada vez mayor de sí mismos en coraza cuando lo que
deberían hacer es rendirse o retirarse. Una persona puede empezar limitando sólo sus
afectos, su lujuria o su inteligencia y con el paso del tiempo su corazón, sus genitales,
su cerebro, sus manos y su piel acaban recubiertas por esa corteza. No hace nada
aparte de hablar y alimentarse, dando y tomando a través de un solo agujero; entonces
la boca se cierra, el calor no tiene salida, va aumentando dentro de él hasta que…
Mire, ya lo verá.
La negrura en la que estaban sentados había sido densa y total pero en ella estaba
apareciendo una retorcida hebra de luz escarlata. La hebra se agitó y fue creciendo
por ambos extremos hasta delinear la silueta de un dragón erguido, con las piernas
separadas y los brazos extendidos, las manos pareciendo rechazar la oscuridad, la
gran cabeza moviéndose de un lado a otro. Lanark tuvo la extraña sensación de que la
bestia estaba junto a él, en la habitación. No había nada con que compararlo salvo la
negrura, y parecía inmenso. Sus gestos quizás estuvieran causados por el dolor pero
producían una impresión de triunfante amenaza. Dos estrellas aparecieron dentro de
la cabeza negra, allí donde deberían haber estado los ojos, y un instante después todo
el cuerpo se cubrió de estrellas blancas y doradas. Lanark sintió que aquella gran
silueta gótica se alzaba a kilómetros por encima de él, una galaxia con la forma de un

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hombre. Después la figura se convirtió en una mancha dorada que se expandió hasta
volverse un globo cegador. Se oyó un potente trueno y durante un instante la
habitación se volvió muy caliente. El suelo se agitó y las luces se encendieron.

Necesitaron un tiempo para ver con claridad. El trueno había cesado pero los
instrumentos esparcidos por la habitación latían y vibraban en resonancia con éste.
Lanark vio que Munro seguía sentado junto a él. Tenía sudor en la frente y estaba
limpiándose concienzudamente las gafas con un pañuelo. La pantalla, apagada, se
había agrietado de uno a otro extremo, pero el micrófono seguía colgando bajo ella,
pulcramente colocado en su sitio. Ozenfant estaba a cierta distancia de ellos,
examinando un violín.
—¡Fíjense! —exclamó—. La cuerda del do se ha roto. Y, sin embargo, hay quien
afirma que los Stradivarius carecen de alma.
—No entiendo mucho de salamandras —dijo Munro—, pero esa vibración
parecía poseer una potencia fuera de lo normal.
—Sí, desde luego. En esa pequeña detonación había más de un millón de
megatermias.
—¡No puede ser!
—Desde luego que sí. Se lo demostraré.
Ozenfant sacó su radio del bolsillo y dijo:
—Ozenfant quiere hablar con el ingeniero Johnson… Johnson, hola, ya ha
recibido nuestra salamandra; ¿cuál era su valor? Oh, ya entiendo… De todas formas
ha resquebrajado mi pantalla, así que haga el favor de cambiarla pronto.
Se inclinó y recogió un arpa que se había caído de lado.
—¿Ese calor es utilizado? —preguntó secamente Lanark.
—Por supuesto. De alguna forma tenemos que calentarnos, ¿no?
—¡Eso es atroz!
—¿Por qué?
Lanark empezó a tartamudear una respuesta pero se obligó a hablar con lentitud.
—Sabía que la gente se deterioraba. Eso es terrible pero no sorprendente. Pero
que gente sana y capaz como ustedes saque provecho de ello… ¡eso es atroz!
—¿Qué preferiría? ¿Un mundo con una letrina debajo, una letrina a la que caerían
quienes se han corrompido más allá de toda esperanza y donde se irían pudriendo
eternamente? Ése es un modelo del universo muy anticuado.
—Y una pésima forma de dirigir una institución —dijo Munro, poniéndose en pie
—. Si no utilizamos nuestros fracasos no podremos curar a nadie. Ahora tengo que
irme. Lanark, su departamento y el mío tienen clubs de personal diferentes, pero
volveremos a encontrarnos incluso si se marcha del instituto. Ahora tiene como
consejero al profesor Ozenfant, así que buena suerte e intente no ponerse violento.
Lanark tenía tantas ganas de averiguar si la última observación había sido una

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broma que clavó la mirada en el tranquilo y benigno rostro de Munro y dejó que éste
le estrechara gravemente la mano sin decir ni una sola palabra.
—Excelente consejo —murmuró Ozenfant.
Apartó el tapiz que cubría una puerta y Munro se marchó por ella.

Ozenfant volvió al centro de la habitación riéndose en voz baja y frotándose las


manos.
—¿Ha notado cómo le sudaba la frente? —dijo—. Lo que ha visto no le ha
gustado nada; es un rigorista, Lanark. No puede sentir simpatía hacia nuestra
enfermedad.
—¿Qué es un rigorista?
—Uno que hace tratos con su calor. Los rigoristas no contienen su calor dentro
del cuerpo: lo dan, pero sólo a cambio de nuevos suministros de éste. Son gente en la
que se puede confiar y cuando pierden el control se derrumban convirtiéndose en
cristales que son imprescindibles para hacer circuitos de comunicaciones, pero
cuando usted y yo empeoramos seguimos un camino distinto. Ésa es la razón de que
ver explotar a una salamandra nos haga sentir tal emoción. Sentimos en nuestras
entrañas lo justo y adecuado de tal némesis. Sintió una gran exaltación, ¿no es cierto?
—Me puse nervioso, y lo lamento.
—El que lo lamente no sirve de nada. Y ahora, quizá quiera conocer a su
paciente.
Ozenfant levantó la esquina de otro tapiz, dejando al descubierto una pequeña
puerta circular, y dijo:
—Por aquí se llega a su habitación.
—Pero ¿qué he de hacer?
—Dado que lo único que sabe hacer es hablar, tendrá que hablarle.
—¿De qué?
—No sabría decírselo. Un buen médico no es el que le da remedios a su paciente,
sino el que se deja enseñar por éste en qué consiste el remedio. Hoy he conseguido
que una persona se convirtiese en salamandra porque comprendía mejor a mi cura
que a mi enfermo. Suelo cometer ese tipo de errores porque sé que soy muy sabio.
Usted sabe que es un ignorante, lo cual debería ser una ventaja.
Lanark se quedó inmóvil con las manos en los bolsillos, mordiéndose el labio
inferior y golpeando suavemente el suelo con un pie.
—Si no la visita puede tener la seguridad de que la mandaré a la catalizadora —
dijo Ozenfant.
—¿Qué es la catalizadora?
—Una especialista muy importante que se ocupa de los casos más antiguos
cuando los demás tratamientos han fracasado. La catalizadora provoca un deterioro
muy rápido. ¿Por qué le cuesta tanto decidirse?

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—¡Porque tengo miedo! —exclamó Lanark apasionadamente—. ¡Quiere que me
vea involucrado en la desesperación de otra persona y yo odio la desesperación!
¡Quiero ser libre y la libertad es verse libre de los demás!
Ozenfant sonrió y asintió con la cabeza.
—¡Un sentimiento muy típico de un dragón! Pero ahora ya no es usted un dragón.
Ha llegado el momento de que aprenda a experimentar un sentimiento diferente.
Y pasados unos segundos la sonrisa se desvaneció del rostro de Ozenfant,
dejándolo sorprendentemente impasible. Soltó el tapiz, volvió a su banco de
carpintería y cogió una sierra para hacer calados.
—Cree que le estoy presionando y no le gusta —dijo—. Haga lo que quiera. Pero
dado que yo también tengo cosas que hacer, le agradecería que no malgastase más mi
tiempo.
Se inclinó sobre la guitarra. Lanark, indeciso, contempló la esquina del tapiz. El
tapiz representaba a una mujer de porte majestuoso cuyo nombre era Correctio
Conversio, de pie sobre un joven con corona tendido en el suelo cuyo nombre era
Tarquinius. Lanark acabó apartando el tapiz, atravesó el umbral y fue por el pasillo
que había más allá.

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CAPÍTULO IX

Un dragón
Lanark no era alto pero tuvo que doblar las rodillas y el cuello para ir por el pasillo.
Aquí las diferencias entre luz y penumbra y calor y frío eran bastante suaves y las
voces parecían murmullos en el interior de una concha: «Lilas y laburno…, mármol y
miel…, la receta es separación…».
El pasillo terminaba en una superficie de acero con una rejilla en el centro.
—Abra, por favor —dijo Lanark resignadamente—. Me llamo Lanark.
—¿Doctor Lanark? —preguntó la puerta.
—Sí, sí, doctor Lanark.
Una sección circular de la puerta giró hacia dentro sobre su gozne. Lanark cruzó
el umbral, levantó la cabeza, se golpeó con el techo y se dejó caer en un taburete que
había junto a la mesa. La puerta se cerró silenciosamente sin dejar ninguna marca en
la pared.

Lanark estuvo más de un minuto mordisqueándose el nudillo del pulgar e intentando


no gritar que le dejaran salir, pues la lente de observación no le había preparado para
la asfixiante pequeñez de la estancia y la sólida inmensidad del monstruo. La
superficie de la mesa quedaba a unos veinte centímetros del suelo y desde la cresta de
la cabeza plateada hasta los cascos de bronce de los pies color plata la paciente
mediría casi dos metros cincuenta. La estancia era un hemisferio perfecto que tenía
dos metros setenta de diámetro y la mitad de esa distancia de alto, y aunque tenía los
hombros pegados a la curva del techo ésta le obligaba a inclinarse hacia delante sobre
el reluciente estómago de la paciente, del cual brotaba un aire gélido que le golpeaba
la cara. El suelo y las paredes lechosas emitían una suave claridad y no había
sombras. Lanark tuvo la sensación de estar agazapado en un minúsculo iglú ártico,
pero aquí el calor venía de las paredes y el frío del cuerpo de su acompañante. La
mano que había al final del brazo humano se abría y se cerraba, lo cual era un
consuelo, y le gustaban las alas plegadas a los lados del dragón, cada larga pluma de
bronce terminada con el espectro de ricos colores que se consigue calentando el
cobre. Se inclinó sobre él, miró hacia el interior del pico y fue golpeado en el rostro
por una bienvenida ráfaga de calor, pero no vio más que oscuridad.
—¿Qué me ha traído esta vez? ¿Gaitas? —dijo una voz.
La pregunta tenía un tono hueco e impersonal, como si hubiera sido transmitida
mediante una máquina demasiado tosca para la música del lenguaje corriente, pero
aun así le pareció reconocer la ardiente energía que pulsaba a través de ella.
—No soy músico. Me llamo Lanark.

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—¿Qué sucias tretas les gasta a los enfermos?
—Me han dicho que hable con usted. No sé qué decir.
Ya no tenía miedo y puso los codos sobre las rodillas, sosteniéndose la cabeza
entre las manos. Pasado un tiempo se aclaró la garganta y dijo:
—Supongo que hablar es una forma de atacar y defenderse pero no necesito
defenderme. Y no quiero atacarte.
—¡Qué amable!
—¿Eres Rima?
—Ya he dejado atrás los nombres. Los nombres sólo son correas que los hombres
atan alrededor de tu cuello para llevarte donde quieren.
Una vez más, Lanark no supo qué decir. Un débil y remoto palpitar ocupó el
silencio hasta que la voz dijo:
—¿Quién era Rima?
—Una chica que me gustaba. Ella también intentó que yo le gustara un poco.
—Entonces, no era yo.
—Tienes unas alas muy hermosas.
—Ojalá fueran espolones, entonces no necesitaría mantener conversaciones
estúpidas con bastardos como tú.
—¿Por qué dices eso?
—No finjas que no eres como los otros. Tu técnica será distinta pero tú también
me harás daño. Estoy indefensa dentro de este ataúd helado así que, ¿por qué no
empezar?
—Ozenfant no te ha hecho daño.
—¿Crees que me gusta oír esos ruidos? ¡Música de ballet! Sonidos hechos por
mujeres que vuelan y flotan bajo la luz de la luna igual que cisnes y nubes, mujeres
que saltan de las manos de los hombres igual que llamas de las velas, mujeres
despreciando cortejos enteros de brillantes zares y emperadores… Sí, el mentiroso
habló, no le dejó nada a mi imaginación. Dijo que hubo un tiempo en el que yo
también podía haber hecho todo eso. «Abre tu corazón a mi música —dijo—. Llora
apasionadamente». No podía atravesar mi piel así que se dedicó a irritarme los oídos,
igual que tú.
—Yo no te he irritado los oídos.
—Entonces, ¿por qué gritas?
—¡No he gritado!
—No te pongas histérico.
—No estoy histérico.
—Pues, desde luego, muy tranquilo no estás.
—¿Cómo puedo estar tranquilo cuando…? —aulló Lanark, y quedó ensordecido
por los ecos que llenaron la pequeña cúpula. Se cruzó de brazos y esperó, frunciendo
el ceño. El estruendo acabó desvaneciéndose para convertirse en un leve tintineo que
(no estaba seguro) quizá contuviera el débil eco de una risa. Finalmente, en voz muy

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baja, dijo:
—¿Quieres que me marche?
La paciente murmuró algo.
—No te he oído.
—Podrías contarme quién eres.
—Mido metro setenta y peso unos sesenta y tres kilos. Tengo los ojos castaños, el
cabello negro y me he olvidado de cuál es mi grupo sanguíneo. Antes tenía
veintipocos años pero ahora tengo más de treinta. Me han llamado crustáceo, y
demasiado serio, pero recientemente he sido descrito por un hombre en el que se
puede confiar como astuto, obstinado y de una cierta inteligencia. Hubo un tiempo en
el que fui escritor y ahora soy médico pero me aconsejaron que hiciera esas cosas, yo
nunca lo deseé. Nunca he deseado nada durante mucho tiempo. Salvo la libertad.
Oyó el tintineo metálico de una carcajada.
—Sí, es una palabra cómica —dijo Lanark—. Todos nos vemos obligados a
definirla de maneras que carecen de sentido para los demás. Sin embargo, para mí la
libertad es…
Lo pensó durante unos momentos.
—… vivir en una ciudad cerca del mar o cerca de las montañas donde el sol brilla
durante la mitad del día. Mi casa tendría una sala de estar, una gran cocina, un cuarto
de baño y un dormitorio para cada miembro de la familia, y mi trabajo sería tan
absorbente que mientras lo hiciese no me daría cuenta de si estaba feliz o triste, y no
me importaría. Quizá mi trabajo fuese el de un funcionario que se encarga de
mantener la buena marcha de unos servicios muy importantes. O diseñador de casas y
caminos para la ciudad en la que viviera. Cuando envejeciera me compraría una
casita en una isla o entre las montañas…
—¡Sucios! ¡Sucios! ¡Sucios! ¡Sucios! —dijo la voz con un ahogado latir de rabia
—. ¡Sucios bastardos que me han dado un asesino por médico!
La sangre retumbó en los tímpanos de Lanark y sintió un cosquilleo en el cuero
cabelludo.
Una ola de terror inundó todo su ser mientras luchaba por levantarse, y después
llegó una ola de rabia durante la que permaneció inmóvil. Se inclinó hacia delante y
murmuró:
—No tienes derecho a despreciar mis malas acciones sin apreciar las buenas.
—Háblame de ellas. ¿Hubo muchas? ¿Fueron bonitas?
—¡El doctor Lanark está listo para irse! —gritó Lanark.
Un panel circular se abrió al otro lado de la estancia. Lanark pasó cautelosamente
junto al cuerpo del dragón y se detuvo con un pie a cada lado de él, sus hombros
rozando el final de la cúpula.
—¡Adiós! —dijo, con una deliberada crueldad que le sorprendió. Bajó la mirada
hacia la mano que se abría y se cerraba, la contempló durante unos segundos y
después, con voz llena de humildad, le preguntó:

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—¿Sientes mucho dolor?
—Me estoy congelando. Sabía que te marcharías.
—Hablar no sirve de nada. ¿Qué puedo decir que no te disguste?
Un instante después la paciente habló en voz tan baja que Lanark apenas si pudo
oírla.
—Podrías leerme algo.
—Lo haré. La próxima vez traeré libros.
—No volverás.
Lanark salió por la abertura a un túnel donde podía permanecer erguido. Asomó
la cabeza dentro de la estancia y, con voz jovial, dijo:
—Te sorprenderé. Seré más rápido de lo que piensas.
El panel se cerró mientras se daba la vuelta.

Al final del pasillo una cortina roja le dejó entrar en un corredor situado entre un gran
ventanal y una hilera de arcos. A través de los arcos pudo reconocer las cinco camas
de su habitación, y sintió que había vuelto a su hogar. Parecía extraño que el dragón
plateado hubiera estado tan cerca de él desde su llegada. Fue hasta su armarito, cogió
los libros y volvió corriendo a la cortina. Desde el otro lado se había abierto nada más
tocarla con un dedo; Lanark sabía que estaba hecha con una membrana delgada como
el papel y que no tenía ningún tipo de cerradura, pero aun así no pudo abrirla; y
aunque retrocedió y la golpeó varias veces con el hombro la membrana se limitó a
estremecerse y resonar como un tambor. Estaba a punto de darle una patada,
dominado por la ira, cuando se fijó en el paisaje visible por la ventana. Estaba
contemplando una tranquila calle cubierta por una delgada capa de escarcha, al final
de la cual había un edificio rojo de piedra caliza que tenía tres pisos. Las ventanas
brillaban con una limpia claridad bajo la primera luz del alba; el humo que brotaba de
unas cuantas chimeneas se alzaba hacia un pálido cielo invernal. Un chico de seis o
siete años con un impermeable azul oscuro, gorra de lana y una cartera escolar bajó
unos cuantos peldaños, salió de un refugio y giró a la izquierda por la acera. Una
mujer delgada de rostro cansado asomó por entre las cortinas de una ventana justo
delante de Lanark. La mujer miró al niño y éste se volvió y la saludó con la mano al
llegar a la esquina, golpeándose la cabeza con un farol. Lanark sintió en su interior el
susto y después la diversión que aparecieron en el rostro de la madre. El niño dobló la
esquina, frotándose la oreja con expresión de dolor. La mujer se dio la vuelta y clavó
los ojos en Lanark, llevándose después una mano a la boca como si estuviera
sorprendida y algo asustada. Lanark sintió deseos de saludarla tal y como había hecho
el niño, de abrir la ventana y gritarle algo que le diera ánimos, pero un carro de la
leche tirado por un caballo marrón apareció por la calle y cuando apartó la mirada de
éste la ventana había vuelto a quedar vacía.

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Aquella visión dejó muy conmovido a Lanark. Bajó la persiana para evitar que una
nueva escena la sustituyera y fue hacia la habitación sintiéndose muy cansado. Daba
la impresión de que habían pasado muchos días desde que estuvo allí, aunque el reloj
mostraba que aún no eran las tres. Dejó los libros y la bata blanca sobre la silla, se
quitó los zapatos y se tumbó en la cama con la intención de reposar durante diez o
quince minutos.

Fue despertado por el plin-plong, plin-plong, plin-plong de la radio. Alargó la mano


hacia la bata, sacó la radio del bolsillo y la conectó.
—Mi querido amigo —dijo Ozenfant—, el sueño no es suficiente, hay que comer
de vez en cuando. Venga al club de personal. Olvídese de la bata blanca. La noche es
tiempo de alegría y diversión.
—¿Cómo se llega al club de personal?
—Vaya a la sala más próxima y entre en cualquier ascensor. Si se lo pide con
educación, le llevará directamente hasta él. Mencione mi nombre.
Lanark se puso los zapatos, cogió los libros, se los metió debajo del brazo y
atravesó la cortina para entrar en los ruidosos corredores de salida. Esta vez no hizo
caso de las voces y observó a la gente, intentando moverse tan deprisa como aquéllos
que le rodeaban. Las leyes habituales que gobernaban el movimiento de los cuerpos
no parecían aplicarse aquí. Si te inclinabas contra la fuerza de la corriente acabarías
cayendo, desde luego, pero cuanto más te inclinaras ante ella, más rápido te llevaba,
sin ningún peligro de caerse. La mayor parte de la gente se contentaba con moverse
rápidamente inclinados en un ángulo de cuarenta y cinco grados, pero una o dos
personas pasaron junto a las rodillas de Lanark con la rapidez de cohetes, y esas
personas iban tan dobladas sobre sí mismas que daban la impresión de estar
arrastrándose. La gran sala estaba menos concurrida que la última vez. Lanark entró
en un ascensor que parecía aguardar a llenarse antes de subir. Dos hombres que
llevaban una varilla de mediciones y un trípode charlaban en un rincón.
—Es un gran trabajo, el mayor que hemos llevado a cabo.
—El muy noble Lord quiere que esté listo en doce días.
—Está chiflado.
—La criatura está enviando conductos de succión hechos de tungtanio a través
del grupo Algolágnico.
—¿Dónde conseguiremos la energía para hacerlos funcionar?
—De Ozenfant. Ozenfant y su pequeña catalizadora.
—¿Ha dicho claramente que esté dispuesto a ceder esa energía?
—No, pero no puede oponerse al presidente del consejo.
—Dudo de que el presidente del consejo pudiera oponerse a Ozenfant.
El ascensor acabó llenándose y la puerta se cerró. Varias voces dijeron: «Salas de
dibujo». «Dormitorio de sanguijuelas Q». «Club de inmersión en esponjas».

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—El club de personal —dijo Lanark.
—¿Qué club de personal? —preguntó el ascensor.
—El del profesor Ozenfant.
El ascensor empezó a zumbar. Los que estaban cerca de Lanark guardaban
silencio, pero los más alejados hablaban en susurros y le miraban. La puerta se abrió
y los compases de una música de baile vienesa entraron flotando por ella.
—Ya ha llegado, doctor Lanark —dijo el ascensor.

Entró en la suave penumbra de un restaurante con el techo no muy alto y una gruesa
moqueta azul. Las mesas estaban vacías y sin manteles, con excepción de una situada
al final en la que estaba sentado Ozenfant. Vestía un traje gris claro con chaleco y
corbata; la esquina de una servilleta blanca estaba metida entre dos botones del
chaleco. Estaba cortando un trocito de carne de su plato con un obvio placer, pero
alzó los ojos y le hizo señas a Lanark de que se acercara. La luz procedía de dos velas
que había en su mesa, así como de unos pequeños arcos de la pared, arcos de diseño
morisco que parecían dar a habitaciones brillantemente iluminadas situadas en un
nivel más bajo. A través del más próximo Lanark vio un pedazo de pista de baile con
piernas enfundadas en pantalones negros y largas faldas girando a los compases del
vals.
—Venga, siéntese conmigo —dijo Ozenfant—. Los demás han terminado hace
rato, pero la verdad es que soy un tanto adicto a los placeres de la alimentación.
Una camarera vino hacia ellos por entre las mesas, puso otra silla en la mesa y le
entregó un menú a Lanark. Los nombres de los platos estaban en un lenguaje que no
comprendía.
—¿Podría pedir por mí? —le preguntó a Ozenfant, devolviendo el menú.
—Desde luego. Pruebe el Enigma de Filets Congelés. Después de haber comido
esas flaccideces de la sala de inválidos, apreciará una carne algo más fuerte.
Ozenfant tragó el contenido de una copa en forma de tulipa y las comisuras de sus
labios se inclinaron hacia abajo.
—Desgraciadamente, no puedo recomendarle el vino. A la química sintética aún
le falta mucho que aprender en ese terreno.

La camarera colocó ante Lanark un plato que contenía un cubo de gelatina gris.
Lanark cortó una delgada rebanada de la superficie y descubrió que sabía algo así
como a hielo elástico. La tragó rápidamente y sus fosas nasales se llenaron de un olor
a goma quemada, pero le sorprendió sentir también una especie de calor amistoso. Se
sintió relajado, pero aun así capaz de toda clase de grandes acciones. Comió otra
rebanada y el olor fue todavía peor. Dejó el cuchillo y el tenedor y dijo:
—No puedo comer más.

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Ozenfant se limpió los labios con la servilleta.
—No importa. Un solo bocado proporciona todo el alimento necesario. A medida
que vaya acostumbrándose al sabor comerá cada vez más cantidad y dentro de unos
cuantos años acabará comiéndolo incluso en exceso, como el resto de nosotros.
—Dentro de unos cuantos años no estaré aquí.
—Oh, ¿sí?
—Pienso marcharme en cuanto encuentre una acompañante adecuada.
—¿Por qué?
—Quiero ver el sol.
Ozenfant se echó a reír con gran animación.
—Discúlpeme —le dijo después—, pero oír a una persona tan seria como usted
declarar que siente una pasión tan extraña ha sido algo inesperado. Y, ¿por qué el sol?
Lanark estaba tan irritado que se olvidó de su reticencia habitual.
—Quiero amar, hacer amistades y trabajar bajo el sol —dijo.
—¡Pero usted no es ni un ateniense ni un florentino, usted es un hombre
moderno! En las civilizaciones modernas los que trabajan bajo la luz del sol son una
minoría despreciada y cada vez más reducida. Incluso los granjeros están empezando
a trabajar bajo techado. Y en cuanto al amor y la amistad, los seres humanos siempre
han preferido disfrutar de tales placeres durante la noche. Podría comprender que
deseara gozar de la luna pero Apolo se encuentra muy desacreditado.
—Habla usted igual que Sludden.
—¿Quién es?
—Un hombre que vive en la ciudad de la que vine. Allí el sol brilla dos o tres
minutos al día y él piensa que eso carece de importancia.
Ozenfant se tapó los ojos con una mano.
—Una ciudad a las orillas de un río marchito —dijo como si estuviera soñando—.
Una ciudad con una plaza del siglo diecinueve llena de feas estatuas. ¿Estoy en lo
cierto?
—Sí.
—Discúlpeme, pero la tentación es demasiado grande.
Ozenfant alargó la mano hacia el plato de Lanark, lo colocó sobre el suyo, que
estaba vacío, y empezó a comer lentamente, hablando mientras lo hacía.
—Esa ciudad se llama Unthank (1N). El calendario de Unthank se basa en la luz
del sol pero sólo es usado por los administradores municipales. La mayor parte de la
población ha olvidado el sol; más aún, han rechazado el reloj. No miden ni hacen
planes, sus vidas están reguladas por los apetitos y éstos sólo varían por los impulsos
que sienten de vez en cuando. Y, como es natural, allí nadie goza de buena salud.
También políticamente están corrompidos y se derrumbarían de no ser por los
subsidios que reciben de continentes más sanos. Pero no culpe de su estado a la falta
de luz solar. El instituto carece de luz solar y sin embargo es autosuficiente y le
proporciona a su personal abundancia de comida sana y ejercicio. El reloj nos

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mantiene en buen estado.
—¿Tienen alguna biblioteca?
—Tenemos dos: una para películas y una para música. Estoy a cargo de la
segunda.
—¿Qué hay de los libros?
—¿Libros?
—Quiero leerle algo a mi paciente y sólo tengo estos tres.
—¡Leerle! Qué victoriano… Déjeme verlos. Hmm… Me parecen una selección
bastante bien equilibrada. No sé qué más podría añadir a ella a menos que tomara
prestado algún libro del pobre monseñor Noakes. Siempre lleva consigo un librito
bastante grueso. Quizá sea una Biblia. Las biblias están llenas de historias muy
entretenidas.
—¿Dónde puedo encontrarle? —preguntó Lanark.
—No tenga tanta prisa… Quiero quitarle la idea de que nos abandone. Piense en
el tiempo que podría perder.
—¿Qué quiere decir?
—En este universo cada continente mide el tiempo según calendarios distintos,
por lo que no hay forma de medir el tiempo entre ellos. Un viajero que vaya del
instituto a un continente vecino —Unthank, quizás, o Provan—, debe cruzar una zona
donde el tiempo es una experiencia puramente subjetiva. Algunos llevan a cabo esa
transición sin apenas enterarse, pero ¿cuántos años perdió usted cuando vino aquí?
Lanark se sintió invadido por un temor que ocultó poniéndose en pie y hablando
casi con brusquedad.
—Gracias por el aviso, pero tengo una paciente esperándome. ¿Dónde está
monseñor Noakes?
—A esta hora suele estar en la sala de fumar observando a los bañistas. Cruce los
arcos que hay a mi espalda y siga en línea recta. Tuerza a la izquierda cuando entre en
la tercera habitación, Noakes estará detrás de la arcada que vea ante usted.

Lanark salió del restaurante para entrar en una habitación muy bien iluminada donde
unas cuantas personas de edad estaban jugando al bridge. La habitación siguiente
estaba en penumbra y contenía mesas de billar con lámparas encima de ellas. La
siguiente contenía una piscina. Unos cuantos hombres y mujeres con ese bronceado
demasiado regular que proporciona la exposición a la luz ultravioleta se zambullían,
hacían carreras o hablaban junto al borde de la piscina, entre ecos de gritos y risas.
Lanark giró a la izquierda siguiendo las resbaladizas baldosas hasta llegar a una pared
atravesada por las arcadas habituales. Subió unos cuantos peldaños hasta llegar a una
habitación de luces suaves que tenía una gruesa alfombra y estaba llena de sillones de
cuero. Noakes estaba sentado cerca de los peldaños, fumando un purito y observando
furtivamente los cuerpos morenos refractados por el agua azul verdosa. Lanark tomó

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asiento delante de él y dijo:
—Soy el doctor Lanark.
—Oh, sí.
—Una paciente mía necesita material de lectura y estoy buscando libros. El
profesor Ozenfant me sugirió que quizás usted pudiera prestarme uno.
Noakes no daba señal alguna de percibir la presencia de Lanark. Sus ojos fueron
de los bañistas a su purito y cuando habló lo hizo en voz baja y desprovista de
inflexiones.
—El profesor Ozenfant es famoso por su humor. Sabe que no tengo más que mi
breviario. Si su paciente hubiera estado interesada en la plegaria sería paciente mía.
—Ozenfant pensaba que usted posee una Biblia.
—Otra broma. Tengo un Testamento griego y supongo que su paciente sabe tan
poco de griego como usted. ¿Qué es lo que ha reunido de momento?
Contempló los libros que Lanark le enseñaba y agitó cansadamente la mano
señalando La guerra santa.
—Los otros dos son basura, pero ése tiene partes buenas. Quiero decir que el
mensaje básico es verdad. Conocí un poco al autor. Me describió como personaje en
uno de sus libros…, no este libro, otro. Su descripción era maliciosa pero carecía de
significado. También describió a Ozenfant, pero con una mayor veracidad y
extendiéndose más. No haga caso de lo que digo. Ozenfant ya le ha advertido cómo
soy.
—Ozenfant no me ha dicho nada en contra suya.
Noakes clavó los ojos en el suelo y murmuró:
—Ya veo hasta qué punto llega el desprecio que siente hacia mí…
Alzó el mentón y habló de nuevo, ahora casi gritando:
—Ya sabrá que me debe su posición actual a mí, ¿no? Fui yo quien le curó.
Ozenfant era un caso muy difícil, mitad sanguijuela mitad dragón. (Ahora finge ser
puro dragón. Yo sé que no es así). Creía que fue la misa lo que le curó, y mis
plegarias y sermones, pero fue la música. ¡Ah, qué música teníamos en aquellos días!
Cuando descubrí que Ozenfant no podía percibir lo sagrado salvo en la música le
convertí en nuestro organista. Desde entonces él ha seguido subiendo y yo…, yo he
descendido. Supongo que habrá percibido la nota de inquietud y queja que había en
mi voz, ¿no?
—Sí.
—Entonces, trate de entender el porqué. Todos esos profesores, artistas y jefes de
departamento se han vuelto poderosos arrancando pequeños fragmentos de las
religiones que les curaron y convirtiendo esos fragmentos en sus propias religiones.
Ahora no hay ningún dios que les una, sólo pactos de ayuda mutua basados en la
codicia. Donde antes teníamos al vicario de Cristo sobre la Tierra ahora tenemos…
—escupió las palabras al rostro de Lanark con un tono acusatorio—… ¡a Lord
Monboddo, presidente del consejo!

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—Soy nuevo aquí —dijo Lanark, poniéndose a la defensiva—. No le comprendo.
Noakes inclinó la cabeza y murmuró:
—¿Le gusta su trabajo?
—No.
—Entonces acabará gustándole.
—No. Cuando haya curado a esta paciente pienso marcharme con ella, si es que
me acepta.
Noakes se irguió bruscamente en su sillón y gritó: «¡Qué tontería!», después se
inclinó hacia delante y cogió las manos de Lanark, hablándole en voz baja con un
confuso chorro de palabras.
—¡No, no, no, no, hijo mío, perdóneme, perdóneme, no es ninguna tontería! Debe
curar a su paciente, debe marcharse con ella, y si…, perdóneme, quiero decir cuando
se vaya, hará algo por mí, ¿verdad? ¿Me promete que hará una sola cosa por mí?
Lanark se soltó las manos de un tirón e, irritado, le preguntó:
—¿Qué cosa?
—Dígale a la gente que no venga aquí. Dígales que no deben entrar en este
instituto. Un poco más de fe, de esperanza y de caridad, y podrán curar sus propias
enfermedades. Si hay algo que pueda curarles, estoy seguro de que es sólo la
caridad…
—¿Por qué debería decirle a la gente que no venga aquí cuando el venir aquí me
ha curado?
—¡Entonces dígales que vengan a miles, que vengan por voluntad propia! Que
entren aquí como un ejército de hombres, que no esperen a ser engullidos igual que
un rebaño de víctimas. ¡Piense en el instituto, con veinte miembros del personal por
cada paciente! ¡Entonces no tendremos excusa para no curar a la gente! Seremos
como… —su voz se volvió melancólica y pensativa—… una catedral con una
congregación de sacerdotes. Eso haría que el instituto estallase, que quedara expuesto
a los cielos.
—No creo que hablar con la gente la ayude mucho —dijo Lanark—. Y si usted
sigue trabajando aquí después de tantos años, no creo que su opinión sobre este sitio
haya empeorado tanto.
—Se equivoca. En todos los pasillos se oyen sonidos que se hacen más fuertes y
apremiantes, y detrás de ellos se escucha un sonido que se parece a la respiración de
una bestia hambrienta. Le aseguro que este instituto se está preparando para engullir
un mundo. No estoy intentando asustarle.
Lanark estaba más incómodo que asustado. Se puso en pie y dijo:
—¿Hay algún ascensor cerca de aquí?
—Veo que no intentará salvar a los demás. Rezo a Dios para que pueda salvarse a
usted mismo. Hay uno en la otra esquina.
Lanark pasó por entre los sillones y encontró un ascensor con la puerta abierta
situado en una pared entre dos arcadas. Entró en él y dijo:

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—Cámara de ignición uno.
—¿Qué departamento?
—El del profesor Ozenfant.
La puerta se abrió revelando una familiar superficie de tela marrón. La apartó a
un lado y entró en el estudio cubierto de tapices, casi esperando hallarlo sumido en la
oscuridad. Estaba iluminado como antes, y en su centro Lanark vio la espalda de una
silueta familiar vestida con pantalones negros y chaleco, inclinada sobre el banco de
carpintería. Lanark, algo nervioso, fue andando de puntillas a lo largo de las paredes,
buscando la figura de la Correctio Conversio y mirando ocasionalmente de soslayo a
Ozenfant. El profesor estaba colocando el puente de su guitarra con una delicadeza y
una concentración que habría sido pecado interrumpir. Lanark sintió un gran alivio al
encontrar el tapiz e, inclinándose, entró en el túnel.

Estaba sentado en la minúscula estancia con la espalda pegada a la cálida curva de la


pared. El único movimiento era el abrirse y cerrarse de la mano de aquella criatura
plateada, el único sonido el remoto latido irregular. Lanark se aclaró la garganta y
dijo:
—Siento haber tardado tanto, pero tengo un libro que, según me ha dicho alguien
que conoció al autor, es muy bueno.
No obtuvo respuesta, así que empezó a leer.

UN RELATO DE LA GUERRA SANTA. En mis viajes, mientras


andaba por muchas regiones y países, tuve la ocasión de visitar ese
famoso continente llamado Universo. Es un continente muy grande y
espacioso; se encuentra entre los cielos. Es un lugar donde abunda el
agua, y está ricamente adornado con valles y colinas, situados en los
mejores sitios imaginables, y en su mayor parte, al menos allí donde yo
estuve, muy feraz, y también bien poblado y con un aire muy dulce y
agradable.

—¡Me niego a escuchar mentiras! —gritó la voz, creando un eco musical—.


¿Acaso crees que yo no vivo en el universo? ¿Acaso crees que no sé qué es una
trampa asquerosa?
—Mis propias experiencias están más de acuerdo con tu opinión que con la del
autor —dijo Lanark cautelosamente—, pero recuerda que él dice «en su mayor parte,
al menos allí donde yo estuve». Francamente, si tuviera la sensación de que
semejantes lugares no existen y que jamás podremos llegar a ellos, no te estaría
leyendo esto.
—Entonces léeme otra cosa.
—Aquí tengo una historia sobre un niño llamado Nuestro Wullie, y está contada
con imágenes. La primera le muestra saliendo con su padre por la puerta principal,

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que se encuentra separada de la acera por un solo peldaño. Tiene el cabello cepillado
y las botas lustradas. Su madre sale a despedirles y dice: «Dado que es domingo,
puedes salir con Wullie para que dé un paseo antes de cenar, pero cuida mucho de
que no se ensucie su traje bueno, papá». Su padre, que es alto y delgado y lleva una
gorra, dice: «¡Yo me ocupo de eso, mamá!». Wullie está pensando: «¡Cuernos! ¡Pues
sí que va a ser divertido este paseo!». En la imagen siguiente van junto a una valla
hecha con maderos unidos entre sí. No puedo leer lo que está diciendo Wullie porque
las palabras han sido tachadas con un lápiz de colores pero su padre…
—¿Y se supone que todo eso es divertido?
—Ojalá pudieras ver las imágenes. Tienen una especie de gracia rústica y un
sentido del humor que resulta muy agradable.
—¿No tienes ningún otro libro?
—Sólo uno más.
Abrió No hay orquídeas para Miss Blandish y leyó:

Todo empezó una mañana de verano, en julio. El sol salió bastante


pronto entre la niebla y las aceras ya humeaban un poco a causa del
rocío. Las calles olían a rancio y el aire estaba inmóvil, muerto. Había
sido un mes agotador de calor intenso, cielos sin lluvia y vientos cálidos
cargados de polvo.
Bailey entró en el fumadero de Minny, dejando al Viejo Sam
dormido en el Packard. Bailey se encontraba fatal. El alcohol y el calor
son una mala mezcla. Tenía la boca como una pajarera y le picaban los
ojos…

Estuvo leyendo durante un rato bastante largo. «¿Te gusta?», le preguntó una o
dos veces, y ella dijo: «Sigue leyendo».
Y, finalmente, le interrumpió con una ronca carcajada.
—¡Oh, sí, este libro me gusta mucho! Locas esperanzas de una vida rica,
emocionante y llena de aventuras y después el secuestro, la violación, la esclavitud…
Por lo menos, este libro sí cuenta las cosas tal y como son.
—No es cierto. Este libro es una mera fantasía sexual masculina.
—Y para la mayor parte de las mujeres la vida es justamente eso, actuar en una
fantasía sexual masculina. Las más estúpidas no se dan cuenta: las han entrenado para
eso desde que eran bebés, así que son felices. Y, naturalmente, el escritor de ese libro
ha hecho que todo resulte más obvio acelerando el curso de las cosas. Lo que le
ocurre a la chica Blandish en unas pocas semanas es lo que nos pasa a las demás en
toda una vida.
—Lo niego —dijo Lanark apasionadamente—. Niego que la vida sea una trampa
peor para las mujeres que para los hombres. Sé que la mayor parte de las mujeres
tienen que trabajar en casa porque la gente crece en ellas, pero trabajar en casa se

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parece más a ser libre que trabajar en oficinas y fábricas; y aparte de eso…
Su voz se alzó en un eco que competía con las palabras. Empezó a gritar,
queriendo terminar la frase de una manera audible, y provocó una ensordecedora
explosión que necesitó varios minutos para acabar desvaneciéndose. Después se
quedó mirando la nada con el ceño fruncido hasta que la voz dijo:
—Limítate a seguir leyendo.

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CAPÍTULO X

Explosiones
Visitaba su habitación dos veces al día y le leía en voz alta, deteniéndose tan sólo
cuando se quedaba sin voz. Pronto perdió la cuenta de las veces que le había leído No
hay orquídeas para Miss Blandish. Una vez, para tener una historia distinta que
contarle a su paciente, vio una película de vaqueros en el cine del club de personal,
pero en cuanto le habló de ella sufrió un violento ataque de rabia. La enferma sólo
creía en la repetición de historias sobre hombres brutales y mujeres humilladas y
pensaba que cualquier otra cosa era una clara burla de su situación. Lanark siempre
abandonaba su habitación con la garganta irritada y la decisión de no regresar, y si
hubiera existido algún otro sitio al que ir aparte del club de personal, quizá no hubiera
vuelto a visitarla. Las habitaciones, brillantemente iluminadas, con su atmósfera
cálida y sus cómodos muebles, le hacían sentir como si se estuviera asfixiando. Los
miembros del club eran corteses y se mostraban amistosos, pero hablaban como si
fuera del club no existiese nada importante, y Lanark tenía miedo de acabar
creyéndoles. Había otros momentos en los que sospechaba que era su propia
sequedad la que le hacía odiar a las personas simpáticas. Pasaba la mayor parte del
tiempo libre en su cama de la habitación. La ventana ya no le resultaba placentera
pues había empezado a proporcionar imágenes de pequeñas habitaciones dentro de
las que se veían personas con caras preocupadas. En una ocasión creyó ver a la
señora Fleck, su vieja patrona, acostando a los niños en la cama de la cocina. Después
de aquello prefirió ver cómo las luces se movían misteriosamente detrás de las
tablillas de la persiana a medio cerrar, y se dedicó a escuchar distraídamente la radio.
Se dio cuenta de que entre las llamadas a los médicos aparecía cada vez con mayor
frecuencia un mensaje distinto.
—¡Atención, por favor! ¡Atención, por favor! El comité de expansión anuncia
que después del ciento ochenta todos los temblores deben ser tratados como un
síntoma de que el caso carece de esperanzas.
—¡Atención, por favor! ¡Atención, por favor! El comité de expansión anuncia
que después del ciento ochenta no se aceptarán más blandos en el lavadero. Todos los
blandos irrecuperables serán enviados por las rejillas de compresión que hay bajo las
salas principales.
Pero nada de toda aquella urgencia era visible en el club de personal, a menos que
apareciese bajo la forma de una creciente jovialidad durante las comidas. La gente
estaba sentada a las mesas sonriendo y hablando ruidosamente en grupos de cuatro.
La estruendosa carcajada de Ozenfant resonaba entre sus voces; siempre se le podía
ver llevando un traje claro, hablando sin parar y devorando inmensas cantidades de
comida. Sólo había tres personas que estuvieran sentadas a solas y en silencio: el

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mismo Lanark, monseñor Noakes y una joven alta y con un impresionante
fruncimiento de ceño que comía casi tanto como Ozenfant.

Una noche Lanark entró en el restaurante y tomó asiento. Un instante después


Ozenfant se instaló junto a él y, con voz jovial, le dijo:
—Hoy le he invitado a mi mesa dos veces, durante el desayuno y en el almuerzo,
y ni me ha visto. Así pues… —se pasó una mano por la curva amarilla de su chaleco
—, la montaña viene a Mahoma. Quiero decirle que estoy complacido, realmente
muy complacido.
—¿Por qué?
—Soy un hombre ocupado y trabajo incluso durante las comidas, así que sólo he
tenido tiempo de seguir dos de sus sesiones, pero, créame, lo está haciendo muy bien.
—Se equivoca, lo estoy haciendo fatal. Se está congelando, no logro darle calor y
todo lo que le digo no hace sino aumentar su dolor.
—Bien, naturalmente está tratando un caso imposible de resolver, un caso que yo
habría juzgado desesperado si no fuera porque usted necesitaba alguien con quien
practicar. Pero ha empleado un tacto, una tolerancia y una paciencia que jamás habría
esperado de un novicio. Ésa es la razón de que quiera apartarle de este caso y ponerle
a trabajar en alguien más importante.
Lanark adelantó el cuerpo hacia él y dijo:
—¿Quiere decir que me he pasado todas esas horas leyéndole ese maldito libro
para nada?
—No, no, no, mi querido amigo, esas horas han resultado muy valiosas; me han
mostrado qué clase de médico es usted y la clase de paciente que debería tratar. Posee
usted capas de estólida resistencia que le convierten en el oyente ideal para esas
hembras de trágica inteligencia cuya imaginación excede a su fortaleza. Tenemos una
de esas pacientes en la habitación treinta y nueve, una paciente que, si se la curase,
resultaría una deliciosa adición a nuestro personal, y su cabeza y sus miembros no
están cubiertos de coraza. Si continúa deseando visitar la habitación uno puede
hacerlo, pero quiero que pase la mayor parte de su tiempo en la habitación treinta y
nueve.
—¿Y si mi primera paciente se cura y quiere marcharse conmigo? ¿Qué hago
entonces? ¿Me limito a dejar tirada a la segunda?
Ozenfant hizo un gesto de impaciencia.
—Escrúpulos típicos de un principiante. La paciente número uno no se curará y
usted no tiene razón alguna para marcharse. Supongamos que se va y que llega a un
continente más soleado, lo cual es improbable. ¿Cómo se ganaría el pan?
¿Recogiendo basura en los parques públicos?
—Visitaré a mi primera paciente y a nadie más, a menos que ella no desee verme
—dijo Lanark en voz baja.

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Ozenfant tamborileó con los dedos sobre el mantel. Su rostro estaba vacío de toda
expresión.
—Doctor Lanark, ¿qué hará cuando vea que no consigue recuperar a su Euridice?
—le preguntó.
—Soy demasiado ignorante para comprender sus chistes, profesor Ozenfant —
dijo Lanark, poniéndose en pie y marchándose.

Estaba enfadado y lleno de preocupación y tuvo la sensación de que la rabia que su


paciente sentía hacia la vida sería un consuelo. En vez de irse a la cama, entró en el
ascensor y dijo:
—Al estudio de Ozenfant.
—El profesor Ozenfant está grabando. Si estuviera en su lugar, no le molestaría.
Lanark creyó reconocer la voz.
—¿Eres tú, Gloopy? —preguntó.
—No —dijo el ascensor—. Sólo una parte.
—¿Qué parte?
—La voz, los sentimientos y el sentido de la responsabilidad. No sé qué han
hecho con el resto.
Aquellas palabras fueron pronunciadas con una estoica dignidad que llenó de
compasión a Lanark. Puso la mano sobre la tibia pared y, con voz cargada de
humildad, le dijo:
—¡Lo siento!
—¿Por qué? Ahora la gente me necesita. Nunca estoy solo y oigo toda clase de
cosas interesantes. Te sorprendería lo que ocurre dentro de un ascensor entre piso y
piso. Ayer, por ejemplo…
—Me alegro mucho —se apresuró a decir Lanark—. ¿Quieres llevarme al estudio
de Ozenfant?
—Pero si está grabando.
—No puede estar grabando, acabo de dejarle en el restaurante.
—¿No sabes que los jefes de departamento pueden alimentarse y trabajar al
mismo tiempo? Y cuando interrumpen su música se pone realmente insoportable.
—Gloopy, llévame al estudio.
—De acuerdo, pero ya te lo he advertido.
La puerta se abrió y Lanark oyó el complicado chirriar de un cuarteto de cuerda
muy mal interpretado. Apartó el tapiz, entró y su hombro golpeó un micrófono
colgado del techo. Vio que tenía delante a cuatro músicos detrás de los que había más
gente. Una mujer muy flaca con un vestido de terciopelo rojo aferraba un violoncelo
entre los dedos. Tres hombres de frac, con chalecos blancos y pajaritas, arañaban una
viola y dos violines. Uno de ellos era Ozenfant. Hizo callar a los otros con un ronco
grito y fue hacia Lanark, el violín bajo el brazo y blandiendo el arco en la mano

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derecha igual que si fuera una fusta. Cuando su rostro estuvo a dos centímetros de
Lanark, se detuvo y, en un susurro, le dijo:
—Naturalmente, sabía que estaba grabando, ¿verdad?
—Sí.
Ozenfant empezó a hablar con una voz suave que fue aumentando de volumen
hasta convertirse en un aullido ensordecedor.
—Doctor Lanark, se le han concedido privilegios muy especiales. Utiliza una sala
pública como apartamento privado. Emplea mi nombre en los ascensores y éstos le
llevan a cualquier sitio sin hacer paradas previas. Ignora mis consejos, desdeña mi
amistad, se burla de lo que como, ¡y ahora…! ¡Ahora arruina deliberadamente la
grabación de una armonía inmortal que podría salvar las almas de miles de personas!
¿Qué otros insultos tiene planeado descargar sobre mí?
—Está dirigiendo su ira hacia un blanco equivocado —dijo Lanark—. Me ha
manipulado para que intente curar a una paciente difícil y ahora intenta impedir que
la visite. Si no quiere verme, debería ponerse en contacto con los ingenieros. Haga
que arreglen la puerta de mi habitación para que pueda entrar a través de ella y no
necesitaremos volver a vernos nunca más.
Los rasgos de Ozenfant, hinchados por la rabia, se fueron relajando hasta adoptar
una expresión de asombro.
—¿Quiere que toda la corriente del instituto tenga que fluir hacia atrás para eso?
—dijo con un hilo de voz. Se limpió el rostro con su pañuelo—. Salga de aquí —le
dijo con voz cansada, dándose la vuelta.
Lanark se apresuró a levantar el tapiz y salió al pasillo.

Se agazapó en la cámara de ignición sintiéndose demasiado abatido para recoger el


libro de donde lo había dejado. Contempló el delgado brazo humano, fijándose en las
pecas plateadas que había por encima del codo y preguntándose si habían estado allí
antes. Intentó cogerle los dedos pero éstos se apretaron hasta formar un puño.
—Sí, ahí carezco de protección —dijo la voz—. ¿Por qué no usar la fuerza?
—¡Rima!
—No soy tu Rima. Sigue leyendo.
—Estoy harto de ese libro. ¿No podrías hablar conmigo? Debes sentirte sola.
Puedo asegurarte que yo me siento muy solo.
No hubo respuesta.
—Háblame del mundo antes de que vinieras aquí —dijo él.
—Era igual que éste.
—No lo era.
—¡Ten cuidado! Tienes miedo del pasado. Si te contara lo que sé te volverías
loco.
—Aludir a cosas siniestras ya no me asusta. El pasado y el futuro no me

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importan, no quiero nada aparte de unas pocas palabras amistosas.
—Oh, te conozco, Thaw; lo sé todo sobre ti, el niño histérico, el adolescente
ansioso, el violador loco, el viejo y sabio papaíto. Oh, he sufrido todos tus trucos y sé
lo huecos que resultan, ¡así que no llores! No oses llorar. La pena es el más
repugnante de todos los trucos.
Lanark estaba demasiado trastornado para sentir las lágrimas que corrían por su
rostro.
—No me conoces. No me llamo Thaw. No he sido ninguna de esas cosas. Soy
una persona de lo más común y corriente a la que no paran de hacerle daño.
—Yo también lo soy pero tengo valor, el valor necesario para que no me importe,
para aferrarme a las cosas. ¡Vete! ¿Es que no puedes ver lo que está sucediendo?
Desde el hombro a la muñeca, su brazo estaba cubierto de manchas y estrellas
plateadas. Lanark tuvo la horrible sensación de que cada palabra suya era la causa de
una de esas manchas.
—El doctor Lanark quiere salir —murmuró. El panel giró a un lado y Lanark
atravesó el umbral.

Alguien había subido la persiana de la habitación y Lanark contempló una sucia


pared de yeso llena de grandes grietas por las que asomaban los ladrillos. Sintió un
breve instante de mareo y estuvo a punto de caerse, y luego recordó que había salido
del club de personal sin comer nada. Al parecer el único consuelo que podía
conseguir era la repugnante pero nutritiva comida del instituto, así que volvió al
restaurante. Estaba casi vacío pero Ozenfant se hallaba sentado en su mesa de
costumbre absorto en una conversación con otros dos profesores. Lanark fue hacia
una mesa situada en la esquina más alejada y una camarera vino hacia él.
—¿Tienen algo marrón, crujiente y que se pueda masticar?
—No, señor, pero tenemos algo rosado, húmedo y que se puede masticar.
—Tomaré un cuarto de ración de eso, por favor.
Había empezado a comer cuando una voz seca y ligeramente insegura preguntó:
—¿Puedo sentarme aquí?
Alzó la mirada y vio a la chica alta del mono color caqui. Estaba inmóvil, con las
manos en los bolsillos, los ojos clavados en él.
—Oh, sí —dijo Lanark, sintiendo un cierto alivio.
La joven tomó asiento delante de él. Su rostro tenía la recta y hermosa pureza de
líneas de una estatua griega, aunque el mentón era demasiado grueso y sobresalía un
poco. Sus soberbios hombros no estaban erguidos, sino encorvados y echados hacia
delante. Su cabello castaño estaba descuidadamente recogido en una gruesa trenza
que colgaba sobre su seno izquierdo. Sus dedos iban acariciándola con breves y
rápidos movimientos.
—¿Usted también odia este sitio? —le preguntó de repente.

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—Sí.
—¿Qué es lo que más odia?
Lanark pensó en ello durante unos momentos.
—Los modales del personal. Sé que mantener las cosas limpias y ordenadas
requiere que sean profesionales, pero incluso sus bromas y sonrisas parecen tener
razones profesionales. Y a usted, ¿qué es lo que no le gusta?
—La hipocresía. La forma en que fingen preocuparse de los pacientes mientras
que los utilizan.
—Pero si no utilizaran sus fracasos no podrían ayudar a nadie.
La chica inclinó la cabeza de tal forma que Lanark sólo pudo ver la parte superior
de ésta y murmuró:
—Si es capaz de decir eso, es que no odia este sitio.
—Sí que lo odio. En cuanto encuentre una acompañante me marcharé.
La chica alzó los ojos.
—Iré con usted. Yo también quiero marcharme.
Lanark estaba algo confuso.
—Bien, gracias, pero… —dijo—. Pero…, tengo una paciente, no es un caso que
ofrezca muchas esperanzas de cura pero no puedo dejarla hasta que haya logrado
curarla o haya fracasado.
—Usted sabe que aquí nunca curan a nadie —dijo ella, disgustada—, que el
tratamiento no hace sino mantener los cuerpos frescos hasta que necesitamos
combustible, ropas o comida.
Lanark la miró, dijo: «¿Coooom?» y dejó caer su cuchara sobre el plato.
—¡Naturalmente! ¿Qué piensa que ha estado comiendo? ¿Nunca le ha echado una
mirada al lavadero? ¿Nadie le ha mostrado los conductos que hay debajo de las salas-
esponja?
Lanark se frotó los ojos con los puños. Quería ponerse enfermo pero la sustancia
rosada le había alimentado bien: jamás se había sentido más fuerte o estable.
—¡Nunca volveré a comer aquí! —dijo en voz alta, como hablando consigo
mismo.
—Entonces, ¿vendrá conmigo?
Lanark la miró sin verla, no prestándole ni la más mínima atención.
—Le asusto —dijo ella—. Asusto a la mayor parte de los hombres. Pero puedo
ser muy dulce durante breves períodos de tiempo. Mire.
Lanark paseó los ojos por la estancia buscando una salida hasta que no le quedó
ningún sitio al cual mirar sino delante de él, y la expresión que había en el rostro de la
chica le hizo inclinarse hacia delante para verla con más claridad. En sus labios había
una leve sonrisa desdeñosa pero dentro de sus ojos desafiantes vio el descontento, y
más allá de aquello una inmensa humildad y el estar dispuesta a convertirse durante
un tiempo en cualquier cosa que él deseara. Mirarla a los ojos se volvió algo parecido
a un rápido vuelo a través de mundos que cambiaban incesantemente, todos ellos

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cargados de sexo, y cuando regresó de ese vuelo vio que su apasionamiento era una
súplica y su sonrisa una tímida mueca. Lanark empezó a temblar, sintiendo una
embriagadora oleada de poder.
—¿Verdad que puedo ser muy dulce? —le preguntó ella con ansiedad.
Lanark asintió.
—¿Dónde podemos ir? —murmuró.
—Ven a mi habitación.
Se pusieron en pie al mismo tiempo y la chica fue delante, con Lanark caminando
torpemente debido a la presión que su pene ejercía contra sus pantalones.
—¡Oh, doctor Lanark, no debe privarnos de nuestra pequeña catalizadora! —
exclamó con burlona alarma el profesor cuando pasaron junto a la mesa de Ozenfant.

—Los apartamentos de los especialistas —dijo ella una vez en el ascensor.


El ascensor vibró. Se abrazaron y sentir su fuerte cuerpo femenino hizo que
Lanark murmurara:
—Paremos el ascensor entre dos pisos.
—Eso sería una estupidez.
—Déjame ver esa sonrisa despectiva que tan bien te sale.
Ella se la enseñó y Lanark la besó apasionadamente.
—Abre tus ojos, debes mirarme mientras nos besamos —le dijo ella, apartando
sus labios.
—¿Por qué?
—Haré cualquier cosa, pero debes mirarme.
La puerta se abrió y ella le cogió de la mano, guiándole hacia una de las salas. Era
circular y tan gigantesca como las otras pero parecía desierta y silenciosa hasta que
Lanark reconoció el silencio creado por muchos oídos que escuchan. Hombres y
mujeres vestidos con monos estaban en pie junto a las paredes, mirando hacia arriba.
Lanark alzó los ojos y vio la perspectiva de anillos oro y naranja deslizándose hacia
él, y en el centro una forma triangular negra que oscilaba y se iba haciendo mayor.
Parecía ser la base de una máquina que estaba siendo bajada desde lo alto. Su tamaño
era sólo un poco menor al del pozo, pues de vez en cuando les llegaba de las paredes
un zumbido chirriante, como si una esquina metálica las hubiese arañado, pero debía
encontrarse a más de un kilómetro y medio por encima de sus cabezas, pues parecía
muy pequeña. Lanark apretó los dedos de la chica.
—¿Qué es eso?
—Un conducto de succión. La criatura está prestándole algunos al proyecto de
expansión.
Hablaban en susurros.
—¿De dónde sacáis la energía para mover cosas como ésa? —preguntó Lanark.
—De la corriente, por supuesto.

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—¿Qué impulsa la corriente?
—Por favor, no te pongas técnico. Ven a mi habitación. Te gustará. La he
decorado yo misma.
Mientras le guiaba por la estancia Lanark intentó no imaginarse lo que sucedería
si la inmensa máquina se caía. Aquella sala no tenía pasillos de salida. Entre las
puertas de los ascensores había otras puertas, más pequeñas, y la joven le susurró a
una de ellas: «Estoy en casa», y la puerta se abrió hacia dentro. La habitación era un
cubo y paredes, techo y suelo eran láminas de espejo. En el centro había una cama de
matrimonio cubierta con almohadones de terciopelo, una lámpara sujeta a una pared
arrojaba sobre ella un haz luminoso, y ése era todo el mobiliario. Lanark se quedó
estupefacto; parecía estar de pie entre un centenar de relucientes cajas de cristal, cada
una de ellas conteniendo una cama, a la chica y a él mismo. Miró hacia abajo y vio
que sus pies reposaban sobre las suelas de un Lanark suspendido que miraba hacia
arriba. Fue hacia la cama, haciendo que las siluetas avanzaran a cada lado de él
rumbo a una fila de figuras que se acercaba por delante. Se arrodilló sobre la colcha e
intentó ver tan sólo a la chica, que estaba reclinada en un montón de almohadones,
observándole.
—¿Te gusta? —le dijo ella con timidez.
Lanark meneó la cabeza.
—Entonces, ¿crees que soy dura e impenetrable?
Lanark pensó en el dragón de plata y sintió una oleada de afecto hacia esta chica
que no tenía nada para protegerla, nada aparte de sus modales bruscos y unas cuantas
expresiones desafiantes.
—Ya sé que no lo eres —contestó—. Dime tu nombre.
—No nos pongamos personales hasta después.
Lanark se desnudó rápidamente. La simpatía que sentía hacia la chica, y los
muchos movimientos que sus actos causaron a su alrededor, hicieron que su lujuria
pareciese menos codiciosa. Abrió delicadamente su mono y se lo bajó hasta las
caderas.
—¿Qué cara he de poner? —preguntó ella.
—Sonríe igual que si me vieras después de haberme esperado mucho tiempo.
La joven sonrió con tal dulzura que Lanark se inclinó hacia delante para besarle
los hombros. Ella le hizo abrir los ojos con los pulgares, diciéndole:
—Tienes que mirarme; cuando no me miran me quedo en blanco.
Una radio empezó a sonar: ¡plin-plong, plin-plong, plin-plong, plin-plong!
—No le hagas caso —murmuró ella.
—Deja que la apague.
—No puedes apagarla, sólo puedes encenderla.
El estruendo musical siguió hasta que Lanark se estiró y sacó la radio del bolsillo
de su bata. Accionó el interruptor.
—Disculpe mi interrupción pero pensé que le gustaría saber que su paciente está a

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punto de convertirse en salamandra —dijo Ozenfant con voz jovial.
—¿Cómo?
—No hay nada que hacer, claro está, pero si quiere gozar del espectáculo más
vale que se dé prisa. Tráigase a su amiga.
Lanark dejó caer la radio y se quedó inmóvil mordiéndose el pulgar. Después se
puso en pie y empezó a vestirse como un autómata. La chica le miraba desde la cama.
—¿Vas a dejarme para ver eso? —gimió.
—¿Ver qué?
La miró, desesperado, añadió: «Lo siento» y se pasó la camisa por encima de la
cabeza. Terminó de vestirse a toda prisa, murmurando de vez en cuando: «Lo siento
mucho, de veras». Cogió la radio de la cama y miró a su alrededor buscando la puerta
pero el reluciente cristal parecía una sola superficie perfectamente lisa.
—El doctor Lanark quiere salir —dijo.
No sucedió nada así que lo repitió, gritando.
—Ésta es mi casa —dijo ella.
—Por favor, déjame salir.
La chica le contempló, impasible. Lanark se arrodilló en la cama, la cogió por los
hombros y le suplicó.
—Mira, una amiga mía va a…, a…, va a incendiarse; tienes que dejarme salir.
La chica le golpeó la mejilla, muy fuerte. Lanark meneó la cabeza con
impaciencia y dijo:
—Sí, sí, muy bien, pero debes dejarme salir.
—¡Oh, déjale salir! —gritó ella—. ¡Y en cuanto se haya marchado da el portazo
más fuerte que puedas!
Se abrió una puerta y Lanark salió corriendo por ella, gritando: «¡Lo siento! ¡Lo
siento!».

Si la puerta se cerró de golpe a su espalda Lanark no lo oyó pues el ruido del exterior
era demasiado grande. Esta sala tenía un pozo en el centro y dos enormes cables
entraban en él desde lo alto, vibrando estruendosamente. Lanark corrió a lo largo de
las paredes buscando un ascensor pero todas las puertas tenían letreros de NO
FUNCIONA. Por fin logró encontrar un pequeño túnel del que brotaban pulsaciones
de calor y luz y se abrió paso en contra de la corriente. Aquello le resultó casi
imposible hasta que no se tendió en el suelo y empezó a impulsarse hacia delante
usando las manos y los pies para apoyarse en los muros. Después de varios minutos
de lucha avanzó unos tres metros. «¡Oh, Rima!», gritó y ya había empezado a
golpearse la cabeza contra la pared y a llorar de frustración cuando la presión que se
oponía a su avance desapareció. Lanark se medio incorporó. Tanto por delante como
por detrás de él las paredes del túnel se habían vuelto de un tenue color anaranjado
que, de repente, se hizo totalmente negro. Hacía frío y el ruido había cesado, aunque

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se oía un murmullo lejano y de vez en cuando había voces que gritaban
melancólicamente:
—Oríf ognet oh.
—¡Sucel! ¡Rolac y secul!
—Oczetsirtne em y oírfne em.
Se puso en pie y corrió alegremente hacia delante atravesando la oscuridad hasta
encontrarse con una superficie que retumbó ante el impacto de su cuerpo. Era una de
las cortinas. Retrocedió para lanzarse nuevamente contra ella y en ese mismo instante
la cortina se abrió y de ella salió un ruido ensordecedor, como si innumerables
bandadas de estorninos chocaran contra miles de vidrieras. Lanark vio tres hombres
de caras pálidas que le miraban desde el círculo brillante de la puerta, dos vestidos
con monos y el otro con la bata blanca de un médico.
—¡Iba contra la corriente! —gritaron.
—No había ninguna otra forma de salir —dijo Lanark.
—¡Ha conseguido dejar a oscuras los clubs de personal! ¡Ha atascado los
conductos de succión!
—Esos conductos me importan un comino —dijo el médico—, pero ha causado
una epidemia de temblores y sólo Dios sabe cuántas fracturas. ¡Si esto hubiera
ocurrido después del ciento ochenta sería usted un asesino! ¡Habría matado a
montones de personas!
—Lo siento, pero tengo que llegar al estudio de Ozenfant.
Los hombres vestidos con monos se miraron entre sí.
—Puede que Ozenfant sea un gran hombre pero si empieza a dejar que su
personal bloquee la corriente se verá en apuros —dijo el médico.
Se dio la vuelta y se marchó y Lanark estaba a punto de seguirle cuando uno de
los hombres puso la mano sobre su manga y le dijo:
—No, amigo, nada de eso, ya ha causado bastantes daños. Iremos por donde ha
venido.
Los movimientos normales de la luz y el aire dentro del túnel se reanudaron
mientras iban por él, uno de los hombres delante de Lanark y el otro detrás. Cuando
llegaron a la sala incluso el ruido había vuelto a la normalidad. El que iba delante
abrió la puerta de uno de los ascensores usando una llave, les precedió al interior y
dijo:
—El estudio del profesor Ozenfant y luego el lavadero. —Miró acusadoramente a
Lanark y añadió—: El lavadero se ha helado.
—Lo siento.
La puerta se abrió. Lanark fue empujado hacia el estudio pero los hombres no le
siguieron.

El cuarteto estaba sentado delante de la lente de observación, charlando y bebiendo.

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Ozenfant se volvió, sonriendo, y exclamó:
—¡Ajá, así que llega a tiempo! Hubo un corte de energía temporal que temimos
pudiera retrasarle. Pero, mi querido amigo, ¡le sangra la frente!
Una figura de plata brillaba dentro de la lente, con el aire temblando levemente
por encima de la abertura del pico. Los ojos de Lanark fueron de esa figura al
animado grupo social que la contemplaba y la rabia le dominó. Atravesó rápidamente
el estudio, pasó por entre Ozenfant y la dama del violoncelo, alzó su pierna derecha y
golpeó el centro de la lente con el tacón. La lente se agrietó, oscureciéndose. Lanark
fue hacia la pared, levantó el tapiz y entró en el túnel que había detrás, y durante todo
ese tiempo en la habitación no se oyó ni un solo ruido.

Asomó la cabeza por el hueco del panel y miró hacia dentro. Ahora todos sus
miembros eran de metal y se había vuelto más grande, con la cabeza rozando una
pared y las pezuñas la otra, las alas desplegadas de tal forma que las puntas de las
plumas tocaban todo el perímetro de las paredes y ni un centímetro del suelo quedaba
visible. La atmósfera estaba tan caliente que era casi irrespirable y una línea de vapor
blanco parecido al humo de un cigarrillo brotaba del pico.
—Rima —dijo.
La voz le respondió con una vibrante nota de placer.
—¿Eres tú, pequeño Thaw? ¿Has venido a despedirte? Ahora no tengo frío,
Thaw, estoy caliente y pronto estaré brillando.
—No soy pequeño y no he venido a despedirme.
Entró en la recámara, pasando por encima de las alas de bronce que se
estremecían con tensos temblores, se puso a horcajadas sobre el tórax de plata y
jadeó, casi sin aliento. La recámara se estaba oscureciendo debido a los torbellinos de
vapor que la llenaban. La paciente lanzó una carcajada exultante.
—¿Sigues ahí? —preguntó—. Me alegra que hayas venido. Ahora que estoy a
punto de marcharme te aprecio, pero no debes quedarte aquí más tiempo.
—¡Escúchame! ¡Escúchame! —gritó Lanark y no se le ocurrió qué más añadir. Se
tumbó sobre ella y, desesperado, metió la cabeza entre sus mandíbulas. El calor le
quemó el rostro e hizo que su cabello se erizase. Oyó un chasquido y la voz de
Ozenfant hablándole secamente.
—Tiene diez segundos para marcharse, la cúpula debe ser sellada pronto, ya
tendrían que haberla sellado, tiene siete segundos para marcharse.
Otra carcajada, y su voz resonó directamente en sus oídos.
—¿Estás enfadado porque ya no tendrás a nadie a quien leerle, Thaw? Pero ya he
desplegado mis alas, volaré a cualquier parte y tú no puedes venir, me alzaré con mi
cabellera en llamas y me comeré a los hombres igual que si fuesen aire.
—Sus mandíbulas no tardarán en cerrarse —dijo Ozenfant—. Oiga, ya sé que no
le gusto pero le doy cinco segundos más, cinco segundos no oficiales para marcharse

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empezando a partir de ahora.
Un instante después hubo un leve siseo y de la boca brotó tal chorro de vapor que
Lanark echó la cabeza hacia atrás dejando escapar un grito.
—No seguirás aquí, ¿verdad? —preguntó ella.
—Sí, estoy aquí.
—Pero te mataré.
—No me importa.
—No quiero matarte.
Lanark sintió cómo una oleada de calor fluía por el frío metal que había bajo él y
el pico se cerró con un chasquido semejante al de un disparo. Hubo un segundo
chasquido y luego un tintineo metálico. Las nubes de vapor empezaron a disiparse,
pero aun así hubo un instante más durante el que Lanark fue incapaz de ver el gran
pico, pues la cabeza se había desprendido. Entre los hombros había un agujero negro
del que brotaba una especie de pálido río brillante. Era cabello. Otro chasquido y el
tórax se partió en dos. Lanark cayó de lado sobre un ala y se quedó inmóvil,
escuchando ruidos parecidos a los que harían un montón de cubos y cacharros
metálicos rodando escaleras abajo. El cuerpo y los miembros de plata se agrietaron y
cayeron hasta cubrir el suelo con un gran montón de chatarra.
Una chica desnuda estaba agazapada en medio de ellos, llorando, frotándose las
mejillas con las manos. Era rubia y alta pero era Rima pues le miró, meneando la
cabeza, y dijo:
—Deberías haber cogido esa chaqueta. No quería que pasaras frío.
Se oyó un crujido y la voz de Ozenfant preguntó:
—¿Qué está pasando? ¿Qué está pasando? No puedo ver nada sin la pantalla.
Lanark estaba demasiado aturdido para pensar o sentir nada pero no lograba dejar
de mirarla, boquiabierto, con los ojos como platos. La piel de Rima parecía estar muy
mojada y un instante después se llevó las rodillas al pecho y las rodeó con los brazos,
temblando. Lanark se quitó la bata y el jersey, apartó algunos agrietados fragmentos
de armadura y fue hacia ella, diciéndole:
—Será mejor que te pongas esto.
—Tápame tú, por favor.
—¡Dejen de hablar en susurros! —dijo Ozenfant—. ¡Exijo saber qué ha ocurrido!
—Creo que todos estamos bien —dijo Lanark.
—Me lavo las manos respecto a ustedes dos —dijo un instante después Ozenfant,
sin ninguna emoción perceptible.
Lanark le puso su ropa por encima de los hombros y tomó asiento junto a ella,
rodeándole la cintura con un brazo. Rima apoyó la cabeza en su cuerpo.
—Parece que te hayas estado peleando con alguien, Lanark —dijo con voz
adormilada.
—Pronto estaré mejor.
—Me pregunto si lograré perdonarte que rompieras mis alas. Ser humana de

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nuevo es agradable pero eran unas alas preciosas.
Pareció quedarse dormida y Lanark cayó en una especie de estupor.

—¿No crees que deberíamos intentar marcharnos de aquí? —le preguntó Rima
después, besándole la oreja.
—El doctor Lanark está listo para salir —dijo él, espabilándose.
—Se le permite marchar pero ya no es médico —dijo la cámara de ignición con
voz adusta.
Una línea apareció en la cúpula lechosa, partiéndola en dos, y cada mitad se
hundió en el suelo, dejándoles en una pequeña habitación con una entrada a cada
lado. Una enfermera con una escoba llegó corriendo por el túnel que llevaba al
estudio, seguida de una camilla empujada por otra enfermera. La primera barrió a un
lado los fragmentos metálicos mientras que la segunda le entregaba a Rima una
camisa de dormir blanca, ayudándola a ponérsela, riendo y parloteando
nerviosamente durante todo el tiempo.
—El pobre Cejas Espesas parece muy aturdido.
—Ha encontrado una novia pero necesita un baño.
—¿Puedes levantarte, querida? Tiéndete en la camilla y te llevaremos muy
despacito a una hermosa y tranquila habitación donde podréis estar juntos.
—El profesor está muy enfadado contigo, Cejas Espesas. Dice que has estado
saboteando el proyecto de expansión.
Llevaron a Rima por el pasillo hasta la habitación y Lanark las siguió. La persiana
estaba levantada. En el exterior se veía un cielo verde oscuro con un par de estrellas y
unas cuantas nubes plumosas color sangre. Las enfermeras trajeron toallas y
palanganas y lavaron a Rima en la cama. Lanark cogió su bata, se desnudó y se bañó
en el aseo de la habitación. Cuando volvió, las enfermeras estaban colocando
biombos alrededor de la cama.
—Dejen una abertura para que podamos ver la ventana, por favor —les dijo.
Así lo hicieron, y una le dio una palmadita en la mejilla y la otra le dijo: «Pásatelo
bien, Cejas Espesas», y las dos se llevaron los dedos a los labios y salieron andando
de puntillas con una exagerada cautela. Lanark fue hacia la cama. Rima parecía estar
dormida. Se deslizó cuidadosamente junto a ella y también se quedó dormido.

Alguien parecía estar enfocándole los ojos con una linterna, así que los abrió. La
habitación estaba oscura pero la ventana que había entre los arcos estaba llena de
estrellas. Una luna casi llena flotaba en el cielo y su pálida y límpida luz caía sobre la
cama y sobre Rima, que estaba apoyada en un codo mirándole con una leve sonrisa
cargada de gravedad, mordisqueándose la punta de un mechón de pelo plata y oro.
—¿Eras el único que podía ayudarme, Lanark? —le preguntó—. ¿No había nadie

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especial? ¿Nadie espléndido?
—¿Has conocido a muchos hombres especiales?
—No he conocido a ninguno que no estuviera fingiendo. Pero solía tener unos
sueños fantásticos.
—No consigo imaginarme a nadie más espléndida que tú.
—Ten cuidado, eso me hace más fuerte. Puede que no encuentre a un hombre
mejor, pero siempre seré capaz de imaginarme a uno.
—Pero eso me hace más fuerte.
—No hables.
No volvieron a dormirse hasta que él no hubo explorado con su cuerpo todas las
dulces hendiduras del cuerpo de ella.

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CAPÍTULO XI

Ayuno y oráculo
Se pasaron tres días en cama porque ella estaba débil y a él le gustaba estar cerca de
ella. La ventana mostraba cielos azules en los que había pájaros lejanos o paisajes de
nubes tormentosas o iluminadas por el sol que cambiaban ante el viento. Lanark leía
La guerra santa y miraba a Rima, que dormía mucho. Ya había estado antes cerca de
la belleza pero jamás había esperado tocarla o abrazarla, y ser abrazado y acariciado
por ella era tan maravilloso que le hacía sentir como si sus entrañas se hubieran
vuelto de oro. Que ella, deleitándole, se deleitara en él era un reflejo que multiplicaba
el deleite hasta que éste brillaba alrededor de ellos igual que un halo. Su limpio y
hermoso cuerpo relucía incluso cuando estaba cubierto de sudor, como si la plata que
la había encerrado viviera disimulada bajo la piel. Cuando se lo dijo, ella sonrió con
tristeza y respondió:
—Sí, supongo que la buena apariencia y el dinero son iguales. Nos hacen
confiados pero desconfiamos de la gente que nos desea por ellos.
—¿No confías en mí? Lo dije como un cumplido.
Rima le acarició la mejilla con la punta de un dedo.
—Me gusta hacerte feliz —dijo con expresión distraída—, pero ¿cómo puedo
confiar en alguien a quien no comprendo?
Lanark la miró, asombrado, y exclamó:
—¡Nos amamos! ¿Qué podría añadirle a eso la comprensión? No podemos
entendernos a nosotros mismos, ¿cómo podemos entender a los demás? Sólo los
mapas y las matemáticas existen para ser entendidos y mi esperanza es que seamos
mucho más sólidos que ellos.
—¡Ten cuidado! Te estás volviendo inteligente.
—Rima, ¿cuál de nosotros dos vio la luz al agrietarse el cascarón? Mis ideas son
más grandes de lo que solían ser, tengo miedo de ellas. Abrázame.
—Me gustan los hombres grandes. Abrázame tú.

El primer día rechazó la comida, diciendo que el día anterior había comido
demasiado. Cuando la enfermera le trajo el desayuno a la mañana siguiente, cortó su
pálida salchicha en finas rebanadas mientras que Rima comía, y después intentó
ocultarlas poniendo el plato vacío de ella encima del suyo.
—¿Por qué haces eso? —le preguntó ella—. ¿Te encuentras mal?
—Estaré bien dentro de uno o dos días.
—Será mejor que llamemos a un médico.
—No necesito ningún médico. En cuanto nos marchemos del instituto me

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encontraré estupendamente.
—Te estás haciendo el misterioso. ¿Qué es lo que me ocultas?
Le interrogó durante hora y media, suplicando, amenazando y, por fin,
exasperada, tirándole del pelo. Lanark se resistió y el combate acabó volviéndose una
lucha de amor. Después, mientras que él yacía en silencio, sin pensar en nada, ella le
murmuró:
—Aun así, sería mejor que me lo contaras.
Él vio la discusión bajo la forma de un pesado peñasco que estaba a punto de
caerle nuevamente encima.
—Te lo contaré si me prometes que seguirás comiendo —dijo.
—Por supuesto que seguiré comiendo.
—Ya sabes que el instituto obtiene calor y luz de la gente que padece nuestra
enfermedad. Bien, la comida está hecha de gente que sufre una enfermedad distinta.
La observó con preocupación, temiendo que se pusiera a gritar. Ella puso
expresión pensativa y dijo:
—Pero no les matan expresamente para hacerla, ¿verdad?
Él se acordó de la catalizadora pero decidió no hablarle de ella.
—No, pero el personal no cura a la gente tan a menudo como pretende.
—Pero enfermarían igual aunque el personal no existiera, ¿verdad?
—Quizá. Supongo que sí.
—De todas formas, si dejo de comer me moriré y no por eso curarán a alguien
más. ¿Por qué iba a dejar de comer?
—¡Quiero que comas! Te hice prometer que comerías.
—¿Por qué no quieres comer?
—No hay ninguna razón lógica. Tengo instintos y prejuicios que me lo impiden.
Pero no te preocupes, soy lo bastante fuerte como para aguantar dos o tres días sin
comida.
—¡Pues yo no! —gritó ella, mirándole fijamente.
—Pero si quiero que comas.
—Y después me despreciarás.
Lanark se sintió inquieto y confundido.
—No, no es exactamente que vaya a despreciarte… —dijo.
Rima le dio la espalda.
—De acuerdo —dijo con frialdad—. Yo tampoco comeré.
Ninguno de los dos se movió ni habló durante muchas horas, y cuando la
enfermera les trajo el almuerzo Rima le dijo que se lo llevara.

Esa tarde la ventana mostraba una niebla color perla y un minúsculo sol de un blanco
cegador. Lanark se dio cuenta de que Rima no dormía. Intentó abrazarla pero ella le
apartó.

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—¿Sabes que si como eso me habrás derrotado de una forma que siempre
recordaré? —le dijo de pronto.
Rima no respondió. Lanark cogió la radio y dijo:
—El doctor Lanark necesita hablar con el doctor Munro.
—Lo siento. No hay ningún doctor Lanark en el registro de personal.
—Pero el doctor Munro fue quien me curó. Necesito desesperadamente su
consejo.
—Lo siento, señor Lanark, el doctor no está de servicio en estos momentos, pero
apenas desayune mañana por la mañana le daremos su mensaje.
Lanark dejó la radio y se mordió el nudillo del pulgar. Cuando la enfermera les
trajo la cena intentó persuadir a Rima de que comiera sin él pero Rima volvió a
decirle a la enfermera que se la llevase. Lanark se puso en pie y estuvo caminando
arriba y abajo por la habitación durante bastante tiempo. Después volvió a la cama, se
dejó caer en ella dándole la espalda a Rima y dijo:
—No te preocupes. Comeré.
Un poco después el brazo de Rima le rodeó la cintura. Le besó consoladoramente
entre los omoplatos, pegó sus pechos a su espalda, el estómago a su trasero, y las
rodillas al hueco de las suyas. Así se quedaron hasta la mañana, encajados el uno en
el otro como un par de cucharas en un cajón.

Les despertó la enfermera, que hizo la cama y ayudó a Rima a lavarse. Lanark se
afeitó y se lavó en el cuarto de baño, sintiéndose aliviado y feliz. Llevaba dos días sin
comer, tenía mucha hambre y le alegraba tener una razón para romper la promesa que
se había hecho a sí mismo, especialmente dado que Rima no se mostraba triunfante,
sino amable y agradecida. Cuando volvió a la cama recién hecha la enfermera les
trajo el desayuno y colocó sobre las rodillas de Lanark un plato que contenía una
pequeña y transparente cúpula rosada. Lanark la miró, aferró el cuchillo y el tenedor
y después miró a Rima, que esperaba sin apartar los ojos de él. Sintiendo frío y una
gran soledad, le devolvió el plato a la enfermera, diciendo:
—No puedo. Tenía intención de comer, quiero comer, pero no puedo.
Rima le entregó su plato a la enfermera. Después le dio la espalda y se puso a
llorar.
—Sois un par de criaturas —dijo la enfermera—. ¿Cómo podéis poneros bien si
no coméis?
Sacó el carrito de la habitación y la radio hizo plin-plong. Lanark accionó el
interruptor.
—Lanark, ¿está ahí? —dijo al instante la voz de Munro.
—Sí. ¿Cuándo podemos marcharnos, doctor Munro?
—Tan pronto como su acompañante esté lo bastante fuerte para caminar. Cuatro
días de reposo y una alimentación adecuada harán que se recupere. ¿Oigo llorar a

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alguien?
—Sí, verá, no podemos comer estos alimentos. O, mejor dicho, yo no puedo y
ella no quiere.
—Qué mala suerte. ¿Qué piensan hacer?
—¿No hay forma de conseguir algún alimento decente?
Munro pareció enfadarse.
—¿Qué derecho tiene a exigir una dieta superior a la del resto de nosotros? El
Lord Director no come nada mejor que eso. Ya le dije que el instituto se encuentra
aislado, ¿no?
—Y sin embargo cierta criatura le envía toneladas de maquinaria muy cara.
—Eso es diferente, eso es para el proyecto de expansión. Deje de hablar sobre
cosas que no entiende. Si usted y su acompañante quieren marcharse deben comer lo
que se les da y no luchar contra la corriente.
La radio quedó silenciosa. El tenso anhelo que anidaba en el estómago de Lanark
se había desvanecido mientras examinaba la comida pero ahora estaba volviendo,
más fuerte e insoportable. Se mezcló con la pena que le producía el llanto de Rima y
le llenó de una infelicidad espesa y perfectamente determinada. Lanark cruzó los
brazos sobre el pecho y, en voz alta, dijo:
—Debemos continuar así hasta que las cosas mejoren o empeoren todavía más.
Rima se volvió hacia él y le gritó: «¡Oh, qué idiota eres!», y le arañó la cara.
Lanark saltó de la cama.
—¡Será mejor que me vaya y entonces podrás comer! —le replicó ferozmente—.
¡No tienes más que decirlo y me iré!
Rima se tapó la cabeza con la colcha. Lanark se puso la bata, pasó por entre los
biombos y empezó a caminar sin rumbo fijo por la habitación. Al final acabó
volviendo a la cama.
—Rima —le dijo con voz ya más tranquila—, siento haberte gritado. He estado
portándome de una forma egoísta y brutal. De todas formas, si yo no estuviera aquí lo
más probable es que comieras, ¿no? ¿Quieres que me vaya durante un par de días? Te
prometo que volveré.
Rima siguió inmóvil bajo la colcha, sin dar señales de haberle oído. Lanark se
acostó junto a ella y se quedó dormido.

Despertó al sentir una patada en la pantorrilla. Rima seguía teniendo la cabeza tapada
pero una silueta con una sotana negra estaba rígidamente sentada en el borde del
lecho. Lanark se levantó. Era monseñor Noakes, quien se chupó el labio inferior y
dijo:
—Pido disculpas por esta intrusión pero creo que el asunto es urgente.
Habló en voz baja y sin inflexiones y daba la impresión de dirigir sus palabras a
un maletín marrón que tenía sobre las rodillas. Lanark estaba preguntándose qué

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podía decir cuando Noakes siguió hablando:
—Estoy seguro de que cierta persona (no voy a dar nombres) le ha hablado de los
considerables poderes de que gocé aquí en otros tiempos. Fui director de este
instituto, aunque no se me llamaba así, pues en aquellos días los cargos eran distintos.
No importa. Lo único que me queda de mi antigua posición es el privilegio de asistir
a reuniones eclesiásticas en continentes donde la relación entre alimentarse y matar
gente es menos obvia. Esto me ha permitido ir acumulando una pequeña provisión de
artículos que quizás encuentren útil. He oído decir que están rechazando la comida.
Rima se irguió y se apoyó en el hombro de Lanark. Los dos miraron fijamente a
Noakes mientras que éste abría su maletín y dejaba sobre la colcha una caja de queso
en porciones con vacas rojas y campos verdes en la etiqueta, una gran pastilla de
chocolate envuelta en papel dorado, una caja de dátiles, un salchichón que tenía casi
sesenta centímetros de largo, una lata de raviolis, cuatro rechonchas botellas de
cerveza negra, una lata de melocotones, una botellita de aguardiente de cerezas, una
lata de leche condensada, una lata de ostras ahumadas, una gran caja de pasas,
cubiertos, platos y un abrelatas.
—¡Oh, qué bueno es usted! —exclamó Rima, y empezó a comer pasas.
—Es usted un hombre decente —dijo Lanark con gran pasión, y abrió la caja de
queso en porciones. Noakes les observaba con una leve sonrisa melancólica.
—El canibalismo siempre ha sido el principal problema del hombre —dijo—.
Cuando la Iglesia era un auténtico poder intentamos eliminar sus formas más voraces
dándole de comer regularmente a todo el mundo el cuerpo y la sangre de Cristo. No
voy a pretender que el clero estuviera libre del pecado de la glotonería pero hubo
muchos de nosotros que, durante un tiempo, sólo comimos lo que se nos daba de
forma voluntaria. Desde que el instituto se unió al consejo parece que la mitad de los
continentes se alimenta de la otra mitad. El hombre es el pastel que se hornea y se
come a sí mismo y la receta es separación.
—Ha sido usted muy bueno con nosotros —dijo Lanark—. Ojalá pudiera hacer
algo para devolverle el favor.
—Puede hacerlo. Ya se lo pedí en una ocasión, y no pareció interesado en
hacerlo.
—Quería que advirtiera a la gente de lo que ocurre en el instituto.
—Quiero que advierta a todo el mundo de lo que ocurre en el instituto.
—Pero monseñor Noakes, no puedo hacerlo, soy demasiado débil. Cuando me
vaya del instituto tenga la seguridad de que lo denunciaré en mis conversaciones y
desde luego que votaré por los partidos que se opongan a él, pero no tendré tiempo
para trabajar en su contra. Estaré trabajando para ganarme la vida. Lo siento.
—No se disculpe —dijo Noakes con abatimiento—. Un sacerdote siempre debe
apremiar a la gente para que sea mejor de lo que es.
Rima dejó de masticar y preguntó:
—¿Qué tiene de malo el instituto? Yo he mejorado estando aquí, ¿no les ocurre lo

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mismo a otras personas?
—Fuiste curada yendo en contra de las instrucciones de mi departamento —dijo
secamente Lanark—. El instituto es una máquina asesina.
Noakes meneó la cabeza y suspiró.
—Ah, si no fuera más que una simple máquina asesina sería fácil destruirla. Pero
es como todas las máquinas, beneficia a quienes la poseen, y hoy en día muchas
partes suyas son propiedad de gente amable y carente de poder que no sabe que son
caníbales y no le creería si se lo dijese. También muestra una sorprendente tolerancia
hacia todos cuantos considera humanos, y cura a más gente de la que usted cree.
Incluso las sociedades que denuncian su existencia se derrumbarían (en su mayor
parte) si se desvaneciera, pues es una fuente muy importante de conocimiento y
energía. Ésa es la razón de que el director del instituto sea también presidente del
consejo, aunque dos tercios del consejo le detestan.
—Una especialista me dijo que nunca se cura a nadie.
Noakes miró disimuladamente a Rima y, en voz baja, dijo:
—Esa especialista es utilizada para hacer lo que otros intentan evitar. Por lo tanto,
su opinión sobre nuestras capacidades curativas es necesariamente pesimista.
—Si todo eso es cierto, ¿por qué advertir a la gente de ello?
Noakes se irguió un poco más y, con voz cargada de pasión, dijo:
—¡Porque ha enloquecido de codicia y se extiende igual que el cáncer, porque
está contaminando los continentes y destruyendo la obra de Dios! Es horrible para un
sacerdote confesar esto pero algunas veces me importan menos aquéllos que son
devorados por el instituto que las plantas, las bestias, el aire puro y el agua que
destruye. Tengo pesadillas de un mundo donde no existe nada aparte de pasillos y
todo el mundo es miembro del personal. Comemos gusanos cultivados en botellas.
Entre comida y comida interpretamos la Sinfonía Coral de Beethoven durante horas y
horas con Ozenfant dirigiéndonos, mientras que las pantallas de observación
muestran viejas películas en color de adolescentes desnudos que bailan entre las
flores y bajo la luz de un sol que ya no existe.
Rima dejó de comer y Lanark contempló la ventana con temor. Un sol
deslumbrante reposaba sobre el horizonte de un mar de nubes con un águila
atravesándolo velozmente.
—¿Eso no será una…? —preguntó, señalando la ventana con el dedo—, ¿Eso no
será una…?
Noakes se limpió la frente y dijo:
—No es una película. Lo que temo aún no ha ocurrido.
Cerró su maletín y se puso en pie, diciendo:
—Tengo mala salud. Les hago sentirse incómodos y yo mismo me siento
incómodo. Que Dios les bendiga, hijos míos.
Su índice y su pulgar trazaron una cruz en el aire por encima de sus cabezas y
después salió a toda prisa de la habitación de una forma tan parecida a la de alguien

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huyendo que habría sido una brutalidad gritarle un gracias o un adiós.
—¿Crees que está loco? —dijo Rima.
—No. Ha sido demasiado bueno.
—Sí, es encantador, pero apuesto a que él nunca cura a nadie.

Las enfermeras les trajeron el almuerzo y ellos les dijeron que se lo llevaran y no
volvieran a traer comida. Lanark y Rima comieron una cuarta parte del salchichón, un
poco de queso y unas cuantas pasas; después Lanark la ayudó a caminar hasta el aseo,
donde Rima se bañó y él le lavó la espalda. Volvieron a la cama y bebieron
aguardiente de cerezas y se besaron, medio adormilados. La plata estaba empezando
a relucir bajo la piel de Rima cuando Lanark se acordó de algo y dijo:
—Rima, en la cámara de ignición algunas veces me llamabas «Thaw».
Rima hizo memoria y finalmente respondió:
—Sí, tuve un montón de sueños extraños dentro de esa armadura. Tú te llamabas
Thaw o Coulter, y estábamos en un puente, de noche, con la luna por encima de
nosotros y un viejo observándonos entre los árboles. Querías matarme. No recuerdo
el resto.
—Me pregunto cómo podría saber más al respecto…
—¿Por qué molestarse? ¿Es que no somos felices cuando no nos peleamos?
—Sí, pero pronto tendré que trabajar y he olvidado qué soy capaz de hacer.
Tendría que haberle preguntado a Noakes si hay alguna forma de saber cómo era la
vida antes de Unthank.
—Llámale por la radio.
—No, llamaré a Munro. Tengo más confianza en Munro.
Le pusieron en contacto con Munro de una forma sorprendentemente rápida.
—He llamado para decirle que nos encontramos bien: tenemos nuestro propio
suministro de comida —le dijo.
—Perfecto. ¿Es su única razón para llamarme?
—No. Estaba haciéndome preguntas sobre el pasado, verá, no consigo
recordarlo…
Se oyó un chasquido y una voz suave y untuosa dijo:
—Aquí los archivos. ¿Puedo ayudarle?
—Estoy intentando saber cuál es mi pasado. Mi nombre es Lanark…
Se oyó un fuerte zumbido y después la voz empezó a hablar rápidamente:
—Llegó a Unthank el tercer día del décimo mes del año solar número 1956 del
calendario nazareno. Haciéndose llamar Lanark visitó la oficina central de la
seguridad social, fue registrado como dragón y se le entregaron 8 libras, 19 chelines y
6 peniques. Se alojó en casa de Bella Fleck, número 738 de la calle Ashfield,
Unthank N. 2 durante tres días y después pidió ser admitido en el instituto. Fue
entregado bajo forma humana el día 75 del año decimal número 4999 de la fundación

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y el día 80 se convirtió en ayudante del profesor Ozenfant en la división de energía.
Su talento fue contrapesado por actos de violencia carente de objeto. El día 85
interrumpió una sesión de grabación, insultó al catalizador, obstruyó la corriente y
rompió una lente de observación. Su cambio de situación está previsto para el día 88,
debiendo ser confirmado por Lord Monboddo, director del instituto, moderador del
proyecto de expansión y presidente del consejo.
A continuación se oyó una breve e inesperada fanfarria de trompetas.
—Eso ya lo sé —dijo Lanark, irritado—. Quiero saber lo que hice antes de venir a
Unthank.
—Llegó a Unthank a través del agua, que se encuentra fuera de la jurisdicción del
consejo. ¿Desea consultar con un oráculo?
—Por supuesto, si es que eso va a servir de algo.
El frío plástico blanco que formaba la tapa de la pequeña radio se puso al rojo
vivo. Lanark la dejó caer sobre la colcha, Rima gritó, Lanark la tiró al suelo con la
manga y la radio estalló haciendo bastante ruido.

La atmósfera que rodeaba la cama estaba enturbiada por un humo azul que hacía
daño a los ojos. Rima yacía inmóvil, mirándole. Lanark se sacó los dedos quemados
de la boca y le preguntó si estaba bien, pero la detonación le había afectado los
tímpanos. La contestación de Rima sonó muy lejana y fue interrumpida por una voz
distante que decía: Socorro, socorro, ¿es que nadie puede oírme?
Rima preguntó si había alguien ahí y un instante después la voz habló
directamente en el oído de Lanark. Era una voz sin sexo y hablaba deprisa pero con
una extraña entonación carente de énfasis, como si sus palabras jamás pudieran ser
impresas entre comillas o ir precedidas por un guión de diálogo.
—Me alegra que me hayáis llamado —dijo.
Lanark meneó la cabeza con mucha fuerza y después, con voz firme, le dijo:
—Por favor, ¿podrías hablarme de mi pasado? ¿Empezando con la infancia?
Es algo que sé hacer muy bien —dijo la voz—, pero tendrás que darme una pista.
¿Tienes algo que pertenezca a ese pasado?
—Nada.
¿No tienes ropas, por ejemplo?
—Mis ropas se disolvieron durante el trayecto hasta aquí.
¿No llevabas nada indisoluble en tus bolsillos?
—Sólo había… Espera un momento.
Lanark recordó cómo Munro había sacado la pistola del cajón que había en el
armarito de su compañero de habitación muerto. Abrió su propio cajón y miró en él.
La mayor parte del espacio estaba ocupado por la comida pero en un rincón encontró
una minúscula concha de berberecho y un guijarro de cuarzo con vetas gris y crema.
—He encontrado una concha y una piedra —dijo.

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Sostén una cosa en cada mano. Sí, ahora puedo ver el camino que lleva hacia
atrás. Te llamabas Thaw. ¿Empiezo la historia cuando tenías cinco años, quince o
diez?
—Cinco, por favor.
Lanark se reclinó en la cama y el oráculo, con la voz de un niño precoz, dijo:
Duncan Thaw dibujó una línea azul en el comienzo de la hoja y una línea marrón
al final. Dibujó a un gigante corriendo por la línea marrón con una princesa
capturada, pero como no podía dibujar a una princesa lo bastante hermosa hizo que el
gigante llevara un saco. La princesa estaba dentro. Su padre…
—Discúlpame —dijo Lanark—. Es un comienzo algo brusco, ¿no? ¿No podrías
empezar contándome algo sobre los factores geográficos y sociales?
Después de un instante de silencio la voz empezó a hablar en un seco tono
académico:
El río Clyde entra en el mar de Irlanda por la parte baja de la cabellera de islas y
penínsulas que cubre la espalda de Inglaterra. Antes de ensancharse convirtiéndose en
un estuario fluye a través de Glasgow, el tipo de ciudad industrial donde hoy en día
vive la mayor parte de la gente pero donde nadie se imagina que pueda acabar
viviendo. Aparte de la catedral, la entrada de la universidad y una no muy elegante
torre del reloj medieval, fue construida casi totalmente en este siglo y en el pasado…
—Siento volver a interrumpirte —dijo Lanark—, pero ¿cómo sabes todo esto? Y,
de todas formas, ¿quién eres?
Una voz que te ayuda a que consigas verte a ti mismo.
—Pero ya he oído a demasiadas voces de esta clase. Ninguna de ellas pertenecía a
mentirosos, incluso Sludden y Ozenfant decían muchas verdades, pero sólo la verdad
que convenía a sus planes. ¿Qué planes tienes? ¿Qué cosas omitirás?
No tengo ninguna clase de planes —se quejó la voz—. Las únicas cosas que
intentaré omitir son las repeticiones y probablemente no lo conseguiré. Desde que me
perdí en la nada los detalles han acabado obsesionándome.
—No te comprendo.
Entonces te contaré mi historia antes de empezar con la tuya. Es menos
entretenida pero la falta de detalles hace que sea más corta y al haber vivido en tu
país podré contarte algunas cosas sobre cómo funciona el lugar.
El oráculo empezó a hablar con la voz de un anciano algo pomposo y Lanark
adoptó una postura más cómoda para escucharle. Rima bostezó y se pegó a su
espalda. Cinco minutos después se dio cuenta de que estaba dormida.

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PRÓLOGO

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Un hombre vacío explica por qué ama la nada
Desde temprana edad sólo quise tratar con aquello de lo que estaba seguro y, como
todos los pensadores, no tardé en desconfiar de lo que sólo podía ser visto y tocado.
La mayoría de la gente cree que los suelos, los techos, los cuerpos de los demás, el
sol, etcétera, son las cosas más ciertas y fiables del mundo, pero poco después de
asistir a la escuela me di cuenta de que nada era digno de confianza cuando se lo
comparaba con los números. Tómese la clase de número más sencilla, un número de
teléfono, el 339-62-86, por ejemplo. Existe fuera de nosotros por cuanto lo
encontramos en una guía telefónica, pero podemos llevarlo dentro de nuestras
cabezas exactamente tal y como es, pues el número y nuestra idea de él son idénticas.
Comparado con su número de teléfono, incluso nuestro amigo más íntimo resulta
mudable y traicionero. Desde luego, existe fuera de nosotros, y dado que le
recordamos también existe dentro de nuestras cabezas, de una forma bastante
insegura, pero la experiencia nos demuestra que la idea que tenemos del hombre es
sólo levemente parecida a él. No importa lo bien que le conozcamos, la frecuencia
con que nos veamos o lo conservadoras que sean sus costumbres, insultará
continuamente nuestra idea de él llevando ropas nuevas, cambiando de parecer,
envejeciendo, enfermando o, incluso, muriéndose. Además, la idea que yo tengo de
un hombre jamás es la misma idea que tiene otra persona. La mayor parte de las
disputas nacen de un conflicto de ideas sobre el carácter de un hombre pero nadie
discute por su número de teléfono, y si nos contentáramos con describirnos
numéricamente, dando la talla, el peso, la fecha de nacimiento, el tamaño de la
familia, la dirección de casa y del trabajo y (eso es lo que más información
proporciona) los ingresos anuales, pronto veríamos que bajo el entrechocar de las
opiniones no había ya ningún desacuerdo en cuanto a las realidades básicas.

Lo cual parece una virtud pero resulta ser una debilidad


Al dejar los estudios mis profesores me sugirieron que me dedicara a la física pero yo
rechacé la idea. Ciertamente, la ciencia controla el mundo físico describiéndolo de
manera matemática, pero ya he mencionado mi desconfianza hacia los objetos físicos.
Se encuentran demasiado alejados de la mente. Escogí vivir según aquellos números
que son, en su mayor parte, un puro producto de la mente y que, por lo tanto, influyen
sobre ella con la máxima fuerza: en una palabra, el dinero. Me convertí en contable y
luego me hice agente de bolsa. Me asombra que la gente que vive poseyendo o
manejando grandes sumas de dinero sea llamada normalmente materialista, pues las
finanzas son la más puramente intelectual y la más básicamente espiritual de todas las

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actividades, ya que no tratan tanto de los objetos materiales como de los valores. Por
supuesto, las finanzas necesitan objetos, dado que el dinero es el valor de los objetos
y no podrían existir sin ellos más de lo que la mente puede existir sin el cuerpo, pero
los objetos van en segundo lugar. Si dudas de esto, piensa en qué preferirías poseer
antes: cincuenta mil libras o un pedazo de tierra valorado en cincuenta mil libras. Las
únicas personas que es probable prefieran la tierra son los financieros que saben
cómo aumentar su valor alquilándola o volviendo a venderla, así que cualquiera de
las dos respuestas prueba que el dinero es preferible a las cosas. Quizá se me diga que
en ciertas circunstancias un millonario daría su riqueza por un vaso de agua, pero esas
circunstancias se presentan más en las discusiones que en la vida, y una indicación
mucho mejor de en qué consideración tiene la gente al dinero es la reverencia
instintiva que todo el mundo, salvo los salvajes ignorantes, siente hacia los ricos. Hay
muchos que niegan esto pero preséntales un hombre realmente adinerado y verás lo
incapaces que son de tratarle como a cualquier otra persona.

Cuando todos los objetos son eliminados


Tenía treinta y cinco años cuando llegué a ser realmente rico, pero bastante antes de
eso ya estaba viviendo en un buen piso, conducía un Humber, jugaba al golf los fines
de semana y al bridge por las noches. La gente que no comprendía los informes
financieros pensaba que mi vida era aburrida y monótona: no podían ver la empinada
cuesta que llevaba de un nivel de prosperidad al siguiente, la emoción de la pérdida
evitada a duras penas, el triunfo del beneficio conseguido repentinamente. Esta
aventura era algo puramente emocional, pues físicamente me encontraba a salvo.
Temía la codicia de las clases trabajadoras y la incompetencia de los gobiernos, pero
tan sólo porque amenazaban algunos de los números que figuraban en mis balances,
no porque me sintiera en peligro de pasar hambre o frío. Mis conocidos, igual que yo,
vivían en el mundo de los números antes que en el barrizal de las cosas visibles y
palpables que solían ser llamadas realidad, pero tenían esposas, lo cual significaba
que a medida que se hacían más ricos debían trasladarse a casas más grandes y
comprar coches nuevos y armaritos para bebidas estilo antiguo. Todos esos temas
afloraban normalmente en sus conversaciones, pero también les oía enorgullecerse de
otros objetos con un entusiasmo que parecía mayor cuanto más inútil era el objeto.
«Veo que los narcisos vuelven a estar con nosotros», dirían, o «¡Dios mío! Harrison
se ha afeitado el bigote». Donde yo veía una hoja ellos veían una hoja «de un
hermoso verdor». Donde yo veía una nueva central energética ellos veían «progreso
tecnológico» o «la industria devastando el campo». En una ocasión una pareja
empezó a pelearse en una fiesta. Yo le estaba explicando algo a un cliente y el ruido
me hizo levantar la voz pero el resto de los invitados se puso muy nervioso y empezó

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a murmurar y a escupir adjetivos: «desagradable», «patético», «ridículo»,
«embarazoso», «falta de consideración». Me di cuenta de que la mayor parte de la
gente poseía unos excesivos fondos de emoción de los que se libraban invirtiéndolos
en objetos que no podían utilizar. Yo no tenía ningún exceso de emociones, mi trabajo
las absorbía todas, pero ahora sé que aquellas inversiones carentes de finalidad daban
un beneficio. Al igual que las mujeres vanidosas, los objetos se pavoneaban ante sus
admiradores bajo una luz y unos colores que a mí jamás se me permitió ver. Me
mostraban justo lo suficiente de ellos mismos para permitirme saber que existían. Y,
un día, empezaron a dejar de hacer incluso eso.
Me encontraba estudiando un documento cuando mi atención se vio atraída por algún
cambio repentino en lo que estaba fuera del papel impreso. Examiné la superficie de
mi escritorio. Antes era de madera pulida con un granulado que mostraba ligeras
ondulaciones pero ahora el granulado se había desvanecido y la superficie estaba tan
lisa como una lámina de plástico. Paseé la mirada por el despacho, que estaba
amueblado al estilo moderno, pues detesto el exceso en los detalles. Las paredes
blancas y la sencilla alfombra estaban como de costumbre, pero el panorama visible a
través de la ventana se había alterado. Lo que había sido una típica calle en el centro
comercial de una vieja ciudad industrial, una calle de fachadas con columnatas y
complicadas tallas, estaba ahora delimitado por superficies desnudas a las que
puntuaban agujeros rectangulares. Enseguida comprendí lo que estaba pasando. La
realidad, no contenta con mostrarse a sí misma usando materiales más pobres de los
que reservaba para otros, había dado un paso adelante en sus economías. Donde antes
había visto detalles y colores irrelevantes ahora ya no veía ninguno. Piedra, madera y
dibujos o superficies talladas se habían vuelto sencillamente superficies. La urdimbre
de las telas me resultaba indistinguible y todas las puertas parecían simples paneles
deslizantes.
Con todo, no tuve la sensación de estar siendo tratado con ninguna dureza excesiva,
pues seguía existiendo una cantidad suficiente de realidad exterior como para
permitirme trabajar con ella y, en ciertos aspectos, incluso podía trabajar mejor que
antes. Antes de esto, al entrar en una habitación llena de empleados, normalmente
tenía que mirar a varios antes de reconocer al que buscaba, lo cual era una pérdida de
tiempo, especialmente si me sentía obligado a sonreír o hacer un gesto de cabeza a
aquellos hombres en los que me fijaba primero. Ahora cuando entraba en una
habitación todos los presentes tenían el rostro tan liso como un huevo salvo aquél a
quien yo buscaba, por lo que le reconocía inmediatamente. Y más tarde ya sólo veía a
quien buscaba: no había nadie más visible, a menos que estuvieran holgazaneando o
quisieran hablar conmigo, en cuyo caso mostraban la cantidad suficiente de sustancia
como para permitirme tratar con ellos. Quizá te preguntes por qué no choqué nunca
con aquéllos que me rodeaban. Bueno, en mi oficina eran los otros quienes estaban
obligados a salir de mi camino, y cuando iba en coche percibía las señales de tráfico y
los vehículos más cercanos, aunque los peatones y el decorado resultaban invisibles.

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Pero un día aparqué el coche en la callejuela acostumbrada, abrí la puerta para ir al
despacho y fui incapaz de ver ni la calle ni la acera, sólo una especie de límpida
grisura general, y abriéndose paso por ella hasta la borrosa silueta de mis oficinas (no
había ningún otro edificio) vi una hilera de sólidas piedras color acera como las que
sirven para cruzar los ríos, cada una de ellas teniendo el tamaño y la forma de la suela
de mi zapato. No podía salir del coche si no era siguiéndolas; cada una se desvanecía
en cuanto dejaba de soportar mi peso; sufrí espasmos de vértigo y me aterraba pensar
lo que ocurriría si ponía un pie entre las piedras. Al llegar al umbral de las oficinas
(que era totalmente visible) me puse en cuclillas y, como experimento, hundí la palma
de mi mano en la nada. Un fragmento de acera con la forma de la mano apareció bajo
ella. Y, al mismo tiempo, tres empleados se materializaron a mi alrededor,
preguntándome si me sentía bien. Fingí, no muy convincentemente, que me ataba un
cordón del zapato.

Después me senté en un sillón giratorio por encima de un vacío sin fondo, con la
nada gris rodeándome por todas partes salvo allí donde, un metro ochenta a la
derecha, había un lápiz moviendo su punta sobre un cuaderno de notas sostenido en
ángulo, lo cual mostraba dónde estaba mi secretaria, tomando nota de las palabras
que yo le dictaba. Mi mano derecha experimentaba la misma sensación que si
estuviera reposando sobre mi rodilla, pero no podía ver nada salvo el dial de mi reloj
de pulsera. A las cinco y media apareció una hilera de piedras color alfombra que me
libró del sillón pero caminar sobre ellas resultaba difícil porque ya no podía ver mis
pies, y cuando llegué al final de la hilera, en vez de las piedras color linóleo del suelo
del ascensor, no vi nada: el vacío que había delante y detrás era total y absoluto. No
veía nada, no oía nada y no sentía nada salvo las plantas de mis pies haciendo presión
sobre el suelo que había debajo. De repente, me sentí demasiado cansado e irritado
para continuar. Di un paso hacia delante y no ocurrió nada, salvo que dejé de tener
sensación alguna en los pies. No caí ni floté. Me había convertido en algo sin cuerpo
y estaba en un mundo sin cuerpos. Existía como una serie de pensamientos perdidos
entre un infinito gris.

No queda nada en que apoyarse


Al principio sentí un gran alivio. Nunca he temido la soledad y los días anteriores
habían supuesto para mí una tensión mayor de lo que había pensado. Me dormí casi
inmediatamente, lo cual quiere decir que dejé de pensar y la grisura que me rodeaba
se volvió negra. Pasado un tiempo volvió a iluminarse y, por primera vez en mi vida,
me encontré sin nada que hacer. Cada vida tiene momentos de vacío en los que
aguardamos un autobús o a un amigo y no hay nada que hacer salvo pensar. En el

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pasado yo había llenado esos momentos calculando cómo una guerra inesperada o
una elección afectarían la riqueza que se me había confiado, pero ahora no estaba de
humor para cálculos. El dinero, incluso el dinero imaginario, necesita un futuro para
darle fuerza. Sin futuro no es ni tan siquiera tinta en un expediente, papel en una
cartera. El futuro se había esfumado junto con mi cuerpo. No había nada que hacer
salvo recordar, y me deprimió descubrir que el trabajo que le había dado a mi vida un
objetivo y un orden decente parecía ahora una enfermedad aritmética del cerebro, un
cálculo de ganancias-y-pérdidas que había durado años y no demostraba nada. Mi
memoria era un catálogo de cosas que había ignorado y rebajado. No había gozado de
ninguna amistad o amor bien definidos, ningún odio o deseo intenso; mi vida había
sido un suelo pétreo en el cual sólo crecían números y ahora no podía hacer nada
salvo jugar con las piedras cambiándolas de sitio y albergar la esperanza de que una o
dos resultaran ser gemas. Era el hombre más solitario e impotente del mundo. Estaba
a punto de entregarme a la desesperación cuando algo muy hermoso apareció
flotando delante de mí.

En el nacimiento de los sentidos


Era una pared color crema en la que había dibujadas rosas de un marrón claro. Un
rayo del primer sol veraniego caía sobre ella y sobre mí. Estaba sentado en la cama
con la pared a un lado y dos sillas al otro. La cama parecía muy grande, aunque era
una cama normal, no de matrimonio, y las dos sillas habían sido colocadas junto a
ella para impedir que me cayera. Mis piernas estaban tapadas por una colcha sobre la
que había una pipa con la boquilla rota, una pequeña zapatilla y un libro con páginas
de tela multicolor. Me sentía inmensamente feliz y estaba cantando una melodía de
una sola nota: loolooloolooloo. Cuando me cansé de aquello canté dadadadada pues
había descubierto la diferencia que hay entre loo y da y me interesaba. Un poco
después, habiéndome cansado de cantar, cogí la zapatilla y golpeé la pared hasta que
vino mi madre. Mi madre despertaba cada día en la cama con un joven delgado y de
aspecto solemne, al otro lado de las rosas. Su calor llegaba hasta mí a través de la
pared, con lo que nunca tenía frío ni me sentía solo. Supongo que la estatura de mi
madre sería más bien normal pero parecía medir el doble que cualquier otra persona,
y tenía el cabello castaño y la delgadez de una reina en el talle. Por debajo de las
caderas cambiaba mucho, ya que estaba embarazada con gran frecuencia. Recuerdo
ver su torso alzándose por detrás de la curva de su estómago igual que una giganta
medio escondida por el horizonte de un mar tranquilo. Recuerdo estar sentado en esa
curva con mi nuca entre sus pechos, sabiendo que su rostro estaba en alguna parte por
encima de mí, y sintiéndome muy seguro de mí mismo. No puedo recordar sus
rasgos. Luz y oscuridad emanaban de ellos según su estado de ánimo y estoy seguro

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de que esto era algo más que la fantasía de un niño pequeño. La recuerdo sentada
muy quieta en una habitación llena de gente desconocida que no paraba de hablar,
reduciéndolos implacablemente a conversar en murmullos gracias a la ceñuda furia
silenciosa que emitía. Su buen humor era igualmente radiante y hacía que el
acompañante más aburrido se sintiera un caballero lleno de encanto y valor. Nunca
estaba feliz o deprimida, era gloriosa o sombría, y le resultaba muy atractiva a los
hombres modestos y dignos de confianza. Los hombres a los que yo llamaba padre
eran todos de esa clase. Aparte de amarla, carecían de peculiaridades. Debía atraerlos
igual que un vicio extravagante pues no era buena ama de casa; cuando empezaba a
vivir con un hombre intentaba prepararle comidas exóticas y mantenerlo todo
ordenado pero el esfuerzo no tardaba en desvanecerse. Creo que la primera casa que
recuerdo era la más feliz porque sólo tenía dos habitaciones pequeñas y mi primer
padre no era demasiado exigente. Creo que era mecánico de garaje, pues había un
motor de coche debajo de mi cama, así como unos enormes neumáticos bajo la cama
plegable de la cocina. A medida que yo iba creciendo mi madre se mostraba menos
dispuesta a venir cuando golpeaba la pared, así que aprendí a reptar o ir
tambaleándome hasta la cama de la puerta contigua, cama a la que era subido. Allí
estaba ella, leyendo periódicos o fumando cigarrillos mientras que mi padre hacía una
colina bajo las sábanas con sus rodillas y la derribaba bruscamente cuando yo había
llegado a la cima. Después se levantaba y nos traía un desayuno con té, huevos y
rebanadas de pan frito.

Un cuerpo espléndido le da valor


La casa se encontraba en un edificio con una calle angosta y muy transitada por
delante y un agrietado patio de cemento en la parte trasera. Más allá del patio había
un canal, y los días soleados mi madre me llevaba hasta allí metido en un arnés
sujetado a su pecho por correas y hacíamos un nido en la hierba que crecía junto al
musgo de las orillas. El canal estaba repleto de maleza y algas; nadie pasaba por él
salvo un viejo con un sabueso o chicos que habrían debido estar en la escuela. Yo
jugaba con la pipa y con mi zapatilla, fingiendo que yo era mi madre, la pipa yo y la
zapatilla mi cama, o que la zapatilla era un coche con la pipa conduciéndolo. Ella leía
o soñaba despierta, igual que hacía en casa, y ahora sé que su poder procedía de
aquellos ensueños, pues sino, ¿de dónde habría podido sacar el encanto de una
princesa esclavizada y la autoridad de una reina en el exilio, ella que era una mujer
más bien ignorante y que casi nunca hablaba? El lugar donde nos tumbábamos se
encontraba al mismo nivel que la ventana de nuestra cocina, y cuando mi padre
volviera del trabajo nos prepararía la comida y nos llamaría para que viniéramos a
comer. Parecía un hombre satisfecho y estoy seguro de que las peleas no eran culpa

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suya. Una noche me despertó un ruido que venía de la oscura pared pegada a mi oído,
la voz de mi madre golpeándola igual que grandes olas que ahogaban murmullos de
protesta. El ruido se detuvo y mi madre entró en la habitación, se acostó conmigo y
me abrazó con mucha fuerza, enfadada. Esto sucedió varias veces, llenando las
noches de tensa espera y deleite, y dejándome como estupefacto durante todo el día,
pues sus atronadores besos estallaban en mis oídos igual que fuegos de artificio,
aniquilando todo pensamiento coherente durante largos lapsos de tiempo. Así pues,
apenas me enteré de que me vestía, hacía una maleta y se me llevaba de aquella casa.
No recuerdo si viajamos en tren o en autobús, sólo recuerdo que al caer la noche
estábamos caminando por un sendero bordeado de árboles cuyas ramas chocaban
unas con otras movidas por el viento, y el sendero nos llevó a una granja donde
vivimos más de un año. Mi hermana nació poco después de que llegáramos.

Y un cuerpo intrépido le da fuerzas


El ominoso atractivo de mi madre queda demostrado por el hecho de que incluso en
su visible estado de embarazo, y teniendo un hijo de dos años, fue contratada como
ama de llaves por un acomodado granjero cuya esposa había muerto. Durante las
primeras semanas fui feliz. Dormíamos juntos en una pequeña habitación de techo
bajo situada en la parte trasera de la casa y comíamos solos. Nos recuerdo sentados
furtivamente en un rincón del acogedor vestíbulo mientras que el granjero y sus hijos
cenaban delante del fuego. Mi madre estaba cantando quedamente en mi oído:

El pajarito, la-na-na
puso un huevo en la ventana.
La ventana se agrietó
y el pajarito se la comió.

Pero no las suficientes para hacer que se sienta bien


Poco después empezamos a comer con ellos y dormí solo en la pequeña habitación.
Mi madre pasaba la mayor parte de su tiempo en un cuarto del piso de arriba que yo
nunca podía visitar y una vieja venía cada día para hacer el trabajo de la casa. Creo
que la vieja fue empleada en un principio como una ayuda temporal mientras mi
madre tenía el bebé, pero muchos meses después seguía limpiando la casa y
preparando las comidas, y llevando huevos y tostadas al piso de arriba en una bandeja
mientras que el granjero, sus niños y yo desayunábamos gachas en la mesa de la

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cocina. Todos mis recuerdos de la granja están llenos de huevos. Un día cuando
exploraba el granero encontré un gran montón de huevos marrones metidos entre
unas ortigas que había detrás de una vieja carretilla. Eran algo sorprendente, pues
nuestros huevos venían normalmente de los gallineros que se alzaban en un campo
cercano. Fui trotando a la cocina para decírselo a alguien. El granjero estaba allí, y
me explicó que algunas veces las gallinas ponían los huevos fuera de sus sitios
normales, con lo que intentaban empollarlos en vez de que se los comieran. Le llevé
hasta los huevos; los recogió en su gorra, me felicitó y me dio un caramelo de menta.
Después de aquello cada vez que me sentía solo me deslizaba en uno de los gallineros
a través de una de las minúsculas puertas utilizadas por las gallinas, robaba el huevo
sobre el que estaba sentada la gallina, me iba al henil o al cobertizo de las vacas y
fingía descubrirlo bajo el heno o entre el pienso. Después se lo llevaba al granjero,
quien siempre me daba una palmadita en la cabeza y me regalaba un caramelo de
menta. Creo que debía saber de dónde sacaba los huevos, pero era muy amable y
fingía ignorarlo. Creo que me quería.
Sus niños no me querían. Detrás de la casa había un huerto con hierba muy espesa y
frutales de troncos achaparrados, y yo solía jugar allí durante las tardes de verano,
construyendo nidos en la yedra que rodeaba la ventana de mi dormitorio. Una tarde la
hija del granjero se acercó a mí.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.
Debía tener menos de doce años, pero a mí me parecía una mujer adulta. Le dije
que estaba haciendo un nido para que un pájaro pusiera su huevo dentro.
—Un pajarito, ¿eh? —dijo ella—. Qué bien. ¿Y de dónde has sacado la paja?
—Del suelo del henil —dije yo.
—Entonces es propiedad de mi padre y tú la has robado, así que vuelve a ponerla
allí.
Seguí haciendo el nido y ella me cogió por las muñecas y me las retorció hasta
que le di una patada en el tobillo, y entonces se marchó gritando que se lo contaría a
mi madre y que me mandarían muy lejos. Me eché a llorar y fui corriendo hacia los
gallineros, me metí a cuatro patas por una de las puertas y me quedé encogido en un
rincón del suelo cubierto de trigo hasta que se hizo oscuro. Tenía intención de
morirme de hambre allí dentro pero oí a mi madre llamándome, algunas veces más
cerca y otras más lejos, y por fin acabé teniendo la sensación de que el dolor
encerrado en su pecho y el dolor que había en el mío eran una misma cosa. Salí por la
puerta y avancé por entre los negros bultos de los gallineros bajo un lejano techo de
estrellas. Un búho ululaba. De repente me topé con mi madre y pasé mis brazos
alrededor de su gran estómago y ella fue muy buena conmigo. Unas cuantas noches
después me despertó un gran estruendo y mi madre entró en la habitación y se metió
en la cama. Esto no me resultó tan agradable como lo había sido en la ciudad, pues se
trajo consigo a mi hermana y apenas si cabíamos en la cama. El amoroso calor en el
que me bañaba seguía siendo terriblemente embriagador, pero ahora mi mente era

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demasiado fuerte para dejarse anular por él. Estaba preocupado, porque en la granja
había cosas que me gustaban mucho. Una semana después el granjero nos llevó hasta
la estación de ferrocarril en su carreta, me dio una bolsa de caramelos de menta y nos
dejó en el andén sin decir ni una sola palabra.
Ahora comprendo a mi madre. Esperaba la llegada de algo maravilloso. La mayor
parte de nosotros la esperamos en un momento o en otro, y envejecer es, básicamente,
una forma de aprender a vivir sin esperarla. Mi madre jamás consiguió aprender a
hacerlo, así que no paraba de alterar su vida de la única forma que conocía,
cambiando de hombre. Lo hacía cuando estaba embarazada porque el embarazo la
hacía sentir aún más esperanzas que de costumbre, o porque temía que criar a un niño
mientras vivía con el padre haría que se viera unida a un solo hombre para siempre.
Si estoy en lo cierto, entonces jamás vi a mi auténtico padre. El tercer sustituto fue el
gerente de un banco que vivía con su hermana viuda en una mansión situada en un
pequeño puerto pesquero. Era un hombre amable, bondadoso y de expresión triste;
ella era una mujer brusca y desgraciada de rostro y modales ligeramente avinagrados,
y mi madre (con un hijo de cuatro años, una hija de un año y un embrión de cinco
meses) logró hechizarles y les dominó a los dos. Pero tres es el número más pequeño
de los que pueden formar una serie, y ahora ya no me dominaba. Quizá ya no deseaba
hacerlo. Sea como sea, cuando se marchó de allí me dejó con el gerente de banco. Mi
vida se volvió tranquila y segura. Fui a la escuela, estudié mucho y bien y cada noche
el gerente y su hermana se dedicaban a desarrollar mis poderes de concentración
jugando conmigo al bridge, con pequeñas apuestas, desde las seis y media hasta la
hora de acostarse. Así fue como aprendí a temer el cuerpo y amar los números.

¿Podrá sacarle Lanark del Infierno?


Haber revivido estos recuerdos me hizo ver que el sendero desde las rosas iluminadas
por el sol hasta el vacío gris había sido inevitable, pero aun así no estaba satisfecho.
Me aterraba comprender que no tenía nada que hacer salvo recordar semejante
existencia. Quería que la locura borrase los recuerdos tapándolos con los potentes
tonos y colores de una ilusión, por monstruosa que fuera. Albergaba la romántica idea
de que la locura era una forma de escapar a una existencia insoportable. Pero la
locura es como el cáncer o la bronquitis, no todo el mundo es capaz de tenerla, y
cuando decimos: «No puedo soportar esto», lo que estamos haciendo, normalmente,
es demostrar que sí podemos. La muerte es la única salida en la que se puede confiar
pero la muerte depende del cuerpo y yo había rechazado el cuerpo. Estaba condenado
a un futuro en el que repasaría interminablemente el aburrido pasado, volviendo a él
una vez y otra y otra y otra. Estaba en el Infierno. Intenté llorar sin ojos, gritar sin
labios y pedí auxilio con toda la fuerza de mi pobre corazón abandonado.

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Obtuve respuesta. Una voz adusta y decidida, tu voz, me pidió que describiera su
pasado. Mi experiencia del vacío me había hecho capaz de visualizar las cosas
partiendo de pistas casi impalpables, y esa voz me dejó verte tal y como eras. Gracias
al guijarro y la concha que había en tus manos deduje la orilla de donde los habías
cogido, y gracias a la orilla vi un sendero que se extendía entre montañas y ciudades
hasta la casa donde naciste. Ahora ya sabes por qué soy un oráculo. Describiendo tu
vida escaparé a la trampa de la mía. Desde mi puesto en la no-existencia todo lo que
existe, todo lo que no es yo mismo, parece valioso y espléndido: incluso las cosas que
la mayor parte de las personas consideran más normales o terribles. Tu pasado está a
salvo conmigo. Puedo prometerte que seré preciso.

¿Podrá ayudar a Lanark para que salga de él?


Lanark estuvo pensando durante unos momentos y luego dijo:
—Tu historia contiene una contradicción.
Oh, ¿sí?
—Dijiste que el dinero no puede existir sin objetos, igual que la mente no puede
existir sin el cuerpo. Sin embargo, tú existes sin tener un cuerpo.
Eso es algo que también a mí me sorprende. Algunas veces pienso que mi cuerpo
está en el mundo que abandoné, tendido en la cama de algún hospital, su vida
sostenida por líquidos que entran en mis venas. Si es así, tengo la esperanza de que
algún día volveré a la vida o moriré del todo. Y ahora te hablaré de Duncan Thaw.
Rima se agitó levemente y dijo: «Sí, continúa.».
El oráculo empezó a hablar. Su voz resonaba dentro de su cabeza, a tal distancia
que la historia no parecía tanto narrada como recordada. No sufría los retrasos
impuestos por el comer, el ir al lavabo o el dormir: de noche Lanark soñaba lo que no
podía oír y despertaba sin haber sentido ninguna interrupción en el relato. Y durante
todo ese tiempo veían gente a través de la ventana, gente que se movía por las
habitaciones y las calles de una ciudad, aunque algunas veces había fugaces atisbos
de montañas y el mar y, finalmente, de inmensas olas moviéndose lentamente al pie
de un acantilado.

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CAPÍTULO XII

El inicio de la guerra
Duncan Thaw dibujó una línea azul en la parte superior del papel y una línea marrón
al final. Dibujó a un gigante que había capturado a una princesa corriendo por la línea
marrón, y dado que no podía hacer lo bastante hermosa a la princesa dibujó al gigante
sosteniendo un saco. La princesa estaba dentro del saco. Su padre miró por encima de
su hombro y preguntó:
—¿Qué estás dibujando?
—Un molinero que corre hacia el molino llevando un saco de maíz —dijo Thaw
algo nervioso.
—¿Y qué se supone que es la línea azul?
—El cielo.
—¿Te refieres al horizonte?
Thaw contempló su dibujo, no sabiendo qué responder.
—El horizonte es la línea donde el cielo y la tierra parecen tocarse. ¿Eso es el
horizonte?
—Es el cielo.
—Pero, Duncan, ¡el cielo no es una línea recta!
—Lo sería si lo vieras de lado.
El señor Thaw cogió una pelota de golf y una lámpara y le explicó que la Tierra
era como la pelota y el sol como la lámpara. Thaw estaba aburrido y perplejo.
—¿Y la gente se cae por los bordes? —preguntó.
—No. Les sostiene la gravedad.
—¿Qué es la ga…, la gavedad?
—Grrrrravedad es lo que nos mantiene encima de la Tierra. Sin ella saldríamos
volando por los aires.
—¿Y entonces llegaríamos al cielo?
—No. No. El cielo no es más que el espacio situado sobre nuestras cabezas. Sin
gravedad iríamos volando por él eternamente.
—Pero, no… ¿No acabaríamos llegando a algún sitio que esté al otro lado?
—No hay ningún otro lado, Duncan. No existe.
Thaw se inclinó sobre su dibujo y pasó un lápiz azul sobre la línea del cielo,
apretando con mucha fuerza. Esa noche soñó que volaba a través del vacío hasta
llegar a un cielo hecho de cartón azul. Se apoyó en él igual que un globo que choca
con el techo hasta que empezó a preocuparle la idea de qué habría al otro lado;
entonces hizo un agujero en el cielo y viajó a través de aún más vacío hasta que
empezó a temer que flotaría a la deriva para siempre. Entonces llegó a otro cielo de
cartón y se quedó allí hasta que empezó a preocuparse pensando en el otro lado. Y así

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sucesivamente.

Thaw vivía en el piso central de un edificio con la fachada de caliza roja y la parte
trasera de ladrillo. La parte de atrás delimitaba una zona de hierba dividida en
pequeños solares vallados con rejas metálicas, y cada solar tenía un basurero. Grupos
de traperos procedentes de Blackhill cruzaban el canal para robar en los basureros. A
Thaw le habían dicho que los de Blackhill eran católicos y que tenían bichos en el
pelo. Un día dos hombres se metieron por los jardines con una máquina que escupía
llamas azules y nubes de chispas. Cortaron los pinchos de las rejas usando esa llama,
las metieron en una bolsa y se las llevaron para utilizarlas en la guerra.
—Ahora incluso los críos de Blackhill podrán hurgar en nuestros basureros —dijo
irritadamente la señora Gilchrist, que vivía en el piso de abajo. Otros obreros
construyeron refugios antiaéreos en los solares y uno muy grande en el patio de
juegos de la escuela, y si Thaw oía la sirena que avisaba de incursiones aéreas cuando
iba de camino a la escuela, tenía que correr hacia el refugio más próximo. Una
mañana en que iba hacia allí, subiendo por la empinada calleja de atrás, oyó el gemir
de la sirena en el cielo azul. Ya casi estaba en la escuela pero dio la vuelta y corrió a
casa, donde su madre le esperaba en el refugio del solar, acompañada por los vecinos.
De noche tapaban las ventanas con cortinas verde oscuro y el señor Thaw se ponía un
brazalete y un sombrero de hierro y se iba a la calle para buscar casas en las que
asomaran rendijas de luz ilegal.

Alguien le dijo a la señora Thaw que los antiguos inquilinos de su piso se habían
suicidado metiendo la cabeza en el horno y abriendo el gas. La señora Thaw escribió
inmediatamente a la compañía pidiendo que le cambiaran el hornillo de gas por uno
eléctrico, pero como el señor Thaw seguía necesitando comer cuando volvía del
trabajo usó el horno para prepararle un pastel de carne, aunque con los labios todavía
más fruncidos que de costumbre.

Su hijo siempre rechazaba el pastel de carne o cualquier otro alimento cuya


apariencia le disgustase: la tripa blanca y esponjosa; las blandas salchichas parecidas
a penes, los corazones de cordero rellenos con sus válvulas y sus pequeñas arterias.
Cuando uno de esos platos aparecía ante él empezaba a pincharlo con el tenedor y
decía:
—No lo quiero.
—¿Por qué no?
—Tiene un aspecto raro.
—¡Pero si aún no lo has probado! Prueba sólo un trocito. Hazlo por mí.

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—No.
—En la China los niños se mueren de hambre y bien que les gustaría comer esto.
—Pues mándaselo a ellos.
Y después de un poco más de discusión su madre acababa levantando la voz y
decía: «Te quedarás sentado a la mesa hasta que te lo hayas comido todo», o: «Espera
a que le cuente esto a tu padre, queridito». Entonces él se ponía un trozo de comida
en la boca, lo tragaba sin paladearlo y volvía a vomitarlo en el plato. Después le
encerraban en el dormitorio de atrás. Algunas veces su madre venía hasta la puerta y
decía: «¿No quieres comer ni un pedacito? ¿No quieres hacerlo por mí?» y Thaw,
sintiendo muchas ganas de ser cruel, gritaba: «¡No!» y se iba a la ventana para mirar
hacia el solar de atrás. Allí veía a sus amigos, jugando, o a los ladrones de basureros,
o a vecinas que colgaban la ropa, y se sentía tan solitario y magnífico que incluso
pensaba en abrir la ventana y saltar abajo. Imaginar su cuerpo estrellándose en el
suelo por entre ellos le proporcionaba una amarga alegría. Por fin, aterrado, oía cómo
su padre subía por las escaleras, clomp-clomp, llevando su bicicleta. Normalmente
Thaw iba corriendo a recibirle. Pero ahora oía cómo su madre abría la puerta, el
murmullo de voces unidas en la conspiración, y después unos pasos que se
aproximaban al dormitorio y a su madre susurrando: «No le hagas mucho daño».
El señor Thaw entraba con el rostro ceñudo y decía:
—¡Duncan! Has vuelto a portarte mal con tu madre. Ella se toma la molestia de
prepararte una buena cena y tú no quieres comerla. ¿Es que no te da vergüenza?
Thaw agachaba la cabeza.
—Quiero que le pidas disculpas.
—No sé qué quiere decir asculpas.
—Dile que lo sientes y que comerás lo que te dé.
—¡No, no me lo comeré! —gruñía entonces Thaw, y recibía una paliza.
Durante la paliza gritaba mucho y después daba patadas, chillaba, se tiraba del
pelo y se golpeaba la cabeza contra la pared hasta que sus padres se asustaban y el
señor Thaw gritaba:
—¡Deja de hacer eso o te cruzaré la cara con la mano!
Y entonces Thaw se golpeaba la cara con los puños, gritando:
—¿Así, así, así?
Hacerle callar sin quitarle fuerza a la justicia del castigo recibido era muy difícil.
Siguiendo el consejo de un vecino, un día desnudaron al niño, que pataleaba
enfurecido, llenaron una bañera con agua fría y le metieron dentro. Aquella repentina
inmersión en el hielo acabó con todas sus protestas y este mismo tratamiento fue
utilizado en ocasiones posteriores con idéntico éxito. Después, algo tembloroso, le
secaban con toallas delante del fuego de la sala, y luego le acostaban junto a su
muñeco. Thaw, aturdido y sin sentir ninguna emoción, esperaba el sueño mientras
que su madre le arropaba. Algunas veces pensaba en la posibilidad de negarle el beso
de buenas noches pero nunca lograba decidirse a hacerlo.

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Cuando le habían castigado por negarse a comer determinado plato no volvían a
dárselo, sino que le ofrecían un huevo cocido. Sin embargo, después de haber sabido
el mal uso que los antiguos inquilinos habían hecho de su horno, Thaw contempló
pensativamente el pastel de carne que llegó esa noche a la mesa. Finalmente, lo
señaló con el dedo y preguntó:
—¿Puedo tomar un poco?
La señora Thaw miró a su esposo, cogió la cuchara y dejó caer una porción en el
plato de Thaw. El niño clavó los ojos en las patatas medio derretidas a las que se
mezclaban partículas de zanahoria, repollo y carne picada y se preguntó si los sesos
de alguien tendrían realmente ese aspecto. Se llevó un poco de pastel a la boca, lleno
de miedo, y lo revolvió con la lengua. Tenía buen sabor, así que se comió lo que
había en el plato y pidió más. Cuando hubieron terminado de cenar su madre le dijo:
—¿Ves? Te ha gustado. Y ahora, ¿no te da vergüenza armar tanto jaleo por nada?
—¿Puedo salir a la parte de atrás?
—Está bien, pero vuelve cuando te llame, ya es algo tarde.
Thaw corrió por el pasillo, cerró de golpe la puerta del piso a su espalda y bajó
por las escaleras, con el peso de la comida en su estómago haciéndole sentirse
excitado y lleno de poder. Pegó la frente a la hierba, bañado por la cálida luz del
atardecer, y bajó dando volteretas por una verde ladera hasta caerse, mareado, y
quedar inmóvil con los edificios y el cielo azul girando y tambaleándose alrededor de
su cabeza. Miró por entre los tallos de las margaritas y la acedera hacia el basurero,
un cobertizo de ladrillo con tres paredes donde guardaban los cubos. Un sonido de
voces confusas llegó hasta sus oídos a través de los tallos, así como el arañar de una
bota con puntera de hierro saltando por encima de una verja, y después oyó el
estruendo de un cubo al ser levantado. Se incorporó.

Dos chicos un poco mayores que él estaban inclinados sobre los cubos, sacando de
ellos ropas viejas, botellas vacías, unas cuantas ruedas de cochecito y un colchón,
mientras que un chico corpulento de unos diez u once años lo iba metiendo todo en
un saco. Uno de los chicos encontró un sombrero con una pluma de pájaro. Se lo
puso, empezó a imitar el contoneo de una señora elegante y dijo:
—Mírame, Boab, ¿verdad que estoy buena?
—Para ya —dijo el mayor de los chicos—. Conseguirás que la vieja acabe
pillándonos.
Tiró el saco por encima de la verja al solar contiguo y los tres chicos treparon por
ella. Thaw les siguió, deslizándose por entre los barrotes, y volvió a pegarse a la
hierba. Les oyó hablar en susurros y el mayor de los chicos dijo: «No le hagas caso».
Se dio cuenta de que estaba asustándoles y cuando les siguió al siguiente solar lo
hizo sin tanto disimulo, aunque manteniéndose a cierta distancia. Y se llevó una leve

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sorpresa cuando el mayor de los chicos se volvió hacia él y le dijo:
—¿Qué quieres, mocoso?
—Quiero ir con vosotros —dijo Thaw.
Sintió un cosquilleo en el cuero cabelludo y el corazón le golpeó las costillas pero
aquel chico nunca había comido lo que él.
—¡Dale una torta, Boab! —dijo el niño del sombrero.
—¿Por qué quieres venir con nosotros? —preguntó Boab.
—Porque sí.
—¿Porque sí qué?
—Nada. Sólo porque sí.
—Si vienes con nosotros tendrás que llevar algo. ¿Quieres encargarte de recoger
los libros?
—Vale.
—De acuerdo.
Desde entonces las revistas y tebeos quedaron reservados para Thaw, quien
pronto aprendió a distinguir cuáles valía la pena sacar de la basura. Visitaron todos
los solares del edificio, dejando algunos desperdicios caídos en cada uno, y fueron
expulsados del último por una mujer que les siguió hasta la reja gritando jadeantes
promesas de llamar a la policía.

Una niña de doce años les esperaba en la calle sujetando un cochecito de niño con
tres ruedas. Señaló a Thaw y dijo:
—¿Dónde habéis encontrado eso?
—No te preocupes por él —dijo Boab, y cargó su saco en el cochecito, que ya
estaba bastante repleto de basura.
Los dos niños se pusieron como arneses las cuerdas que estaban atadas al eje
delantero y, con Boab y la niña empujando y con Thaw corriendo junto al cochecito,
se alejaron rápidamente por la calle. Pasaron junto a villas con setos, una pequeña
central eléctrica que zumbaba detrás de los álamos, huertos con hileras de lechugas
que parecían rosas verdes e invernaderos que brillaban con las últimas luces del sol.
Atravesaron la puerta de una verja oxidada y treparon por un camino de polvo
azulado por entre una jungla de arbustos y zarzales. La atmósfera estaba saturada por
el olor de la vegetación, los niños gruñían con el esfuerzo de empujar el cochecito, un
vago trueno vibraba en el suelo por debajo de ellos y al final del camino llegaron al
borde de una profunda cañada. Uno de sus extremos estaba cerrado por dos enormes
puertas de madera medio podrida. Un reluciente arco de agua se deslizaba por encima
de ellas, cayendo al fondo, y fluía después por la cañada atravesando las puertas del
otro extremo, que estaban abiertas, hasta llegar a una pequeña ensenada con las
orillas llenas de algas en la que flotaban los lirios acuáticos. Thaw sabía que esto
debía ser el canal, un sitio peligroso y prohibido donde se ahogaban los niños. Siguió

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a sus compañeros colina arriba hacia unas estructuras donde el agua se derramaba por
encima de los bordes, goteaba por entre las grietas o se estancaba en lagunas medio
cenagosas con cisnes nadando por las zonas despejadas del centro. Cruzaron un
puente de tablones bajo la sombra de una cascada tan alta que su estruendo resultaba
ensordecedor. Avanzaron por un suelo rocoso, después cruzaron otro puente y oyeron
el tenue sonido de un lejano clarín que parecía la caricatura de una llamada al
combate.
—Peely Wally —dijo Boab.
Bajaron rápidamente por un sendero de carbonilla, atravesaron una puerta y
llegaron a una calle.

Thaw descubrió que era un tipo de calle desconocido para él. Los edificios tenían
fachadas grises en vez de rojas, las ventanas de los primeros pisos carecían de
cristales o los tenían rotos, y a veces ni tan siquiera había marcos sino meros agujeros
ovalados medio cubiertos con ladrillos para que los niños no cayeran por ellos. Los
hombres que se habían limitado a llevarse los pinchos de las rejas de Riddrie (donde
vivía Thaw) se habían llevado todas las rejas de aquí, y los espacios entre acera y
edificio (que en Riddrie eran cuidados jardines) eran aquí extensiones de tierra
apisonada donde niños demasiado pequeños para caminar arañaban el suelo con
cucharas dobladas o hacían flotar pedazos de madera en los charcos dejados por la
lluvia de la semana pasada. En el centro de la calle había un carrito tirado por un
burro, y encima del carrito estaba sentado un joven pálido y sonriente que apenas si
tenía labios, con una trompeta encima de las rodillas. Su carrito contenía cajas de
juguetes multicolores que podían ser comprados con harapos, botellas y frascos de
vidrio, y una multitud de niños ya se agolpaba a su alrededor con sombreros de cartón
en la cabeza, haciendo sonar silbatos o agitando banderines de colores y molinillos de
papel.
—¡Haced sitio! ¡Haced sitio! —gritó el joven cuando vio a Boab y al cochecito
—. ¡Dejad pasar a este buen hombre!

Empezaron a regatear mientras que Thaw y los otros dos niños se colocaban junto al
burro, admirando la pacífica expresión de sus ojos, la dureza de su frente y el vello
blanco que había dentro de las orejas en forma de trompeta. Thaw empezó a discutir
sobre la edad del burro con el niño que llevaba el sombrero.
—Bueno, pues te apuesto una libra a que es más viejo que tú —dijo el niño.
—Y yo te apuesto una a que no.
—¿Por qué piensas que no lo es?
—¿Y por qué piensas tú que sí?
—¡Peely! —gritó el niño—. ¿Cuántos años tiene tu burro?

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—¡Cien! —gritó Peely.
—Ahí tienes… ¡He acertado! —dijo el niño—. Y ahora, tienes que darme una
libra. —Alargó la mano hacia él, diciendo—: Hale, venga, venga. ¡Págame la libra!
Los niños que habían oído la discusión estaban hablando en susurros y riéndose, y
algunos llamaban a amigos suyos que observaban el espectáculo desde lejos.
—No la tengo —dijo Thaw, asustado.
—¡Pero si la habías apostado! ¿Verdad que se la había apostado?
—Sí, sí, se la apostó —dijeron varias voces—. Apostó una libra.
—Pues la tiene que pagar.
—No creo que el burro tenga cien años —dijo Thaw.
—Te crees muy listo, ¿verdad que sí? —gritó una niña delgada con voz cargada
de veneno y voces sarcásticas chillaron: «Oh, mami, mami, soy un niñito muy listo».
—Bueno, ¿y por qué el niñito listo no se cree que el burro tenga cien años?
—Porque lo leí en una ENCICLOPEDIA —dijo Thaw, pues aunque todavía no
era capaz de leer una vez había dejado encantados a sus padres pronunciando la
palabra enciclopedia sin que nadie se la hubiera enseñado y para él la palabra poseía
cualidades especiales. Pronunciarla al servicio de su mentira tuvo unos efectos
inmediatos. Uno de los que estaban más alejados de él dio un salto, haciendo chocar
las manos por encima de la cabeza, y gritó: «¡Oh, la gran palabra! ¡La gran palabra!»
y el gentío estalló en un frenesí de risas y burlas. Agitaron banderas e hicieron sonar
los silbatos, gritando y dando patadas en el suelo alrededor de Thaw, paralizado por
el miedo, hasta que empezaron a temblarle los labios y una gota de agua brotó de su
ojo izquierdo.
—¡Mirad! —gritaron—. ¡Está llorando! ¡Llorón! ¡Llorón! ¡Cobarde criado con
taza, metedle la nariz en la mostaza! ¡Niñito de Riddrie, no tienes rabito! ¡Venga,
llama a tu mamá!
Thaw se sintió cegado por una roja marea de rabia y les gritó: «¡Guarros!
¡Guarros, más que guarros!», y echó a correr por la oscura calle. Oyó a su espalda el
ruido que hacían los pies de sus perseguidores, a Peely Wally riéndose igual que un
cuervo que grazna y a Boab, rugiendo: «¡Dejadle marchar! ¡Dejadle en paz!».
Dobló una esquina y corrió por una calle dejando atrás a niños que se le quedaron
mirando y hombres que no le hicieron ningún caso, atravesó un pequeño parque con
un laguito en el que se oía ruido de agua que corre, y después bajó por un sendero
adoquinado, yendo más despacio porque ahora ya no le seguían, con intervalos más
largos entre sus sollozos. Acabó sentándose en un trozo de pared y tragó aire hasta
que su corazón latió con más calma.

Ante él había una explanada vacía con las sombras de los edificios extendiéndose a lo
largo de ella. Todos los colores se habían vuelto matices del gris y rectángulos negros
dibujados en las paredes de los edificios. El cielo estaba cubierto por una nube azul

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grisácea, pero los vientos habían abierto canales a través de ella y por los canales
Thaw pudo ver sobre su cabeza la verdosa atmósfera del crepúsculo. Cinco cisnes
cruzaron el más ancho de esos canales, yendo de camino hacia una parte más lejana
del canal o a uno de los estanques que había en los parques de la ciudad.

Thaw volvió por donde había venido, sorbiéndose los mocos y limpiándose las
lágrimas. La penumbra del parque sólo se veía alterada por el chapoteo del agua. En
las calles ya era de noche. Se alegró de no ver niños, adultos o ninguno de los grupos
de adolescentes que solían reunirse en las esquinas al anochecer. Negros faroles se
alzaban con amplios intervalos en cada acera. Las ventanas de los edificios eran
como agujeros negros en un rostro. En dos ocasiones vio agentes de la defensa civil
que cruzaban el final de una calle por delante de él, hombres silenciosos tocados con
cascos que examinaban las ventanas cegadas en busca de rendijas de luz ilegal. Las
calles, oscuras y muy parecidas, daban la impresión de brotar interminablemente unas
de otras hasta que al final Thaw pensó que jamás conseguiría volver a casa y acabó
sentándose en la acera, con la cara oculta entre las manos, sollozando ruidosamente.
Acabó cayendo en un estupor que sólo le permitía sentir la dura acera que había bajo
su trasero y despertó de repente oyendo un murmullo ahogado en sus oídos. Por un
segundo le pareció que era su madre, cantándole, y un instante después reconoció el
ruido de las cascadas. El cielo se había despejado y una brillante luna relucía en lo
alto. Aunque no estaba llena, su luz era suficiente para alumbrar el curso del canal, el
sendero que lo cruzaba, la puerta y el camino de carbonilla. Thaw fue hacia la puerta
sintiendo una mezcla de miedo y alegría, y siguió el sendero con el murmullo
creciendo en sus oídos hasta convertirse en el trueno de la caída de agua. Unas
cuantas estrellas temblorosas se reflejaban en las oscuras aguas de abajo.

Cuando salió del puente Thaw creyó oír a la luna gritándole. Era la sirena. Sus
aullidos resonaban extrañamente por encima de los tejados para amenazarle
directamente a él, la única vida de aquel lugar. Bajó por el sendero, corriendo entre
las ortigas, cruzó la puerta y dejó atrás los oscuros edificios. La sirena se quedó
callada y un poco después (Thaw nunca lo había oído antes) hubo un apagado ruido
de hierros, gron-gron-gron-gron, y formas oscuras pasaron por encima de él. Más
tarde se oyeron golpes secos, como si puños gigantes se estrellaran contra un cielo
metálico colocado encima de la ciudad. Haces de luz se ensanchaban y se contraían
moviéndose a tientas por encima de los tejados, y por entre dos edificios Thaw vio el
horizonte iluminándose con una claridad roja y naranja en la que brillaban destellos
ocasionales. Moscas negras parecían trazar círculos por entre la luz. Después de pasar
junto a la central eléctrica su cabeza chocó con el estómago de un hombre que venía
corriendo en dirección opuesta. «¡Duncan!», gritó el hombre. Thaw se vio alzado por

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el aire y sacudido con brusquedad. «¿Dónde has estado? ¿Dónde has estado? ¿Dónde
has estado?», gritaba el hombre locamente, y Thaw, lleno de amor y gratitud, gritó:
«¡Papá!».
El señor Thaw se puso a su hijo debajo del brazo y volvió corriendo a casa. Thaw,
estremeciéndose a cada zancada de su padre, volvió a oír aquel ruido de hierros.
Subieron por los peldaños que llevaban a la entrada y Thaw fue depositado en el
suelo. Se quedaron inmóviles en la oscuridad, el uno junto al otro, jadeando; y
después el señor Thaw habló con un hilo de voz que Thaw apenas si pudo reconocer:
—Ya te imaginarás lo preocupados que hemos estado tu madre y yo, ¿verdad?
Y entonces algo rasgó el aire con un aullido, se oyó una explosión y pellas de
barro golpearon la mejilla de Thaw.

A la mañana siguiente miró por la ventana de la sala y vio el agujero que había en la
acera de enfrente. La onda expansiva había hecho caer el hollín de la chimenea
esparciéndolo por toda la sala de estar, y la señora Thaw lo limpió, haciendo una
pausa de vez en cuando para hablar con los vecinos que pasaban a comentar el
bombardeo. Todos estaban de acuerdo en que podría haber sido peor, pero Thaw tenía
mucho miedo. Su aventura con los ladrones de basuras había sido un crimen más
horrendo que no comerse la cena, así que esperaba un castigo de una escala muy
superior a la normal. Después de haberse pasado el día entero observando
atentamente a su madre, fijándose en cómo canturreaba para sí cuando quitaba el
polvo, las cortas pausas que hacía en mitad de la labor, parándose a pensar, su forma
de reñirle cuando se mostró distraído y torpe durante una lección sobre cómo
descifrar la hora, acabó teniendo la seguridad de que no pensaba castigarle, y eso le
preocupó. Temía el dolor, pero merecía que le hiciesen daño, y no iban a hacérselo.
No había vuelto a la misma casa de antes.

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CAPÍTULO XIII

Un hostal
La casa estaba cambiando. Una confusa premura saturaba la atmosfera y en la cama,
de noche, Thaw oía los ruidos de la discusión y los preparativos. Cuando volvía a
casa del patio trasero de un amigo se quedó atascado con la cabeza a un lado de la
verja y el cuerpo al otro. El señor y la señora Thaw le liberaron engrasándole las
orejas con mantequilla y tirando cada uno de una pierna, sin parar de reír. Una vez
libre Thaw se tiró sobre la hierba, chillando a pleno pulmón, pero sus padres le
hicieron cosquillas en los sobacos y le cantaron «No más cosquillas, Jock» hasta que
Thaw no pudo contenerse y se echó a reír. Y un día todos salieron por la puerta y ésta
quedó cerrada a sus espaldas. Su padre y su madre llevaban a su hermana Ruth y unas
cuantas maletas; Thaw tenía una máscara de gas metida en una caja de cartón que
colgaba de su hombro, suspendida por una cuerda; y todos fueron hasta su escuela,
caminando por las soleadas calles de atrás, entre el canto de los pájaros. El patio
estaba ocupado por grupos de madres que hablaban en susurros, con los niños
pequeños junto a ellas. Los padres formaban grupos más ruidosos y los niños de
mayor edad jugaban entre unos y otros, aunque sin demasiada animación.
Thaw se aburría y fue hacia las verjas. Estaba seguro de que se iba de vacaciones
y de que las vacaciones significaban el mar. Se quedó inmóvil junto al final de la
explanada donde terminaba el patio y miró hacia el canal, los edificios de Blackhill y
las distantes colinas entre las que se abría un agujero. Mirando en dirección contraria
vio un gran valle de tejados y chimeneas con más colinas detrás. Aquellas colinas
eran más verdes y cercanas y se las veía con tal claridad que una hilera de árboles se
curvaba siguiendo la suave pendiente de una cima y se unía a ella igual que un seto, y
Thaw pudo ver el cielo por entre la parte inferior de los troncos. Entonces pensó que
el mar estaba más allá de aquellas colinas; si se encontrara entre los árboles podría
bajar los ojos hacia un mar gris en el que centelleaban las olas. Su madre gritó su
nombre y Thaw fue hacia ella lentamente, fingiendo que no la había oído pero que ya
había decidido volver. La señora Thaw le puso bien la cuerda de la máscara de gas,
que se había enredado en el cuello de su abrigo, rozándole la piel, y después empezó
a ajustarle el abrigo a los hombros dando tirones y palmaditas que le hicieron mover
la cabeza de un lado a otro.
—¿El mar está detrás de eso? —preguntó.
—¿Detrás de dónde?
—Detrás de donde están esos árboles.
—¿Quién te ha dicho semejante cosa? Ésos son los Cathkin Braes. Ahí detrás no
hay nada aparte de granjas y campos. Y, si continúas avanzando, Inglaterra.
El centelleo del mar grisáceo era algo demasiado vívido como para que dejara de

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creer en él. La imagen luchó en su cabeza con otra imagen de granjas y campos hasta
que pareció inundarlos. Thaw señaló hacia las colinas que había detrás de Blackhill y
preguntó:
—¿El mar está detrás de eso?
—No, pero ahí están Loch Lomond y las tierras altas.
La señora Thaw dejó de arreglarle la ropa, se puso a Ruth en el brazo izquierdo y
miró hacia los Cathkin Braes con la espalda muy tiesa.
—Cuando era niña esos árboles me recordaban una caravana recortada contra el
cielo —dijo con voz pensativa.
—¿Qué es una caravana?
—Un desfile de camellos. En Arabia.
—¿Qué es un desfile?
Unos autobuses rojos de un solo piso entraron de repente en el patio y todo el
mundo subió a ellos, salvo los padres. El señor y la señora Thaw se despidieron por la
ventanilla y después de una larga espera los autobuses salieron del patio y bajaron por
Cumbernauld Road.

A esto siguió un período confuso y lleno de interrupciones, un período en el que


Thaw y su madre, con Ruth sobre su regazo, pasaron noches enteras en autobuses que
cruzaban velozmente tierras invisibles. Los autobuses siempre estaban mal
iluminados, con las ventanillas tapadas por lonas negro azuladas para que nadie
pudiese mirar hacia fuera. Aquellos viajes debieron ser muy numerosos, pero después
Thaw recordaba una sola noche de viaje que duró muchos meses, una noche en un
autobús lleno de gente hambrienta y cansada, aunque el movimiento del autobús era
interrumpido por confusas aventuras en lugares mal percibidos: el interior de una
iglesia con tallas de madera, una habitación situada sobre el taller de un sastre, una
cocina con un suelo de piedra sobre el que se arrastraban los escarabajos. Durmió en
camas extrañas donde respirar se hacía difícil y despertó gritando que estaba muerto.
Le salieron llagas en el escroto y el autobús les llevó al Roy al Infirmary, donde
viejos profesores le examinaron por entre las piernas y le aplicaron una pomada
marrón que le hizo sentir escozor en las llagas y que olía a brea. El autobús siempre
estaba atestado, Ruth lloraba continuamente, su madre estaba cansada y Thaw
aburrido, aunque en una ocasión un borracho se levantó del asiento y les incomodó a
todos intentando hacerles cantar. Una noche el autobús se detuvo y todos salieron de
él y se encontraron con su padre, quien les llevó a la cubierta de una embarcación. Se
quedaron inmóviles en la penumbra cerca de la chimenea, que desprendía un
agradable calor. El aire era frío, suspendido entre oscuras nubes color pizarra y un
agitado mar azul. Por entre el agua asomaba un escollo que parecía un gran tronco
negro, y en uno de sus extremos un trípode de hierro sostenía un luminoso globo
amarillo. El barco se hizo a la mar.

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Fueron a vivir a un bungalow situado entre edificios de cemento de poca altura, un
sitio llamado el hostal. Se encontraba entre el mar y los páramos. Los trabajadores de
las fábricas de munición dormían allí y el hostal poseía una cantina, un cine y un
hospital, y estaba rodeado por una gran alambrada con puertas que se cerraban de
noche. Cada mañana Thaw y Ruth eran recogidos por un coche que seguía la
carretera de la costa hasta llegar a la escuela del pueblo. La escuela tenía dos aulas y
una cocina donde una mujer del pueblo preparaba comidas insípidas. El director se
llamaba Macrae y se encargaba de darle clase a los alumnos de mayor edad, mientras
que una mujer llamada Ingram enseñaba a los pequeños.

Durante su primer día en la nueva escuela los demás niños se pelearon por ser
vecinos de Thaw en la cola para salir a jugar, y una vez en el patio se agruparon a su
alrededor para preguntarle de dónde venía y a qué se dedicaba su padre. Al principio
Thaw respondió con la verdad pero después les fue contando mentiras para
mantenerles interesados. Dijo que hablaba varios idiomas y cuando le pidieron que lo
demostrase sólo pudo decir que «í» significaba «sí» en francés. Después de eso la
mayor parte de los niños se apartaron de él y al día siguiente sólo tuvo a dos como
público. Para impedir que el público se hiciera más pequeño, Thaw se ofreció a
enseñarles el hostal, y entonces otros niños se le fueron acercando en grupos de tres o
cuatro y preguntaron si también podían venir. Esa tarde, en vez de acompañar a Ruth
en el coche Thaw avanzó por la carretera de la costa encabezando un grupo de treinta
o cuarenta niños que hablaban y bromeaban entre sí y, aparte de alguna que otra
pregunta ocasional, no le hacían ni el más mínimo caso. Thaw no lo lamentaba.
Quería parecerles misterioso, alguien que carecía de edad y poseía extraños poderes,
pero le dolían los pies, llegaba tarde para el té y temía que le reñirían por aparecer
con tantos amigos. Estaba en lo cierto. El portero del hostal se negó a dejar entrar a
los demás niños. Habían caminado cinco kilómetros y se habían perdido su té por
acompañarle y aunque Thaw recorrió un trecho del camino de vuelta con ellos,
disculpándose, estaban muy enfadados y los evacuados empezaron a tirarle piedras.
Thaw volvió corriendo al hostal, donde se le dio una cena fría y una bronca por
«presumir».

A la mañana siguiente fingió estar enfermo pero, desgraciadamente, el asma y el


problema que tenía entre las piernas no eran demasiado graves y tuvo que ir a la
escuela. Una vez allí nadie le dirigió la palabra y durante el recreo Thaw se mantuvo
nerviosamente pegado al rincón más tranquilo del patio. Al formar la cola para entrar
de nuevo en el aula se puso junto a un evacuado que se llamaba Coulter, y éste le
apartó de un empujón. Thaw se lo devolvió. Coulter le dio un puñetazo en el costado,

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Thaw se lo devolvió y Coulter murmuró: «Ya te pillaré después de la escuela».
—Mi papá me ha dicho que he de volver directamente a casa y que no me
entretenga —respondió Thaw.
—Vale. Pues ya te pillaré mañana.
Cuando llegó a casa por la noche se negó a comer nada.
—Tengo un dolor —dijo.
—No pareces enfermo —dijo la señora Thaw—. ¿Dónde tienes ese dolor?
—No lo sé, pero mañana no iré a la escuela.
—Mira, Duncan, entiéndetelas tú con él, esto no es cosa mía —le dijo la señora
Thaw a su esposo.
El señor Thaw llevó a su hijo al dormitorio y le dijo:
—Duncan, hay algo que no nos has contado.
Thaw se echó a llorar y le explicó lo que pasaba. Su padre le atrajo hacia su
pecho.
—¿Es mayor que tú? —le preguntó.
—Sí —(lo cual no era cierto).
—¿Mucho más?
—No —dijo Thaw después de una lucha con su conciencia.
—¿Quieres que hable con el señor Macrae para que les diga a los otros alumnos
que no te peguen?
—No —dijo Thaw, quien sólo deseaba no ir a la escuela.
—Sabía que dirías eso, Duncan. Duncan, tendrás que pelear con ese chico. Si
empiezas a escaparte nunca aprenderás cómo plantarle cara a la vida. Te enseñaré a
pelear. Es fácil… Todo lo que debes hacer es utilizar tu mano izquierda para
protegerte la cara…
El señor Thaw siguió hablándole de aquella forma hasta que la mente de Thaw se
llenó con imágenes en las que derrotaba a Coulter. Pasó aquella noche practicando
para la pelea. Primero practicó con su padre pero tener como contrincante a un ser
humano real no dejaba sitio a la fantasía, así que practicó con una almohada y se fue
a la cama lleno de confianza después de una buena cena. A la mañana siguiente no
sentía tanta confianza y se tomó el desayuno sin decir nada. La señora Thaw le
despidió con un beso.
—No te preocupes —le dijo—. Ya verás como dejas sin sentido a ese bruto.
Y le saludó con la mano, dándole ánimos mientras que el coche se alejaba.

Aquella mañana Thaw se quedó en una esquina del patio donde no había nadie y
esperó lleno de miedo a que Coulter, quien estaba jugando al fútbol con sus amigos,
viniera hacia él. Empezó a llover y poco a poco los alumnos se fueron reuniendo en
un cobertizo situado a un extremo del edificio. Thaw entró el último. Fue hacia
Coulter, sufriendo toda una agonía de terror, le sacó la lengua y le pegó en el hombro.

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Los dos empezaron a pelear inmediatamente, con toda la falta de habilidad con que
pelean siempre los niños pequeños, agitando los brazos y con tendencia a darse
patadas en los tobillos; después se agarraron el uno al otro y cayeron al suelo. Thaw
estaba debajo pero la nariz de Coulter se aplastó contra su frente, con lo que la sangre
resultante les manchó a los dos por igual, cada uno creyó que era suya y, asustados
ante la herida que sospechaban haber sufrido, rodaron apartándose el uno del otro y
se pusieron en pie. Después de aquello, y pese a los ánimos que les daban sus
partidarios (Thaw se quedó sorprendido al descubrir que tenía a la espalda una
vitoreante turba de partidarios), se contentaron con insultarse mutuamente hasta que
llegó la señorita Ingram y los llevó ante el director. El señor Macrae era un hombre
corpulento y con la cara siempre enrojecida.
—Muy bien —dijo—. ¿Cuál es la causa de todo esto?
Thaw empezó a hablar rápidamente, con su explicación puntuada por tartamudeos
y abundante tragar de saliva, y sólo se detuvo cuando descubrió que estaba
empezando a sollozar. Coulter no dijo nada. El señor Macrae sacó su regla de cuero
del escritorio y dijo:
—Extended las manos.
Cada uno alargó su mano y recibió en ella un golpe de mil diablos.
—¡Otra vez! —dijo Macrae—. ¡Otra vez! ¡Otra vez! Si me entero de que os
volvéis a pelear —les dijo después—, recibiréis el mismo tratamiento aunque en una
dosis mucho más grande. Id a vuestra clase.
Los dos inclinaron la cabeza para ocultar su rostro contorsionado por el dolor y
fueron a la habitación contigua chupándose la mano herida. La señorita Ingram no les
pidió que hicieran nada durante el resto de la mañana.

Después de la pelea Thaw encontró los recreos más aburridos que aterradores. Solía
quedarse en el rincón más solitario del patio con un chico llamado McLusky que no
jugaba con los demás porque era algo tonto. Thaw le contaba largas historias con él
mismo como héroe y McLusky le ayudaba a representar las partes que podían ser
escenificadas. La parte más vivida de su existencia se hizo imaginaria. Thaw y su
hermana dormían en habitaciones contiguas y de noche le contaba historias de un
cuarto a otro, historias con las aventuras y paisajes de los libros que había leído
durante el día. Algunas veces se paraba y le preguntaba: «¿Aún no estás dormida?
¿Quieres que continúe?», y Ruth respondía: «No, Duncan, por favor, sigue», pero al
final se quedaba dormida. Y a la noche siguiente decía:
—Duncan, por favor, sigue con la historia.
—De acuerdo. ¿Dónde me quedé la noche pasada?
—Habían…, habían aterrizado en Venus.
—No, no. Se habían marchado de Venus para irse a Mercurio.
—Yo… No me acuerdo de eso, Duncan.

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—Claro que no. Te quedaste dormida. Bueno, no pienso contarte historias si no
quieres escucharlas.
—Pero, Duncan, no lo pude evitar.
—Entonces, ¿por qué no me dijiste que te estabas quedando dormida en vez de
dejarme hablar?
Y después de hacérselo pasar mal durante un rato, continuaba con la historia pues
cada día se pasaba un montón de tiempo preparándola. Tenía otras formas de hacerle
pasar malos ratos a su hermana. Ruth tenía prohibido jugar a la pelota dentro de la
casa. En una ocasión Thaw la vio jugando, y la aterrorizó durante semanas
amenazando con decírselo a su madre. Un día la señora Thaw acusó a sus hijos de
haber robado azúcar del armarito de la sala. Ambos lo negaron.
—Tú robaste el azúcar —le dijo después Ruth.
—Sí —dijo él—. Pero si se lo cuentas a mamá diré que eres una mentirosa y no
sabrá a quien creer.
Ruth se lo contó inmediatamente a su madre, Thaw la llamó mentirosa y la señora
Thaw no supo a cuál de los dos creer.

Durante las primeras semanas de escuela Thaw se dedicó a observar cuidadosamente


a las niñas buscando a una con la que tener aventuras en su imaginación, pero todas
pertenecían demasiado obviamente a la misma clase de vulgar arcilla que él. Durante
casi un año se resignó a estar enamorado de la señorita Ingram, que era
moderadamente atractiva y cuya autoridad le daba una suerte de grandeza. Un día,
visitando la tienda de ultramarinos del pueblo, vio un letrero en una ventana que
anunciaba las Suelas Adhesivas Amazona. El letrero mostraba a una joven rubia
vestida con una sucinta armadura griega, con lanza, escudo y un casco en la cabeza.
Por encima de ella se veían las palabras BELLEZA CON RESISTENCIA, y su rostro
poseía una quejumbrosa hermosura que hacía parecer vulgar a la señorita Ingram.
Durante los intervalos de la cena, Thaw iba a la tienda y contemplaba a la joven
durante el tiempo preciso para contar hasta diez. Sabía que si la miraba con
demasiada frecuencia y atención, incluso ella podía acabar pareciéndole vulgar.

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CAPÍTULO XIV

El Ben Rua
El señor Thaw deseaba tener una relación más estrecha con su hijo y amaba las
actividades al aire libre. Cerca del hostal había unas montañas muy hermosas y la
más cercana de ellas, Ben Rua, tenía menos de doscientos metros de altura. Decidió
llevarse a Thaw en algunas excursiones que no resultaran demasiado cansadas y le
compró unas resistentes botas de montañero. Por desgracia, Thaw quería llevar
sandalias.
—Me gusta mover los dedos de los pies —dijo.
—¿Qué tonterías estás diciendo?
—No me gusta tener encerrados los pies dentro de esas cajas de cuero. Me da la
impresión de que están muertos. No puedo doblar los tobillos.
—¡Pero si se supone que no debes doblar los tobillos! Si resbalas en un sitio malo
romperse un tobillo es lo más fácil del mundo. Estas botas han sido fabricadas
especialmente para darle un buen sostén al tobillo… En cuanto uno sólo de sus clavos
se agarre bien, es capaz de sostener tu tobillo, tu pierna e incluso tu cuerpo entero.
—Lo que pierda en seguridad lo compensaré con rapidez.
—Ya veo, ya veo. Durante un siglo los montañeros han subido los Alpes, los
Himalayas y los Grampianos llevando botas claveteadas. Es como para pensar que
entendían bastante de escaladas, ¿verdad? Oh, no, Duncan Thaw sabe más que ellos.
Tendrían que haber llevado sandalias.
—Lo que no les iba bien a ellos puede irme bien a mí.
—¡Dios mío! —exclamó el señor Thaw—. ¿Qué he traído a este mundo? ¿Qué he
hecho para merecerme esto? ¡Si pudiéramos vivir basándonos tan sólo en nuestra
experiencia no tendríamos ciencia, civilización o progreso! El hombre ha avanzado
gracias a su capacidad para aprender de los demás, y estas botas me han costado
cuatro libras con ocho chelines.
—Si todo el mundo hiciera las cosas tal y como las hacen todos los demás no
habría ciencia ni civilización —dijo Thaw.
La discusión continuó hasta que el señor Thaw perdió los estribos, Thaw tuvo un
ataque de histeria y hubo que darle un baño frío. Las botas de montañero se quedaron
en un armario hasta que Ruth fue lo bastante mayor para utilizarlas. Mientras tanto,
Thaw nunca fue de excursión con su padre.

Un día de verano Thaw fue andando rápidamente por la carretera de la playa hasta
que el hostal quedó oculto por un promontorio de tierra verdosa. Hacía sol. Unas
pocas nubes yacían dispersas por el cielo igual que camisas tiradas sobre un suelo

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azul. Abandonó la carretera y corrió por una ladera hasta el mar, sus pies hundiéndose
casi hasta los tobillos por entre las conchas y los guijarros. Thaw sentía una decidida
confianza en sí mismo, pues había estado leyendo un libro llamado El joven
naturalista y tenía intención de tomar notas sobre cualquier cosa interesante que
viese. Los guijarros acababan cediendo paso a unas terrazas de roca con grandes
peñascos entre los que había pequeñas lagunas. Thaw se puso en cuclillas junto a un
charco que tenía el tamaño de un plato sopero y lo examinó, frunciendo el ceño. Bajo
el agua cristalina había tres guijarros, una pequeña anémona con el color del hígado
crudo, un hilillo de alga verde y varios bigarros. Los bigarros eran de un color entre
aceitunado y púrpura oscuro, y Thaw creyó percibir que los más claros tenían
tendencia a estar en los bordes del charco y los oscuros en el centro. Sacó de su
bolsillo un cuaderno de notas y un lápiz y trazó un mapa en la primera página,
mostrando la posición de los bigarros; después escribió la fecha en la página siguiente
y, tras haberlo estado pensando un poco, añadió las siguientes letras:

SEDRABOC SONU NOS ARUPRÚP SORRAGIB SOL

pues deseaba ocultar sus descubrimientos bajo un código hasta que estuviera listo
para publicarlos. Después se metió el cuaderno de notas en el bolsillo y paseó por la
playa de lisa arena blanca lamida por el reluciente mar. Harto de ser un naturalista,
encontró un pedazo de madera traído por la marea y empezó a trazar los planos de un
castillo sobre la firme superficie arenosa. Era un castillo muy complicado, lleno de
entradas secretas, mazmorras y cámaras de tortura.

—¿Qué se supone que es eso? —dijo alguien a su espalda.


Thaw se dio la vuelta y vio a Coulter. Apretó con más fuerza el pedazo de madera
y dijo:
—Son unos planos.
Coulter caminó alrededor de los planos y dijo:
—¿Y de qué son?
—Oh, no son más que planos.
—Bueno, quizás hagas bien no diciéndome de qué son. ¿Tú qué sabes? Igual soy
un espía alemán.
—Tú nunca podrías ser un espía alemán.
—Sí que podría.
—¡No eres más que un niño!
—Pero quizá los alemanes tengan una sustancia química secreta que hace dejar de
crecer a la gente para que parezcan niños, aunque a lo mejor tengan veinte o treinta
años, y quizá me han desembarcado aquí con un submarino y finjo que soy un
evacuado, pero en realidad me paso el tiempo espiando el hostal que dirige tu padre.

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Thaw miró a Coulter, que permanecía inmóvil con los pies bien separados y las
manos metidas en los bolsillos de los pantalones. Coulter le devolvió la mirada.
—¿Eres un espía alemán? —le preguntó Thaw.
—Sí —dijo Coulter.
Su rostro estaba tan rígido e inexpresivo que Thaw se quedó convencido de que
era un espía alemán. Al mismo tiempo, sin darse cuenta de ello, había dejado de
tenerle miedo.
—Bueno, pues yo soy un espía británico —dijo.
—No lo eres.
—Sí que lo soy.
—Demuéstramelo.
—Demuéstrame que tú eres un espía alemán.
—No quiero. Si lo hiciera me arrestarías y me colgarían.
Thaw no supo qué contestar a eso. Estaba preguntándose cómo podía hacerle
pensar a Coulter que era un espía británico cuando Coulter dijo:
—¿Vienes de Glasgow?
—¡Sí!
—Yo también.
—¿Qué parte de Glasgow?
—Garngad. ¿De qué parte eres tú?
—Riddrie.
—¡Hm! Riddrie está bastante cerca de Garngad. Las dos dan al canal.
Coulter volvió a examinar los planos y dijo:
—¿Es el plano de una madriguera?
—Bueno…, algo así.
—Yo conozco unas cuantas madrigueras soberbias.
—¡Yo también! —se apresuró a decir Thaw—. Tengo una madriguera dentro
de…
—¡Yo tengo una madriguera que es una auténtica cueva secreta! —dijo Coulter
con voz de triunfo.
Thaw se quedó impresionado.
—Mi madriguera se encuentra dentro de un arbusto —dijo después del lapso de
silencio adecuado—. Por fuera parece un arbusto corriente pero está todo hueco por
dentro y se encuentra junto al camino del hostal, así que puedes sentarte dentro y
observar a todas esas chicas de la fábrica de municiones cuando pasan, y ellas no
saben que estás ahí. La pega es… —le hizo añadir de mala gana la sinceridad—, que
le entra la lluvia.
—Ése es el problema de las madrigueras —dijo Coulter—. O son secretas y dejan
entrar la lluvia o no dejan entrar la lluvia y entonces no son secretas. Mi caverna
aguanta muy bien la lluvia pero la última vez que fui allí todo el suelo estaba cubierto
de paja sucia. Creo que los hojalateros la habían estado usando. Pero si tuviera

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alguien que me ayudase podría convertirla en una gran madriguera.
—¿Cómo?
—¿Me prometes que no se lo contarás a nadie?
—Pues claro.
—Está cerca del hotel.
Atravesaron la playa hasta llegar al camino y fueron por él hablando
amigablemente.

Antes de llegar al pueblo torcieron por un camino que subía hasta llegar a las grandes
puertas de hierro y los tejos del Hotel Kinlochrua. Después de llegar hasta allí el
camino se estrechaba y quedaba medio cubierto por la maleza. Les fue llevando cada
vez más y más arriba, por entre peñascos y arbustos, hasta que Coulter se detuvo y,
con aire de triunfo, dijo: «¡Ahí!».
Estaban junto a una cañada que bajaba hasta las aguas del arroyo. Había sido
utilizada como vertedero de basura y casi la mitad de la cañada estaba ocupada por
una avalancha de latas, platos rotos, cenizas y ropa podrida. Thaw la contempló con
placer y dijo:
—Sí, ahí hay montones de cosas para hacer una madriguera.
—Vamos a coger primero las latas grandes —dijo Coulter.
Se abrieron paso por entre la basura, recogiendo materiales, y después los
llevaron hasta un sitio llano que había entre dos grandes rocas. Para las paredes de la
madriguera utilizaron barriles de petróleo y como tejado pusieron linóleo sostenido
por palos. Estaban terminando de tapar los agujeros con sacos cuando Thaw oyó
pasos y miró a su alrededor. Un pastor bajaba por su izquierda, con la maleza
tapándole de cintura para abajo.
—Buenas tardes, chicos —dijo.
Thaw empezó a trabajar cada vez más lentamente. Hasta entonces había estado
parloteando con gran entusiasmo, pero se quedó callado y contestaba a las preguntas
con tanta brevedad como le era posible. Pasado un rato Coulter tiró al suelo un trozo
de cañería con el que había estado intentando hacer una chimenea y dijo:
—Oye, ¿qué te pasa?
—Esta madriguera no sirve de nada. Está demasiado cerca del camino. Todo el
mundo puede verla. No tiene nada de secreta.
Coulter miró fijamente a Thaw y un instante después agarró el tejado de linóleo,
lo arrancó de sus soportes y lo arrojó hacia la cañada.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Thaw.
—¡No sirve de nada! ¡Tú mismo lo has dicho! ¡Estoy derribándola!
Coulter tiró las paredes de un empujón y le dio patadas a los barriles, haciéndolos
rodar por la cañada. Thaw le observó, abatido, hasta que de la madriguera no quedó
nada más que unos cuantos palos y un lejano tintineo metálico.

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—No tenías que haber hecho eso —dijo—. Podríamos haberla camuflado con
ramas y otras cosas y así habríamos podido esconderla. Coulter se abrió paso por
entre la maleza hasta llegar al sendero y empezó a bajar por él. Después de haber
recorrido unos cuantos metros se dio la vuelta y gritó:
—¡Guarro! ¡Eres un guarro!
—¡Tú sí que eres un guarro! —gritó Thaw.
—¡Jodido guarro asqueroso! —chilló Coulter, y desapareció por entre los árboles.
Thaw subió por el sendero en dirección opuesta, la cabeza llena de negros
pensamientos sobre la madriguera, que realmente había sido una madriguera
soberbia.

La cañada había recogido todos los arroyos de los páramos en su hendidura y las
aguas corrían y resonaban por entre peñascos, hojas y el canto de los mirlos, pero
Thaw apenas si prestaba atención a lo que le rodeaba. Estaba pensando en cosas muy
agradables. Expresiones de burla, emoción y ceñuda ira cruzaban por su rostro y de
vez en cuando agitaba un brazo imperiosamente.
—Lo siento, señora, pero no habéis logrado comprender vuestra posición —dijo
en un momento dado con una lúgubre sonrisa—. Sois mi prisionera.

Pasó cierto tiempo antes de que se diera cuenta de que había dejado atrás la cañada,
pero el silencio del páramo poseía una cualidad inquietante que ningún soñar
despierto podía ahogar. El sonido más audible era el del agua fluyendo en límpidos
arroyos marrones, de un marrón dorado allí donde el sol daba en ellos, siguiendo
surcos tan angostos que podían ser tapados con la mano. En algunos sitios el brezo
había anudado sus ramas y raíces a través de aquellos surcos y resultaba posible
seguir su curso por el melodioso gorgoteo que había bajo la alfombra verde púrpura
que iba subiendo y bajando hacia las jorobas y peñascos del Ben Rua. Thaw se vio
repentinamente como si se estuviera contemplando desde el cielo, una pequeña figura
que cruzaba el páramo igual que un piojo sobre una colcha. Se quedó quieto y miró
hacia la montaña. En la punta verde grisácea de la cima creyó poder distinguir una
figura, una mancha blanca vertical que se movía y hacía señas, aunque el movimiento
quizás estuviera causado por una agitación de aire caliente entre la montaña y su ojo.
A Thaw ese movimiento le sugirió la idea de una mujer vestida de blanco que agitaba
la mano, invitándole a acercarse. Incluso podía imaginar su rostro: era el rostro de la
chica que anunciaba las suelas adhesivas. Aquella lejana mujer que hacía señas le
impresionó con toda la fuerza de una creencia incontrovertible, aunque no era del
todo una creencia. No decidió subir a la montaña, pensó: «Seguiré un poco más por
este arroyo» o «Iré hasta la roca de allí». Y llegaba a lo alto de esa ladera para
encontrar que más allá había otra más alta y la montaña cada vez parecía más

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cercana. Algunas veces trepaba a un peñasco y se quedaba inmóvil durante minutos
enteros escuchando leves ruidos que podrían haber sido el lejano rascar de la pezuña
de una oveja sobre una piedra, o el escabullirse de un conejo, o el aleteo de la sangre
en su tímpano. Desde algunos de aquellos pedestales la cumbre del Ben Rua parecía
estar vacía pero más tarde, con un agudo sobresalto, Thaw veía de nuevo el
parpadeante punto blanco. Siguió avanzando por la pendiente y la cima se
desvaneció.

Las laderas inferiores consistían básicamente en granito inclinado siguiendo el ángulo


de la montaña, granito que estaba al mismo nivel que el brezo y se encontraba tan
agrietado como las aceras de una ciudad en ruinas. Más arriba el brezo desaparecía y
la tierra se cubría de un fino césped donde canturreaban los saltamontes y crecían
florecillas cuyos tallos apenas si llegaban al centímetro de altura, flores que apenas si
eran más grandes que la cabeza de un alfiler. Thaw tuvo sed y encontró un pequeño
charco, un resto de la lluvia de la semana anterior recogido en el hueco de una roca.
Cuando se agachó a beber sintió en sus labios la aspereza del granito y su lengua notó
el sabor cálido y rancio del agua. La montaña se iba haciendo más abrupta, con
bloques casi verticales entre los que asomaba la tierra cubierta de hierba. Thaw
estuvo una media hora usando casi tanto las manos como los pies, retorciéndose a
través de embudos sinuosos, salvando pequeños precipicios y tumbándose después
sobre un risco ensombrecido por la cima para ir secando su camisa empapada de
sudor. A esta altura oía ruidos que no había podido percibir en el páramo: un perro
que ladraba en una de las granjas, una puerta que se cerraba de golpe en el hostal, una
alondra volando por un campo encima del pueblo, niños que gritaban en la orilla y el
murmullo del mar. Thaw llevaba ahora dentro dos clases de certeza: la cálida y
perezosa certeza de que allí arriba, en la montaña, había una chica rubia vestida de
blanco que le esperaba, tímida y anhelante; y la más tranquila y fría certeza de que
aquello no era nada probable y lo bueno de la escalada radicaba en el ejercicio y el
panorama que podría ver desde la cima. No había conflicto alguno entre aquellas dos
certezas y su mente pasaba fácilmente de la una a la otra, pero cuando se puso en pie
para iniciar el último tramo de la escalada la imagen de la chica era la más fuerte de
las dos.

Se encontraba al pie de un risco de granito que tenía cuatro veces su altura, con un
estrato más bajo que asomaba más allá del estrato superior, formando una leve terraza
inclinada hacia arriba. Mientras trepaba, su miedo a las alturas hizo que la emoción
que sentía fuese todavía más aguda. El granito de la terraza era bastante quebradizo y
cada paso hacía caer una lluvia de pequeños guijarros que rebotaban en el cielo más
allá del borde. La terraza se fue estrechando poco a poco hasta tener apenas unos

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treinta centímetros de ancho. Thaw pegó su pecho al granito, se puso de puntillas y,
alargando la mano, logró que las yemas de sus dedos quedaran a unos pocos
centímetros de la cima. «Diablos, diablos, diablos, diablos, diablos», murmuró con
tristeza, contemplando el punto donde la oscura roca se recortaba contra el manchón
blanco de una nube. De repente un rostro asomó por el borde y le miró. Era un rostro
pequeño, redondo y arrugado, casi carente de sexo, y la sorpresa de verlo casi hizo
que Thaw perdiera el equilibrio. Necesitó un minuto para reconocerlo como el del
señor McPhedron, el sacerdote del pueblo.
—¿Te has quedado atascado? —dijo el sacerdote.
—No, puedo regresar.
—Bien. El mejor camino para subir es por el lado derecho. Pero espera un
momento, no te muevas.
El rostro se esfumó y Thaw vio algo negro con un extremo curvado que asomó
por el borde y se deslizó hacia él. Era el mango de un paraguas. Thaw lo agarró con
su mano izquierda y tiró de él, tragándose el miedo que intentaba escapar de su
gaznate. El mango se mantuvo firme. Thaw puso la punta de su sandalia sobre una
protuberancia de la pared rocosa, agarró el mango con más fuerza, se izó hasta la
cima y logró subir un brazo por encima de ella. El brazo fue cogido por una mano y
Thaw fue transportado hasta la cima.
—Gracias —dijo, incorporándose.

La cima era una plataforma rocosa tan grande como una habitación y estaba inclinada
de forma que un lado quedaba más alto que los otros. En la punta más elevada se
alzaba un achaparrado pilar de cemento que parecía una pirámide con la punta
cortada. Sintiendo una punzada de tristeza, Thaw comprendió que ese pilar era la
mujer vestida de blanco que le hacía señas. El sacerdote, un hombrecillo calvo y
ajado que vestía arrugadas ropas negras, estaba sentado junto a él con las piernas
colgando por el borde, los puños apoyados en los muslos y la espalda tan tiesa como
si estuviera aposentado en una silla. A su lado yacía el paraguas enrollado.
—Y ahora que ya has recuperado el aliento, dame tu opinión sobre el panorama
—dijo, volviéndose hacia él.
Thaw se puso en pie. El páramo se extendía bajo la cima con los puntos de las
ovejas pastando en él, unas cuantas cañadas repletas de maleza y, más allá, la verde
tira de la costa. La aldea quedaba oculta por los árboles de la cañada más grande pero
su posición era señalada por el tejado del hotel, rodeado de sus coníferas, y por el
final de un muelle que se adentraba en el Atlántico. A la izquierda, entre la playa y la
blancura del sendero, estaba el hostal, sus precisos edificios rectangulares parecidos a
un juego de ajedrez, con motas humanas moviéndose por los senderos rectilíneos que
había entre ellos. Y aún más lejos se veía la carretera, con un autobús moviéndose por
ella igual que si fuese un insecto, apartándose de la costa para meterse en los

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páramos, con pequeños estuarios y riachuelos de un gris azulado que palidecían en la
lejanía igual que las olas de un mar de piedra. Pero el océano que tenían delante
estaba tan liso y reluciente como un pedazo de seda casi carente de arrugas. Se
extendía por el horizonte hasta las oscuras montañas de la isla de Skye, y el sol
colgaba sobre ellas suspendido a una distancia igual a la altura de Thaw. La calina
enturbiaba sus contornos, volviéndolo anaranjado, pero de su centro salían
despedidos dorados alambres de luz. Thaw lo contempló, abatido. Siempre intentaba
rehuir al sacerdote. Cuando llegaron al hostal, su madre, que asistía a la iglesia, le
mandó a las clases de la escuela dominical que el señor McPhedron daba después del
servicio matutino. Thaw había esperado tener que cantar himnos y hacer dibujitos
sobre historias de la Biblia; en vez de eso, se le entregó un libro de preguntas y
respuestas que debía aprenderse de memoria para que cuando el señor McPhedron
hiciera una pregunta como: «¿Por qué creó Dios al hombre?», Thaw respondiera algo
como: «Dios creó al hombre para glorificar Su nombre y disfrutar de Sus obras para
siempre». Después del primer día, Thaw no quiso volver y su padre, que era ateo, dijo
que si no le gustaba no tenía por qué hacerlo. Desde aquel entonces Thaw había oído
en varias ocasiones cómo sus padres discutían sobre el sacerdote. Su madre decía que
había demasiado Infierno en sus sermones. La señora Thaw pensaba que las iglesias
eran buenas porque le daban a la gente la esperanza de un futuro mejor, pero no creía
en el Infierno y pensaba que no se debía asustar a los niños con él. El señor Thaw
decía que no veía razón alguna por la que la gente no debiera creer lo que le daba la
gana, pero McPhedron era el tipo de sacerdote que se encontraba demasiado
frecuentemente en las tierras altas y las islas, un fanático que condenaba al Infierno a
cualquier persona que rechazara la estrechez de sus puntos de vista.

Thaw se dio la vuelta, queriendo ocultar su incomodidad, y examinó el pilar.


—¿Te estás preguntando qué es? —dijo el sacerdote. Su voz era suave y educada.
—Sí.
—Es un punto de triangulación. Tu nombre sigue figurando en mi registro de la
escuela dominical. ¿Quieres que lo borre?
Thaw frunció el ceño y frotó sus dedos contra una curiosa depresión que había en
la base del pilar.
—Eso es para sostener la base de un instrumento utilizado por los que hacen los
mapas del gobierno —dijo el sacerdote—. Me he dado cuenta de que ya no vienes a
la iglesia con tu madre. ¿Por qué?
—Papá dice que no necesito ir a un sitio que no me gusta a menos que resulte
instructivo —murmuró Thaw.
El sacerdote dejó escapar una risita cordial.
—Admiro a tu padre. Su idea de la educación lo abarca todo salvo el propósito de
la vida y el destino del hombre. ¿Crees en el Todopoderoso?

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—No lo sé, pero no creo en el Infierno —dijo valerosamente Thaw.
El sacerdote volvió a reírse.
—Cuando conozcas algo más de la vida quizá el Infierno te parezca más creíble.
¿Eres de Glasgow?
—Sí.
—Yo estudié teología durante seis años en esa ciudad. Hizo que el Infierno me
pareciera algo muy real.
Un tronar ahogado llegó a sus oídos desde la lejanía. Una nube blanca se alzó de
una hondonada de los páramos, hacia el sur, deshilachándose y esfumándose a
medida que subía por el aire. El sonido rebotó por entre las montañas y después
acabó convirtiéndose en un gotear de ecos que se perdió por entre las cañadas.
—Sí —dijo el sacerdote—. Están haciendo pruebas en la fábrica de munición.
Hay que preservar la integridad del país utilizando todos los medios que el Infierno
pueda proporcionarnos.
Thaw estaba lleno de una perpleja ira. Había mordido el espléndido fruto de la
tarde y había encontrado un núcleo de palabras ásperas y aburridas. Murmuró que lo
mejor sería que volviese a casa.
—De acuerdo —dijo el sacerdote—. Ya es demasiado tarde para que un chico
esté lejos de su casa.
Se puso en pie y guió a Thaw por una serie de bloques graníticos que ofrecían
otras tantas superficies horizontales que iban descendiendo igual que si fueran un
tramo de peldaños gigantes, saltando ágilmente de uno a otro, utilizando el paraguas
para no perder el equilibrio en los sitios más difíciles. Thaw iba saltando y
tambaleándose ceñudamente detrás de él. Cuando llegaron a partes más herbosas
Thaw dejó que la distancia que había entre ellos fuera aumentando hasta que el
sacerdote se desvaneció detrás de un peñasco; después torció hacia la izquierda y fue
rodeando la montaña hasta que una cantidad suficiente de ésta se interpuso entre
ellos, poniendo luego rumbo hacia el hostal.

Cuando llegó a la carretera el sol ya se había ocultado pero en la atmósfera aún había
luz —la prolongada claridad del anochecer veraniego—, con la tierra algo oscurecida
pero con el cielo cubierto de vivos colores. Thaw fue cojeando hacia la puerta del
hostal, con el duro asfalto haciéndole daño en los pies, y siguió dos de los senderos
rectilíneos hasta llegar al bungalow del encargado. Su madre estaba tejiendo en una
tumbona puesta sobre el césped. Su padre estaba cerca de ella, arrancando
distraídamente las malas hierbas de un jardincito rocoso.
—¡Estábamos empezando a preocuparnos por ti! —gritó la señora Thaw al ver
acercarse a su hijo.
Thaw había tenido intención de guardar silencio sobre la escalada, ya que la había
hecho llevando sandalias, pero fue hacia sus padres, se puso entre ellos y les dijo:

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—¡Apuesto a que no sabéis donde he estado!
—Bueno, ¿dónde has estado?
—¡Ahí!
El Ben Rua asomaba tras los tejados del hostal como una cuña negra recortada en
el cielo verdoso. Pálidas estrellas empezaban a brillar por entre unas cuantas nubes
plumosas color sangre.
—¿Subiste al Ben Rua?
—Sí.
—¿Solo?
—Sí.
—Eso podría haber resultado peligroso, Duncan —dijo su madre en voz baja y
suave.
Su padre contempló sus pies calzados con sandalias.
—Si vuelves a hacerlo antes debes decirle a alguien adónde vas, para que así
sepamos dónde buscar si tienes un accidente —dijo—. Pero creo que esta vez no
vamos a quejarnos; no, esta vez no nos quejaremos, nada de eso.

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CAPÍTULO XV

Estudios
La familia Thaw volvió a su casa de Glasgow el año en que terminó la guerra.
Llegaron de noche, bastante tarde, con una fina llovizna, cogieron un taxi en la
estación y permanecieron en silencio durante todo el trayecto, aturdidos. Thaw fue
contemplando toda una sucesión de calles desoladas iluminadas por resplandores que
parecían al mismo tiempo débiles y demasiado ásperos. Hubo un tiempo en el que
Glasgow era un edificio, una escuela y un pedazo de canal; ahora era un inmenso y
sombrío laberinto donde le harían falta años para encontrar una salida. El piso estaba
frío y desordenado. Durante la guerra lo habían alquilado a desconocidos y tanto la
ropa de cama como los adornos quedaron guardados bajo llave en el dormitorio de
atrás. Thaw le echó una mirada a sus viejos libros mientras que sus padres deshacían
el equipaje y ponían algo de orden, y los encontró aburridos e infantiles.
—¿Cuánto tiempo pasará antes de que volvamos a la normalidad? —le preguntó a
su madre, que estaba quitando el polvo.
—¿Qué quieres decir con eso de la normalidad?
—Ya sabes, cuando estemos bien instalados.
—Supongo que una o dos semanas.
Fue a la sala, donde su padre estaba repasando el correo, y le preguntó:
—¿Cuánto tiempo pasará antes de que volvamos a la normalidad?
—Puede que dos o tres meses, si tenemos suerte.

El señor Thaw pasó los meses siguientes escribiendo cartas a máquina en la sala.
Cada carta que enviaba le hacía recibir cartas con membretes impresos que le daba a
Thaw, quien dibujaba en el reverso de las hojas. Thaw se pasaba horas enteras
dibujando y escribiendo sentado en una minúscula mesita del dormitorio trasero,
vestido con un albornoz y una gorra bordada que habían pertenecido a su abuelo.
Rara vez examinaba las cartas cuyos reversos utilizaba, pero en una ocasión le llamó
la atención ver el membrete de la fábrica donde su padre había trabajado durante la
guerra. Leyó la carta:

Querido señor Thaw:


¡Al parecer un profeta es honrado en todas partes salvo en la
ciudad de su nacimiento! Le felicito por haber llevado a cabo tan
excelente labor en el ahora difunto Ministerio de Municiones.
Desgraciadamente, en este momento carecemos de vacantes para
un encargado de personal. Sin embargo, estoy seguro de que sus

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indudables capacidades harán que no tenga dificultad a la hora de
hallar empleo en cualquier otro sitio. Con nuestros mejores deseos.

Suyo sinceramente,
John Blair,
Director Gerente

—Esta mañana di un paseo hasta Hogganfield —le dijo un día el señor Thaw a su
mujer durante la cena—. Están construyendo un depósito de agua para el nuevo
complejo de casas. —Tragó un bocado de comida y continuó—: Me acerqué a la obra
y conseguí trabajo. Empiezo mañana.
—¿Qué harás?
—Los muros del depósito se construyen vertiendo cemento por entre unas
paredes metálicas. Tendré que colocar las vigas en su sitio y las quitaré en cuanto el
cemento se haya endurecido.
—Siempre es mejor que nada —dijo la señora Thaw con expresión adusta.
—Eso es lo que pensé.
Después de aquello el señor Thaw se iba cada mañana al trabajo vistiendo una
vieja chaqueta y unos pantalones de pana con las perneras metidas en los calcetines, y
cuando Thaw no estaba en la escuela se dedicaba a hacer dibujos en el escritorio del
señor Thaw o se quedaba tendido en la alfombra que había junto a la chimenea,
gozando de la proximidad de su madre mientras hacía las tareas domésticas.

—Duncan —dijo un día el señor Thaw—, tu examen final es dentro de seis semanas,
¿verdad?
—Sí.
—¿Te das cuenta de lo importante que es ese examen? Si lo pasas podrás ir a una
escuela secundaria donde, si aprendes bien tus lecciones, haces tus deberes y pasas
los exámenes adecuados, serás capaz de obtener tu Certificado de Educación Superior
y trabajar en lo que quieras. Incluso puedes estudiar cuatro años más en la
universidad. Si no apruebas el examen tendrás que ir a una escuela secundaria de
nivel inferior y acabarás los estudios a los catorce años, teniendo que aceptar el
primer trabajo que encuentres. Fíjate en mí. Yo fui a una escuela secundaria de nivel
superior pero tuve que dejar los estudios a los catorce años para sostener a mi madre
y a mi hermana. Creo que habría sido capaz de abrirme paso en la vida y llegar a una
buena posición pero para conseguir eso necesitas certificados, y yo no los tenía. Lo
mejor que pude conseguir fue hacerme operario en la fábrica de cajas Laird.
Naturalmente, durante la guerra hubo una escasez de hombres con certificados y

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conseguí un trabajo basándome solamente en lo que era capaz de hacer. Pero mira lo
que estoy haciendo ahora. ¿Tienes alguna idea de lo que te gustaría ser?
Thaw estuvo pensándolo. En el pasado había querido ser rey, mago, explorador,
arqueólogo, astrónomo, inventor y piloto de naves espaciales. Más recientemente,
cuando se encerraba en el dormitorio trasero, había pensado en escribir historias o
pintar.
—Médico —acabó diciendo sin demasiado convencimiento.
—¡Médico! Sí, es un buen oficio. Un médico consagra su vida a ayudar a los
demás. Un médico siempre es respetado y necesitado por la comunidad, y siempre lo
será, no importa qué cambios sociales lleguen a suceder. Bien, tu primer paso es el
examen. No te preocupes por nada aparte de ese primer paso. Eres bueno en inglés y
conocimientos generales pero malo en aritmética, así que debes dedicarte a la
aritmética.
El señor Thaw dio una palmadita en la espalda de su hijo.
—¡A por ella! —dijo.
Thaw fue a su dormitorio, cerró la puerta, se tumbó en la cama y se echó a llorar.
El futuro indicado por su padre le parecía absolutamente repugnante.

La Escuela Secundaria Superior de Whitehill era un gran edificio de lúgubre caliza


roja con un campo deportivo en la parte trasera y un patio cuadrado de recreo a cada
lado, uno para cada sexo, rodeados por muros terminados en pinchos que los hacían
parecer más pequeños. El edificio original había sido construido hacia 1880 pero el
crecimiento de Glasgow le había impuesto ciertas adiciones. A finales de siglo se le
añadió una edificación lateral que exteriormente mantenía la uniformidad de estilo
con el viejo edificio pero por dentro era un laberinto de empinadas escaleras y
pequeñas aulas. Después de la primera guerra mundial se le añadió un anexo de
madera que debía servir para alojar unas cuantas clases más hasta que se pudiera
construir la nueva escuela y después de la segunda guerra mundial, como nueva
medida temporal, siete barracones prefabricados con dos aulas cada uno quedaron
instalados en el campo deportivo. Una mañana gris unos cuantos alumnos nuevos que
parecían haberse extraviado formaban un grupo cerca de la puerta de entrada. En la
escuela primaria habían sido los gigantes del patio. Ahora eran enanos entre una
multitud de personas que llegaban a medir hasta cincuenta centímetros más que ellos.
Quienes procedían de Riddrie se mantenían pegados los unos a los otros intentando
aparentar despreocupación.
—¿Qué vas a estudiar, latín o francés? —le dijo uno a Thaw.
—Francés.
—Yo voy a estudiar latín. Lo necesitas para ir a la universidad.
—¡Pero si el latín es una lengua muerta! —dijo Thaw—. Mi madre quiere que
estudie latín, pero yo le digo que hay más libros buenos escritos en francés. Y puedes

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usar el francés para viajar.
—Bueno, quizá, pero para ir a la universidad necesitas el latín.
Se oyó el graznido de un timbre eléctrico y un hombre gordo y calvo vestido de
negro apareció en los peldaños de la entrada principal. Se quedó inmóvil, con las
manos metidas en los bolsillos de su pantalón y los pies bien separados,
contemplando los botones de su chaleco mientras que los alumnos de mayor edad se
apresuraban a formar hileras ante varias entradas. Una o dos de las hileras siguieron
haciendo un leve ruido de murmullos y pies en movimiento; el hombre del traje negro
les lanzó una mirada severa y sus integrantes se quedaron callados. Después fue
indicando la entrada de cada clase, una a una, con el dedo índice de la mano derecha.
Finalmente, le hizo una seña al grupito que esperaba junto a la puerta y una vez
hubieron llegado al pie de las escaleras les puso en fila, leyó sus nombres de una lista
y los condujo al interior del edificio. La penumbra de la entrada los engulló, y
después de ella vino la tenue luz del vestíbulo lleno de ecos y la fría claridad de un
aula.

Thaw entró el último y descubrió que el único asiento libre era el nada deseado
puesto de la primera fila situado justo delante del profesor, quien estaba sentado
detrás de un gran escritorio con las manos cruzadas sobre la tapa. Cuando todo el
mundo estuvo sentado el profesor miró de izquierda a derecha, siguiendo las filas de
rostros que había ante él, como aprendiéndose de memoria cada uno, y acabó
reclinándose en su asiento.
—Ahora os dividiremos en clases —dijo con despreocupación—. En el primer
año, naturalmente, la única división real es la existente entre quienes estudian latín y
quienes estudian… un idioma moderno. Al final del tercer año tendréis que elegir
entre otras asignaturas: geografía o historia, por ejemplo; ciencia o arte; pues a esas
alturas ya estaréis especializándoos para vuestra futura carrera. Que levanten las
manos los que no sepan qué significa especializarse. ¿Ninguna mano levantada?
Bien. Vuestra elección de hoy es más sencilla pero sus efectos llegan más lejos.
Todos sabéis que para entrar en la universidad hace falta saber latín. Un cierto
número de personas bien intencionadas creen que esto es injusto e intentan cambiarlo.
En lo que a la universidad de Glasgow concierne no lo han conseguido… todavía. —
Sonrió, con una sonrisa que iba más dirigida hacia él mismo que hacia los alumnos, y
se reclinó todavía más en el asiento hasta que pareció estar mirando el techo—. Mi
nombre es Walkenshaw —dijo—. Soy el jefe de clásicas. Clásicas. Así es como
llamamos al estudio del griego y el latín. Quizás habéis oído antes esa palabra.
¿Quién no ha oído hablar de la música clásica? Levantad la mano si no habéis oído
hablar de la música clásica. ¿Ninguna mano levantada? Bien. Veréis, la música
clásica es la mejor clase de música, la música creada por los mejores compositores. Y,
de la misma forma, el estudio de las clásicas es el estudio de lo mejor. ¿Estás

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masticando algo?
Thaw, que había estado tragando saliva con cierto nerviosismo, se quedó
paralizado al darse cuenta de que la pregunta iba dirigida a él. Se puso en pie
lentamente, sin atreverse a desviar la mirada del rostro del profesor, y negó con la
cabeza.
—Respóndeme.
—No, señor.
—Abre la boca. Ábrela bien, del todo. Saca la lengua.
Thaw hizo lo que se le indicaba. El señor Walkenshaw se inclinó hacia delante y
la examinó.
—¿Tu nombre? —le preguntó luego con suavidad.
—Thaw, señor.
—Muy bien, Thaw. Puedes sentarte. Y di siempre la verdad, Thaw. —El señor
Walkenshaw volvió a reclinarse en su asiento—. Clásicas —dijo—. O, tal y como las
llamamos en la universidad, las Humanidades. No tengo nada que decir contra el
estudio de las lenguas modernas. Naturalmente, la mitad de vosotros escogerá el
francés. Pero la Escuela Superior Secundaria de Whitehill tiene una tradición, una
soberbia tradición de erudición clásica, y mi esperanza es que muchos de vosotros
continuaréis esa tradición. En cuanto a quienes no poseen la ambición necesaria para
ir a la universidad y que no saben verle ninguna utilidad al latín, lo único que puedo
hacer es repetir las palabras de Robert Burns: «El hombre no puede vivir sólo de
pan». No, y haríais bien recordándolo. Ahora leeré nuevamente vuestros nombres y
quiero que gritéis moderno y clásicas según la elección que hayáis hecho.
Volvió a leer la lista de nombres. Thaw se quedó algo deprimido al ver que todos
sus conocidos escogían el latín. Escogió el latín.
Los estudiantes de latín hacían cola ante la puerta de otra aula adyacente al
vestíbulo. Las chicas que habían escogido latín ya estaban allí, riéndose y hablando
en susurros. Thaw necesitó sólo un segundo para fijarse en la más hermosa de ellas y
enamorarse. Era rubia y llevaba un vestido claro, así que Thaw se dedicó a examinar
el vestíbulo con expresión altiva y un absorto fruncimiento de ceño, esperando que
ella se fijaría en su indiferencia y su aire de superioridad. El vestíbulo era como el
tanque de un acuario, con la luz entrando en rayos oblicuos por las ventanas del
techo. En la pared de un extremo había una placa de mármol que mostraba a un
caballero con armadura romana y donde estaban escritos los nombres de los alumnos
que habían muerto en la primera guerra mundial. Fotos de los directores colgaban por
entre las puertas: los primeros lucían grandes barbas y los más recientes pulcros
bigotes recortados, pero todos tenían la frente fruncida y los labios apretados. De la
balconada superior llegó la horrible detonación de un cinturón de cuero golpeando
una mano. Una puerta se abrió en algún sitio y una voz temblorosa dijo:
—Marcellus animadvertit, Marcellus se fijó en aquello, y de inmediato en línea
de batalla formó a las fuerzas, y no vaciló, eh, no vaciló en aprovechar la oportunidad

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para recordarles cuán a menudo se habían comportado noblemente en el, eh, en el
pasado…

Un profesor joven y flaco les hizo entrar en el aula. Las chicas tomaron asiento en
los pupitres de la derecha y los chicos en los de la izquierda, y el profesor se puso de
cara a ellos con las manos en las caderas y el cuerpo ligeramente doblado hacia
delante por la cintura.
—Mi nombre es Maxwell —dijo—. Soy vuestro profesor encargado. Tendréis
que venir aquí a primera hora de cada día para pasar lista de clase y dar razones por
haber llegado tarde o haber faltado. Más valdrá que sean buenas razones. También
soy vuestro profesor de latín. —Les estuvo observando durante unos segundos y
después dijo—: Soy nuevo en la enseñanza. Al igual que soy vuestro primer profesor
de la escuela superior secundaria, vosotros sois mi primera clase de la escuela
superior secundaria. Así pues, vamos a empezar juntos y creo que lo mejor será que
decidamos empezar bien, y que lo decidamos aquí mismo y ahora. Jugad limpio
conmigo y yo jugaré limpio con vosotros. Pero si tenemos algún tipo de desacuerdo
seréis vosotros quienes lo pasaréis mal, no yo.
Volvió a mirarles y la asustada clase le devolvió la mirada.
Maxwell tenía un rostro de rasgos algo toscos, con una nariz gruesa, un bien
recortado bigote rojo y labios anchos. Thaw se dio cuenta de que la parte inferior del
bigote estaba recortada para que siguiera con toda exactitud la chata superficie del
labio superior. Aquel detalle le asustó aún más que el nada prometedor y nervioso
discursito que les había soltado.

A lo largo de la mañana la depresión se fue acumulando en su cerebro y su pecho


igual que si fuera un peso físico. Cada cuarenta minutos se oía graznar el timbre y la
clase pasaba a un aula diferente y era acogida con unas cuantas palabras más bien
poco amistosas. La profesora de matemáticas era una mujer bajita y nerviosa que les
dijo que si se esforzaban les ayudaría en cuanto pudiese, pero una cosa que no
pensaba tolerar y que no toleraría era el soñar despierto. En su clase no había sitio
para los soñadores. Repartió libros de álgebra y geometría en los que Thaw vio una
tierra sin color, mobiliario ni acción donde el pensamiento negociaba simbólicamente
consigo mismo. El aula de ciencias tenía un acre olor a productos químicos y
estanterías de objetos raros que hicieron agitarse un poco su eterno interés por la
magia, pero el profesor era un hombretón truculento con el pelo igual que el vello de
un animal y Thaw supo que nada de lo que él enseñase conseguiría proporcionarle
más libertad o poder. El profesor de arte era de mediana edad y de modales apacibles.
Habló sobre las leyes de la perspectiva, y de cómo hacía falta aprender esas leyes
antes de que fuera posible practicar el auténtico arte. Repartió lápices y les hizo

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copiar un pedazo de madera en una hojita de papel. Thaw tuvo que sentarse en la
primera fila y contemplar el rostro del profesor en cada una de las clases. Se
encontraba en un mundo donde nunca tendría éxito y quería dar una impresión de
obediencia que le hiciese ser tratado con cierta compasión por las autoridades.
Durante todo ese tiempo sintió la pálida llama de la chica rubia, sentada en algún
lugar detrás de él, a la izquierda. En dos ocasiones dejó caer un libro como excusa
para mirarla mientras lo recogía. Parecía una joven nerviosa que siempre estaba como
encendiéndose y apagándose, moviendo continuamente los hombros, sacudiendo la
cabeza y el cabello, sonriendo y mirando de un lado para otro. Sorprendido, se dio
cuenta de que su rostro ovalado poseía una mandíbula algo salida hacia delante y no
del todo agraciada. Su belleza radicaba más en el movimiento de las partes que no en
esas mismas partes, lo cual era quizá la razón de que nunca se estuviera quieta.

Los chicos de Riddrie estaban formando cola para el tranvía que les llevaría a casa
ese mediodía, hablando entre ellos.
—Ese monstruo de Maxwell… —dijo uno de los chicos—. Le odio. Parece estar
lo bastante loco como para matarte.
—Oh, venga, si haces lo que te dice todo irá bien. Yo al que le tengo miedo es al
de ciencias. Es el tipo de persona que te puede hacer papilla sólo porque está de mal
humor.
—Sí, hoy todos estaban con ganas de aterrorizarnos. La teoría es que si nos
asustan lo bastante de entrada no les daremos problemas después. Eso es lo que
esperan.
Un breve silencio de reflexión y después alguien dijo:
—¿Qué pensáis del tesoro?
—Yo estoy loco por esa rubita.
—Sí, ¿la habéis visto? No podía estarse quieta. No me importaría que se frotara
conmigo en una habitación oscura.
Todos soltaron una risita, todos salvo Thaw. Alguien le dio un codazo y dijo:
—¿Qué piensas de ella, hombre de la luna?
—Tiene una mandíbula demasiado simiesca para mí.
—¿Ah, sí? Vale. Pero si me la regalaran en un paquete yo no diría que no.
¿Alguien sabe su nombre?
—Yo lo sé. Se llama Kate Caldwell.

Las cosas mejoraron algo por la tarde pues tenían clase de inglés y el profesor era un
hombre joven que poseía un tranquilizador parecido con el actor Bob Hope.
—Hoy es el último día de plazo para entregar contribuciones a la revista de la
escuela —les dijo sin soltarles ningún discurso introductorio—. Os daré papel y

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podéis probar a escribir algo. Puede ser prosa o poesía, serio o cómico, una historia
inventada o un acontecimiento real. No importa que el resultado no sea gran cosa,
pero quizás uno o dos de vosotros consigáis que os acepten algo.
Thaw se inclinó sobre el papel con la cabeza llena de jubilosas ideas de triunfo.
Su corazón empezó a latir más deprisa y se puso a escribir. Llenó rápidamente dos
folios y después copió cuidadosamente el resultado, comprobando las palabras más
difíciles con un diccionario. El profesor recogió las hojas y el timbre les llamó a otra
clase.

Al día siguiente tuvieron geometría. La profesora de matemáticas habló de forma


precisa y clara, trazando diagramas en la pizarra, y Thaw la observó intentando que la
concentración de su mirada compensara su incapacidad de comprender. Una chica
entró en la clase y dijo:
—Por favor, señorita, el señor Meikle quiere ver a Duncan Thaw en el aula
cincuenta y cuatro.
Mientras le guiaba a través del patio hasta el anexo de madera Thaw le preguntó:
—¿Quién es el señor Meikle?
—El jefe de inglés.
—¿Y para qué quiere verme?
—¿Cómo voy a saberlo?
En el aula cincuenta y cuatro un hombre de aspecto saturnino vestido con toga
estaba inclinado sobre su escritorio contemplando las hileras de pupitres vacíos.
Volvió hacia Thaw un rostro flaco, arrugado y triangular situado bajo el óvalo de un
cráneo que se estaba quedando calvo. Tenía un bigotillo negro y unas cejas algo
irónicas. Tomó dos folios que había encima de su escritorio y dijo:
—¿Has escrito esto?
—Sí, señor.
—¿Qué te dio la idea?
—Nada, señor.
—Hm. Supongo que lees mucho, ¿no?
—Bastante.
—¿Y qué estás leyendo ahora?
—Una obra teatral llamada Los dinastas.
—¿Los dinastas de Hardy?
—He olvidado quién la escribió. La saqué de la biblioteca.
—¿Qué piensas de ella?
—Creo que los coros resultan algo aburridos, pero me gustan las instrucciones
para representarla. Me gusta la retirada de Moscú, con los cuerpos de los soldados
cociéndose al fuego por delante y helados por detrás. Y me gusta la visión de Europa
a través de las nubes, esa que parece un hombre enfermo con los Alpes como

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columna vertebral.
—Y cuando estás en tu casa, ¿sueles escribir cosas?
—Oh, sí, señor.
—Y ahora, ¿estás trabajando en algo determinado?
—Sí. Estoy intentando escribir algo sobre un chico que puede oír los colores.
—¿Oír los colores?
—Sí, señor. Cuando ve un fuego que arde cada llama hace un ruido parecido al de
un violín tocando una jiga, y algunas noches no puede dormir por los gritos de la luna
llena, y oye alzarse el sol a través de un amanecer anaranjado como si estuvieran
tocando clarines. El problema está en que la mayor parte de colores que le rodean
hacen unos ruidos horribles: los autobuses verde y naranja, por ejemplo, las luces del
tráfico y los anuncios y ese tipo de cosas.
—Tú no oirás los colores, ¿verdad? —le preguntó el profesor, mirando a Thaw de
una forma peculiar.
—Oh, no —dijo Thaw, sonriendo—. Saqué la idea de una nota que Edgar Allan
Poe escribió en uno de sus poemas. Decía que algunas veces le parecía poder oír a la
oscuridad deslizándose sobre la tierra igual que si fuera el redoble de una campana.
—Ya entiendo. Bien, Duncan, la revista de la escuela anda un tanto escasa de
contribuciones valiosas este año. ¿Crees que podrías escribirnos algo más? ¿Algo que
fuese ligeramente distinto?
—Oh, sí.
—No escribas nada sobre el chico que oye los colores. Es una buena idea…,
quizá demasiado buena para una revista escolar. Escribe sobre algo más corriente.
¿Cuándo podrías tenerlo?
—Mañana, señor.
—Con que sea pasado mañana ya irá bien.
—Mañana lo traeré.
El señor Meikle se golpeó suavemente los dientes con la punta de un lápiz y dijo:
—Cada noche del segundo miércoles de mes celebramos una reunión de la
sociedad de debates de la escuela. Deberías asistir. Quizá tengas algo que decir.

Thaw atravesó el patio desierto corriendo y dando brincos. Se paró un momento ante
la clase de matemáticas, borró la enloquecida sonrisa de su rostro, frunció el ceño,
sonrió débilmente con su boca, abrió la puerta y fue hacia su asiento con los ojos de
toda la clase clavados en él. Kate Caldwell, que estaba sentada en el pupitre contiguo
al suyo, sonrió y le dirigió un breve parpadeo de interrogación. Thaw se inclinó sobre
una página de axiomas, fingiendo concentrarse pero trabajando interiormente en una
nueva historia. El júbilo que sentía en su pecho le recordaba la cima del Ben Rua. Se
acordó del páramo iluminado por el sol y el punto blanco que le hacía señas y se
preguntó si podría utilizar aquellas cosas en una historia y si Kate Caldwell la leería y

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quedaría impresionada por ella. Cogió un lápiz y empezó a esbozar furtivamente una
agreste montaña en la tapa de un libro.
—¿Qué es un punto?
Thaw alzó la vista y parpadeó.
—¡Thaw, ponte de pie! Y ahora, dime qué es un punto.
La pregunta parecía carecer de todo significado.
—Un punto es lo que no tiene dimensiones. No lo sabías, ¿verdad? Y sin embargo
es el primer axioma del libro. Y… ¿Qué es esto? ¡Has estado dibujando en la tapa!
Thaw contempló cómo la profesora abría y cerraba la boca y se preguntó por qué
las palabras que salían de ella podían herir igual que piedras. Su oído intentó
escaparse prestando atención al ronroneo de un gato que avanzaba lentamente por la
calle, así como al leve roce producido por los pies de Kate Caldwell. La boca de la
profesora dejó de moverse. «Sí, señorita», murmuró Thaw, y volvió a sentarse,
poniéndose rojo como un tomate.

Necesitó cuatro noches para terminar la nueva historia. Se la entregó al señor Meikle
con muchas disculpas por el retraso y el señor Meikle la leyó y la rechazó, explicando
que Thaw había intentado lograr una mezcla de realismo y fantasía que habría
resultado difícil incluso para un adulto. Thaw se quedó sorprendido y lleno de
resentimiento. Aunque no estaba satisfecho con la historia, sabía que era lo mejor que
había escrito; las palabras «incluso para un adulto» herían su orgullo con la
sugerencia de que su trabajo era interesante sólo porque Thaw era un niño; además,
ya le había hablado a unos cuantos compañeros de clase de que el señor Meikle le
había pedido una historia, con la esperanza de que la noticia acabaría llegando a Kate
Caldwell.

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CAPÍTULO XVI

Mundos subterráneos
En parte por placer y en parte por ahorrar dinero, iba a la escuela cada mañana
cruzando el parque Alexandra, pensando equivocadamente que un camino que
serpenteaba por entre los arriates de flores resultaba más corto que la calle principal,
recta pero cargada de tráfico. El sendero atravesaba una colina con un campo de golf
encima y campos de fútbol debajo. El cielo mostraba una desacostumbrada palidez
neutral y más allá de los campos de fútbol una pragmática luz gris iluminaba riscos
formados por edificios y fábricas sin oscurecerlos ni enriquecerlos. Después de la
colina venía una laguna rodeada de castaños y arbustos espinosos por la que se podía
navegar en bote. De noche la superficie del agua solía quedar cubierta con una capa
de hollín y un pato, nada más zarpar de una isla, dejaba una huella parecida a la que
deja un dedo sobre un cristal polvoriento. Después de cruzar la corriente de camiones
y tranvías que tintineaban y rugían en la calle principal, Thaw se abría camino por un
enrejado de callecitas siguiendo una ruta que pasaba ante dos cines que exponían
fotos en la fachada y tres comercios con revistas de vívidos colores en el escaparate.
Las mujeres de aquellas revistas le daban a sus ensoñaciones diurnas un cariz más
erótico.

Una mañana cruzó la calle principal y estaba bajando por una calle bastante corta
cuando Kate Caldwell apareció por los escalones de un portal justo delante de él y
empezó a caminar hacia la escuela, con su cartera (uno de los recipientes usados para
las máscaras antigás en tiempos de guerra) golpeando su cadera. Thaw la siguió
nerviosamente, con la intención de alcanzarla pero faltándole el coraje necesario.
¿Qué podía decirle? Imaginó su voz tartamudeante diciendo con dificultad aburridas
tonterías sobre las lecciones y el tiempo y sólo pudo imaginarla respondiendo con
cosas igualmente convencionales. ¿Por qué no se volvía, sonriendo y haciéndole una
seña? Debía saber que estaba detrás de ella, ¿no? Si le hacía una seña Thaw sonreiría
levemente y se acercaría a ella con las cejas enarcadas en señal de interrogación.
«¿No te gusta mi compañía?», diría ella, o: «Me alegra que vengas por aquí, estos
trayectos matinales son un poco aburridos», o: «Me gustó tu historia de la revista
escolar; cuéntame algo sobre ti». Clavó una furiosa mirada en el baile de sus
hombros, deseando que se diera la vuelta y le hiciese una seña, pero no lo hizo, y
llegaron a la escuela conservando la misma distancia entre ellos, ni más cerca ni más
lejos. Después de aquello cada día tenía la esperanza de que emergería del portal
justo cuando él pasaba por allí, para que así pudiera hablarle sin rebajarse, pero o no
la veía en todo el trayecto o aparecía antes de que él pasara y tenía que seguirla igual

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que si fuera remolcado por una cuerda invisible. Una mañana acababa de pasar por el
portal cuando oyó a su espalda el leve repiqueteo de unos pasos que se acercaban
rápidamente a él. Se sintió sumergido por una confusa marea de esperanza e
inquietud y notó un cosquilleo de nervios en la piel de la cara. Antes de que los pasos
llegaran hasta él cruzó bruscamente la calle pasando a la acera opuesta, el desafío y la
auto-compasión mezclándose en una sensación de trágico aislamiento. Y un instante
después, desde la otra acera, vio pasar ante él no el despectivo baile de los omoplatos
de Kate Caldwell sino a una pequeña y vigorosa anciana con una bolsa de la compra.
Llegó al patio de la escuela sintiéndose perplejo y decepcionado, y desde aquel
entonces fue a la escuela siguiendo un camino que no le acarreaba tantas
complicaciones emocionales.

Yendo bien en algunas asignaturas, aprendiendo a ir mal en otras sin despertar la ira
de los profesores, acabó aceptando la escuela como una especie de mal tiempo,
quejándose tan sólo con las palabras acostumbradas. Tenía una relación normal con
otros chicos pero carecía de amigos y raramente intentaba encontrarlos. La vida
aparente era una sucesión de costumbres monótonas en las cuales hacía
automáticamente lo que se le pedía, irritado sólo ante las peticiones de que mostrara
interés. Su energía se había retirado a mundos imaginarios y no tenía ningún sobrante
que malgastar en la realidad.

Una tierra pequeña y fértil yacía oculta en el cráter creado por una explosión atómica.
Thaw era su primer ministro. Vivía en una vieja mansión situada entre praderas y
macizos boscosos, en la costa de un gran estuario adornado por islas. La mansión era
espaciosa, apacible y un tanto oscura. En las paredes de las salas colgaban sus
pinturas, la biblioteca estaba llena con sus novelas y poemas, había estudios y
laboratorios donde las mejores mentes de la actualidad trabajaban cada vez que
venían a visitarle. En el exterior hacía sol, las abejas zumbaban entre flores y fuentes
y la estación se hallaba siempre a medio camino entre el verano y el otoño, cuando
los árboles mostraban el verde de su madurez y sólo los arces eran de color escarlata.
El trabajo político ocupaba una parte escasa de su tiempo, pues la gente de aquel país
tenía tal confianza en él que sólo necesitaba sugerir una reforma para que fuese
puesta en práctica. A decir verdad, su principal problema era mantener la democracia
pues ya le habrían coronado rey hacía mucho tiempo de no ser porque los principios
socialistas de Thaw lo prohibían. Parecía joven para ser un primer ministro, pues se
hallaba al comienzo de la adolescencia; y, al mismo tiempo, había gobernado aquella
tierra durante siglos. Era un superviviente de la tercera guerra mundial. Las
radiaciones venenosas que habían matado a la mayor parte de sus contemporáneos
habían tenido el capricho de concederle la eterna juventud. En dos o tres siglos de

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vagabundear por la Tierra devastada se había convertido en el líder de un pequeño
grupo de personas que habían llegado a confiar en su bondad y su sabiduría. Les
había llevado al cráter, protegido por sus muros de la envidia de una era desaparecida,
para construir una república donde nadie estaba enfermo, era pobre o se veía obligado
a vivir haciendo un trabajo que odiaba. Por desgracia su país estaba rodeado de tierras
bárbaras gobernadas por reinas y tiranos que no paraban de conspirar para
conquistarlo y a los que sólo su coraje y su ingenio mantenían a raya. Como
resultado, se veía envuelto frecuentemente en batallas, rescates, huidas, peleas con
monstruos en la arena de grandes coliseos y desfiles triunfales de una sorprendente
vulgaridad en los cuales sólo tomaba parte para no herir los sentimientos de las reinas
y princesas cuyas vidas y países había salvado. Cuando aquellas aventuras habían
terminado invitaba a los personajes principales a que residieran con él, y dado que
había tomado como suyo el argumento de cada película y libro que le impresionó, la
casa junto al estuario se encontraba siempre abarrotada con las celebridades de
muchas razas distintas, naciones y fases históricas. Cuando se encontraban en la
sencillez de sus espaciosas habitaciones todos ellos quedaban impresionados por la
callada amabilidad de un modo de vida más civilizado que el suyo, y aprendían
cuáles eran los auténticos deberes de un gobernante viéndole pasar una tarde trazando
los planos de un nuevo depósito o universidad. Las invitadas solían enamorarse de él,
aunque algunas de las más bárbaras acababan odiándole por su amistosa indiferencia,
una indiferencia que encubría una profunda timidez. Sólo podía sentirse cerca de las
mujeres cuando las rescataba, y a menudo envidiaba a los villanos que podían
humillarlas o torturarlas. Su posición le hacía imposible imaginarse a él mismo
haciendo tales cosas. Sin embargo, cuando volvía a casa de la escuela o la biblioteca
pública, aquellas aventuras llenaban su cabeza y su pecho con emociones tan
embriagadoras que tenía que echar a correr para verse aliviado de ellas, y solía
descubrir que había pasado por varias calles sin recordar nada de la gente, las casas o
el tráfico.

Su otro mundo imaginario era disfrutado en los genitales. Se trataba de una mina de
oro secreta de Arizona, mina propiedad de un grupo de bandoleros que la explotaban
mediante esclavos. Thaw era el jefe de los bandidos y pasaba el tiempo inventando y
poniendo en práctica torturas para los esclavos. La mina recibía estímulos del exterior
no gracias a los estantes de la biblioteca sino, en una forma críptica, de los tebeos
norteamericanos. Thaw nunca los compraba y sólo tenía valor para examinar sus
atractivas cubiertas cuando la tienda contenía otras cosas, pues entonces podía fingir
que las examinaba, pero algunas veces pedía prestado uno en la escuela y después, en
la intimidad de su dormitorio de la parte trasera, copiaba dibujos de hombres
azotados y marcados con hierros al rojo. Guardaba esos dibujos entre las páginas de
la Revolución francesa de Carlyle, un libro que no era probable abriese nadie más que

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él.

Una noche se arrodilló junto a su cama con los dibujos extendidos delante de él,
encima de la colcha. Había una tensión familiar en sus genitales pero esta noche, por
una coincidencia de posiciones, su pene quedó junto a uno de los muelles que
sostenían el colchón. El contacto le transmitió una descarga de electricidad nerviosa
al rojo vivo, una conmoción tan penetrante que se vio obligado a presionar con una
fuerza cada vez mayor sobre la fuente de tal descarga hasta que algo salió disparado
con un chorro, el mecanismo disparador se rompió, encogiéndose y quedando
fláccido, y Thaw se sintió horriblemente agotado y vacío. Durante todo este tiempo
su mente permanecía levemente perpleja, usando la poca energía que le restaba para
preguntarse qué estaba pasando. Thaw contempló sus dibujos con repugnancia, se los
llevó al cuarto de baño, los tiró por el retrete y se desabrochó los pantalones.

Una mancha de gelatina grisácea en forma de oruga yacía sobre su estómago, justo
debajo del ombligo. Era transparente, en su interior había pequeñas volutas y galaxias
lechosas y olía a pescado. Se limpió y volvió al dormitorio, no sabiendo qué había
ocurrido pero seguro de que estaba relacionado con las oscuras alusiones, risitas y
repentinos silencios que un asco instintivo le había hecho ignorar en sus compañeros
de clase. Se encontraba entumecido y disgustado, y se juró no volver a tener los
pensamientos que le habían conducido a tal estado. Los pensamientos volvieron dos
días después y Thaw les dio vía libre sin demasiada resistencia.

Y ahora el flujo de su vida imaginativa quedaba roto por tres o cuatro orgasmos a la
semana. Hubo un tiempo en el que su placer de la mina duraba indefinidamente, pues
jamás llegaba a un clímax. Después de estar dibujando o pensando durante un rato era
llamado a comer, o tenía que hacer sus deberes, o se iba a dar un paseo y volvía de él
convertido en el triunfante y humanitario primer ministro de su república. Ahora le
bastaba pensar en la mina durante unos minutos para que su pene anhelara tocar algo,
y si le negaba esta ayuda solía estallar por sí mismo, dejando una mancha húmeda en
sus pantalones y un auto-desprecio tan grande que incluía a todos sus mundos
imaginarios. Se encontraba tan apartado de la imaginación como de la realidad.

El asma volvió con un peso creciente, de día yaciendo sobre su pecho igual que una
piedra, de noche saltando sobre él como una bestia. Una noche despertó con las
garras de la bestia clavándose con tal fuerza en su garganta que pasó en un momento
del miedo al pánico más absoluto y saltó de la cama dejando escapar un grito

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ahogado, fue tambaleándose hacia la ventana y se aferró a la cortina. Un copo dorado
de luna y una tenue hilacha de nube colgaban sobre las chimeneas de enfrente. Thaw
las contempló como si fueran palabras que no podía leer e intentó volver a gritar. Su
padre y su madre aparecieron junto a él y le hicieron volver a la cama. El señor Thaw
le mantuvo abrazado mientras que su madre le daba una píldora de efedrina y le traía
primero leche y luego whisky caliente, sosteniendo las tazas ante su boca mientras
bebía. Sus asustados gruñidos fueron haciéndose más débiles. Le dejaron envuelto en
una bata, sentado con las piernas cruzadas, la espalda apoyada en un montón de
almohadas.
En el ápice de su pánico, mientras contemplaba aquella luna irrelevante, su única
idea había sido la certeza de que el Infierno era peor que esto. No le habían dado una
educación religiosa y aunque poseía una fe algo vacilante en Dios (al final de las
plegarias decía: «Si existes», en vez de: «Amén»), no tenía ninguna fe en el Infierno.
Ahora se daba cuenta de que el Infierno era la única verdad y el dolor el único hecho
que volvía nulos a todos los otros hechos. Una salud adecuada era como una delgada
capa de hielo sobre un mar infinito de dolor. Amor, trabajo, arte, ciencia y ley eran
juegos peligrosos que tenían lugar sobre el hielo; todos los hogares y ciudades
estaban construidos encima de él. El hielo era frágil. Un minúsculo encogimiento de
los conductos bronquiales podía dejarle bajo él y un sólo átomo dividido podía hundir
una ciudad. Todas las religiones existían para justificar el Infierno y todos los clérigos
eran ministros suyos. ¿Cómo podían andar de un lado para otro con expresiones tan
vacuamente amables, fingiendo pertenecer a la superficie de la vida? Sus cráneos
deberían ser hornos con el fuego del Infierno ardiendo dentro de ellos y la piel de sus
rostros debería estar tan reseca y delgada como hojas calcinadas. El rostro del señor
McPhedron acudió a su mente de forma tan brusca como lo había hecho cuando
asomó por el borde de la roca. Buscando ayuda, Thaw se volvió hacia el estante que
había junto a su cama. Contenía libros comprados de segunda mano por seis peniques
o un chelín, casi todos ellos leyendas y fantasías con alguna obra literaria para adultos
y unos cuantos ensayos. Pero ahora las fantasías eran una frivolidad imbécil, y la
poesía era silbar en la oscuridad, y las novelas mostraban la vida luchando con su
propia agonía, y las biografías eran relatos del esforzarse hacia finales violentos o
seniles, y la historia era un gusano infinitamente enfermo sin cabeza ni cola, principio
o final. Un estante contenía los libros de su padre, obras de Lenin y de los Webb, La
historia de las clases trabajadoras en Escocia, La incredulidad como fuente de las
humanidades, La Enciclopedia Harmsworth y libros sobre montañismo.
Desesperado, Thaw alargó la mano hacia ellos y cogió una historia general de la
filosofía, la abrió al azar y leyó:

Todas las percepciones de la mente humana pueden resumirse en


dos clases distintas, que llamaré PERCEPCIONES e IDEAS. La
diferencia que hay entre ellas consiste en el grado de fuerza y vivacidad

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con que hacen efecto sobre la mente y se abren camino en nuestro
pensamiento o conciencia. A las percepciones que entran en nosotros
con la máxima fuerza o violencia podemos llamarlas impresiones; y
bajo este nombre puedo incluir todas nuestras sensaciones, pasiones y
emociones, dado que hacen su primera aparición en el alma. Por ideas
me refiero a la débil imagen de éstas en el pensamiento y el razonar…

Siguió leyendo con un creciente alivio, llevado cada vez más hacia el interior de
un mundo que, aunque hecho de palabras en vez de números, era casi matemático en
su limpieza y falta de emoción. Cuando alzó los ojos del libro, mucho tiempo
después, vio por entre las desordenadas cortinas que el cielo había palidecido y oyó
una débil música lejana, un palpitar melodioso que se hizo cada vez más potente
hasta que pareció estar sobre su cabeza para acabar desvaneciéndose en la lejanía. Era
demasiado rítmico para ser el canto de un pájaro y demasiado armonioso para ser un
avión. Perplejo, pero extrañamente consolado, cayó en un tranquilo sueño.

A las siete oyó el despertador de la sala, donde sus padres dormían en el sofá cama.
El señor Thaw desayunó y bajó su bicicleta por las escaleras hasta la calle. La señora
Thaw trajo al dormitorio una bandeja con gachas, huevos fritos, salchicha, pan
moreno con mermelada y una taza de té. Le observó mientras comía y preguntó:
—¿Te encuentras mejor, hijo?
—Un poco mejor.
—En cuanto llegues a la escuela ya estarás bien del todo.
—Quizá.
—Tómate otra píldora.
—Ya me he tomado otra. No me está haciendo mucho efecto.
—¡Eso es porque has decidido que no te lo va a hacer! ¡Si quisieras que
funcionase funcionaría!
—Quizás. —Y, unos segundos después, dijo—: De todas formas, hoy no quiero ir
a la escuela.
—Pero, Duncan, faltan dos semanas para los exámenes.
—Estoy cansado. No he dormido bien.
—¿Estás intentando decirme que no puedes ir a la escuela? —le preguntó
fríamente la señora Thaw—. Ayer no te encontrabas demasiado bien pero sí estabas
lo bastante bien como para ir a la biblioteca. Para hacer lo que quieres siempre tienes
resuello; para lo importante, nunca.
Thaw se vistió y se lavó lenta y laboriosamente. La señora Thaw le ayudó a
ponerse su abrigo.
—Y ahora ve despacio —le dijo—. La primera clase de hoy es de religión, así
que aunque llegues un poco tarde no importará. Los profesores ya lo comprenderán.

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Y pon recta la espalda. Deja de caminar como si fueras un cortaplumas a medio
cerrar. Mira el mundo de cara, como si todas las cosas que hay en él te pertenecieran.
—¿Pertenecerme? No hay nada que me pertenezca.
—¡Tienes tanto como cualquier otra persona! Y podrías tener más si utilizaras tu
cerebro y sacaras un buen resultado en los exámenes. Tienes un buen cerebro. Eso es
lo que dicen tus profesores. Quieren ayudarte. ¿Por qué no quieres que te ayuden?

No había ninguna postura especial para rezar. Los alumnos estaban sentados con las
piernas separadas o cruzadas, los brazos sobre el pecho, las manos abiertas o
cerradas, como más les gustara, pero todos cerraban los ojos para sugerir
concentración e inclinaban la cabeza en señal de respeto. Thaw había estado mucho
tiempo sin cerrar los ojos pero le faltaba el coraje necesario para levantar la cabeza.
Hoy, al llegar tarde y respirando con dificultad, se sintió invadido por una gran
despreocupación y alzó la cabeza en un gesto de impaciencia durante una oración
bastante prolongada. Estaba sentado en uno de los lados de la galería, con una buena
vista sobre las cabezas inclinadas de la congregación, el coro, el sacerdote en la torre
octogonal de su púlpito y el director, situado al pie de éste. El sacerdote era un
hombre de rostro rechoncho cuya cabeza oscilaba y se movía con cada frase mientras
que sus ojos, cerrados como en un éxtasis, le daban una apariencia ciega y vacía,
igual que un globo arrastrado por un vendaval. Thaw tuvo la repentina sensación de
que estaba siendo observado. Por entre las hileras de cabezas agachadas de la galería
de enfrente había un rostro erguido, ligeramente tosco y casi inexpresivo que, si se
había fijado en él (y Thaw no estaba seguro) lo había hecho con una leve sonrisa
sarcástica. Algo en aquel rostro le hizo sentir que lo conocía. Algo más tarde, en
clase, el desconocido le fue presentado como Robert Coulter, quien había sido
ascendido de la Escuela Inferior Secundaria de Garngad a la Escuela Secundaria de
Whitehill. Coulter encajó fácilmente en la clase, haciendo amigos sin esforzarse y
desenvolviéndose bastante bien en las asignaturas que Thaw peor llevaba. Él y Thaw
intercambiaban incómodas señas de cabeza cada vez que el azar les hacía encontrarse
y, por lo demás, se ignoraban mutuamente. Una vez, en clase de ciencias, los alumnos
estaban de pie junto a los bancos, hablando un rato antes de que llegara el profesor.
Coulter se acercó a Thaw y le dijo:
—Hola.
—Hola.
—¿Qué tal te va?
—No demasiado mal. ¿Y a ti?
—Tampoco me va mal. ¿Te importaría que cambiáramos de sitio? —le preguntó
Coulter después de unos instantes de silencio.
—¿Por qué?
—Bueno, me gustaría ver más de cerca a… —Coulter señaló a Kate Caldwell—.

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Después de todo, a ti no te interesan ese tipo de cosas, ¿verdad?
Thaw llevó sus libros al pupitre de Coulter sintiendo una mezcla de negra rabia y
depresión. Nada podría haberle hecho admitir su interés hacia Kate Caldwell.

Un día después de los exámenes los profesores estaban sentados ante sus escritorios
corrigiendo mientras que los alumnos leían tebeos, jugaban al ajedrez o a las cartas o
formaban grupos que hablaban en voz baja. Coulter, que estaba sentado en el pupitre
que había delante de Thaw, se dio la vuelta y le preguntó:
—¿Qué estás leyendo?
Thaw le enseñó un libro de ensayos críticos sobre la literatura y el arte.
—No creo que leas eso para divertirte —le acusó Coulter.
—Sí, lo leo para divertirme.
—La gente de nuestra edad no lee esa clase de libros para divertirse. Los leen
para demostrar que son superiores.
—Pero si yo leo esta clase de libros incluso cuando nadie me ve…
—Eso demuestra que no estás intentando hacernos creer que eres superior, estás
intentando hacerte creer a ti mismo que eres superior.
Thaw se rascó la cabeza.
—Una observación muy astuta —respondió—, pero no es cierto. ¿Qué estás
leyendo?
Coulter le enseñó una revista llamada Astounding Science Fiction en cuya tapa
había una ilustración con criaturas llenas de tentáculos que manipulaban una
complicada maquinaria en un claro de la jungla. Rayos verdosos saltaban de la
máquina hacia el cielo y partían en dos un planeta que parecía ser la Tierra. Thaw
meneó la cabeza y dijo:
—La ciencia-ficción no me gusta. Es demasiado pesimista.
—Eso es lo que me gusta de ella —dijo Coulter con una sonrisa—. El otro día leí
una historia soberbia que se llamaba El coronel Johnson cumple con su deber. Va de
un coronel norteamericano que se encuentra en un refugio a kilómetros bajo tierra. Es
uno de los tipos que tienen como misión dirigir la tercera guerra mundial, en la que
sólo se aprietan botones. Todos los que viven en la superficie han muerto, claro está,
e incluso muchos tipos del ejército han acabado con sus refugios destruidos por
cohetes especiales que perforan el suelo. Bueno, pues este coronel Johnson lleva
meses sin comunicarse con los de su propio bando, porque si utilizas la radio los
cohetes especiales pueden descubrir dónde se encuentra tu refugio y entonces acaban
contigo. El coronel Johnson inventa una máquina que puede descubrir el paradero de
la gente detectando sus ondas mentales. Empieza a utilizar la máquina dirigiéndola
hacia Norteamérica. Nada. En Norteamérica no queda nadie vivo. Prueba con Europa,
África y Australia. Allí también han muerto todos. Después prueba con Asia y sólo
queda otro hombre vivo en todo el mundo, y está en una ciudad de Rusia, así que el

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coronel se mete en su avión y se va a Rusia. Todos los sitios que sobrevuela están
devastados: no hay plantas ni animales, nada. Aterriza en esa ciudad rusa y sale del
avión. No hay más que ruinas, naturalmente, pero va avanzando por ellas hasta que
oye al otro hombre moviéndose dentro de un edificio. Han pasado ocho años desde la
última vez que vio a otro ser humano y la soledad le está volviendo loco, ¿entiendes?,
y tiene la esperanza de poder hablar con otro hombre antes de morirse. El ruso sale
del edificio y el coronel Johnson le mata de un tiro.
—Pero ¿por qué? —preguntó Thaw.
—Porque le han entrenado para matar rusos. ¿No te gusta la historia?
—Creo que es horrible.
—Quizá. Pero así es la vida. ¿Qué haces después de la escuela?
—Iré a la biblioteca, o quizá dé un paseo.
—Yo voy a la ciudad con Murdoch Muir y Sam Lang. Nos dedicamos a montar
peleas falsas.
—¿Cómo?
—¿Conoces el parque del West End?
—¿El que está cerca de las Galerías de Arte?
—Ése. Bueno, pues de noche no cierran las verjas igual que en los demás parques
y la gente puede pasar por él. Tiene unos cuantos faroles, pero no muchos. Bueno,
Sam se pone cerca de unos arbustos y enciende un pito, y cuando viene alguien
nosotros salimos corriendo de los arbustos y fingimos darle una patada en el
estómago a Sam y él empieza a lanzarnos puñetazos y todos nos caemos y damos
vueltas por el suelo, gritando y soltando tacos. Ni tan siquiera llegamos a tocarnos,
pero en la oscuridad resulta de lo más convincente. Las chicas siempre echan a correr
llamando a gritos a la policía.
—¿Y la policía no viene?
—Salimos corriendo antes de que vengan. El papá de Murdoch Muir es policía.
Cuando se lo contamos se puso a reír como un loco y nos explicó lo que nos haría si
nos cogiese.
—Eso es antisocial —dijo Thaw.
—Puede, pero es natural. Más natural que irte a dar paseos solo. Vamos, admite
que te gustaría venir con nosotros una noche.
—Nunca.
—Admite que preferirías leer ese tebeo antes que tus críticas de arte.
Coulter señaló la portada del tebeo que estaba leyendo su vecino. Mostraba a una
rubia en traje de baño a la que atenazaba una inmensa serpiente. Thaw abrió la boca,
dispuesto a negarlo, pero frunció el ceño y volvió a cerrarla.
—Vamos —dijo Coulter—, ese dibujo hace que se te ponga la polla tiesa, ¿verdad
que sí? Admite que eres como el resto de nosotros.
Thaw fue a la siguiente clase alarmado y confuso. «Ese dibujo hace que se te
ponga la polla tiesa. Admite que eres como el resto de nosotros». Recordó otras

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palabras oídas hacía mucho tiempo pero cuidadosamente ignoradas: «No me
importaría que se frotara conmigo en una habitación oscura».

Desde que tuvo cuatro años sabía que los bebés se criaban en los estómagos de sus
madres. El señor Thaw le había descrito detalladamente el crecimiento del embrión y
Thaw había dado por sentado que tal proceso ocurría espontáneamente en la mayor
parte de las mujeres cuando llegaban a cierta edad. Aceptaba esto igual que aceptaba
las explicaciones de su padre sobre el origen de las especies y el sistema solar: era un
asunto más bien mecánico e interesante, pero no demasiado misterioso, algo que los
hombres podían conocer pero sobre lo que no podían influir. Nada de lo que había
oído o leído después hacía mención de que existieran lazos inevitables entre el amor,
el sexo y el nacimiento, así que jamás había llegado a pensar que existieran. El sexo
era algo que había descubierto poniéndose de cuclillas en el suelo de su dormitorio.
Era tan repugnante que debía ser satisfecho en secreto y no había que hablar de ello
con nadie. Se alimentaba con sueños de crueldad, tenía su clímax en un chorro de
gelatina y le dejaba sintiéndose debilitado y solitario. No tenía nada que ver con el
amor. El amor era lo que sentía hacia Kate Caldwell, un deseo de estar junto a ella y
hacer cosas que le granjearan su admiración. Ocultaba ese amor porque el que fuese
conocido públicamente le colocaría en una posición inferior ante los demás y ante la
misma Kate. Se avergonzaba de él, pero no le repugnaba. Y ahora, con muchas
vacilaciones y sacudidas, influido por la observación de Coulder, sus imágenes
separadas del amor, el sexo y el nacimiento empezaron a convertirse en una sola.

Estaba cruzando la colina del parque cuando oyó una pulsación musical procedente
del cielo. Cinco cisnes pasaron volando sobre su cabeza en formación de V, el batir
de sus alas y el graznido de sus gargantas mezclándose en una sola música. Inclinaron
las patas y desaparecieron tras los árboles que circundaban el estanque de los botes.
Durante los días siguientes Thaw fue recogiendo los mendrugos de pan sobrantes y
los arrojó al estanque cuando iba de camino a la escuela. Una mañana vio algo que le
hizo quedarse en la orilla más tiempo del habitual. Junto a la isla había dos cisnes que
se plantaban cara de forma tan decidida que Thaw pensó que iban a pelearse.
Abrieron sus alas, despegando del agua hasta que sólo su cola permaneció rozándola
y unieron sus pechos, después sus frentes y luego sus picos. Alzaron la cabeza hacia
el cielo y entrelazaron sus cuellos, los separaron y volvieron a entrelazarlos, cada uno
reflejando al otro igual que un espejo. Sus cuerpos unidos crearon y deshicieron las
siluetas de las liras griegas y la platería del renacimiento. De repente uno de ellos
rompió la unión, se deslizó diestramente detrás del otro, montó sobre su cola y movió
su cuerpo hacia atrás y hacia delante mientras que la hembra de cisne se medio
sumergía en el agua entre un remolino de alas y chapoteos. Cuando pasaron junto a

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Thaw éste vio cómo el macho empujaba la cabeza de la hembra debajo del agua con
su pico, quizá para que fuera más dócil. Los dos cisnes acabaron separándose al final
del estuario, irguieron sus cuellos y se fueron cada uno por su lado, nadando con aire
de indiferencia. La hembra, que se había movido más, empezó a ponerse las plumas
en su sitio mientras que el macho, en una cala distante, empezaba a buscar pececillos
sin demasiado entusiasmo.

Diez minutos después Thaw se unió a las filas del patio con el alma llena de un
grisáceo desánimo. Una vez en clase observó fríamente a los alumnos, al profesor y,
sobre todo, a Kate Caldwell. Eran parte de una superficie engañosa, una superficie
que esta vez era horripilante no porque fuese débil y no pudiera mantener alejado el
Infierno sino porque era transparente y no podía ocultar la suciedad que había debajo.
Esa noche dio un paseo con Coulter a lo largo del canal y le habló de los cisnes.
—¿Has visto cómo lo hacen las babosas? —le preguntó Coulter.
—¿Las babosas?
—Sí, las babosas. Cuando estaba en la granja de McTaggart, en Kinlochrua, salí
una mañana después de que hubiera llovido y me encontré con que la hierba estaba
llena de babosas, todas en pareja. Las separé y volví a juntarlas para ver cómo lo
hacían. Recordaban tanto a las personas… Era algo mucho más humano que tus
cisnes.
Thaw se quedó inmóvil por un momento.
—¡Quiera Dios que nunca desee a ninguna mujer en toda mi vida! —gritó—.
Ojalá fuera capaz de…, de… —Se quedó callado. Una palabra oída en una reciente
lección de botánica acudió a su mente—. ¡De autofertilizarme! ¡Oh, Señor Dios, Tú
que creaste el Cielo y el Infierno, Tú que los conservas, haz que sea capaz de
autofertilizarme! Si existes.
Coulter le miró, ligeramente sorprendido, y dijo:
—Duncan, algunas veces me asustas. Dices cosas que… No son del todo
racionales. Y todo eso viene de querer ser superior a la vida corriente.

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CAPÍTULO XVII

La llave
El señor Thaw trabajó como obrero y después como encargado de pagar los salarios
para una firma que construía casas en los suburbios de la ciudad. Empezó la guerra de
Corea; el coste de la vida subió, y la señora Thaw consiguió un trabajo por las tardes
en una tienda. Eso hizo que acabara sintiéndose muy cansada y que sufriera
frecuentes depresiones, depresiones que su médico creía causadas por haber
cambiado de vida. Después de tomar el té solía coser o hacer punto, mirando de vez
en cuando a Thaw, que estaba sentado con el ceño fruncido ante las páginas de un
libro de texto y se acariciaba la frente o la mejilla con un dedo. La falta de atención
demostrada por Thaw provocaba comentarios por su parte.
—No haces nada.
—Ya lo sé.
—Tendrías que estar trabajando. Los exámenes llegarán muy pronto. Has
decidido que no vas a aprobarlos y no los aprobarás.
—Ya lo sé.
—Y si lo intentaras podrías aprobarlos. Todos tus profesores dicen que podrías. Y
ahí estás, sentado sin hacer nada, y consigues que todos nos sintamos avergonzados
de ti.
—Me temo que así es.
—¡Bueno, pues haz algo! ¡Y no te rasques! Te quedas ahí sentado y te dedicas a
rascarte la cara, venga, venga, venga, hasta que la tienes igual que un pedazo de carne
cruda. Si no quieres pensar en ti mismo o en mí, piensa en tu hermana Ruth. La pobre
ya tiene bastante de qué avergonzarse con un hermano que anda por la escuela igual
que un jorobado.
—Tener asma no es culpa mía.
—No, pero si hicieras los ejercicios que te recomendó el fisioterapeuta del Royal
podrías caminar igual que un ser humano. Te dijo que hicieras cinco minutos de
ejercicios cada mañana y cada noche. ¿Con qué frecuencia los haces? Una sola vez.
—Dos.
—Dos. ¿Y por qué? ¿Por qué no quieres mejorar un poco?
—Supongo que por pereza.
—¡Hm!
Thaw volvió a fingir que estudiaba una página de matemáticas pero se encontró
pensando en una conversación que había tenido con el jefe de inglés sobre el tema de
las asignaturas escolares. Thaw afirmaba que gran parte de ellas no eran ni
interesantes por sí mismas ni poseían utilidad práctica. El señor Meikle había
contemplado pensativamente las espaldas encorvadas y las cabezas de la clase y

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había dicho:
—Duncan, recuerda que en cuanto acaban sus estudios la mayor parte de las
personas tienen que vivir mediante un trabajo que en sí mismo no tiene nada de
agradable y cuya aplicación práctica se encuentra fuera de su comprensión. A menos
que aprendan a trabajar obedientemente porque así se les ordena, y no por ninguna
otra razón, no se encontrarán preparados para encajar en la sociedad humana.
Thaw suspiró, cogió un libro de texto y leyó:

Un hombre y su mujer se limpian los dientes con el mismo tubo cilíndrico de pasta
dentífrica en días alternos. El diámetro interior del orificio a través del que pasa la
pasta es 0,08 veces el diámetro interior del tubo, que es de 3,4 centímetros. Si el
hombre saca del tubo un cilindro de pasta dentífrica de 1,82 centímetros cada vez que
lo usa mientras que su mujer saca un cilindro de 3,13 centímetros, averiguar la
longitud del tubo con una aproximación de milímetros teniendo en cuenta que el tubo
dura desde el 3 de enero hasta el 8 de marzo inclusive y que el hombre es el primero
en utilizarlo.

Una rabia histérica le dominó. Dejó caer el libro, se agarró la cabeza con las manos y
se rascó y se tiró del cabello hasta que su madre gritó: «¡Basta!».
—¡Pero esto es absurdo! ¡Esto es ridículo! Esto es inso-inso-inso-inso-inso… —
se atragantaba—. ¡Insoportable! No lo comprendo, soy incapaz de aprenderlo, ¿de
qué va a servirme?
—¡Hará que apruebes el examen! ¡Basta con que sirva para eso! ¡En cuanto
consigas tu certificado puedes olvidarte de ello!
—¿Por qué no pueden hacerme un examen sobre cómo sostengo sillas con los
pies mientras hago la vertical? Los deberes de esa asignatura quizá mejorasen mi
salud.
—¿Y realmente crees saber lo que te conviene más que los profesores y los
directores de la escuela, gente que ha estudiado ese tema durante todas sus vidas?
—Sí. Sí. En cuanto concierne a mis propias necesidades, sé más que ellos.
La señora Thaw se llevó una mano al costado y, con una voz bastante extraña,
dijo:
—¡Oh, por todos los diablos…! —Y después añadió—: ¿Por qué traje hijos al
mundo? —Y se echó a llorar.
Thaw se alarmó. Era la primera vez que la oía maldecir o que la veía llorar e
intentó que su voz sonase tranquila y razonable.
—Mamá, el que suspenda esos exámenes no tiene ninguna importancia. Si dejo la
escuela y consigo un empleo no tendrás que trabajar tanto.
La señora Thaw se limpió los ojos y se puso a coser de nuevo, con los labios muy

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apretados.
—¿Y qué empleo conseguirás? —le preguntó pasados unos instantes—. ¿Chico
de los recados?
—Tiene que haber otros trabajos.
—¿Como cuáles?
—¡No lo sé, pero tiene que haberlos!
—¡Hm!
Thaw cerró sus libros.
—Me voy a dar un paseo —dijo.
—Eso es, anda, sal huyendo. Los hombres siempre pueden escapar de su trabajo.
Las mujeres nunca pueden hacerlo.

El cielo aún estaba iluminado pero las calles no y ya habían encendido los faroles.
Muchachos de una edad parecida a la suya andaban por las aceras en grupos de tres o
cuatro, las chicas iban en parejas, grupos de ambos sexos conversaban y se reían ante
las puertas de los cafés. Thaw tuvo la sensación de ser inferior a ellos y de resultar
conspicuo. Los murmullos que llegaban a sus oídos parecían burlarse de la mirada
distraída que usaba para evitar toda posible crítica, las risas que escuchaba parecían
causadas por ese pelo erizado que jamás se peinaba o cepillaba. Caminó rápidamente
por calles con menos tiendas donde la gente se movía en enigmáticas unidades. Su
confianza fue creciendo con la oscuridad. Su rostro adoptó una expresión decidida y
ligeramente lobuna, sus pies golpearon el pavimento con firmeza y pasó junto a las
parejas que se abrazaban en los escalones de los portales sintiéndose aislado por un
austero propósito que le colocaba fuera de las consideraciones meramente humanas.
Era un propósito que le habría resultado muy difícil explicar (después de todo, no
hacía más que dar un paseo, y no iba a ninguna parte), pero algunas veces pensaba
que estaba buscando la llave.

La llave era pequeña y su forma estaba perfectamente definida, aunque en su uso era
totalmente general y totalmente particular. Cuando la encontrase resolvería todos y
cada uno de sus problemas: el asma, los deberes, la timidez que sentía ante Kate
Caldwell, el miedo a la guerra atómica; la llave haría que todas las cosas inútiles,
injustas y dolorosas se volvieran agradables, armoniosas y buenas. Dado que pensaba
en ella como algo que podía ser contenido en una o dos frases, la había buscado en
las bibliotecas públicas pero raramente en los estantes de ciencias o filosofía. La llave
tenía que ser reconocida inmediatamente y por el corazón, no ser el fruto de un
proceso o algo demostrado mediante el razonamiento. Tampoco podía ser un precepto
religioso, dado que su descubrimiento haría que las iglesias y el clero resultaran
innecesarios. Tampoco era la poesía, pues los poemas eran demasiado acabados y

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perfectos como para que les fuese posible acabar y perfeccionar nada aparte de ellos
mismos. La llave era tan sencilla y tan obvia que había sido continuamente pasada
por alto y era mucho menos probable que fuese la triunfante conclusión de un
especialista que no algo mencionado casualmente por una persona aburrida e
inocente; así que Thaw había buscado entre las biografías y autobiografías,
correspondencias, historias y libros de viajes, en notas a pie de página de obras
médicas anticuadas y en los índices de las historias naturales victorianas. En los
últimos tiempos había pensado que quizá fuera más probable encontrarla durante un
paseo nocturno por las calles, impresa en una tira de papel que el viento hiciera salir
de las ruinas de una fábrica bombardeada, o susurrada en una calle oscura por alguien
que asomara repentinamente de una ventana.

Esa noche llegó a un solar, una colina situada entre edificios que veinte años antes
habían sido suburbanos. La negra silueta de la colina se curvaba contra la algo menos
pronunciada negrura del cielo y la chispa amarilla de una hoguera parpadeaba justo
bajo la cima. Thaw abandonó la calle pálidamente iluminada por el gas y trepó la
pendiente, sintiendo el áspero roce de la hierba en sus zapatos y, de vez en cuando,
algún que otro ladrillo roto. Cuando llegó a la hoguera ésta se había convertido en
unas pocas llamitas que ardían entre un montón de harapos y palos calcinados. Buscó
a tientas por el suelo hasta encontrar algunos trozos de cartón y papel y los añadió al
fuego junto con un puñado de hierba marchita que arrancó con los dedos. Una gran
llama salió disparada hacia lo alto y Thaw la observó, sin penetrar en la claridad que
arrojaba. Imaginó que iban llegando más personas, una a una, y que se colocaban
formando un anillo alrededor del fuego. Cuando hubiera diez o doce oirían un pesado
batir de alas; una silueta negra pasaría sobre sus cabezas y aterrizaría en la oscura
cima, y el mensajero bajaría hasta ellos trayendo la llave. El fuego acabó
consumiéndose y Thaw se dio la vuelta y bajó los ojos hacia Glasgow. No había nada
sólido visible, sólo luces: faroles que parecían collares rotos y brazaletes de luz, los
neones de los cines como broches de plata y rubí, el parpadeo rubí, esmeralda y
ámbar de los semáforos… Todos reluciendo igual que tesoros desparramados por la
oscuridad.

Volvió a las callejas y entró en un portal situado en una de las más miserables. La
escalera estaba mal iluminada, era estrecha y olía a orines de gato. Al llegar al primer
rellano pasó por encima de dos niños arrodillados sobre una alfombra que jugaban
con algún muñeco mecánico delante de la puerta de un lavabo. El último rellano tenía
tres puertas, una en la que se leía FORBES COULTER escrito con letra gótica por
entre guirnaldas de oro, con un cristal protector que el paso de los años había
manchado con moho por la parte interior. Una mujer bajita con una revuelta nube de

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rizado cabello gris le abrió la puerta.
—Robert está en el lavabo de abajo, Duncan —dijo con voz quejumbrosa—,
tendrás que entrar y esperarle.
Thaw atravesó un vestíbulo tan pequeño como un armario y entró en una
habitación cómoda y ordenada repleta de mobiliario. El armario, la cómoda, la mesa
y las sillas dejaban angostos pasillos por los que moverse. Una ventana tenía situado
delante un fregadero junto al que había una cocina de gas. Las ropas colgadas a secar
de una cuerda clavada en el techo arrojaban su sombra sobre la chimenea, y la mesa
contenía los restos de una cena.

La señora Coulter empezó a llevar platos al fregadero y Thaw tomó asiento junto al
fuego, contemplando la cama plegable que había junto a la puerta. El padre de
Coulter estaba tendido en ella, sus hombros sostenidos por almohadas, su imponente
rostro cubierto de profundas arrugas un poco ladeado hacia la habitación, mirándola
sin verla.
—¿Se encuentra mejor, señor Coulter? —le preguntó Thaw.
—En parte sí, Duncan, pero en parte no. ¿Qué tal va la escuela?
—Voy bien en arte y en inglés.
—El arte es lo tuyo, ¿eh? Yo solía pintar un poquito. Durante los años treinta
algunos de nosotros, no teníamos empleo, ya sabes, nos reuníamos las noches de los
martes en una habitación cerca de Brigton Cross y nos traíamos un profesor o un
modelo de la escuela de arte. Nos hacíamos llamar el Club de Arte Socialista de
Brigton. ¿Has oído hablar alguna vez de Evan Kennedy? ¿El escultor?
—No estoy seguro, señor Coulter. Puede ser. Quiero decir que el nombre me
resulta familiar, pero no estoy «seguro».
—Era uno de nosotros. Se fue a Londres y se las apañó bastante bien. Hace un
año… No. Espera.
Los ojos de Thaw fueron hacia la nudosa manaza del señor Coulter, inmóvil sobre
la colcha, un cigarrillo con la punta calcinada sostenido entre dos dedos.
—Fue hace tres años. Su nombre salió en el Bulletin. Estaba haciendo un busto de
Winston Churchill para alguna ciudad de Inglaterra. Cuando lo leí pensé: «Yo te
conocía». —El señor Coulter canturreó una apagada melodía y continuó—: Mi padre
hacía marcos. En aquellos tiempos él se encargaba de todo, de tallar la madera y de
dorarla, incluso algunas veces de colgar el cuadro. Todavía tiene que haber obras
suyas colgadas en las Galerías de Arte. Yo solía ayudarle a colgarlos. Colgar un
cuadro es todo un arte. Bueno, lo que quería contarte es esto: estaba colgando unos
cuadros en una casa de Menteith Row, en el Green. Ahora es un barrio pobre pero
hubo un tiempo en que la gente más rica de Glasgow vivía en aquellas casas, y en mi
época todavía quedaban unos cuantos viviendo allí, y esta casa pertenecía a Jardine,
de Jardine y Beattie, los que construían barcos. El joven Jardine era abogado y se

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convirtió en Lord Preboste, y su hijo demostró ser un poco bribón, pero eso no
importa. Estaba colgando unos cuadros en el vestíbulo de la entrada: suelo de
mármol, paredes con paneles de roble… Los marcos eran de nogal tallado cubierto
con pan de oro, pero el vestíbulo estaba oscuro porque no tenía ventanas que dieran a
él, aparte de una pequeña vidriera que no servía de nada porque estaba hecha con
cristales de colores. Cuando hube terminado abrí la puerta principal y bajé los
peldaños hasta la acera y me quedé mirando por el hueco de la puerta. Estábamos a
principios de la primavera, una mañana algo fría pero con mucho sol. Una chica vino
hacia mí y me dijo: «¿Qué está mirando?». Yo señalé hacia la puerta y dije: «Fíjese
en eso. Tan bonito como un millón de dólares». El sol iluminaba el vestíbulo y los
marcos dorados relucían en las paredes. Y, realmente, era tan bonito como un millón
de dólares.
El señor Coulter sonrió levemente.
—Hola, Duncan —dijo Coulter entrando en la habitación—. Hola, Forbes.
Forbes, se te ha apagado el cigarrillo. ¿Quieres que te lo encienda?
—Puedes encenderlo si quieres.
Coulter cogió una cerilla y encendió el cigarrillo; después fue hacia el fregadero,
pasó un brazo alrededor de la cintura de su madre y dijo:
—Mamita guapa, ¿qué tal si me das un cigarrillo? Le has dado uno a papá, dame
uno a mí.
La señora Coulter sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su delantal y se lo
entregó, refunfuñando:
—No eres lo bastante mayor para fumar, pero qué más da.
—Cierto, pero mi mamita guapa no puede negarme nada. ¿Qué, han discutido de
arte?
—Sí, han estado hablando de arte.
—Bueno, Thaw, mi amigo intelectual, ¿qué va a ser? ¿Una partida de ajedrez o un
paseíto por el canal?
—No me importaría dar un paseíto.

Caminaron por la orilla del canal y hablaron de mujeres. Coulter había abandonado la
dura jovialidad que mostraba en su casa.
—El único momento en que consigo llegar hasta ellas es cuando hablo en la
sociedad de debates —dijo Thaw—. Entonces incluso Kate Caldwell se fija en mí. La
última noche estaba en la primera fila, mirándome a la cara boquiabierta y con ojos
como platos. Me sentí terriblemente ocurrente e intelectual. Me sentía igual que si
fuera un rey o algo parecido. Ahora la tengo sentada detrás mío durante la clase de
matemáticas. He escrito un poema sobre eso.
Se quedó callado, con la esperanza de que Coulter le pediría que lo recitase.
—A nuestra edad todo el mundo escribe poemas sobre las chicas —dijo Coulter

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—. Es lo que llaman una fase. Hasta Sam Lang escribe poemas sobre las chicas.
Incluso yo, de vez en cuando…
—No importa. Yo le tengo cariño a mi poemita. Bob, si te hago una pregunta,
¿prometes responderme sinceramente?
—Venga, pregunta.
—¿Le caigo bien a Kate Caldwell?
—¿Tú? ¿A ella? No.
—Creo que no le caigo del todo mal.
—Es tía fácil —dijo Coulter.
—¿Qué?
—Que es una tía fácil. Una de las que se dejan sobar. Lyle Craig, de quinto…
Bueno, dicen que se la beneficia regularmente, y el viernes pasado la vi dejándose
palpar por un tipo cerca del Palais Dennistoun.
—¿Palpar?
—Que se dejaba tocar, hombre. Que la sobaba. No es más que una…
—¡No uses esa palabra! —gritó Thaw.
Caminaron en silencio hasta que por fin Coulter dijo:
—No tendría que haberte contado eso, Duncan.
—Pero me alegro de que lo hayas hecho. Gracias.
—Siento habértelo contado.
—Pues yo no lo siento. Quiero conocer todos los obstáculos existentes, sí, todos.
Están los obstáculos de no ser atractivo, de no tener dinero para invitarla, de no saber
cómo hablar con ella, y ahora parece que le gusta variar. Si alguna vez consigo llegar
hasta ella la perderé antes de haberme dado cuenta, y luego vendrán otros.
—Quizás empezar con Kate Caldwell sea un error. Antes deberías practicar con
alguna otra. Practica con mi chica, con June Haig.
—¿Tu chica?
—Bueno, sólo he salido una vez con ella. Anda muy solicitada.
—¿Qué tal es?
—Tiene la espalda como un luchador. Sus brazos son tan gruesos como mis
muslos y sus muslos tan gruesos como tu cintura. Meterle mano es como hundirse en
un gran sofá.
—Oyéndote no parece muy atractiva, la verdad.
—June «la Grande» es la chica más atractiva que conozco. Es cómoda y te pone a
cien. Pídele que te acompañe al baile del tercer año.
Thaw recordaba a June Haig. Era una chica de aspecto algo ceñudo y no tan
corpulenta como pretendía Coulter, pero no había logrado aprobar el segundo año y la
llamaban June «la Grande» para distinguirla de las chicas menos desarrolladas entre
las que se sentaba. Thaw sintió una punzada de interés.
—June «la Grande» no vendría a un baile conmigo.
—Puede que sí. No le gustas mucho pero tu reputación la tiene intrigada.

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—¿Tengo una reputación?
—Tienes dos reputaciones. Algunos dicen que eres un profesor despistado que
carece de toda vida sexual; otros dicen que eso es sólo un disfraz y que tienes la vida
sexual más guarra de toda la escuela.
Thaw se paró, llevándose las manos a la cabeza.
—No le veo solución, no se la veo. Quiero estar cerca de Kate, quiero que me
aprecie, supongo que quiero casarme con ella. ¿De qué diablos sirve todo este querer,
querer y querer inútil?
—No pienses que el casarte con ella resolvería tus problemas.
—¿Por qué no?
—La fornicación no es sólo meterla y sacudirla un poco. Tienes que hacer las
cosas en el momento justo, y has de empujar fuerte justo cuando ella tenga más
ganas. Si no lo haces bien, ella se enfada y se lleva una decepción. Hacerlo bien es
algo que requiere montones de práctica.
—¡Exámenes! —gritó Thaw—. ¡Todo son exámenes! ¿Es que cada uno de
nuestros actos debe satisfacer a otra persona antes de que valga algo? ¿Acaso todo lo
que hacemos porque nos gusta es inútil y egoísta? Escuela primaria, escuela
secundaria, universidad, le han puesto un número a cada uno de nuestros primeros
veinticuatro años de vida y para saltar de año necesitamos pasar un examen. Todo se
hace para complacer al examinador, nunca por gusto. El único placer que nos
permiten es el de la esperanza: «Las cosas irán mejor después del examen». Es
mentira. Las cosas nunca van mejor después del examen. Pensaba que el amor era
algo distinto. Oh, no. Tiene que ser estudiado, practicado, aprendido y puedes hacerlo
mal.
—Qué elocuente andas esta noche —dijo Coulter—. Estás consiguiendo que me
sienta casi tan liado como tú. Pero no tanto. Mira, realmente no hay ninguna relación
entre…
—¿Qué es eso?
—¿Eso? Un crío cantando.

Estaban junto a una verja hecha con viejas traviesas de ferrocarril clavadas a lo
largo de la orilla. Desde el otro lado les llegaba una límpida vocecita que cantaba:

Tengo un novio en Amé-e-e-rica,


Tengo un novio al otro lado del mar,
Tengo un novio en Amé-e-e-rica,
Y conmigo se va a casar.

Miraron por un hueco de las traviesas y vieron un camino con la orilla del canal a
un lado y las negras ventanas con barrotes de un almacén al otro. Una niña estaba

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saltando a la comba y cantando para sí misma bajo el círculo de luz arrojado por un
farol.
—Esa niña es demasiado pequeña para estar levantada a estas horas —dijo
Coulter—. ¿Por qué te sonríes?
—Por un momento pensé que sus palabras podían ser la llave.
—¿Qué llave?
Thaw le habló de la llave, esperando que Coulter se pondría de mal humor, como
solía ocurrirle ante sus ideas menos prácticas. Coulter frunció el ceño y dijo:
—Y esa llave, ¿tiene que estar hecha de palabras?
—¿De qué otra cosa podría estar hecha?
—Cuando viví con el viejo McTaggart en Kinlochrua, durante la guerra, recuerdo
dos o tres noches en las que se podían ver muy bien las estrellas. Cuando estás en el
campo siempre se pueden ver más estrellas, sobre todo si hay un poco de escarcha en
el aire, y en aquellas noches el cielo estaba a punto de reventar de estrellas. Sentí algo
que…, algo que se acercaba más y más hasta que casi lo tuve, pero cuando intenté
pensar en qué era se había esfumado. Y me ocurrió más de una vez.
—No sé a qué te refieres. ¿Qué clase de cosa era? ¿Relacionaba entre sí todo
aquello en lo que creías? ¿Te serviría como criterio para juzgar las cosas?
—Oh, no servía para juzgar nada. Supongo que era una sensación. Era muy
agradable, y duraba bastante rato y, más que nada, se parecía a tener un amigo.
Thaw fue incapaz de pensar en ninguna experiencia similar y sintió envidia.
—Me suena un poco sentimental —dijo—. ¿Y sólo sentiste eso cuando mirabas
las estrellas?
—Fue la única vez.
Thaw miró hacia el cielo. Aunque en el primer momento no vio más que
oscuridad poco a poco sus ojos fueron percibiendo un resplandor entre marrón y
purpúreo que se iba volviendo de un naranja apagado en el horizonte, hacia el centro
de la ciudad.
—¿Por qué es de ese color? —preguntó Thaw.
—Supongo que es la luz eléctrica reflejada por el gas y el hollín que hay en el
aire.
Llegaron a un punto equidistante de sus hogares y se dijeron adiós. Después de
que Thaw hubiera caminado unos cuantos metros oyó un grito a su espalda. Se dio la
vuelta y vio cómo Coulter agitaba la mano y le gritaba:
—¡No te preocupes! ¡No te preocupes! ¡Al infierno con Kate Caldwell!

Thaw siguió caminando con una pequeña y perfecta imagen de Kate Caldwell
sonriendo y haciéndole señas dentro de él. A su alrededor había una neblina de
emociones tan desesperadas que acabó viéndose obligado a parar y tragar aire con un
jadeo. En la otra orilla del canal se encontraban las grandes explanadas de las

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fundiciones Blochairn. De allí le llegaban apagados truenos metálicos, un resplandor
naranja parpadeaba en el cielo por encima de ellas, el agua del canal hervía con un
negro burbujeo e hilachas de vapor bailaban sobre la superficie y volaban en una
nube sobre el canal. Una gran verja separaba el sendero del parque Alexandra. Thaw
aspiró una honda bocanada de aire y corrió hacia ella, agarrándose a dos pinchos de
la parte superior: se izó hasta arriba y saltó al campo de golf. Corrió por los caminos
sintiendo la exaltación de un criminal y acabó llegando a un sitio donde los árboles
crecían por entre el suave césped que rodeaba la pagoda de una fuente ornamental.
Las grises praderas en las que crecían margaritas y las siluetas de los árboles y la
fuente resultaban ahora muy distintas a como las había visto durante su trayecto hacia
la escuela unas pocas horas antes. Pasó sobre un letrero de «No pise la hierba» y fue
hacia un árbol al cual había deseado trepar muchas veces. Los primeros tres metros
de tronco carecían de ramas pero la corteza era rugosa y Thaw trepó un buen trecho
antes de que el ímpetu que le había hecho saltar la verja se agotara y le dejara a
horcajadas sobre una rama bastante alta, con sus brazos alrededor del tronco. Recordó
las historias de los griegos sobre espíritus femeninos que vivían dentro de los árboles.
Resultaba fácil imaginar que el tronco apretado entre sus brazos contenía el cuerpo de
una mujer. Lo abrazó, pegando su cara a él, y murmuró: «Estoy aquí. Estoy aquí. ¿No
quieres salir?». Imaginó el cuerpo de la mujer empujando contra el otro lado de la
corteza, sus labios luchando para encontrarse con los de él, pero no sintió nada salvo
la aspereza de la madera, así que acabó soltándose y trepó un poco más hasta que las
ramas se balancearon bajo sus pies. En lo alto el cielo marrón y púrpura había sido
agujereado por una o dos estrellas. Thaw intentó sentir en ellas algo agradable y que
perdurase, algo parecido a tener un amigo, y lo estuvo intentando hasta tener la
sensación de que hacía el ridículo: bajó del tronco y se fue a casa.

La señora Thaw le abrió la puerta.


—Duncan —le dijo—, pero ¿cómo has podido ponerte así?
—¿Cómo?
—¡Tienes toda la cara negra!
Thaw fue al cuarto de baño y se miró en el espejo. Su rostro estaba manchado de
hollín, sobre todo alrededor de la boca.

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CAPÍTULO XVIII

Naturaleza
La encargada del hotel Kinlochrua era amiga de la señora Thaw e invitó a sus hijos al
norte para pasar las vacaciones veraniegas. Una mañana subieron a un autobús que
salía de un garaje del Broomielaw y éste les llevó por entre las sombras de almacenes
y edificios hasta la brillante luz solar del espacioso Gran Camino Occidental,
bordeado de árboles. Avanzaron velozmente junto a terrazas victorianas, jardines y
hoteles, dejando atrás las villas de los comerciantes y los proyectos de casas del
municipio hasta entrar en una región que (aunque más despejada) no podía llamarse
campo. Fábricas nuevas se alzaban entre campos de cardos y malas hierbas, las
pendientes estaban cubiertas de columnas y verjas de alambre que protegían hileras
de cúpulas herbosas unidas por tubos metálicos. El Clyde corría a su izquierda,
ensanchándose en un estuario, con el canal central indicado por boyas y faros
minúsculos. Un gran petrolero se movía lentamente hacia el mar como si desfilara,
rodeado de remolcadores, y un mercante pasó junto a él yendo en dirección contraria.
Las colinas de la derecha se hicieron más abruptas y cercanas y el camino se vio
cogido entre el río y una cañada boscosa. Después vieron ante ellos la gran roca de
Dumbarton sosteniendo el viejo fuerte que dominaba los techos de la ciudad. El
autobús torció hacia el norte por el valle de Leven, viajando a veces entre campos y a
veces por las retorcidas calles de pueblos industriales, llegando después a la gran
extensión de aguas centelleantes del Loch Lomond y siguiendo la orilla occidental. El
agua estaba llena de islas con árboles, campos y casitas, islas que parecían
fragmentos desprendidos de la masa de tierra que las rodeaba, y a lo lejos se alzaba la
gran cabeza y los hombros del Ben Lomond. Los campos dejaron paso al brezo y las
islas se volvieron pequeñas y rocosas. El Loch se convirtió en un pasillo de agua
circundado por cañadas, con el camino serpenteando por entre árboles y peñascos al
pie de éstas.

El autobús estaba lleno de gente que iba al norte para pasar las vacaciones. Los
escaladores estaban sentados en la parte de atrás entonando ruidosas canciones de
montañismo y Thaw apretaba la frente contra la fría ventanilla sintiendo una
profunda desesperación. Al salir de casa se había tomado un gránulo de efedrina y
había subido al autobús sintiéndose bastante bien, pero después de Dumbarton su
respiración había ido empeorando y ahora estaba intentando olvidarse de ella
concentrándose en el dolor que la vibración del cristal producía en los huesos de su
cráneo. La tierra que desfilaba junto a ellos era de un fuerte color verdoso o de un
gris muerto: camino gris, cañadas y troncos de árboles, hojas verdes, hierba, helecho

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y brezo. Sus ojos estaban hartos de gris muerto y verde fuerte. Las ocasionales
manchas amarillas o púrpuras de las flores que crecían al borde de la carretera
chirriaban igual que pequeños acordes fuera de lugar en una orquesta donde cada
instrumento tocaba una y otra vez las mismas dos notas.
—¿No te encuentras bien, hermano mío? —le preguntó Ruth.
—No mucho. Y estoy empeorando.
—¡Anímate! En cuanto lleguemos te encontrarás estupendamente.
—No es fácil.
—Venga, eres demasiado pesimista. Estoy segura de que si lo fueras un poco
menos no te sentirías tan mal.
El autobús se detuvo en una ladera de Glencoe para dejar bajar a los montañistas
y a los pasajeros se les dijo que podían estirar las piernas durante cinco minutos.
Thaw bajó del vehículo, moviéndose con dificultad, y tomó asiento en un retazo de
hierba bañada por el sol que había junto a la carretera. Ruth estaba junto a los
montañistas que sacaban sus mochilas del compartimento de equipajes y hablaba con
alguien que había conocido cuando escalaba con su padre. Los demás pasajeros
conversaban entre sí y contemplaban los picos que les rodeaban con expresiones de
satisfacción o perplejo resentimiento.
—Sí, un paisaje de lo más notable, de lo más notable —le dijo un hombre ya
mayor a su vecino.
—Tiene razón. Si estas piedras pudieran hablar nos contarían unas cuantas
historias, ¿eh? Apuesto a que podrían contamos unas cuantas historias.
—Sí, de escenas como ésta nació la grandeza de la vieja Escocia.
Thaw alzó la mirada y vio grandes pedazos de materia prima tallados por el
tiempo y el clima. De las grietas que había en los más grandes nacían ríos de
guijarros y rocas que se desparramaban sobre las pendientes cubiertas de brezo igual
que el metal de los hornos de escoria. Un chico y una chica con pantalones cortos y
botas de escalar pasaron junto a él por la carretera, el chico con una pequeña mochila
oscilando sobre sus hombros. Los montañistas agrupados junto al autobús silbaron y
les vitorearon: la pareja se dio la mano y les sonrió sin ninguna muestra de
incomodidad. La seguridad del chico, la prosaica belleza de la chica y la feliz
despreocupación con que se movían le hicieron sentir a Thaw tal punzada de rabia y
envidia que casi se atragantó. Clavó los ojos en una lámina de granito que había junto
a él. Tenía manchas de liquen cuya forma, color y grueso recordaban a las costras que
Thaw se había arrancado del muslo la noche anterior. Imaginó las raíces
microscópicas del liquen hurgando en los poros imperceptibles de lo que parecía una
superficie sólida, haciéndolos más anchos y profundos. “Una enfermedad de la roca”
—pensó—. Una enfermedad de la materia, igual que el resto de nosotros».
—Ésos eran Harry Logan y Sheila —le dijo Ruth cuando hubieron subido de
nuevo al autobús—. Van a escalar el Buchail y pasarán la noche en el refugio de
Cameron. Hoy no me importaría ser Sheila… No durante la noche, pero de día… —

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Se rió y continuó—: Duncan, ¿estás muy mal? ¿Por qué no te tomas otra píldora?
—Ya me la he tomado.
Diez minutos después supo que el asma se había hecho demasiado fuerte para las
píldoras y empezó a luchar contra ella con la única arma que le quedaba. Se retiró al
centro de su mente y recordó imágenes vistas en los escaparates de las librerías y en
tebeos norteamericanos: una rubia casi desnuda sonriendo igual que si su cuerpo
fuese una broma que deseaba compartir, una muchacha encogida y cubierta de
harapos con los ojos y la boca abiertos en una expresión temerosa, una mujer de
grandes pechos con las piernas bien separadas y las manos sobre las caderas, el rostro
saturado por una expresión ceñuda y egoísta que parecía invitar al más egoísta de
todos los ataques posibles. Su pene se puso rígido y Thaw respiró con más facilidad.
Se concentró en la última de aquellas mujeres y su rostro se convirtió en el de June
Haig. Imaginó que se encontraba con ella en los desolados precipicios a través de los
que pasaba el autobús. June vestía pantalones cortos de color blanco y camisa pero en
vez de botas para escalar calzaba zapatos de tacón alto, y Thaw la violó durante un
largo tiempo con toda una serie de complicadas humillaciones mentales y físicas.
Para impedir que aquellos pensamientos acabaran llegando a un clímax
masturbatorio, algunas veces apartaba bruscamente su mente de ellos y se quedaba
asombrado ante la idea de que el pensamiento fuera capaz de producir cambios
corporales de tal magnitud. A medida que su pene se encogía el peso del asma se iba
haciendo más fuerte en su pecho y su garganta; después su mente se aferró
nuevamente a la imagen de la mujer y una cosquilleante excitación química volvió a
difundirse por su sangre, ensanchando todos sus canales, hinchando abajo el pene y
arriba los conductos del aire. Y detrás de todo aquello esperaba la asfixia, igual que
una amenaza no llevada a cabo.
El autobús se detuvo en una calle de casas no muy atractivas situada a la orilla de
un estuario. Thaw y Ruth bajaron de él y encontraron a la amiga de su madre
esperándoles en un coche. Ruth tomó asiento delante, junto a ella. La amiga de su
madre era una señora bajita que siempre apretaba los labios y manejaba bruscamente
la palanca del cambio de marchas. Thaw, aturdido por todas aquellas meditaciones
sexuales, tomó asiento detrás y apenas si escuchó su conversación.
—¿Mary sigue trabajando en aquella tienda de ropas?
—Sí, señorita Maclaglan.
—Qué pena. Es una pena que tu padre no pueda conseguir un empleo mejor. ¿Es
que esos clubs de excursionismo y escalada, por los que tanto hace, no le pagan
nada?
—Creo que no. Sólo trabaja para ellos en su tiempo libre.
—Hm. Bueno, espero que ayudes a tu madre en las labores de la casa. Ya sabrás
que no se encuentra demasiado bien, ¿verdad?
Ruth y Thaw miraron por la ventanilla, sintiéndose algo incómodos. El camino
ondulaba bajo los rayos del sol dominando un gran páramo en cuyos pliegues había

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pequeños lagos de contornos irregulares. La cima de una montaña cónica se alzaba
más allá de la curva formada por el horizonte del páramo y, disgustado, Thaw vio que
era el Ben Rua. Mantenerse sexualmente excitado le había obligado a imaginarse
cosas cada vez más perversas y ahora cualquier cosa del mundo exterior que le
recordara otras experiencias le molestaba por su irrelevancia. Llegaron al punto más
alto del páramo y descendieron hacia un brazo de mar con Kinlochrua al otro lado,
una tira de tierra salpicada de casitas bajo una montaña gris verdosa. La marea se
había retirado y los bajíos reflejaban el cielo azul sobre las arenas amarillas, creando
un color parecido al de las esmeraldas. Un repentino estruendo ahogado hirió sus
tímpanos.
—Están probando algo en la fábrica de municiones —dijo la señorita Maclaglan
—. Esperemos que no sea nada atómico.
—Pero ¿no habían cerrado la fábrica de municiones cuando se acabó la guerra?
—preguntó Ruth.
—Sí, estuvo cerrada durante casi un año; después pasó a manos del
Almirantazgo. También se encargan del hostal pero todavía no lo han abierto, y es
una pena. El hostal es lo mejor que le ha sucedido nunca a este sitio: despabiló un
poco a la gente. Kinlochrua estaba muerta antes y ha seguido estándolo después.
¿Sabéis que Mary Thaw es la única amiga auténtica que he hecho en este sitio?
¿Cómo puedes ser amiga de mujeres que tienen miedo de hacer punto los domingos
por lo que pueda decir el sacerdote? ¿Qué tiene que ver ese chafardero de McPhedron
con el que ellas hagan punto? Tu hermano no se encuentra demasiado bien, ¿verdad?
Ruth se dio la vuelta y le lanzó a Thaw una mirada cuyo significado era:
«Aguanta un poco».
—Tiene uno de sus ataques, pero se ha traído píldoras.
—Bueno, creo que debería irse a la cama en cuanto lleguemos al hotel.

Una vez en el hotel la señorita Maclaglan llevó a Thaw al piso de arriba y a un


pequeño y limpio dormitorio con un papel de pared floreado. Thaw se desnudó
lentamente, quitándose un zapato y mirando durante diez minutos por la ventana,
posponiendo de un momento al siguiente el esfuerzo de quitarse el otro zapato. En el
exterior había un descuidado jardín lleno de musgo que un ala del edificio mantenía
invisible desde los bien cuidados jardines de la parte delantera. Estaba delimitado por
pinos y cipreses de un verde oscuro. Pequeños senderos y setos rodeaban un estanque
cuadrado de aguas sucias en cuyo centro había un reloj de sol roto. El lugar le dejó
fascinado y le produjo la sensación de una vida torpe, lenta y maligna. Los setos
estaban medio ahogados por los hierbajos que asomaban entre ellos; los fláccidos y
débiles tallos de la hierba crecían mal bajo la sombra de los setos. Unas cuantas
plantas luchaban por sobrevivir en aquel suelo agotado con más miembros fibrosos
que patas tiene un ciempiés, esforzándose con ciega deliberación por ahogar o

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estrangular a las otras. Por entre las raíces se movían insectos, gusanos y crustáceos
diminutos: criaturas articuladas con aguijones y pinzas, cosas blandas parecidas a
bolsitas con duras bocas voraces, seres de muchas patas y espaldas acorazadas
provistas de una multiplicidad de ojos y palpos, todas royendo agujeros y poniendo
huevos y vertiendo chorros de veneno en las plantas y entre ellas mismas. Thaw
sintió que en la corrupción del jardín había algo bien dispuesto hacia sus propias
fantasías malignas. Se arrancó convulsivamente el otro zapato, se desnudó y se metió
en la cama. La señorita Maclaglan le trajo una botella de agua caliente y le preguntó
si le gustaría tener algo para leer. Thaw dijo que no, que tenía sus propios libros. Ruth
le trajo la comida en una bandeja. Comió, siguió tendido en la cama y se masturbó.
Diez minutos después volvió a masturbarse. Después se quedó sin armas que utilizar
contra el asma.

El jardín que había detrás del hotel estaba dominado por un porche polvoriento que
contenía una mesa enorme y algunas sillas demasiado gastadas para utilizarlas dentro
del edificio. Al día siguiente Thaw se instaló en él con libros y un equipo de dibujo.
Hizo dibujos a lápiz, respirando pesadamente, resiguió los mejores con tinta de la
India y pintó el resultado final con acuarelas. Mientras trabajaba su asma fue
molestándole cada vez menos y como la noche anterior apenas si había dormido cerró
los ojos, se inclinó sobre la mesa y apoyó la frente sobre los puños. Podía oír el
viento agitando suavemente las ramas de los árboles, la llamada ocasional de un
pájaro o una avispa zumbando en una esquina del porche, pero lo que escuchaba con
mayor atención era un murmullo que había dentro de su propia cabeza, un sonido
vago y distante parecido a la conversación de dos personas en una habitación
contigua. Uno de los que hablaban estaba nervioso y alzó su voz tan por encima del
lento ronroneo de la otra que Thaw casi pudo oír las palabras: «… helechos y hierba,
qué tiene de maravilloso la hierba…».

Un sonido externo le hizo levantar la cabeza. El sacerdote estaba inmóvil en el


sendero iluminado por el sol, más allá de la sombra del porche, observándole con
interés. Su negra silueta abotonada hasta el cuello era tal y como Thaw la recordaba,
pero más pequeña, y el rostro era más amable.
—Me han contado que no te encuentras muy bien —le dijo.
—Esta mañana estoy mucho mejor, gracias.
El sacerdote subió al porche y contempló los dibujos.
—¿Y quién es éste?
—Moisés en el Sinaí.
—Qué aspecto tan salvaje y extraño tiene entre todas esas rocas y truenos… Así
que estás ilustrando la Biblia.

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Thaw habló con voz átona para no dejar traslucir el orgullo que sentía.
—No. Estoy ilustrando una conferencia que voy a dar en la sociedad de debates
de la escuela. Su título es «Una visión personal de la historia». Los dibujos quedarán
aumentados en la pantalla gracias a un epeidoscopio.
—¿Y qué lugar tiene Moisés en tu visión de la historia?
—Es el primer abogado.
El sacerdote se rió y dijo:
—En cierto sentido sí, Duncan, no cabe duda; pero lo cierto es que en otro
sentido…, no. ¿Qué estás leyendo? —Cogió un libro delgado con una cubierta
brillante.
—Las conferencias del profesor Hoyle sobre la creación continua.
El sacerdote tomó asiento en una silla con las manos sobre el mango del paraguas
y el mentón apoyado en las manos.
—¿Y qué nos cuenta el profesor Hoyle sobre la creación?
—Bueno, la mayoría de los astrónomos piensan que todo el material del universo
estuvo comprimido en un solo átomo gigante que estalló y todas las estrellas y
galaxias del universo son fragmentos de ese viejo átomo. Ya sabrá que todas las
galaxias del universo están alejándose las unas de las otras, ¿no?
—He oído ciertos rumores al respecto.
—Es algo más que un rumor, señor McPhedron, es un hecho probado. Bien, el
profesor Hoyle piensa que todo el material del universo está hecho a partir del
hidrógeno, porque el átomo de hidrógeno es la forma más sencilla de átomo y piensa
que los átomos de hidrógeno están apareciendo continuamente en los espacios cada
vez más grandes que hay entre las estrellas, formando nuevas estrellas y galaxias y
ese tipo de cosas.
—¡Vaya por Dios, eso sí que es todo un milagro! ¿Y tú lo crees?
—Bueno, aún no ha sido demostrado definitivamente, pero me gusta más que la
otra teoría. Es más optimista.
—¿Por qué?
—Bueno, si la primera teoría es cierta entonces un día las estrellas empezarán a
consumirse y el universo no será nada más que espacio vacío y pedazos negros de
roca fría. Pero si el profesor Hoyle tiene razón, siempre habrá nuevas estrellas para
sustituir a las que hayan muerto.
—Tengo la fortuna de verme rescatado de un cosmos agonizante justo cuando
descubro que estoy amenazado por él —dijo cortésmente el sacerdote.
Cuando Thaw hubo logrado comprender lo que le había dicho sintió ira y una
leve opresión en el pecho.
—Señor McPhedron, usted habla y…, y sonríe como si todo lo que yo digo fuera
una estupidez. ¿En qué cree usted para sentirse tan superior? ¿En Dios?
—Creo en Dios —dijo el sacerdote con gravedad.
—¿Y en que Dios es bueno? ¿Y que lo creó todo? ¿Y que ama lo que creó?

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—También creo en esas cosas.
—Bueno, entonces, ¿por qué creó a los cuclillos de tal forma que sólo pueden
vivir matando a las crías de otros pájaros? ¿Dónde está el amor en eso? ¿Por qué creó
animales que sólo pueden vivir matando otros animales? ¿Por qué nos dio apetitos
que sólo podemos satisfacer haciéndonos daño los unos a los otros?
—Cielo santo —dijo el sacerdote con una sonrisa—. Hasta el mismísimo Dios
tendría miedo de verse sometido a tal examen. Pese a todo, intentaré hacerlo tan bien
como pueda… Duncan, hablas como si creyeras que el mundo existente es la obra de
Dios. Eso no es cierto. El mundo fue creado por Dios, y lo hizo hermoso. Dios se lo
dio al hombre para que cuidara de él y lo mantuviera hermoso, y el hombre se lo
entregó al Diablo. Desde entonces el mundo ha sido el dominio del Diablo, y un
anexo del Infierno, y todos los que nacen en él están condenados. Tenemos que
ganarnos el pan mediante el sudor de nuestra frente o tenemos que robárselo a
nuestros vecinos. En cualquiera de los dos casos vivimos en un estado de ansiedad, y
cuanto más inteligentes somos, más tememos acabar condenándonos y más
preocupados y nerviosos nos volvemos. Tú eres inteligente, Duncan. Quizás has
estado examinando el mundo, buscando una señal de que Dios existe. Si es así, no
has encontrado nada salvo pruebas de su ausencia o de algo peor, pues el espíritu que
gobierna el mundo material es maligno e implacable. La única prueba de que nuestro
Creador es bueno radica en nuestra insatisfacción hacia el mundo (pues si hubiéramos
sido creados por el Dios de la naturaleza, la vida natural nos resultaría adecuada) y en
las obras y las palabras de Jesucristo, alguien de quien quizá sepas algo por tus
lecturas. ¿Tiene Cristo un lugar en tu visión de la historia?
—Sí —dijo Thaw osadamente—. Le considero el primer hombre que creó una
religión partiendo de que todas las personas son iguales.
—Me alegro de que le presentes como a alguien tan respetable, pero es más que
eso. Es el camino, la verdad y la vida. Para encontrar a Dios debes creer que Cristo
era Dios y descartar cualquier otro conocimiento como inútil y vano. Y después has
de rezar pidiendo la gracia.
Thaw se había removido varias veces durante su discurso, pues le hacía sentirse
incómodo; además, estaba descubriendo que le resultaba difícil mantener abiertos los
ojos. Después de medio minuto de silencio se dio cuenta de que el sacerdote esperaba
una pregunta por su parte y dijo:
—¿Qué es la gracia?
—El Reino de los Cielos en tu propio corazón. Saber con certeza que ya no estás
condenado. Estar libre de la preocupación. Dios no la envía a todos los creyentes, y
son pocos los que la reciben durante mucho tiempo.
—¿Quiere decir que incluso si me convierto en cristiano jamás podré estar seguro
de conseguir la…, la…?
—La salvación. Cielo santo, no. Dios no es un hombre razonable como tu tendero
o el gerente de tu banco, que da medio kilo de salvación a cambio de medio de

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creencia. No puedes hacer tratos con Él. No te ofrece ninguna garantía. Veo que te
estoy aburriendo, Duncan, y lo lamento, aunque no he dicho nada que prácticamente
cada escocés no haya tenido por seguro desde los tiempos de John Knox hasta hace
dos o tres generaciones, cuando la gente empezó a creer que el mundo podía ser
mejorado.
Thaw se sostuvo la cabeza entre las manos, sintiéndose deprimido y embotado.
La respuesta del sacerdote era más sólida de lo que había esperado y tenía la
sensación de haber quedado atrapado en ella. Aunque estaba seguro de que había
muchos buenos argumentos que esgrimir en su contra, lo único que se le ocurrió fue
preguntar:
—¿Y qué pasa con los cuclillos?
El sacerdote pareció sorprendido.
—¿Por qué Dios creó a los cuclillos de tal forma que han de matar a otros
pájaros? ¿Es que ellos también le entregaron el mundo al Diablo? ¿O fueron los otros
pájaros?
—Duncan —le dijo el sacerdote, poniéndose en pie—, la vida de las bestias es tan
diferente a la nuestra que si tus sentimientos hacia ellas son demasiado fuertes
acabarás cayendo en la vanidad y el auto-engaño. Incluso tu padre, el ateo, estaría de
acuerdo conmigo en esto. Tengo entendido que estarás aquí una o dos semanas. Quizá
podamos discutir estos temas en otro momento. Mientras tanto, espero que tu salud
mejore.
—Gracias —dijo Thaw.
Fingió estar dibujando en un pedazo de papel hasta que el sacerdote se hubo ido y
después cruzó los brazos junto al borde de la mesa y apoyó la cabeza en ellos. Estaba
muy cansado pero si caía en la inconsciencia, aunque sólo fuera por un momento, la
bestia de la asfixia podía saltar sobre su pecho, así que intentó descansar sin llegar a
quedarse dormido. Era difícil. Se puso en pie, recogió sus cosas y, caminando muy
despacio, se fue a la cama.

Aquella tarde su recuerdo de lo que era encontrarse bien se esfumó y con él se


esfumó también la esperanza de mejorar. El único futuro imaginable era la repetición
de un presente que se había encogido hasta un minúsculo acto lleno de dolor, un
alentar agónico sacado una y otra vez de un océano de respiraciones. No
acompañando ya a las fantasías eróticas (que, al igual que las píldoras, se habían
vuelto inútiles debido al abuso), la lenta y decidida vida del jardín arañaba su
sensibilidad igual que arañaba el suelo que la alimentaba. Tuvo la sensación de que el
mundo natural se extendía desde cada muro del hotel en grandes extensiones de rocas
y terrones recubiertos por una gruesa capa de vida, una sustancia cuyas partes se
renovaban a sí mismas comiéndose unas a otras. Trescientos o cuatrocientos
kilómetros hacia el sur había un surco lleno de piedra y metal… Glasgow. En

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Glasgow le había ayudado un poco la sensación de que, estando entre tanta gente, si
gritaba lo bastante alto quizás hubiese alguien que le oyera y pudiese prestarle
auxilio. Pero entre estas montañas el gritar era inútil; su dolor era tan irrelevante
como el dolor del gorrión que moría de hambre por culpa del cuclillo. Empezó a
gritar pero se calló casi inmediatamente. Intentó pensar pero sus pensamientos
estaban prisioneros del discurso hecho por el sacerdote. ¿De qué forma podía
justificarse el mundo, salvo como castigo? Y castigo, ¿por haber hecho qué?

Esa noche la señorita Maclaglan llamó por teléfono a un médico. El médico entró en
la habitación de Thaw y tomó asiento sobre la cama. Le faltaba poco para llegar a la
mediana edad, tenía un bigote negro y una cabezota cuadrada hundida entre sus
hombros hasta tal punto que parecía incapaz de moverla independientemente de su
cuerpo. Tomó el pulso y la temperatura de Thaw; le preguntó cuánto tiempo llevaba
así y lanzó un sombrío gruñido. La señorita Maclaglan trajo una palangana de agua
hirviente con una cajita metálica sujeta a su interior. El médico sacó unas piezas de
cristal y metal de la cajita, las hizo encajar formando una jeringuilla hipodérmica, la
llenó con el contenido de una botella que tenía un tapón de goma y le pidió a Thaw
que se subiera la manga del pijama. Thaw clavó los ojos en una esquina del techo,
intentando no pensar en nada salvo en una grieta que había allí. Sintió cómo el
músculo de su brazo era frotado con algo frío y después notó entrar la aguja. La punta
de acero que atravesaba capas de tejido le hizo sentir una aguda dentera. Un leve
dolor cuando el músculo se fue hinchando con el líquido bombeado y después de que
la aguja fuese retirada algo asombroso empezó a suceder. La cosquilleante marea
liberadora que antes sólo había sido capaz de crear eróticamente empezó a difundirse
por todo su cuerpo partiendo del brazo, pero esta vez no iba sostenida por el
pensamiento. Cada nervio, músculo, articulación y miembro se relajó, sus pulmones
se expandieron con la cantidad de aire suficiente, soltó dos estornudos y se recostó
sintiéndose perfectamente cómodo y a gusto. No había ninguna impresión del asma
esperando para volver. No lograba creer que pudiese volver a sentirse mal alguna vez.
Miró hacia el jardín caldeado por el sol. Un rosal sin podar que había junto al
estanque se había cubierto de flores blancas, y el punto negro de una abeja se movía
sobre una de ellas. La abeja tenía que estar pasándoselo bien. Y el rosal crecía porque
le gustaba crecer, ¿no? Todo lo que había en el jardín parecía haber crecido hasta
alcanzar la altura adecuada y ahora reposaba un momento, preservado en la luz
ambarina de aquella tarde soleada. El jardín parecía sano. Thaw se volvió con una
servil gratitud hacia aquel hombre corriente de aspecto deprimido que había operado
tal cambio en las cosas. El médico estaba examinando los libros y dibujos que había
sobre la mesilla de noche y tenía el ceño levemente fruncido.
—¿Te encuentras mejor? —le preguntó.
—Sí, gracias. Muchísimas gracias. Me encuentro mucho mejor. Ahora podré

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dormir.
—Hm. Supongo que ya sabes que tu clase de asma es en parte una enfermedad
psicológica, ¿no?
—Sí.
—Lees mucho, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y eres demasiado duro contigo mismo?
—Sólo cuando he hecho el ridículo en público.
—No, no. Quiero decir… ¿Te masturbas?
Thaw se puso rojo. Clavó los ojos en la colcha.
—Sí.
—¿Con qué frecuencia?
—Cuatro o cinco veces a la semana.
—Hm. Es bastante. Es algo sobre lo que todavía no se ha alcanzado un acuerdo
total, pero hay cierta evidencia de que las enfermedades nerviosas se agravan con la
masturbación. Por ejemplo, los recluidos en asilos para locos se masturban con
muchísima frecuencia. Si fuera tú intentaría dejarlo.
—Sí. Sí, lo dejaré.
—Aquí tienes una botella con tabletas de isoprenalina. Si vuelves a sentirte mal
parte una por la mitad y déjala disolver debajo de tu lengua. Creo que descubrirás que
te ayuda bastante.
Thaw se quedó solo y levemente preocupado, pero se quedó dormido casi de
inmediato.
Despertó bastante avanzada la noche, encontrándose peor que nunca. Las tabletas
de isoprenalina no tuvieron efecto alguno y la imagen de June Haig vino a él tan
poderosa y ardiente como un atizador al rojo vivo hundido en la sangre de su
estómago. «Si me limito a imaginarme que hago cosas con ella todo irá bien —pensó
—. No necesito masturbarme». Empezó a pensar que hacía cosas con ella y diez
minutos después se masturbó. La bestia de la asfixia saltó inmediatamente sobre él.
Thaw apretó los puños contra su pecho y logró llenarlo de aire con un gorgoteo. El
miedo se convirtió en pánico y rompió su mente convirtiéndola en una ristra de
balbuceos a medio formar que se negaban a completarse: no puedo eres no lo haré
sirve se ahogará no no no no ahogándose en no no no no aire no puedo eres hace
que…
Un trueno zumbante llenó su cerebro. Estaba a punto de perder el conocimiento
cuando una idea cobró forma bruscamente en su cerebro, completa y perfecta —si me
merezco esto es que es bueno—, y su mente empezó a recomponerse jubilosamente
alrededor de aquel pensamiento. Contempló la bombilla de la lámpara y le sonrió.
Sufría, pero no estaba asustado. Respirando roncamente, cogió un cuaderno de notas
y una pluma de la mesita de noche y empezó a escribir con una letra grande y
descuidada:

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Señor Dios existes existes mi castigo lo demuestra. Mi castigo no es
más de lo que puedo soportar lo que sufro es justo el dolor ya disminuye
porque sé que es justo nunca volveré a hacerlo, será una dura lucha pero
con tu ayuda seré capaz de conseguirlo nunca volveré a hacer eso.

Al día siguiente lo hizo tres veces. La señorita Maclaglan mandó un telegrama a su


madre, y ésta llegó en autobús al día siguiente.
—Así que no te encuentras bien, hijo —le dijo, de pie junto a su cama y
sonriéndole con tristeza.
Thaw le devolvió la sonrisa.
—Ay, pobrecito enfermo: pareces un abuelo —continuó diciéndole—. Intenta
mejorar un poco y me quedaré un tiempo contigo. Será una excusa para que yo
también me tome unas vacaciones.
Thaw fue trasladado a una gran habitación de techo no muy alto que contenía dos
camas. Una era la suya, y Ruth y su madre compartían la otra.
—Cántanos algo, mamá —dijo Ruth esa noche cuando apagaron las luces—. Ha
pasado mucho tiempo desde que nos cantabas.
La señora Thaw cantó unas cuantas canciones de cuna y algunas melodías
sentimentales de las tierras bajas: Llamad a las ovejas, Calla, pajarito, Éste no es mi
tartán. Hubo un tiempo en el que ganó premios en festivales de música con sus
canciones pero ahora sólo lograba llegar a las notas más agudas cantándolas con voz
muy suave, casi en un murmullo. Intentó cantar Bonnie George Campbell, que
empieza con una nota como un lamento enloquecido, pero se le rompió la voz,
empezó a desafinar y dejó de cantar.
—Ay, ya no puedo cantar eso —dijo riéndose—. Me estoy volviendo vieja.
—¡No! ¡No eres vieja! —gritaron al unísono Thaw y Ruth. Sus palabras les
habían alarmado.
—Creo que deberíamos intentar dormir —les dijo ella.
Thaw se reclinó en sus almohadas respirando con dificultad. Cada vez que tosía la
señora Thaw le animaba diciendo: «Eso es, hijo, sácalo fuera», y después le decía:
«¿Verdad que ahora te encuentras mejor?».
Pero apenas si había sacado nada y no se encontraba mejor, y sentirla acostada
junto a él, despierta, pendiente de los dolores de su pecho, hacía que le resultaran
todavía más difíciles de soportar. Intentó permanecer lo más quieto posible,
manteniendo las pequeñas masas de flema en su garganta hasta que el silencio de la
otra cama le hizo creer que estaba dormida, pero tan pronto como tosía, por muy
cautelosamente que lo hiciera, el chirrido del colchón le indicaba que su madre estaba
despierta y oyéndolo todo.
Y, de repente, Thaw se irguió en la cama y se encontró riendo en la oscuridad.

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Había estado pensando en la llave, o quizá soñando con ella, y ahora veía todo el
universo y el significado de las cosas. Poner aquella visión en palabras era difícil,
pero deseaba compartirla.
—Todo es odio —balbuceó con voz adormilada—. Todos somos odio, grandes
globos de odio unidos por las cintas del pelo que usa Ruth.
Las dos mujeres gritaron.
—Está decidido —dijo la señora Thaw con voz muy aguda—. Regresaremos.
Regresaremos mañana mismo. Tiene que haber alguien que sepa cómo curarle.
—¡Eres un egoísta, eso es lo que eres! —gritó Ruth—. ¡Sólo piensas en ti! —y se
echó a llorar.
Thaw se quedó perplejo, sabiendo que las palabras no habían transmitido lo que
él pretendía explicar. Volvió a intentarlo.
—Los hombres son pasteles que se cuecen y se comen a sí mismos, y la receta es
el odio. Parece que estoy enterrado en este jardincito… —pues aunque podía ver
tenuemente el dormitorio, y sabía dónde se encontraban su madre y su hermana,
también tenía la sensación de estar enterrado hasta los sobacos en un montón de tierra
y rocas.
—¡Cállate! ¡Cállate! —gritó la señora Thaw.

Thaw y su madre volvieron a Glasgow a la mañana siguiente. A Ruth se le permitió


quedarse. Ese día una embarcación llegó a Kinlochrua y la señorita Maclaglan les
llevó hasta el atracadero y les despidió desde allí cuando se hicieron a la mar. El sol
brillaba con la misma fuerza que cuando había llegado allí cinco días antes y por
primera vez desde su llegada Thaw vio el lado verde del Ben Rua. Hacía viento, un
viento potente y limpio. Un miembro de la tripulación, un chico delgado que tendría
la misma edad que Thaw, estaba apoyado en la chimenea tocando una concertina.
Gaviotas con las alas desplegadas colgaban suspendidas en las corrientes de aire.
Thaw tomó asiento en un ventilador que asomaba de la cubierta igual que un hongo
de aluminio y su madre, de pie junto a él, saludó con la mano a la figura del
atracadero que se iba alejando de ellos. Thaw miró hacia la cima y logró distinguir la
mancha blanca del punto de triangulación. Pensó en la noche anterior e intentó
recobrar de entre la confusión de oscuridad y lágrimas su visión de la llave. Tenía la
impresión de haber pensado que, así como el hidrógeno era la materia prima del
universo, el odio era la materia prima de la mente. Ahora, bañado por la luz del sol, la
idea no resultaba muy convincente. Se sintió asombrosamente débil y, aun así,
liberado, y mientras estuvo sentado en el ventilador no se acordó para nada del asma.

Dos días después Thaw fue a la ciudad acompañado por Coulter para visitar las
Galerías de Arte. Caminaba con paso vivaz y le habló de su visita a Kinlochrua y de

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lo que le había dicho el médico. Coulter se enfadó.
—¡Eso es una tontería! —dijo—. A nuestra edad todo el mundo se masturba. Es
algo natural. Producimos esa sustancia; ¿de qué otra forma podemos librarnos de
ella? Cinco veces a la semana me parece algo absolutamente normal.
—Pero ese médico me dijo que en los asilos de locos se pasan la vida haciéndolo.
—Le creo. Los lunáticos son como nosotros. Es la única forma de gozar del sexo
que les consienten. Y, ¿qué otra cosa pueden hacer con su tiempo?
—Pero últimamente cada vez que lo hago tengo un ataque.
—No me cuesta nada creerlo. Ese médico te ha hecho pensar que tendrías asma
cada vez que te masturbaras y, por lo tanto, tienes asma. Cualquier persona es capaz
de hacerte creer lo que sea si se esfuerza lo suficiente. Acuérdate de que una vez te
hice creer que era un espía alemán.
Los labios de Thaw empezaron a curvarse en una sonrisa.
—Lo gracioso —dijo—, es que ese médico ha conseguido que también crea en
Dios.
—¿Cómo? No, no me lo digas, ya me lo imagino —dijo Coulter, disgustado—.
Apuesto a que te sentiste muy especial y superior porque Dios te castigaba por hacer
algo que los demás hacen continuamente sin que a Dios le importe un pimiento.
Bueno, lamento desilusionarte, pero creo que podrías dejar a Dios y a la masturbación
fuera de todo esto y volver a tener tus ataques de asma de la manera habitual.

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CAPÍTULO XIX

Desaparición de la señora Thaw


Thaw abrió su diario y escribió:

«El amor no busca complacerse Y no se preocupa de sí mismo Sino que


olvida su paz para entregarse a otro y construye un Cielo en la
desesperación del Infierno». Así cantaba un pequeño terrón de arcilla
pisado por las patas del ganado, pero un guijarro del arroyo burbujeaba
estos versos: «El amor sólo busca complacerse Para atar a otro en su
deleite Se alegra de que el otro pierda su calma y construye un Infierno en
el despecho del Cielo».
Blake no escoge, muestra ambas clases de amor, y la vida resultaría
sencilla si las mujeres fuesen terrones de arcilla y los hombres guijarros.
Quizá la mayor parte de ellos lo sean pero yo llevo mezclada un poco de
grava. Mis sentimientos de guijarro van todos hacia June Haig, no, no la
auténtica June Haig, una June Haig imaginaria en un mundo sin
conciencia ni simpatías. Mis sentimientos hacia Kate Caldwell son
arcillosos, quiero complacerla y deleitarla, quiero que me considere
inteligente y que esté fascinada por mí. La amo de una forma tan servil que
me da miedo acercarme a ella. Esta tarde operaron a mamá de algo
relacionado con su hígado. Parece que el viejo doctor Poole se ha pasado
los dos últimos años dándole un tratamiento equivocado. Me avergüenza
darme cuenta de que ayer se me olvidó anotar que la habían llevado al
hospital. Debo ser una persona muy fría y egoísta. Creo sinceramente que
si mamá muriese no sentiría gran cosa al respecto. No consigo pensar en
nadie, papá, Ruth, Robert Coulter, cuya muerte fuera a trastornarme o
cambiara demasiado mi personalidad. Y sin embargo la semana pasada,
leyendo un poema de Poe, «Amor, tú fuiste para mí todo aquello que mi
alma anhelaba», etc., experimenté una terrible sensación de pérdida y
derramé seis lágrimas, cuatro con el ojo izquierdo, dos con el derecho.
Mamá no se va a morir, por supuesto, pero esta frialdad mía resulta un
poco alarmante.

Entraron en una vasta sala de la Royal Infirmary que grandes ventanales


inundaban con la luz grisácea procedente del cielo. La señora Thaw estaba reclinada
en sus almohadas con aspecto de encontrarse muy enferma: había enflaquecido, pero

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parecía extrañamente joven. El anestésico había borrado de su cara muchas arrugas
de preocupación. Thaw se puso detrás de la cama y peinó cuidadosamente los
enredados cabellos que se desparramaban alrededor de su cuello y su cabeza. Iba
cogiendo un mechón con la mano izquierda y lo peinaba con la derecha, fijándose en
cómo su oscuridad había cobrado una apariencia polvorienta por las hebras grises
mezcladas en ella. No se le ocurría nada que decir y peinarla le hacía sentirse cerca de
su madre sin tener que sufrir la tensión de las palabras.
—Tienes toda una vista desde aquí —dijo el señor Thaw, sosteniendo la mano de
su esposa y mirando por el ventanal más próximo.
Bajo ellos, entre un campo de negras lápidas, se alzaba la vieja catedral gótica
roída por el hollín. Más allá se encontraba la colina de la Necrópolis, sus flancos
hendidos por los pórticos de complejos mausoleos, la cima erizada de monumentos y
obeliscos. El monumento situado más arriba era una columna sobre la que se
encontraba una gran figura de piedra que representaba a John Knox, con sombrero,
barbudo, vestido con una túnica y sosteniendo en su mano derecha un libro de granito
abierto. Los árboles que había entre las tumbas no tenían hojas, pues estaban a finales
del otoño. La señora Thaw sonrió.
—Esta mañana vi pasar un funeral —murmuró con un hilo de voz.
—No, ya me imagino que no debe ser un paisaje demasiado alegre.

El señor Thaw le explicó a sus hijos que pasarían semanas antes de que su madre se
encontrara lo bastante bien para volver a casa, y unos cuantos meses después de eso
antes de que fuera capaz de abandonar la cama. Habría que reorganizar la casa y sus
deberes domésticos quedarían distribuidos entre ellos tres. Esta reorganización nunca
logró llevarse a cabo de manera efectiva. Thaw y Ruth se peleaban demasiado por
quién debía hacer qué; además, en algunas ocasiones su enfermedad hacía que Thaw
no pudiera llevar a cabo ni el más mínimo trabajo y Ruth pensaba que esto era un
truco para hacerla trabajar más duro y le llamaba hipócrita perezoso. Finalmente casi
todas las tareas domésticas acabaron siendo realizadas por el señor Thaw, quien
lavaba y planchaba la ropa durante el fin de semana, preparaba el desayuno por la
mañana y mantenía las cosas más o menos vagamente ordenadas. Mientras tanto, las
superficies de linóleo, los muebles y las ventanas se iban ensuciando más y más.

Thaw creyó sentir una disminución de las exigencias impuestas por el trabajo escolar
en Whitehill. El examen del Certificado Superior, la culminación de cinco años de
estudios, se encontraba a unos pocos meses de distancia, y todos sus condiscípulos se
encorvaban sobre los pupitres y se enterraban como topos en sus estudios. Thaw les
observaba con la misma pena desapasionada con que les veía jugar al fútbol o ir a los
bailes: la actividad en sí no le interesaba, pero el poder de compartirla habría hecho

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que estuviera menos distanciado de ellos. Los profesores habían dejado de
preocuparse por los alumnos que estaba claro iban a suspender o aprobar y estaban
concentrándose en los casos fronterizos, por lo que se le permitió estudiar las
asignaturas que le gustaban (arte, inglés, historia) tal y como le viniera en gana, y se
pasaba las clases de latín o matemáticas escribiendo o haciendo dibujos en un
cuaderno, tan lejos del profesor como le era posible. Después de Navidad se le dijo
que no debía presentarse al examen de latín y esto le dio seis horas extras a la semana
para utilizar como más le gustara. Las utilizó para el arte. El departamento de arte se
encontraba en unas habitaciones de paredes encaladas y techos no muy altos situadas
en lo alto del edificio, y Thaw pasaba la mayor parte de su tiempo libre allí,
trabajando en una versión ilustrada del Libro de Jonás. El profesor de arte, un anciano
bastante afable, solía examinar su trabajo por encima del hombro de Thaw y, de vez
en cuando, le hacía preguntas.
—Eh… Duncan, ¿se supone que esto es un dibujo humorístico?
—No, señor.
—¿Por qué le has puesto un sombrero hongo y un paraguas?
—¿Qué hay de humorístico en los sombreros hongos y los paraguas?
—¡Nada! Yo mismo uso paraguas cuando llueve… ¿Tienes intención de hacer
algo especial con esto en cuanto lo hayas completado?
Thaw tenía intención de regalárselo a Kate Caldwell.
—No lo sé —farfulló.
—Bueno, creo que deberías hacerlo menos complicado y terminarlo lo antes
posible. No me cabe duda de que impresionará mucho a quien deba examinarte, pero
me parece que se dejará impresionar más favorablemente por otra naturaleza muerta
o el dibujo de alguna escultura de yeso.
De vez en cuando Thaw salía al balcón que había junto a la sala de arte,
aprovechando el recreo, y contemplaba el vestíbulo de abajo, donde solían estar el
capitán del equipo de fútbol, el campeón de natación de la escuela y varios prefectos,
riendo y hablando con Kate Caldwell, quien estaba sentada con una amiga sobre una
mesa colocada bajo el monumento conmemorativo de la guerra. Su risa y su voz,
ronca y algo apagada, flotaban hasta él; Thaw había pensado en bajar y unirse a ellos
pero su llegada produciría un silencio expectante y reviviría el rumor de que la
amaba.

Un día salió del aula de arte y la vio caminando por el balcón que había al otro lado
del vestíbulo. Kate le sonrió, saludándole con la mano, y Thaw, siguiendo un impulso
repentino, le devolvió la mirada tímidamente, abrió la puerta que había detrás de él y
le hizo una seña de invitación. Kate vino hacia él, sonriendo con la boca abierta.
—¿Te gustaría ver lo que estoy haciendo? —le preguntó él—. En la clase de arte,
quiero decir.

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—Oh, sí, Duncan, me encantaría.
El único otro estudiante que había en el aula de arte era un prefecto llamado
MacGregor Ross, que estaba copiando una hoja de letras romanas. Thaw sacó un
cartapacio del armario y fue colocando los dibujos uno detrás de otro en un escritorio
delante de ella.
—Cristo discutiendo con los doctores de la ley en el templo —dijo—. La boca del
Infierno. Esto es un paisaje fantástico. Flores locas. Eso son ilustraciones que hice
para una conferencia en la sociedad de debates…
Kate iba saludando cada dibujo con pequeños jadeos de admiración y sorpresa.
Thaw le mostró el Libro de Jonás, todavía inacabado.
—Esto es maravilloso, Duncan —dijo ella—, pero ¿por qué le has puesto un
sombrero hongo y un paraguas?
—Porque era la clase de hombre que los habría llevado. Jonás es el único profeta
que no quiso ser profeta. Dios le obligó a serlo. Le veo como un hombre gordo y de
mediana edad con un trabajo en una firma de seguros, alguien callado y mediocre por
naturaleza a quien Dios tiene que empujar continuamente hacia el coraje y la
grandeza.
Kate asintió, no muy convencida.
—Ya entiendo. ¿Y qué harás con esto cuando lo hayas terminado?
El corazón de Duncan empezó a golpear sus costillas.
—Puede que te lo dé —dijo—. Si es que te gusta, claro.
—Oh, Duncan, gracias —dijo ella con una sonrisa deslumbrante—, me encantaría
tenerlo. Qué gran detalle por tu parte. Realmente, es… Y tú, ¿qué es lo que te tiene
tan ocupado? —preguntó, acercándose a MacGregor Ross.
Cogió un taburete, lo acercó a su mesa y pasó veinte minutos con la cabeza
pegada a la de él mientras que MacGregor Ross le mostraba cómo utilizar una pluma
de rotulación.
La señora Thaw salió del Royal Infirmary a principios del año siguiente. La
señora Gilchrist, que vivía en el piso de abajo, y una o dos vecinas más fueron a la
casa para prepararla y quitaron el polvo, lavaron y pulieron hasta el rincón más
oscuro de cada habitación.
—Ahora tendrás que ser especialmente amable con tu madre y ayudarla en todo
lo que puedas —le dijeron severamente—. Recuerda, pasará mucho tiempo antes de
que pueda abandonar la cama.
—Viejas zorras metomentodo… —dijo Ruth.
—Lo hacen con buena intención —dijo Thaw con voz condescendiente—. Lo que
pasa es que no tienen mucha gracia a la hora de expresarse.
La señora Thaw llegó a casa en una ambulancia y fue instalada en la gran cama
del dormitorio principal. Por las tardes se le permitía sentarse delante del fuego y no
tardó en recobrar las fuerzas suficientes para que sus hijos se pelearan con ella sin
sentirse demasiado culpables. Thaw trajo a casa el Libro de Jonás, ya completado. Su

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madre se lo puso sobre las rodillas, lo examinó pensativamente, le pidió que le diera
explicaciones sobre ciertos detalles y, finalmente, con voz muy seria, le dijo:
—¿Sabes una cosa, Duncan? Serías un buen sacerdote.
—¿Sacerdote? ¿Por qué?
—Porque hablas de las cosas igual que los sacerdotes. ¿Qué piensas hacer con
esto?
—Voy a regalárselo a Kate Caldwell.
—¡Kate Caldwell! ¿Por qué? ¿Por qué?
—Porque la amo.
—No seas idiota, Duncan. ¿Qué sabes tú del amor? Y te aseguro que ella no sabrá
apreciarlo. Ruth me ha contado que no es más que una cabeza loca.
—No voy a regalárselo porque sepa apreciarlo. Se lo regalo porque la amo.
—Eso es una idiotez. Una pura y simple idiotez. Conseguirás que toda la escuela
se ría de ti.
—Lo que haga reír a la escuela no es asunto mío.
—Entonces eres más estúpido de lo que pensaba. No tienes ningún orgullo ni
sentido de la dignidad. Te casarás con la primera chica que se encapriche de ti y
conseguirás que te haga un desgraciado.
—Probablemente tengas razón.
—¡Pero no debería tenerla! ¡No deberías permitir que tuviera razón! ¿Por qué no
puedes…? Oh, me rindo. Me rindo. Me rindo.

Volvió a sufrir la enfermedad de la piel y su garganta tenía el mismo aspecto que si


hubiera hecho un más bien incompetente intento de cortarse el cuello. Cada mañana
iba a la cabecera de su madre y ésta le ataba un pañuelo de seda alrededor del
mentón, sujetándolo con pequeños imperdibles, dándole a su cabeza y sus hombros
un aire de extremada rigidez. Una mañana entró en una clase y se encontró con los
ojos de Kate Caldwell clavados en él. Quizás había esperado ver entrar a otra
persona, o quizás había estado contemplando la puerta en un vago momento de
ensoñación, pero su rostro adoptó una suave expresión de piedad involuntaria y, al
verla, Thaw se sintió lleno del más puro odio. El odio dejó en su cara el sello de un
fulgor implacable que perduró un segundo después de que la emoción se hubiera
desvanecido. Kate puso cara de perplejidad y desvió la mirada un instante después,
sacudiendo la cabeza, para contemplar a unos amigos suyos que estaban charlando.
Esa noche, sin experimentar ninguna alegría, Thaw le entregó el Libro de Jonás a
Ruth y después se quedó sentado junto a la cama de su madre con una expresión
sombría en el rostro.
—¿Sabes una cosa, Duncan? —dijo la señora Thaw—. Ruth apreciará eso mil
veces más que Kate Caldwell.
—Lo sé. Lo sé —dijo él. Sentía un agudo dolor entre su estómago y su corazón,

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igual que si le hubieran extirpado algo.
—Vamos, hijo, vamos… —dijo la señora Thaw, alargando los brazos hacia él—.
Olvídate de Kate Caldwell. Siempre tendrás a tu vieja mamá…
Thaw rió y la abrazó, diciendo:
—Sí, mamá, ya lo sé, pero no es lo mismo, no es lo mismo…

El examen del Certificado Superior acabó llegando y Thaw pasó por él sin sentir que
se tratase de nada especial. Le echó un vistazo al examen de matemáticas, rodeado
por el celoso silencio que la vigilancia hacía reinar en la sala de examen y sonrió,
sabiendo que suspendería. Ponerse en pie de inmediato y salir del aula resultaría
demasiado conspicuo, así que se divirtió intentando resolver dos o tres problemas
utilizando palabras en vez de números, pero aquello no tardó en aburrirle y,
recibiendo el condenatorio fruncimiento de cejas del profesor encargado del examen
con una mirada distraída, le entregó sus hojas y subió las escaleras que llevaban hacia
el aula de arte. Los demás exámenes fueron tan fáciles como había esperado.

La señora Thaw había ido recuperando fuerzas poco a poco, pero durante la época de
los exámenes pilló un leve resfriado y eso le hizo sufrir una recaída. Ahora sólo se
levantaba para ir al lavabo.
—¿No crees que deberías utilizar la cuña? —le preguntó el señor Thaw.
Ella se rió y dijo:
—Cuando no pueda ir al lavabo por mí misma sabré que estoy acabada.
Una noche, cuando Thaw estaba solo con ella en la casa, la señora Thaw le
preguntó:
—Duncan, ¿qué tal está la sala?
—Está bastante caldeada. Hay un buen fuego ardiendo. Y no hay demasiado
desorden.
—Creo que voy a levantarme y me sentaré un rato delante del fuego.
Apartó las sábanas y puso los pies en el suelo. Thaw se quedó algo preocupado al
ver lo delgadas que tenía las piernas. Las gruesas medias de lana que él se encargaba
de ponerle se negaban a quedarse arriba, y colgaban en pliegues alrededor de sus
tobillos.
—Igual que dos palos —dijo ella sonriendo—. Me he convertido en un horror
salido de Belsen.
—¡No digas tonterías! —exclamó Thaw—. No tienes nada que otro mes de
reposo no pueda curar.
—Ya lo sé, hijo, ya lo sé. Es un proceso largo y lento.
Durante esa época Thaw dormía con su padre en el sofá cama. No dormía bien,
pues el colchón tenía un hueco en el centro que el señor Thaw, más pesado que él,

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llenaba de forma natural, y Thaw tenía bastantes dificultades para no acabar rodando
encima de su padre. Una noche, después de apagar las luces, comentó lo agradable
que sería volver a dormir de la manera habitual en cuanto su madre estuviera mejor.
—Duncan, espero que no… No te hagas demasiadas ilusiones sobre la mejoría de
tu madre —dijo el señor Thaw unos instantes después, con un tono de voz bastante
extraño.
—Oh, mientras hay vida hay esperanza —bromeó Thaw.
—Duncan, no hay esperanza. Verás, la operaron demasiado tarde. Se ha estado
recuperando de los efectos de la operación pero es una mejoría que no puede durar.
Su hígado se encuentra demasiado afectado.
—Entonces, ¿cuándo morirá? —preguntó Thaw.
—Dentro de un mes. Puede que dentro de dos. Depende de la resistencia que
tenga su corazón. El hígado no está limpiando la sangre, con lo que su cuerpo cada
vez recibe menos alimento, ¿comprendes?
—¿Lo sabe ella?
—No. Todavía no.
Thaw se puso de lado y lloró un poco en la oscuridad. Sus lágrimas no eran
particularmente apasionadas, sólo una débil hemorragia de agua que brotaba de sus
ojos.

Despertó al oír un fuerte ruido y un grito. Encontraron a su madre debatiéndose en el


suelo del pasillo. Había estado intentando ir al lavabo. «Ay, papá, estoy acabada.
Estoy acabada. Se acabó», dijo mientras que el señor Thaw la ayudaba a volver a la
cama. Thaw se quedó inmóvil ante la puerta de la sala, como paralizado, su cerebro
resonando con los ecos de aquel grito. Cuando le despertó había tenido la sensación
de que no era nada inesperado, sino algo oído hacía tiempo y que había pasado toda
la vida esperando oír de nuevo.

Dos días después Thaw y Ruth volvieron a casa de la escuela juntos y el señor Thaw
les abrió la puerta.
—Vuestra madre tiene algo que deciros —les explicó.
Entraron en el dormitorio. El señor Thaw se quedó junto a la puerta,
observándoles. Habían corrido la cama hasta la ventana para que pudiese ver la calle
y su madre tenía el rostro vuelto hacia ellos.
—Ruth, Duncan… —les dijo con timidez—. Creo que un día, muy pronto, me…,
me quedaré dormida y no me despertaré.
Ruth dejó escapar un jadeo ahogado y salió corriendo de la habitación y el señor
Thaw fue detrás de ella. Thaw se acercó a la cama y se tumbó en ella, entre su madre
y la ventana. Buscó su mano bajo las sábanas y se la cogió.

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—Duncan, ¿crees que hay algo después? —le preguntó ella pasados unos
momentos.
—No, creo que no —dijo él—. Sueño, y nada más. —Y la tristeza que había en
esa pregunta le hizo añadir—: Pero muchas personas más sabias que yo han creído
que después hay una nueva vida. Si la hay, no será peor que ésta.
Después de aquello, cuando volvía de la escuela, se quitaba los zapatos y se
acostaba junto a su madre, cogiéndole la mano. Decir que era desgraciado habría sido
faltar a la verdad. En aquellos momentos apenas si sentía o pensaba, y no hablaba,
pues la señora Thaw estaba perdiendo la capacidad de hablar. Normalmente miraba
hacia la calle. Aunque terminaba en una de las calles principales era tranquila y solía
estar iluminada por el frío sol de la primavera. Las casas de enfrente eran pequeñas
villas con lilas y laburnos amarillos en los jardines. De experimentar algo, era una
paz y una sensación de estar cerca de su madre que casi rozaban la satisfacción.
Durante esa época Ruth, que nunca se había interesado mucho, por las cosas de la
casa, estuvo muy ocupada limpiando y cocinando y haciéndole a su madre muchas
clases de comidas ligeras y pasteles, pero la señora Thaw no tardó en tener que
alimentarse solamente de líquidos y se encontraba demasiado débil para hablar
claramente o abrir los ojos. En la casa nadie hablaba mucho, pero en una ocasión
Thaw se dirigió a su hermana, empezando la frase con un: «Cuando mamá esté
muerta…».
—No se va a morir.
—Pero, Ruth…
—No se va a morir. Se pondrá mejor —dijo Ruth, contemplándole con los ojos
encendidos.

En la escuela se hicieron exámenes orales para confirmar los resultados de los


exámenes escritos. El profesor de inglés le dijo a sus alumnos que aprendieran de
memoria algunos pasajes de prosa, preferiblemente de la Biblia, dado que quizá se les
pidiera que recitaran en voz alta. Thaw decidió darle una sorpresa a quien le
examinara aprendiendo los versos eróticos del Cantar de los Cantares que empiezan
con: «Oh, amada mía, hermosa entre las hermosas […]». La mañana del examen oral
de inglés fue a decirle hola a su madre después de haber desayunado. El señor Thaw
estaba sentado junto a la cama, sosteniéndole una mano entre las suyas. La señora
Thaw descansaba apoyada en las almohadas, una línea de blanco apareciendo por
entre sus párpados casi cerrados.
—Em iré —balbuceaba desesperadamente.
—No, Mary, no, todo va bien —dijo el señor Thaw—. No te morirás. No te
morirás.
—Uh em iré, em iré.
—No te preocupes, no vas a morirte, no vas a morirte.

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Por primera vez en dos semanas la señora Thaw se estremeció, irguiéndose en la
cama. Abrió los ojos, tensó los labios apartándolos de los dientes y gritó: «¡Quiero
morir! ¡Quiero morir!», desplomándose de nuevo en la cama. Thaw se dejó caer en
una silla, agarrándose la cabeza con las manos y sollozando ruidosamente. Diez
minutos después corría hacia la escuela por la soleada pendiente del parque,
entonando en voz alta versos del Cantar de los Cantares. Cuando volvió a casa por la
tarde la señora Thaw yacía más inmóvil que nunca y respiraba con un débil silbido
jadeante. Thaw acercó los labios a su oído.
—¡Mamá! ¡Mamá! —le dijo en un murmullo apremiante—. He aprobado inglés.
Tengo el Certificado de inglés.
La boca de su madre se movió en una débil sonrisa que acabó hundiéndose en su
ciego rostro igual que agua en la arena. A la mañana siguiente, cuando la señora
Gilchrist vino a lavarla y corrió la cortina que había detrás de la cama le oyó susurrar
muy débilmente: «Otro día», pero por la tarde la noticia de que Thaw había aprobado
arte e historia no llegó a la parte viva de su cerebro o, si llegó, ya no le importaba.
Murió tres días después, una mañana de sábado, muy temprano. La noche anterior
la señora Gilchrist, del piso de abajo, y la señora Wishaw, del piso de enfrente,
estuvieron esperando en la sala y cuando Thaw fue a acostarse no se movieron de allí.
El señor Thaw se quedó sentado en el dormitorio sosteniendo la mano de su esposa.
Cuando Thaw despertó la luz se filtraba a través de las cortinas: las vecinas se habían
marchado y supo que su madre estaba muerta. Se levantó, se vistió, comió un cuenco
de copos de avena y puso la radio sintonizando un programa humorístico. El señor
Thaw entró en la sala y, algo incómodo, le dijo:
—Duncan, ¿te importaría bajarla un poco? Si los vecinos la oyen… Bueno, quizá
les parezca mal.
Thaw apagó la radio y fue a dar un paseo junto al canal. Se paró junto a un tramo
de piedra donde el canal era bastante hondo y, sin sentir nada, sin pensar en nada, se
dedicó a ver cómo el agua teñida de espuma giraba por entre los troncos podridos.

Por la tarde visitó a Coulter, tal y como había quedado en hacer algún tiempo antes.
La señora Coulter se había llevado a su esposo a dar un paseo y Thaw tomó asiento
junto al fuego mientras que Coulter, con chaqueta y pantalones, se lavaba en el
fregadero.
—Por cierto, Bob, mi madre murió anoche —dijo Thaw, no sabiendo muy bien
cómo contárselo.
Coulter se dio la vuelta lentamente.
—Duncan, ¿estás bromeando? —dijo.
—No.
—Pero si la vi hace dos semanas. Habló conmigo. Parecía estar bien.
—Ya.

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Coulter se secó las manos con la toalla sin apartar los oíos de Thaw.
—Duncan, no deberías guardártelo dentro —dijo—. Después será peor para ti.
—No creo estarme guardando nada.
Coulter se puso una camisa y un jersey.
—El problema es que he quedado con Sam Lang en las pistas de Tollcross a las
tres —dijo con voz preocupada—, íbamos a correr un poco. Pensé que no te
importaría acompañarme.
—No me importa.
Cuando volvió a casa ya habían llamado a la funeraria. Un ataúd reposaba sobre
dos caballetes encima de la alfombra que había ante la chimenea del dormitorio. La
tapa estaba colocada de forma que dejase un agujero cuadrado en la parte superior y
el rostro de la señora Thaw resultaba visible a través del mismo. Thaw lo contempló
con un perplejo disgusto. Los rasgos habían sido los de su madre, pero aunque no
veía ninguna diferencia de forma todo parecido se había esfumado. Aquel objeto no
poseía ni tan siquiera la vida superficial de una obra de arte y a su material le faltaba
la integridad del bronce o la arcilla. Tocó la frente con la punta de un dedo y sintió la
frialdad del hueso bajo la fría piel. Aquel apretado paquete de tejidos muertos no era
el rostro de su madre. No era el rostro de nadie.

En los días anteriores al funeral el dormitorio fue saturándose de un rancio olor


dulzón que se extendió a otras partes de la casa. Aromatizadores de la atmósfera del
tipo que se usaba en los lavabos fueron colocados bajo el ataúd pero no se notó
ninguna gran diferencia. El martes el sacerdote de la iglesia a la que iba la señora
Thaw celebró un breve servicio en la sala mientras atornillaban la tapa del ataúd y lo
bajaban diestramente por las escaleras hasta el coche fúnebre. La sala estaba repleta
de vecinos, viejos amigos y parientes que Thaw había oído mencionar a sus padres
pero que casi nunca había visto. La puerta se abrió sigilosamente dos o tres veces
durante la ceremonia y quienes estaban junto a ella se hicieron a un lado para dejar
entrar a un anciano o una señora que respiraban intentando no hacer ruido. Thaw
estaba de pie junto al armario llevando el más nuevo de sus trajes. Se dio cuenta de
que el sacerdote no había visitado a su madre durante las últimas semanas y aquello
no era debido a ninguna laxitud en el cumplimiento de sus deberes (el sacerdote era
un joven nervioso y siempre dispuesto a trabajar), sino porque su presencia habría
sido una intrusión. Para la señora Thaw y sus amistades la iglesia había sido un lugar
de reunión. Iban a un servicio el domingo y el martes acudían a un club social que se
reunía en el edificio de la iglesia, pero ninguna de ellas habría podido ser acusada de
piedad. Cuando Thaw se declaró ateo, hacía unos cuantos años, la señora Thaw
pareció algo afectada, pero no más que cuando, poco después, afirmó ser cristiano y
empezó a ofrecer la otra mejilla durante sus peleas con Ruth. Una frase acudió a su
cabeza: «Los consuelos de la religión». Por lo que podía ver, su madre había vivido y

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había muerto sin ninguna clase de consuelos.
El servicio llegó a su fin y Thaw fue hacia los coches junto con su padre, el
sacerdote y unas cuantas personas más. Los coches eran relucientes Rolls-Royce
negros con motores silenciosos y cuando iban por las calles de los suburbios del norte
Thaw miró por la ventanilla sintiéndose muy a gusto, como si fuera un privilegiado.
Hacía un día gris, una tapadera de cielo grisáceo había caído sobre Glasgow y una
tenue llovizna se desprendía de ella. Llegaron a un cementerio municipal situado tan
exactamente en los confines de la ciudad que tres de sus lados estaban rodeados de
campos. Hubo cierto retraso en la puerta. Los coches se detuvieron formando fila tras
los coches de otro cortejo funerario anterior. Pasado un rato los coches que tenían
delante desaparecieron y su cortejo subió por un sendero que se curvaba entre
rododendros de hojas goteantes para acabar deteniéndose ante una iglesia en
miniatura de estilo gótico victoriano con una chimenea detrás. Más vecinos y
parientes estaban aguardando en el porche y siguieron a Thaw y su padre al interior.
Se colocaron en la primera fila de bancos y todos los demás fueron ocupando los
bancos que había detrás. Ante ellos se alzaba un gran púlpito, casi pegado a su banco,
y a su derecha había una pequeña plataforma sobre la cual estaba el ataúd. Ataúd y
plataforma estaban cubiertos por una gruesa tela roja. Hubo un momento de silencio
y Thaw se preguntó por qué nadie se sentaba. A su padre debió ocurrírsele la misma
idea, porque se sentó y todo el mundo siguió su ejemplo. El sacerdote, con la sotana
negra y las bandas blancas de un licenciado en teología, subió al púlpito, dijo una
plegaria y anunció que entonarían un himno. Todos se pusieron en pie, cantaron y
volvieron a sentarse. El sacerdote cogió una hoja de papel y dijo:
—Antes de que continuemos con el servicio religioso me han pedido que…, que
les lea esto:

«Durante los últimos meses de su enfermedad Mary Thaw estuvo


totalmente confinada en su lecho. Me gustaría darle las gracias a los
muchos buenos amigos y vecinos que hicieron que esos meses le resultaran
tan agradables como les fue posible. Traían regalos, frutas y pasteles, y el
todavía más precioso regalo de su compañía. Me gustaría decirles a ellos,
en su nombre, lo mucho que apreciaba sus atenciones, y hacerles llegar hoy
el agradecimiento que ella ya no puede expresar».

De los bancos de atrás les llegó el sonido de alguien que sorbía aire por la nariz y
se sonaba. Thaw miró de soslayo a su padre y murmuró: «Ha estado muy bien». El
servicio continuó. Con las palabras: «El polvo al polvo, las cenizas a las cenizas», se
oyó un leve ruido metálico y la tela roja empezó a aflojarse a medida que el ataúd iba
hundiéndose bajo ella. Volvió a hincharse durante un segundo con una ráfaga de aire
procedente de abajo y acabó cayendo de tal forma que allí donde había estado el
ataúd había ahora un hoyo rectangular. Thaw experimentó una aguda sensación de
pérdida que fue neutralizada inmediatamente por el recuerdo de un prestidigitador

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que había hecho desaparecer un bollo bajo un pañuelo.

Una vez fuera de la iglesia todos irguieron los hombros y empezaron a hablar en voz
alta y animada.
—Bueno, no ha estado demasiado mal, ¿verdad?
—Un servicio precioso, precioso.
—¡Vaya, vaya! Una voz que no he oído desde hace mucho tiempo. ¿Qué tal estás,
Jim?
—No demasiado mal. Un servicio precioso, ¿eh?
—Sí, precioso. Me gustó mucho lo que el sacerdote leyó hacia la mitad.
—No hay nada como los buenos vecinos.
—Cierto, pero ella se los merecía. Ella también sabía serlo.
—¿Quién es el que está esperando junto a la puerta? No me digas que es el viejo
Neil Bannerman…
—Sí, es Neil Bannerman.
—Dios mío, pero si está fatal. Realmente fatal… Imagínate, el viejo Neil
Bannerman sobreviviendo a Mary Thaw. La última vez que le vi fue en el funeral del
padre de ella, hace diez años.
—¿Es verdad, eh, que hay un cierto refrigerio disponible en, eh, algún sitio?
—Cierto, hombre, hay un té preparado en el Grand Hotel de Charing Cross. Ven
en mi coche.
Los hombres que habían asistido al funeral se reunieron en un salón privado de un
hotel de la calle Sauchiehall y tomaron un té reforzado con jamón ahumado y
verduras calientes. Hablaron de viejos conocidos y de fútbol y de los días en que las
iglesias locales tenían sus propios equipos de fútbol. Thaw estaba sentado entre ellos,
en silencio. En un momento dado mencionaron a Bernard Shaw y se le pidió que
contara una anécdota sobre él. Fue bien recibida. Después volvió con su padre en el
coche de alguien. Ahora llovía con fuerza. Thaw pensó en lo agradable que sería
volver a casa y sentarse junto al fuego del dormitorio tomando el té con su madre, y
un instante después recordó que aquello era imposible.

El señor Thaw quería que las cenizas de su esposa fuesen dispersadas en una colina
que dominaba el Loch Lomond, allí por donde habían paseado juntos en los días de
su noviazgo. Una mañana de primavera soleada y algo ventosa fue en tren hasta el
Loch Lomond con sus hijos. Thaw sostenía la caja oblonga con las cenizas sobre sus
rodillas. La tapa no tenía bisagra ni cerradura, y en una o dos ocasiones la levantó
para contemplar con curiosidad la blanda sustancia gris que contenía. Era
exactamente igual que la ceniza de los cigarrillos.
—Ten cuidado, Duncan —dijo el señor Thaw.

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—Sí, no queremos desparramarla antes de llegar allí —dijo Duncan.
Thaw se quedó algo sorprendido al ver que su padre parecía afectado por sus
palabras. Subieron la cuesta por un camino cubierto de losas hundido entre helechos
y setos que estaban echando brotes. Más arriba el camino se convertía en un sendero
de carros que pasaba por un campo lleno de hierba, después atravesaron una
hendidura en una pequeña muralla de piedra y el sendero se convirtió en un pequeño
camino arenoso que avanzaba entre los brezales y a cuyo alrededor chillaban los
zarapitos. Cerca del sendero había una roca con un agujero en el medio, y allí era
donde el clan Colquhoun había puesto su estandarte cuando se reunían para el
combate.
—Supongo que este sitio es tan bueno como cualquier otro —dijo el señor Thaw.
Descansaron mirando hacia el estuario y las verdes islas que había en su centro.
En el norte se veía la rugosa muralla formada por las tierras altas, que parecía lo
bastante clara y sólida como para que fuese posible golpearla con los nudillos.
Esperaron hasta que una pareja joven que se había detenido para contemplar el
paisaje acabó desapareciendo, abrieron la caja y arrojaron puñados de ceniza al aire.
El viento la dispersó igual que humo por encima de los brezales.

—Duncan, ven aquí —le dijo dos semanas después el señor Thaw, sentado ante su
escritorio de la sala—. Quiero que le eches una mirada a esto. Es la factura por el
funeral de tu madre. Una cifra fantástica, ¿no? Pensaba que la incineración sería
mucho más barata que el entierro, pero no, los costes son prácticamente los mismos.
Thaw examinó la factura y dijo:
—Sí, parece un poco exagerado.
—Bueno, yo no pienso consentir que esa suma de dinero se malgaste conmigo,
así que he hecho los arreglos necesarios para donar mi cuerpo a la ciencia. ¿Quieres
firmar este documento? Es para demostrar que, como pariente, no tienes ninguna
objeción.
Thaw lo firmó.
—Bien. Cuando muera debes informar a la facultad de medicina de la universidad
y ellos vienen y me recogen en un ataúd de hierro. Si haces eso en un plazo de
veinticuatro horas después de la muerte tú y Ruth recibiréis diez libras a dividir entre
los dos, así que ya ves que no tan sólo es más barato: además, da beneficios.
—Me gastaré el dinero bebiendo a la salud de tu recuerdo —dijo Thaw.
—Si tienes algo de sentido común te lo gastarás en otra cosa.

Casi un año después Thaw estaba buscando algo en un cajón y encontró una carta
escrita por su madre. Resultaba difícil leerla, pues estaba escrita a lápiz, y era un
primer borrador de una carta que probablemente nunca llegó a enviar. Iba dirigida a la

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página de correspondencia de una revista para mujeres.

Me han gustado mucho las cartas de sus lectoras contando los graciosos
errores que cometen los niños. Me pregunto si les gustaría publicar una
experiencia mía. Cuando mi hijo tenía seis o siete años salimos de casa una
noche, bastante tarde, y miramos las estrellas. De repente Duncan preguntó:
«¿Dónde está el tractor?». Su padre le había estado enseñando los nombres
de las constelaciones y se había hecho un lío con el Carro. Últimamente no
me he encontrado demasiado bien y he tenido que pasar la mayor parte del
tiempo en cama, y estos recuerdos son los únicos que logran entretenerme
un poco.

Thaw se quedó inmóvil durante unos momentos con la carta en la mano.


Recordaba esa noche. Había sido en el hotel Kinlochrua, durante las Navidades. La
familia iba a un concierto que se celebraba en el edificio principal, y fue Ruth quien
hizo la pregunta. La señora Thaw siempre le había preferido a Ruth y le había
transferido inconscientemente la anécdota. Volvió a guardar la carta y cerró el cajón.
La pena tiraba de un rincón casi inconsciente de su cerebro igual que un cachorro
intentando atraer la atención de su amo tirándole de la punta del abrigo.

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CAPÍTULO XX

Patronos
Los resultados del examen para el Certificado Superior aún no habían sido
publicados, pero casi todo el mundo sabía lo bien o lo mal que le había ido y la
escuela estaba llena de nerviosas discusiones sobre salarios máximos y
cualificaciones mínimas. Funcionarios del servicio de empleo acudieron a la escuela
para dar conferencias sobre teneduría de libros, el trabajo bancario o la carrera de
funcionario. Un abogado habló sobre el derecho, un ingeniero sobre la ingeniería, un
médico sobre medicina y un mayor sobre el ejército. Un canadiense de ascendencia
escocesa les dio una conferencia sobre las ventajas de la emigración. Los estudiantes
formaban grupos discutiendo sobre si era mejor quedarse un sexto año más en la
escuela y conseguir más certificados o marcharse inmediatamente rumbo a la
universidad o a las academias técnicas y comerciales.
—Bueno, ¿qué piensas hacer? —le preguntó el señor Thaw.
—No lo sé.
—¿Qué quieres hacer?
—Eso carece de importancia, ¿no?
—Duncan, enfréntate a la realidad. Si no puedes vivir haciendo lo que te gusta,
tienes que dedicarte a lo que más se aproxime a eso.
—Quiero escribir una Divina Comedia moderna con ilustraciones al estilo de
William Blake.
—Bueno, entonces lo más inteligente sería buscar trabajo en la ilustración
comercial, ¿no?
—Para eso necesito cuatro años en la academia de arte y no puedes permitirte el
enviarme a ella.
El señor Thaw puso cara pensativa.
—Cuando trabajé para Laird‘s, los de las cajas, me hice bastante amigo de Archie
Tulloch, que era jefe del departamento artístico —dijo—. Entonces solían contratar a
chicos de dieciséis o diecisiete años. Diseñaban etiquetas para las cajas y los
envoltorios, ya sabes, así como dibujos para papel de envolver. Puede que eso no le
dé una gran satisfacción a tu alma bohemia, pero sería una forma de empezar. Si le
escribo una carta es probable que Archie Tulloch quiera echarle una mirada a tus
trabajos.

Thaw salió una tarde de la escuela y fue caminando hacia Bridgeton vistiendo un
abrigo recién salido de la tintorería: llevaba un portafolio de sus obras debajo del
brazo. La fábrica estaba cerca del río y Thaw bajó hasta él por calles angostas donde

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había muchas pequeñas fábricas encuadradas por edificios de pisos y solares vacíos.
El cielo estaba gris y más allá de los tejados los Cathkin Braes tenían un aspecto
oscuro y achatado, igual que un muro que rodease la ciudad, aunque podía distinguir
las siluetas de los árboles recortadas contra la línea del cielo. Recordó a su madre
hablando de esos árboles cuando Thaw era muy pequeño. Le habían recordado una
hilera de camellos en el desierto. El techo de nubes bajó un poco más y liberó una
tenue llovizna parecida a niebla que cayera del cielo. La llovizna vidrió las calles
hasta que éstas reflejaron el cielo descolorido, y una gaviota suspendida sobre la calle
daba la impresión de estar muy por debajo de ella. La ciudad parecía flotar entre
vastas extensiones de aire gris: las ventanas se deslizaban en sus marcos y por ellas
asomaban manos que colocaban tiestos en los alféizares para que se regaran. La
lluvia aliviaba la infelicidad de Thaw. Empezó a sentirse confiado y a imaginar que
seguía este camino con frecuencia para ir a Laird‘s. Incluso cuando fuera muy rico
caminaría por aquellas calles con tal regularidad que quienes vivieran allí pondrían en
hora sus relojes gracias a él. Sería parte de sus vidas. Llegó a una fábrica que era un
enorme cubo de ladrillos situado en el cruce de dos calles. Se puso bien la corbata, se
pasó la mano por el pelo, agarró con más fuerza el portafolio y entró por una puerta
giratoria de latón, cristal y caoba tallada.

El vestíbulo de la entrada carecía de mobiliario y tenía una puertecita en la que se


leía INFORMACIÓN. Thaw hizo girar el picaporte y entró en una habitación con
forma de cuña en la que había una centralita telefónica y una señora ya mayor a la
que un mostrador de pulida madera amarilla encerraba en un rincón.
—¿Sí? —dijo la señora.
—Tengo una cita; quiero decir que me esperan. El señor Tulloch me está
esperando.
—¿Cuál es su nombre, por favor?
—Soy Duncan Thaw —dijo él, tímidamente.
La señora movió sus dedos por entre las conexiones de la centralita y dijo:
—¿Señor Tulloch? El señor Thaw está aquí y desea verle. Dice que tiene una
cita… Muy bien.
Movió diestramente unas cuantas conexiones más.
—¿Quieren mandarme una auxiliar? Para que acompañe al señor Thaw a la sala
de espera… Muy bien… ¿Quiere esperar unos momentos, señor?
—Claro, claro —dijo Thaw, sintiéndose humillado porque le llamaba señor.
Fue hasta una mesita sobre la que había unas cuantas revistas pulcramente
ordenadas en filas superpuestas. Como no tenía el valor suficiente para alterar su
orden, se contentó con mirar las tapas:

El Ejecutivo-UNA REVISTA PARA EL HOMBRE DE NEGOCIOS

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MODERNO.

Negocios Modernos-UNA REVISTA PARA EL EJECUTIVO.

Lingote-EL BOLETÍN MENSUAL DEL GRUPO DE ACEROS


THUNDERHAUGH.

Automóvil-EL BOLETÍN MENSUAL DEL VENDEDOR DE


COCHES.

Tenían las delgadas y relucientes tapas de las novelitas obscenas y consistían


básicamente en fotos de gente vestida con ropas caras sentada detrás de grandes
escritorios.
Una chica bonita y no muy alta entró en la habitación y dijo:
—¿Es usted el señor Thaw? ¿Quiere venir conmigo, por favor?
Thaw la siguió a través del vestíbulo de entrada y subió por unas grandes
escaleras metálicas. La chica le precedió rápidamente por unos pasillos de vidrio y
metal color crema, con la mirada baja y sonriendo como si dentro de sus senos
hubiera un tierno secreto, y le dejó ante una puerta en la que se leía SALA DE
ESPERA. Dentro había cuatro hombres sentados alrededor de una mesa.
—Sí, pero lo que no entiendo es… —estaba diciendo uno de ellos en el dialecto
del Midland inglés.
—¿Nos disculpa? —se apresuró a decirle otro de los hombres a Thaw.
—Naturalmente —dijo Thaw sentándose en un cómodo sillón—. Sigan, por
favor. Sólo he venido a esperar.
—Entonces, ¿quiere tener la bondad de esperar fuera? —dijo el hombre que se
había dirigido a él, poniéndose en pie y abriendo la puerta.
Thaw tomó asiento en un sofá pegado a la pared del pasillo, sintiéndose insultado.
Pensó que los hombres de la salita eran capitalistas que estaban tramando algo. Aquel
piso de la fábrica estaba dividido por paneles de cristal encajados en muros metálicos
que formaban despachos. El cristal tenía ondulaciones, con lo que a través de él sólo
podían verse sombras, y la fría desnudez metálica del lugar hacía que los pasos, el
ruido de las máquinas de escribir, el tintineo de los teléfonos y el murmullo de las
voces administrativas resonara en una continua serie de ecos. Dos hombres altos con
gafas doblaron la esquina y se pararon junto a ella.
—Creo que sería mejor hablar con ese cajero.
—No, no. No hay necesidad.
—De todas formas, si las cifras no son exactas…
—No, no. Aunque sus cifras no sean cien por cien exactas, ya me basta.

Thaw se dio cuenta de que el señor Tulloch estaba junto a él. Era un hombre

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barrigudo y de aspecto cansado.
—¿Duncan Thaw? Sí… —dijo, y tomó asiento junto a él—. No tengo mucho
tiempo. Muéstreme sus trabajos.
Thaw se sintió repentinamente lleno de competencia, convertido en todo un
hombre de negocios. Abrió su portafolio y dijo:
—Esto es una serie de acuarelas, una serie que describe los actos de Dios. El
diluvio. La torre de Babel. Las murallas de Jericó derrumbándose.
—Um. Mmmm. ¿Qué más?
—Penélope destejiendo su tela. Circe. Escila y Caribdis. Este último no me salió
tan bien porque en aquel entonces estaba influido a partes iguales por Blake y
Beardsley y esas dos clases de perspectivas…
—Sí. ¿Y esto?
—El artista de la cueva. Moisés en el Sinaí. Civilización griega. Imperialismo
romano. El sermón de la montaña. Vándalos. La ciudad catedral. John Knox
predicando ante la reina María de Escocia. La ciudad fábrica. La…
El señor Tulloch se echó bruscamente hacia atrás y Thaw se encontró sonriéndole
al aire y volvió a guardar las ilustraciones en el portafolio que había quedado medio
vacío.
—… les contratamos a intervalos de cinco años, así que como ya comprenderá no
tenemos realmente sitio para usted —estaba diciendo el señor Tulloch—. Sin
embargo, su trabajo es muy prometedor. Sí. Quizás algo en la línea de la ilustración.
¿Ha probado con McLellan, el editor?
—Sí, pero…
—Oh, sí, ja, ja, bien, claro está que en estos momentos hay un tremendo exceso
de oferta y… ¿Ha probado con Blockcrafts, en la calle Bath? Bien, pruebe con ellos.
Pregunte por el señor Grant y diga que le envío yo… —Los dos se pusieron en pie al
mismo tiempo—. Aparte de eso, compréndalo, no puedo hacer nada más.
—Sí —dijo Thaw—. Muchas gracias.
Sonrió y se preguntó si su sonrisa parecería algo amarga. Amargura, eso era lo
que sentía. El señor Tulloch le llevó hasta el nacimiento de la escalera y le obsequió
con una sonrisa de cansancio y un apretón de manos inesperadamente firme.
—Adiós. Lo siento —dijo.

Thaw salió corriendo a la calle, sintiéndose rebajado y derrotado. Con una extraña
punzada de emoción, se dio cuenta de que el señor Tulloch no le había preguntado ni
una sola vez por su padre.

Una semana después Thaw y su padre visitaron al director de la escuela Whitehill, un


hombre de bigotes blancos que les observó con expresión afable sentado tras su

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escritorio.
—Señor Thaw, Duncan posee una imaginación muy poderosa —dijo—. Y un
indudable talento. Y, por desgracia, su propia manera de ver las cosas. —Sonrió—.
Digo por desgracia porque eso hace difícil que la gente mediocre como usted y como
yo le ayudemos. ¿Está de acuerdo conmigo?
—Oh, sí, totalmente de acuerdo —dijo el señor Thaw, riéndose—. Sin embargo,
debemos hacer cuanto esté en nuestra mano.
—Sin embargo, debemos hacer cuanto esté en nuestra mano, cierto. Bien, creo
que Duncan sería más feliz teniendo algún trabajo sin demasiadas responsabilidades,
un trabajo que le dejara mucho tiempo libre en el cual desarrollar sus talentos como le
venga en gana. Yo le veo de bibliotecario. Es bueno con los libros. Le veo de
bibliotecario en alguna pequeña ciudad de las tierras altas, una ciudad como Oban o
Fort William. ¿Qué piensa usted, señor Thaw?
—Señor McEwan, creo que es una idea muy satisfactoria. Pero ¿es una
posibilidad?
—Creo que sí. Para ser bibliotecario hacen falta dos certificados superiores y dos
certificados primarios. Duncan tiene garantizados dos superiores en arte e inglés y
uno primario en historia. Los resultados de matemáticas aún no están disponibles.
¿Qué tal cree que le fue?
—¿Y bien, Duncan? —preguntó el señor Thaw.
Mientras aquellas voces firmes y llenas de responsabilidad iban pasándose su
futuro gravemente de una a otra, Thaw había ido hundiéndose en una especie de
estupor fatalista. Necesitó un momento para darse cuenta de que esperaban una
respuesta de su parte.
—He suspendido matemáticas —dijo.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Para aprobar necesitaba sacar buena nota en todo lo que hice y, en su mayor
parte, lo que hice carecía de sentido.
—¿Cómo es posible que alguien de tu inteligencia escriba tonterías después de
cuatro años de estudios?
—Pereza, supongo.
El director enarcó las cejas.
—¿De veras? El problema es… ¿Seguirías siendo tan perezoso si tu padre
estuviera dispuesto a permitirte pasar otro año en la escuela?
—En otras palabras, Duncan —dijo el señor Thaw—, si el señor McEwan te
permite pasar otro año en la escuela, ¿estudiarás para conseguir un certificado
primario en matemáticas?
Thaw pensó en ello y sus labios empezaron a curvarse en una sonrisa. Intentó
hacerla desaparecer y no lo consiguió. El director también sonreía.
—Está pensando en la cantidad de cosas que podrá leer y dibujar sin tener
prácticamente a nadie encima controlándole —le dijo al señor Thaw—. ¿No es así,

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Duncan?
—Y quizá pueda ir a clases nocturnas en la academia de arte —dijo Thaw.
El director golpeó el escritorio con su mano y se inclinó sobre él.
—¡Sí! —dijo con gran seriedad—. ¡Un año de libertad! Pero hay que ganárselo.
El precio no es alto, pero ¿estás preparado para pagarlo? ¿Le prometes sinceramente
a tu padre que estudiarás tu trigonometría, tu álgebra y tu geometría, y que acabarás
dominándolas? ¿Prometes que asistirás a tus lecciones de matemáticas no tan sólo en
cuerpo sino también en espíritu?
—Sí, señor —murmuró Thaw, agachando la cabeza.
—Bien, bien. Señor Thaw, creo que le han hecho una promesa en la que puede
confiar.

Al día siguiente Thaw se encontró con la profesora de matemáticas cuando cruzaba el


vestíbulo.
—¿Qué te ha pasado, Thaw? —le dijo la profesora, mirándole con expresión
jovial. Thaw se quedó muy sorprendido—. Has estado diciendo por ahí que habías
suspendido las matemáticas, ¿verdad?
—Sí, señorita.
—Bien, los resultados oficiales acaban de ser hechos públicos. Has aprobado.
Felicidades.
Thaw se la quedó mirando, horrorizado.

Más avanzada la semana Thaw atravesó la blanca entrada de mármol de la Biblioteca


Mitchell. Había acudido frecuentemente a ella para ver los facsímiles de los libros
proféticos de Blake, y mientras un hombrecillo regordete que vestía una levita con
botones de latón le guiaba por las escaleras, la atmósfera de calma erudita y atención
cortés le hizo sentirse un poco más animado. Fue llevado hasta una puerta situada al
final de un pasillo con el suelo embaldosado de mármol y un techo abovedado de
poca altura. La estancia que había detrás de la puerta estaba cubierta por una gruesa
alfombra, con un jarrón de flores sobre la chimenea de mármol y otro en el escritorio
que había junto a la ventana. Un anciano sentado detrás del escritorio leía un
documento.
—¿El zeñor Thaw? —le dijo con voz algo pastosa—. Ziénteze, por favor. Le
atenderé dentro de un minuto.
Thaw tomó asiento, sintiéndose un poco nervioso. El anciano tenía un agujero en
la parte derecha de su cara, allí donde tendría que haber estado la mejilla, y la mayor
parte de su rostro parecía caer hacia ese agujero. Su ojo derecho había perdido la
coordinación con el izquierdo y el globo ocular quedaba tan al descubierto que
cuando parpadeaba, lo cual ocurría con frecuencia, el párpado era incapaz de cubrirlo.

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El anciano dejó el documento sobre la mesa y dijo:
—Azi que quiere convertirze en bibliotecario.
Los músculos que accionaban su lengua se movían con torpeza y gotitas de saliva
caían continuamente de ella para rebotar sobre el escritorio. Thaw las observó,
fascinado, asintiendo y emitiendo leves sonidos carentes de significado cada vez que
le parecía apropiado.
—… horaz necezariamente algo alteradaz. Trabajará doz tardez por zemana hazta
laz ocho y media, pero ze le compenzarán dejándole laz mañanaz librez. Ze ezpera de
uzted que azizta a clazez nocturnaz doz nochez a la zemana.
—¿Qué he de aprender? —preguntó Thaw, haciendo un esfuerzo.
—Catalogación de libroz. Hay varioz ziztemaz de catalogación, cada uno de elloz
todo un mundo en zí mizmo. Ze le hará un examen anual y zerá azcendido zegún loz
rezultadoz, y dentro de cinco añoz debería hallarze calificado para conzeguir un
certificado que le cualifique para aceptar el puezto de bibliotecario en cualquier parte
del Reino Unido.
—Oh. Oh, estupendo —dijo Thaw con un hilo de voz.
—Zí, ez eztupendo. Realmente eztupendo. Pero me temo que no podrá empezar
hazta dentro de zeiz zemanaz. La única perzona que puede contratarle ez el jefe de
bibliotecarioz y en eztoz momentoz ze encuentra vizitando loz Eztadoz Unidoz. Pero
volverá dentro de zeiz zemanaz y eztoy zeguro de que podrá empezar a trabajar
inmediatamente.

Cuando salió del edificio su estado de ánimo se alteró bruscamente. Era como si
acabaran de añadirle varios kilos a su peso y su corazón había empezado a latir de
una forma más lenta y perezosa, y el aire se había espesado dentro de sus pulmones.
También sus pensamientos se hicieron más lentos y torpes. Cuando llegó a casa le
contó la entrevista a su padre mientras tomaban el té. El señor Thaw lanzó un suspiro
de alivio.
—¡Bueno, démosle gracias a Dios! —dijo.
—Sí. Sí, gracias a Dios. Gracias a Dios. Es cierto, debemos darle gracias a Dios.
—Duncan, ¿qué pasa? ¿Qué te ocurre?
—Nada. Nada. Todo va tan bien como puede ir en esta clase de mundo. Alabado
sea el Creador y el Sustento de todas las cosas. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡S…!
—¡Para! ¡Estás hablando igual que un loco! ¡Si no eres capaz de explicar
honestamente lo que te pasa, cierra la boca!
Duncan cerró la boca.
—Cuéntame qué pasa, Duncan —le suplicó su padre al cabo de unos minutos.
—Deseaba ser artista. ¿Verdad que era una locura por mi parte? Deseaba crear
una obra de arte, y no me preguntes cuál era, no lo sé; algo épico, quizá, con un
montón de hechos y la claridad de las fantasías y todo ello visto en dibujos que

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poseerían su propio color, intenso, extraño y mórbido, quizás un mural gigante o un
libro ilustrado o incluso una película. No sabía qué habría sido pero sabía cómo
prepararme para conseguirlo. Tenía que leer poesía y oír música y estudiar filosofía y
escribir, y dibujar, y pintar. Tenía que aprender cómo eran las cosas y la gente y cómo
estaban hechas y se comportaban y cómo funcionaba el cuerpo humano y su
apariencia y sus proporciones en situaciones distintas. ¡De hecho, tenía que comerme
la maldita luna!
—¡Duncan, recuerda lo que dijo tu director! En cuatro años puedes ser
bibliotecario jefe de alguna pequeña ciudad y entonces podrás convertirte en artista.
Supongo que un auténtico artista puede esperar cuatro años, ¿no?
—No sé si podría. Sé que nunca lo han hecho. En Escocia la gente tiene una
imagen muy rara de las artes. Piensan que puedes ser artista en tus ratos libres,
aunque nadie espera que seas barrendero, ingeniero, abogado o cirujano cerebral en
tus ratos libres. En cuanto a esa biblioteca en un pueblecito tranquilo, me suena
infernalmente parecida al Cielo, o a tener mil libras en el banco, o a una casita con
rosales alrededor de la puerta, o a las demás zanahorias imaginarias que se les
muestra a los burros humanos para atraerles hacia toda clase de barrizales
repugnantes.
El señor Thaw apoyó los codos sobre la mesa y se sostuvo la cabeza con las
manos.
—Duncan, ¿qué quieres que haga? —le preguntó pasados unos instantes—.
Quiero ayudarte. Soy tu padre, a pesar de que me has estado soltando un discurso
igual que si fuera un sistema social. Si fuera millonario no me importaría mantenerte
sin que trabajaras en nada mientras desarrollabas tus talentos, pero soy un oficinista,
y tengo cincuenta y siete años de edad, y mi deber es hacer que seas capaz de ganarte
la vida. Muéstrame una alternativa al servicio de bibliotecas y te ayudaré a que la
pongas en práctica.
Las lágrimas resbalaban por el rostro de Thaw, y ni uno sólo de sus músculos se
movía.
—No puedo —dijo con voz ronca—. No hay alternativa. No tengo más
alternativa que cooperar en mi propia destrucción.
—Deja de ponerte melodramático.
—¿Soy melodramático? Estoy diciendo lo que creo y me expreso de forma tan
sucinta como me es posible.
Terminaron el té en silencio.
—Duncan, vete a la academia de arte —dijo el señor Thaw—. Matricúlate en las
clases nocturnas.
—¿Por qué?
—Tienes por delante seis semanas antes de que empieces a trabajar en la
biblioteca. Utilízalas para hacer lo que más te gusta.
—Ya entiendo. Probar un poco de esa existencia antes de que renuncie a ella para

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siempre. No, gracias.
—Duncan, matricúlate en las clases nocturnas.
—No, gracias.

Pasó aquella tarde esperando en un pasillo de la academia de arte delante del


despacho del encargado de matrículas, formando cola con otros aspirantes. Cuando le
tocó el turno entró en una habitación muy espaciosa y empezó a caminar hacia un
escritorio situado al extremo de ésta, fijándose en las pinturas y estatuas que había a
cada lado. El hombre sentado detrás del escritorio alzó la vista al oírle. Llevaba gafas
y tenía una boca de labios anchos con las comisuras curvadas en un gesto de continua
diversión. Hablaba despacio, con un acento inglés que debía haber sido bastante caro
de adquirir.
—Buenas noches. ¿Qué puedo hacer por usted?
Thaw tomó asiento y colocó sobre el escritorio un impreso de matrícula ya
rellenado. El encargado lo examinó y dijo:
—Veo que quiere asistir a clases con modelo, ah… Thaw. ¿Cuántos años tiene?
—Diecisiete.
—¿Sigue en la escuela?
—Acabo de salir de ella.
—Me temo que es un tanto joven para las clases de apuntes del natural. Tendrá
que convencernos de que ha avanzado lo suficiente en sus estudios como para que le
resulten adecuadas.
—He traído algunas de mis obras.
Thaw dejó su portafolio sobre la mesa. El encargado examinó cuidadosamente
cada dibujo.
—Las que están enmarcadas, ¿forman parte de una serie?
—Ilustran una conferencia que di.
El encargado apartó unos cuantos dibujos y volvió a examinarlos.
—¿No cree que debería matricularse con nosotros como estudiante diurno? —le
preguntó.
—Mi padre no puede permitírselo.
—Ya sabrá que siempre podemos conseguirle una beca de la Corporación, ¿no?
¿Qué intenciones tiene para el futuro?
—Hacerme bibliotecario.
—¿Le gusta la idea?
—Parece la única posibilidad que tengo.
—Sinceramente, creo que sería una lástima. Sus dibujos son buenos. Francamente
buenos. ¿Puedo dar por sentado que preferiría asistir a la academia de arte como
estudiante diurno y seguir todas las clases?
—Sí.

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—Su dirección está en el impreso, naturalmente… ¿A qué escuela ha ido?
—A la Secundaria de Whitehill.
—¿Tiene teléfono?
—No.
—Y en el trabajo de su padre, ¿hay teléfono?
—Sí. Garngash nueve-tres-uno-tres.
—Bien, Thaw, volveremos a vernos. Si me lo permite, me quedaré con estas
ilustraciones. Quiero enseñárselas al director.
Thaw cerró la puerta a su espalda. Había entrado en el edificio sintiéndose
abatido y sin ánimos, y durante toda la entrevista había hablado sin dar muestras de
ninguna emoción, casi como si todo aquello no le importara en lo más mínimo. Pero
al salir sus ojos contemplaron el pasillo con una nerviosa excitación, pensando en el
futuro. El pasillo estaba adornado con copias de bustos que mostraban a nobles del
renacimiento, así como desnudos de dioses y diosas a los que les faltaban fragmentos.
Entre las esculturas había una puerta que se abrió para dejar salir a un grupito de
chicas que, por un segundo, le rodearon con un revoloteo de faldas y cabelleras,
olores, charla, muslos enfundados en pantalones de varios colores y la dulce e
ignorada abundancia de sus pechos.
—… carboncillo carboncillo carboncillo siempre carboncillo…
—¿Te fijaste en la postura que le hizo adoptar a la modelo?
—… pues a mí Davies me horroriza…
Bajó corriendo por una escalera de caracol, atravesó el vestíbulo de entrada y
salió a la calle. Estaba demasiado nervioso para esperar el tranvía y fue a casa
caminando por una ruta que abarcaba la calle Sauchiehall, la plaza de la Catedral y la
orilla del canal. Se vio a sí mismo en la academia de arte, un artista respetado
rodeado de artistas: prominente, admirado, deseado. Entraba en pasillos repletos de
muchachas encantadoras que se quedaban calladas, mirándole y hablando en
murmullos con las manos delante de la boca. Thaw fingía no darse cuenta pero sus
ojos se posaban sobre la que se sonrojaba o se ponía pálida. Voló por entre sueños de
complicadas aventuras que siempre tenían una tenue relación con el arte pero
culminaban en una fantasía que era la culminación de todos sus ensueños diurnos.
Una gran sala iluminada por arañas de cristal y con el suelo de mármol, y al final de
ella una inmensa escalera que se alzaba hacia la oscuridad de un cielo sin estrellas. A
cada lado de la sala estaban todas las mujeres que había amado o que le habían
amado, todos los hombres que ellas habían amado y con los que se habían casado, y
todas aquellas personas eran soberbiamente malvadas, virtuosas, sabias, famosas y
bellas y todas iban magníficamente ataviadas. Entonces entraba él, solo, vestido con
ropas corrientes, avanzando por el centro de la sala, y empezaba a subir por la
escalera caminando sin ninguna prisa, dirigiéndose hacia la inmensa amenaza final
que aguardaba en lo alto. Aquella amenaza podía terminar con toda la humanidad
pero sólo Thaw podía enfrentarse a ella, aunque era un encuentro del cual no

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volvería. Thaw iba subiendo por entre un crescendo trágico en el que órganos,
solistas y orquestas enteras se mezclaban para formar un lamento que combinaba los
más impresionantes efectos sonoros de Beethoven, Berlioz, Wagner y Puccini.

Llegó a casa cuando ya había oscurecido.


—¿Por qué has tardado tanto? —le preguntó el señor Thaw.
—Volví a pie.
—¿Te han dejado matricularte en las clases con modelos?
—No estoy seguro. El encargado de las matrículas me hizo un montón de
preguntas. Pensaba que debía matricularme en las clases diurnas. Le dije que era
imposible. Me pidió el número de teléfono de tu oficina.
Thaw había hablado en un tono de voz cuidadosamente inexpresivo.
—Vaya, vaya —dijo el señor Thaw.
Cenaron en silencio.

Al día siguiente el señor Thaw volvió a casa ligeramente más pronto de lo


acostumbrado y algo jadeante. Tomó asiento en la sala, miró a Thaw, que estaba
sentado al otro lado de la alfombra, y dijo:
—Me ha llamado esta mañana… Me refiero al encargado de las matrículas, Peel.
Me preguntó si podía ir a verle. Yo había estado hablando del asunto con Joe McVean
y Joe me dijo: «Duncan, tómate la tarde libre. Ya me las arreglaré», así que me fui a
ver a Peel. —El señor Thaw cogió su pipa y su bolsa de tabaco y empezó a llenar la
una con el contenido de la otra—. Parece que le has dejado muy impresionado. Dijo
que tus dibujos eran sorprendentemente buenos. Dijo que era bastante raro que la
dirección de la academia de arte tuviera que convencer a alguien para que se
matriculase. Sólo había ocurrido una vez en los últimos diez años. Dijo que el
director estaba de acuerdo con él en que estudiar la carrera de bibliotecario sería todo
un desperdicio, y que la Corporación podía darte una beca de ciento cincuenta libras
al año. Yo le dije: «Señor Peel, no entiendo nada de arte. No sé apreciar la obra de mi
hijo. Sin embargo, puedo responder de su sinceridad, y acepto su opinión como
experto en cuanto a su calidad. Pero respóndame a una pregunta: ¿qué perspectivas
tendrá en cuanto termine con esos cuatro años de cursos suyos?». Bueno, al oírme
decir eso estuvo dudando un poquito y luego me dijo que alguien de tu talento tenía
muchas posibilidades de conseguir un puesto como profesor en la academia de arte en
cuanto tuvieras las cualificaciones necesarias. «De todas formas —me dijo—, el
chico no será feliz más que si entra aquí, señor Thaw. Déjele decidir por sí mismo
qué hacer en cuanto hayan pasado los cuatro años. No se apresure a buscarle un
empleo que acabaría odiando». Dije que me lo pensaría y que ya le diría algo
mañana. Después de salir de la academia de arte me fui directamente a Whitehill y

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hablé con tu director. ¿Y sabes con qué me encontré? Peel le había llamado por
teléfono y había hablado con él. Y McEwan me dijo: «Señor Thaw, ese hombre está
mejor preparado para decidir el futuro de Duncan que usted o que yo». Así que llamé
a la academia de arte y les dije que podías matricularte.
—Gracias —dijo Thaw, y salió de la habitación.
Un minuto después el señor Thaw entró en el dormitorio principal y se lo
encontró arrodillado junto a la cama, con el rostro enterrado en la colcha. Gemidos
ahogados brotaban de su rostro y su cuerpo temblaba espasmódicamente.
—Duncan, ¿qué pasa? —dijo el señor Thaw, perplejo—. ¿No quieres ir a la
academia de arte? ¿No te alegras?
—Sí. Me alegro mucho.
—Entonces, ¿por qué estás llorando?
Thaw se puso en pie y se limpió la cara con un pañuelo.
—No lo sé. Alivio, quizá.
El señor Thaw dio un golpecito afectuoso en el mentón de su hijo.
—¡Anímate! —le dijo—. Y si no consigues convertirte en otro Picasso, yo te…,
te…, te arrancaré la cabeza, eso es lo que haré.

Una tarde bastante cálida Thaw y Coulter estaban paseando por un sendero boscoso
cuyo suelo estaba atravesado por las raíces de los árboles y moteado por la luz del
sol. Los pájaros cantaban en las verdes sombras que había sobre sus cabezas. Coulter
estaba hablando del trabajo.
—Al principio la novedad hizo que no resultara demasiado malo. Era distinto de
la escuela, y te pagaban por hacerlo, y te sentías hombre; ya sabes, levantarte a las
siete y ponerte la ropa, fumándote el primer pitillo del día mientras que tu madre
preparaba el desayuno, después bajar por la calle hasta el tranvía con tu paquetito de
bocadillos y sentarte con los demás trabajadores, vestido con tu mono, entrando todos
por la puerta y fichando y después al taller, «Hola», «Hola, aquí estamos otra vez»,
«Sí, joder, tienes toda la razón», y después los golpes y el estruendo y la sensación de
peligro…
—¿Peligro? —preguntó Thaw.
—Hay un poco de peligro. Tú estás muy ocupado con lo tuyo y de repente la
gente que está a tu alrededor empieza a gritar. Te preguntas qué estarán gritando
ahora, y ellos gritan más fuerte y entonces lo comprendes, «Cristo, ¿y si va por mí?»,
y te das la vuelta y ahí tienes a una viga de diez toneladas que viene hacia ti colgando
de la grúa.
—¡Pero eso es horrendo! ¿Es que no hay reglas contra ese tipo de cosas?
—Se supone que debe haber siempre un espacio despejado en el centro del taller,
pero en un sitio como McHarg‘s eso no resulta fácil.
Coulter dejó escapar una risita.

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—El otro día sucedió algo bastante curioso. Había un tipo que estaba dirigiendo
la operación de bajar una viga de la grúa… Mira, estaba justo debajo de ella
dirigiendo la operación con gestos de la mano (con todo el estruendo que hay allí no
puedes oír ni una palabra); ya sabes, más abajo, más abajo, un poquito a la izquierda;
de acuerdo, suéltala ya. Lo gracioso es que estaba mirando al tipo de los controles y
no se dio cuenta de que en el último instante le dio instrucciones para que dejara la
viga encima de su pie. Soltó un grito que ni una soprano llegando al final de la escala.
Todos miramos hacia allí para ver qué pasaba, pero nos hizo falta un poco de tiempo
para comprenderlo. El tipo estaba de pie, como todos nosotros, sólo que tenía el pie
aplastado bajo la viga. ¡Ni tan siquiera podía caerse!
—Bueno, sí, es muy curioso pero… —dijo Thaw, dejando escapar una risa más
bien poco alegre.
—Desde luego. Bueno, la verdad es que este asunto de ser un hombre te mantiene
contento durante algo así como una semana y cuando llega tu segundo lunes se te cae
el mundo encima. Para ser sincero, la idea ha estado madurando en tu cabeza durante
todo el domingo pero el golpe fuerte llega el lunes: tengo que ir a hacer esto,
levantarme a tal hora, sentarme en este tranvía con el mono fumándome el pitillo,
añadiéndome a esta cola delante de la puerta. «¡Hola, aquí estamos otra vez!», «¡Sí,
joder, ahí vamos de nuevo!» y de vuelta al taller. Te das cuenta de que pasarás más
tiempo de tu vida aquí que en ninguna otra parte, salvo la cama, quizás. Es peor que
la escuela. La escuela era algo obligatorio… No eras más que un crío, no necesitabas
tomártela en serio, podías faltar un día si tu mamá era comprensiva y escribía una
nota. Pero trabajar en el taller no es algo obligatorio. Yo lo escogí. Y ahora soy un
hombre. Tengo que tomármelo en serio, tengo que seguir pegando la cara a esa rueda
de lijar.
Coulter se quedó callado durante unos segundos.
—Ojo, eso es algo que no te dura mucho. Dejas de pensar. La vida se convierte en
una costumbre. Te levantas, te vistes, comes, vas al trabajo, fichas, etcétera, etcétera,
automáticamente, y no piensas en nada salvo en el cheque de la paga los viernes y lo
que beberás el sábado. Cuando eres un robot la vida es fácil. Y entonces ocurren
cosas que te hacen volver a pensar. ¿Recuerdas la visita de la familia real de la
semana pasada?
—Sí.
—Bueno, detrás de la fábrica hay un tramo de ferrocarril y el tren real tenía que
pasar por allí a las tres de la tarde, así que todo el turno se tomó un rato libre para
verlo. Y cuando llega el tren ahí tienes a cuatrocientos o quinientos de nosotros
apelotonados junto a la vía con nuestros monos grasientos. La Reina va en el primer
vagón muy tranquila y sonriente, saludando con la mano; y en el medio del tren hay
un montón de viejos que parecen Lords Prebostes con collares alrededor de la
garganta, todos saludando como locos; y en una especie de vagón mirador al final va
el Duque con su gorrita de patrón de yate. Está sentado a una mesa sobre la que hay

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una copa de algo y nos saluda, pero sin tanto entusiasmo. Y nosotros estamos quietos,
sin hacer nada, mirándoles y mirándoles.
Thaw se rió.
—¿Es que nadie les saludó? Creo que yo habría saludado. Aunque sólo fuera por
cortesía.
—¿Con todo el Sindicato ahí? Te habrían colgado. Puedes reírte, Duncan, pero
ver al Duque me hizo retroceder por lo menos tres semanas. Todavía no me he
recuperado de eso. ¿Qué derecho tiene a estar soñando despierto en un cómodo tren
mientras que yo…? ¡Bah! —dijo Coulter, disgustado—. Es como para hacerte robar
un banco. Últimamente he estado pensando mucho en robar bancos. Creo que yo
también lo intentaría, si tuviera aunque sólo fuese la más remota posibilidad de que
me saliera bien… No creo en las quinielas.
—Eres aprendiz —dijo Thaw—. No vas a pasarte la vida en el taller.
—No. Seis meses en el taller, seis meses en el despacho de los delineantes, dos
noches a la semana con la formación profesional y si paso los exámenes dentro de
tres años seré delineante industrial.
—Y entonces las cosas no irán tan mal.
—¿No? ¿Qué te parecía a ti eso de convertirte en bibliotecario?

Cruzaron un arroyo por un puente hecho con tablas y llegaron a uno o dos acres de
suelo cubierto de césped con una banderita blanca en el centro. Enamorados y grupos
que se habían traído la comida estaban sentados a la sombra, junto al bosque, y los
niños corrían por todas partes jugando anárquicos partidos de pelota. Al otro lado del
espacio verde había unos cuantos bancos desde los que se podía ver el cielo y
sentadas en ellos había un par de parejas mayores. Thaw y Coulter fueron hacia los
bancos y se sentaron en uno. Se encontraban al final de una meseta, junto a la cima de
los Cathkin Braes, y desde sus pies bajaba un pequeño acantilado rocoso que llegaba
hasta otra explanada delimitada por árboles donde resonaba el griterío de los juegos
infantiles. A partir de allí el terreno iba descendiendo en una serie de terrazas
boscosas hasta llegar a un valle alfombrado de tejados y erizado de chimeneas de
fábrica. Hacia el este se podía ver el río Clyde, avanzando sinuosamente entre
granjas, campos, montones de escoria y excavaciones, y después Glasgow lo ocultaba
hasta que su curso quedaba marcado por un esquelético desfile de grúas que se
perdían en el oeste. Detrás de la ciudad se alzaba la estribación norte de las Campsie
Fells, medio desnuda medio cubierta de brezo verde, una superficie en la que se veían
las arrugas de los riachuelos, y desde su altura podían ver las tierras altas que se
encontraban detrás, como una hilera de dientes rotos. Todo parecía
desacostumbradamente limpio y claro, pues estaban en la quincena de la Feria,
cuando todas las grandes fundiciones dejaban de trabajar y el humo tenía una
oportunidad de disiparse.

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—¿Ves Riddrie? —preguntó Thaw—. Esa mancha rojiza… Mira, ahí, a un lado,
está mi vieja escuela primaria y el parque Alexandra al otro. ¿Dónde está tu casa?
—Garngad está demasiado baja para que se la pueda ver desde aquí. Estoy
intentando ver McHarg‘s. Debería estar junto a esas grúas que hay detrás de Ibrox.
¡Sí, ahí! ¡Ahí! La punta del taller asoma por detrás de esas casas.
—Tendría que ver la academia de arte, está en lo alto de una colina detrás de la
calle Sauchiehall… Toda Glasgow parece estar construida encima de colinas. ¿Por
qué no nos damos cuenta de ellas cuando estamos ahí?
—Porque ninguna de las calles importantes las toca. Las calles importantes van
en dirección este y oeste, y las colinas quedan entremedio.
Una chica alta y fuerte que tendría unos catorce años estaba de pie sobre la hierba
que había al pie de la colina, con las piernas separadas y las manos en las caderas, un
montón de chaquetas a cada lado. Llevaba un vestido azul y estaba gruñendo
impacientemente mientras que sus hermanos pequeños colocaban una pelota de
fútbol a cierta distancia delante de ella, preparándose para lanzarla hacia la portería.
Thaw la contempló con admiración.
—Es soberbia —dijo—. Me gustaría dibujarla.
—¿Desnuda?
—Como fuera.
—No es lo se dice un cuadro al óleo. No es ninguna Kate Caldwell.
—Al diablo Kate Caldwell.
Se pusieron en pie y siguieron caminando.
—Sí —dijo Coulter con abatimiento—. Tú sabes lo que quieres y te encuentras en
un sitio donde te ayudarán a conseguirlo.
—Fue un accidente —dijo Thaw, casi a la defensiva—. Si el jefe de bibliotecarios
no hubiera estado en Norteamérica y si mi papá no hubiera insistido para que fuera a
las clases nocturnas, y si el encargado de las matrículas no hubiera sido inglés y no le
hubieran gustado mis dibujos…
—Sí, pero fue un accidente que podía ocurrirte. Conmigo es imposible. Lo único
que podría sacarme de allí es una bomba atómica, no un accidente. No tengo
ambiciones, Duncan. Soy como el hombre del cuento de Hemingway, no quiero ser
nada especial, sólo quiero sentirme a gusto. Y estoy haciendo un trabajo que sólo
resulta soportable si procuro permitirme el mínimo de sensaciones posible.
—Dentro de cuatro meses estarás en el despacho de los delineantes y aprenderás a
hacer algo creativo.
—¿Creativo? ¿Qué hay de creativo en diseñar maquinaria? Estaré algo mejor que
ahora porque siempre es mejor vestir un traje limpio que no un mono sucio. Y
conseguiré más dinero. Pero no me sentiré a gusto.
—Pasarán años antes de que yo gane dinero.
—Quizá. Pero estarás haciendo lo que quieres.
—Cierto —dijo Thaw—. Estaré haciendo lo que quiero. Supongo que… —se dio

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la vuelta y agitó la mano señalando hacia la ciudad—. Supongo que me falta poco
para ser el tipo más afortunado de todos los que viven allí.

Entraron nuevamente en el bosque y llegaron a un claro en el que se alzaba la


armazón de hierro de un columpio para niños. Thaw echó a correr y subió de un salto
al asiento de madera, agarrándose a las cadenas y empezando a balancearse
violentamente hacia delante y hacia atrás en arcos cada vez mayores.
—¡Yah, yip, yeaaaaaaaaah! —gritó—. Estaré haciendo lo que deseo, ¿verdad?
Coulter se apoyó en el tronco de un árbol y le observó con una sonrisa
ligeramente irónica.

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INTERLUDIO

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El columpio con Thaw encima subió muy arriba y se detuvo dejándole en una
posición absurda, con las rodillas más altas que su cabeza, echada hacia atrás. Las
hojas del árbol ya no hacían ruido. Cada rama y cada hoja estaba clavada
fotográficamente en un momento separado de todos los otros y, al igual que en las
viejas fotos, el color fue desvaneciéndose, dejando una escena de un apagado tono
marrón. Lanark la observó a través de la ventana de la sala.
—Thaw no era muy bueno en eso de ser feliz —dijo con voz pensativa.
El oráculo dijo que era pésimo.
—Sin embargo, a eso le falta muy poco para ser un final feliz, ¿no?
Una historia siempre puede terminar bien si se la detiene en un momento alegre.
Naturalmente, en la naturaleza el único final que existe es la muerte, pero la muerte
raramente es algo que le ocurra a la gente que se encuentra en su mejor momento. Por
eso nos gustan las tragedias. Muestran a hombres que tienen finales de lo más
emocionante, cuando aún conservan toda su energía e inteligencia, y esos finales les
llegan justo cuando más se lo merecen.
—¿Thaw murió de forma trágica?
No. No supo terminar bien. No dejó ningún ejemplo, ni tan siquiera un mal
ejemplo. No podía ser aceptado por el infinito vacío resplandeciente, la claridad sin
límites a la cual sólo temen los egoístas, así que ésta le rechazó, mandándole a un
vagón de segunda clase, y te creó.
Lanark untó queso sobre una rebanada de pan de centeno y dijo:
—No entiendo eso.
La cabeza de Rima se removió por entre las olas de cabello rubio que cubrían la
almohada.
—Sigue contando —murmuró sin abrir los ojos.

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CAPÍTULO XXI

El árbol
El dormitorio estaba lleno de polvo, las cortinas estaban sucias, libros y papeles
yacían sobre las peinetas de carey y las horquillas del tocador. En la pared de la cama
había una foto del rey orlada de negro y junto a ella estaba la única obra de Thaw que
le había gustado a su madre: un dibujo infantil de un árbol que perdía sus hojas bajo
un ventarrón de otoño. Las fotos seguían allí porque aunque su presencia era un
recordatorio de la señora Thaw, quitarlas les habría hecho pensar todavía más en ella.

El primer día de la academia de arte despertó sintiendo aquel dulzón olor a podrido
que había llegado cuando el cuerpo yacía dentro del ataúd, sobre la alfombra de la
chimenea. Habían hecho falta dos o tres semanas para que se desvaneciera y de vez
en cuando Thaw seguía notándolo cuando entraba en una habitación, aun sabiendo
que a esas alturas debía ser ya el mero fantasma de un olor, algo totalmente subjetivo.
Por una rendija de las cortinas vio una rebanada de cielo incoloro con oscuros
harapos de nubes moviéndose a través de él igual que sombras de humo. Las sirenas
de las fábricas gemían sobre los tejados de la ciudad llamando a los turnos de ocho o
diez horas y Thaw se enroscó más apretadamente en el nido de calor que su cuerpo
había creado en el colchón, pues como todas las personas que duermen mal el rato en
que más gozaba de la cama era aquellos minutos inmediatamente anteriores a
levantarse. De la cocina llegaban los débiles ruidos de su padre preparando el
desayuno. Centenares de miles de hombres con abrigos sucios y gruesas botas
avanzaban por calles grisáceas hacia las puertas de las fundiciones y los talleres.
Thaw, impresionado, pensó en toda la energía necesaria para mantener en marcha una
civilización, las rutinas implacables que cada día, a las ocho de la mañana,
empezaban a sacar esa energía del obrero y que luego hacían lo mismo, a las nueve,
con el oficinista y el tendero. ¿Por qué no decidían quedarse todos en cama una
mañana? Significaría el fin de la civilización pero pese a dos guerras mundiales el fin
de la civilización seguía siendo una idea, mientras que la cama era un hecho cálido e
inmediato. Oyó cómo su padre se aproximaba a la puerta y cerró los ojos. El señor
Thaw entró sin hacer ruido, descorrió las cortinas, fue hacia la cama y puso una mano
sobre la frente de Thaw. Thaw sonrió y abrió los ojos.
—¿Estabas dormido? —le preguntó su padre con una sonrisa.
—No, la verdad es que no.

Durante el desayuno hablaron de dinero.

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—¿Cuánto necesitarás para los materiales?
—No lo sé. Todavía no sé qué materiales voy a necesitar. Pero puedo
conseguirlos a cuenta en la tienda de la academia.
—Muy mala idea. Resulta demasiado fácil. Ya te veo comprando algo,
perdiéndolo y volviendo a comprarlo.
—¿Tienes razones para dudar de mi honestidad? —le preguntó Thaw, muy
ofendido.
—No dudo de tu honestidad, pero desconfío de tu memoria. Si compras cosas a
cuenta, asegúrate de guardar los recibos para que te sirvan de recordatorio. ¿Cuánto
necesitarás para la comida del mediodía?
—Dos chelines.
—Diez chelines a la semana para la comida. Tus billetes de tranvía no deben
costar mucho más de cinco chelines, así que aquí tienes una libra.
—Es demasiado.
—Considera lo que sobre como dinero para tus pequeños gastos. Estoy seguro de
que de vez en cuando querrás tomar algún café con tus amistades, ¿no?
Thaw había esperado conseguir algo más de dinero para sus gastos.
—Muchas gracias —dijo, sin darle a su voz ninguna entonación particular.
—Y, Duncan, mira, cinco chelines a la semana no es demasiado dinero para un
chico que pronto cumplirá los dieciocho años. Si alguna vez quieres invitar a una
chica, dímelo y te daré más.

Garnethill era una de las varias colinas con forma de ballena que se encontraban
situadas en línea paralela al Clyde y la academia se hallaba en una tranquila calle que
seguía la cresta de la colina. La parte principal era un elegante edificio diseñado por
Mackintosh hacia 1880 pero Thaw entró por el anexo que había al otro lado: un
bloque de viejas casas que formaban terrazas con adiciones nuevas entre ellas. Fue
bajando por un pasillo serpenteante provisto de tantas pendientes inesperadas que casi
parecía encontrarse debajo del suelo. El estudio que había al final estaba saturado de
la grisácea claridad matinal que entraba a través de los ventanales colocados en el
techo, sostenido por vigas. Unas cuantas chicas formaban pequeños grupos en un
espacio parecido al claro de un bosque que se abría entre los caballetes, las estatuas
de yeso y los atriles de dibujo, y los chicos estaban sentados en los taburetes y
hablando despreocupadamente en parejas. Algunos fumaban y Thaw les envidió,
pues un cigarrillo habría servido para mantenerle ocupadas las manos. Podría haber
abierto un libro y sentarse detrás de algo para leerlo, pero estaba cansado de que le
considerasen un ermitaño siempre hundido en los libros y tenía intención de forjarse
una nueva personalidad confiada, sardónica y misteriosa; así que frunció el ceño, se
apoyó en la pared y fingió no ver a nadie, aunque miraba furtivamente a una de las
chicas. La chica estaba sentada con las piernas cruzadas en el pedestal del discóbolo,

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hablando de vez en cuando con las chicas que tenía más cerca o echando la cabeza
hacia atrás para exhalar el humo por las fosas nasales. Vestía una chaqueta de ante y
una falda bastante ceñida, y un rizo rubio se curvaba hacia abajo para medio ocultar
su ojo izquierdo. Thaw se tapó los ojos con las manos, como si los estuviera
protegiendo de la luz, y contempló a las demás chicas por entre las rendijas de sus
dedos. Juntas daban una impresión de brillante y animada sexualidad, pero por
separado su atracción quedaba disminuida por algún detalle de su atuendo, más
propio de colegialas, o por algo marcadamente individual que había en su rostro. La
única voz que llegaba claramente a él por entre el parloteo de sus conversaciones era
la de la chica rubia. Las notas más graves acariciaban sus oídos, produciendo en ellos
la misma impresión que el terciopelo en las yemas de los dedos.
—La verdad es que me alegro de que no pudieran enviarme a la universidad,
porque, la verdad, la academia de arte es más agradable, más tranquila…
Una señora bajita de cabellos blancos que caminaba rápidamente entró en el
estudio y fue leyendo sus nombres de un registro, sin levantar la voz. Les explicó
cuáles eran las asignaturas, les dictó una lista de materiales y les dio los números de
los armarios donde deberían guardarlos.
—Cada mes tendréis que pintar un cuadro o hacer un dibujo en vuestro tiempo
libre, cuadro o dibujo que será exhibido en la sala principal. Quienes formamos parte
del profesorado siempre esperamos esas exhibiciones con gran interés y a veces
incluso con cierto nerviosismo, pues demuestran hasta qué punto habéis comprendido
lo que os enseñamos en clase. El tema de vuestra primera obra es… —cogió una tira
de papel de su carpeta y la miró—. El tema es «Día de colada» y debe contener un
mínimo de tres figuras.
Después les ordenó que se procurasen papel y un tablero de dibujo en la tienda de
la escuela, les hizo sentar en parejas delante de unas angostas mesas de largas patas y
pasó entre ellos con una cesta de bombillas fundidas, colocando una sobre cada mesa
para que la dibujaran con el más escrupuloso detalle. Después se dedicó a ir de una
mesa a otra, hablando en voz baja para indicarles correcciones y darles ánimos, y
haciendo delicados bosquejos en los márgenes de las hojas para mostrarles cómo
había que dibujar las bombillas. Thaw trabajaba estólidamente, su rostro algunas
veces inexpresivo, otras veces asombrado mientras luchaba con una creciente
sensación de rabia y disgusto.
—Esto es increíble —acabó murmurándole a su vecino, un estudiante bien
vestido, de rostro algo cuadrado y bigote rubio.
—¿El qué?
—El arte con una bombilla fundida como tema.
—Admito que no es muy emocionante, pero quizá debamos aprender a caminar
antes de poder correr.
Hablaba con una ligera blanda entonación de escuela de pago y Thaw le odió
inmediatamente.

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La campana sonó a media mañana y su clase salió al pasillo para ir hasta el comedor,
una gran estancia de techo bajo repleta de estudiantes que parecían encontrarse como
en su casa. Thaw permaneció durante diez minutos al final de una cola algo
desordenada. La gente abandonaba continuamente el comienzo de la cola, provista de
café y galletas, mientras que otros estudiantes no paraban de unirse a las amistades
que ocupaban puestos en el centro, así que Thaw acabó volviendo al estudio. Dos
chicos estaban sentados en un rincón bebiendo té de unos termos y discutiendo sobre
el tema de las patronas en un severo dialecto fronterizo cuyas palabras parecían
talladas en el más áspero granito. Cuando Thaw se acercó a ellos se quedaron
callados.
—Buena idea —dijo Thaw señalando los termos con la cabeza—. El comedor
está demasiado lleno para que uno pueda sentirse a gusto.
—Sí, y es demasiado caro. Con una beca como la nuestra hay que economizar.
—A juzgar por tu cara la lección de hoy no te ha parecido gran cosa, ¿eh? —le
dijo el otro estudiante con voz acusatoria.
—No. Ha sido espantosa, ¿verdad?
—¿Sí? ¿Acaso no debemos dominar las técnicas antes de ponerlas en práctica?
—¡Pero si la técnica y la práctica son lo mismo! No podemos dibujar bien nada a
menos que nos interese, y sólo podemos aprender a dibujar bien si antes aprendemos
a dibujar mal, no dibujando lo que nos resulta mortalmente aburrido. Aprender a
dibujar partiendo de bombillas fundidas y cajas es como aprender a hacer el amor con
cadáveres.
Uno de los estudiantes sonrió y murmuró que eso dependía de los cadáveres.
—¿Eres comunista? —le preguntó el otro, muy serio.
—No.
—¿Eres bevanita?
—Estoy de acuerdo con Bevan en que Inglaterra no debería fabricar bombas
atómicas.
—Ya me lo parecía.
La profesora entró en el estudio y Thaw volvió a su puesto teniendo la sensación
de haberse delatado, aunque no sabía muy bien cómo.

A media tarde guardó los nuevos materiales en su armario, salió del edificio y bajó
hasta la calle Sauchiehall, cuyas aceras estaban repletas de una multitud entre la cual
podía sentirse anónimo. Compró un pastel de una granja y, comiendo con expresión
pensativa, fue paseando hasta Sauchiehall Lane, que estaba desierta y silenciosa,
salvo por las palomas que zureaban y picoteaban, sin demasiado interés, entre los
guijarros. La mañana había sido como la primera mañana de cualquier escuela. Le
había dejado un residuo de ansiedad, hacinamiento y áridas listas de asignaturas, de

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mentes a las que se obligaba a seguir unos surcos fijados de antemano. Nada le había
enriquecido o le había dado calor salvo la imagen de cierta chica, y eso, menos que
darle calor, le había quemado, haciéndole sentir un tipo distinto de nerviosismo. Pero,
paseando, empezó a relajarse, sintiendo (en ese oscuro canal que había entre las
paredes traseras de los edificios), un consuelo que algunas veces lograba encontrar en
los cementerios, el canal y otras partes medio abandonadas de la ciudad. Los muros
de piedra, cubiertos con cañerías de hierro, parecían contener algo más grande y
extraño de lo que había estado en la mente de sus constructores. Miró hacia el interior
de un umbral y vio un enorme árbol que parecía enfermo. Crecía en un retazo de
tierra desnuda, por entre hierbajos de un verde pálido que tenían la misma forma que
los ruibarbos; sus raíces se dividían en dos miembros escamosos, uno retorciéndose a
lo largo del suelo, el otro disparándose hasta alcanzar las ventanas del tercer piso;
cada miembro, casi desnudo de ramas, parecía sostenido al final por un macizo de
hojas marchitas. Thaw se quedó mirándolo durante varios minutos, masticando
lentamente, y acabó marchándose de allí con una sensación de triunfo. No era una
sensación que pudiera comprender. Quizá viniera de identificarse con el árbol, con
los muros que lo confinaban, o con ambas cosas a la vez.

Pasó la tarde en el departamento de escultura haciendo una copia en arcilla de un


labio de yeso. A las cuatro y media fue a su armario y lo encontró vacío. Contempló
desapasionadamente aquel espacio desnudo, sabiendo que el efecto emocional de lo
que veía tardaría tres o cuatro minutos en llegar.
—He cometido una estupidez —dijo en voz alta, queriendo prepararse.
—Todos lo hacemos de vez en cuando —dijo con voz afable un estudiante que se
encontraba delante de un armario cercano.
—He dejado que me robaran artículos por valor de tres libras.
El otro estudiante fue hacia él y contempló el armario vacío.
—Tendrías que haber conseguido un candado antes de dejar dentro nada valioso.
Puedes comprar uno bastante bueno por dos o tres chelines en los almacenes
Woolworth.
Thaw reconoció a su vecino del bigote rubio de aquella mañana, el que había
querido caminar antes de correr. Un destello de intuición separada de la lógica o la
evidencia le hizo estar seguro de que él era el ladrón.
—Tienes razón —dijo con voz ronca, y salió del edificio.

—Bien, ¿qué tal ha ido? —le preguntó jovialmente el señor Thaw mientras tomaban
el té en casa.
—Bien.
—No pareces muy convencido.

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—Estoy cansado.
—¿Te gastaste mucho en materiales?
—Un tablero de dibujo, una carpeta, papel, una regla con el borde metálico. Y…,
y me los robaron.
—¡Dios mío! ¿Cómo? ¿Cómo?
Thaw le contó cómo había sido.
—¿Y cuánto te costaron?
Thaw metió una mano en su bolsillo y cogió el arrugado recibo.
—Casi una libra.
—¿Casi una libra? ¿Casi una libra? ¿Cuánto te costaron?
—Quince chelines.
El señor Thaw le miró con expresión disgustada y dijo:
—Olvídalo. Y cómprate otro juego mañana.
Esa noche, en la cama, Thaw se dio cuenta de que su padre esperaba que los
artículos robados pudieran ser reemplazados con sólo quince chelines, así que para
mantener en secreto su mentira tendría que ahorrar tres libras menos quince chelines
multiplicado por dos. Pensó que si tuviera una llavecita metida en la cabeza y pudiera
morir dándole la vuelta, la haría girar alegremente en ese mismo instante.

A la mañana siguiente se levantó a las siete, fue andando hasta la escuela para
ahorrarse el billete del tranvía y comió un pastel barato. Le dejó con hambre pero en
dos o tres días acabó pareciéndole suficiente y después dejó de apetecerle y se limitó
a beber una taza de leche. Día a día su estómago iba contentándose con menos. Las
vacilaciones normales de la voz y los modales se desvanecieron. Una ristra de
palabras resonaba frecuentemente en su cabeza: limpio desnudo exacto austero
riguroso implacable. A veces murmuraba esas palabras como si fueran una melodía al
son de la que se movía su cuerpo. Cuando caminaba por las calles y los pasillos sus
pies golpeaban el suelo con una fuerza y una regularidad inusitadas. Todos los
sonidos parecían ahogados por una mampara de cristal, incluso las palabras
pronunciadas cerca de él. La gente que había al otro lado del cristal parecía distinta,
extraña. Se preguntó qué veían en las gárgolas, las máscaras y los picaportes antiguos
que no pudieran ver en sí mismos. Todo el mundo llevaba en su cuello un grotesco
objeto de arte, originalmente heredado, que nunca se cansaban de alterar o aumentar
con nuevas adiciones. Y, sin embargo, mientras contemplaba a la gente con el frío
interés que normalmente sentía hacia las cosas, el mundo de las cosas empezó a
producirle emociones sorprendentes. Un vehículo que transportaba una pieza de
maquinaria de color amarillo dejó henchido de ternura su corazón y endureció su
pene llenándolo de lujuria. Un trozo de edificio, una superficie de sucio yeso amarillo
con agujeros ovalados por los que asomaban los ladrillos, transmitía la extraña
convicción de que estaba contemplando una especie de carne. Muros y aceras, sobre

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todo si se encontraban en mal estado, le hacían sentir que estaba caminando junto a
un cuerpo o encima de él. Sus pies no golpeaban el suelo con menos firmeza por eso,
pero algo en su interior se encogía a cada golpe.

Sólo podía descansar cuando trabajaba de la manera adecuada. Tras haber hecho
bosquejos de bombillas y cajas la clase recibió plantas, fósiles y pequeños pájaros
tropicales disecados. Thaw permitió que sus ojos explorasen la arquitectura espiral de
una concha minúscula igual que si fuera un insecto, mientras que la punta de su lápiz
dejaba señalado algún papel con los descubrimientos del ojo. La profesora intentó
corregirle usando argumentos racionales.
—Duncan, ¿estás intentando sacarle alguna pauta o qué? —le dijo—. Preferiría
que no lo hicieses. Limítate a dibujar lo que ves.
—Eso estoy haciendo, señorita Mackenzie.
—Entonces deja de dibujarlo todo con la misma línea negra gruesa. Coge el lápiz
con delicadeza; no lo sujetes igual que si fuera una llave inglesa. Esa concha es un
objeto sencillo y delicado, y es francamente hermosa. Tu dibujo se parece al
diagrama de una máquina.
—Pero, señorita Mackenzie, estoy seguro de que la concha sólo parece delicada y
simple porque es más pequeña que nosotros. Para el pez que vivía dentro de ella era
una armadura, una casa, una fortaleza móvil.
—Duncan, si fuera bióloga especializada en la vida marina quizá me interesara
saber de qué forma fue utilizada la concha. Como artista, mi único interés radica en la
apariencia. Insisto en que su apariencia es hermosa y delicada y debería ser dibujada
como tal, hermosa y delicada. No hace falta mostrar todas esas pequeñas grietas. Son
accidentes. Ignóralas.
—Pero, señorita Mackenzie, las grietas muestran la naturaleza de la concha…
Sólo esta concha podía agrietarse así. Es como la verruga en el labio de Cromwell.
Quítela y ya no tendrá un retrato de Cromwell.
—De acuerdo, pero hazme el favor de no convertir la verruga en algo tan
importante como el labio. Has dibujado esas grietas tan claramente como los
contornos de la concha.
A espaldas de la profesora varios compañeros de clase le hacían gestos como si
fueran espectadores de un combate de boxeo, y algo más tarde Thaw recibió la visita
de Macbeth.
—¿Dónde vas después de la academia? —le preguntó.
—Normalmente a casa.
—¿Por qué no vienes a Brown‘s? Algunos de nosotros solemos reunimos allí. Así
olvidas el campo de concentración.
Thaw sintió una punzada de excitación. Macbeth era el único estudiante de primer
año que tenía el aspecto de un artista. Caminaba con un contoneo desafiante, lucía

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boina, liaba sus propios cigarrillos y olía a whisky por las tardes. Se le veía a menudo
entre los grupos de estudiantes de mayor edad: chicas con elegantes pantalones
ajustados y hombres altos y barbudos que reían estruendosamente en los lugares
públicos. En clase hacía cuanto le pedían los profesores con una facilidad que parecía
algo despectiva, pero lo que más impresionaba a Thaw era que solía ir con Molly
Tierney, la chica de los rizos rubios y la voz de terciopelo. Se sentaba junto a ella en
clase, le daba cigarrillos y llevaba su tablero de dibujo de un sitio a otro. El rostro de
Macbeth mostraba normalmente una expresión algo ansiosa, casi de bebé.

La pastelería Brown estaba en la calle Sauchiehall y tenía una angosta escalera de


caracol que llevaba a una gran habitación de techo bajo. Aquí el humo de tabaco y el
aura de lujo algo desgastado eran tan densas que Thaw, como el nadador que se
sumerge en el salón de un transatlántico hundido, sentía su presión en los tímpanos.
Molly Tierney estaba medio reclinada en el sofá del reservado de su derecha,
sonriendo y acariciando suavemente con los dedos el rizo que colgaba sobre su
frente. Otros estudiantes de la clase de Thaw estaban sentados en una mesa junto a
ella, sorbiendo café y con aspecto de aburridos. Thaw se deslizó en una silla cercana
a Macbeth sin que nadie se fijara especialmente en él. Los ruidos de la gente que se
movía y conversaba en las otras mesas sonaban confusos y distantes, pero los más
pequeños ruidos que se producían junto a él (la respiración de Macbeth, una
cucharilla golpeando un plato) quedaban aumentados y sonaban con toda claridad.
Molly Tierney fue cobrando solidez y precisión. Los colores de su pelo, su piel, su
boca y su vestido fueron haciéndose más claros, igual que la figura de una vidriera
detrás de la cual va aumentando la luz. Segundo a segundo su cuerpo iba quedando
imbuido por el significado de las sirenas sobre las rocas y Cleopatra en su barca.
—¿Alguien ha empezado ya su cuadro del mes? —oyó que preguntaba una voz
—. Yo ni tan siquiera he pensado en el mío.
—Yo empecé el mío anoche —dijo Molly—. Al menos, tenía intención de
hacerlo, pero mi madre quería que viese la televisión y tuvimos una pelea. Acabó
conmigo siendo expulsada de la casa a la fr-r-r-r-ía y ne-e-e-e-gra noche. —Se rió—.
¡Yo! Con mis zapatos de tacón alto.
—Los padres no te dejan tener tu propia vida —dijo una voz cargada de veneno.
Otras voces apoyaron su opinión.
—Mi padre no me permite…
—Mi madre no para de repetir…
—La semana pasada mi madre…
—El año pasado mi padre…
Thaw pensó entrar en la conversación recordando alguna pelea con su madre,
pero los detalles se habían vuelto borrosos; todo lo que recordaba era su
inevitabilidad.

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—Creo que me haré monja —dijo Molly Tierney con un suspiro.
—Pues yo creo que me haré guardián de faro —dijo Thaw.
Hubo un silencio y después alguien preguntó por qué.
—Porque así podré caminar en espiral.
Molly se rió y Thaw se inclinó hacia ella. Criticó el asunto del cuadro mensual,
citando a Blake y a Shaw y trazando formas en el aire con sus manos. Algunos
plantearon objeciones a lo que decía y Thaw citó cuentos populares de muchas tierras
para demostrar la unión existente entre lo real y la fantasía, la geografía y la leyenda.
No cabía duda de que Molly le estaba escuchando. Puso los pies en el suelo y se
inclinó hacia él, diciendo:
—Conoces muchos cuentos de hadas.
—Sí. Solían ser mi lectura favorita.
—A mí me pasaba lo mismo. —Dejó escapar una risita algo ronca—. De hecho,
aún lo son. Los que más me gustan son los rusos. ¿Te has fijado en que muchos de
ellos tienen a niños como protagonistas?
Hablaron de brujas hermosas y horribles, montañas encantadas, regalos mágicos,
monstruos, princesas e hijos menores bendecidos por la suerte. Thaw, asombrado,
sintiendo una nueva libertad, descubrió que ella amaba y recordaba gran parte de lo
que él mismo amaba. Y, de repente, Molly volvió a enroscar las piernas en el sofá y le
dijo a Macbeth:
—Dame un cigarrillo, Jimmy.
Macbeth lió un cigarrillo y sostuvo una cerilla en el extremo mientras que ella
inhalaba.
—Y, Jimmy, ¿quieres hacerme un favor? Por favor, Jimmy, ¿un favor muy
especial?
—¿De qué se trata?
Molly adoptó un tono de voz en el que se mezclaban la prostituta y la niña
pequeña.
—Jimmy, es mi trabajo de arquitectura. Ese modelo de catedral que debemos
hacer. He intentado hacerlo pero no puedo, no sé cómo empezar, es demasiado
complicado para mi pequeña cabecita y tengo que entregarlo el viernes. ¿Querrás
hacerlo en mi lugar? Naturalmente, pagaré los materiales.
Todos desviaron la mirada, rehuyendo los ojos de sus vecinos.
«¡Escúpele en la cara! —aullaba una voz en la cabeza de Thaw—. ¡Venga,
escúpele en la cara!».
Macbeth contempló su cigarrillo con una leve sonrisa y dijo:
—De acuerdo.
—Oh, Jimmy, eres un encanto.
Thaw se puso en pie y se fue a casa. El sol ya se había ocultado. Tenía frío y le
parecía que su cuerpo pesaba muy poco, y que las calles fluían bajo él igual que una
corriente de aire oscuro. Los diales de los relojes brillaban como lunas falsas en torres

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invisibles. En Alexandra Parade, junto a la Necrópolis, un borracho pasó
tambaleándose junto a él, murmurando: «Es inútil».
—Cierto —dijo Thaw—. Es inútil.

Aquella noche se despertó varias veces para descubrir que sus piernas no paraban de
frotarse la una contra la otra, y que estaba arañándose la piel con las uñas. Por la
mañana las sábanas estaban manchadas de sangre y le pesaba tanto el cuerpo que
tuvo cierta dificultad para arrancarlo de la cama. Una vez en la academia ejecutó las
rutinas de siempre igual que un sonámbulo. Al mediodía fue al comedor y se tomó
una taza de café solo en una mesa repleta de estudiantes. Una chica que estaba
sentada cerca de él le gritó: «¡Hola, Thaw!».
Thaw le dirigió una débil sonrisa.
—¿Te lo pasas bien, Thaw?
—No me quejo.
—Esta vida te gusta, ¿eh, Thaw?
—No me quejo.
Un chico se inclinó sobre ella, riendo, y le murmuró algo al oído.
—Thaw, este hombre anda contando cosas horribles de ti —dijo la chica.
—No, no es cierto —se apresuró a decir el chico.
—Estoy seguro de que no es cierto —dijo Thaw con voz átona.
Les miró y vio que había algo raro en sus rostros. La piel de sus cráneos ondulaba
y se agitaba igual que una pasta a medio solidificar. Todas las cabezas que había en su
ángulo de visión parecían bultos irregulares, como patatas pero sin la tranquila
inmovilidad de una patata: patatas con superficies en continuo movimiento punteadas
por agujeros que se abrían y cerraban, agujeros tapados por gelatina de colores o
rodeados por salientes de hueso, agujeros elásticos a través de los que el aire era
chupado o expulsado, agujeros que secretaban sal, cera, saliva y mocos. Agarró el
lápiz que llevaba en el bolsillo del pantalón, deseando que fuera un cuchillo que
pudiese clavar en su mejilla, usándolo para quitarse la cara hasta dejar el hueso
limpio. Pero eso era una estupidez. Bajo su cara no había nada limpio. Pensó en
cerebros seccionados, puestos en paletas, globos oculares y oídos vistos en diagramas
de medicina y carnicerías. Pensó en músculos elásticos, tubos que palpitaban, sacos
glandulares llenos de fluido tibio, las capas de tejidos celulares, fibrosos y granulares
que había dentro de una cabeza. Lo que era percibido como sabores, caricias, sueños
y pensamientos podía ser visto como un montón de basura hábilmente organizado.
Salió rápidamente del comedor intentando no ver nada salvo el suelo sobre el que
caminaba.

Después de cenar se quedó en la cocina, guardando un plato de vez en cuando pero,

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sobre todo, permaneciendo inmóvil, boquiabierto, con una expresión de perplejidad
en el rostro.
—¿Todavía no has terminado? —le preguntó con impaciencia el señor Thaw,
entrando en la cocina—. Llevas aquí más de una hora. ¿Tan desagradable te resulta
mi compañía que no puedes ni compartir una habitación conmigo?
—No, pero estoy pensando en cosas sobre las que no me gusta pensar y no
consigo dejar de pensar en ellas.
—¿Qué clase de cosas?
—Enfermedades, sobre todo. Enfermedades de la piel, cánceres, insectos que
viven en los cuerpos de la gente. Algunas son reales pero he estado inventando otras
nuevas. No puedo parar.
—Por el amor de Dios, haz tus deberes o vete a dar un paseo. Al menos haz algo.
—¿Cómo puedo hacer nada con la mente llena de ese tipo de cosas?
—Pues entonces vete a la cama.
—Pero es que cuando cierro los ojos los veo. Son tan activos… Roen y roen.
Estoy seguro de que así es como la gente se vuelve loca.
El señor Thaw contempló a su hijo con una mezcla de impaciencia y
preocupación.
—Entonces, ¿llamo al doctor?
—¿De qué iba a servirme eso? «¡Doctor Tannahill, estoy pensando en cosas que
no me gustan nada!». ¿De qué me serviría eso?
—Podría mandarte a un psiquiatra.
—¿Cuándo? Es ahora cuando estoy teniendo todas esas ideas.
—Pero ¿qué te hace pensar en eso?
—La respuesta es muy sencilla. No necesito que ningún psiquiatra me lo diga.
Frustración. Si un hombre tiene dos cosas, honestidad e inteligencia, y carece de
atractivo sexual, entonces no es más que un címbalo de bronce que resuena y tintinea.
—Estás hablando igual que un histérico.
—Sí. Qué mala suerte, ¿verdad?
—Anda, Duncan, vete a la cama y te traeré un ponche.

Se acostó, apoyando el torso en varias almohadas para dificultar el sueño. Inventó a


un gusano llamado el Pulgapiojo. Era blanco y totalmente liso salvo por debajo,
donde era todo bocas. Se criaba en los tejidos conectivos y se movía abriendo con las
bocas una zanja en las superficies sobre las que viajaba. Al principio se difundía a
través de los cuerpos sin causar ningún trastorno, pues exudaba un líquido que obraba
sobre los nervios igual que una droga, haciendo que los enfermos se pusieran más
gordos y sonrosados, más animosos y activos. Después empezaba a alimentarse del
cerebro. Las víctimas se sentían tan felices como antes pero sus actos se volvían
mecánicos y frenéticos, sus palabras repetitivas y carentes de sentido. Después el

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gusano, que hasta aquel momento se había movido de forma gradual y lenta, atacaba
repentinamente los principales órganos del cuerpo, y al hacerlo crecía hasta un
tamaño inmenso. Las personas infectadas se volvían blancas, se derrumbaban por la
calle, se hinchaban y reventaban igual que sacos de arroz podrido, y cada grano de
esos sacos era un gusano que se retorcía incesantemente. Después los mismos
gusanos reventaban liberando de sus entrañas enjambres de insectos alados, tan
pequeños que podían entrar en cualquier persona a través de los poros de la piel. En
menos de un siglo el Pulgapiojo contaminó y devoró a todas las otras formas de vida
del globo. La Tierra se convirtió en una simple roca cubierta por una gruesa capa de
piojos de todos los tamaños, desde unos cuantos centímetros hasta ciento cincuenta
metros de largo. Entonces los piojos empezaron a comerse unos a otros. Al final sólo
quedó uno de ellos, un titán enroscado a lo largo del ecuador como un gusano
alrededor de una piedra. El cuerpo del último Pulgapiojo contenía la carne de cuanto
había vivido. Estaba satisfecho.
Mientras elaboraba esta fantasía se quedó dormido varias veces y la continuó en
sueños, alguna veces siendo víctima del Pulgapiojo, otras siendo él mismo un
Pulgapiojo. Los sueños eran tan detallados que el horror hizo que despertara
bruscamente y clavase los ojos en la luz eléctrica, con la esperanza de que el dolor de
ese deslumbramiento le haría mantenerse consciente. Mientras tanto, parte de su
cerebro intentaba liberarse con la desesperación de una rata que se está asando dentro
de una jaula giratoria.
—¡Para! ¡Para! ¡Para!
—No puedes hacer que pare.
—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
—Tu mente se está pudriendo. Las mentes que carecen de amor siempre acaban
engendrando estos gusanos.
—¿Cómo puedo conseguir amor?
—No puedes. No puedes.
Poco después de las cinco de la mañana sucedió algo. Thaw estaba debatiéndose
entre imágenes de los piojos, luchando contra el sueño que las hacía parecer sólidas,
y de repente la imagen de Molly Tierney vino a él como un soplo de aire fresco sobre
una frente febril. Thaw se quedó inmóvil, dejándose invadir lentamente por una
sensación de alivio. Cuando volviera a la academia iría a verla y, muy despacio, sin
ningún tipo de exaltación, le explicaría que sólo ella podía impedir que enloqueciera.
Si se negaba a amarle lo que sucediera después sería responsabilidad suya, no de
Thaw. Y quizá pudiera ayudarle. No estaba en un mundo de certidumbres sino de
probabilidades, así que aquel bello y glorioso accidente tenía que ocurrir de vez en
cuando. El Pulgapiojo se desvaneció de su mente. Thaw se sumió en un sopor
tranquilo y totalmente desprovisto de sueños.

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Despertó cuando su padre estaba descorriendo las cortinas.
—¿Qué tal anda tu mente esta mañana?
—Todo va bien. Muy bien.
—Pero ¿durará?
—Creo que sí.
—¿Y no quieres ver a un médico?
—Desde luego que no.
—Bien. Duncan, hace tres semanas me dijiste que te habían robado artículos
valorados en quince chelines. Eso era mentira. Ahora quiero la verdad.
—Lo que me robaron me costó tres libras.
—Lo sé. Encontré el recibo cuando examiné tu bolsillo buscando pañuelos para
lavar. Ya estaba a punto de ponerlo donde debía estar, en el clavo de la cocina,
cuando me fijé en la auténtica cantidad.
El señor Thaw fue hacia la ventana y se quedó inmóvil ante ella contemplando la
calle con las manos en los bolsillos. En la habitación se oyó claramente un ruidillo
apresurado, como el de un ratón mordisqueando la madera o una plumilla de acero
garabateando sobre el papel.
—¡Por el amor de Dios, deja de rascarte! —dijo el señor Thaw—. ¿Es que aún no
hay bastantes manchas de sangre en las sábanas?
—Lo siento.
—No comprendo por qué tuviste que mentirme al respecto, a menos que fuera por
puro y simple amor a la mentira. Podrías haberme ocultado la verdad limitándote a
callar.
—Llegué tan cerca de la verdad como me atreví.
—¿Cómo te atreviste? ¿De qué tenías miedo? ¿Pensabas que iba a darte una
paliza?
—Me la merecía.
—¡Pero, Duncan, si no te he pegado desde que eras niño!
—Cierto —acabó diciendo Thaw después de pensar en ello durante unos
segundos.
—Además, ¿cómo pensabas conseguir que no me enterase de cuál era la auténtica
cantidad? Tarde o temprano habría tenido que pagar la factura.
—Yo la pagaré. Ya he ahorrado treinta y cinco chelines.
—¡Treinta y cinco chelines en tres semanas! Lo has ahorrado del dinero que te
doy para la comida. No me extraña que estés enfermo. ¿Cómo puedes esperar
encontrarte bien si te dejas morir de hambre? ¿Cómo? ¿Cómo?
—Por favor, no me ataques.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —dijo el señor Thaw con voz apenada—. Cuando
eras pequeño podía pegarte pero ahora ya eres un hombre. ¿Cómo puedo hacerte

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comprender que has obrado mal si no es con palabras y más palabras? —Y, pasado un
instante y hablando en voz más baja, añadió—: En el futuro me alegraría que me
contaras la verdad sobre lo que te ocurre, por desastrosa que pueda ser.
—Lo intentaré.
—Pues entonces levántate a desayunar, hijo.
—Quiero quedarme en la cama. Me siento débil.
Su padre se lo quedó mirando.
—Te traeré el desayuno —dijo por fin, y salió de la habitación.
Thaw volvió a tumbarse en la cama y recordó la noche anterior. Hablar con Molly
Tierney y pedirle su amor le parecía ahora una ridiculez innecesaria, pero la decisión
de hacerlo le había curado de su temor a la enfermedad y la muerte. En el futuro,
cuando volviera a tener esas ideas, se las tomaría con mucha más calma y procuraría
pensar en otras cosas.

Su padre estuvo dos días trayéndole el desayuno a la cama antes de ir a trabajar. Al


mediodía la señora Colquhoun le traía una bandeja con la comida desde el piso de
abajo y entre comida y comida su cuerpo gozaba de aquel tiempo sin prisas ni
apremios: tiempo para garrapatear en sus cuadernos de notas, para leer o quedarse
tumbado en la cama y soñar despierto. Estar libre de las tensiones de la academia de
arte resultaba muy agradable, pero no lograba apartarla de su mente. Allí Thaw había
sido parte de la vida de los estudiantes, una voz entre voces escuchadas por chicas
atractivas, un rostro entre los rostros que las rodeaban. Empezó a escribir:

Bajo suéters holgados y blusas apretadas sus pechos amenazan mi


independencia igual que los morros de proyectiles atómicos. Reinas
caníbales, ruiseñores carnívoros, ¿por qué he de tener la sensación de que
mi valor depende de cómo me valoren las mujeres, que hace que ellas sean
quienes otorgan ese valor? Oh, quiero aferrarme a ellas como sea y
mostrarles que el universo es más grande, más extraño, más sombrío,
abigarrado y distinto de lo que saben. Y, ¿cómo puedo hacer esto en un
cuadro llamado «Día de colada» con un mínimo de tres figuras? Sí, ¿qué
grandeza puede mostrarse en eso? Quiero hacer una serie de cuadros que se
llame los Actos de Dios y que muestre el diluvio, la confusión de Babel, las
murallas de Jericó derrumbándose, la destrucción de Sodoma. Sí, sí, sí, un
himno al Creador de Catástrofes del Viejo Testamento, el que sabe fabricar
bien las cosas pero también sabe hacerles daño y destrozarlas. También
podría hacer una serie de paisajes ciudadanos con el canal. O

Su pluma se detuvo sobre la página y luego volvió a bajar para trazar un esbozo
del árbol de Sauchiehall Lañe, haciéndolo más grande, y desprovisto de hojas, y
situándolo entre los edificios y los pequeños jardines traseros de Riddrie. A su

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alrededor había tres amas de casa enanas que estaban colocando cuerdas por entre
tendedores de hierro, y las dibujó usando el recuerdo de una mujer que se había
ocupado de la casa mientras su madre se moría. Llevaban la cabeza cubierta con
pañuelos, botas de hombre, y sus pechos estaban tapados por grandes delantales y
faldas que les daban una apariencia asexual, casi quirúrgica. En lo alto del dibujo, la
rama más alta del árbol se clavaba en una tira de cielo que asomaba por entre las
chimeneas de los edificios. Recordó un grabado de Blake con un océano gris y un
brazo asomando de una ola, la mano intentando agarrar el cielo vacío. Otro grabado
de Blake mostraba a una minúscula pareja de amantes que contemplaban a una
pequeña figura enloquecida que empezaba a subir por una escalera tan frágil y tan
alta que su extremo se apoyaba en uno de los cuernos de la luna. «¡Quiero! ¡Quiero!»,
decía la leyenda del grabado. Thaw dibujó una luna por encima del árbol.

Al día siguiente se levantó después de haber desayunado y se quedó sentado delante


de la chimenea, vestido con una gruesa bata, convirtiendo el esbozo en un dibujo
acabado.
—Creo que si ya estás lo bastante bien para pintar podrías ayudar con el trabajo
de la casa, ¿no? —le dijo Ruth aquella tarde desde la cocina, donde estaba
preparando el té.
—Cierto —dijo Thaw.
—Entonces, ¿tendrás la bondad de poner la mesa?
—Estoy demasiado ocupado.
—¡Por los clavos de Cristo! No tardarás más de diez minutos.
—Si paro ahora, cuando vuelva a empezar no me saldrá tan bien.
—Supongo que piensas que ese dibujo tuyo es más importante que cualquier otra
cosa, ¿no?
Ruth apareció en el umbral de la cocina con una jarra de leche en la mano.
—Sí. Lo que estoy haciendo ahora es más importante que nada de lo que esté
ocurriendo en toda la ciudad —dijo Thaw, mirándola fríamente.
—¡Estás loco!
—Quizá.
Thaw volvió a concentrarse en su trabajo. Ruth fue hacia él y sostuvo la jarra
llena de leche sobre el dibujo.
—¿Y qué te parecería encontrarte con una fea y enorme mancha en el centro de tu
importante dibujo?
—Mi conciencia no tiene por qué cargar con el peso de tus acciones —dijo Thaw,
sin parar de trabajar.
Ruth inclinó lentamente la jarra hacia delante hasta que un chorrito de leche cayó
sobre el centro del dibujo, dejando una pequeña mancha.
—Eso ha sido una estupidez y un acto infantil —dijo Thaw, poniéndose en pie y

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yendo hacia la cocina.
Volvió con un trapo limpio, secó la mancha de leche y siguió trabajando. Ruth se
lo quedó mirando con una expresión amenazadora, jarra en ristre, y luego, con un
susurro cargado de emoción, le dijo:
—¡Dios, cómo te odio! ¡Cómo te odio!
—En el momento actual, desde luego, pero ya se te pasará. El odio es una
emoción que cansa mucho.
—¡Oh, ya me encargaré de que no se me pase! No te preocupes por eso.
Arrojó la jarra hacia la chimenea, haciéndola pedazos, y salió corriendo de la
habitación, dando un portazo a su espalda. Cuatro minutos después volvió con los
cuadernos de sus deberes y tomó asiento junto al fuego para estudiarlos, con los
labios fuertemente apretados.
Thaw se levantó de golpe, gritando en un tono de voz que iba haciéndose más y
más agudo:
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
Había estado dibujando con tinta a prueba de agua sobre un papel bastante
grueso. Creyó que la leche había caído sobre una parte seca del dibujo, pero la zona
no estaba totalmente seca y en cuanto la humedad se hubo evaporado dejó una
mancha gris en el centro. Era algo que no se había esperado. Se volvió hacia Ruth,
balanceando lentamente la cabeza casi sin mover el cuello.
—Juro por Dios que te haré pagar esto, querida mía —murmuró, yendo hacia ella
con los puños apretados.
Ruth retrocedió hacia la ventana. En sus peleas anteriores normalmente ella había
sido siempre la agresora, mientras que él se ponía a la defensiva, ya fuese con
frialdad o dando muestras de histerismo. Ruth se fue dejando caer al suelo,
protegiéndose la cabeza con las manos, y Thaw se inclinó sobre ella y le dio dos
fuertes puñetazos en el estómago. Después se apartó de Ruth y se quedó
contemplando su dibujo. Una nueva oleada de rabia se alzó en su interior y,
queriendo vengarse, se volvió otra vez hacia ella. Ruth yacía enroscada sobre sí
misma con los ojos cerrados, tragando aire con roncos jadeos y con la cara muy
blanca. Thaw fue al dormitorio principal y se tumbó en la cama, sin percibir nada
salvo el abatimiento y la tristeza que le colmaban, y la luz del día que iba
desvaneciéndose de la habitación, y el griterío ocasional de los niños que jugaban en
la calle. Pasado un rato oyó cómo Ruth iba al lavabo y después ruido de grifos
abriéndose y el tirar de la cisterna. Ruth asomó la cabeza por el umbral y, casi
sollozando, le dijo:
—Duncan, me has hecho daño. No sabes el daño que me has hecho.
—Lo siento —dijo él con frialdad.
No podía pensar en nada que no fuese el borrón grisáceo del dibujo. La frialdad y
la indiferencia se fueron extendiendo por su ser igual que una mancha. Un poco
después oyó llegar a su padre y murmullos de conversación en la sala. El señor Thaw

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abrió bruscamente la puerta del dormitorio y dijo:
—¡Duncan! ¿Le has dado un puñetazo a Ruth en el estómago?
—Sí. Estábamos peleando.
—Mira, Duncan, me alegra que estés preparado para defenderte pero nunca debes
golpear a una mujer en el estómago.
—Lo siento. Aún no sé cuál es la forma correcta de hacerle daño a las mujeres.
Su padre salió de la habitación y Thaw siguió tendido, inmóvil, pensando en el
dibujo. «No puedo repetirlo, es imposible», pensó, y se irguió en el lecho, excitado
por una idea que se le acababa de ocurrir. Una hora antes de que Ruth estropeara el
dibujo éste había dejado de inspirarle placer, y ahora sabía por qué. La luna estaba
mal. No tenía que estar ahí; era un exceso de énfasis sentimental, como alguien que
diera una serenata a la guitarra. El dibujo tenía que ser más grande, sin nada de cielo.

El señor Thaw se encargó de preparar el té y la familia comió en silencio. Thaw


estaba francamente contento pero ocultó aquella emoción porque los demás no se
hallaban en condiciones de compartirla. Después volvió a empezar con el dibujo y lo
acabó en tres días.

Lo llevó a la academia de arte y lo colgó en la sala, moviéndose después por entre los
otros estudiantes que conversaban o guardaban un pensativo silencio. El dibujo ya no
le gustaba, le parecía apagado y excesivamente recargado, pero aun así había
esperado que eclipsaría cualquier otra obra y le deprimió ver dos que eran igual de
buenas. Mostraban interiores de cocina corrientes. La pintura había sido
cuidadosamente utilizada para representar figuras sólidas, así como el espacio que
había entre ellas, y la profundidad de luz y aire tan común que ofrecían resultaba más
delicada y cuerda que su rígida composición, centrada únicamente en lo sombrío.
Otras obras le interesaron por salirse de lo corriente. Molly Tierney había colgado un
paisaje tropical donde veinte o treinta rubias como ella se lavaban el pelo en una
cascada. El cuadro de Macbeth parecía un Van Gogh falsificado. Un profesor
regordete y canoso de bigotes blancos entró en la sala y empezó a pasearse por
delante de las obras hablando de forma altisonante sobre los objetivos del arte y
señalando con una gorda y pálida mano aquellas pinturas cuyas cualidades o defectos
ilustraban sus ideas. Se paró un par de veces ante el cuadro del árbol, contemplándolo
con expresión pensativa, y se marchó sin decir nada, dejando los nervios de Thaw
sometidos a una tensa vibración de mensajes opuestos en los que chocaban el
resentimiento y la espera de ser alabado. La sesión de crítica terminó sin que su obra
fuera mencionada y durante varias horas la decepción fue royendo su interior igual
que una gota de ácido.

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CAPÍTULO XXII

Kenneth McAlpin
Una vez a la semana formaban cola delante de la sala de conferencias para oír una
charla sobre la historia del arte. Todo el mundo se mostraba jovial y amistoso; suaves
corrientes de emoción fluían de unos a otros haciéndoles conversar entre ellos, y
Thaw permanecía inmóvil en mitad de ese flujo sintiéndose tan denso y conspicuo
como un pedazo de roca. Un día se presentó en la sala cuando la cola ya había
entrado en ella pero antes de que llegase el conferenciante. Se detuvo delante de la
puerta y compuso su rostro en una mueca inexpresiva, suavizándola después con un
pensativo fruncimiento de ceño, y entró en la sala. Fue acogido por una explosión de
carcajadas y alguien gritó: «¡Éste era el más noble de todos los romanos!». La sala de
conferencias le ofreció toda una colección de rostros que sonreían, soltaban rugidos
de risa y le miraban fijamente. El jolgorio colectivo se estrelló igual que una ola en su
cascarón de grave soledad. Sonrió y dijo: «¿Tengo la nariz verde o qué?», y tomó
asiento junto al estudiante del bigote rubio hacia el que en una ocasión había sentido
un fuerte odio instintivo.
—No, pero parecías César meditando junto a la cabeza de Pompeyo.
Después de la charla fueron al comedor juntos. El estudiante del bigote se
llamaba Kenneth McAlpin.
—Me resulta raro tomar un café aquí —dijo Thaw.
—Ya me he dado cuenta de que no vienes casi nunca.
—Nunca sé en qué sitio sentarme. Algunas veces el mundo me parece un tablero
de ajedrez donde las piezas se mueven por sí solas. Nunca estoy seguro de a qué
casilla debo ir. Y, sin embargo, no puede ser un juego muy difícil, ya que casi todo el
mundo lo practica de forma instintiva.
—Las reglas son bastante sencillas —dijo McAlpin—. Tienes que mantenerte
junto a las piezas que sean como tú y has de moverte con ellas. La gente de esa mesa
está en el coro de la academia. El clan de ahí está formado por gente de las tierras
altas. Esos cuatro de la esquina son católicos, y se lo toman muy en serio. Después
del segundo año normalmente tu grupo viene determinado por el tema en el que te
especializas.
—¿Tienes algún grupo?
McAlpin frunció los labios y dijo:
—Sí. Supongo que soy un esnob. Mi familia gozaba de una posición bastante
acomodada, así que he crecido teniendo la sensación de que era algo superior a la
mayoría de la gente, y me siento ligeramente incómodo cuando estoy en un grupo que
no siente lo mismo que yo. Supongo que la gente con la que suelo ir también es algo
esnob. Pronto estarán aquí y podrás juzgar por ti mismo.

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—Me iré en cuanto vengan —dijo Thaw con una sonrisa—. No quiero hacer que
te sientas incómodo.
—La verdad es que preferiría que te quedases. Prefiero hablar contigo antes que
con ellos. Exceptuando a Judy, claro está.
—¿Judy?
—Mi chica. Oh, no me interpretes mal, son buena gente y a algunos ya les
conoces. Pero algunas veces pienso que lo único que nos mantiene juntos es el
esnobismo.
Judy y Rushford llegaron en ese momento. Judy era una chica robusta y bonita
que parecía vagamente disgustada por algo. Rushford lucía un chaleco bordado
copiado de uno que había llevado Benjamín Disraeli.
—Los victorianos estaban muy lejos de ser los monstruos estirados que solíamos
imaginar —dijo con una voz algo aflautada, articulando meticulosamente cada
palabra.
Molly Tierney apareció seguida por Macbeth y unos cuantos más, y el grupo
quedó completo. Macbeth parecía perdido e infeliz porque Molly le ignoraba pero
Thaw se encontraba muy a gusto. La conversación giraba alrededor de personas a las
que nunca había conocido y fiestas a las que nunca había asistido pero sus
observaciones ocasionales fueron acogidas cortésmente.

Después de aquello Thaw y McAlpin se pusieron juntos en el estudio, tomaron


café el uno con el otro, trajeron a la academia libros que les habían gustado y se
leyeron en voz alta los mejores fragmentos. Thaw prefería la poesía y el drama,
McAlpin la música y la filosofía. Discutían sobre esos temas pero evitaban la política
por si se daba la casualidad de que sus opiniones pudieran separarles. Fueron un par
de veces a tomar el té a sus casas respectivas. McAlpin vivía en el pequeño y elegante
pueblo de Bearsden, casi un suburbio de la ciudad. La casa estaba rodeada por un
jardín y sus habitaciones eran cálidas y tenían hermosas alfombras. El mobiliario
estaba muy bien conservado, y en la casa había armaritos hindúes y adornos chinos.
La señora McAlpin era una mujercita vivaz y alegre.
—Ésta es la más pequeña de las casas que hemos tenido desde que murió el padre
de Kenneth —dijo con un leve suspiro, sirviendo el té en unas tazas minúsculas—.
No es que las otras me gustaran, claro está, aun suponiendo que hubiéramos podido
permitirnos el lujo de mantenerlas. La verdad es que hubo un tiempo en el que
gozamos de una situación bastante próspera… Por ejemplo, cuando era pequeño
Kenneth tenía niñera…
—Aún la conservamos: está disecada en uno de los armarios que hay bajo la
escalera —murmuró Kenneth.
—… y también teníamos chófer, Stroud, un personaje encantador, un auténtico
cockney. Echo de menos el coche. De todas formas, si lo tuviera lo más probable es

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que me pasara la vida en él, porque soy terriblemente perezosa. Supongo que ir de
una tienda a otra me ayuda a mantenerme joven. Otra cosa que ya no hacemos mucho
es dar fiestas. Aun así, quiero que cuando cumpla los veintiún años Kenneth tenga
una fiesta de la que pueda sentirse realmente orgulloso. Espero que acudirás a ella,
Duncan. Kenneth habla muy a menudo de ti.
—Me gustaría mucho venir —dijo Thaw.
Estaba sentado en un sofá tan grande que las piernas le quedaban dentro de él y
tomaba sorbitos de té preguntándose por qué se encontraba tan a gusto, como si
estuviera en su casa. Quizá cuando era pequeño también su casa le había parecido
igual de espaciosa y segura.

Cuando estaba en el comedor oía hablar frecuentemente de fiestas y planes para hacer
excursiones. McAlpin no solía participar mucho en los planes pues en aquel grupo los
detalles prácticos eran algo que se dejaba a cargo de las chicas, pero Judy le hacía
intervenir en la conversación preguntándole: «¿Qué te parece, Kenneth?» o «¿Tienes
alguna idea al respecto?», mientras que Thaw permanecía en silencio esperando que
le invitasen y preguntándose por qué Aitken Drummond siempre recibía invitaciones.
Aitken Drummond no era miembro del grupo. Medía más de metro ochenta y
normalmente vestía pantalones verdes de conductor de tranvía, una gorra roja y un
gran sobretodo del ejército. Su piel morena, su gran nariz arqueada, su rizado cabello
negro y su barba puntiaguda recordaban tanto la imagen popular del Diablo que al
verle por primera vez todo el mundo tenía la impresión de que llevaba años
conociéndole. Drummond siempre era invitado a las fiestas y al día siguiente
contaban historias sobre él, historias que eran narradas entre risitas burlonas y
levemente horrorizadas. Thaw le envidiaba pero la pregunta «¿Puedo ir a la fiesta,
Kenneth?», aunque presente muy a menudo en su mente, jamás llegó a ser formulada
en voz alta. Estaba seguro de que McAlpin respondería: «Claro, ¿por qué no?» y que
su voz estaría cargada de una hiriente frialdad. Y, sin embargo, la cualidad que más
admiraba en McAlpin era la frialdad, algo que aparecía en su cortés solidez, la
relajada confianza en sí mismo que nada ni nadie parecía capaz de alterar. También
aparecía en su cuerpo, robusto y tranquilo, sus buenos modales y su buena ropa, en el
paraguas delicadamente enrollado que llevaba con despreocupada facilidad cuando
estaba nublado. Y, por encima de todo, aparecía las pocas veces en que hablaba de su
vida privada, como si aquella vida fuera una diversión que observaba con irónica
simpatía desde cierta distancia.
—La noche pasada me porté mal —le dijo en una ocasión a Thaw.
—¿Qué hiciste?
—Llevé a Judy a una fiesta. Acabé emborrachándome y besé a la hija del
anfitrión en el suelo, detrás del sofá. Ella también estaba borracha. Judy nos encontró
y se puso furiosa. El problema es que me lo estaba pasando tan bien que ni tan

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siquiera pude fingir que lo sentía. —Frunció el ceño y dijo—: Eso estuvo muy mal,
¿verdad?
—Si Judy te quiere… Sí, naturalmente, estuvo muy mal.
McAlpin contempló a Thaw con expresión grave durante un minuto, acabó
echando la cabeza hacia atrás y dejó escapar una carcajada que parecía un rugido.

Una mañana Thaw y McAlpin fueron a Cowcaddens, un distrito pobre situado detrás
de la colina donde se alzaba la academia de arte. Estuvieron haciendo bosquejos en
un parque de juegos asfaltado hasta que la insistencia de los niños («¿Qué está
escribiendo, señor? ¿Está escribiendo una foto de ese edificio, señor? Señor, ¿quiere
escribir mi foto?») les hizo huir por una calle adoquinada que llevaba al canal.
Pasaron bajo la angosta arcada de un puente de madera y subieron dejando atrás
algunos almacenes hasta llegar a la cima de una colina medio cubierta de hierba. Se
pararon bajo una torre de alta tensión y miraron hacia el centro de la ciudad. El viento
que agitaba los faldones de sus abrigos impulsaba montículos de nubes grisáceas en
dirección este, a lo largo del valle. Retazos de sol en continuo movimiento iban de
una colina a otra, haciendo que un grupo de casas parecido a una joroba reluciera
contra las oscuras torres de los edificios públicos, silueteando las cúpulas de la Royal
Infirmary contra la brillante columna vertebral formada por las tumbas de la
Necrópolis.
—Glasgow es una ciudad magnífica —dijo McAlpin—. ¿Por qué casi nunca nos
damos cuenta de ello?
—Porque nadie puede imaginarse el vivir aquí —dijo Thaw.
McAlpin encendió un cigarrillo y dijo:
—Si quieres explicarme eso, ten la seguridad de que te escucharé.
—Pues entonces piensa en Florencia, París, Londres, Nueva York… Quien visita
esas ciudades por primera vez no puede sentirse extranjero porque ya las ha visitado
en cuadros, novelas, libros de historia o películas. Pero si una ciudad no ha sido
utilizada por un artista es un sitio en el que imaginativamente hablando no vive nadie,
ni tan siquiera sus habitantes. ¿Qué es Glasgow para la mayoría de nosotros? Una
casa, el sitio donde trabajamos, un parque para jugar al fútbol o un campo de golf,
algunos pubs y las calles que unen esos lugares. Eso es todo. No, me equivoco,
también están el cine y la biblioteca. Y cuando nuestra imaginación necesita ejercicio
la utilizamos para visitar Londres, París, la Roma de los Césares, el Oeste americano
a finales de siglo, cualquier sitio salvo el aquí y el ahora. Imaginativamente Glasgow
sólo existe como una canción de cabaret y unas cuantas novelas bastante malas. Eso
es cuanto le hemos dado al mundo exterior. Eso es cuanto nos hemos dado a nosotros
mismos.
—Creía que habíamos exportado otras cosas… Naves y maquinaria, por ejemplo.
—Oh, sí, hubo un tiempo en el que fuimos los más famosos fabricantes

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mundiales de varias cosas útiles. Al empezar este siglo teníamos la fuerza laboral
mejor organizada de todo el Reino Unido. Y también teníamos a John McLean, el
único maestro escocés que le contaba a sus alumnos lo que les estaban haciendo.
Organizó la huelga de alquileres de las amas de casa, aquí mismo, en Clydeside, y esa
huelga hizo que el gobierno congelara las ganancias de los propietarios de casas
durante toda la primera guerra mundial. Eso es más de lo que han conseguido la
mayoría de primeros ministros. Lenin creía que la revolución inglesa empezaría en
Glasgow. No fue así. Durante la huelga general una bandera roja ondeó sobre el
ayuntamiento de la ciudad, ahí abajo, una turba hizo descarrilar un tranvía y el
ejército envió tanques a la plaza George; pero casi nadie resultó herido. No hubo
ningún muerto, salvo los que murieron por culpa de los salarios, los malos
alojamientos y la mala alimentación. McLean murió en la cárcel de Barlinnie por
culpa de la comida y las malas condiciones del lugar. Y en los años treinta, con una
cuarta parte de la fuerza laboral masculina en paro, la única violencia venía de las
pandillas protestantes y católicas que se acuchillaban unas a otras con navajas.
Bueno, es más sencillo pelear con tus vecinos que con un mal gobierno. Y eso era
algo que le daba emoción a vidas carentes de toda esperanza, al menos antes de que
empezara la segunda guerra mundial. Así que Glasgow nunca llegó a figurar en los
libros de historia, salvo como estadística, y si mañana se desvaneciera nuestra
producción de barcos, alfombras y palanganas sería sustituida dentro de unos meses
por lo que produjeran hombres la mar de agradecidos que harían horas extra en
Inglaterra, Alemania y Japón. Naturalmente, nuestras industrias siguen haciendo vivir
a casi la mitad de Escocia. Nos permiten existir. Pero, hoy en día, ¿quién se contenta
tan sólo con existir?
—Yo. De momento —dijo McAlpin, viendo cómo los rayos del sol se movían por
entre los tejados.
—Yo también —dijo Thaw, preguntándose qué había sido de sus argumentos.
—Así que pintas para darle a Glasgow un poco más de vida imaginativa —dijo
McAlpin pasado un momento.
—No. Ésa es mi excusa. Pinto porque cuando no lo hago siento que no tengo
nada que me impulse a vivir y que no valgo nada.
—Cómo te envidio esa sensación de tener algo que te impulse a vivir.
—Yo envidio tu confianza en ti mismo.
—¿Por qué?
—Hace que siempre seas bienvenido en las fiestas. Te permite besar a la hija del
anfitrión detrás del sofá cuando estás borracho.
—Eso no significa nada, Duncan.
—Sólo si eres capaz de hacerlo.

—Diez semanas son muchas vacaciones —dijo el señor Thaw aquel verano—. ¿Qué

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va a hacer tu amigo Kenneth?
—Trabajará en los tranvías. Casi todo el mundo que conozco se ha buscado algún
tipo de trabajo.
—¿Y tú qué piensas hacer?
—Pintar, si me dejas. Cuando volvamos habrá una exposición-concurso con la
Última Cena como tema. Dan treinta libras de premio. Creo que puedo ganar.

Iba por las calles mirando a la gente. Utilizaba el metro, donde los pasajeros
estaban sentados en hileras que se daban la cara y podían ser examinados
disimuladamente. Los que vivían cerca del río solían ser más flacos, media cabeza
más bajos y vestían ropa más barata que la gente de los suburbios. Antes no había
percibido la conexión existente entre el trabajo físico, la pobreza y la mala
alimentación porque venía de Riddrie, un distrito intermedio donde vivían los
comerciantes y los oficinistas como su padre. También se dio cuenta de que los
lustrosos rostros de las oficinas y las endurecidas caras de los talleres mostraban las
mismas bocas de labios apretados. Casi todo el mundo parecía nervioso,
mezquinamente satisfecho de sí mismo o ceñudamente decidido. Aquellos rostros le
irían muy bien a los discípulos que habían sido escogidos de entre los obreros y los
oficinistas, pero no le quedarían bien a Jesús. Empezó a buscar rostros armoniosos
cuyas bocas se cerraran de forma armoniosa. La mayor parte de los niños tenían esa
expresión cuando estaban quietos, pero quienes la conservaban después de la
adolescencia solían ser mujeres en cuyo rostro había una apacible expresión de
misteriosa sabiduría. Durante un tiempo pensó que aquélla podía ser la expresión del
Dios encarnado, pues Leonardo y quienes tallaban los Budas orientales así lo habían
creído. Una mañana la encontró en la cara de un embrión de diez centímetros
conservado en el museo médico de la universidad. La cabecita, enorme en relación al
cuerpo, parecía asentir por encima de las rodillas dobladas; los grandes ojos cerrados
y la boca que sonreía sutilmente daban la impresión de estar soñando con un
satisfactorio secreto tan grande como el universo. Y se dio cuenta de que semejante
expresión no podía pertenecer a Cristo, quien había mirado a la gente que le rodeaba
con firmeza, sin desviar la vista. Necesitaba la cara de un hombre sano, un hombre
maduro que se fijase en el exterior, alguien cuyo amor eliminara toda ventaja sobre
aquéllos a los que contemplaba, un rostro en el que no hubiera triunfo ni culpa porque
el triunfo es mezquino y la condena es obra del Diablo. Buscó desesperadamente una
expresión cristiana entre viejas obras suyas. Un esbozo de Coulter mostraba un rostro
tranquilo y de expresión afable pero la impresión global resultaba demasiado
melancólica, y otro esbozo de McAlpin transmitía una sensación de fuerza apacible
pero sus párpados resultaban demasiado desdeñosos. Decidió robar un rostro de una
obra maestra, pero en la Galería de Arte de Glasgow los únicos Cristos adecuados
eran los Cristos niños, dejando aparte el Cristo y la adúltera de Giorgione, donde la

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modestia del pintor o la cobardía del restaurador habían mantenido el santo rostro en
la penumbra. Un día fue a la Galería Nacional de Edimburgo y allí encontró al fin el
rostro que buscaba, en una trinidad pintada por Hugo van der Goes. Era una obra
típica del siglo quince, cuando los maestros flamencos descubrieron la pintura al óleo
e hicieron del marrón el color más sutil de toda la gama, logrando mantener la seca
brillantez típica de la pintura al temple. Dios estaba sentado en un más bien incómodo
trono de oro y cristal que flotaba por entre una abigarrada confusión de nubes. Vestía
una sencilla túnica roja con ribetes de color verde y sus manos sujetaban por las
axilas a un flaco Jesucristo de expresión dolorida, muerto hacía poco y casi desnudo,
impidiendo que cayera del trono situado junto al suyo. Una paloma blanca flotaba
sobre sus cabezas. Dios tenía el mismo rostro delgado y moreno que su hijo y en sus
rasgos había una expresión de pena carente de toda amargura, una mirada que no
culpaba a nadie de lo sucedido. Pese al trono dorado ni Dios ni su hijo tenían el
aspecto de hombres a los que se pagara bien por su trabajo. Y quien gozaba de toda la
simpatía de Thaw era el padre vencido por el sufrimiento, no su hijo muerto. Ésta era
la cara de su Cristo, y sabía que jamás sería capaz de pintarla. Nadie puede pintar una
expresión que no sea potencialmente suya, y aquel rostro se encontraba más allá de su
imaginación.

Al final decidió imaginarse la cena tal y como la vería Jesús desde la cabecera de la
mesa. A cada lado de ella pintaría a los discípulos, nerviosos, llenos de duda y
esperanza, encantados, hambrientos, saciados, ladeando la cabeza y torciendo el
cuello para obtener un fugaz atisbo del rostro de quien les observaba. De Jesús sólo
podrían verse sus manos, inmóviles sobre el mantel. Aparecerían en la parte inferior
del cuadro y Thaw usó las manos de su padre. Pasó tanto tiempo ocupado con los
preparativos que no le quedó tiempo para pintar el cuadro definitivo, por lo que acabó
presentando el esbozo en blanco y negro.

El esbozo no ganó ningún premio pero resultaba llamativo y el Bulletin publicó una
foto de él con Molly Tierney y Aitken Drummond delante. El pie de la foto decía:
«Estudiantes de arte discuten sobre la interpretación de la Última Cena hecha por
Douglas Shaw durante la inauguración de la exposición veraniega de la Academia de
Arte de Glasgow». Thaw se llevó un ejemplar del periódico al lavabo para
examinarlo a placer. Aunque estaba harto del esbozo la foto le proporcionó un fugaz
placer de intensidad casi sexual. Fue al comedor de la academia sintiendo una
desacostumbrada confianza en sí mismo y se sentó junto a Judy.
—Duncan, ¿te lo pasaste bien dibujando a toda esa gente tan desagradable? —le
preguntó ella con voz afable—. ¿O acaso tu dibujo te parece tan chocante como al
resto de nosotros?

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Su interés le deleitó.
—No, no intenté pintar gente desagradable —dijo—. Después de todo, Cristo
escogió a sus discípulos al azar, igual que a un jurado, así que debían ser un grupo
representativo de lo más corriente, ¿no? Puede que les haya hecho grotescos. La
verdad es que casi ninguno de nosotros es tal y como debería ser, ni tan siquiera en
nuestra propia estimación, así que, ¿cómo podemos evitar el ser grotescos? Pero no
solemos ser desagradables.
—Duncan, dibuja un retrato mío encima de la mesa —dijo Judy.
Mantuvo la cabeza inmóvil mientras que Thaw garabateaba en la superficie de
fórmica.
—Ya he terminado, pero no me ha quedado muy bien —dijo Thaw.
—¿Ves? —le dijo Judy—. Me has dado un aspecto de malvada. Has mostrado
mis malas cualidades.
Thaw contempló el dibujo. Le parecía que no había mostrado más que su rostro, y
que no le había salido demasiado bien.
—Ya sé que tengo más cualidades malas que buenas… —dijo ella. Thaw se
dispuso a protestar pero Judy se le adelantó—: ¡Fíjate en Kenneth!
Thaw miró a McAlpin, que acababa de echar la cabeza hacia atrás para reírse de
una broma. Durante las vacaciones se había dejado crecer la barba y la dorada
columna de vello se agitaba apuntando hacia el techo.
—Kenneth no tiene malas cualidades —dijo Judy—. Si le hiciera daño a alguien
sería por estupidez, no deliberadamente.
—Es un caballero —dijo Thaw—. Conocerle es toda una experiencia
civilizadora.

Cuando iba en el tranvía esa noche se sintió desusadamente consciente de su


apariencia: los pantalones manchados de pintura por debajo de la cintura, igual que si
fuera un obrero, y, por encima de éstos, el cuello blanco y la corbata, como si fuera
un oficinista. Cuando pasaba por el parque alguien le tiró de la manga. Se dio la
vuelta y vio a una chica, bonita y algo regordeta, que le dijo:
—Hola. ¿Qué tal te va?
—Muy bien, gracias. ¿Y a ti?
—No me va mal. ¿Vives por aquí?
—Sí. Delante de la capilla.
—Yo voy a visitar a mi tía. Ya nos veremos.
Bajó las escaleras y Thaw se preguntó quién podría ser. De repente se dio cuenta
de que era June Haig, que había asistido a Whitehill. Bajó los peldaños y se puso
junto a ella en la plataforma.
—Oh, eres tú —dijo ella.
—Normalmente me bajo un poco más adelante, en la colina —dijo Thaw, como si

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tuviera que darle explicaciones.
—¿Tu casa da a la Capilla?
El tranvía se detuvo y los dos bajaron de él.
—No, está en la calle que da a la que pasa por delante de la Capilla.
Se quedó quieto, describiendo aquellos datos geográficos con sus manos. June le
cogió por la solapa y tiró de él haciéndole subir a la acera para esquivar a un camión
que se acercaba.
—No quiero acabar sirviendo de testigo en un accidente de circulación —dijo.
—¿Dónde trabajas?
—En Brown‘s. Estoy de camarera en el comedor.
—Oh. Voy allí algunas veces pero siempre bajo a la sala de fumar.
Thaw le describió detalladamente sus costumbres alimenticias y Judy pareció
escucharle con gran atención. Le mostró la foto del periódico y June no se quedó tan
impresionada como había esperado. En la conversación se iban produciendo breves
silencios durante los que Thaw esperaba oír cómo se despedía de él, pero June se
quedaba callada hasta que a Thaw se le ocurría algo más.
—Te acompañaré a la casa de tu tía —dijo, y echaron a caminar el uno al lado del
otro.
June se movía con el mentón erguido y los labios fruncidos en una expresión
altiva, como si estuviera rechazando a rebaños enteros de admiradores, y el corazón
de Thaw latía con fuerza contra sus costillas. Doblaron unas cuantas esquinas y se
detuvieron ante los peldaños de un portal. June le explicó que visitaba a su tía una vez
por semana; su tía era una anciana a la que habían operado recientemente. Thaw hizo
una nada sutil referencia a su altruismo y se produjo otro silencio.
—Oye, ¿podríamos volver a vernos? —le preguntó Thaw, desesperado.
—Oh, claro.
—¿Dónde vives?
—En Langside, cerca del monumento.
—Hm… ¿Dónde nos encontramos?
Después de una breve pausa ella sugirió la esquina de Paisley, junto al puente de
la calle Jamaica.
—¡Bien! —dijo Thaw con firmeza, y añadió—: Pero todavía no hemos fijado la
noche o la hora, ¿verdad?
—No, no la hemos fijado —dijo June. Después de otro breve silencio sugirió la
noche del jueves a las siete.
—¡Bien! —repitió Thaw con voz firme—. Ya nos veremos.
—Sí.
—Bueno… Adiós.
—Adiós, Duncan.
Esa noche Thaw hizo frecuentes pausas en su trabajo, poniéndose en pie y
caminando arriba y abajo por la sala, cantando y riéndose en voz baja.

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—¿Qué mosca te ha picado? —le preguntó el señor Thaw—. ¿Qué pasa, es que
alguna moza te ha mirado con buenos ojos?
—Mi pintura despertó cierto interés.

A la mañana siguiente Thaw le habló a McAlpin de June mientras estaban sentados


en la biblioteca de la academia. McAlpin estudió en silencio la página de una revista
que tenía ante él y luego dijo:
—¿A qué huele? ¿A panadería, a cerveza o a burdel?
Thaw se sintió bastante humillado y se maldijo a sí mismo por habérselo contado.
McAlpin le miró y dijo:
—Todas las mujeres tienen un olor particular, ya sabes. Los anuncios de los
desodorantes afirman que eso es malo, lo cual es una tontería. Si la chica es limpia el
olor resulta muy atractivo. Judy tiene su olor.
—Me alegro.
—Duncan, lo que tú necesitas es una mujer mayor que tú, una mujer buena y que
tenga experiencia, no una chiquilla estúpida.
—No me gusta ser tratado de forma condescendiente.
—Admito que debería manejarte con mucho cuidado. Estoy seguro de que en los
burdeles del continente hay muchas mujeres que serían capaces de hacerlo.
Naturalmente, en Escocia no hay ningún burdel digno de ese nombre. Vivimos en un
país tan condenadamente pobre…
—Parece que esta mañana tienes la cabeza llena de burdeles —dijo Thaw.
—Sí… ¿Qué crees que será de ti cuando dejes la academia de arte?
—No lo sé. Pero no me veo capaz de dar clases y no pienso ir a Londres.
—Yo tampoco quiero enseñar pero probablemente acabaré haciéndolo —dijo
McAlpin—. Me gustaría viajar y gozar de cierta libertad antes de acabar
instalándome en algún sitio, visitar París, Viena, Florencia… En Italia hay montones
de pequeñas ciudades tranquilas con iglesias llenas de frescos pintados por los
maestros menores y en las placitas que hay delante de esas iglesias te sirven vino de
sus propias cosechas, vino que puedes beberte sentado tranquilamente a la sombra de
los toldos… Me gustaría vagabundear por ahí y explorar esas ciudades acompañado
de una chica, y no necesariamente una chica con la que acabara casándome. ¡Piensa
en eso! Después del crepúsculo el aire es tan cálido como aquí durante una buena
tarde veraniega… pero no puedo dejar sola a mi madre mucho tiempo. Cuando la
deje tendrá que ser para casarme con Judy, como mínimo, y en lo que respecta a la
libertad eso será pasar de la sartén al fuego. Mientras tanto, voy envejeciendo.
—Paparrruchas.
—¿Qué pasa, es que nunca te has preocupado por el tiempo?
—No. Lo único que me preocupa son las sensaciones, y el tiempo no es una
sensación.

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—Pues yo lo siento. —Y, pasado un momento, McAlpin siguió hablando con voz
ligeramente perpleja—: Tengo la sospecha de que si empezara a vivir en un suburbio,
con una prostituta y llevando encima tan sólo una piel de leopardo, Judy y mi madre
me visitarían cuatro días a la semana trayéndome cestas de comida.
—Te envidio.
—No deberías envidiarme.

Aquella tarde, en la sala de conferencias, el cuerpo de Thaw llegó a un laborioso


acuerdo con el asiento de madera y acabó quedándose adormilado. Un poco más
tarde oyó la voz del conferenciante:
—… un rufián. De hecho, cuando eran jóvenes le rompió la nariz a Miguel Ángel
durante una pelea. Consuela bastante recordar que tuvo una muerte de lo más
desagradable, ya que acabó sus días loco de atar en una prisión española, ja, ja. Bien,
de todas formas con eso basta por hoy.
Las luces se encendieron y los estudiantes se agolparon ante las salidas. Thaw vio
a McAlpin y Judy delante de él; cruzaron la calle corriendo, cogidos de la mano,
yendo hacia el anexo y Thaw les siguió caminando lentamente. No estaban en el
comedor. Thaw tomó asiento en una mesa junto a Drummond y Macbeth.
—No logro comprender por qué me han invitado —estaba diciendo Drummond
—. Apenas conozco a Kenneth.
—¿Cuándo será? —preguntó Macbeth.
—Mañana noche. Iremos al hotel para comer algo y entonarnos tomando unas
cuantas copas, y después habrá un baile de disfraces en el mismo hotel.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó Macbeth.
—Veintiuno.
Una oleada de sorprendida tristeza invadió a Thaw. Siguió sentado, casi sin
hablar, y acabó levantándose para ir al mostrador y volver a la mesa con su comida.
Drummond se marchó y Macbeth se quedó inmóvil en una postura que le indicó a
Thaw que estaba deprimido porque no le habían pedido que asistiera a la fiesta.
—Esta noche andas muy silencioso, Duncan —dijo Macbeth.
—Lo siento. Estaba pensando.
—Supongo que te habrán invitado a la fiesta que da Kenneth mañana, ¿verdad?
—No.
Macbeth pareció animarse.
—¿No? Qué raro. Tú y Kenneth siempre andáis juntos. Pensé que erais amigos.
—Yo también lo pensaba.

Esa noche estuvo caminando mucho rato por las calles y acabó llegando a casa
pasadas las doce.

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—Duncan, ¿eres tú? —preguntó su padre desde el sofá cama de la sala.
—Creo que sí.
—¿Te pasa algo?
Thaw se lo explicó.
—No logro acostumbrarme a esto —dijo—. Un conocido se convierte en amigo
de una forma gradual y agradable. Y el reverso de la medalla es… sorprendente.
—¿Qué es ese ruido?
—Soy yo. Estoy jugueteando con los adornos de la mesa del pasillo. En nombre
de Dios, ¿cómo puedo mirarle a la cara mañana? ¿Qué puedo decirle?
—No hace falta que le digas nada, Duncan. Limítate a ser cortés y desearle que se
lo pase muy bien.
—Buena idea, papá. Buenas noches.
—Y vete directamente a la cama. Nada de escribir.
Thaw se fue a la cama, sintió que le costaba respirar, se tomó dos gránulos de
efedrina, durmió una hora y despertó bastante nervioso. Abrió su cuaderno de notas y
escribió: El futuro exige nuestra participación. Participar de forma voluntaria es la
libertad, hacerlo en forma involuntaria es la esclavitud.
Tachó eso y escribió:

El universo obliga a cooperar. Cooperar de forma consciente es la


libertad, cooperar inconscientemente es…
La naturaleza siempre puede contar con nuestra ayuda. Ayudarla
conscientemente es la libertad, ayudarla a regañadientes es…
Dios necesita nuestra ayuda. Prestársela con alegría es la libertad,
prestársela con resentimiento es…
Podemos contar con la ayuda de Dios. Saberlo es la libertad, no darse
cuenta de ello es…

Dejó escapar un gruñido y arrojó el cuaderno al techo. El cuaderno rebotó en la


parte superior del armario, haciendo caer una avalancha de libros y papeles. Thaw se
quedó tumbado en la cama, satisfecho por los continuos cambios de la vida. Después
se masturbó y se quedó dormido. Cuando despertó su satisfacción se había esfumado.

Al día siguiente McAlpin no estaba en la academia. Durante la hora del té Judy,


Molly Tierney y Rushford hablaron sobre los vestidos que pensaban llevar en el baile
de disfraces. Thaw no estaba demasiado seguro de cómo debía portarse. Empezó a
dibujar sobre la mesa y les sonrió con la comisura izquierda de los labios.
—¡Tendrías que ver mi vestido! —le dijo Molly con voz jovial—. Es terrible.
Todo rosa, muy estilo años veinte, con una boquilla que mide noventa centímetros de
largo. Espera, préstame el lápiz.

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Cogió el lápiz de entre los dedos de Thaw y dibujó el vestido sobre la mesa. Esa
noche Thaw fue a la ciudad para encontrarse con June y se colocó en la entrada de
una tienda de ropa contemplando los elegantes maniquíes vestidos con trajes de
noche y atuendos deportivos. El crepúsculo grisáceo se convirtió en negra noche. La
entrada de la tienda era un sitio habitual para los que habían quedado citados y Thaw
estuvo acompañado en bastantes ocasiones por chicas o chicos que esperaban a su
pareja. Nadie tuvo que esperar más de quince minutos. Cuando se hizo imposible
seguir fingiendo que June acudiría a la cita Thaw volvió a su casa, sintiéndose
horriblemente insultado.

McAlpin entró en el aula al día siguiente caminando con vivacidad y llevando un


libro nuevo en la mano. Colgó su elegantemente enrollado paraguas de un radiador,
colocó su abrigo y sus cosas sobre un pedestal y fue rápidamente hacia Thaw.
—¡Escucha esto! —dijo, y le leyó el primer párrafo de Oblomov.
Thaw le escuchó, sintiéndose muy incómodo, dijo: «Muy bueno» y se fue a un
rincón del aula para sacarle punta a un lápiz. Esa mañana él y McAlpin trabajaron
separados el uno del otro. Durante la hora de la comida Thaw fue al edificio principal
y se entrevistó con el encargado. Hablando despacio y cuidadosamente, le dijo que el
curso de anatomía de la academia no le parecía adecuado, que iba a pedir permiso
para tomar apuntes en la sala de disección de la universidad y que le agradecería
mucho el que redactara una carta diciendo que tal permiso resultaría útil para los
estudios artísticos de Thaw. El encargado oscilaba pensativamente de un lado a otro
sobre su asiento giratorio.
—Bueno, Thaw, no estoy seguro… —dijo por fin—. Cierto, la anatomía
patológica figuró entre nuestras asignaturas hasta poco después de la guerra del
catorce. Yo mismo tuve que estudiarla. No creo que me beneficiara mucho de ello
pero, naturalmente, yo no tenía el entusiasmo artístico que posee usted. Pero ¿cree
que le resultaría psicológicamente beneficioso? Sinceramente, yo creo que no le
sentaría nada bien.
—No estoy… —dijo Thaw, carraspeó y se arrodilló junto al radiador eléctrico
colocado junto al escritorio del señor Peel. Clavó los ojos en la roja espiral del
radiador y arrancó unas cuantas hebras de la alfombrilla hecha con fibra de coco—.
Me falta algo. Puede que algún día sea un buen pintor pero siempre seré un hombre
incompleto, y eso hace que mi trabajo sea muy importante para mí. Si quiero seguir
adelante con ese trabajo, necesito saber cómo están hechas las personas.
—Su Última Cena mostraba un conocimiento anatómico bastante detallado.
Supongo que lo habrá conseguido utilizando los métodos habituales, ¿no?
—Sí. Pero esos detalles no eran más que una fachada. Rellené lo poco de que
estaba seguro usando la imaginación y los dibujos de los libros. Pero ahora mi
imaginación necesita un conocimiento más detallado para seguir trabajando.

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—Thaw, no estoy convencido de que estudiar anatomía patológica vaya a
resultarle beneficioso, pero supongo que eso es algo de lo que usted mismo debe
convencerse. Conozco un poco al decano de la facultad de medicina. Hablaré con él.
—Gracias, señor —dijo Thaw, poniéndose en pie—. La verdad es que en esta
etapa me resulta realmente necesario tomar algunos apuntes en la sala de vivisección.
—La sala de disección.
—¿Perdón?
—Ha dicho la sala de vivisección.
—¿Sí? Lo siento —dijo Thaw, confundido.

Volvió corriendo al aula, dándole rienda suelta al júbilo que sentía. McAlpin estaba
delante de un caballete, al lado de la puerta. Thaw se paró junto a él.
—Peel va a conseguirme permiso para tomar apuntes en la sala de disección de la
universidad —le dijo en un murmullo.
—¡Bien! ¡Bien!
—No me he sentido tan feliz desde que inventé la bomba de bactro-clorina.
McAlpin se dobló sobre sí mismo y dejó escapar una risa ahogada. Thaw fue a su
sitio pensando que estar enfadado era una terrible pérdida de tiempo.
—¿Por qué no me invitaste a tu fiesta? —le preguntó después a McAlpin cuando
iban camino del comedor.
—No teníamos muchas entradas para el baile de disfraces y Judy y yo tuvimos
que dárselas a quienes nos habían invitado a sus fiestas. Quería invitarte pero…,
bueno, no pude, eso es todo. Pensé que no te importaría ya que ibas a salir con esa
chica a la que habías conocido. ¿Qué tal te fue con ella?

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CAPÍTULO XXIII

Citas
Una tarde Thaw bajaba por la calle Sauchiehall a la hora en que la atmósfera
resultaba más agradable y cuando aún no habían encendido los faroles. Tras los
tejados de occidente se veía un lago de cielo amarillo tan hermoso que fue hacia
ellos, siguiendo una dirección opuesta a la que llevaba hasta su casa, y en Charing
Cross se encontró con Aitken Drummond.
—Éste no es tu territorio habitual, Duncan.
—Estoy dando un paseo.
—Supongo que estás haciendo tiempo esperando a que empiece el baile, ¿eh?
—¿Hay un baile esta noche? No, no puedo permitirme el lujo de comprar una
entrada.
—Admito que el dinero siempre es útil pero no te preocupes por la entrada. Ven
conmigo.
Dejaron atrás el Gran Hotel y después torcieron por una calleja sin faroles que
llevaba a un pequeño patio lleno de basuras. Thaw vio montones de carbón y escoria,
cubos de los que rebosaban los desperdicios, pilas de cajas de leche, cerveza y
pescado. Drummond abrió una puerta.
Se encontraron metidos en una atmósfera tan caliente que durante un par de
minutos Thaw se sintió medio asfixiado. Un viejo, vestido con un mono, estaba
sentado bajo una bombilla que emitía muy poca luz, fumando en pipa junto a la
puerta de la caldera.
—Éste es Duncan Thaw, papá —dijo Drummond—. Vamos a ir al baile de la
academia de arte.
El señor Drummond se sacó la pipa de los labios y le señaló a Thaw una silla
vacía con la boquilla. Su boca, hundida en una mueca de diversión, indicaba una falta
de dientes; su nariz era casi tan grande como la de su hijo, pero más tosca; su frente
quedaba medio tapada por unas gafas que tenían las patillas remendadas con cinta
aislante.
—Así que vais a bailar, ¿eh? —dijo—. Es una pérdida de tiempo, Douglas, una
condenada pérdida de tiempo.
—¡Se llama Duncan! —gritó Drummond.
—No importa, sigue siendo una pérdida de tiempo.
—¿Quién hay esta noche en la cocina?
—¿Eh? Luigi.
—¿Por qué no traes algo de comer para Duncan y para mí? Está hambriento.
—No, no lo estoy —dijo Thaw.
El señor Drummond salió de la habitación. Drummond llevó la silla de su padre

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hasta la puerta de la caldera y la abrió, revelando un agujero rojizo lleno de carbón
que ardía en grandes llamaradas. Tomó asiento en ella y extendió las manos con las
palmas hacia el fuego.
—Que me parezca al Diablo no es más que una coincidencia, pero me encanta el
calor —dijo—. Acerca un poco más tu silla, Duncan.
El señor Drummond volvió con un gran plato de bocadillos y lo colocó en el
suelo entre Thaw y Drummond.
—Hay de queso, de huevo, de salmón y de carne. Servíos vosotros mismos.
Trajo otra silla de un rincón, tomó asiento en ella y cogió un libro de la biblioteca
pública que había en el suelo.
—¿Has leído a este hombre, Duncan? —le preguntó, mostrándole el título del
libro: era una novela de Aldous Huxley.
—Sí, pero me resulta irritante. Muestra un mundo en el que apenas si hay nada en
qué creer o de qué disfrutar.
—¿Casi nada? —dijo el señor Drummond con una risita ferozmente alegre—. Te
deja sin nada, Duncan. Nada de nada. Nada.
Y tiene razón.
Pasó una página y se puso a leer mientras que Thaw y Drummond comían.

—¡Esta noche es noche de paga! —dijo de repente Drummond en voz alta. El señor
Drummond alzó la vista—. He dicho que ésta es la noche en que te pagan. ¿Puedes
darme algo de dinero?
—Duncan, la Corporación de Glasgow le paga a cierto hombre ciento veinte
libras al año. Sus únicos gastos son las ropas y los pequeños caprichos. Vive…
—Y los materiales de la escuela.
—Y los materiales para pintar. Vive en casa, tiene veinticuatro años, y no necesita
gastarse nada en alquiler, transportes, combustible, luz, comida…
—¡Comida! —exclamó Drummond con voz de triunfo—. ¡Me alegra que hables
de la comida! Duncan, ¿sabes qué me ha dado hoy mi padre para comer? Arenques
ahumados. Arenques ahumados, fíjate bien, y pasados por la sartén con la cabeza y la
cola incluidas.
—Bueno, si no te gustan ya sabes lo que has de hacer —dijo apaciblemente el
señor Drummond, devolviendo la pipa a su boca.
—Dame diez chelines —dijo Drummond. Su padre sacó cuatro medias coronas
del bolsillo de su mono, se las entregó, vio que el plato estaba vacío y se puso en pie.
—Voy a buscar unos cuantos bocadillos más —le dijo a Duncan.
—No, gracias, señor Drummond. Estaban muy buenos pero más resultarían
demasiados.
—Bueno, el cocinero es amigo mío. No tengo que pagar por ellos y no los robo.
¿Seguro que no quieres alguno más?

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—No, gracias, señor Drummond.
—Duncan tiene que marcharse, papá. Tenemos una cita. ¿Quieres que te traiga un
poco de carbón?
—Si puedes perder algo de tiempo antes de tu cita urgente…
Una puertecilla de madera permitía llegar al montón de carbón que había fuera.
Thaw y Drummond usaron unos incómodos rastrillos de madera para hacer caer al
suelo de la sala de calderas unos cuantos pedazos. Drummond los fue metiendo en la
caldera con una pala y se marcharon después de lavarse las manos bajo un grifo que
había en el ya oscuro patio.

Fueron hacia Cowcaddens y entraron en un portal cuyos angostos peldaños se


hallaban tan desgastados que al pie le costaba encontrar apoyo en su aguda
inclinación. Thaw se quedó sin aliento y tuvo que apoyarse un momento en el
alféizar. Desde allí, medio tapada por una maceta en la que crecían tres achaparradas
coliflores rodeadas de malas hierbas cuyas hojas estaban manchadas de hollín, podía
ver la parte trasera de una pequeña y sucia iglesia. Una vez hubieron llegado al
último rellano Drummond abrió una puerta pintada de amarillo chillón (la cerradura
estaba rota), metió la cabeza por el hueco y gritó: «¡Mamá!».
—Entra, Duncan —le dijo un instante después—. Si mi madre está en casa tengo
que andarme con mucho cuidado. Cuando alguien no le gusta se encierra en su
dormitorio y quema una pluma de faisán.
—¿Y qué efectos produce eso?
—Me estremezco sólo de pensarlo.

Thaw entró en la casa más extraña que había visto en toda su vida. Partes de ella eran
muy parecidas a un hogar normal pero aquellas partes yacían igual que valles entre
grandes montones de muebles y objetos recogidos de la basura, los vertederos y las
traperías. Cuando entró en la cocina se sintió amenazado por una gran abundancia de
marcos vacíos, instrumentos musicales sin cuerdas y radios viejas. Los techos eran
más bajos que en su casa pero aquí no había ningún espacio despejado y el lugar
carecía del más mínimo orden.
—Siento que todo esté tan revuelto —dijo Drummond—. No he tenido tiempo de
limpiar. Tengo la esperanza de conseguir pronto un estudio cercano a la academia de
arte. Bien, ¿qué podemos utilizar?
Empezó a apartar los objetos que tapaban la puerta de un armario. Thaw fue hacia
él para ayudarle pero Drummond le dijo:
—Yo lo haré, Duncan. Si cambias de sitio alguna cosa después no sabré encontrar
nada.
Cuando la puerta del armario pudo abrirse unos cuarenta centímetros Drummond

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metió el brazo por el hueco y fue sacando de él un sombrero de copa, un casco de
romano, un sombrerito de paja, una gorra de piel como las que usaban los cazadores
de ciervos, un birrete y un tocado de plumas indio. Todos los objetos llevaban
etiquetas indicando que pertenecían a la Agencia de Alquiler de Trajes Acme.
—Trabajé allí una temporada —dijo Drummond—. Guardaban sus mejores
artículos con una despreocupación que rozaba lo criminal.
Drummond se puso el sombrero de copa, un chaqué y unas polainas. Se preparó
una reluciente pechera, un cuello y unos puños usando una lámina de cartón encerado
y lo colocó todo en su sitio con alfileres y un poco de cola. Después cogió un largo
par de colmillos de goma verde de un cajón y los colocó cuidadosamente entre sus
dientes y el labio superior. Se cubrió las mejillas con maquillaje de color verde y,
mirándole aviesamente, logró preguntarle:
—¿Drácula?
—Oh, sí —dijo Thaw, asintiendo con la cabeza.
Drummond se guardó los colmillos de goma en el bolsillo.
—¿Quién quieres ser? —le preguntó.
—Un hechicero. Pero me conformaré con ser un académico.
Se puso el birrete.
—No es suficiente —dijo Drummond—. Entra ahí.
Apartó un maniquí de sastre y abrió otra puerta. Thaw entró en una habitación
pequeña y ordenada que estaba claro pertenecía a una mujer. La habitación tenía
cortinas de flores, papel de pared a rayas y una colcha de satén rosa sobre la cama.
También había una pajarera dorada, un cenicero en forma de cráneo y unos guisantes
de olor que florecían en una maceta de la ventana.
—Abre el armario —le ordenó Drummond desde fuera de la habitación.
—Creo que no debería haber entrado aquí.
—Deberías hacer exactamente lo que te digo.
La puerta del armario estaba entornada y cuando Thaw la abrió un gato color
canela salió de él.
—¿Hay un vestido de seda negra colgado entre los abrigos de la derecha? —le
preguntó Drummond.
—Sí.
—Tráelo aquí. No toques nada más.
Thaw volvió a la caótica cocina.
—Lo siento —dijo—. Yo mismo te lo habría traído pero mi madre me hizo
prometer que no entraría nunca en su dormitorio. Póntelo. Creo que te irá bastante
bien como toga académica.
—¿Tu madre no se dará cuenta de que falta?
—No, no. Es encargada de un salón de té en Largs y sus visitas a casa son algo
irregulares, por decirlo suavemente.
Drummond cogió un bastón de puño bastante grueso y los dos partieron hacia el

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baile.

Cuando salieron a la calle se encontraron con que ya habían encendido los faroles y
los tranvías pasaban tintineando entre pequeños diluvios de chispas. Un drama
críptico parecía estarse desarrollando en la ciudad. Una vieja y un hombre discutían
en voz baja junto a una esquina, observados por dos niñas que se asomaban por el
umbral de una frutería con el escaparate encendido. En una habitación iluminada por
el fuego de la chimenea, visible a través de una ventana de la planta baja, un hombre
permanecía inmóvil con una toalla alrededor de su cuello: quizás estuviera
afeitándose. Acabaron llegando a una sala llena de humo, ruido y gente que se
encontraba cerca de la academia. Drummond se abrió paso hasta el bar y Thaw se
deslizó detrás suyo pasando por entre espaldas y hombros. Drummond le entregó un
gran vaso de whisky y le dijo que se lo tomara de un solo trago. Una rubia y una
morena vinieron hacia Thaw, sonriendo.
—¿Ya sabe tu madre que estás aquí? —le preguntó la rubia.
—Quizás. Está muerta —dijo él, y se dio la vuelta, contento de haberle
contestado con tal aspereza.
Drummond compró dos puros. Los encendieron, salieron del local y subieron por
la calle Sauchiehall echando humo como dos chimeneas. Thaw se sorprendió al
descubrir que le divertía verse observado por los transeúntes. Empezó a reír
estruendosamente pero, en vez de ello, acabó tosiendo violentamente.
—¡Duncan, por el amor de Dios, no te tragues el humo! —dijo Drummond,
dándole palmadas en la espalda.
—Aitken, estando contigo hacer el ridículo es algo que da prestigio.
La puerta del anexo estaba llena de gente que intentaba comprar entradas o
sobornar a quienes vigilaban la puerta para que les dejasen pasar. Drummond y Thaw
subieron los peldaños el uno al lado del otro, Drummond despejando el camino con
su gran nariz parecida a un hacha, Thaw abriendo otro con el pálido e inclinado
caparazón de su frente. «¡Pero si es el gran Drummond! ¡Pero si es el gran Thaw!»,
gritaron alegremente los encargados del baile, vestidos con trajes exóticos, y les
hicieron entrar. El portero cogió a Thaw por la manga, le hizo ponerse a un lado y
señaló a Drummond, diciendo:
—Cuidado con ese tipo. Cuando está borracho no es compañía adecuada ni para
los hombres ni para las bestias.

El triunfo de la llegada fue desvaneciéndose. Thaw estaba sentado junto a la sala de


baile con una sonrisa no muy alegre en el rostro, contemplando el carnaval rotatorio
de parejas que pasaban rozándole las rodillas, con sus ojos sorbiendo visiones de
muslos y caderas, pechos que se agitaban, gargantas y miradas. Molly Tierney,

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vestida como una danzarina oriental, giraba alegremente en los brazos de un árabe
vestido con una túnica blanca que era McAlpin y que saludó a Thaw levantando el
índice. De repente dos chicas le dijeron: «¡Hola!» y tomaron asiento flanqueándole.
—¿No nos reconoces? —le preguntó la más bajita, sentada a su izquierda.
—Lo siento, tengo muy mala memoria para las caras.
—Nos encontramos en el pub, ¿no te acuerdas?
—¿Sois las chicas que me hicisteis aquella pregunta? No, no recuerdo vuestras
caras.
—¿Por qué? —le preguntó la chica sentada a su derecha—. ¿Teníamos aspecto de
ser horriblemente duras y experimentadas?
—Nada de eso —se apresuró a decir Thaw—. ¿Vais a la universidad?
—No, a la academia de arte.
—¿Estáis en primero?
Las chicas se rieron.
—No, en cuarto.
—Hace que te sientas terriblemente envejecida, ¿verdad? —le preguntó la chica
rubia a la morena y luego, dirigiéndose a Thaw, añadió—: ¿Por qué no bailas?
—No tengo ningún sentido del ritmo corporal.
—Oh, pronto te enseñaremos eso —dijo la morena, poniéndose en pie.
Le llevó a un rincón de la sala y le mostró cómo debía mover los pies; después se
lo llevó a la pista y Thaw bailó con ella, sintiéndose torpe, queriendo disculparse ante
ella y deseando desesperadamente estar con la chica rubia; después le llevó de nuevo
hasta las sillas y se lo entregó a su amiga. Thaw sintió inmediatamente la diferencia.
Su cuerpo era más firme, flexible sin fragilidad, su cabello era de un color oro claro,
y lo llevaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto sus pálidas cejas. Lucía unos
pendientes hechos con piedrecitas que colgaban de unas cadenillas y llevaba un traje
negro con el escote cuadrado. De vez en cuando le daba instrucciones sobre qué
pasos de baile tenía que hacer, y de vez en cuando le felicitaba. Thaw la miraba a los
ojos, imaginándose que estaba casado con ella, pensando en Molly Tierney y no
sintiendo ni el más mínimo deseo de estar a su lado. «Estoy haciendo el ridículo»,
pensó, y siguió mirándola a los ojos; las oscuras pupilas de la chica se le hicieron
perfectamente visibles y tanto su cara como su cabeza se convirtieron en una borrosa
mancha blanco y oro que las rodeaba. «Parece hecha de mármol y miel», pensó, y sus
labios se movieron articulando esas palabras. La música dejó de sonar y Thaw tuvo
que volver a bailar con la chica bajita. Se pasó todo el rato mirando por encima de su
hombro y hablando de pinturas y de la academia de arte.
—¿Tu padre es sacerdote? —le preguntó ella.
—No, mi padre es un devoto ateo. ¿Tengo aspecto de ser hijo de sacerdote?
—Pareces un niño de doce años. Pero hablas igual que un viejo sacerdote de las
tierras altas.
Thaw volvió a bailar con la chica rubia en un silencio que empezó a desesperarle,

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pues sabía que debía ponerle fin, así que le dijo:
—Pareces hecha de mármol y miel.
—¿Qué?
—Qué pareces hecha de mármol y miel.
—Oh. ¿De veras? Gracias. —Le miró, muy seria, y le dijo—: Deberías bailar más
a menudo.
—No, de veras, no sé bailar.
—Si vienes a más fiestas bailaré contigo.
Thaw empezó a preocuparse, pues tenía la sensación de que no podía pasarse toda
la noche bailando con ella, y se preguntó cuándo y cómo le abandonaría. Cuando la
música dejó de sonar se excusó y salió apresuradamente de la sala de baile.

Subió por las escaleras pensando: «La amo», y: «Eres un idiota». Se preguntó si
tendría novio y por qué no estaba allí. Tanto daba, había bailado con él por pura
bondad; en su relación no había igualdad alguna. Imaginó a las amistades de la chica
burlándose de la expresión absorta que había en su rostro cuando bailaba con ella. La
chica rubia se reiría y diría: «¡No es más que un crío!». Buscó un sitio donde
esconderse. Voces que hablaban en susurros cargados de intimidad le llegaban de
todos los pasillos oscuros así que abrió una puerta que daba al balcón de la sala de
baile, un pequeño recinto utilizado para guardar las sillas. En el balcón había un
hombre con los brazos apoyados sobre la barandilla, sosteniéndose la cabeza con las
manos. Era Drummond. Thaw jamás le había visto solo o deprimido. Drummond le
sonrió débilmente y le señaló una silla.
—¿Qué tal te encuentras, Duncan? ¿Por qué no estás bailando?
—No sé bailar.
Desde aquí arriba los danzarines parecían ciegas gorras de pelo de las que
sobresalían manos y pies, como los miembros de una estrella de mar. Las parejas se
agitaban y daban vueltas igual que si la música fuera un fluido que las hiciese vibrar.
Cuando paró corrieron hacia un extremo del salón igual que glóbulos sanguíneos
formando un coágulo.
—Son monstruos, Duncan —dijo Drummond con un suspiro—. Monstruos, eso
es lo que son, pura y simplemente.
—¿Quiénes?
—Las mujeres.
Drummond bajó la vista hacia los danzarines y dijo:
—Una de ellas me estuvo siguiendo toda la noche, mirándome… Hace diez
minutos que se ha marchado con otro. Creo que podría haberla conseguido si hubiese
querido. Pero vi bailar a Molly y sentí que no tenía ánimos para todo eso. No sé por
qué. Ya no se encuentra en su mejor momento, está prometida con un veterinario
irlandés y se pasa la vida coqueteando con todos…

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—¿Molly Tierney?
—Solía salir con ella. Debes admitir que es guapa. Ahora me rehuye.
—¿Por qué?
—Supongo que porque sus padres gozan de buena posición y los míos no. Mi
madre me dijo que ni un cerdo se acostaría con Molly. Lo cual me obligó a adoptar la
nada envidiable postura de afirmar que ella sí era digna de dormir con un cerdo.
Se quedaron callados, contemplando a los danzarines.
—Intenté curarme imaginándomela mientras orinaba, excretaba y menstruaba —
dijo Drummond—, pero que esos actos estuvieran relacionados con ella hacía que me
resultaran hermosos.
—¿Cómo menstrúan las mujeres? ¿De forma regular y siempre en los mismos
días?
—Cuando llegan a la edad de Molly pueden tener la menstruación mientras
corren para coger el tranvía, de pie ante un caballete, o durante la cena o hablando
tranquilamente con un amigo, tal y como lo hacemos ahora nosotros. Algunas veces
me dejó mirar.
—¿Qué?
—Compartimos muchos pequeños secretos de esa clase —dijo Drummond con
voz melancólica. Este aspecto del amor jamás había entrado en las fantasías de Thaw.
Se frotó la cara, sintiendo una aguda frustración—. Cuando seas más conocido te irá
mejor con las mujeres —continuó Drummond—. El prestigio hace que muchas de
ellas se pongan calientes. Janet Weir solía salir con el presidente del consejo que
representa a los estudiantes, pero cuando Jimmy Macbeth se hizo famoso por pillar
unas borracheras de muerte no se despegó de él durante un par de días. Después la
película Cyrano de Bergerac hizo que las narices grandes resultaran populares, y
empezó a salir conmigo. Hay un montón de chicas a las que les gusto porque se
supone que soy un símbolo de algo. En ciertos aspectos resulta humillante pero en
otros es toda una suerte. ¿Qué piensas de Janet?
—No la conozco.
—Se parece a la Mona Lisa pero tiene las piernas más bonitas. La noche pasada
me invitó a su habitación y dijo que me amaba.
—Oh, Dios —dijo Thaw, golpeándose la frente con el puño. Le pareció que su
frente era una puerta cerrada con llave y con el marco soldado. Drummond estiró los
brazos y bostezó.
—Sí, yo también me sentí incómodo. Las chicas que dicen amarte esperan recibir
a cambio toda una serie de cosas irracionales, como la sinceridad. Aun así pasamos
una noche agradable. Es virgen, ¿sabes? La he visto ir con tantos hombres que no me
lo esperaba. Tuve mucho cuidado de que siguiera siéndolo. Me gusta la virginidad;
me parece una pena destruirla sólo para divertirse. Pero supongo que al final acabará
consiguiendo que la haga dejar de ser virgen. Las vírgenes son terriblemente tozudas.
—Voy al lavabo.

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Dos horas después Thaw estaba apoyado en la barandilla de la entrada, viendo cómo
se marchaban los últimos bailarines, solos o en parejas. Había guardado el birrete y el
traje en un armario. Drummond, todavía vestido de Drácula, daba brincos sobre la
acera rodeado por un grupo de amigos suyos que se reían.
—Necesito una mujer que llevarme a casa —estaba diciendo—. Tengo que
llevarme a casa a alguna mujer. ¡Lorna, Lorna, Lorna!
Intentó abrazar a una chica que se escabulló por debajo de su brazo, riendo y
diciendo: «¡Esta noche no, Aitken, esta noche no!». Una chica vestida con un abrigo
azul salió del edificio y se quedó en la entrada, mirando distraídamente hacia los
lados. Drummond la cogió educadamente de la mano y dijo:
—Marjory, permite que te acompañe a tu casa.
El rostro de la chica se frunció en una tímida sonrisa de diversión.
—Lo siento, Aitken —dijo—. Mi padre va a venir a buscarme en el coche.
—Llámale por teléfono, puede que aún no haya salido. Dile que te
acompañaremos a casa. Yo te llevaré cogida de una mano y Duncan te cogerá de la
otra. Dos hombres son una escolta perfectamente segura.
La chica no sabía qué hacer.
—Sólo son las once y media. Y la noche es cálida —dijo Drummond con un
suave tono apremiante en la voz.
—Está bien —dijo ella. Le dirigió una rápida sonrisa a Thaw y entró en el
edificio para telefonear.
—Marjory es una buena chica, sí, una chica realmente soberbia —dijo
Drummond como si cantara—. No sé por qué la gente se piensa que soy incapaz de
apreciar a las buenas chicas.
Thaw bostezó, mirando al cielo. Había una o dos estrellas visibles.
—Buenas noches, Aitken —dijo.
—No te vayas —se apresuró a decir Aitken—. ¿Es que no te gusta Marjory?
—No se trata de eso —dijo Thaw; pero cuando Marjory salió del edificio
Drummond cogió su mano derecha y Thaw la izquierda, sosteniéndola entre sus
dedos con mucho cuidado, sin apretar.
La mano era pequeña y estaba levemente cálida, ni seca ni del todo húmeda, y
Thaw fue muy consciente de todo ello.

Caminaron hablando de cualquier cosa, cruzaron el arco de la colina y siguieron el


acero de los rieles de tranvía que reflejaba la luz de los faroles a lo largo del río
Kelvin hasta llegar a un distrito de árboles y casas elegantes. En algún sitio más allá
de la universidad oyeron secos ladridos y un perro negro vino corriendo hacia ellos
por la curva de la acera.
—¡Es Gibbie! —dijo Marjory, y se puso en cuclillas para acoger la cabeza del

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perro en su regazo—. ¿Qué tal estás, Gibbie? ¿Eh, Gibbie? Buen perro, Gibbie —
murmuró, frotándole las mejillas con las manos.
El perro jadeaba con la lengua fuera de la boca, alzando la cabeza hacia ella con
los ojos cerrados de puro éxtasis. Marjory se puso en pie y el perro salió disparado
hacia el lugar de donde había venido. Lo siguieron hasta encontrarse con una mujer
alta y un poco desgarbada que permanecía en pie junto a la puerta de un seto. La
mujer les sonrió afablemente y estrechó la mano de los dos estudiantes.
—Oh, claro, Aitken, ya te había visto antes. Así que éste es Duncan… ¿Qué tal
estás, Duncan? Gracias por haber cuidado tan bien de nuestra hijita. Mi esposo
vendrá en seguida con el coche para llevaros hasta el centro de la ciudad. Ninguno de
los dos vivís cerca de aquí, ¿verdad?
Un coche se acercó lentamente a ellos siguiendo la acera. Se detuvo y la puerta
trasera se abrió. Se despidieron de Marjory y de su madre y subieron a él.

Aunque Marjory no había hecho sino dirigirle unas cuantas miradas amistosas y
dejarse coger la mano, Thaw pasó el fin de semana limpiando las manchas de pintura
de su ropa y empezó a cepillarse los dientes antes de acostarse. El lunes estaba con
unos amigos suyos en la escalera del edificio principal cuando Marjory pasó
rápidamente junto a ellos. La siguió hasta el vestíbulo de entrada, a través de la calle
y al interior del anexo mientras que Marjory iba doblando por esquinas inesperadas
sin dejar de cantar. Su voz resonó a lo largo de un pasillo invisible hasta que fue
silenciada por el distante golpe de una puerta. Thaw se quedó inmóvil durante unos
momentos, como si escuchara. Marjory no había estado cantando nada en concreto,
sólo una ristra de notas melodiosas tan despreocupada y casual como las notas
emitidas por un pájaro. Cuando estaba en la escalera tuvo un fugaz atisbo del
contorno de su garganta, con la piel latiendo igual que una cuerda recién pulsada.
Thaw estaba perplejo y se preguntó si debería sentirse ofendido. Marjory debía saber
que la estaba siguiendo; ¿por qué no se había parado? Pero, naturalmente, Thaw
podría haberla alcanzado caminando más deprisa; ¿por qué no había caminado más
deprisa?
Al mediodía Marjory estaba varios lugares por delante de él en la cola del
comedor y le sonrió, alzando su mano en un gesto de saludo. Thaw le devolvió el
saludo con la cabeza, fingió mirar distraídamente hacia otro sitio y tres minutos
después se puso a su lado de una forma que parecía accidental. No le sonrió hasta que
ella no se hubo dado cuenta de su presencia.
—Hola, Duncan —dijo ella—. ¿Cómo estás?
—¡Oh! Bien.
Su agradable risita parecía sugerir no que Thaw le resultara divertido, sino que
era muy gracioso el que estuvieran allí, hablando.
—Nuestro paseo del viernes me pareció muy agradable —dijo él.

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—Yo también me lo pasé muy bien.
—Aitken es una excelente compañía.
—Tú tampoco fuiste mala compañía, Duncan.
Un peligroso silencio se fue ensanchando entre ellos. Thaw tragó aire y saltó por
encima de él.
—¿Puedo…, puedo comer en tu mesa?
—Claro que sí, Duncan.
Le sonrió de forma tan bondadosa que Thaw tuvo la sensación de que no había
dicho nada difícil ni extraño. Llevaron sus bandejas a una mesa y comieron junto a
Janet Weir y otro par de chicas bastante atractivas que les acogieron afablemente.
Thaw disfrutó de la comida pues resultaba más fácil hablar con varias chicas que con
una sola, pero cuando Janet se marchó a buscar cigarrillos se acercó un poco a
Marjory y se ruborizó.
—¿Me…, me dejarías que te llevara al cine alguna noche?
—Claro que sí, Duncan.
—¿Te iría bien mañana por la noche?
—Sí… Sí, supongo que sí.
—Pasaré a buscarte sobre las siete, ¿te parece bien?
Marjory frunció el ceño de una forma más bien difícil de interpretar.
—Yo… Supongo que sí, Duncan. Sí.

La tarde siguiente, después de tomar el té, sacó de su armario un traje azul a rayas, un
regalo de un vecino cuyo hijo había crecido demasiado y ya no podía llevarlo. Thaw
había logrado enfurecer a su padre diciendo que nunca se lo pondría porque era la
clase de traje que llevaban los hombres de negocios y los gángsters norteamericanos.
Pero aquella noche se puso el traje, deslizó un pañuelo blanco limpio y bien doblado
en el bolsillo del pecho y partió hacia la casa de Marjory, comprando una caja de
bombones por el camino. Cuando iba en el autobús su corazón latía con fuerza y le
temblaban las rodillas, pero cuando entró en el distrito donde vivía no logró encontrar
la casa. La casa estaba al final de la curva de una calle, pero había muchas calles que
se curvaban. Buscó una cabina de teléfonos para mirar su dirección en la guía y
encontró una cerca de los muelles, pero una vez tuvo la guía en la mano descubrió
que no conocía su apellido. Pasó unos segundos golpeándose violentamente la frente
con el puño y después telefoneó a McAlpin.
—Su padre es el profesor Laidlaw —le dijo éste—. Enseña bioquímica en
Gilmorehill. Yo me encargaré de buscar la dirección. Pareces estar algo… nervioso.

Media hora después llamó a un timbre y la señora Laidlaw le abrió la puerta,


diciendo: «Pasa, Duncan».

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Thaw, que ya casi estaba convencido de que nunca lograría encontrar la casa, tuvo
la sensación de que su llegada era algo carente de importancia.
—Siento llegar tarde —dijo—. Me perdí.
—¿Llegas tarde? Marjory todavía está arriba, acabando de arreglarse.
Los muebles del vestíbulo eran de una madera oscura y reluciente, y de las
paredes colgaban paisajes sombríos con marcos dorados. Había un palo de golf y un
paraguas metidos en un gran jarrón de terracota azul, y cerca del jarrón se veía una
pelota de golf unida por un cordel a una alfombrilla de goma. La señora Laidlaw le
llevó hasta una habitación en cuya chimenea ardía un buen fuego y encendió la luz.
Un hombre muy corpulento se levantó de un sillón haciendo un leve esfuerzo.
—¿Cómo estás? —le preguntó con una voz suave y cultivada.
—Bien, ¿y usted?
—Éste es el padre de Marjory…, oh, pero si le conociste el viernes pasado.
Bueno, sentaos y yo iré a ver si puedo hacer que mi hija se dé algo más de prisa.
Thaw tomó asiento e intentó fingir que se encontraba como en su casa. Cuando
estaba en el coche el profesor le había parecido un hombre pequeño con aspecto de
oficinista, pero aquí la suavidad de su voz no hacía sino recalcar todavía más su
tamaño. El profesor estaba inclinado hacia delante y le hacía cosquillas con un dedo
en la oreja a Gibbie, que estaba tumbado sobre la alfombrilla de la chimenea.
—¿Juegas al golf? —le preguntó amablemente.
—No. Pero mi padre sí juega… Bueno, jugaba. Durante la guerra. Aunque lo
suyo es más bien la escalada.
—Ah.
Thaw carraspeó y dijo:
—Me dieron algunas lecciones de golf en la escuela secundaria pero el juego
requería más cuidado, concentración y precisión de lo que yo estaba dispuesto a
otorgarle.
—Sí —dijo el profesor—. Es un juego muy exigente y requiere… paciencia.
Se quedaron callados hasta que un pequeño periquito amarillo se posó con un
golpecito sobre el hombro de Thaw y dijo: «¡Date prisa, Marjory! ¡El buen señor
Churchill! ¡Date prisa, Marjory!».
—Ah —dijo Thaw—. Un periquito.
—Sí. Le llamamos Joey. Estoy seguro de que te he visto en la universidad.
—Algunas veces tomo apuntes del natural en el edificio de medicina.
—¿Por qué?
—Para ver cómo es la gente por dentro. Y también para ver la muerte, claro está.
—¿Por qué?
—Porque resulta estúpido compartir el mundo con algo a lo que te da miedo
mirar. Verá, quiero apreciar el mundo, la vida, Dios, la naturaleza, etcétera, pero no
consigo hacerlo por culpa del dolor.
—El dolor no plantea ningún problema. Advierte a los individuos de que hay algo

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que no funciona bien en ellos.
—Oh, ya sé que normalmente el dolor es algo bueno —dijo Thaw—, pero ¿de
qué le sirve a una mujer que da a luz a un bebé sin miembros con la cara en la parte
superior de la cabeza? ¿Y de qué le sirve al bebé?
—Yo trato la vida a un nivel celular —dijo el profesor. Y unos instantes después
él y Thaw hablaron a la vez.
—¿Qué tal va Marjory?
—Respecto a eso del golf…
—Disculpe —dijo Thaw—. ¿Qué tal va Marjory?
—Oh, no es mala estudiante.
—Yo… Sí, claro. ¿En qué año está?
—Creo que en segundo.
—Entonces lo más probable es que no tenga problemas —dijo Thaw—. En
segundo casi no hay suspensos —añadió.
—Pensé que estabas en su clase —dijo el profesor con un tono de voz
ligeramente hostil.
—No, no estoy en su clase —dijo Thaw con frialdad.
Marjory entró acompañada por su madre. Llevaba un traje estampado con flores y
unos pendientes largos, y sus pechos parecían más prominentes de lo habitual. El
periquito revoloteó hasta su hombro y empezó a parlotear: «¡Date prisa, Marjory, date
prisa! ¡El buen señor Churchill!».
Marjory se ruborizó y sonrió.
—Joe el travieso ya vuelve a irse de la lengua —dijo la señora Laidlaw.
—Siento haberte hecho esperar, Duncan.
—Oh, yo también me he retrasado —dijo Thaw.
—Bueno, pareja, ya podéis marcharos —les dijo afablemente la señora Laidlaw.
Se quedó en el umbral viendo cómo se alejaban por el camino. Thaw tenía la
sensación de ser un niño pequeño que iba a la escuela acompañado por su hermana.
Cuando llegaron a la acera Marjory se paró y, con voz nerviosa le dijo:
—Duncan… Espero que no te enfades pero… Cuando te dije que podíamos salir
esta noche me olvidé que había quedado para ver a una amiga y… Es una chica muy
agradable. ¿Te importa que venga con nosotros? Vive cerca de aquí.
—¡Claro que no! —dijo Thaw, y habló animadamente para ocultar los estoicos
reajustes de ánimo que estaban teniendo lugar dentro de él.
Llegaron a una puerta colocada en el centro de un frondoso seto y Marjory
murmuró que no tardaría mucho y le dejó esperando fuera. La noche era muy fría y el
farol hacía brillar la escarcha del pavimento. Oyó abrirse una puerta y el leve susurro
de la voz de Marjory, después una voz más ronca perteneciente a otra persona. La
puerta acabó cerrándose y Marjory se reunió con él, una arruguita vertical en el
entrecejo.
—Lo siento, Duncan… No puede venir. Creo que quizá esté resfriada.

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—No te preocupes.
Marjory le miró y sonrió fugazmente. Thaw se quedó algo preocupado por las
suaves líneas de tensión que la sonrisa había hecho aparecer junto a las comisuras de
sus labios. Si sonreía muy a menudo de esa forma dentro de diez o doce años tendría
una arruga permanente.

Llegaron cuando la sesión ya había empezado. La película tenía algunas escenas de


amor que le hicieron sentirse muy consciente de que Marjory estaba sentada junto a
él. Intentó acercarse un poco más a ella pero Marjory estaba sentada con la espalda
tan tiesa y clavaba los ojos en la pantalla con tal atención que Thaw, desanimado,
acabó cogiendo la caja de bombones y fue pasándoselos a intervalos. Después de la
película todos los cafés cercanos tenían colas delante de la puerta, así que cogieron el
autobús para volver a su casa. Thaw permaneció muy quieto en su asiento del piso
superior contemplando el delicado contorno de su rostro y su cuello recortándose
contra la negrura de la ventanilla. Hacían que sintiera una mezcla de placer y dolor,
pues necesitaba llegar hasta ellos y ya no le quedaba mucho tiempo. Clavó
desesperadamente los ojos en su perfil, intentando averiguar qué debía hacer
mediante la pura y simple intensidad de su examen. Marjory tenía los párpados medio
entornados bajo la suave curva morena de su frente, su boca se curvaba en una
expresión distante y algo absorta pero su mentón era fuerte, y su cabello castaño
estaba recogido en un rodete sobre la nuca, con la punta de una oreja asomando a
través de él como un delicado fragmento de concha. La cabeza se volvió hacia él,
contemplándole con una expresión interrogativa. Thaw sintió cómo el sudor goteaba
por su frente.
—¿Puedo…, puedo cogerte de la mano?
—Claro que sí, Duncan.
—Qué extraño. Cuando te pido algo normalmente estoy seguro de que acabarás
dándome permiso, pero sudo igual que si no tuviera ni la más mínima oportunidad de
conseguirlo.
El cuello de Marjory tembló por el esfuerzo de contener la risa.
—¿De veras, Duncan?
El coger su mano le resultó agradable básicamente por razones simbólicas, pero el
punto donde se tocaban sus hombros le hizo sentir una corriente de silencio y
relajación tan suaves que permaneció durante un rato dejando que su mente se bañara
en aquel vacío, sin inquietarse pensando en lo que haría cuando llegaran a casa de
Marjory.

Se detuvieron ante la puerta del jardín. De repente Marjory cerró los ojos y alzó
ciegamente el rostro hacia él. Thaw puso sus labios sobre los de ella y un instante

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después Marjory se apartó, diciendo: «Buenas noches, Duncan».
—Buenas noches. Te veré mañana, ¿no?
—Sí, mañana. Buenas noches.

Tuvo que volver a casa caminando, pues el último tranvía ya había pasado. La
escarcha endurecía las aceras haciendo que sus pies golpearan la reluciente superficie
con una vibrante nota musical. Cuando cruzaba la colina contigua a la universidad se
quedó asombrado ante la nitidez de las estrellas. No eran como luces que puntuaran la
superficie interior de una cúpula, sino como candelabros galácticos suspendidos a
varios niveles en la negra atmósfera. Sintió una vaga felicidad y, al mismo tiempo,
una vaga confusión y un leve cansancio, y un gran frío interior. El beso no había
significado nada, nada de cuanto le habían hecho esperar los libros, las películas y las
conversaciones con sus amigos. ¿Era culpa suya? ¿O era culpa de Marjory?
¿Importaba acaso? Llegó a su casa, se metió en la cama y se durmió.
Poco después del amanecer estaba en el campo de golf del parque Alexandra,
escuchando a una alondra que cantaba sobre su cabeza en el vacío grisáceo. La
canción se detuvo y el cadáver del pájaro cayó con un golpe ahogado sobre la hierba
delante de sus pies. Bajó por la colina siguiendo los senderos que llevaban hasta la
puerta, y los senderos estaban cubiertos de mirlos y gorriones muertos. Un tranvía,
aparentemente vacío, pasó por Alexandra Parade, dejando atrás los semáforos con un
gemido metálico. Thaw vio cómo las luces pasaban del rojo al ámbar y el verde,
después al verde y al ámbar y acababan apagándose. El tranvía se detuvo.
La extinción no fue total e inmediata, pues las plantas menos evolucionadas
crecieron de golpe en un último estallido de actividad anormal. La yedra cubrió el
monumento a Scott que se alzaba en la plaza George y llegó hasta el cable del
pararrayos incrustado en la cabeza del poeta; después las hojas se desprendieron y la
columna quedó envuelta por una red de fibras tan blanca y dura como el hueso. El
musgo cubrió las aceras igual que una alfombra para convertirse en polvo bajo sus
pies mientras recorría la ciudad. Era feliz. Examinó los escaparates de las tiendas que
vendían pornografía sin preguntarse si habría alguien mirándole, y fue en bicicleta
por los vestíbulos de las galerías de arte y bajó por las escaleras dando botes y
cantando. Colocó su caballete en las calles y pintó enormes lienzos de edificios y
árboles muertos. Cuando completaba un cuadro lo dejaba allí mismo, junto a la
realidad que representaba. Incluso el clima había muerto. No había lluvia ni viento.
El cielo siempre estaba gris y el aire cálido como a media tarde.

Estaba sentado en el patio del Palacio Holyrood de Edimburgo, pintando el Trono de


Arturo. Un duro pico rozó su oreja izquierda y oyó un graznido chirriante que le
decía:

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—Está igual a como lo recordaba la reina Mary.
Un punto blanco apareció sobre los riscos y fue bajando por el sendero hacia la
puerta sur de la explanada. Thaw sintió una aguda depresión. Se inclinó sobre su
lienzo y trabajó con el rostro pegado a él, decidido a no ver a nadie. Sintió una gélida
sacudida que atravesó todo su cuerpo y supo que ella había puesto la mano sobre su
nuca. Intentó no hacerle caso pero trabajar bajo la mirada de sus ojos llenos de
sufrimiento le resultaba intolerable, así que le hizo una seña indicándole que se
pusiera junto al caballete. Y ella obedeció, pensando que Thaw pretendía incluirla en
el cuadro. Thaw cogió un rifle y le disparó. Ella le miró con expresión de reproche, se
dobló sobre sí misma y se fue encogiendo y encogiendo hasta convertirse en una
boñiga.

Grandes escarabajos emergieron del suelo. La ciudad estaba llena de ellos. Medían
metro cincuenta de largo y tenían forma de bote, con antenas y bocas en el estómago.
Estaban en todos los edificios, arrojando por las ventanas los muebles y los cuerpos
de los muertos. Temían los espacios abiertos y los cruzaban correteando tan deprisa
como podían. Thaw se agazapó en el ángulo formado por la acera y una pared,
colocándose entre dos escarabajos que movieron sus antenas sobre él sin dar ni la
más mínima muestra de curiosidad. Thaw se puso en cuclillas y empezó a moverse
igual que los escarabajos y como no tenían ojos éstos pensaron que era uno de ellos.

Despertó con un resfriado que le hizo guardar cama durante una semana.

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CAPÍTULO XXIV

Marjory Laidlaw
Pensar en Marjory endulzó su convalecencia y volvió a la academia lleno de una
nerviosa esperanza. Thaw estaba en la escalera hablando con McAlpin y Drummond,
cuando Marjory volvió a pasar junto a él sin fijarse en su saludo. Thaw se quedó
mirándola, boquiabierto, preguntándose si debía salir corriendo detrás de ella y
alcanzarla. ¡Tenía que haberle visto! ¿Por qué fingía que no? ¿Sería culpa suya?
Quizás aquella noche en que salieron juntos la había aburrido o había logrado
resultarle tan decepcionante que nunca se lo perdonaría. Una hora después, en el
economato, Marjory le dijo: «¡Hola, Duncan!» y se quedó inmóvil, mirándole con
una sonrisa donde se mezclaban la timidez y la franqueza, la alegría y una burlona
diversión.
—¡Hola! —dijo él, devolviéndole la sonrisa y la mirada.
—¿Has estado enfermo, Duncan?
—Un poco, sí.
—Oh, lo siento mucho.
Seguía sonriendo pero en su voz había una apenada compasión.
Durante las semanas siguientes Marjory logró que fuera sintiéndose
alternativamente cada vez más contento y desgraciado. Thaw le habló de un estudio
que compartía cerca del parque Kelvingrove.
—Es un ático muy grande y como somos varios sólo nos cuesta unos cuantos
peniques semanales a cada uno. Las noches de los viernes vamos allí al salir de la
academia y nos turnamos para preparar una gran cena. A muchos les ayudan sus
novias pero Kenneth es un gran cocinero. La semana pasada hizo sopa de cebolla al
estilo español con tostada gratinada por encima. La semana que viene me toca a mí y
voy a preparar un haggis[1]. En la calle Argyle hay una tienda donde los venden muy
baratos y además son generosos con el condimento y los nabos. Después apagamos
las luces, nos tumbamos delante de la chimenea y ponemos discos de jazz y música
clásica. Tendrías que venir.
—Parece maravilloso. —Marjory suspiró—. Ojalá pudiera ir.
—¿Por qué no puedes?
—Bueno… Los viernes tengo que ver a una amiga.
Al mediodía o a la hora del té iban al comedor o salían a un café y volvían
hablando, cogidos de la mano. Thaw se unió al coro de la academia porque Marjory
cantaba en él y después de las sesiones de práctica de la noche la acompañaba a casa.
Cuando llegaban a la puerta del jardín la conversación se interrumpía bruscamente,
sus bocas se encontraban en un apretarse ritual y Marjory se apartaba con un quedo:
«Buenas noches», dejándole tan perplejo como la primera vez que se besaron.

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Cuando salían juntos de la academia Marjory siempre murmuraba: «Perdóname un
momento», entraba en el lavabo de señoras y le dejaba esperando ante la puerta
durante un cuarto de hora. Si Thaw iba acompañado de amigos Marjory nunca le
decía nada y fingía no verle. Aquellos insultos iban llenando depósitos de rabia que
se evaporaban cada vez que ella le sonreía. Y cuando sus cuerpos se tocaban de forma
accidental una corriente de calma y silencio pasaba de ella a él y Thaw tenía la
sensación de que antes de tocar a Marjory jamás había conocido lo que era la paz.
Incluso sus estados de ánimo más tranquilos habían estado llenos de miedo,
esperanza, lujuria y recuerdos, y todo aquello chocaba entre sí creando una discordia
de ideas y palabras. El que Marjory le tocase acallaba todo ese clamor y hacía que
durante un rato fuese incapaz de enterarse de nada salvo de la presión de una mano o
una rodilla, y la presencia de Marjory junto a él, y la luz del sol sobre los tejados o
una nube vista a través de una ventana. Eso no sucedía con frecuencia. Su placer más
frecuente era despertar por la mañana, oyendo a las palomas por entre las chimeneas
y sintiéndose reconfortado por la idea de que pronto la vería. En aquellos momentos
las palabras que acudían a su mente eran orquestadas en frases por el recuerdo de
Marjory. Escribía poemas y deslizaba copias de ellos entre sus dedos cuando iban por
los pasillos de la academia. Empezó a peinarse, a lavarse los dientes y lustrarse los
zapatos, a cambiarse de ropa interior dos veces a la semana y (para irritación del
señor Thaw, que las lavaba) de camisa cuatro veces a la semana. Iba a la escuela
llevando el traje azul y se limpiaba las manchas con trementina, aunque aquello hacía
que le salieran erupciones en la piel. Empezó a tratar a las otras chicas de una forma
más alegre y distendida. Le parecía que estaban interesadas en él.

Una tarde salió de la academia y vio a Marjory con un grupo que estaba junto al
anexo. Marjory le sonrió alzando la mano y él le dijo:
—Marjory, ¿te acuerdas de lo de esta noche?
Marjory pareció ponerse nerviosa y algo preocupada.
—No, Duncan… Duncan, creo que… Estoy segura de que esta noche tengo algo
que hacer… No es una excusa; realmente tengo mucho trabajo atrasado.
—Bueno, es igual —le dijo Thaw afablemente.
Entró en el comedor y se encontró a McAlpin sentado solo a una mesa. Thaw
tomó asiento ante él, cruzó los brazos sobre la mesa y ocultó su rostro en ellos.
—Maldita sea —dijo con la voz ahogada por los brazos—. Maldita sea. Maldita
sea. Maldita sea.
—¿Qué ha pasado esta vez?
Thaw se lo explicó.
—Tiene miedo de ti —dijo McAlpin.
—Eso es imposible. No soy un tipo agresivo. Ni en mis peores fantasías
masturbatorias he llegado a soñar que soy cruel con chicas reales.

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—Imagínate que eres callada, tímida, más bien convencional, y que hace poco
tiempo que has salido de una buena escuela de clase media que se enorgullece de
producir damiselas bien educadas —dijo McAlpin después de unos segundos de
silencio—. Hay un chico bastante inteligente y algo raro que te persigue. Es educado
pero sus ropas y su pelo tienen manchas de pintura, respira pesadamente y su piel
suele poseer cierto…, mmmm…, interés médico. ¿Cómo reaccionarías? Recuerda
que te han educado para no herir a la gente.
—Ya he pensado en eso —dijo Thaw—. Y cuando volvamos a encontrarnos yo le
haré una seña con la cabeza, mostrándome distante, y ella se mostrará especialmente
encantadora y me hará un montón de preguntas. Sugerirá que tomemos café juntos.
Oh, me desea. Levemente. Algunas veces.
—Quizá sea frígida.
—Claro que es frígida. Y yo también. Pero la gente cambia y estoy seguro de que
incluso dos pedazos de hielo acabarán derritiéndose si se frotan el uno contra el otro
durante el tiempo suficiente. Quizá no sea frígida. Quizás ama a otro.
—Es una chica honesta, Duncan… Dudo que haya algún otro.
—¿De veras? Yo también lo dudaría pero… Cada vez que vuelvo a verla la
encuentro más y más bonita y tengo la sensación de que debe amar a otro.
—¡Hm! —dijo McAlpin y contempló de soslayo a Thaw con los párpados medio
cerrados en una expresión letárgica.

Volvió a casa en el piso superior del tranvía y la rabia que sentía hacia ella fue
aumentando con la distancia que les separaba.
—Hola, Duncan —dijo una voz.
Necesitó un momento para reconocer a June Haig, que se disponía a bajar por la
escalera. Se puso en pie y la siguió, diciendo:
—Hola, June. Eres una chica muy mala.
—Oh, ¿sí? ¿Por qué?
—El año pasado me hiciste perder una hora esperándote en la esquina de Paisley.
June le miró, sorprendida, y le sonrió.
—¿Eso hice? Oh, sí. Algo debió pasar.
Thaw se dio cuenta de que June no lo recordaba.
—No te preocupes —dijo, sonriéndole—. Lo importante es… —El tranvía se
detuvo y los dos cruzaron la calle yendo hacia la acera—. Lo importante es… ¿Si
quedamos en vernos, volverás a olvidarte?
—Oh, no.
—Sí, te olvidarás a no ser que nos veamos pronto. ¿Qué te parece la esquina de
Paisley mañana noche? ¿Sobre las siete?
—Sí, de acuerdo.
—Bien. Allí estaré.

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Se dio la vuelta y fue rápidamente hacia casa. June le había excitado igual que
una fantasía erótica, y sin embargo, no se había ruborizado y no había tartamudeado
ni una sola vez. Se preguntó por qué esa excitación le hacía sentir que podía
enfrentarse tranquilamente a ella mientras que sus sentimientos hacia Marjory le
convertían en un subordinado. Estuvo yendo y viniendo por la sala durante un buen
rato.
—Papá —dijo por fin—, mañana voy a salir con una chica. Quiero que me des
cinco libras.
El señor Thaw se volvió lentamente hacia él y le miró.
—¿Y qué clase de chica es ésa?
—Eso es algo que no te concierne. Quiero poder obrar con libertad, sin
preocuparme de nada. Contar con unos pocos chelines haría que me sintiera
mezquino: tendría que preocuparme de los gastos y no conseguiría sacarle ningún
placer a la noche. Necesito placer.
—¿Y con qué frecuencia tienes intención de conseguir ese placer?
—No pienso en ello. No lo sé. Ahora sólo pienso en mañana por la noche.
El señor Thaw se rascó la cabeza.
—Tienes ciento veinte libras de beca al año. Con eso tengo que vestirte, alojarte,
darte de comer y pagar tus materiales y tus pequeños gastos. No quieres trabajar
durante las vacaciones porque eso interfiere en tu auto-expresión artística…
—¡No me hables de la auto-expresión! —exclamó Thaw con voz enfurecida—.
¿Crees que pintaría si sólo tuviera que expresar esta repugnante personalidad mía?
¡Si estuviera hecho de alguna sustancia decente podría vivir a gusto y ser feliz, pero
el asco que siento hacia mí mismo me obliga a seguir buscando la verdad, la verdad,
la verdad!
—Mira, no entiendo ni una palabra de todo eso —dijo el señor Thaw—, pero sé
muy bien cuál es el resultado. El resultado es que yo me mato trabajando para que tú
puedas pintar. Y ahora quieres una cuarta parte de mi salario semanal para gastártelo
en placeres. ¿Qué clase de idiota crees que soy?
—En el futuro yo mismo manejaré el dinero de mi beca —le dijo Thaw después
de unos instantes de silencio—. Sé que no te importa el que duerma aquí, pero
intentaré no pedirte más favores.
—Lo intentarás y fracasarás porque no tienes ni el más mínimo sentido práctico.
Pero está bien, está bien. Inténtalo.
—Gracias. Faltan dos meses para el próximo pago de la beca. Por favor, papá,
dame cinco libras.
Su padre le miró fijamente, sacó la cartera y le entregó el dinero.

A la noche siguiente supo que June no vendría cuando sólo llevaba diez minutos en el

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portal de la tienda, pero el entumecimiento que sentía en sus miembros y en su
corazón le hizo esperar durante más de una hora. Un viejo lisiado que llevaba un
abrigo sucio se acercó a él y le pidió limosna. Thaw contempló con resentimiento sus
ojos inyectados en sangre, la boca retorcida en una mueca y su revuelta barba
humedecida por la saliva. No se le ocurría ninguna razón por la que él debiera tener
en su poder un billete de cinco libras y aquel hombre no, así que se lo dio y se fue
caminando rápidamente. Tenía la sensación de que su alma estaba siendo aplastada
lenta y deliberadamente y, sin embargo, no había nadie a quien culpar de ello. No
podía soportar la idea de enfrentarse a su padre. Fue hacia los Cowcaddens, subió la
escalera de la casa de Drummond, abrió la puerta y entró en la cocina.

Drummond y Janet Weir estaban sentados uno a cada lado del hornillo contemplando
una caja colocada sobre la alfombrilla. El gato color canela estaba tumbado sobre una
lámina de cristal que tapaba la caja, mirando fijamente hacia el fondo, donde había
dos ratones blancos rodeados por trocitos de queso.
—Hola, Duncan —dijo Drummond—. Canelo está viendo la televisión.
—¿De quién ha sido la idea? —preguntó Thaw.
—Mi madre nos visitó ayer. Trajo los ratones como regalo para el gato porque
cumplía nueve años. Mi padre y yo se los quitamos.
—Y ahora Canelo se pasa el rato ahí, sin poder comerse a lo que por justicia era
su presa —dijo el señor Drummond.
Estaba tumbado en el sofá cama con las gafas sobre su gran nariz, una gorra en la
cabeza y un libro de la biblioteca pública abierto sobre la colcha que le tapaba las
rodillas.
—Creo que dejarle ahí encima es una crueldad para con los pobres ratones —dijo
Janet con un estremecimiento.
—¿Qué? —dijo Drummond—. Prepara el té, Duncan parece cansado. Esos
ratones están casi ciegos, Duncan. Si hay alguien que esté pasándoselo mal es
Canelo.

Drummond salió de la habitación y volvió con un cuadro de él mismo poniéndole tiza


a un taco junto a una mesa de billar. Dejó apoyado el cuadro en la alacena, cogió
pinceles y pintura y empezó a cambiar la posición y el número de las bolas. El aire
empezó a quedar saturado por el agradable olor del aceite de linaza y la trementina.
De vez en cuando Drummond se apartaba del cuadro y preguntaba: «¿Qué te parece,
Duncan?».
Janet le entregó una taza de té y un bocadillo de jamón a Thaw y en cuanto hubo
comido y bebido empezó a dibujarla. Janet estaba acurrucada junto al fuego con el
gato sobre su regazo, su copiosa cabellera colgando sobre su delicado rostro igual que

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una aureola. Se parecía bastante a Marjory pero Marjory se movía con una
despreocupación infantil y Janet parecía tener la sensación de que siempre había ojos
vigilando hasta las partes más secretas de su ser.
—¿Qué hora es? —preguntó Thaw.
—No lo sé —dijo Drummond—. En esta casa no hay ningún reloj del que te
puedas fiar, y los menos dignos de confianza son los que funcionan. Es una pena que
mamá no esté aquí. Es capaz de calcular la hora gracias al paso de los aviones. ¿No es
cierto, papá?
—¿Qué?
—He dicho que mamá siempre sabe qué hora es.
—Oh, sí. Suele despertarme de madrugada sacudiéndome por los hombros.
«¡Héctor, Héctor! Son las cuatro y diez. La señora Stewart acaba de pasar camino de
la panadería… Reconocería su forma de caminar en cualquier parte». O si no, va y
dice: «Son las ocho menos cuarto… Ya oigo al caballo de Eliot. Él y su carro de la
leche deben estar a dos calles de distancia».
—¿Sabe qué hora es, señor Drummond? —le preguntó Thaw.
El señor Drummond cogió un despertador que yacía boca abajo sobre un montón
de libros colocados junto a la cama. Se lo llevó a la oreja, lo sacudió y volvió a
dejarlo cuidadosamente en su sitio, diciendo:
—Las manecillas ya no dan vueltas. No creo que podamos fiarnos de él. —Cerró
los ojos, abrió la boca, se recostó en la almohada y, finalmente, muy convencido, dijo
—: Nos hallamos en las proximidades de la medianoche.
—Pues entonces ya no hay tranvías y tendrás que quedarte a pasar la noche —
dijo Drummond.
—Aún hay tranvías. Puedo oírlos —dijo Janet.
—¿Es que no eres capaz de mantener la boca cerrada? —le gritó Drummond con
voz salvaje—. ¡No sé por qué te aguanto! Eres el epítome de todo lo que…, todo lo
que… ¡Duncan! ¿Vas a permitir que esta mujer te eche de mi casa?
—No. Me voy a mi casa a dormir. Buenas noches.
Drummond siguió a Thaw por el pasillo.
—Duncan, intentemos ser razonables. ¿Qué motivos tienes para irte a la cama?
—Quiero dormir.
Drummond se quedó quieto con el cuerpo muy rígido, se cruzó de brazos, juntó
sus negras cejas sobre el puente de su nariz y, hablando en voz baja pero con gran
firmeza, le dijo:
—Duncan, te ordeno que no cruces ese umbral.
—¡Vaaaya! Cuando te pones a dar órdenes es que realmente andas de muy mal
humor —dijo Thaw, pero no se movió—. ¿Y por qué no debo cruzar ese umbral? —
protestó.
—Porque es mejor que no lo hagas —dijo Drummond, llevándole nuevamente
hacia la cocina.

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—No tengo voluntad —dijo Thaw, tomando asiento en una silla cercana al fuego
—. ¡No, que me cuelguen! —gritó, levantándose de un salto—. ¿Por qué debo
permitir que tú o cualquier otro me deis órdenes? ¡Buenas noches!
—¡Janet, pídele que se quede! —dijo Drummond—. Explícale que volver a
Riddrie a estas horas de la noche es una estupidez.
—Bueno, si tan convencido estás de eso… —dijo Thaw, volviendo a sentarse. Y,
por primera vez desde que había empezado a esperar a June, se sintió tranquilo y
feliz.

Thaw dibujó, Drummond siguió pintando, hablaron de tonterías, se contaron chistes y


de vez en cuando se pasaban minutos enteros riéndose. Cuando Janet preparaba té los
dos caían en breves períodos de inactividad. A cada nuevo dibujo de ella que hacía,
Thaw notaba que su mano se movía con más facilidad e iba incluyendo en el dibujo
una parte cada vez más grande de la habitación. Era como si el cuerpo de Janet
emitiera una luz que volvía más claras las cosas que la rodeaban, y gracias a esa luz
el desordenado mobiliario, Drummond pintando junto a la alacena, el señor
Drummond leyendo o dormitando, e incluso los mendrugos de pan que había sobre la
mesa se convertían en partes de una hábil armonía total. Janet seguía sentada, inmóvil
y tranquila pese al tenso escrutinio de su mirada. De vez en cuando sus ojos se la
devolvían durante un momento, y después desviaba la vista para lanzar una tímida
mirada de soslayo a Drummond.
—Eres una flor a punto de ser pisada, Janet —dijo Thaw.
—¿Qué quieres decir, Duncan?
—Eres hermosa pero nadie te cuida ni se fija en ti.
—No le des ánimos —dijo Drummond con expresión ceñuda—. ¿Acaso no sabes
que todo eso es deliberado? Probablemente quiere que las chicas de la academia
piensen que le doy palizas.
—¿Por qué has de ser siempre tan grosero? —dijo Janet.
—¿Por qué he de ser…? ¿Por qué has de ser siempre tan grosera? ¡Estúpida! —
dijo Drummond, casi con ternura, pues estaba contemplando su cuadro. Había
eliminado todas las bolas salvo una bola blanca—. ¿Qué te parece, Duncan? —le
preguntó.
—Está bien. Pero lo prefería con más bolas.
Drummond contempló el cuadro frunciendo el ceño, sacó una sierra de un cajón y
aserró la parte del cuadro que representaba la mesa de billar. Después colocó el
autorretrato sobre el dintel de la chimenea y dijo.
—¿Qué te parece ahora, Duncan?
—Más perfecto pero menos valioso.
—Haz té, Janet —dijo Drummond.
Cogió un pequeño marco dorado que estaba bajo la alacena, lo midió, aserró la

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cabeza del retrato y lo encajó en el marco. Lo colgó de la pared y retrocedió unos
cuantos pasos, contemplándolo con los brazos cruzados y la cabeza ladeada.
—¿Queda más perfecto así? —preguntó—. Tienes razón, Duncan, resulta más
perfecto. Sí, estoy complacido con mi trabajo de esta noche.
—¡Todo eso no son más que tonterías! —resopló el señor Drummond desde su
cama.
—Sí, estoy complacido con mi trabajo de esta noche —dijo Drummond,
aceptando la taza de té que le ofrecía Janet.

La oscuridad que había fuera de la ventana palideció y una suave claridad rosada
iluminó el cielo por detrás de los pináculos de la pequeña y mugrienta iglesia.
Drummond abrió la ventana para dejar entrar una ráfaga de aire fresco. Por entre los
tejados grises de la izquierda se alzaba el falso campanario gótico de la universidad, y
después venían las colinas de Kilpatrick, con retazos de bosque y la límpida y
distante cima del Ben Lomond detrás de las laderas este. A Thaw le pareció extraño
que un hombre subido a esa cima, rodeado por las tierras altas y con los profundos
estuarios ofreciéndose a sus ojos, pudiera usar un telescopio para ver la ventana de
esta cocina, una mota de luz por entre la calina del sur. La penumbra del cielo se
disipó para revelar témpanos de nubes entre los que asomaban relucientes hilachas de
plata. El señor Drummond estaba recostado en su almohada, roncando ruidosamente
con la boca a medio cerrar.
—Ya habrán abierto la lechería —dijo Drummond—. Janet, aquí tienes media
corona. Ve a comprar algo bueno para el desayuno. Duncan y yo nos iremos
preparando para acostarnos.

Thaw y Drummond fueron a una habitación en cuyo centro había un sofá cama
abierto. Se desnudaron hasta quedar en ropa interior, se quitaron los calcetines y se
metieron entre las ásperas sábanas. Oyeron volver a Janet y cómo hacía algo en la
cocina, y un momento después entró en la habitación llevando tres platos con crema y
pera hervida. Janet comió sentada en el borde del sofá cama y cuando Thaw y
Drummond acabaron se envolvió en un gran sobretodo marrón y se acostó sobre sus
tobillos, con el gato enroscado junto a su estómago.
—Si hubiera vuelto a mi casa ahora estaría levantándome de la cama… —dijo
Thaw con voz medio adormilada.
Y entonces tuvo una visión, no de June Haig sino de Marjory. La imaginó con sus
pechos temblando bajo unas hábiles manos masculinas y se irguió bruscamente en el
sofá cama.
—¡Janet! —dijo—. Tú eres amiga de Marjory. ¿Crees que sale con alguien que no
sea yo?

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—No lo creo, Duncan.
—Entonces, ¿qué le pasa? ¿Qué le pasa?
—Creo que le gusta demasiado estar en casa, Duncan. Cuando está con su padre y
su madre se siente muy feliz.
—Ya entiendo. Está enamorada de sus padres. En vez de aprender a ser adulta
enseñándome a serlo, se conforma con perder el tiempo en su casa. Oh, Dios, si
existes hazle daño, hazle daño, deja que no halle consuelo y reposo si no es en mi
compañía, haz que la vida la atormente como me atormenta a mí. ¡Oh, Aitken!
¡Aitken! ¿Cómo se atreve a ser feliz sin mí?
Thaw volvió a tumbarse en el sofá cama y clavó los ojos en el techo.
—Comprendo tus sentimientos —dijo Drummond unos segundos después con
voz cargada de amargura.
Janet dejó escapar una risita.
—Por si no lo sabes, Duncan —le dijo—, está pensando en Molly y… ¡Oh!
El pie de Drummond, oculto por las sábanas, le había golpeado el mentón. Janet
se llevó las manos a la cara y empezó a llorar silenciosamente. Los tres se quedaron
callados, hundidos en sus respectivas miserias, y se fueron durmiendo poco a poco.

Thaw soñó que fornicaba torpemente con Marjory, que estaba desnuda y permanecía
tan rígida como una cariátide. La había montado por las caderas, y para no caer al
suelo tenía que agarrarse a sus flancos con las rodillas y los brazos. Al principio el
cuerpo frío y rígido que tenía debajo permaneció inerte pero gradualmente empezó a
vibrar. Thaw sintió una leve sensación de triunfo, pero estaba solo y no podía
compartirla con nadie.

Despertó a última hora de la tarde. Sacó lentamente los pies para no despertar a Janet,
que estaba tumbada sobre ellos, y llevó sus ropas a la cocina. Se lavó en el fregadero,
se vistió, le dio agua y queso a los ratones de la caja y enrolló los dibujos que había
hecho la noche anterior. Cuando iba de camino hacia la puerta principal echó una
mirada dentro del dormitorio. Janet ya no yacía a los pies del sofá cama y había
movimiento bajo las sábanas. En el pasillo se encontró con el señor Drummond que
volvía del hotel, una silueta alta que terminaba en una gorra, con sus gafas y un
impermeable abierto sobre su mono.
—Hola, Duncan. No pensarás marcharte, ¿eh? Voy a preparar la cena. He traído
huevas de bacalao.
Señaló el paquete que llevaba bajo el sobaco.
—No, señor Drummond, gracias.
—Bueno, es un regalo del cocinero. Ni lo robé ni he tenido que pagar por él.
¿Estás seguro de que no quieres comerte unas cuantas?

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—No, gracias. Si vuelvo a entrar en su casa me temo que jamás saldré de ella.
El señor Drummond se rió y empezó a llenar una pipa de boquilla corta.
—Lees mucho, ¿no?
—Leo bastantes libros, sí.
—A mí también me gusta leer. Intenté hacer que Aitken leyera pero no lo
conseguí. ¿Sabes cómo aprobó sus exámenes de inglés?
—No.
—Yo leía sus libros de texto, Scott, Jane Austen, todo eso, y luego le contaba las
historias. Verás, Aitken es de los que nunca olvidan lo que han oído, pero jamás ha
leído un libro desde el principio hasta el final, a no ser que hablara de arte. Por lo
tanto, su mente es mezquina y poco desarrollada, y no sabe sentir simpatía hacia el
prójimo. Nunca logrará triunfar. Pero tú triunfarás, Duncan.
—Eso espero, señor Drummond.
—Oh, sí, Duncan, triunfarás.

Animado por esta profecía Thaw fue rápidamente cuesta arriba hacia la academia y al
entrar en el vestíbulo pasó junto a Marjory. La saludó con una fría inclinación de
cabeza pero Marjory le sonrió, haciéndole detenerse, y le dijo:
—¿Dónde has estado, Duncan?
—Durmiendo.
—¿Vienes a tomar un café?
Sintió una gran oleada de placer y alivio. Marjory le ofreció su mano mientras
iban de camino al comedor. «Qué interesante es el mundo», pensó Thaw.

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CAPÍTULO XXV

Ruptura
Cogió la Gaceta Imperial de Escocia del año 1875 de la biblioteca de su padre y
leyó:

CANAL DE MONKLAND, una comunicación navegable artificial


entre la ciudad de Glasgow y el distrito de Monkland en Lanarkshire. El
proyecto del canal fue sugerido en el año 1769 como medida para asegurar
que los habitantes de Glasgow gozaran siempre de un abundante suministro
de carbón. El ayuntamiento de la ciudad contrató inmediatamente al
afamado James Watt para que hiciera una inspección de los terrenos,
consiguió un acta del parlamento para llevar a la práctica dicha medida y
emitió acciones a cotizar en la bolsa. Los trabajos se iniciaron en 1771.
Antes de que se excavara, las comarcas cercanas se hallaban relativamente
aisladas, los yacimientos de mineral no eran explotados y lo único que
podía verse en la zona era alguna que otra casita aislada puntuando el
paisaje. Pero en cuanto el canal empezó a funcionar tanto el aspecto como
el alma del distrito sufrieron un cambio casi mágico, cambio acelerado por
la creación de fundiciones en el distrito de Monkland. Se realizaron grandes
obras públicas, la población aumentó hasta poder contarse por millares de
almas, espléndidos edificios aparecieron casi de la noche a la mañana y una
tierra que en tiempos fue considerada carente de valor, salvo por los magros
beneficios producidos por la tala o los huertos, se convirtió en una mina de
riqueza que puede hacer prosperar a muchas generaciones venideras.
Al divulgarse por primera vez el proyecto de comunicar el distrito con
la red de ferrocarriles la compañía del canal sintió una gran alarma,
pensando que el tráfico comercial podía verse totalmente desviado del
curso navegable. Aquella alarma no carecía de fundamento, pero su único
efecto sobre la compañía fue una reducción de dos tercios en los dividendos
y el gasto de grandes sumas en mejoras destinadas a facilitar el tráfico. Las
nuevas esclusas fueron fabricadas en Blackhill, y puede decirse que
superaron a todas las existentes hasta la fecha en Gran Bretaña.
Comprendían dos juegos con cuatro esclusas dobles en cada uno, y cada
juego podía funcionar con independencia del otro; y los gastos de su
fabricación ascendieron a 30 000 libras. En 1846, al fusionarse el Canal de
Monkland con los Canales de Forth y Clyde, el precio de compra de cada
acción se fijó en 3400 libras.

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El canal se había cerrado al tráfico antes de que Thaw naciera. De un curso
navegable que llevaba el comercio hasta las entrañas del país había pasado a ser una
cinta de aguas salvajes y descuidadas cuyo único fin era permitir que cañaverales,
sauces, cisnes y demás aves acuáticas llegaran hasta el corazón de la ciudad. La frase
«espléndidos edificios surgieron casi de la noche a la mañana» le hizo sentir una gran
perplejidad. El único esplendor que Thaw conocía al este de la ciudad era el mismo
canal, una obra de arte de dieciséis kilómetros de largo hecha de piedra, madera,
tierra y agua. Thaw empezó a dibujar las esclusas hechas en Blackhill.

Era difícil. Sabía qué curvatura seguían las dos grandes escalinatas de agua que se
curvaban alrededor de la colina bajando por ella, pero el resto de la obra era invisible,
sin importar el nivel a que se situara. Además, la masa arquitectónica se veía mejor
desde la base y el tamaño de ésta desde arriba; pero Thaw quería mostrar las dos
cosas al mismo tiempo, para que los ojos pudieran trepar por aquel paisaje tan
libremente como lo haría un buen atleta que explorase el lugar. Inventó una
perspectiva que mostraba las esclusas desde abajo cuando se las contemplaba de
izquierda a derecha, y desde arriba cuando se las miraba al revés; las pintó tal y como
aparecerían a los ojos de un gigante tendido sobre el costado, con ojos entre los que
había más de treinta metros de separación y que estaban ladeados en una inclinación
de 45 grados. Trabajó usando mapas, fotos, esbozos y recuerdos, y ya casi había
logrado combinar en una sola todas sus imágenes favoritas cuando surgió un nuevo
problema.

Thaw había pensado llenar el lienzo con la actividad típica de un domingo por la
tarde: niños intentando atrapar pececillos en frascos de cristal, una mujer podando el
seto que rodeaba la casita donde había vivido el guardián de la esclusa, un jubilado
que paseaba a su perro por la orilla. Pero ahora las esclusas parecían tan sólidas que
quiso enmarcarlas con algo más vasto. Abrió el último libro de la Biblia y leyó acerca
de ultimátums y proclamas, guerra, hambre, especulación y muerte, cuerpos ardientes
que caían del cielo para envenenar a naciones enteras. El aspecto político del libro
parecía tan moderno ahora como en los días de San Juan o Albrecht Dürer. La
división final de la gente en buenos y malos y la supervivencia de los buenos en un
lujoso mundo feliz no resultaba demasiado convincente, pero los políticos suelen
hablar así en épocas de crisis. Cambió la hora del día del atardecer al crepúsculo y
suspendió un dardo negro por entre la luna y el tejado de su vieja escuela primaria.
Como estaba pintado en el cielo no podía caer, y las multitudes que había bajo él
tampoco podían escapar. Huían por las orillas y los puentes, congregándose en las
colinas, y sin embargo aquella temerosa huida carecía de toda brutalidad: las madres
seguían sujetando a sus hijos y los padres protegían tanto a unas como a otros, y en

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los espacios abiertos había figuras solitarias que señalaban con el dedo hacia puertas
que se abrían en las laderas. Mostrar adecuadamente a las multitudes exigió grandes
cambios en el paisaje y ya casi los había completado cuando surgió una nueva
necesidad. En aquella inmensa multitud lo único visible eran los tipos y Thaw sintió
el repentino deseo de colocar una figura de tamaño natural en primer plano, alguien
cuyo rostro asombrado estuviera vuelto hacia los espectadores, haciéndoles sentir que
también ellos eran parte de la multitud.

Thaw se quedó quieto y empezó a pensar, pues si la nueva figura iba a encajar
adecuadamente en la composición, en vez de ser un mero añadido superpuesto,
tendría que alterarlo todo de nuevo. Su profesor de dibujo, un hombre muy exigente,
fue hacia él.
—¿Cuánto tiempo más piensas seguir con esto? —le preguntó—. Es lo único que
has hecho en todo el trimestre. A estas alturas los demás ya han acabado tres o cuatro
cuadros.
—El mío es mayor que los suyos, señor.
—Es mayor, sí. Ridículamente grande. ¿Cuándo lo terminarás?
—Puede que la semana próxima, señor Watt. Ya le falta poco.
—Cierto. Y hace tres semanas ya casi parecía estar acabado.
Y quince días antes de eso también parecía acabado. Y entonces, de repente, lo
borraste casi todo y empezaste lo que parecía ser un cuadro totalmente distinto.
—Se me habían ocurrido ideas para mejorarlo.
—Ya. Pues si se te ocurre alguna idea más, ignórala. Quiero que ese cuadro esté
terminado la semana próxima.
Thaw se miró los pies, algo nervioso.
—Intentaré tenerlo terminado para la semana próxima, señor —le dijo—, pero si
tengo alguna nueva idea que me parezca buena… no puedo prometerle que vaya a
rechazarla. —Sintió una repentina alegría y tuvo que esforzarse para no sonreír—. Si
lo hiciera, quizá Dios no me dejara tener nunca más buenas ideas.
—Muéstrame tu carpeta de trabajos —dijo el señor Watt después de un breve
silencio.
Thaw fue a buscar su carpeta de dibujos y el profesor los examinó lentamente.
—¿A qué vienen todas esas feas distorsiones?
—Puede que haya puesto un exceso de énfasis en algunas siluetas para hacerlas
más claras, pero no pensará usted que todo mi trabajo está distorsionado, ¿verdad,
señor?
El señor Watt volvió a examinar el contenido de la carpeta, frunciendo levemente
el ceño, y sacó de ésta una hoja con manos dibujadas a lápiz.
—Me gustan —dijo—. Están bien observadas y las has dibujado con mucho
cuidado y precisión.

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Thaw hurgó en la carpeta y sacó de ella un dibujo que mostraba a una mujer vista
en perspectiva desde los pies.
—¿No le parece hermosa? —preguntó.
—No. Sinceramente, creo que es horrible y que le has dado una espantosa
expresión de sufrimiento.
—Lo siento —dijo Thaw, incómodo, volviendo a guardar el dibujo en la carpeta
—. No puedo estar de acuerdo con usted.
—Ya hablaremos de esto después —dijo el profesor en voz baja, y salió de la
habitación.
McAlpin, que estaba trabajando cerca de Thaw, alzó los ojos y dijo:
—Me lo he pasado estupendamente. No paraba de preguntarme quién de los dos
se echaría a llorar primero.
—Poco me ha faltado para ser yo.
—Es una suerte que el encargado de las matrículas aprecie tanto tu trabajo.
—¿Por qué?
—Sería demasiado largo de explicar.
Siguieron trabajando en silencio y, finalmente, Thaw no pudo contenerse por más
tiempo.
—Kenneth —dijo Thaw en lo que casi era un tono de súplica—, ¿crees que soy
un insolente?
—Oh, no. Está muy claro que odias verte obligado a herir sus sentimientos.

A la mañana siguiente Thaw se encontró al señor Watt cuando iba a clase.


—¡Un momento, Thaw! —le dijo—. Me gustaría hablar contigo.
Fueron hacia una de las ventanas y tomaron asiento en un banco. El señor Watt
empezó a chuparse el labio inferior con el ceño fruncido y le dijo:
—Acabo de hablar con el señor Peel acerca de ti. Le he dicho que has rechazado
mis consejos, que ejercías una mala influencia sobre otros estudiantes y que no te
quería en mi clase.
El corazón de Thaw empezó a latir con más fuerza.
—Señor, aprecio que me dé consejos —le dijo—, y me gusta recibir consejos de
todo el mundo pero los consejos que no pueden ser rechazados no merecen ese
nombre. Además…
—No quiero discutir sobre eso. McAlpin me ha dicho que compartes un estudio
cerca del parque.
—Sí.
—Le he pedido al señor Peel que te deje pintar allí. Vendrás a la academia como
de costumbre para asistir a las charlas y conferencias pero el resto del tiempo
trabajarás por tu cuenta. Al final del curso veremos qué puedes mostrarnos.
Thaw se tomó un segundo para digerir aquello y después le dirigió a su profesor

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una mirada en la que había tal deleite, afecto y compasión que el señor Watt se
removió con impaciencia y dijo:
—Thaw, te agradecería mucho que me respondieras a una pregunta estrictamente
no oficial… ¿Tienes la más leve idea de lo que pretendes lograr?
—No, señor, pero este nuevo sistema me ayudará a descubrirlo. ¿Puedo empezar
a llevarme mis cosas hoy mismo?
—Empieza cuando quieras.

Cuando llegó a casa por la noche Thaw empezó a hacer paquetes con los libros y las
cosas que aún no había llevado al estudio.
—¿Puedo llevarme el colchón de repuesto de la cama pequeña? —le dijo al señor
Thaw, que le estaba ayudando.
—¿Para que te vea aún menos de lo acostumbrado?
—Dormir en la misma habitación donde trabajo me ayuda mucho cuando
despierto por las mañanas.
—Está bien. Llévate el colchón. Y sábanas. Y mantas. Y, ya que estás en ello,
¿por qué no te llevas la cama?
—No. Un colchón y un saco de dormir se pueden enrollar fácilmente para que no
estorben. Una auténtica cama ocuparía demasiado espacio.
—Está bien, está bien. Pero te agradecería que vinieras a verme de vez en cuando,
y no sólo cuando necesites dinero.
Aquellas palabras contenían tal humildad y amargura que Thaw sintió la punzada
de una emoción nada familiar.
—Te respeto y te admiro, papá —le dijo—. E incluso te quiero. Pero te tengo
miedo, y no sé por qué.
—Quizá fuimos demasiado severos contigo cuando eras pequeño.
—¿Qué quieres decir con eso de ser severos?
—Darte una paliza.
—¿Lo hacías muy a menudo?
—Bastante. Y te lo tomabas muy mal. Teníamos que darte baños de agua fría para
que se te pasara la histeria.
A Thaw le pareció que era una forma muy rara de tratar a un niño pequeño.
—Estoy seguro de que me lo merecía —dijo jovialmente para ocultar su
incomodidad.

La mañana del domingo fue a la estación Central para esperar a Marjory, quien
había quedado de acuerdo en almorzar con él y ayudarle después a limpiar el estudio.
Se encontraba alegre y excitado, aunque sabía que Marjory iría al estudio porque él le
había pedido su ayuda, no porque le apeteciera. Aquélla sería la primera vez que

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estaban a solas en un sitio donde no hubiera más gente, y si alguna vez llegaba el
momento de pensar en el matrimonio lo que Marjory hiciera en el estudio le daría una
idea de qué tal era en las tareas domésticas. Marjory llegó una hora y cinco minutos
tarde y Thaw fue incapaz de mostrarse enfadado, pues aquella espera en la que casi
había llegado a perder las esperanzas hizo que su aparición fuera una espléndida
sorpresa. Marjory le explicó que la noche anterior había trabajado hasta muy tarde y
que su madre pensó que lo mejor sería no despertarla, y el despertador no había
sonado. Fueron a un restaurante y la camarera que les sirvió era June Haig.
—Ha pasado bastante tiempo desde que nos vimos, June —dijo Thaw mientras
que Marjory examinaba el menú.
—Hola, Duncan. Bueno, ¿aún sigues en la academia de arte? —le preguntó ella,
dándose golpecitos en su labio inferior color rubí con la punta del lápiz. Le habló
arrastrando las palabras, pues había adquirido un acento angloescocés.
—Esa chica me ha dado plantón dos veces —dijo Thaw en cuanto June se marchó
después de anotar su pedido.
—¿Cuándo fue eso, Duncan? —preguntó Marjory, pareciendo interesada.
—Algún día te lo contaré. Es una historia sórdida e insignificante —dijo Thaw
con jovialidad.
Se vio a sí mismo como un hombre de mundo que podía tomarse a broma el que
una camarera le hubiese dado plantón y la imagen le complació enormemente.
Mientras comían Marjory alzó la vista una o dos veces del plato, vio que Thaw no
apartaba los ojos de ella y le dirigió una sonrisita algo tensa. Thaw recordó el
momento en que aquella sonrisa le había parecido fea. Ahora le parecía hermosa, y
estaba seguro de que pasados doce años la arruguita producida por el sonreír también
se lo parecería.
—Duncan —dijo Marjory—, espero que no te importe si… Bueno, puede que
tenga que marcharme bastante pronto.
—Si no hay más remedio… —le respondió secamente Thaw pasados unos
segundos.
—Bueno, de todas formas ya veremos —dijo Marjory.

El estudio era un gran ático de paredes encaladas. Tenía dos ventanas que permitían
ver los árboles, senderos y praderas que ascendían hacia las mansiones de Park
Terrace. A un extremo del estudio había una chimenea rodeada por una cocina de gas,
una mesa, un sofá y unas cuantas sillas. El otro extremo lo ocupaba un lienzo clavado
en la pared sobre el que había las primeras pinceladas de una versión a mayor tamaño
de las esclusas de Blackhill. En el centro de la habitación se veía el revuelto montón
de objetos típico de un lugar utilizado por varios jóvenes que no se preocupan
demasiado de él. Entre ellos había caballetes, la ropa de cama de Thaw y una vieja
alacena repleta de pinturas y materiales artísticos. El dintel de la chimenea sostenía

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una figurilla de un fauno danzando y en el techo había escritas varias frases.

SI UN CUADRO LE GUSTA A MÁS DEL 5% DE LA


POBLACIÓN QUEMADLO: DEBE SER MALO
James McNeil Whistler

NO PRETENDO ENTENDER DE ARTE PERO CREO QUE LA


MAYOR PARTE DE ESE ARTE QUE SE LLAMA A SÍ MISMO
MODERNO ES OBRA DE GANDULES QUE NUNCA HAN
LLEGADO A TERMINAR SU EDUCACIÓN
Presidente Truman

BAJAR AL INFIERNO ES FÁCIL: LA LÚGUBRE ENTRADA


ESTÁ ABIERTA NOCHE Y DÍA. LO DIFICÍL ES DARLE LA
ESPALDA Y VOLVER A LA LUZ DEL SOL
Virgilio

LA HUMANIDAD NUNCA SE PLANTEA A SÍ MISMA


PROBLEMAS QUE NO PUEDAN ACABAR RESOLVIÉNDOSE
CON EL TIEMPO
Marx

Thaw encendió la chimenea, enrolló la alfombra, barrió el suelo, metió la basura


en cajas que llevó al patio de atrás, sacudió las esterillas en la ventana y lavó los
cristales. Marjory limpió la oxidada cocina de gas y después se dedicó a lavar los
utensilios de cocina y fregó el suelo. Terminaron hacia las seis. La habitación parecía
maravillosamente limpia y ordenada.
—Arréglate un poco y tomaremos el té —dijo Thaw. Empezó a sacar paquetes de
una alacena—. Costillas —dijo—. Cebollas. Pasteles. Pan. Mantequilla auténtica.
Mermelada.
—¡Oh, Duncan! ¡Qué maravilla! Pero… Mamá espera que vaya a tomar el té a
casa.
—Ve corriendo a la cabina de teléfonos que hay en la esquina y dile que vas a
tomarlo aquí. Toma, tres peniques para la llamada.
Marjory volvió cuando ya estaba todo preparado. Comieron con bastante hambre,
se lavaron las manos y después Marjory tomó asiento en el sofá, junto a la chimenea.
Thaw iba de vez en cuando al otro extremo de la habitación y volvía con carpetas que
abría, colocando su contenido a los pies de Marjory, encima de la alfombra: pinturas,
dibujos y esbozos, láminas y fotos recortadas de periódicos y revistas.
—Cielo santo, Duncan… Cuántas maravillas. Haces que me sienta una gandula.
Thaw lo guardó todo y volvió a ocuparse de la chimenea. Fuera ya casi había
oscurecido y la mayor parte de la luz procedía de la gavilla de llamas que ardía tras la

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reja metálica. Marjory alzó los ojos hacia él y sonrió. Tenía las manos cruzadas sobre
el regazo. Thaw se quedó inmóvil junto a la mesa percibiendo el silencio, un silencio
parecido al que se producía en el aula de matemáticas cuando el profesor hacía una
pregunta que era incapaz de responder.
—Marjory, ya sabes que me das miedo, ¿no? —logró balbucear.
—¿Por qué, Duncan?
—Supongo que es porque…, porque me gustas mucho.
—Tú también me gustas, Duncan.
Otro silencio. Thaw pensó romperlo con una broma.
—¿Sabes que no hace mucho llegué a creer que salías con otro hombre…? —
empezó a decir como sin darle importancia.
Marjory se apresuró a interrumpirle.
—Oh, Duncan, tenía intención de contártelo. Conozco a un chico de la
universidad y…, de vez en cuando me lleva a bailes y esas cosas, pero yo… No sé
cómo expresarlo sin parecer vanidosa pero… Creo que… Yo le gusto más a él de lo
que él me gusta a mí.
—No importa —dijo Thaw distraídamente. Se sentó sobre la alfombrilla de la
chimenea, junto a los pies de Marjory, y apoyó la cabeza sobre su rodilla—. Yo… Oh,
yo… —murmuró.
Su intelecto se había disuelto. Articuló palabras con sus labios pero sólo una o
dos de ellas lograron llegar a convertirse en sonidos perceptibles: «Madre», dijo en
un momento dado, y poco después de eso añadió: «Mundo», pero no era consciente
de lo que pensaba y después no logró recordar que hubiese estado pensando en nada.
—Y sin embargo tú… —murmuró, alzando la mano y tocando su mejilla con una
gran curiosidad. Marjory se removió levemente.
—Creo que debería irme a casa —dijo.
—Claro —dijo Thaw, poniéndose en pie—. Estaba soñando. Te acompañaré a
casa.
La ayudó a ponerse el abrigo y bajaron las escaleras.

Thaw se detuvo ante el portal y señaló hacia la susurrante silueta de los árboles del
parque.
—Vayamos cruzando el parque —dijo.
—Pero Duncan, las puertas están cerradas.
—A la verja de aquí le falta un trozo. Vamos. Será como un atajo.
La ayudó a pasar por la estrecha abertura y a bajar por la pendiente que había al
otro lado. Sus pies hacían crujir las hojas muertas. Atravesaron oscuras extensiones
de césped y caminaron alrededor de una ruidosa fuente medio escondida por los
rechonchos cuerpos de los acebos. Dos cisnes relucientes nadaban perezosamente en
las negras aguas del estanque y desde la isla que había en su centro les llegó el

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soñoliento chillido de un ganso. El Kelvin estaba atravesado por un gran puente con
plintos a cada extremo, y encima de los plintos había candelabros de hierro apagados.
Thaw apoyó los codos en el parapeto y dijo: «Escucha».
La luna, casi llena, asomaba sobre las hojas de un olmo que la llenaban de
manchitas. El río gorgoteaba débilmente contra su orilla arcillosa, el agua de la fuente
lejana tintineaba en sus oídos.
—Es precioso —dijo Marjory.
—He sentido uno o dos momentos en los que la calma, la unidad y…, y la gloria
parecían ser el núcleo de todas las cosas —dijo Thaw—. ¿Has sentido alguna vez
eso?
—Creo que sí, Duncan. Una vez fui con unas amigas a los Campsies y acabé
quedándome rezagada. Hacía un día precioso, bastante cálido. Creo que entonces
sentí un poquito eso que dices.
—Pero ¿es que esos momentos han de ser siempre solitarios? ¿Es que el amor no
nos dejará nunca disfrutar de ellos en compañía de otra persona?
—No lo sé, Duncan.
Thaw la miró.
—Claro. Vamos —dijo levantando la voz—. Y, por favor, cógeme del brazo.
Más allá del puente la calzada se dividía y en el centro había un monumento a
Carlyle. Era un pilar de granito sin desbastar con la cima tallada reproduciendo el
torso del poeta. La luz de la luna yacía como una capa de escarcha sobre la frente, la
barba y los hombros, dejando en penumbra las hundidas mejillas y la concavidad
formada por los ojos. Thaw agitó su puño libre hacia el monumento y gritó:
—¡Vete a casa, espía! ¡Vete a casa, traidor a la democracia! Me sigue a todas
partes —le explicó a Marjory, y la ayudó a saltar una puerta cerrada que daba a la
calle iluminada.
—Duncan, ¿has tenido mucha experiencia con las chicas? —le preguntó Marjory
cuando pasaban ante la universidad.
—No mucha, y toda de la misma clase.
Le habló de Kate Caldwell, Molly Tierney y June Haig, bromeando y como sin
darle importancia. Marjory fue puntuando su relato con murmullos de: «Oh,
Duncan…».
—Y ahora ya conoces cuál ha sido mi experiencia con las chicas —concluyó él.
—Oh, Duncan.
La frase estaba tan cargada de una afectuosa piedad que Thaw empezó a pensar
que había cometido una estupidez.
—Mira, Duncan, creo que tienes demasiado miedo —dijo ella—. ¿Recuerdas
aquella vez en el autobús, cuando me preguntaste si podías cogerme de la mano?
—Sí.
—No hacía falta que me lo preguntaras. Sabía que deseabas hacerlo. Cualquier
chica lo habría sabido y habría dejado que lo hicieras.

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—Comprendo.
—Y, hasta cierto punto, con el besarse ocurre lo mismo. Cuando una chica tiene
la sensación de que estás preocupado y asustado, ella también empieza a ponerse
nerviosa.
—Como las modelos de las clases, que sólo se sienten incómodas cuando las
dibuja un estudiante que se siente incómodo.
—Sí, es algo parecido.
Thaw se paró y la cogió del brazo.
—Marjory, ¿dejarías que te dibujase? Desnuda, quiero decir…
Marjory le contempló en silencio.
—No sentiré ninguna incomodidad… —se apresuró a decirle—. Mi cuadro te
necesita. Las modelos profesionales están bien para hacer prácticas pero son como las
actrices de cine. Necesito una chica hermosa que no parezca una maniquí.
—Pero, Duncan… Yo no soy hermosa.
—Oh, sí que lo eres. Si te pinto te demostraré que lo eres.
—Pero, Duncan… Yo… Yo… Tengo una marca de nacimiento horrible en el
costado.
Thaw meneó la cabeza con impaciencia.
—Las decoloraciones superficiales carecen de importancia. —Soltó una risita,
como si no supiera qué decir, y añadió—: Deberías hacerlo para conseguir que
volviéramos a ser iguales. Yo acabo de quedarme desnudo delante de ti… con
palabras.
—¡Oh, Duncan!
Marjory le sonrió con una mezcla de afecto y compasión y suspiró:
—Está bien, Duncan.
Siguieron caminando.
—Perfecto. ¿Cuándo? ¿La semana que viene?
—No, la otra. Ahora tengo muchas cosas que hacer.
—¿El lunes?
—No. Bueno…, el viernes.
—Bien. ¿Sobre las siete?
—Sí.
—¿Y tendré que seguírtelo recordando hasta entonces?
—No, yo… Te prometo que me acordaré, Duncan.
—Bien.
Cuando llegaron a la puerta del jardín Marjory le ofreció su boca. Thaw le rozó la
mejilla con la suya y murmuró:
—No somos lo bastante maduros para las bocas. La mía se endurece cuando te
toco con ella. Abrázame, por favor.
Se abrazaron y sentir la oreja de Marjory en su mejilla creó un punto de excitante
cosquilleo. Thaw empezó a respirar más profundamente.

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—Duncan, ¿eres feliz? —murmuró ella.
—Sí.
Un coche se paró junto a la acera. Miraron de soslayo hacia él y vieron el perfil
del profesor sentado inmóvil detrás del volante. Se apartaron el uno del otro, riendo.

El paisaje aumentado mostraría Blackhill, Riddrie, los Campsie Fells, los Cathkin
Braes y multitudes procedentes de ambos lados que se unirían junto a las esclusas, en
el centro. Thaw tejió, destejió y volvió a tejer una red de líneas azules que le servirían
de guía a través de los más de treinta metros cuadrados del lienzo. Una noche en que
estaba contemplándolas con expresión sombría McAlpin entró en el estudio y le dijo:
—¿Qué es lo que anda mal?
—Me gustaría que la impresión general fuera más tranquila, menos agitada.
—Un paisaje visto simultáneamente desde arriba y desde abajo y que contiene el
norte, el este y el sur es difícil que resulte apacible. Especialmente si dentro de él hay
una guerra.
—Cierto, pero en primer plano pondré un punto de calma central: Marjory,
mirándonos.
—¿Qué expresión tendrá?
—Su expresión habitual. Espero que te acuerdes de que mañana vendrá a posar.
No quiero interrupciones.
—No te preocupes, os dejaremos solitos. Y, exactamente, ¿qué esperas conseguir
mañana por la tarde? Parece que muchas cosas dependen de eso.
—Espero conseguir unas cuantas horas de trabajo bien hecho. Me alegraría sacar
más pero no tengo esperanzas de ello, así que no voy a llevarme ninguna decepción.
Marjory parece no darse cuenta de que tiene pechos y eso los resalta todavía más. Es
bonita, ¿verdad?
—Sí. Ojo, si se vistiera mejor aún parecería más bonita.
—¿Qué quieres decir?
—¿No te parece que se viste como una colegiala?
—No, no lo creo.
—¿No? Ya veo.
—Mis uvas no están verdes, zorro plutócrata.
—¿Uvas ver…?[2] ¡Miserable socialista!
Y se echaron a reír.

A la mañana siguiente Thaw preparó su tablero de dibujo, compró una botella de vino
y arregló cuidadosamente la chimenea para que el fuego se encendiera a la primera
cerilla; pero estaba nervioso y cuando llegó la hora del café se fue a la academia. Se
encontró con Janet Weir en el comedor y le preguntó si había visto a Marjory.

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—No, Duncan. Hoy no ha venido a la academia.
—¿Parecía cansada, como si estuviera enferma? Ayer, quiero decir…
—Creo que no, Duncan.
Volvió al estudio, encendió la chimenea a las seis y media y se instaló junto a ella
intentando leer. El timbre de la puerta sonó a las ocho menos diez. Haciendo un
esfuerzo para no correr fue caminando lentamente hacia la puerta e hizo girar el
picaporte como si no esperase a nadie. Necesitó dos o tres segundos para darse cuenta
de que la chica del umbral era Janet.
—Duncan, Marjory me ha mandado para que te diga que lo siente muchísimo —
le dijo—. Anoche estuvo trabajando hasta muy tarde y no se encuentra demasiado
bien.
—Dile que no me sorprende —replicó Thaw con voz ronca pasados uno o dos
segundos, y cerró la puerta.
Subió las escaleras y descorchó la botella de vino con la intención de
emborracharse hasta perder el conocimiento, pero después de haber tomado tan sólo
una copa sintió tal somnolencia que desenrolló su colchón y se durmió.

Ruido de viento y de gaviotas peleándose por encima del parque. Despertó en el


centro de un cuadrado de luz solar y por la ventana vio cielo azul y nubes blancas.
Les dio la espalda, se hizo un ovillo sobre el colchón y empezó a recordar toda la
historia de su relación con Marjory desde la primera vez en que pasó junto a él por las
escaleras hasta la noche anterior. Le pareció una historia tan repleta de insultos que se
mordió los dedos, lleno de rabia, y cuando llegó al final sus ojos estaban llenos de
cálidas lágrimas. Logró calmarse subiendo al estrado de la sala de conferencias y
hablando con una voz límpida y suave:
—… una academia de arte sin clases o exámenes donde tomar apuntes del
natural, la anatomía patológica, las herramientas, el material y la información se
hallen siempre a disposición de quien los desee. Estoy dispuesto a exponerle estos
planes al director y a la junta pero sin vuestra lealtad no puedo hacer nada.
Marjory estaba entre la multitud que le vitoreaba y que le abrió camino. Thaw le
dirigió una leve inclinación de cabeza, pues tenía cosas más importantes en qué
pensar. Una administración laborista le convirtió en secretario de estado para Escocia,
y una vez en la cámara de los Comunes se puso en pie para anunciar su plan de un
Parlamento escocés independiente:
—Está claro que cuanto más vasta sea la unidad social, menos posible es la
auténtica democracia.
El silencio de asombro y perplejidad fue roto por el Primer Ministro, que le acusó
de ser un renegado. Thaw abandonó el recinto y entonces ocurrió algo sorprendente.
Los setenta y un escoceses miembros del Parlamento —laboristas, liberales y
conservadores—, se pusieron en pie y le siguieron. Thaw se disponía a dar la vuelta

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para dirigirles la palabra delante del Támesis cuando McAlpin entró en el estudio.
—Hola —le dijo—. ¿Qué, recuperando fuerzas?
—No vino.
—¡Perra! Oye, hace un día soberbio, ven conmigo a dibujar.
—No tengo ganas de moverme.
—Haz un esfuerzo. Te sentirás mejor.
—No puedo.
McAlpin colocó una hoja de papel sobre el tablero de dibujo.
—He decidido romper con ella —dijo Thaw de repente.
—Una decisión muy inteligente.
—Pero aún no sé cómo decirle: «Adiós».
—No te molestes. Limítate a no decirle nunca más «Hola».
—No. Tengo que dejarlo bien claro.
—Duncan, darle vueltas a eso no sirve de nada. Dentro de tres o cuatro horas ya
no habrá luz. Ven conmigo a dibujar.
—No.

McAlpin se marchó del estudio y después de la guerra civil Thaw se convirtió en jefe
del comité de reconstrucción. Los árboles crecían y el agua de las fuentes resonaba
allí donde se habían alzado los bancos demolidos. Los patios traseros se llenaron de
asientos y tableros para que los ancianos jugaran a las damas al aire libre, así como
pequeños estanques y pistas de arena para los niños, y las amas de casa consiguieron
lavanderías comunales gratuitas. Embarcaciones de recreo con pequeñas orquestas
navegaban por el canal desde Riddrie hasta las islas del Clyde. Marjory leía el
nombre de Thaw en los periódicos, oía su voz por la radio, veía su cara en los cines;
Thaw la rodeaba, estaba dándole forma a su mundo y, sin embargo, ella no podía
tocarle. Después se quedó adormilado y soñó con un horrible paisaje crepuscular en
el que siempre llovía. Thaw estaba intentando escapar de él con una niña que le había
insultado y traicionado. La niña creció y ahora estaba sentada en el trono de una vieja
y oscura mansión, cubierta de joyas. Su mayordomo, que tenía un pie lisiado, había
recibido órdenes de atraparle. El pequeño Thaw huyó de una habitación a otra,
cerrando las puertas de golpe a su espalda, pero el lento sonido de aquellos pasos
cojeantes se acercaba cada vez más y más. Por fin acabó llegando a una alacena de la
que no había salida y Thaw sujetó el picaporte con todas sus fuerzas, intentando
mantener cerrada la puerta. Un agua helada empezó a remolinear en torno a sus
piernas.

Despertó en la oscuridad, con las sábanas esparcidas por el suelo. Tres estrellas
brillaban al otro lado de la ventana y los gansos cantaban melodías discordantes

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desde el estanque. Thaw se tapó con las mantas, calmó un poco su respiración con
una píldora de efedrina y se imaginó a Marjory siendo esclava en un lujoso burdel
donde él la torturaba para que le hiciera el amor de las formas más osadas. Cuando se
masturbó por segunda vez Marjory se convirtió en June Haig y la tercera vez se
convirtió en un chico. Asqueado consigo mismo, se dedicó a mirar el techo hasta el
amanecer y después volvió a quedarse dormido. Era domingo y aquella tarde otros
estudiantes vinieron al estudio, hicieron café, pintaron y se dedicaron a hablar. Thaw
siguió acostado fingiendo leer pero lo que hacía era componer discursos destinados a
Marjory, discursos irónicos, patéticos, estoicos, fríamente insultantes y de una
enloquecida violencia. Macbeth llegó al anochecer. La academia de arte le había
expulsado por embriaguez.
—¿Qué le pasa a Duncan? —preguntó, dejándose caer en una silla—. ¿Qué hace
enroscado de esa manera en el colchón?
—Shh. Está rompiendo con Marjory —murmuró McAlpin.
—¿Por qué estás rompiendo con ella, Duncan? No encuentras ningún agujero
disponible, ¿verdad? ¿Qué pasa, es que no te deja usar su agujero?
—No. Bueno, quizás en parte sea eso. No lo sé.
—Escúchame, Duncan. Escucha. Escucha. Los agujeros no son importantes. Yo
he tenido mi ración regular de agujero desde que cumplí los diecisiete años y no te
creas que he pasado sin agujero sólo porque Molly no quiere ni verme, nada de eso.
Me voy a la calle Bath. Me busco un agujero dos, tres, cuatro veces a la semana y
entonces ya no me importa tanto.
Chasqueó los dedos.
—Marjory es una buena chica. Tienes que seguir con ella, con agujero o sin él.
—No me trata bien —dijo Thaw desde debajo de las sábanas.
—Admito que eso es deprimente. Admito que no tener ningún agujero a mano y
que encima no te traten bien puede resultar muy deprimente.

El lunes fue a la academia de arte y se encontró con Marjory en los escalones de la


entrada. Su mente había roto con ella de una forma tan completa que aquella hermosa
muchacha sonriente le dejó tan confundido como una resurrección.
—¡Hola, Duncan! Siento lo del viernes. Janet ya te explicó por qué no pude venir,
¿verdad?
—Me lo explicó, sí.
—Hoy tenemos práctica del coro después de almorzar. ¿Irás al comedor?
—Supongo que sí.
Su sonrisa fue tan directa y brillante que el rostro de Thaw se vio obligado a
reflejarla, pero en el comedor tomó asiento junto a ella y Janet Weir sin decir nada y
empezó a dibujar sobre la mesa.
—Duncan, esta noche Janet y yo vamos a la ópera —dijo Marjory.

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—Estupendo.
—No tenemos asientos reservados, haremos cola para ir arriba.
—Estupendo.
Janet fue a buscar cigarrillos.
—Aitken no va a venir… Odia la ópera —dijo Marjory—. Pero a ti te gusta,
¿verdad, Duncan?
—Sí.
Marjory se acercó un poco más a él.
—Duncan, ya sabes que posaré para ti cuando quieras, ¿no?
—Marjory, tenemos que ponerle punto final a esto.
Trazó una sombra oscura debajo de un ojo, apretando mucho con el lápiz y dijo:
—Será mejor que nos libremos el uno del otro.
La miró de soslayo. El tranquilo perfil de Marjory parecía estar examinando el
dibujo.
—¡No hay Gauloises! —dijo Janet, volviendo a la mesa—. Ojalá tuvieran
Gauloises.
—El estado actual de las cosas no nos ofrece ni la más mínima satisfacción —dijo
Thaw.
—¿Vamos al coro, Duncan? —le preguntó Marjory. Y, cuando cruzaban la calle,
le dijo—: Lo siento, Duncan.
—No importa. Me pasé todo el fin de semana acostumbrándome a la idea de
dejarte y ahora ya estoy acostumbrado.
Se detuvieron ante la puerta del local donde ensayaba el coro.
—Por lo tanto, no hay nada que hacer —dijo él.
—Comprendo. Oh, Duncan, siento que me hayas querido tanto. Y, Duncan, siento
no haber…
—Oh, no lo sientas —dijo él, cogiéndola de las manos y apoyando su frente en la
de ella—. ¡No lo sientas! Me diste amistad y durante mucho tiempo te estuve
agradecido por ello.
—Pero, Duncan, ¿es que no podemos seguir siendo amigos? Ahora no, quizá,
pero ¿y más tarde?
Juntaron sus mejillas y Thaw murmuró:
—Quizá más tarde, cuando tenga una auténtica novia…, quizás entonces pueda…
—Sí. Entonces.
Le abrazó por la cintura y Thaw la acarició con mucha calma, colocando su boca
sobre la suave concavidad que había entre su cuello y su hombro. Janet y dos amigos
más pasaron junto a ellos diciendo: «¡Oh!». «¡Vaya!». «Daos prisa, llegáis tarde».
Thaw se preguntó por qué sus manos y su boca jamás habían hecho antes aquellas
cosas. El pasillo resonó con el eco de nuevos pasos y dejaron de abrazarse.
—Voy a dejar el coro —dijo él—, así que cruza esa puerta y adiós.
Marjory le sonrió y cruzó rápidamente el umbral. Thaw fue hacia el estudio con

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intención de ponerse a trabajar sin perder ni un segundo. Su despedida había sido tan
cariñosa que durante tres minutos casi fue feliz, pero a medida que el tiempo y el
espacio que se interponían entre ellos iban haciéndose mayores el resentimiento
empezó a crecer dentro de él. Cuando iba por la calle Sauchiehall las miradas de los
transeúntes le hicieron darse cuenta de que estaba cantando a gritos: «Si existes deja
que la mate, si existes deja que la mate».
Cuando llegó al estudio miró el cuadro y no logró ver en él más que una horrible
maraña de líneas. Se quedó sentado ante ellas, contemplándolas hasta que oscureció.

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CAPÍTULO XXVI

Caos
A la mañana siguiente estuvo esperando durante mucho rato un impulso que le hiciera
salir de la cama y al final acabó levantándose y fue lentamente hasta la despensa, y al
lavabo volviendo después a la cama. Se quedó tendido en ella igual que un cadáver,
su cerebro pudriéndose con sueños llenos de resentimiento. Lo torturó en un sinfín de
fantasías sexuales, y revisó y prolongó los discursos de adiós que no había logrado
pronunciar cuando se despidieron, y recordó minuciosamente cada uno de los
instantes que habían pasado juntos, y los odió. Se preguntó por qué no paraba de
pensar en una chica que le había dado tan poco. Aquellas dolorosas emociones fueron
convirtiéndose gradualmente en una rigidez muscular, y limitar sus movimientos, en
una forma de conservar el aliento. Seguía deseando que Marjory entrara en aquella
habitación oscura, polvorienta y revuelta, que encendiera la luz y que mirara a su
alrededor, sonriendo. Su rostro seguiría duro e inmóvil, pero Marjory se quitaría el
abrigo, alisaría un poquito el cabello de su nuca y empezaría a limpiarlo todo. Le
prepararía una taza de algo caliente, se sentaría en el colchón y sostendría la taza ante
él para que bebiera, igual que un niño. Thaw se sometería a todo ello con una sonrisa
sardónica pero acabaría cogiéndola de las manos y las llevaría a su cuerpo para que
ella pudiera sentir su corazón latiendo contra sus costillas. Se apoyarían el uno en el
otro. El sudor desaparecería de su frente, su cuerpo dejaría de estar tenso y se
quedaría dormido. Tenía miedo de dormirse y se quedó inmóvil, tan rígido como le
era posible, queriendo ahuyentar el sueño.

Un día de las vacaciones de verano McAlpin, que estaba pintando en un rincón, le


dijo:
—Ya sé que los consejos siempre son inútiles, pero ¿no te sentirías mejor si te
levantaras y empezaras a trabajar en tu cuadro?
—Es ridículo pensar que en Glasgow haya nadie capaz de pintar un buen cuadro.
—Deberías irte a casa, Duncan.
—Tengo miedo de moverme.
Un rato después McAlpin salió y volvió con Ruth. Thaw la miró con temor
porque Ruth tenía la costumbre de afirmar que su enfermedad era una forma
repugnante de llamar la atención. Pero Ruth le miró con amabilidad, le preguntó:
«¿Qué tal estás, Duncan?», le ayudó a vestirse y le acompañó por las escaleras para
coger un taxi. Mientras iban hacia su casa le habló del colegio de Aberdeen al que
iba. Llevaba un año allí y en su nervioso y despierto entusiasmo no había nada
agresivo, y Thaw tuvo la sensación de que ya nunca más necesitaría tenerle miedo. El

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señor Thaw había preparado la mesa para tomar el té.
—Aberdeen me encanta —dijo Ruth cuando tomaron asiento a su alrededor—.
¡Tengo montones de chicos con los que salir! Voy a nadar con Harry Docherty, que
fue campeón juvenil escocés de braza, y voy a bailar con Joe Stewart, y voy a las
fiestas con cualquiera…, con cualquiera que me guste, quiero decir. Las chicas de allí
piensan que soy una vampiresa, pero yo creo que son unas tontas. La mayor parte de
ellas sólo salen con un chico y no hablan de nada que no sea el matrimonio. Yo no
pienso casarme hasta dentro de cuatro o cinco años, y, como siempre digo, estás más
segura yendo con varios que no yendo con uno solo.
—Tienes toda la razón —dijo el señor Thaw—. No te comprometas con nadie
hasta que no te veas capaz de ser independiente. Eres joven: pásatelo bien.
—Los domingos voy a pasear con Tony Gow, que estudia medicina. Te gustaría,
Duncan. Sabe todo lo que hay que saber sobre los animales, las flores y las canciones
populares. En la última fila de los cines no sirve de mucho pero resulta realmente
interesante. Últimamente nuestros paseos no han sido muy divertidos porque los
granjeros andan esparciendo una nueva enfermedad que ataca a los conejos y cuando
vas por los caminos te encuentras montones de pobres conejos agonizantes que
jadean intentando respirar con los ojos desorbitados. Tony los coge por las patas
traseras y los mata golpeándoles la cabeza contra el suelo. Yo soy incapaz de hacerlo.
Ya sé que es lo mejor para ellos, pero no puedo ni verlo. Tony…
—¡Basta! —gritó Thaw.
—Vete a la cama, hijo —dijo el señor Thaw unos segundos después—. Llamaré al
médico.

El médico le ordenó que descansara y le recetó unas píldoras nuevas. Thaw se quedó
sentado en la cama, incapaz de concentrarse en la lectura pero con muchas ganas de
discutir.
—Ojalá fuera un pato.
—¿Qué?
—Me gustaría ser un pato y vivir en el lago del parque Alexandra. Podría nadar y
volar y caminar, y tener tres esposas, y todo lo que deseara. Pero soy un hombre.
Tengo una mente, tres resguardos de la biblioteca pública y todo lo que deseo es
imposible.
—Dios mío, ¿qué estás diciendo? Pero ¿qué es lo que he engendrado? ¡Piensa en
la penicilina, y en la seguridad social y en todos esos libros y cuadros que tanto te
obsesionan! ¡Y tú quieres ser un pato!
—¡Piensa en Belsen! —exclamó Thaw—. ¡Y en Nagasaki, y en los rusos con
Hungría y los yanquis con Sudamérica y los franceses con Argelia y los ingleses
bombardeando Egipto sin haberle declarado la guerra! La mitad de habitantes de este
planeta mueren por culpa de la mala alimentación antes de cumplir los treinta años, y

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antes de que el siglo acabe habrá el doble de gente que cuando empezó, y los únicos
gobiernos que poseen la capacidad y el poder necesarios para convertir el mundo en
un sitio decente andan saqueando a sus vecinos y planean tirarse bombas atómicas los
unos a los otros. Cuando se trata de matar nuestro grado de cooperación puede
medirse en millones, pero cuando se trata de actos bellos y generosos trabajamos con
decenas y centenares…
El señor Thaw se frotó un lado de la cara y dijo:
—Has leído más libros que yo. ¿Qué tiempo lleva el hombre en este mundo?
—Unos trescientos mil años.
—¿Y desde cuándo tenemos ciudades?
—Unos seis mil años.
—¿Y qué antigüedad tienen los gobiernos con poderes a escala mundial? Sé cuál
es la respuesta a esa pregunta. Poco menos de un siglo.
—¿Y qué?
—Duncan, la historia moderna está empezando. ¡Danos otro par de siglos y
construiremos una auténtica civilización! No te preocupes, hijo, hay otras personas
que también desean eso aparte de ti. No hay ni un solo país en todo el mundo donde
la gente no luche por conseguirlo. No te dejes engañar por los políticos. Quienes
cambian las cosas son los que trabajan en la oscuridad, no los que gritan en los
estrados. Y si unas cuantas condenadas camarillas del poder empiezan una guerra
atómica dentro de diez o veinte años la humanidad sobrevivirá. Puede que hagan falta
siglos para que la naturaleza elimine los efectos de la radiación, pero la gente
corriente conseguirá aguantar y empezará a subir de nuevo cuesta arriba.
—Oh, sí, estoy harto de esa capacidad que tiene la gente corriente para comer
basura y sobrevivir. Los animales son más nobles. Una fiera morirá luchando contra
todo aquello que ofenda su naturaleza, y un animal que no sepa luchar se dejará morir
de hambre. Sólo los seres humanos poseen esa horrenda versatilidad para adaptarse a
la falta de amor y vivir y vivir y vivir mientras que sus propios congéneres les
explotan y abusan de ellos. Leí un ensayo escrito por una niña en un libro sobre los
niños en épocas de guerra. Habían bombardeado su casa. Esto es lo que escribió: «No
soy nada, no soy nadie. Mi gato se quedó pegado a la pared. Intenté despegarlo pero
ellos se llevaron a mi gato». Y durante el último cuarto de millón de años no ha
pasado ni un día en el que no les ocurrieran cosas aún peores. Ningún futuro
bondadoso podrá compensar jamás un pasado tan vil como el nuestro e incluso si
logramos crear un estado mundial socialista y democrático no durará. Nada decente
perdura. ¡Lo único que perdura es toda esta confusión de dolor y lucha y yo protesto
por ello! ¡Protesto! ¡Protesto!
—Deja de sentir compasión hacia ti mismo.
Thaw abrió la boca disponiéndose a protestar, se dio cuenta de que estaba
compadeciéndose de sí mismo y la cerró.
—Estamos de acuerdo en que el mundo se encuentra en un estado lamentable —

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dijo el señor Thaw con un suspiro—. ¿Qué crees tú que podría mejorarlo?
—Una memoria y una conciencia. Odio la despreocupación con que engendra la
vida, sin fijarse en ella y sin que le importe, igual que una fruta podrida que va
cubriéndose de moho.
—¡Pero, Duncan, la memoria y la conciencia son cosas humanas!
—Desgraciadamente.
—¿Qué quieres, un Dios?
—Sí. Sí, lo que quiero es un gran hombre lleno de amor, un hombre eterno que
comparta el dolor de su gente. Deseo un imposible.
El señor Thaw se alisó unos cuantos mechones de pelo.
—Mi padre pertenecía a la iglesia congregacionalista de Bridgeton, que ahora es
un lugar pobre pero que entonces era aún peor —le dijo—. En una ocasión los
miembros más acomodados hicieron una suscripción con el fin de comprarle a la
iglesia una nueva mesa de comunión, un órgano y vidrieras de colores. Pero mi padre
era herrero industrial y tenía una gran familia. No podía permitirse dar dinero, así que
le regaló a la iglesia diez años de trabajar gratis, barriendo y quitando el polvo,
limpiando los metales y haciendo sonar la campana para los servicios. En la
fundición le iban pagando menos a medida que envejecía, pero mi madre ayudaba a
la familia bordando manteles y servilletas. Su ambición era ahorrar cien libras. Era
una buena costurera pero nunca logró ahorrar sus cien libras. Siempre había un
vecino que se ponía enfermo y necesitaba unos días de reposo, o el hijo de un amigo
que necesitaba un traje nuevo para conseguir empleo, y ella les daba el dinero sin
protestar y sin decir nada, como si fuera algo muy normal. Rezar la consolaba mucho.
Cada noche nos arrodillábamos en la sala para decir nuestras oraciones antes de
acostarnos. Y en esas oraciones no había nada dramático ni espectacular. Estaba claro
que mi padre y mi madre tenían la sensación de hablar con un amigo que compartía la
habitación con ellos. Yo nunca sentí eso, así que empecé a creer que era culpa mía,
que algo andaba mal dentro de mí. Entonces empezó la guerra del 14 y me alisté en el
ejército y oí un tipo de oración distinto. Todo el clero rezaba pidiendo la victoria. Nos
dijeron que Dios quería que nuestro gobierno venciera y que estaba justo detrás de
nosotros, con los generales, empujándonos hacia delante. Muchos de los que
estábamos en las trincheras dejamos a Dios en ese momento. Pero, Duncan, todos
esos castillos en el aire y todos esos cuentos de hadas no son nada más que excusas
para hacer lo que de todas formas ya deseábamos hacer. Mis padres utilizaban el
cristianismo para ayudarles a portarse decentemente en una vida difícil. Otras
personas lo utilizaban para justificar la guerra y la propiedad privada. Pero, Duncan,
lo que los hombres crean no es importante… Son nuestros actos los que nos hacen ser
buenos o malos y si tener un Dios puede consolarte, búscate alguno. No te hará daño.
—¿No? —dijo Thaw hoscamente—. El único Dios que consigo imaginarme se
parece tanto a Stalin que no resulta demasiado consolador.
—No apruebo los métodos de Stalin, claro está, pero tengo la firme creencia de

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que quien gobernara Rusia durante los años treinta habría tenido que portarse igual
que él, fuera quien fuese.

Las nuevas píldoras dejaron de hacerle efecto y el médico le recetó otras que tampoco
sirvieron de nada. Durante las peores noches el señor Thaw se quedaba sentado junto
a la cama limpiando los hilillos de sudor que corrían por el rostro de Thaw con una
toalla y sosteniendo una palangana para que escupiera la espesa flema amarillenta.
Ahora Thaw estaba totalmente ocupado con la enfermedad. La sentía dentro de él,
igual que una guerra civil que saboteara su respiración permitiéndole la cantidad de
oxígeno justa para que percibiera el dolor, la indefensión y una aguda repugnancia
hacia sí mismo.
—El doctor cree… que esta enfermedad… es mental —dijo Thaw una
medianoche.
—Sí, hijo. Algo de eso ha dicho.
—Llena la bañera.
—¿Qué?
—Llena la bañera. Agua fría.
Y, con gran dificultad, le explicó que quizá (como ocurre en un país que olvida
sus diferencias internas cuando es atacado por otro) los tensos conductos por los que
pasaba el aire podrían relajarse si toda la superficie de su piel recibía la ofensa del
agua fría. El señor Thaw llenó la bañera, no muy convencido, y le ayudó a llegar
hasta ella. Thaw dejó caer el pantalón de su pijama al suelo, puso un pie dentro del
agua y se quedó inmóvil, respirando laboriosamente. Unos segundos después metió el
otro pie y, con un esfuerzo convulsivo, dobló una rodilla y la apoyó en la bañera.
—Deprisa, Duncan. ¡Acuéstate! —dijo el señor Thaw e hizo el gesto de
empujarle hacia el agua.
—¡No! —gritó Thaw, y cinco minutos después consiguió tumbarse de espaldas
con la nariz y los labios por encima del agua. Respirar le resultaba tan difícil como
siempre. El señor Thaw le secó y le ayudó a volver a la cama.
—Tendrías que haberte metido dentro enseguida, Duncan. Para que un
tratamiento de choque pueda tener efecto, el paciente ha de sentirlo realmente como
un choque.
—Tienes razón —dijo Thaw después de estarlo pensando durante unos segundos
—. Pégame.
—¿Qué?
—Pégame. En la cara.
—¡Duncan! No puedo.
—¡Por favor! —gritó Duncan pasados unos cuantos minutos más de laborioso
respirar.
—Pero, Duncan…

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—No puedo… aguantar más. No puedo.
El señor Thaw le golpeó el rostro con la palma de la mano.
—No sirve. Yo mismo podría… pegarme… más fuerte. ¡Otra vez!
El señor Thaw le pegó con más fuerza. Thaw osciló bajo el impacto, se recuperó,
comparó el dolor de su mejilla con el dolor de su pecho y murmuró:
—No sirve, mierda.
El señor Thaw agachó la cabeza y lloró. Estaba sentado en el borde del lecho y
Thaw le abrazó, diciendo: «Lo siento, papá, lo siento».
Notó cómo el cuerpo de su padre temblaba con los sollozos que brotaban de su
interior. Al tenerlo abrazado le pareció que era bastante pequeño y cuando bajó los
ojos hacia los tenues mechones de cabello blanco que cubrían su cráneo, lleno de
manchitas marrones, tuvo la sensación de que era un cuerpo que envejecía y se quedó
sorprendido al descubrir que, por un instante, el suyo era el más fuerte de los dos.
—Vete a la cama, papá —dijo—. Ya me encuentro mejor.
La opresión de su pecho se había calmado un poco.
—¡Dios mío, Duncan, si pudiera quitarte tu maldita enfermedad y ser yo quien la
tuviera…!
—¿Y de qué serviría eso? ¿Quién nos mantendría? No, así es mejor.

El señor Thaw se fue a la cama y la respiración de su hijo volvió a empeorar. Cuando


intentó ignorarlo observando los objetos de la habitación éstos se volvieron
inestables, como si las paredes, los muebles y los adornos fueran partes de una fuerza
destructora a los que mantenía sujetos otra fuerza hostil que apenas si podía conseguir
que se estuvieran quietos. Una jarra de agua que había junto a la ventana parecía a
punto de estallar. Su reluciente dureza verdosa le amenazaba desde el otro extremo de
la habitación. Thaw clavó los ojos en el techo y concentró sus pensamientos en un
desesperado grito silencioso: «Existes. Me rindo. Creo. Ayúdame, por favor». El
ataque se hizo aún más grave. Thaw lanzó un gemido de temor, logró controlarse lo
bastante para dejar escapar una risita ahogada y dijo:
—Ahí. No. Hay. Nadie.
Volvió a decirlo, más alto, pero sonaba a falso. Carente de todo consuelo, se
encontró condenado a una fe que jamás le dejaría volver a terminar una plegaria
diciendo: «Si existes».
Una vez más, lanzó sus pensamientos hacia el techo.
—Esta creencia nace de mi cobardía, no de tu gloria. Has ganado usando los
trucos de un torturador. Pero aún te falta mucho para conseguir mi aprobación. Y
nunca, nunca, nunca, nunca volveré a rezarte.

—Esto ya dura demasiado —dijo el médico a la mañana siguiente—. Debería estar en

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el hospital. ¿Alguno de sus vecinos tiene teléfono?
Ruth y su padre le ayudaron a vestirse. Los vecinos salieron a sus puertas para ver
cómo los hombres de la ambulancia le bajaban por las escaleras.
—Vaya forma de irte de vacaciones, Duncan —le dijo la señora Gilchrist con voz
hosca.
La mañana de julio era algo fresca. Thaw permaneció sentado, agarrándose con
las manos a la barra de la camilla, mientras que el señor Thaw, sentado en la camilla
de enfrente, gruñía y hurgaba en la cerradura de una maleta con un bolígrafo.
—¿Qué pasa? —le preguntó Thaw.
—Este maldito cerrojo, que se ha atascado.
—No necesitaré maleta en el hospital.
—Claro que no. Es para meter dentro tu ropa.
La ventana de cristal esmerilado estaba un poco abierta por la parte superior y
Thaw se dedicó a contemplar las calles de Blackhill por la rendija. El sol brillaba y
los niños gritaban.
—Qué deprisa ha ido todo —dijo.
—Sí —dijo su padre, dejando la maleta en el suelo—. La verdad es que casi me
siento aliviado. Cuando Ruth y yo estemos subiendo al Zermatt sabremos que estarás
mejor cuidado de lo que sería posible en casa.
—Supongo que no estaré mucho tiempo en el hospital.
—Duncan, si fuera tú no tendría mucha prisa por salir de allí. Quizá lo mejor sea
decirle a tu médico que fuera del hospital no hay nadie que pueda cuidarte, darles
tiempo para descubrir cuál es la raíz básica del problema.
—No tiene ninguna raíz básica.
—Oh, no estés tan seguro de eso. Los hospitales modernos tienen muchos
recursos, y Stobhill es el más grande de toda Inglaterra. Yo mismo estuve allí en
1918: una herida de metralla en el abdomen. No te preocupes, me aseguraré de que
tengas montones de libros para leer. Yo leí mucho en Stobhill, autores con los que
ahora no sería capaz de enfrentarme: Carlyle, Darwin, Marx… Claro que me pasé
cinco meses tumbado de espaldas… —El señor Thaw miró un rato por la ventanilla y
luego dijo—: El hospital tiene una vía de ferrocarril que va a una especie de estación
subterránea situada bajo la torre del reloj. El ejército nos mandó hasta allí en trenes.
¿Quieres que te traiga la Introducción al materialismo dialéctico de Lenin?
—No.
—Creo que cometes un error, Duncan. Medio mundo está gobernado por esa
filosofía.

La sala de hospital era tan larga que el jefe del departamento y sus acompañantes
tardaban más de una hora en inspeccionar las camas de un lado y pasar al otro, donde
estaba Thaw, cerca de la puerta. El jefe del departamento era robusto y calvo. Solía

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quedarse quieto con los brazos cruzados y la cabeza inclinada a un lado, como si
observara una esquina del techo. Su forma de hablar, tranquila y suave, iba dirigida a
todos por un igual, desde el paciente hasta los estudiantes de medicina, pasando por
el médico de sala, la hermana y las enfermeras, aunque una rápida mirada a alguno de
ellos servía ocasionalmente para subrayar una observación o una pregunta.
—Aquí tenemos una pronunciada infección bronquial basada en una debilidad
crónica que puede ser hereditaria, dado que la hermana del padre murió a causa de
ella… Usted no morirá de eso. Nadie muere de asma a menos que tenga un corazón
débil, y su relojito debería mantenerle en marcha durante medio siglo más, si le da los
cuidados habituales. Puede que haya un factor psicológico: la enfermedad apareció
por primera vez a los seis años, cuando la familia quedó separada por la guerra.
—Mi madre estaba con nosotros —dijo Thaw, poniéndose a la defensiva.
—Pero el padre no. Fíjense en el eczema del escroto, la parte posterior de la
rodilla y la articulación de los codos. Típico.
—¿Le han hecho pruebas cutáneas? —preguntó un estudiante.
—Sí. Reacciona con violencia a todas las clases de polen, cabello, pieles, plumas,
carne, pescado, leche y todos los tipos de polvo. Por lo tanto, no puede tratarse más
que de irritaciones. Si fueran causas se habría pasado toda la vida en la cama y tiene
períodos bastante largos y frecuentes en los que no sufre de asma… ¿No es verdad?
—Sí —dijo Thaw.
—En cuanto al tratamiento: penicilina para reducir la infección, una tanda de
supositorios de aminofilina para obtener un alivio a largo plazo y un poco de
isoprenalina para el alivio más inmediato. Fisioterapia para conseguir control
respiratorio, eso es muy importante si son jóvenes, y después una tanda de
inyecciones antialérgicas para tratar con la irritación. Tintura de carbón para la piel.
Es incómodo y anticuado pero es lo mejor que podemos hacer hasta que logremos
echarle mano a esa nueva crema de cortisona norteamericana. Y un sedante para
ayudarle a relajarse… ¿Es usted nervioso?
—No lo sé —dijo Thaw.
—¿Suele quedarse absorto en sus fantasías para sobresaltarse violentamente ante
un ruido de lo más corriente?
—Algunas veces.
El jefe del departamento cogió un dibujo de una mujer con alas que había en el
armarito de Thaw.
—Y además es artista. ¿Le importaría tener alguna conversación con un
psiquiatra?
—No.
—Bien. Ya sé que no está chalado, pero unas cuantas charlas sobre la familia, el
sexo, el dinero y ese tipo de cosas pueden servir para eliminar pensamientos que
quizás interfiriesen con los tratamientos más directos. Sus dientes también necesitan
cuidados. No se los cepilla muy a menudo, ¿verdad?

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—No —dijo Thaw.

La sala estaba llena con el continuo murmullo de conversaciones que, una o dos
veces a la semana, se iban solidificando hasta convertirse en discusiones políticas en
las que masas sólidas de lenguaje eran arrojadas de un lado a otro cruzando grandes
distancias. Algunas mañanas se oía un distante tintineo metálico que se iba acercando
y un hombretón inmenso pasaba ante ellos, inclinado sobre una muleta muy pequeña
y complicada. Su rostro se había encogido hasta reducirse a un brillante ojo de
animal, un bulto que servía de nariz y una boca retorcida sobre unas encías que no
tenían dientes. «Sólo Dios sabe cómo he llegado a esto —muraba continuamente—.
He trabajado duro toda mi vida. Me he ganado hasta el último penique que he tenido.
No me gustan los hospitales».
Los hombres que ocupaban las camas que flanqueaban a Thaw solían estar más
callados. A la izquierda estaba el señor Clark, con el ceño fruncido en una expresión
pensativa, moviendo sus manos en lentos gestos descriptivos o alzando las sábanas
para dejarlas caer en una variada serie de pliegues distintos. Por la tarde emitía
graznidos que las enfermeras interpretaban como peticiones de que le trajeran la
botella de orinar, la cuña o un cigarrillo; se le dejaba fumar siempre que hubiera cerca
alguien para vigilar que no se quemara. Su rostro y su cuello parecían hechos de
cuero y tenían tantas arrugas como los de una tortuga, su nariz tenía el puente afilado
e imperioso. A veces se quedaba adormilado con el cuerpo apoyado en un montón de
almohadas, su cabeza suspendida en el vacío a un centímetro escaso de ellas, y
despertaba repentinamente lanzando un débil grito: «¡Agnes!». Nadie venía a
visitarle. El señor McDade, que estaba a la derecha de Thaw, era un hombrecillo cuyo
pecho sobresalía pegándose a su mentón igual que un vientre abultado. Tenía una
áspera cabellera pelirroja y un rostro de expresión severa al que unas gafas con
montura de acero desprovistas de vidrios daban el aire de un oficinista. Las gafas
servían para sostener dos tubos de goma que salían de un cilindro de oxígeno
colocado junto a la cama, tubos que se introducían en sus fosas nasales. Se los
quitaba para dormir y algunas noches se ponía a cuatro patas en la cama, igual que un
perro, emitiendo una especie de ruido orquestal como si estuviera soplando a través
de centenares de flautas y silbatos minúsculos. Las enfermeras se encargaban de darle
la vuelta y colocarle nuevamente las gafas durante un rato. Su esposa, una mujer
pequeña y vivaz, venía a visitarle regularmente, acompañada por unos hijos muy
altos, y antes de la hora de visita le daban una inyección que le permitía hablar de
forma racional sobre sus nietos y el boxeo en un tono de voz no muy alto y
enronquecido por la flema. Él y Thaw solían intercambiar una leve sacudida de
cabeza parecida a una negación, y un día en que su familia se retrasaba le dijo a
Thaw:
—Vaya desastre, ¿eh?

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—Sí.
—Ése es un mal bicho.
—¿Quién?
—Clark.
Thaw miró hacia el otro lado y vio al señor Clark que había levantado su sábana y
estaba examinando la parte superior de ésta igual que si fuera un periódico.
—¿Se ha fijado? —murmuró el señor McDade—. En cuanto las enfermeras le
hacen la cama él la deshace y pide que le traigan la botella. Si estuviera fuera de aquí
le caerían seis meses. Fuera a eso le llaman exhibicionismo.
—Es viejo.
—Sí, lo es. Y cuando los viejos llegan a ese estado hay un sitio para ellos.

Dos veces a la semana Thaw se ponía las zapatillas y una bata y era llevado en una
silla de ruedas hasta el pabellón de psiquiatría, o caminaba hasta allí si se encontraba
lo bastante bien. El psiquiatra era un hombre de cuarenta años que vestía con
elegancia y carecía de todo rasgo distintivo.
—Durante nuestras conversaciones quizás experimente varias emociones
inesperadas hacia mí —le dijo—. Por favor, no le dé vergüenza hablar de ellas, por
extrañas que puedan parecerle. Le prometo que no me ofenderé. Serán parte del
tratamiento.
Thaw habló de sus padres, la infancia, el trabajo, las fantasías sexuales y Marjory.
Las palabras brotaban de él y en una o dos ocasiones se echó a llorar.
—Pese al terrible resentimiento que siente hacia las mujeres sospecho que es
usted básicamente heterosexual —le dijo el psiquiatra y, un poco después, continuó
—: Sabe, la verdad no es blanca o negra, es blanca y negra. Tengo una estatuilla de
una cebra sobre la chimenea para que me lo recuerde.
Pero normalmente se limitaba a decir: «¿Por qué?», o: «Cuénteme algo más sobre
eso», y Thaw no sentía ninguna emoción hacia él.
Las visitas le gustaban pero volvía a la sala sintiendo una leve mezcla de
nerviosismo y cansancio, como un actor cuya interpretación no ha recibido ni
aplausos ni abucheos. Cuando podía caminar prolongaba el paseo de vuelta yendo por
los jardines del hospital. Siempre había gaviotas volando en círculos por el cielo o
posadas en los gabletes, quizá porque de las cocinas solían arrojarles mendrugos de
pan seco. El hospital tenía una gran torre roja con un reloj que daba las horas con
unas campanadas un tanto metálicas, y estaba rodeado de setos, senderos de gravilla y
parterres de flores de un deslumbrante azul y escarlata entre las que zumbaban las
abejas. El verano estaba siendo extraordinariamente caluroso. Pacientes vestidos con
batas caminaban cautelosamente por los jardines o se adormilaban en los bancos. La
mayor parte de ellos eran gente mayor que siempre iba sola, y cuando las enfermeras
vestidas de blanco pasaban rápidamente junto a ellos, parloteando en parejas o tríos,

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Thaw se sorprendía ante la compasión demostrada por aquellas animadas jóvenes que
cuidaban de tantos seres a los que la enfermedad había hecho débiles, repugnantes y
solitarios.

Cada semana su respiración mejoraba durante unos días y luego volvía a


empeorar. El señor Clark dejó de fumar y de llamar a su Agnes y se quedó totalmente
inmóvil en la cama. Las profundas arrugas talladas por la experiencia estaban
desvaneciéndose de su rostro; cada día se parecía más a un hombre joven aunque sus
ojos miraban cada uno en una dirección distinta y un lado de su boca se abría en una
sonrisa mientras que el otro permanecía firmemente cerrado. El señor McDade
envejecía en la cama de la derecha. Los huecos que había entre los tendones de sus
mejillas y su cuello se fueron volviendo más profundos. Contemplaba a los médicos y
las enfermeras que pasaban ante él con unos ojos desacostumbradamente abiertos y
enrojecidos. Cada vez hablaba menos con su mujer y sus hijos pero solía volverse
hacia Thaw, murmurando: «Vaya… desastre…, ¿eh?».
Estaba claro que deseaba gozar de algún tipo de compañía en su dolor pero Thaw
murmuraba: «Sí», con los ojos clavados en lo que estuviera dibujando o escribiendo.
El cuaderno de notas se había convertido en una superficie neutral que se interponía
entre el dolor de la sala y el dolor de respirar. Odiaba la idea de abandonarlo para
comer o dormir. De noche, cuando las enfermeras encendían la lámpara que había
sobre su mesa, bastante lejos de él, el cielo veraniego dejaba filtrarse la claridad
suficiente para hacer que su página se volviera una pálida tableta de escriba, y su
mano seguía sombreando enigmáticas cabezas femeninas, y grotescos rostros
masculinos, y monstruos que eran en parte pájaros y en parte máquinas, y enormes
ciudades en las que se mezclaban todos los siglos y estilos de la arquitectura. Después
de medianoche dejaba los libros y se quedaba sentado en la cama, muy tieso,
aferrándose de tal forma a la conciencia que pasaba muchas noches creyendo no
haber dormido. Entonces se daba cuenta de que pese a haber oído el lejano y
melancólico ding-dong del reloj de la torre indicando los cuartos de hora, éste nunca
parecía dar las horas, y en una ocasión vio a las dos enfermeras de noche hablando en
susurros junto a una cama y después, sin haber atravesado la sala, una estaba leyendo
un libro en la mesa central y la otra estaba sentada cerca de ella haciendo ganchillo.
Thaw pasaba la noche entrando y saliendo del sueño, pero lo hacía en un ángulo tan
pronunciado que nunca se daba cuenta de ello. Algunas veces dormía profundamente
y entonces el despertar le resultaba difícil, pues al principio le costaba mucho
reconocer las formas y los sonidos de la sala y respirar era una ciencia maligna que
debía aprender de nuevo al precio de muchas toses y jadeos.

Una noche la enfermera de la sala trajo con ella a una hermana que Thaw nunca había

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visto antes. Se detuvieron junto a la cama del señor McDade. El señor McDade
estaba durmiendo con sus gafas de oxígeno puestas, la boca tragando aire
continuamente y un sonido parecido al de gaitas lejanas brotando de su pecho. La
hermana tendría unos cincuenta años y la rígida toca blanca le daba el aire de una
esfinge perspicaz.
—¡Pobre señor McDade! —dijo—. ¡Que Dios le ayude! —Habló con una voz tan
cargada de austera compasión que Thaw sintió una oleada de calor en su pecho y la
miró con adoración. La hermana fue hacia los pies de su cama, sonrió y le dijo—:
¿Qué tal andas esta noche, Duncan?
—Bien, gracias —murmuró él.
—¿Quieres tomar un poco de cacao?
—Sí, muchísimas gracias.
—Enfermera, ¿puede preparárselo, por favor?
Siguieron avanzando por la sala y un poco más tarde la enfermera le trajo un
tazón de cacao, caliente y dulce, y dos píldoras rosa en una cucharilla.
Thaw despertó bañado por la luz del sol, respirando sin problemas, rodeado por el
animado estruendo de las palanganas que iban siendo repartidas a lo largo de la sala.
Por primera vez desde que entró en el hospital se sintió lo bastante bien para
afeitarse, pero después de acariciarse el vello del mentón se limitó a lavarse la cara y
las manos y se quedó tumbado, disfrutando de la luz y el aire. El señor Clark parecía
estar mucho mejor. Su rostro volvía a ser viejo y pensativo y daba la impresión de
estar dirigiendo una orquesta minúscula con su índice derecho. La cama del señor
McDade estaba vacía y le habían quitado las sábanas y el colchón, dejando el somier
al descubierto. Thaw se imaginó a los callados jóvenes vestidos de negro que se
encargaban de cambiar los cilindros del oxígeno llevándose aquel cuerpecillo con su
pecho de palomo, pero era demasiado feliz y no pudo sentir nada aparte del alivio que
le inundaba. Quería hablar con la gente y hacerles reír. Cuando la enfermera le trajo
el desayuno lo probó y dijo:
—¡Enfermera! ¡Me niego a comerme estas gachas sin el anestésico adecuado!
Volvió a decirlo, más alto. Nadie se dio cuenta, así que lo anotó para contárselo a
Drummond o a McAlpin y siguió comiendo.

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CAPÍTULO XXVII

Génesis
Los rayos del sol iluminaban un jarrón de cristal tallado lleno de primaveras y
campanillas de Canterbury que había sobre la mesa del señor Clark. Thaw estaba
sentado en un sillón admirando el color amarillo manteca de las primaveras con sus
tallos verde claro, y los oscuros tallos con hojas en forma de lanza que terminaban en
las campanillas de un azul púrpura casi transparente. «Púrpura, púrpura», murmuró, y
la palabra le pareció tan púrpura a sus labios como el color a sus ojos. Una enfermera
que estaba haciendo la antigua cama del señor McDade le dijo:
—Duncan, hoy tendrás que portarte mejor que nunca. Vas a recibir un nuevo
vecino. Un sacerdote.
—Espero que no sea demasiado hablador.
—Oh, seguro que lo será. A los sacerdotes les pagan para que hablen.
Colocó biombos alrededor de la cama y alguien con una maleta apareció detrás de
ellos. Después quitaron los biombos y Thaw vio a un hombrecillo de cabello canoso
vestido con un pijama recostado en su almohada. Su vecino empezó a recibir a toda
una serie de damas ya mayores. Las visitantes hablaban rápidamente en voz baja,
consolándole mientras que el sacerdote sonreía y movía la cabeza asintiendo
distraídamente. Cuando se marcharon se puso unas gafas con vidrios que parecían
medias lunas y empezó a leer un libro de la biblioteca.

Thaw estaba sentado en la cama dibujando después de cenar cuando una voz le
preguntó:
—Discúlpeme, pero ¿es usted artista?
—No. Estudio arte.
—Lo siento. Me dejé engañar por su barba. ¿Le importaría enseñarme ese dibujo?
Me encantan las flores.
Thaw le entregó el cuaderno, diciendo:
—No es muy bueno. Necesitaría más tiempo y materiales para hacer que fuera
bueno.
El sacerdote sostuvo el cuaderno delante de su cara y tras haber movido la cabeza
una o dos veces empezó a examinar las páginas anteriores. Thaw estaba algo
preocupado, pero no disgustado. El sacerdote le recordaba un metal grisáceo dotado
de un débil brillo, un objeto de utilidad que había sido levemente descuidado; su
acento era uno de los que más le gustaban a Thaw, el acento de los tenderos, los
maestros y los obreros interesados en la política y la religión.
—Sus flores son preciosas, realmente preciosas —le dijo—. Pero, y espero que no

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se ofenda, los primeros dibujos me han dejado algo confuso. Naturalmente, ya me
doy cuenta de que son muy modernos y demuestran una gran inteligencia…
—Son garabatos, no dibujos. No me encontraba lo bastante bien para hacer
auténticos dibujos.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Seis semanas.
—¿Seis semanas? —dijo el sacerdote con un tono respetuoso—. Eso es mucho
tiempo. Yo espero quedarme sólo unos cuantos días. Quieren hacerme algunas
pruebas y ver cómo reacciono. El corazón, ya sabe, pero no es nada serio. Bueno, y
ahora dígame, ¿qué hace que ciertas personas sean artistas? Me lo he preguntado
muchas veces… ¿Es algún talento natural?
—Desde luego. Todo el mundo lo tiene. A todos los niños les gusta jugar con las
pinturas y los lápices de colores.
—Pero casi ninguno de nosotros logra pasar de esa etapa. Por ejemplo, nada me
gustaría más que ser capaz de pintar un bonito paisaje o el rostro de un amigo, pero
no podría dibujar una línea recta ni aunque me fuera la vida en ello.
—Hoy en día apenas si hay buenos puestos para los trabajadores manuales —le
dijo Thaw—, así que la mayor parte de padres y maestros procuran que los niños no
sigan cultivando ese talento.
—¿Y sus padres le animaron a que siguiera?
—No. Me dejaron jugar con el papel y los lápices mientras era pequeño, pero
aparte de eso querían que alcanzara una buena posición en la vida. Mi padre sólo me
dejó ir a la academia de arte cuando se enteró de que podía conseguir un puesto en
ella.
—¡Entonces su talento tiene que ser algo natural!
Thaw lo estuvo pensando durante unos momentos y le dijo:
—Hay gente que es capaz de seguir esforzándose por conseguir algo no porque
les animen a ello sino porque nunca han aprendido a disfrutar haciendo otras cosas.
—¡Oh, cielos, eso suena más bien lúgubre! Dígame, sólo para cambiar de tema,
¿por qué la pintura moderna es tan difícil de comprender?
—Como hoy en día nadie nos da empleo, tenemos que inventar nuestras propias
razones para pintar. Admito que el arte se encuentra en una situación bastante mala.
No importa, al menos tenemos algunas buenas películas… Han invertido tanto dinero
en la industria del cine que unos cuantos talentos valiosos han encontrado trabajo en
ella.
—Creía que los artistas no trabajaban por dinero —dijo el sacerdote con cierta
picardía.
Thaw no dijo nada.
—Pensaba que se dedicaban a trabajar afanosamente en sus buhardillas hasta que
se morían de hambre o se volvían locos, y que después alguien descubría su obra y la
vendía por miles de libras —dijo el sacerdote.

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—Bueno, el norte de Italia conoció un auténtico boom inmobiliario —dijo Thaw,
empezando a interesarse por el tema—. Los gobiernos locales y los banqueros de tres
o cuatro ciudades, ciudades con el tamaño de Paisley, amasaron grandes riquezas y
pensaron en decorar los edificios públicos, con lo que en un solo siglo esa zona vio
surgir a la mitad de los pintores más grandes de Europa. Sus patronos no eran
hombres altruistas, no, nada de eso. Sabían que sólo podían ganar votos y seguir
siendo populares repartiendo la riqueza que les sobraba en forma de calles hermosas,
grandes edificios, torres y catedrales, con lo que las ciudades se volvieron famosas, se
embellecieron y han sido visitadas desde aquel entonces. Pero hoy en día nuestros
patronos no viven entre la gente a la que dan empleo. Invierten los beneficios
sobrantes en la investigación científica. Los edificios públicos se han convertido en
puras obras de ingeniería, las ciudades se vuelven cada vez más feas y nuestros
mejores cuadros parecen gritos de dolor. ¡No me extraña! Los pocos que los compran
los adquieren igual que si fueran diamantes o sellos exóticos, como una forma de
acumular riqueza exenta de impuestos.
Su voz se había acabado volviendo muy aguda y Thaw bebió rápidamente un
vaso de agua.
—Eso me suena casi a comunismo —dijo el sacerdote—, pero creo que en
Rusia…
—Rusia tiene una clase gobernante todavía más rígida que la nuestra —exclamó
Thaw—, y mientras que al arte occidental se le permite ser histérico, al arte de los
países del Este sólo se le permite ser aburrido. ¡No me extraña! El arte fuerte, bello y
armonioso sólo ha aparecido en pequeñas repúblicas, repúblicas donde la gente y sus
patronos compartían asambleas comunes y un…
Tosió violentamente.
—Bueno, bueno —dijo el sacerdote intentando calmarle—. Me ha dado usted
muchas cosas en qué pensar.
Siguió con su lectura. Thaw clavó los ojos en las flores, pero éstas habían perdido
todo su encanto y frescura.

A la mañana siguiente Thaw estaba sentado en el sillón mientras que el sacerdote


yacía tumbado mirando al techo con las manos cruzadas sobre el pecho.
—He estado pensando que quizá debería hablar con Arthur Smail —dijo de
repente el sacerdote.
—¿Con quién?
—Es el joven que se encarga de la administración de nuestra parroquia: es muy
emprendedor y tiene la cabeza llena de ideas muy modernas. ¿Quiere abrir el cajón de
mi mesita, por favor? Se supone que no debo moverme… ¿Ve una cartera? Sáquela y
mire dentro, encontrará unas cuantas fotos. No, guarde ésa, es de mi hermana. Quiero
que vea mi iglesia.

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Thaw contempló dos fotos que mostraban el interior y el exterior de una iglesia
escocesa de lo más corriente.
—La iglesia parroquial de Cowlairs. Puede que no sea gran cosa pero llevo allí
treinta y dos años, así que me gusta. Me temo que desde el cierre de las fábricas el
distrito ha ido cuesta abajo… Y el Presbiterio ha decidido que el año próximo nuestra
congregación deberá unirse a la congregación de San Rollox, pues no hay miembros
suficientes para justificar el mantenimiento de dos iglesias. San Rollox es una iglesia
que está muy cerca de nosotros, justo al doblar la esquina. ¿Me sigue?
—Sí.
—Bien, las dos congregaciones tienen prácticamente el mismo tamaño, así que
Arthur Smail pensó que si limpiábamos y arreglábamos nuestra iglesia el Presbiterio
haría que la congregación de San Rollox acudiera a nuestra sede en vez de ser
nosotros quienes fuéramos a la suya… ¿Le aburro?
—No.
—El señor Smail trabaja en una firma especializada en remozar establecimientos
y también contamos con el señor Rennie, pintor y decorador, y con dos electricistas,
así que teníamos los conocimientos necesarios para hacer los arreglos y pudimos
disponer de todas las manos que nos hicieron falta. Que yo recuerde, hacía años que
la iglesia no estaba tan limpia y hermosa… Por desgracia (aunque resulta muy
comprensible), San Rollox hizo lo mismo que nosotros y logró hacerlo mejor. Un
miembro de su congregación, al que le habían ido bien las cosas en Canadá, les
mandó un donativo que les permitió limpiar la fachada, algo que nosotros no
podemos permitirnos, así que el señor Smail tuvo una idea… ¿Ha estado alguna vez
en una iglesia escocesa?
—Cuando iba a la escuela.
—Entonces quizá se haya dado cuenta de que en el último siglo estas iglesias han
recuperado bastantes cosas que nuestros antepasados habían abolido. Nada dañino,
por supuesto, como los libros de oraciones y los obispos, sólo pequeños
embellecimientos: púlpitos laterales, órganos, vidrieras de colores e incluso, en
algunos casos, crucifijos sobre la mesa de la comunión. Pero un mural moderno sería
toda una novedad; es posible que los periódicos, la radio y la televisión se fijaran en
él, y eso haría que tuviéramos un as extra en la manga cuando llegara el momento de
tratar con el Presbiterio. Así pues, el señor Smail escribió al director de la academia
de arte preguntándole si podía recomendarnos algún estudiante al cual le gustara
encargarse del trabajo porque… Verá, no podemos pagarle. El director contestó
diciendo que sería una lástima estropear un edificio antiguo con la obra de unas
manos carentes de experiencia. El señor Smail se disgustó mucho. La verdad, si me
permite que se lo diga, es que yo tuve muy poco que ver con todo ese asunto…
Thaw contempló atentamente las fotos. Por delante la iglesia parecía una perrera
de piedra ennegrecida con una torrecita achaparrada, una torre no más alta que los
edificios que la flanqueaban. El interior era sorprendentemente espacioso, y tenía la

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misma forma que la iglesia usada por la vieja escuela de Thaw. Tres lados de la
iglesia estaban circundados por una balconada y el cuarto estaba perforado por el
gran arco de una cancela con tres ventanas de lanceta en la pared de atrás y un órgano
a la izquierda. Su intuición ya le había llevado a ponerse bajo el arco y a observar con
aire crítico las lisas superficies de yeso. Y, de repente, sintió un terrible temor ante la
idea de que no le permitieran decorar aquella iglesia. Devolvió las fotos, murmuró:
«Discúlpeme», y se marchó apresuradamente de la sala.

Atravesó las explanadas cubiertas de césped por entre los brillantes arriates de flores
y acabó dejándose caer en un banco, luchando por recuperar el aliento. Cerró los ojos
y vio el interior de la iglesia. Las imágenes fluían por los muros igual que árboles y
sus colores se mezclaban en el techo como si fueran ramas. Abrió los ojos y
contempló los campos y bosques que se hundían en los Campsies, enturbiados por la
calina. Unas lágrimas de auto-compasión rodaron por sus mejillas.
—Bastardo —le murmuró al cielo azul—, darme ideas sin que tenga la fuerza
necesaria para utilizarlas… —Se golpeó la sien, farfullando—: Toma eso, por tener
ideas. Y esto.
Acabó sufriendo un ataque de risa, se puso en pie y volvió a la sala.

—Tengo que explicarle una cosa —dijo, sentándose junto al sacerdote—. No soy
cristiano. Siento algo parecido a una fe en Dios pero no consigo creer que bajara del
cielo y fabricara carretillas de madera en un taller. La mayor parte de las enseñanzas
de Cristo me gustan y le prefiero a Buda, pero sólo porque Buda empezó en la vida
con unos privilegios sociales excepcionales. Y también siento unos enormes deseos
de pintar ese mural.
Thaw se preguntó si el sacerdote estaba sonriendo, pues se había tapado la cara
con una mano para ponerse bien las gafas, pero cuando bajó la mano le habló con
gran seriedad:
—Si está dispuesto a ello y si lo que propone deja satisfecha a la junta de la
iglesia nos contentaremos con ello. Entre nosotros no hay inquisidores.
—Bien. El techo de la cancela está dividido en seis paneles por junturas de yeso.
El tema más adecuado para ellos es, naturalmente, los seis días de la Creación:
Génesis, capítulo uno.
—¿El techo? El señor Smail pensaba que la pared situada enfrente del órgano
sería el sitio más conveniente.
—La pared que está delante del órgano mostrará el mundo en el séptimo día,
cuando Dios lo contempla y le gusta.
—Sí, eso parece bastante aceptable.
—Bien. Haré unos cuantos esbozos.

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Las ideas que empezó a consignar en su cuaderno crecieron de forma tan rápida que
consumieron energía necesaria para la respiración y tuvo que hacer dos pausas en el
trabajo para que le dieran inyecciones. Dios era la parte más sencilla del dibujo. Le
salió fuerte y omnisciente, como el señor Thaw, pero con una inesperada expresión de
alegría algo traviesa que procedía de Aitken Drummond. A la tarde siguiente le
mostró los esbozos al sacerdote.
—He decidido empezar con el universo antes del comienzo de la creación,
cuando el espíritu de Dios se mueve sobre los abismos. Lo pintaré en la pared de
atrás, alrededor de las tres vidrieras.
—Cielo santo, es una pared muy grande…
—Sí, pero la pintaré con un sencillo azul oscuro en el que haya ondulaciones
plateadas. La ciencia moderna piensa que el caos primigenio era hidrógeno. No
puedo pintar el hidrógeno, así que me atendré al viejo concepto judío de un cosmos
lleno de agua. Los griegos también creían que todo estaba hecho de agua.
—Yo pensaba que según sus creencias el caos primigenio era una mezcla de
átomos y de continua lucha, con el amor fuera de él. Después el amor logró entrar en
ese caos, expulsando a la lucha y uniendo los átomos unos a otros.
—Usted habla de Empédocles. Yo hablo de Tales, que era anterior.
—Posee usted una gran erudición.
—Nos hace falta. Hoy en día no podemos depender de la educación que nos den
nuestros patronos. Tradicionalmente, en la etapa del caos, el espíritu de Dios era
mostrado bajo la forma de un pájaro. Yo le pintaré como hombre y le pondré sobre el
ápice de la vidriera central. Será pequeño, y estará en la misma postura que quien se
zambulle en el agua, y consistirá en una silueta negra, para que no podamos ver si
viene hacia nosotros o si se aleja. Es la semilla que fertiliza el caos, la palabra que lo
ordenará convirtiéndolo en mundos.
—Perfectamente ortodoxo.
—Aquí está el techo. El primer panel muestra la obra del lunes, la creación de la
luz. Un huevo dorado con Dios dentro flota sobre las aguas oscuras. Dios está
desnudo, perfectamente visible, y convencionalmente se le representa como a un
hombre vigoroso de mediana edad.
—Su expresión resulta un tanto inquietante, ¿no?
—Puedo suavizarla. En el martes tenemos la creación del espacio y la colocación
del firmamento que divide las aguas de arriba y las aguas de abajo. Dios está metido
hasta la cintura en las aguas inferiores, alzando un cielo en forma de tienda por
encima de su cabeza. La luz llena la tienda. El miércoles las aguas inferiores son
obligadas a retroceder y la tierra firme es colocada en su centro y vestida con hierba,
flores, plantas y árboles. Los judíos parecían estar obsesionados por el agua, hacen
que Dios luche con ella durante un día y medio de trabajo.
—Vivían en el delta del Éufrates —dijo el sacerdote—. Allí el agua no sólo caía

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del cielo sino que cuando había inundaciones llegaba a salir del suelo en manantiales
burbujeantes. Nutría sus cosechas y sus rebaños y también era bastante frecuente que
acabara ahogándoles.
—Comprendo. Jueves: noche y día, sol, luna, estrellas. Viernes: peces y aves.
Con cada adición a su universo Dios se encuentra más escondido detrás de él, hasta
que el sábado sólo podemos ver su nariz en una nube, insuflando la vida en Adán,
quien está despertando entre las criaturas que hay bajo la nube. Adán se parece a Dios
pero tiene una expresión más pensativa. Por último, aquí tiene la pared que hay
delante del órgano. Adán y Eva están arrodillados acariciándose junto al río que brota
del árbol de la vida. El pájaro del árbol es un ave fénix. Aún me quedan por concretar
unos cuantos detalles más.
—Naturalmente —dijo el sacerdote después de un largo silencio—, admiro la
habilidad y la concienzuda atención que ha puesto en todo esto y estoy seguro de que
la junta opinará lo mismo. Pero me temo que no le permitirán pintar a Dios de esa
forma. No. Comprenda, asustaría a los niños. Pero todo lo demás resulta excelente:
luz, espacio, océanos, montañas, todos esos pájaros y animales… pero Dios no. Oh,
no.
—¡Pero sin Dios entonces tenemos un puro retrato evolutivo de la creación! —
gritó Thaw.
—Creo que la idea mosaica de que Dios se encuentra mucho más presente cuando
menos se intenta representarlo tiene bastantes virtudes. Y sería una pena asustar a los
niños —dijo el sacerdote, cerrando los ojos.
—Muy bien —dijo Thaw pasados unos segundos—. Le quitaré del techo. Pero
debo pintarle zambulléndose a través del caos. Eso es imprescindible.
—Supongo que allí casi nadie le verá. Estoy seguro de que Arthur Smail no le
pondrá ninguna objeción.

Durante la visita médica de la mañana siguiente el jefe del departamento se detuvo


ante la cama de Thaw y dijo:
—El señor Clark y el señor Thaw son nuestros inquilinos más antiguos. Todos los
otros pacientes que estaban en la sala cuando se les admitió se han curado o han
acabado saliendo con los pies por delante, pero estos dos pacientes presentan un ciclo
repetitivo de mejora y empeoramiento. El señor Clark tiene setenta y cuatro años, así
que su caso goza de cierta excusa. Pero tú no tienes ninguna excusa, Duncan. ¿Por
qué lo haces?
—No lo sé —dijo Duncan.
—Entonces, yo te lo explicaré —le dijo el jefe del departamento con voz jovial—.
Y no te enfades… Eres lo bastante inteligente y duro para comprenderme, y ésa es la
razón de te lo diga a la cara. Caballeros, la enfermedad de este paciente se llama
adaptación. Permítanme que les dé un ejemplo de adaptación. Un hombre de treinta

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años que siempre ha trabajado pierde su empleo sin que ello sea culpa suya. Durante
dos o tres meses busca trabajo pero no consigue encontrar ninguno. El dinero del
despido acaba agotándose y pasa a cobrar del paro. En tales circunstancias su energía
y su iniciativa son una carga para él. Le hacen sentir deseos de romper cosas y darle
puñetazos a la gente, así que, instintivamente, su metabolismo empieza a reducir el
ritmo normal. Se deprime y se vuelve perezoso. Pasan uno o dos años y cuando por
fin se le ofrece un empleo lo rechaza. El estar sin trabajo se ha convertido en su
forma de vida. Se ha adaptado a ella. Igual que en ese caso, ciertas personas vienen
aquí con enfermedades bastante comunes que, después de una mejora inicial, dejan
de responder al tratamiento. ¿Por qué? En ausencia de otros factores, debemos
suponer que el paciente se ha adaptado al mismísimo hospital. Ha retrocedido a un
estadio infantil en el cual sufrir y ser alimentado regularmente le parecen una
situación más cómoda y segura que estar sano. Y, cuidado, no es que esté fingiendo.
La adaptación ha tenido lugar en una región donde la mente y el cuerpo resultan
indistinguibles. Por lo tanto, ¿qué vamos a hacer? En tu caso, Duncan, vamos a hacer
lo siguiente. Basta de efedrina, isoprenalina, supositorios de aminofilina, sedantes o
píldoras para dormir. A partir de ahora no te daremos nada, nada salvo una inyección
si es que los ataques son realmente malos. Y si el viernes próximo no te encuentras
bien, te daremos una aguja hipodérmica, una botella de adrenalina y te echaremos a la
calle. Naturalmente, si estuviéramos en los Estados Unidos y si tu padre fuera rico
podríamos ganar montones de dinero conservándote aquí dentro hasta que estirases la
pata, por lo que puedes considerarte afortunado. Y ahora vamos a echarle un vistazo
al sacerdote de la iglesia parroquial de Cowlairs. Biombos, por favor.

Thaw se quedó inmóvil en su lecho, temblando de indignación. Cuando el jefe del


departamento hubo abandonado la sala se levantó, se puso la bata y salió a toda
velocidad. Unos instantes después se encontraba corriendo por los jardines del
hospital, murmurando:
—De acuerdo, me iré. Me iré ahora mismo. Pido un taxi y me voy ahora mismo.
Se apoyó en el parapeto de un puente que atravesaba una gran zanja situada junto
a la torre del reloj. Los raíles del fondo quedaban escondidos por los tallos de hierba
y un montón de cestas de mimbre medio rotas. La pendiente estaba llena de zarzales
y matorrales de saúco, pero a través de ellos divisó un andén lleno de grietas, cubierto
de musgo y desperdicios. Pensativo, volvió lentamente a la sala.

Un hombre de unos treinta años muy aseado y pulcro estaba sentado junto a la cama
del sacerdote.
—Duncan —le dijo el sacerdote—, éste es el señor Smail, el secretario de nuestra
junta. Le he estado enseñando sus nuevos bosquejos y le han dejado muy

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complacido.
—Son impresionantes —dijo el señor Smail—, aunque, naturalmente, no soy
ningún entendido en arte. Lo que me preocupa es el aspecto práctico y me alegra
mucho ver que por fin nos hemos puesto en movimiento. Con su permiso, le enseñaré
estos diseños a la junta el domingo que viene.
Dio unas palmaditas sobre el reluciente maletín que descansaba en su regazo.
—Si quiere puedo hacer unos bosquejos más elaborados —dijo Thaw.
—Oh, no, no es necesario. Si nuestro sacerdote está contento con ellos no habrá
nadie que se queje…, abiertamente, al menos. Naturalmente, ya sabe que somos una
parroquia con muy pocos recursos y que no podemos pagarle. Sin embargo, creo que
poseo los contactos suficientes como para asegurarle una buena publicidad en cuanto
haya completado la obra. No, no pensamos ocultar su luz debajo de un celemín. Bien,
¿cuánto tiempo tardará?
Thaw pensó en ello. No tenía ni la más mínima idea.
—Quizá tres meses —dijo cautelosamente.
—¿Y cuándo podría empezar?
—Tan pronto como vuelva a estar bien —dijo Thaw, sintiéndose repentinamente
bien—. De hecho, el viernes saldré de aquí.
—Entonces cuando llegue la Navidad ya habrá terminado… Bien. Eso nos dará
tiempo para quitar el andamio antes de celebrar el servicio de la Nochebuena. Quizá
pudiéramos combinar la ceremonia de consagración y la misa navideña… ¿Qué le
parece?
—No lo creo —dijo el sacerdote—. No. Pero podría combinarse con el servicio
del último día del año.
—Bien. Una iglesia con nueva decoración para recibir el año nuevo. Eso le dará
al Presbiterio algo en que pensar.
Thaw sintió una cierta alarma en lo más hondo de su ser.
—La zona a pintar es inmensa —dijo—. Necesitaré mucha ayuda. No hace falta
que sean expertos… Basta con que sean personas capaces de extender una capa de
color dentro de las siluetas que yo les indicaré con tiza.
—Oh, yo mismo le ayudaré. He estado practicando con el techo de la cocina. Y
estoy seguro de que el señor Rennie también podrá echarle una mano: es el que va a
encargarse de los andamios. No se preocupe, no nos faltará ayuda.
Thaw cogió las tijeritas que había en el cajón del sacerdote y cortó un pedacito de
su bata.
—Para empezar —dijo—, hay que pintar todas las superficies de escayola de la
cancela con este color, un azul oscuro que casi llega al violeta, y hay que usar una
pintura de buena calidad y luego darle un acabado con dos capas de barniz por lo
menos.
El señor Smail lo anotó en su agenda y colocó el trocito de tela entre sus páginas.
—Déjemelo a mí —le dijo—. Y quizá la semana que viene pueda darme una lista

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con los materiales que necesita. Con mis contactos, estoy seguro de que podré
conseguirlos a precio de saldo.
Thaw se acostó en su cama con una sensación de poder casi napoleónica.

El viernes volvía a estar enfermo. La noche anterior la enfermera de la sala le había


dado una jeringuilla hipodérmica, algodón, alcohol y una botella de adrenalina tapada
por una membrana de goma. Le había mostrado cómo utilizarlo todo y su padre llegó
un poco después con ropa y dinero. Thaw se vistió con bastante dificultad, contempló
con expresión apenada al señor Clark (que estaba volviendo a fumar) y se despidió
del sacerdote. Telefoneó a un taxi desde el vestíbulo y en cuanto vino se acurrucó en
el asiento trasero, reconfortado por el siseo de los neumáticos sobre el asfalto mojado,
pues al fin había empezado a llover.

Bajó en la academia de arte y subió lentamente hasta la sala llamada «el museo»,
donde había varios estudiantes escribiendo ante sus mesas. Rellenó el impreso de
matrícula para su último año y lo llevó por un pasillo, dándose cuenta de que los
oscuros paneles de las paredes, los dioses de yeso y las chicas de pantalones ceñidos
ya no le parecían emocionantemente sólidos sino insignificantes, como la foto de una
calle que le había sido familiar pero que ya no lo era. Había cola ante la puerta del
encargado así que se metió en un estudio vacío e inyectó seis unidades de adrenalina
en el músculo de su pantorrilla. Poco después entraba en el despacho del encargado,
pareciendo eficiente y seguro de sí mismo por fuera pero relajado y algo soñoliento
por dentro. Le entregó el impreso y el encargado le dijo que tomara asiento.
—Bien, Thaw, ¿qué tal van las cosas?
—No del todo mal, señor. Me han ofrecido un trabajo realmente importante. —Le
habló del mural y dijo—: ¿Cree que podría dedicarme a él hasta la Navidad?
—No veo por qué no. En junio, cuando llegue el examen para el diploma, la
academia puede llevar a los asesores a la iglesia para ver lo que ha hecho. Hable de
ello con el señor Watt.
—¿Puedo decirle que usted aprueba la idea?
—No. Ni la apruebo ni la desapruebo; no tiene nada que ver conmigo. El señor
Watt es su jefe de departamento.
—Quizá no me dé el permiso.
—Oh. ¿Por qué no?
—Ya me ha concedido una gran dosis de libertad… Libertad para pintar en mi
propio estudio, quiero decir.
—¿Y bien?
—No tengo nada que mostrar a cambio; quiero decir que no he terminado
ninguna obra.

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—¿Por qué?
—Problemas de salud. Pero ahora ya estoy recuperado. Si quiere puedo
demostrarlo con certificados médicos.
El encargado suspiró, se frotó la frente y dijo:
—Váyase, Thaw, váyase. Hablaré con el señor Watt.
—Gracias, señor Peel —dijo Thaw, poniéndose en pie sin perder un segundo—.
Se ha portado usted terriblemente bien conmigo.

Cuando volvió a casa en el tranvía se sentó junto a una señora con una bolsa de la
compra que le estuvo mirando un rato de reojo y acabó diciéndole:
—Tú eres Duncan Thaw, claro.
—Sí.
—No me recuerdas.
—¿Era amiga de mi madre?
—¿Amiga de tu madre? Fui la mejor amiga que tuvo Mary Needham en toda su
vida. Trabajé con ella en Copland y Lyes mucho, mucho antes de que tu padre
apareciera en escena. Cuidado —añadió con expresión pensativa—, había muchas
otras convencidas de que eran las mejores amigas de Mary. Conocía a montones de
gente y todo el mundo confiaba en ella. Los vecinos eran capaces de contarle que no
podían verse entre ellos… Pero ya ves, se fue. Y lo mismo le pasó al bueno de tu
abuelo.
Su tono de voz irritó a Thaw. Apenas si podía recordar al padre de su madre, un
hombre alto con un bigote blanco que vivía en una pequeña villa situada a una
manzana de distancia.
—Claro que la primera en irse fue tu abuelita —dijo con un suspiro—. Tú querías
mucho a tu abuelita.
—¿Ah, sí? —preguntó Thaw sorprendido, porque no podía recordar haber tenido
una abuela.
—Oh, sí. Cada vez que te peleabas con tu madre (siempre fuiste un niño difícil)
ibas corriendo a casa de tu abuelita y ella te mimaba y te consentía y te daba todos los
caprichos. Cuando murió te llevaste un gran disgusto. Solías ir hasta su puerta trasera
y te sentabas en el suelo llorando y llamándola.
—¿No me estará confundiendo con otro?
—¿Con quién iba a confundirte? No va a ser con tu hermana… Entonces aún no
tenía ni dos años de edad. Menuda es tu hermana. —Un instante después se rió y dijo
—: Cuidado, que Mary también fue de aúpa en sus tiempos. Oh, sí, me tenía
impresionada. Yo siempre fui más bien tímida. Recuerdo que un sábado quedamos
para encontrarnos con dos chicos delante del monumento a Scott. Los chicos
trabajaban en una mercería y era mi primera cita, y me presenté con toda puntualidad,
hecha un cromo. Los chicos hicieron lo mismo que yo. Esperamos media hora y

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entonces llega Mary, cogida del brazo de un soldado australiano que medía más de
metro ochenta. Aquel verano Glasgow estaba llena de soldados australianos. Pasó
junto a nosotros sin decir ni una palabra, y lo único que hizo fue guiñarme el ojo
disimuladamente. El pobre Archie Campbell se quedó destrozado. «¿Cómo has
podido ser tan cruel?», le pregunté al día siguiente. Y ella me dijo: «Oh, venga, ¿de
qué otra forma puedes tratar a hombres que llevan polainas?». Y en otra ocasión se
pasó tres noches seguidas saliendo con tres chicos distintos. «¿Cómo puedes hacer
eso?», le pregunté. Y ella me dijo: «Ésta es la semana de la ópera. No puedo
permitirme ir tres noches pagándomelo yo». Uno de esos chicos era tu padre y nadie
se quedó más sorprendida que yo cuando Mary Needham se casó con Duncan Thaw.
Bueno, al final acabó aprendiendo.
—¿Qué aprendió?
—Nada, pero era sorprendente. Jamás habría pensado que acabara casándose con
Duncan Thaw. Y pasaron cuatro años antes de que tú aparecieras en escena.
Thaw llegó a casa tres horas antes de que su padre volviera del trabajo. La
chimenea ya estaba preparada. Encendió el fuego, cogió un montón de partituras del
piano y las desparramó sobre la alfombrilla: adaptaciones baratas de Rossini y Verdi,
las canciones de Burns y traducciones sensibleras del gaélico: Llamad a las ovejas y
Junto a la luz de la hoguera de turba. El poco familiar apellido de soltera de su
madre estaba escrito con una letra clara y precisa sobre el reverso de la tapa y la tinta
se había vuelto de un borroso color marrón, así como la dirección de sus abuelos en
Cumbernauld Road, y las fechas en que se compraron las partituras: ninguna antes de
1917 o después de 1929, cuando se casó.
Thaw miró hacia una foto de la boda que había sobre la chimenea, sintiendo una
repentina curiosidad. Su padre (tímido, contento, joven y algo ridículo) le daba el
brazo a una joven delgada y sonriente vestida con uno de aquellos trajes de novia
hasta la rodilla que habían estado de moda en los años veinte. Sus zapatos de tacón
hacían que ella pareciera la más alta de los dos. Thaw no logró encontrar ninguna
relación entre aquella alegre dependienta llena de canciones y atrevimiento sexual y
la mujer flaca y de expresión ceñuda que recordaba. ¿Cómo era posible que una se
hubiera convertido en la otra? ¿O eran como partes distintas de un globo, haciéndolo
girar con el tiempo hasta que el rostro ceñudo quedaba bajo la luz mientras que el
alegre se perdía en las sombras? Pero ahora sólo unos cuantos viejos recordaban su
juventud y pronto tanto su juventud como su madurez quedarían totalmente
olvidadas. «¡Oh, no! ¡No!», pensó y, por primera y única vez en su vida, sintió una
punzada de pura pena en la que no había rabia ni auto-compasión. No podía llorar
pero un témpano de lágrimas congeladas flotaba cerca de su superficie, y Thaw supo
que aquel témpano flotaba dentro de todo el mundo, y se preguntó si lo sentirían tan
raramente como él.

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Se quedó dormido con la cabeza sobre el montón de partituras y despertó una hora
después sintiéndose tan bien que arrojó la jeringuilla y el frasco de adrenalina al cubo
de la basura y se bebió un trago del alcohol que le habían entregado. Le produjo el
mismo efecto que un vaso de whisky tomado en buena compañía, pero tenía un sabor
tan abominable que derramó el resto sobre el paquete de algodón y lo arrojó al fuego.
La explosión de llamas resultante subió satisfactoriamente por la chimenea.

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CAPÍTULO XXVIII

Trabajo
Dos semanas y media después Thaw se encontraba sobre una plataforma de tablas
situada a doce metros por encima del suelo de la cancela, con una tiza y una regla en
las manos. Trazaba líneas sobre la bóveda azul e iba cantando:

«Inmortal, invisible, sólo Dios es sabio,


En luz inaccesible oculto a nuestros ojos,
Bendito seas, glorioso eres, Anciano de los Días,
Omnipotente, victorioso, bien sabías lo que hacías cuando me creaste».

Oyó las risas de quienes le ayudaban en los niveles inferiores del andamiaje y en
las escaleras apoyadas contra las paredes. Venían dos noches a la semana: el señor
Smail, el señor Rennie, el decorador, un joven electricista y una chica de dieciséis
años que quería ir a la academia de arte. El señor Rennie era el más útil de todos:
tenía sesenta años aún robustos y había asistido a clases nocturnas de rotulación y
cartelismo. Ahora estaba cubriendo la gran arcada de la pared azul oscuro con una
delicada y elegante pauta de olitas plateadas, poniendo en la tarea toda su habilidad y
una amorosa paciencia. Los demás no trabajaban tan bien como él pero se esforzaban
con idéntico empeño, exceptuando a la chica, que no podía soportar las alturas. La
mayor parte del tiempo lo pasaba sentada en la primera fila de bancos haciendo
dibujos de ellos mientras trabajaban. Les gustaba porque era bonita y preparaba té y
bocadillos.

A comienzos de noviembre el techo estaba tan lleno de siluetas que los delicados
dibujos de la pared de las vidrieras parecían insípidos, por lo que Thaw usó su tiza
para colocar en ella peñascos, llamas y nubes y preparó nuevas latas de colores para
pintarlos.
—Me temo que ha herido los sentimientos del señor Rennie —dijo el señor Smail
subiendo a la plataforma aquella noche.
—¿Por qué?
—Ha enterrado muchas horas en esa pared. Estaba orgulloso de ella.
—No me extraña. Era preciosa. Esta idea es mejor pero sólo se me ocurrió en
cuanto vi lo bien que él había llevado a cabo mi idea original. Y cuando estén
pintadas las rocas, las nubes y el fuego aún quedará visible una cuarta parte de su
agua. Iré abajo y se lo explicaré.
Pero cuando bajó el señor Rennie ya se había marchado, y no volvió. Después de

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aquello los otros ayudantes dejaron de venir. Thaw les echó de menos, pues le
gustaba trabajar en compañía de otras personas y disfrutaba charlando mientras
tomaban té y bocadillos. Pero las zonas principales ya estaban terminadas, por lo que
podía empezar a encargarse de los cambios y los retoques finales.

Cada mañana su paleta, limpia y cargada de pintura nueva, le parecía más bonita
que cualquier mural posible. Mientras subía a la plataforma casi lamentaba que
aquellas manchitas de intenso colorido con forma de lágrimas (violeta de Nápoles y
amarillo caléndula, rojo indio y escarlata, verde esmeralda y los dos tonos de azul) no
pudieran ser esparcidos sobre las paredes en toda su vivacidad tropical. Para mostrar
la distancia y el peso había que mezclarlos unos con otros, así como con el blanco, el
negro y el marrón. Y, sin embargo, resultaba casi mágico el que los pelos del cerdo
unidos a un palito para extender un aceitoso fango amarronado sobre una superficie
gris claro pudieran hacer que una línea de colinas apareciera recortándose contra el
cielo de un amanecer. A medida que aplicaba la pintura su mente se convertía en un
mero eslabón entre la mano, el color, el ojo y el techo. Cuando bajaba para
contemplar su obra desde el suelo de la iglesia tenía fugaces momentos de una
excitación egoísta, pero su mente estaba harta de alzarse sobre algo tan frágil y
miserable como él mismo, y le alegraba trepar de nuevo al lugar donde la vista, el
pensamiento, los miembros, la pintura, los sentimientos y los pinceles eran una caja
de herramientas que el mural necesitaba para completarse a sí mismo. Cuando su
concentración en aquel trabajo tan especialmente puro llegaba al máximo solía tener
extrañas fantasías sexuales. Se libraba de ellas masturbándose rápidamente unas
cuantas veces, lo cual le dejaba libre durante el par de días siguientes.

Cuando hacía una pausa para escuchar, los ruidos habituales que oía eran los del
tráfico exterior y el clickclick… clickclick del reloj de la torre. Algunas veces oía el
eco de unos pasos procedentes de las habitaciones, cocinas y pasillos situados en la
parte trasera del edificio y los días laborables, al mediodía, le llegaba el apagado
estruendo de una sala usada como comedor por la escuela local. El único visitante
regular era el viejo sacerdote, que venía por las tardes después de atender a los
parroquianos en la sacristía. Tomaba asiento en el primer banco y se quedaba tan
quieto, contemplando el techo en un silencio boquiabierto, que Thaw solía olvidarse
de su presencia hasta que encontraba defectos en alguna nube, ola o animal y gritaba:
«¡No es así como tendrías que ser!». Después miraba hacia abajo y añadía: «Lo
siento», pero el sacerdote se limitaba a sonreír y meneaba la cabeza.
—No lo tendrá terminado para el servicio de Nochebuena, ¿verdad? —le dijo una
noche cuando Thaw bajaba del andamio para limpiar los pinceles.
—Lo siento. Probablemente no.

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—Oh, qué pena. Verá, la gente está empezando a quejarse. ¿Cuándo cree que
estará terminado?
—¿Cuándo tiene que verlo el Presbiterio? —preguntó Thaw torciendo el gesto.
—Supongo que como máximo en junio. Pero seguramente podrá terminarlo antes,
¿no? ¿Qué le parece el domingo de Pascua? Eso le da por lo menos cuatro meses
extra.
—Oh, probablemente para entonces ya lo habré terminado —dijo Thaw, no
queriendo comprometerse.
—Bien, ¿es una promesa? ¿Puedo decírselo a la junta?
—Sí. Es una promesa —dijo Thaw frunciendo el ceño.

Poco después de Navidad Thaw estaba almorzando en la mesa de la comunión


cuando una señora de mediana edad entró en la iglesia. Su cabello era una nube de
irritados rizos grises. Vestía una bata blanca. Miró a Thaw, contempló el mural y se
volvió de nuevo hacia él.
—¡Señora Coulter! —dijo Thaw, y corrió hacia ella.
—¿Sí, Duncan?
—¿Qué está haciendo aquí? ¿Trabaja en el comedor de la escuela?
—Ayuda a ganarse las perras.
—¿Cómo está? ¿Qué tal le va a Robert?
—Supongo que bien. Claro que está algo enfadado contigo. Lo menos que podías
hacer era ir a la boda.
—¿Robert casado? No llegué a enterarme.
—Se te mandó una invitación hace tres semanas.
—Pero es que no he ido a casa. Ahora duermo aquí.
—¿Aquí?
—Tengo un colchón detrás de ese banco. ¿Qué tal andan sus estudios?
—Oh, los dejó hace un año. Ahora está en Dundee y escribe la página deportiva
del North East Courier.
—¿Robert periodista?
—Sí. Eso de escribir siempre le gustó.
—¡Nunca me lo dijo!
—No quería decírtelo. Mira, Duncan, cuando te exaltas no hay forma de que
nadie meta baza. Bueno, verás, la editorial Thomson puso un anuncio pidiendo
periodistas, y Robert les mandó una historia que había escrito. No sé por qué, estaba
haciendo grandes progresos en sus estudios… Bueno, el caso es que le contrataron y
ahora se ha casado con una chica que trabaja en una de sus agencias.
—Tengo que escribirle.
—Oh, nunca le escribirás. Estás demasiado ocupado contigo mismo. Pero
supongo que ésa es la única forma de llegar a ser algo en este mundo…, aunque no

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parece que tú hayas llegado muy lejos.
Contempló la bata manchada de pintura que Thaw llevaba encima de su mono. Su
madre se la había hecho con una gruesa manta gris del ejército y resultaba caliente y
a prueba de corrientes de aire.
—Dígale a Robert que siento mucho haberme perdido la boda —le dijo Thaw, no
sabiendo qué cara poner.

El púlpito estaba protegido de las corrientes de aire y calentado por una estufilla
eléctrica. Cuando hacía frío Thaw descubrió que era más cómodo dormir en aquel
suelo octogonal que tumbado en el colchón, y acabó acostumbrándose tanto a dormir
allí que cuando llegó la primavera aún seguía haciéndolo. Las palmas de sus manos
se habían vuelto callosas de tanto trepar por los tubos de acero. El techo quedó
terminado antes de Pascua y se pudo quitar el andamio. Thaw, usando escaleras,
empezó a trabajar en la gran pared que daba al órgano.
—¿Cuándo terminarás esto, Duncan? —le preguntó un día el señor Smail.
—No lo sé.
—¡Pero, cielo santo, pediste tres meses y ya llevas siete! ¡Y el Presbiterio vendrá
a inspeccionar esto en junio y tendríamos que empezar a preparar lo de la publicidad
tan pronto como fuera posible!
—Podrá enseñárselo a los periodistas dentro de dos semanas —dijo Thaw
después de pensárselo unos segundos—. No estará terminado, pero parecerá como si
lo estuviera.
—¿Tengo tu palabra de honor al respecto?
—Oh, sí, tiene mi palabra de honor, si es que la quiere.
Cuando el señor Smail se marchó Thaw bajó de la escalera y examinó el panel de
la arcada con el ceño fruncido. En la parte superior un ave fénix se hundía entre las
llamas que rodeaban las hojas y el fruto amarillo del árbol de la vida, cuyas ramas
daban refugio a cuervos, palomas, chochines y ardillas. El esbelto tronco oscuro
dividía la pared en dos y emergía de la hierba pintada en primer plano. Los conejos
mordisqueaban las primaveras, un topo horadaba el suelo y una cierva lamía a su
cervato. Había la suficiente cantidad de presas para mantener con vida a los
predadores y nerviosos a los herbívoros: un zorro le traía un faisán a sus cachorros,
un búho de plumaje leonado posado en el árbol del conocimiento sostenía un ratón en
su garra mientras que otros ratones jugueteaban por entre las hojas muertas que
cubrían las raíces. El hombre y la mujer desnudos que se abrazaban bajo el gran árbol
del conocimiento se reflejaban con toda claridad en un estanque lleno de juncos y
lirios. El estanque, inicio de un río, contenía un salmón que atrapaba un insecto y las
torrecillas formadas por las larvas de frígano sobre los guijarros cubiertos de algas.
Thaw estaba bastante satisfecho de todo aquello. Sus problemas empezaban en el
fondo, donde la historia iba desarrollándose por entre los meandros y el delta del río

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en su camino hacia el mar. Cuanto más trabajaba esa zona, más frecuentemente
aparecía la furiosa figura de Dios, y más veces tenía que eliminarla: Dios expulsando
a Adán y Eva por aprender a distinguir el bien del mal, Dios prefiriendo la carne a los
vegetales y haciendo que el primer agricultor odiara al primer pastor, Dios limpiando
la pizarra del mundo con agua y dejando sólo la cantidad de números suficientes para
empezar nuevamente la multiplicación, Dios confundiendo sus lenguajes para evitar
que la unión de las naciones llegara hasta los cielos en Babel, Dios diciéndole a la
gente que invadiera, exterminara y esclavizara en su nombre, y dejando después que
los otros les hicieran lo mismo a ellos… Un desastre detrás de otro llenando el
horizonte hasta que Thaw sintió deseos de taparlo con la colina y el cadalso donde
Dios, cansado de su propia naturaleza violenta, intentaba lograr que la compasión
divina entrara en el mundo ajusticiándose como el criminal que era. Resultaba
cómico pensar que lo conseguía diciéndole a las personas que se amaran y no se
hicieran daño unas a otras. Thaw dejó escapar un gemido y dijo:
—Odio verme obligado a tratarte así pero no pienso alterar los hechos. Admiro la
mayor parte de tu obra e incluso estoy de acuerdo con las eras glaciales, aunque
hicieron que mis antepasados se convirtieran en carnívoros. Me asombra tu modo de
hacer que la fertilidad lleve al desastre y de reparar el desastre con más fertilidad. Si
fueras un escarabajo pelotero que empujara el sol por encima del horizonte, si
tuvieras la cabeza de un halcón o los cuernos y las patas de una cabra lo
comprendería y me inspirarías simpatía. Si fueras el director de un comité de jefes de
departamento griegos eternamente enfrentados unos con otros me caerías
estupendamente. Pero tu libro afirma que eres un hombre, el único hombre perfecto
del cual todos somos copias imperfectas, y después de eso tienes el mal gusto de
aparecer como personaje de la obra y mostrarnos que eres socialmente repulsivo.
Nunca has aprendido modales. Hay muy pocos hombres que traten tan mal a sus hijos
como tú tratas a los tuyos. ¿Por qué no me diste una estación de ferrocarril que
decorar? Habría sido fácil pintar la gloria de Stevenson, Telford, Brunel y un cuarto
de millón de marineros irlandeses. Pero aquí estoy, ilustrando tu desacreditado primer
capítulo mediante una forma artística anticuada en un edificio que corre peligro de ser
derribado y que se encuentra en la provincia más pobre de un imperio que se
derrumba. Sólo el milagro de mi genio impide que me deprima por ello, y aun así mis
pinceles se atascan en la teología, esa hija bastarda de las ciencias. Permíteme
recordarte que una pintura, antes de ser nada más, es una superficie en la cual se
colocan colores siguiendo un cierto orden. En este mural hay demasiado azul y será
mejor que no lo tape con más pájaros. Supongo que poner otra nube no haría daño,
una nube de tormenta encima del Sinaí, un nubarrón en forma de carroza contigo
encima, muy oscuro y presbiteriano… Si te hago lo bastante pequeño es posible que
el señor Smail no se fije en ti y de todas formas la composición no necesita tener un
hombretón en el centro.

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Dos días después le entregaron un telegrama que decía: VUELVA
INMEDIATAMENTE A LA ACADEMIA DE ARTE. EXAMEN DEL DIPLOMA
EMPEZÓ AYER. PETER WATT. La academia le pareció más pequeña y miserable
que nunca y cuando entró en ella los estudiantes le acogieron con vítores burlones.
—Más vale tarde que nunca, Thaw —murmuró Watt, y le entregó una hoja de
papel en la que se le exigía hacer los bosquejos para decorar la pared del comedor de
un transatlántico de lujo.
Thaw cogió una lámina y se pasó la mañana llenándola con un tritón y una sirena
que intentaban atraparse la cola con un cuchillo y un tenedor.
—No se me ocurre nada mejor, señor Watt —le dijo finalmente—. Me vuelvo a la
iglesia.
—¡Espera un momento! Tienes seis semanas para llevar a cabo el examen. La
mitad de tu calificación para el diploma se basa en él…
—Ya lo sé, señor. Lo siento, pero tengo que volver a Cowlairs. Verá…
—No volverás a Cowlairs. Vendrás conmigo ahora mismo a ver al encargado.

Thaw tuvo que esperar ante la puerta del despacho durante diez o quince minutos y al
final la secretaria le dijo que entrara, lo cual era una formalidad bastante fuera de lo
acostumbrado. El señor Peel y el señor Watt estaban sentados detrás de una gran
mesa, con una silla solitaria colocada a cierta distancia de ésta, de cara a ellos. Los
dos hombres parecían tan sólidamente amenazadores que Thaw bizqueó
instintivamente para no verles con claridad.
—¿Tienes alguna queja acerca de cómo se te ha tratado en esta academia, Thaw?
—le preguntó por fin el encargado.
—Ninguna. Se me ha tratado muy bien.
—Cierto. Y, sin embargo, has hecho caso omiso de nuestros consejos, has
desafiado nuestra autoridad y no sólo nos has obligado a prescindir de nuestras reglas
sino que has llegado a hacernos improvisar nuevas reglas para evitar tu expulsión.
Naturalmente, nos hemos dejado influir por tu mal estado de salud… y no me refiero
meramente a tu salud física.
A esto siguió otro silencio, por lo que Thaw dijo: «Gracias, señor».
—Cuando empezaste a estudiar aquí firmaste una solicitud de matrícula. Ese
impreso era un contrato, un contrato que has renovado al comienzo de cada nuevo
año académico. La sociedad se basa en los contratos, Thaw. El gobierno, los negocios
y la industria son el resultado de gente que hace promesas y que se esfuerza por
cumplirlas. A cambio de recibir el dinero de la beca tú te comprometiste a estudiar
aplicadamente para conseguir el Diploma de Pintura del Departamento Escocés de
Educación. Esta academia existe para conceder ese diploma. El señor Watt me ha
dicho que te niegas a hacer el examen.
—Pero si ya lo he terminado.

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—¿Qué van a pensar del examen los demás estudiantes si se te permite hacerlo en
sólo medio día de trabajo? —le preguntó el señor Watt.
—Señor Watt, comprendo que las escuelas necesitan tener exámenes —dijo Thaw
—, y admito que muchos estudiantes no harían ni el más mínimo esfuerzo si no se les
recompensara con un rollo de papel impreso por el gobierno. Y, señor Peel, me ha
emocionado mucho oírle defender los contratos y las promesas, porque si no se los
defendiera viviríamos en la más pura y simple anarquía. No puedo negar esas
verdades, lo único que puedo hacer es oponerme a ellas con la mía. Este examen pone
en peligro la realización de una obra muy importante. Desperdiciar mi talento
haciendo adornos frívolos para un barco que no existe sería una blasfemia. Pero no
crean que no percibo su problema. La solución es sencilla. No me den el diploma.
Prometo no sentirme ofendido. El diploma es inútil, salvo para quienes quieran ser
profesores.
Thaw se inclinó hacia delante para ver mejor la expresión de complacencia que
aparecería en el rostro del encargado pero los rasgos de Peel se hallaban tan tensos y
cubiertos de arruguitas que volvió a reclinarse en el respaldo sintiéndose muy solo.
—Jamás había oído semejante exhibición de arrogancia intelectual —dijo el
encargado—. Hace años que no me sentía tan triste y disgustado. Nos has soltado un
discursito afirmando que lo blanco es negro y, evidentemente, esperas que yo esté de
acuerdo contigo. No tengo ningún consejo que darte, pero voy a decirte una cosa: si
no vuelves inmediatamente a la sala de exámenes tu relación con la academia de arte
habrá terminado hoy y para siempre.
Thaw asintió y salió del despacho sintiéndose algo aturdido. Fue al estudio de
arriba intentando pensar en alguna tontería graciosa que añadirle al fondo del dibujo
pedido en el examen. Sus pasos se fueron haciendo cada vez más y más lentos hasta
que finalmente se detuvo y se dio la vuelta. Cuando bajaba pasó junto al señor Watt,
que iba hacia la sala de exámenes.

A la tarde siguiente su padre entró en la iglesia y le gritó:


—¡Baja y lee esto, Duncan!
Thaw limpió su pincel y bajó por la escalera.
—¡Lee esto! —le ordenó su padre, alargándole una carta.
—No hace falta.
—¡Léelo, maldita sea!
—No. Es del señor Peel y explica las razones por las que se me ha expulsado.
—Dios mío, has conseguido destrozar tu vida…
—Es demasiado pronto para saberlo.
—¿Cómo pretendes comer en el futuro?
—Aún tengo un poco de dinero de mi beca. Y el sacerdote dice que la
congregación quizás haga una colecta para mí en cuanto el mural esté terminado.

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—¿Y qué conseguirás con eso? ¿Veinte libras? ¿Catorce? ¿Ocho?
—Papá, voy a recibir mucha publicidad favorable. Puede que consiga otros
trabajos para pintar murales en cafés y pubs, trabajos pagados… El techo está
terminado. ¿Qué te parece?
—¡Duncan, yo no entiendo de pintura! Me dejo guiar por los expertos. Y tú
acabas de pelearte con tus expertos.
—Los únicos expertos que importan somos tú y yo, porque estamos aquí y no hay
nadie más. ¡Por favor, mira mi techo! ¿No te gusta? ¡Fíjate en el erizo! Lo copié de
un cromo de los cigarrillos que tú pegaste en mi álbum cuando tenía cinco años. ¿No
te acuerdas? ¿Animales salvajes de Inglaterra, de Will? Encaja perfectamente en ese
rincón. ¿No te gusta?
El señor Thaw tomó asiento en una esquina de la mesa de comunión.
—Hijo, ¿cuándo seré libre? —le preguntó.
Thaw se quedó asombrado.
—¿Libre? —repitió.
—Sí. ¿Cuándo podré vivir como quiera? Trabajar de oficinista en la ciudad no me
gusta nada. Este verano tenía la intención de conseguir un puesto en los Hostales
Juveniles de Escocia o en el Club de Camping. No pagan mucho pero estaría en las
colinas y podría caminar y hacer escalada y mezclarme con la clase de gente que me
gusta. Ya casi he cumplido los sesenta pero gracias a Dios aún conservo una buena
salud. Esperaba que consiguieras un empleo en la academia de arte. Hace cuatro años
Peel me dijo que tenías probabilidades de conseguirlo. Y, en vez de eso, has escogido
convertirte en un lisiado social. ¡No como Ruth! Ella es independiente.
—Yo también soy independiente. Si en los últimos tiempos me he alimentado de
tu comida y he dormido bajo tu techo ha sido porque estaba enfermo —dijo Thaw
con voz hosca.
Estaba desconcertado, pues nunca había esperado que su padre fuera a convertirse
en un hombre capaz de vivir haciendo lo que le gustaba.
—Hijo, no es que no me guste ayudarte —le dijo el señor Thaw con suavidad—.
Escucha, estoy dispuesto a pagar el alquiler de la casa durante por lo menos un año
más, incluso si no vivo allí. Los dos podemos usarla como base, como punto de
salida. Naturalmente, preferiría que tú pagaras la electricidad que gastes.
—Me parece justo.
—Otra cosa. Desde que eras pequeño fuimos ahorrando unas cuantas libras al
mes y te hicimos un par de pólizas de seguro. Ha llegado el momento de que seas tú
quien se encargue de ello. Sigue con los pagos y cuando tengas sesenta años recibirás
cinco libras a la semana. Naturalmente, si decides cancelarlas ahora mismo recibirás
menos de cincuenta libras. Eso es cosa tuya.
—Gracias, papá —dijo Thaw, y casi sonrió. No había mentido al decir que aún le
quedaba algún dinero de la beca, pero no eran más que unos cuantos chelines.
Una semana después un grupo en el que figuraban el señor Smail y el sacerdote

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entraron en la iglesia.
—Aquí hay una joven dama que quiere hablar contigo, Duncan —dijo
jovialmente el señor Smail.
Thaw bajó de la escalera. La joven quedaba empequeñecida por su acompañante,
un hombre muy alto que llevaba una cámara bastante cara. Los detalles de su persona
y su atuendo revelaban un ligero descuido pero se movía con tal cantidad de sonriente
confianza que al principio resultaba difícil darse cuenta de ello.
—Peggy Byres, del Evening News —dijo la joven alargándole la mano.
—¿Va a hacerme famoso? —le preguntó Thaw, y se rió. Estuvo hablando durante
seis o siete minutos sobre el techo.
La joven lo observó y anotó algo en un cuadernillo.
—Duncan, ¿su familia es muy religiosa? —le preguntó.
—Oh, no. No he llegado a ser bautizado.
—Entonces, ¿por qué es usted tan religioso?
—No lo soy. Nunca voy a la iglesia. El domingo es mi día de descanso.
—Entonces, ¿qué le impulsa a pintar una obra religiosa sin que le paguen por
ello?
—La ambición. El Viejo Testamento contiene todo aquello que puede ser pintado:
paisajes universales, personajes, sueños, aventuras e historias. El Nuevo Testamento
resulta un poco más monótono. No me gusta tanto.
—Fíjese en esos conejos que hay junto al estanque, señorita Byrnes —dijo el
señor Smail—. Casi se puede oír el ruido que hacen al morder la hierba.
La periodista contempló la pared del Edén.
—¿Quién es ése que se esconde detrás del zarzal con un lagarto a sus pies? —
preguntó.
—Dios —dijo Thaw, mirando con cierta inquietud al sacerdote y al señor Smail
—. El lagarto es la serpiente antes de perder las patas. Dios nos da la espalda…
Apenas si se le puede ver la cara.
—Pero lo que podemos ver parece…, parece muy…
—Enigmático —dijo Thaw—. No sólo está viendo cómo Adán y Eva hacen el
amor, puede ver también la expulsión que vendrá después de eso y el río de historia
sangrienta que lleva hasta las guerras del apocalipsis. Últimamente hemos tenido
bastantes guerras de ésas. Incluso puede ver más allá de ellos y contemplar la ciudad
de los justos profetizada por San Juan, Dante y Marx. No he leído a Marx pero…
—Esos pájaros que hay en el árbol de la vida son auténticos milagros de precisión
y delicadeza, ¿verdad, señorita Byrnes? —le preguntó el señor Smail desde donde
estaba.
—Pero ¿por qué Adán es negro?
—A decir verdad, más que negro es un piel roja —murmuró el sacerdote—, y el
nombre «Adán» deriva de una palabra hebrea que significa «tierra roja».
—¡Pero Eva es blanca!

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—Rosa perla —dijo Thaw—. Me han contado que el amor hace que durante unos
segundos dos personas distintas tengan la impresión de ser una sola. Mis perfiles
muestran esa unidad, mis colores recalcan la diferencia. Es un truco muy viejo.
Rubens ya lo utilizó.
—¿Dibujó a Eva usando alguna modelo?
—Sí.
—¿Una amiguita? —preguntó la periodista, con una sonrisa de malicia.
—No, la amiga de un amigo —dijo Thaw, que había utilizado a Janet Weir—.
Casi todas las chicas están dispuestas a posar desnudas para un artista si lo único que
éste quiere es dibujarlas —añadió con voz hosca.
La periodista se golpeó suavemente el labio con su lápiz.
—¿Cree que la vida es una tragedia o la encuentra más bien parecida a una
broma? —le preguntó.
—Eso depende de qué parte esté observando —dijo Thaw, riéndose.
—¿Y qué hará cuando haya terminado aquí?
—Tengo la esperanza de pintar algunos murales comerciales. Necesitaré dinero.
—¿Le gusta el mural, señorita Byrnes? —preguntó el señor Smail.
—Oh, no entiendo de arte. El Evening News no tiene ninguna sección habitual de
crítica artística. Duncan, ¿quiere subir a la escalera y fingir que pinta a Adán y Eva
durante unos segundos? Vamos a sacarle una foto.

Thaw compró el periódico del sábado y se lo llevó apresuradamente al púlpito. El


artículo empezaba así:

UN ATEO PINTA LA CARA DE DIOS


La mayor parte de la gente piensa que los artistas
están locos. La figura de barba revuelta y bata
manchada de pintura que vive en la iglesia parroquial
de Cowlairs no les hará cambiar de opinión. Y Duncan
Thaw, quien se autoproclama ateo y marxista, admite
libremente que está pintando un gran mural sin pensar
en nada que no sea conseguir la fama.

Thaw cerró los ojos, horrorizado. Acabó volviendo a abrirlos y leyó rápidamente
el resto del artículo.

Tiene una risa aterradora, como el ladrido de un


león marino asmático, y la emplea inesperadamente sin
que haya ni la más mínima razón para reírse. En
algunos momentos me pregunté si no estaría causada
por algo de lo que había dicho, pero al pensarlo mejor

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me di cuenta de que era imposible…

¿Era negro Adán? Duncan Thaw así lo cree…

«Oh, encontrar modelos que posen desnudas no es


ningún problema», comenta, con algo sospechosamente
parecido a un guiño…

Tiene la esperanza de que éste será el primero de


muchos murales. Tiene la esperanza de que con ello
conseguirá mucho dinero. Dice que lo necesita.

Thaw tuvo la sensación de que su pecho estaba lleno de veneno, como si le


hubieran extraído la mitad de la sangre. Se quedó quieto en el púlpito hasta que el
viejo sacerdote entró en la iglesia.
—¿Ha leído…? —le preguntó.
—Sí.
—Una desgracia. Una gran desgracia.
—¡Tiene que haberlo hecho aposta! ¡Quería hacerme daño!
—No, no lo creo. Cuando era capellán de la cárcel de Barlinnie conocí a muchos
periodistas y por término medio no son más crueles que el resto de la gente. Pero su
trabajo depende de que consigan entretener al público, así que lo vuelven todo tan
ridículo o monstruoso como pueden. Duncan, si vienen más periodistas mi consejo es
que no les diga nada de lo que realmente cree o siente.

Esa tarde un periodista vino a la iglesia, se llevó a Thaw a un pub para tomar una
copa y le explicó que él también habría sido artista si su tío no se hubiera opuesto a la
idea.
—Por favor, dígales a sus lectores que no soy ateo —le pidió Thaw—. Puede que
tenga mi propia idea de Dios, pero no choca con las opiniones de la iglesia, que es
quien me emplea.
Sus palabras aparecieron dos días más tarde bajo el encabezamiento:

NO ES ATEO
El «muralista loco» de Cowlairs, Duncan Thaw, ha
negado que sea ateo. Dice que tiene su propia
concepción del bien pero que no choca con la de la
iglesia.

Después del artículo Thaw se dio cuenta de que los periodistas no estaban
interesados en sus ideas, aunque le preguntaron qué tal era dormir solo en un gran

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edificio y siguieron sacando fotos de Adán y Eva. Una excepción fue el hombre alto
con un soberbio traje gris que vino a verle. Trabajaba para el Glasgow Herald. Estuvo
sentado durante media hora en el primer banco contemplando el techo y después
tomó asiento en el taburete del órgano y examinó la pared del Edén.
—Me gusta —dijo por fin.
—Me alegro.
—Naturalmente, creo que me resultará imposible hacerle una crítica. No es
cubista ni expresionista ni surrealista, no es académico o arte pobre y ni tan siquiera
es «naif». Se parece un poco a Puvis de Chavannes, pero ¿quién conoce hoy a Puvis
de Chavannes? Me temo que deberá sufrir la pena impuesta por encontrarse fuera de
las corrientes principales del desarrollo artístico.
—Eso es algo que les ha pasado a los mejores pintores ingleses.
—¿Cómo?
—Hogarth. Blake. Turner. Spencer. Burra.
—Oh, ¿le gustan? Turner es bueno, naturalmente. Su manejo del color apunta ya
a lo que harán Odilon Redon y Jackson Pollock. Bueno, haré cuanto pueda por usted,
aunque ésta es una de mis semanas más ocupadas. Las academias de Glasgow y
Edimburgo van a inaugurar sus exposiciones del diploma, así que no tengo mucho
espacio libre.
Al final del artículo sobre otros pintores el Herald dijo esto:

No resulta fácil descubrir la iglesia parroquial de


Cowlairs, escondida en lo más profundo del noreste de
Glasgow, pero los espíritus valerosos que hagan el
esfuerzo se encontrarán con que el mural del Génesis
de Duncan Thaw (inacabado) se merece mucho más
que un vistazo casual.

Los periódicos hicieron que acabara hartándose del mural. Había empleado meses
enteros para que cada silueta fuera lo más clara y armoniosa posible, sin poner en él
nada que no le pareciera hermoso o emocionante. Sabía que los informes siempre
tenían que simplificar y retorcer las cosas, pero también tenía la sensación de que
incluso el más deformado siempre da alguna idea de cuál es su causa, y su trabajo no
había producido más que cotilleos carentes de todo valor. Se quedó enroscado en el
suelo del púlpito, dormitando y despertándose hasta el atardecer. Luego se puso en
pie y contempló la pared inacabada, mordiéndose el nudillo del pulgar. Lo único que
podía ver en ella era una complicada masa de siluetas. McAlpin y Drummond
entraron en la iglesia dando un ruidoso portazo, seguidos por Macbeth. Thaw les miró
con una mezcla de asombro y alivio.
—Estamos aquí porque hemos leído en los periódicos que estás celebrando misas
en las que hay negros violados por mujeres blancas —le dijo Drummond.
—Como puedes imaginarte, nos sentimos un tanto aturullados —dijo McAlpin.

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—Estupefactados —dijo Drummond.
—Amilagrados —dijo McAlpin.
—Llenos —dijo Drummond.
Empezaron a correr por entre las filas de bancos, moviéndose en rápidos zigzags
por la nave y entrando en la galería, deteniéndose para echarle nuevas miradas al
mural y gritarse unos a otros:
—Desde aquí puedo ver toda la pared de la vidriera.
—Santo Dios, pero si hay alguien echándose al agua…
—El árbol está mejor visto desde arriba.
—Pero yo veo un escarabajo pelotero que tú no puedes ver.
Macbeth se dejó caer pesadamente junto a Thaw y le dijo:
—Ya tienen sus diplomas. Pueden reírse.
Al final acabaron volviendo adonde estaban sentados y Drummond le dijo:
—Es perfecto, Duncan, no tienes por qué preocuparte.
—¿Te gusta?
—Nos morimos de envidia —dijo McAlpin—. Por lo menos yo. Ven a tomar una
copa.
—¡Encantado! ¿Dónde?
—Recuerda que sólo tengo media corona —dijo Drummond.
—Yo tengo veintiséis libras —dijo Thaw—. Pero tienen que durarme hasta mi
próximo mural.
—Está clarísimo que nos encontramos ante una noche de Vino 64 —dijo
Drummond.
—¿Qué es Vino 64?
—No se puede beber ni una gota de él antes de que haya cumplido los sesenta y
cuatro días y, sin embargo, un vaso cuesta tan sólo cuatro peniques. Es tan fuerte que
sólo lo bebo una vez al año. Beberlo dos veces al año acabaría con mi salud. El único
pub que lo vende está en la calle Grove, pero no corremos peligro porque somos tres.
—Cuatro —dijo Macbeth, levantándose sin la más mínima vacilación.

El sol del atardecer asomaba de vez en cuando mezclándose con ráfagas de una lluvia
tan caliente que nadie pensaba en protegerse de ella. Drummond les llevó alrededor
del cementerio de Sighthill, a través de algunos campos de fútbol, y les hizo subir por
una desolada serie de montones de escoria llamada la Montaña de Jack. Desde lo alto
vieron el lago de espuma amarilla llamado el Océano Apestoso y luego bajaron hasta
un matadero cercano a la central eléctrica de Pinkston, siguieron por la orilla del
canal pasando por entre almacenes cerrados a cal y canto, cruzaron Garscube Road y
entraron en un pub. La clientela estaba sentada en bancos pegados a la pared,
contemplándose mutuamente de un extremo a otro de la angosta sala igual que
pasajeros en un tren. Todos tenían más de cuarenta años, con las caras y la ropa muy

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arrugadas. Una anciana sentada junto a Thaw le murmuró:
—Todo el pueblo de Dios, hijito.
Thaw asintió.
—Y Dios nos ama a todos.
Thaw frunció el ceño.
—No tienes que tener miedo de una abuela, hijo —le dijo ella.
—No tengo miedo. Estaba pensando en lo que ha dicho.
La anciana le cogió la mano.
—Escucha, hijo, Dios era el hombre más humilde que ha caminado sobre la faz
de la tierra. No le importaba quién eras o lo que habías hecho. Fuera lo que fuese, se
sentaba junto a ti, bebía contigo y te amaba.
Thaw estaba asombrado. Se imaginaba al creador bajo la forma de un anfitrión de
generosidad algo errática, no como otro invitado a la fiesta, pero la fe de la anciana
había sido puesta a prueba durante una vida más larga que la suya, así que le
preguntó:
—¿Bebió con usted?
La anciana movió la cabeza y le sonrió a la copa de jerez que tenía en la mesa.
—Sí, lo hizo —dijo, apretándole la mano—, porque eso anima el corazón. Yo
estaba leyendo el Sunday Post y un médico que escribía en él decía que la bebida
mata a montones de gente pero que son muchos más lo que se mueren de
preocupación. Ahora puedo venir aquí cada sábado por la noche y tomarme una o dos
copitas, y siento que amo a todos los presentes.
Macbeth se inclinó hacia ella.
—Si Dios nos ama, ¿cómo es que estamos metidos en semejante lío?
Le sonrió como si la anciana fuera una especie de broma ambulante, pero ella no
se ofendió y no sólo alargó la mano para estrechar sus dedos, sino que hasta le
acarició el cabello.
—Porque no amamos a Dios, porque nos burlamos de él y le despreciamos. Pero
Dios sigue amándonos, no importa lo que hagamos.
—¿Incluso si matamos a alguien?
—Incluso si matamos a alguien.
—¿Incluso si eres comunista?
—No importa lo que seas. Cuando Dios te recibe en las puertas de madreperla y
te pregunta quién eres y tú le dices: «Dios, perdóname», entonces te dice: «Pasa. Eres
bienvenido».
Thaw jamás había encontrado a una persona religiosa convencida de que
conseguir el amor divino fuera algo tan sencillo.
—¿Y si no somos capaces de perdonarnos a nosotros mismos? —le preguntó con
cierta brusquedad.
La anciana no comprendió la pregunta y Thaw se la repitió.
—¡Claro que no puedes perdonarte a ti mismo! —dijo ella—. Sólo Dios puede

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perdonarte.
—Oiga —dijo Macbeth—, ¿es usted católica?
—Vengo de Irlanda y soy irlandesa de los pies a la cabeza.
—Pero ¿es usted católica?
—No importa lo que seas…

Thaw sorbió el Vino 64, que sabía igual que la mermelada de fresa aguada. Cuando
se inclinó hacia delante para hablar con Macbeth dejó un hueco a través del cual era
visible McAlpin.
—Esta noche he salido de la iglesia para cambiar de aires y la primera
desconocida que me encuentro es una amiga de Dios —le dijo en voz baja.
—¡Ah! —dijo McAlpin con voz jovial, dejando su vaso sobre la mesa—.
¿Quieres que te hable de Dios? Esta noche me encuentro desacostumbradamente
lúcido.
Detrás de él un hombre muy mal vestido discutía con Drummond sobre la
posibilidad de vender su cuerpo a la investigación médica mientras aún estaba vivo.
—¿Tardarás mucho? —le preguntó Thaw.
—Desde luego que no. Verás, Dios es una palabra. Es la palabra para todo aquello
que no se dice cuando alguien dice: «Pienso». Y según la ley de exclusión inversa de
Propper (la cual permite que una pulga encerrada en una caja de cerillas se declare
carcelera del universo), cada uno de esos «Pienso» conoce perfectamente la
superficie de lo que no es. Pero dado que cada pensador refleja una superficie distinta
de ése lo que no es, y como Dios es nuestra palabra para el todo, de ello se deduce
que todo acuerdo común sobre qué es Dios se basa en un malentendido.
—Eres un mentiroso —exclamó Macbeth, que había oído parte de su discurso—.
La vieja tiene razón. ¡Dios no es una palabra, Dios es un hombre! ¡Yo mismo le
crucifiqué con estas manos!
McAlpin intentó calmarle.
—Dado que el capitalismo competitivo nos separa del inconsciente colectivo,
todos hemos sido un tanto crucificados.
—No me hables de la crucifixión —gruñó Macbeth—. ¿Cómo es posible que un
hombre con un diploma entienda qué es la crucifixión? Hace un año un amigo me
dijo: «Jimmy, si continúas así acabarás en el arroyo, en la casa de locos o en el
Clyde». Y desde entonces ya he estado en los tres sitios.
McAlpin alzó el índice y le dijo:
—Para una inteligencia sensible como la mía una nota equivocada en un cuarteto
de Beethoven resulta tan dolorosa como para ti una bota en el trasero o una caída
desde el puente de la calle Clyde.
—Te crees asquerosamente inteligente, ¿eh? —dijo Macbeth.
Mientras tanto la anciana se había levantado de un salto y estaba dándole la mano

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a todo el mundo. Cuando llegó a Drummond él le sonrió y empezó a cantar con una
sorprendente dulzura:

«El Señor es mi pastor: nada desearé.


Él me lleva a verdes pastos.
Él me guía a las tranquilas aguas».

Unos cuantos se unieron a la canción, otros se rieron y unos pocos fruncieron el


ceño y empezaron a murmurar. La anciana acarició el cabello de Drummond y dijo
que se parecía a Jesucristo, después dijo que se llamaba Molly O‘Malley y empezó a
moverse por toda la sala bailando una jiga, y cuando estaba en el centro le gritó a
Thaw:
—¡Dios te ama, muchacho! ¡Dios te ama, guapo mío!
—Vas detrás de la vieja, ¿eh? —dijo un anciano que estaba cerca de él.
—¿Yo? —dijo Thaw—. ¡No!
—Paparruchas. A tu edad ya me había montado yo a más de una gata.
Un robusto camarero se acercó a ellos y les dijo:
—Bueno, chicos, ya os habéis divertido bastante.
—¿Divertirnos? —protestó Macbeth con voz quejumbrosa—. ¿Qué diversión he
tenido yo?
Pero les hicieron marcharse del pub.

Fuera soplaba un viento frío y el cielo brillaba con el verde y oro de un lento
crepúsculo veraniego. Drummond dijo que sabía dónde daban una fiesta y les llevó
por la calle Lynedoch, una colina de pendiente normal que esta noche parecía
perpendicular. Lograron no caer agarrándose los unos a los otros, salvo Macbeth, que
acabó perdiéndose por una calleja lateral. La fiesta se celebraba en una casa grande y
bien amueblada y Thaw descubrió que los demás invitados le intimidaban un poco.
Eran de su misma edad, pero tenían la ropa y la conversación de adultos con un
salario mensual. Acabó encontrando una esquina en una habitación sumida en la
penumbra donde las parejas se abrazaban dando vueltas a los sones de un gramófono.
—Santo cielo, Duncan, eres tú —dijo de repente una mujer que llevaba un traje
negro—. ¿Quieres bailar conmigo?
Bailaron y Thaw contempló fascinado su cabello rubio y sus hombros desnudos.
—No me recuerdas —dijo ella con una risita—, pero deberías hacerlo. Yo fui la
primera chica con la que bailaste. La primera, la primera, la primera.
—Me alegro mucho —dijo él sonriéndole con gratitud.
—¿Recuerdas de qué te parecía estar hecha?
—De mármol y miel.
—¿Sigo pareciéndotelo?

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—Sí.
—Qué alivio. Verás, el mes que viene voy a casarme. Mi novio es muy rico y sexy
y, ¿qué más puede desear una mujer? —Hablaba con una especie de alegría forzada y
Thaw no lograba comprenderla—. Soy una mujer terrible, Duncan. Aún salgo con
cuatro o cinco chicos más y me dedico a hacer que se enfrenten los unos con los
otros, y en este mismo instante siento que me estoy encaprichando de esa mujer que
habla con Drummond. ¿Te has encaprichado alguna vez de un hombre?
—No de esa forma —dijo Thaw.
Tenía la cabeza apoyada en el hombro de ella y sus manos la sujetaban por las
nalgas.
—Deja de sobarme, Duncan —dijo ella.
—Lo siento —dijo él, y fue hacia una mesa llena de bebidas, se sirvió un vaso de
whisky y se obligó a tragarlo muy deprisa, igual que si fuera una medicina. Sabía
horrible.
Las palabras: «Deja de sobarme, Duncan», resonaban en el centro de su ser. No
podía soportarlas, pero ahí estaban, en su mismo centro. Se sirvió una copa de jerez y
la bebió: sabía mejor. Después se sirvió una copa de ginebra, que sabía mucho peor;
después subió por las escaleras y fue al lavabo.

Cuando entró en el lavabo éste empezó a girar a su alrededor. Thaw cerró los ojos y
lo sintió caer igual que un aeroplano estrellándose. Se derrumbó contra la pared y
después resbaló al suelo. Se abrazó al pie del lavabo y se quedó allí, temblando y
deseando hallarse inconsciente. Cada vez que abría los ojos veía girar la habitación:
cuando los cerraba sentía cómo caía. Oyó golpes y voces que gritaban: «Abran la
puerta», pero él les dijo: «Iros, tengo frío», y pasados unos minutos acabaron
marchándose. Después oyó un ruido de golpecitos y arañazos tan extraño que se
medio incorporó en el suelo. Los golpecitos venían mezclados con débiles gritos:
«¡Déjame entrar!», y el ruido de un viento muy fuerte. Tras el negro cristal de la
ventana había un rostro muy pálido con la boca abierta y Thaw sintió una punzada de
terror supersticioso, pues recordaba que el lavabo se encontraba en el segundo o
tercer piso. Acabó reptando hacia allí, alzó la mano y encontró el pestillo. La ventana
giró hacia adentro y Drummond saltó por ella acompañado de una ráfaga de lluvia.
—No te preocupes, Duncan —le dijo, y limpió el rostro y la camisa de Thaw con
una esponja.
—Tengo frío, déjame solo —dijo Thaw.
Dos personas más le ayudaron a bajar las escaleras y cruzar una casa vacía. Una
puerta se abrió ante él y le llevaron a un oscuro cobertizo con el suelo de cemento.
—En este sitio hace mucho frío, no quiero estar aquí —gritó.
Le depositaron sobre la fría superficie de un sofá, unas cuantas puertas se
cerraron de golpe y una voz dijo:

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—¿Dónde vives?
—En la iglesia parroquial de Cowlairs.
—Por el amor de Cristo, ¿dónde vive?
Una voz dio una dirección de Cumbernauld Road y el sofá empezó a moverse y
oscilar hacia delante. Estaba claro que formaba parte de un coche y cuando se detuvo
ante el portal de Riddrie, Thaw fue capaz de bajar y subir las escaleras sin que le
ayudaran. Por suerte su padre ya no vivía allí.
Una semana después recuperó la autoestima suficiente para volver a la iglesia. El
mural le produjo una impresión totalmente nueva. Se rió y empezó a correr ante él,
contemplándolo desde distintos ángulos, su mente iluminándose con nuevas ideas.
Estaba llenando su paleta de pintura cuando entró el sacerdote.
—Te has tomado unas vacaciones, Duncan —le dijo—. Estupendo. Necesitabas
un descanso… Me temo que tengo malas noticias. El Presbiterio de Glasgow ha
venido aquí y… lo han visto y no están demasiado contentos. Naturalmente, tuvimos
una mala publicidad y el color de Adán les dejó bastante sorprendidos. Les dije que
podías cambiarlo pero lo que no les gustaba era el principio que inspira al mural. Me
temo que vamos a perder nuestra iglesia.
La ira hizo que las venas de Thaw se inundaran de adrenalina. Colocó su escalera
contra la pared y preguntó:
—¿Cuándo?
—Dentro de seis o siete meses. A principios del año próximo.
—Al menos eso me da tiempo para terminar el mural —dijo Thaw, subiendo por
la escalera.
—Lo siento, pero tienes que dejarlo.
—¿Por qué? —preguntó Thaw mirándole fijamente.
—Hemos recibido quejas de la congregación. Les gustaría celebrar los servicios
sin todo este montón de escaleras, potes de pintura y manchas en el suelo de la
cancela. La junta ha dicho que debes parar. Incluso el señor Smail lo dice, y era uno
de quienes más te apoyaban.
—¿Cuándo?
—El domingo que viene.

El domingo el sacerdote llegó una hora antes del servicio.


—Bueno, Duncan… —le dijo.
Thaw bajó lentamente de la escalera: estaba cansado, pues había trabajado toda la
noche.
—Es lo mejor que he podido hacer en este tiempo —dijo.
—Tiene muy buen aspecto.
—Si alguien pregunta por esas líneas, dígales que se habrían convertido en un
rebaño.

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—Oh, nadie preguntará. Es precioso.
—Y si dicen que el cielo está demasiado lleno de cosas, dígales que tenía
intención de simplificarlo un poco.
—Es muy hermoso, Duncan, pero podrías pasarte una eternidad con él. Una
eternidad.
—Y si dicen que lo que ocurre en el horizonte aparta la atención de las grandes
siluetas del primer plano, dígales que ya había empezado a darme cuenta de eso, pero
que era mi primer mural, que jamás había visto pintar uno y que tuve que aprender a
medida que iba avanzando. Dígales que no pude permitirme el lujo de tener
ayudantes.
El sacerdote se quedó callado durante unos segundos y después, con voz llena de
firmeza, le dijo:
—Termina el mural cuando quieras, Duncan. No les hagas ningún caso. Puedes
trabajar en él cuanto te venga en gana.
—¡Oh! —dijo Thaw, y lloró de alivio.
El sacerdote le dio unas palmaditas en el hombro.
—Sigue adelante y no les hagas ningún caso —le dijo amablemente.

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CAPÍTULO XXIX

La salida
Ya no podía pedirle a la iglesia que le pagara los materiales. Cuando sólo le quedaban
diez libras supo que en cuanto se las hubiera gastado sería un hombre sumido en la
desesperación; por otra parte, si sobrevivía sin tocar ese dinero lo más probable es
que fuera capaz de seguir aguantando indefinidamente. El olor de col hervida que
llegaba de las profundidades del edificio le sugirió una idea. A primera hora de la
tarde fue al callejón situado detrás de la iglesia donde dejaban los cubos de la basura
y encontró los restos de las comidas de la escuela. Empezó a recorrer los cubos con
un plato y fue recogiendo trozos de pan y cordero, macarrones y relleno. Un día oyó
cómo alguien gritaba: «¡Duncan Thaw!», y se volvió para encontrarse con la mirada
acusadora de la señora Coulter.
—No estoy robando —le dijo, poniéndose a la defensiva—. Nadie lo quiere.
—¡Tendrías que avergonzarte, un chico con tu educación…!
Thaw pasó junto a ella con el plato cargado de restos, pero a las doce del día
siguiente la señora Coulter le trajo a la iglesia un gran cuenco tapado y lo colocó en el
extremo de un banco, diciéndole: «Tu comida».
—No tiene por qué hacer eso, señora Coulter —le dijo él, algo irritado.
La señora Coulter lanzó un bufido e hizo lo mismo todos los días siguientes salvo
el viernes, en que le dejó dos cuencos. Y el decorador, el señor Rennie, se presentó
una tarde en la iglesia y le espetó:
—¿Sigues queriendo ayuda?
—Más que nunca.
—De acuerdo. Vendré un par de noches a la semana.
Empezó a ponerse el mono y Thaw, que en los últimos tiempos lloraba con
facilidad, se marchó corriendo a un rincón oscuro de la iglesia. Después volvió y le
dijo:
—Señor Rennie, ¿ve mi árbol de la vida? Es grande y hermoso, y está en el sitio
equivocado. Resulta demasiado central. Hay que correrlo cinco centímetros y medio a
la izquierda, fruta, pájaros, ardillas, todo. ¿Ve el porqué, no?
—No me preguntes el porqué, limítate a enseñarme cómo lo hago.
—Lo haré, señor Rennie. Disculpe que hable a tontas y a locas, tengo miedo de
que se esfume. Y, por favor, ¿podría prestarme los andamios durante unos cuantos
días? Quiero volver a trabajar en el techo.
—Al sacerdote no va a gustarle nada.
—Sólo serán unos cuantos días.

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La ayuda del señor Rennie, aunque sólo consistiera en seis horas a la semana, fue tan
bienvenida que Thaw hallaba un gran consuelo en hablar con él cuando no estaba.
—No estamos trabajando en los confines del universo, ¿verdad que no, señor
Rennie? No, no, Cowlairs es una región histórica. El cine que hay al final de la calle
tiene una losa de granito en la pared, encima de la fuente. Hubo un tiempo en el que
debió estar plana pues la inscripción dice que bajo ella yace James Nisbet, que sufrió
martirio allí en 1684. Supongo que por aquel entonces todo el distrito sería una
extensión de páramos salvajes. Murió a manos de las tropas del gobierno por adorar a
Dios sin libro de oraciones, inventándose las palabras a medida que iba rezando…
¿Un feo asunto, dice? No, un problema de ley y orden. Los hombres que se negaban a
rezar utilizando un libro con licencia eclesiástica podían minar los cimientos del
gobierno pidiéndole a Dios que lo cambiara. Así que bang-bang, adiós, Jimmy
Nisbet. Pero cuatro años después el poder cayó en manos de un grupo de políticos
muy distinto, y descubrieron que gobernar Escocia sin libros de oraciones era más
sencillo, así que las tropas dejaron de perseguir a los presbiterianos, que no querían
rezar usando libros, y volvieron a perseguir a los católicos, que rezaban usando libros
en latín. Y pusieron una losa sobre los huesos de Nisbet allí donde está el cine
Carlton (el año que viene lo convertirán en un bingo) y tallaron sobre ella un poema
bastante malo que termina con estas emocionantes palabras:

«Y viendo a Inglaterra de culpa abrumada,


Oh, lector, yo te pregunto: ¿eres libre?».

¿Somos libres, señor Rennie? Claro que lo somos. Estamos haciendo nuestro
propio modelo del universo y no le importamos un bledo a nadie…

—Sí, señor Rennie, una gran tierra de mártires. En el cementerio hay un monumento
a Baird, Hardie y Wilson, unos tejedores que casi derriban el gobierno inglés por el
año 1820. En aquellos tiempos el gobierno no gozaba de una posición muy segura.
Acababa de ganar una gran guerra y el paro estaba muy extendido. La mecanización
estaba haciendo que las clases acomodadas se volvieran más ricas y la clase obrera
más pobre…, especialmente los tejedores. En las ciudades textiles apareció una
organización secreta que planeaba convocar una huelga general, asesinar al gabinete,
atacar los cuarteles y darle el voto a todo el mundo. Muy astuto, ¿eh? Los detalles de
la revuelta habían sido concebidos casi en su totalidad por agentes del gobierno y
cuando amaneció el gran día tuvieron bastantes problemas para conseguir que alguien
se rebelara. Pese a todo, unos cuantos entusiastas salieron de las aldeas de Strathaven
y Bellshill agitando banderas rojas. Cuatro de ellos llegaron a izar una en los Cathkin

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Braes y después se fueron a sus casas a tomar el té, pues estaba muy claro que no iba
a pasar nada más. Así que arrestaron a Baird, Hardie y Wilson, les juzgaron y les
ahorcaron, y la marea sangrienta de la revolución fue retrocediendo. Entonces un día
el gobierno se dio cuenta de que podía darle el voto a casi todo el mundo sin perder el
poder. Los parados recibieron billetes para el Canadá, Australia, Asia y África, donde
prosperaron quitándole la tierra a los nativos. Inglaterra se convirtió en un imperio y
todos vivieron felices para siempre, y le erigieron un monumento a Baird, Hardie y
Wilson, que habían muerto para conseguir que fuéramos libres. Pero no crea que ese
ardiente radicalismo nos hizo ser menos religiosos, señor Rennie. Glasgow sigue
llena de iglesias construidas en el último siglo. La mitad de ellas han sido convertidas
en almacenes. Quizás usted y yo estemos pintando lo que se convertirá en el depósito
de piezas para motos y televisores mejor decorado de todo el Reino Unido.

—Señor Rennie —le dijo después—, tengo que disculparme, la verdad es que no lo
creo. Creo que esta iglesia será derribada, pero antes es preciso conseguir que el
mural quede perfecto. Cuando una cosa es perfecta es eterna. Puede ser destruida
después o puede irse deteriorando lentamente, pero su perfección se encuentra a salvo
en el pasado, que es la única parte inevitable del universo. Ningún gobierno, ninguna
fuerza y ningún Dios pueden convertir en inexistente lo que ha existido. El pasado es
eterno y nuestros abortos caen cada día en él: amores que no nos salieron bien,
hogares que destrozamos, niños con los que no pudimos ser buenos… Señor Rennie,
usted y yo debemos regalarle a la eternidad algo completo, perfecto, armonioso y
absolutamente inofensivo; algo donde cada una de sus partes sea el resultado de una
amorosa dedicación cargada de inteligencia; algo que no es un arma destructiva y que
los hombres de negocios que siempre piensan en el público no podrán vender con
beneficios. Y recuérdelo, señor Rennie, no estamos haciendo nada nuevo. Durante
cinco o seis mil años los artistas egipcios, etruscos y chinos pusieron sus mejores
obras en tumbas que jamás fueron abiertas al público. Los antiguos griegos y
romanos tuvieron tantos Leonardos, Rembrandts y Cézannes como nosotros, y todos
ellos pintaron sobre yeso que ahora se ha convertido en polvo, dejando aparte unos
pocos metros cuadrados de Pompeya. No lo lamento. Hay demasiadas fotos en color
del Gran Arte del Pasado. Si no fuera por la reproducción a colores, el siglo veinte no
tendría razón alguna para considerarse una época artística…, dejando aparte el que
nos tenga a usted y a mí, señor Rennie.
—Deja de tomarme el pelo —dijo una voz.
Thaw se sobresaltó y dejó caer su pincel, pues eran las tres de la madrugada.
Soltó una carcajada algo temblorosa y bajó por la escalera, diciendo:
—Señor Rennie, le prometo que nunca volveré a tomarle el pelo si usted me
promete que no hablará cuando no está aquí. Discúlpeme, estoy un poco cansado.

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Dormir se había vuelto algo tan sencillo como el trabajar, pues soñaba que estaba en
el mural.
—Aquí lo tienes: tierra, cielo y sol —le dijo a Dios, su padre, mientras caminaban
alrededor del zarzal, con la serpiente meneando la cola detrás de ellos. El día estaba
despejado y las anémonas cantaban en los estanques—. Cuando lo tenga todo puesto
en orden te lo devolveré. No me gusta tener deudas. Como ves, el dolor racional y la
muerte no me han causado ningún problema. —Alzaron los ojos hacia un halcón con
un conejo colgando de sus garras y se pararon un rato en lo alto de un acantilado. En
el río que había bajo ellos dos cisnes unían sus cuellos y los primeros amantes se
arrodillaban el uno al lado del otro en la orilla. Hacia el occidente se alzaba el gran
muñón de la torre babilónica, con figuras minúsculas agitando banderas en la cima;
hacia el este, en Ben Sinaí, rodeado por una pequeña tormenta, el sacerdote tallaba las
tablas de triangulación de la ley—. El sexo y la historia son problemas que no puedo
resolver, así que te los devuelvo con la misma forma que les diste, aunque ahora están
expresados un poco más claramente. Acabaré para año nuevo y entonces no te deberé
nada, aunque te agradecería que me proporcionaras algunos clientes que paguen, ya
que voy a necesitar el dinero. Discúlpame un momento.
Subió un poco y desplazó los relámpagos del Sinaí cinco centímetros y medio
hacia la derecha, haciendo que recordaran la hendidura que había en el árbol del
conocimiento. No tuvo ninguna sensación de haber despertado. Mientras yacía
inmóvil con los ojos cerrados su mente giraba ante las paredes de la cancela con un
perezoso poder, deteniéndose en la bóveda para escoger la zona sobre la que
trabajaría ese día. Incluso podía ver su cuerpo, enroscado en el púlpito igual que un
gusano en una nuez, y supo que aquel peso pronto subiría por la escalera para unir su
trabajo a la fuerza de sus pensamientos. Cuerpo y mente servían de una forma tan
completa al mural que ahora nunca tenía fantasías sexuales y sólo sabía que
necesitaba comer cuando sostener el pincel le resultaba demasiado pesado. Sus
momentos más extraños, parecidos a los sueños, tenían lugar cuando estaba lejos del
mural. Estaba sentado en la mesa de la comunión comiendo crema del cuenco de la
señora Coulter cuando el viejo sacerdote le miró y murmuró:
—Oh, sí, eres un auténtico artista. Un auténtico artista.
Un poco después estaba en una tienda de material artístico del centro de la ciudad.
La tienda estaba llena y Thaw robaba tubos de pintura sin darse ninguna prisa y sin
sentir nada de pánico. Y, un poco después, estaba de pie en la acera citándose con
June Haig.
—¡No vendrás! —dijo, riéndose en su cara—. Sé que no vendrás.
—Oh, no te preocupes, allí estaré. La esquina de Paisley junto al puente. Allí
estaré.
—Yo también, pero no vendrás.
Volvió a reírse, pues tenía la sensación de que no estaba hablando con ella en el
presente, sino dos o tres años antes.

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Oscureció bastante pronto y Thaw estaba trabajando en la semipenumbra, casi sin
ver, cuando alguien tosió detrás de él. Había un hombre y una mujer de pie en el
pasillo, y cuando sus ojos se acostumbraron a la mayor claridad que reinaba en el
suelo de la iglesia se dio cuenta de que la mujer era Marjory.
—Hola, Duncan —dijo el hombre con voz jovial, y Marjory alzó la mano y le
sonrió.
Thaw dijo: «Hola», y les miró, sonriendo levemente.
—Hemos estado visitando a unos amigos de Lenzie y pensamos en los viejos
tiempos y todo eso y nos dijimos, ¿por qué no vamos a ver a Duncan? Y aquí estamos
—continuó el hombre. Miró hacia arriba por entre el enredo de escaleras y añadió—:
Debes tener ojos de gato para trabajar con esta luz.
—Los interruptores están detrás de la puerta.
—No, no. No, no. La verdad es que esta penumbra me gusta, es como más
misteriosa, si entiendes lo que quiero decir… Muy impresionante. Muy
impresionante.
Marjory dijo algo que Thaw no pudo oír.
—¿Qué? —le preguntó.
—No es tu estilo habitual, Duncan.
—Estoy intentando mostrar mejor el espacio y la luz —dijo Thaw después de un
breve silencio.
—Pues lo estás consiguiendo, sí, lo estás consiguiendo —dijo el hombre.
Retrocedió un poco por el pasillo, contemplando el mural y canturreando en voz baja
—. Ya casi has acabado —dijo.
—Nada de eso.
—Pues a mis ojos de profano les parece que sí.
Thaw le indicó algunos trozos que debían ser repintados.
—¿Cuánto tiempo te falta?
—Unas semanas.
—¿Y qué harás después? ¿Dedicarte a la enseñanza?
—No lo sé.
Se dio la vuelta y fingió trabajar. Un instante después oyó toser al hombre.
—Bueno, Marjory… —dijo, y añadió—: Creo que ya va siendo hora de que nos
marchemos, Duncan.
Thaw se giró y les dijo adiós. El hombre y la mujer se encontraban a mitad del
pasillo.
—Por cierto, ¿sabías que Marjory y yo estamos pensando en casarnos? —le dijo
él.
—No.
—Sí, estamos pensando en ello.

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—Estupendo.
—Bueno, Duncan, adiós —dijo el hombre después de un corto silencio—.
Cuando nos hayamos casado tienes que venir a visitarnos, ¿eh? Todavía nos
acordamos de ti.
—Estupendo —gritó Thaw.
La palabra rebotó en el techo y las paredes. Cuando llegó a la puerta Marjory se
dio la vuelta y alzó la mano pero Thaw no pudo ver si sonreía o no.

Estaba demasiado oscuro para seguir trabajando. Se tumbó sobre los tablones y sus
pensamientos volvieron a Marjory con una mezcla de sorpresa y aturdimiento, como
la punta de la lengua regresando al agujero de donde un diente acaba de ser
arrancado. Estaba seguro de que acababa de ver a una chica que no poseía ninguna
belleza o inteligencia especial. Se parecía tan poco a Marjory como el cadáver de la
señora Thaw se había parecido a su madre. Deseó haberles dicho algo irónico y
memorable pero Marjory no le había dado ocasión.
«No es tu estilo habitual, Duncan».
Se estremeció y bajó lentamente por la escalera. Sentía el cuerpo mucho más
pesado que de costumbre. Encendió las luces y contempló el mural. Le pareció
horrible. Subió a la galería, donde tenía guardado un gran espejo que utilizar en esa
clase de emergencias. Reflejado en él, con la derecha y la izquierda cambiadas de
sitio, el mural le parecía algunas veces nuevo y emocionante pese a que llevara
demasiado tiempo trabajando en él con una intensidad excesiva. Ahora le pareció
todavía peor de lo que había resultado viéndolo sólo con los ojos. Arrojó el espejo
hacia los bancos de abajo y gritó:
—¡No hay belleza! ¡No hay belleza! ¡Sólo hay hambre!
Intentó meterse todos los nudillos en la boca, acabó bajando y recogió los
pedazos de cristal más grandes de entre los bancos y volvió a subir al andamio
intentando encontrar un ángulo de su obra que le pareciera nuevo y fresco. Había
querido crear una suave armonía de azules, marrones y oro animada aquí y allá por
chispazos de puro color, pero sólo lograba ver una torpe masa de negro y gris, rojos y
verdes chillones. Había intentado mostrar cuerpos sumidos en un abismo de tierna
luz, compartiendo el espacio con las nubes, las colinas, las plantas y los animales,
pero su espacio apenas si tenía treinta centímetros de profundidad y sus personas
quedaban aplastadas en él igual que si estuvieran metidas dentro de una alacena. Su
mural mostraba el deformado mundo ratonera de una virgen neurótica. Arrojó los
fragmentos de cristal hacia la cancela.
—Esto no es arte —gritó, inclinando la cabeza y empezando a rascarse
salvajemente—. No es arte, no es más que el aullido del hambre. Oh, ¿por qué me
rechazó? ¿Por qué no quiso quedarse? ¿Cómo puedo crear un mundo hermoso para
ella si se niega a complacerme? ¡Oh, Dios, Dios, Dios, deja que la mate, deja que la

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mate! Debo salir de aquí.

Fue al lavabo que había junto a la sacristía, se quitó la bata y el mono y empezó a
asearse. Desde arriba le llegaban las voces del Club Social de Mujeres de Cowlairs,
entonando a grito pelado las estrofas de «¿Quién lo siente ahora?». Mientras se
quitaba una mancha de pintura de la rodilla con un periódico empapado en trementina
se fijó en el anuncio de una película llamada Piloto de pruebas. Un fuerte rostro
masculino en el que había una leve expresión de dolor miraba hacia el cielo desde
una carlinga acolchada repleta de micrófonos, cables y diales. Junto a él se veía el
perfil de una mujer, dándole la espalda al piloto pero mirándole con una sonrisa de
soslayo donde se mezclaban la invitación y la provocación. Era morena, tenía el
cabello corto y sus labios se parecían a los de June Haig. Iba descalza, lucía pulseras
y unos pantalones de gasa negra con un corte que iba desde el tobillo a la cintura. Un
traje de gasa negra sin mangas cubría sus pechos pero dejaba al desnudo el valle
situado entre ellos, así como su garganta y su estómago. Su imaginación sexual
despertó cautelosamente y empezó a hacerla pedazos, jugueteando con ella, pero
Thaw arrugó el periódico convirtiéndolo en una bola y lo arrojó a un lado, pensando:
«Las mujeres nunca son así. O parecen serlo y después dicen “Deja de sobarme,
Duncan”. Pero eso es culpa mía. Las he visto con otros hombres en las paradas del
autobús, pegándose a ellos, contemplando sus rostros, deseando descaradamente
gustar o felices porque se dan cuenta de que las quieren. Pero yo no soy atractivo. No
importa. Las prostitutas se ganan la vida gracias a los hombres como yo. Tengo que ir
a la calle Bath».
Se puso el traje, tocando los dos billetes de cinco libras que aún había en el
bolsillo de la chaqueta. Cuando volvió a la iglesia para apagar las luces se dio cuenta
de que el recinto apestaba, saturado por una pestilencia tan poderosa que por un
momento pensó que había un incendio. Y entonces reconoció aquel olor dulzón a
podredumbre que había sentido después de la muerte de su madre.
—¿Sigues ahí, vieja? —preguntó lanzando una lúgubre carcajada—. Y abultando
más que nunca, si es que mi nariz entiende de eso. Necesito saber si puedo librarme
de ti en la calle Bath.

Eran las diez y el tranvía que iba a la ciudad se encontraba casi vacío. Thaw se
mordisqueó el nudillo y se dedicó a mirar por la ventana. Visiones de intercambios
sexuales emocionantemente perversos se confundían con las ideas de dormir
apaciblemente en brazos de alguna mujer que fingiera sentirse atraída hacia él. Bajó
del tranvía y subió por West Regent. Dos mujeres permanecían inmóviles en dos
esquinas opuestas de la plaza Blythswood. Thaw pasó rápidamente ante ellas y luego
volvió a caminar más despacio, maldiciendo su cobardía. Entonces se acordó de que

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llevaba dos o tres días sin comer. Compró una bolsa de pescado y patatas fritas en una
tienda cerca de Charing Cross y subió por la calle Bath, comiéndosela. Una mujer
que llevaba un abrigo rojo y un gran bolso negro estaba junto a una esquina. Parecía
demasiado vieja y respetable para ser una prostituta, pero aunque se encontraba al
otro lado de la calle daba la impresión de estarle mirando de soslayo. Thaw se apoyó
en una valla, terminándose las patatas fritas mientras que el corazón martilleaba
dentro del pecho. Hizo una bola con la bolsa de cartón y la dejó caer al suelo y estaba
a punto de cruzar la calle cuando vio venir a alguien. Un hombrecillo de andares
vacilantes fue hacia la mujer parada en la acera de enfrente. La mujer se volvió hacia
él y le miró. El hombrecillo aflojó el paso, hurgó en varios bolsillos y sacó una
pitillera. Hablaron durante unos momentos y ella acabó aceptando un cigarrillo, el
hombre se lo encendió y los dos partieron hacia la calle Sautiehall. Thaw siguió
caminando, lleno de ira y alivio, y entró en un café cercano al Green‘s Playhouse.
Pidió un café y se quedó sentado en el local hasta que el italiano que atendía al
mostrador empezó a colocar las sillas sobre las mesas y a barrer el suelo. Pensar en la
prostitución le resultaba francamente deprimente, pero no había ningún sitio al que
huir. La iglesia y el hogar eran lugares a los que no quería volver en toda su vida. Fue
hacia la calle Renfield.

Ya era medianoche pero la calle estaba bastante concurrida: uno o dos hombres
con trajes elegantes que caminaban rápidamente, un vagabundo con un abrigo sucio
que leía un periódico en una esquina. Dos mujeres le vieron venir e intentaron atraer
su atención. Eran jóvenes, altas y llevaban abrigos negros ribeteados de piel que
dejaban ver sus vestidos. Una de ellas adelantó la pierna, se subió la falda hasta la
mitad del muslo y pasó unos cuantos segundos haciendo algo con el final de su
media. La mujer que tenía al lado miraba a su alrededor con aire desdeñoso. Thaw se
detuvo, sintiendo que una punzada de nerviosa excitación le atravesaba el estómago.
Alzó la mano y cruzó la calle, intentando sonreír.
—Hola —le dijo a la mujer que estaba bajándose la falda—. Creo que nos
conocemos.
—Te equivocas —dijo la otra—. Es a mí a quien conoces —y le miró fijamente.
—Bueno —dijo él.
La mujer que se había inclinado para ponerse bien la falda se enderezó y dijo:
«Hasta luego, Greta».
—Sí, hasta luego. Espera, ven un momento.
Se apartaron un par de metros de él y empezaron a hablar en susurros. Las dos
tenían el cabello color bronce y llevaban exactamente el mismo tipo de permanente.
Greta vestía un traje ceñido que mostraba las curvas parecidas a urnas de sus muslos
y caderas. La parte delantera del traje tenía una hilera de botones de los que partía
toda una serie de arrugas que circundaban su cuerpo igual que las líneas de los

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paralelos. Thaw estaba excitado y le asombraba que todo aquello fuera tan fácil.
—Buenas noches, Greta —dijo la más bajita de las dos chicas—. Buenas noches,
muchachote —y se marchó.
La otra chica le cogió del brazo. Las fosas nasales de Thaw recibieron la dulzona
bofetada de un perfume barato.
—¿Tienes algún sitio al que podamos ir? —le dijo Thaw.
—Pues claro.
—¿Tomamos un taxi?
—Vale. Hagámoslo a lo grande.
Thaw llamó a un taxi que venía por la calle y lo vio acercarse a la acera
sintiéndose muy maduro y competente. Entraron en el taxi y la mujer dio una
dirección. Thaw se reclinó en el asiento, pensando que ahora ya nada estaba en sus
manos.
—¿Quieres estar mucho rato?
—Toda la noche, por favor. Estoy cansado.
—Va a costarte caro.
—¿Cuánto?
—Oh, por lo menos diez libras.
Thaw se quedó ligeramente sorprendido.
—¿Tanto? Sólo tengo nueve libras y veintiséis peniques. Menos, cuando haya
pagado el taxi.
—Supongo que habrá que arreglárselas con eso.
—Va a costarte un poco calentarme —dijo Thaw con cierta vacilación—. Estoy
tan frío como un pez muerto.
La chica le dio una palmadita en la rodilla.
—Oh, ya te calentaré. Soy muy buena.
El taxi se detuvo ante la blanca entrada de una iglesia. Thaw pagó al conductor y
bajó a la acera para reunirse con la mujer.
—¿Es que vamos a casarnos? —le dijo.
—Mi casa está justo al doblar la esquina.

Entraron en un portal del bloque de edificios donde se encontraba su antiguo estudio.


A Thaw le costó bastante subir las escaleras.
—No te encuentras demasiado bien, ¿eh?
—Un poco cansado, nada más.
Junto a la puerta había una ventana de cristal esmerilado con un agujero negro de
forma triangular. La mujer metió la mano por el agujero y sacó una llave. Abrió la
puerta, la cerró concienzudamente una vez hubieron entrado y le susurró a Thaw que
no hiciera ruido. Le guió a través de la oscuridad a lo largo de unos angostos
peldaños que crujían, abrió otra puerta, la cerró, alargó la mano hacia un interruptor y

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Thaw vio la rosada luz de una lamparilla con una pantalla de satén rosa. Estaban en
un ático, un pequeño dormitorio con el techo inclinado. La mujer conectó una
estufilla eléctrica, se sacó el abrigo y se sentó en la cama, mirándole. Thaw empezó a
desnudarse.
—¿Qué es eso? —le preguntó ella un poco después, con una repentina suspicacia.
Thaw estaba respirando con cierta dificultad y no le contestó.
—¡Para! ¿Qué es eso? —dijo ella.
—Nada.
—¿A eso le llamas tú nada?
—Es un eczema, no es contagioso, mira…
—¡No, de eso nada! ¡Para! ¡Para ahora mismo! —Se puso en pie y empezó a
vestirse—. No puedo permitirme el lujo de correr riesgos —le dijo.
Thaw la miró, la boca medio abierta en una mueca más bien estúpida. Todo
aquello le parecía increíble. La mujer se abotonó el vestido.
—¡Levanta! —le ordenó secamente.
Thaw se levantó, muy despacio, y empezó a vestirse. Seguía con la boca abierta.
Se quedó quieto una o dos veces, clavando los ojos en el suelo, y la mujer le dijo que
se diera prisa.
—Déjame sentar un ratito —dijo Thaw, sintiéndose mareado.
—No puedo permitirme el lujo de correr riesgos —le repitió ella en un tono de
voz algo más amable.
—No era lo que pensabas. No es contagioso, no es ninguna infección.
Sacó tres billetes de una libra del bolsillo de su cadera y los dejó sobre la mesa.
—¿Para qué son?
—Por el tiempo que me has dedicado.
—Guárdatelos.
Thaw contempló el dinero sin moverse. La mujer cogió los billetes y se los metió
en el bolsillo de la chaqueta. Thaw se levantó y se puso la chaqueta. La mujer bajó las
escaleras por delante de él.

Volvió lentamente por los callejones hasta la casa de Drummond, entró por la puerta
que tenía el cerrojo roto y avanzó cautelosamente hasta llegar a una de las
habitaciones del pasillo. La luz procedente de un farol le mostró un sillón de plástico
lleno de platos y objetos de porcelana. Los quitó y tomó asiento en él, los codos sobre
las rodillas y el mentón apoyado en los nudillos, hasta que la fría luz del sol apareció
sobre los tejados que había junto a la ventana y sintió que le castañeteaban los
dientes. El ruido de una conversación procedente de la cocina rebotó sobre él igual
que sobre los objetos de la habitación. El señor Drummond pasó ante la puerta,
gruñendo: «Tonterías, pura y simplemente tonterías…», y después le llegaron los
sonidos del aseo al ser utilizado. Thaw se envolvió en una alfombrilla como

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protección contra el frío. Empezó a soñar que él mismo era una alfombra, una
esterilla de carne con un agujero en el centro. Algo horrible iba a salir de aquel
agujero, podía sentir su frío aliento. Oyó el rápido eco de unos pasos y una voz gritó:
«¡Gandul, criminal!».
Thaw abrió los ojos y vio a una anciana tiesa como un palo que le contemplaba
con expresión acusadora. Tenía una mano en la cadera; la otra sostenía una pajarera
dentro de la que había un canario disecado. La mujer bajó la vista hacia ella y sus
ojos se llenaron de lágrimas.
—Pobrecito Joey —susurró dulcemente—. Pobrecito Joey. Ese maldito gato.
¡Gandul, bribón! —volvió a gritar—. ¡No pienso aguantarlo!
—Cálmate, mamá —dijo Drummond entrando en la habitación—. Oh, Duncan,
hola. Mamá, por el amor de Dios, tómate una buena taza de café solo.
—¡No pienso aguantarlo más! ¡Llenas la casa de Mollys y Janes hasta que ya no
puedo aguantar ese condenado olor a mujer, y encima los gandules de tus amigos
entran aquí a hurtadillas y cambian de sitio toda la preciosa porcelana de mi hermana,
y no pienso aguantarlo más!
—Lo siento, Duncan —dijo Drummond muy serio. Cogió a su madre en brazos y
se la llevó de la habitación.
Thaw volvió a quedarse dormido, lejos de allí.

La mañana era muy soleada y la ciudad apestaba a perfume barato. Thaw estuvo
dando vueltas y vueltas alrededor del salón de té Brown y se pasó una o dos horas
sentado en aquella cálida atmósfera donde resonaba el tintinear de las cucharillas. Le
dolía la cabeza. Una chica no muy alta se sentó junto a él y le dijo:
—Hola, Duncan, qué elegante estás hoy… Algo arrugado, quizá, pero muy
elegante, no hay duda.
Thaw la miró.
—¿Recuerdas que en una ocasión dijiste que algunas veces la enfermedad podía
ser muy útil? —le preguntó ella.
Thaw siguió mirándola.
—Bueno, pues mi médico me ha dicho lo mismo que tú. Verás, mi madre se
suicidó cuando yo tenía tres años y es muy probable que eso…, y después viví con
una tía y el médico cree que me ponía enferma para que…, para que cuidaran de mí.
Dijo que primero conseguí tener pleuresía y luego anemia y después resfriados, así
que ahora voy a un psiquiatra. Y tú, ¿estás bien?
Thaw la miraba. Oía las palabras pero parecían carecer de significado.
—¿Sabías que alguien, he olvidado su nombre, dijo que eras un genio? ¿Sabes
quién dijo eso?
Thaw la miró.
—He olvidado su apellido pero es pintor… Creo que su nombre empieza con B.

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Es bastante conocido. De todas formas, eso debería hacerte sentir…, bueno, más
bien… Estoy esperando a Peter, no tardará. ¿Sabías que me he casado?
Thaw se puso en pie con cierta dificultad y subió los peldaños que llevaban a la
calle. Un tranvía que iba a Riddrie se detuvo ante un semáforo cercano y Thaw subió
a él haciendo un esfuerzo. Le pareció que el asiento de la plataforma inferior que
ocupaba era un perro. Cuando lo miraba o lo tocaba con su mano no le cabía duda
alguna de que era un asiento, pero cuando cerraba los ojos para protegerlos de la
claridad daba la impresión de ser un perro enorme. Llegar hasta su casa le resultó
bastante difícil. Una vez dentro de ella se acuclilló sobre la alfombrilla de la
chimenea y se llevó los puños a su dolorida frente, apretando con todas sus fuerzas.
Un poco después sintió que la alfombrilla se levantaba, iba al dormitorio y le
depositaba sobre la cama. Se quitó la ropa y los zapatos y tiró de las mantas hasta
taparse. La inconsciencia pareció caerle encima desde el techo igual que una tonelada
de ladrillos.
Despertó suspendido en el aire, por encima de su cuerpo que yacía tendido con la
boca y los ojos abiertos, la cabeza colgando fuera de la almohada. Se preguntó dónde
podría dejarlo pero su cuerpo se movió, lanzó un gemido e inmediatamente Thaw
volvió a formar parte de él y se medio incorporó. Sintió una extraña calma. La calle
estaba silenciosa y no oyó ruido alguno, ni desde los pisos de abajo ni desde los de
arriba. El aire entraba y salía de sus pulmones con tal facilidad que no le habría
costado nada imaginar que estaba muerto, de no ser porque tenía hambre. Apartó las
pesadas sábanas, puso los pies en el suelo, intentó levantarse, muy cautelosamente, y
se cayó. Se quedó quieto durante unos minutos, con la cabeza debajo de una silla,
temblando de risa, y acabó tirando de la ropa y se la puso sin levantarse. Después fue
arrastrándose hacia la cocina, moviendo la cabeza de un lado a otro y murmurando:
«Todo por un pedazo de piel, todo por un pedacito de piel seca». Logró incorporarse
con gran dificultad y comió dos bollos, lavó una zanahoria marchita, se la comió y
descubrió que su estómago no podía contener nada más. Tomó asiento en una silla e
intentó ordenar las ideas que corrían por su cabeza igual que si fueran piezas en un
tablero de ajedrez, pero había muy pocas ideas y eran muy pequeñas y no paraban de
escurrirse entre sus dedos, así que se quedó inmóvil contemplando una araña que
estaba sobre la cocinilla eléctrica, agitando un número de patas realmente excesivo.
La araña le pareció aborrecible por lo que dejó caer sobre ella todo el peso de su
puño, pero cuando apartó la mano el insecto seguía allí, moviéndose, sin haber
sufrido daño alguno. Volvió a golpearla muchas veces, en un ataque de rabia, pero los
golpes no lograron aplastarla, y acabó dejando de darle puñetazos en cuanto la tapa
metálica de la cocina hizo que le doliera la mano.

Y de repente oyó unas palabras que brotaban del aire, palabras murmuradas por un
pico invisible. Se puso rígido, dijo: «Sí», salió de la casa, cerró la puerta a su espalda

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y empezó a rebuscar en sus bolsillos para comprobar si tenía la llave.
—Demasiados bolsillos —farfulló—. Tengo que coser unos cuantos. Oh.
La gata de la señora Colquhoun estaba sentada en la puerta de enfrente,
mirándole. Le faltaba un trozo de la cabeza, y otro del cuello. Le habían quitado la
parte derecha del cráneo y Thaw pudo ver su cerebro, blanco y rosa, arrugado como
el reverso de un hongo. La gata bostezó, abriendo su media boca al máximo y
desenrollando su lengua sobre los aguzados dientes blancos. Thaw contempló el
angosto pasillo de su garganta y pudo verle hasta la raíz de la lengua. Movió los
labios, articulando palabras ininteligibles que hacían referencia a su terror. Sus dedos
se cerraron sobre el frío acero de la llave. Bajó a la calle, sujetándola con mucha
fuerza, intentando hallar algún consuelo en ella. Hacía calor y el cielo estaba tan
negro como el alquitrán. Un planeta rojo suspendido en mitad del firmamento emitía
anillos de aire oscuro parecidos a las ondulaciones que provoca una piedra al caer en
un charco. Thaw obedeció al susurro y giró a la izquierda. El susurro procedía de un
cuervo negro que volaba detrás de su cabeza. El inmenso silencio hacía que sus
órdenes pudieran oírse con toda claridad. Él mismo era ese pájaro negro que, desde lo
alto, contemplaba a Duncan Thaw y las calles por las que caminaba. De vez en
cuando volaba hasta el final de una calle, dejando atrás a la pequeña silueta que
avanzaba a pie, o se quedaba rezagado y le seguía desde lejos. Aparecía en las
esquinas, acercando su pico a una oreja para murmurar: Gira por aquí, tuerce por
allá». Al final de una calle había una verja oxidada asegurada con una cadena y
cubierta de convólvulos, pero Thaw logró deslizarse por entre un par de barrotes
doblados. Vio el planeta carmesí por entre arbustos con forma de pagoda cuyos tallos,
carnosos y frágiles, exudaban un almíbar blanco. El cuervo empezó a dar saltitos
delante de sus pies, agitando las alas y parloteando frenéticamente:

«Iez rediez haligalum


la cabeza ya ha empollado, y el cielo se ha agrietado,
graj y graj, que John Knox ya la ha pillado,
graj y graj regraj, que todos los Dioses se han enfadado».

Thaw se tambaleó, resbaló y se encontró volando. El cuervo flotaba a unos treinta


metros por debajo de él. Su posición y su velocidad dependían del cuervo. Pasaron
por encima de la cinta opaca del canal y Thaw vio habitaciones donde había mujeres
planchando ropa bajo las cuerdas de tender, hombres en mangas de camisa leyendo
periódicos, niños y amantes tendidos bajo las colchas dentro de dormitorios sumidos
en la penumbra. Se movía como por trapecios a través del gran panal de la ciudad.
Aquella vida compacta e intrincada le fascinó y acabó casi asustándole. Se tapó los
ojos. Sus pies tocaron suelo inmediatamente.

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Apoyó su estómago en la balaustrada del puente y cruzó los brazos sobre el parapeto.
Se encontraba mal. El río se había encogido hasta convertirse en un hilillo de agua
que corría por entre agrietadas extensiones de fango. Una nube de gaviotas gritaba
sobrevolando alguna criatura muerta que se encontraba bajo el puente colgante del
este. Empezó a sentir un murmullo subterráneo que primero fue una vibración en las
plantas de sus pies, aumentó hasta zumbar en sus tímpanos y acabó resonando sobre
el horizonte como el trueno de un gong. Alzó la cabeza y vio los almacenes de la
orilla izquierda. La ciudad que había detrás de ellos estaba flotando hacia el cielo.
Primero ascendieron las torres del ayuntamiento, y detrás de ellas vino la joroba de
Rotten Row con todas las ventanas de los pisos iluminadas, y después el achaparrado
edificio de la catedral con torre y nave y un grupo de cúpulas de la Roy al Infirmary y
después de ellas, como la última parte de un telescopio que se despliega, la masa de
la Necrópolis, podrida de tumbas, flotó hacia lo alto con la columna de John Knox
dominando todo lo demás. El libro sostenido en la mano del hombre de piedra golpeó
el planeta palpitante y una sombra azul salió despedida del libro para caer sobre el
corazón de Thaw, congelándolo. Toda la ciudad estaba despegando hacia el cielo.
Fábrica, universidad, gasómetro, montones de escoria, hileras de edificios y parques
cargados de árboles fueron ascendiendo hasta que Thaw alzó la vista hacia un
horizonte parecido al borde de un cuenco con él mismo en el fondo. El borde del
cuenco estaba lleno de personas que le observaban. Sintió una rabiosa auto-
compasión al pensar en tantos ojos enfocados en algo tan pequeño como él y les
saludó usando dos dedos. Una de las siluetas que le observaban se apartó del borde y
desapareció detrás de los tejados. Thaw cerró los ojos y se la imaginó bajando por las
calles como una gota de agua deslizándose por la curva de una palangana. Después
cruzó el puente y se encontró con ella en la esquina de Paisley.

Ella sonrió y le cogió del brazo y Thaw supo lo que debía hacer. Sonrió al verse
pasando el brazo alrededor de su cintura mientras caminaban, y sus observaciones la
hicieron reír. Volaba por los aires haciendo volteretas sobre sus cabezas, sin poderse
contener, lanzando chirriantes carcajadas, y poco después acercó su pico a una oreja y
le hizo sugerencias. Subieron por una calle no muy ancha entre multitudes que les
miraban. De vez en cuando reconocía un rostro a la izquierda o a la derecha, pero
tenía que mantener toda su atención concentrada en Marjory, siguiendo con aquel
chorro de palabras que la hacía sonreír y teniendo mucho cuidado de que no se le
escapara una carcajada. Ella no se daba cuenta de que la mano que sujetaba sus dedos
era tan insensible como el granito y Thaw tuvo que hacer un esfuerzo para no
aplastarle los dedos. Cruzaron los oscilantes tablones del puente del canal, dejaron
atrás unos cuantos almacenes y subieron por una ladera cubierta de hierba. Thaw iba

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el primero, tirando de ella. La obligó a tumbarse mientras que Marjory se reía y le
frotó el cuerpo y el cuello con sus manos de piedra. Marjory empezó a debatirse.
—¡Aprisa, aprisa, aprisa! —gritó el cuervo—. Cárgatela, deprisa.
Thaw puso su boca de piedra sobre el cuello de Marjory, en el ángulo donde la
mandíbula se unía a la oreja, y, muy deprisa, se la cargó.

Despertó empapado por la lluvia, con una costra en los labios y sabiendo que a su
lado había algo que no quería ver. Intentó volver corriendo a su casa, pero estaba tan
cansado que sólo podía recorrer distancias cortas, pues de lo contrario se veía
obligado a reptar por la resbaladiza orilla del canal. Cuando subió las escaleras fue
dando tumbos de un lado a otro de los peldaños y una vez dentro de la casa se acostó
en el suelo del pasillo y empezó a gruñir, más que nada para recuperar el aliento pero,
en parte, para llamar la atención de alguien. Gruñó cada vez más y más alto hasta que
un policía rompió la cerradura de la puerta. Esperaba ir a prisión pero había un
médico y le cogieron y le metieron en la cama. El médico le dio una inyección de
morfina y Thaw se sumió en un dulce sueño. Despertó en el Hospital General del Sur
y pasó casi quince días allí.

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CAPÍTULO XXX

Rendición
Lanark estaba mirando por la ventana, contemplando una cama que parecía ser un
reflejo de la suya salvo por el hecho de que la figura tumbada en ella se hallaba
tapada por las sábanas.
—¿Mató realmente a alguien o no fue más que otra alucinación? —preguntó.
Sólo puedo contar la historia tal y como la vio él.
—Pero ¿le arrestaron?
No. Cuando estaba en el hospital seguía esperando que lo hicieran, pero nunca
vinieron a por él, y eso le preocupaba. Quería alejarse de cuanto conocía, y el arresto
habría hecho que eso resultara fácil.
—Entonces fue una alucinación.
No necesariamente. En 1956 se produjeron ciento cincuenta crímenes
oficialmente reconocidos como tales en Inglaterra, y una tercera parte de ellos
quedaron sin resolver. Thaw estaba seguro de que había hecho algo terrible pero
denunciarse a sí mismo ante la policía requería hacer un esfuerzo, lo menos posible y
a dormir lo más posible. Ahora ya no soñaba. Su mente se encontraba tapada por un
frío vendaje de aturdimiento.
Se había herido la mano, sufría de asma bronquial y desnutrición, y recibió
esteroides de cortisona, una nueva droga que le curó el asma en dos días. Lo otro
requirió un tiempo más largo. El asistente social del hospital quería ponerse en
contacto con su padre pero Thaw se negó a darle la dirección. Dijo que ya visitaría al
señor Thaw en cuanto saliera, aunque en realidad no tenía ninguna intención de
hacerlo.

Le dieron el alta, fue a casa y metió algunas ropas y sus cosas de afeitar en una
pequeña mochila.
—Dijiste que había dejado de afeitarse.
Volvió a hacerlo después del artículo aparecido en el Evening News para no
parecerse tanto a la foto del periódico. La mochila contenía uno de las viejas brújulas
del señor Thaw. Con algo más de nueve libras en el bolsillo, fue a la estación de
autobuses que se encontraba al final de Parliamentary Road. Pensaba ir a Londres,
dejarse resbalar a lo largo del globo hasta caer en el pequeño y superpoblado sur, pero
una vez en la estación la aguja de su brújula mental giró en redondo y señaló hacia
los estuarios y las montañas del norte. Y decidió que, después de todo, visitaría a su
padre.

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Imagínatelo siguiendo la ruta que se describe al comienzo del Libro Uno, Capítulo
18, sólo que pasa la mayor parte del trayecto dormitando y se baja en un pueblo de
Glencoe. Sube por un caminito hasta el albergue juvenil, un caminito que avanza por
entre un túnel de ramas. Es otoño, cuando las tierras altas se engalanan de púrpuras,
naranjas y oros verdosos que parecerían demasiado chillones si no fuera porque la luz
grisácea los suaviza.
—Sáltate el tipismo local.
De acuerdo.

Todavía no son las cinco y algunos montañistas esperan en las escaleras del albergue.
Thaw sigue el contorno del edificio hasta llegar a las habitaciones del encargado, que
están en la parte trasera, pero antes de llamar a la puerta mira por la ventana. La
habitación está limpia y ordenada, y en las paredes hay unas pequeñas acuarelas del
Loch Lomond que habían adornado la sala de estar en Riddrie. También reconoce una
librería, el escritorio y una jarra de madera tallada en forma de búho para guardar el
tabaco. Su padre está sentado leyendo junto a una estufa encendida. Junto a su codo
hay una mesita con una tetera tapada por un calentador, unas cuantas tazas, un
azucarero de cristal tallado, una jarrita de leche y un plato de galletas. Dos mujeres
están sentadas en el sofá que hay delante de él. Una tiene el cabello canoso y andará
por los sesenta; la otra podría ser su hija, tiene el cabello oscuro y ronda los cuarenta
años. La más anciana hace punto, la más joven lee. Aquel tranquilo interior posee un
aura de plenitud y un barniz de tan tranquila satisfacción que Thaw tiene la sensación
de que es muy importante no alterar nada de cuanto contiene. Lo único que puede
hacer es destrozarlo, no añadirle algo, así que acaba encontrando un hueco en el seto
que bordea el camino y vuelve al pueblo.

Toma el té en un restaurante para turistas y se pregunta qué hacer. Volver a Glasgow


le parece imposible, así que se dirige hacia Fort William.

El camino que va junto al estuario es bastante feo y cuando pasa junto a los
desagradables montones de escoria que hay cerca de Ballachulish su respiración
empeora y acaba haciéndole sentarse en un murete que hay junto a una hilera de
coches que esperan subir al transbordador. Una señora norteamericana está en pie
junto a su coche mirando hacia lo alto de la colina, contemplando una piedra blanca
rodeada de bosques que se parece a un viejo surtidor de gasolina.
—¿Sabe qué es? —le pregunta.
Thaw le explica que, según cree, indica el sitio donde mataron a Colin Campbell,
apodado el Zorro Rojo. La mujer le sonríe levemente y dice:

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—Creo que leí algo de eso en el Secuestrado de Robert Stevenson, ¿podría ser?
Thaw dice que es posible.
—Tiene usted mala cara —dice ella—. ¿Puedo ayudarle en algo?
Thaw le habla de su enfermedad y dice que ya se le pasará.
—Mi esposo también sufre de eso —dice ella, y se mete en el coche.
Sale un instante después y le ofrece un pañuelito de papel con algunas píldoras
azules y rosas en forma de torpedo.
—Pruebe una de éstas, son nuevas —le dice.
Thaw se traga una y unos segundos después siente que un agradable calorcillo de
felicidad se extiende por todo su ser. La contempla con amor.
—No se tome más de cuatro al día, pueden hacer que se sienta algo aturdido —
dice ella—. Vamos a Mallaig, ¿quiere que le llevemos un trecho?

Entra en un trocito de Norteamérica desprendido del continente. El asiento parece


estar tapizado con una suave piel de búfalo, la temperatura se encuentra cinco grados
por encima del calor corporal, en algún lugar se oye sonar una orquesta minúscula. El
motor es totalmente silencioso y, una vez en el transbordador, los estuarios y las
montañas empiezan a retroceder a gran velocidad, como películas proyectadas en las
ventanillas. El conductor, un hombre taciturno de grueso cuello, le pregunta a Thaw
cuál es su destino. Pasados unos segundos Thaw dice que va a Stirr.
—Puede que Henry le parezca un poco callado —dice la señora—. El presidente
Eisenhower tiene un coágulo de sangre en el cerebro y la bolsa está reaccionando
negativamente.

Thaw cierra los ojos y ve una borrosa imagen de su padre y su hermana en un campo
gris. El señor Thaw sostiene un huso de lana que su hermana está convirtiendo en un
ovillo. Cuando abre los ojos ya ha oscurecido y el coche sube por un largo camino
serpenteante hasta llegar a un edificio parecido al castillo de Balmoral, pero con un
letrero de neón que dice hotel en la fachada.
—Hemos buscado Stirr en el mapa y jamás conseguiría llegar esta noche —dice
la señora—. Vamos a quedarnos aquí y hemos pensado sugerirle que haga lo mismo.
Es un poco caro pero…
Está claro que se encuentra a punto de hacerle una oferta generosa, así que Thaw
la interrumpe diciendo que una buena noche de reposo bien vale gastarse lo que haga
falta. Salen del coche y entran en el hotel. Cuando llegan a recepción Thaw dice que
no tiene hambre y que se irá directamente a la cama. Le dan las buenas noches.

El hotel es muy grande y Thaw se sorprende ante la pequeñez de su habitación. Tiene

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grandes dificultades para respirar pero se mete en la cama, se toma dos píldoras en
forma de torpedo y se queda dormido inmediatamente.

A la mañana siguiente oye en dos o tres ocasiones leves ruidos de alguien que llama a
su puerta diciendo qué hora es y acaba levantándose alrededor de las once. Respira
con facilidad pero su mente está aturdida y nota el cuerpo muy pesado. Se ha perdido
el desayuno y toma café con tostadas en un rincón del inmenso comedor, sintiéndose
algo nervioso. Paga su factura en recepción y sale del hotel. El día está nublado y
hace viento. La idea de volver no le gusta nada y hace que no se sienta dispuesto a
enfrentarse con el largo trayecto de regreso; además, el viento le está empujando en
dirección opuesta. Da la vuelta al hotel y cruza unas cuantas praderas de césped,
acariciando las últimas medias coronas y monedas de cobre que hay en su bolsillo.
Cuando pasa junto a un estanque rectangular lleno de lirios las arroja al agua. Un
sendero lleva a través de un macizo de rododendros y acaba en una puerta que da al
páramo. Thaw la cruza.

El páramo va subiendo de nivel hasta convertirse en un risco flanqueado por dos


colinas rocosas. No hay camino, y algunas veces el brezo cede su lugar a retazos de
musgo donde sus pies se hunden con húmedos ruidos de succión. Thaw tarda dos o
tres horas en llegar hasta el risco y descansa protegiéndose del viento en un grupo de
rocas. El brezal que se extiende ante él va bajando hasta el océano, pero una
elevación del terreno oculta la orilla. Ve brazos de tierra que dividen las grises aguas,
algunos cubiertos de campos, otros llenos de rocas que van subiendo lentamente hasta
convertirse en montañas. Piensa que una de ellas podría ser el Ben Rua. Se da cuenta
de que una de las piedras tiene palabras talladas en la superficie:

En este
MISMO LUGAR
desayunó el Rey Eduardo
después de haber cazado.
28 de agosto del año 1902

Sin saber muy bien por qué aquello le hace mucha gracia y se ríe a carcajadas
pero no es feliz. Toma otra píldora que le hace sentirse un poco más alegre, pero no
mucho, así que acaba tirando el resto. El viento parece haberse hecho más frío. Se
pone en pie y consulta distraídamente la brújula. La aguja le indica que ha de bajar
por la pendiente.

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Después de haber caminado un rato ve que el terreno baja de nivel a los lados, así
como delante. Parece que ha llegado a un promontorio pero el viento, la pendiente y
sus instintos hacen que resulte más sencillo seguir adelante. El promontorio termina
en una multitud de pequeños acantilados con las laderas cubiertas de brezo y rocas
esparcidas por entre ellas. Al principio el descenso resulta fácil, pero después va
encontrando zonas más abruptas, llenas de rocas, y se ve obligado a dejarse resbalar
por cañadas de grava que se derrumban bajo él. Recorre los últimos metros cayendo
incontroladamente y se queda tendido bajo unos peñascos rodeados de helechos
marchitos. Me he hecho daño y no me gusta, piensa. Le duele el hombro y tiene un
arañazo que sangra en la pierna. Se siente pegajoso, cubierto de sudor, su corazón late
con fuerza. «Necesito un baño», piensa. Deja la mochila a un lado y se saca el abrigo,
la chaqueta, el jersey, y un instante después siente el frío y baja por la cuesta hacia
una playa de grandes guijarros que parecen huevos y patatas de piedra. Sus pies
resbalan sobre ellos. Avanza dando tumbos, a punto de caerse.

La primera ola es suave y casi no la nota pero el fondo se hunde rápidamente y la


siguiente, que es muy grande y llega sin avisar, golpea su pecho, le hace perder el
equilibrio y le arroja hacia atrás hasta dejarle sobre los resbaladizos guijarros, donde
apenas si hay medio metro de agua. Thaw se pone en pie, escupiendo, con la camisa
pegada a la piel, sintiendo su aspereza. Se la quita, riéndose enfurecido, y vuelve a
internarse en el mar gritando: «¡No puedes librarte de mí!». Inclina la cabeza para
recibir la bofetada de las olas, lucha por avanzar entre ellas, agita los brazos y
descubre que su cuerpo asoma cada vez más del agua. Sus pies se posan en una cresta
de roca sumergida y cuando llega al final de ésta el agua le llega por la cintura: da un
paso hacia delante y se hunde en el líquido. Se sumerge, jadeando, dando vueltas y
vueltas en aquel escozor salado, sin enterarse de nada salvo de que es preciso no
respirar. Un tamborileo zumbante llena su cerebro, el pánico le hace abrir los ojos,
irritados por el agua salada, y ve fugaces destellos de claridad verde. Y al final es
como si sus uñas ya no fueran capaces de seguir agarrándose a un asidero demasiado
angosto, y Thaw se hunde, gritando, arrojando las últimas heces de su aliento,
viéndose obligado a respirar, y lo que inunda su ser no es el dolor, sino una mortífera
dulzura.

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CAPÍTULO XXXI

Nan
Lanark abrió los ojos y contempló pensativamente la habitación. La ventana volvía a
estar tapada por la persiana de tablillas y en un rincón había una cama a la que
ocultaban varios biombos. Rima estaba sentada junto a él comiendo higos de una
bolsa de papel marrón.
—No me ha parecido nada satisfactorio —dijo—. Respeto a un hombre que se
suicida después de haber matado a alguien (está claro que es lo más adecuado), pero
no a un hombre que se ahoga por culpa de una fantasía. ¿Por qué el oráculo no ha
dejado claro cuál es la verdad?
—¿De qué estás hablando? —le preguntó Rima.
—De mi vida antes de Unthank tal y como la ha contado el oráculo. Acaba de
terminar.
—En primer lugar, el oráculo era una mujer, no un hombre —dijo Rima con
mucha firmeza—. Y en segundo lugar la historia que ha contado era la mía. Te
aburrías tanto que acabaste quedándote dormido y está claro que has debido soñar
alguna otra cosa.
Lanark abrió los labios disponiéndose a discutir con ella, pero Rima le metió un
higo en la boca.
—Es una pena que no lograras mantenerte despierto porque me contó muchas
cosas sobre ti —le dijo—. Eras un chico rarillo y bastante pesado que no paraba de
perseguirme cuando tenía diecinueve años, y no resultabas nada atractivo. Tuve el
sentido común suficiente para casarme con otro.
—¡Y tú eras una virgen frígida calientapollas que no paraba de rechazarme con
una mano y hacerme señas de que viniera con la otra! —gritó Lanark, tragando
irritadamente el higo—. Maté a alguien porque no podía conseguirte.
—Debemos haber estado escuchando oráculos distintos. Estoy segura de que todo
eso son imaginaciones tuyas. ¿Queda algo de comida?
—No. Nos la hemos terminado toda.

Una camilla, acompañada por un gran ruido de pasos, entró en la habitación rodeada
por una nube de médicos y enfermeras. Munro iba delante de ellos; los técnicos le
seguían llevando cilindros y toda una serie de aparatos. Desaparecieron tras los
biombos de la esquina y no pudieron oír nada salvo un leve siseo y algunas frases que
parecían llegar de los pasillos.
—… el concebido concibiendo en mitad de la concepción…
—… infame Milton, inocente Cromwell…

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—¿Por qué infame? ¿Por qué inocente?
—Vino desnuda. Eso la ha ayudado bastante.
Munro fue hacia ellos y se quedó inmóvil al pie de la cama, contemplándoles con
expresión muy seria.
—He pedido una entrevista con Lord Monboddo dentro de tres horas para que
autorice su marcha del instituto. Tenía intención de hacerles esperar aquí, pero hemos
recibido una entrega inesperada de seres humanos. Se encuentran en bastante buen
estado pero aún siguen débiles, y morirán si alguien les impide comer. Una enfermera
les traerá las ropas. Pueden vestirse y esperar en el club de personal.
—No hace falta —dijo Lanark—. No pensamos dedicarnos a difundir nuestras
opiniones en un caso como éste.
—¿Está de acuerdo con él? —le preguntó Munro a Rima.
—Claro que sí, pero me gustaría ver el club de personal.
—Si puedo confiar en usted, preferiría que se quedara aquí. Esta sala es bastante
solitaria y tener algo de compañía ayudaría a que esa mujer se encontrara más a
gusto.
—Me encantará ayudarle, doctor Munro —dijo Rima animadamente—, pero
¿querrá hacer a cambio algo por nosotros? Pídale a monseñor Noakes que nos mande
algo más de su deliciosa comida. No hablar de la comida nos resultará más sencillo
en cuanto tengamos un poco.
—No le prometo nada, pero haré cuanto esté en mi mano —dijo Munro con voz
hosca, marchándose.
Lanark la miró y le dijo:
—¡No tienes escrúpulos!
—¿No te alegra ver que no soy como tú? —le preguntó ella, dolida.
—Mucho.
—Pues entonces demuéstramelo, por favor.

Oyeron cómo los técnicos y sus aparatos salían de la sala. Unos cuantos médicos se
quedaron detrás de los biombos y poco después una enfermera vino hacia ellos
cargada de ropas y con un par de grandes mochilas.
—El doctor Munro quiere que se vistan —les explicó—. Dice que las mochilas
están llenas de comida para su viaje y que pueden empezar a comer cuando lo deseen.
Rima cogió las ropas de mujer y las acarició con las yemas de los dedos. Eran de
color amarillo, que recordaba el rubio de una cabellera, y su textura era parecida a la
del terciopelo. Una leve sonrisa de excitación curvó sus labios. Saltó de la cama,
totalmente desnuda, diciendo: «Me vestiré en el lavabo». Fue corriendo hacia la
puerta que había al final de la sala y Lanark se dedicó a examinar el contenido de las
mochilas. En cada una había un impermeable de cuero enrollado, así como unos
pequeños y duros bloques de fruta comprimida y carne envuelta en papel de arroz.

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Una de las mochilas contenía un termo rojo con café y una petaca metálica de coñac,
la otra un equipo de primeros auxilios y una linterna eléctrica. La marcha de aquel
lugar, demasiado cálido y aislado, parecía inquietantemente cercana. Lanark se puso
en pie y fue con sus ropas al lavabo.
Rima estaba delante de un espejo, cepillándose el pelo y haciéndolo caer sobre
sus hombros con lentas y rítmicas pasadas del cepillo. Llevaba un traje color ámbar
de largas mangas y falda bastante corta, así como sandalias de cuero amarillo, y
Lanark se quedó inmóvil, medio hipnotizado por la fría elegancia dorada de su
silueta.
—¿Y bien? —murmuró ella.
—No está mal —dijo él, y empezó a lavarse.
—¿Por qué no dices que soy hermosa?
—Cuando lo digo siempre acabas tratándome mal.
—Cierto, pero si no me lo dices me siento sola.
—De acuerdo. Eres muy hermosa.
Se secó y empezó a ponerse un pullover y un traje de pana gris. Rima se ató
cuidadosamente el pelo con una cinta amarillo oscuro, poniendo una cara triste y
pensativa.
—¡Anímate! —dijo Lanark, besándola—. Tú eres la luz y yo soy la sombra. ¿No
te alegras de que seamos diferentes?
Rima hizo una mueca y salió del lavabo, diciendo:
—Brillar sin que te ayuden resulta bastante difícil.

Cuando volvió a entrar en la sala los médicos, las enfermeras y los biombos habían
desaparecido y Rima estaba hablando con la mujer que ocupaba la cama del rincón.
Lanark fue hacia ellas, viendo una pequeña y calva cabeza arrugada que asomaba por
debajo de la colcha. La madre yacía medio hundida en un montón de almohadas.
Estaba muy delgada, en su cabello castaño había destellos grises y la juventud y la
vejez se mezclaban en su flaco rostro.
—Qué extraño me resulta volver a verte, hombre misterioso —le dijo con una
débil sonrisa.
Lanark la miró sin comprender.
—Es Nancy —dijo Rima—. ¿No recuerdas a Nan?
Lanark se sentó en la cama casi riendo a causa de la sorpresa.
—Me alegra que lograses escapar del Élite —dijo.
No podía parar de sonreír. Desde que entró en el instituto se había olvidado de
Sludden y su harén, y ahora aquellos complejos enredos de vidas amorosas le
parecían maravillosamente divertidos. Señaló hacia la cunita.
—Tienes una niña preciosa.
—¡Sí! ¿Verdad que se parece a su padre?

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—No seas tonta —le dijo Rima con dulzura—. Los bebés no son como la gente.
Y, de todas formas, ¿quién es el padre? ¿Toal?
—Naturalmente que no.
—Entonces, ¿quién es?
—Sludden.
Rima examinó la parte visible del rostro de la niña.
—¿Estás segura?
Nan sonrió con tristeza.
—Oh, sí. Yo no era su prometida, como Gay, o su amante vulgar, como Frankie, o
su amante inteligente, como tú. Yo era la pobre niña desgraciada con la que había que
ser amable, pero era a mí a quien más amaba, aunque tuviera que mantenerlo en
secreto. Cuando me cansaba de que no me hiciera caso e intentaba escapar, Sludden
venía a mi casa, trepaba por las cañerías y entraba por la ventana. Sludden era un
gran atleta. Me abrazaba y me decía que aunque nos acostábamos juntos con mucha
frecuencia nuestro amor seguía siendo una hermosa aventura y que sería una
estupidez renunciar a él por culpa de las otras chicas. Decía que os necesitaba a todas
para poder estar alegre y animado conmigo. Era el primer hombre al que amé y la
verdad es que nunca quise a ningún otro, aunque siempre estaba haciendo planes para
abandonarle, al menos antes de que mi enfermedad empeorase.
—¿Qué enfermedad?
—Empezaron a salirme bocas, no sólo en la cara sino en otros sitios, y cuando
estaba sola discutían entre ellas, gritaban y me insultaban. Sludden era muy bueno
con ellas. Siempre lograba hacer que acabaran cantando a coro y cuando dormíamos
juntos incluso hacía que me alegrara de tenerlas. Decía que nunca había conocido a
una chica que pudiera ser penetrada por tantos sitios diferentes.
Nan les dirigió una sonrisa casi maternal y Lanark, con una punzada de celos, vio
aquella misma expresión de recuerdo embelesado en el rostro de Rima.
—Pero al final las bocas se hicieron insoportables incluso para Sludden —dijo
Nan con un suspiro—, porque a medida que iba empeorando le necesitaba cada vez
más y eso no le gustaba nada. Iba a entrar en la política y tenía montones de cosas
que hacer.
—¿La política? —exclamaron al unísono Lanark y Rima, y Rima dijo:
—Pero si siempre se burlaba de la gente que se metía en la política.
—Ya lo sé, pero cuando desapareciste te sustituyó por una contestataria, una rubia
alta y descarada que tocaba la guitarra y no paraba de repetirnos que su padre era
brigadier. No me gustaba nada. Decía que debíamos prepararnos para tomar las
riendas de la economía, y preocuparse por la gente era lo más importante, pero
siempre hablaba demasiado y nunca escuchaba a nadie. Mientras hablaba Sludden
solía hacernos guiños a espaldas suyas. Muchos de los que iban al Élite se volvieron
contestatarios. Aparecieron centenares de nuevas camarillas con nombres e insignias
de los que no consigo acordarme. Hasta los criminales llevaban insignias. Un día

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Sludden entró en el café llevando una insignia y riéndose a carcajadas. Había ido con
la rubia a una reunión de protesta y le habían elegido para formar parte de un comité.
Dijo que todos debíamos volvernos contestatarios porque en aquellos momentos
nadie confiaba en el Preboste Dodd y teníamos una auténtica posibilidad de
apoderarnos de la ciudad. Yo no entendía nada. Veréis, estaba embarazada y Sludden
no dejaba que me acercase a él y no podía decírselo. Cuando por fin logré contárselo
se puso muy serio. Dijo que era un crimen traer niños al mundo antes de que hubiera
sido redimido por la revolución. Quería matar al bebé antes de que naciera, pero yo
no pensaba permitírselo. Dame la niña, por favor.
Rima levantó al bebé de la cuna y lo puso en los brazos de Nan. La niña abrió los
ojos, dejó escapar un leve maullido de queja y volvió a quedarse dormida sobre su
pecho.
—Me llamó egoísta y supongo que tenía razón —dijo Nan—. Antes de conocer a
Sludden nunca había encontrado a nadie que me quisiera, y ahora él había dejado de
quererme y yo necesitaba a otra persona, aunque la idea de tener un bebé solía hacer
que me sintiera mal y casi me volvía loca. Tenía la sensación de estar siendo
aplastada bajo una montaña de mujeres con Sludden dando saltos en la cima,
llevando una corona en la cabeza y riéndose. Y entonces el bebé se movía dentro de
mí y de repente sentía que no me faltaba nada, y notaba una gran paz. En aquellos
momentos Sludden me daba pena. Me parecía igual que un niño codicioso que corre
de un lado para otro buscando pechos que agarrar y madres que le alimenten y que
nunca, nunca tendrá bastante. ¿Tú también sentías eso, Rima?
—No —respondió lacónicamente Rima.
—Era inteligente, bueno y muy divertido. Era el único hombre de allí que no
tenía ninguna enfermedad.
—No tenía ninguna enfermedad porque él mismo era una enfermedad —dijo
Lanark—. Era un cáncer que atacaba a cuantos le conocían.
Rima dejó escapar un bufido.
—Bah, no sabes de qué estás hablando. Sludden te apreciaba. Intentó ayudarte,
pero tú no le dejaste.
Nan sonrió.
—Estás consiguiendo que Lanark se ponga celoso.
—Oh, sí, está consiguiendo que me ponga celoso. Pero puedo sentir celos y estar
en lo cierto.
—¿Cómo llegaste hasta aquí, Nancy? —preguntó Rima.
—Bueno, los dolores empezaron cuando me encontraba en casa y supe que mi
bebé estaba a punto de llegar. Le pedí al propietario que me ayudara, pero estaba
demasiado asustado y me ordenó que me marchara del edificio, así que me encerré en
mi habitación y (no recuerdo cómo) logré arrastrar un armario muy pesado hasta
colocarlo delante de la puerta. Eso casi acabó conmigo. Los dolores eran tan malos
que me caí al suelo y no pude moverme. Estaba segura de que el bebé habría muerto

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por culpa de todo aquello. Sentí que no era nada, nada ni nadie, un ser-nadie que no
sentía nada salvo horror, un pedazo de polvo sucio tan maligno como el mundo.
Supongo que grité pidiendo salir de allí porque de repente una abertura apareció en el
suelo, a mi lado.
—Pasar por ahí estuvo a punto de acabar conmigo —dijo Lanark con un
estremecimiento—. Conocí a un soldado que se metió en ella con su revólver y se
desangró hasta morir por culpa de la herida que le causó. No comprendo cómo es
posible que una mujer embarazada lograse sobrevivir.
—Pero si fue muy sencillo… Fue como hundirse en unas aguas calientes y
oscuras, un líquido que podía respirar. Mi cuerpo flotaba en él, sostenido suavemente
por todas partes. Sentí que mi niñita se soltaba de mi vientre y subía flotando hasta mi
pecho y se agarraba a él. No, debió bajar, porque yo iba con la cabeza por delante…
Sentí cómo muchas cosas viscosas y sucias salían de mí y se desvanecían en la
oscuridad. Aquella oscuridad me amaba. La música no volvió a convertirse en dolor
hasta que no vi luz y entonces me desmayé. Eso ocurrió hace mucho tiempo y ahora
aquí estoy, hablando con vosotros en una preciosa y limpia habitación.
—Aquí te cuidarán bien —dijo Lanark con cierta brusquedad.
Se puso en pie y fue hacia el arco más próximo. La historia de Nan le había
recordado su propio y asfixiante descenso de una forma que le hizo anhelar paisajes
soleados, colinas y agua. Alzó la gran persiana con una tenue esperanza, pero la
pantalla que en tiempos creyó era un ventanal ya no estaba allí. En el centro de la
pared, yendo del suelo al techo, había una doble puerta de madera oscura con paneles
ornamentales de bronce. Lanark intentó abrirla pero la puerta estaba cerrada, y no
tenía picaportes ni cerrojo. Volvió a la sala.
Nan estaba dándole de mamar a la niña y hablaba en voz baja con Rima. Lanark
se sentó en la cama e intentó terminar La guerra santa, pero el libro le resultaba
irritante. El autor no era capaz de imaginarse a un enemigo honrado, y su único
concepto de la virtud era la obediencia total al más fuerte de sus personajes. Una
enfermera trajo el almuerzo de Nancy. Nancy comió sólo una parte y un instante
después Lanark se llevó la gran sorpresa de ver cómo Rima se comía el resto,
mirándole con expresión desafiante entre bocado y bocado. Fingió no darse cuenta y
mordisqueó un cubo de duro chocolate negro que cogió de la mochila. El sabor
amargo del chocolate le resultó tan desagradable que acabó dejándolo e intentó
dormir pero su imaginación empezó a proyectar ciudades sobre el interior de sus
párpados: imágenes cambiantes de estadios, fábricas, prisiones, palacios, plazas,
bulevares y puentes. La conversación de Nancy y Rima parecía el murmullo de
multitudes distantes al que se mezclaba el eco de las fanfarrias. Abrió los ojos. El
ruido no era imaginario. Un creciente estruendo de clarines hacía temblar el aire.
Lanark se puso en pie y Rima hizo lo mismo. Los clarines acabaron haciéndose
ensordecedores y callaron cuando una silueta vestida de negro y plata apareció debajo
del arco central. Era un hombre que llevaba una levita negra con botones de plata,

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pantalones negros que le llegaban hasta la rodilla y medias blancas. Su cuello y sus
muñecas estaban adornados por encajes blancos, calzaba zapatos con hebilla de plata
y una nívea peluca empolvada con un sombrero negro de tres picos encima. En su
mano izquierda sostenía un portafolio y en la derecha un bastón de ébano terminado
en un puño de plata. Su rostro era lo más sorprendente de la figura, pues era el rostro
de Munro.
—¡Doctor Munro! —dijo Lanark.
—En estos momentos no soy médico, soy chambelán. Cojan sus mochilas.
Lanark se echó una mochila al hombro y cogió la otra en su mano. Rima le dijo
adiós a Nan, que estaba intentando hacer que la niña dejara de llorar. Munro se dio la
vuelta y golpeó las grandes puertas con su bastón, haciéndolas resonar. Las puertas se
abrieron y Munro les precedió por ellas, con Rima pegada a Lanark. Las puertas
volvieron a cerrarse.

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CAPÍTULO XXXII

Pasillos del consejo


Estaban en una habitación circular de techo no muy alto y paredes adornadas con
paneles de madera, con el suelo cubierto por una gruesa alfombra: la habitación olía
igual que un viejo vagón de ferrocarril. Un banco tapizado daba la vuelta a la pared y
una columna de caoba situada en el centro sostenía una calva cabeza de bronce
coronada por una guirnalda de laurel.
—A la sala norte —dijo Munro en voz alta.
La cabeza asintió y empezaron a oír un leve ruido. Lanark se dio cuenta de que
estaban en un vagón que se desplazaba lateralmente.
—La maquinaria que une el instituto con los salones del consejo está algo
anticuada —dijo Munro—. Siéntense, tardaremos unos cuantos minutos en llegar allí.
Tomaron asiento y Rima murmuró:
—¿Verdad que todo esto es muy emocionante?
Lanark asintió. Se encontraba tranquilo, seguro de sí mismo, y pensó que hubo un
tiempo en que un Lord presidente director podría haberle asustado, pero que ahora
eso resultaba imposible. Era demasiado viejo. Munro estaba dando vueltas alrededor
del pedestal.
—¿Dónde iremos después de ver a Lord Monboddo? —le preguntó Lanark.
—Primero debemos saber qué opina.
—¡Pero el contenido de estas mochilas indica una cierta clase de viaje!
—Se marchan a petición propia, así que deberán ir a pie. Ahora ya es demasiado
tarde para discutir.
Las puertas se abrieron y alguien vestido como Munro hizo entrar a dos hombres
regordetes vestidos con trajes negros. Poco después el ascensor volvió a detenerse y
otro chambelán hizo entrar a un grupo de hombres que vestían trajes arrugados y
parecían preocupados. Los tres chambelanes conversaron en voz baja junto al
pedestal mientras que el resto tomaba asiento en el banco, parloteando agitadamente.
—… no nos rinde honores, se los rinde a la criatura…
—Su secretario es un hombre de Algolágnicos.
—… pero mantendrá el diferencial…
—Si no lo hace será como abrir las compuertas para un sálvese-quien-pueda.
—¡Mala suerte! —dijo secamente Munro viniendo hacia Lanark—. Esperaba que
tendríamos al director para nosotros solos pero tiene que recibir a toda una delegación
y ha de conferir un par de títulos. Estará disponible durante diez minutos y tendré que
resolver nuestro asunto en tres, así que cuando salgamos del ascensor manténganse
pegados a mí y hablen lo menos posible.
—¡Pero esta entrevista decidirá todo nuestro futuro!

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—No se preocupe, no les fallaré.
Las puertas se abrieron y los chambelanes les llevaron hasta un lugar tan
iluminado que Lanark sintió cómo el corazón le daba un vuelco, pues creyó
encontrarse al aire libre.

El suelo estaba hecho con mármol de colores que formaba dibujos geométricos. Tenía
casi cuatrocientos metros de extensión, pero cuando el ojo captaba la altura a que se
encontraba el techo aquella distancia parecía casi insignificante. La estancia tenía
forma octogonal y ocho grandes pasillos se encontraban en ella por debajo de una
cúpula, y volver la vista hacia los pasillos era como contemplar las calles de los
palacios renacentistas. Al principio el lugar daba la impresión de estar vacío, pero
cuando sus ojos se acostumbraron a la escala Lanark vio una gran cantidad de gente
moviéndose como insectos por los corredores. La estancia era fresca y reinaba en ella
un agradable silencio que sólo rompían los remotos ecos de pisadas lejanas. Lanark
miró a su alrededor con la boca abierta. Rima suspiró, liberó la mano de entre sus
dedos y empezó a moverse lenta y elegantemente por el suelo de mármol. A medida
que se alejaba parecía volverse más alta y grácil. Su silueta y el color de su tez y su
vestido encajaban perfectamente con los del ambiente. Lanark la siguió.
—Este sitio te sienta muy bien —le dijo.
—Ya lo sé.
Se dio la vuelta y pasó junto a él, alisando el terciopelo color ámbar sobre sus
caderas, alzando el mentón, tan absorta y distante como si estuviera soñando. Lanark,
sintiéndose excluido, miró nuevamente a su alrededor. Había unos cuantos bancos
tapizados con cuero rojo y Munro tomó asiento en el más cercano clavando los ojos
en uno de los pasillos, con el bastón y el portafolio sobre las rodillas. Un poco más
allá se alzaba un trono medieval de madera situado sobre tres peldaños de mármol.
Los otros chambelanes habían llevado sus grupos hasta él y los hombres regordetes,
vestidos de frac, se arrodillaron en el último peldaño en una actitud de plegaria. Los
miembros de la delegación se pusieron cerca de ellos, cruzándose de brazos y
formando un grupo bastante apiñado. Su chambelán estaba haciéndoles una foto.
Rima siguió caminando de un lado para otro, pasando junto a Lanark con la misma
expresión absorta hasta que Lanark no pudo contenerse más.
—Es impresionante, desde luego, pero no hermoso —le dijo secamente—. ¡Fíjate
en esas arañas! Centenares de toneladas de bronce y cristal que fingen ser oro y
diamantes y ni tan siquiera iluminan el lugar. La luz auténtica viene de esas columnas
que hay junto a las paredes. Apostaría a que son neones.
—Sientes celos porque este sitio no es para ti.
—Tienes toda la razón —dijo Lanark en voz baja, sintiéndose dolido porque ésa
era la verdad.
Rima puso la mano sobre su pecho y le miró a los ojos, llena de emoción.

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—¡Pero, Lanark, si quisieras podríamos vivir aquí! ¡Estoy segura de que te darían
un trabajo, tú eres muy listo y cuando quieres sabes hacerlo todo bien! Dile a Munro
que quieres quedarte. ¡Estoy segura de que aún no es demasiado tarde!
—Has olvidado que aquí no se ve nunca el sol y que no nos gusta la comida.
—Sí, me había olvidado de eso —dijo Rima con cierta melancolía. Y volvió a
apartarse de él.

Lanark se sentó al lado de Munro e intentó mantener la calma contemplando la


cúpula azul. Estaba adornada con ángeles que tocaban la trompeta y esparcían flores
alrededor de figuras sus pendidas sobre las nubes. Lanark se fijó especialmente en
cuatro imponentes jinetes bajo los que había unos grandes cúmulos. Llevaban
armadura romana, pelucas rizadas y guirnaldas de laurel, y dirigían a sus caballos con
las rodillas, pues cada uno sostenía una espada en la mano izquierda y una llana de
albañil en la derecha. Delante de ellos había unas nubes parecidas sobre las que
estaban cuatro hombres de aspecto venerable, vestidos con togas, en cuyas manos
había rollos de pergamino y unos bastones de paseo de forma bastante extraña.
Ambos grupos contemplaban el ápice de la cúpula, donde había un hombre inmenso
sentado en un trono. Su rostro parecía benevolente, pero algo en su forma de mirar
sugería que era sordo o corto de vista. El pintor había intentado mitigar esa impresión
rodeándole de una impresionante serie de adminículos. Sobre su regazo yacía una
esfera y sus rodillas sostenían una espada. Una de sus manos blandía una llana
mientras que la otra sujetaba una balanza. Un águila con un rayo en su pico flotaba
sobre su cabeza y un búho asomaba por debajo de su túnica. Un hindú tocado con
turbante, un piel roja, un negro y un chino se arrodillaban ante él ofreciéndole
especias, tabaco, marfil y seda.
—¿Le gusta? —oyó que le preguntaba Munro.
—No mucho. ¿Quiénes son esos jinetes?
—Nimrod, Imhotep, Tsin-Shi Hwang y Augusto, antiguos presidentes del
consejo. Naturalmente, entonces los títulos eran distintos.
—¿Por qué llevan pelucas y armadura?
—Una costumbre del siglo dieciocho… El mural fue pintado entonces. Los
hombres que están delante de ellos son antiguos directores del instituto: Prometeo,
Pitágoras, Aquino y Descartes. La figura del trono es el primer Lord Monboddo. Fue
un legislador insignificante y un filósofo carente de importancia, pero cuando el
consejo y el instituto se combinaron él era miembro de los dos, lo cual hacía que
resultara útil como símbolo. Conoció a Adam Smith.
—Pero ¿qué es el instituto? ¿Qué es el consejo?
—El consejo es una estructura política cuyo fin es hacer que los hombres se
acerquen al Cielo. El instituto es una conspiración de pensadores que pretende hacer
que la humanidad goce de la luz del Cielo. A veces han sido organizaciones distintas

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e incluso han llegado a combatirse, aunque nunca durante demasiado tiempo. La
última gran reconciliación tuvo lugar en la Era de la Razón, y dos guerras mundiales
no han logrado sino unirnos aún más firmemente.
—Pero ¿qué es esa luz celestial? Si se refiere al sol, ¿por qué no es visible aquí?
—Oh, en los últimos años la luz celestial nunca ha sido confundida con el
auténtico sol. Es una metáfora, un símbolo que ya no necesitamos. Desde el derrumbe
del feudalismo hemos olvidado las metas a largo plazo: eso se lo dejamos a nuestros
enemigos. Son engañosas, confunden. La sociedad se desarrolla más rápidamente sin
ellas. Si examina atentamente la cúpula verá que aunque el artista pintó un sol en su
centro, queda casi escondido por la corona del primer Monboddo. Levántese, aquí
viene el número veintinueve.

Un hombre alto vestido con un traje gris claro avanzaba por el suelo de mármol
acompañado por tres hombres con trajes oscuros. Un heraldo ataviado a la manera
medieval le precedía llevando una espada sobre un almohadón de terciopelo; otro
venía detrás suyo con una capa de seda. Munro fue hacia él y le hizo una reverencia,
diciendo: «Héctor Munro, mi señor».
Monboddo tenía un rostro flaco y afilado con el puente de la nariz muy delgado.
Su cabello era de un amarillo pálido y sus ojos brillaban con una luz grisácea tras las
gafas con montura de oro, pero su voz era poderosamente grave y masculina.
—Sí, lo sé. Nunca olvido una cara. ¿Y bien?
—Este hombre y esta mujer han pedido que se les permita cambiar de domicilio.
Munro le entregó su portafolio a uno de los hombres que flanqueaban a
Monboddo, quien sacó un documento de él y lo leyó. Monboddo miró primero a
Lanark y luego a Rima.
—¿Cambiar de domicilio? Extraordinario. ¿Quién va a aceptarles?
—Unthank está dispuesta a ello.
—Bien, si comprenden cuáles son los peligros, déjeles marchar. Que se vayan.
Wilkins, ¿algún problema con el documento?
—Ni el más mínimo, señor.
Wilkins le mostró el documento, sosteniéndolo con el portafolio. Monboddo le
echó un breve vistazo y agitó espasmódicamente la mano derecha hasta que Munro
puso una pluma entre sus dedos. Iba a firmar cuando Lanark gritó: «¡Alto!».
Monboddo le miró con las cejas enarcadas. Lanark se volvió hacia Munro y le gritó:
—¡Ya sabe que no queremos volver a Unthank! ¡En Unthank no hay sol! ¡Pedí
una ciudad donde hubiera sol!
—Un hombre con su reputación no puede permitirse el lujo de escoger.
—¿El informe de su jefe ha sido malo? —preguntó Monboddo.
—Muy malo.
A esto siguió un silencio durante el cual Lanark tuvo la sensación de que le

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estaban arrebatando algo vital.
—Si ese informe fue redactado por Ozenfant no debería ser tomado en
consideración —dijo apasionadamente—. No nos caemos bien.
Monboddo se acarició la frente con la punta de un dedo.
—El hombre de los dragones —murmuró Wilkins—. Energía, una posición muy
fuerte.
—Lo sé, lo sé. Nunca olvido un nombre. Un músico abominable pero un
excelente administrador. Aquí tiene su pluma, Munro. Uxbridge, deme esa capa,
¿quiere?
Un heraldo colocó la pesada capa verde forrada de seda escarlata sobre los
hombros de Monboddo y le ayudó a ponerse bien los pliegues.
—No, no nos opondremos a Ozenfant —dijo Monboddo—. Mire, Wilkins,
ocúpese de resolver esto mientras que yo atiendo a los otros. Ya sabe que no tenemos
mucho tiempo.
Monboddo fue hacia el trono, con la capa revoloteando detrás de él. La mayor
parte de su séquito le siguió.

Wilkins era un hombre moreno, bajito y fornido.


—Bien, ¿cuál es el problema? —preguntó.
—El señor Lanark no comprende todo lo que implica el cambiar de sitio —le
explicó rápidamente Munro—. Ha pedido marcharse de aquí. He encontrado una
ciudad cuyo gobierno le aceptará a pesar de que no tiene un buen historial. Se niega a
ir allí debido al clima.
—Quiero sol —dijo Lanark tozudamente.
—¿Le parecería bien Provan? —preguntó Wilkins.
—No sé nada de Provan.
—Es un centro industrial rodeado de granjas, pero no está demasiado lejos de las
tierras altas y el mar. El clima es bastante agradable y húmedo, con un promedio
anual de doce horas de sol al día. Los habitantes hablan una especie de inglés.
—Sí, nos encantaría ir allí.
—Provan no le aceptará —dijo Munro—. Provan fue el primer sitio en el que
pregunté.
—Si va primero a Unthank, Provan no tendrá más remedio que aceptarle —dijo
Wilkins.
Munro se frotó el mentón y empezó a sonreír.
—Claro. Lo había olvidado.
Wilkins se volvió hacia Lanark.
—Verá —le explicó—, Unthank ha dejado de ser provechosa, industrialmente
hablando, así que va a ser eliminada y engullida. La verdad es que ya llevamos unos
cuantos años haciéndolo, aunque de forma dispersa, pero ahora podemos cogerla en

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bloc y no me importa confesarle que estamos bastante emocionados ante la
perspectiva. Estamos acostumbrados a comernos pueblos y aldeas pero ésta será la
primera ciudad grande desde Cartago y la energía conseguida resultará enorme.
Naturalmente la gente como usted, que ya se ha unido a nosotros, no tendrá que
volver a pasar por todo ese desagradable procedimiento. Se le trasladará a Provan,
que posee una economía en rápida expansión. Así que visite Unthank sin prejuicios,
¿eh? Piense en ella como una piedra desde la que podrá saltar al sol.
Wilkins miró su reloj de pulsera.
—Dentro de ocho días una reunión plenaria de los delegados del consejo dará el
visto bueno para seguir adelante. Dos días después empezaremos con los trabajos.
—Entonces, ¿Rima y yo estaremos doce días en Unthank?
—No estarán más tiempo. En estos momentos sólo una revolución podría alterar
nuestro programa.
—Pero he oído comentar que ahora Unthank es un sitio de mayor agitación
política que antes. ¿Está seguro de que la revolución es imposible?
Wilkins sonrió.
—Quería decir que sólo una revolución aquí puede alterar nuestro programa.
—Pero ¿no tengo otra elección?
—Quédese con nosotros, si quiere. Podemos encontrarle trabajo. O váyase y
dedíquese a vagabundear. El espacio es infinito para aquellos hombres que no tienen
un destino fijo.
—Rima, ¿qué crees que debemos hacer? —gimió Lanark.
Rima se encogió de hombros con impaciencia.
—¡Oh, no me lo preguntes! Ya sabes que este sitio me gusta y de momento no te
has dejado influir por ello, ¿verdad? Pero me niego a ir vagabundeando por el
espacio. Si quieres hacer eso, hazlo solo.
—De acuerdo —dijo Lanark con voz sumisa—. Volveremos a Unthank.

Wilkins y Munro se pusieron un poco más tiesos y hablaron alzando el tono de voz.
Wilkins metió el documento en el portafolio.
—Déjemelo a mí, Héctor —dijo—. Monboddo lo firmará.
—Será mejor que no se marchen sin los visados —dijo Munro.
—Déme la tinta, los sellaré.
Munro desenroscó el puño de plata de su bastón (tenía la forma de un par de alas
desplegadas) y lo sostuvo con la abertura hacia arriba. Wilkins metió el pulgar en ella
y lo sacó con la yema de un reluciente color azul. Rima se había inclinado un poco
hacia delante para ver mejor y Wilkins posó el pulgar sobre su frente, haciendo entre
las cejas una marca que se parecía a un pequeño moretón azulado. Rima dejó escapar
un leve chillido de sorpresa.
—No le ha dolido, ¿verdad? —dijo Wilkins—. Ahora usted, Lanark.

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Lanark, demasiado abatido para pedir explicaciones, recibió una marca similar;
después Wilkins volvió a meter su pulgar en el puño del bastón y cuando lo sacó la
piel estaba limpia.
—No es una señal muy visible —les dijo—, pero le indica a la gente educada que
han trabajado para el instituto y que están protegidos por el consejo. No es que eso
vaya a hacer que les aprecien, pero les tratarán con respeto y cuando Unthank caiga
no tendrán problemas para encontrar transporte hasta Provan.
—¿Se irá cuando nos lavemos? —preguntó Rima.
—No, lo único que puede borrarla es una fuerte exposición a la luz solar y no
verán el sol hasta que lleguen a Provan. Adiós.
Wilkins empezó a caminar y su silueta se fue haciendo más pequeña a medida que
avanzaba hacia el minúsculo trono distante donde Monboddo, parecido a un muñeco
verde y escarlata, aceptaba cortésmente el documento que le ofrecía el jefe de la
delegación de pigmeos. Munro atornilló el puño de su bastón y le hizo una seña a
Rima y Lanark para que fueran con él en la dirección opuesta.

Después de la sala norte el pasillo quedaba atravesado por una verja de hierro forjado
que tendría tres metros de alto. La puerta que había en su centro estaba vigilada por
un policía que saludó a Munro al dejarles pasar. Ahora los pasillos estaban más
concurridos. Chambelanes vestidos de negro y plata pasaban junto a ellos guiando a
pequeños grupos de gente entre los que había algunos negros y orientales. Desde las
ventanas de arriba les llegaban los aplausos de asambleas lejanas, el tenue eco de
orquestas y fanfarrias y el rugido zumbante de la maquinaria. Hombres y mujeres
bien vestidos entraban y salían rápidamente por las puertas que se abrían a cada lado,
y las mochilas de Lanark hacían que se sintiera fuera de sitio entre tanta gente
llevando maletines y portafolios. Si Rima se hubiera ofrecido a llevar la suya habría
sentido que tenía una aliada, pero Rima avanzaba por el pasillo igual que un cisne por
un río. Incluso Munro parecía un sirviente encargado de irle abriendo paso y Lanark
tuvo la sensación de que lo más adecuado era seguir caminando junto a ella, cargado
igual que si fuera un mozo de equipaje. Veinte minutos después llegaron a otra gran
sala octogonal en la que finalizaban los pasillos. La cúpula azul de aquella sala estaba
adornada con estrellas y una lámpara central proyectaba un blanco haz luminoso
sobre un monumento de granito en el centro del suelo: el monumento era un bloque
sin desbastar en el que había talladas figuras gigantescas y del que fluía agua que
acababa cayendo en unos estanques ornamentales. Los peldaños que rodeaban el
monumento estaban llenos de jóvenes que fumaban y hablaban, y las parejas mayores
comían sobre el suelo de baldosas o tomaban bebidas en las mesas rodeadas por
maceteros con naranjos. De las ventanas superiores llegaba un suave sonido de risas y
música que se mezclaba con la conversación, el tintineo de los cubiertos, el chapoteo
de las fuentes y los trinos de los canarios encerrados en las jaulas que colgaban de los

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arbolillos.
—¿Qué le parece? —preguntó Munro, deteniéndose.
Lanark ya no confiaba en Munro.
—Es mejor que el club de personal —dijo, pero la tranquila atmósfera de
ociosidad de aquel sitio hizo que su corazón se llenara de anhelo y le lagrimearan los
ojos. «Esto es algo de lo que todos deberían poder disfrutar —pensó—. Si hubiera sol
sería perfecto».
—Dado que estamos junto a la salida creo que podríamos tomarnos un descanso
mientras le doy algunos consejos acerca del viaje —dijo Munro.
Clavó su bastón en la tierra de un macetero, se instaló en una mesa y llamó a un
camarero. Rima y Lanark le imitaron.
—Supongo que no se negarán a tomar una copa, ¿verdad? —les preguntó Munro.
—Me encantaría —dijo Rima.
Lanark miró a su alrededor buscando la salida.
—Lanark parece estar enfadado conmigo —dijo Munro.
Rima se rió.
—¡No me extraña! Me encantó oírle discutir con usted, Monboddo y ese
secretario. Pensé: «¡Bien! ¡Tengo un hombre fuerte para defenderme!». Pero usted
fue demasiado listo para él, ¿eh?
—No saldrá perjudicado por eso.

Mientras Munro hablaba con el camarero Lanark tuvo la sensación de que era
observado. Las mesas más próximas estaban ocupadas por una madre, su hija de doce
años y una pareja de ancianos que jugaba al ajedrez. Ninguna de aquellas personas
parecía estarle prestando una atención especial, por lo que alzó la mirada hacia las
hileras de ventanas que había sobre las puertas por las que los camareros entraban y
salían apresuradamente. Estaban tapadas por cortinas de gasa blanca y parecían
vacías pero más arriba, casi donde terminaba la cúpula, asomaba un balcón y un
grupo de hombres y mujeres con trajes de noche estaban apoyados en la barandilla.
La distancia era demasiado grande para distinguir sus rostros pero un hombre
corpulento situado en el centro del grupo parecía dominarles a todos. Agitaba las
manos y los brazos, y daba la impresión de estar señalando a Lanark. Unos
binoculares aparecieron repentinamente en manos de alguien y acabaron pegados al
rostro de la mujer situada junto al hombre corpulento. Irritado, Lanark cogió un
periódico que había sobre una silla cercana, lo abrió y empezó a leer, ofreciéndole su
nuca a los observadores de arriba. El periódico se llamaba El Pasillo Occidental y
consistía en apretadas columnas de texto, sin titulares ni fotos. Lanark empezó a leer:

ALABAMA SE UNE ALCONSEJO


Aceptando la ayuda de la criatura para construir el

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mayor banco de energía neurónica del continente,
Nueva Alabama se convierte en el quinto estado negro
que estará plenamente representado en el consejo.
Inevitablemente, esto reforzará la posición de Multan
de Zimbabwe, líder del bloque negro del consejo. Al
preguntársele anoche si esto no conduciría a un
aumento de la fricción existente en las ya algo tensas
reuniones del consejo el presidente, Lord Monboddo,
dijo: «Todo movimiento crea fricción a no ser que
tenga lugar en el vacío».

Un poco más abajo de la página vio un nombre conocido que le llamó la atención.

OZENFANT HABLA SINTAPUJOS


Ayer, durante la presentación de la auditoría
quinquenal del departamento de energía, el profesor
Ozenfant condenó rotundamente la decisión de adoptar
el tiempo decimal tomada por el consejo. La vieja
escala de tiempo duodecimal (declaró el fogoso
profesor) había sido algo más que una subdivisión
arbitraria del errático e inestable día solar. El segundo
duodecimal había permitido lecturas más precisas del
pulso humano que los segundos decimales. Las
predicciones del deterioro en la escala decimal tenían
un 1,063 por ciento más de probabilidad de error, lo
cual explicaba la reciente reducción del superávit
energético. Parte de la responsabilidad debe atribuirse
también al sabotaje ocasionado por un elemento
incontrolado, pero la mayor parte de culpa recaía en la
nueva escala temporal. El profesor Ozenfant insistió en
que sus palabras no debían interpretarse como una
crítica a Lord Monboddo. Al comprometernos con el
tiempo decimal el Lord presidente director se había
limitado a ratificar los hallazgos del comité del
proyecto de expansión. Por desgracia, ninguno de los
miembros del comité poseía experiencia de primera
mano en el difícil, solitario y peligroso trabajo de
sublimar dragones. Todo el asunto era un ejemplo más
de una regla del consejo que amenazaba los trabajos del
instituto.

Lanark dobló el periódico, lo puso en su bolsillo y miró nuevamente hacia arriba.

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El grupo seguía acodado en la barandilla del balcón, y los gestos del hombre situado
en el centro tenían una exuberancia burlona que le resultaba familiar. Rima había
aceptado un cigarrillo de Munro y éste sostenía un encendedor ante su punta.
—Ése que nos observa, ¿no es Ozenfant? —preguntó Lanark secamente—. Allí,
en el balcón…
—¿Ozenfant? No lo sé. No me parece probable; no goza de mucha popularidad
en el octavo piso. Podría ser uno de sus imitadores.
—Si no es popular, ¿por qué hay gente que le imita?
—Porque ha triunfado.
El camarero colocó ante ellos una copa de vino y un plato con algo parecido a una
tortilla. Rima cogió su tenedor y empezó a comer. Lanark estaba a punto de seguir su
ejemplo, después de un breve silencio melancólico, cuando oyeron ruido de risas,
abucheos y vítores irónicos. Una procesión de jóvenes mal vestidos apareció por el
espacio que había entre las mesas y el monumento, sosteniendo pancartas con
eslogans:
COMED ARROZ, NO GENTE
COMER PERSONAS ESTÁ MAL
QUE SE JODA MONBODDO
MONBODDO NO PUEDE JODER

A cada lado de ellos caminaba un policía y detrás venía una plataforma cargada
con técnicos y equipos de grabación.
—Contestatarios —dijo Munro sin alzar la vista—. Suelen desfilar cada día a esta
hora por delante de la barrera.
—¿Quiénes son?
—Empleados del consejo o hijos de empleados del consejo.
—¿Y qué comen?
—Lo mismo que todo el mundo, aunque eso no les impide acusarnos. Sus
argumentos son ridículos, claro está. No comemos personas. Comemos las partes
procesadas de ciertas formas de vida que ya no están en condiciones de afirmar que
sean personas.
Lanark vio cómo Rima apartaba su plato. Parecía estar a punto de echarse a llorar,
y cuando alargó la mano hacia ella y estrechó sus dedos Rima le devolvió el apretón.
—Iba a darnos algunos consejos acerca de nuestro viaje —dijo con voz hosca.
Munro les miró, suspiró y dejó su tenedor sobre la mesa.
—Muy bien. Irán hasta Unthank atravesando la zona intercalendárica. Eso quiere
decir que no hay forma alguna de predecir cuánto tiempo tardarán en hacerlo. El
camino está marcado con bastante claridad, así que vayan por él y no se fíen de nada
que no puedan tocar con los pies o con las manos. En esa zona la luz viaja a
velocidades diferentes, así que todos los tamaños y distancias resultan engañosos.
Incluso la gravedad varía.

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—Entonces, ¿podríamos pasarnos meses viajando?
—Le repito que van a cruzar una zona intercalendárica. Allí un mes es algo tan
carente de significado como un minuto o un siglo. El viaje será sencillamente
cómodo o agotador, o una combinación de las dos cosas.
—¿Y si se nos acaban las provisiones?
—Algunos informes sugieren que la gente que encuentra el viaje difícil acaba
llegando al otro lado justo en el último instante, cuando la desesperación es mayor.
—Gracias —dijo Rima con un hilo de voz—. Eso es un gran consuelo.
—Será mejor que se pongan los abrigos. Allí abajo hace bastante frío.
Los abrigos les llegaban a las rodillas y estaban provistos de capuchas y un
espeso forro de algo parecido a la lana. Se echaron las mochilas a la espalda, se
sonrieron nerviosamente el uno al otro, se dieron un rápido beso y siguieron a Munro
a través del mosaico y por los peldaños del monumento. La roca gigante se cernía
sobre los peldaños igual que un peñasco colocado en equilibrio sobre una pirámide.
Las sombras proyectadas por la luz definían siluetas que parecían meditar en las
cañadas, declamaban desde las cornisas o brotaban de una cueva situada en el centro.
En la cima había una figura que parecía representar al escultor. Tenía el rostro
levantado hacia la luz pero sus manos usaban un martillo para clavar un cincel en la
roca que había entre sus rodillas. Lanark tocó el hombro de Munro y le preguntó qué
representaba.
—El panteón hebreo: Moisés, Isaías, Cristo, Marx, Freud y Einstein.
Pasaron por entre un grupo de jóvenes que les miraron fijamente y murmuraron:
«¿Adónde van?». «¿La salida de emergencia?». «¡Mira qué abrigos más raros!». «No
irán a la salida de emergencia, ¿verdad?».
—Papá, ¿qué es la emergencia? —gritó alguien.
—No hay ninguna emergencia, es sólo un cambio de domicilio —dijo Munro—.
Un simple caso de cambio de domicilio.
A esto siguió un breve silencio y después una voz dijo: «Están locos». Llegaron a
la cima, donde hilillos de agua caían en estanques llenos de peces dorados. El gran
peñasco estaba sostenido por un pedestal sorprendentemente pequeño en el que había
una puerta de hierro. Munro golpeó la puerta con su bastón. La puerta se abrió.
Tuvieron que agacharse para cruzar el umbral.

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CAPÍTULO XXXIII

Una Zona
Estuvieron muchos minutos bajando por una escalera metálica encajada entre paredes
de cemento, bañados por una acuosa luz verde. La atmósfera se fue volviendo más
fría y acabaron llegando a una especie de caverna de techo bajo que daba una
sensación de anchura sin hallarse realmente despejada, pues el suelo estaba cubierto
de cañerías y tubos de todos los tamaños imaginables, desde la altura de un hombre
hasta el grosor de un dedo, mientras que el techo quedaba oculto por cables y
conductos de ventilación. Salieron de allí por una puerta empotrada en una columna
de cemento y emergieron a una pasarela metálica que avanzaba por entre las cañerías.
Munro fue por ella y Lanark y Rima le siguieron, algunas veces pasando por encima
de una cañería, desusadamente grande, mediante una escalerilla metálica. Durante un
largo tiempo el único sonido audible fue un lejano latir mezclado con gorgoteos,
ruidos metálicos y el eco de sus pasos.
—Tanto andar encorvada está haciendo que me duela la espalda —dijo Rima.
—Veo una pared a lo lejos. Pronto estaremos fuera de aquí.
—¡Oh, Lanark, qué horrible es todo esto! Cuando fuimos a ver a Monboddo me
sentía muy emocionada. Esperaba una nueva vida llena de lujos y elegancia. Ahora
no sé qué esperar, salvo horrores y monotonía.
Lanark sentía lo mismo que ella.
—Este lugar es tan sólo una zona que debemos atravesar —le dijo—. Mañana o
pasado estaremos en Unthank.
—Eso espero. Al menos allí tenemos amigos.
—¿Qué amigos?
—Nuestros amigos del Élite.
—Espero que podamos encontrar amigos mejores que ésos.
—Eres un esnob, Lanark. Sabía que carecías de toda sensibilidad, pero nunca
pensé que fueras un esnob.
Olvidaron su miseria actual enzarzándose en una pequeña discusión que duró
hasta que la pasarela llegó a una plataforma situada delante de una puerta de hierro
empotrada en una pared de cemento manchado por la humedad. Era la primera puerta
con bisagras y una llave en la cerradura que veían desde hacía muchos días. Sobre
ella había unas grandes letras rojas que decían:
SALIDA DE EMERGENCIA 3124
¡PELIGRO! ¡PELIGRO! ¡PELIGRO! ¡PELIGRO!
ESTÁ A PUNTO DE ENTRAR EN UNA ZONA
INTERCALENDÁRICA

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Munro hizo girar la llave y abrió la puerta. Lanark esperaba la oscuridad, pero sus
ojos quedaron deslumbrados por una neblina blanca que poseía una sorprendente
brillantez. En el umbral de la puerta nacía un camino con una tira amarilla pintada en
el centro, pero sólo el primer par de metros resultaba visible. Lanark cruzó el umbral
y una oleada de frío le golpeó el rostro y las manos haciéndole tragar profundas
bocanadas de aire casi helado. Sintió una gran exaltación.
—¡Qué agradable es salir del encierro! —dijo—. ¡Estoy seguro de que ahí arriba
está el sol!
—Ahí arriba hay varios soles.
—Munro, sólo hay un sol.
—Que lleva brillando mucho tiempo. La luz de muchos días vuelve una y otra
vez a estas zonas.
—Entonces la claridad debería ser todavía mayor.
—No. Cuando los rayos de luz se encuentran a ciertas velocidades y ángulos se
anulan los unos a los otros.
—No soy ningún científico y para mí todo eso no quiere decir nada. Vamos,
Rima.
—Adiós, Lanark. Quizá cuando sea un poco más viejo confíe en mí.
Lanark no le respondió. La puerta se cerró detrás de ellos con un golpe seco.

Caminaron por entre la niebla guiados por la línea amarilla, yendo uno a cada lado de
ella.
—Tengo ganas de cantar —dijo Lanark—. ¿Conoces alguna canción de marcha?
—No. Esta mochila me hace daño en la espalda y se me están helando las manos.
Lanark intentó ver algo entre la espesa niebla blanca y olisqueó la brisa. El
paisaje era invisible pero podía oler el mar y oía olas lejanas. Tuvo la impresión de
que el camino hacía pendiente, pues cada vez les era más difícil caminar deprisa y le
sorprendió ver cómo Rima, que iba unos pasos por delante de él, se desvanecía entre
la niebla. Hizo un esfuerzo y logró ponerse a su lado. Rima no parecía estar
corriendo, pero sus zancadas cubrían grandes distancias. La cogió por el codo y,
jadeando, le preguntó:
—¿Cómo puedes… caminar… tan deprisa?
Rima se detuvo y le miró.
—Es fácil yendo cuesta abajo.
—Estamos yendo cuesta arriba.
—Estás loco.
Se miraron fijamente, buscando alguna señal de que el otro estaba bromeando, y
Rima acabó retrocediendo unos pasos.
—¡No te acerques! —le dijo con voz asustada—. ¡Estás loco!

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Lanark la siguió, notando un fuerte mareo. En ese mismo instante algo le empujó
hacia un lado. Se tambaleó pero logró no perder el equilibrio, y se paró,
balanceándose levemente de un lado para otro.
—Rima —dijo con un hilo de voz—. El camino va cuesta abajo a este lado de la
línea y cuesta arriba al otro.
—¡Eso es imposible!
—Lo sé. Pero así es. Convéncete.
Rima fue hacia él, puso un pie al otro lado de la línea y lo retiró rápidamente.
—De acuerdo, te creo —dijo.
—Pero ¿por qué no quieres hacer la prueba? Cógete de mi mano.
—Dado que los dos nos encontramos en el lado que va cuesta abajo bien
podemos seguir por él, ¿no? Viajaremos más aprisa.
Empezó a caminar y Lanark la siguió.

Ahora tenía la sensación de estar bajando por una cuesta muy empinada. Cada paso le
hacía cubrir más y más distancia hasta que gritó: «¡Rima! ¡Para! ¡Para!».
—¡Si intento parar me caeré!
—Y si no paramos seguro que acabaremos cayéndonos. La cuesta se está
haciendo demasiado pronunciada. Dame la mano.
Se cogieron de la mano, clavaron los talones en el suelo, se deslizaron cada vez
más lentamente hasta pararse, y se quedaron inmóviles, oscilando precariamente.
—Tendremos que avanzar despacio y con mucho cuidado —dijo Lanark—. Yo iré
primero.
Le soltó la mano y avanzó despacio y con gran cautela, sintiendo que sus pies
perdían el asidero: se agarró a Rima, intentando no caer, y la arrastró. Cayeron
rodando el uno sobre el otro y de repente Lanark se encontró rodando de lado y
recibiendo una sacudida rítmica cada vez que la mochila pasaba por debajo de su
cuerpo. Cuando dejó de caer y logró ponerse en pie le pareció encontrarse en suelo
llano y descubrió que estaba solo entre la niebla. No había nada visible, ni tan
siquiera la línea amarilla. «¡Rima! ¡Rima! ¡Rima!», gritó. Aguzó el oído y oyó el
distante ruido del mar. Durante un momento tuvo la sensación de que se había
perdido irremisiblemente. Sacó la linterna de su mochila, la encendió y encontró la
línea amarilla a un metro de él; después recordó que si Rima había caído al otro lado
de la línea habría salido rodando en dirección opuesta. La idea le animó un poco,
pues hacía que lo ocurrido pareciese lógico. Se dio la vuelta y subió por la colina,
linterna en mano, y después de muchos esfuerzos llegó a una cima en la que oyó
ruido de llanto. Diez pasos después la encontró acuclillada al otro lado de la línea,
tapándose la cara con las manos. Se sentó junto a ella y le pasó el brazo por los
hombros. Rima alzó la cabeza y le miró.

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—Menos mal que eres tú —le dijo pasados unos momentos.
—¿Quién más podía ser?
—No lo sé.
Tenía los nudillos ensangrentados. Lanark sacó el equipo de primeros auxilios de
la mochila, limpió los arañazos y se los tapó con una venda adhesiva. Después se
quedaron inmóviles, sentados el uno junto al otro, cansados y esperando a que fuera
el otro quien sugiriera lo que debían hacer a continuación.
—¿Y si cada uno fuera caminando por un lado de la línea pero nos cogiéramos de
la mano? —dijo Rima por fin—. Si uno de nosotros empezara a caer cuesta abajo el
otro podría sostenerle porque iría cuesta arriba.
—¡Qué idea tan inteligente! —exclamó Lanark, mirándola.
Rima sonrió y se puso en pie.
—Probemos. ¿Hacia dónde vamos?
—Hacia la izquierda.
—¿Estás seguro?
—Sí. Pasaste al otro lado de la línea sin darte cuenta.
La nueva forma de caminar resultaba bastante agotadora para sus brazos pero
funcionó muy bien. Los dos lados del camino acabaron volviéndose llanos y por entre
la niebla pudieron divisar parte de una inmensa pared rocosa. La línea amarilla
llegaba hasta una puerta de hierro en la que había pintadas estas palabras:
SALIDA DE EMERGENCIA 3124
PROHIBIDA LA ENTRADA

Lanark, abatido, le dio una patada a la puerta. Era como golpear una roca.
—Fui yo el que pasó al otro lado de la línea amarilla, no tú —dijo.
Dieron la vuelta y reemprendieron la marcha.

No habían recorrido mucha distancia cuando oyeron un sonido extraño, una especie
de ulular que Lanark creyó reconocer.
—Alguien está llorando —dijo Rima.
Lanark sacó la linterna de su bolsillo, dirigió el haz luminoso hacia delante y
Rima dio un respingo. Una chica rubia que vestía un abrigo negro y llevaba mochila
estaba acuclillada en el camino con las manos tapándole la cara.
—¿Soy yo? —susurró Rima.
Lanark asintió, fue hacia la chica y se arrodilló junto a ella. Rima dejó escapar
una risita algo histérica.
—¿Te has olvidado de que ya lo hiciste antes?
Pero la pena de la chica que tenía delante le hizo ignorar a la chica que tenía
detrás.
—¡Estoy aquí, Rima! —le dijo cogiéndola por los hombros—. Todo va bien.

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¡Estoy aquí!
La chica no le hizo ningún caso. La Rima que seguía en pie pasó junto a él,
alejándose.
—Deja de vivir en el pasado.
—Pero no puedo abandonar a una parte de ti tirada en el camino de esta forma…
—De acuerdo, recógela. Supongo que las mujeres indefensas te hacen sentir
fuerte y superior, pero acabarás hartándote de ella.
Su voz estaba cargada con tal mezcla de burla, desprecio e impotencia que le hizo
ponerse en pie. Dado que la Rima acuclillada no parecía capaz de percibirle, acabó
siguiendo a la Rima que caminaba.

Se cogieron de la mano y viajaron en silencio durante una gran distancia. No había


nada visible salvo la pálida niebla, no se oía nada salvo el suspiro del mar. El aire frío
hería sus rostros; hombro, codo y dedos acabaron sufriendo de calambres y
rozaduras, sobre todo en las partes centrales de las cuestas, cuando uno luchaba por
bajar para conseguir que el otro siguiera ascendiendo pendiente arriba. Acabaron
cayendo en un estupor que sólo les permitía ser conscientes del dolor de sus brazos y
el cansancio de sus pies moviéndose sobre el camino. A veces se sumían en un
auténtico sueño del que eran despertados por una punzada de vértigo cuando uno u
otro cruzaba la línea. Aquellas punzadas, tan fuertes como descargas eléctricas,
acabaron logrando que caminaran dormidos en línea recta, igual que sonámbulos,
pues Lanark llevaba bastante tiempo inconsciente cuando algo le golpeó la rodilla.
Parpadeó y vio una gran forma blanca medio oculta por la blancura que tenían
delante. Sacó la linterna y la encendió. Su rodilla había chocado con el borde de una
inmensa rueda de hierro oxidado caída en mitad del camino que les impedía seguir
avanzando. Ayudó a Rima a trepar sobre ella, la precedió a lo largo de uno de los
radios, se encaramó al cubo central y apuntó con la linterna a la forma que se cernía
sobre ellos. Esperaba ver algo pesadamente industrial, como la torre que se alza sobre
un pozo de mina abandonado, por lo que el objeto le dejó algo confuso. Estaba hecho
de leños unidos con remaches de hierro y su forma se parecía a la de una bañera a la
que le hubiesen cortado un extremo.
—Es una cuadriga —dijo Rima.
—¡Pero dentro hay espacio para veinte o treinta hombres! ¿Qué animales habrían
podido tirar de ella? La cabeza de ese tornillo es mayor que mi cabeza.
—Quizás has encogido.
—Y es muy antigua… ¡Fíjate en el óxido! Y, sin embargo, se encuentra en mitad
de un camino moderno. Tendremos que rodearla.
Saltó al suelo por entre la cuadriga y la rueda y se hundió hasta las rodillas en un
montón de arena. Rima aterrizó cerca de él, se quitó la mochila y la arrojó a un lado,
diciendo: «Buenas noches».

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—No puedes dormir aquí.
—Cuando encuentres algún sitio mejor, dímelo.
Lanark no sabía qué hacer pero la estrechez de aquel hueco les protegía del aire
frío y la arena era muy blanda. Dejó caer su mochila y se tendió junto a Rima,
diciéndole:
—Apoya la cabeza en mi brazo.
—Gracias. Eso haré.
Se retorcieron un poco para hacerse un hueco en la arena y se quedaron inmóviles
durante un rato.
—La noche antes dormí en un colchón de plumas y no me hicieron falta las
sábanas —dijo Lanark—. Esta noche dormiré en el frío de los campos con una gitana
al lado.
—¿Qué es eso?
—Una canción que acabo de recordar. ¿Te arrepientes de haber dejado el
instituto?
—Estoy demasiado agotada para arrepentirme de nada.
Y unos minutos después su voz llegó hasta él como desde una gran distancia.
—Menos mal que estoy agotada. Si no lo estuviera, nunca podría dormir aquí.

Despertó al oír un zumbido musical que venía de muy lejos, pasó sobre sus cabezas y
acabó desvaneciéndose en el silencio. Rima se agitó y al incorporarse chorros de
arena cayeron de sus hombros. Después estiró los brazos y bostezó.
—Aaay, qué gorda, pegajosa y sucia me siento.
—¿Gorda?
—Sí, tengo el estómago hinchado.
—Deben ser gases. Será mejor que comas algo.
—No tengo hambre.
—¿Crees que serías capaz de tomarte un café caliente? Hay un termo en tu
mochila.
—Oh, sí, eso sí que me apetecería.
Abrió la mochila, metió la mano dentro y sacó de ella el termo de color rojo, que
hacía un ruidito metálico y del que cayó un surtidor de gotitas marrones. Rima lo
miró con expresión disgustada. Lo tiró bien lejos y empezó a quitarse arena del pelo.
—Debió romperse cuando te caíste —dijo Lanark—. Será mejor que saques tu
comida de ahí o se estropeará.
Nada de cuanto le dijo logró convencerla de que tocase la comida, así que Lanark
tuvo que sacarla él mismo. Le quitó los envoltorios empapados de café y la guardó en
su mochila junto con la petaca de coñac. Cuando acabó se pusieron en pie, rodearon
la cuadriga y vieron el oscuro inicio de otra. El camino estaba cubierto por una
confusión de cuadrigas destrozadas que se alzaban por entre la niebla como una flota

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de barcos hundidos, con los ejes, las barandillas rotas, los radios y las varas
asomando por entre los carruajes llenos de arena igual que mástiles, anclas y titánicas
ruedas de paletas. Trepar por ellas resultaba imposible, así que fueron
contorneándolas: al principio se detenían con bastante frecuencia para quitarse la
arena de los zapatos pero no tardaron en cansarse de ello y siguieron avanzando pese
a lo incómodo que resultaba. Pareció que pasaban muchas horas antes de que pisaran
nuevamente el asfalto. Se sentaron en él y tomaron un sorbo de coñac antes de vaciar
sus zapatos por última vez, después se cogieron de la mano, uno a cada lado de la
línea amarilla, y siguieron avanzando.
Poco a poco empezaron a sentir que recobraban las fuerzas. Sus brazos apenas si
soportaban ninguna tensión, la niebla se fue calentando como si el sol estuviera a
punto de abrirse paso por entre ella y toda una serie de sonidos agradables les acarició
los oídos: primero fue el canto de las alondras, después el zureo de las palomas y un
silbido líquido, como el de un chaparrón cayendo sobre un bosque. En un momento
dado oyeron tal gorgoteo y crujir de remos que Lanark fue con su linterna hasta el
borde del camino, esperando ver la orilla de un gran río, pero aunque el ruido de agua
se hizo más fuerte no vio nada más que arena. Un poco más adelante oyeron ruido de
pasos y voces que se alejaron en dirección contraria a la suya. Las voces pertenecían
a grupos de dos o tres personas y hablaban bastante bajo, sin que se pudiera entender
lo que decían salvo por un par que parecían estar discutiendo.
—… una forma de vida como tú o como yo.
—… aquí hay helechos y hierba.
—¿Qué tiene de maravilloso la hierba?
Cuando pasaron a través de una multitud invisible de niños que parloteaban
alegremente unas cuantas gotas de lluvia auténtica cayeron sobre sus rostros y la
niebla se volvió de color dorado y se disipó. El camino, flanqueado en algunos puntos
por cunetas, seguía en línea recta atravesando ondulaciones de arena hasta llegar a
una montaña que se alzaba en el horizonte. Granjas minúsculas, campos y bosques
cubrían las estribaciones de colinas que relucían bajo la lluvia como si las hubieran
rociado de plata: la cima se dividía en muchos picos nevados por entre los que las
nubes derivaban lentamente, y todo esto quedaba enmarcado por un arco iris, tres
cuartos de arco violeta, azul, verde, amarillo, naranja, rojo, que brillaba suavemente
por entre el resplandor del cielo. Rima contempló todo aquello con una sonrisa y sus
dedos buscaron las manos de Lanark.
—Hiciste bien sacándome de aquel sitio —dijo—. A veces eres muy sabio.
Se besaron y siguieron caminando. La niebla volvió a descender sobre ellos y las
extrañas gravedades del camino hicieron que sus brazos volvieran a sentir la tensión
del esfuerzo. Una vez más, lograron escapar al cansancio caminando sumidos en un
estupor medio consciente.
—Ya casi estamos —dijo por fin Rima.
Lanark despertó con un respingo y vio una pared rocosa alzándose ante ellos por

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entre la niebla. Encendió la linterna y una puerta de hierro se hizo visible, con estas
palabras encima de ella:
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PROHIBIDA LA ENTRADA

Rima apoyó la espalda en la puerta y se cruzó de brazos. Lanark se quedó inmóvil


contemplando las palabras, intentando no creer en lo que veía.
—Dame algo de comer —dijo Rima.
—Pero…, pero… ¡Esto es imposible! ¡Imposible!
—Nos hiciste dar la vuelta alrededor de esas cuadrigas y volvimos por donde
habíamos venido.
—Estoy seguro de que se trata de una puerta diferente. Está más oxidada.
—El número que hay encima es el mismo. Dame esa mochila.
—¡Pero Munro dijo que el camino estaba perfectamente señalado!
—¿Estás sordo o qué? ¡Me muero de hambre! ¡Dame esa maldita mochila!
Lanark se sentó en el suelo y colocó la mochila entre ellos. Rima la abrió y
empezó a comer con las lágrimas fluyendo por sus mejillas. Lanark puso una mano
sobre su hombro. Rima se la apartó de una brusca sacudida y Lanark decidió comer
algo. El hambre y la sed no le habían molestado mucho desde que entraron en la zona
y descubrió que la comida era tan insípida que la devolvió a la mochila, pero Rima
masticaba tan deprisa y con tanto salvajismo como si comer fuera una especie de
venganza. Devoró dátiles, higos, buey, pan y chocolate y mientras comía las lágrimas
siguieron fluyendo por sus mejillas. Lanark la miraba, algo asustado.
—Te has comido más de la mitad de las provisiones —le dijo por fin, sin alzar la
voz.
—¿Y qué?
—Aún nos queda mucha distancia que recorrer.
Rima emitió un sonido que estaba a medio camino entre un aullido y una
carcajada y siguió comiendo hasta no dejar nada. Después abrió la petaca de coñac,
bebió dos tragos, se puso en pie y se alejó tambaleándose hacia la niebla. Pese a ella,
Lanark pudo ver cómo se arrodillaba junto a la cuneta y oyó los ruidos que hacía al
vomitar. Cuando volvió estaba muy pálida. Se tumbó con la cabeza sobre el regazo de
Lanark y se quedó dormida casi de inmediato.

Al principio el peso que yacía sobre su regazo le consoló. Su rostro, que el sueño
volvía parecido al de una niña, le llenó con la tierna y triste superioridad que
normalmente sentía hacia quienes dormían; pero el camino era duro, su posición
incómoda y empezó a tener la sensación de que estaba atrapado. Sus pensamientos no
paraban de explorar el camino que tenían por delante, preguntándose cómo escapar
de él. Los músculos le dolían por el esfuerzo de mantenerse inmóvil. Al final empezó

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a besarle los párpados hasta que Rima abrió los ojos.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—Rima, tenemos que marcharnos de aquí.
Rima se irguió y se arregló el cabello con las manos.
—Si no te importa, me quedaré aquí y esperaré a que vuelvas.
—Puede que esperes mucho tiempo. Me niego a morir ante la puerta de un sitio
en el que me porté de una forma perversa.
—¿Perversa? ¿Perversa? No conozco a nadie que use más palabras carentes de
significado que tú.
Lanark se preguntó cómo podría calmarla.
—Te amo —le dijo, haciendo un experimento.
—Cállate.
Lanark no pudo evitar que su ira aflorase a la superficie.
—Amo tu estúpida e imprudente manera de abandonar el coraje y la inteligencia
cada vez que las cosas se ponen realmente difíciles.
—¡Cállate! ¡Cállate!
—Dado que hemos decidido portarnos mal, haz el favor de pasarme el coñac.
—No, lo necesito.
—Entonces, ¿vas a venir? —le dijo él, poniéndose en pie.
Rima se cruzó de brazos.
—Si necesitas el equipo de primeros auxilios, lo encontrarás en la mochila —le
dijo secamente.
Rima siguió inmóvil.
—Por favor, ven conmigo —le suplicó. Rima siguió sin moverse.
—Si llamas a la puerta lo bastante fuerte, quizás alguien te abra.
Rima no se movió. Lanark dejó la linterna junto a ella, le dijo: «Adiós», y se
marchó. Estaba bajando por la primera colina a grandes zancadas cuando algo le
golpeó en la espalda. Se dio la vuelta y la vio, con el rostro manchado por las
lágrimas y jadeando sin aliento.
—¡Me habrías abandonado! —gritó Rima—. ¡Me habrías dejado sola en la
niebla!
—Pensé que era lo que deseabas.
—No eres más que un idiota cruel y desagradable.
—Bueno, pero dame la mano —dijo él, no sabiendo qué otra cosa podía decirle.

Se cogieron de la mano y en un segundo Lanark se sintió invadido por una terrible


debilidad. No tenía fuerza suficiente ni para sostener los dedos de Rima, y fue ella
quien tuvo que mantenerles juntos y avanzar por el camino. La aborrecía. Quería
tumbarse en el suelo y dormir, por lo que intentó ocultar su tambalearse, haciéndolo
pasar por unos andares despreocupados. «Pronto se cansará de llevarme a rastras»,

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pensó con malignidad, pero Rima siguió avanzando durante una gran distancia sin
quejarse. Por fin, sintiendo que se le iba la cabeza, Lanark fingió que empezaba a
canturrear en voz baja. Rima se detuvo.
—¡Oh, Lanark, hagamos las paces! —exclamó Rima—. ¿Por qué no podemos
hacer las paces?
—Estoy demasiado cansado para hacer las paces. Quiero dormir.
Rima le miró y sus rasgos se suavizaron en una sonrisa.
—Creí que me odiabas y querías dejarme.
—En este momento ésa es la pura y simple verdad.
—Sentémonos —dijo ella con voz jovial—. Yo también estoy cansada. —Y se
sentó en el camino.
Lanark habría preferido la arena de la cuneta pero estaba demasiado cansado para
decirlo. Se tumbó junto a ella. Rima le acarició el cabello y Lanark ya casi estaba
dormido cuando notó algo extraño y se levantó de golpe.
—¡Rima! ¡El asfalto está agrietado! ¡Está cubierto de musgo!
—Ya me parecía que resultaba más cómodo que de costumbre.
Lanark miró preocupadamente a su alrededor y por entre la niebla distinguió algo
tan sorprendente que le hizo olvidarse de su cansancio. Ante ellos había una criatura
de color oscuro, rechoncha y sin cabeza, que mediría un metro veinte de altura y tenía
muchas patas: la criatura estaba totalmente inmóvil. Tenía las patas juntas y medio
dobladas, como si estuviera a punto de saltar. Lanark sintió cómo Rima le cogía por
el hombro.
—Una araña —murmuró.
Lanark sintió un cosquilleo en el cuero cabelludo. Un trueno ahogado resonaba en
sus oídos.
—Dame la linterna —le dijo en un susurro, poniéndose en pie.
—No tengo ninguna linterna. Vámonos.
—No pienso ir a ningún sitio dejando eso a mi espalda.
Tragó aire y dio un paso hacia delante. El cuerpo de color oscuro se convirtió en
un amasijo de cuerpos, cada uno con su propia pata.
—¡Rima, son hongos! —gritó alegremente Lanark.
Los hongos crecían sobre la línea amarilla y la mitad de sus cabezas en forma de
cúpula se inclinaba hacia la izquierda mientras que la otra mitad se inclinaba hacia la
derecha. Lanark se agachó y miró por entre los tallos. Los hongos brotaban de un
montón de tela podrida entre la que se veían unas hebillas oxidadas y un cilindro
metálico lleno de abolladuras.
—¡Mira, el termo! ¡Ese montón de tela vieja debe ser tu mochila!
—¡No lo toques! ¡Es horrible!
—¿Cómo han llegado aquí? Los dejamos junto a las cuadrigas. No pueden
haberse arrastrado por el camino para venir a recibirnos…
—Aquí puede pasar de todo, siempre que sea horrible.

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—Rima, no seas tonta. Nos han ocurrido cosas bastante extrañas pero nada
horrible. Este hongo es una forma de vida, como tú y como yo.
—Como tú, quizá. Como yo, no.
Lanark estaba fascinado. Fue caminando alrededor del grupo de hongos,
examinándolos atentamente, y sintió que algo suave le rozaba los tobillos.
—Rima, aquí hay helechos y hierba.
—¿Qué tiene de maravilloso la hierba?
—Es mejor que un desierto lleno de ruedas oxidadas. Ven, por ahí se ve una
pendiente, subamos.
—¿Por qué? Me duele la espalda y se supone que tú estás cansado, ¿no?
Más allá de los hongos el camino se desvanecía bajo una cuesta cubierta de
maleza y arbustos. Lanark empezó a trepar por ella y Rima le siguió, refunfuñando.
Treparon por entre zarzales, aulagas y helechos, agradeciendo la protección que
les brindaban sus abrigos. La niebla blanca se desvaneció hasta que emergieron en la
luminosa oscuridad que yacía bajo un inmenso cielo lleno de estrellas. Se
encontraban junto a una autopista de diez carriles que atravesaba la niebla como un
camino abierto en un océano de espuma. Los vehículos pasaban con tanta rapidez que
resultaba imposible distinguirlos: estrellas minúsculas aparecían a lo lejos y se
expandían bruscamente, pasando junto a ellos con una ráfaga de viento, encogiéndose
de nuevo hasta el tamaño de estrellas en el horizonte que tenían detrás y
desapareciendo. En la cuneta cubierta de hierba había un letrero de nueve metros de
alto:

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—Estupendo —dijo Lanark, muy satisfecho—. Por fin vamos en la dirección
correcta. Ven.
—La regla general parece ser que cuando yo puedo caminar tú te sientes agotado
y cuando necesito descansar tú me obligas a seguir adelante.
—Rima, ¿estás muy cansada?
—Oh, no. En absoluto. ¿Yo, cansada? No sé cómo se te ha ocurrido pensar eso.
—Perfecto. Entonces, adelante.

Cuando empezaron a caminar vieron aparecer un leve resplandor en el horizonte de


niebla, a su izquierda, y un globo de luz amarilla se deslizó por el cielo emergiendo
de una montaña negra.
—¡La luna! —dijo Rima.
—No puede ser la luna. Va demasiado deprisa.
Lo cierto es que el globo tenía las mismas señales y rasgos que la luna. Subió
velozmente por el cielo, pasando por delante de Orion, casi rozando la Estrella Polar,
y se hundió detrás del horizonte al otro extremo de la autopista. Un poco después
apareció nuevamente detrás de la montaña de la izquierda, pero ahora le faltaba un
trocito. Rima dejó de caminar.
—No puedo seguir —dijo con desesperación—. Me duele la espalda, tengo el
estómago hinchado y este abrigo me aprieta demasiado.
Empezó a desabrochárselo frenéticamente y Lanark la miró, atónito. Antes el
vestido le quedaba holgado pero ahora su estómago se había hinchado hasta casi tocar
sus pechos y el terciopelo color ámbar estaba tan tenso como la lona de un globo.
Rima miró hacia abajo, como si acabara de darse cuenta de algo.
—Dame la mano —le dijo con un hilo de voz.
Le hizo poner la mano en la parte inferior de su estómago, mirándole a la cara con
una extraña mezcla de emociones. Lanark ya había empezado a decir: «No siento…»,
cuando su palma recibió la vibración de un golpecito transmitido a través de la tensa
pared del estómago.
—Ahí dentro hay alguien —dijo.
—¡Voy a tener un bebé! —gritó Rima, histérica.
Lanark la miró, boquiabierto, y ella le devolvió la mirada con una expresión
acusadora. Lanark luchó por mantener la seriedad, y fracasó. Su rostro se fue
iluminando con una enorme sonrisa de felicidad.
—¡Te alegras! —chilló ella—. ¡Te alegras!
—Lo siento. No puedo evitarlo.
—Cómo debes odiarme… —le dijo ella en un susurro cargado de emoción.
—¡Te quiero!
—… sonriendo cuando voy a sufrir dolores horribles y me abriré por la mitad y
puede que hasta me muera…

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—¡No te morirás!
—… junto a una jodida autopista sin ni un jodido médico a nuestro jodido
alcance.
—Llegaremos a Unthank antes de que tengas el bebé.
—¿Cómo lo sabes?
—Y si no, yo me encargaré de cuidarte. Los partos suelen ser cosas naturales.
Rima se arrodilló sobre la hierba, se tapó la cara con las manos y lloró
histéricamente mientras que Lanark, sin poderse contener, empezaba a reír a
carcajadas, pues tenía la sensación de haberse librado de una carga, una carga que
había estado llevando durante toda su existencia sin darse cuenta. Un instante después
sintió vergüenza y la abrazó, y Rima dejó que la abrazara. Y los dos se quedaron
durante mucho rato inmóviles en esa postura.

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CAPÍTULO XXXIV

Cruces
Cuando miró de nuevo al cielo vio que una media luna flotaba perezosamente en él.
—Rima, creo que deberíamos hacer un esfuerzo y seguir avanzando —le dijo.
Rima se puso en pie y empezaron a caminar, cogidos del brazo.
—No tenías que haberte reído —le dijo ella, muy apenada.
—Rima, no hay nada de qué preocuparse. Escucha, cuando Nan estaba
embarazada no disponía de nadie que la cuidara, pero ella deseaba al bebé y lo tuvo
sin ninguna clase de molestias.
—Deja de compararme con otras mujeres. Nan es tonta. Y, de todas formas,
amaba a Sludden. Eso hace que su caso fuera muy distinto.
Lanark se paró, atónito.
—¿Es que no me amas? —le preguntó.
—Lanark, me gustas y, naturalmente, ahora dependo de ti, pero no eres de los que
inspiran grandes pasiones, ¿no te parece? —le dijo ella con cierta impaciencia.
Lanark alzó los ojos hacia el cielo, apretando el puño contra su pecho, sintiéndose
repentinamente débil y vacío. Rima estaba mirando hacia delante, muy excitada.
—¡Mira! —murmuró, señalando hacia la autopista.

A unos cincuenta metros por delante de ellos había un camión cisterna parado junto a
la cuneta y al lado del camión había un hombre que parecía estar orinando sobre la
hierba.
—Pídele que nos lleve —le dijo Rima.
Lanark se encontraba demasiado débil para moverse.
—No me gusta pedirle favores a los desconocidos —dijo.
—Ah, ¿no? Entonces se lo pediré yo: —Y echó a correr, dejándole atrás y
gritando—, ¡Oiga, disculpe!
El conductor se dio la vuelta y les miró, subiéndose la cremallera. Llevaba tejanos
y una chaqueta de cuero. Era joven, tenía una revuelta cabellera pelirroja y no pareció
ni interesado ni sorprendido al verles.
—Perdone, ¿podría llevarme? —le preguntó Rima—. Estoy terriblemente
cansada.
—Estamos intentando llegar a Unthank —dijo Lanark.
—Yo voy a Imber —dijo el conductor.
Estaba mirando a Rima. La capucha de su abrigo había caído hacia atrás y su
cabello rubio colgaba sobre sus hombros, medio tapando su rostro y la ardiente
sonrisa que le dirigía. Seguía con el abrigo abierto y su abultado estómago hacía que

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la corta falda del traje le quedara muy por encima de las rodillas.
—Bueno, Imber no queda muy lejos de Unthank —dijo el conductor.
—Entonces, ¿nos dejará subir? —le preguntó Rima.
—Claro, si quieren…
Fue hacia la cabina, abrió la puerta, trepó al interior y le ofreció la mano a Rima.
«Te ayudaré a subir», murmuró Lanark, pero Rima aceptó la mano del conductor,
puso el pie en el centro de la rueda delantera y fue izada al interior de la cabina antes
de que Lanark pudiera tocarla, por lo que no le quedó más remedio que seguirla y
cerrar la puerta una vez hubo subido. La cabina estaba bastante caliente y olía a
aceite: había poca luz y el espacio quedaba dividido en dos por un palpitante motor
tan grande como la grupa de un caballo. El motor estaba tapado por una manta a
cuadros y el conductor estaba sentado al otro lado.
—Yo me sentaré en medio, Rima —dijo Lanark.
—No, ése es mi sitio —dijo Rima, montando a horcajadas sobre el motor.
—Pero la vibración… ¿No hará que…?
Rima se rió.
—Estoy segura de que no tendrá ningún efecto desagradable. Es una vibración
encantadora.
—Yo siempre siento a las chavalas sobre el motor —dijo el conductor—. Las
pone a punto.
Se metió dos cigarrillos en la boca, los encendió y le dio uno a Rima. Lanark se
instaló en el otro asiento, poniendo mala cara.
—Qué, ¿a gusto? —preguntó el conductor.
—Oh, sí. Muchas gracias por llevarnos.
El conductor apagó la luz y puso en marcha el camión.

El ruido del motor hacía que resultara imposible hablar, salvo a gritos.
—Llevas un pastelito dentro, ¿eh? —le oyó gritar Lanark al conductor.
—Eres muy observador.
—Es raro, pero hay chavalas que pueden pasearse con un estómago así de grande
y siguen resultando atractivas… ¿Por qué vais a Unthank?
—Mi amigo quiere trabajar allí.
—¿A qué se dedica?
—Es pintor… Artista.
—¡No soy pintor! —gritó Lanark.
—Artista, ¿eh? ¿Pinta desnudos?
—¡No soy artista!
—Oh, sí —dijo Rima, riéndose—. Le encantan los desnudos.
—Apuesto a que sé quién es su modelo favorita.
Lanark se dedicó a mirar por la ventana. La desesperación histérica de Rima se

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había convertido en una alegría que le parecía aún más inquietante que la emoción
anterior porque no podía comprenderla. Por otra parte, sentir que cada momento que
pasaba les acercaba más a Unthank era bastante agradable. La velocidad del camión
había alterado su imagen de la luna; su delgado gajo colgaba justo encima del
horizonte, dando la impresión de estar inmóvil, y eso le producía la consoladora
sensación de que el tiempo transcurría con mayor lentitud. «Anda, dáselo», le oyó
decir al conductor, y Rima le metió algo blando entre los dedos.
—Cuenta lo que hay dentro… ¡Venga, cuenta lo que hay dentro! —gritó el
conductor.
El objeto era una cartera. Lanark la apartó violentamente, dejándola caer sobre los
muslos de Rima. El conductor la cogió con su mano libre y gritó:
—Doscientos pavos. Cuatro días de trabajo. Tener que hacer horas extra se ha
convertido en algo crónico, pero la criatura las paga bien. La mitad es tuya si me
haces un dibujo de tu chica en pelotas, ¿vale?
—No soy ningún artista y vamos a Unthank.
—No vayáis. En Unthank no hay gran cosa. Imber está mucho mejor. Luces
brillantes, clubs de strip-tease, masaje sueco… En Imber hay montones de trabajo
para los artistas. Allí todo el mundo puede encontrar algo bueno. Os enseñaré el
lugar.
—¡No soy ningún artista!
—Eh, niña, fúmate otro pito y enciéndeme uno a mí.
Rima cogió el paquete de cigarrillos.
—¿De veras puedes permitírtelo? —gritó.
—Ya has visto la cartera. Puedo permitirme cualquier cosa, ¿no?
—¡Ojalá mi amigo se pareciera a ti!
—Bueno, yo soy de los que cuando quieren algo no se preocupan por el precio.
Al cuerno las consecuencias. Sólo se vive una vez, ¿no? Vente a Imber.
—Yo también soy un poquito así —gritó Rima, riéndose.
—¡Vamos a Unthank! —gritó Lanark, pero ni Rima ni el conductor parecieron
oírle.
Se mordió los nudillos y miró nuevamente por la ventanilla. Estaban rodeados por
carriles repletos de grandes vehículos que avanzaban a toda velocidad y junto a ellos
pasaban camiones cisterna y remolques en los que había escritos nombres
enigmáticos: QUANTUM, VOLSTAT, CORTEXIN, ALGOLÁGNICOS. El
conductor parecía tener muchas ganas de mostrarles lo hábil que era haciendo
adelantamientos. Lanark se preguntó cuándo llegarían a la carretera que llevaba a
Unthank, y cómo podía hacer que el camión se detuviera allí. Además, si el camión
se paraba, él tendría que bajar antes que Rima (ya que estaba más cerca de la puerta).
¿Y si el conductor se marchaba con ella? Quizás a Rima le gustara la idea. Parecía
estar muy a gusto allí. Lanark se preguntó si el embarazo y el cansancio la habrían
hecho enloquecer. Estaba agotado. El último pensamiento claro que tuvo antes de

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quedarse dormido fue que, pasara lo que pasara, no debía quedarse dormido.

Despertó sintiendo una sorprendente falta de movimiento y necesitó cierto tiempo


para comprender lo que había sucedido. Se habían parado junto a la autopista y a su
derecha, dentro de la cabina, estaba librándose una fuerte discusión.
—Pues en ese caso ya puedes largarte —estaba diciendo el conductor.
—Pero ¿por qué? —dijo Rima.
—Parece que has cambiado de parecer muy aprisa, ¿no?
—¿Que he cambiado de parecer sobre qué?
—¡Largo! Reconozco a una zorra en cuanto la veo.
—Sí, ya nos vamos —dijo Lanark, abriendo rápidamente la puerta—. Gracias por
llevarnos.
—Cuídate, amigo. Como sigas con ella acabarás metiéndote en líos.
Lanark bajó del camión y ayudó a Rima. La puerta se cerró con un golpe seco y el
camión cisterna se alejó con un rugido, convirtiéndose en una luz perdida entre las
otras luces que se movían velozmente a lo lejos.
—Qué hombre tan raro —dijo Rima, riéndose—. Parecía realmente enfadado…
—No me extraña.
—¿Qué quieres decir?
—Estuviste coqueteando con él y se lo tomó en serio.
—No estaba coqueteando. Estaba siendo cortés. Conducía fatal.
—¿Qué tal va el niño?
—Nunca dejarás que me olvide de eso, ¿eh? —dijo Rima, ruborizándose.
Y se puso a caminar rápidamente, alejándose de él.
La carretera discurría por entre dos anchas cunetas.
—Lanark, ¿no has notado que el tráfico ha cambiado? —le preguntó de repente
Rima—. No viene nadie en sentido contrario.
—¿Y antes sí?
—Claro. No hace ni un minuto que ha parado. ¿Y qué es ese ruido?
Se callaron, aguzando el oído.
—Creo que son truenos —dijo Lanark—. O un avión.
—No, es una multitud gritando.
—Si seguimos adelante quizá lo descubramos.

Pronto quedó claro que algo extraño estaba sucediendo delante de ellos, pues el
horizonte empezó a llenarse de luces. La pendiente de la cuneta se fue haciendo cada
vez más abrupta hasta que la carretera quedó sumida en una cañada. La cuneta se
había convertido en una tira de hierba dominada por un oscuro acantilado negro sobre
el que crecía una gruesa capa de yedra. Oyeron gemidos de sirenas a su espalda y

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varios coches de la policía pasaron velozmente dirigiéndose hacia el trueno y las
luces. Rima y Lanark no tardaron en llegar a una gran cola de camiones y vehículos
cisterna. Los conductores formaban grupos en la cuneta y hablaban a gritos agitando
las manos, pues el ruido aumentaba a cada paso. Pasaron ante otro gran letrero:

y Rima acabó deteniéndose, se tapó los oídos con las manos, y movió la cabeza y
los labios dejándole bien claro que no pensaba seguir adelante. Lanark frunció el
ceño, irritado, pero el ruido hacía que resultara imposible pensar. En el estruendo
había una leve cualidad animal e incluso humana, pero sólo las máquinas habrían
sido capaces de producir en forma continuada tal cantidad de gritos, chillidos,
aullidos, rugidos, chirridos, gemidos, tartamudeos, balbuceos, trinos, zumbidos y
cacareos. El ruido se transmitía al suelo y hacía que las plantas de sus pies vibraran
dolorosamente. Rima se dio la vuelta, las manos sobre las orejas, y retrocedió
apresuradamente. Lanark vaciló durante un par de segundos y acabó siguiéndola.

Otros muchos vehículos se habían unido a la cola y los conductores permanecían de


pie entre ellos, pues la masa de los camiones protegía un poco del sonido. Un joven
policía provisto de una linterna estaba hablando con un grupo de ellos y Lanark
sujetó a Rima por la manga y la llevó allí para escuchar lo que decía.
—Un camión cisterna ha chocado con un transporte de Algolágnicos en el desvío
a Unthank —estaba diciendo—. Nunca había visto nada semejante… Circuitos

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nerviosos desparramados por todas los carriles igual que un condenado montón de
balones reventados, gritando con la fuerza suficiente para pulverizar el asfalto. El
consejo ha sido alertado pero sólo Dios sabe cuánto tiempo necesitarán para arreglar
semejante lío. Días…, quizá semanas. Si van a Imber tendrán que dar la vuelta por
New Cumbernauld. Si van a Unthank, bueno, olvídenlo.
Alguien le preguntó por los conductores.
—¿Cómo voy a saberlo? Si tuvieron suerte supongo que morirían al instante. Es
imposible acercarse a más de sesenta metros de ahí sin llevar equipo protector.
El policía se apartó del grupo y Lanark le tocó el hombro, diciendo:
—¿Puedo hablar un momento con usted?
El policía les apuntó a la frente con su linterna.
—¿Qué es eso que llevan entre las cejas? —les preguntó secamente.
—La huella de un pulgar.
—Bien, señor, ¿en qué puedo ayudarles? Procure ser rápido, estamos muy
ocupados.
—Esta señora y yo vamos a Unthank…
—Imposible, señor. La carretera ha quedado intransitable.
—Pero nosotros vamos a pie. No tenemos por qué seguir la carretera.
—¡A pie!
El policía se frotó el mentón.
—Bueno, está el viejo paso subterráneo para peatones… —dijo por fin—. Hace
años que no se utiliza pero, que yo sepa, oficialmente aún no lo han declarado fuera
de servicio. Quiero decir que no está tapiado ni nada…

Les llevó hasta una oscura silueta que se perfilaba en la pared de la cuneta. Era una
abertura de forma cuadrada, de dos metros cuarenta de alto, y estaba medio oculta por
una gran masa de yedra. El policía enfocó su linterna hacia ella. Vieron un suelo
cubierto por una capa de hojas secas que iba bajando de nivel hasta perderse en la
negrura.
—No pienso entrar ahí dentro —dijo Rima con voz firme.
—¿Sabe cuál es su longitud? —preguntó Lanark.
—No tengo ni idea, señor. Espere un momento…
El policía paseó el haz luminoso de su linterna por la pared contigua a la entrada
y acabó encontrando una inscripción medio borrada:
SO TERRÁNEO ATONES[3]
UNTHAN OO ETROS

—Un paso subterráneo con una entrada como ésta no puede ser muy largo —dijo
el policía—. Por desgracia, las luces interiores no funcionan.
—Oiga, ¿podría prestarme su linterna? Hemos perdido la nuestra y Rima…, la

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señora está embarazada, como puede ver.
—Lo siento, señor. No puedo.
—No vale la pena que discutas por eso —dijo Rima—. Me niego a entrar ahí
dentro.
—Entonces tendrán que buscar a alguien que les lleve de regreso a New
Cumbernauld —dijo el policía. Se dio la vuelta y se alejó.
—Escucha, intentemos obrar de una forma racional, ¿eh? —le dijo Lanark,
haciendo acopio de paciencia—. Si utilizamos este túnel llegaremos a Unthank en
quince minutos, quizá menos. No está iluminado pero hay una barandilla sujeta a la
pared, así que no podemos perdernos. New Cumbernauld quizás esté a horas de
distancia y quiero llevarte a un hospital lo más deprisa posible.
—¡Odio la oscuridad, odio los hospitales y no pienso entrar ahí!
—La oscuridad no es peligrosa. A lo largo de mi existencia me he encontrado con
unas cuantas cosas horribles, y siempre fue a pleno sol o en una habitación bien
iluminada.
—¡Y aun así dices que quieres ver el sol!
—Claro, pero no porque le tenga miedo a la oscuridad.
—Qué listo eres. Qué fuerte. Qué noble. Qué inútil.
Mientras discutían se habían ido internando por la boca del túnel para escapar al
estruendo que llegaba de la carretera. Lanark se calló de repente y señaló hacia la
oscuridad.
—¡Mira, la salida! —murmuró.
Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y ahora, en lo más hondo de ésta,
lograron distinguir un minúsculo cuadrado de pálida claridad. Rima puso la mano
sobre la barandilla y empezó a bajar por la pendiente. Lanark se apresuró a seguirla y
la cogió del brazo sin decir nada, temiendo que una palabra equivocada bastara para
acabar con su valor.

El rugido fue quedando a su espalda y se acabó desvaneciendo en el silencio. Las


hojas secas ya no susurraban bajo sus pies. El suelo dejó de bajar. La atmósfera se
hizo primero fría y después helada. Lanark había mantenido los ojos clavados en el
cuadradito de claridad.
—Rima, ¿has soltado la barandilla? —le preguntó.
—Claro que no.
—Qué extraño… Cuando entramos en el túnel la luz se encontraba justo delante
nuestro. Ahora está a la izquierda.
Se detuvieron.
—Creo que estamos al lado de algún espacio abierto, una especie de sala —dijo
Lanark.
—¿Qué crees que debemos hacer? —murmuró Rima.

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—Seguir andando en línea recta hacia la luz. ¿Puedes abrocharte el abrigo?
—No.
—Debemos salir de aquí tan deprisa como podamos, hace demasiado frío. Ven.
Iremos por el centro del túnel.
—¿Y si…, y si hay algún agujero?
—A nadie se le ocurriría construir pasos para peatones con agujeros en el centro.
Suelta la barandilla.
Se pusieron de cara a la luz y avanzaron cautelosamente: un instante después
Lanark se sintió resbalar hacia delante y chilló, soltando el brazo de Rima. Su cabeza
y su hombro chocaron con una dura superficie de algo que parecía metal y el impacto
del golpe fue tan fuerte que Lanark se quedó inmóvil sobre aquella superficie durante
unos cuantos segundos, aturdido. El frío que sentía en sus manos y su cara era tan
intenso que le hizo llorar.
—Rima —gimió—. Rima, lo siento… Lo siento. Por favor, ¿dónde estás?
—Aquí.
Empezó a arrastrarse lentamente, moviéndose en círculos, tanteando el suelo con
la mano hasta que sus dedos tocaron un pie.
—¿Rima…?
—Sí.
—Llevas sandalias y estás de pie encima de una capa de hielo. Lo siento, Rima.
Te he llevado a un lago congelado.
—No me importa.
Lanark se puso en pie, luchando por controlar el castañeteo de sus dientes, y miró
a su alrededor.
—¿Dónde está la luz? —dijo.
—No lo sé.
—No la veo… No la veo por ninguna parte. Tenemos que volver a la barandilla.
—No lo conseguirás. Nos hemos perdido. —Su cuerpo estaba junto a él pero el
lento murmullo de su voz parecía llegar desde muy lejos—. Soy una bruja. Me lo
merezco, me lo merezco por haberle matado.
Lanark pensó que se había vuelto loca y sintió un terrible cansancio.
—Rima, ¿de qué estás hablando? —le preguntó pacientemente.
—Estoy embarazada, silencio, me congelo, todo está oscuro, me he perdido
contigo al lado, los pies se me van a caer de un momento a otro, me duele la
espalda… Me lo merezco. Quería impresionarme, no paraba de hacer tonterías con el
camión. Me deseaba, ¿entiendes?, y al principio me pareció divertido; después me
harté de él porque era un presumido y estaba demasiado seguro de sí mismo. Cuando
nos hizo bajar deseé que muriera, así que siguió haciendo tonterías con el camión y se
estrelló. No me extraña que quieras encerrarme en un hospital. Soy una bruja.
Lanark se dio cuenta de que Rima estaba sollozando desesperadamente e intentó
abrazarla, diciéndole:

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—En primer lugar, el camión cisterna que se estrelló quizá no sea el que nos
recogió. En segundo lugar, si un hombre conduce mal la culpa es suya y de nadie
más. Y no pienso encerrarte en ningún sitio.
—No me toques.
—Pero yo te quiero…
—Entonces, promete que no me abandonarás cuando nazca la criatura. Promete
que no me dejarás al cuidado de otra gente y que no te marcharás.
—Te lo prometo. No te preocupes.
—Dices eso porque estamos a punto de morir congelados. Si logramos salir de
aquí me pondrás en manos de una maldita cuadrilla de enfermeras…
—¡No lo haré! ¡No lo haré!
—Eso es lo que dices ahora, pero en cuanto empiece a tener dolores saldrás
huyendo. No serás capaz de aguantarlo.
—¿Por qué no voy a ser capaz de aguantarlo? Serán tus dolores, no los míos.
—¡Te alegras! —chilló ella dando un respingo—. ¡Te alegras! ¡Bestia, malvado,
te alegras!
—¡Todo lo que digo te hace pensar que soy un malvado! —gritó Lanark.
—¡Lo eres! Nunca podrás hacerme feliz. ¡Tienes que ser un malvado!

Lanark, aturdido, no supo qué responder. Cada frase de consuelo que se le ocurría
venía acompañada por la certidumbre de que Rima acabaría retorciéndola hasta
convertirla en un insulto. Alzó la mano para golpearla pero Rima estaba embarazada;
se dio la vuelta, disponiéndose a huir, pero le necesitaba; se puso a cuatro patas y dejó
escapar una mezcla de grito y gruñido que se convirtió primero en un aullido y luego
en un rugido.
—No creas que vas a asustarme con eso —le dijo ella secamente.
Volvió a gritar y una voz lejana gritó: «¡Ya va! ¡Ya va!». Se puso en pie, tragando
aire con un gran esfuerzo, sintiendo la frialdad del hielo en sus manos y sus rodillas.
Una luz venía hacia ellos por encima del hielo y oyeron una voz que les decía:
—Siento llegar tarde.
A medida que la luz se fue acercando vieron que su portador era una silueta
oscura con una tira blanca que separaba la cabeza de los hombros y, por fin, tuvieron
delante a un sacerdote. Debía estar ya en la mediana edad, pero su rostro carecía de
arrugas y mostraba una expresión de nervioso entusiasmo casi juvenil. Alzó la
lámpara y dio la impresión de no estar examinando tanto la cara de Lanark como la
marca que había en su frente. En la suya había una similar.
—Lanark, ¿verdad? —dijo—. Excelente. Soy Ritchie-Smollet.
Se dieron la mano. El sacerdote bajó la mirada hacia Rima, que se había puesto en
cuclillas con las manos sobre el estómago y parecía muy cansada.
—Así que ésta es la dama que le acompaña —dijo.

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—Dama —resopló Rima despectivamente.
—Está cansada y no se encuentra demasiado bien —dijo Lanark—. De hecho, le
falta muy poco para tener un bebé.
El sacerdote sonrió, entusiasmado.
—Espléndido. Eso es realmente maravilloso. Debemos llevarla al hospital.
—¡No! —dijo Rima violentamente.
—No quiere ir al hospital —explicó Lanark.
—Tiene que convencerla.
—Bueno, yo creo que debe hacer lo que más desee.
El sacerdote se removió.
—Aquí hace bastante frío, ¿no? —dijo—. ¿No creen que ha llegado el momento
de que salgamos de este agujero?
Lanark ayudó a Rima a levantarse y los dos siguieron a Ritchie-Smollet a través
de la negra extensión de hielo.

La caverna resultaba casi invisible salvo por el techo, que se encontraba a medio
metro de sus cabezas.
—Qué tremenda energía poseían los victorianos… —dijo Ritchie-Smollet—.
Cuando no quedó más sitio arriba, hicieron esta inmensa excavación para utilizarla
como cripta funeraria. Una era posterior la ha dedicado a un uso más pedestre, y
sigue siendo un atajo muy notable… Por favor, pueden preguntarme todo lo que
deseen.
—¿Quién es usted?
—Un cristiano. O intento serlo. Supongo que les gustaría saber con exactitud a
qué iglesia pertenezco, pero no creo que la secta sea tan importante, ¿verdad? Cristo,
Buda, Amón-Ra y Confucio tenían muchas cosas en común. La verdad es que soy
presbiteriano, pero trabajo con creyentes de todos los colores y continentes.
Lanark estaba demasiado cansado para hablar. Habían salido del hielo y estaban
subiendo por un pasadizo cubierto por una serie de bóvedas y con el suelo enlosado.
—Cuidado, me opongo a los sacrificios humanos, a menos que sean voluntarios,
como en el caso de Cristo —dijo Ritchie-Smollet—. ¿Han tenido un viaje agradable?
—No.
—Bueno, da igual. Siguen enteros y pueden estar seguros de que recibirán una
calurosa bienvenida. Y, naturalmente, se le ofrecerá un puesto en el comité. Sludden
fue muy claro al respecto, y yo también. Mi experiencia sobre los asuntos del
instituto y el consejo se encuentra un tanto anticuada… La situación era algo menos
tensa en mi época. Cuando supimos que había decidido unirse a nosotros nos
sentimos realmente encantados, créame.
—No he decidido unirme a nadie. No entiendo de comités y no soy amigo de
Sludden.

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—Vamos, vamos, no se impaciente… Un baño y una cama limpia harán milagros.
Sospecho que está más agotado de lo que piensa.

El cuadrado de pálida luz apareció ante ellos y fue aumentando de tamaño hasta
convertirse en un umbral que daba a una escalera metálica. Lanark y Rima subieron
lentamente los escalones, bañados por una luz verdosa. Ritchie-Smollet les seguía
pacientemente, canturreando en voz baja. Después de muchos minutos de ascensión
llegaron a una pequeña estancia de piedra con placas de mármol en tres de sus
paredes y unas grandes verjas de hierro forjado en la cuarta. Las puertas se abrieron
ante ellos y se encontraron en un sendero de gravilla bajo un inmenso cielo negro.
Lanark vio que estaba en la cima de una colina, entre los obeliscos de un cementerio
bastante familiar.

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CAPÍTULO XXXV

Catedral
—¡Esto no es Unthank! —exclamó Lanark, deteniéndose después de que hubieran
recorrido una corta distancia.
—Se equivoca. Lo es.
Al final de la pendiente cubierta de monumentos funerarios se alzaba una
achaparrada catedral negra. El campanario estaba iluminado y la veleta dorada que lo
coronaba quedaba a la misma altura de sus ojos, pero Lanark estaba más interesado
por la sorprendente vista que se extendía detrás de la torre. Recordaba una ciudad de
piedra con casas oscuras y recargados edificios públicos, una ciudad construida
siguiendo un plan de manzanas cuadradas y provista de tranvías eléctricos. Los
rumores oídos en los pasillos del consejo le habían hecho esperar un sitio más o
menos parecido a ése, sólo que más oscuro y en peor estado, pero la ciudad que yacía
bajo el cielo carente de estrellas era una fría masa de claridad. Delgados postes tan
altos como el campanario arrojaban una luz blanca sobre las calles y los puentes
superpuestos de otra gran autopista. A cada lado de ellos relucían torres de cemento y
cristal que tenían más de veinte pisos de altura y en cuyas cimas había luces para
advertir a los aeroplanos. Y, sin embargo, esta ciudad era Unthank, aunque las viejas
calles encuadradas por las torres y las autopistas parecían estar a punto de esfumarse,
y los gabletes vacíos se alzaban tras las explanadas destinadas a servir de
aparcamientos.
—¿Y Unthank se muere? —preguntó Lanark después de un breve silencio.
—¿Morirse? Oh, lo dudo. La población ha disminuido desde que abandonaron el
proyecto Q39, pero se ha producido un tremendo boom de la construcción.
—Pero si una ciudad está perdiendo población y quedándose sin industrias,
¿cómo puede permitirse el lujo de construir nuevos edificios?
—Ah, mis conocimientos de cronología no son lo bastante amplios como para
responder a eso. Tengo la sensación de que lo que ocurre dentro de los corazones
importa más que esos grandes sistemas públicos dedicados al intercambio y el robo
de la energía. No dudo de que me dirá que la mía es una actitud típicamente
conservadora, ¿verdad? Por otra parte, los radicales son las únicas personas
dispuestas a trabajar conmigo. Qué extraño, ¿eh?
—Usted parece comprender mis preguntas, pero las respuestas que me da me
resultan ininteligibles —dijo Lanark, algo irritado.
—Típico de la vida, ¿no? Pero mientras conserve el ánimo y siga intentándolo no
tiene por qué desesperar. Wer immer streband sich bemüht, den können wir erlösen.
Oh, sí, usted va a sernos muy útil.

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De repente Rima se apoyó en una piedra y, en voz baja, sin dar ninguna señal de
amargura, dijo:
—No puedo seguir.
Lanark, alarmado, la sujetó por la cintura aunque le preocupaba la idea de estar
abrazando a dos personas en vez de a una sola.
—¿Mareos? —le preguntó Ritchie-Smollet con dulzura.
—No, me duele la espalda y… apenas si puedo pensar.
—Cuando pasé por mi fase de misionero estudié medicina. Deje que le tome el
pulso. —Cogió su muñeca con una mano y fue contando el tiempo con la otra—.
Ochenta y dos —dijo cuando hubo terminado—. Teniendo en cuenta su estado,
bastante bien. ¿Cree que podrá llegar hasta ese edificio de ahí? En estos momentos lo
que más necesita es dormir, pero sería mejor que la examinara antes para asegurarme
de que todo anda bien.
Señaló hacia la catedral. Rima la contempló en silencio.
—¿No podríamos llevarla entre los dos? —murmuró Lanark.
Rima logró levantarse.
—No —le dijo—, dame tu brazo. Caminaré.

El sacerdote les llevó por senderos cubiertos de maleza que discurrían por entre las
puertas de mausoleos tallados en la ladera. Los rayos de luz procedentes de abajo
iluminaban las esquinas de aquellas inscripciones dedicadas a tanto difunto
espléndido:
«… Su victoriosa campaña…».
«… cuya altruista devoción…».
«… reverenciado por sus estudiantes…».
«… estimado por sus colegas…».
«… amado por todos…».

Atravesaron una explanada y siguieron por un sendero adoquinado.


—Hubo un tiempo en el que por aquí abajo fluía un tributario del río —dijo
Ritchie-Smollet.
Lanark vio que el pequeño muro junto al que caminaban era el parapeto de un
puente y se asomó por él para encontrarse con una carretera hundida entre dos
abruptas cunetas. Los coches corrían velozmente por ella con destino a la autopista,
pero al parecer había una barrera que no podían pasar: después de reducir la marcha y
acabar deteniéndose, daban la vuelta y regresaban en dirección contraria. La
atmósfera vibraba sacudida por un lento palpitar que afectaba a los tímpanos igual
que el taladro del dentista a una muela.
—¿Qué es ese ruido?
—Parece que ha habido un accidente en el cruce: un transporte reventado, uno de

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esos inmensos y peligrosos vehículos dedicados a servir los designios de Dios Padre.
El consejo tendría que prohibirlos. Creo que la ciudad quedará aislada durante un
tiempo, pero tenemos buenas reservas de comida. Vengan por aquí, es un atajo.

El parapeto se había convertido en una pared tapada por los arbustos. Ritchie-Smollet
separó dos matorrales revelando un agujero por el que se veía una claridad más
pronunciada. Lanark ayudó a Rima a entrar por él y se encontraron en los alrededores
de la catedral, una extensión llena de lápidas planas que casi parecían un pavimento
de losas. El lugar estaba lleno de camionetas y coches con los morros pegados a la
pared y Rima se dejó caer sobre el escalón de una grúa. Ritchie-Smollet se metió las
manos en los bolsillos del pantalón y miró hacia delante con una leve sonrisa de
satisfacción.
—¡Ahí está! —dijo—. Ahora vuelve a ser nuestro centro de gobierno.
Lanark miró hacia la catedral. Al principio, el campanario iluminado le pareció
demasiado sólido para la achaparrada silueta negra que lo sostenía, una masa
atravesada por hileras de ventanas que brillaban con un tenue resplandor amarillo;
después sus ojos empezaron a distinguir la torre, los tejados y los contrafuertes de un
robusto arco gótico, con las gárgolas y desagües esculpidos en él destrozados y
desgastados por la intemperie y los martillos de viejos iconoclastas.
—¿Qué quiere decir con eso de nuestro centro de gobierno? Unthank tiene un
ayuntamiento.
—Ah, sí, ahora lo usamos para todos los asuntos relacionados con la propiedad
inmobiliaria. Sí, allí se trabaja mucho, pero los auténticos legisladores vienen aquí.
Ya sé que tiene muchas ganas de conocerles pero primero ha de dormir, y ahora hablo
como médico, no como ministro del evangelio, así que no debe discutir conmigo.
Siguieron caminando sobre inscripciones más lacónicas que las de la parte alta
del cementerio:
«William Skinner: metro sesenta y cinco norte X setenta y cinco centímetros
oeste».
«Harry Fleming, su esposa Minnie, su hijo George, su hija Amy: metro ochenta
oeste X setenta y cinco centímetros norte».
Llegaron a una entrada lateral y pasaron por un pequeño pórtico que daba a la
catedral.

Cerca de la puerta había un joven melenudo vestido con un mono azul sentado sobre
una fuente de piedra: estaba leyendo un libro. Alzó la vista hacia ellos y dijo:
—¿Dónde has estado, Arthur? Polifemo se está volviendo loco. Cree que ha
descubierto algo.
—Tengo prisa, Jack —dijo secamente Ritchie-Smollet—. Estas dos personas

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necesitan descanso y atenciones. ¿Hay algún sitio del que se pueda disponer durante
un rato? Un sitio donde nadie vaya a molestarles, ¿entiendes?
—El laboratorio de artes estará libre durante un tiempo.
—Pues entonces busca mantas, almohadas y sábanas limpias, realmente limpias,
llévalas allí y prepárales la cama.
—Sí, pero… —el joven dejó su libro y se deslizó por la fuente hasta el suelo—.
¿Qué le digo a Polifemo?
—Dile que la política no es el objetivo principal del hombre.
El joven salió corriendo por entre las filas de sillas tapizadas que cubrían las losas
del suelo. La catedral parecía más grande por dentro que por fuera. Las columnas
centrales que sostenían la torre ocultaban lo que había más allá, pero los sones del
órgano y un confuso eco de voces cantando himnos indicaban que se estaba
celebrando un servicio religioso. Y, al mismo tiempo, de abajo llegaba el rítmico latir
de una música mucho más profana.
—No está mal, ¿eh? Una buena madriguera para la divinidad —dijo Ritchie-
Smollet—. El Terminus de Octubre está celebrando una fiesta en la cripta. Hay gente
que no lo aprueba pero yo siempre les digo que durante la Reforma el edificio fue
utilizado simultáneamente por tres congregaciones y en la casa de mi padre hay
muchas habitaciones. ¿Necesita ir al lavabo?
—No —murmuró Rima, que se había dejado caer en una silla—. No, no, no, no,
no.
—Pues adelante. Ya no falta mucho.

Avanzaron lentamente por un pasillo lateral y Lanark tuvo tiempo de fijarse en


que la catedral había sido utilizada de formas diferentes desde su fundación. Del
techo colgaban estandartes medio destrozados; junto a las paredes había barrocos
monumentos dedicados a soldados que habían muerto mientras invadían continentes
remotos. Giraron a la izquierda al llegar a los arcos que sostenían la torre y bajaron
unos cuantos peldaños: después torcieron hacia la derecha y bajaron otro tramo de
peldaños hasta llegar a una capillita. El techo, surcado por nervaduras de piedra, tenía
una luz anaranjada, pero la piedra había sido cubierta de cal y el efecto resultaba
bastante agradable. Estufas de parafina situadas en los rincones calentaban la
atmósfera despidiendo un fuerte aroma; junto a una pared había un montón de
colchones que casi llegaba al techo. Tres de los colchones habían sido colocados uno
al lado del otro y Jack estaba preparando una cama en el del centro. Cuando hubo
terminado Rima se tumbó en ella y Lanark la ayudó a quitarse el abrigo.
—No se duerma todavía… Volveré en un momentito —dijo Ritchie-Smollet, y
salió de la capilla.
Lanark se quitó el abrigo y se sentó en el colchón: Rima le puso la cabeza en el
regazo. Estaba cansado pero sabía que no podría descansar porque sus ropas estaban

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sucias y pegajosas. Acarició la revuelta barba que crecía en sus mejillas y su mentón
y se pasó los dedos por el ya algo ralo cabello que cubría su cráneo. Sí, había
envejecido. Miró a Rima, que tenía los ojos cerrados. Su cabello volvía a ser negro y,
dejando aparte su abultado vientre, parecía más delgada y frágil que cuando iba por
los pasillos del consejo. La leve arruga que había entre sus cejas hacía pensar en una
niñita irritada, pero sus labios tenían la hermosa y madura serenidad de una mujer de
treinta o cuarenta años, satisfecha de la vida. Lanark estuvo mirándola un buen rato,
sin tener ni idea de cuál era su edad actual.
—¿Dónde está Sludden? —murmuró Rima, suspirando.
—No lo sé, Rima —dijo Lanark, conteniendo una súbita punzada de ira.
—Qué bueno eres conmigo, Lanark. Siempre confiaré en ti.

Ritchie-Smollet y Jack trajeron palanganas con agua caliente, toallas, pijamas limpios
y volvieron a marcharse. Rima se tumbó sobre las toallas mientras que Lanark la iba
limpiando con una esponja y la secaba, teniendo mucho cuidado con su vientre, que
parecía más normal desnudo que cubierto por las ropas. Rima se metió entre las
sábanas y Ritchie-Smollet volvió a entrar en la capilla llevando un estuche de cuero
negro. Se arrodilló junto a la cama y sacó de él un termómetro, un estetoscopio y un
envoltorio transparente dentro del que había guantes esterilizados. Deslizó el
termómetro bajo la axila de Rima y ya estaba desgarrando el envoltorio cuando Rima
abrió los ojos.
—Date la vuelta, Lanark —le ordenó secamente.
—¿Por qué?
—Si no te das la vuelta no dejaré que me toque.
Lanark se dio la vuelta y se alejó de la cama hasta que una columna se la tapó,
con sus pies descalzos sintiendo el frío de la piedra. Miró hacia el techo. Las
nervaduras de piedra se arqueaban hasta unirse en nudos esculpidos, y uno de ellos
mostraba un par de serpientes minúsculas cuyos cuerpos se entrelazaban sobre la
frente de una jovial calavera rodeada por una guirnalda de rosas. Cerca de ella
alguien había usado un lápiz para escribir:
DIOS = AMOR = DINERO = MIERDA

—Bien, todo parece andar bien —dijo Ritchie-Smollet en voz alta. Lanark se dio
la vuelta y le vio guardar su instrumental en el estuche—. El pequeño parece estar en
la posición correcta y no veo nada raro. Si insiste en tenerlo aquí, supongo que
podremos arreglárnoslas.
—¿Aquí? —preguntó Lanark, sorprendido.
—Si es que no desea ir a un hospital, quiero decir. Bueno, ahora les dejaré que
descansen: se lo han ganado.
Salió de la capilla, y corrió una cortina roja tapando el hueco de la puerta.

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—Ponte detrás de mí —murmuró Rima.
Lanark obedeció y Rima se apresuró a pegar las heladas plantas de sus pies a sus
espinillas, pero su espalda le resultaba familiar, la postura era cómoda y pronto
entraron en calor y se quedaron dormidos.
Despertó oyendo susurros y leves roces. Cadenas de puntos luminosos flotaban en
zigzag por la oscura bóveda, las columnas y el suelo. Su origen era un globo de
facetas plateadas que giraba lentamente allí donde antes había estado la luz
anaranjada, y la única fuente de claridad que no se movía era la que iluminaba los
escalones de la entrada. Los escalones abarcaban toda la pared. Jóvenes vestidos con
monos de trabajo estaban colocando aparatos eléctricos encima de ellos y, de vez en
cuando, los aparatos llenaban la atmósfera de la capilla con un ronco y potente
suspiro. En los últimos peldaños había tres hombres ya mayores que sostenían
instrumentos musicales unidos por cables a la maquinaria, y un cuarto hombre estaba
instalando una gran batería en cuyo tambor podía leerse BROWN Y SUS GUSANOS
CASANOVAS. Lanark se dio cuenta de que ahora formaba parte de un público: todo
el suelo estaba lleno de colchones sobre los que había gente sentada hombro contra
hombro. Junto a él había una chica de aspecto delicado vestida con un sari color plata
que se apoyaba en un hombre muy velludo cuya chaqueta forrada con piel de oveja le
dejaba el pecho al descubierto. Delante suyo había una chica vestida con la falda a
cuadros y la chaqueta roja de un regimiento de las tierras altas que hablaba en
susurros con el cabello trenzado, la cinta y el traje de ante con flecos de una squaw
india. Lanark tuvo la impresión de que allí había gente de cada cultura y cada siglo:
seda, tela, piel, plumas, lana, gasa, nilón y cuero. Había cabellos rizados a la africana,
cortados casi al cero como los antiguos romanos, moños complicados al estilo
Pompadour, lacios como la Esfinge o cayendo en ondulaciones sobre los hombros
igual que pelucas empolvadas. Todos los adornos posibles estaban presentes en la
capilla, así como una buena dosis de carne desnuda. Lanark buscó sus ropas, pero no
logró encontrarlas. Tenía la sensación de haber estado descansando mucho tiempo
pero Rima seguía dormida, por lo que decidió no moverse. Otras parejas estaban
tumbadas sobre los colchones e incluso había unas cuantas que se acariciaban dentro
de sus sacos de dormir.

El público aplaudió y un hombrecillo de aspecto tristón con un frondoso bigote subió


los peldaños con un micrófono en la mano.
—Bien, amigos —dijo—, me alegra estar de vuelta en la legendaria Unthank,
donde he tenido tantas experiencias legendarias. Voy a empezar con algo nuevo, algo
que les dejó pasmados en Troya y Trebisonda y que se hundió como un pestiño de
piedra en la Atlántida. Veremos qué pasa aquí. «Hombre doméstico».
Echó la cabeza hacia atrás y gritó:

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«¡El pastel que me hizo me mordió hasta que grité!».

Los instrumentos y los aparatos eléctricos dijeron BAWAM con tal potencia que
oído y pensamiento quedaron destruidos durante un segundo.

«¡La cama que me preparó era tan dura que casi me mató!».
(BAWAM).

«¡Me lavó una camisa que casi me estranguló!».


(BAWAM).

«Se ha vuelto doméstica, tiene un gran plan, pero por favor cariño, créame,
señora, no soy
un hombre doméstico
un hombre doméstico
un hombre doméstico».
(BAWAM BAWAM BAWAM BAWAM BAWAM BAWAM BAWAM BAWAM
BAWAM).

Rima se había sentado en el colchón, tapándose las orejas con las manos. Las
lágrimas fluían por sus mejillas. Le dijo algo pero sus palabras resultaron inaudibles.
Lanark vio a Ritchie-Smollet que agitaba violentamente las manos desde el umbral,
detrás del cantante. Tiró de Rima, haciéndola levantarse, y los dos avanzaron
tambaleándose por entre el público. El cantante gritó:

«¡Limpia ventanas hasta que brillan tanto que no puedo ver!».


(BAWAM).
«¡Pule los suelos hasta que se me hunde el pie!».
(BAWAM).
«¡Empapela los cuartos hasta que me asfixio en la pared!».
(BAWAM).

Cuando pasaron junto al cantante Rima agitó la mano hacia los altavoces de una
forma tan amenazadora que alguien la cogió por el brazo. Lanark tiró de ella hasta
liberarla y durante el trayecto hasta la puerta hubo un torpe intercambio de puñetazos.
Ritchie-Smollet les separó, su voz llegando a través del BAWA-Meo bajo la forma de
un susurro distante:
—… todo culpa mía… estado delicado… un error de coordinación…

Jack les estaba esperando con un par de batas y zapatillas al otro lado de la puerta y
allí el estruendo no era tan fuerte. Mientras la ayudaban a vestirse Rima no paró de

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murmurar: «Bastardos».
—Comprenda, el espacio les resulta desagradable y el ruido ayuda a llenarlo —
dijo Ritchie-Smollet, llevándoles a través de la nave—. La verdad es que la culpa ha
sido mía. Salí con un hombre creyendo que podría salvar su matrimonio porque me
encargué de celebrar la ceremonia. Ilógico, realmente, porque no le conozco en lo
más mínimo. No había esperado que durmieran tanto rato… Si tuviéramos un reloj a
mano estoy casi seguro de que las manecillas habrían tenido tiempo de hacer todo su
camino. ¿Aún no han empezado las contracciones?
—No —dijo Rima.
—Estupendo. Dentro de nada tendrán una cama lista en el triforio y podrán comer
algo. Les habría puesto allí en cuanto llegaron pero temía que estuviera demasiado
débil para enfrentarse a las escaleras. Abrió una puertecita y vieron una escalera que
apenas tendría sesenta centímetros de ancho y que subía en espiral pegada a la gruesa
pared.
—Disculpe —le dijo Lanark—, pero ¿no podemos conseguir una habitación
decente en alguna casa decente?
—En estos momentos resulta muy difícil encontrar habitaciones. La casa de Dios
es lo mejor que puedo ofrecerles.
—La última vez que estuve aquí una cuarta parte de la ciudad estaba vacía.
—Ah, eso fue antes de que empezara el nuevo programa de construcción. Puede
que alguien del comité acabe ofreciéndoles una habitación. De todas formas podemos
esperarles en el triforio, sus ropas ya están allí.
Ritchie-Smollet agachó la cabeza, cruzó el umbral y empezó a subir. Rima le
siguió y Lanark iba el último. Los peldaños eran muy empinados y resultaban
incómodos. Después de dar varios giros cruzaron otro umbral y se encontraron en el
alféizar interior de una gigantesca ventana. Rima dejó escapar un jadeo ahogado y se
agarró a una barandilla. Un hombre que parecía un escarabajo se movía muy por
debajo de ellos avanzando sobre las losas y los palpitantes ecos de «Hombre
doméstico» no hacían sino aumentar la sensación de inseguridad.
—Ése es Polifemo —dijo Ritchie-Smollet—. Va hacia la casa capitular. Cielos,
parece que los Gusanos se están empleando a fondo…
Unos pocos pasos más les llevaron a un pasillo que discurría entre hileras de
tubos de órgano, y unos cuantos más al final de una buhardilla muy larga. El techo
inclinado iba desde el suelo hasta una pared de arcadas que dominaba la nave.
Mientras avanzaban por la buhardilla Lanark vio tabiques de madera que dividían la
parte de la izquierda en pequeños cubículos, cada uno de los cuales contenía algo de
mobiliario. En uno había un hombre vestido con un abrigo sucio que intentaba
remendar una bota vieja. En otro una mujer de aspecto cansado tumbada en el suelo
bebía de una petaca.
—Ya hemos llegado —dijo Ritchie-Smollet. Entró en uno de los cubículos y se
acuclilló sobre la alfombra.

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El cubículo resultaba bastante acogedor pese a que olía a desinfectante. Estaba
iluminado por una lámpara de pantalla rosada situada sobre una cama que cubría una
tercera parte del suelo. Como asientos había taburetes y almohadones, pero también
había una mesita, una cómoda y un minúsculo fregadero. Los tablones visibles entre
las junturas del techo estaban cubiertos por un papel con nomeolvides estampados, y
en una de las dos paredes había una percha con las ropas de Lanark, recién lavadas y
planchadas.
—Pequeño pero cómodo —dijo Ritchie-Smollet—. No se puede levantar mucho
la cabeza, cierto, y es una pena, pero nadie nos molestará. Sugiero que Rima se
instale en la cama (encontrará una botella de agua caliente dentro) y usted puede
vestirse. Después Jack nos traerá algo de comer, alguien vendrá a hacerle compañía a
la señora y nosotros dos podremos asistir a la reunión en la casa capitular. El preboste
ya debería estar allí.
Lanark se dejó caer en un taburete poniendo los codos sobre las rodillas y
apoyando el mentón en las manos.
—No para de hacerme ir de un lado para otro y no sé el porqué —le dijo.
—Sí, es difícil. En el estado de confusión cronológica actual resulta imposible
explicar las cosas claramente. Como secretario, mi única forma de preparar las
reuniones es retener a los miembros del comité en este sitio hasta que llegue el resto.
Pero Gow ya ha venido, así como el pobre Scougal, y la señora Schtzngrm, y el
ubicuo Polifemo. Y el presidente Sludden, alabado sea Dios.
Lanark miró a Rima. Verla hizo que se sintiera un poco más calmado. Estaba
reclinada en las almohadas, sonriendo, una mano sobre el pecho. Todo en ella
transmitía una suave tranquilidad; los hoyuelos que asomaban en las comisuras de sus
labios parecían más profundos que de costumbre.
—Todo va bien, Lanark —le dijo con ternura—. No te preocupes.
Lanark suspiró y empezó a vestirse.

Jack entró en el cubículo llevando una bandeja llena de comida y Ritchie-Smollet


sirvió café y fue pasando los platos, parloteando mientras lo hacía.
—Todo conservas, por supuesto, pero conservas de buena calidad. Y además es
fácil de preparar, lo cual resulta muy útil porque aquí sólo hay espacio para una
cocina muy pequeña. Cuando instalamos este pequeño refugio nos encontramos con
una oposición de lo más sorprendente…, fue todavía peor que con lo del laboratorio
de artes en la capilla de la Virgen, y sin embargo, estos altillos han estado vacíos
desde que los viejos monjes se dedicaban a dar vueltas por ellos pasando el rosario.
Y, ¿qué uso podría adecuarse mejor a los deseos del fundador? Ya conoce el poema,
naturalmente:

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«Si en la iglesia nos dieran algo de cerveza,
y un fuego agradable con que solazar nuestras almas,
cantaríamos y rezaríamos todo el santo día,
y ni una sola vez de la iglesia nos iríamos,

Y Dios, igual que un padre, alegrándose de ver


a sus niños tan contentos y felices como Él,
nunca más reñiría con el Diablo o el barril,
sino que le daría un beso y algo bueno de beber […]».

—Pero ¿qué infiernos estoy comiendo? —gritó Lanark.


—Enigma de Filets Congelés. ¿Qué pasa, está poco hecho? Pruebe esta cosita
rosa que cruje. Se la recomiendo de todo corazón.
Lanark lanzó un gemido. El olor de la goma quemada se fue esfumando de sus
fosas nasales y sus miembros se sintieron invadidos por un vigor muy familiar.
—Esto es comida del instituto —dijo.
—Sí. Actualmente el grupo Quantum ya no nos sirve nada aparte de eso.
—Dejamos el instituto porque odio esta comida.
—¡Le admiro por ello! —exclamó Ritchie-Smollet, entusiasmado—. ¡Y no crea
que ha ido en la dirección equivocada! En el comité tenemos a dos o tres milenaristas
y, ¿quién puede culparles? ¿Acaso la humanidad no ha pasado toda su existencia
rezando para gozar de una comida inocente y abundante? Eso es imposible, claro
está, pero wer immer strebend sich bemüht y etcétera. Y hay que comer, a menos que
uno esté de acuerdo con la señorita Weil y piense que la anorexia nerviosa es un
deber sagrado.
—¡Sí, comeré! —gritó salvajemente Lanark—. ¡Pero, por favor, deje de
bombardearme con nombres extraños y citas que carecen de significado!
Se acabó todos los platos que Rima y Ritchie-Smollet dejaron sin tocar y al final
tuvo la sensación de que todo su cuerpo estaba hinchado, de que le habían drogado y
había sido engañado de una forma horrible. Una voz gritó: «¡Rima!». Una mujer
regordeta de unos cuarenta años vestida con ropas de fulana entró en el cubículo.
Rima se rió y dijo: «¡Frankie!».
Frankie dejó caer al suelo un inmenso bolso bordado y tomó asiento en la cama.
—Sludden me contó que estabas aquí —dijo—. Vendrá más tarde. Así que el
hombre misterioso ha metido un bollo en tu horno, ¿eh? Bueno, la verdad es que no
tienes mal aspecto…, estás sorprendentemente joven y guapa, de veras. Hola, hombre
misterioso. Me alegra ver que te has dejado la barba. Pareces menos vulnerable.
—Hola —dijo Lanark de mala gana. Ver a Frankie no le alegraba en lo más
mínimo.

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CAPÍTULO XXXVI

Casa capitular
Ritchie-Smollet les llevó hasta el otro extremo de la buhardilla a través de una
pequeña cocina donde Jack estaba lavando platos y después les hizo bajar por otra
escalera de caracol casi incrustada en la gruesa pared. Entraron en una habitación
cuadrada con el techo abovedado sostenido por una gran columna central. A lo largo
de cada pared se extendía una hilera de asientos de piedra con los respaldos de
madera. Lanark pensó que la disposición resultaba bastante incómoda: cuando todos
los asientos estuvieran ocupados la columna central haría que nadie pudiese ver a las
tres o cuatro personas que tuviera delante. Un hombrecillo de aspecto enérgico
permanecía inmóvil en el centro de la habitación, con los pies separados y las manos
en los bolsillos, calentándose la espalda ante una estufa eléctrica. Ritchie-Smollet se
dirigió a él sin utilizar todo su entusiasmo habitual.
—Ah, Grant. Éste es Lanark, que tiene noticias para nosotros.
—Noticias del consejo, sin duda —dijo Grant con un énfasis sarcástico—. Llevo
esperando más de una hora.
—Recuerde que el resto de nosotros no poseemos su don para calcular el curso
del tiempo. Puede que el preboste esté en la cripta; iré a echar una mirada.
Ritchie-Smollet se marchó por una puerta del rincón. Grant y Lanark se miraron
el uno al otro. Grant parecía tener unos treinta años aunque tanto sus mejillas como
su frente mostraban algunas profundas arrugas verticales. Llevaba el pelo corto y
cuidadosamente peinado y vestía un elegante traje azul y una corbata roja.
—Le conozco —dijo—. Usted solía frecuentar el viejo café Élite con la pandilla
de Sludden cuando yo era joven.
—No por mucho tiempo —dijo Lanark—. ¿Cómo puede calcular la hora? ¿Tiene
reloj?
—Tengo pulso.
—¿Cuenta los latidos de su corazón?
—Aproximadamente. Todos los que trabajábamos en locales cerrados acabamos
desarrollando ese talento cuando fallaron los viejos sistemas temporales.
—¿Tiene una tienda[4]?
—Estoy hablando de fábricas. Talleres. Yo soy de los que hacen cosas, no de los
que las venden.

Lanark se sentó cerca de la estufa. La voz de Grant le ofendía. Hablaba en un tono


bastante alto y penetrante y estaba claro que era un hombre acostumbrado a dirigirse
a las multitudes sin la ayuda de los aparatos que permiten hablarle en voz baja y

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suave a millones de personas.
—¿Dónde está Polifemo? —preguntó Lanark.
—¿Eh?
—He oído decir que alguien llamado Polifemo estaba aquí.
Grant sonrió.
—Sí, aquí estoy —dijo Grant—. Smollet suele llamarme así.
—¿Por qué?
—Polifemo era el ogro tuerto de una vieja historia. Yo me paso la vida
recordándole al comité un hecho que preferirían olvidar, por lo que, según ellos, sólo
sé ver las cosas desde una perspectiva.
—¿Y qué hecho es ése?
—Que ninguno de ellos sabe hacer cosas.
—¿Quiere decir que no son obreros?
—No, quiero decir que no saben crear. Hay muchos obreros que no crean nada
salvo riqueza. No producen comida, combustible, casas ni ideas útiles; su trabajo no
es más que una forma de aumentar su poder sobre la gente que sí crea todas esas
cosas.
—Y usted, ¿qué crea?
—Casas. Soy administrador del grupo Volstat-Mocasa.
—Todos esos grupos… —dijo Lanark con voz pensativa—. Volstat, Algolágnicos
y el resto… ¿Son lo que la gente llama la criatura?
—Ése es el nombre que le damos algunos. El dinero del consejo proviene de ahí,
al igual que ocurre con el instituto, por lo que prefiere hacerse llamar la fundación.
—Estoy harto de esos vagos nombres altisonantes detrás de los que se oculta el
poder —dijo Lanark con impaciencia.
—Y, por lo tanto, prefiere no pensar en ellos —dijo Grant, meneando la cabeza
comprensivamente—. Eso es típico de los intelectuales. El instituto les ha comprado
y vendido tantas veces que les da vergüenza pronunciar en voz alta el nombre de sus
amos.
—No tengo amos. Odio al instituto. Y en cuanto al consejo, no puedo decir que
me guste.
—Pero le ayudó a venir hasta aquí, así que aún le consideran útil.
—¡Paparruchas! —exclamó Lanark—. Normalmente las personas se ayudan unas
a otras, siempre que eso no les cause demasiados problemas.
—Fúmese un cigarrillo —dijo Grant, ofreciéndole un paquete.
A medida que Lanark iba irritándose él parecía volverse cada vez más y más
amistoso.
—Gracias, no fumo —dijo Lanark, calmándose un poquito.

—¿Podría decirme qué es exactamente la criatura? —le preguntó Lanark pasados

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unos minutos.
—Una conspiración que se apodera de todo y lo manipula para obtener
beneficios.
—¿Se refiere a los ricos?
—Sí, pero a no a aquéllos cuya riqueza consiste en monedas y billetes de banco…
Ese tipo de riqueza no es más que cuentas de colores utilizadas para hacer que
quienes fabrican cosas sean dóciles y obedientes. Los propietarios y los
manipuladores tienen formas más sutiles de atesorar la energía. Se pagan a sí mismos
con tiempo: tiempo para pensar y hacer planes, tiempo para examinar lo que es
necesario desde cierta distancia.
Un viejo apoyado en un bastón y un joven con turbante entraron en la habitación
y se quedaron hablando en voz baja junto a la columna. Grant había estado hablando
de una forma tranquila y desapasionada pero, de repente, empezó a dar señales de
pasión.
—Lo que más odio es su falsedad y el disimulo con que actúan. El instituto divide
a poblaciones enteras en ganadores y perdedores y se llama a sí mismo cultura. Su
consejo destruye todas las formas de vida que no les proporcionan beneficios y se
llama a sí mismo gobierno. Fingen que la cultura y el gobierno son poderes supremos
e independientes cuando no son nada más que guantes que cubren las manos de
Volstat, Quantum, Cortexin y Algolágnicos. Y creen realmente que son la fundación.
Creen que su codicia es la que mantiene con vida a los continentes. No la llaman
codicia, claro está, sino beneficios o (entre ellos, cuando no necesitan engañar a
nadie) grandes negocios[5]. Están seguros de que sus beneficios son lo único que
permite que la gente cree cosas y siga comiendo.
—Quizá sea cierto.
—Sí, porque ellos hacen que lo sea. Pero no tendría por qué ser así. Los viejos
recuerdan los tiempos en que, inesperadamente, los creadores de cosas llegaron a
producir una cantidad de objetos suficiente para todos. Todas las cosechas fueron
buenas, no hubo ninguna mina que se agotara y ninguna máquina que se averiase,
pero la criatura arrojó montañas de comida al océano porque los hambrientos no
podían pagarla a un precio que diera beneficios, y los niños del zapatero tuvieron que
ir sin zapatos porque su padre había fabricado demasiados. ¡Y los creadores de cosas
aceptaron todo eso igual que si fuera un terremoto! Se negaron a comprender que
podían hacer lo que cada uno necesitaba y que podían mandar al Infierno los
beneficios. No habrían tenido más remedio que acabar entendiéndolo, claro está, si el
consejo no hubiera decidido utilizar la guerra…
—¿Y en qué les ayudó eso?
—Dado que la criatura no podía seguir enriqueciéndose vendiéndole objetos de
primera necesidad a la gente que los fabricaba, le vendió objetos destructivos al
consejo. Entonces empezó la guerra y todos esos objetos destructivos fueron
utilizados para acabar con los artículos de primera necesidad. Y la criatura obtuvo

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beneficios encargándose de sustituir ambas clases de objetos.
—¿Y contra quién libró la guerra el consejo?
—Se escindió en dos bandos y luchó consigo mismo.
—¡Pero eso es como suicidarse!
—No, es la conducta habitual. La mitad eficiente se come a la mitad menos
eficiente y se vuelve más fuerte. La guerra es tan sólo una forma violenta de
conseguir aquello que la mitad de la gente hace sin disturbios en las épocas de paz:
utilizar a la otra mitad como alimento, para obtener calor, como maquinaria y para
lograr placer sexual. El hombre es el pastel que se hornea y se come a sí mismo, y la
receta es separación.
—Me niego a creer que los hombres se maten unos a otros sólo para conseguir
que sus enemigos se enriquezcan.
—¿Cómo pueden reconocer a sus auténticos enemigos cuando sus familias,
escuelas y empleos les enseñan a luchar entre ellos y a creer que la ley y la decencia
provienen de los profesores?
—No dejaré que mi hijo reciba tales enseñanzas —dijo Lanark con firmeza.
—¿Tiene un hijo?
—Todavía no.

La casa capitular se había llenado de gente que conversaba en grupos y Ritchie-


Smollet iba entre ellos recogiendo firmas en un gran libro. Había muchos jóvenes con
ropas abigarradas, viejos hombres de aspecto excéntrico vestidos con trajes de
mezclilla y una gran confusión de personas catalogables entre esos dos extremos.
Lanark llegó a la decisión de que si ése era el nuevo gobierno de Unthank no le
parecía demasiado impresionante. Sus modales eran o demasiado chillones y
vehementes o demasiado lánguidos y aburridos. Algunos llevaban la marca del
consejo sobre sus frentes, pero ninguno mostraba la tranquila fuerza contenida de
hombres como Ozenfant, Monboddo o Munro.
—¿Podría hablarme de este comité? —le preguntó Lanark.
—Iba a llegar a ello. La guerra terminó con la criatura y sus órganos más
firmemente instalados en el poder que nunca. Naturalmente, había muchos daños que
reparar, pero eso sólo consumió la mitad de nuestro tiempo y energía. Si la industria y
el gobierno hubieran estado dirigiéndonos con la vista puesta en el bienestar común
(tal y como fingen hacer) los continentes se habrían convertido en jardines, jardines
de espacio y luz donde todo el mundo tendría el tiempo necesario para cuidar de sus
amantes, sus hijos y sus vecinos sin verse obligado a vivir en grandes aglomeraciones
y atormentarlos. Pero esos cuerpos inmensos sólo cooperan para aplastar y matar. Y,
una vez más, el consejo empezó a nutrir a la criatura dividiendo el mundo en dos y
preparando una guerra. Pero se encontró con problemas inesperados…
—¡Pare! Lo está simplificando todo —dijo Lanark—. Habla como si no hubiera

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más que un solo gobierno, pero hay muchas clases de gobiernos y algunos son más
crueles que otros.
—Oh, sí —dijo Grant moviendo la cabeza—. Una organización que abarca a todo
un planeta debe dividirse en muchos departamentos. Pero si cree que el mundo se
divide en gobiernos buenos y malos, es usted otra víctima de la publicidad del
consejo.
—¿Cuáles fueron esos problemas inesperados del consejo?
—La criatura le proporcionó nuevas armas tan poderosas que bastaba con usar
una pequeña cantidad de ellas para destruir el mundo. La mayor parte de la gente
acepta el hecho de que ha de morir sin quejarse demasiado, pero la muerte de sus
hijos es algo que les deprime. El consejo intentó fingir que las nuevas armas no eran
armas sino hogares donde todo el mundo podría vivir a salvo y sin problemas, pero
pese a ello una oleada de protestas se fue extendiendo por todas partes, llegando
incluso a los pasillos del consejo. Muchos que jamás habían soñado en la posibilidad
de gobernarse a sí mismos empezaron a quejarse en voz alta. Nuestro comité está
formado por algunas de esas personas.
—Y esas quejas, ¿tuvieron algún efecto positivo?
—Quizá sí. La criatura sigue invirtiendo tiempo y energía en grandes armas y se
las vende al consejo, pero las últimas guerras se han librado con armas de menor
tamaño y se han mantenido limitadas a los continentes menos industrializados.
Mientras tanto, la criatura ha inventado formas pacíficas de arrebatarnos nuestro
tiempo y energía. Nos utiliza para que fabriquemos artículos de primera necesidad
defectuosos, por lo que se estropean con rapidez y tienen que ser sustituidos. Soborna
al consejo para que destruya los objetos baratos que no dan beneficio y los sustituya
con nuevos objetos caros que sí lo dan. Nos paga para fabricar cosas inútiles y
emplea a científicos, médicos y artistas para convencernos de que son
imprescindibles.
—¿Podría darme ejemplos?
—Sí, pero nuestro preboste quiere hablar con usted.

Lanark se puso en pie. Un hombre delgado y bien vestido con una espesa cabellera
gris se abrió paso por entre la multitud y estrechó su mano.
—Siento no haberte alcanzado en las escaleras, Lanark —le dijo—. Ibas
demasiado rápido para mí… No te preocupes, Rima está bien.
La voz le resultaba familiar. Lanark clavó los ojos en aquel rostro extraño de ojos
brillantes y expresión algo cansada.
—Se encuentra muy bien —le dijo el preboste como para tranquilizarle—. De
hecho, está francamente animada. Me alegra que pudieras acompañarla. Siempre he
pensado que eras una persona en la que se puede confiar… Frankie nos avisará en
cuanto empiecen las contracciones.

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—Sludden —dijo Lanark.
—¿No me habías reconocido? —dijo el preboste con una risita—. Bueno, todos
hemos cambiado, ¿verdad?
—¿Qué tal está tu prometida? —le preguntó Lanark secamente.
—¿Gay? —dijo Sludden, con cierta tristeza—. Esperaba que tú pudieras darme
alguna noticia suya. El matrimonio no funcionó. Me temo que fue culpa mía; la
política es una terrible fuente de tensiones matrimoniales. Se unió al instituto. Lo
último que supe de ella fue que había pasado a trabajar para el consejo. Si no la viste
por los pasillos, lo más probable es que esté con algún grupo de la fundación, puede
que con Cortexin. Tenía bastante talento para las comunicaciones.
Lanark estaba aturdido y sentía una extraña debilidad. Quería odiar a Sludden,
pero no se le ocurría ninguna razón que lo justificara.
—Vi a Nan y a su niña —le dijo con voz acusadora.
—Rima me ha hablado de ello. Me alegra que estén bien —dijo Sludden,
sonriendo y moviendo la cabeza.
—El comité está reunido —dijo Ritchie-Smollet—. Por favor, tomen asiento.

Los presentes fueron hacia las paredes y ocuparon sus puestos. Sludden se instaló
en una silla con el respaldo y los brazos cubiertos de tallas. Ritchie-Smollet guió a
Lanark hasta un asiento situado a la derecha de Sludden y se puso a su izquierda.
Grant tomó asiento a la derecha de Lanark.
—Silencio, por favor —dijo Ritchie-Smollet—. El secretario interno no ha
podido venir así que, una vez más, debemos dar por leídas las actas de la última
reunión. No importa. La razón de que se haya convocado la reunión actual es… Pero
será mejor que eso lo explique nuestro presidente, el preboste Sludden. Le cedo la
palabra.
—Tenemos el privilegio de contar entre nosotros con la presencia de un antiguo
ciudadano de Unthank que ha trabajado hasta hace muy poco para el instituto bajo la
dirección del famoso (quizá debería decir infame). Ozenfant —dijo Sludden—.
Lanark, que está sentado junto a mí, ha decidido volver aquí por voluntad propia, lo
cual sin duda sirve para atestiguar hasta dónde llega el encanto de Unthank, siempre
dispuesta a acoger al viajero con los brazos abiertos, pero que demuestra también la
fortaleza de su patriotismo.
Sludden hizo una pausa.
—¡Muy bien, muy bien! —exclamó Ritchie-Smollet y aplaudió.
—Tengo entendido que ha hablado personalmente con Monboddo —dijo
Sludden.
—¡Qué vergüenza! —gritó una voz desde detrás de la columna.
—Cierto, Monboddo no cuenta con amigos entre los aquí presentes, pero la
información sobre cuáles son los planes del consejo para Unthank es difícil de

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obtener, por lo que daremos la bienvenida a cualquier fuente que pueda arrojar algo
de luz sobre el tema. Además, aquí está Grant, al que todos conocemos más que de
sobra.
—¡Viva los obreros, Poli! —gritó una voz desde detrás de la columna.
—Grant cree tener noticias importantes que comunicarnos. No sé de qué se trata
pero supongo que podrá esperar hasta que hayamos oído a nuestro orador invitado,
¿no?
Sludden miró a Grant, quien se encogió de hombros.
—Así pues, llamo a Lanark para que ocupe el estrado.

Lanark se puso en pie, francamente aturdido.


—No estoy muy seguro de qué… —dijo—. No soy ningún patriota. Unthank no
me gusta, lo que me gusta es el sol. He venido aquí porque me dijeron que Unthank
sería borrada del mapa y engullida dentro de pocos días, y quien estuviera aquí y
tuviera pasaporte del consejo sería transferido a una ciudad más soleada.
Volvió a sentarse. Después de un breve silencio, Ritchie-Smollet tomó la palabra.
—¿Quién le dijo eso? ¿Monboddo?
—No, uno de sus secretarios. Un hombre llamado Wilkins.
—Tengo que protestar muy seriamente ante el tono de las observaciones
proferidas por el último orador —gritó un hombre corpulento de grueso cuello cuya
voz era dos veces tan penetrante como la de Grant—. Aunque presume abiertamente
de no ser amigo de Unthank, nuestro preboste le ha presentado como si fuera una
especie de embajador. ¿Y qué noticias nos trae este embajador? Cotilleos. Nada salvo
cotilleos. La montaña se ha esforzado y ha dado a luz a un pequeño y molesto roedor.
Pero ¿cuál es la tendencia del discurso pronunciado por quien se autoproclama
enemigo de la ciudad que le crió? Nos dice que después de algún vago pero
inminente apocalipsis quienes tengan un pasaporte del consejo serán transferidos a
una tierra más agradable, mientras que la mayoría es engullida, sea eso lo que sea.
Sin embargo, yo tengo algo que añadir a sus palabras. Yo, al igual que algunos otros
miembros del comité y que el orador, poseo un pasaporte del consejo. El objetivo de
sus afirmaciones está muy claro: sembrar la desconfianza entre nuestros hermanos y
crear la disensión y el desánimo entre nuestras filas. Permitidme que os asegure una
cosa: este doble agente mesiánico no triunfará. Quienes mejor pueden luchar contra el
consejo son hombres como Scougal y como yo. Amamos a nuestro pueblo. Nos
hundiremos con Unthank, o saldremos a flote con ella. Mientras tanto, propongo que
el comité combata la tendencia desmoralizadora que late en la parrafada del orador
invitado fingiendo no haberla oído.
—¡Oh, Gow, vamos, no ha sido ninguna parrafada! —dijo Ritchie-Smollet con
voz suave—. Lanark se ha limitado a pronunciar cuatro frases. Las he contado.
Deberíamos oír un poco más antes de decidir que no debemos hacerle caso, ¿no

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crees? Wilkins dijo que Unthank sería borrada del mapa y engullida. ¿Indicó por qué?
—Sí —dijo Lanark—. Según él, ya no daba beneficios y borrarla del mapa haría
que se consiguiera recuperar cierta energía. Dijo que su gente estaba acostumbrada a
comerse pueblos y aldeas, pero que Unthank sería su primera gran ciudad desde
Cartago.
Carcajadas que casi parecían aullidos se alzaron desde varios puntos de la sala.
—¿Cartago? —gritó una voz oculta por la columna—. ¿Qué hay de Coventry?
Y otras voces gritaron: «¡Leningrado!». «¡Berlín!». «¡Varsovia!». «¡Dresde!».
«¡Hiroshima!».
—También me gustarría mencionarr a Münster en 1535, Constantinopla en 1453
y 1204, y a Jerrusalén más frrecuentemente de lo que uno querrría rrecordarr —dijo
una dama de cabellos blancos que hablaba muy despacio.
—¡Por favor, por favor! ¡Un poco más de moderación! —gritó Ritchie-Smollet—.
Esas desgraciadas racionalizaciones se produjeron cuando el consejo estaba escindido
en dos bandos o amenazado por extremismos sectarios. Estoy seguro de que Lanark
no miente cuando nos cuenta lo que oyó. Sugiero que su informador quería hacerle
llegar a conclusiones equivocadas.
—La destrucción de una ciudad moderna por medios pacíficos sería algo nuevo
—dijo Sludden con voz pensativa—. Tendría que ser una ciudad que careciera de
todo gobierno real. Y la criatura tendría que proporcionarles un montón de
maquinaria nueva y muy potente. Y la destrucción tendría que ser aprobada por una
reunión plenaria del consejo, una reunión donde Unthank estuviera representada.
—Wilkins dijo que una reunión de los delegados del consejo aprobaría la acción
dentro de ocho días —dijo Lanark—. De eso ya hace cierto tiempo. La criatura le ha
proporcionado grandes conductos de succión a algo llamado el proyecto de
expansión. Yo vi uno de esos conductos. En cuanto al gobierno, ése es un tema que
ustedes conocen mejor que yo.
—¡Todo eso son tonterías! —gritó Gow—. En todo Unthank no hay nadie que se
oponga con mayor entusiasmo al consejo que yo. Soy el miembro más antiguo y
activo del comité y he estado luchando contra él desde la última guerra mundial, y
jamás habíamos logrado arrancarle concesiones tan enormes como las que hemos
conseguido recientemente. Hasta hace poco tanto nuestras carreteras como nuestros
edificios llevaban un siglo de retraso. ¡Fijaos en ellos ahora! Autopistas modernas.
Rascacielos. Un centro de la ciudad repleto de grandes bloques de oficinas. Sin la
ayuda del consejo nos habría resultado imposible hacer nada de todo eso. ¡Y, sin
embargo, él sugiere que el consejo está haciendo planes para aplastarnos!
—Todos esos nuevos avances no me parrecen demasiado imporrtantes —dijo la
dama de los cabellos blancos—. La mitad de los beneficios obtenidos con la
constrrucción de nuevos edificios van a parrar a la crriaturra. Una ciudad vive de su
industrria y la nuestrra sigue en decadencia. Perro no podemos darr porr sentado lo
peorr basándonos en la palabrra de un solo hombrre. Necesitamos documentos que la

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corrroborren.
—No es que desee rebajarme llegando al nivel del insulto personal pero… —dijo
Gow.
—Discúlpame, Gow, pero creo que Jack está pidiendo la palabra —dijo Sludden,
señalando al ayudante de Ritchie-Smollet, que hacía señas desde un rincón.
—Cuando estaba limpiando el traje del orador invitado me di cuenta de que en su
bolsillo había un documento del consejo —dijo Jack—. Quizás eso pueda aclararnos
cuál es la situación actual.
Lanark sacó el periódico que había estado hojeando en la cafetería del consejo.
Sludden lo cogió y empezó a leerlo.
—No me gusta usar un lenguaje insultante —dijo Gow—, pero el bienestar de la
comunidad me obliga a ello. Este orador invitado al que acabamos de oír, este teórico
plenipotenciario, no es un desconocido…, al menos, no lo es para mí. Le vi hace poco
cuando formaba parte de una delegación que visitó al consejo, y durante esa misión
yo mismo vi a este tal Lanark husmeando alrededor del trono de Monboddo
acompañado por esa amiguita suya de los cabellos largos, cargando con su mísera
mochilita, y no me importa deciros que no causó una impresión demasiado favorable
entre los poderes fácticos del consejo. Y, suponiendo que hubiera un complot para
acabar con la ciudad, ¿creéis que semejante tipo podría estar enterado de sus
pormenores?
—¡Dale duro, Gow! —gritó una voz desde detrás de la columna.
Lanark dejó escapar un leve jadeo y se puso en pie. «¡Calma, calma!», le oyó
decir a Grant, pero el creciente malestar que le atenazaba el estómago no tenía nada
que ver con la discusión.
—Mi posición no tenía nada de especial y nadie me hizo partícipe de ningún plan.
Wilkins no parecía considerar que tales planes fueran un gran secreto; dijo que sólo
una revolución podría alterarlos. No me importa que me crean o no.
Y se fue hacia la puerta por la que había entrado.

Antes de que llegara a ella Sludden gritó: «¡Espera, creo que todo el mundo debe oír
esto!», por lo que Lanark se detuvo junto a la columna.
—Esto apareció en la sección de cronología del Pasillo Occidental —dijo
Sludden—:

Nadie salvo un fanático osaría sugerir que el


problema del tiempo sea un asunto moral, pero en
momentos como éste, cuando las fronteras de los
continentes más estables parecen estarse perdiendo en
la niebla inter-calendárica, parece probable que una
escala temporal manejable requiera una proporción de

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decencia más alta que la imaginada hasta ahora por la
ciencia de la cronología. Decencia es un término más
bien vago, y de momento la utilización que hacemos de
él no pretende sugerir más que un poco de hermandad
entre colegas de una posición igual o prácticamente
equivalente.
La autoridad del consejo ha dependido siempre del
apoyo prestado por la criatura, y hasta épocas muy
recientes la impresión general era que las conexiones
de Monboddo con el grupo Algolágnicos-Cortexin se
limitaban a ratificar su posición como presidente. Sin
embargo, las últimas revelaciones hechas por el
apasionado Ozenfant, jefe del departamento energético,
demuestran que las últimas entregas de energía
procedentes de la criatura han sido absorbidas por el
gabinete del presidente excluyendo de una forma
prácticamente absoluta a los canales normalmente
empleados por la red de energía. Aunque el respeto
hacia el presidente director y el respeto hacia la hora
decimal no guardan ninguna conexión lógica, parecen
nutrirse irracionalmente el uno del otro en un estado de
confianza irracional. Por los pasillos del consejo han
corrido ciertos rumores y ha cundido la alarma, pues se
dice que la nueva escala temporal ha rebasado todos los
límites de la razón y el problema quizá ya no pueda
resolverse racionalmente. Sólo una cosa está clara.
Desmantelar con la mayor rapidez posible cierto
distrito oscuro y decadente, algo que en el pasado
parecía un osado acto de racionalización susceptible de
ser discutido, se ha convertido en un asunto de la más
apremiante necesidad.

—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó Gow—. Hay cientos de distritos
oscuros y decadentes. ¿Qué razón tienes para pensar que han escogido Unthank?
—He venido aquí para responder precisamente a eso —dijo Grant—. Hace ya
casi dos días un camión cisterna de Cortexin y un transporte de Algolágnicos
chocaron en el cruce. En estos momentos todo el tráfico ha sido desviado hacia
Imber. Tenemos comida para tres días más. Por «día» me refiero al anticuado día
solar de veinticuatro horas, con aproximadamente mil setecientos latidos por hora.
—¡Vamos, Grant, no pierdas la calma! —dijo Ritchie-Smollet—. ¿Acaso estás
sugiriendo que esos vehículos fueron destruidos por obra de un plan criminal

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concebido por Algolágnicos y el consejo? Eso es un puro y simple delirio paranoico.
El consejo ya ha enviado expertos para que se ocupen de reparar los daños.
—Provocar accidentes en una autopista es algo que no requiere ningún complot
—dijo Grant—. Es algo que se produce continuamente. Cuando ocurren a las puertas
del consejo son resueltos de inmediato. ¿Por qué tardan tanto con nosotros?
—Porque no estamos a las puertas del consejo. Desde el punto de vista del
consejo somos una provincia remota que carece de importancia, pero eso no quiere
decir que quieran acabar con nosotros. El encargado de tráfico del consejo ha hablado
conmigo por teléfono. Sus equipos de emergencia están trabajando en la planta de
clonación de Cortexin, reparando un desequilibrio de la producción. Si no logran
estabilizarla la mitad de Atlántida Oeste acabará hundiéndose. Pero está moviendo
cielo y tierra para que los equipos adecuados vengan aquí rápidamente. Eso es lo que
me dijo. Le conozco. Es un hombre honrado.
—¿Es que no has visto cómo trabaja el consejo en épocas de paz? —le preguntó
Grant—. Nunca se porta mal. Por ejemplo, nunca destruye una comarca de bosques y
granjas: lo que hace es permitir que la criatura convierta bosques enteros en papel
para que no haya más raíces capaces de almacenar el agua. Y cuando llega una
tormenta más fuerte de lo habitual (cosa que tarde o temprano siempre acaba
sucediendo), medio millón de personas se ahogan o mueren en la hambruna
ocasionada por la tormenta, y el consejo ayuda a los supervivientes, y los equipos de
auxilio organizan la industria de la zona según los criterios que la criatura encuentra
más beneficiosos. Estoy seguro de que tu encargado de tráfico desea sinceramente
que el cruce quede despejado. Estoy seguro de que sus expertos, gente sincera y
honrada, tienen trabajo más urgente que hacer. Y estoy seguro de que dentro de tres
días, cuando nuestra administración se derrumbe y la población se convierta en una
horda famélica de alborotadores, el consejo presentará un encantador programa de
emergencia y evacuará a toda Unthank por el orificio que la criatura le ofrezca.
A esto siguió un largo silencio.
—Lo cierrto —dijo la dama de los cabellos blancos—, es que a cada segundo que
pasa todos los cirrcuitos nerrviosos averriados del nuevo modelo de la Algolácnicos
se convierrten en objetos más y más peligrrosos. Primerro tendrremos sólo las
vibraciones, perro en cuanto hayan pasado dos días de la vieja escala temporral, la
sublimación prroducirrá vaporres rradioactivos de un tipo desacostumbrradamente
letal que se extenderrán muy rrápidamente.
—¿Y por qué no intentamos resolver el problema nosotros mismos? —preguntó
Lanark con impaciencia.
—No tenemos equipos protectorres. Sin ese equipo no hay nada que pueda vivirr
a sesenta metrros de tales objetos.
—¿Son muy pesados? —preguntó Lanark—. ¿No podrían inundar la carretera y
hacer que el agua se los llevara?
—Las mangueras especiales —le dijo Grant a Sludden—. Podemos abrir una de

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las alcantarillas para tormentas y ordenarle a la brigada contra incendios que barra
esas cosas con las mangueras.
—¡Imposible! —gritó Gow—. Incluso si Unthank se encuentra bajo tal amenaza,
cosa que no admito ni por un momento, hacer que bomberos no cualificados lleven a
cabo el peligroso trabajo de unos expertos en circuitos nerviosos bien entrenados es
un flagrante desafío a todos los procedimientos normales y democráticos. Estoy
seguro de que nuestro preboste no se dejará engañar por las jeremiadas del orador
invitado y los delirios del hermano Grant. Una vez más vemos cómo los extremistas
de la derecha y de la izquierda se combinan en una obscena alianza contra cuanto de
estable hay…
—Hay que derramar sangre —dijo una voz ronca desde detrás de la columna—.
Lo siento, no veo otra solución.
—¿Y de quién será esa sangre que debe derramarse, Scougal? —preguntó
suavemente Ritchie-Smollet—. ¿Y cuándo se derramará, y dónde, y por qué va a ser
derramada, Scougal?
—Siento mucho que mis palabras hayan causado tal inquietud —dijo aquella voz
ronca—. Pido disculpas. Pero hay que derramar sangre, no veo otra solución.
Lanark fue hacia la puertecita, la abrió, agachó la cabeza y cruzó el umbral.

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CAPÍTULO XXXVII

La llegada de Alexander
Al no encontrar ningún interruptor tuvo que subir por la angosta escalera de caracol a
oscuras, tanteando la pared con la mano a medida que se acercaba a la buhardilla. Sus
dedos acabaron encontrando un gran cerrojo de madera. Lo descorrió, empujó la
puerta con cierta dificultad y se encontró fuera de la torre, con unas cuantas estrellas
brillando sobre su cabeza. O había salido de la casa capitular por una escalera
equivocada o había salido de las escaleras por la puerta que no era, pues estaba en un
angosto desagüe situado entre dos tejados que hacían pendiente. Oyó el tenue ruido
del agua corriente y el tintineo de los platos en la cocina, por lo que la buhardilla
debía estar cerca. Por la posición del desagüe estaba claro que también se utilizaba
como pasarela de acceso, así que fue avanzando por él hacia la fuente del ruido y
llegó a un parapeto de piedra desde el que se veía una plaza de la ciudad. La plaza
estaba casi desierta, salvo por un par de figuras minúsculas que pasaban por ella. Las
casas de enfrente eran todas del tipo antiguo, con tiendas en la planta baja y algunas
de las ventanas superiores estaban tapadas por cortinas detrás de las que se veía
brillar la luz. Le parecieron tan agradablemente familiares que se las quedó mirando,
perplejo. Unthank era la única ciudad que recordaba, pero siempre había deseado
vivir en un sitio más luminoso: ¿qué razón había para que ahora le gustase tanto? El
ruido del cruce se había vuelto claramente audible, y lo mismo sucedía con los
sonidos de la cocina que brotaban de la puerta de un pequeño ático situado a su
espalda. Llamó a esa puerta y Frankie le abrió un momento después. Lanark sintió tal
placer que la cogió por la cintura y besó sus sorprendidos labios. Frankie tardó unos
momentos en rechazarle, riéndose y diciendo:
—Apasionado, ¿eh?
—¿Qué tal está?
—Cuando la dejé estaba durmiendo pero he mandado llamar a la enfermera, por
si acaso.
—Gracias, Frankie. Eres una buena chica.
Pasó bajo las arcadas y entró en el pequeño cubículo sin hacer ruido. Rima le
sonrió con dulzura desde su almohada. Lanark le dijo: «Hola», y tomó asiento en un
cojín que había junto a la cama.
—Las contracciones ya han empezado —murmuró ella.
—Estupendo. La enfermera no tardará en llegar.
Le cogió la mano por debajo de las sábanas. Una señora bastante robusta entró en
el cubículo y le miró, frunciendo el ceño, inclinándose después sobre Rima con una
gran sonrisa en los labios.
—¡Así que vas a tener un bebé! —le dijo, hablando con esa voz lenta y estentórea

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que algunas personas utilizan cuando hablan con los retrasados mentales—. ¡Un bebé
igualito al que tuvo tu mamá cuando tú naciste! ¿Verdad que es maravilloso?
—No pienso dirigirle la palabra —le dijo Rima a Lanark. Un instante después
tragó aire y pareció concentrarse en algo.
—¡Muy bien! —dijo la enfermera, como si intentara consolarla—. La verdad es
que no duele nada, ¿eh?
—¡Dile que me duele mucho la espalda! —jadeó Rima.
—Le duele la espalda —dijo Lanark.
—Bueno, bueno, ¿de verdad quieres que tu esposo se quede aquí? Hay hombres a
los que estas cosas les resultan muy, muy difíciles de aguantar.
—¡Dile que se calle! —murmuró Rima y un instante después, con voz llena de
amargura, añadió—: Dile que he mojado la cama.
—No es lo que crees —dijo la enfermera—. Es algo totalmente natural.
Le dio la vuelta al colchón y cambió las sábanas mientras que Rima permanecía
sentada sobre un almohadón envuelta en una manta.
—Voy a tener una niña —dijo Rima.
—Oh —dijo Lanark.
—No quiero tener un niño.
—Pues yo sí.
—¿Por qué?
—Porque así, tanto si es niño como niña, uno de nosotros le querrá.
—Siempre has de llevarme la contraria, ¿eh?
—Lo siento.
Rima volvió a la cama, frunció el ceño, apretó los dientes y se estuvo esforzando
durante un rato, apretándole la mano con mucha fuerza; después acabó relajándose.
—¡Dile que haga algo para que deje de dolerme la espalda! —gritó desesperada.
—Las cosas tienen que empeorar antes de que puedan mejorar, ¿no? —le dijo la
enfermera intentando calmarla. Estaba bebiendo té de un termo.
—¡Ja! —gruñó Rima.
Apartó la mano de Lanark, sacó los puños de las sábanas, apretándolos con
fuerza, y volvió a tensar sus músculos, el rostro cubierto de sudor. Durante un largo
rato los períodos de inquieto reposo fueron seguidos por breves lapsos de silencioso,
apremiante y decidido esfuerzo.

Y por fin Rima alzó las rodillas, separando las piernas al máximo.
—¿Qué está pasando? —preguntó secamente.
La enfermera apartó las sábanas. Lanark se apoyó en la pared, junto a la cabecera
de la cama, y contempló la roja abertura que se iba ensanchando por entre los muslos
de Rima.
—¡Mi espalda! ¡Mi espalda! —gritó Rima dejando escapar un jadeo—. ¿Qué está

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pasando?
—Ya viene. Puedo verle la cara —dijo Lanark, pues le había parecido ver un
rostro minúsculo que luchaba por salir de la abertura, un rostro que tenía doce
centímetros de alto y apenas dos centímetros de ancho, con la nariz tan delgada como
un cordel y terminando en un absurdo plieguecito de carne, flanqueada por dos ojos
que se hundían en profundas arrugas verticales.
La boca era un tenso círculo y la enfermera no paraba de meterle el dedo dentro,
seguramente para ayudarle a respirar. Un instante después la boca se abrió formando
un óvalo dentro del que había algo achatado, y el óvalo creció hasta llenar toda la
hendidura, y aquella cosa achatada era una cúpula que iba saliendo del agujero, y la
cúpula era una cabeza que la enfermera agarró con la mano. Después el universo
pareció ir más despacio, sumiéndose en el silencio y poco a poco, sin el más mínimo
ruido, una enfurecida personita de piel muy pálida fue alzada por los aires arrastrando
tras ella un cable de carne. Tenía pene, y sus codos y sus rodillas estaban flexionados,
y apretaba los puños, cerrando los ojos, mientras que su boca abierta emitía un
inaudible grito de furia. Rima, cuyo rostro parecía haber sido azotado por una
tormenta, se volvió hacia él con una lenta sonrisa en la que se mezclaban el amor y el
reconocimiento. La personita se volvió roja, abrió un ojo, luego otro, y después de
algunos hipidos su grito se convirtió en un vacilante sonido que indicaba una
considerable irritación. El universo volvió a la velocidad habitual. La enfermera le
entregó el bebé a Rima.
—Vaya a buscar dos platos de sopa a la cocina —le ordenó secamente a Lanark.
—¿Por qué?
—Haga lo que le he dicho.

Lanark corrió bajo las arcadas oyendo los sonidos de un servicio religioso que se
celebraba en el suelo de la catedral. La distante voz de un sacerdote canturreaba con
un fuerte acento escocés de las tierras bajas:
—… tú dispones ante mí una mesa en presencia de mis enemigos, derramas el
óleo sobre mi cabeza y mi cáliz rebosa…
Jack estaba sentado en la cocina escuchando a Ritchie-Smollet, quien se apoyaba
sobre la mesa.
—Yo habría aconsejado obrar con más cautela, pero hemos quemado nuestras
naves y debemos seguir adelante. ¡Ah, Lanark! ¿Qué tal le van las cosas?
—Estupendamente. ¿Puede darme dos platos de sopa, por favor?
—¡Felicidades! ¿Niño o niña? ¿Qué tal está la madre? —le preguntó Ritchie-
Smollet, cogiendo dos platos de una pila.
—Gracias. Un chico. Parece estar bien.
—Uno se ha convertido en dos: el primero de los milagros, y el mejor, ¿verdad?
Espero que me permitirá gozar del privilegio de bautizar al pequeño, ¿eh?

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—Le hablaré de ello a su madre, pero creo que no es muy religiosa —dijo Lanark,
yendo hacia la puerta.
—¿Está seguro? No importa. Vuelva cuando pueda y beberemos a su salud. Creo
que tenemos algo de jerez para cocinar en la despensa.

El cubículo parecía estar lleno de mujeres. Rima estaba dándole de mamar al bebé.
Frankie vertía el agua de una olla en una palangana.
—Estupendo, ya puede marcharse —le dijo la enfermera, cogiendo los platos.
—Pero yo…
—Aquí dentro apenas si podemos movernos, no hay sitio para usted.
Lanark observó envidiosamente a su hijo durante un momento y acabó
marchándose, pero no hacia la cocina, pues no deseaba tener compañía. Sintió el
repentino anhelo de entregarse a alguna actividad que requiriese un vigoroso esfuerzo
físico, correr o trepar a algún sitio alto. Encontró una escalera de caracol situada junto
al órgano y subió rápidamente por ella hasta emerger en otro pasaje bañado por la luz
de las estrellas. Fue por él, soportando el frío viento, y llegó a otra puertecita. La
abrió y entró en una gran habitación cuadrada, oscura y polvorienta, iluminada por
linternas sordas esparcidas a lo largo del suelo. Una escalera de hierro colocada en el
centro subía hacia el techo y seis Gusanos Casanovas estaban fumando dentro de
sacos de dormir alineados junto a una pared.
—Cierra, hombre, aquí dentro no hace precisamente calor.
—Lo siento —dijo Lanark. Cerró la puerta y fue hacia la escalera.
Sus peldaños estaban fríos y cubiertos de óxido, y la escalera se estremecía con
cada uno de sus movimientos. Cuando las sombras del techo le ocultaron a los ojos
de abajo, Lanark empezó a subir más despacio, sin apartar un pie del peldaño hasta
que sus dos manos estaban bien cogidas al siguiente, y sin soltar la mano hasta que
sus dos pies no estaban firmemente colocados en un asidero. Acabó llegando a un
suelo de tablones separados por rendijas de casi tres centímetros. La luz que brillaba
entre ellos le mostró el comienzo de una escalera aún más empinada. Subió por ella
más despacio que nunca. En la pared que tenía delante, a cada lado y detrás suyo,
había enormes ventanales atravesados en sentido horizontal por tablillas de piedra.
Lanark miró entre ellas y vio el negro techo de la catedral encuadrado por las luces de
la ciudad. Subió los angostos peldaños que ascendían por un viejo pozo de piedra y
escuchó el débil silbar de la brisa. A cada nuevo peldaño que subía intentaba recordar
que la escalera era sólida, y que de vez en cuando había barrotes metálicos que la
sujetaban a la pared, barrotes que habían aguantado muchos siglos, y que no era
probable que fueran a desprenderse súbitamente sin ningún aviso previo. Por fin
acabó llegando no a otro suelo, sino a un angosto puente metálico sobre el que había
suspendida una negra masa de maquinaria. Logró distinguir unas vigas de madera,
una gran rueda y una campana cuyo contorno, cuando se puso bajo ella, le llegó hasta

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los hombros. Alzó una mano hasta el inmenso badajo y lo empujó cautelosamente
hacia delante, con la intención de hacer que tocara el lado de la campana muy
suavemente, pero el peso iba aumentando con el ángulo, Lanark tuvo que usar más
fuerza de la que pensaba y la sacudida del contacto final le bañó en un repentino y
sonoro dong. Medio ensordecido y medio intoxicado por el sonido, rió en voz alta,
dejó que el badajo retrocediera y lo llevó hasta el lado de la campana usando ambas
manos, agachándose para esquivarlo en su retroceso y alzando nuevamente las manos
para darle otro empujón. La detonación de los golpes acabó haciéndose inaudible.
Sólo sentía un gran zumbido que hacía vibrar la campana, el puente, sus huesos, la
torre, el aire. Sus brazos estaban muy cansados. Salió de allí y se agarró a una
barandilla para no perder el equilibrio, aunque al principio el sonido encerrado en el
metal de la barandilla hizo que le dolieran las palmas igual que si acabara de recibir
una descarga eléctrica.

El zumbido se desvaneció. Lanark creyó oír gritos de protesta que venían de abajo y,
avergonzado de todo el ruido que había hecho, subió por una escalera para alejarse de
ellos. Acabó llegando a otro suelo hecho con tablillas de madera donde la negrura era
total, dejando aparte la rendija de luz que asomaba bajo una puerta. Lanark avanzó a
tientas hacia ella, descorrió el pestillo y salió a una plataforma azotada por el viento
que se encontraba al pie de la torre iluminada. El estruendo del cruce volvía a ser
audible, algunas veces más potente, otras más débil. Lanark se preguntó si sería obra
del viento y fue hacia el parapeto que daba a la Necrópolis, pues el ruido parecía
venir de allí abajo. Los monumentos de más altura quedaban silueteados contra un
tembloroso resplandor que llenaba el cielo. Cuñas de sombra se movían a través de
ese resplandor como las aspas de un molino. El estruendo bajó de nivel hasta
convertirse en una especie de tartamudeo ahogado, vaciló, y acabó deteniéndose
después de un par de sordas toses. Los majestuosos rayos de sombra barrieron el cielo
en silencio durante un rato y se hicieron repentinamente más anchos al desvanecerse
la claridad. Ahora la fuente de luz principal eran los grandes faroles de la autopista.
Lanark empezó a oír un remoto gemir mecánico que se fue acercando rápidamente.
Una hilera de coches de bomberos rojos, con las sirenas sonando a toda potencia,
apareció por la curva de un puente, viniendo del cruce, y aceleró por la hondonada
que había entre la Necrópolis y la catedral. La atmósfera empezó a llenarse con los
sonidos del tráfico. Lanark fue hasta el otro lado de la torre y miró hacia la plaza. Un
par de camiones la cruzaron tirando de remolques sobre los que había grandes masas
de metal destrozado; después un hilillo de coches empezó a fluir en dirección
opuesta. Una grúa atravesó el umbral que llevaba a la explanada de la catedral, rodó
sobre las losas del viejo cementerio y acabó estacionándose junto a una pared. Lanark
sintió de repente lo frías que tenía las orejas, las manos y el cuerpo, y volvió hacia la
puerta de la torre.

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Cuando bajaba por las escaleras descubrió que la luz de abajo era mucho más fuerte
que antes. La habitación donde había visto tumbados a los Gusanos estaba iluminada
ahora por bombillas que colgaban de soportes improvisados. Dos electricistas estaban
trabajando junto a la puerta.
—Eh, amigo, un tipo te andaba buscando —le dijo uno de ellos.
—¿Quién era?
—Un tipo joven. Pelo largo.
—¿Qué quería?
—No lo dijo.
Cuando ya estaba cerca del cubículo oyó una extraña cancioncilla. Sludden estaba
tumbado en la cama cantando: «Dadadada», y sosteniendo en sus brazos a un robusto
niño que vestía un traje de lana azul. Rima, con una blusa y una falda, estaba
haciendo ganchillo junto a ellos. El espectáculo hizo que Lanark sintiera una fría
rabia. Rima le miró con cara de pocos amigos y Sludden con expresión jovial.
—¡El vagabundo ha vuelto! —dijo.
Lanark fue hacia el minúsculo fregadero, se lavó las manos y se volvió hacia
Sludden.
—Dámelo —dijo.
Cogió al niño y éste empezó a gritar.
—¡Oh, déjale en paz! —dijo Rima con impaciencia—. Necesita descanso, y yo
también.
Lanark tomó asiento al pie de la cama y empezó a canturrear en voz baja:
«Dadadada». El niño dejó de quejarse y se acomodó en sus brazos. Aquel cuerpo
pequeño, cálido y compacto, resultaba agradable de sostener y desprendía una
sensación de paz tan placentera que Lanark, algo inquieto, se preguntó si estaba bien
que un padre sintiera aquello. Dejó al niño en un cochecito que había junto a la cama
y le arropó con la manta.
—¡Soberbio! —dijo Sludden, poniéndose en pie y estirando los brazos—.
Realmente soberbio. He venido aquí por varias razones, claro está, pero una era que
deseaba felicitarte por tu actuación. No te burles de él, Rima, cuando acepta la
disciplina sabe ser un buen miembro del comité. Logró darle su merecido a Gow y
eso nos permitió actuar. Ahora el comité está reunido en sesión permanente. No es
que todo el mundo esté a todas horas en la casa capitular, naturalmente, pero algunos
de nosotros no salimos de allí.
—Oye, Sludden, quiero estar a solas con mi esposa y mi hijo —dijo Lanark—.
¿Me entiendes?
—¡Por supuesto! —dijo Sludden con voz jovial—. Ahora mismo me voy.
Después volveré a buscaros.
—¿Qué quieres decir?
—Sludden nos ha ofrecido una habitación en su casa —dijo Rima.

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—No vamos a aceptarla.
—Bueno, no quiero obligaros —dijo Sludden—. Pero creo que éste es un sitio
bastante extraño para criar a un bebé, ¿no?
—Unthank está muerta y acabada, ¿no te das cuenta? —gritó Lanark—. El chico,
Rima y yo nos iremos de aquí rumbo a una ciudad mucho más luminosa. Wilkins nos
lo prometió.
—No confíes demasiado en tus amigos del consejo —le dijo Sludden con voz
grave—. Hemos logrado despejar la autopista y los camiones de la comida ya
vuelven a llegar. Y aun suponiendo que Wilkins te dijera la verdad, estás olvidando
las diferencias de la escala temporal. El calendario decimal todavía no ha sido
introducido aquí y lo que el consejo llama días pueden ser meses…, años, en cuanto a
nosotros concierne. Y recuerda que Alexander ha nacido aquí. Tú tienes un pasaporte
del consejo. Él no.
—¿Quién es Alexander?
Sludden señaló hacia el cochecito.
—Es el nombre que le dio Ritchie-Smollet al bautizarle —dijo Rima.
—¿Bautizarle? —gritó Lanark, levantándose de un salto.
Alexander empezó a llorar.
—Shshshsh —murmuró Rima, alargando la mano hacia el cochecito y
meciéndolo suavemente—. Shshshshsh.
—¿Por qué Alexander? —murmuró Lanark, furioso—. ¿Por qué no podías
esperar a que volviera? ¿A qué viene tanta maldita prisa?
—Esperamos todo el tiempo que nos fue posible… ¿Por qué no viniste cuando te
llamamos?
—¡Pero si no me habéis llamado!
—Sí que te llamamos. Jack fue hacia la torre apenas marcharte tú y estuvo
llamándote a gritos, pero tú no bajaste.
—No me di cuenta de que Jack me estuviera llamando —dijo Lanark,
confundido.
—¿Estabas borracho? —le preguntó Rima.
—Por supuesto que no. ¿Cuándo me has visto emborracharme?
—Bueno, creo que nunca, pero muchas veces actúas como si lo estuvieras. Y
Ritchie-Smollet dice que una de las botellas de jerez que había en la cocina se ha
esfumado.
—Me marcho —dijo Sludden con una risita—. Cuando dos enamorados se
pelean, es mejor que no haya nadie de fuera. Os veré luego.
—Gracias —dijo Lanark—. Ya nos las arreglaremos.
Sludden se encogió de hombros y se marchó. Alexander se fue quedando
dormido.

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Rima hacía ganchillo a toda velocidad, los labios apretados en una dura línea. Lanark
estaba tumbado en la cama con las manos detrás de la cabeza.
—No quería dejarte sola —le dijo, muy serio—. Y no me pareció que hubiera
pasado tanto tiempo.
—Estuviste fuera durante horas… y me parecieron siglos. No tienes ni el más
mínimo sentido del tiempo. Ni pizca.
—Alexander es un buen nombre. Podemos abreviarlo dejándolo en Alex. O
Sandy.
—Se llama Alexander.
—¿Qué estás haciendo?
—Ropas para él. Los niños necesitan ropa, ¿no habías caído en ello? No podemos
pasarnos la vida dependiendo de la caridad de Ritchie-Smollet.
—Si Sludden tiene razón en eso de los calendarios puede que pasemos mucho
tiempo en este sitio —dijo Lanark con voz pensativa—. Tendré que buscar trabajo.
—Así que piensas volver a dejarme sola. Ya veo… ¿Por qué hiciste sonar esa
campana? ¿Estás seguro de que no habías bebido?
—La hice sonar porque me sentía muy feliz. ¿Por qué me atacas de esta forma?
—Para defenderme.
—Rima, siento haberte gritado. Estaba enfadado y me llevé una buena sorpresa.
Estoy muy contento de tenerte otra vez a mi lado.
—Sí, a ti te resulta sencillo vivir en una caja de zapatos. Puedes salir huyendo
rumbo a tus torres y tus reuniones del comité siempre que te da la gana. ¿Cuándo
tendré un poco de libertad?
—Siempre que la necesites.
—¿Y te quedarás aquí y cuidarás de Alex?
—Claro. Es lo justo, ¿no?
Rima suspiró, sonrió y guardó su labor. Fue hacia la cama, le dio un fugaz beso en
la frente y se puso delante de la cómoda, examinando su rostro en el espejo.
—¿Es que vas a irte ahora mismo? —le preguntó Lanark.
—Sí, Lanark. Necesito cambiar un poco de ambiente, créeme.
Rima se pintó los labios.
—¿Quién te ha dado eso? —le preguntó Lanark.
—Frankie. Vamos a bailar. Vamos a buscarnos un par de chicos muy muy muy
jóvenes y nos dejaremos seducir por ellos. No te importa, ¿verdad?
—No si lo único que haces es bailar con ellos.
—Oh, no, también coquetearemos con ellos. Les haremos enloquecer de deseo.
Las mujeres mayores necesitan hacer enloquecer a un hombre de vez en cuando.
—Tú no eres mayor.
—Bueno, tampoco soy ninguna jovencita. Cuando Alex despierte puedes

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cambiarle los pañales: hay un pañal limpio en el cajón de arriba de la cómoda. Pon el
sucio en la bolsa de plástico que hay debajo de la cama. Si llora tienes que calentarle
algo de leche en la cocina…, cuidado, no se la calientes demasiado. Pruébala con el
dedo.
—¿Es que no vas a darle de mamar?
—Sí, pero tiene que aprender a beber igual que cualquier ser humano corriente,
¿no? De todas formas, lo más probable es que vuelva antes de que se despierte. ¿Qué
tal estoy?
Se puso delante de él, con las manos en las caderas.
—Muy joven. Muy hermosa.
Rima le dio un cálido beso en los labios y se marchó. Lanark volvió a tumbarse
en la cama, echándola de menos, y se quedó dormido.

Despertó al oír llorar a Alexander, por lo que le cambió el pañal y lo llevó a la cocina.
Jack y Frankie estaban comiendo en la mesa.
—Hola, hombre apasionado —dijo Frankie—. ¿Cómo está Rima?
Lanark la miró, confundido, y se puso rojo como un tomate.
—Ha ido a dar un paseo —farfulló—. El niño necesita leche.
—Le prepararé un biberón.
Lanark empezó a ir y venir por la cocina murmurándole tonterías al niño, pues
sentía un dolor extrañamente intenso en el pecho y no quería hablar con ningún
adulto. Frankie le dio un biberón caliente con la tetina tapada por una servilleta
blanca. Lanark le dio las gracias con un murmullo ininteligible y volvió al cubículo.
Tomó asiento en la cama y acercó la tetina a la boca de Alexander pero Alexander se
apartó, gritando: «¡Nononono-Mamamamamama!».
—No tardará en volver, Sandy.
—¡NononononononononononononoMamamamamamamamamamamama-
mamamamamama!
Alexander siguió gritando y Lanark empezó a ir y venir por el cubículo
llevándolo en brazos. Tenía la sensación de sostener a un enano que no paraba de
golpearle la cabeza con un palo, un enano al cual no podía desarmar ni dejar en el
suelo. La gente que vivía en los cubículos vecinos empezó a dar puñetazos en las
paredes y finalmente un hombre entró en el cubículo y dijo:
—Amigo, en este edificio hay gente que intenta dormir.
—Que llore no es culpa mía y no soy amigo suyo.
El hombre era alto y calvo, con un poco de barba blanca en las mejillas, un
solitario diente negro en la mandíbula superior, y vestía un sucio impermeable gris.
Se quedó mirando a Lanark durante unos segundos, acabó sacando una botella
marrón de su bolsillo y le dijo:
—La leche no sirve de nada. Dale un trago de esto… Hace callar en un momento.

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—No.
—Pues entonces tómate un trago tú.
—No.
El hombre suspiró y tomó asiento en un taburete.
—Cuéntame tus penas —le dijo.
—¡No tengo ninguna pena! —chilló Lanark, demasiado obsesionado por ellas
para pensar racionalmente.
—¡Mamamamamamamamamamamamama! —gritaba Alexander.
—Si se trata de problemas con las mujeres —le dijo el hombre—, puedo darte
buenos consejos porque estuve casado. Mi esposa hacía cosas terribles, cosas que no
puedo ni mencionar en presencia de un crío. Verás, las mujeres son distintas a
nosotros. Están hechas de un setenta y cinco por ciento de agua. Puedes leerlo en las
obras de Pavlov.
Alexander rodeó la tetina con sus encías y empezó a chupar. Lanark lanzó un
suspiro de alivio.
—Los hombres también están compuestos básicamente de agua —dijo pasados
unos segundos.
—Sí, pero sólo en un setenta por cien. Ese cinco por ciento extra es muy
importante. Las mujeres tienen ideas y sentimientos, como nosotros, pero también
tienen mareas, mareas que mantienen en continuo movimiento los pedacitos de ser
humano que hay dentro de ellas, haciendo que se encuentren y vuelvan a separarse.
Están gobernadas por la gravedad lunar; puedes leerlo en las obras de Newton.
¿Cómo pueden seguir las reglas normales de la decencia cuando sufren el empuje de
la luna?
Lanark dejó al niño en el cochecito con el biberón al lado y empezó a mecerlo
suavemente por el asa.
—Cuando me casé era un ignorante —dijo el hombre—. No había leído a Newton
y no había leído a Pavlov así que eché a patadas a esa perra fuera de mi casa…,
disculpa mi lenguaje, me refiero a mi mujer. Ojalá me hubiera cortado el cuello en
vez de hacer eso. Amigo, hazme un favor. Tómate unas pequeñas vacaciones. Bebe
un trago.
Lanark contempló la botella marrón que le alargaba, acabó cogiéndola y tomó un
sorbo. El sabor era horrible. Lo tragó, intentando decir gracias, pero sus ojos estaban
llenos de lágrimas y lo único que pudo hacer fue tragar saliva y torcer el gesto en una
extraña mueca. Una cálida estupidez empezó a difundirse suavemente por todo su ser.
—Lo que debes hacer es quererlas pero conseguir que no te importen —le oyó
decir al hombre—. Bueno, que no te importe lo que hagan. Son así, no se puede
evitar. Tenemos que conformarnos, eso es todo.
—Lo que es para nosotros acabará siendo nuestro —dijo Lanark, teniendo la
sensación de que lo entendía todo.
—Dentro de cien años todo seguirá igual —dijo el hombre.

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—¿Cuándo vendrá? —oyó que preguntaba Alexander con voz triste.
—Pronto, pronto. Muy pronto.
—Falta muy poquito pero aún falta un poco.
—La necesito ahora.
—Pues entonces la debes necesitar desesperadamente, ¿eh? Tienes que intentar
necesitarla de la forma adecuada.
—¿Qué quiere decir decuada?
—En silencio. El silencio siempre resulta adecuado y correcto. Cuando logre
comprenderlo mejor me callaré. No podrás oírme, no podrás oír nada en un radio de
kilómetros y kilómetros. Irradiaré silencio igual que una estrella oscura que brilla en
los abismos que hay entre las sílabas y la conversación.
—Estás olvidándote de la política —dijo el hombre con voz agresiva—. La
política depende del ruido. Todos los partidos están de acuerdo en eso, aunque no
estén de acuerdo sobre nada más.
—¡Me están mordiendo! —gritó Alexander.
—¿Quién te está mordiendo? —preguntó Lanark, inclinándose sobre el cochecito
y casi perdiendo el equilibrio.
—Mis dientes.
Lanark metió un dedo en la boquita del niño y sintió un minúsculo reborde óseo
que asomaba a través de la encía.
—Envejecemos deprisa en este mundo —dijo, algo preocupado.
—Debes acordarte de una cosa muy importante —dijo el hombre—. Has dejado
vacía la botella. No me quejo. Sé dónde conseguir otra, pero cuesta un par de dólares.
Un dólar por barba, ¿de acuerdo?
—Lo siento. No tengo dinero.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Rima con voz enfadada, entrando en el
cubículo.
—A Sandy le están saliendo los dientes —dijo Lanark.
—Estaba a punto de irme, señora —dijo el hombre, y salió del cubículo.

Rima cambió el pañal de Alexander.


—No puedo confiar en ti para nada —dijo con voz hosca.
—Pero si le he dado de comer. Le he cuidado.
—¡Ya!
Lanark estaba tumbado en la cama, observándola. Había recobrado la sobriedad y
volvía a dolerle un poco el pecho, pero también estaba agradecido y aliviado.
—¿Te lo pasaste bien en el baile? —le preguntó pasados unos instantes.
—¿El baile?
—Dijiste que ibas a bailar con Frankie.
—¿Eso dije? Puede que lo dijera. Bueno, pues al final no salí con ella y estuve

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buscando casas con ese… ¿Cómo se llama? El soldado gordo. McPake.
—¿McPake?
—El que solía venir al Élite y sentarse con nosotros. El Élite ha desaparecido,
ahora hay una autopista. No queda nada salvo una gran trinchera de cemento. La
verdad es que están consiguiendo destrozar toda la ciudad…
—¿Encontraste alguna casa?
—Centenares, todas con mobiliario y todas preciosas. Pero no tenemos dinero así
que he estado perdiendo el tiempo. ¿No es lo que ibas a decir?
—¡Claro que no!
Rima había dejado al niño en el cochecito y estaba sentada en una postura de
abatimiento, con la cabeza encorvada y los brazos cruzados debajo de los pechos.
Lanark sintió una aguda punzada de ternura y deseo y fue hacia ella con los brazos
abiertos, murmurando:
—Oh, Rima, querida, amémonos un poco el uno al otro…
Rima se levantó de un salto, sonriendo, y se le acercó dando pasos de baile, con
los brazos extendidos, y empezó a darle pellizcos.
—¡Oh, Rima querida! —gemía apretando fuertemente los labios—. Oh, querida,
querida y amada Rima, hagámonos un poquito el amorcito durante un ratito…
Sus pellizcos resultaban bastante dolorosos y Lanark intentó esquivarlos, riendo,
hasta que los dos se derrumbaron sobre la cama, jadeando sin aliento.
—¿Realmente es así como me ves? —le preguntó con tristeza al cabo de unos
segundos.
—Me temo que sí. Eres demasiado nervioso y resultas un poco patético. —Rima
suspiró y empezó a desabrocharse la blusa, diciendo—: Sin embargo, y dado que lo
deseas, amémonos un poco el uno al otro.
—No puedo hacerte el amor cuando estás consiguiendo que me sienta pequeño y
absurdo —dijo él, mirándola asombrado.
—He hecho que te sintieras absurdo, ¿no? Me alegro. Me encanta. Eso es lo que
me haces sentir tú a cada segundo. Nunca le has prestado atención a mis
sentimientos, ni una sola vez. Nos hiciste salir de un sitio donde gozábamos de todas
las comodidades porque te disgustaba la comida, ¿y de qué ha servido? Seguimos
comiendo lo mismo que allí. Te reíste cuando te di un hijo y ni tan siquiera eres capaz
de proporcionarle un hogar. Te pasas todo el tiempo usándome usándome usándome y
siempre estás tan asquerosamente seguro de que tienes toda la razón… Eres pesado,
aburrido y no tienes sentido del humor, y aun así quieres que te mime y que te haga
sentir que eres grande e importante. Lo siento, no puedo hacerlo. Estoy demasiado
cansada.
Se sentó junto al cochecillo y sacó su labor.

Lanark estaba sentado en la cama con el rostro entre las manos.

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—Esto es el Infierno —dijo.
—Sí. Lo sé.
—Ojalá pudieras amarme.
—Tú crees que mi presencia es algo tan natural que no me tomas en cuenta, así
que no puedo amarte. No sabes cómo hacer que te ame. Hay hombres que sí lo saben.
—¿Qué hombres? —dijo Lanark, alzando la vista.
Rima siguió haciendo ganchillo.
—¿Qué hombres? —gritó Lanark, poniéndose en pie.
—Si no te pones histérico quizá te lo diga.
—¿Papá va a ponerse histérico? —preguntó Alexander, muy interesado,
sentándose en el cochecito.
—Tengo que salir de aquí —murmuró Lanark, meneando la cabeza.
—Sí, creo que deberías marcharte —dijo Rima—. Busca trabajo. Necesitas un
empleo.
Lanark fue hacia la entrada del cubículo y se volvió, esperando recibir una mirada
de afecto o, al menos, de agradecimiento, pero el rostro de Rima estaba tan saturado
de un pétreo dolor que lo único que pudo hacer fue sacudir la cabeza.
—Adiós, papá —dijo Alexander despreocupadamente.
Lanark le saludó con la mano, se quedó quieto durante un par de segundos, no
sabiendo qué hacer, y se marchó.

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CAPÍTULO XXXVIII

El Gran Unthank
La inmensa nave repleta de sombras parecía estar vacía hasta que llegó a la puerta y
vio a Jack sentado en la fuente. Lanark tenía intención de pasar junto a él con una
leve inclinación de cabeza pero Jack le dirigió una mirada de tan sincero interés que
Lanark se paró junto a él.
—Por favor, ¿podrías decirme cómo se llega a la oficina de empleo? —le
preguntó con voz tensa.
—Ahora no se las llama oficinas de empleo, las llaman centros de trabajo —dijo
Jack, saltando de la fuente—. Te llevaré a uno de ellos.
—¿Crees que Ritchie-Smollet podrá pasar sin ti?
—Puede que no, pero yo sí puedo pasar sin él. Cambio de jefes cuando me da la
gana.

Jack le guió por la explanada de la catedral hasta que llegaron a una parada de
autobús situada en un rincón de la plaza.
—No puedo pagar el billete —dijo Lanark.
—No te preocupes. Tengo dinero. ¿Para qué quieres ir al centro de trabajo?
—Para conseguir un empleo que no requiera ninguna cualificación especial, un
empleo donde haré exactamente lo que me ordenen.
—Hoy en día apenas si hay empleos de esa clase en Unthank. Salvo en la
limpieza, quizás. Y los que trabajan en la limpieza tienen que ser jóvenes y estar
sanos.
—¿Cuántos años crees que tengo?
—Yo diría que por lo menos ya has llegado a la mitad del trayecto, ¿no?
Lanark contempló las abultadas venas de sus manos.
—Al menos no tengo piel de dragón —murmuró después de un breve silencio.
—¿Qué has dicho?
—Puede que no sea joven, pero por lo menos no tengo piel de dragón.
—Claro que no. Ya no vivimos en las eras oscuras.
Lanark sintió que había sido víctima de algún accidente tan repentino como
horrible. «He llegado a la mitad de mi existencia, ¿y qué he conseguido? —pensó—.
¿Qué he creado? Un hijo, nada más, y la mayor parte del trabajo corrió a cargo de su
madre. ¿A quién he ayudado? A nadie salvo a Rima, y me he limitado a sacarla de
jaleos en los que no se habría metido si hubiera estado con otro hombre. Tengo una
mujer y un hijo, nada más. Tengo que proporcionarles un hogar, un hogar seguro y
cómodo».

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Y como en respuesta a sus pensamientos, un autobús en cuyo costado se veía la
imagen de una madre y su hijo pasó por una esquina de la plaza. Encima del dibujo
había las siguientes palabras: UN HOGAR NECESITA DINERO. EL TIEMPO ES
DINERO. COMPRE TIEMPO PARA SU FAMILIA EN QUANTUM
CRONOLÓGICA. (ELLOS SE LO AGRADECERÁN).
—Necesito tener un montón de dinero —dijo Lanark—. Si no puedo conseguir un
empleo, tendré que acudir a la seguridad social, como si fuera un mendigo.
—Le han cambiado el nombre —dijo Jack—. Ahora la llaman estabilidad social.
Y no dan dinero, dan tres-en-uno.
—¿Qué es eso?
—Una clase de pan especial. Te alimenta, te calma y hace que dejes de tener frío,
lo cual resulta muy útil cuando careces de hogar. Pero creo que no deberías probar
ese pan.
—¿Por qué?
—Comer un poco no hace daño, pero al cabo de cierto tiempo te vuelve idiota.
Claro que si no lo tuviéramos a mano el problema del paro sería una auténtica
catástrofe. Aquí viene nuestro autobús —dijo Jack.
—Esto es el Infierno —dijo Lanark.
—Hay infiernos peores —dijo Jack.

El autobús había sido decorado para que imitara una ración de Engima de Filets
Congelés. En uno de sus lados podía leerse AHORA TODO EL MUNDO PUEDE
PALADEAR EL AUTÉNTICO SABOR DE LA FELICIDAD CON SECRETOS
CONGELADOS, LA COMIDA DE LOS PRESIDENTES.
Jack llevó a Lanark hasta un asiento de la plataforma superior y sacó de su
bolsillo un paquete de cigarrillos sobre el que se leía: VENENO.
—¿Quieres uno? —le dijo.
—No, gracias —dijo Lanark, y vio cómo Jack encendía un cilindro blanco sobre
el que había impresos NO FUME ESTO.
—Sí, son peligrosos —dijo Jack, tragando una bocanada de humo—. Ésa es la
razón de que el consejo se ponga tan pesado con los avisos.
—Entonces, ¿por qué no hace que dejen de fabricarlos?
—La mitad de la población está enganchada —dijo Jack—. Y el consejo se
embolsa la mitad del dinero que se gastan en cigarrillos. Son un producto de la
Algolácnicos. Naturalmente, hay drogas menos peligrosas, pero si las legalizaran no
obtendrían tantos beneficios como con ésta.
Un autobús que iba en dirección contraria pasó por su ventanilla y Lanark leyó la
frase pintada en su costado: DINERO RÁPIDO ES TIEMPO EN SU BOLSILLO:
CONSIGA SU DINERO MÁS APRISA ACUDIENDO A LA QUANTUM
EXPONENCIAL.

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—Oye —le dijo Jack—, cuando dijiste eso de si Ritchie-Smollet podría prescindir
de mí estabas siendo sarcástico, ¿no?
—Lo siento.
—No me importa. Sí, el viejo Smollet se moriría sin mí. Igual que Sludden. Hubo
un tiempo en el que tuve de jefe a ese tipo.

Jack señaló hacia un maltrecho cartel que ocupaba todo el extremo de un ruinoso
bloque de edificios. El cartel mostraba a un hombre de aspecto agradable sentado
detrás de un escritorio sobre el que había un montón de teléfonos. Debajo del cartel
podía leerse: ¿ANDA BUSCANDO UN LOCAL PARA SU FÁBRICA, UNA
FÁBRICA O UNOS OBREROS PARA QUE TRABAJEN EN ELLA? LLAME
AL 777-7777 Y HABLE CON TOM TALLENTYRE, PRESIDENTE DE LA
JUNTA LABORAL DE UNTHANK.
—Cuando decidieron clausurar el proyecto Q39 Tallentyre se convirtió en un
hombre muy importante —dijo Jack—. De hecho, incluso estuvo ocupando el cargo
de preboste durante una temporada. Pero Sludden consiguió acabar con él. Sludden
dejó bien claro que sólo ponían carteles en los suburbios de Unthank donde vivían los
parados y la gente con el poder y el dinero necesarios para poner en marcha nuevas
fábricas ya se había marchado de Unthank, así que Sludden y Ritchie-Smollet
acabaron subiendo, y yo subí con ellos. Me gusta estar junto a los centros del poder.
Ésa es la razón de que haya decidido pegarme a ti.
—¿Por qué has decidido pegarte a mí?
—No eres lo que finges ser, ¿verdad? Creo que Gow ha dado en la diana. Eres
alguna especie de agente o investigador. De lo contrario, ya que trabajas para
Ozenfant y tienes un pasaporte del consejo, ¿a qué viene tanto preocuparse por la
limpieza y la estabilidad social?
—No trabajo para Ozenfant. Y, ¿de qué me sirve tener un pasaporte del consejo?
—Podría servirte para conseguir un empleo muy bien pagado.
—¡Eso es lo que quiero! —se apresuró a decir Lanark, muy nervioso—. ¿Cómo
puedo conseguir uno de esos empleos? ¡Es justo lo que necesito!
—Pídele al centro de empleo que te incluya en el registro profesional —dijo Jack
con voz hosca. Parecía algo decepcionado.
Lanark miró por la ventanilla, sintiendo un poco más de esperanza. El autobús
estaba pasando junto a comercios repletos de gente cuyas fachadas abarcaban
manzanas enteras y mostraban comida, drogas, discos y ropas brillantemente
empaquetadas. Vio que había muchos restaurantes con nombres orientales y
montones de locales de apuestas. En algunos de ellos vio a personas cargadas de
bolsas y cestas que esperaban delante de los mostradores: al parecer, estaban
apostando con la esperanza de conseguir comida. Los huecos dejados por los
edificios derribados estaban llenos de coches y rodeados por vallas sobre las que se

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leían feroces amenazas garrapateadas con pinturas de todos los colores. MAC EL
LOCO MATA, decía una, y EL SAPO LOCO ES EL REY, y CUIDADO, LOS
CHAVALES ESTÁN A PUNTO DE LLEGAR, pero no conseguían imponerse a
los enormes carteles que gritaban su mensaje a cuantos pasaban. Los carteles
mostraban imágenes de la vida familiar, el sexo, la comida y el dinero, y sus mensajes
resultaban todavía más enigmáticos y sorprendentes:

AUMENTE SUS CAPACIDADES CON VERDE NULIDAD: BÚSQUELO


EN SU GLOBOMERCADO LOCAL.
ESPECTÁCULOS QUE LE HARÁN RECHINAR LOS DIENTES CON TÉ
METÁLICO, EL CAMPEÓN SEXUAL DE LOS QUILIASTAS.
SI QUIERE TENER LOS SUEÑOS MÁS DULCES, INHALE HUMO
AZUL, EL ÚNICO VENENO CON ADVERTENCIA.
LOS COMPRADORES MÁS INTELIGENTES SON LOS QUE TIENEN
MEJOR VIDA SEXUAL: REGÁLELE UNA VIDA MÁS LARGA Y UNA
MUERTE MÁS DULCE CON QUANTUM PROVIDENCIAL. (ELLA SE LO
AGRADECERÁ).

—Cuántas instrucciones —dijo Lanark.


—¿No te gustan los anuncios?
—No.
—La ciudad quedaría muy triste sin ellos… Hacen que parezca más alegre y
animada. Mira.
Jack le estaba señalando un cartelito colocado sobre la ventanilla del autobús que
decía:
LA PUBLICIDAD CREA UN EXCESO DE ESTÍMULOS,
DA INFORMACIÓN ENGAÑOSA,
CORROMPE.
Si está convencido de ello, escriba a la Comisión de
Publicidad del consejo adjuntando su nombre y dirección y
recibirá un folleto gratis en el que se explica por qué no
podemos vivir sin ella.

Bajaron del autobús en una gran plaza que Lanark conocía muy bien, aunque
ahora estaba más iluminada y mucho más concurrida de lo que recordaba. Contempló
las estatuas sostenidas por sus inmensos pedestales victorianos y pensó que las había
conocido a ellas antes que a Rima. La plaza seguía estando rodeada por grandes
edificios de piedra salvo allí donde estaban él y Jack, parados ante una hilera de
resplandecientes puertas de vidrio. Por encima de ellas había tiras horizontales de
cristal y cemento que se iban alternando hasta llegar a una altura de veinte o treinta
pisos.
—El centro de trabajo —dijo Jack.

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—Qué grande es.
—Aquí está la sede de todos los centros de trabajo y también sirve como sede a
todos los centros de estabilidad y equipamiento local. Bueno, me marcho, ¿de
acuerdo?
Lanark tuvo la sensación de estar volviendo a vivir algo que ya le había ocurrido
antes, quizá cuando estaba con Gloopy.
—Lamento no ser lo que pensaba… —le dijo—. Quiero decir que no soy un
hombre de acción, no soy ningún agente ni…
—No es culpa tuya —dijo Jack, encogiéndose de hombros—. Oye, quiero darte
un consejo…
Le interrumpió el repentino gemir de sirenas y un repiqueteo parecido al de una
tormenta lejana. Todo el tráfico de la plaza se detuvo al instante. Los peatones,
boquiabiertos, vieron pasar a un vehículo lleno de hombres armados que llevaban
uniforme y boinas negras en la cabeza. El vehículo tenía orugas y Lanark había visto
artefactos parecidos en las películas, cosas que avanzaban lentamente sobre los
campos, pero aquel vehículo se movía sobre una superficie de asfalto y se desplazaba
con tal velocidad que Lanark apenas si tuvo el tiempo suficiente para reconocerlo
cuando ya había desaparecido.
—¡El ejército! —exclamó Jack con una sonrisa de auténtico placer—. Ahora
veremos algo de acción. ¡Venga, venga!
Echó a correr por la acera, gritando y haciéndole señas a un taxi que avanzaba por
entre el tráfico, que ya había vuelto a ponerse en movimiento. El taxi se acercó a la
acera y Jack subió a él dando un salto. Lanark vio cómo el taxi doblaba una esquina y
desaparecía. Se quedó allí durante un rato, sintiéndose nervioso y preocupado. Estaba
pensando en Alex, Rima y los soldados. Jamás había visto soldados con armas en una
calle. Y, por fin, acabó dándose la vuelta y entró en el edificio.

—Busco trabajo —le dijo a un hombre uniformado que estaba en el vestíbulo.


—¿Dónde vive?
—En la catedral.
—La catedral se encuentra en el distrito quinto. Coja el ascensor número once y
bájese en el piso veinte.
El ascensor se parecía a un armario metálico y estaba lleno de gente mal vestida.
Cuando Lanark salió de él volvió a sentir que estaba entrando en el pasado. Vio una
gran sala recubierta de linóleo gris y llena de hombres de todas las edades sentados en
bancos. A lo largo de una pared había un mostrador con tabiques de madera que lo
dividían en cubículos, y el cubículo que estaba delante del ascensor tenía una silla y
un letrero que decía: INFORMACIÓN. Cuando fue hacia él Lanark tuvo la sensación
de que la atmósfera de aquel lugar le oponía resistencia, como si estuviera hecha de
alguna gelatina transparente. Los hombres de los bancos parecían estatuas y sus

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rostros mostraban una expresión absorta, como si estuvieran congelados en sus
asientos. Todo movimiento resultaba agotador, y marcharse habría sido tan difícil
como seguir adelante. Llegó a la silla, se dejó caer en ella y esperó, con el cuerpo
erguido pero casi adormilado, hasta que le pareció oír que alguien estaba gritándole.
Abrió los ojos y, con voz pastosa, dijo:
—No… soy… un animal.
—Entonces debería figurar en el registro profesional —dijo desde detrás del
mostrador un viejo que tenía las cejas espesas y revueltas.
—¿Eh? ¿Qué?
—Vaya al segundo piso.
Lanark volvió al ascensor y sólo consiguió espabilarse en cuanto estuvo dentro de
él. Se preguntó si todos los departamentos de aquel edificio poseerían esa misma
influencia aturdidora.

Pero el segundo piso era distinto. El suelo estaba cubierto por una moqueta color
verde claro. Había mesas redondas de cristal con cómodos sillones formando círculo
a su alrededor, y en las mesas se veían revistas, pero no había nadie esperando.
Tampoco había mostradores. Hombres y mujeres vestidos con tal elegancia que
resultaba difícil tomarles por funcionarios hablaban con los que habían acudido al
departamento en grandes escritorios separados los unos de los otros por hileras de
macetas con plantas. Una recepcionista le señaló el escritorio de una mujer ya algo
mayor. Cuando le vio venir la mujer empujó hacia él un paquete sobre el que se leía:
HUMO AZUL, y le dijo:
—Siéntese, por favor. ¿Le gusta inhalar este veneno?
—No, gracias.
—Muy inteligente por su parte. Hábleme de usted.
Lanark estuvo hablando durante un rato. La mujer le contemplaba con gran
atención.
—¡Así que ha trabajado nada menos que con Ozenfant! ¡Qué interesante!
Dígame, ¿qué clase de hombre es? Me refiero a su vida privada…
—Come demasiado y es un pésimo músico.
La mujer dejó escapar una risita igual que si Lanark acabara de hacer un
comentario agudo y sorprendente.
—Voy a dejarle solo durante unos momentos —dijo—. Acabo de tener una gran
idea. —Cuando volvió le dijo—: Estamos de suerte… El señor Gilchrist no está
ocupado y podrá verle ahora mismo. —Y, mientras avanzaban por entre los
escritorios, le murmuró—: Aunque esto debe quedar estrictamente entre nosotros,
creo que el señor Gilchrist tiene muchas ganas de conocerle, y el señor Pettigrew
también, aunque no lo deja ver, claro está. Estoy segura de que el señor Pettigrew le
caerá bien, es tan tremendamente cínico… —Le llevó hasta una puerta pero no entró

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con él.

Lanark entró en un despacho donde había dos escritorios y una secretaria escribiendo
a máquina en una mesa del rincón. Un hombre alto y calvo estaba sentado al borde
del escritorio más cercano, hablando por teléfono. Miró a Lanark, sonrió y le señaló
uno de los sillones.
—Debe tener un ataque de folie de grandeur —dijo por el teléfono—. Los
prebostes son una especie de protección intermedia situada entre nosotros y los
votantes; se supone que no deben hacer nada más. Pero, naturalmente, nadie quiere
que se produzcan disturbios…
Detrás del escritorio contiguo había sentado un hombre corpulento que fumaba en
pipa. Lanark tomó asiento y miró por la ventana hacia el tejado iluminado de un
edificio situado al otro extremo de la plaza. En uno de sus lados había una cúpula con
una reluciente veleta en forma de galeón. El hombre alto colgó el auricular y le dijo:
—Bueno, ya está. Me llamo Gilchrist… y me alegra mucho conocerle.
Se dieron la mano y Lanark vio la marca del consejo en la frente de Gilchrist.
Después tomaron asiento en unos sillones delante de los que había una mesita.
—Creo que lo mejor será tomar café, ¿no le parece? —dijo Gilchrist—. ¿Solo o
con leche, Lanark? Ocúpese de eso, señorita Maheen. Bien, Lanark, he oído decir que
anda buscando empleo, ¿no?
—Sí.
—Pero no tiene una idea muy clara de qué empleo desea.
—Cierto. Lo que más me preocupa es el sueldo.
—¿Le gustaría trabajar aquí?
Lanark examinó la habitación. La secretaria estaba haciendo funcionar la cafetera
eléctrica que había encima de un archivador. El hombre que ocupaba el otro escritorio
tenía una cara de rasgos algo toscos y su expresión recordaba a la de un payaso
afligido: miró a Lanark y le guiñó el ojo sin cambiar de expresión.
—Pues sí, no me importaría tomar en consideración esa posibilidad —dijo
Lanark.
—Estupendo. Ha mencionado usted el tema del sueldo. Por desgracia los sueldos
son un grave problema para nosotros. Es imposible pagar una suma anual o mensual
cuando ni tan siquiera podemos medir los minutos y las horas. Hasta que el consejo
no nos envíe los relojes decimales que lleva tanto tiempo prometiéndonos, Unthank
es, a efectos prácticos, parte de la zona intercalendárica. En el momento actual la
ciudad sigue funcionando gracias a la fuerza de la costumbre. Lo que la impulsa no
son las reglas o los planes, sino la costumbre. Nadie puede gobernar usando como
medida una cinta elástica, ¿verdad?
—Tengo una familia que alimentar —dijo Lanark meneando la cabeza con
impaciencia—. ¿Qué pueden ofrecerme?

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—Crédito. Los miembros de nuestro personal reciben una tarjeta de crédito de la
Quantum. Es mucho más útil que el dinero.
—¿Me permitirá alquilar una casa cómoda para tres personas?
—Oh, sí, naturalmente. Incluso podría comprarse una. La energía a pagar por ella
sería deducida de su futuro.
—Entonces me encantará trabajar aquí.
—Debería explicarle cuál es la gama de nuestras actividades.
—No hace falta. Haré lo que me ordenen.
Gilchrist sonrió y meneó la cabeza.
—La ignorancia social sólo es una virtud dentro de las clases obreras —dijo—.
Los profesionales debemos entender al organismo como un todo. Ésa es nuestra carga
y nuestro principal motivo de orgullo. Justifica el que gocemos de unos ingresos
mayores.
—¡Paparruchas! —dijo el hombre corpulento sentado detrás del otro escritorio—.
A ver, ¿quién de todo este edificio entiende al organismo como un todo? Tú, yo y
puede que una vieja de arriba, pero el resto lo ha olvidado. Se les explicó, pero lo han
olvidado.
—Pettigrew es un cínico —dijo Gilchrist, riéndose.
—Un cínico encantador —murmuró Pettigrew—. Acuérdese de eso. Pettigrew es
el cínico al que todo el mundo aprecia.

La secretaria les trajo una bandeja con el café y la dejó sobre la mesa. Gilchrist cogió
su taza, fue hacia la ventana, tomó asiento en el alféizar y empezó a hablar con el
mismo tono de voz que si estuviera pronunciando un discurso.
—Empleo. Estabilidad. Ambiente. Tres departamentos, pero si se los comprende
adecuadamente, en realidad no son más que uno. El empleo crea estabilidad. La
estabilidad nos permite alterar nuestro ambiente. Ese ambiente mejorado se convierte
en una nueva condición del empleo. La serpiente se come la cola. Nada tiene
precedencia sobre lo demás. Este gran edificio, este centro de todos los centros, esta
torre del bienestar, existe para mantener el pleno empleo, un grado razonable de
estabilidad y un ambiente adecuado.
—Animales —dijo Pettigrew—. Tratamos con animales. La escoria. El
populacho. Lo más bajo de todo.
—Pettigrew se refiere al hecho de que no hay empleos y casas para todo el
mundo. Naturalmente, como sucede en todas las sociedades competitivas de libre
mercado, los parados y la gente sin hogar tienden a ser menos inteligentes, o sanos, o
diligentes que el resto de nosotros.
—Son una horda de vagos sucios y estúpidos —dijo Pettigrew—. Les conozco,
crecí entre ellos. A los liberales de clase media os encanta mimarles y tratarles bien,
pero yo no permitiría ni que se reprodujeran. Lo que necesitamos es un aparato de

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rayos X en cada torniquete de entrada de los estadios de fútbol. Todo hombre que
pase por ahí recibe una descarga de 900 roentgens justo en los testículos. Totalmente
indoloro. No sabrían qué les había ocurrido hasta que junto con su entrada al estadio
recibieran una tarjetita en la que diría: «Estimado señor, ahora puede montar a su
mujer con la más absoluta seguridad de que no pasará nada».
Gilchrist se rió tanto que derramó un poco de café en el platillo de su taza.
—¡Pettigrew, eres incorregible! —dijo—. Hablas como si la pobreza de un
hombre fuera totalmente culpa suya. Debes admitir que la pobreza, la locura y el
crimen han aumentado mucho desde el cierre de nuestras industrias más importantes,
y eso no es ninguna coincidencia.
—¡Los culpables son los sindicatos! —dijo Pettigrew—. La única forma de crear
prosperidad es que los empresarios luchen unos contra otros para hacerse más ricos.
Si además tienen que luchar contra sus obreros, entonces todo el mundo sale
perdiendo. No me extraña que los grandes grupos industriales se estén llevando sus
fábricas al continente de los amarillos. Lo único que me consuela es que quienes más
pierden con ello son esos tipejos envidiosos que menos poseen. La codicia no es
agradable pero la envidia es algo muchísimo peor.
—Estás hablando de política. Creo que ha llegado el momento de que te calles
durante un rato, ¿eh? —le dijo afablemente Gilchrist. Dejó su café sobre el alféizar de
la ventana, tomó asiento junto a Lanark y, en voz baja, le dijo—: No permita que esa
lengua suya le haga sentirse incómodo. En realidad Pettigrew es una especie de santo.
Ha ayudado a más viudas y huérfanos que buenos desayunos nos hemos tomado
nosotros.
—No hace falta que intente excusarle —dijo Lanark—. Me he dado cuenta de que
en este mundo nadie puede prosperar a menos que pertenezca a un grupo grande y
fuerte. Su grupo maneja a la gente que carece de grupo propio. Quiero estar con
ustedes, no sometido a su poder, así que dígame lo que he de hacer.
—No se anda con rodeos, ¿eh? —le dijo Gilchrist—. Por favor, recuerde que
estamos aquí para ayudar a los que han tenido mala suerte, y lo cierto es que les
ayudamos en todo lo que podemos. Nuestro problema es la falta de fondos. La
reciente reorganización del Gran Unthank ha hecho que dispongamos de mucho más
personal con el que ayudar al cada vez mayor número de infortunados, por lo que
tenemos miles de expertos —planificadores, arquitectos, ingenieros, artistas,
renovadores, conservadores, médicos de la sangre, médicos de las entrañas, médicos
del cerebro—, que se pasan el tiempo sentados sobre sus traseros rezando para
conseguir los fondos con que empezar a trabajar.
—Bien, ¿qué puedo hacer yo?
—Puede empezar trabajando como funcionario de información del grado D.
Estará sentado detrás de un escritorio y escuchará las quejas de la gente. Tiene que
anotar sus nombres y direcciones y decirles que ya recibirán noticias nuestras a través
del correo.

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—No será difícil.
—Es el más duro de todos los puestos. Debe dar la impresión de que les escucha
muy atentamente. Si le parece que van a quedarse callados, tiene que ir haciéndoles
preguntas de vez en cuando para mantener la conversación en marcha. Tiene que
hacerles hablar hasta que no puedan más, hasta que se agoten…, y, si es posible,
incluso después de eso.
—¿Y tengo que redactar algún informe consignando lo que me hayan dicho?
—No. Limítese a anotar sus nombres y direcciones y dígales que ya recibirán
noticias nuestras a través del correo.
—¿Por qué?
—Estaba casi seguro de que iba a preguntármelo… —dijo Gilchrist dejando
escapar un leve suspiro—. Como ya le he explicado, hay muchas personas a las que
no podemos ayudar debido a la falta de fondos. Muchas de esas personas conservan
toda su fuerza y su energía, y que un hombre se vea repentinamente privado de toda
esperanza puede resultar muy peligroso… Puede ponerse violento. Es muy
importante matar la esperanza lentamente, para que el perdedor tenga el tiempo
preciso para acostumbrarse inconscientemente a esa nueva situación de pérdida.
Intentamos mantener viva la esperanza hasta que ha consumido toda la vitalidad que
la alimentaba, y sólo entonces dejamos que la persona en cuestión se enfrente a la
verdad.
—Entonces, un funcionario de información del grado D no hace más que retrasar
el momento de la verdad.
—Así es.
—No quiero… —empezó a decir Lanark en voz alta, y se calló antes de terminar
la frase. Pensó en la tarjeta de crédito, y en una casa con tres o cuatro habitaciones,
quizá tan cerca de este gran edificio que podría venir hasta él a pie. Quizá pudiera ir a
casa para comer en compañía de Sandy y Rima—. No quiero ese puesto —dijo con
un hilo de voz.
—Nadie quiere ese puesto. Como ya le he dicho, es el peor de todos. Pero ¿está
dispuesto a desempeñarlo?
—Sí —dijo Lanark en cuanto hubieron pasado un par de segundos.
—Excelente. Señorita Maheen, venga aquí. Quiero que le dedique una sonrisa a
nuestro nuevo colega. Se llama Lanark.
La secretaria tomó asiento delante de Lanark y le miró a los ojos. Poseía un rostro
de rasgos suaves e inexpresivos dotados de una vacua belleza convencional, y su
cabello era tan dorado y estaba tan perfectamente peinado que parecía una peluca de
nilón. Durante una fracción de segundo sus labios se curvaron en una sonrisa y
Lanark, desconcertado, oyó un leve chasquido procedente del interior de su cabeza.
—Muéstrele su perfil —dijo Gilchrist. Lanark, que seguía mirándola, oyó otro
chasquido.
La señorita Maheen metió dos dedos en el bolsillo de su impecable blusa blanca,

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encima de su seno izquierdo, y sacó de él una tira de plástico. Se la entregó a Lanark.
En un extremo de la tira había dos pequeñas fotos de Lanark, una mostrándole de
frente, con una expresión desconcertada en el rostro, y la otra mostrando un perplejo
perfil. El resto de la tira de plástico estaba cubierto por unas delgadas líneas paralelas
de color azul sobre las que había escrito LANARK y un número con más de doce
cifras.
—Oh, sí, se puede confiar en ella —dijo Gilchrist, dando una palmadita en el
trasero de la señorita Maheen mientras que ésta volvía a su mesa—. Emite tarjetas de
crédito, hace café, escribe a máquina, siempre está guapa y es aficionada a las artes
marciales. Es un producto Quantum-Cortexin.
—Oiga, ¿es que la Quantum-Cortexin no podría fabricar algo semejante para que
trabajara como funcionario de información del grado D? —le preguntó Lanark con
cierta amargura.
—Oh, sí, claro que pueden. Ya lo hicieron. Lo pusimos a prueba en un subcentro
de estabilidad y provocó unos considerables disturbios. Los clientes pensaban que sus
respuestas eran demasiado mecánicas. La mayor parte de la gente tiene una fe
bastante irracional en los seres humanos.
—Marcha, Provan —dijo Pettigrew.
—Amén, Pettigrew. Marcha, Provan —dijo Gilchrist.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Lanark.
—Marcha es un término coloquial en el que se pide que un acontecimiento
esperado en el futuro llegue más deprisa. Tenemos muchas ganas de ser transferidos a
Provan. Naturalmente, ya está enterado de ello, ¿no?
—Me dijeron que podría ir allí porque tengo pasaporte del consejo.
—Cierto, cierto. Cuando estemos en Provan todo irá mucho mejor. Me temo que
este enorme y caro edificio ha sido un enorme y caro error. Ni el aire acondicionado
funciona bien… Pero será mejor que vayamos al piso veinte.

Avanzaron por entre los escritorios de la oficina hasta llegar a un gran ascensor que
se movía sin hacer ningún ruido. El ascensor les llevó a una larga sala en la que
habría unos treinta escritorios. La mitad estaban ocupados por personas que escribían
a máquina o hablaban por teléfono; había muchos escritorios vacíos y alrededor de
los demás había grupos de gente que conversaba en voz baja. Gilchrist llevó a Lanark
hasta uno de aquellos grupos.
—Nuestro nuevo funcionario de información —dijo.
—¡Gracias a Dios! —exclamó un hombre que estaba doblando cuidadosamente
un impreso para hacer un avión—. Acabo de enfrentarme con seis de esos animales,
seis seguidos sin descansar… No pienso volver allí durante mucho, mucho tiempo.
Lanzó el avión y éste flotó suavemente por el aire recorriendo toda la longitud de
la oficina. Algunos de los presentes aplaudieron.

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—¡Buena suerte! —dijo Gilchrist, estrechando la mano de Lanark—. Le prometo
que ascenderá tan pronto como logremos encontrarle un sustituto. Pettigrew y yo
solemos tomarnos una copa en la Cavidad Vascular. Es un pub bastante vulgar pero
resulta cómodo porque está cerca del trabajo y siempre hay cosas interesantes que
ver… —Le guiñó el ojo—. Ya lo sabe, si pasa por ahí nos tomaremos una jarra
juntos.
Yse fue caminando rápidamente. El lanzador de aviones llevó a Lanark hasta la
última de una larga hilera de puertas colocadas a intervalos en una pared. La abrió un
poquito, sin hacer ruido, echó un vistazo a través de la rendija y murmuró:
—Parece un tipo tranquilo. No creo que haya nada de qué preocuparse. ¿Sabe qué
ha de hacer?
—Sí.
Lanark cruzó el umbral y se encontró en un cubículo situado detrás de un
mostrador sobre el que había un letrero donde decía: INFORMACIÓN.

Sentado delante del mostrador había un hombre delgado y todavía joven. Tenía el
cabello corto y rizado, vestía un traje limpio de tela barata, sus ojos estaban cerrados
y apenas si parecía capaz de mantenerse erguido, amenazando constantemente con
caerse de lado. Lanark agarró el picaporte de la puerta por la que acababa de entrar, la
cerró dando un buen golpe y se sentó.
—No no no no… —dijo el joven abriendo los ojos—. No no, me ha entendido
mal.
Sus ojos se clavaron en el rostro de Lanark y su expresión empezó a cambiar,
haciéndose más vivaz y despierta.
—¡Lanark! —murmuró, sonriendo.
—Sí —dijo Lanark, preguntándose quién sería.
El joven estaba a punto de reír, tal era el alivio que sentía.
—¡Eres tú, gracias a Dios! —Se inclinó sobre el mostrador y le dio la mano,
diciendo—: ¿No me conoces? Claro que no, entonces yo era un crío… Soy Jimmy
Macfee. El pequeño Macfee, el de la abuela Fleck. ¿Recuerdas los viejos tiempos de
la calle Ashfield, cuando yo y mis hermanas jugábamos a hacer navegar barcos en tu
cama? Vaya, has engordado un poco, ¿eh? Entonces estabas delgado. Siempre tenías
los bolsillos llenos de conchas y guijarros, ¿recuerdas?
—¿Tú eras ese niño? —le preguntó Lanark, meneando la cabeza—. ¿Qué tal está
la señora Fleck? ¿Sigues viéndola?
—No, hace tiempo que no la he visto. Ahora no sale casi nunca. Artritis. Cosa de
la edad. Pero si eres tú, gracias a Dios… Ya he hablado con seis tipos y cada uno de
ellos ha intentado librarse de mí enviándome a otro. Mira, el problema es que estoy
casado, ¿entiendes?, y yo y la mujer tenemos una mocasa. Y tenemos dos críos, seis y
siete años, niño y niña. Ojo, no es que esté criticando las mocasas —me gano la vida

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fabricando esas malditas cosas—, pero no son demasiado espaciosas, ¿verdad? Y
cuando cogimos ésa el departamento de vivienda dijo muy claramente que si pagaba
mi alquiler sin retrasos y no me metía en líos conseguiríamos una casa decente en
cuanto nos hiciera falta. Bueno, pues hemos tenido un pequeño accidente. La mujer
vuelve a estar embarazada. ¿Qué podemos hacer? ¿Cuatro y un bebé en una mocasa?
¿Y tener que usar el lavabo público cada vez que necesitamos lavarnos o hacer ya-
sabes-qué? Bueno, ¿qué podemos hacer?
Lanark contempló la pluma y el montón de impresos que cubrían el mostrador.
—¿Cuál es tu dirección? —preguntó, cogiendo la pluma. Un instante después la
dejó caer y, con voz firme, le dijo—: No hace falta. Es inútil. No van a ayudarte.
—¿Qué?
—Que aquí no conseguirás ayuda. Si necesitas una casa nueva, tendrás que
arreglártelas por tu cuenta.
—Pero eso requiere dinero. ¿Me estás aconsejando que…, que robe?
—Quizá. No lo sé. Pero, hagas lo que hagas, ten cuidado. Todavía no he visto a la
policía, pero supongo que cuando se trata de vérselas con criminales no organizados
deben ser muy eficientes. Si decides hacer algo, hazlo junto con otros muchos, gente
que piense igual que tú. Quizá debieras organizar una huelga, pero no hagas huelga
pidiendo un aumento de sueldo. Tus enemigos entienden mucho más de dinero que
tú. Haz huelga para pedir otras cosas. Haz huelga para pedir casas más grandes.
El rostro de Macfee se contorsionó en una expresión de incredulidad.
—¿Yo? —gritó—. ¿Organizar una…? ¡Oh, vale, gracias! ¡Gracias por nada!
Se levantó de un salto y se dio la vuelta, yendo hacia el ascensor.
—¡Espera! —gritó Lanark, trepando por encima del mostrador—. ¡Espera!
¡Tengo otra idea!
Luchó por abrirse paso a través de la muerta atmósfera de aquel departamento y
logró meterse en el ascensor antes de que se cerraran las puertas. La masa de
ancianos y mujeres que llenaba la cabina le dejó aprisionado contra el hombro de
Macfee.
—Oye, Macfee —susurró—. Mi familia y yo nos cambiaremos pronto a otro
sitio… Podrías vivir en donde estamos ahora.
—¿Y dónde queda eso?
—En la catedral.
—¡No soy un maldito ocupa!
—Pero si es legal… El encargado del lugar es un sacerdote muy amable y
servicial.
—¿Y qué tamaño tiene ese sitio?
—Metro ochenta por dos metros setenta. Y el techo hace un poco de pendiente.
—Cristo, pero si mi mocasa es casi igual de grande. Y el techo no hace pendiente
y tiene dos habitaciones.
—¡Pues a nosotros nos iría estupendamente, señor! —gritó una mujer con ojeras

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y cara de cansancio que sostenía en sus brazos a un bebé—. ¿Metro ochenta por dos
metros setenta? Mi hombre, su hermano y yo necesitamos un sitio como ése.
—Oye, respóndeme a una pregunta —le dijo Macfee con cara de malos amigos
—. ¿Cuánto te pagan por trabajar aquí?
—Lo suficiente para comprarme una casa propia.
—¿Y por qué te han de pagar un sueldo?
—Creo que le dan empleo a un montón de gente con educación para hacer que
nos sintamos a gusto —dijo Lanark—. Y porque tienen miedo de que si no
tuviéramos empleo podríamos acabar resultando peligrosos.
—¡Oh, maravilloso! ¡Jodidamente maravilloso! —dijo Macfee.
—Eh, señor, de veras, ese sitio que va a dejar me parece estupendo, realmente
estupendo. ¿Dónde ha dicho que estaba?

La puerta del ascensor se abrió y los dos cruzaron apresuradamente el vestíbulo de


entrada, con Lanark manteniéndose junto al hombro de Macfee. Nada más llegar a la
acera vieron pasar a tres rugientes vehículos acorazados llenos de soldados.
—¿Qué está pasando? —exclamó Lanark—. ¿Por qué hay tantos soldados?
—¿Cómo voy a saberlo? —gritó Macfee—. No me entero de nada, sólo sé lo que
dicen por los noticiarios de la televisión y que las calles están llenas de ruidos raros.
Hace un ratito estaban haciendo sonar la campana de la catedral igual que si se
hubieran vuelto locos. ¿Cómo voy a saber qué está pasando?
Caminaron en silencio hasta llegar a una esquina donde había un letrero colocado
sobre una puerta. El letrero mostraba un gran corazón rojo con tubos de neón rosado
entrando en él, debajo se leía: La Cavidad Vascular.
—Al menos deja que te invite a tomar algo, ¿no? —dijo Lanark.
—¿Puedes permitírtelo? —le preguntó Macfee con voz sarcástica.
Lanark acarició la tarjeta de crédito que llevaba en el bolsillo, asintió y empujó la
puerta.

El lugar estaba iluminado por una tenue claridad rojiza entre la que había algunas
zonas de luz casi deslumbrante. La mayor parte de las mesas y las sillas estaban
separadas unas de otras por rejas luminosas que tenían la forma y el color de venas
rosa y arterias purpúreas. Una bola que no paraba de girar arrojaba una corriente de
manchas rojas y blancas parecidas a corpúsculos a través del techo, y la música se
reducía a un lento y potente palpitar parecido al que produciría un gigante lisiado que
avanzara cojeando sobre una escalera cubierta por una gruesa alfombra.
—¿Qué clase de local es éste? —preguntó Macfee.
Lanark se había quedado quieto y estaba mirando de un lado para otro. De no
haber sido por las mujeres se habría dado la vuelta y habría salido inmediatamente.

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Las mujeres llenaban el lugar con su risa, sus vivaces e indiferentes rostros y
gargantas juveniles, sus pechos, estómagos y piernas cubiertas por ropa de todas las
telas y colores. Lanark tuvo la sensación de que nunca había visto tantas chicas. Al
fijarse un poco más vio que había casi tantos hombres como mujeres, pero producían
una impresión menos marcada. Le pareció que todos eran duplicados del mismo tipo
físico, un joven melenudo con una expresión de gran confianza en sí mismo, y les
odió. Siguió inmóvil, atrapado entre la fascinación y la envidia, hasta que alguien
gritó su nombre desde un rincón. Miró hacia allí y vio a Gilchrist, Pettigrew y la
señorita Maheen sentados ante un mostrador recubierto de plástico rojo.
—Oye —le dijo a Macfee—, ese hombre alto es mi jefe. Si hay alguien que pueda
ayudarte, es él. Vamos a probar. —Fue hacia el mostrador y dijo—: Señor Gilchrist,
un antiguo amigo mío, Jimmy Macfee: le conocí de pequeño. Ha venido a verme al
departamento y su caso es realmente grave, necesita que…
—¡Vamos, vamos, vamos! —exclamó jovialmente Gilchrist—. Hemos venido
aquí para divertirnos, no a trabajar. ¿Qué quieren tomar?
—Un whisky tan grande como el suyo —dijo Macfee.
—Lo mismo, por favor —dijo Lanark.
Gilchrist le transmitió el pedido al camarero. Macfee demostraba sentirse
claramente atraído por la señorita Maheen, que giraba la cabeza a intervalos
regulares, sonriéndoles a cada uno por turno.
—¿Por qué no toma nada? —le preguntó cuando su sonrisa de una fracción de
segundo se volvió hacia él.
—No bebe —dijo Pettigrew con voz hosca.
—¿Qué pasa, no puede hablar por sí misma? —preguntó Macfee.
—No le hace falta.
—¿Es usted su esposo, o qué? —preguntó Macfee.
—¿A qué se dedica? —le preguntó Pettigrew con frialdad después de haber
terminado su whisky.
—Hago cosas. Fabrico mocasas —respondió Macfee con cierto orgullo—. Y vivo
en una.
—Los que hacen mocasas no son auténticos creadores —dijo Pettigrew—. Mi
padre sí era un auténtico creador. Yo respeto a los auténticos creadores. Usted se
dedica a producir artículos de lujo, nada más.
—Entonces, ¿cree que una mocasa es un lujo?
—Sí. Apuesto a que la suya tiene televisión en color.
—¿Y por qué no iba a tenerla?
—Supongo que ha venido a vernos porque deseaba una casa en la que no le
hiciera falta andar encogido, con un lavabo propio, y dormitorios separados, y marcos
de madera, y puede que incluso una chimenea, ¿no?
—¿Y por qué razón no he de desear una casa semejante?
—Yo se lo diré. Cuando los usuarios de las mocasas consiguen una casa como ésa

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se apelotonan todos en una habitación y subarriendan las otras, y arrancan las
cañerías para vender el metal, y rompen los marcos de las ventanas y hacen añicos las
puertas para quemar la madera. El usuario de una mocasa no está preparado para vivir
en un sitio decente.
—¡Yo no soy de ésos! ¡Usted no sabe nada de mí! —gritó Macfee.
—Nada más echarle la vista encima lo supe todo sobre usted —dijo Pettigrew en
voz baja y suave—. Usted no es más que un pequeño y molesto bastardo carente de
importancia.
Macfee le miró, tragando aire ruidosamente y apretando los puños.
—¡Señorita Maheen! —dijo Pettigrew alzando la voz—. Si se pone peligroso,
hágale pedazos.
La señorita Maheen se interpuso entre Macfee y Pettigrew y alzó su mano
derecha hasta la altura de su garganta, sosteniéndola en posición horizontal con el
meñique extendido hacia delante. Su sonrisa se hizo un poco más pronunciada,
convirtiéndose en una rígida mueca.
—Oh, vamos, señorita Maheen, no hace falta recurrir a la violencia —se apresuró
a decir Gilchrist—. Basta con que le mire.
Lanark oyó una especie de seco crujido procedente del interior de la cabeza de la
señorita Maheen. No podía ver su rostro, pero sí veía el de Macfee. Macfee se quedó
boquiabierto, el labio superior empezó a temblarle y se tapó rápidamente los ojos con
las manos.
—Sáquelo de aquí, Lanark —le dijo Gilchrist en voz baja—. Este pub no es para
él.
Lanark cogió a Macfee por el brazo y se lo llevó por entre la multitud.

Una vez cruzado el umbral Macfee se apoyó en la pared, dejó caer las manos y se
estremeció.
—Pequeños agujeros negros —dijo en un murmullo—. Sus ojos se convirtieron
en dos agujeritos negros.
—Verás, no es una mujer de verdad —dijo Lanark—. Es una herramienta, un
instrumento al que le han dado forma de mujer.
Macfee se inclinó hacia delante y vomitó sobre la acera.
—Me voy a casa —dijo en cuanto hubo acabado.
—Te acompañaré.
—Será mejor que no. Creo que esta noche voy a pegarme con alguien. Necesito
pegarle a alguien. Y si no te mantienes lejos de mí, es probable que ese alguien
acabes siendo tú.
Parecía tan débil y enfermo que Lanark le cogió por el brazo y le guió a lo largo
de varias calles muy concurridas y de unas cuantas más casi desiertas. Pasaron junto a
un camión en el que había tres trabajadores que estaban colocando un bloque de

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cemento sobre una reja de alcantarilla. Un soldado estaba fumando unos pasos más
allá, con su arma preparada.
—¿Qué están haciendo? —le preguntó Lanark al que parecía ser el jefe de la
cuadrilla.
—Estamos tapando ese asqueroso agujero con un bloque de cemento —dijo el
jefe.
—¿Por qué?
—No se meta en esto —dijo el soldado.
—No me estoy metiendo en nada, pero ¿podría decirnos qué está pasando?
—Pronto emitirán un comunicado. Váyanse a sus casas y esperen el comunicado.
Lanark se fijó en que cada alcantarilla junto a la que pasaban estaba tapada con
bloques de cemento. Empezó a oír un griterío distante que se fue acercando poco a
poco. El sonido procedía de un altavoz colocado sobre una camioneta que avanzaba
lentamente. Decía:
—COMUNICADO DE EMERGENCIA ESPECIAL. DENTRO DE
QUINCE MINUTOS, TIEMPO CARDÍACO NORMAL, EL PREBOSTE
SLUDDEN EMITIRÁ UN COMUNICADO DE EMERGENCIA ESPECIAL. SI
TIENEN VECINOS QUE NO POSEAN TELEVISOR O RADIO,
INVÍTENLOS A SUS CASAS PARA QUE OIGAN EL COMUNICADO DE
EMERGENCIA ESPECIAL DEL PREBOSTE SLUDDEN DENTRO DE
QUINCE MINUTOS, TIEMPO CARDÍACO NORMAL. TODOS LOS
COMERCIOS, DESPACHOS, FÁBRICAS, SALONES DE BAILE, CINES,
RESTAURANTES, CAFÉS, CENTROS DEPORTIVOS, ESCUELAS Y
EDIFICIOS PÚBLICOS DEBEN EMITIR EL COMUNICADO DE
EMERGENCIA ESPECIAL DEL PREBOSTE SLUDDEN POR SU SISTEMA
DE ALTAVOCES DENTRO DE CATORCE MINUTOS Y MEDIO, TIEMPO
CARDÍACO NORMAL. AVISO URGENTE…
—¿Qué le está pasando a esta ciudad? —preguntó Macfee, agitando su brazo
libre.
Pasaron ante una larga cola de gente que esperaba delante de un lavabo público y
después ante una pared cubierta de gigantescos carteles.
—Aquí —dijo Macfee, y se metieron por entre un hueco de los carteles hasta
llegar a una gran explanada de gravilla cubierta por hileras de coches aparcados.
Macfee se paró junto a uno de ellos y abrió la puerta. Lanark abrió la otra puerta.

El coche sólo tenía un asiento delantero, que ocupaba toda la amplitud del vehículo, y
en su centro había sentada una joven regordeta.
—Pase, pase —dijo ella—. Cierre la puerta y siéntese. Disculpe mis modales.
Dentro de un momento prepararé el té, pero no quiero perderme mi jardín.
Lanark cerró la puerta y se apoyó en el respaldo sintiendo un gran alivio. La luz

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del sol entraba a chorros por las ventanillas y el coche parecía estar avanzando
lentamente por entre un macizo de rosales. Hojas verdes y grandes flores blancas
rozaban el parabrisas y pasaban junto a las ventanillas laterales. Lanark vio abejas de
un color marrón dorado que se afanaban en los corazones de las rosas y oyó su
soñoliento zumbido, el susurro de las hojas y el trino distante de unos pájaros. La
señora Macfee cogió un pequeño recipiente de un estante y apretó el botón que había
en la parte superior. Una fina niebla que olía a rosas brotó del recipiente. Dejó
escapar un suspiro y volvió a reclinarse en el asiento, diciendo:
—No necesito verlo. El sonido y el olor ya son suficientes.
El coche no tenía volante y el asiento era del tipo que puede deslizarse hacia
delante mientras que el respaldo se echa hacia atrás para formar un sofá. Un panel de
vidrio y una persiana lo separaban del asiento trasero, donde debían estar durmiendo
los niños. Bajo el parabrisas había unos cuantos cajones, estantes y compartimentos.
En uno de los compartimentos había un hornillo eléctrico, en otro una pileta de
plástico con un grifo minúsculo encima. Macfee abrió la puerta de una pequeña
nevera, sacó de ella dos latas de cerveza y le entregó una a Lanark.

El muro de rosas se hendió delante del parabrisas y, con un gorgoteo, el coche


empezó a flotar igual que un yate en un estanque circular rodeado de colinas que
nacían al borde del agua y estaban cubiertas desde su base hasta la cima por una
gruesa capa de flores, con apenas alguna que otra hoja verde visible por entre el mar
de colores aromáticos que cambiaban continuamente. El lago era muy profundo pero
sus aguas eran de una transparencia tal que el fondo, que parecía ser una masa de
pequeños guijarros redondeados color perla, resultaba claramente visible cada vez
que el ojo se permitía a sí mismo el lujo de no ver, hundido en aquel cielo invertido,
el florecer duplicado de las colinas. La impresión global era de una gran riqueza, un
cálido colorido suave, tranquilo y delicado, y mientras que el ojo iba subiendo por la
pendiente cubierta por una miríada de colores, desde allí donde se juntaba
repentinamente con el agua hasta su confuso final en el azul desprovisto de nubes,
resultaba difícil no imaginarse una gran catarata de rubíes, zafiros, ópalos y ónices
dorados que caían silenciosamente del cielo. La señora Macfee cogió otro pequeño
recipiente y roció el interior del coche con él, saturando la atmósfera con un aroma a
pensamientos.
—¡Ah, qué asco! —gritó Macfee, y accionó violentamente un interruptor.
El interior del vehículo se volvió parte de un convertible rojo que corría
velozmente por una gran autopista de muchos carriles bañada por un sol
deslumbrante. Un enjambre de puntos se fue haciendo visible por entre el bailoteo de
la calina que tenían delante. Los puntos se convirtieron en un grupo de motoristas. El
coche aceleró, yendo en ángulo hacia las motos.
—¡Jimmy! —dijo la señora Macfee—. Ya sabes que eso no me gusta nada.

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—Qué pena, ¿verdad? —dijo Macfee.
Su mujer apretó los labios, abrió un cajoncito del salpicadero, sacó de él aguja y
un calcetín y empezó a hacerle un remiendo. Lanark vio cómo el coche se colocaba a
la altura del jefe de los motoristas. Iba vestido de cuero y llevaba insignias con
cráneos y esvásticas. Una chica parecida a la señorita Maheen, también vestida de
cuero, se agarraba a su cintura. Y entonces… ¡Frooom! Un reluciente dardo erizado
de pinchos brotó del coche de Macfee y atravesó el cuerpo del motorista por debajo
de la axila. El coche se desvió con un chirrido ensordecedor y arremetió contra los
otros motoristas. Y, de pronto, todo pareció ocurrir igual que en cámara lenta. Los
motoristas cayeron de sus vehículos, gritando, volando perezosamente por los aires o
agarrándose a la capota del coche con una mueca de agonía resbalando por ella muy
poco a poco. Lanark abrió la puerta de un empujón y contempló aliviado la gravilla
del estacionamiento y una hilera de mocasas totalmente inmóviles.
—Cierra la puerta, nos estamos congelando —gritó Macfee.
Lanark la cerró, de mala gana. Los cuerpos seguían girando como en un ballet por
entre remolinos de polvo. Dos motocicletas chocaron entre ellas con una tremenda
explosión; un instante después el parabrisas quedó ocupado por la cabeza y el torso
de un hombre que llevaba una abigarrada corbata de colores.
—Sentimos interrumpir este programa —dijo—, pero vamos a transmitir un
comunicado de emergencia del preboste Sludden, el presidente del poder ejecutivo
del Gran Unthank. Dado que este comunicado contiene un aviso que hace referencia
a un grave peligro que amenaza la salud de todos los habitantes de la región del Gran
Unthank, es de vital importancia que todo el mundo, y sobre todo aquellos que tengan
niños, le presten atención. Bien, preboste Sludden…
Sludden apareció en el parabrisas, sentado en un sofá de cuero sobre el que
colgaba un gran mapa de la ciudad. Tenía las manos tensamente apretadas entre las
rodillas, y estuvo mirando a la cámara con una gran seriedad durante unos cuantos
segundos antes de hablar.

«Hola. La mayor parte de ustedes no


me han visto nunca, y puedo jurarles que
siento mucho verme obligado a aparecer
en la pantalla. Un preboste es un
servidor del bien público y un buen
servidor del bien público jamás debería
verse obligado a aparecer
repentinamente en la sala cuando la
familia está disfrutando de la televisión
y quejándose de los problemas que
encuentra en su trabajo. Los buenos
servidores públicos trabajan en silencio

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detrás del telón, encargándose de que
quienes le pagan obtengan aquello que
necesitan. Pero, de vez en cuando,
ocurren accidentes imprevisibles. Puede
que de repente una bañera caiga por el
techo de la cocina y entonces, sin
importar lo competente que uno sea, no
le queda más remedio que informar al
jefe y a la esposa del jefe de lo sucedido,
porque la rutina doméstica va a sufrir un
trastorno y todo el mundo tiene derecho
a saber cuál es la razón de tal trastorno.
La red de cañerías de la región de
Unthank ha sufrido un accidente
inesperado y como presidente del poder
ejecutivo, voy a explicarles el porqué ha
ocurrido.
»Pero antes debo explicarles de qué
forma los servidores del bien público
que han escogido lograron resolver un
problema mucho más grande: el hambre.
Sí, el hambre. El consejo se había
cruzado de brazos, dejando que un
montón de basura venenosa escapada de
un camión cisterna reventado aislara la
ciudad. Nuestras reservas de comida
estaban a punto de agotarse. Podríamos
haber instaurado un severo
racionamiento con la esperanza de que
el consejo intervendría para salvarnos en
el último minuto, pero decidimos no
correr ese riesgo. Decidimos actuar por
nosotros mismos. Le dijimos a nuestra
heroica brigada de bomberos que
barriera el veneno con sus mangueras,
echándolo a las alcantarillas… porque
no había ningún otro sitio donde
echarlo. Y así lo hicieron. Unthank
estaba a salvo. No le dimos publicidad a
este triunfo. Como recompensa, nos
bastaba saber que nadie pasaría hambre.

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»Y ahora, las malas noticias. El
veneno de la autopista está saliendo del
sistema de alcantarillado bajo la forma
de un gas corrosivo terriblemente
mortífero. Está minando nuestras calles,
nuestros edificios públicos y nuestras
casas».

Sludden se puso en pie y señaló una zona del mapa pintada de rojo.

«Ésta es la zona de peligro: el centro


de Unthank, la zona situada entre el
anillo circular y el distrito este de la
catedral».

—Justo, somos nosotros —dijo Macfee.

«Si queremos evitar toda pérdida de


vidas debemos impedir que el gas se
difunda. Todas las alcantarillas y
desagües de la zona deben quedar
bloqueados. Dicho trabajo ya está siendo
llevado a cabo en las calles y pronto
empezará a realizarse en las casas
particulares y en el resto de edificios.
Empleados del departamento de sanidad
se encargarán de sellar cada fregadero,
retrete y lavabo. Naturalmente, es un
trabajo que requiere tiempo, por lo que
les pedimos su cooperación. Pronto
estaremos en condiciones de suministrar
envases con cemento plástico que
podrán obtener en su comisaría local o
en su estafeta de correos. Las casas de
quienes se encarguen de sellar sus
lavabos y cocinas sólo tendrán que
someterse a una inspección de rutina.
Los retretes no presentan un peligro
inmediato, siempre que no sean
utilizados. Y ahora, voy a hacer una
pausa de tres minutos para dejar que
todo el mundo se ocupe de su lavabo o
cocina».

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En la pantalla aparecieron tres frases:
PONGA EL TAPÓN DE SU FREGADERO.
LLÉNELO DE AGUA.
NO USE LA CISTERNA DEL RETRETE.

—Tómate otra cerveza —dijo Macfee, pasándole una lata—. Y tú también,


Helen.
—Jimmy, tengo miedo —dijo ella.
—¿Miedo? ¿Por qué? Mira, por una vez hemos tenido suerte. Las mocasas no
tienen lavabos. Nuestro fregadero no está conectado al sistema de alcantarillas.
—Pero ¿qué haremos si no podemos usar el lavabo público?
—Supongo que el preboste pronto anunciará algún plan para cubrir esa
eventualidad —dijo Lanark.
El discurso le había dejado muy impresionado. «Me alegra que Rima y Sandy
estén en la catedral —pensó—. Ritchie-Smollet ya habrá tomado las precauciones
necesarias». Tragó un sorbo de cerveza. El mensaje se desvaneció de la pantalla y
Sludden volvió a aparecer en ella.

«Estoy seguro de que todos ustedes


se están haciendo la misma pregunta.
¿Cómo vamos a librarnos de nuestros
desechos corporales? Bien, ya podrán
imaginarse que se trata de una pregunta
tan antigua como la misma humanidad,
¿no? Tendemos a olvidar que las
instalaciones sanitarias a las que
estamos acostumbrados son inventos
relativamente recientes, y que tres
cuartas partes del mundo no disponen de
ellas. Me temo que durante cierto
tiempo no habrá más remedio que
utilizar esto, igual que hacían nuestros
bisabuelos…».

Alzó un orinal, mostrándoselo a la cámara.

«Quienes tengan niños pequeños


probablemente ya disponen de uno. La
planta de Cortexin Sanitaria situada en
New Cumbernauld está
suministrándonos grandes cantidades de
ellos que pronto estarán disponibles.
Hemos hecho un importante pedido a

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una pequeña fábrica de Unthank que
sigue produciendo el viejo modelo de
porcelana, con lo cual le daremos un
impulso más que necesario a una parte
de la economía ciudadana bastante
descuidada en los últimos tiempos. Y
aunque muchos de ustedes se verán
obligados a pasar un breve período sin
disponer de este artículo, tengo la
seguridad de que podrán improvisar un
sustituto utilizando algún otro
adminículo casero. En cuanto a los
desechos, recibirán por correo un
paquete conteniendo una cierta cantidad
de estos objetos, si es que no lo han
recibido ya».

Le enseñó a la cámara una bolsa de plástico negro.

«Es lo bastante grande como para


guardar sin problemas el contenido de
un orinal de tamaño medio. Basta con
hacerle un nudo para que la bolsa pueda
resistir la humedad y no deje escapar
ninguna clase de olor. Hay que
almacenarlas al lado de, y no dentro de,
el sitio donde tengan por costumbre
guardar la basura o echar los
desperdicios. Los trabajadores del
departamento de sanidad serán ayudados
por el ejército para que la recogida se
efectúe con más rapidez. Ésa es la razón
de que últimamente hayan visto tantos
soldados por las calles».

—Si van a llevarse la mierda, no veo por qué necesitan ir armados —dijo Macfee.

«Si se reduce al mínimo


imprescindible, el aseo no debería
plantear grandes problemas. En cuanto
hayan tapado su fregadero podrán
emplearlo como de costumbre, aunque
el agua sucia (que debería ser utilizada

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más de una vez) deberá ser sacada de
allí mediante un cubo que deberán
vaciar en la cuneta o en un lugar
adecuado. En cuanto a la orina, lo
mismo. Por suerte, los pronósticos
meteorológicos indican que hará calor,
con lo que nuestros desechos líquidos
acabarán evaporándose o yendo a parar
a distritos donde todavía funcionan los
desagües».

—¿Y si llueve? —dijo Macfee.

«Pero también debemos tratar las


causas de esta peligrosa molestia. Ya
hemos acudido al consejo pidiéndole
que intervenga, lo cual es todavía más
justificado teniendo en cuenta que su
lentitud a la hora de actuar fue la que
originó todo este desastre. Hemos
pedido ayuda al Grupo Cortexin, que
fabricó el veneno. Los dos nos han
contestado que están hablando con los
expertos, que tomarán en consideración
el asunto y que, a su debido tiempo, ya
tendremos noticias suyas. No nos ha
parecido suficiente, por lo que la
profesora Eva Schtzngrm ha sido
nombrada directora de un grupo de
expertos que está trabajando con vistas a
desarrollar la tecnología necesaria para
eliminar el gas, y vamos a escoger un
delegado que se encargue de exponer sin
tapujos la opinión de Unthank en la
asamblea general del consejo que va a
celebrarse en Provan. Lo cierto es que el
consejo no ha tratado bien a Unthank.
Ya hace mucho que introdujeron su
calendario decimal basado en el día de
veinticinco horas. Nos prometieron
nuevos relojes, por lo que nos
apresuramos imprudentemente a
desprendernos de los antiguos, y los

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nuevos relojes todavía no han llegado.
Entonces yo era joven y confieso que no
me importó, igual que a la mayor parte
de la gente. A todos nos gusta sentir que
tenemos montones de tiempo; a nadie le
gusta ver lo rápido que pasa. Pero no
podemos enfrentarnos a una emergencia
pública sin relojes, por lo que hemos
creado un nuevo departamento, nuestro
propio departamento de cronometría.
Este departamento ha requisado un canal
de televisión, el que están viendo ahora,
y voy a mostrarles qué es lo que
transmitirán en el futuro».

Sludden fue hacia la pared: en ella había un reloj, un reloj de péndulo cuyo
estuche tenía la forma de una cabañita de troncos.
—Joder, esto es un auténtico milagro —dijo Macfee, abriendo otra lata de
cerveza.
—¿No crees que ya has bebido bastante? —le dijo Helen.

«Éste es uno de los muchos relojes


recuperados recientemente de los
museos, las tiendas de antigüedades y
los traperos. Puede que no tenga un
aspecto demasiado impresionante pero
es el primero que ha sido reparado hasta
dejarlo como nuevo. Cuando hayamos
reparado los otros se irán instalando en
las sedes de nuestros servicios más
importantes, y cada uno de ellos estará
sincronizado con este reloj».

Sludden señaló con el dedo la piña que servía de contrapeso.

«Observen: se le ha dado cuerda y el


contrapeso ha sido colocado sobre un
pequeño estante que se encuentra debajo
del reloj. En cuanto haya terminado de
transmitir este comunicado, lo dejaré
caer y el reloj dará la medianoche: el
momento en que muere el viejo día y
empieza el nuevo. El sonido será

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reforzado por un toque de las sirenas de
la policía y las fábricas, que se repetirá
al mediodía de mañana. Además, hay
empleados del departamento de
cronometría en noventa y dos
campanarios de otras tantas iglesias,
campanarios que a partir de ahora
transmitirán el mensaje de este pequeño
reloj.
»Ya sé que los amantes del silencio
no apreciarán demasiado esta grosera
intrusión en su intimidad; que los
intelectuales dirán que un regreso a una
escala de tiempo solar sin tener sol es
atrasar los relojes, no adelantarlos; y que
los obreros, que miden el tiempo usando
el latido de sus corazones, pensarán que
todo esto carece de importancia. Tanto
da. Este reloj me permite hacer
promesas. Mañana a las ocho cada casa,
mocasa, despacho y fábrica habrá
recibido un paquete conteniendo las
bolsas de plástico. A las diez de la
mañana los primeros recipientes con
cemento plástico estarán disponibles en
su estafeta de correos local. Y cada hora
yo o algún otro representante del
ayuntamiento aparecerá en este canal
para explicarles qué tal van las cosas. Y
ahora…».

Sludden cogió el contrapeso.

«Les deseo a todos que pasen una


buena noche. Para el Gran Unthank, la
Eternidad está a punto de terminar. El
tiempo está a punto de empezar».

Dejó caer el contrapeso. El péndulo hizo tick, fue hacia la izquierda, y luego de
hacer tock fue hacia la derecha. El dial del reloj aumentó de tamaño hasta llenar casi
toda la pantalla. Las dos manecillas apuntaban hacia la puertecita situada sobre el
dial, puertecilla que se abrió un instante después. Un regordete pájaro de madera

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emergió del orificio gritando: «¡Cucú! ¡Cucú! ¡Cu…!». Macfee apretó un botón y el
parabrisas se volvió transparente. Los tres se quedaron inmóviles, contemplando la
oscura explanada del aparcamiento. En el exterior se oía el ruido de las sirenas, las
bocinas de coche y un distante golpear metálico. Helen encendió la luz.
—¡Está loco! —dijo Macfee—. Ese tipo está loco.
—Oh, no —dijo Lanark—. Le conozco desde hace mucho tiempo y no está loco.
No es que confíe en él como persona, pero creo que ha entendido muy bien cuál es la
situación política. Y la verdad es que ese discurso me ha parecido bastante sincero.
—¿Es amigo tuyo?
—No, es amigo de mi mujer.
Macfee se inclinó sobre él, le agarró por las solapas y gritó:
—¿Qué os traéis entre manos?
—¡Jimmy! —chilló Helen.
—¿Qué pasa? —exclamó Lanark.
—¡Eso es justamente lo que te estoy preguntando! Tienes un pasaporte del
consejo, ¿verdad? Y trabajas para la estabilidad social, ¿no? Conoces a Sludden, ¿eh?
¡Bien, pues entonces dime qué se traen entre manos!
Lanark se había visto arrastrado hasta medio caer sobre el regazo de Helen, con
su oreja apretada contra su muslo: una reconfortante oleada de calor empezó a fluir
por ella, transmitiéndose a todo su ser.
—Estamos intentando acabar con Unthank —dijo con voz algo adormilada—.
Algunos de nosotros.
—Cristo, eso no es ninguna novedad. ¡Hace siglos que hasta el más idiota de los
talleres está enterado de eso! «De acuerdo —decía yo—. Podéis acabar con todo,
siempre que a mis críos no les pase nada». Pero ahora estáis empezando a hacerlo en
serio, ¿verdad, bastardos? ¿Verdad?
Macfee alzó la mano y agarró a Lanark por la nariz, tapándole la boca. Lanark se
encontró contemplando un combado reflejo de su cara y la mano de Macfee en la
brillante superficie de una tetera sostenida por un estante a pocos centímetros de su
cabeza. El reflejo empezó a parpadear y oscurecerse y Lanark supuso que cuando se
desvaneciera del todo habría perdido el conocimiento. No sentía ningún dolor, por lo
que no estaba demasiado preocupado. Un instante después oyó ruido de bofetadas y
la ronca voz de Helen diciendo: «¡Suéltale, suéltale!». Un instante después quedó
libre y oyó un ruido de golpes mucho más fuertes. Helen dejó escapar un gemido y
gritó: «¡Váyase, señor! ¡Váyase de aquí! ¡Déjenos solos!».
Lanark logró encontrar una manecilla, tiró de ella y salió tambaleándose de la
mocasa, cerrando la puerta detrás de él. En cuanto hubo salido se quedó parado junto
a ella, sin saber qué hacer, viendo cómo la mocasa oscilaba ligeramente. Del asiento
delantero llegaban ruidos ahogados y en el asiento trasero se oía un tenue llanto
infantil. Los ojos de Lanark fueron hacia un gran cartel luminoso suspendido de un
último piso en el que se veía a una atlética pareja con traje de baño que jugaba a la

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pelota con sus dos sonrientes retoños. El mensaje impreso arriba decía: EL TIEMPO
ES DINERO. EL TIEMPO ES VIDA. COMPRE MÁS VIDA PARA SU
FAMILIA EN QUANTUM INTERMINABLE. (ELLOS SE LO
AGRADECERÁN).

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CAPÍTULO XXXIX

Divorcio
«Podéis acabar con todo siempre que a mis críos no les pase nada». Las palabras de
Jimmy habían hecho que se acordara de Sandy y estaba muy preocupado por él.
Lanark salió corriendo del aparcamiento y recorrió unas cuantas calles vacías,
intentando volver por donde había venido. Grandes gotas calientes empezaron a caer
del cielo y las alcantarillas se fueron llenando rápidamente. Las casas que le rodeaban
no tenían nada de familiar. Dobló una esquina, llegó a una barandilla y vio varios
niveles de autopista al final de los cuales se hallaban la torre oscura y el campanario
iluminado de la catedral. Lanzó un suspiro de alivio, trepó por la barandilla y bajó por
una pendiente cubierta de hierba húmeda y resbaladiza. En la cuneta había casi
sesenta centímetros de agua que fluía rápidamente, igual que un arroyo. Lanark la
cruzó para llegar a los carriles secos. No había ningún vehículo visible pero de
repente un jeep militar apareció por la curva proyectando surtidores de espuma,
redujo la velocidad y acabó parándose junto a él.
—¡Venga aquí! —le ordenó una voz áspera—. Voy armado, así que no haga
ninguna tontería.
Lanark se acercó al jeep. Un hombre gordo con uniforme de coronel estaba
sentado junto al conductor.
—¿Cuánta gente hay ahí? —preguntó el gordo.
—Estoy solo.
—¿Y espera que me crea eso? ¿Adónde va?
—A la catedral.
—¿No sabe que está metiéndose en una zona prohibida?
—Estoy cruzando un camino, nada más.
—¡Oh, no! Está cruzando una autopista. Las autopistas sólo pueden ser utilizadas
por vehículos con ruedas impulsados por motores que consumen formas refinadas de
combustible fósil, y más vale que se acuerde de ello… Cielo santo, tú eres Lanark,
¿no?
—Sí. Y tú, ¿eres McPake?
—Claro que sí. Sube. ¿Adónde has dicho que ibas?
Lanark se lo explicó.
—Llévanos ahí, Cameron —dijo McPake, y volvió a reclinarse en su asiento,
riendo suavemente—. Cuando te vi creí que íbamos a tener jaleo. Algún disturbio, ya
sabes. En momentos como éste debemos mantenernos alerta.
El jeep dobló una curva y empezó a bajar hacia la plaza de la catedral.
—Supongo que Rima te habrá hablado de Alexander, ¿no? —dijo Lanark.
McPake meneó la cabeza.

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—Lo siento, pero sólo conozco a una Rima. Solía rondar por el café Élite con
Sludden en los viejos tiempos. Me acosté con ella una vez. ¡Menuda mujer! Creo que
se largó al instituto más o menos cuando te fuiste tú.
—Lo siento, debo estarme confundiendo —dijo Lanark.

Esperó sumido en una mezcla de nerviosismo y abatimiento hasta que el jeep le


dejó ante las puertas de la catedral. Cuando llegó a la puerta oyó sonar el órgano y el
interior del edificio estaba lleno de ancianos y personas maduras («Claro que yo
también soy una persona madura», pensó) de pie entre las hileras de sillas y cantando
que el tiempo se lleva a sus hijos igual que un río en eterno movimiento, que vuelan,
olvidados, igual que muere el sueño al nacer el día. Lanark pasó apresuradamente
junto a ellos con su boca empezando a articular insultos y acusaciones, abrió la
puertecita y subió corriendo por la escalera de caracol, dejando atrás el alféizar de la
ventana, atravesando el altillo del órgano y precipitándose hacia los cubículos. Rima
y Alex no estaban en ninguno de ellos. Lanark fue corriendo a la cocina y se encontró
con Frankie y Jack que alzaron la vista, sobresaltados, de la partida de naipes que
estaban jugando.
—¿Dónde están? —preguntó. Después de un breve silencio cargado de
incomodidad Frankie le miró y dijo:
—Rima te ha dejado una nota.
Lanark volvió corriendo al cubículo vacío. La cama había sido cuidadosamente
rehecha y sobre ella había una nota.

Querido Lanark:
Espero que no te sorprenda demasiado ver que nos hemos marchado.
Las cosas no han ido demasiado bien últimamente. Alexander y yo
viviremos con Sludden, tal y como habíamos pensado en un principio y,
bien mirado, creo que estarás mejor sin nosotros. Por favor, no intentes
encontrarnos: naturalmente, Alex se encuentra un poco afectado por todo
esto y no quiero que le hagas sentirse aún peor. Probablemente piensas que
me he ido con Sludden porque tiene una gran casa y es famoso y en muchos
aspectos es mejor amante que tú, pero ésa no es la verdadera razón. Quizá
te sorprenda saber que Sludden me necesita más que tú. Creo que tú no
necesitas a nadie. No importa lo mal que se pongan las cosas, siempre
seguirás adelante sin preocuparte de lo que piensan o sienten los demás.
Eres el hombre más egoísta que he conocido en toda mi vida.
Querido Lanark, no te odio pero cada vez que intento escribir algo que
te resulte agradable acabo descubriendo que me ha salido más bien
insultante: quizá sea porque si le ofreces el meñique al diablo acaba
comiéndosete todo el brazo. Pero tú has sido bueno conmigo en más de una

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ocasión, así que realmente no eres ningún diablo, ¿verdad?
Afectuosamente.
Rima
P. D. Volveré a buscar la ropa y algunas otras cosas. Puede que nos
veamos.

Lanark se desnudó muy despacio, se metió en la cama, apagó la luz y se quedó


dormido inmediatamente. Despertó en varias ocasiones teniendo la sensación de que
había pasado algo horrible, algo que debía contarle inmediatamente a Rima, y un
instante después se acordaba de qué era ese algo. Mientras esperaba volver a
quedarse dormido oyó de vez en cuando la campana de la catedral dando las horas.
Oyó cinco campanadas y cuando despertó, más tarde, la campana sonó tres veces, lo
cual daba la impresión de que imponerle una regularidad al tiempo no había
conseguido hacer que fuera mucho más despacio que antes.

Acabó abriendo los ojos para encontrarse con la claridad de una bombilla. Rima
estaba de pie junto a la cama, sacando ropa de la cómoda.
—Hola —dijo Lanark.
—No quería despertarte.
—¿Qué tal está Sandy?
—No habla demasiado pero creo que es feliz. Tiene mucho sitio para correr y
Sludden vive fuera de la zona de peligro, gracias a lo cual no tenemos que aguantar
ningún mal olor.
—Aquí no hay malos olores.
—En cuanto hayan pasado veinticuatro horas más estoy segura de que incluso tú
empezarás a notarlo. Quería recoger todo esto antes de irme, pero temía que llegaras
de improviso y te pusieras histérico —le dijo, cerrando la maleta.
—¿Cuándo me has visto histérico? —le preguntó él con voz malhumorada.
—No me acuerdo. Claro que eso es en parte culpa tuya, ¿verdad? Sludden y yo
solemos hablar de ti y él cree que serías un hombre muy valioso si aprendieras a
liberar tus emociones.
Lanark siguió inmóvil en la cama, apretando los puños y la mandíbula para no
gritar. Rima dejó la maleta al pie del lecho y se sentó en él, retorciendo un pañuelo
entre sus dedos.
—Oh, Lanark —le dijo—, no me gusta hacerte daño, pero debo explicarte por
qué me voy. Piensas que soy una mujer codiciosa e ingrata y que prefiero a Sludden
porque es mucho mejor como amante, pero no se trata de eso. Las mujeres pueden
vivir muy a gusto con un mal amante si sabe satisfacerlas en otros aspectos. Pero tú
siempre estás demasiado serio. Haces que todos mis pequeños sentimientos parezcan
tan inútiles y carentes de sustancia como motas de polvo. Conviertes la vida en un

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deber, algo que debe ser examinado y corregido. ¿Te acuerdas de cuando estaba
embarazada y dije que quería tener una niña, y tú dijiste que querías un niño porque
así, tuviera lo que tuviera, siempre habría alguien que le querría? Te pasabas todo el
tiempo intentando equilibrarme igual que si fuera un bote incapaz de flotar bien. No
añadiste ninguna alegría a mi felicidad y ningún dolor a mi pena, hiciste que fuera la
mujer más solitaria del mundo. No amo a Sludden más que a ti, pero la vida con él
me parece mucho más abierta y libre. Estoy segura de que Alex también saldrá
beneficiado de esto. Sludden juega con él. Tú te limitarías a explicarle cómo
funcionan las cosas.
Lanark guardó silencio.
—Pero hubo momentos en los que fuimos felices, ¿verdad? —dijo ella—. Has
sido un buen amigo para mí… No lamento haberte conocido.
—¿Cuándo podré ver a Sandy?
—Pensé que no tardarías en irte a Provan.
—No pienso marcharme sin Sandy.
—Puedes venir cuando quieras siempre que nos llames antes por teléfono.
Frankie tiene el número y la dirección. Necesitaremos a alguien que nos haga de
canguro.
—Dile a Sandy que le veré pronto y le visitaré con frecuencia. Adiós.
Rima se puso en pie, cogió la maleta y se quedó parada durante unos momentos,
como si no supiera qué hacer.
—Estoy segura de que si te quejaras más serías más feliz.
—¿Qué conseguiría quejándome? ¿Conseguiría que me quisieras y que te
quedaras conmigo? No, haría que marcharte te resultara aún más sencillo. No te creas
que…
Se quedó a media frase, con la boca aún abierta, sintiendo subir por su garganta
tal chorro de pena que acabó emergiendo bajo la forma de una ruidosa mezcla de
jadeo y llanto sin lágrimas que hacía pensar en un terrible ataque de hipo o en el lento
tictac de un reloj de madera. Se le humedecieron los ojos y el líquido empezó a fluir
por sus mejillas.
—¡Pobre Lanark! —dijo Rima con dulzura al ver que alargaba la mano hacia ella
—. Estás sufriendo mucho —y salió del cubículo sin hacer ruido, cerrando
suavemente la puerta a su espalda.
Sus sollozos se fueron calmando lentamente. Se quedó tendido, sintiendo como si
tuviera un gran peso encima del pecho. Pensó distraídamente en emborracharse o
romper los muebles, pero cualquier tipo de actividad le parecía demasiado agotadora.
El peso de su pecho le hizo seguir inmóvil hasta que se durmió.

Un rato después alguien puso una mano sobre su hombro y Lanark abrió los ojos de
golpe.

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—¿Rima? —preguntó.
Frankie estaba de pie junto a la cama, sosteniendo una bandeja llena de comida.
Lanark suspiró y le dio las gracias. Frankie se quedó junto a él en silencio, viéndole
comer.
—Me he llevado tu ropa —dijo por fin—. Estaba terriblemente sucia. Pero tienes
preparado un traje nuevo y ropa interior limpia en la sacristía, abajo.
—Oh.
—Creo que necesitas afeitarte y tomar un baño. Jack había sido barbero. ¿Quieres
que le diga que venga a verte?
—No.
—Sludden puede… ¿Puede hablar contigo?
Frankie se ruborizó.
—Quiero decir que… Si viene a verte no perderás los estribos, ¿verdad? No
intentarás pegarle ni nada de eso.
—Puedo asegurarte que no perderé mi dignidad por tener delante a una persona
que no tiene ni pizca.
—Estupendo —dijo Frankie con una risita—. Se lo diré con tus mismas palabras.

Se llevó la bandeja y unos minutos después Sludden entró en el cubículo.


—¿Cómo te encuentras? —le preguntó, sentándose en la cama.
—No me gustas nada, Sludden, pero las únicas personas a las que amo dependen
de ti. Dime qué quieres.
—Sí, te lo diré dentro de un momento. Me alegra que hayas accedido a verme
pero, naturalmente, sabía que reaccionarías de esa forma. Tanto Rima como yo
admiramos mucho tu auto-control instintivo. Hace que seas un hombre muy, muy
valioso.
—Dime qué quieres, Sludden.
—Después de todo, los dos somos hombres modernos y personas inteligentes, no
dos caballeros que han estado peleando por el amor de una bella dama, ¿eh? Incluso
me atrevería a decir que la bella dama te recogió por el camino pero que pesabas
demasiado para ella, así que te dejó caer y decidió recogerme a mí. Soy un peso
ligero, ¿sabes? A las mujeres les encanta levantarme. Pero tú estás hecho de una
sustancia más sólida, y ésa es la razón de que esté aquí.
—Por favor, dime qué quieres.
—Quiero que dejes de autocompadecerte y que te levantes de la cama. Quiero
que lleves a cabo un trabajo muy importante y difícil. He venido aquí en nombre del
comité. Quieren que vayas a Provan y que hables como representante de Unthank en
la asamblea general del consejo.
—¡Estás bromeando! —dijo Lanark, sentándose bruscamente en el lecho—. ¿Y
qué razón hay para que me pidan eso?

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—Quieren a alguien que haya estado en el instituto y que conozca los pasillos del
consejo. Tú has trabajado para Ozenfant. Has hablado con Monboddo.
—Tuve una discusión con el primero y no siento ni el más mínimo aprecio hacia
el segundo.
—Perfecto. Ve a Provan y encárgate de acusarles en nuestro nombre. No
queremos ser representados por un diplomático, queremos alguien que carezca de
tacto, alguien que le diga a los delegados de los otros estados exactamente lo que está
pasando aquí. Usa tu nariz y haz que parte de esta pestilencia vuelva a su fuente.
Lanark olisqueó el aire. La atmósfera estaba saturada por un desagradable olor
que no le era familiar.
—Manda a Grant —dijo—. Él entiende de política.
—Nadie confía en Grant. Entiende de política, sí, pero lo único que sabe hacer es
cambiar una política por otra.
—Manda a Ritchie-Smollet.
—Oh, no tiene ni la más mínima idea de política. Siempre cree que todo el mundo
es honrado y que hace cuanto está en su mano.
—Gow.
—Gow tiene acciones de la Cortexin, la compañía que nos ha metido en todo este
lío. Se pasa la vida gritando y protestando, pero si fuera allí se limitaría a fingir que le
planta cara al consejo.
—¿Y tú?
—Si estoy fuera de la ciudad más de una semana nuestra administración se
derrumbará. No habría nadie que pudiera encargarse de controlarla, sólo un puñado
de funcionarios que quieren largarse de aquí tan pronto como puedan. Tenemos
grandes enemigos, tanto interiores como exteriores.
—Así que he sido escogido porque nadie confía en nadie, ¿eh? —dijo Lanark.
Empezó a sentir una embriagadora excitación y frunció el ceño para ocultarla. Se
vio en una plataforma, o quizás en un pedestal, dejando boquiabierta a una inmensa
asamblea con unas pocas y sencillas palabras cargadas de convicción, un breve
discurso sobre la verdad, la justicia y la hermandad.
—¿Cómo puedo llegar a Provan? —le preguntó bruscamente a Sludden.
—Por el aire.
—Pero cruzaré una zona, ¿verdad?, quiero decir que cruzaré una zona
intercalendárica, y eso…
—¿Una zona intercalendárica? Sí, pasarás por ella.
—¿No hará que envejezca mucho?
—Probablemente.
—No iré. Quiero estar cerca de Sandy. Quiero ayudarle a crecer.
—Comprendo tus sentimientos —dijo Sludden con voz grave—. Pero si amas a
tu hijo y si amas a Rima, irás a Provan para defenderles.
—Mi familia ya no está en la zona de peligro. Ahora viven contigo.

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Sludden le miró, sonriéndole con pena, se puso en pie y empezó a ir y venir por el
cubículo.
—Voy a contarte algo de lo que sólo está enterada otra persona —le dijo—.
Tendrás que guardar silencio al respecto hasta que llegues a Provan, pero entonces
deberás contárselo al mundo entero. Toda la región del Gran Unthank se encuentra en
peligro, y el peligro no consiste sólo en una epidemia de tifus, aunque eso también es
probable. La señora Schtzngrm ha analizado una muestra del veneno (dos bomberos
murieron para conseguirla) y dice que ha empezado a filtrarse a través de la capa
permiana. Como probablemente sabes, los continentes, aunque no formen parte de
ella, flotan sobre una capa superdensa de…
—No intentes enredarme usando palabrería científica, Sludden.
—Si no eliminamos esa sustancia, la corteza terrestre sufrirá temblores y
hundimientos.
—¡Hay que hacer algo! —exclamó Lanark, muy impresionado.
—Sí. Y sólo el instituto sabe qué se puede hacer. La maquinaria para llevar a cabo
todo eso es propiedad de la criatura. Sólo el consejo puede obligarles a que actúen
juntos.
—Iré —dijo Lanark en voz baja, y dirigiéndose principalmente a sí mismo—.
Pero antes tengo que ver al niño.
—Ve a la sacristía, vístete y te llevaré a verle —dijo Sludden—. Y, por cierto, si
no tienes nada que objetar te nombraremos preboste: Lord Preboste del Gran
Unthank. No tiene ningún significado real (yo seguiré siendo el jefe del poder
ejecutivo), pero estarás rodeado de gente con títulos, y el tener un título propio es
algo que siempre les impresiona.

Lanark se puso el viejo abrigo igual que si fuera una bata, metió sus pies
desprovistos de calcetines en los zapatos cubiertos de barro y siguió a Sludden por las
escaleras hacia la sacristía. Sus sentimientos pasaban rápidamente de la dolorosa
mezcla de amor y tristeza que le inspiraba Sandy a la excitación amorosa que le
producía pensar en su nueva importancia como preboste y delegado. Nada podía
interrumpir el coloquio entre aquellos dos amores. Le habían preparado un baño
caliente y después de asearse se quedó sentado envuelto en una bata mientras que
Jack le afeitaba y le cortaba el pelo y Frankie se encargaba de arreglarle las uñas. Se
puso ropa interior limpia, calcetines, camisa, una corbata azul oscuro y un traje de
mezclilla gris claro, así como unos zapatos negros soberbiamente lustrados; después
fue al lavabo, hizo sus necesidades en un orinal de plástico colocado dentro del
retrete y pudo gozar de la agradable sensación de que no debía vaciarlo: alguien más
lo haría por él. Encima de la pileta había un espejo; en la otra pared, delante de él,
había un pequeño botiquín con un espejito en la puerta. Dejando la puerta en ángulo
Lanark pudo verse de perfil. Jack le había afeitado la barba y recortado el bigote. Su

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cabello canoso se apartaba de la frente para formar una masa revuelta detrás de las
orejas: el efecto resultaba impresionante, muy propio de un estadista. Lanark se puso
las manos en las caderas y le habló en voz baja a su imagen:
—Cuando Lord Monboddo dice que el consejo ha hecho cuanto podía por
Unthank nos está mintiendo…, o eso, o es que le han mentido a él.
Volvió a la sacristía y Sludden le acompañó a un gran coche negro estacionado
junto a la puerta de la catedral. Se instalaron en el negro asiento trasero y Sludden le
dijo al chófer: «A casa, Angus».

Cruzaron rápidamente la ciudad y Lanark estaba demasiado absorto en sí mismo para


fijarse mucho en ella, salvo cuando la omnipresente pestilencia se hizo
desusadamente poderosa, lo que ocurrió cuando el coche estaba pasando por un
espléndido puente de cemento recién construido que atravesaba el lecho del río.
Montones de abultadas bolsas de plástico negro yacían sobre el fango agrietado.
—No hay otro sitio donde echarlas —dijo Sludden con voz hosca.
—Cuando saliste por televisión dijiste que las bolsas eran herméticas y que no
dejarían escapar ningún olor.
—Y lo son, pero se rompen con facilidad.
Llegaron a una urbanización de elegantes casitas, todas idénticas unas a otras y
todas con un jardincito delante y un garaje al lado. El coche se detuvo en una delante
de cuya puerta había un par de fanales de hierro forjado imitando el estilo antiguo.
Sludden le precedió hasta la puerta principal y estuvo unos segundos buscando su
llave. El corazón de Lanark latía con fuerza al pensar que pronto vería de nuevo a
Rima. La gran ventana que había junto a la puerta, desprovista de cortinas, le
permitió contemplar una sala iluminada por el fuego de la chimenea en la que había
cuatro personas sentadas tomando café alrededor de una mesita. Lanark reconoció a
una de ellas.
—¡Gilchrist está ahí dentro! —dijo.
—Perfecto. Yo le invité.
—¡Pero Gilchrist está de parte del consejo!
—No en el problema sanitario. En ese aspecto está de nuestra parte y cuando hay
que tratar con periodistas es vital presentar un frente lo más unido y amplio posible.
No te preocupes, es uno de tus más fervientes partidarios.
Entraron en un pequeño vestíbulo. Sludden cogió una nota que había encima de la
mesita del teléfono, la leyó y frunció el ceño.
—Rima ha salido —dijo—. Alex estará arriba, viendo la televisión. Supongo que
querrás verle antes de que hablemos, ¿no?
—Sí.
—Sube arriba: la primera puerta a tu derecha.

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Lanark subió por una escalerita cubierta de moqueta y abrió una puerta sin hacer
ruido. La habitación en la que acababa de entrar era bastante pequeña y en el rincón
había una televisión con tres sillones delante. Dos muñecos vestidos con uniformes
de soldado estaban tirados en el suelo por entre un montón de armas de plástico. En
una mesita había un juego de monopoly y unas cuantas hojas de papel cubiertas de
dibujos. Alexander estaba sentado en el brazo del sillón central, acariciando a un gato
enroscado en el asiento, con los ojos clavados en la pantalla del televisor. «Hola,
Rima», dijo sin volverse y un instante después apartó la mirada del televisor y le dijo:
«Hola».
—Hola, Sandy.
Lanark fue hacia la mesa y examinó los dibujos.
—¿Qué son? —preguntó.
—Una flor que camina, una grúa levantando a una araña por encima de una pared
y una invasión espacial con un montón de alienígenas distintos. ¿Quieres sentarte a
ver la televisión conmigo?
—De acuerdo.
Alexander echó al gato del sillón y Lanark se instaló en él. Alexander se apoyó en
su hombro y vieron una película parecida a la que Lanark había visto en la mocasa de
Macfee, pero los que se mataban unos a otros eran soldados, no usuarios de la
autopista.
—¿No te gustan las películas de gente que se mata? —le preguntó Alexander.
—No, no me gustan.
—Pues a mí me encantan. Son muy reales, ¿verdad?
—Sandy, tengo que marcharme de la ciudad. Estaré fuera bastante tiempo.
—Oh.
—Ojalá pudiera quedarme.
—Mamá dijo que vendrías a verme con frecuencia. No le importa que seamos
amigos.
—Ya lo sé. Cuando le dije que vendría a verte muy a menudo no sabía que tendría
que marcharme.
—Oh.
Lanark sintió que sus ojos estaban llenándose de lágrimas y se dio cuenta de que
su boca estaba preparándose para estallar en un sollozo. Tuvo la sensación de que
para un niño sería horrible recordar a un padre en ese estado y ladeó el rostro,
tensando los músculos para contener la pena dentro de él. Alexander estaba
contemplando la pantalla del televisor. Lanark se puso en pie y avanzó
desmañadamente hacia la puerta.
—Adiós —le dijo.
—Adiós.
—Siempre te he querido. Siempre te querré.
—Bueno —dijo Alexander contemplando la pantalla.

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Lanark salió de la habitación, se sentó en los peldaños y se frotó el rostro con las
manos.
—Lo siento pero los de la prensa están impacientes —dijo Sludden, apareciendo
al pie de la escalera.
—Sludden, ¿cuidarás de él?
Sludden subió unos cuantos peldaños hacia Lanark.
—¡No te preocupes! —le dijo—. Ya sé que cuando era joven hice muchas
tonterías, pero siempre he querido a Rima y ahora ya no estoy en edad de buscar más
cambios. Alex estará a salvo conmigo. Ahora necesito tener una vida hogareña.
Lanark clavó los ojos en el rostro de Sludden. Los rasgos parecían ser los mismos
de siempre, pero la sustancia que los formaba se había alterado. Tenía delante el
rostro nervioso y levemente desesperado de un hombre encorvado bajo el peso de
muchas cargas y preocupaciones y, con una leve punzada de piedad, Lanark supo que
Sludden no disfrutaría de mucha paz doméstica estando al lado de Rima.
—No quiero hablar con los periodistas —dijo.
—No te preocupes. Lo principal es que te vean.

Una lámpara colocada sobre la chimenea arrojaba un óvalo de suave claridad sobre el
pequeño grupo reunido ante el fuego. Sludden, Gilchrist, un hombre de expresión
apacible y otro que parecía encontrarse de bastante mal humor estaban sentados en un
gran sofá de cuero situado delante de la chimenea. Una dama de cabellos grises a la
que Lanark había visto en la casa capitular estaba sentada en un sillón con un maletín
sobre su regazo. Lanark colocó su sillón tan en la sombra como le fue posible.
—Estos dos caballeros están totalmente enterados de cuál es la situación —dijo
Sludden—. Están de nuestra parte, así que no debemos preocuparnos por eso.
—Los detalles no nos interesan demasiado —dijo en voz baja el hombre de
expresión apacible—. Sólo queremos transmitir la idea de que por fin se ha
encontrado al hombre adecuado para llevar a cabo lo que debe hacerse.
—Una nueva figura entra en la arena política —dijo el hombre de expresión
malhumorada—. ¿De dónde ha surgido?
—De Unthank —dijo Sludden—. Él y yo fuimos grandes amigos en los viejos
tiempos. Solíamos andar de un lado para otro con la misma pandilla de bohemios,
midiendo nuestra vida con cucharillas de café e intentando encontrarle un significado.
En aquellos tiempos no hice nada productivo, pero Lanark creó uno de los más
soberbios fragmentos de prosa autobiográfica y comentario social que he tenido el
privilegio de criticar.
—Eso no le interesa a nuestros lectores —dijo el hombre de expresión
malhumorada.
—Podemos utilizarlo —dijo el otro—. ¿Qué ocurrió después?
—Entró en el instituto y trabajó con Ozenfant. Aunque acabó convirtiéndose en

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uno de los pilares de la división de energía, sus cualidades no fueron apreciadas y con
el tiempo, harto de tanta ineptitud burocrática, volvió a Unthank, no sin antes
presentarle una enérgica protesta al Lord presidente director en persona.
—Bueno, aquí podemos introducir unos cuantos detalles dramáticos —dijo el
hombre de expresión malhumorada—. ¿Podría contarnos exactamente cómo fue su
discusión con Ozenfant?
Lanark intentó acordarse.
—No discutí con él —dijo por fin—. Fue él quien discutió conmigo, y el motivo
de que discutiera fue una mujer.
—Será mejor que no mencionen eso —dijo Sludden.
—De acuerdo —dijo el hombre de expresión apacible—. Volvió a Unthank. ¿Y
luego?
—Yo puedo contarles lo que sucedió luego —dijo Gilchrist con afabilidad—. Se
consagró al servicio del bien público trabajando en el Centro Central de Empleo,
Estabilidad y Ambiente. Yo era su jefe y pronto me di cuenta de que había en él algo
de santo. Cuando tenía que enfrentarse al sufrimiento humano se impacientaba tanto
que era capaz de saltarse todos los reglamentos y normas burocráticas. Si he de serles
sincero, solía ir demasiado aprisa para mí, y ésa es la razón de que ahora sea justo el
Lord Preboste que la región necesita. No puedo imaginarme a ningún político capaz
de representar mejor al Gran Unthank en la próxima asamblea general.
—¡Estupendo! —dijo el hombre de expresión malhumorada—. Me pregunto si el
preboste Lanark no deseará decir algo que podamos citar, algo sobre lo que piensa
hacer en la asamblea de Provan…
—Intentaré decir la verdad —respondió osadamente Lanark después de
pensárselo un poco.
—¿No podría darle un poco más de énfasis? —preguntó el hombre de expresión
malhumorada—. ¿No podría decir: «Le contaré toda la VERDAD al mundo, contra
viento y marea»?
—¡Desde luego que no! —respondió Lanark, algo enfadado—. La marea no tiene
nada que ver con mi visita a Provan.
—«Pase lo que pase, el mundo sabrá cuál es la verdad» —murmuró el hombre de
expresión apacible—. Diremos que ésas han sido sus palabras.
—¡Muy bien, caballeros! —dijo Sludden, poniéndose en pie—. Y ahora nuestro
preboste tiene que marcharse. Su partida se efectuará usando el medio de transporte
habitual, por lo que no es necesario que se queden a presenciarla. Si quieren alguna
foto, la secretaria del señor Gilchrist puede proporcionársela. Siento que mi mujer no
estuviera aquí para ofrecerles algo, pero encontrarán una botella de jerez y media
botella de whisky fuera, en la mesita del teléfono. Hagan uso de ellas como mejor les
parezca. El señor Gilchrist se encargará de llevarles a la ciudad.
Todo el mundo se puso en pie.

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Sludden acompañó a Gilchrist y los periodistas hasta la salida.
—Comunicarr con la prrensa es una ciencia que nunca entenderré —dijo la dama
de los cabellos grises con un suspiro—. Señorr Lanarrk, este maletín contiene un
visado, sus documentos de identificación perrsonal y trres inforrmes rrelativos a la
rregión de Unthank. Antes de hablarr en Prrovan, le aconsejo que se familiarrice con
ellos. Hay un inforrme sismológico sobrre el efecto de la contaminación sobrre la
discontinuidad Merrovícnica. Hay un inforrme sanitarrio sobrre la prrobabilidad de
epidemias, tanto de tifus como otrras enfermedades rrelacionadas con ésta. Hay un
inforrme social que cubrre todos los viejos prroblemas… Ninguna rregión de nuestrro
tamaño tiene tanto desempleo, utiliza tanto el castigo corrporral en las escuelas, tiene
tantos niños de los que debe ocúpame el estado, tanto alcoholismo, tantos adultos en
prrisión y tal falta de viviendas. Son prroblemas frrancamente viejos perro es prreciso
rrecorrdárrselos. El inforrme sismológico es el único rredactado en un lenguaje
técnico porrque contiene un análisis de cierrtas muestrras de la capa perrmiana que
podrrían tenerr un valorr comerrcial. Le he incluido un diccionarrio de térrminos
científicos parra ayudarrle a que lo entienda.
—Gracias —dijo Lanark, cogiendo el maletín—. Usted es la señora Schtzngrm,
¿verdad?
—Sí, soy Eva Schtzngrm. Y además hay otrro asunto, uno que tiene una grran
imporrtancia perrsonal parra usted —dijo ella, bajando la voz—. Al crruzarr la zona
intercalendárrica porr el airre crreo que pasarrá muy rrápidamente a trravés de la
barrrerrra menopaúsica.
—¿Qué? —preguntó Lanark, alarmado.
—No tiene porr qué prreocuparrse. Al no serr mujerr no experrimentarrá grrandes
cambios. Perro quizá tenga experiencias muy extrrañas de contrracción y expansión
que no debe mencionarrle a nadie después. No se prreocupe por ellas. No se
prreocupe.
Sludden asomó la cabeza por el hueco de la puerta y dijo:
—Angus ya ha encendido las luces. Vamos al aeródromo.
Cruzaron la cocina para llegar a una puerta trasera y siguieron un cable eléctrico
que avanzaba serpenteando por entre un maltrecho montón de coles que parecían
muñones.
—Recuerda —dijo Sludden—, nuestra mejor táctica es denunciarles de una forma
abierta. Quejarse a los jefes del consejo cuando no están presentes los otros
delegados, y viceversa, es inútil. Hay que avergonzar a los líderes hasta conseguir
que hagan promesas concretas y que las hagan cuando todos los demás están allí para
oírles.
—Ojalá fueras tú el que va —dijo Lanark.
Llegaron a un gran seto cuyas hojas superiores quedaban ennegrecidas por una
brillante claridad que iluminaba la parte inferior del seto. Primero Sludden, después
Lanark y por último la señora Schtzngrm, se abrieron paso por un hueco del seto y

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entraron en el aeródromo. El lugar era tan pequeño que apenas si merecía ese
nombre: consistía en un espacio de hierba triangular situado en la cima de una colina
totalmente rodeada por los jardincitos traseros de las casas. Sobre la hierba había
extendida una lona cuadrada a cuyo alrededor había tres reflectores, y en el centro de
la lona había un objeto parecido a un pájaro sostenido por unas cortas patas arqueadas
que terminaban en grandes soportes redondeados. Aunque demasiado grande para ser
un águila, tenía su misma forma y un plumaje entre marrón y dorado. En su pecho se
veía escrito U-1. En la parte de atrás, por entre las alas, había un orificio que tendría
unos sesenta centímetros de anchura, aunque las plumas que lo rodeaban hacían que
pareciera más angosto. Por lo que pudo ver Lanark, el interior estaba forrado de satén
azul.
—¿Qué es esto, un pájaro o una máquina? —preguntó.
—Un poco de las dos cosas —dijo Sludden, cogiéndole el maletín y arrojándolo
al hueco.
—Pero ¿cómo puede volar si está hueco por dentro?
—Utiliza la enerrgía vital de su pasajerro —dijo la señora Schtzngrm.
—No tengo la energía suficiente para llevar eso a otra ciudad.
—Una tarrjeta de crrédito perrmitirrá que el vehículo absorrba enerrgía de su
futurro. Tiene una de esas tarrjetas, ¿verrdad?
—Toma —dijo Sludden—. La cogí de tu otro traje. Angus, la silla, por favor.
Angus sacó de la oscuridad una silla de cocina y la colocó junto al pájaro;
Sludden le ayudó a subir a ella mientras que Lanark protestaba débilmente.
—Esto no me gusta nada.
—Venga, Señor Delegado, adentro.
Lanark puso primero un pie dentro del agujero y después metió el otro. El pájaro
osciló levemente cuando se dejó resbalar al interior pero acabó recobrando el
equilibrio; un instante después la cabeza del pájaro subió lentamente y giró sobre sí
misma hasta que Lanark se encontró contemplando la afilada punta del gran pico que
parecía una daga.
—Dale esto —dijo Sludden, alargándole la tarjeta de crédito.
Lanark la cogió por una punta y se la ofreció temerosamente al pico, que se
apoderó rápidamente de ella. Los ojos de vidrio se encendieron con una claridad
amarillenta. La cabeza volvió a girar y se inclinó, desapareciendo de su campo visual.
—No puede volarr hasta que tenga metido casi todo el cuerrpo dentrro de él —
dijo la señora Schtzngrm—. Rrecuerrde, cuanto menos piense más deprrisa irrá. No
tema por su trraje, el interrior posee instalaciones sanitarrias que lo lavarrán y
plancharrán mientrras duerrme.
La suave y resistente tela satinada del interior sostenía a Lanark igual que si
estuviera sentado en una silla, pero cuando metió los brazos por el hueco tiró de él y
su trasero se hundió hasta que tuvo la sensación de tener los pies más arriba que la
cabeza. Su rostro asomaba por el agujero encuadrado entre las dos alas marrones, que

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empezaron a subir cada vez más arriba. Miró hacia lo alto y pudo ver el techo de una
casita con el cuadrado amarillo de una ventana. La negra silueta de una cabeza y unos
hombros se asomó por la ventana y si la ventana pertenecía a la casa de Sludden el
observador debía ser seguramente Sandy, e inmediatamente todo aquel grotesco
medio de transporte aéreo y el ser un delegado y un preboste le parecieron estúpidas
evasiones, formas de escapar a lo más real que había en el mundo, y gritó: «¡No!», y
empezó a debatirse para salir del pájaro, pero en ese mismo instante las alas que se
curvaban a cada lado de su cabeza salieron disparadas hacia abajo y Lanark se vio
proyectado hacia arriba igual que una jabalina, con los pies por delante, y mientras
oía un atronador wump-wump-wump una potente ráfaga de aire frío le golpeó en la
frente, haciéndole perder el conocimiento.

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CAPÍTULO XL

Provan
Despertó rodeado de inmovilidad y silencio, con la luna llena brillando ante sus ojos.
El cielo no contenía nada más, salvo unas cuantas estrellas muy grandes y luminosas.
Sus ojos estaban tan deslumbrados que les dio algo de reposo contemplando los
profundos espacios de negrura que había entre ellas, pero poco a poco más estrellas
empezaron a relucir en la negrura, estrellas que acabaron convirtiéndose en
constelaciones; no había espacio, por minúsculo que fuera, que no contuviera el
polvo plateado de una galaxia brillando en su interior. Su pájaro parecía planear con
las alas extendidas, ligeramente inclinado, suspendido entre el techo de estrellas y un
suelo de nubes que, igual que las estrellas, iba de un confín a otro del horizonte, y que
poseía el más misteriosamente espléndido de todos los colores, la blancura vista bajo
una luz tenue. El suelo de nubes se fue haciendo más delgado y acabó desapareciendo
bajo él y durante un segundo el pájaro pareció a punto de girar sobre sí mismo, pues
la luna empezó a brillar por la abertura. Lanark estaba contemplando el cielo
reflejado en un lago circular, reflejado y aumentado, pues el punto negro que había en
el centro de la luna inferior no podía ser otra cosa que un reflejo de su máquina-
pájaro. El lago, aunque sumido en las sombras, poseía su propio color. Un halo negro
como el azabache rodeaba a la luna reflejada, y un anillo de agua azul oscuro
moteada de estrellas rodeaba a ese halo. A izquierda y derecha había una playa de
limpia arena que tenía el mismo pálido color perlino de las nubes, y el lago circular y
sus orillas estaban rodeados por dos costas curvadas que le daban la forma de un ojo.
Y Lanark se dio cuenta de que era un ojo, y lo que sintió en aquel momento era algo
demasiado nuevo para que pudiera darle nombre. Su boca y su mente se abrieron
asombradas y el único pensamiento que le dejaron fue la vaga duda de si él, la mota
de una mota que flotaba ante esa gran pupila, podía ser visto por ella. Se esforzó por
pensar en otra cosa y alzó los ojos hacia las estrellas, pero volvió a bajar la vista casi
enseguida, y ahora el ojo estaba más cerca, sólo podía ver las estrellas reflejadas en
sus profundidades. Oyó un sonido que se parecía al de truenos distantes o al silbido
del viento en su oreja. «Es… es… es… es… —decía—. Es… si… es…». Lanark sabía
que la mitad de las estrellas estaban mirando a la otra mitad y sonrió levemente, no
pudiendo distinguir el arriba del abajo y sin importarle cuál era cuál. Después,
aturdido por el infinito, no se quedó dormido, sino que empezó a flotar en él.

Cuando volvió a ser consciente de sí mismo estaba bañado por una luz azul claro. Se
encontraba sobre una llanura de níveas nubes encima de las que se movía una sombra
azulada con forma de pájaro y, un poco por encima del horizonte, distinguió un

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pequeño sol que desprendía una penetrante claridad, un sol que parecía disparar
cables de oro hacia sus ojos cada vez que lo miraba. De vez en cuando atravesaba
chorros de trinos y gorjeos que brotaban por entre los huecos de las nubes y bajaba la
vista durante un segundo para distinguir hierba o rocas a un par de kilómetros por
debajo de él, pero el único sonido continuo era el ahogado palpitar de las alas de la
máquina-pájaro, amortiguado por la tenue atmósfera. Su cuerpo yacía relajado sobre
la cálida y firme tela satinada. Una corriente de aire fresco, tan tonificante como
lavarse con agua fría por las mañanas, le bañaba el rostro. Vio alzarse en el horizonte
una montaña de nubes blancas tan solitaria como una jarra de leche puesta sobre una
mesa sin mantel. Un punto negro en forma de pájaro que proyectaba una mota de
sombra parecía estar atravesando su flanco. Más tarde, cuando el picacho y los
precipicios de la montaña flotaron sobre él, una superficie cremosa que el sol volvía
deslumbrante y que se convertía en una sombra azulada allí donde no le daba, vio que
la llanura de nubes terminaba aquí y que bajo la montaña de nubes se alzaba una
montaña auténtica. Tenía una cima muy escarpada y precipicios de granito y era el
pico más alto de una abrupta cordillera que brotaba de unos páramos cubiertos de
brezales purpúreos. Combinaba la potente inmensidad de las grandes esculturas con
el detalle más delicadamente imaginado. Un vago movimiento por entre las sombras
de una cañada acabó convirtiéndose en un rebaño de gamos. En el páramo había un
pequeño estuario del que nacía una cascada y junto a ella se veía a un pescador
metido en el agua hasta la rodilla. Lanark vio campos de varios colores con granjas
blancas y una bahía donde la arena de los bajíos tenía un color amarillo limón con
jardines rojizos de algas. Más allá el agua se ondulaba con el movimiento del oleaje y
se iba arrugando por el cabrilleo de las olitas iluminadas por el sol. Pasó por encima
de un triángulo de lenta espuma verde pálido con un petrolero avanzando en su
vértice. Un instante después el sonido de una apagada conversación brotó del interior
de su máquina-pájaro y Lanark metió la cabeza dentro de ella, escondiéndola del sol.

Una vocecita que parecía sonar junto a sus pies estaba diciendo:
—… identifíquese. Aquí la Autoridad Aérea de Provan dirigiéndose al vuelo U-1
procedente de Unthank. Repito: pasajero, identifíquese. Corto.
—Soy el Lord Preboste de la región del Gran Unthank —dijo Lanark con voz
firme pero alegre—, y vengo para asistir como delegado a la reunión general de los
estados del consejo.
—Por favor rep…, por favor rep…, por favor, repita. Corto.
Lanark repitió sus palabras.
—El vuelo U-1 procedente de Unthank puede dirigirse hacia Hampden según lo
planeado siguiendo el haz de co…, haz de co…, haz de coordenadas cero flujo zero
parahelio 43 minutos 19 punto cero 7 segundos epihelio debiendo anul…, debiendo
anul…, debiendo anular el flujo de impulso invertido en 22 punto cero 2…, cero 2…,

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cero 2…, cero 2…, cero 2 más allá del equinoccio de Quebus en el relo…, relo…,
reloj internacional del circuito nervioso decimal calendario cortexin-quantum.
¿Mensaje comprendido? Corto.
—No he entendido nada —dijo Lanark.
—Prosiga según lo planeado. Repito: según lo planeado. Repito: según lo
planeado. Corto.
Lanark oyó un chasquido y después silencio. Se quedó inmóvil, pensando en
cómo se había visto obligado a obrar de cierta forma, y cómo la gente no paraba de
hablarle igual que si fuera él quien había planeado todos sus actos. Pero quizás el
mensaje no iba dirigido a él, sino a su máquina. Le había producido la misma
impresión que si una máquina estuviera hablando con otra. Volvió a asomar la cabeza
a la luz del sol.

Estaba sobrevolando un gran estuario serpenteante cuyas orillas variaban mucho


de una a otra. En la derecha había campos verdes con macizos de árboles y estanques
de agua unidos entre sí por veloces arroyos. A la izquierda había montañas y grandes
cañadas cubiertas de nieve plateada, con el sol arrancándole chispas doradas a los
retazos de agua que asomaban por entre ellas. En ambas orillas vio pueblecitos
turísticos con tiendas, campanarios de iglesias y explanadas repletas de gente, así
como puertos llenos de actividad. Los petroleros avanzaban por el agua junto a los
cargueros y los yates de blancas velas. Un largo penacho de humo se curvaba hacia él
como haciéndole señas desde la chimenea de un ruidoso vapor cuya rueda de paletas
le impulsaba hacia una isla lo bastante grande como para contener un páramo lleno de
gansos, dos bosques, tres granjas, un campo de golf y un pueblo que seguía la línea
de la bahía. La isla parecía un brillante juguete que Lanark podía coger del mar
cubierto por pequeñas ondulaciones, y tuvo la impresión de que la reconocía. «Yo
tenía una hermana, ¿verdad? —pensó—. Y jugábamos juntos en lo alto de aquella
colina cubierta de hierba corriendo por entre el amarillo de las aulagas. Sí, en aquel
risco que hay detrás del observatorio marino, en un día como éste, durante las
vacaciones de verano. Enterramos una lata de conservas bajo las raíces de una aulaga,
en la madriguera de un conejo, ¿verdad? Dentro había una media corona y seis
peniques de plata acuñados aquel año, y una pieza de bisutería de nuestra madre, y un
cuadernillo de notas en el que habíamos escrito un mensaje dirigido a nosotros
mismos cuando creciéramos. Y estoy seguro de que prometimos desenterrarlo en
cuanto hubieran pasado veinticinco años. Y, ¿verdad que lo desenterramos dos días
después para asegurarnos de que no lo hubieran robado? Y entonces no éramos más
que unos niños, ¿verdad? Y yo era feliz, ¿no?».
Las orillas se fueron haciendo más abruptas, cubriéndose de bosque y
acercándose la una a la otra; el estuario quedaba pellizcado entre ellas hasta
convertirse en un camino de agua señalizado por boyas y faros flotantes. En algunos

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sitios había muelles y bajo los brazos de las grúas se podían ver barcos en
construcción o siendo descargados. Un poco después el terreno se fue nivelando a
derecha e izquierda y Lanark se encontró en un valle, una gran cuenca de tierra
ocupada por una ciudad con el río reluciendo en su ruta hacia un centro de
campanarios, torres y grandes bloques de edificios blancos. La máquina-pájaro se
apartó del río y subió en una larga curva pasando sobre las colinas que había al sur,
dirigiéndose después hacia el este y luego hacia el norte. Pasó sobre edificios de
piedra clara en cuyo centro había jardines donde jugaban los niños y cuerdas llenas
de ropa limpia aleteaban mecidas por una lenta brisa. La ciudad debía estar de fiesta
pues la atmósfera estaba límpida y despejada y las pistas de tenis y las praderas para
jugar a los bolos repletas de gente. La amplitud y belleza del paisaje y su limpieza
iluminada por el sol parecían no sólo espléndidas sino familiares. «Toda mi vida he
anhelado esto —pensó Lanark—. Sí, toda mi vida, y sin embargo tengo la impresión
de conocerlo muy bien. No los nombres, no, los nombres se han esfumado, pero
reconozco los lugares. Y si realmente viví aquí en tiempos pasados, si fui feliz,
¿cómo pude acabar perdiéndolo todo? ¿Por qué sólo ahora he sido capaz de volver?».
De vez en cuando oía un sonido parecido al de una lenta detonación, un inmenso y
suave rugir procedente del centro de la ciudad, y cuando miró hacia allí vio
minúsculas siluetas de pájaros moviéndose por el cielo. Una sombra cayó sobre él y
cuando miró hacia arriba vio una gran águila que seguía un rumbo perpendicular al
suyo, yendo hacia el este, con el símbolo Z-1 pintado en su pecho. Se dio cuenta de
que su aparato estaba siguiendo un rumbo en espiral que tenía como meta el centro de
la ciudad y que no paraba de bajar. Pasó por encima de otro río casi tapado por los
árboles, un curso de agua más pequeño que unía entre sí parques llenos de paseantes
y gente que tomaba el sol. Los niños de una pradera le saludaron agitando pañuelos y
Lanark pensó: «Pronto veré la universidad». Un instante después miró hacia abajo y
distinguió dos cuadriláteros gemelos encuadrados por torres y tejados. «Pronto
llegaremos al río donde está el gran muelle y las grúas y los almacenes», pensó, pero
esta vez se equivocaba. El pequeño afluente entraba en un gran río que extendía
brazos de aguas tranquilas, pero entre ellos había senderos y árboles que rodeaban un
gigantesco estadio deportivo. Por sus pistas se veían siluetas que corrían y saltaban
vallas, en la brillante hierba verde del centro reposaban atletas vestidos de muchos
colores y de los graderíos repletos de gente llegaba un apagado retumbar de aplausos
que fue convirtiéndose en un potente rugido. La máquina de Lanark se unió a cinco o
seis más que trazaban círculos en lo alto. De vez en cuando una de ellas se dejaba
caer hacia un cuadrado blanco situado delante de la tribuna principal: en el cuadrado
había pintadas una diana roja, otra azul y una de color negro. Un altavoz estaba
diciendo: —… y ahora Posky, Podgorny, Paleólogo y Nora entran en la última vuelta;
y bajando en estos mismos instantes, justo en el blanco, llega el Premier Kostoglotov
de la República Popular de Escitia; y Norn y Paleólogo pasan, sí, pasan a Podgorny
en el segundo puesto, van casi rozándose, y la distancia que hay entre ellos y Posky

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se reduce rápidamente… —se oyó un gran rugido—, y el Tolteca de Tiahuanaco se
precipita hacia el blanco justo cuando Posky queda en tercer lugar y ahora Norn
encabeza la clasificación, después Paleólogo, después Posky con Podgorny en una
pésima cuarta posición; y ya tenemos aquí al preboste de Unthank (perdón, el Lord
Preboste del Gran Unthank), lanzándose hacia el blanco justo cuando Norn, sí, Norn,
sí, Norn de Thule rompe la cinta de llegada, seguido de cerca por Paleólogo de
Trebizonda y Posky de la Tartaria.

La máquina-pájaro de Lanark se posó con un leve golpe sobre la lona y se quedó


quieta, oscilando suavemente de un lado para otro. Seis hombres con monos la
cogieron y la llevaron unos cuantos metros hasta dejarla en una fila de máquinas
similares colocada junto a una gran plataforma. Lanark cogió su maletín, y una chica
con falda escarlata y blusa le ayudó a subir a la plataforma.
—El delegado de Unthank, ¿no? —le preguntó con nerviosismo.
—Sí.
—Por aquí, haga el favor; llega con medio minuto de retraso.
Le hizo bajar unos escalones, le llevó por entre grupos de atletas que descansaban
haciendo ejercicios para relajarse, por una pista de ceniza momentáneamente desierta
y a través de un umbral situado bajo la curva del graderío principal. Después de las
grandes extensiones despejadas del cielo trotar por un pasadizo bañado por luces
artificiales resultaba una experiencia más bien sorprendente. Lanark decidió que,
pasara lo que pasase, mantendría una expresión adusta y escéptica, y que no se
dejaría impresionar por nada. Llegaron a una sala llena de ascensores que esperaban
con las puertas abiertas. La chica le hizo entrar en uno.
—Suba a la galería ejecutiva —dijo—, le están esperando. Déjeme su equipaje;
me aseguraré de que lo manden a su habitación en el balneario de los delegados.
—No, lo siento, estos documentos son vitales —dijo Lanark.
Vio una hilera de botones incrustada en un reluciente panel metálico y apretó uno
junto al que había escrito GALERÍA EJECUTIVA. El ascensor empezó a subir y
Lanark contempló su reflejo en el panel metálico sintiendo una considerable
satisfacción. Aunque más vieja, su imagen resultaba todavía más digna de lo que le
había parecido en el lavabo de la sacristía. Ahora tenía una barbita blanca que le daba
una apariencia de hombre acostumbrado a mandar, sus rosadas mejillas carecían de
vello y el efecto global era de una atildada eficiencia. La puerta del ascensor se abrió
y Wilkins, exactamente igual a como lo recordaba Lanark, le estrechó la mano,
diciendo:
—El preboste Sludden, ¿verdad?
—No, Wilkins. Me llamo Lanark. Ya nos hemos visto antes.
—¡Lanark! —dijo Wilkins examinándole con más atención—. Dios mío, es
usted… ¿Qué le ha pasado a Sludden?

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—Tiene que ocuparse de un problema sanitario tremendamente peligroso. El
comité regional del Gran Unthank ha pensado que lo mejor era que yo me encargase
de representar a la ciudad.
—Ese tipo es un auténtico zorro, un zorro hijo de nueve generaciones de zorros…
—dijo Wilkins con una sonrisa torcida—. No importa. Únase a la cola, únase a la
cola.
—Wilkins, nuestro problema sanitario está tomando proporciones catastróficas.
En este maletín tengo varios informes que demuestran que la gente empezará a morir
muy pronto y…
—Lanark, esto es una recepción social, los temas de sanidad pública se discutirán
el lunes. Únase a la cola y salude a sus anfitriones.
—¿Anfitriones?
—El presidente del poder ejecutivo de Provan y Lord y Lady Monboddo. Venga,
únase a la cola, únase a la cola.

Estaban en un gran pasillo con una doble puerta de cristal al extremo y una larga cola
que avanzaba lentamente a través de ella. Lanark vio a una mujer con un sari de plata
y un hombre de tez morena que llevaba una toga blanca, pero la mayor parte de los
presentes vestían de uniforme o lucían trajes negros y tenían el aire receloso de la
gente importante que, sin mostrarse afables, está dispuesta a responder de la forma
correcta a la afabilidad de los otros. Unirse a ellos no presentaba ninguna dificultad.
De la doble puerta de cristal llegaba el eco de una voz que iba anunciando los
nombres de los recién llegados a quienes esperaban al otro lado.
—Senador Senaquerib de Nueva Alabama. Brian de Bois Guilbert, Gran
Templario del Languedoc y la Apulia. Gobernador Vonnegut de la Atlántida Oeste…
Lanark llegó a la puerta y, satisfecho, le oyó gritar a la voz: «Lord Preboste
Lanark del Gran Unthank», y le dio la mano a un hombre de mejillas chupadas que le
dijo:
—Trevor Weems de Provan. Me alegra que haya podido venir.
Una mujer muy elegante, con un traje azul de mezclilla estrechó su mano y le
preguntó:
—¿Ha tenido buen viaje?
Lanark la miró y dijo:
—Catalizadora.
—Llámela Lady Monboddo —dijo Ozenfant, que estaba de pie junto a ella, y le
dio un enérgico apretón de manos a Lanark—. El tiempo hace cambiar todas las
etiquetas, y usted mismo es prueba de ello.
Una chica vestida con una falda escarlata y una blusa cogió a Lanark del brazo y
le hizo bajar unos escalones sin parar de hablar.
—Hola, me llamo Libby. Supongo que necesitará tomar algo, ¿no? ¿Quiere que le

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traiga un plato del buffet frío? ¿Paté de algo? ¿Pechuga de algo? ¿Langostas y miel?
—¿Ozenfant era…? ¿Ozenfant es…?
—El nuevo Lord presidente director, sí, ¿no lo sabía? ¿Verdad que está
impresionante? Como si hubiera nacido para el cargo. Me pregunto por qué su mujer
lleva ese traje lleno de pelos… Bueno, quizá no tenga hambre, ¿eh? Yo tampoco.
Vamos a beber algo, hay carretadas de licor. Espéreme un momento, no se mueva de
aquí.
Lanark tomó asiento en el extremo de un gran sofá de cuero y miró a su alrededor
con cara de perplejidad.

Estaba en el último y más espacioso de una serie de cuatro pisos que iban bajando
igual que escalones hacia un ventanal que daba al estadio y que ocupaba toda la
pared. La mitad de los que le rodeaban parecían ser delegados y formaban grupitos
que conversaban en voz baja. Chicas vestidas de escarlata animaban un poco el lugar
encargándose de ir y venir por entre los grupos llevando bandejas y moviéndose con
una coqueta rapidez, pero su alegre aportación quedaba contrapesada por la presencia
de hombres robustos y silenciosos con trajes negros que se mantenían junto a las
paredes, vigilándolo todo y sosteniendo en sus manos vasos de whisky de los que
nunca tomaban ni un sorbo. Cerca del sofá había una mesa de cristal sobre la que se
encontraba un montón de folletos en cuya primera página podía leerse:
PROGRAMA DE LA REUNIÓN. Lanark cogió uno y lo abrió. Leyó una carta de
Trevor Weems dándole la bienvenida a los delegados en nombre del pueblo de
Provan y confiando en que su estancia resultaría agradable. Ninguno de ellos corría el
más mínimo peligro para su salud o integridad física, dado que se había acudido al
grupo Quantum-Cortexin para que se encargara de proporcionar a su último modelo
de personal de seguridad; las Chicas de Rojo, sin embargo, eran humanas y estarían
encantadas de ayudar a los delegados en cualquier tipo de problema que pudieran
tener. Después venían seis páginas con nombres de regiones por orden alfabético, de
Armórica a Zimbabwe. Lanark vio que como delegado del Gran Unthank figuraba el
preboste Sludden. Después venía una página con el siguiente encabezamiento:

PRIMER DÍA
HORA 11. Llegada y recepción de los delegados por Lord y Lady
Monboddo.

Después había prevista una conferencia de prensa, un almuerzo, una


«ocasión para llevar a cabo actividades sociales y hacer pasillos sin
formalismos», un concurso de perros ovejeros, una competición entre
grupos de gaiteros, una cena con discursos, una representación a cargo de la
Compañía de Ópera de Erse en la que se pondría en escena los Infortunios

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del Elfo, de Purser, una exhibición de fuegos artificiales y una fiesta.
Lanark pasó la página con cierta impaciencia y encontró algo menos
frívolo:

SEGUNDO DÍA
8,50 HORAS. Desayuno. Pasillos.
10 HORAS. Debate sobre la educación mundial.
Presidente, Lord Monboddo.

Discurso de apertura: «Del logos al caos». El delegado de Erse y el


sociosofista Odin MacTok analizan el desastroso impacto de la
alfabetización sobre las personas que no han recibido educación.
Discursos. Mociones. Votación.
15 HORAS. Almuerzo. Pasillos.
17 HORAS. Debate sobre la situación alimenticia mundial.
Presidente, Lord Monboddo.

Discurso de apertura: «Del excremento al alimento». El delegado de


Bohemia y el erudito e investigador de la Volstat Dick Otoman explican
cómo es posible tratar los contaminantes orgánicos para pre-convertirlos en
sustancias capaces de revitalizarse mutuamente dentro del cuerpo humano.
Discursos. Mociones. Votación.
22 HORAS. Cena. Pasillos.

TERCER DÍA
8,50 HORAS. Desayuno. Pasillos.
10 HORAS. Debate sobre el orden público.
Presidente, Lord Monboddo.

Discurso de apertura: «La paralización de la revolución». Kado Motnic,


sociómetra y delegado de la República Popular de Paflagonia describe la
aplicación de los circuitos nerviosos como medio de canalizar la libido en
el espectro infra-supra-25-40.
Discursos. Mociones. Votación.
15 HORAS. Almuerzo. Pasillos.
17 HORAS. Debate sobre la energía mundial.
Presidente, Lord Monboddo.

Discurso de apertura: «Biomanipulación». El delegado de Atlántida Sur


y el director de Algolágnicos, Timon Kodac, presentan la manipulación
genética como solución al agotamiento de los combustibles fósiles.
Discursos. Mociones. Votación.

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22 HORAS. Cena. Pasillos.

CUARTO DIA
8,50 HORAS. Desayuno. Pasillos.
10 HORAS. Debate sobre la salud mundial.
Presidente, Lord Monboddo.

Discurso de apertura: «Bondad, parentesco y capacidad». El delegado


hanseático y el sociópata Moo Dackin explican por qué debemos preservar
a los individuos normales y sanos destruyendo a otros individuos normales
y sanos.
Discursos. Mociones. Votación.
15 HORAS. Almuerzo, social e informal.
17 HORAS. Los informes de los Subcomités. Votación.
21 HORAS. Conferencia de prensa.
22 HORAS. Cena. Discursos.
Maestro de ceremonias, Trevor Weems.

Discurso de apertura: «Entonces, ahora y mañana». Seis milenios de


grandes logros en un breve repaso a cargo del presidente de la Asamblea,
moderador del Proyecto de Expansión, director del instituto y presidente
del consejo, Lord Monboddo. Trevor Weems, Presidente del poder
ejecutivo de la Cuenca de Provan, propondrá un voto de agradecimiento.
Toadi Monk, sátrapa de Troya y Trebizonda, se encargará de presentar la
moción para el voto de agradecimiento a los anfitriones.
25 HORAS. Partida de los delegados.

Antes de leer todo aquello Lanark se había ido sintiendo cada vez más dominado
por una vaga excitación. Desde su despertar dentro de la máquina-pájaro bañado por
la luz del sol aquella mañana, había tenido la sensación de que se aproximaba al
centro de un acontecimiento muy importante, a un sitio donde pronunciaría
públicamente una palabra que cambiaría el mundo. Ver a Wilkins, a la catalizadora y
a Ozenfant-Monboddo no había logrado acabar con tal sensación. Se había llevado
una sorpresa, cierto, pero también se la habían llevado ellos, lo cual resultaba
satisfactorio. Pero el programa de la reunión le desconcertaba. Era como ver los
planos de una gran máquina que pretendía conducir y encontrarse con que no tenía ni
idea de ingeniería. ¿Qué significaba eso de «Discursos. Mociones. Votación»? ¿Qué
era aquello de los «Pasillos[6]» y por qué tenía lugar durante las comidas? ¿Entendían
todo aquello los otros delegados?

La galería se había ido llenando de gente y dos hombres habían tomado asiento al

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otro extremo del sofá sorbiendo pintas de cerveza negra y contemplando las figuritas
que se afanaban en el estadio bañado por el sol.
—Qué maravilla, estar en Provan y ver todo esto en marcha —dijo uno de ellos
con voz jovial.
—¿Sí?
—Oh, vamos, Odin, tú has sido uno de los que más se han esforzado por traer a la
asamblea hasta aquí.
—Pan y circos —dijo el otro hombre con cara de abatimiento—. Pan y circos. Un
breve período de salarios razonables y largas vacaciones mientras nos lo quitan todo
y luego ¡wham! El hachazo. Provan se convertirá en otra Gran Región Que No Debe
Mencionarse.
—Disculpen, pero ¿tienen quejas sobre el estado actual de la ciudad? —se
apresuró a preguntarles Lanark.
El hombre de expresión malhumorada tenía una revuelta cabellera blanca, un
cuerpo parecido al de un luchador y un rostro rojizo y de rasgos tan maltratados como
los de un boxeador. Contempló a Lanark con expresión de malos amigos durante un
momento y luego dijo:
—Creo que tengo derecho a quejarme. Vivo aquí.
—¡Pues entonces no sabe lo afortunados que son! Vengo de una región que sufre
un problema sanitario muy peligroso y Provan me ha parecido gozar de una situación
espléndida…
—¿Es delegado?
—Sí.
—Así que acaba de llegar por el aire, ¿eh?
—Sí.
—Pues entonces no me hable de Provan. Se encuentra pasando por las primeras
etapas de un complejo de Gulliver.
—No le entiendo —dijo Lanark con frialdad.
—El primer reconocimiento aéreo del que tenemos noticias se produjo cuando
Lemuel Gulliver, un hombre sencillo y razonable, recibió permiso para ponerse en pie
junto a la capital de Liliput. Vio campos bien cultivados que rodeaban las casas, las
calles y los edificios públicos de una nación de hombrecitos muy ocupados y
emprendedores. Quedó muy impresionado por el ingenio y capacidad de iniciativa de
los gobernantes, los funcionarios y los obreros. Necesitó dos o tres meses para
descubrir su estupidez, codicia, corrupción, envidia y crueldad.
—Vamos, los pesimistas siempre acabáis cayendo en la trampa de la desilusión —
dijo su alegre acompañante con voz jovial—. Vista desde cierta distancia una cosa
parece brillar. Vista desde otra posición parece oscura. Tú siempre piensas que has
descubierto la verdad cuando has sustituido la imagen más alegre por su contraria,
pero la auténtica imagen completa es la que mezcla todos los ángulos posibles, tanto
el brillante como el oscuro.

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—Dado que casi todo el mundo se aferra a la imagen obtenida a vista de pájaro es
una suerte que haya uno o dos a los que no nos da miedo ver las cosas desde el nivel
de las cloacas —dijo el otro hombre con una leve sonrisa.
—Siento haber tardado tanto —dijo la Chica de Rojo colocando una bandeja
sobre la mesa—. Pensé que quizá le hiciera gracia probar un café gaélico.
—Me alegra que haya mencionado las cloacas —dijo Lanark, muy interesado—.
Vengo de Unthank, que está teniendo graves problemas con su alcantarillado. De
hecho, el futuro de toda la región va a ser amenazado…, perdón, quiero decir
decidido, en esta reunión, y he sido enviado aquí para actuar como abogado defensor
de Unthank. Pero el programa —lo agitó—, no me dice nada sobre dónde y cuándo
he de hablar. ¿Podrían aconsejarme al respecto?
—No hace falta ponerse tan serio el primer día —dijo la Chica de Rojo.
—El futuro de una región condenada suele ser decidido por uno de los subcomités
—dijo lentamente el hombre de expresión malhumorada.
—¿Qué subcomité? ¿Cuándo y dónde se reúne?
—¡Esto es una recepción social, una ocasión de divertirse! —dijo la Chica de
Rojo, que parecía estar poniéndose muy nerviosa—. ¿No podemos guardar todos
estos asuntos tan serios para después? Se hablará tanto de ellos…
—Cállate, querida —dijo el hombre de expresión malhumorada—. Wilkins
conoce todos los trucos. Será mejor que se lo pregunte a él.
—Oiga —dijo la Chica de Rojo—, le llevaré a ver a Nastler. Está enterado de
todo, y espera verle pronto en la habitación del Epílogo. Me lo ha dicho.
—¿Quién es Nastler?
—Nuestro rey. En cierta forma. Pero no tiene nada de imponente —dijo la Chica
de Rojo evasivamente—. Es difícil de explicar.
—Es un bromista —dijo el hombre de expresión malhumorada, dejando escapar
una risotada—. No conseguirá sacarle nada en claro.

Lanark abrió su maletín, guardó el programa de la reunión en su interior y se puso en


pie.
—Tengo entendido que su función es ayudarme a resolver los problemas que se
me puedan presentar —le dijo a la Chica de Rojo—. Hablaré con Wilkins y con ese
tal Nastler. ¿A cuál puedo ver primero?
—Oh, a Nastler, decididamente a Nastler —dijo la joven vestida de rojo,
poniendo cara de alivio—. Está inválido y se le puede ver en cualquier momento.
Pero ¿no piensa tomarse antes su café?
—No —dijo Lanark, le dio las gracias al hombre de expresión malhumorada y
siguió a la Chica de Rojo que estaba abriéndose paso por entre el gentío.

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Weems y los Monboddos seguían estrechando las manos de quienes hacían cola ante
la puerta, aunque la cola ya era mucho más corta. Cuando Lanark pasó junto a ellos el
ujier estaba diciendo:
—Presidente Fu de Xanadú. Proto-Presbítero Griffith-Powys de Ynyswitrin.
Primer Ministro Multan de Zimbabwe.
La Chica de Rojo le guió por el pasillo exterior hasta que se encontraron ante un
panel blanco en el que no había bisagras ni picaporte.
—Es una puerta —dijo la joven—. Adelante.
—¿No piensa acompañarme?
—Si van a hablar de política, prefiero esperar fuera.
Y cuando Lanark puso la mano sobre la superficie blanca vio que encima de ella
había escrita una sola palabra en letras muy grandes:

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EPÍLOGO

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Un rey con mala salud
Entró en una habitación que no guardaba ninguna similitud arquitectónica con el
edificio que acababa de abandonar. Aquel lado de la puerta estaba cubierto por
paneles tallados y tenía picaporte, a lo largo del techo corría una barroca cornisa con
hojas de acanto y la gran vidriera mostraba el follaje de un castaño y un viejo edificio
de piedra situado detrás del árbol. El resto de la habitación quedaba escondido por
caballetes que sostenían grandes cuadros que representaban esa misma habitación.
Los cuadros parecían más luminosos y límpidos que la realidad y en todos ellos
aparecía una joven muy hermosa con una larga cabellera rubia, algunas veces
desnuda y otras vestida. La modelo de los cuadros, no tan atildada como en sus
retratos y con una cara mucho más preocupada que en ellos, estaba de pie junto a la
puerta llevando un mandil de carnicero manchado de pintura. Tenía en la mano un
pincelito minúsculo con el que añadía hojas al árbol de un cuadro que reproducía el
árbol visible por la ventana, pero al verle se detuvo, señaló hacia algo que se
encontraba detrás del cuadro y dijo:
—Está allí.
—Sí, pase, pase —dijo una voz.
Lanark dejó atrás el cuadro y se encontró con un hombre bastante corpulento
tumbado en una cama con el torso apoyado en un montón de almohadas. Su rostro,
enmarcado por alas y cuernos de cabello revuelto, parecía pertenecer a una estatua y
transmitía una impresión de nobleza algo desmentida por su expresión, más bien
aprensiva y acobardada. Llevaba una chaqueta de pijama sobre la que había un jersey
de lana: ninguna de las dos prendas estaba muy limpia, la colcha que le tapaba las
rodillas estaba cubierta de libros y papeles y entre sus dedos sostenía una pluma.
Miró a Lanark de soslayo, con un brillo astuto en los ojos y le indicó un sillón con la
pluma.
—Siéntese, por favor —le dijo.
—¿Es usted el rey de este sitio?
—Sí, soy el rey de Provan. Y también de Unthank. Y de ese conjunto de
habitaciones a las que usted llama el instituto y el consejo.
—Entonces quizá pueda ayudarme. He venido aquí para…
—Sí, tengo una cierta idea de lo que quiere y me gustaría ayudarle. Hasta me
encantaría darle algo de beber, pero este libro ya contiene una cantidad excesiva de
borracheras.
—¿Libro?
—Perdón, quería decir este mundo. Verá, soy el rey, no el gobierno. He dibujado
paisajes y los he llenado de gente, y de vez en cuando aún hago algún que otro
milagro, pero el gobernar queda para gente como Monboddo y Sludden.
—¿Por qué?
El rey cerró los ojos y sonrió.

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—Le he traído aquí para responder a esa pregunta.
—¿Va a responder a ella?
—Todavía no.
Lanark estaba muy enfadado.
—Entonces hablar con usted es una pérdida de tiempo —dijo, poniéndose en pie.
—¡Pérdida de tiempo! —dijo el rey abriendo los ojos—. Está claro que no
comprende quién soy. Me he aplicado el nombre de rey… En realidad se trata de un
término puramente simbólico, pues soy mucho más importante. Lea esto y
comprenderá. Los críticos me acusarán de ser demasiado indulgente conmigo mismo,
pero no me importa[7].
Y, con un floreo de la mano, le entregó a Lanark un papel que cogió de la cama.
Estaba cubierto con una escritura más bien infantil y muchas de las palabras estaban
tachadas o insertadas en el texto con ayuda de flechitas. La mayor parte del texto
parecía ser un diálogo, pero Lanark se fijó en una frase escrita en cursiva que decía:
La mayor parte del texto parecía ser un diálogo, pero Lanark se fijó en una frase
escrita en cursiva que decía:

Se enfrenta a un crítico
—¿Y qué se supone que demuestra eso? —preguntó Lanark, devolviéndole el papel.
—Soy su autor.
Lanark le miró fijamente.
—Por favor, no se sienta incómodo —dijo el autor—. No es una situación que
carezca de precedentes. Vonnegut la ha utilizado en Desayuno de campeones y
Jehová la usó en los libros de Job y Jonás.
—¿Está diciéndome que usted es Dios?
—Ahora ya no, aunque solía ser parte de él. Sí, soy parte de una parte que en
tiempos fue el todo. Pero enfermé y acabé siendo excretado. Si consigo recuperarme
quizá se me permita volver a casa antes de morir, así que me paso todo el tiempo
hundiendo mi pico en mi hígado podrido, lo trago y lo excreto. Pero vuelve a crecer.
La creación es mi plaga, mi podredumbre. En este mismo instante le estoy excretando
a usted y a su mundo. Este continuo limpiarse el culo… —removió los papeles de la
cama—, es parte del proceso.
—No soy una persona religiosa —dijo Lanark—, pero no me gusta mezclar la
religión con el excremento. La noche pasada vi parte de la persona a la que se está
refiriendo y no tenía nada de repugnante.
—¿Vio una parte de Dios? —exclamó el autor—. ¿Cómo fue?
Lanark se lo explicó. El autor se puso muy nervioso.
—Repita esas palabras —dijo.

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—«Es…, es…, es…» luego una pausa y después: «Es…, si…, es…».
—¿Si? —gritó el autor, irguiéndose en el lecho—. ¿De veras llegó a decir si?
Entonces, ¿no se dedicó a gruñir continuamente: «Es, es, es, es, es»?
—No me gusta su forma de referirse a él —dijo Lanark—. De hecho, lo que vi
quizá no fuera masculino. Quizá no fuera ni tan siquiera humano. Pero, desde luego,
no gruñía. Oiga, ¿qué le pasa?
El autor se había tapado la boca con las manos, aparentemente para sofocar la
risa, pero tenía los ojos humedecidos. Tragó saliva y dijo:

Una joven ve cómo se le escamotea parte de su paga


—¡Un sí contra cinco veces es! Cuánta libertad, es increíble… Pero ¿puedo creer en
usted? Le he hecho honrado, cierto, pero ¿puedo confiar en sus sentidos? A una gran
altitud es y si deben sonar de forma muy parecida[8].
—Parece que se toma usted las palabras muy en serio —dijo Lanark con un leve
desprecio.
—Sí. No le gusto, pero eso es algo que no puede evitarse. Por encima de todo,
soy un literato —dijo el autor con un leve tono nasal, y empezó a reírse en voz baja.
La chica rubia apareció por detrás del cuadro limpiando su pincel en el mandil.
—He terminado el árbol —dijo con voz desafiante—. ¿Puedo marcharme?
—Por supuesto que sí, Marion —le dijo con dulzura el autor, reclinándose en sus
almohadas—. Vete cuando quieras.
—Necesito dinero. Tengo hambre.
—¿Por qué no vas a la cocina? Creo que aún queda algo de pollo frío en la
nevera, y estoy seguro de que a Pat no le importará que te prepares un tentempié.
—No quiero un tentempié, quiero comer en un restaurante con un amigo. Y
después quiero ir al cine, o a un pub, o a una peluquería si me apetece. Lo siento,
pero quiero dinero.
—Pues claro que sí, y bien que te lo has ganado. ¿Cuánto te debo?
—Cinco horas hoy a cincuenta peniques la hora son dos libras con cincuenta
peniques. Contando ayer, antes de ayer y el otro, son diez libras, ¿no?
—Siempre he tenido mala cabeza para las matemáticas, pero lo más probable es
que tengas razón —dijo el autor, sacando unas cuantas monedas de debajo de una
almohada y dándoselas a la chica—. Esto es todo lo que tengo ahora, casi dos libras.
Vuelve mañana, intentaré conseguir un poco más de dinero.
La chica frunció el ceño, contempló las monedas y miró al autor, que estaba
rociándose la boca con el contenido de un pequeño inhalador. Volvió a desaparecer
detrás del cuadro y un instante después oyeron el ruido de la puerta al cerrarse de
golpe.

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Se concede una recompensa a los buenos sentimientos
—Una chica muy extraña —murmuró el autor, suspirando—. Hago cuanto está en
mis manos por ayudarla, pero no resulta sencillo.
Lanark se había quedado quieto con la cabeza apoyada en las manos.
—Afirma estar creándome, ¿no? —dijo.
—Así es.
—Entonces, ¿cómo puedo tener experiencias de las que usted no sabe nada?
Cuando le conté lo que había visto desde la máquina voladora se quedó muy
sorprendido.
—La respuesta a eso resulta desusadamente interesante: por favor, présteme
mucha atención. Cuando Lanark esté terminado (el libro se llamará igual que usted)
tendrá aproximadamente doscientas mil palabras y cuarenta capítulos, y estará
dividido en el libro tercero, el libro primero, el libro segundo y el libro cuarto.
—¿Por qué no uno, dos, tres y cuatro?
—Quiero que Lanark sea leído en un orden pero considerado en otro. Es un viejo
truco. Homero, Virgilio, Milton y Scott Fitzgerald lo utilizaron[9]. También habrá un
prólogo antes del libro primero, un interludio en el centro y un epílogo dos o tres
capítulos antes del final.
—Creía que los epílogos venían después del final.
—Normalmente sí, pero el mío es demasiado importante para ir allí. Aunque no
resulta esencial para el argumento, proporciona cierta distracción cómica en un
momento en el que la narración anda terriblemente necesitada de ella, y también me
permite expresar en voz alta ciertos sentimientos delicados que me sería muy difícil
confiarle a un mero personaje. Y contiene notas críticas que le ahorrarán años de
labor a los eruditos. De hecho, mi epílogo es tan esencial que estoy trabajando en él
cuando aún me falta casi una cuarta parte del libro por escribir. Estoy trabajando en él
ahora mismo, aquí, durante esta conversación. Pero llegar a esta habitación le habrá
exigido pasar por varios capítulos que aún no he imaginado claramente, por lo que
usted conoce detalles de la historia que yo ignoro. Naturalmente, sé a grandes rasgos
cuál va a ser el argumento. Eso fue planeado hace años y no debe cambiar. Ha venido
aquí procedente de mi ciudad de la destrucción, que es bastante parecida a Glasgow,
para suplicarle clemencia a una especie de parlamento mundial situado en una ciudad
ideal basada en Edimburgo, o Londres, o quizás en París, si logro que el Consejo
Escocés de las Artes me dé una beca para ir allí[10]. Dígame, cuando aterrizó esta
mañana, ¿vio la Torre Eiffel? ¿O fue el Big Ben? ¿O una gran roca sobre la que había
un castillo?
—No. Provan se parece mucho a…
—¡Calle! No me lo diga. Mis obras suelen anticiparse a las experiencias en las
que están basadas, pero ningún autor debería fiarse de ese tipo de cosas.

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Lanark estaba tan nervioso que se levantó y fue hacia la ventana, intentando
poner algo de orden en sus pensamientos. El autor le parecía un tipo astuto y
escurridizo, pero era demasiado vanidoso y parlanchín para resultar realmente
impresionante.
—¿Cómo terminará mi historia? —le preguntó, volviendo hacia la cama.
—De forma catastrófica. La historia de Thaw muestra a un hombre que acaba
muriendo por no saber amar, y esa historia forma parte de la suya, que muestra a una
civilización derrumbándose por esa misma razón.
—Oiga —dijo Lanark—, nunca pretendí llegar a delegado. Nunca quise nada
aparte de un poco de sol, algo de amor y un poco de felicidad normal y corriente. Y
no he parado de verme manipulado por organizaciones y acontecimientos que me
impulsan en otra dirección, y ya casi soy viejo y mis razones para vivir se han
reducido a presentarme ante una asamblea y hablar en defensa de las únicas personas
que conozco. ¡Y ahora va usted y me dice que mis palabras no servirán de nada! Que
usted ha planeado que no sirvan de nada…

Un maldito mago empieza a discursear


—Sí —dijo el autor, moviendo la cabeza con entusiasmo—. Sí, eso es.
Lanark contempló aquel rostro que asentía estúpidamente y tuvo la repentina
sensación de que pertenecía a un horrible muñeco movido por algún ventrílocuo.
Alzó el puño pero no logró decidirse a golpearle. En vez de eso, giró en redondo y le
dio un puñetazo a un cuadro sostenido por un caballete, y tanto el cuadro como el
caballete cayeron ruidosamente al suelo. Después tiró el otro cuadro que había junto a
la puerta, fue hacia la gran librería que se alzaba en un rincón y la volcó. Una cascada
de libros cayó de los estantes superiores y golpeó el suelo con un estruendo que hizo
temblar la habitación. A lo largo de las paredes había estantes con libros, carpetas,
botellas y tubos de pintura. Lanark fue tirándolo todo al suelo con los brazos y
cuando hubo terminado se dio la vuelta, jadeando, y miró hacia la cama. El autor
parecía algo preocupado pero tanto los cuadros como los caballetes volvían a estar en
sus lugares de antes, y cuando miró a su alrededor Lanark vio que la librería había
regresado silenciosamente a su esquina y libros, carpetas, botellas y tubos de pintura
volvían a estar en sus estantes.
—¡Un mago! —dijo Lanark con voz cargada de repugnancia—. ¡Un maldito
mago!
—Sí —dijo el mago humildemente—. Lo siento. Por favor, siéntese y deje que le
explique por qué ha de ser así. Puede comer mientras hablo (estoy seguro de que
tendrá hambre) y después podrá decirme si cree que hay alguna forma de mejorar el
argumento. Por favor, siéntese.

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El sillón que había junto a la cama era pequeño pero cómodo. Junto a él había
aparecido una mesita sobre la que se veía una bandeja con varios platos tapados.
Lanark estaba más cansado que hambriento, pero acabó sentándose y, pasados unos
segundos, destapó uno de los platos, movido por la curiosidad. Debajo había un
cuenco que contenía sopa de rabo de buey color rojo oscuro: cogió una cuchara y
empezó a comer.

Nuestro índice empieza con tres palabras que nadie


necesita
—Empezaré explicándole cuál es la física del mundo en que vive —dijo el mago—.
Todo lo que ha experimentado y está experimentando, desde su primera imagen del
café Élite hasta el metal de esa cuchara que tiene entre los dedos o el sabor de la sopa
que hay en su boca, se compone de una sola cosa.
—Átomos —dijo Lanark.
—No. Tinta de imprenta. Algunos mundos están hechos de átomos pero el suyo
está compuesto de pequeños símbolos[11] que forman líneas parecidas a ejércitos de
insectos, líneas que avanzan llenando páginas y páginas y páginas de papel blanco.
He dicho que esas líneas avanzan, pero se trata de una metáfora. No se mueven.
Carecen de vida. ¿Cómo pueden reproducir el movimiento y los ruidos de la batalla
de Borodino, la ballena blanca embistiendo el barco, los ángeles caídos en el lago
llameante?
—Basta con leerlas —dijo Lanark impacientándose.
—Exacto. El que usted sobreviva como personaje y yo como autor depende de
que logremos seducir a un ser vivo para llevarlo hasta nuestro mundo impreso,
dejándole atrapado allí el tiempo suficiente para que le robemos la energía
imaginativa que nos da vida. Arrojar un hechizo sobre ese desconocido me ha
obligado a cometer actos abominables. Prostituyo mis más sagrados recuerdos
convirtiéndolos en las palabras y frases más sobadas que se pueden imaginar. Cuando
necesito más frases o ideas capaces de impresionar se las robo a otros escritores,
normalmente deformándolos para que puedan encajar en mi obra. Lo peor de todo es
que estoy utilizando el gran mundo que se nos da al nacer, el mundo de los átomos,
como si fuera un mero surtido de formas y colores destinado a hacer que este
entretenimiento de segunda mano parezca más divertido y atrayente[12].
—Tengo la impresión de que está quejándose —dijo Lanark—, y no entiendo el
porqué. Nadie le obliga a trabajar con la tinta de imprenta, y todo trabajo implica
cierta degradación. Quiero saber qué razón hay para que los lectores de su mundo
vayan a divertirse viendo cómo yo no consigo hacer nada bueno en el mío.

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El mago hace un gran despliegue de erudición
—La razón es que los fracasos siempre son populares. Francamente, Lanark, usted es
una persona tan estólida y corriente que no puede resultar atractiva como triunfador.
Pero no se ofenda; la mayor parte de los héroes acaban igual que usted. Piense en el
libro griego sobre Troya. Una civilización se pasa diez años destruyendo a otra para
recomponer un matrimonio destrozado por el adulterio. Los héroes de ambos bandos
saben que la contienda carece de objeto, pero siguen librándola porque creen que
estar dispuestos a morir en el combate demuestra su grandeza como hombres. Ningún
pasaje del libro sugiere que la guerra tenga otro efecto que hacerle daño a quienes
logran sobrevivir a ella.
»También está el libro romano sobre Eneas. Se pone al frente de un grupo de
refugiados para buscar un sitio donde puedan vivir en paz y va sembrando la guerra y
el dolor por las dos orillas del Mediterráneo. También visita el Infierno, pero logra
salir de él. El que escribió esa historia muestra una considerable ternura hacia los
hogares pacíficos, quiere que los logros de Roma, en el terreno de la guerra y la
administración, sirvan para convertir el mundo en un sitio pacífico que pueda acoger
como hogar a toda la raza humana, pero sus últimas palabras describen a Eneas
matando a un enemigo indefenso impulsado por la venganza en pleno fragor de la
batalla.
»También está el libro judío sobre Moisés. Se parece mucho al libro romano, el que
habla de Eneas, así que pasaré directamente al libro judío sobre Jesús. Jesús es un
hombre pobre que carece de hogar o esposa. Dice que es el hijo de Dios y afirma que
todos los hombres son hermanos suyos. Enseña que el amor es el mayor de todos los
bienes, el único bien real, y que luchar por las cosas no hace sino corromperlo. Es
crucificado, va al Infierno y después al Cielo que (al igual que el mundo pacífico de
Eneas) queda fuera de lo narrado en el libro. Jesús enseñó que el amor es el mayor de
todos los bienes y que luchar por las cosas lo corrompe; pero si (tal y como dice el
himno) “murió para hacernos buenos”, también él acabó fracasando. Las naciones
que le adoraron se convirtieron en los peores conquistadores de todo el globo, los más
codiciosos.
»El único libro que muestra a un hombre vivo llegando al Cielo es el italiano.
Consigue llegar hasta allí siguiendo a Eneas y Jesús a través del Infierno, pero
primero pierde a la mujer que ama, se queda sin hogar y tiene que ver cómo todas sus
esperanzas políticas acaban siendo destruidas.

Que se alarga de forma interminable

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»Está el libro francés sobre los bebés gigantes. Su única ley es pasárselo bien, así que
se dedican a beber y excretar en el seno de una alegre familia masculina que se ríe de
cuanto los adultos llaman civilización. Para ellos las mujeres existen, cierto, pero sólo
como objetos capaces de frotarles y hacerles cosquillas.
»Está el libro español sobre el Caballero de la Triste Figura. Un solterón viejo y
pobre acaba volviéndose loco de tanto leer el tipo de libros en los que usted querría
estar, con héroes que triunfan aquí y ahora. Abandona su hogar y lucha con
campesinos y posaderos buscando la belleza que nunca existe aquí y ahora,
consiguiendo que se burlen de él y que le hieran. Recupera la cordura en su lecho de
muerte y advierte a sus amigos de lo peligroso que es emborracharse con la literatura.

»Está el libro inglés sobre Adán y Eva. Este libro describe a un Satanás heroico
que construye imperios, un Dios amoral, irónico y dotado de una ilimitada capacidad
creativa; contiene montones de guerras (pero ninguna muerte) y está centrado en un
matrimonio y la situación de su casa y su jardín. Desobedecen al propietario del
terreno y acaban desahuciados, pero se les promete que podrán vivir en la casa del
propietario siempre que lleven una vida de penitencia hasta que mueran. Una vez
más, el éxito queda fuera del libro. Lo último que se nos muestra de ellos es su
marcha hacia un mundo en el que tendrán hijos, sabiendo que esos hijos se matarán
entre ellos.

El crítico le contesta
»Está el libro alemán sobre Fausto, un anciano doctor que rejuvenece gracias a la
brujería. Se enamora de una chica a la que luego abandona: la chica enloquece y mata
a su bebé. Fausto se hace banquero del emperador, rapta a Helena de Troya y tiene
otro hijo, ahora simbólico, que acaba estallando. Le roba la tierra a los campesinos
para crear un imperio propio y lo financia mediante la piratería. Abandona todo
aquello de lo que se cansa, se apodera de cuanto desea y muere creyéndose un
benefactor público. Es recibido en el Cielo igual que ocurre en el libro italiano porque
“el hombre ha de esforzarse y, esforzándose, está condenado a errar” y porque “quien
nunca deja de esforzarse, puede acabar salvándose”. ¡Bah! En todo el libro el único
personaje que se esfuerza es el pobre Diablo, que se encarga de hacer todo el trabajo
y que acaba sin cobrar, timado por un coro de ángeles que le enseñan el trasero[13]. El
que escribió este libro tuvo demasiada suerte en la vida y acabó convirtiéndose en un
depravado. Muestra al tipo de triunfador que dirige el mundo moderno, pero no
muestra hasta qué punto llega la vil incompetencia de esas personas. Lanark, usted no
necesita esa clase de éxito.

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De forma igualmente interminable
«Pasar al honrado libro norteamericano sobre la ballena es todo un alivio. Un capitán
de barco quiere matarla porque la última vez que lo intentó la ballena le dejó sin
pierna mientras escapaba. Parte en su busca con una tripulación cosmopolita a la que
no le gustaba la vida en tierra firme y que prefiere esta forma de ganar dinero. Son
valerosos, hábiles en su oficio y obedientes, y persiguen a la ballena alrededor del
mundo y acaban consiguiendo morir juntos, ahogados: sólo el narrador sobrevive.
Describe la marcha del mundo, que sigue adelante como si aquellos hombres jamás
hubieran existido. Es un libro en el que no hay niños ni mujeres, dejando aparte a un
negrito al cual vuelven loco por accidente.
»Después está el libro ruso sobre la guerra y la paz. Es un libro que contiene batallas
y combates, pero son batallas que nos dejan asombrados ante la idea de que los
hombres puedan perseguirse tan implacable y decididamente unos a otros hasta
acabar matándose. Verá, el que escribió ese libro había participado en varias batallas
auténticas y creía en algunas de las cosas que Jesús enseñó. Este libro contiene
también —y el rostro del mago se llenó de asombro—, varios matrimonios felices
que resultan creíbles, matrimonios que tienen niños a los que cuidan y aman. Pero ya
he dicho lo suficiente como para demostrar que, pese al hecho de que los hombres y
las mujeres suelen morir si no se aman mutuamente y cuidan de sus hogares, la
mayor parte de las grandes historias del mundo describen sus espectaculares fracasos
en ambas tareas[14].

El mago imagina cómo hacernos felices a todos


—Lo cual demuestra —dijo Lanark, que estaba comiendo una ensalada—, que las
grandes historias del mundo son, en su mayor parte, una sarta de mentiras.
El mago suspiró y se frotó la mejilla.
—¿Quiere que le diga cuál es el fin que desea? —le preguntó—. Imagínese que
cuando sale de esta habitación y vuelve a la gran sala se encuentra con que el sol se
ha puesto y por el ventanal puede ver una exhibición de fuegos artificiales que
ilumina los jardines de las Tullerías.
—El estadio —dijo Lanark.
—No me interrumpa. Hay una fiesta y los delegados están muy ocupados
haciendo pasillos.
—¿Qué es eso de hacer pasillos?
—Por favor, no me interrumpa. Usted va de un lado para otro narrándole las
penas y calamidades de Unthank a cuantos se prestan a escucharle. Los efectos de su

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elocuencia natural y carente de sofisticación superan cuanto podía esperarse, primero
en las mujeres y luego en los hombres. Muchos delegados se dan cuenta de que
también sus países están amenazados por las compañías multinacionales y
comprenden que si no se actúa rápidamente el consejo tampoco podrá ayudarles a
ellos. Así pues, mañana, cuando sube al podio de la gran sala de congresos para
hablar en nombre de su país o ciudad (aún no he decidido qué va a ser) habla en
nombre de una inmensa mayoría de países y ciudades de todo el mundo. Les dice que
las grandes compañías están destruyendo la Tierra. Han convertido la riqueza de las
naciones en armas y venenos mientras que pasaban por alto las necesidades más
básicas de la humanidad. Ha llegado el momento de que etcétera, etcétera. Vuelve a
sentarse entre un silencio mucho más significativo que los más feroces aplausos y el
Lord presidente director en persona se levanta para responderle. Y expresa su más
sincero acuerdo con cuanto usted ha dicho. Explica que los jefes del consejo ya han
estado preparando planes para controlar el poder de la criatura, pero que no se
atrevían a hacerlos públicos porque no estaban seguros de contar con el apoyo de la
mayoría, y los revela en ese mismo instante. Todo trabajo que se limite a transferir la
riqueza de un lado a otro quedará abolido, todo trabajo que dañe a la gente o que
cause pérdida de vidas humanas se detendrá inmediatamente. Todos los beneficios
pertenecerán al estado, ningún estado podrá ser más grande que un cantón suizo,
ningún político cobrará un sueldo superior al de un campesino. De hecho, todos los
sueldos serán rebajados o aumentados hasta alcanzar el promedio nacional y, más
tarde, el internacional, con lo que la gente podrá pasar a desempeñar los empleos más
acordes con su capacidad sin sentimientos artificiales de prestigio o humillación.
Caso de que no puedan encontrar otro trabajo más útil, los agentes de bolsa,
banqueros, contables, promotores inmobiliarios, publicistas, abogados de las grandes
empresas y detectives se convertirán en maestros, y ningún maestro tendrá más de
seis alumnos en su clase. La armada y las fuerzas aéreas repartirán raciones gratuitas
para que todos los niños del mundo puedan comer adecuadamente. Los ejércitos
cavarán acequias y plantarán árboles. Todo el excremento humano volverá a la tierra.
No tengo ni idea de cómo piensa poner en práctica este nuevo sistema, pero siempre
puedo hacer que los detalles prácticos queden olvidados ante la tempestad de vítores
y aplausos que acogerá las palabras de Monboddo. Sea como sea, oh, qué felicidad
estar vivo para presenciar este nuevo amanecer, y las votaciones celebradas a
continuación acuerdan conceder enormes sumas de dinero y ayuda técnica para que
Unthank recobre la salud. Usted sube a su máquina aérea para volver a casa, pues así
es como considera ahora a Unthank. Sale el sol. Le precede a través del cielo; al
mediodía, su máquina aérea aparece sobre el centro de la ciudad con el sol justo
encima. Baja de su máquina y se encuentra con Rima, que se ha cansado de Sludden.
Final feliz. ¿Y bien?

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El mago se rasca, recuerda el pasado
Lanark había dejado su cuchillo y su tenedor encima de la mesa.
—Si me da un final como ése consideraré que es usted un gran hombre —dijo en
voz baja.
—¡Si le doy un final como ése seré igual que otros diez mil ilusionistas baratos!
¡Sería tan malo como el H. G. Wells de la última época! Sería peor que Goethe[15].
Nadie que tenga ni la más mínima idea sobre cómo es realmente la vida o la política
podría creerme.
Lanark guardó silencio. El mago se rascó furiosamente el pelo con las dos manos.

Se enfrenta a los hechos, bosteza se lamenta


—Comprendo que esté resentido —dijo con voz quejumbrosa—. Cuando tenía
dieciséis o diecisiete años yo también quería ese tipo de finales. Mire, yendo a la
biblioteca pública de Dennistoun descubrí el estudio de la épica escrito por Tillyard y
éste afirmaba que sólo podía escribirse épica cuando una nueva sociedad le estaba
dando a los hombres la esperanza de conseguir un mayor grado de libertad. Decidí
escribir algo que sería tan importante para la República Totalmente Cooperativa de
Escocia como lo había sido la Eneida para el Imperio romano, convencido de que esa
república sería una de los muchos centenares de pequeñas y pacíficas repúblicas
socialistas que surgirían (eso pensaba yo) cuando todos los grandes imperios y
compañías se derrumbaran. Eso era hacia 1950. Bien, no tardé en abandonar la idea.
El mejor truco de un mago es mostrarle a su público un modelo móvil del mundo tal
como es, con ellos dentro del modelo, y el mundo no avanza hacia un mayor grado de
libertad, igualdad y fraternidad. Así pues, me enfrenté al hecho de que en mi modelo
del mundo no habría lugar para la esperanza. También sabía que iba a ser un modelo
del mundo industrial, situado al oeste de Escocia y de ambiente pequeño burgués,
pero no me parecía que eso fuera ninguna desventaja. Si la mente del creador está
preparada, los materiales que tiene más a mano siempre resultan adecuados.
»Escribí el capítulo 12 y la visión-de-locura-más-asesinato que forma parte del
capítulo 29 durante mis primeras vacaciones de verano en la academia de arte. Mi
primer héroe estaba basado en mí mismo. Habría preferido alguien menos
especializado pero no podía echarle mano a las entrañas de nadie salvo a las mías.
Acabé cargándome al pobre Thaw, matándolo a sangre fría, pues aunque estaba
basado en mí era más duro y honrado, lo cual hizo que le odiara. Además, su muerte
me daba oportunidad de pasarle a un contexto social más amplio. Usted es Thaw sin
su imaginación neurótica e incorporado al mobiliario del mundo que ocupa[16].

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Cortejos grotescos, nobles sentimientos
»Y ahora —el mago miró su reloj, bostezó y volvió a reclinarse en las almohadas—,
estamos en 1970 y aunque la obra está lejos de haber sido terminada, me doy cuenta
de que resulta decepcionante en varios aspectos. Contiene demasiadas conversaciones
y sacerdotes, una cantidad excesiva de asma, frustración y sombras; le falta campo,
mujeres decentes y trabajo honrado. Naturalmente, hay muy pocos escritores que
hayan sido capaces de describir el trabajo dejando aparte a Tolstoi y Lawrence en el
trenzado de la paja; Tressel en la construcción de casas; y Archie Hind cuando habla
de las oficinas y los mataderos. Me temo que los hombres de una era más cuerda
considerarán que mi historia es un cortejo de parásitos frívolos y grotescos parecidos
a las criaturas de la señora Radcliffe, Tolkien y Mervyn Peake. Quizá mi modelo del
mundo esté demasiado comprimido y carezca de aquellos momentos de calma y falta
de preocupaciones que son el sustento de casi todas las almas que sufren. Quizás
empecé mi obra cuando era demasiado joven. En aquellos tiempos pensaba que la luz
existía para mostrar las cosas, que el espacio era sólo un hueco interpuesto entre mi
persona y los cuerpos que temía o deseaba; ahora tengo la impresión de que los
cuerpos son las estaciones desde las que viajamos al espacio y la luz. Quizá la tarea
principal de un ilusionista es dejar agotado a su inquieto público mostrándole un
montón de riñas y disputas maravillosamente convincentes hasta que sean capaces de
ver las cosas más simples, aquéllas de las que realmente dependemos: el movimiento
de la sombra que corre por un globo mientras gira en el espacio, la corrupción de la
vida en su camino hacia la muerte y el chorro con que el amor crea una nueva vida.
Quizá debería escribir una historia en la que adjetivos como corriente y prosaico
tengan el significado que glorioso y divino transmitían en las antiguas comedias.
¿Qué cree usted?
—Creo que está intentando conseguir que los lectores se queden admirados ante
lo bien que habla.
—Lo siento. Bueno, sí. Claro —dijo el mago algo enfurruñado—. A estas alturas
ya debería saber que los lectores se parecen a las tostadas y hay que untarles un poco,
¿no[17]? Soy como Dios Padre, compréndalo, y usted es mi Hijo destinado al
sacrificio, y el lector es un Espíritu Santo que lo mantiene todo unido y en
movimiento. No importa lo mucho que odie este libro que estoy escribiendo, no
podrá escapar de él hasta que yo no se lo permita. Pero caso de que los lectores lo
detesten pueden cerrarlo y olvidarse de él; usted se desvanecerá y yo me convertiré
en un hombre corriente. Tenemos que impedirlo, y ésa es la razón de que haya
decidido aprovechar esta oportunidad para ponernos de acuerdo sobre el final: así
podremos seguir juntos durante lo que falta de trayecto.

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Y finales felices
—Ya sabe qué final quiero y no está dispuesto a dármelo —dijo Lanark con voz
hosca—. Dado que usted y los lectores son los máximos poderes de este mundo, lo
único que debe hacer es convencerles. Mis deseos no cuentan para nada.
—Bueno, así debería ser —dijo el mago—, pero por desgracia los lectores se
identifican con lo que usted siente, no con lo que siento yo, y en caso de que usted
encuentre demasiado horrible el final es probable que en vez de reverenciarme, como
sería adecuado, me echen la culpa de lo ocurrido. De ahí esta conversación.

El mago hace planes para acabar con la humanidad


»Y en primer lugar quiero que todos admitamos que el relato de una larga vida no
puede tener un final feliz. Sí, ya sé que William Blake cantó en su lecho de muerte y
que un presidente de la República Francesa murió de un ataque al corazón mientras
fornicaba en el sofá de su despacho[18], y que en 1909 un paciente que había acudido
al dentista en Wumbijee, Nueva Gales del Sur, fue fulminado por un rayo tras haber
recibido una dosis de gas hilarante[19]. Podemos creer en el Dios del mundo real
cuando ocurren cosas semejantes pero ningún ilusionista digno de ese nombre osará
hacerlas aparecer en letra impresa. Podemos engañar a toda clase de gente usando
sistemas muy complicados, pero lo más importante debe parecer siempre probable y
la muerte más probable sigue siendo abandonar esta tierra en una “llameante carroza
de dolor” (tal y como lo expresó Carlyle) o marcharse sumido en un estupor inducido
por las drogas si es que tenemos un buen médico a mano. Pero dado que lo peor de la
muerte es la soledad, emocionemos a los lectores describiendo su final acompañado.
Dejemos que el fin se produzca a escala mundial, pues hoy en día tal calamidad es
bastante probable. Si he de ser sincero, lo que más temo es que la humanidad perezca
antes de que haya podido gozar con mi predicción del acontecimiento. Será un relato
metafórico, como el de San Juan, pero nadie podrá tener dudas sobre lo que ocurra.
¡Escuche!

Pero da muestras de una extraña ignorancia


»Cuando salga de esta habitación no logrará entrar en contacto con ningún
funcionario o comité capaz de ayudarle. Mañana, cuando hable ante la asamblea, será
aplaudido pero ignorado. Descubrirá que la mayor parte de las otras regiones se

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encuentran tan mal o incluso peor que la suya, pero eso no hace que sus líderes estén
dispuestos a cooperar: además, incluso el consejo tiene grandes dificultades para
mantener su existencia. Monboddo no puede ofrecerle nada salvo una invitación a
título personal para que se quede en Provan. Usted la rechaza y vuelve a Unthank,
donde todo el paisaje se encuentra inclinado en un ángulo bastante peculiar, los
amotinados están atacando las torres del reloj y gran parte de la ciudad es pasto de las
llamas. Están linchando a los miembros del comité, Sludden ha huido y usted acaba
en lo alto de la Necrópolis, acompañado por Rima, viendo cómo enjambres de bocas
barren las calles igual que las sombras de unos pájaros enormes, devorando a toda la
población. De repente, se produce un terremoto. De repente el mar inunda la ciudad,
entrando por los portales y anegando los pasillos del consejo y el instituto y haciendo
que todos los sistemas sufran cortocircuitos. (Sí, ya sé que resulta algo confuso;
todavía no he acabado de elaborar los detalles). Bueno, al final sus ojos se vuelven
hacia la estatua de John Knox, símbolo de la tiranía de la mente, símbolo de esa
prolongada erección masculina que sólo puede rendirse ante la muerte pero no ante la
ternura, y la estatua se hunde entre las olas junto a su pedestal, y después las olas
siguen y siguen durante…, durante mucho tiempo. ¿Qué le parece como final?

El índice acaba en una euforia hiper-utópica


—Francamente pésimo —dijo Lanark—. No he leído tanto como usted, nunca he
tenido tiempo suficiente para ello, pero cuando visitaba las bibliotecas públicas a los
veinte años la mitad de los cuentos de ciencia-ficción contenían escenas parecidas[20],
normalmente al final. Esas banales destrucciones del mundo no demuestran nada
salvo la pobreza mental de quienes no son capaces de inventarse nada mejor.
El mago se quedó boquiabierto, mirándole fijamente, y su rostro se fue poniendo
rojo. Empezó a hablar en un estridente susurro que fue convirtiéndose en un ronco
alarido:
—¡Yo no escribo ciencia-ficción! ¡En los relatos de ciencia-ficción no hay
personajes reales, y todos mis personajes son reales, son personas auténticas,
auténticas! Puedo asombrar a mi público usando un deslumbrante despliegue de
metáforas dramáticas que tiene como fin comprimir y acelerar la acción, pero eso no
es ciencia, ¡es magia! ¡Magia! En cuanto a que mi fin es banal, espere a estar metido
en él. Le advierto que mi imaginación posee una tendencia al catastrofismo que
siempre me ha costado mucho controlar; no tiene ni idea del daño y la destrucción
que causarán mis poderes descriptivos cuando les dé rienda suelta en un tema como
EL FIN.
—¿Qué le pasará a Sandy? —preguntó Lanark con frialdad.
—¿Quién es Sandy?

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—Mi hijo.
—Usted no tiene hijos —replicó el mago, mirándole fijamente.
—Tengo un hijo llamado Alexander que nació en la catedral.
El mago, que parecía confuso, hurgó entre los papeles que cubrían su cama y al
final cogió uno, diciendo:
—Imposible, mire esto. Esto es un resumen de los nueve o diez capítulos que
todavía no he escrito. Si lo lee verá que no hay tiempo para que Rima tenga un bebé
en la catedral. Apenas llegar se marcha con Sludden.

Pero es el crítico quien tiene la última palabra


—Cuando llegue a lo de la catedral ya verá cómo se las arregla para meter lo del
parto —dijo Lanark secamente.
El mago parecía bastante incómodo.
—Lo siento —dijo—. Sí, claro, comprendo que el final le resulte tan duro y
amargo. Un niño… ¿Cuántos años tiene?
—No lo sé. Su tiempo va demasiado deprisa para que pueda calcularlo.
—Bueno —dijo el mago con voz quejumbrosa unos segundos después—, ahora
ya no puedo cambiar mi plan general. ¿Qué razón hay para que deba ser más
bondadoso que mi siglo? Los millones de niños que han sido vilmente asesinados en
este siglo son… ¡No me pegue!
Lanark se había limitado a tensar los músculos, pero el mago se deslizó por entre
las sábanas, tapándose hasta la cabeza; el bulto de ropas se fue hundiendo hasta
quedar perfectamente plano sobre el lecho. Lanark suspiró y se pasó la mano por la
cara. «Prométame que no recurrirá a la violencia», dijo una vocecilla que brotó del
aire. Lanark dejó escapar un bufido de desprecio. Las sábanas se fueron hinchando
hasta que el bulto adquirió la forma de un hombre pero el mago siguió escondido bajo
ellas.
—No tenía por qué acudir a ese truco —dijo una voz ahogada por las sábanas—.
Podría haberle convertido en mi más rendido admirador con una sola frase, pero el
lector se habría vuelto contra nosotros dos, así que… Ojalá pudiera inyectarle un
poco más de muerte. La muerte es el mejor agente de conservación que existe. Sin
ella todas las cosas bonitas se van convirtiendo lentamente en pura farsa, como
descubrirá si insiste en tener una vida mucho más larga. Pero me niego a discutir
temas de familia con usted. Hable de eso con Monboddo. Váyase, por favor.
—Poco después de entrar aquí dije que hablar con usted era una pérdida de
tiempo —replicó Lanark, cogiendo el maletín y poniéndose en pie—. ¿Estaba
equivocado?
Fue hacia la puerta y oyó un murmullo ininteligible que venía del lecho.

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—¿Qué? —preguntó.
—… un negro llamado Multan…
—He oído mencionar su nombre. ¿Por qué?
—… podría resultar útil. Acabo de tener una idea. Probablemente no.
Lanark pasó junto al cuadro del castaño, abrió la puerta y salió de la
habitación[21].

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ÍNDICE DE PLAGIOS
En este libro hay tres variedades de robo literario: PLAGIO GLOBAL, consistente en
tomar algo escrito por otro e imprimirlo como unidad tipográfica diferenciada,
PLAGIO INCRUSTADO, en el que las palabras robadas quedan disimuladas dentro
del cuerpo principal del relato, y PLAGIO DIFUSO, cuando el decorado, los
personajes, la acción o las ideas de la novela han sido robadas sin utilizar las palabras
originales que los describían. Para ahorrar espacio, a partir de ahora se hará referencia
a ellos usando los términos Plaglob, Plagincru y Plagdif.

ANÓN.
Libros 3 y 4. Tienen una deuda considerable para con El mono, clásico de la
novela cómica china traducido por primera vez al inglés por Arthur Waley, donde se
muestra la relación existente entre una peregrinación terrenal y celestial así como
mundos sobrenaturales parecidos a infiernos que la parodian.
(Ver también KAFKA).

ANÓN.
Capít. 29, párr. 2. Los dos versos son el final de un poema que adorna un
monumento que actualmente se encuentra en una calleja cerrada al tráfico rodado: la
calleja está bajo un viaducto del cruce de la Autopista de Monkland y la calle de la
Catedral, en Glasgow.

ANÓN.
Capít. 30, párr. 12. Plaglob de una inscripción visible en un túmulo que se
encuentra en un páramo cercano a String Road, junto a Blackwaterfoot, en la isla de
Arran, estuario del Clyde.

ANÓN.
Capít. 43. Discurso de Ozenfant. Plaglob de la primera estrofa del poema épico
medieval inglés Sir Gawain y el Caballero Verde, omitiendo la tercera y cuarta línea:
«El bellaco que las cadenas de la traición allí llevaron / Por su espantosa traición fue
juzgado» (la traducción también es anónima).

ANGUS EL NEGRO
Ver Macneacail, Aonghas.

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BLAKE, WILLIAM
Capít. 19, párr. 1. Plagincru del poema «El terrón y el guijarro», de Cánticos de la
experiencia. Capít. 35, último párrafo. Plagincru. Ritchie-Smollet cita «El pequeño
vagabundo», de Cánticos de la experiencia.

BORGES, JORGE LUIS


Capít. 43, discurso de Ozenfant. Plaglob del ensayo «El bárbaro y la ciudad».

BOYCE, CHRISTOPHER
Capít. 38, párr. 16. El encuentro entre el «convertible rojo» y los motociclistas es
un Plagincru del relato «Guión de rodaje».

BROWN, GEORGE DOUGLAS


Los libros 1 y 2 tienen una gran deuda para con la novela La casa de los postigos
verdes, donde los rigores de un paternalismo excesivo hacen que un joven de
voluntad débil acabe extraviándose en una vida de alucinaciones y crímenes.

BUNYAN, JOHN
Capít. 9, párr. 10. Plaglob del primer párrafo del Relato de la guerra santa que
Shaddai libró contra Diábolus para reconquistar la metrópolis del mundo; o la
pérdida y recuperación de la ciudad de Mansoul.

BURNS, ROBERT
El racionalismo lírico y humanitario de Robert Burns no ha tenido impacto
alguno sobre la formación de este libro, una realidad mucho más siniestra que la
revelada por cualquier mera atribución de fuentes. Ver también Emerson.

CARLYLE, THOMAS
Capít. 29, párr. 5. «No puedo creer,», etcétera, es un Plagincru de lo que le
preguntó el joven sabio de Ecclefechan a su madre: «¿Cómo es que Dios
Todopoderoso bajó a la Tierra y se dedicó a fabricar carretillas en un taller?». El truco
de proporcionarle un pesado índice de referencias a una pesada obra de ficción está
tomado de Sartor Resartus.

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CARROLL, LEWIS
Capít. 41, párr. 3. El sabor del arco iris es un Plagdif del sabor que tenía el líquido
contenido en la botella con la etiqueta «bébeme» de Alicia en el País de las
Maravillas.

CARY, JOYCE
Capíts. 28 y 29. Plagdifs de la novela La boca del caballo. Tanto aquí como en
cualquier otro momento de la narración, Duncan Thaw es un híbrido resultado de unir
a Gulley Jimson (el artista sin una perra que siempre anda citando a Blake y que pinta
un mural ilustrando el Génesis bíblico en una iglesia medio derruida) y a Nosey
Barbon, su discípulo, de origen proletario y desprovisto del más mínimo talento.

CHASE, JAMES HADLEY


Capít. 9, párr. 1. Plaglob de los dos párrafos con que se inicia No hay orquídeas
para Miss Blandish.

COLERIDGE, SAMUEL TAYLOR


Capít. 26, párr. 12. Esta referencia a Dios, los huérfanos y el Infierno es un
Plagincru degradado de «La maldición de un huérfano arrastraría al Infierno / a un
espíritu de los cielos», del Poema del Viejo Marinero.

CONRAD, JOSEPH
Capít. 32, párr. 4. Se trata de un Plagdif de la cita que tienen el Ayudante del
Comisario y Sir Ethelred en El agente secreto. Capít. 41, párr. 6. El discurso de
Kodac contiene un Plagincru disperso en el que se usan nombres propios y
sustantivos procedentes de la novela Nostromo.

DIOS
Capít. 6, párrafos 11, 12, 13 y 14. La purificación al ser engullido es un Plagdif
del drama en verso Jonás. (Ver también DISNEY y JUNG).

DISNEY, WALT
En el Libro 3, la transformación del brazo de Lanark y el que la gente se convierta
en dragones son un Plagdif de la nariz transformada del héroe y los niños malos

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convirtiéndose en pollinos de la película Pinocho, como también lo es el proceso de
purificación al ser engullido de los últimos párrafos del Capít. 6. (Ver también DIOS y
JUNG).

ELIOT, T. S.
Capít. 10, párr. 4. La frase: «Soy una persona común y corriente a la que no paran
de hacerle daño», es un pálido Plagdif de la «idea de algo infinitamente bondadoso /
Que sufre infinitamente», en los Preludios.

EMERSON, RALPH WALDO


Ralph Waldo Emerson no ha sido plagiado.

EVARISTI, MARCELLA
Capít. 45, párr. 3. «No hieras la hoja con el cuchillo», de la canción La lechuga
sangra.

FITZGERALD, F. SCOTT
Epílogo, párr. 1. La frase: «No le gusto», etc., pertenece al diálogo entre McKisco
y Rosemary Hoyte en el Libro 1 de Tierna es la noche.
Capít. 10, párr. 6. «Pensamos que un montón de nuevos amigos», etc., recuerda la
observación que Dick Diver le hace a Rosemary en la playa.

FREUD, SIGMUND
Plagdifs en cada capítulo. Sólo un escritor que sintiera una insana obsesión hacia
todos los tratados psico-sexuales del doctor Freud sería capaz de meter todavía más
símbolos orales, anales y respiratorios en una novela, por no mencionar los
encuentros edípicos con sustitutos del placer-realidad/Eros-tánatos y las
recapitulaciones del trauma sufrido al nacer. Su número es muy superior al que puedo
reseñar en el limitado espacio del que dispongo. (Ver también DIOS, DISNEY y
JUNG).

GACETA IMPERIAL DE ESCOCIA


Capít. 25, párr. 1. No se trata del simple Plaglob que aparenta ser. Une extractos
del artículo referente al «Canal de Monkland» y el artículo referente al «Ferrocarril
de Monkland y Kirkintilloch» que lo precede.

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GLASHAN, JOHN
Capít. 38, párr. 13. El chasquido que suena dentro de la cabeza de la señorita
Maheen es un Plagincru de la Canción que cruje perteneciente a «Los grillos del
monte» interpretada por el coro de la Seguridad Social en el Great Meths Festival.

GOETHE, JOHANN WOLFGANG VON


Capít. 35, párr. 1. «Wer immer strehend», etc., procede del drama en verso
Fausto, coro de ángeles. Acto V, Escena VII. Bayard Taylor lo traduce como: «Quien
se esfuerza sin ceder al cansancio no está más allá de la redención»; John Anster
como: «Quien, sin rendirse al cansancio, sigue avanzando / A él tenemos poder para
salvarle», y Hopton Upcraft como, «La vida es maravillosa / Si no te doblegas».
Epílogo, párr. 1. «Soy parte de una parte que en un tiempo fue el todo», es un
Plagincru del discurso pronunciado por Mefistófeles en el Acto I, Escena III del
Fausto: «Ich bien ein Theu des Theus, der Angango alles war».

GOLDING, WILLIAM
Ver nota a pie de página número 6.

GOODMAN, LORD
Capít. 38, párr. 9. «La codicia no es agradable pero la envidia es algo muchísimo
peor», es un Plagincru ligeramente difuso del discurso en donde el gran abogado
comparaba a quienes luchan por conseguir dividendos con aquéllos que luchan por
lograr aumentos de salario, y declaraba su preferencia moral hacia los primeros.

GUARDIAN
Capít. 36, párr. 8. El extracto del periódico es un Plaglob ligeramente
distorsionado del informe financiero de Washington, 9 de julio del año 1973.

HEINE, HEINRICH
Capít. 34, párr. 5. «Gritos, chillidos, aullidos, rugidos, chirridos, gemidos,
tartamudeos, balbuceos, trinos, zumbidos y cacareos», es un Plagincru del ruido
infernal descrito en el Capítulo 1 del Reisebilder en la traducción de Leland.

HIND, ARCHIE

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Epílogo, párr. 14. Las disciplinas requeridas por el sacrificio del ganado y el
trabajo en la oficina se describen en la novela Aquel amado lugar verde.

HOBBES, THOMAS
Los Libros 3 y 4 son Plagdifs del Leviatán, la metáfora demoníaca de Hobbes,
que empieza con las palabras: «Mediante el Arte se crea el gran Leviatán llamado
Comunidad o Estado (en latín, Civitas), que no es sino un hombre artificial».
Describir un estado o una tribu como si fuera un individuo es algo tan viejo como la
sociedad (Plutarco lo hace en su vida de Coriolano), pero Hobbes, deliberadamente,
convierte la metáfora en algo monstruoso. Su estado es una especie de criatura
fabricada por el doctor Frankenstein: es un ser mecánico pero vive; carece de ideas
propias pero está dirigido por cerebros llenos de astucia; es torpe tanto en lo moral
como en lo físico, pero posee la fuerza de toda la gente que se ve obligada a llenar su
vientre, el mercado. En la página que abre uno de sus libros se muestra a tal estado
amenazando a todo un globo terráqueo con los símbolos de la guerra y la religión.
Hobbes tomó su nombre del drama en verso Job, en el cual Dios lo describe como a
una enorme bestia acuática de cuya creación se siente especialmente orgulloso al ser
«rey de todos los hijos del orgullo». El autor de La ballena pensaba que era pariente
de su heroína. (Ver MELVILLE).

HOBSBAUM, DR. PHILIP


Capít. 45, párrafos 6, 7 i 8. La batalla entre los monos de tela y los monos de
alambre es un Plagdif de «El acertijo de los monos»:
Los monos de alambre son todo
[codos, rodillas y dientes.
A los monos de tela se les puede
[doblar.
Los monos de alambre aguantan
los años y rechazan a los
[invasores.
Los monos de tela acogen alegres
[a cuantos encuentran.
Fabrican monos de alambre para
ver hasta dónde llega el hambre
[de sus jóvenes,
Y monos de tela para medir su
[soledad.
Los monos de alambre dan el pecho
[a sus crías.

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Los monos de tela son estériles.
Con el tiempo veréis cómo los jóvenes
se convierten en monos de
[alambre
Para ganarse el sustento
Y cómo vuelven luego para abrazar
[a los monos de tela
Que no les dan nada.
Y cuando tenga miedo,
El joven enterrará su cabeza en
[el blando y caliente seno de tela.
Los monos de alambre resisten el
[vendaval.
Todo el mundo prefiere los monos
[de tela.

HUME, DAVID
Capít. 16, párr. 9. Plaglob del tratado Una indagación sobre el entendimiento
humano.

HENRIK, IBSEN
Libros 3 y 4. Deuda muy considerable con el drama en verso Peer Gynt, que
representa la relación existente entre un cosmos pequeño-burgués y regiones
sobrenaturales que lo parodian y lo critican. (Ver también KAFKA).

JENOFONTE
Capítulos 45, 46, 47, 48 y 49. La parodia de expedición militar que se desarrolla
en ellos es un Plagdif de la Anábasis.

JOYCE, JAMES
Capít. 22, párr. 5. Este monólogo de un aspirante a artista escuchado
tolerantemente por un amigo de estudios es un descarado Plagdif de un monólogo
similar que aparece en Retrato del artista adolescente.

JUNG, CARL
Casi cada capítulo del libro es un Plagdif del mítico «Viaje nocturno de un

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héroe», descrito en ese encantador pero, a efectos prácticos, totalmente inútil tratado
llamado Psicología y alquimia. Donde resulta más obvio es en la purificación al ser
engullido que tiene lugar al final del capítulo 6. (Ver también DIOS, DISNEY y
FREUD). Pero el héroe, Lanark, adquiere una dimensión política nada jungiana
siendo engullido por el Leviatán de Hobbes. (Ver HOBBES).

KAFKA, FRANZ
Capít. 39, último párrafo. La silueta de la ventana pertenece al último párrafo de
El proceso.

KELMAN, JIM
Capít. 47. La conducta de Dios y la disculpa que ofrece son un considerable
Plagdif del relato Ácido: En esta fábrica del norte de Inglaterra el ácido resultaba
esencial. Lo guardaban en grandes cubas. Sobre ellas había pasarelas. Antes de que
terminaran de instalar las barandillas, haciéndolas totalmente seguras, un joven cayó
con los pies por delante en una cuba. Sus gritos de agonía se oyeron por todo el
departamento. Dejando aparte a un hombre ya mayor, todos los demás se quedaron
tan horrorizados que durante unos instantes ninguno de ellos pudo moverse. Pero
aquel viejo, que era el padre del joven, trepó en un momento a la pasarela llevando en
su mano una larga pértiga. «Lo siento, Hughie», dijo. Y usó la pértiga para hundir al
joven en el ácido. Está claro que el viejo no tuvo más remedio que obrar así porque
sólo la cabeza y los hombros…, de hecho, lo que se veía por encima de la superficie
del ácido era todo cuanto quedaba del joven.

KINGSLEY, REVERENDO CHARLES


La mayor parte de Lanark es un prolongado Plagdif de Los bebés acuáticos, una
novela infantil victoriana que hoy en día se considera ilegible salvo en sus versiones
resumidas. Los bebés acuáticos es un libro dual. La primera mitad es un relato semi-
realista y cargado de sentimentalismo en el que se narra el encuentro entre un joven
deshollinador que vive en un suburbio industrial y una chica de clase alta que le hace
ser consciente de todos sus defectos y carencias. Emocionalmente destrozado y
próximo al delirio, el joven deshollinador huye a un páramo, baja por un risco y se
acaba ahogando, en un capítulo que recuerda el final del Libro 2. Después renace en
un Purgatorio vagamente darwiniano con algunos matices budistas, sin acordarse del
pasado. En un momento del relato el héroe, que ha robado unas golosinas, empieza a
volverse suspicaz y ceñudo, ¡y acaba cubriéndose de pinchos, igual que un erizo de
mar! La relación con la piel de dragón resulta obvia. Es redimido moralmente por
otro encuentro con la chica de clase alta, que ha muerto a consecuencia de un

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resfriado mal atendido, y parte en peregrinación a través de una región grotesca
donde se encuentran todos los males y villanías sociales de la Inglaterra victoriana.
(Ver también MacDONALD).

KOESTLER, ARTHUR
Ver nota a pie de página número 6.

LAWRENCE, D. H.
Ver nota a pie de página número 12.

LEONARD, TOM
Capít. 50, párr. 3. «Dentro de un momentito, querida» es un Plagincru del poema
«El mirón».
Capít. 49. El réquiem de Rima pronunciado por el general Alexander es un
Plaglob del poema «Placenta».

LOCHHEAD, LIZ
Capít. 48, párr. 25. El momento en que la diosa descubre al androide es un Plagdif
de «El incauto»:
Le murmuro
lo siento al espejo cuando veo la marca que debo haber causado
[ahora mismo
al amarte.
Qué fácil decir que no importa.
El adulterio
como la blasfemia es para los
[creyentes pero
incluso en nuestra
situación la más sencilla etiqueta
[dice
que el amor debería dejarnos
[sin señales.
Te tengo en préstamo
igual que a un libro de la
[biblioteca pública
y los dos lo sabemos.
Si nos queremos el uno al otro,

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[estupendo
pero ninguno de los dos
debe permitir que se note.
En la neblina de mi espejo
sigues la huella de dos dientes
sobre la piel de tu hombro y
[naturalmente
tu sonrisa casi es lo bastante
[rápida y brillante
como para asegurarme que todo
[va bien.

Amigos de nuevo, juntos en


[este cuarto de baño
acabaremos de lavarnos eliminando
[los residuos del amor.

McCABE, BRIAN
Capít. 48, párr. 2. El dirigente marciano está tomado del relato Coristas
emplumadas.

MacCAIG, NORMAN
Capít. 48, párr. 22. La víbora cursiva pertenece al poema «Movimientos».

MacDIARMID, HUGH
Capít. 47, párr. 22. La observación hecha por el mayor Alexander: «Tener malos
mapas es mejor que no tener ninguno; al menos esos mapas demuestran que existe
algo» ha sido robada de La poesía que anhelo.

DONALD, REVERENDO GEORGE


El Capít. 17, La llave es un Plagdif del cuento victoriano La llave de oro. El viaje
de Lanark y Rima por la llanura de niebla del Capít. 33 procede también de ese
cuento, igual que la muerte y el renacimiento del héroe cuando está a medio camino
(ver también KINGSLEY), y el truco de hacer envejecer despreocupadamente a la
gente con espectacular rapidez en un breve trozo de texto impreso.

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MacDOUGALL, CARL
Capít. 41, párr. 1. «Viruelas y escalofríos» es la exclamación favorita del calafate
que aparece en el drama coloquial en verso Panorama desde los tejados.

McGRATH, TOM
Capít. 48, párr. 22. La astuta seducción de Dios que lleva a cabo el androide
pertenece a la obra El circuito androide.

MacNEACAIL, AONGHAS
Ver Nicolson, Angus.

MANN, THOMAS
Capít. 34, párr. 5. «gritos, chillidos, aullidos, rugidos, chirridos, gemidos,
tartamudeos, balbuceos, trinos, zumbidos y cacareos» es un Plagincru de cómo
describe el diablo al Ruido Infernal en la novela Doctor Fausto, traducida por H. T.
Lowe-Porter.

MAILER, NORMAN
Ver nota a pie de página número 6.

MARX, KARL
Capít. 36, párrafos 3 y 4. La prolongada arenga de Grant es un Plagdif de la
perniciosa teoría que considera la historia como una lucha de clases expuesta en Das
Kapital.

MELVILLE, HERMAN
Ver nota a pie de página número 12.

MILTON, JOHN
Ver nota a pie de página número 6.

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MONBODDO, LORD
Capít. 32, párr. 3. La referencia a James Burnett, Lord Monboddo, demuestra la
debilidad de toda la parte fabulosa y alegórica de Lanark. El «instituto» parece
representar ese cuerpo oficial de conocimientos que se inició con los sacerdotes de la
antigüedad y las academias atenienses, fue monopolizado por la Iglesia católica y se
dispersó luego entre las universidades y fundaciones investigadoras. Pero si el
«consejo» representa al gobierno, entonces la unión más sorprendente de «consejo» e
«instituto» tuvo lugar en 1662 cuando Carlos II creó la Real Sociedad para el Avance
de las Artes y las Ciencias. James Burnett de Monboddo pertenecía a una Sociedad de
Correspondencia de Edimburgo que defendió la causa de la ciencia en forma más
bien no oficial hasta que se le concedió una carta real en 1782. Fue juez, amigo del
rey Jorge, erudito, metafísico y creía en los sátiros y las sirenas, pero lo único que le
ha salvado del olvido ha sido la animadversión despertada por su teoría de que el
hombre desciende del simio, recogida en la Vida de Johnson escrita por Boswell.
Tomando su nombre para bautizar con él a una dinastía de Césares científicos, el
autor demuestra que sólo puede obrar impulsado por el chauvinismo escocés o una
inclinación a los nombres altisonantes. Una encarnación más adecuada del gobierno,
la ciencia, el comercio y la religión habría sido Robert Boyle, hijo del conde de Cork
y padre de la química moderna. Fundó la Real Sociedad y sus fuertes principios
religiosos le llevaron a conseguir una carta real para la Compañía del Este de las
Indias, de la que esperaba propagase el cristianismo por el Oriente.

NicGUMARAID, CATRIONA
Como le sucede a todos los escritores de las tierras bajas de Escocia, el «mago»
no tiene ni la más mínima idea de cómo era su cultura gaélica original. El personaje y
el ambiente que rodea al Rev. MacPhedron en el Capít. 13, el menos convincente del
libro, parecen ser un esfuerzo por remediar tal carencia de conocimientos. Como
piedra de toque con la que medir el calibre de ese fracaso incluyo estos versos
escritos por una auténtica poetisa gaélica (ver también MacNeacail, Aonghas):
Nan robh agam sgian
ghearrainn ás an ubhal
an grodadh donn a th’ann
a lèon’s a shàraich mise.
Ach mo chreach-s’ mar thà
chan eil mo sgian-sa biorach
’s cha dheoghail mi ás nas mò
an loibht’a sgappas annad.

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NICOLSON, ANGUS
Ver Angus el Negro

O’BRIEN, FLANN
Ver nota a pie de página número 6.

ORWELL, GEORGE
Capít. 38. Los lemas de los carteles y el centro de estabilidad social son Plagdifs
de los carteles del Ingsoc y el Ministerio del Amor de 1984.

PLATH, SYLVIA
Capít. 10, párr. 10. «Me alzaré con mi cabellera en llamas y me comeré a los
hombres igual que si fuesen aire» es un Plagincru de los dos últimos versos de «Lady
Lázaro», con «en llamas» sustituyendo a «roja».

POE, EDGAR ALLAN


Capít. 8. párr. 7. El «espacioso apartamento de techo alto» es un Plagincru de La
caída de la casa de Usher. Capít. 38, párr. 16. Las tres primeras frases son un
Plagincru de El dominio de Arnheim. La sustitución de los guijarros «perlinos» por
guijarros «de alabastro» procede de otra descripción hecha por Poe de un estanque
con un fondo de guijarros que aparece en Eleonora.

POPE, ALEXANDER
Capít. 41, párr. 6. La frase de Timon Kodac: «El orden es la primera ley del
Cielo», procede del poético Ensayo sobre un hombre.

PRINCE, REV. HENRY JAMES


Capít. 43, discurso de Monboddo. «Así pues, acompáñenme al sol» está tomado
de las Cartas dirigidas por H. J. Prince a sus hermanos en Cristo del Colegio de San
David, Lampeter.

PROPPER, DAN
Capít. 28, párr. 7. La versión que MacAlpin ofrece de la ley de Popper es un
Plagincru distorsionado que procede de la Fábula de la hora final: «En el minuto

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treinta y cuatro de la hora final se redescubrió la ley del encierro invertido y se
declaró que el universo estaba prisionero en una caja de cerillas, dentro de la que
había dos pulgas para servir de carceleros».

QUINTILIANO, MARCO FABRICIO


Capít. 45, párr. 5. La «forma de auto-expresión sólo superada por el estornudo»
de Grant es un Plagincru del Libro 11 de los Institutio oratoria traducidos por John
Bulwer en su Chironomia.

REICH, WILHELM
Libro 3. La piel de dragón que infecta los seis primeros capítulos es un Plagdif de
la constricción muscular que Reich llama «acorazamiento».

REID, TINA
Capít. 48, párr. 15. El método utilizado por el androide para limpiar la cama es un
Plagdif de Jill la Agarradora, perteneciente a Limpiando la cama con la lengua.

SARTRE, JEAN-PAUL
Capít. 18, párr. 6 y capít. 21, párr. 12. Son Plagdifs de las epifanías negativas
experimentadas por el héroe de La náusea.

SAUNDERS, DONALD GOOD-BRAND


Capít. 46. La fuerza de paz dirigida por el sargento Alexander es detenida por
Dios en una tierra cuyos paisajes y colores proceden del «Ascenso»:

Lo blanco es Loch Fionn,


tan familiarizado con los rincones.
Desde aquí, las colinas de
[Suilven.
Lo blanco es Loch Fionn.
Lo verde es Glencanisp,
En rocas detallado,
Desde aquí, el hombro de
[Suilven,
Lo verde es Glencanisp.
Lo azul son los mares.

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Lo azul es el cielo.
Desde aquí, la cima de Suilven,
Y mi red vuelve centelleando.

SHAKESPEARE, WILLIAM
Los Libros 1 y 2 le deben mucho a la obra Hamlet en la que los rigores de un
paternalismo excesivo hacen que un joven de voluntad débil acabe extraviándose en
una vida de alucinaciones y crímenes.

SITWELL, EDITH
Capít. 41, párr. 12. «Hablando pura y estrictamente como individuo» y gran parte
del sentimiento religioso son Plagincrus y Plagdifs de la parte de Fachada que
empieza con: «No te bañes en el Jordán, Gordon».

SMITH, W. C.
Capít 28. Plaglob del himno «Inmortal, invisible, sólo Dios es sabio» con la
última línea alterada.

SPENCE, ALAN
Capít. 45, párr. 9. Los hermosos y delicados colores han sido tomados de la
antología de escritos Sus colores son soberbios.

THACKERAY, WILLIAM MAKEPEACE


Capít. 11, párr. 5. La bolsa y su contenido son un Plaglob y Plagdif de la bolsa del
Hada Vara Negra de La rosa y el anillo.

THOMAS, DYLAN
Capít. 29, párr. 5. Contiene pequeños Plagincrus y Plagdifs del poema en prosa
«El mapa del amor». Capít. 42, párr. 5. Las palabras de Lanark cuando orina son un
Plagincru distorsionado del poema «Dijo el viejo cayado».

TOTUOLA, AMOS
Libros 3 y 4. Están en deuda con El bebedor de vino de palma, otra historia en
que los viajes del héroe le hacen moverse por entre los muertos y seres sobrenaturales

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que viven en el mismo plano que las criaturas terrestres. (Ver también KAFKA).

TURNER, BILL PRICE


Capít. 46, párr. 1. «La deslizante arquitectura de las olas» procede de Rudimento
de un ojo.

URE, JOAN
Capít. 48, párr. 8. La esposa del hombre murciélago está cantando una versión
particular de una canción que pertenece a la obra musical Quizá dé resultado: «Nada
que cantar / seguir adelante / caminando, caminando. / Aeroplanos con gente / que
canta su canción / siguen volando sobre mí. / ¿Tendrán algo que yo no tenga? /
¿Tendré algo que ellos no tengan? / Nada que cantar. / Nada que cantar».

VONNEGUT, KURT
Capít. 43, discurso de Monboddo. La descripción de la Tierra como una «húmeda
bola azul verdosa» está tomada de la novela Desayuno de campeones.

WADDEL, REVERENDO P. HATELY


Capít. 37, párr. 4. La plegaria que se oye desde abajo pertenece a la traducción del
Salmo 23 hecha por el Rev. Waddel.

WELLS, HERBERT GEORGE


El «instituto» descrito en los Libros 3 y 4 es una combinación de cualquier
hospital de gran tamaño y cualquier gran universidad con el metro de Londres y el
Centro de Televisión de la BBC, pero el esquema general ha sido robado del Londres
del siglo XXI que aparece en Cuando el durmiente despierta y del reino sublunar de
los selenitas de Los primeros hombres en la Luna. A la luz de este hecho, la
observación que el «mago» hace sobre H. G. Wells en el Epílogo parece más bien la
reacción de un calamar que descarga una sucia nube de tinta con el propósito de
oscurecer la visión crítica. Ver nota a pie de página número 5.

WOLFE, TOM
Capít. 41, párr. 6. El histérico argot del mundo de los juegos empleado en este
pasaje es un Plagincru de la introducción a una recopilación de escritos suyos, El
nuevo periodismo.

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YOUNGHUSBAND, COR. STUKELY
Capít. 49, párr. 49. «Bajar por el cráter del Vesubio en tranvía» es una
observación atribuida al General Douglas Haig en «Chistes de las trincheras».

ZOROASTRO
Capít. 50. Los párrafos 1, 3, 5, 7, 9, 11, 13, 15, 17, 19, 21, 23, 25, 27, 29 y 31 son
fragmentos selectos tomados de los apócrifos sibilinos griegos editados por
Hermippus y traducidos por Friedrich Nietzsche, pero el claro de Sibma, cubierto de
vides y flores, así como Eleale, junto a la charca de asfalto; el sol, el viento y la
espuma centelleante; el triunfo de Galatea y su boda con Grant; la caída de los
Galligrullos; la rendición de Dios y sus carcajadas; el florecer del cardo gris; la
construcción de Nefelococugia; las alondras, violoncelos, violetas y frasquitos de ira
genial; los autobuses gratuitos que recorren el río Clyde; la felicidad y la buena obra
de Andrew; el regreso de Coulter, la llegada de McAlpin y la resurrección de Aitken
Drummond: la Apoteosis y Coronación de la Virgen
AmyAnnieMoraTracyKatrina
VeronicaMargaretIngeInge
IngeIngeInge IngeIngeInge
IngeIngeIngeIngeIngeInge
IngeIngeIngeIngeIngeInge
IngeInge MarianBethLiz
BettyDanieleAngelTinaJanet
Kate; el descenso final a la sana normalidad y el descubrir una sedosa suavidad
que eres tú dentro de ese cascarón son Plaglobs, Plagincrus y Plagdifs de El
matrimonio entre el Cielo y el Infierno traducido a límpidas imágenes y sublimes
distancias por William Blake y William Turner para beneficio de todos nosotros,
creadores de cosas útiles, buenas y hermosas.

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CAPÍTULO XLI

Clímax
Sorprendido, miró hacia abajo y se encontró con Libby, que se había hecho un ovillo
en el ángulo de la pared y la alfombra, con las piernas metidas debajo del cuerpo y
todo el aspecto de estar inconsciente. La chica tenía el cabello oscuro y una agradable
belleza regordeta. Su falda era más corta y la blusa más sedosa de como las recordaba
y su rostro dormido, arrugado en una leve expresión de mal humor, parecía más
infantil que sus ropas.
—¿Qué? —preguntó abriendo los ojos, y le echó una mirada a su reloj de pulsera,
incorporándose—. Ha estado horas ahí dentro —dijo, aunque no parecía estar
enfadada con él—. Horas y horas… Nos hemos perdido la representación de ópera.
Le alargó la mano y Lanark la ayudó a levantarse.
—¿Le dio algo de comer? —preguntó ella.
—Sí. Me gustaría hablar con Wilkins.
—¿Wilkins?
—O con Monboddo. Pensándolo mejor, preferiría ver a Monboddo. ¿Es posible?
—Oiga, ¿es que no descansa nunca? —dijo ella, mirándole fijamente—. ¿Nunca
se toma un ratito libre para pasárselo bien?
—No he venido aquí a descansar.
—Oh, siento habérselo preguntado.
Se alejó por el pasillo. Lanark la siguió, diciendo:
—Oiga, puede que haya estado algo grosero y le pido que me disculpe, pero la
verdad es que ahora tengo muchas cosas de que preocuparme. Y, de todas formas,
nunca he sabido divertirme.
—Pobrecito.
—No me quejo —dijo Lanark, poniéndose a la defensiva—. Aun así, la verdad es
que he tenido algunas experiencias bastante agradables.
—¿Cuándo fue eso?
Lanark recordó el nacimiento de Sandy. Estaba seguro de que debió sentirse muy
feliz, pues de lo contrario no habría hecho sonar la campana de la catedral, pero no
lograba recordar cómo era el sentirse feliz. De repente su pasado le pareció un lugar
muy grande, triste y oscuro.
—No hace mucho —dijo con voz cansada.
Cuando llegaron a la sala donde estaban los ascensores la chica se detuvo y se
volvió hacia él.
—No sé dónde pueden estar ahora Monboddo y Wilkins —le dijo con gran
firmeza—. Supongo que aparecerán más tarde, en cuanto empiece la fiesta, así que
voy a darle un buen consejo. No se ponga nervioso y hágase el duro. Ya veo que está

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en apuros, pero el primer día no se liga nada: todo el mundo anda tomándose las
medidas del traje. Los auténticos pasilleros empiezan a cazar el segundo día. Y
también me gustaría decirle otra cosa: el ejecutivo de Provan me paga tanto si estoy
con usted como si no. Si quiere que me esfume diga: «Esfúmate», y me esfumo. Si
no, venga conmigo a tomarse una copita o dos y hable de cualquier cosa que no sea
esta horrible reunión general. Viruelas y escalofríos, si sólo de oírles…
Lanark la miró y se dio cuenta de lo atractiva que era. Aquello le hizo sentir un
gran dolor. Sabía que si le dejaba besar su boca petulante no sentiría ni calor ni
emoción. Examinó su interior y no encontró nada más que un frío hambriento y
desprovisto de toda generosidad, un vacío dolorido que era incapaz de dar o de tomar.
«La verdad es que ya estoy casi muerto —pensó—. ¿Cómo es posible?».
—Por favor, no se esfume —murmuró.
La chica le cogió del brazo y le llevó hacia la gran galería.
—Seguro que hay una cosa que le gusta —le dijo con picardía.
—¿Cuál?
—Apuesto a que le gusta ser famoso.
—No soy famoso.
—Es usted modesto, ¿eh?
—No, pero tampoco soy famoso.
—¿Cree que habría esperado todas esas horas ante la puerta de Nastler si no fuera
más que un delegado del montón?
Lanark estaba tan confuso que no fue capaz de responder. Señaló hacia los
silenciosos agentes de seguridad vestidos de negro que flanqueaban la puerta de
cristal y dijo:
—¿Qué están haciendo ahí?
—Esperan fuera para no aguar la fiesta.

Aunque no había casi nadie, la galería palpitaba con el suave ritmo de la música. El
cielo nocturno visible por la ventana mostraba los pétalos teñidos de rosa de varios
crisantemos enormes que nacían de círculos dorados esparcidos entre las estrellas
para acabar cayendo hacia el estadio, fuertemente iluminado, con los graderíos
repletos de figuras minúsculas que llenaban también las dos pistas de baile situadas a
cada extremo del campo central. Los crisantemos se desvanecieron y una chispa
escarlata se abrió paso por donde habían estado, arrastrando tras ella una larga cola de
cegadoras plumas blancas y verdes. Junto a la ventana había montones de grandes
cojines multicolores. En el piso superior había una orquesta de doce músicos, aunque
en el momento actual el único que tocaba era el hombre del clarinete, que estaba
interpretando una alegre cancioncilla acompañado por un batería que acariciaba
suavemente los címbalos con sus cepillos. Encima de ese piso había cuatro buffets
fríos ampliamente provistos y el piso superior contenía una gran cantidad de mesitas

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y sillas vacías, así como un bar en cada extremo, y cuatro chicas sentadas en taburetes
junto a una de las barras. Libby fue hacia ellas, precediendo a Lanark.
—Martha, Solveig, Joy y la otra Joy, éste es el ya-sabéis-quien de Unthank —les
dijo.
—Imposible —dijo Martha.
—Tiene un aspecto demasiado respetable —dijo Solveig.
—¿Quiere que le guarde el maletín detrás de la barra? —preguntó Joy—. Allí
estará seguro.
—Mi madre es amiga suya, o lo había sido —dijo la otra Joy.
—¿Cómo se llama? ¿Nancy? —preguntó Lanark con cierta tristeza—. Porque si
se trata de ella te conocí cuando no eras más que un bebé.
—No, se llama Gay.
—No le recuerdes su edad —dijo Libby—. Anda, pórtate como una madre y
prepáranos dos arcoíris blancos. (Los hace de maravilla).

Solveig era la más alta de las cuatro y la otra Joy la más bajita. Todas tenían
aproximadamente la misma edad y los mismos modales, afables y un poco distraídos.
Lanark no era muy consciente de su presencia como individuos, pero ser el único
hombre presente resultaba bastante agradable.
—Tenemos que convencer a Lanark de que es famoso —dijo Libby.
Todas rieron y la otra Joy, que estaba echando gotas de licor en una coctelera de
plata, contándolas cuidadosamente, dijo:
—Pero si ya lo sabe. Tiene que saberlo.
—¿Y qué me ha hecho ser famoso? —preguntó Lanark.
—Eres el hombre que hace cosas muy, muy raras sin tener ni la más mínima
razón para ello —dijo Martha—. Destrozaste la telepantalla de Monboddo cuando
estaba dirigiendo a un cuarteto de cuerda.
—Te peleaste con él por culpa de una zorra-dragona y conseguiste obstruir todo el
flujo del instituto —dijo Solveig.
—Le dijiste exactamente lo que pensabas de él y abandonaste los pasillos del
consejo para meterte en la zona intercalendárica. ¡A pie! —dijo Joy.
—Tenemos unas ganas locas de ver qué haces esta noche —dijo la otra Joy—.
Monboddo te tiene pánico.
Lanark empezó a explicarles cómo había sucedido realmente todo aquello, pero
las comisuras de sus labios se habían levantado un poco y estaban tirando de sus
mejillas y haciéndole entrecerrar los ojos; no pudo impedir que su rostro acabara
contorsionándose en una mueca y que su lengua se viera amordazada por una
inmensa sonrisa algo tonta, y al final acabó meneando la cabeza y se echó a reír.
Libby también se rió. Estaba apoyada en la barra, rozándole el muslo con la cadera.
—Libby te está usando para hacer que su novio se ponga celoso —le dijo Martha.

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—No es verdad. Bueno, quizás un poquito.
—¿Quién es tu novio? —le preguntó Lanark, sonriendo.
—El hombre con gafas de ahí abajo. El batería. Es horrible. Cuando su música no
va bien, nada le va bien.
—Te dejo que me utilices para ponerle tan celoso como quieras —dijo Lanark,
dándole unas palmaditas en la mano.
La otra Joy le entregó un gran vaso lleno de un líquido de color claro y todas las
chicas le observaron atentamente mientras bebía. El primer sorbo tenía un sabor
suave y como velludo que después le pareció frío y lechoso, después seco y tan
penetrante como la crema de menta, un segundo más tarde se volvió amargo como la
ginebra, luego espeso y caliente como el chocolate y finalmente tan áspero como el
limón pero endulzándose igual que si fuera limonada. Lanark tomó otro sorbo y la
oleada de sabores que fluyó por su lengua fue totalmente distinta, pues ahora el
líquido sabía a pasas de Corinto y el sabor acababa mezclándose con el de un
agradable jarabe infantil para la tos, en el centro, y volviéndose parecido al de un
caldo de buey, cuando entraba en la garganta, dejando un leve regusto a ostras
ahumadas.
—No comprendo cómo puede tener este sabor —dijo.
—¿No te gusta?
—Sí, es delicioso.
Las chicas se rieron igual que si acabara de decir algo muy profundo e inteligente.
—¿Bailarás conmigo cuando empiecen a tocar? —le preguntó Solveig.
—Claro que sí.
—¿Y conmigo? —preguntó Martha.
—Tengo intención de bailar una vez con todas… salvo con la otra Joy. Con la
otra Joy bailaré dos veces.
—¿Por qué?
—Porque mostrarme desusadamente bueno con alguien hace que me sienta
poderoso.
Las chicas volvieron a reírse y Lanark tomó un sorbo de la bebida teniendo la
impresión de que estaba siendo muy ingenioso y que se portaba como un auténtico
hombre de mundo. Un hombrecillo que tenía una gran nariz se acercó a la barra y
dijo:
—Parece que se lo están pasando estupendamente. ¿Les importa que me una a
ustedes? Soy Griffith-Powys, Arthur Griffith-Powys de Ynyswitrin. Usted es Lanark
de Unthank, ¿verdad? He llegado un poco tarde esta mañana y no he podido verle en
acción, pero me han dicho que no ha perdido el tiempo, ¿eh? Me alegra saber que hay
alguien con ganas de despertar al viejo fiambre. Ya hemos estado aguantándolo
demasiado tiempo. Supongo que mañana pensará cantárselas bien claras, ¿no?

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La galería se estaba llenando de gente ya mayor con un claro aspecto de ser
delegados o esposas de los delegados, así como de personas más jóvenes que
rondarían los treinta años y parecían ser periodistas y secretarias. Ahora también
había más chicas vestidas de rojo, aunque eran pocas las que llevaban el uniforme. La
gente empezaba a formar grupos, pero el que rodeaba a Lanark era el más numeroso.
Odin, el hombre de expresión malhumorada y rostro enrojecido, se acercó a él y le
dijo:
—¿Qué, ha tenido suerte con Su Alteza Real?
—Ni la más mínima. De hecho, me dijo que no era un rey sino un mago.
—Los jóvenes deben pensar que el mundo moderno es un lugar muy confuso,
¿no? —dijo Powys, dando paternales palmaditas en el brazo de Martha—. Tanta
gente con nombres distintos y tanta gente con el mismo nombre… Fíjense en
Monboddo. Todos hemos conocido por lo menos a dos Monboddos y es muy
probable que el siguiente sea una mujer. ¡Fíjense en mí! El año pasado fui archidruida
de Camelot y Canterbury. La presión ecuménica y la regionalización han hecho que
este año sea proto-presbítero de Ynyswitrin, y sin embargo, soy el mismo hombre y
estoy haciendo el mismo trabajo.
—Ahí viene el enemigo —dijo Odin en voz baja.
Cinco negros de estaturas diferentes entraron en la galería: dos llevaban trajes de
ejecutivo, dos iban vestidos con uniforme militar y el más alto lucía un caftán y un
fez.
—Odio al bloque negro —dijo Martha, estremeciéndose—. Nunca beben nada
más fuerte que la limonada.
—Bueno, pues yo les adoro —afirmó Libby—. Creo que son encantadores. Y el
senador Senaquerib se bebe el whisky por litros.
—Lo que no aguanto es el maldito aire de superioridad de Multan —dijo Odin—.
Ya sé que vendimos a sus antepasados como esclavos y que nos dedicamos a darles
latigazos, lo cual prueba que somos unos malvados; pero eso no demuestra que él sea
un angelito.
—¿Ése es Multan? —preguntó Lanark. Los negros habían ido al piso de abajo y
estaban de pie ante una de las mesas del buffet frío—. Discúlpenme un momento —
dijo.
Pasó rápidamente por entre los demás grupos, bajó tres o cuatro escalones y fue
hacia los integrantes del bloque negro.
—Por favor —le dijo al hombre alto del fez—, ¿es usted Multan de Zimbabwe?
—El general Multan es ése de ahí —dijo el hombre alto, señalando hacia un
hombrecillo con uniforme militar.
—General Multan, ¿puedo hablar con usted? —le preguntó Lanark—. Me han
dicho que… Bueno, quizá podríamos ayudarnos el uno al otro.

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Multan contempló a Lanark con una expresión de educada diversión.
—¿Y quién le ha dicho eso, amigo? —preguntó.
—Nastler.
—No conozco a ese tal Nastler. ¿Y en qué ha dicho que podemos sernos útiles el
uno al otro?
—No me lo explicó pero mi región, el Gran Unthank, está teniendo problemas
con… Bueno, con muchas cosas. Con casi todo. ¿La suya también?
—Oh, por supuesto. Nuestras llanuras se erosionan, nuestras sabanas no están lo
bastante cultivadas, todas nuestras reservas minerales pertenecen a los extranjeros, el
consejo nos envía aeroplanos, tanques y bulldozers y nuestros ingresos van a parar a
Volstat y Algolágnicos para comprar combustible y piezas de repuesto que nos
permitan utilizarlos. Oh, sí, tenemos problemas.
—Oh.
—Mire, amigo, no espero recibir ayuda de tipos como usted, pero estoy dispuesto
a escuchar con atención cuanto quiera decirme.
Multan sostenía en una mano un plato en el que había fiambres y una mazorca de
maíz y estuvo comiendo delicadamente durante uno o dos minutos sin apartar los ojos
de Lanark, que podía oír claramente el estruendo de la orquesta, pues los grupos más
próximos se habían callado y un cuchicheo de cautelosa atención le llegaba del resto
de la galería. Lanark sintió que se iba poniendo cada vez más y más rojo.
—Bueno, ¿por qué sigue ahí si no tiene nada que decir? —acabó preguntándole
Multan.
—Me siento bastante incómodo —dijo Lanark—. He empezado la conversación y
ahora no sé cómo terminarla.
—Bueno, amigo, deje que le ayude a salir del aprieto. Omfale, acércate. —Una
negra alta y vestida con gran elegancia vino hacia ellos—. Omfale —dijo Multan—,
este delegado necesita hablar con una mujer blanca.
—Pero si yo soy negra. Soy tan negra como tú —dijo la mujer con una voz
límpida y algo nasal.
—Claro, pero tienes voz de blanca —dijo Multan, marchándose.
Lanark y la mujer se contemplaron el uno al otro durante unos segundos hasta que
Lanark decidió hablar.
—¿Quiere bailar conmigo?
—No —dijo la mujer, y se marchó en busca de Multan.

Y, de repente, el volumen de las conversaciones volvió a subir rápidamente,


entremezclándose con un susurro de risas. Lanark se dio la vuelta, ruborizándose, y
se encontró con que las dos Joy se estaban riendo descaradamente de él. «¡Pobre
Lanark!», dijo una, y la otra dijo a su vez: «¿Por qué ha abandonado a la gente que
más le quiere?». Se pusieron cada una a un lado, le cogieron de los brazos y le

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hicieron bajar unos peldaños hasta llegar a una esquina de la pista de baile donde
estaban Odin, Powys, las otras chicas y algunos recién llegados. Le recibieron con
tales muestras de jovialidad que pronto le resultó fácil volver a sonreír.
—Yo mismo podría haberle dicho que hablar con ese bastardo no le serviría de
nada —le explicó Odin—. Tenga, fúmese un puro.
—Pero ¿verdad que fue emocionante? —dijo Libby—. Todo el mundo estaba
esperando que ocurriera algo terrible. No sé por qué.
—La apertura de un nuevo viaducto intercontinental, quizá —bromeó Powys—.
Tender sobre el océano una alfombra fraternal encima de la que todas las razas
humanas podrían encontrarse para hundirse en una sola raza y conseguir que la
Utopía les cayera del cielo en paracaídas junto con la botella de leche de cada
mañana, ¿no?
—¡Felicidades! Ha sido soberbio, lo ha hecho muy bien —dijo Wilkins
estrechándole la mano—. Y el desplante no importa. Lo que cuenta es que usted ha
colocado el balón en su terreno y ellos lo saben. Chicas, una de vosotras debería
prepararle algo de beber a este hombre.
—Wilkins, quiero hablar con usted —dijo Lanark.
—Sí, cuanto más pronto mejor será. Hay uno o dos acontecimientos inesperados
de los que debemos discutir. ¿Quiere que desayunemos juntos a primera hora de la
mañana en el balneario de los delegados?
—Desde luego.
—¿No le importa levantarse temprano?
—En absoluto.
—Bien. Entonces, llamaré a su habitación antes de las siete.
—Por favor, señor —dijo Solveig con voz muy dulce—, ¿puedo pedirle ese baile
que me prometió antes, por favor, por favor?
—Dentro de un momentito, querida. Déjame terminar mi bebida —le respondió
amablemente Lanark.

Mientras sorbía un segundo arcoíris blanco miró hacia el campo estrellado del cielo y
vio florecer en él los cohetes que teñían con una marea blanca, naranja y verde oro
los miles de rostros que llenaban el estadio. Lanark se apoyó en una barandilla que
protegía el final del último piso, el más pequeño, y reflejada en la ventana vio
también una oscura pero límpida imagen de sí mismo, el centro de autoridad de un
grupo suspendido en el aire a medio camino entre el destello de los fuegos artificiales
y la multitud del estadio. Movió la cabeza, como haciéndole una seña a los
espectadores de abajo, y pensó: «Mañana os defenderé a todos». Se llevó el puro a los
labios, se dio la vuelta y se dedicó a examinar atentamente la galería. Su grupo seguía
siendo el mayor de todos, aunque Wilkins se había marchado y estaba yendo y
viniendo entre los demás grupos. Lanark le vio intercambiar unas cuantas palabras

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con Multan.
«Tengo que seguir vigilando a ese tipo —pensó con una mezcla de tolerancia y
desdén—. Un auténtico espécimen de zorro de primera categoría… ¿Zorro?
¿Espécimen? ¿Primera categoría? No suelo usar ese tipo de palabras en mis
pensamientos, pero la verdad es que estando aquí parecen muy adecuadas. Sí, mañana
hablaré con Wilkins. Regatearemos un poquito pero no llegaremos a ningún
compromiso definitivo. Nada de compromisos. Tendré que actuar siguiendo mi
intuición. Habrá que jugar sucio, a la brava o ponerse frío: ya veremos, según vengan
las cartas que me dé. Sí, voy a llenarme los bolsillos con todo lo que encuentre, eso
por descontado, pero ¡nada de compromisos! Si hay que arrojar una región a los
cocodrilos no será Unthank; de eso no me cabe ninguna duda. Monboddo me tiene
miedo: es comprensible. ¡Al cuerno con las apuestas bajas, puedo arramblar con
todo! Empieza el juego, no hay límite para las apuestas, ¡todos al salón! Todos los
caballos están drogados, han echado vidrio molido en la pista… Pero ¿qué le está
pasando a mi vocabulario? Qué puro tan fuerte, me está emborrachando. Menos mal
que me he dado cuenta: apágalo, calma, bebe un poquito… Ya sé por qué le llaman
arcoíris blanco. Es transparente como el agua pero cuando llega a la lengua se
convierte en todos los sabores que hay en la paleta de un pavo real (no, eso está mal
expresado). Contiene tantos sabores como colores hay en esa especie de madreperla
que recubre una concha de abalón. Poesía. No sé si decírselo a la otra Joy. Se encargó
de preparármelo, ahí está, qué cosita tan atractiva… Antes me gustaban más las
mujeres altas pero… Oh, si tuviera la mano metida entre sus pequeñas…».
—Es un placer conocerle, señor —dijo un hombre calvo que llevaba gafas sin
montura, y estrechó la mano de Lanark—. Kodac, Timon Kodac de Atlántida Sur.
Sólo Dios sabe por qué me han escogido como delegado… Mi auténtico campo de
trabajo es la investigación. Trabajo para la Algolágnicos. Pero es agradable visitar
otros continentes. Los antepasados de mi madre procedían de Unthank.
Lanark asintió con la cabeza y pensó: «Me está sonriendo justo igual que Libby.
Pensé que Libby quería seducirme pero tenía novio. Todas las jóvenes sanas y
atractivas de este sitio tienen novios sanos y atractivos. He oído contar que las chicas
jóvenes prefieren a los hombres mayores, pero nunca me ha pasado».
—Esa mujer de su equipo es soberbia —dijo Kodac.
Lanark le miró.
—La profesora, esa señora ya mayor, la que no es muy alta… —dijo Kodac—.
¿Cómo se llama? Schtzngrm. El informe que le envió al consejo era impresionante.
Ya sabe, el informe preliminar con las muestras de polución tomadas en la capa
pérmica… Cuando nos enteramos todo el personal de Algolágnicos se puso bastante
nervioso. Oh, sí, tenemos nuestras propias fuentes de información.
Lanark sonrió, movió la cabeza y tomó un sorbo de su bebida. «Debe ser su cara,
¿no? —pensó—. Ésa es la razón de que no pare de sonreírle. Es tan alegre, tan
inteligente, resulta tan fácil sorprenderla y hacer que se ría… Voy a devolverle la

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sonrisa, pero sin pasarme. Un líder debería ejercer de público, no de intérprete.
Quienes le rodean deberían tener la impresión de que les está observando,
juzgándoles y sopesándoles, pero desde una posición de fuerza».
—Naturalmente, lo que nos interesa es su informe final, el que dé las posiciones
—dijo Kodac—. Tengo entendido que mañana verá a Wilkins, ¿no? Es un hombre
muy, muy astuto, el mejor hombre de todo el consejo. En Algolágnicos sentimos un
gran respeto hacia él. De momento siempre hemos conseguido llevarle uno o dos
pasos de ventaja, pero nos ha costado lo nuestro. Por cierto, muchos de los que
trabajamos en Algolágnicos tenemos la impresión de que Unthank no ha sido
demasiado bien tratada por el consejo. No nos sorprende que usted y Sludden hayan
decidido ir por libre. ¡Así reforzarán su posición! Y, hablando extraoficialmente, sé
que en Tunc-Quidativo y en Quantum-Cortexin piensan lo mismo. Pero supongo que
ya se lo habrán dicho, ¿no?
Lanark asintió con mucha seriedad y pensó: «Si supiera lo que me hace sentir su
joven rostro, esa extraña y profunda vitalidad de su expresión, y qué envidia le tengo
a esa costura de sus tejanos que baja por su estómago y pasa por el pequeño
montículo que hay entre sus piernas y luego se mete entre ellas y vuelve a subir por
detrás… Si supiera que no tengo nada de líder seguro que se hartaría de mí
enseguida. Tengo que enviarle la misma sonrisa que le estoy dedicando a este tipo
calvo que no para de hablar en clave: la sonrisa cargada de conocimiento que les
indica que sé mucho más de lo que ellos saben que sé».
—¡Eh! —dijo Kodac con una leve risita—. ¿Ve a ese bomboncito que le está
observando desde allí? Le apuesto a que está a punto. Sí, estoy seguro de que Wilkins
tiene unas ganas locas de echarle mano a ese informe definitivo suyo. Si es que está
enterado de su existencia, claro… ¿Está enterado?
Lanark le miró fijamente. Kodac se rió y le dio una palmadita en el hombro.
—Por fin una pregunta directa, ¿eh? —dijo—. Lo siento, pero aunque el gobierno
y la industria están bastante interrelacionados no son un solo órgano. Todavía no. Nos
apoyamos el uno al otro porque el orden es la primera ley del Cielo pero ¿recuerda
Costaguana? ¿Recuerda lo que pasó cuando la República Occidental decidió
separarse de ella? Nunca habrían podido hacerlo sin nuestro apoyo. Naturalmente,
entonces no nos llamábamos Algolágnicos; eso ocurrió en la época de la vieja
Corporación de Intereses Materiales. ¡Chico, aquellos tipos sí que eran una auténtica
pandilla de piratas! Y el mineral a conseguir era la plata, que no se cotiza tanto como
otro mineral… ¿Me sigue?
Lanark sonrió amargamente y pensó: «La única sensación que obtengo de ella es
un dolor pétreo, el dolor de hallarme ligeramente vivo estando metido en un cuerpo
viejo, con el vientre abultado y cada vez menos cabello. Pero los líderes necesitan
estar casi muertos. La gente quiere monumentos sólidos a los que agarrarse, no
hombres confundidos que sean como ellos. Sludden obró con inteligencia al
enviarme. Yo nunca podré llegar a derretirme».

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—Tiene la copa vacía —dijo Kodac, cogiéndosela de entre los dedos—. Buscaré
una chica para que se la llene; yo también necesito tomarme una.
—Lanark, no sea malo conmigo —dijo la otra Joy, apareciendo ante él con una
sonrisa—. Me prometió dos bailes, ¿recuerda? Estoy segura de que por lo menos
podrá concederme uno, ¿verdad?
Y, sin esperar a que le contestara, le arrastró hacia los danzarines.

Ya no sentía amargura. El firme brazalete de los dedos que rodeaban su muñeca le


daba ligereza y libertad. Rió y la cogió por la cintura, diciendo:
—Así que Gay es tu madre, ¿eh? ¿Ya se le ha curado la herida de la mano?
—¿Tuvo alguna herida ahí? Nunca me cuenta nada.
—¿Y a qué se dedica ahora?
—Es periodista. No hablemos de ella; supongo que tienes suficiente conmigo,
¿no?
Tenerla abrazada hizo que al principio se sintiera algo incómodo, pues la música
era tan rápida y de un ritmo tan agitado que el resto de hombres y mujeres que
llenaban la pista bailaban sin tocarse los unos a los otros. Lanark bailaba siguiendo la
música más lenta que llegaba de la otra estancia, donde el ruido principal era el de la
conversación. Oídas al mismo tiempo, las conversaciones parecían una cascada
desplomándose en un estanque y hacían que la orquesta se asemejara al nervioso
chirriar de un coro de insectos. Al principio los otros danzarines no paraban de chocar
con él, pero poco a poco fueron apartándose de la pista y se quedaron inmóviles,
animándoles y aplaudiendo. La orquesta fue dejando de tocar y la otra Joy se apartó
bruscamente de él y salió corriendo para perderse en el gentío. Lanark la siguió hasta
su grupo, rodeado por el eco de las carcajadas, y la encontró hablando con las otras
chicas.
—Eso fue casi incesto, ¿no? —dijo la otra Joy, volviéndose hacia él.
Lanark la miró fijamente.
—Eres mi padre, ¿verdad? —dijo ella.
—¡Oh, no! Tu padre es Sludden. Bueno, probablemente.
—¿Sludden? Mi madre nunca me cuenta nada. ¿Quién es Sludden? ¿Ha
triunfado? ¿Es guapo?
—Sludden es un gran triunfador y todas las mujeres le encuentran muy atractivo
—le dijo Lanark en voz baja y suave—. O solían hacerlo. Pero esta noche no quiero
hablar de él.
Se apartó de ella, entristecido, y contempló la galería repleta de gente, donde ya
estaban volviendo a bailar. En los rostros de todos aquellos desconocidos vio unas
expresiones de preocupación, valor, felicidad, resignación, esperanza y fracaso tan
familiares que tuvo la sensación de haberles conocido durante toda su vida, y aun así
la gama de expresiones poseía una sorprendente variedad. Cada una parecía un

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mundo dotado de su propia edad, clima y paisaje. Una era fresca como la primavera,
otra cálida y exuberante como el verano. Algunas eran apacible o tormentosamente
otoñales, algunas estaban tan vacías y trágicamente desoladas como el invierno.
Sintió una presencia femenina a su lado y estar acompañado le permitió admirar
aquellos mundos pacíficamente, sin sentir deseos de conquistarlos o entrar en ellos.
La oyó suspirar y decirle: «Me gustaría que fueses algo más cuidadoso». Se dio la
vuelta y vio a Lady Monboddo. Su rostro parecía más joven, más solemne y solitario
de como lo recordaba. Sus pechos eran más grandes y su largo traje de una rígida tela
estampada con leones y unicornios le daba el aspecto de una columna.
—¡Catalizadora! —dijo Lanark con alegría.
—Ése era mi trabajo, no mi nombre. Creo que deberías marcharte de aquí y
acostarte, Lanark.
—Lo haría, si pudiera hacerlo contigo —dijo Lanark, pasando un brazo alrededor
de su cintura.
Ella le miró con el ceño fruncido, como si el rostro de Lanark fuera un mensaje
que estuviera intentando leer. Lanark apartó el brazo desmañadamente.
—Siento haberme mostrado tan codicioso —le dijo—, pero creo que esas
muchachas no me aprecian demasiado. Y hubo un tiempo en el que tú y yo estuvimos
a punto de convertirnos en amigos íntimos.
—Sí. Podríamos haber hecho lo que nos diera la gana. Pero tú te escapaste con
una zorra-dragón.
—¡Pero mis actos dieron un buen resultado! —se apresuró a replicar él—. Pronto
dejó de ser un dragón para convertirse en mujer y ahora tenemos un hijo. Goza de
buena salud y está muy alto para su edad, y además parece inteligente, y cuando
crezca quizás acabe llegando a ser una buena persona.
Ella seguía mirándole a la cara como si intentara descifrar su expresión. Lanark
apartó los ojos de esa mirada, sintiéndose incómodo.
—No te preocupes por mí —le dijo—. No estoy borracho, si es lo que estás
pensando.
Cuando volvió a mirar en esa dirección ella se había ido y en su lugar estaba
Martha.
—La he preparado yo misma —dijo, ofreciéndole una copa—. No sabe muy bien
pero es fuerte. Por favor, señor, ¿cree que pasará mucho tiempo antes de que pueda
bailar con usted?
—¿Por qué no os estáis quietas y dejáis de sustituiros las unas a las otras? —le
preguntó Lanark con voz cansada—. Aún no he tenido tiempo de intimar con ninguna
de vosotras.
—Creemos que un montón de amistades nuevas puede resultar más divertido que
un par de viejas amistades.
—Bien, ¿y cuándo me abandonarás?
—Puede que me quede contigo. Esta noche —dijo Martha, mirándole muy seria.

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—¡Puede! —dijo Lanark con escepticismo, y tomó un sorbo de su bebida.

Al principio el sabor del líquido le pareció tremendamente dulzón y después le


resultó tan terriblemente amargo que se apresuró a tragarlo. Oyó la voz de Powys
pero no supo de dónde venía:
—… quiere que el consejo prohíba la fabricación de calzado porque la tierra
es…, bueno, es como el cuerpo de una madre, y estar en contacto con ella nos
mantiene sanos y cuerdos. Dice que el reciente aumento de la criminalidad y las
guerras está causado por las suelas de goma que nos aíslan de la corriente ctónica y
nos convierten en presas de la corriente lunar. Antes me habría reído de todo eso,
claro está, pero la ciencia moderna está admitiendo ahora tal cantidad de lo que en un
tiempo considerábamos supersticiones que… Por ejemplo, parece que los
puercoespines realmente chupan las ubres de las vacas para conseguir leche…
Lanark estaba tendido sobre almohadones en el primer piso. Alguien le había
quitado los zapatos y sus pies exploraron delicadamente las partes más suaves de un
cuerpo cubierto de seda. Su mejilla yacía sobre otra mejilla, cada una de sus manos
estaba cómodamente metida entre un par de muslos vestidos de loneta y alguien le
acariciaba el cuello. Los sonidos de la galería y la orquesta parecían apagados y muy
distantes pero, por encima de su cabeza, podía oír a dos personas que estaban
conversando.
—Qué agradable es ver a tantas mujeres combinando sus esfuerzos para hacer
que un hombre se sienta famoso.
—Tonterías. Están logrando ponerle en ridículo.
—Creo que viene de una región donde el coito se logra muy frecuentemente
mediante un estado de estupefacción.
—Y donde los coitos fracasados son tan frecuentes como los que salen bien.
—Odio esas voces —dijo Lanark.
Oyó unos murmullos y un instante después unas manos suaves le hicieron
levantarse y le ayudaron a caminar. Una puerta se cerró a lo lejos y todos los ruidos
se acallaron.
—Estoy caminando… por un pasillo —dijo Lanark en voz alta.
—Abre los ojos —murmuró alguien.
—No. El tacto me dice que estás cerca de mí, pero los ojos hablan del espacio que
hay entre nosotros.
Oyó cerrarse otra puerta y se tumbó entre murmullos como hojas cayendo de una
rama y sintió que le quitaban las ropas. Alguien susurró: «¡Mira!», y Lanark abrió los
ojos el tiempo suficiente para encontrarse con una boquita de labios delgados que le
sonreía por entre una selva de cabello oscuro. Poco a poco, con tristeza, fue
revisitando las colinas y las hondonadas de un paisaje familiar, sus miembros rozando
dulces abundancias con puntas sorprendentemente endurecidas, los extremos de su

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cuerpo nadando en los pliegues de una húmeda herida que daba a una caverna
sombría donde leves gemidos florecían igual que violetas en la oscuridad. Sintió el
olor de lo rancio y lo estancado, e incluso notó una vaharada de excrementos.
Extraviado, se quedó tumbado de espaldas, con la sensación de que también él era un
paisaje, una llanura vacía y desnuda que rodeaba a una torre que se alzaba hacia un
cielo oscuro y cargado de nubes. Sintió gente que subía y bajaba por su torre,
perdiéndose en la oscuridad superior, balanceándose en su punta con chillidos o
jadeos rítmicos. Tenía la esperanza de que estuvieran pasándoselo bien y le alegraba
su compañía y para demostrárselo les dio besos y les hizo caricias; después todo se
dio la vuelta y Lanark fue el cielo que clavaba la torre al suelo que había bajo ella,
pero se encontraba cada vez más solo y perdido, sabiendo que la torre podía alzarse
durante horas enteras sin disparar jamás ni un solo cañonazo.
—¿No piensas rendirte? —susurró alguien.
—No puedo. La mitad de mis fuerzas están enterradas bajo el miedo y el odio.
—¿Por qué?
—No lo recuerdo.
—¿Cómo te gustaría hacerlo?
—Me gustaría… No puedo decirlo. Te daría asco, te enfadarías.
—Dínoslo.
—Me gustaría… No puedo decírtelo. Os reiríais.
—Arriésgate.
—Quiero que me odiéis y me tengáis miedo, pero que no podáis escapar de mí.
Os quiero ver capturadas, atadas, aguardando indefensas en el más perfecto terror a
que llegue el golpe de mi látigo, el contacto de mi hierro de marcar. Y entonces, en el
clímax del pánico, lo que entra en vosotras es, simplemente, yo mismo, desnudo,
sin… ¡Ah! Tendríais que… estar… en… cantadas… Después…
La tierra y los cimientos que le sostenían se derritieron y Lanark empujó, mordió,
gruñó y agarró a tientas carne gelatinosa que no paraba de chillar, igual que si fuera
un cerdo carnívoro con dedos. Después, sintiéndose agotado, vacío, volvió a
tumbarse en aquella suavidad delicadamente enraizada en blandas hendiduras,
meciéndose, flotando en la blandura, gozando con aquel suave contacto. Agarró una
cintura, su pene acunado entre la curva de dos montículos, y sintió cómo todo su ser
se llenaba de una amable nada.

Estaba hundido hasta las rodillas en un frío arroyo que gorgoteaba rápidamente por
entre grandes rocas de contornos redondeados, algunas negras, algunas grises,
algunas con el mismo color y motitas que se ven en un plato de gachas. Estaba
cogiendo piedras y lanzándolas con mucho cuidado hacia la orilla, uno o dos metros
corriente arriba, donde estaba Alexander, muy moreno, aparentando unos diez años
de edad y vestido con unos calzoncillos rojos, y Alexander iba construyendo un dique

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con ellas. El sol caldeaba el cuello de Lanark, el agua fría corría alrededor de sus
piernas y el dolor de su espalda y sus hombros sugería que llevaba mucho tiempo
haciendo aquello. Cogió una piedra negra bastante más grande que las otras, la dejó
sobre el brezo, salió del arroyo y se tumbó de espaldas junto a ella, respirando
profundamente. Cerró los ojos para protegerse del intenso azul del cielo y la luz del
sol atravesó sus párpados bajo la forma de una cálida oscuridad roja. Podía oír el
agua y el chasquido de las piedras.
—Sigue dejando pasar agua —dijo Alexander.
—Tapa los agujeros usando musgo y algo de grava.
—¿Sabes una cosa? No creo en Dios —dijo Alexander.
Lanark parpadeó, miró hacia un lado y vio a Alexander, que estaba recogiendo
grava en la orilla.
—¿Ah, no? —dijo.
—Dios no existe. Me lo ha dicho el abuelo.
—¿Qué abuelo? Todos tenemos dos.
—El que luchó en Francia cuando la primera guerra. Dame un buen montón de
ese musgo.
Lanark arrancó unos cuantos puñados de musgo húmedo de un macizo que tenía
cerca y, sin incorporarse, se los lanzó perezosamente a Alexander.
—Creo que la primera guerra fue la más interesante aunque no tuvieran a Hitler
ni las bombas atómicas —dijo Alexander—. Verás, casi toda ocurrió en un solo sitio,
y mataron más soldados que en la segunda.
—Lo único interesante de las guerras es que demuestran lo estúpidos que
podemos llegar a ser.
—Bueno, puedes repetir eso cuantas veces quieras —le dijo Alexander
amablemente—, pero yo seguiré pensando igual. Y, de todas formas, el abuelo dice
que Dios no existe. La gente lo inventó.
—También inventaron los coches, y bien que existen.
—Eso no son más que palabras… ¿Vamos a dar un paseo? Puedo enseñarte a
Rima, si quieres.
—Está bien, Sandy —dijo Lanark con un suspiro.
Se puso en pie mientras Alexander salía del arroyo. Habían dejado las ropas sobre
una piedra plana y antes de vestirse tuvieron que sacudirlas porque estaban llenas de
minúsculas hormigas rojas.
—Claro que en realidad me llamo Alexander.
—¿Cómo te llama Rima?
—Alex, pero mi nombre auténtico es Alexander.
—Intentaré acordarme de eso.
—Estupendo.

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Siguieron el curso del arroyo hasta que éste se desvaneció en una cañada del páramo.
Lanark lo vio caer hasta una roca rojiza que había en un estanque del que nacía una
profunda cañada llena de maleza y árboles, sobre todo abedules, serbales y robles
pequeños. Una pareja, medio tapada por las raíces de un fresno que se había
derrumbado, estaba acostada sobre un retazo de hierba que crecía junto al estanque.
La mujer parecía dormida y a quien más pudo ver era al hombre, que estaba leyendo
un periódico.
—Ése no es Sludden —dijo.
—No, ése es Kirkwood. Ahora ya no vemos nunca a Sludden.
—¿Por qué?
—Sludden se volvió demasiado posesivo.
—¿Y Kirkwood no es posesivo?
—Todavía no.
—Sandy, ¿crees que a Rima le gustaría verme?
Alexander miró hacia la cañada con cara de duda y luego señaló en dirección
opuesta.
—¿Te gustaría subir conmigo a lo alto de esa colina? —le preguntó.
—Sí. Me gustaría.

Dieron la vuelta y empezaron a subir por la pendiente que llevaba a una distante cima
verdosa. Alexander se tumbó en el suelo a descansar en cuanto hubieron superado la
primera estribación e hizo lo mismo cuando se encontraban a mitad de la siguiente.
Llevaban muy poco rato subiendo cuando ya estaba descansando un par de minutos
por cada dos o tres de marcha.
—No necesitas descansar tanto —dijo Lanark, algo irritado.
—Yo sé muy bien cuánto descanso necesito.
—Sandy, el sol no va a quedarse parado en el cielo para siempre. Y tener que
sentarme con tanta frecuencia me aburre.
—Pues a mí me aburre estar siempre caminando.
—Bueno, seguiré despacio y ya me alcanzarás cuando te dé la gana, ¿de acuerdo?
—dijo Lanark, poniéndose en pie.
—¡Bah! —chilló Alexander con voz muy aguda—. Siempre has de tener la razón,
¿no? Eres incapaz de permitir que los demás estén a gusto, ¿no? Siempre tienes que
estropearlo todo, ¿no?
Lanark perdió los estribos, le lanzó una mirada feroz y, casi siseando, le dijo:
—No te gusta ir al campo, ¿eh?
—Pues no he chillado ni me he quejado, ¿no? Si odiara el campo me habría
quejado, ¿no?

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—Levanta.
—No. Me pegarás.
—Puedo asegurarte que no te pegaré. ¡Levanta!
Alexander se puso en pie con cara de preocupación. Lanark se colocó detrás de él,
le sujetó por debajo de los sobacos y, con un cierto esfuerzo, logró colocarle encima
de sus hombros. Después, tambaléandose ligeramente, empezó a caminar a través de
un macizo de abedules plantados no hacía mucho tiempo.
—Ya puedes bajarme —dijo Alexander cuando llevaba un minuto caminando.
Lanark siguió subiendo por la pendiente.
—No hasta que… hayamos dejado atrás… estos árboles.
Al principio Alexander le había resultado tan pesado que Lanark se dijo que sólo
caminaría diez pasos, pero después caminó otros diez y luego otros diez más y, muy
contento, pensó: «Podría llevarle así para siempre, de diez pasos en diez pasos». Pero
le bajó al suelo en cuanto hubieron dejado atrás los abedules y descansó tumbado en
el brezo mientras que Alexander echaba a correr hacia arriba. Lanark acabó
siguiéndole y le alcanzó en un risco donde el brezo y la reseca hierba marrón se
convertían en una espesa alfombra de césped y tierra blanda. El terreno caía hasta
formar una hondonada y se alzaba después hasta crear el cono de la cima.
—¿Ves esa cosa blanca de arriba? —le preguntó Alexander.
—Sí.
—Es un punto de triángulo.
—Un punto de triangulación.
—Eso, un punto de triángulo. Vamos.
Alexander avanzó en línea recta hacia la cima.
—Para, Sandy, ése es el camino más difícil —dijo Lanark—. Cogeremos por el
sendero de la derecha.
—Pero el camino recto es el más corto. Estoy seguro de que es más corto.
—Pero también es más empinado. Este sendero no baja de nivel, y te ahorrará un
montón de esfuerzo.
—Pues vete tú por él.
—Eso haré, y llegaré a la cima antes que tú. Este sendero fue hecho por gente
lista que sabía cuál era la ruta más rápida.
—Pues vete tú por él —dijo Alexander y echó a correr hacia la hondonada.

Lanark subió por el sendero caminando tranquilamente. El aire era fresco y hacía sol.
Pensó en qué bueno era estar de vacaciones. El único sonido audible era el ¡Wheep!
¡Wheep! De un ave lejana, la única nube un leve borrón blanco que manchaba el
telón azul extendido sobre la cima. De vez en cuando miraba hacia la hondonada que
había a su izquierda y veía la silueta de Alexander trepando por un risco y pensaba:
«Ha cometido una estupidez, pero la experiencia le servirá de lección». Estaba

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preguntándose con tristeza qué vida llevaría Alexander estando junto a Rima, cuando
el sendero se convirtió en una escalera de peldaños irregulares que iba subiendo por
la pendiente de césped y tierra blanda. Desde aquí la cima parecía una gran cúpula
verde y cuando alzó los ojos hacia ella Lanark vio algo sorprendente. Una pequeña
silueta humana trepaba muy deprisa por la izquierda de la pendiente, recortándose
nítidamente contra el cielo. Lanark se detuvo, dejó escapar un suspiro de placer y
miró hacia la lejanía azul. «¡Gracias!», dijo, y por un instante le pareció ver el
fantasma de un hombre escribiendo en una cama cubierta de papeles.
—No, viejo Nastler —dijo Lanark, sonriendo—, no es a ti a quien le doy las
gracias, sino a la causa del terreno de donde brotamos todos. Nunca he pensado
mucho en usted, señor causa, porque no sabe recompensar esa clase de esfuerzos, y la
verdad es que su mundo me ha parecido más soportable que bueno. Pero a pesar de lo
que le he dicho y de mi sendero más cómodo Sandy está llegando a la cima él solo,
bañado por el sol; está ahí arriba, disfrutando de todo ese gran globo que usted le dio,
así que le amo. Me siento tan feliz que no pienso en cuándo dejaré de serlo, y no me
importa. No me importa hacia qué absurdo, fracaso o muerte avanzo. Incluso cuando
su mundo se haya desvanecido en la negra nada, el que Sandy gozara de él bajo la luz
del sol habrá hecho que valiera la pena y tuviera un sentido. No hablo en nombre de
la humanidad. Si el huérfano más pobre de la creación tiene razones para maldecirle,
entonces todo lo noble y decente que hay en usted deberían irse al Infierno. ¡Sí!
Váyase al Infierno, váyase al Infierno, váyase al Infierno tantas veces como víctimas
hay en su universo. Pero yo no soy una víctima. Éste es mi mejor momento.
Hablando pura y estrictamente como individuo, le dejo entrar en el reino de los
Cielos, y este permiso es inapelable y no pienso revocarlo.
Empezó a quedarse sin aliento cuando ya estaba casi al final de la pendiente. Del
césped de la cima asomaban pequeños dientes de roca. El pilar de cemento usado
para la triangulación estaba colocado sobre uno de ellos y Alexander lo utilizaba para
apoyar la espalda. Tenía todo el aspecto de un hombre tumbado en un cómodo sofá
de su propia casa y al principio no pareció ver a Lanark. Después golpeó suavemente
la roca, invitándole a reposar en ella, y cuando Lanark se dejó caer junto a él
Alexander se apoyó en su hombro y los dos pasaron un largo rato contemplando el
paisaje. Pese a su altura actual el mar era sólo una línea oscura en el horizonte. Una
extensa serie de lomas usadas para pastos se interponía entre ellos y el mar, con tiras
de bosque para amortiguar el viento separando cada loma, así como valles con
campos de trigo a medio cosechar. Lanark y Alexander se encontraban al borde de
una pendiente que bajaba en línea recta hasta un pueblo de tejados rojizos, calles
retorcidas y un viejo palacio no demasiado grande. El palacio tenía torres redondas
con tejados cónicos y un jardín amurallado abierto al público. Por entre los arbustos y
arriates de flores podían ver a gran cantidad de personas, y junto al jardín había un
estacionamiento lleno de coches.
—Me gustaría bajar ahí —dijo Alexander.

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—Sí.
—Pero mamá podría preocuparse.
—Sí, tenemos que volver.
Estuvieron sentados un ratito más y cuando el sol ya había recorrido tres cuartas
partes de su camino se pusieron en pie y bajaron al páramo por un camino que
serpenteaba junto a un arroyuelo. Dos hombres con frondosos bigotes se cruzaron con
ellos por el camino y saludaron con la cabeza a Lanark cuando pasaron junto a él.
Uno de los hombres llevaba un rifle.
—¿Me dejas que le dispare al delegado? —dijo el hombre del rifle.
—No, no, no debemos matar a nuestro delegado —respondió el otro hombre,
riéndose.
—Hay bromas que me hacen temblar de miedo —dijo Alexander un poco
después.
—Lo siento.
—No se puede evitar. ¿De veras eres delegado?
—Ahora no —dijo Lanark con firmeza, aunque le había gustado que le
reconocieran—. Ahora estoy de vacaciones.

El arroyo terminaba en una cisterna y sobre la hierba de la cuneta yacía una gaviota
muerta con las alas extendidas. Alexander quedó fascinado nada más verla y Lanark
la cogió. Examinaron el pico amarillo con la mancha parecida a una mora que había
bajo su punta, el límpido gris de la espalda y el pecho nevado, sobre el que no se veía
ninguna herida.
—¿Crees que deberíamos enterrarla? —le preguntó Alexander.
—Sería bastante difícil sin herramientas. Podemos levantar un túmulo encima de
ella.
Cogieron unas cuantas piedras de la orilla del arroyo y las fueron amontonando
sobre las lustrosas plumas de aquel cadáver intacto.
—Y ahora, ¿qué le pasará? —preguntó Alexander.
—Se pudrirá y los insectos acabarán comiéndosela. Por aquí hay montones de
hormigas rojas; no tardarán nada en dejarla convertida en un esqueleto. Los
esqueletos son muy interesantes.
—¿Podemos volver mañana para echarle una mirada?
—No, probablemente harán falta varias semanas para que llegue a convertirse en
un esqueleto.
—Bueno, pues entonces reza por ella.
—Me dijiste que no creías en Dios.
—Y no creo, pero hay que rezarle una plegaria. Pon las manos así y cierra los
ojos.
Se pusieron uno a cada lado del túmulo, que les llegaba a la rodilla, y Lanark

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cerró los ojos.
—Tienes que empezar diciendo: «Querido Dios».
—Querido Dios —dijo Lanark—, sentimos mucho la muerte de esta gaviota,
sobre todo porque parece joven y sana (dejando aparte el que esté muerta). Deja que
haya muchas gaviotas jóvenes y vivas que disfruten de todo lo bueno que se ha
perdido ésta; y danos a todos nosotros la felicidad y el coraje suficientes para morir
sin sentirnos timados; y además…
Se calló, no sabiendo qué añadir.
—Di amén —murmuró una voz.
—Amén.

Sintió algo frío en las mejillas. Abrió los ojos y vio un cielo oscurecido por nubes
deshilachadas que corrían velozmente. Estaba solo y a sus pies no había nada salvo
un montón de piedras con huesos y plumas entre ellos. «¿Sandy?», dijo, y miró a su
alrededor. El páramo estaba vacío de toda presencia humana. La luz de dos o tres
franjas crepusculares que teñían las nubes del oeste ya estaba desvaneciéndose. El
páramo estaba salpicado de granizo; una ráfaga de viento le lanzó un poco más a la
cara.
—¡Sandy! —gritó, echando a correr—. ¡Sandy! ¡Sandy! ¡Alexander!
Corrió por entre el brezo, tropezó y cayó en la oscuridad. Luchó durante unos
momentos con algo que se enredaba en sus brazos, intentando aprisionarle,
comprendió que eran las mantas y se irguió en el lecho.

Estaba en una habitación cuadrada con suelo de cemento y paredes embaldosadas que
recordaba un lavabo público. La habitación parecía grande, quizá porque su único
mobiliario era el retrete de un rincón: el retrete no tenía tapa ni cadena para tirar de la
cisterna. Lanark estaba acostado en el otro extremo de la diagonal, allí donde una
zona del suelo cubierta de linóleo rojo subía un poco más que el resto. La habitación
tenía una puerta metálica, y Lanark sabía que estaba cerrada. Tenía dolor de cabeza,
se sentía sucio y estaba seguro de que algo horrible había sucedido. Se tapó con las
mantas y se hizo un ovillo, mordiéndose el nudillo del pulgar e intentando pensar con
claridad. No sentía nada salvo una aguda impresión de estar sucio, extraviado, como
si hubiera perdido algo. Sí, había perdido algo o a alguien, un documento secreto, un
padre, su auto-estima. El pasado parecía no ser más que un confuso montón de
recuerdos carente de toda secuencia lógica, como una revuelta pila de fotos viejas. Y,
queriendo poner orden en ellas, Lanark intentó recordar su vida desde el principio.
Primero había sido un niño, luego un colegial, después vio morir a su madre. Se
convirtió en estudiante, intentó trabajar como pintor y se puso muy enfermo. Pasó
una temporada perdiendo el tiempo en los cafés y acabó aceptando un trabajo en un

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instituto. Se enredó con una mujer que trabajaba allí, perdió su empleo, y acabó en
una casa de mala muerte donde nació su hijo. La mujer y el niño le abandonaron y,
por alguna razón que no estaba nada clara, habían acabado enviándole a cumplir una
misión en una especie de asamblea. Al principio le había resultado difícil y luego
todo fue más sencillo, porque se había convertido en un hombre famoso que llevaba
unos documentos muy importantes dentro de su maletín. Las mujeres le amaban. Se
le habían concedido unas inesperadas vacaciones con Sandy, después había sentido
algo frío golpeándole la mejilla…

Al llegar a ese punto sus pensamientos retrocedieron, apartándose de él como los


dedos de un plato muy caliente, pero Lanark les obligó a volver hasta ahí y, poco a
poco, recuerdos más recientes y mucho peores acudieron a su mente.

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CAPÍTULO XLII

Catástrofe
Había visto un cielo oscuro con nubes corriendo velozmente por él. Estaba solo y a
sus pies había unas cuantas rocas esparcidas por el suelo, plumas y huesos, y había
mirado a su alrededor diciendo: «¿Sandy?», pero no había nadie más en el páramo y
las dos o tres franjas del crepúsculo que teñían las nubes del oeste ya estaban
desvaneciéndose. Había corrido por entre el brezo gritando el nombre de Alexander,
tropezando y cayendo en la oscuridad. Se había enredado con algo y después de
luchar unos momentos con ese algo se dio cuenta de que era una colcha, la apartó a
un lado y se irguió en la cama.

Estaba acostado en una habitación sumida en la penumbra, le dolía la cabeza y


experimentaba una terrible sensación de pérdida. Estaba seguro de que había llegado
hasta ahí acompañado por personas que se habían portado muy bien con él, pero
¿dónde estaban? ¿Adónde se habían ido? Su mano encontró el interruptor de una
lamparilla y la encendió. La habitación era un dormitorio con un par de camas, una
pegada a cada pared, y entre ellas había dos cómodas cargadas con artículos de
maquillaje. En las paredes había carteles con fotos de cantantes y letreros que decían
cosas como EL MERO HECHO DE QUE SEAS UN PARANOICO NO DEBE
HACERTE PENSAR QUE NADIE CONSPIRA CONTRA TI. Sus ropas estaban
esparcidas por el suelo. Gimió, se frotó la cabeza, se puso en pie y se vistió
apresuradamente. Tenía la sensación de que hacía poco le había ocurrido algo
maravilloso. Quizá no fuera auténtico amor, pero le había dejado listo para ese amor.
El placer le había abierto, preparándole para alguien que no estaba allí. La ausencia
de alguien a quien abrazar y en cuyo oído podría murmurar palabras llenas de afecto,
alguien que le abrazaría y le devolvería esas palabras de amor, le hacía sentir una
aguda angustia. Salió de la habitación y caminó apresuradamente por un oscuro
pasillo yendo hacia el sonido de voces y música que se oía detrás de una puerta.
Abrió la puerta y se quedó inmóvil, parpadeando bajo la luz. Las voces se callaron y
un instante después alguien gritó: «¡Mirad! ¡Ya ha vuelto!», y todo el mundo se echó
a reír estruendosamente.

La galería estaba más desierta de como la recordaba. La mayor parte de la gente


estaba tumbada sobre almohadones en el piso de abajo y Lanark corrió entre ellos
mirando a derecha e izquierda. Recordaba haber visto una boquita sonriente de labios
delgados perdidos entre una selva de cabello oscuro.

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—¿Eres tú? —le gritó a una boca que reía por entre una cabellera oscura—.
¿Estuviste conmigo?
—¿Dónde?
—¿En el dormitorio?
—¡Oh, no, no fui yo! ¿No fue Helga? Ésa, la que baila…
Lanark corrió hacia la pista de baile.
—¿Eres Helga? —gritó—. ¿Estuviste conmigo en el dormitorio?
—Señor —dijo Timón Kodac, que estaba bailando con ella—, esta mujer es mi
esposa.
Las risas parecieron rodearle por todas partes, aunque no había nadie más
bailando y en el estrado sólo había un saxofonista. Los otros músicos estaban
tumbados en los almohadones del suelo acompañados por chicas y, de repente,
Lanark vio a Libby. Estaba apoyada en el batería, un hombre de mediana edad con
gafas de concha. Su grácil cuerpo juvenil se pegaba al del batería, sacudido por
suaves ondulaciones, cobijando un hombro en su axila, rozando un pecho contra su
costado. Lanark corrió hacia ella.
—Libby, por favor —le dijo—. Por favor… ¿Fuiste tú?
—¡Aj! —dijo ella con una mueca de disgusto—. ¡Desde luego que no!
—Lo estoy olvidando todo —dijo Lanark tapándose los ojos con las manos—.
Cada vez se pierde más y más en el pasado, alejándose. Fue maravilloso y ahora se ha
vuelto ridículo, y todos se burlan de mí…
Una mano le cogió del brazo y una voz dijo:
—Vamos, contrólese.
—No me suelte —dijo Lanark, abriendo los ojos. Vio a un hombre de aspecto
juvenil, delgado, más bien bajo y con el cabello muy corto que vestía un suéter negro,
pantalones deportivos y playeras.
—Oiga, está molestando a todo el mundo —dijo el joven—. Sé lo que necesita.
Venga conmigo.
Lanark se dejó llevar hasta el último piso, que estaba totalmente vacío.
—¿Quién es usted? —le preguntó.
—Piense un poco.
La voz parecía familiar. Lanark examinó su rostro con más atención y vio las
profundas arruguitas que había junto a las comisuras de sus labios, y las arruguitas
demostraban que aquel rostro de piel pálida y suave, y expresión algo irónica,
pertenecía a un hombre ya muy mayor.
—No puedes ser Gloopy —dijo.
—¿Por qué no?
—Gloopy, has cambiado. Has mejorado mucho.
—No puedo decir lo mismo de ti.
—Gloopy, estoy solo. Me he perdido y estoy solo.
—Te ayudaré. Siéntate ahí.

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Lanark tomó asiento en una mesa. Gloopy fue hacia la barra más próxima y volvió
con un gran vaso de cristal.
—Ahí tienes —le dijo—. Un arcoíris.
Lanark tragó apresuradamente el líquido.
—Creía que estabas trabajando de ascensorista, Gloopy —dijo.
—Quedarse demasiado tiempo seguido en el mismo sitio es malo. ¿Qué andas
buscando? Sexo, ¿no?
—No, no, no es sólo sexo, es algo más delicado que eso, algo mucho más
corriente…
Gloopy frunció el ceño y sus dedos tamborilearon suavemente sobre la mesa.
—Tendrás que ser un poco más claro —dijo—. Piénsatelo cuidadosamente.
¿Varón o hembra? ¿Cuántos años? ¿Qué postura?
—Quiero una mujer que me conociera hace mucho tiempo, una mujer que me
haya amado y que siga amándome. Quiero que me rodee con sus brazos como si eso
fuera normal, como si fuera lo más sencillo del mundo… Al principio me encontrará
distante y frío, compréndelo, he vivido demasiado tiempo solo, pero no debe dejarse
impresionar por eso, tiene que seguir… Pasaremos toda la noche juntos, durmiendo
tranquilamente, y acabaré dejando de tenerle miedo y por la mañana me despertaré
con una erección y ella me acariciará y haremos el amor sin prisas, sin preocuparnos
de nada. Y nos pasaremos todo el día en la cama, comiendo, leyendo y siendo felices
el uno junto al otro, haciendo el amor si tenemos ganas y sin sentirnos molestos por la
presencia del otro.
—Ya veo. Quieres una figura materna.
—¡No! —chilló Lanark—. No quiero una figura materna, ni una figura fraternal
ni una figura-esposa. ¡Quiero una mujer, una mujer atractiva que me prefiera a todos
los otros hombres del mundo pero que no discuta conmigo y no me haga la vida
imposible!
—Bueno, es probable que pueda conseguirte algo parecido, así que para de gritar
—dijo Gloopy—. Voy a prepararte otra copa y luego iremos a tus habitaciones de
Olimpia. En Olimpia hay montones de cositas lindas.
—¿Mis habitaciones? ¿Olimpia?
—Olimpia es el balneario de los delegados. ¿No te lo han dicho?
—Gloopy, eres un macarra, ¿no? —dijo Lanark, bebiéndose otro arcoíris blanco.
—Ajá. Uno de los mejores. En momentos como éste somos muy necesarios.
—¿Qué clase de momentos, Gloopy?
—¿No lees las revistas? ¿No ves los debates? Los valores sociales de nuestra era
se están derrumbando. Vivimos en una época de alienación y falta de comunicación.
Las viejas costumbres y códigos morales se están desvaneciendo y los nuevos aún no
se han formado. El resultado es que los hombres y las mujeres no saben cómo
expresar sus deseos y necesidades. En una vieja cultura floral como Tahití una chica

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podía ponerse una flor de hibisco rosa detrás de la oreja izquierda y eso quería decir
que tengo un amigo muy agradable pero que me gustaría tener dos, y los chicos
sabían a qué se refería, ¿comprendes? La aristocracia europea poseía un lenguaje
sexual muy sofisticado en el que se utilizaban abanicos, cajitas de rapé y monóculos.
Pero hoy en día la gente anda tan desesperada debido a la falta de un lenguaje que ha
empezado a publicar anuncios en los periódicos. ¡Ya sabes de qué estoy hablando!
Contable de cuarenta y tres años de buena posición que empieza a quedarse calvo y
aficionado a la astronomía desearía conocer chica con una sola pierna, atractiva, no
hace falta que sea inteligente, y a la que no le importe azotarle con vistas a formar
relación de por vida. Pero esos anuncios no son lo bastante buenos. Dejan demasiado
espacio al azar. Lo que la sociedad necesita es a un tipo como yo, un intermediario
inteligente y en quien se pueda confiar, alguien que tenga buenas conexiones y acceso
a un buen ordenador del grupo Tunc-Quidativo-Cortexin.
—Bueno, Gloopy, la verdad es que… —dijo Lanark tímidamente—. Bueno, a
veces yo tengo la impresión de que soy un…, un…, un…
—¿Sí?
—… un…, un…, un sádico imaginario.
—¿Sí?
—No un sádico de los que hacen daño, eso no. Sádico imaginario, eso. Por lo
tanto, y desde el punto vista de algún ocasional jugueteo perverso, sería muy útil que
la susodicha dama en dicha cuestión, junto con los otros puntos numerados, que son
los puntos senciales, eso, y que te quede bien claro, esos otros puntos que he
numerado son los puntos senciales… ¿Por dónde iba?
—Jugueteo perverso.
—Sí, eso. Me gustaría que no fuese una masoquista imaginaria, porque quiero
darle dolor imaginario, no placer imaginario.
—Ya. Claro, eso no serviría de nada.
—Así que nesesito una sádica imaginaria más débil que yo.
—Vale, vale. Es difícil, pero quizá pueda encontrar algo. Bueno, ven conmigo.

Gloopy le guió por entre la docena de agentes de seguridad de la Quantum-Cortexin


que seguían montando guardia fuera de la galería y abrió una puerta situada entre las
puertas de los ascensores. Se encontraron en un sendero enlosado que avanzaba por
entre extensiones de césped y árboles en los que había colgados farolillos de papel.
—Creía que estábamos muy arriba, Gloop —dijo Lanark.
—Eso es sólo en el interior. Verás, construyeron el estadio en la hondonada de un
viejo muelle. Ahí abajo está el río, Lanarquito.
Pasaron junto a un embarcadero donde había botes que se mecían suavemente y
llegaron a una lisa extensión de agua más allá de la cual se veían luces. Lanark se
detuvo y señaló con un gesto melodramático hacia los alargados reflejos de las luces

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sobre el agua oscura.
—¡Gloop! —exclamó—. Poema. Escucha. Imagínate que esas luces son estrellas,
¿de acuerdo? Ahí va. Lago crepuscular, suave cual límpido acero…
—Lanarquito, esto es un río y ya casi está amaneciendo.
—Nometerruptas. Mira, Gloop, tú no eres crítico, eres un chambelán, como
Munro. Conoces a Munro, ¿no? Individuo que lleva gente de una estancia a otra.
Escucha. Lago crepuscular, suave cual límpido acero, cada estrella una lanza
reluciente dentro de ti. Pura cerámica. Sí, Gloop, siempre me he visto atrapado por la
solidez. Hombre aburrido y sólido de pocas palabras: yo. ¡Pero, Gloop, en estas
profundidades acecha la cerámica! —dijo Lanark, dándose golpes en el pecho. Se
golpeó con demasiada fuerza y empezó a toser.
—Venga, Nark, apóyate en mí —dijo Gloopy.
Lanark se apoyó en él y llegaron a un puente que atravesaba el agua en una larga
y delgada línea blanca hasta terminar en un resplandeciente conjunto de cubos de
vidrio y árboles llenos de farolillos que había en la otra orilla.
—Olimpia —dijo Gloopy.
—Muy bonito —dijo Lanark. Cuando estaban en el centro del puente volvió a
pararse y añadió—: Ahora ya no hay fuegos artificiales así que vamos a tener aguas
artificiales, ¿eh? Tengo una urgente necesidad de orinar.
Orinó por entre dos postes del puente y se quedó bastante decepcionado al ver
cómo el chorro de su orina trazaba un arco de tan sólo sesenta centímetros y acababa
cayendo en línea recta.
—¡Ah! —gritó—. Cuando no era más que un niño de barriga regordeta que daba
saltos y volteretas por entre las flores el chorro de mis pipis llegaba a tres metros de
distancia, y ahora que soy viejo, con el vientre fláccido por haber abusado de la
bebida, no soy capaz de alcanzar más allá de mi reflejo. Pipí. Una palabra cuyo
sonido es igual a su significado. Una palabra rara y preciosa…
—Policía —murmuró Gloopy.
—No, Gloop, te equivocas. El sonido de la palabra policía no es igual a su
significado. Es…, no sé, demasiado cortés, demasiado bonito…
Gloopy había echado a correr por el puente en dirección al balneario. Cuando
llegó a la orilla volvió la cabeza un momento y gritó: «¡Todo va bien, agentes! ¡Un
poco de jugueteo perverso, nada más!».
Lanark vio a dos policías que avanzaban hacia él. Se subió la cremallera de los
pantalones y corrió detrás de Gloopy. Cuando ya casi llegaba a la orilla dos hombres
aparecieron a la entrada del puente y se quedaron quietos, obstruyéndole el paso. Iban
vestidos de negro.
—Pase, por favor —dijo uno de ellos con voz átona, extendiendo la mano hacia
él.
—No puedo, usted no me deja.
—Enséñeme su pase, por favor.

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—No tengo pase. O si lo tengo está en mi maletín, y me lo he dejado no sé dónde.
¿Necesito tener un pase? Soy delegado, tengo habitaciones aquí, por favor, déjeme
pasar.
—Identifíquese.
—Preboste Lanark del Gran Unthank.
—No hay ningún preboste Lanark del Gran Unthank.
Lanark se dio cuenta de que aquel hombre tenía los ojos y la boca cerrados y que
su voz procedía del pañuelo blanco cuidadosamente doblado que llevaba en el
bolsillo del pecho. Su compañero estaba mirando a Lanark con la boca y los ojos muy
abiertos. Un anillo metálico en cuyo centro había algo negro asomaba por entre sus
dientes. Y, sintiendo un gran alivio, Lanark oyó a su espalda la voz de un policía
humano normal y corriente.
—Bueno, ¿qué está pasando aquí?
—No hay ningún preboste Lanark del Gran Unthank —repitió el agente de
seguridad.
—¡Pues claro que sí lo hay! —protestó Lanark—. Ya sé que según el programa el
delegado de Unthank se llama Sludden pero el programa está equivocado, hubo un
cambio inesperado en el último minuto. ¡El delegado soy yo!
—Identifíquese.
—¿Cómo puedo identificarme sin mi maletín? ¿Dónde está Gloopy? Él puede
responder de mi identidad, es un macarra muy importante, acaban de dejarle pasar. O
sino… Wilkins, manden llamar a Wilkins. ¡O a Monboddo! Sí, pónganse en contacto
con el maldito Lord Monboddo, él me conoce mejor que nadie.
Hasta él mismo tuvo la impresión de que sus palabras no sonaban nada
convincentes. La voz que brotó del bolsillo del agente de seguridad parecía un disco
llegando a su final:
—La responsabilidad de la prueba recae en el aspirante a probar su identidad.
—¿Qué diablos quiere decir eso?
—Amigo, quiere decir que lo mejor será que nos acompañe sin armar jaleo —dijo
un policía, y Lanark sintió que unos dedos le sujetaban firmemente por el hombro.
—Me llamo Lanark.
—No se preocupe por eso, amigo.

Los agentes de seguridad retrocedieron un par de pasos. Los policías hicieron avanzar
a Lanark y le condujeron a un embarcadero.
—Oiga, ¿es que no van a llevarme al balneario? —preguntó Lanark.
Le hicieron subir a una lancha motora y le metieron en un camarote.
—¿Y Nastler? —preguntó Lanark—. Es su rey, ¿no? Él me conoce.
Le obligaron a sentarse en un banco y tomaron asiento en el banco de enfrente.
Lanark sintió cómo la motora se ponía en movimiento y una súbita oleada de

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cansancio invadió todo su ser, tan potente que necesitó hacer un gran esfuerzo para
no caerse.

Un rato después vio los tablones de otro embarcadero, y una acera muy larga, y
después unos peldaños de piedra, una alfombrilla y unas cuantas losetas de goma
cubriendo el suelo. Le dejaron apoyarse en una superficie plana.
—¿Apellido? —preguntó una voz.
—Lanark.
—¿Eso es nombre o apellido?
—Las dos cosas.
—¿Está diciéndome que se llama Lanark Lanark?
—Si insiste… Quiero decir… Sí sí sí sí sí.
—¿Edad?
—Terminada. Quiero decir indeterminada. Bueno, más de cincuenta.
—¿Dirección? —dijo alguien con un suspiro.
—Catedral de Unthank. No, Limpia. Olimpia.
Empezaron a hablar en murmullos. Lanark logró entender las palabras «puente»,
«seguridad» y «seis cincuenta». Aquello le espabiló de golpe. Estaba delante de un
mostrador tras el que había un sargento de policía con un bigote gris que hacía
anotaciones en un cuaderno. Vio una habitación llena de mesas con dos policías
escribiendo a máquina y el número 6,94, muy grande y negro, enmarcado en la pared.
Con un chasquido, el número se convirtió en el 6,95. Lanark comprendió que un reloj
decimal tenía cien minutos en cada hora, se lamió los labios e intentó hablar deprisa y
con mucha claridad.
—¡Sargento, escúcheme, esto es muy grave! Es probable que ahora mismo estén
llamando a mis habitaciones del balneario y la llamada tiene una gran importancia;
¿no podrían pasármela aquí? Es una llamada de Wilkins, el secretario de Monboddo.
Me he emborrachado y he estado haciendo muchas tonterías, lo siento, ¡pero si no
hablo con Wilkins es posible que ocurra una catástrofe!
El sargento le miró fijamente. Lanark había extendido las manos hacia él en un
gesto de súplica y, al verlas, se dio cuenta de lo sucias que estaban. Llevaba el
chaleco desabrochado y el traje lleno de arrugas. La atmósfera de la habitación estaba
saturada de un olor muy desagradable y, con un estremecimiento, se dio cuenta de
que el olor procedía de una mancha marrón a medio secar que había en su pantalón.
—¡Ya sé que tengo un aspecto horrible, pero los políticos también hacen tonterías
de vez en cuando! —gritó—. ¡Por favor! No se lo pido por mí sino por la gente que
represento. ¡Déjeme hablar con Wilkins!
El sargento suspiró. Cogió un programa de la reunión de debajo del mostrador y
empezó a estudiar una de las últimas páginas, impresa con una letra muy pequeña.
—¿Wilkins es apellido o nombre? —le preguntó.

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—Creo que es un apellido. ¿Por qué?
—¿Cuál de ellos? —le preguntó el sargento, empujando el programa hacia él.
Una lista de nombres con el encabezamiento PERSONAL DEL CONSEJO
llenaba diez páginas. En las primeras cuatro Lanark encontró a Wilkins Staple-
Stewart, el secretario para la coordinación Interna-Externa, a Peleus Wilkins,
procurador encargado de Ambientes y Lugares, y a Wendel Q. Wilkins, consejero jefe
de la Transferencia de Energía para la Población.
—¡Escuche! —dijo Lanark—. Llamaré a todos los Wilkins de la lista hasta que
consiga hablar con… ¡No! No, llamaré a Monboddo y él me dirá cuál es su nombre
completo; él me conoce, aunque sus malditos robots no sepan quién soy. Siento que
sea tan temprano, pero…
Se calló, pues su voz ya volvía a sonar muy poco convincente, y el sargento
estaba meneando lentamente la cabeza.
—¡Déjeme demostrar quién soy! —gritó Lanark—. Mi maletín se encuentra en la
habitación de Nastler, en el estadio… No, se lo di a Joy, una Chica de Rojo, una de
las azafatas de la galería ejecutiva; lo guardó detrás de la barra y tengo que
recuperarlo porque contiene un documento vitalmente importante por favor esto es
vital…
—De acuerdo, chicos —dijo el sargento, que estaba escribiendo en su cuaderno.
Lanark sintió una mano en cada uno de sus hombros.
—Pero ¿de qué se me acusa? —gritó—. No le he hecho daño a nadie, no he
molestado a nadie, no he insultado a nadie. ¿De qué se me acusa?
—Se le acusa de haberse meado[22] —dijo uno de los policías que le sujetaba.
—¡Pero si todos los hombres mean!
—Le acuso de haber infringido el Acta de Poderes Generales (Consolidación) —
dijo el sargento, que seguía escribiendo—. Y ahora, lo que necesita es dormir un buen
rato.
Y mientras se lo llevaban Lanark descubrió que estaba bostezando
aparatosamente. Las manos que sujetaban sus hombros se volvieron extrañamente
reconfortantes. Oh, sí, no era la primera vez que unas manos fuertes le obligaban a
caminar hacia delante porque había hecho algo malo, ¿verdad? Más que estar en un
sueño, le parecía haber vuelto a la infancia.

Fue conducido a una pequeña habitación con lo que parecían catres cubiertos por
mantas dobladas junto a una pared. Nada más entrar en ella Lanark trepó al catre
superior y se tumbó en él pero los policías se rieron y le dijeron: «¡No, hombre, no!».
Bajó del catre, le dieron dos mantas y le llevaron hasta otra puerta. Cruzó el
umbral y la puerta se cerró a su espalda. Un instante después oyó el ruido de la llave
en el cerrojo. Se envolvió con las mantas, se tumbó en la plataforma que había en un
rincón y se quedó dormido.

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Y ahora estaba despierto y a punto de enloquecer de pena. Se levantó de un salto
y empezó a caminar en círculos, gritando:
—Oh, me he portado mal, he hecho el imbécil, me he portado mal, imbécil, he
hecho el ridículo el ridículo el ridículo el ridículo y he hecho el imbécil, ¡el imbécil!
¡Y justo cuando empezaba a pensar que era un gran hombre! ¿Cómo ha podido
ocurrir? Tenía intención de ver a Wilkins y hablar con él, quería mantener una
conversación racional, pero las mujeres me hicieron sentir famoso. ¿Querían
destruirme? No, no, me trataron como si fuera alguien muy especial porque hice que
ellas se sintieran especiales, pero lo único que hice fue perder el tiempo, no logré
conseguir nada útil. Estaba borracho, sí, borracho de tanto beber arcoíris blancos; sí,
pero sobre todo estaba borracho de vanidad; nadie está tan loco como el hombre que
se considera importante. La gente intentaba explicarme cosas y yo no les hacía
ningún caso. ¿Qué pretendía decirme Kodac? Minerales valiosos, informes
especiales, el gobierno lo ignora, parecía como si estuviera intentando engañarme,
pero tendría que haberle escuchado atentamente. Y… la catalizadora… ¿Por qué no
le pregunté cuál era su nombre? Intentó advertirme y yo pensé que quería acostarse
conmigo. ¡Bah! Codicia y estupidez. ¡Me olvidé los informes en el bar! He perdido
los informes y ni tan siquiera he llegado a leerlos, me dejé seducir por personas a las
que no puedo ni recordar (pero fue estupendo). Y, ¿cómo llegué a ese arroyo con
Sandy? ¿Qué fue eso sino un fragmento inútil de felicidad colocado allí para hacer
que mi caída resulte todavía más horrible? (Pero fue maravilloso). Oh, Sandy, ¿con
qué clase de padre te ha maldecido el destino? ¡Te abandoné para defenderte y me he
convertido en un viejo verde ridículo desacreditado sucio y maloliente!
Se quedó quieto y contempló algunos de los objetos en los que no se había fijado
al tumbarse en la plataforma: tres tazas de plástico con té frío y tres platos de cartón
en los que había bollos fríos rellenos de salchicha. Cogió los bollos y empezó a
comérselos mientras que las lágrimas fluían por sus mejillas, masticando y tragando
entre frase y frase, diciendo:
—Tres tazas, tres platos, tres comidas: llevo todo un día aquí dentro, la primera
jornada de la reunión ya ha terminado… ¿Cuándo me dejarán salir? Me dejé engañar
por el falso amor porque nunca he conocido el verdadero, ni tan siquiera con Rima.
¿Por qué? Le fui fiel no porque la amara sino porque quería amor, sí, hizo bien al
dejarme, es justo que esté encerrado aquí, me merezco algo mucho peor… Pero
¿quién hablará en nombre de Unthank? ¿Quién alzará su voz contra ese creador de
segunda categoría sin una sola idea original convencido de que un desastre barato y
estúpido es el mejor final para la humanidad? ¡Oh, cielos, cielos, caed y
aplastadme…!
Se dio cuenta de que la auto-acusación se estaba convirtiendo en un placer, corrió
hacia la puerta y la golpeó con la cabeza; después decidió no volver a hacerlo porque
el dolor resultaba excesivo. Entonces se dio cuenta de que alguien más estaba
gritando y dando golpes. La puerta tenía una rendija parecida a un pequeño buzón de

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correos situada a la altura de sus ojos. Lanark miró por ella y vio otra puerta con una
rendija justo delante de la suya.
—Eh, amigo, ¿tienes un cigarrillo? —le dijo una voz desde la otra rendija.
—No fumo. ¿Sabes qué hora es?
—Me trajeron a las dos de la madrugada y de eso ya hace un rato. ¿Por qué te han
encerrado?
—Oriné desde un puente.
—Los policías son todos unos bastardos —dijo la voz con amargura—. ¿Estás
seguro de que no tienes un cigarrillo?
—No, no fumo. ¿Y a ti por qué te han encerrado?
—Le di una paliza a un tío en un portal y cuando vino la policía les llamé
bastardos. Oye, no pueden tratarnos así. Vamos a dar puñetazos en las puertas hasta
que vengan y nos den algunos cigarrillos.
—Yo no fumo —dijo Lanark, apartándose de la puerta.

En aquellos momentos la sensación más aguda que experimentaba era la de estar


físicamente sucio. De repente oyó correr el agua del retrete y decidió echarle una
mirada. El agua parecía limpia, y olía bien. Se quitó la ropa, mojó una esquina de la
manta en ella y se frotó todo el cuerpo. Después se envolvió en una manta seca, igual
que si fuera una toga, enjuagó varias veces su ropa interior en el retrete y la colgó en
el borde para que se fuera secando. Rascó con las uñas el vómito seco que manchaba
la pernera de su pantalón y frotó esa zona con la manta humedecida. Ver la tela tan
arrugada le molestaba. Aunque tenía sed sólo había logrado tomarse una taza del té
frío. Colocó los pantalones sobre la plataforma y fue pasando lentamente la base de la
taza sobre ellos en pequeños círculos, apretando con todas sus fuerzas. Estuvo
haciendo aquello durante mucho rato sin notar ninguna mejoría, pero cada vez que se
paraba descubría que no tenía otra cosa que hacer. La puerta se abrió para dejar entrar
a un policía que llevaba una taza y un plato con bollos.
—¿Qué está haciendo? —le preguntó el policía.
—Me estoy planchando los pantalones.
El policía recogió las tazas y los platos.
—Por favor, ¿puede decirme cuándo saldré de aquí? —le preguntó Lanark.
—Eso depende del magistrado.
—¿Cuándo veré al magistrado?
El policía salió de la habitación cerrando la puerta con un golpe seco. Lanark
comió, bebió el té caliente y pensó: «La asamblea ya ha empezado su segunda
jornada de trabajo». Cuando hubo terminado volvió a ocuparse de sus pantalones.
Cada vez que paraba tenía la sensación de que era tan malvado e inútil, tan malvado y
trivial que se mordía las manos hasta que el dolor era una excusa para gritar, aunque
cuando gritaba lo hacía de una forma nada dramática y sin armar ruido. Otro policía

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le trajo el almuerzo y Lanark le preguntó:
—¿Cuándo veré al magistrado?
—El tribunal se reunirá mañana por la mañana.
—Por favor, ¿podría llevarse mi ropa interior y colgarla en algún sitio para que se
vaya secando?
El policía salió de la habitación riéndose a carcajadas. Lanark comió, bebió y
cuando hubo acabado empezó a caminar en círculos, sacudiendo sus calzoncillos con
una mano y la chaqueta con la otra. «Supongo que en estos mismos instantes la
asamblea estará discutiendo los problemas del orden mundial», pensó. Empezó a
sentir un gran odio, odio hacia la asamblea, la policía y todos los que no estaban
metidos en su celda. Acabó decidiendo que cuando le dejaran en libertad su primer
acto sería orinarse en los peldaños de la comisaría, o romper el cristal de una ventana,
o prenderle fuego a un coche. Se mordió las manos un poco más y después volvió a
ocuparse del planchado de los pantalones y el secado de la ropa interior hasta mucho
después de que le trajeron el té y los bollos de la noche. Se encontraba demasiado
nervioso para acostarse y en cuanto vio que su ropa interior estaba sólo un poco
húmeda se vistió, se limpió los zapatos con la manta y se quedó sentado esperando a
que le trajeran el desayuno y le llevaran a la sala del tribunal. «Quizá llegue a tiempo
para el debate sobre la polución», pensó con abatimiento.

Y despertó con dolor de cabeza, volviendo a sentirse sucio. Junto a la plataforma


había tres tazas de té frío y tres platos con bollos. «Mi vida está moviéndose en
círculos —pensó—. ¿Es que siempre acabaré volviendo a este punto?». Ahora ya no
tenía la impresión de ser un malvado: le parecía que era tan sólo un ser trivial e inútil.
Otro policía abrió la puerta y le dijo:
—Fuera. Venga, fuera.
—Me gustaría quedarme aquí un poco más —dijo Lanark con un hilo de voz.
—Venga, fuera. Esto no es un hotel.

Le llevaron a la comisaría. El sargento que estaba detrás del mostrador era distinto al
de antes y delante del mostrador había una anciana vestida con tejanos y un abrigo de
piel. Tenía los rasgos afilados y más bien desagradables; su ya escaso cabello, teñido
de rubio, estaba desordenadamente recogido en lo alto de su cabeza formando un
moño y por entre los tensos mechones se veía el cuero cabelludo.
—Hola, Lanark —le dijo.
—Ya puede darle las gracias. Esta señora ha pagado su fianza —dijo el sargento.
—¿Cómo es que su caso no ha sido juzgado esta mañana en el tribunal?
—Exceso de trabajo.
—Pues no me pareció que el tribunal estuviera muy ocupado. Vamos, Lanark.

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Su voz era áspera y chirriante. Lanark la siguió por los peldaños de la comisaría y
se quedó levemente deslumbrado ante la claridad color miel de un sol que arrancaba
chispas al río más allá de una carretera llena de tráfico: estaba atardeciendo.
—Lo siento, no sé quién es usted —le dijo, deteniéndose.
La anciana se quitó un guante ribeteado de piel y, con un extraño gesto cargado de
vulnerabilidad, le enseñó la mano, con la palma hacia arriba. Una de las líneas que la
cruzaban era muy profunda, parecida a una cicatriz.
—¡Gay! —dijo Lanark, y sintió una gran pena, pues aunque cuando la vio por
última vez estaba enferma también había sido atractiva y joven. Clavó los ojos en su
flaco y envejecido rostro, meneando la cabeza, y la expresión que vio en la cara de
Gay le hizo comprender que ella pensaba lo mismo de él. Gay volvió a ponerse el
guante y le cogió del brazo.
—Vamos, abuelo —le dijo en voz baja—. Podemos hacer algo mejor que
quedarnos aquí lamentando lo viejos que nos hemos vuelto, ¿no? Mi coche está ahí
mismo.

—¡Todo esto apesta! —dijo ella con una repentina violencia cuando iban hacia su
coche—. Todo el mundo sabía que desapareciste hace dos días; hubo muchos
rumores pero no hicieron nada. He estado llamando dos veces al día a cada comisaría
de la región de Provan y hasta hace una hora escasa todas fingían no haber oído
hablar nunca de ti; en ese momento la comisaría de la policía marítima admitió tener
un prisionero que podías ser tú. ¡Hace una hora! Después de que leyeran los informes
del subcomité, después de que los votaran e hicieran todas esas sonrientes
declaraciones ante la prensa… ¿Sabes que soy periodista? Escribo para uno de esos
pequeños periódicos cargados de veneno que la gente decente piensa deberían estar
prohibidos; los que publican historias desagradables sobre ciudadanos ricos y
famosos hacia los que todo el mundo siente un gran respeto.
Abrió la puerta del coche. Lanark tomó asiento junto a ella y Gay puso el coche
en marcha.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—Al banquete. Llegaremos a tiempo para oír los discursos finales.
—No quiero ir a un banquete. No quiero que los demás delegados me vean, no
quiero que ni ellos ni nadie vuelva a acordarse nunca más de que existo.
—Estás desmoralizado. Ya se te pasará. Mi hija es una estúpida, una putilla
frígida. Si se hubiera ocupado de ti nada de esto habría pasado. ¿Has adivinado ya
quién es el culpable de todo?
—No culpo a nadie salvo a mí mismo.
—Una excusa soberbia para dejar que los bastardos te pisoteen —dijo Gay
dejando escapar una carcajada que casi llegaba a ser alegre—. ¿Realmente no sabes
quién te empujó a esa trampa?

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—¿Gloopy?
—Sludden.
Lanark la miró.
—Puede que también Monboddo ande metido en eso pero no lo creo —dijo ella
—. El gran jefe prefiere no estar enterado de ciertos detalles. Wilkins y Weems… Me
parece más probable, pero de ser así Sludden ha resultado demasiado listo para ellos.
En vez de cortar al Gran Unthank en pulcras rebanadas para entregárselo al consejo,
mi maldito ex-esposo se lo ha entregado todo a la Cortexin, llave, candado y pelotas
incluidas.
—¿Sludden?
—Sludden, Gow y todo el resto de la alegre pandilla de ladrones. Salvo Grant.
Grant protestó. Quizá Grant consiga hacer algo.
—No te entiendo —dijo Lanark, cada vez más abatido—. Sludden me envió aquí
para hablar en contra de la destrucción de Unthank. ¿Van a destruirla?
—Sí, pero no tal y como habían planeado al principio. El consejo y los grupos
que forman la criatura pretendían usarla como una fuente barata de energía humana
pero no lo harán hasta que no hayan chupado todos esos preciosos jugos descubiertos
por tu amiga la señora Schtzngrm.
—¿Y la contaminación?
—La Cortexin se encargará de eso. Al menos, de momento.
—Entonces, ¿Unthank está a salvo?
—Claro que no. Hay algunas partes de Unthank que han vuelto a convertirse en
propiedades valiosas, pero sólo para unas cuantas personas y durante un corto período
de tiempo. Sludden le ha vendido vuestros recursos a una organización cuyo poder
alcanza a todo el globo, una organización dirigida por una camarilla en beneficio de
una camarilla. No me parece que eso sea estar a salvo. ¿Por qué crees que se te envió
aquí como delegado?
—Sludden dijo que era el mejor hombre disponible en esos momentos.
—¡Ja! Políticamente hablando, no sabes distinguir tu culo de tu codo. Ni tan
siquiera sabes qué significa «hacer pasillos». Si Sludden te convirtió en delegado es
porque podía estar jodidamente seguro de que lo mandarías todo al cuerno. Y
mientras todo el mundo se ponía nervioso y conspiraba en tu contra, tomando grandes
decisiones sobre el orden mundial, la energía y la contaminación, Sludden y la
Cortexin hacían justo lo que les daba la gana con Unthank. No eres lo que se dice
muy inteligente, Lanark.
—Sí, últimamente he empezado a darme cuenta de ello —dijo Lanark después de
unos segundos de silencio.
—Lo siento, viejo amigo, no es culpa tuya. Y, además, estoy intentando conseguir
que te enfades.
—¿Por qué?
—Quiero que armes un lío de mil demonios en el banquete.

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—¿Por qué? No pienso hacerlo, pero ¿por qué?
—Porque ésta ha sido la asamblea más tranquila, cortés y dócil de toda la historia.
Los delegados se han tratado los unos a los otros tan delicadamente como si fueran
bombas que pueden estallar en cualquier momento. Todos los tratos sucios se han
llevado a cabo en comités secretos sin observadores, sin que nadie se quejara ni
informara de ello. Y necesitamos a una persona que haga sentirse incómodos a esos
hijos de perra diciendo en voz alta parte de la verdad.
—Según Sludden, eso es lo que debía hacer.
—Sus razones no son mis razones.
—Sí. Él era un político y tú eres periodista y ninguno de los dos me cae bien. No
hay nadie que me caiga bien salvo mi hijo y me temo que nunca volveré a verle, así
que todo me da igual.

El coche estaba pasando por una calle muy tranquila. De repente, Gay lo llevó hacia
la acera, aparcó junto a una gran pared de cemento y cruzó los brazos sobre el
volante.
—Esto es terrible —dijo—. En los viejos tiempos del Élite eras un hombre que no
dependía de nadie, y aunque no fueras demasiado listo al menos tenías las cosas
claras. Hasta me dabas un poco de miedo. Te envidiaba. Entonces yo era tonta y
débil, un simple altavoz utilizado por alguien que me despreciaba. Y ahora que he
perdido mi belleza y que he conseguido algo de sentido común y una cierta confianza
en mí misma, resulta que tú te has vuelto tan blando como la plastilina. ¿Qué pasa, es
que Rima te arrancó las pelotas?
—Por favor, no hables así.
—¿Adónde vamos? —le preguntó Gay, dejando escapar un suspiro.
—No lo sé.
—Eres mi pasajero. ¿Dónde quieres que te lleve?
—A ninguna parte.
—De acuerdo —dijo ella, volviéndose hacia el asiento trasero—. Aquí tienes tu
maletín. Mi hija lo encontró no sé dónde. Lo único que había dentro era un
diccionario científico y este pase con tu nombre. —Le metió una larga tira de plástico
en el bolsillo del pecho—. Sal del coche.
Lanark bajó a la acera, intentando hallar cierto consuelo en la familiar suavidad
del asa de su maletín. Pensaba que el coche se alejaría rápidamente, pero Gay
también se bajó. Le cogió por el brazo y le llevó hacia una doble puerta, lo único que
destacaba en aquella gran pared lisa.
—¿Qué sitio es éste? —le preguntó Lanark, pero ella estaba canturreando en voz
baja y se limitó a pulsar un botón. Las dos hojas de la puerta giraron hacia dentro y
Lanark se quedó asombrado al ver a dos ceñudos agentes de seguridad.
—Pase, por favor —dijeron al mismo tiempo los dos agentes, con las dos voces

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brotando secamente de las pecheras de sus trajes.
—Lo lleva en el bolsillo —dijo Gay.
—Identifíquese.
—Es el delegado de Unthank, que llega un poco tarde, y yo soy de la prensa.
—El delegado puede entrar. Ningún periodista puede entrar sin la tarjeta roja.
Ningún periodista puede entrar sin la tarjeta roja. El delegado puede entrar.
Se apartaron, dejando un angosto hueco entre los dos.
—Bien, Lanark, adiós —dijo Gay—. Siento no estar allí para retorcerte el brazo
cuando llegue el momento adecuado. Pero si consigues sacar coraje de algún sitio,
viejo amigo, te aseguro que acabaré enterándome de ello.
Se dio la vuelta y se marchó.
—El delegado puede entrar. O no —dijeron los agentes de seguridad—. El
delegado puede entrar. O no. Sugiera expresión de sus intenciones avanzando o
retrocediendo. Pedimos expresión de intenciones. Solicitamos expresión de
intenciones. ¡Ordenamos expresión de intenciones!
Lanark siguió inmóvil, no sabiendo qué hacer.
—¡Dése prisa! —dijeron los agentes de seguridad—. Si no se obtiene expresión
de intenciones, el delegado será incluido en la categoría de obstáculo. ¡Dése prisa! Si
no ob presión de intenc el deleg se do en cate obstácu, categobdepri, categobdepri.
Y aunque pasar entre ellos le hizo sentir un escalofrío de miedo, Lanark avanzó,
porque no se le ocurría ningún otro sitio al que ir.

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CAPÍTULO XLIII

Explicación
Detrás del umbral había un sucio suelo de cemento, lleno de polvo y cagadas de
paloma. El techo era muy alto y estaba sostenido por vigas de acero. Una alfombra
azul partía de la puerta para acabar perdiéndose entre las sombras. Lanark fue por ella
hasta encontrar otra alfombra igual que se unía a la primera en ángulo recto. Dobló
una esquina donde había una pequeña fuente que gorgoteaba en un cuenco de cristal
y oyó el susurro apagado de muchas voces. Una docena de agentes de seguridad
montaban guardia ante la entrada a una carpa de circo. Lanark fue hacia ellos,
enseñando su pase y diciendo en voz alta: «¡El delegado de Unthank!».
Una chica vestida con tejanos y una camisa roja apareció entre los hombres de
negro y le miró con cara de disgusto.
—Me sorprende verte aquí, Lanark —dijo—. Quiero decir que todo ha
terminado… Ya no queda ni comida.
Era Libby. Lanark murmuró que había venido para asistir a los discursos.
—¿Por qué? Serán horriblemente aburridos y parece como si no te hubieras
lavado en una semana. ¿Por qué quieres oír discursos?
Lanark, la miró en silencio.
—Entra —suspiró Libby—, pero tendrás que darte prisa.
Lanark la siguió. Libby le hizo avanzar siguiendo la carpa y le guió por entre una
hilera de camareros que llevaban bandejas llenas de platos sucios: el ruido de voces
se hizo ensordecedor. Lanark vio las espaldas de varias personas sentadas a una mesa
que se curvaba a derecha e izquierda. Libby le señaló una silla vacía.
—Ésa era la tuya —le dijo.
Lanark se deslizó en ella tan silenciosamente como le fue posible. Su vecino le
miró, dijo: «¡Cielo santo, un fantasma!», y empezó a reírse. Era Odin.
—Oh, qué alegría verle, qué alegría —dijo su otro vecino, que era Powys—.
¿Qué ha pasado? Estábamos terriblemente preocupados por usted.

La mesa formaba un círculo cubierto por un mantel blanco que ocupaba la mayor
parte de la tienda. Delante de cada silla había una copa de vino y un letrerito vuelto
hacia fuera con el nombre y el título de cada invitado. Chicas vestidas de rojo iban y
venían por la parte interior del círculo, llenando las copas. Lanark les explicó lo que
le había ocurrido.
—Me alegro de que fuera sólo eso —dijo Powys—. Algunos murmuraban que le
habían pegado un tiro o que había sido secuestrado por los agentes de seguridad.
Naturalmente, no es que llegáramos a creerlo… De haberlo creído habríamos

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presentado una queja.
—Esos rumores hicieron que la asamblea se portara estupendamente —dijo Odin
con jovialidad—. Ese montón de cobardes que se pasan la vida chillando tuvieron tal
miedo que no abrieron la boca durante todo el gran debate sobre la energía. ¡Malditos
imbéciles!
—Bueno, compréndame —dijo Powys—. No me importa confesar que yo
también estaba preocupado. Esos agentes son francamente desagradables y al parecer
nadie sabe exactamente cuáles son las instrucciones que les han dado. Sí, la verdad es
que durante los últimos días todo ha quedado resuelto con una rapidez muy fuera de
lo normal, así que no ha meado en vano, ¿eh? Pero creo que cometió una imprudencia
contaminando su río. Están muy orgullosos de él.
Solveig vino hacia ellos llenando las copas de vino. Lanark clavó los ojos en el
mantel, esperando que Solveig no se fijara en él. Oyó un sonido que parecía el de una
colosal tos ahogada y una voz impecablemente amplificada por el sistema de
megafonía dijo:
—Damas y caballeros, les alegrará saber que uno de nuestros delegados más
populares ha vuelto con nosotros después de una ausencia de tres días. El ingenioso,
el venerable, el no siempre perfectamente sobrio Lord Preboste Lanark del Gran
Unthank ocupa al fin su sitio.
Lanark abrió la boca. Aunque el silencio era total tuvo la impresión de oír un gran
rugido. La multitud de miradas que cayeron sobre él (burlonas, estaba seguro,
condescendientes, despectivas, divertidas) pareció atravesarle dejándole clavado en
su silla. «¡Que le den algo de beber!», gritó una voz.
Lanark sollozó y apoyó la cabeza sobre el mantel. El murmullo de voces se
reanudó, aunque esta vez conteniendo más duda y conjeturas que risas. «Eso no era
necesario», le oyó decir a Odin, y Powys dijo: «Desde luego, no hacía falta que se
ensañaran tanto con él».
Se oyó otra tos apagada y la voz dijo:
—Milores, damas y caballeros, les ruego que guarden silencio para oír a Sir
Trevor Weems, caballero del Caracol Dorado, consejero privado de Dalriada,
presidente del ejecutivo de la Gran Cuenca de Provan y la Confederación del Erse.
Hubo unos cuantos aplausos y Lanark oyó la voz de Weems.

—Éste es un momento muy especial para mí. El hombre sentado a mi izquierda es el


vigésimo noveno Lord Monboddo. En el pasado ha sido muchas otras cosas: músico,
médico, señor de dragones, azote del reloj decimal, enfant terrible del viejo proyecto
de expansión, stupor mundi en los debates del instituto y el consejo… Le he conocido
bajo todas esas facetas y me he opuesto a él en cada una de ellas. Un intelectual
tosco, exaltado y con tendencia al delirio, así le describía yo en los viejos tiempos…
Todo el mundo recuerda las desgraciadas circunstancias que rodearon el retiro de su

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predecesor. No voy a decirles qué pensé cuando oí el nombre del nuevo Monboddo.
Si hablo con demasiada claridad nuestros estupendos agentes de seguridad de la
Quantum-Cortexin quizá se vean obligados a detenerme bajo la acusación de infringir
el Acta de Poderes Especiales (Consolidación), encerrándome en una habitación
francamente pequeña durante un período de tiempo muy largo. La verdad es que me
quedé atónito. En cuanto nos dimos cuenta de que íbamos a servir de anfitriones a
una asamblea general presidida por el temible Ozenfant todo el poder ejecutivo de
Provan quedó sumido en la más profunda depresión. Pero ¿qué ha sucedido? —Hizo
una pausa y retomó el hilo de su discurso con voz llena de entusiasmo—. ¡Damas y
caballeros, ésta ha sido la asamblea más coherente, clara y eficazmente dirigida que
el consejo ha tenido nunca en toda su historia! Hay muchas razones que explican
esto, pero creo que los historiadores del futuro considerarán que la razón principal ha
sido el tacto, la tolerancia y la inteligencia del hombre que está sentado a mi
izquierda. ¡No, no hace falta que menee la cabeza! Si es un rebelde necesitamos más
como él. A decir verdad, puede que incluso consigan convencerme para que vote
pidiendo la revolución… ¡siempre que el vigesimonoveno Lord Monboddo esté
dispuesto a dirigirla!
Algunos de los asistentes rieron a carcajadas.

Lanark había ido volviendo a erguirse en su asiento. El centro del círculo estaba
vacío. Weems, bastante lejos a su derecha, seguía de pie junto a Lord y Lady
Monboddo. Delante de él había un gran adorno floral hecho con rosas del que
sobresalían los micrófonos. Todos los invitados de aquella parte del círculo tenían la
tez rosada. Los del otro lado eran todos de piel negra o cobriza, con los chico
miembros del bloque negro sentados enfrente de Monboddo. Varios delegados de piel
oscura conversaban entre ellos sin hacer caso del discurso.
—… me temo que será demasiado profundo para mí —estaba diciendo Weems—,
y si entiendo alguna parte lo más probable es que no esté de acuerdo con ella. Pero ha
tenido que oírnos hablar tanto durante los tres últimos días que es de justicia
permitirle que se tome su venganza. Así pues, Lord Monboddo, le llamo al estrado
para que resuma las conclusiones de la asamblea, Entonces, Ahora y Mañana.
Weems volvió a sentarse entre una tempestad de aplausos. Monboddo había
estado contemplando el mantel con una leve sonrisa y los ojos medio cerrados. Se
puso en pie, apoyó una mano sobre la mesa, con la otra metida en el bolsillo y la
sonriente cabeza levemente inclinada a un lado. Esperó hasta que los aplausos, el leve
eco de las conversaciones, las toses y los ruidos de sillas acabaron desvaneciéndose
en el silencio. A medida que el silencio se prolongaba su figura, tranquila pero
inmóvil y callada, fue adquiriendo más fuerza y autoridad hasta que todo el gran
anillo de invitados pareció convertirse en un círculo de estatuas. Lanark estaba
asombrado de que tal número de personas pudiera guardar un silencio tan completo.

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El silencio pesaba sobre él como una gran burbuja de cristal que llenara la parte
superior de la carpa y le apretara el cráneo: para romperlo le bastaba con gritar una
sola palabra, cualquier blasfemia u obscenidad, pero Lanark se mordió los labios para
impedir ese grito. Monboddo empezó a hablar:

—Hay hombres que nacen siendo modestos. Hay otros que


consiguen volverse modestos. Y hay otros hombres a los que se les
impone la carga de la modestia. Me temo que Sir Trevor ha logrado
incluirme en la última de esas categorías.

Los invitados se rieron, Weems el primero.

—Hubo un tiempo en el que yo era un jefe de departamento joven


y ambicioso. Puse en práctica nuevas políticas y tuve destellos de
brillantez creativa que, amigos míos, y les ruego que me crean, ¡casi
rozaban lo genial! Bien, la ambición también tiene su némesis. Ahora
me encuentro en el ápice de nuestra inmensa pirámide y ya no soy
capaz de crear nada. Lo único que puedo hacer es recibir las brillantes
propuestas de colegas más jóvenes situados en posiciones más activas
que la mía y buscar formas en que ponerles de acuerdo y conseguir
que se lleven a la práctica. Examino las posibles opciones y, con fría
calma, descarto aquéllas que no encajan en nuestro sistema. Ese tipo
de trabajo sólo emplea una parte muy pequeña de la inteligencia
humana.

—¡Oh, tonterías! —exclamó Weems con jovialidad.

—No, amigo mío, no son tonterías. Puedo prometerle que dentro


de tres años todas las limitadas habilidades de un jefe supremo del
consejo quedarán encarnadas en los circuitos de un humanoide
fabricado por la Quantum-Cortexin, igual que ocurre ahora con las
habilidades de las secretarias y agentes de seguridad. Quizá tenga el
privilegio de ser el último Lord Monboddo plenamente humano. La
idea halagaría mi considerable vanidad de no ser porque la gestión
gubernamental mejorará enormemente en cuanto se lleve a cabo tal
avance, y todo el mundo podrá darse cuenta de ello. De repente todo
irá mucho más deprisa. Sí, hoy en día el gobierno humano se
encuentra en un delicado punto de equilibrio. Pero antes de
aventurarme por el sendero que se abre ante nosotros, debo describir
los pasos que me han llevado hasta aquí.
»Así pues, acompáñenme al sol de hace unos seis mil años y, con
ojos más agudos que los del águila, examinen la húmeda bola azul

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verdosa del tercer planeta. Los desiertos son más pequeños que los de
ahora y las junglas mucho más grandes pues allí donde la tierra es
fértil la vegetación obstruye el curso de los ríos y hace que se
conviertan en pantanos. No hay campos rodeados de vallas, no hay
caminos ni ciudades. La única señal que indica la presencia del
hombre se encuentra allí donde la parte occidental del globo está a
punto de caer bajo la sombra de la noche. Sobre esa curva sumida en
la penumbra se ven algunos tenues destellos, los fuegos de los
cazadores en los claros de la jungla, de los pescadores en la
embocadura de los ríos, de los pastores nómadas y los que cultivan la
delgada capa de tierra fértil que hay entre el desierto y la jungla, pues
son demasiado pocos los que se dedican a robarle la buena tierra a los
árboles. Nuestras minúsculas democracias tribales se han extendido
por todo este mundo y aun así nuestra influencia sobre él es menor que
la de ese pariente cercano nuestro, la ardilla, que tan importante es
para la supervivencia de ciertos árboles. Llevamos medio millón de
años viviendo aquí y, sin embargo, la historia, con sus ruidosos
choques y sus divisiones basadas en el código y la propiedad, todavía
no ha empezado. No es extraño que los primeros historiadores
pensaran que el hombre había sido creado tan sólo unos cuantos siglos
antes que ellos. No es extraño que eruditos muy próximos a nosotros
dijeran que los hombres prehistóricos eran salvajes, toscos, parecidos
a niños y pensaran que habían malgastado su tiempo en luchas y
apareamientos todavía más feroces que los actuales.
»Pero las grandes matanzas, como los grandes edificios, sólo son
posibles teniendo grandes poblaciones, y en los 500 000 años de la era
del palo y la piedra nacieron menos personas que en los últimos 50
años del siglo veinte. Los hombres prehistóricos estaban demasiado
ocupados cooperando entre ellos para luchar contra el hambre, las
inundaciones y el frío, y no tenían tiempo para odiarse demasiado los
unos a los otros; aun así, lograron domesticar el fuego y los animales e
inventaron las artes de la cocina, la cerámica, la agricultura y el
vestido. Esas habilidades siguen manteniendo con vida a la mayor
parte de nosotros. Comparados con la siembra y la recogida de la
primera cosecha de trigo, nuestros grandes logros (enviar una bala
autopropulsada con tres hombres a un mundo muerto y hacer que
vuelvan de él) no son sino un garabato de maravillosa extravagancia
añadido a la página más reciente de la historia humana.

—¡Todo eso son tonterías, Monboddo, y tú lo sabes! —gritó una voz desde el otro
lado del círculo.

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Los delegados de piel más oscura se rieron. Monboddo les dirigió una leve
sonrisa irónica antes de seguir hablando:

—Sigo representando al gobierno moderno, señor Kodac, no se


preocupe. Pero las herramientas para arponear otros planetas se
encuentran todavía en una fase primitiva, y no nos hará ningún daño
admitir que gente inteligente como nosotros no debe sentirse
avergonzada de sus antepasados, ¿verdad? De todas formas, este
mundo pequeño-burgués de pastores y artesanos-campesinos me
aburre. Sí, me aburre. Anhelo la aplastante exuberancia de los
Ziggurats y los Zimbabwes, las Grandes Murallas y las Catedrales.
¿Qué le falta a este parque natural prehistórico donde los hombres han
vivido tanto tiempo produciendo un efecto tan pequeño? Lo que le
falta es el exceso de producción: ese exceso de comida, tiempo y
energía, ese exceso de hombres que llamamos riqueza.
»Así pues, dejemos pasar un puñado de siglos y contemplemos
nuevamente el globo terráqueo. La masa de tierra principal se ha
dividido en tres continentes provistos de un complicado mar central.
Al este de ese mar ya no vemos un gran río que cruza los pantanos en
un curso lleno de meandros, sino que ahora fluye encauzado en un
canal a través de una fértil geometría de campos y acequias. Sobre sus
brillantes aguas hay botes y barcazas que van corriente arriba y
corriente abajo para desembarcar sus cargas junto a los cubos, conos y
cilindros de la primera ciudad. Una gran casa con una torre se alza en
el centro de esa ciudad. En su punta, muy por encima de las calinas del
río, los secretarios del cielo utilizan la cúpula giratoria del firmamento
como un reloj de luz donde el sol, la luna y las galaxias indican el
momento adecuado para cavar, cosechar y almacenar. Bajo la torre se
guarda la riqueza del estado, el grano sagrado: es sagrado porque un
saco de ese grano puede mantener viva a una familia durante un mes.
Este grano es vida almacenada. Quienes lo poseen pueden mandar
sobre los demás. La gran casa pertenece a hombres modernos,
hombres como nosotros, hombres que no saben cultivar los campos ni
fabricar objetos, pero que sí saben manejar y dirigir a quienes hacen
tales cosas. Junto a la gran casa hay un mercado del que irradian
caminos que se pierden en la llanura y el bosque. Esos caminos son
utilizados por los hombres de las tribus que traen pieles de animal,
cuero y cualquier otra cosa que pueda ser cambiada por el grano que
da vida. En épocas de hambre venderán a sus hijos para conseguirlo.
En tiempos de guerra pueden vender a los enemigos capturados en la
batalla. La riqueza de la ciudad hace que la guerra dé beneficios

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porque los administradores de la ciudad saben cómo utilizar la fuerza
laboral barata. Se talan más árboles, se abren nuevos canales para
aumentar la extensión de las tierras cultivadas. La ciudad está
creciendo.
»Crece porque es un organismo vivo. Sus arterias son los ríos y
canales, sus miembros son las rutas comerciales que llevan mercancías
y hombres hasta su estómago, que es el mercado. Nosotros, cuyo
estado es una organización que une entre sí las ciudades de muchas
tierras, no podemos comprender hasta qué punto debían parecer
sagradas las primeras ciudades. Por suerte el bibliotecario de
Babilonia ha descrito qué aspecto tenían para los ojos de un visitante
extranjero:

»“Ve algo que no ha visto nunca, o que no ha visto… en tal


plenitud. Ve el día y cipreses y mármol. Ve un todo que es
complicado y, aun así, no presenta desorden alguno; ve una
ciudad, un organismo compuesto de estatuas, templos, jardines,
casas, escalinatas, urnas, columnas, de espacios regulares y
abiertos. Ninguno de esos objetos le parece hermoso (lo sé); le
emocionan como podríamos emocionarnos hoy ante una compleja
máquina cuyo propósito ignoramos pero en cuyo diseño intuimos
una inteligencia inmortal”.

«Inteligencia inmortal, sí. Esa inteligencia imperecedera vive en la


gran casa, que es el cerebro de la ciudad, el primer hogar del
conocimiento institucional y el gobierno moderno. Dentro de unos
pocos siglos se dividirá en tribunal, universidad, templo, casa del
tesoro, bolsa y arsenal.

—¡Ahí, ahí! —gritó inesperadamente Weems, y se oyeron unos cuantos aplausos


dispersos.
—Maldita sea —murmuró Odin—. Lleva diez minutos hablando y apenas si ha
llegado al meollo del asunto.
—Pues yo opino que este tipo de discursos tan ampulosos resultan muy
agradables —dijo Powys—. Como volver a la escuela.

—Pero no todos los hombres de las tribus son serviles adoradores


de la riqueza —continuó Monboddo—. Hay muchos que también son
hábiles en otras artes y que sienten su propia codicia. Cierto, los
señores de las primeras ciudades cayeron ante los nómadas que
conducían los primeros carros. ¡No importa! Los nuevos señores del
grano sólo podrán conservarlo contando con la ayuda de los hombres

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inteligentes que gobiernan la tierra y el tiempo mediante la vara de
medir y el calendario, los que pueden contar y calcular impuestos
sobre aquello fabricado por otros. Las grandes culturas fluviales
(pronto hay cinco de ellas) absorben ola tras ola de conquistadores que
aumentan el poder de los administradores dándoles jinetes como
compañeros. Y el crecimiento de las ciudades se acelera. Sus rutas
comerciales se entrelazan y empiezan a luchar entre sí, se hacen la
competencia unas a otras. El hierro se forja para hacer espadas y rejas
de arado, los metales se imponen a la riqueza del grano. Surgen las
ciudades marítimas con sus flotas mercantes y sus piratas.

—Está empezando a correr —susurró Powys—. Ha cubierto doce civilizaciones


en seis frases.

»El número de hombres aumenta. La riqueza aumenta. Las guerras


se hacen más frecuentes. Hoy en día, cuando los gobiernos fuertes
están de acuerdo en que no debe haber otra gran guerra, aún podemos
aplaudir las viejas batallas e invasiones que hicieron mezclarse las
artes y ciencias de conquistadores y conquistados. En la historia no
hay villanos. Los pesimistas señalan con el dedo a Tamerlán y Atila,
pero esos hombres activos y emprendedores acabaron con estados que
ya no daban beneficios, estados que necesitaban a un destructor para
que dejara libre la riqueza invertida en ellos. Cuando la riqueza se usa
meramente para mantener la situación alcanzada siempre acaba
haciendo surgir en los hombres más vigorosos la idea de apoderarse de
ella y ponerla al servicio de esa veloz historia que exige el estado
moderno. Y las gentes de tez pálida y rosada como la mía son quienes
menos razón tienen para señalar con ese dedo del escarnio. Los poetas
nos cuentan que durante dos milenios Europa fue impulsada por las
energías que liberó la liquidación de la Troya asiática. Cito el famoso
poema de los tiempos de Lancaster:

»“Desde que en Troya cesó la guerra y el asedio,


Con la ciudad quemada y convertida en hierros y
cenizas,
Eneas el Astuto y su noble estirpe
Han despojado a provincias enteras de su riqueza,
Haciéndose dueños de todas las islas del Oeste;
Y Rómulo a Roma lleva todos los botines,
Y con gran osadía otra ciudad construye sobre la
primera,

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Dándole su mismo nombre, el que ahora lleva;
Ticio funda ciudades en Toscana,
Longobardo alza casas en Lombardía
Y la marea de Félix Bruto incluso a los francos rebasa,
Llenando de ciudades las largas costas de Britania,
Y allí donde la guerra, la catástrofe y el prodigio
Han ido sucediéndose uno a otro,
De sus entrañas han ido saliendo
La felicidad y la miseria”.

»Felicidad y miseria… El flujo de la riqueza alrededor del mundo


ha producido grandes cantidades de las dos, pero la riqueza ha seguido
creciendo porque los ganadores siempre sirven su causa.

—Gente de tez pálida y rosada —murmuraba Odin—. Gente de tez pálida y


rosada.
—Me parece que a los negros y a los morenos esto no les hace mucha gracia —
dijo Powys—. Lanark, ¿se encuentra bien?
La voz de Monboddo siguió sonando, tranquila y potente, como un viento capaz
de paralizarles a todos.

»…y el norte de África se convierte en desierto, lo cual tiene


varias consecuencias útiles…
»Tras la limpia camaradería de los baños de vapor los nuevos
reclutas se dan cuenta de que sus padres apestan…
»…pero los maquinistas sólo trabajan eficientemente en un clima
de esperanza, por lo que la esclavitud se ve sustituida por la deuda, y
el dinero se convierte en una promesa de pago impresa por el
gobierno…
»…hacia el siglo veinte la riqueza ha cubierto todo el globo y éste
gira envuelto en una cada vez más apretada red de pensamiento y
transporte tejida a su alrededor por el comercio y la ciencia. El mundo
es ahora una sola ciudad viva, pero sus centros cerebrales, los
gobiernos, no se dan cuenta de ello. En treinta años se libran dos
guerras mundiales, guerras aún más feroces porque tienen lugar entre
partes distintas del mismo sistema. Decir que esas guerras no trajeron
bien alguno sería insultar a los millones de muertos. Las viejas
máquinas y las viejas ideas fueron reemplazadas con una velocidad
muy superior a la normal. La ciencia, los negocios y el gobierno
volvieron a enriquecerse como nunca lo habían hecho antes. Eso es
algo que debemos agradecerle a los muertos.

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Monboddo miró a Weems y éste se puso en pie.
—Creo que éste es un buen momento para recordar a los muertos. Creo que
durante este siglo prácticamente todos los países han visto morir a personas que
lucharon por defender aquello en lo que creían. Invito a todos los delegados a que se
unan a mí y guarden dos minutos de silencio en memoria de los amigos, parientes y
compatriotas que sufrieron para convertirnos en lo que somos.
—Esto es una maldita farsa… —murmuró Odin, cogiendo a Lanark por el codo
para ayudarle a levantarse.
—No durará mucho —dijo Powys, ayudándole por el otro lado.
Y el gran círculo se fue poniendo en pie poco a poco con la excepción del bloque
negro, que permaneció obstinadamente sentado. El silencio reinó en la carpa durante
un par de minutos; después se oyó sonar un clarín lejano y todo el mundo volvió a
sentarse, hablando en voz baja.
—¿A qué viene este discurso? —dijo Odin—. Es demasiado marxista para la
pandilla de Riqueza Corporativa y demasiado aprobatorio para los marxistas.
—Está intentando complacer a todo el mundo —dijo Powys.
—Pues la única forma de conseguirlo es soltando un montón de lugares comunes.
Es como todos esos hunos… Demasiado listo para su propio bien.
—Pensé que era del Languedoc —dijo Powys.

—Y cuanto más me acerco al momento actual —dijo Monboddo


con un suspiro—, más temo haber irritado a casi todos los presentes
exponiendo una visión demasiado cínica de la historia. La he descrito
como el crecimiento y la expansión de la riqueza. Dos estilos de
gobierno dirigen el mundo moderno. Uno se esfuerza por conciliar los
intereses de las compañías que le dan trabajo a la gente, el otro se
encarga de proporcionarle trabajo a la gente. Los defensores del
primer estilo piensan que una gran cantidad de riqueza es la
recompensa y la herramienta imprescindible de quienes sirvan mejor a
la humanidad; para el resto no es más que un método mediante el que
los fuertes manejan a los débiles. ¿Puedo definir la riqueza de tal
forma que los dos bandos no tengan más remedio que estar de acuerdo
conmigo? Desde luego.
»Al empezar mi discurso dije que la riqueza era disponer de un
sobrante de seres humanos. Ahora afirmo que un estado rico es aquél
capaz de hacer que su sobrante de seres humanos se dedique a grandes
empresas. En el pasado el sobrante de hombres fue utilizado para
invadir a los vecinos, crear colonias y acabar con los competidores.
Pero liquidar a los estados que no dan beneficios usando la guerra no
resulta demasiado práctico. Eso es algo que todos sabemos, y ésa es la
razón de que la asamblea haya sido un éxito: no se debe a que yo haya

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sido un presidente fuera de lo común, sino a que todos ustedes, los
delegados de las naciones tanto grandes como pequeñas, han estado de
acuerdo en que es preciso acelerar la historia y el crecimiento de la
riqueza, de hacer que los hombres se den más prisa, y que todo ello
debe llevarse a cabo mediante decisiones mayoritarias y que esas
decisiones deben ser alcanzadas mediante un debate claro y honesto.

Weems volvió a aplaudir pero Monboddo siguió hablando con vehemencia, sin
hacer caso de sus aplausos.

»¡Y, desde luego, ya iba siendo hora de que llegáramos a tan


espléndido triunfo de la lógica! En este siglo han nacido más seres
humanos que en todas las eras de la historia y la prehistoria que nos
han precedido. Jamás hemos tenido un superávit de hombres tan vasto
como ahora. Si no logramos utilizar racionalmente esta riqueza
humana acabaremos viendo cómo cae en la pobreza, la anarquía y el
desastre… y hay sitios en los que eso ya está sucediendo. Y
permítanme aclararles que no temo que haya guerras entre ninguno de
los gobiernos representados aquí, y que tampoco le tengo miedo a la
revolución. La presencia entre nosotros de ese gran héroe
revolucionario, el Presidente Fu de la República Popular de Xanadú,
demuestra que las revoluciones son perfectamente capaces de crear
gobiernos fuertes. No, debemos unirnos para evitar esas revueltas
improvisadas gracias a las que los desesperados podrían tener acceso a
las máquinas del apocalipsis y a esas plagas embotelladas que los
gobiernos estables crean no para utilizarlas, sino para impedir que
otros gobiernos iguales a ellos puedan imponerles su voluntad
mediante la fuerza. No hay país que no tenga su cuota de gente
desesperada, hombres valerosos, ignorantes y llenos de codicia a los
que ya no es posible enviar a otras partes del mundo y que son
demasiado ambiciosos para unirse a ninguna fuerza regular de policía.
Todo estado moderno tiene sus intelectuales irresponsables, y esos
intelectuales son enemigos de todo gobierno fuerte. Esos dos tipos de
personas parecen desear que el mundo se fragmente en minúsculas
repúblicas como las que existían en la prehistoria, países donde la voz
de los idiotas dominados por los prejuicios sonaría con tanta potencia
como la de los sabios y los que saben crear cosas. Pero un retroceso a
la barbarie no nos serviría de nada. El mundo sólo podrá salvarse
gracias a una gran empresa común en la que los gobiernos estables y
sólidos utilicen las habilidades proporcionadas por el conocimiento
institucional teniendo detrás de ellos todo el apoyo de la riqueza

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corporativa. El consejo, la criatura y el instituto deben trabajar juntos
en todos los frentes.
»Los suministros energéticos de nuestro planeta ya casi se han
agotado. Nuestros recursos alimenticios ya se han revelado
insuficientes. Nuestros desiertos se han vuelto demasiado vastos, los
excesos de la pesca han esquilmado nuestros mares. Necesitamos una
nueva fuente de energía, pues la energía no sólo es combustible, sino
también comida. Ahora cultivamos la tierra para convertir la materia
muerta en alimento, y quienes carecen de educación son consumidos
por los más inteligentes. El sistema ha fracasado porque no es lo
bastante eficiente; además, hace que las personas inteligentes
dependan de los demás. Por suerte, los expertos que trabajan en
nuestros laboratorios industriales pronto serán capaces de convertir
directamente la materia muerta en alimento… si les proporcionamos
la cantidad de energía suficiente.
»¿Dónde puede encontrarse esta energía? Damas y caballeros, esa
energía nos rodea por doquier, es la energía que brota del sol, la que
arde en el resplandor de las estrellas y la que canta armoniosamente en
cada esfera. ¡Sí, señor Kodac! Ha llegado el momento. Debo admitir
que mandar naves al espacio no sólo es una aventura sino una
necesidad. Ahora sabemos que la inmensidad del espacio exterior no
es tan sólo un horrible vacío, sino una gran casa del tesoro que puede
ser saqueada durante toda la eternidad sin que nunca llegue a
vaciarse… si combinamos nuestros esfuerzos para conseguirlo. Una
vez más, los secretarios del cielo serán nuestros líderes. Debemos
construirles una nueva plataforma, una ciudad que flote en el espacio
donde las personas más inteligentes y osadas de cada país trabajarán
en una atmósfera limpia y casi ingrávida para enviarle el calor y la luz
del sol a todas las centrales energéticas del mundo.
»Se ha sugerido que este proyecto debía ser llamado Nueva
Frontera o Dinostar. Yo propongo que se le llame Proyecto Laputa…

El discurso de Monboddo había hipnotizado a Lanark. Lo escuchaba


boquiabierto, asintiendo con la cabeza a cada pausa. Cada vez que comprendía una
frase tenía la impresión de que esa frase afirmaba que todo era inevitable y, por lo
tanto, justo y adecuado. Y, sin embargo, su cuerpo iba sintiéndose cada vez más y
más inquieto, le zumbaba la cabeza, y cuando Monboddo dijo: «Una nueva
plataforma, una ciudad que flote en el espacio», le pareció oír otra voz, áspera y
cargada de incredulidad, una voz que decía: «Ese hombre está loco». Y, aun así, le
asombró descubrir que se había puesto en pie y que estaba gritando:
«PEPEPEPEPEPEPE», a pleno pulmón. Powys y Odin le sujetaron por las muñecas

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pero Lanark logró soltarse y gritó:
¡PERDÓN! ¡PERDÓN, pero Lord Monboddo ha mentido cuando dijo que todos
los delegados estuvieron de acuerdo en tomar las decisiones mediante debates claros
y honestos! O, si no ha mentido, es que ha sido engañado por otros.

Silencio. Lanark miró a Monboddo y Monboddo le devolvió la mirada sin


pestañear. Weems se apresuró a ponerse en pie.
—Como anfitrión de esta asamblea me disculpo ante Lord Monboddo y los
demás delegados por…, por el estallido histérico del preboste Lanark —dijo en voz
baja—. El preboste Lanark es famoso por su incapacidad para comportarse
correctamente. Asimismo, exijo que el preboste Lanark retire esas palabras.
—Siento haberlas pronunciado —dijo Lanark—, pero Lord Monboddo nos ha
mentido, ya sea deliberadamente o por ignorancia. ¡Oriné desde un puente, pero no
tendrían que haberme encerrado en la cárcel antes de que hubiera tenido ocasión de
hablar en nombre de Unthank! Unthank está siendo destruida sin que nadie lo haya
decidido en un debate claro y honesto, los empleos y los hogares están siendo
destruidos, hemos empezado a odiarnos unos a otros, la Discontinuidad Merovícnica
está amenazando…
Una repentina babel de risas y conversaciones le hizo callar. Una hilera de
hombres vestidos de negro apareció súbitamente detrás de Weems y Lanark vio cómo
dos de ellos venían hacia él. Le temblaban tanto las piernas que tuvo que sentarse. A
su izquierda unas cuantas voces gritaban pidiendo silencio. Vio cómo Multan de
Zimbabwe se ponía en pie, sonriéndole a Monboddo, y Monboddo le dijo: «Hable, se
lo ruego».
Multan paseó la mirada por la mesa y dijo:
—El delegado de Unthank afirma que esta asamblea no ha celebrado ningún
debate abierto y sincero. El bloque negro ya lo sabía. ¿Es que hay alguien que no lo
supiera? —Dejó escapar una risita y se encogió de hombros—. Todo el mundo sabe
que hay tres o cuatro hombres fuertes que dirigen todo este espectáculo. Los demás
no nos quejamos. ¿Por qué íbamos a hacerlo? Las palabras no sirven de nada. Cuando
consigamos organizarnos nos quejaremos y entonces nos escucharán. Tendrán que
escucharnos. Así pues, el pobre Lanark comete una gran estupidez hablando de esta
forma. Pero dice la verdad, y en este lado de la mesa nos limitaremos a observar lo
que suceda. Nos reímos porque ver cómo se hacen pedazos los unos a los otros no
nos importa en lo más mínimo. Pero, aun así, observaremos atentamente todo lo que
ocurra.
Volvió a sentarse. Monboddo suspiró y se rascó la cabeza.
—En primer lugar, responderé a las palabras del delegado de Zimbabwe —dijo
después de unos segundos de silencio—. Dando pruebas de una modestia admirable,
el delegado nos ha explicado que él y sus amigos todavía no pueden participar en la
obra del consejo, pero que lo harán tan pronto como les sea posible. Me alegra

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saberlo, y espero que ese día llegue pronto. El caso del delegado de Unthank es algo
más confuso. Supongo que la policía le arrestó en un lugar y en una situación donde
su alto rango no resultaba nada evidente. No ha podido asistir a nuestros debates,
pero ¿qué puedo hacer yo al respecto? Dentro de una hora decimal me marcharé de
Provan. Puedo concederle unos cuantos minutos para que hable conmigo, y le
prometo que cuanto diga quedará registrado en las actas de la asamblea para que todo
el mundo pueda leerlo. Es cuanto puedo ofrecer. ¿Le parece suficiente?
Lanark tuvo la impresión de que todos los presentes le observaban y sintió el
deseo de volver a taparse la cara. Miró por encima de su hombro y se estremeció al
ver a dos hombres vestidos de negro. Uno de ellos movió levemente la cabeza y le
guiñó el ojo. Era Wilkins.
—Si desea que hablemos mis secretarios le acompañarán hasta un sitio adecuado
—dijo Monboddo alzando la voz—. De lo contrario, creo que lo mejor es que nos
olvidemos de todo este asunto. Respóndame, por favor. No tenemos mucho tiempo.

Lanark asintió con la cabeza. Se puso en pie y salió de la carpa flanqueado por los
secretarios, sintiéndose viejo y derrotado.

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CAPÍTULO XLIV

Fin
—Ha sido muy divertido —le dijo jovialmente Wilkins mientras avanzaban por entre
la penumbra—. Ha conseguido que el viejo M casi se cagara de miedo.
—Estos intelectuales no tienen aguante —dijo su otro acompañante.
—Oh, Lanark lleva mucho tiempo en circulación, mucho tiempo —dijo Wilkins
—. Creo que se merece tener un apellido de tres sílabas, ¿no le parece?
—Oh, sí, desde luego que se lo merece —dijo el otro hombre—, aunque un
apellido de dos sílabas no tiene nada de malo, ¿verdad? Yo me llamo Uxbridge, pero
Lanark se ha ganado el derecho a algo más melodioso. Algo así como Blairdardie.
—Rutherglen, Garscaden —dijo Wilkins.
—Gargunnock, Carmunnock, Auchenshuggle —dijo el otro hombre.
—Auchenshuggle tiene cuatro sílabas —dijo Wilkins.

Entraron por una puertecita, subieron por una angosta escalera y atravesaron un
despacho bastante pequeño para llegar a uno algo, mayor. El despacho estaba
iluminado por un fluorescente y las paredes quedaban ocultas por archivadores
metálicos, algunos amontonados encima de otros. En una esquina había una mesa
metálica. Sin sorprenderse demasiado, Lanark vio que Monboddo estaba sentado
detrás de ella con las manos cruzadas pacientemente sobre el chaleco que cubría su
estómago.
—Bilocación —dijo Monboddo—. Lo mínimo que puede esperarse de mí es que
sea capaz de duplicarme, ¿no? Siéntate.
Wilkins colocó una silla de madera ante el escritorio y Lanark tomó asiento en
ella.
—Wilkins, Uxbridge, marcharos. La señorita Thing[23] se encargará de registrar
nuestra conversación —dijo Monboddo.
Lanark se dio cuenta de que entre dos archivadores había sentada una joven
exactamente igual a la señorita Maheen. Wilkins y Uxbridge salieron de la
habitación. Monboddo echó su asiento hacia atrás, miró el techo y suspiró.
—Bien —dijo—, finalmente el Hombre Corriente se enfrenta al Poderoso Señor
del Mundo. Claro que tú no eres muy corriente y yo no soy muy poderoso. No
estamos en situación de cambiar las cosas. Pero puedes hablar conmigo. Háblame.
—Estoy aquí para hablar en nombre de la gente de Unthank.
—Sí. Deseas decirme que les faltan empleos y casas y servicios asistenciales y
que ésa es la razón de que la estupidez, la crueldad, la enfermedad y el crimen vayan
extendiéndose entre ellos, ¿no? Ya lo sé. En el mundo hay muchos sitios parecidos a

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Unthank y pronto habrá muchos más. Los gobiernos no están en condiciones de
ayudarles demasiado.
—¡Y aun así los gobiernos pueden lanzar grandes cohetes al espacio!
—Sí. Da beneficios.
—¿Y quién se queda con esos beneficios? ¿Por qué no se puede utilizar toda esa
riqueza para ayudar a la gente, aquí y ahora?
—Oh, sí se puede, pero sólo podemos ayudar a la gente dándole menos de lo que
le quitamos. Hacemos más grande el oasis aumentando la superficie del desierto. Es
la ciencia del tiempo y de los asuntos, la ciencia que algunos llaman economía.
—¿Estás diciéndome que los hombres carecen de los conocimientos y la decencia
necesaria para ayudarse los unos a los otros?
—¡En absoluto! Los hombres siempre han poseído esos conocimientos y esa
decencia. De hecho, en las sociedades pequeñas y aisladas incluso han llegado a
ponerlos en práctica. Pero la triste verdad de la naturaleza humana es que cuando
somos muchos no nos queda más remedio que organizarnos los unos en contra de los
otros.
—¡Eres un mentiroso! —gritó Lanark—. La naturaleza humana no existe.
Nuestras naciones no son algo construido instintivamente por nuestros cuerpos, igual
que las colmenas; son obras de arte, como las naves, las alfombras y los jardines.
Pueden tener cualquier forma imaginable. Lo que nos hace repetir los viejos y
gastados dibujos de la pobreza y la guerra es la mala costumbre, no el ser malos por
naturaleza. Sólo la gente codiciosa que se beneficia de esas cosas cree que son
naturales.
—Tu verborrea me parece encantadora —dijo Ozenfant, reprimiendo un leve
bostezo—, y es imposible que tenga ni el más mínimo efecto sobre la conducta
humana. Por cierto, creo que fue una estupidez hacer que Multan hablara en tu
nombre. No es ningún enemigo del consejo, no es más que un miembro débil que se
dedica a conspirar para hacerse fuerte. Si triunfa su objetivo será idéntico al mío:
dirigirlo todo con el mínimo de problemas posible. Sus únicos enemigos serán
aquéllos que son como tú: los niños.
—No soy ningún niño.
—Sí que lo eres. Tu capacidad de hacer oídos sordos a cualquier argumento
racional, tu indiferencia a la decencia y la dignidad personal, un egoísmo tan enorme
e instintivo que ni tan siquiera es capaz de saber que existe… Todo eso hace que seas
lo más cercano a un niño adulto que he encontrado en mi vida.
Y ahora puedes contestar insultándome cuanto te plazca. Nadie se enterará. La
señorita Thing no oye sino lo que tiene relevancia para el consejo.
—Quieres que pierda los estribos —dijo Lanark fríamente.
—Sí, cierto —dijo Monboddo, moviendo la cabeza—. Pero sólo para abreviar
una discusión inútil. Te estás dejando engañar por la ilusión política más vieja que
existe. Crees que puedes cambiar el mundo hablando con un líder. Los líderes son

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efecto de los cambios, no sus causas. No puedo hacer prosperar una tierra si mis
opulentos patrocinadores no pueden explotarla.
Lanark se puso los codos en las rodillas y apoyó el rostro en las manos.
—No me importa lo que sea de ellos —dijo pasados unos segundos—. Todos los
que pasamos de los dieciocho años hemos sido deformados y nos merecemos cuanto
pueda ocurrimos. Pero si tu razón demuestra que la civilización sólo puede seguir
existiendo destrozando los cerebros y los corazones de la mayor parte de los niños,
entonces… tu razón y tu civilización son falsas y acabarán auto-destruyéndose.
—Quizá —dijo Monboddo, bostezando—, pero creo que podremos conseguir que
duren hasta que nosotros ya no existamos. ¿Qué ha grabado, señorita Thing?
Díganoslo, por favor.
La secretaria abrió la boca y una voz monocorde brotó de sus labios:

«Apéndice del Gran Unthank a las Actas de la Asamblea general: el


Preboste Lanark hizo referencia a los graves problemas de paro, falta de
alojamiento, sanidad y contaminación. El presidente Monboddo los
atribuyó a la crisis supranacional que afecta a tales zonas y dejó ver que la
solución a tales problemas debe esperar a que se resuelva el problema de la
falta de energía que afecta a todo el globo. El preboste Lanark pidió una
mayor atención a los problemas locales que afectan al espectro 0-18. El
presidente Monboddo sugirió que la magnitud de las dificultades en dicho
espectro no era tan catastrófica como temía el preboste Lanark».

Los labios de la señorita Thing se cerraron con un chasquido.


—¡La kriptonita! —dijo Monboddo dándose una palmada en la frente—. Me
había olvidado de los depósitos de kriptonita. Incluya una referencia a ellos, señorita
Thing; eso nos permitirá terminar con una nota más alegre.
La señorita Thing volvió a abrir la boca:

«El presidente Monboddo sugirió que el resultado final de las


dificultades en tal espectro sería socialmente menos desastroso de lo que
temía el preboste Lanark dado que los proyectos de la Cortexin para
explotar los recursos minerales de Unthank se encontraban muy avanzados
y dichos proyectos harían que la prosperidad se extendiera a todas las capas
de la población».

Lanark se puso en pie y se retorció las manos.


—No sirvo de nada —exclamó—. No tendría que haber venido aquí, no he sido
capaz de ayudar a nadie. No he podido ayudar a Sandy, ni a Rima, ni a nadie… Tengo
que volver a casa.
—¿A casa? —preguntó Monboddo enarcando una ceja.
—A Unthank. Puede que no sea un sitio demasiado agradable pero al menos allí

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lo malo salta a la vista. No está cubierto por una capa dorada, como aquí.
—Creo que eres demasiado severo en tus juicios. Pero te ayudaré. Señorita Thing,
abra la trampilla.

Delante del escritorio había una esterilla de lana gris. La señorita Thing se puso de
rodillas y la apartó, dejando al descubierto una placa circular de acero empotrada en
el linóleo. Metió el pulgar y el índice en dos pequeños orificios del centro y la levantó
con suma facilidad, aunque la placa medía sesenta centímetros de diámetro y tenía
casi quince centímetros de grosor.
—El camino al hogar —dijo Monboddo—. Echa un vistazo. Reconocerás el
interior de una máquina voladora bastante familiar.
Se puso en pie y apoyó el cuerpo en una esquina de la mesa, poniendo las manos
en los bolsillos. Lanark se agachó y contempló el interior del agujero durante unos
cuantos segundos. Bajo él había una cavidad recubierta de seda azul.
—No confías en mí, ¿eh? —dijo Monboddo—. Pero acabarás metiéndote ahí
dentro porque no tienes la paciencia suficiente para esperar. ¿Acierto?
—Te equivocas —dijo Lanark, suspirando—. Voy a meterme ahí dentro porque
estoy demasiado cansado para esperar.
Entró en el agujero, sentándose sobre la tela, y estiró las piernas. El espacio
disponible se alargó y se estrechó para acomodar su cuerpo. Ahora estaba tendido de
espaldas, contemplando un círculo de techo color crema rodeado de negrura. «Bon
voy age», le oyó murmurar a Monboddo, y un círculo negro empezó a moverse
ocultando el círculo de techo y acabó eclipsándolo con un fuerte chasquido metálico.
Un instante después, la sustancia que le sostenía desapareció.

La caída fue larga y veloz y quedó interrumpida por una fuerte sacudida, a la que
siguió un nuevo descenso. Lanark sabía que estaba volviendo a caer por el gran
gaznate. Quiso gritar, pero no pudo. El despachito, la gran mesa redonda, Provan, el
Gran Unthank, Alexander, la catedral, Rima, Zona, pasillos del consejo, instituto,
todo había sido un breve descanso en el horror de aquella caída interminable.
Monboddo le había engañado para que volviera a ella. Lanzó un grito de odio. El
pánico hizo que se orinara encima. Se retorció y una neblina blanca bañó su rostro.
Estaba en la máquina volante y caía velozmente. El pánico cambió. Era la mente de
este pájaro, un pájaro viejo y lleno de averías. Cada aletazo le hacía perder plumas
que necesitaría para aterrizar y el suelo estaba muy por debajo de él. Siguió cayendo
hasta que no se atrevió a continuar el descenso y enderezó el pájaro con un golpe de
alas que hizo desprenderse una lluvia de plumas parecidas a dardos. Su pecho y sus
costados, casi desnudos, se estaban congelando con el frío del descenso. La atmósfera
neblinosa se fue volviendo oscura y el negro mapa de una ciudad apareció bajo ella,

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las calles, líneas de puntos luminosos. Partes del mapa estaban en llamas. Una gran
flor de fuego rojizo le atrajo hacia ella. Vio una torre de cristal que ardía, una plaza
llena de estatuas, motores y un mar de cabezas; oyó rugidos y sirenas, intentó nivelar
su máquina y se estrelló de costado entre chispas, calor y una asfixiante nube de
humo, con sus alas haciéndose pedazos, y una gran columna borrosa le golpeó, falló,
se alejó y volvió a girar hacia él como una maza dispuesta a borrarle de la existencia.

Despertó con todo el cuerpo dolorido y cubierto de vendajes. Estaba en una cama y
tenía un tubo clavado en el brazo. Soñó, dormitó y apenas si pensó en nada. Daba por
sentado que volvía a estar en el instituto pero la sala tenía ventanas tras las que sólo
se veía oscuridad y las camas estaban muy juntas, con apenas unos treinta
centímetros entre cada una. Todos los pacientes eran muy viejos. Los que podían
caminar se encargaban de la limpieza y de atender a las necesidades más elementales
de los otros enfermos, pues había muy poco personal. Las luces resultaban bastante
extrañas. Del techo colgaban globos luminosos sostenidos por varillas paralelas unas
a otras, pero todas las varillas se inclinaban hacia una esquina de la sala.
—¿Qué le pasa al hospital? ¿Está inclinado o qué? —le preguntó a la enfermera
que le quitó el tubo del brazo y le cambió los vendajes.
—Vaya, así que por fin ha conseguido acordarse de dónde tenía la lengua.
—¿Está inclinado?
—Oh, ojalá sólo fuera eso.
El plato principal y casi único eran las judías y eso le gustaba, aunque no lograba
recordar el porqué. El médico era un hombre ojeroso y sin afeitar que siempre tenía
prisa y vestía una sucia bata blanca.
—Bueno, viejo, ¿tiene algún amigo? —le preguntó.
—Solía tenerlos.
—¿Dónde podemos encontrarles?
—Solían andar por la catedral.
—No sería usted uno de los que iban con Smollet, ¿eh?
—Sí, conocía a Ritchie-Smollet. Y también conocía a Sludden.
—Será mejor que no hable de eso. En estos momentos Sludden no es un tipo
demasiado popular. Pero hablaremos con Smollet para ver si puede ocuparse de
usted. Tenemos que evacuar este sitio, pronto habrá otra sacudida. ¿Cómo se llama?
—Lanark.
—Un nombre bastante común por aquí. Tuvimos un preboste que se llamaba así.
No era ninguna lumbrera.

Lanark se quedó dormido y despertó al oír gritos. Estaba sudando y tenía todo el
cuerpo pegajoso. Hacía mucho calor y la sala estaba vacía salvo por una anciana que

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ocupaba la cama más alejada de él.
—No tendrían que habernos dejado aquí —sollozaba—. No está bien.
Un soldado entró en la sala, paseó la vista cautelosamente a su alrededor, rehuyó
la mirada de la anciana y avanzó hacia Lanark entre las camas vacías. El soldado era
alto y tenía un rostro apuesto y ceñudo, ligeramente infantil: no parecía llevar arma
alguna. Su única insignia era la mano con un ojo en la palma que lucía en su gorra.
Permaneció en silencio durante unos segundos, contemplando a Lanark, y acabó
sentándose al borde de la cama.
—Hola, papá —dijo.
—¿Sandy? —murmuró Lanark. Sonrió y le acarició la mano. Se sentía muy feliz.
—Tenemos que sacarte de aquí —dijo el soldado—. Los cimientos se están
agrietando.
Abrió el armarito que había junto a la cama, sacó de él zapatos, pantalones y una
chaqueta y le ayudó a vestirse.
—Tendrías que haberte mantenido en contacto con nosotros —le dijo.
—No se me ocurrió ninguna forma de hacerlo.
—Podrías haber escrito o telefoneado.
—Bueno, no tuve ni un momento libre… Y, aun así, no logré nada, Sandy. No he
podido cambiar las cosas.
—Pues claro que cambiaste las cosas. El mundo sólo puede ser mejorado por
aquellas personas que desempeñan trabajos ordinarios y se niegan a que las manejen.
Nadie puede convencer a los ricos de que deben compartir su riqueza con los
trabajadores si éstos no actúan por sí mismos.
—Nunca logré comprender la política. ¿Cómo te ganas la vida, Sandy?
—Trabajo como informador de los desplazadores y los remendones.
—¿Qué clase de empleo es ése?
—Tenemos que darnos prisa, papá. ¿Puedes ponerte en pie?
Lanark logró levantarse, aunque le temblaban las rodillas.
—Hijo, hijo, ¿no podrías echarme una mano a mí también? —gimió la anciana
del rincón.
—¡No se mueva de aquí! ¡Pronto vendrán a ayudarla! —gritó Alexander. Pasó el
brazo derecho de Lanark por encima de su hombro, le sujetó por la cintura y le llevó
hacia la puerta, maldiciendo en voz baja.
Tenían que ir cuesta arriba pues la inclinación del suelo obraba en contra de ellos.
Los gritos y chillidos se hicieron más fuertes. Alexander se paró y le dijo—:
—Escucha, tú siempre fuiste algo sentimental, así que cuando salgamos de aquí
lo mejor será que cierres los ojos. Algunas de las cosas que están ocurriendo…
Bueno, no podemos hacer nada al respecto.
—Lo que tú digas, hijo —respondió Lanark, cerrando los ojos. El brazo que
rodeaba su cintura le hacía sentirse tan feliz y tan a salvo que empezó a reírse
suavemente.

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Alexander le ayudó a bajar una gran cantidad de escalones. Avanzaron rodeados de
gritos y Lanark sintió que muchos dedos le rozaban los tobillos y después, aunque la
atmósfera seguía siendo cálida, el estruendo de voces y pies que corrían le hizo
pensar que se encontraban fuera del edificio. Abrió los ojos. Lo que vio le hizo perder
el equilibrio y cuando intentó recuperarlo no consiguió sino tambalearse todavía más.
Alexander le ayudó a sostenerse, diciéndole: «Calma, papá». Una gran multitud en la
que había muchos niños ayudados por mujeres avanzaba por una pendiente que
llevaba a una gran puerta. Pero la pendiente no era una colina, sino una plaza de la
ciudad. Los faroles inclinados que iluminaban la escena, los edificios torcidos que
había a cada lado, el campanario ladeado de una catedral cercana: todo indicaba que
el paisaje había sido movido hasta dejarlo en posición oblicua, como un tablero de
juegos.
—¿Qué ha pasado? —gritó Lanark.
—El terreno se está hundiendo —dijo Alexander, llevándole hacia la multitud—.
Pronto habrá otro hundimiento, uno bastante fuerte. Date prisa.
Cada vez que sus pies tocaban el suelo Lanark sentía una vibración semejante a la
de una interminable descarga eléctrica, y la vibración pareció hacer que sus piernas
recuperaran algo de fuerza. Empezó a moverse con más rapidez.
—Me gusta —dijo soltando una risita.
—Cristo… —murmuró Alexander.
—¿Qué pasa, Sandy? ¿Crees que chocheo? No. Esta puerta lleva al cementerio,
¿verdad? A la Necrópolis.
—Estaremos más seguros en cuanto nos hayamos alejado de los edificios.
—Conozco bien este cementerio, Sandy. Tu madre también lo conocía. Podría
contarte muchas cosas sobre él. Por ejemplo, este puente al que vamos a llegar…
Antes había un pequeño afluente del río que pasaba por debajo de él.
—Papá, cierra la boca y no te pares.

El cementerio estaba lleno de gente tumbada sobre el césped o en la multitud de


pequeños senderos que lo atravesaban. En la cima había un altavoz que le daba
instrucciones a la gente para que se mantuviera alejada de los monumentos funerarios
de mayor altura.
—Rima tendría que estar ahí arriba —dijo Alexander—. ¿Puedes seguir solo?
—¡Sí, sí! —gritó Lanark, muy emocionado—. Sí, tenemos que llegar a la cima,
va a haber una inundación, un inmenso diluvio…
—Papá, no digas idioteces.
—No estoy diciendo idioteces. Alguien me contó que todo acabaría en un diluvio;
fue muy claro al respecto. Sí, tenemos que subir tan arriba como nos sea posible,
aunque sólo sea para tener una vista mejor.

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A medida que iban trepando por los angostos y empinados senderos Lanark iba
sintiéndose cada vez más animado y lleno de energías. Intentó acelerar un poco el
paso.
—Sandy, ¿estás casado?
—Calma, papá, no corras… Y prefiero que me llames Alexander. No, no estoy
casado. Tuve una hija, si es que eso te sirve de consuelo.
—¡Sí! ¡Sí! ¿Y también estará en lo alto de la colina?
—No, está en un sitio más seguro que éste, gracias al cielo. ¿Oyes los cañones?
A lo lejos se oía un seco chasquear metálico.
—¿Cómo es posible que haya hombres capaces de combatir en un momento
semejante? —dijo Lanark, su voz convertida en un graznido por la indignación.
—La Galaxy Corquantal está intentando cerrar su fábrica de Unthank pero
Artesanos, Desplazadores y Remendones han apoyado al Comité Defensivo para que
defienda a los Asalariados, por lo que los peces gordos del consejo han enviado a los
Galligrullos.
—No comprendo nada de lo que has dicho. ¿Qué son los Galligrullos?
—Te lo explicaré cuando tengamos tiempo.

Los edificios ardían bajo ellos. Los relucientes muros de los grandes bloques de
torres reflejaban el vacilante parpadeo de los incendios iluminando a un grupito de
gente que estaba entre los monumentos funerarios y la cima. Lanark no podía verlos
claramente porque se le habían llenado los ojos de lágrimas. Comprendió que Rima
debía ser ya muy mayor y aquella idea le hizo sentir un inesperado dolor. «Tengo que
sentarme», murmuró, y se dejó caer sobre una losa de granito. La vibración
transmitida a través de la piedra era bastante molesta. Vio a un grupo de hombres que
llevaban brazales y se inclinaban sobre un viejo transmisor de radio. Junto a ellos
había una mujer vestida de negro que saludó con una seña a Alexander y vino hacia
ellos. Puso una mano sobre el hombro de Lanark y cuando alzó los ojos, asombrado,
vio un rostro de grandes ojos y nariz bastante pronunciada, con unos labios delgados
fruncidos en una expresión de seriedad casi infantil. Aunque parecía algo cansada y
tenía unos cuantos mechones grises en el cabello, aquel rostro se parecía como una
gota de agua al que había visto por primera vez en el Café Élite.
—No serás Rima, ¿verdad? —le preguntó.
—Siempre te ha costado reconocerme —dijo ella, riéndose—. Has envejecido,
Lanark, pero yo te he reconocido enseguida.
—Has engordado —dijo Lanark, sonriendo.
—Está embarazada —dijo Alexander con voz hosca—. A su edad…
—No tienes ni idea de cuál es mi edad —replicó secamente Rima, y añadió—:
Siento no poder presentarte a Horace, Lanark, pero se niega a conocerte. Hay veces
en que se porta como un auténtico imbécil.

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—¿Quién es Horace?
—Alguien que no quiere conocerte —dijo Alexander frunciendo el ceño—. Y un
pésimo operador de radio.
Lanark se puso en pie. La vibración del suelo se había convertido en un latir tan
potente que casi era audible.
—Alex, tengo miedo —dijo Rima con voz tensa—. Por favor, no seas
desagradable conmigo.
El latido se detuvo. Se hizo un gran silencio y el aire estaba tan caliente que
parecía quemar la piel. Lanark se sintió tan pesado que cayó de rodillas al suelo y, un
instante después, tan ligero que empezó a flotar. Cuando volvió a caer, el suelo no
estaba allí donde había esperado que estuviera. Se quedó inmóvil, escuchando el
gruñido de la tierra y los gritos de la gente, y alzó los ojos hacia el pináculo de un
obelisco iluminado por las llamas; el obelisco se cernía sobre él en un ángulo tan
pronunciado que Lanark estuvo seguro de que acabaría agrietándose o cayéndole
encima. Su peso aumentó y volvió a disminuir, y esta vez sólo su cabeza se despegó
del suelo, y volvió a caer con un golpe ahogado que le dejó ligeramente aturdido.
Cuando miró nuevamente al obelisco éste apuntaba en una perfecta línea recta al
cielo y el resplandor luminoso reflejado en la piedra era muy potente.
—Por favor, dime qué está pasando —suplicó Rima. Estaba hecha un ovillo en el
suelo con las manos tapándole los ojos.
Todo el mundo estaba tumbado en el suelo salvo Alexander, que permanecía
arrodillado junto al transmisor de radio haciendo girar rápidamente los diales.
—El suelo ha vuelto a nivelarse —dijo Lanark, poniéndose en pie—, y el fuego
se está extendiendo.
—¿Es horrible?
—Es maravilloso. Es universal. Deberías mirar.
Detrás de los edificios en llamas había una gran franja de luz rojiza a la que se
unían las nubes que brotaban de los tejados que iban derrumbándose. Aparte de las
llamas, no había ninguna otra fuente de luz.
—¡Primero el fuego, después el agua! —gritó Lanark, lleno de júbilo—. Bueno,
he tenido una vida interesante.
—¡Sigues siendo tan egoísta como siempre! —gritó Rima.
—Callaos, estoy intentando entrar en contacto con el Comité Defensivo —dijo
Alexander.
—Ya no hay nada que defender. Oigo cómo se aproxima el agua —dijo Lanark. A
lo lejos se oía un gorgoteo líquido mezclado con débiles chillidos. Avanzó cojeando
por entre dos monumentos funerarios hasta llegar al inicio de la cuesta y miró
ansiosamente hacia abajo, sujetándose a la retorcida rama de un árbol para no perder
el equilibrio.

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Una ráfaga de aire frío hizo que la atmósfera se volviera menos asfixiante. El ruido
fue aumentando hasta convertirse en un potente gorgoteo y el sendero que había entre
la catedral y la Necrópolis se llenó de una espuma blanca a la que siguieron olas cada
vez más altas con gaviotas chillando y trazando círculos por encima de ellas. Lanark
dejó escapar una carcajada y fue siguiendo las olas con el ojo de su mente hasta llegar
al río del que venían, un gran río que se ensanchaba perdiéndose en el océano. Algo
que flotaba en el viento le tocó la mejilla, un tallo negro del que asomaban pequeños
brotes rosa y gris verdoso. Los colores de las cosas parecían estar haciéndose más
brillantes aunque la luz llameante que colgaba sobre los tejados había palidecido
hasta convertirse en una claridad plateada cruzada por hebras de un delicado matiz
rosado. Una larga línea de plata ceñía el horizonte. El borroso perfil de los tejados se
fue recortando contra ella, haciéndose más sólido a medida que aumentaba la
claridad. Había menos edificios en ruinas de lo que creía al principio. Más allá de
ellos un gran banco de nubes se convirtió en colinas, colinas que no amurallaban la
ciudad sino que se alejaban de ella, recortando sus cimas contra un telón gris perla de
granjas y bosques que iba subiendo suavemente de nivel hasta perderse en las
distantes estribaciones del páramo. La oscuridad se fue disipando y el viento la
transformó en nubes por entre las que asomaba un cielo azul. Lanark miró hacia un
lado y vio el sol ascendiendo por detrás de un arbusto de laurel, un encenderse y
apagarse de luces y de espacio que bailoteaba entre las hojas que parecían moverse.
Fue volviéndose en todas direcciones, embriagado por toda aquella inmensidad, y
contempló boquiabierto cómo la luz creaba colores, nubes, distancias y solidez, cosas
que la mano podía agarrar y tocar, y entre toda aquella luz los edificios en llamas
parecían pequeñas fogatas que no tardarían en apagarse. Lanark, sintiendo una leve
decepción, vio cómo las aguas retrocedían por el camino.

—Has vuelto a equivocarte —se burló Rima, colocándose junto a él.


Lanark movió la cabeza y suspiró.
—Rima, ¿me amaste alguna vez? —le preguntó.
Rima se rió, le abrazó y le besó la mejilla.
—Pues claro que te amé —dijo—, a pesar de que no parabas de tratarme mal y de
rechazarme. Oh, ya vuelven a disparar.
Se quedaron inmóviles durante unos segundos, oyendo el chasquido de la
artillería.
—El Comité Defensivo le ha ordenado a Alex que vaya al centro de
mantenimiento. Es muy urgente, pero dice que volverá a reunirse contigo tan pronto
como pueda. No te muevas de aquí y no te preocupes aunque tarde.
—De acuerdo.

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—Siento que no puedas venir conmigo, pero a veces Horace se porta como un
idiota. ¿Qué razón puede tener un joven como él para estar celoso de ti?
—No lo sé.
Rima se rió, le dio un beso en la mejilla y se fue.

Pasado un rato fue cojeando hacia un espacio libre que había entre los monumentos
funerarios y volvió a sentarse en la losa de granito. Estaba cansado y tenía un poco de
frío pero no le importaba esperar. El lugar estaba desierto pero cuando ya llevaba
unos minutos allí oyó el crujido de unos pies sobre la gravilla. Una figura venía hacia
él, una figura vestida de blanco y negro que llevaba en su mano el bastón con puño de
plata de un chambelán. Lanark no lograba distinguir bien el rostro que había bajo la
peluca: a veces parecía ser Munro, y a veces Gloopy.
—¿Munro? ¿Gloopy? —preguntó.
—Correcto, señor —dijo la figura, haciéndole una respetuosa reverencia—.
Hemos sido enviados para concederle un extraordinario privilegio.
—¿Quién te ha enviado? —preguntó Lanark con cierta irritación—. ¿El instituto
o el consejo? No puedo aguantar a ninguno de los dos.
—El conocimiento y el gobierno se están disolviendo. Ahora represento al
ministerio de la Tierra.
—Siempre le están cambiando el nombre a todo… Bueno, he dejado de
preocuparme por eso. No intentes explicármelo.
La figura volvió a hacerle una reverencia y dijo:
—Morirá mañana, siete minutos después del mediodía.
Las palabras casi quedaron ahogadas por el graznido de una gaviota que trazaba
círculos en el cielo por encima de sus cabezas, pero Lanark las comprendió
perfectamente. Como la caída de una madre en un estrecho pasillo, como la mano de
un policía sobre su hombro, eran algo que había conocido o esperado durante toda su
existencia. Un rugir semejante al que podría emitir una muchedumbre aterrorizada
llenó sus oídos.
—La muerte no es un privilegio —murmuró.
—El privilegio es saber cuándo llegará.
—Pero yo… Creo recordar que he pasado por varias muertes.
—Eran meros ensayos. Nada de cuanto compone su persona sobrevivirá a la
próxima muerte.
—¿Me dolerá?
—No mucho. Ahora mismo no siente nada en el brazo izquierdo, ¿verdad? No
puede moverlo. Dentro de unos momentos podrá volver a moverlo, pero mañana,
cinco minutos después del mediodía, todo su cuerpo estará igual que su brazo. Podrá
ver y pensar durante dos minutos, pero no podrá moverse ni hablar. Ése será el peor
momento. Cuando termine estará muerto.

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Lanark frunció el ceño, sintiendo una mezcla de disgusto y auto-compasión.
—¿Tiene alguna queja que formular? —le preguntó respetuosamente el
chambelán.
—Creo que merezco algo más de amor antes de morir. No he tenido el suficiente.
—Todo el mundo se queja de eso. El único motivo de apelación válido contra una
sentencia de muerte es el necesitar tiempo para terminar algo.
—Si intentas sugerirme que debería vivir más aventuras, no, gracias, no las
quiero. Pero, mi hijo, ¿cómo…? ¿Cómo se las arreglará el mundo sin mí?
El chambelán se encogió de hombros, mostrándole las palmas de las manos.
—Bueno, bueno, vete —le dijo Lanark en un tono de voz algo más amable—.
Puedes decirle al mundo que habría preferido un fin menos corriente, algo así como
ser fulminado por un rayo… Pero estoy preparado para recibir a la muerte, venga
como venga.
El chambelán se desvaneció. Lanark le olvidó y, con el mentón apoyado en las
manos, se quedó inmóvil durante mucho rato observando el paso de las nubes. En
aquellos momentos no era más que un viejo ligeramente preocupado, pero le alegraba
ver que el cielo iba iluminándose.

EMPECÉ A HACER MAPAS CUANDO ERA PEQUEÑO


Y LOS MAPAS MOSTRABAN MI POSICIÓN, LOS RECURSOS
DE LA TIERRA
Y EL SITIO DONDE SE HALLABAN EL ENEMIGO Y EL
AMOR. NO SABÍA
QUE EL TIEMPO ALTERA EL PAISAJE. TODO CAMBIA Y LA
HISTORIA BORRA
TODAS LAS MARCAS Y LO IGUALA TODO, IGUAL QUE LA
NIEVE.
HE ENVEJECIDO. MIS MAPAS SE HAN QUEDADO
ANTICUADOS.
ESTOY CUBIERTO DE TIERRA.
NO PUEDO MOVERME. ES HORA DE MARCHARSE.

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ADIÓS

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Alasdair Gray (Riddrie, Glasgow, Escocia, 28 de diciembre de 1934) es un escritor y
artista escocés. Su obra más aclamada fue su primera novela Lanark, publicada en
1981 y escrita durante un periodo de 30 años. Se identifica a sí mismo como
nacionalista escocés y republicano.
La obra de Alasdair Gray combina elementos de realismo, fantasía y ciencia ficción,
además de un uso inteligente de la tipografía y sus propias ilustraciones.

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Notas

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[1] Plato típico escocés en el que se guisa el corazón, el hígado y los pulmones de un

cordero o una oveja dentro de la bolsa de su estómago, condimentándolo todo con


cebollas, verduras y especias. (N. del T.) <<

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[2] La frase hecha inglesa hace referencia a la fábula de la zorra y las uvas. (N. del T.)

<<

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[3] La inscripción original EDESTRIAN UNDER ASS hace un juego de palabras

que se pierde con la traducción y que sería algo así como EATONES BAJO CULO.
(N. del T.) <<

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[4] La palabra utilizada en el original shops abarca tanto a las tiendas y comercios

como a las fábricas y talleres, lo que explica la confusión sufrida por Lanark. (N. del
T.) <<

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[5] El doble sentido del original se pierde con la traducción. Killings es, literalmente,

matanzas, pero también hacer grandes negocios. (N. del T.) <<

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[6] En inglés el término lobby (pasillo) ha dado origen a la expresión lobbying que

designa la actividad de los grupos de presión originados en los pasillos del Congreso
de los Estados Unidos, que carece de un equivalente exacto en castellano, y que tan
perplejo tiene a Lanark. (N. del T.) <<

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[7] Prever una posible objeción no es motivo para abstenerse de provocarla. <<

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[8] Sobre todo en inglés, donde son respectivamente is e if. (N. del T.) <<

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[9] Cada uno de los autores mencionados arriba empezó una gran obra in media res,

pero ninguno de ellos numeró sus partes siguiendo una secuencia lógica. <<

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[10] En 1973, y gracias a la intervención del poeta Edwin Morgan, el autor recibió una

beca de 300 libras del Consejo Escocés de las Artes cuyo propósito era ayudarle a
escribir este libro, pero ni por un momento se pensó que utilizaría ese dinero para ir al
extranjero en busca de detalles pintorescos y color local. <<

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[11] Se trata de una falsa antítesis. El papel de un libro posee una estructura atómica,

como cualquier otro objeto. «Palabras» habría sido un término mejor que «tinta de
imprenta» dado que no puede definirse de una forma tan concreta. <<

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[12] NOTA DE LA EDICIÓN DIGITAL: En este punto del “Epílogo” comienza un

Índice de Plagios impreso en los márgenes de cada página, hasta casi el final del
mismo. Para evitar problemas en la conversión a otros formatos, en lugar de editarlo
tal como viene en el original, a dos columnas, se ha situado al final del “Epílogo”. <<

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[13] «Von hinten anzusehen-Die Racker sind doch gar zu appetitlich» ocupa
escasamente una línea del original. Louis MacNeice la omite de su traducción porque
considera que no resulta esencial y menoscaba la dignidad del Diablo. La
sorprendente virulencia demostrada por el autor contra Goethe quizá no sea más que
una cortina de humo para desviar la atención de todo cuanto le debe. Ver GOETHE y
WELLS en el Índice de Plagios. <<

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[14] El índice demuestra que Lanark está erigido sobre un cimiento infantil de cuentos

victorianos, aunque su forma final deriva de la literatura inglesa publicada entre la


década de los cuarenta y los años sesenta del siglo actual. La biografía del héroe
después de la muerte se da en la trilogía La edad humana, de Wyndham-Lewis, en El
tercer policía, de Flann O’Brien y en el Pincher Martin de Golding. Los «más allá»
modernos son siempre infiernos, nunca paraísos, presumiblemente porque la moderna
imaginación secular es más capaz de rebajar que de exaltar. En casi todos los
capítulos del libro hay un diálogo entre el héroe (Thaw o Lanark) y un superior social
(padre, amigo más experimentado o patrono en potencia), diálogo que versa sobre la
moralidad, la sociedad o el arte. En su mayor parte, se trata de un recurso narrativo
para permitir que un escocés autodidacta (para quien «el dómine» es la forma de vida
social más alta) pueda decirle al mundo qué piensa de él, pero el pesimismo tristón de
tales episodios recuerda tres libros escritos por socialistas desengañados de la
doctrina que aparecieron después de la segunda guerra mundial y que se centraban en
lo que llamaré diálogo bajo la amenaza: Oscuridad al mediodía, de Arthur Koestler,
1984, de George Orwell y Costa Bárbara, de Norman Mailer. Una vez dicho esto, no
hay más remedio que preguntarse cuál es la razón de que el «mago» presente esta
exculpación de su obra mediante una breve y tediosa historia de la literatura mundial,
¡como si estuviera resumiendo una gran tradición que culmina en él mismo! De las
once grandes narraciones mencionadas, sólo una ha influido en Lanark. El discurso
que pronuncia Monboddo en la última parte de Lanark es una espantosa parodia de la
lección de historia puesta en boca del Arcángel Miguel en el último libro del Paraíso
perdido y fracasa por la misma razón que en esa obra. Una propiedad no siempre es
valiosa por el simple hecho de que se la hayan robado a un rico. Y en cuanto a este
truco robado (sin admitirlo) a Milton encontramos una confrontación de personaje
ficticio y autor ficticio en Flann O’Brien; un héroe que ignora su pasado perdido en
un vago Infierno moderno también en Flann 0‘Brien; y, procedente de T. S. Eliot,
Nabokov y Flann O’Brien, un irrelevante desfile de erudición expresado mediante
notas a pie de página grotescamente hinchadas. <<

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[15] Esta observación es tan ridícula que no se merece ni un solo comentario. <<

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[16] Pero sigue siendo innegable que las historias de cada parte, la de Thaw y la de

Lanark, son independientes la una de la otra, y están unidas por trucos tipográficos
más que por una auténtica necesidad formal. Una posible explicación es que el autor
piensa que un libro grueso tendrá más éxito que dos libros delgados. <<

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[17] En este contexto untar significa halagar. La expresión se basa en la patética

falacia de que como el pan sabe mejor si se lo unta con mantequilla, al pan le gusta
que le unten. <<

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[18] El presidente en cuestión era Felix Fauré, que murió en 1909 en un sofá del

invernadero del Palacio del Elíseo, y no en el sofá de su despacho. <<

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[19] La aldea de Wumbijee se encuentra en el sur de Queensland, no en Nueva Gales

del Sur, e incluso actualmente (1976) es demasiado pequeña para tener dentista. En
1909 ni tan siquiera existía. Por lo tanto, lo más probable es que el incidente del gas
hilarante sea mera invención pero, aun suponiendo que fuera cierto, le da un cariz
jocoso a lo que es una seria declaración de principios. Hará que los lectores (a los que
tanto finge mimar el autor) no sepan muy bien qué pensar respecto a la obra como un
todo. <<

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[20] Si Lanark poseyera un bagaje cultural más amplio, habría visto que tal conclusión

le debe más a Moby Dick que a la ciencia-ficción, y más al ensayo sobre Moby Dick
escrito por Lawrence que a la obra original o a dicho género. <<

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[21] Dado que este «Epílogo» ha servido de introducción a la obra considerada como

un todo (ya que el supuesto «Prólogo» no tiene nada de tal, sino que es un relato
independiente), es lamentable ver cómo el «mago» se salta las frases de
agradecimiento habituales en este tipo de escritos. La señora Florence Allan pasó a
máquina las sucesivas versiones de sus manuscritos, y en más de una ocasión tuvo
que aguantar bastantes meses sin recibir su paga, no quejándose jamás. El profesor
Andrew Sykes le dio libre acceso a la fotocopiadora y le brindó la ayuda de su
secretaria. James Kelman le dio consejos críticos que le permitieron mejorar la prosa
del crucial capítulo primero. Charles Wild, Peter Chiene, Jim Hutcheson y Stephanie
Wolf Murray llevaron a cabo una profunda labor lexicográfica para asegurarse de que
el volumen resultante poseía la unidad de tono y la consistencia adecuadas. ¿Y qué
decir de los tipógrafos que la Kingsport Press de Kingsport, Tennesse, utilizó para
componer este maldito libro? Y, sin embargo, éstos son tan sólo unos pocos de los
miles de personas cuya ayuda no ha sido reconocida y cuyos nombres ni tan siquiera
son mencionados. <<

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[22] La acusación original pisser tiene un doble sentido que se pierde, ya que significa

también persona insoportable o que hace la vida imposible. (N. del T.) <<

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[23] Thing significa objeto o cosa. (N. del T.) <<

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