La Llave 104
La Llave 104
La Llave 104
PAZ CASTELLÓ
LA
LLAVE
104
Umbriel Editores
Argentina • Chile • Colombia • Ecuador • España
Estados Unidos • México • Perú • Uruguay
Esta es una obra de ficción. Todos los acontecimientos y diálogos, y todos los personajes, son fruto de la
imaginación del autor. Por lo demás, todo parecido con cualquier persona, viva o muerta, es puramente
fortuito.
ISBN: 978-84-17545-89-5
Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.
Cada uno de nosotros convive con sus monstruos internos. A veces duermen y
en ocasiones despiertan. Si los encierras, estos pugnan por encontrar una
salida.
Bugarach (Francia)
Jueves, 10 de junio de 2010
Querido diario:
Me llamo Carmen Expósito y he robado la identidad de una niña fallecida hace cuarenta y
cuatro años.
En realidad yo no soy la verdadera Carmen Expósito, aunque ella, de no haber muerto de
niña, tendría ahora la misma edad que yo, cuarenta y ocho años. Carmen es el nombre que
adopté hace unos meses, otro yo, un nuevo nombre, el nombre de una muerta para poder
continuar viviendo.
Mi historia es difícil de contar, tal vez es demasiado compleja o a lo mejor es tan simple
que, de pura sencillez, no sé por dónde empezar. Sea como fuere, ahora me levanto cada
mañana en un lugar extraño, lejos del pueblo que me vio nacer, a muchos kilómetros de mi
tierra, entre montañas, escondida en una aldea de los Pirineos franceses, intentando ser
quien no soy, aterrada ante la posibilidad de que me encuentre la persona de la que estoy
huyendo simplemente por saber la verdad, una verdad que la destruiría.
Ahora, Carmen Expósito, una pequeña que murió en el Orfanato Nacional de El Pardo en
Madrid, en 1964, por las complicaciones de una gripe, y cuyo cuerpo no reclamó nadie, tiene
la oportunidad de vivir de nuevo a través de mí, mientras mi auténtico yo legalmente ya es
una persona fallecida, tras fingir un suicidio lanzándome al mar desde un barco, en mitad de
un crucero por el Mediterráneo. Ahora ella está viva y yo muerta, y hasta tengo la extraña
sensación de que es ella la que ha poseído mi cuerpo y no yo la que he usurpado su nombre.
A mí me siguen buscando, esperando que el mar devuelva mis restos, para que mi hermano
mellizo pueda enterrarlos junto a las tumbas de mis padres. Algo que nunca sucederá porque
sigo viva como Carmen Expósito.
Mi deseo es que mi historia quede plasmada en este cuaderno que ahora escribo; él será
mi confesor, mi amigo, mi secreto, mi liberación y también el testimonio escrito de todo lo que
sé, para que algún día la justicia haga su trabajo y para que, cuando la muerte venga a por
mí definitivamente, Carmen Expósito no muera dos veces y pueda así recobrar mi auténtica
identidad, aunque solo sea para inscribir mi verdadero nombre en una lápida.
1
A Virginia la parieron como a una bestia y a punto estuvo de no probar la vida.
A pesar de ser el segundo alumbramiento para su madre —ya tenía a Jacobo,
el primogénito, que en el momento de nacer su hermana había cumplido los
siete años—, el parto fue mucho peor que el de una primeriza.
En la fría madrugada del seis de enero de 1985, los gritos de Remedios
Rives se escucharon como alaridos por toda Cachorrilla, el pueblo más
pequeño de la provincia de Cáceres, que por aquel entonces no superaba la
centena de habitantes. Hasta los lobos de los parajes de alrededor se asustaron
al escuchar los lamentos de dolor de la parturienta, que parecían tentar a la
muerte, como si de una posesión demoníaca se tratara. La criatura, todavía
dentro del vientre de su madre, parecía agarrarse a sus entrañas y negarse a
salir a un mundo hostil, en un escondido pueblo español. Por momentos, la
mujer aparentaba calmarse y su cuerpo exhausto se dejaba caer sobre las
sábanas empapadas en sudor, como si la hubieran desposeído de cuajo de su
alma y se le fuera a escapar el último aliento. Pero los segundos de calma eran
fugaces y el pecho de Remedios pronto comenzaba a palpitar acelerado, como
un potro joven, al tiempo que se encorvaba como si una terrible descarga
eléctrica atravesara todo su cuerpo y su abultada tripa.
La mirada despavorida de Jacobo, incapaz de articular palabra, parecía
haberse petrificado ante el sufrimiento de su madre. De pie, en una esquina de
la habitación, frío y pálido como el mármol, su pequeño cuerpo que no
superaba el metro diez de estatura, ni alcanzaba siquiera los veinte kilos,
había quedado inmóvil por el espanto y sin apenas parpadear, solo movía
involuntaria y compulsivamente las mandíbulas, castañeteando con los dientes
de puro horror.
Tras una de las contracciones, en esos pocos segundos en los que Remedios
parecía recobrar cierta serenidad, la justa y necesaria para poder afrontar la
siguiente, le gritó a su esposo que esperaba el alumbramiento, impasible,
fumando en el salón.
—¡Por Dios, Dioni! ¡Saca al niño de aquí! ¡Sácalo ya y busca ayuda, el niño
viene mal! —Desconocía que iba a parir una niña, pero Remedios no podía
desperdiciar hablando los escasos segundos en los que podía respirar y en
seguida se olvidó de Jacobo para volver a apretar los dientes, estrujar las
sábanas entre sus manos y gritar de dolor intentando no morir mientras
alumbraba a su segundo hijo.
Dioni Iruretagoyena, un hombre tosco, de nula sensibilidad y fumador
empedernido, se levantó importunado al no poder terminar su cigarrillo y entró
en el cuarto. Con una sola de sus manos, agarró al frágil y pequeño Jacobo por
la pechera, lo levantó unos centímetros del suelo y sin que este dejara de
castañetear, lo soltó sobre una mecedora que había frente a la chimenea, como
quien suelta un saco de pienso para los animales. Luego, volvió sobre sus
pasos y entró de nuevo en la habitación donde Remedios intentaba parir un
bebé sin dejarse la vida en ello, y la increpó:
—¡Calla, mujer, que estás dando un espectáculo! ¡Eres una blanda! ¿Has
visto acaso que las terneras griten así?, ¿o las yeguas? Mi madre me parió en
mi casa, ella sola, sin ayuda de nadie, y a las dos horas estaba trabajando en el
campo. Y mírame —continuó el discurso henchido de autosatisfacción,
golpeándose el pecho—. ¿Has visto qué bien parido estoy? ¡Así que cállate y
no grites más, y a ver si tiras a ese niño de una puta vez y me das otro varón
como regalo de Reyes y este que sea un poco más fuerte, que menudo endeble
pariste como primogénito!
Remedios no se atrevió a rechistar, hacía muchos años que no lo hacía.
Apretó tan fuerte los dientes para ahogar los gritos, que temió que su
mandíbula se desencajara y hasta desgarró las desgastadas sábanas con las
manos, unas manos blancas, mortecinas, que apretaba con tanta presión que
impedía que por ellas circulara la sangre. Creyó morir en aquel mismo
momento, y se hubiese dejado seducir al instante por la muerte y esa
placentera sensación de paz que le ofrecía la idea de imaginarse grácil, etérea,
sin dolor, flotando hacia un lugar mejor, de no haber sido por el instinto animal
de madre.
Jugaba con esa idea cuando notó algo caliente que se derramaba por el
interior de sus muslos y se sintió aliviada al pensar que por fin había roto
aguas. Llevaba doce horas de insoportable sufrimiento y todavía no se había
desgarrado la bolsa, lo que se le antojaba extraño desde su desconocimiento,
ya que eso fue lo primero que había ocurrido en el parto de Jacobo. Pero cada
parto es un mundo, es lo que le solía decir su madre, a quien, en ese instante
más que nunca, echaba a faltar. Un recuerdo fugaz, ayudándola a parir a su
pequeño Jacobo, le vino a la memoria.
Soltó la sábana que acumulaba ya millones de arrugas y se llevó la mano
derecha al fluido caliente que le goteaba entre los muslos, intentando pararlo
con una toalla blanca para que no calara hasta el colchón, pero en el instante
en el que alzó la mano y su vista alcanzó a ver la toalla con la que se había
limpiado, se dio cuenta de que era sangre lo que notaba caliente, una sangre de
un rojo sucio que no auguraba nada bueno. Algo iba mal, muy mal, la muerte
era mucho más real que la vida en ese momento y no temió por ella, morir en
aquel instante hubiera sido un alivio, una liberación; temió por Jacobo, a quien
habría dejado huérfano de madre y a cargo de un padre despojado de la
mínima capacidad de amar.
Dioni, mientras tanto, había salido de la casa, una granja dedicada a la
ganadería que daba sustento a la familia Iruretagoyena. No soportaba la espera
del alumbramiento y mucho menos los gritos de su mujer, una hembra frágil,
según él. Se dio una vuelta por el establo para comprobar que todo lo
concerniente a los animales estaba correcto, mostrando así mayor interés por
ellos que por su propia esposa parturienta. Cuando volvió a entrar en la casa,
avivó el fuego de la chimenea, azuzándolo con un hierro, lo que hizo que
saltaran chispas hasta la pernera de su pantalón.
—¡Maldito frío del carajo! ¡A quién se le ocurre ponerse de parto a estas
horas de la madrugada! —refunfuñó mientras se sacudía las piernas a golpes y
se encendía con una lumbre un cigarrillo, tabaco negro de la marca Ducados
que presumía de fumar desde los diez años.
Cogió la mecedora donde minutos antes había dejado a su hijo Jacobo y la
acercó al fuego para calentarse, y fue en ese instante cuando se percató de que
el niño ya no estaba en el salón. No le dio más importancia. Pensó,
despreocupado por completo, que se habría metido en su cama para dormir un
rato, ahora que su madre había bajado el volumen de sus gritos.
Pero Jacobo no estaba en su cuarto, ni siquiera estaba en la casa. El
pequeño había salido en plena noche heladora para buscar ayuda.
Cachorrilla era un pueblo demasiado pequeño para permitirse el lujo de
tener médico propio. Una vez a la semana, un doctor de la seguridad social
hacía un recorrido por las poblaciones menos habitadas de la zona, con el fin
de atender a los enfermos. Remedios no había visitado a ningún ginecólogo
durante su gestación. Dioni no lo hubiera permitido. Había lugares donde
solamente podía estar él y el cuerpo de su mujer era uno de ellos, propiedad
privada. Tampoco había acudido a casa de doña Eulalia, una vieja octogenaria
que hacía las veces de matrona y a la que acudían todas las preñadas. Decían
de ella que con solo mirarte la uña del dedo meñique del pie izquierdo
acertaba el sexo del bebé, y que nunca se había equivocado. Había atendido
cientos de partos y no solo de mujeres, también de vacas y cerdas, y nunca se
le había malogrado ninguno. Cuando la madre sufría en exceso por ser
estrecha de caderas, picaba hojas de laurel secas y las mezclaba con aceite de
oliva hasta conseguir una pasta que colocaba generosamente en el ombligo de
la parturienta. Las propiedades de este ungüento eran milagrosas, las horas
difíciles y dolorosas de dilatación pasaban a ser minutos y las madres,
agradecidas, obsequiaban a doña Eulalia con un par de gallinas, algunas
docenas de huevos frescos o pasteles caseros. Pero Dioni no permitía visitas
en casa, ni consentía que Remedios acudiera a casa ajena, así que el embarazo
de su mujer fue un rumor, un secreto a voces que transportaba el viento chivato
de corrillo en corrillo, entre los callejones empedrados del pueblo, hasta que
pasó a ser una confirmación cuando la tripa fue más que evidente. Desconocía
si esperaba un niño o una niña, pero ansiaba y pedía a Dios que fuera un varón
para así tener contento a su esposo. A Dioni las mujeres no le gustaban, para él
únicamente eran un mero instrumento de desahogo sexual y tener hijas, en lugar
de hijos, lo consideraba una desgracia, especialmente dedicándose a la
ganadería, en una tierra de clima y vida difícil.
A pesar de su apellido vasco, Dioni era un cachorrillano, había nacido en
tierra extremeña, fruto del matrimonio entre su padre, un vasco nómada que
finalmente se afincó en aquel lugar algo perdido, y una cachorrillana de pura
cepa. En el pueblo, como en todos los pueblos, a Dioni lo llamaron pronto con
el apodo que también sirvió para identificar a su predecesor. Para todos fue
conocido, primero, como «El hijo del vasco», y al morir su padre, heredó el
sobrenombre de «El Vasco».
A El Vasco, la fama de hombre poco sociable, huraño y al que era mejor
guardarse de ofender le acompañó desde niño, y en verdad que su aspecto
tosco y poco cuidado no dulcificaba en nada su reputación. Era un hombre
rural, con el cabello algo blanquecino y muy espeso, siempre descuidado. Sus
manos eran fuertes, grandes y curtidas por el trabajo, al igual que la piel de su
cara, con surcos profundos que le añadían edad. Tenía una altura considerable
y una espalda fuerte, hecha para la carga. Parecía que de tanto trabajar con
animales, él mismo había mimetizado su aspecto hasta ser uno más, un animal
caminando sobre dos piernas.
La gente rumoreaba sobre el matrimonio y compadecían a la pobre
Remedios, que hablaba lo preciso y visitaba el pueblo, situado a poco más de
un kilómetro de la granja donde vivían, lo justo y necesario para hacer la
compra. Solo iba a la capital una vez al año y siempre en compañía de su
marido. Compraba la ropa para el niño y alguna cosa para ella, y de vuelta a
la granja. Decían que su marido le daba mala vida y que la mataba a golpes,
pero lo cierto es que la sumisión de Remedios se debía más a un control
psicológico que físico, ejercido durante muchos años. Dioni se sentía
orgulloso de no haber tenido que usar demasiado la fuerza con su mujer.
Contaba en la taberna que con solamente un par de bofetones en los inicios de
su matrimonio, por causas que ni siquiera recordaba, había conseguido una
buena mujer sumisa, de esas que no rechistan y agachan la cabeza cuando las
miras a los ojos. Había tenido potros mucho más tercos que Remedios,
contaba entre chato de vino y cigarro Ducados a todo aquel que quisiera
escucharle. La mirada de Dioni tenía la fuerza de un látigo sobre Remedios.
Con el tiempo ella se había acostumbrado a caminar mirando al suelo siempre
que su esposo andaba cerca.
El pequeño cuerpo de Jacobo hacía crujir la hierba helada del camino cuando
sus piececitos la pisaban. En el silencio de la noche todos los sonidos
parecían amplificados, como si sonaran por un altavoz, y la imaginación de
Jacobo les otorgaba una categoría terrorífica propia de un niño asustado. El
castañeteo de sus dientes, que no había cesado todavía, se mezclaba con los
crujidos de sus pasos sobre el hielo al romperse y todo ello, aliñado con el
aullido de algún lobo y varios sonidos sin identificar propios de la noche, fue
la banda sonora de película de terror que acompañó al pequeño mientras
recorrió, muerto de miedo y de frío, la distancia que separaba la granja de la
casa del veterinario.
Había cogido un buen chaquetón, guantes, bufanda y gorro, como su madre
siempre le decía, para no enfriarse y evitar así ponerse enfermo. Era un niño
obediente. Pero las temperaturas eran de varios grados bajo cero y sus labios
no tardaron en ponerse de color morado por el intenso frío. Tuvo la
precaución de coger también una linterna que usaba habitualmente para leer a
escondidas, debajo de las sábanas de su cama, para que su padre no supiera
que le gustaban los libros, ahora que había aprendido a leer. Dioni opinaba
que demasiado colegio volvía a los niños idiotas y si lo encontraba
entretenido con un libro, se lo quitaba de la vista de un manotazo y lo mandaba
al establo, encomendándole alguna tarea con los animales. Bajo su techo, solo
podía leerse la Biblia, la palabra de Dios.
En el bolsillo del chaquetón, guardaba un machete del que se había
aprovisionado por si alguna fiera le atacaba por el camino. El machete
siempre pendía de un gancho que había detrás de la puerta de casa donde
también se colgaban las llaves. Dioni siempre lo dejaba allí por si las moscas,
además de una escopeta de caza y munición suficiente como para matar a un
elefante si hubiera pretendido entrar en su casa.
Por fortuna para Jacobo, el resplandor de la luna le acompañó en su
recorrido. Lucía en lo alto de un cielo negro zaino, sin nube alguna. Faltaban
dos días para que hubiera luna llena y los lobos, aunque escasos ya en la zona,
se hacían notar saludándola ansiosos con sus aullidos.
—No tengo miedo, no tengo miedo, no tengo miedo, no tengo miedo —
repetía una y otra vez para sí mismo, casi sin poder pronunciar la frase por
culpa del castañeteo, en un intento de autoconvencerse de ello.
Pero un ruido extraño que sonó muy cercano a él le hizo dar un respingo,
sacar el machete y apuntar con el haz de luz de la linterna hacia el lugar de
donde procedía el sonido.
—¿Quién anda ahí? —gritó muerto de miedo antes de echar a correr.
El sonido pareció alejarse, o tal vez fue Jacobo el que se alejó de él. Había
oído hablar de lo peligrosos que podían llegar a ser los jabalíes y de las
historias que contaban en el colegio sobre jabalíes hembras con sus crías, que
bajaban al pueblo de noche, hambrientos, en busca de comida que rebuscar
entre los desperdicios de la basura. Dio por hecho que aquel ruido había sido
el de un jabalí o tal vez un zorro, y le gustó pensar que había sido él mismo el
que, con su fuerte tono de voz, había conseguido asustar al animal hasta
ahuyentarlo.
Las luces del pueblo ya estaban cerca y, por suerte, la casa del veterinario
era una de las primeras. Antonio era un hombre de ciudad que había llegado a
Cachorrilla en busca de una vida rural en la que poder ejercer su profesión.
Contaban las mujeres del pueblo a las que les gustaba inventar historias sobre
las vidas ajenas que había escapado de un mal de amores fruto del desengaño
con una mujer moderna, de esas que no saben valorar las cualidades de un
buen hombre y solo buscan su dinero. Era soltero, de carácter afable, de buen
ver y todavía no había cumplido los cuarenta, lo que lo convertía en un buen
partido y en la fuente de inspiración de corrillos y patios de vecinas. A
Antonio no le faltaba el trabajo en la zona y pronto se hizo un hueco entre los
habitantes de Cachorrilla y las poblaciones vecinas como Ceclavín y
Pescueza.
La casa de Antonio estaba cerrada a cal y canto. No se adivinaba ninguna
luz, por lo que Jacobo supuso que estaría durmiendo, como era lo más normal
dadas las horas. Pero lo de Jacobo era una urgencia y en su razonamiento
infantil había pensado que Antonio podría ayudar a parir a su madre, como
otras veces lo había hecho con terneras y yeguas, así que tocó insistentemente
el timbre hasta que el dedo se le quedó helado. Aguardó unos segundos,
esperando una reacción dentro de la casa, pero no escuchó nada, así que
aporreó la puerta con toda la fuerza de la que fue capaz, hasta que una luz se
encendió en el interior.
—¡Ya va, ya va! —se oyó a Antonio gritar desde el interior de la casa,
mientras Jacobo suspiraba aliviado y orgulloso por haber sido capaz de llegar
hasta allí en plena noche.
Primero, se escuchó el sonido opaco y seco de un cerrojo al abrirse, y luego
el de un segundo. Eran demasiadas precauciones de seguridad para un
tranquilo pueblo donde nunca pasaba nada, pero Antonio, que había vivido
hasta hacía poco en una ciudad llena de delincuencia, no terminaba de
comprender cómo todo el mundo en Cachorrilla dejaba las puertas abiertas de
sus casas y no podía conciliar el sueño si no echaba al menos dos llaves.
Al abrir la puerta, mientras se ajustaba una bata porque el frío helador le dio
en la cara como un puñado de agujas clavándose en su rostro al mismo tiempo,
despertó de golpe al ver a Jacobo.
—Pero ¡criatura! ¿Qué haces tú aquí? ¿Sabes las horas que son? Y con este
frío, puedes morir de hipotermia. Anda, pasa, pasa dentro y caliéntate —le
dijo sin salir de su asombro a la vez que empujaba al niño hacia el interior de
la casa.
—Es mi, mi, mi… —el castañeteo le impedía hablar—. Es mi madre —
consiguió decir por fin, con mucho esfuerzo—. Mi madre necesita ayuda…
El rostro de Antonio cobró un rictus de preocupación y su imaginación se
puso en lo peor. Había oído contar las historias de El Vasco con su mujer, lo
que la gente inventaba y lo que él mismo había observado. Era un tipo
despreciable que en una ocasión no quiso sacrificar con una inyección letal a
uno de sus caballos, que había enfermado, para que no sufriera, porque le
costaba un dinero y prefirió matarlo él mismo, disparándole con su escopeta
de caza dos tiros en la cabeza, sin ningún atisbo de piedad. Tal vez su mujer
había corrido la misma suerte que aquel animal, pensó por un instante Antonio;
tal vez lo que todos en el pueblo pensaban que podría ocurrir en algún
momento había ocurrido ya.
—El bebé no quiere salir de la barriga de mi madre y le duele mucho —
continuó contándole Jacobo a Antonio, que al escuchar aquella frase suspiró
aliviado—. Lleva gritando mucho tiempo y le dijo a mi padre que buscara
ayuda.
—¿Cuánto tiempo, hijo? ¿Desde cuándo está tu madre gritando así?
—Desde después de comer. Puso la comida en la mesa para mi padre y para
mí, pero ella no comió. Dijo que no tenía hambre, que le dolían mucho los
riñones y que pensaba que había llegado el momento de nacer el bebé.
Después, se metió en su cuarto y empezó a gritar.
Según contaba Jacobo, ya eran más de doce horas de parto y la propia
Remedios había pedido ayuda porque era muy probable que intuyera que se
estaba complicando. Al fin y al cabo, ya no era una primeriza y algo sabía al
respecto.
—¿Te ha pedido tu padre que vengas? —le preguntó Antonio profundamente
enfadado con Dioni, a quien consideraba infinitamente menos respetable que
los animales a los que atendía.
—No, señor. He venido yo solo a pedir ayuda como mi madre quería. Por
favor, sáquele el bebé para que no le duela más, por favor…
Antonio no contestó al niño porque no quería prometer algo que no sabía si
podría cumplir. Desconocía en qué condiciones se presentaba el parto, pero
desde luego haría todo lo que estuviera en su mano para ayudar a aquella
pobre mujer.
Sin quitarse el pijama siquiera, se calzó unas botas de montaña, un gorro y
un chaquetón. Cogió las llaves del coche todoterreno con el que se solía
mover por aquellos parajes y el maletín de trabajo con todo el instrumental
veterinario, agarró del brazo a Jacobo algo bruscamente y, dando zancadas que
el pequeño apenas podía seguir, llegó hasta su coche.
—Vamos, chico, no hay tiempo que perder. Vamos a ayudar a tu madre. Sube
al coche.
A Jacobo le sorprendió el poco tiempo que había tardado en volver a su
granja con el coche y lo largo que se le había hecho andando el camino de ida.
Durante el trayecto, ninguno de los dos pronunció palabra alguna, pero al
menos Jacobo había dejado de castañetear.
Cuando llegaron, la granja estaba en silencio pero se colaba la luz del fuego
de la chimenea por las rendijas de la ventana que daba a la calle. Antonio
golpeó dos veces la puerta con los nudillos. Fueron golpes secos y rotundos,
como si con ellos quisiera presentar su estado de ánimo, preocupado por
Remedios y enfadado con Dioni al mismo tiempo. Jacobo, instintivamente, se
escondió detrás del veterinario, utilizándolo como barrera de protección para
cuando su padre abriera la puerta, si es que la abría.
—¿Quién es? —preguntó Dioni, contrariado.
—¡Soy Antonio, el veterinario! ¡Vengo a ayudar a Remedios! ¡Abra la
puerta, por favor!
A la petición le siguieron unos segundos interminables de silencio en los que
Dioni debió de estar meditando sobre la conveniencia o no de acceder a
dejarle entrar a esas horas de la madrugada. Algo dijo entonces Remedios que
no se pudo entender desde fuera, aunque debió ser una súplica bastante
convincente, desde lo que ella pensaba que iba a ser su lecho de muerte,
porque, acto seguido y escopeta en mano, Dioni abrió la puerta.
—¿Quién le ha mandado venir?
—Su hijo ha venido en mi busca. Me ha contado que Remedios está teniendo
dificultades en el parto. Vengo a ver si algo puedo hacer por ella.
—Ningún hombre va a mirar a mi mujer.
—¡Por Dios, Dioni, soy un veterinario! No vengo como hombre, vengo
como lo más parecido a un médico que hay por aquí. No me diga que va a ser
capaz de dejar que sufra más su esposa por un estúpido prejuicio —argumentó
Antonio con palabras que Dioni no lograba entender demasiado. ¿Prejuicio?
Qué significaría aquella palabra, debió de pensar El Vasco cuando frunció el
ceño al escucharla.
—Las mujeres han nacido para parir, es su naturaleza y no necesitan ayuda.
El niño debe de ser cabezón, será solo eso. Ya saldrá, ahí dentro no se va a
quedar. —Y mientras pronunciaba estas palabras, hizo un intento de volver a
cerrar la puerta, pero la mano de Antonio se lo impidió.
—Se lo voy a decir una sola vez, así que escúcheme bien. O me deja entrar
ahora mismo para asistir a su esposa o, de lo contrario, en caso de que algo le
ocurra a la criatura o a Remedios, iré directamente al cuartelillo de la Guardia
Civil más cercano y le acusaré de omisión del deber de socorro. Irá a la
cárcel, y en la cárcel hasta un tipo duro como usted es bienvenido en las
duchas.
Tardó unos segundos en procesar lo que acababa de escuchar por boca de
Antonio y, aunque no entendió algunos detalles, el tono amenazante de aquel
tipo redicho de ciudad le hizo valorar la situación de otra manera y finalmente
lo dejó entrar. Tras el veterinario, y agarrado a la pernera de su pantalón,
caminaba temeroso el pequeño Jacobo que, armado con el poco valor que le
quedaba por consumir esa noche, alzó ligeramente la vista hasta encontrarse
con la mirada de su padre. A El Vasco le salía fuego por los ojos y aunque se
contenía la ira para no ponerse en evidencia delante del veterinario, Jacobo
tenía la certeza de que su osadía le iba a costar una paliza.
Cuando Antonio entró en el cuarto, creyó que Remedios estaba muerta y
lamentó haber llegado demasiado tarde. Pero la mujer sacó fuerzas para
dedicarle una ligera y frágil mueca con los labios que pretendía ser una
sonrisa de agradecimiento y alivio. Antonio le cogió la mano con dulzura y le
susurró al oído.
—Remedios, ya no estás sola. Voy a ayudarte con el parto. Necesito que
saques fuerzas y pronto acabaremos con esto. Tienes un hijo muy valiente,
¿sabes? Él solito ha venido a buscarme en plena noche, así que lo tienes que
hacer por él, ¿de acuerdo?
Remedios asintió con la cabeza y a continuación gritó por el dolor de una
contracción, como si fuera a parir al mismísimo demonio.
—¡Fuera de aquí todo el mundo! —gritó a Dioni y a su hijo—. Necesito
agua caliente y toallas limpias.
Fueron dos horas más de trabajo de parto las que Remedios tuvo que
soportar. De haber estado hospitalizada, casi con toda seguridad le hubieran
practicado una cesárea, pero Antonio temía aventurarse con una práctica que
no dominaba, al menos en personas, y temía por la paciente. Por todo ello,
optó por intentar facilitar un parto natural. Rasgó la bolsa de las aguas que
todavía permanecía intacta y se asustó al verlas derramarse sucias, verduzcas,
lo que era indicativo de un sufrimiento por parte del bebé que pidió a Dios
que no fuera fatal. Después, utilizó vaselina para ayudar a dilatar con sus
dedos a Remedios y, apretando con su antebrazo en la zona alta del vientre,
justo debajo del pecho, ejerció una ligera presión para que el niño se animara
a descender por el canal de la vida. Pero la criatura venía de nalgas y eso
dificultaba el trabajo. Se acordó entonces de algo que había leído en una
ocasión, en su época de estudiante, sobre la llamada maniobra de Bracht, una
técnica utilizada en obstetricia para los partos de nalgas, pero hubiera
necesitado ayuda para llevarla a cabo y no recordaba demasiado bien cómo
hacerla con eficacia y sin riesgos. Por eso, no le quedó más remedio que
practicarle una generosa episiotomía para evitar que, una vez parido el
cuerpo, la cabeza quedara fatalmente atascada en el canal de parto porque
resultara demasiado estrecho. Tras rasgarla con el bisturí, el bebé salió
escupido con cierta facilidad dadas las circunstancias, pero con dos vueltas de
cordón al cuello, completamente amoratado y sin producir ningún sonido. Era
una niña.
El reloj de la mesilla marcaba las seis y doce minutos de la mañana. Algún
que otro pájaro comenzaba a cantar en Cachorrilla y el sol, tímido y
difuminado por la neblina matutina, asomaba a un nuevo día, a una nueva vida
que luchaba por sobrevivir en un pequeño pueblo extremeño.
Cariacontecido, Antonio temió que tanto sufrimiento hubiera sido en vano.
Liberó el cuello de la niña de esa soga que la estaba matando. Una soga que,
paradójicamente, le había dado la vida durante nueve meses. Pero nada, ni un
sonido pudo salir de ese diminuto cuerpo. Le practicó maniobras de
reanimación como hacía con los terneros, temiendo dañarla, rezándole a un
Dios en el que no creía demasiado, pero al que llevaba horas
encomendándose, y entonces se obró el milagro. La pequeña recién parida y
arrancada de la muerte en el último instante derramó su llanto enfurecido a
pleno pulmón, rabiosa con la vida que acababa de estrenar.
A Antonio se le saltaron las lágrimas de emoción, como si fuera su propia
hija la que había ayudado a traer al mundo, y Remedios, en el mismo instante
en que escuchó llorar a su pequeña y con la convicción del deber cumplido, se
dejó llevar por el agotamiento y el desgaste hasta perder el conocimiento.
Fuera, en el salón, El Vasco se había fumado casi un paquete entero de
Ducados mientras se mecía compulsivamente en la mecedora frente a la
lumbre; en una esquina del sofá, Jacobo estaba hecho un ovillo, como un gato,
vencido por el sueño que se vio interrumpido por el llanto de su hermana.
Cuando entraron en el cuarto, Antonio la estaba lavando con agua caliente en
el barreño donde Remedios hacía la colada de las prendas pequeñas. La lio
con una sábana y se la ofreció a Dioni.
—Cójala, es una niña.
—¿Una hembra? —respondió Dioni, decepcionado.
—Una preciosa niña que tiene muchas ganas de vivir por lo que ha
demostrado. Debe de pesar unos cuatro kilos. Parece sana a pesar de todo lo
ocurrido. Creo que hemos tenido mucha suerte, francamente. La cosa pintaba
muy mal y podrían haber muerto las dos. Pero afortunadamente no ha sido así.
Debería estar agradecido a la vida por este regalo —sermoneó Antonio al
percatarse del rechazo que le había supuesto la noticia de que el bebé no era
varón.
Desconfiado, receloso y frustrado, Dioni cogió a su hija torpemente con sus
manos plagadas de callosidades y, con su característico y perenne olor a
tabaco negro, mientras miraba de reojo al veterinario que ya estaba atendiendo
a Remedios. La acercó a la ventana por donde el sol ya se colaba y la puso a
la luz para observarla mejor, y entonces fue cuando entró en cólera al verle la
cabeza poblada de una pelusilla anaranjada. La recién nacida era pelirroja.
Una pelirroja que había nacido para morir, como todos nosotros, mediando
entre ambos acontecimientos toda una vida.
Sábado, 12 de junio de 2010
La salud de Remedios pendía de un hilo. Estaba tan débil como una hoja a
merced de un vendaval. De un momento a otro, podría quebrarse
irreversiblemente. Tuvo delirios, fruto de la fiebre que algunas noches le subía
hasta alcanzar los cuarenta grados. Hablaba como en sueños, con los ojos
cerrados y agitando la cabeza de un lado a otro de la almohada, como si
librara una batalla con seres de otros oscuros mundos. Jacobo le cogía la
mano, la intentaba calmar con sus palabras y le ponía paños fríos en la frente
como su madre hacía con él cuando enfermaba.
—Yo cuidaré de ti, mamá. No digas nada, solo duerme. —Y le daba la
vuelta al paño cuando este alcanzaba la temperatura que parecía absorber de
la frente de su madre—. Tengo una hermanita preciosa y yo le voy a enseñar
muchas cosas, ahora ya no soy el pequeño de la casa, soy su hermano mayor y
también cuidaré de ella. —Luego, le daba un beso en la frente y le secaba el
sudor que brotaba de sus poros como el rocío de la mañana en las flores, y así
cada noche, hasta quedarse dormido a su lado.
Elegir un lugar para empezar una nueva vida debería ser, sin duda, una decisión meditada,
pero en mi caso no lo fue demasiado, he de reconocerlo. Supongo que estaba algo cansada
de tener que pensar en cada uno de los cientos de detalles necesarios para desaparecer:
nueva documentación, plan para fingir la muerte, dinero necesario… y por eso, tal vez, el
lugar elegido fue casi fruto del azar. A veces me dejo llevar por impulsos, por circunstancias
que la vida me presenta y que yo interpreto como señales, y decidirme por la aldea de
Bugarach fue el fruto de una de esas señales cósmicas.
La historia es algo curiosa y ahora que la recuerdo con cierta distancia en el tiempo, hasta
me arranca una sonrisa, algo de lo que estoy escasa, lo puedo asegurar; por eso, la hago
merecedora de aparecer en este cuadernillo al que llamo diario, para también aliñar con algo
de sentido del humor lo triste de mi nueva existencia como Carmen Expósito.
Era un día de noviembre del año 2009 y yo estaba viendo la televisión en casa. Lo tenía
todo casi listo para mi escapada. Para que quien lea estas páginas se haga una idea, los
preparativos eran los mismos que hacemos cuando planeamos un largo viaje; solo que el
viaje era para el resto de mi vida y había detalles que debía dejar muy atados, porque ya no
volvería atrás. Me enfrentaba a un trayecto de ida pero no de vuelta, un billete abierto con
destino a mi futuro. Tenía la documentación con mi nueva identidad y había elaborado el plan
para que me dieran por muerta, plan que contaré más adelante porque esa fue otra aventura
digna de dejar constancia por escrito. Pero, a esas alturas de la película, todavía no tenía ni
idea de a dónde iba a ir, aunque tenía claro que debía salir de España. Y fue en ese preciso
instante cuando el lugar elegido vino a mí y no yo a él, gracias a un reportaje que emitía el
canal regional sobre la profecía del fin del mundo del pueblo maya.
Cuando lo escuché anunciar, recuerdo que pensé que resultaba irónico que el mundo se
fuera a acabar casi al mismo tiempo en que mi vida también lo iba a hacer, al menos la vida
que había tenido hasta ese momento. Qué más me daba todo lo que me estaba ocurriendo si a
lo mejor era cierto y se acababa el mundo para todos y no solo para mí. Me acurruqué en el
sofá, encendí la calefacción porque ya era tarde y la casa estaba helada, y subí el volumen
del televisor para escuchar lo que iban a contar sobre ese supuesto apocalipsis que los
mayas vaticinaron para el 21 de diciembre de 2012.
Hablaron de las distintas interpretaciones que las corrientes religiosas e intelectuales
habían dado sobre esa fecha: unas eran más catastrofistas que otras, las había también
escépticas y, como suele ocurrir en estos casos, todos especulaban y daban distintas
versiones de lo que supuestamente ocurriría ese día en concreto.
Estaban disertando sobre el tema los distintos expertos que había en el plató de televisión,
discrepando sobre la veracidad o no de un vaticinio apocalíptico, insertando vídeos que
después comentaban y hasta discutían cuando, de repente, hablaron de Bugarach como la
pequeña aldea del Pirineo francés, en la región de Languedoc-Rousillon, que sería la única
en sobrevivir al cataclismo.
La noticia captó mi atención al instante. No soy muy de profecías, ni creí en su momento
que el mundo se fuera a terminar, pero me hizo gracia ver cómo todos se lo tomaban tan en
serio y presentaban a Bugarach algo así como el paraíso, el pequeño reducto donde algunos
seres humanos podrían volver a empezar a construir una nueva humanidad.
Atribuían a esta aldea cierto aire mágico. Contaba la reportera, sin pestañear siquiera,
que la colina que lleva el mismo nombre que el pueblo, el Pico de Bugarach, el más alto de la
región de Corbières, es el lugar donde se ocultan los extraterrestres, a la espera de que llegue
la fecha del fin del mundo. Ese día, sacarían sus naves, ocultas entre las rocas, y partirían
hasta no se sabe muy bien dónde, para llevar a unos cuantos escogidos seres humanos y
poder empezar de nuevo en otro lugar del sistema solar que no supieron precisar.
Me hubiera reído a carcajadas de no ser porque mi situación sí era crítica en aquel
momento. Me sonaba a argumento barato de película de ciencia ficción, pero todos en el
plató parecían tomárselo muy en serio. Los concienzudos expertos explicaron que la creencia
de que aquel pico era algo así como un refugio de extraterrestres venía de tiempos
ancestrales. Ya entonces, era considerado un lugar sagrado e incluso se habían avistado
ovnis sobrevolando la zona en varias ocasiones. Otro tertuliano añadió algo más novedoso al
debate. Dijo que, incluso en los años de la ocupación nazi, los alemanes del ejército
merodeaban a menudo por la zona haciendo trabajos desconocidos.
Más allá de todas estas historias fantásticas, que para mí no tenían ni pies ni cabeza,
francamente, Bugarach me pareció un lugar idílico que reunía todos los requisitos que yo iba
buscando. Para empezar, no superaba los doscientos habitantes, aunque bien es cierto que
con todas esas historias del fin del mundo, a la zona no dejaban de peregrinar personas en
busca de la salvación, según el reportaje. Pensé que ese solo era un inconveniente pasajero.
Además, con un poco de suerte podría retomar una actividad económica similar a la me había
dedicado toda mi vida, la hostelería. Antes de ser Carmen Expósito yo regentaba un pequeño
hotel en la costa levantina y me gustaba mi trabajo. ¿Por qué no cambiar el hotel marítimo
por algún pequeño negocio de montaña?
Y aquí estoy, en Bugarach, gracias a un reportaje emitido en la televisión sobre el fin del
mundo. Resulta paradójico pensar que ese fin del mundo fue el que me trajo hasta aquí, un
supuesto lugar mágico que me acogió y protegió para empezar de cero. En esta mi segunda
oportunidad, no mediaron extraterrestres, ni nazis, ni nada por el estilo, pero sí es cierto que,
de alguna manera, Bugarach me ayudó a renacer.
3
La vida de un pequeño pueblo como otro cualquiera suele transcurrir llevada
por la inercia de una rutina tan placentera, en algunas ocasiones, como
aburrida en otras. Las estaciones del año se suceden unas a otras sin remisión
y sus gentes son tan solo los actores del devenir del tiempo; unos nacen y otros
mueren, unos van y otros vienen, e incluso los hay que siempre permanecen,
como fue el caso de Dioni Iruretagoyena y su familia.
La pequeña Virginia creció entre cabras, ovejas, caballos y el preferido de
todos los animales de la granja, la vaca Matilde. Su madre fue acusando el
peso de la sumisión que con los años había acumulado y por momentos estaba
ausente en su mundo interior, casi autista, como si se refugiara en un lugar
imaginario que solamente ella conociera. Su hermano Jacobo se convirtió en
un hombrecito leído y de finos modales, tan finos para el ambiente rústico en
el que vivía y tan contrarios a los gustos de su padre, que este pronto lo tachó
de «maricón», como uno de los mayores desprecios que pudiera dirigirle. Y
aunque ambos, padre e hijo, pudieran parecer la noche y el día, lo cierto es
que sí tenían un punto en común: el gusto por leer la Biblia, aunque con
interpretaciones bien distintas.
Los dos, Jacobo y Virginia, eran niños y como tales, solían jugar como lo
hacen los cachorros. Los siete años que Jacobo sacaba a Virginia no eran
obstáculo para que fueran como uña y carne. La promesa de cuidar de su
hermana que el pequeño le había hecho a San Sebastián el día de la procesión
de las fiestas patronales, años atrás, fue una promesa inquebrantable durante
muchos años, hasta el momento en que se rompió y todo cambió en sus vidas.
Virginia se convirtió en una preciosa niña pelirroja salpicada de pecas. Sus
ojos de color miel eran vivos y alegres. Risueña y traviesa como un puñado de
granos de maíz saltando justo antes de estallar y convertirse en palomitas. Su
pelo naranja intenso, rizado y rebelde, reflejaba a la perfección su
personalidad indomable, como un cachorro más de la granja, algo salvaje,
fuerte y todavía por domesticar. Parecía haberle robado al sol su color el día
que nació y la luz asomó por la ventana del cuarto de su madre. Ella misma
decía que nunca más un amanecer había vuelto a tener en Cachorrilla la misma
luz, porque su niña se había quedado con todo el brillo del sol como regalo de
Reyes. Virginia era una belleza exótica, una purasangre, un ejemplar único que
en aquella granja pronto estaría en peligro de extinción.
Durante los primeros años de su vida, fue mimada por su madre en la
medida en que una madre, ausente a intervalos, incapaz de cuidar de sí misma
en ocasiones y consumida por el sometimiento más absoluto, es capaz de
mimar a su hija. Estuvo bajo la protección de su hermano, que pasó a ser el
escudo que la preservaría de muchos males, y fue ignorada por su padre, que
seguía considerándola la hija de Satanás y no la suya propia. A Remedios, esa
ignorancia de Dioni hacia su hija la aliviaba. La prefería al desprecio que
sufría Jacobo, al que utilizaba habitualmente como saco de boxeo de sus
propias frustraciones. A Virginia, de momento, Dioni no la había tocado. Tal
vez por miedo a contrariar al mismísimo demonio, o tal vez porque siempre se
interponía Jacobo para recibir la ira que desataba en él la pequeña pelirroja.
Su hermano siempre la defendía y aguantaba, en el mejor de los casos, los
bofetones de las enormes manos de Dioni y alguna que otra paliza, en los
casos más extremos.
Un día de verano que Dioni tenía el humor cruzado, los hermanos leían
juntos fuera de la casa, apoyados en el tronco de un árbol, aprovechando su
sombra. Era un día precioso, uno de esos de postal para enviar a la familia.
Los rayos de sol estaban traviesos y hacían cosquillas pero no quemaban. Los
animales parecían contentos y los pájaros no dejaban de revolotear,
salpicándose con el agua de los bebederos de los caballos. Virginia aún no
había cumplido los seis años y en septiembre comenzaría el colegio. Jacobo
era ya un jovencito de casi catorce, muy maduro para su edad, curtido por las
circunstancias, al que le gustaba enseñar a su hermana. Disfrutaba ejerciendo
de maestro improvisado con la pequeña. Primero, con las vocales, y después,
armándose de toda la paciencia posible, porque la alumna era bastante
indisciplinada, con el resto del abecedario. Quería que Virginia empezara su
etapa escolar sabiendo leer y le ponía empeño a su propósito.
Dioni tenía un mal día. Algún zorro había aprovechado la impunidad de la
noche para matar a media docena de gallinas y al alba, el cuadro de sangre,
plumas y pequeños cuerpos desmembrados era desolador. A Dioni la
carnicería le amargó la jornada y si él estaba enfadado, debía pagarlo con
alguien. Antes de las diez de la mañana, ya se había fumado un paquete entero
de Ducados, incluso tuvo la osadía de encender algún cigarrillo dentro del
establo, algo que él mismo se prohibía hacer para evitar accidentes con las
colillas. También había bebido vino tinto, como era su costumbre. Su aliento
era un cóctel pútrido y repulsivo de tabaco negro y vino barato. Remedios, que
lo conocía bien, procuró no cruzarse en su camino y, confiando en que el
tiempo calmaría sus ánimos, se marchó caminando hasta Cachorrilla para
hacer algunas compras. Pero la mirada ida de El Vasco buscaba una diana en
la que vomitar su rabia y fue una carcajada de Jacobo, que reía divertido
porque su hermana había leído «pedo» donde ponía «peso», el pretexto
perfecto para propinarle la mayor paliza de toda su vida.
—¿De qué cojones te ríes tú? ¿Se puede saber? ¿Acaso te parece que la
situación es para reírse? —le iba diciendo, secuestrado por la ira, mientras
daba grandes pasos, enérgicos, para recorrer los doscientos metros que le
separaban del árbol donde estaban los hermanos—. Te voy a dar yo motivos
para reírte de tu padre, ¡niñato de mierda! «Honra a tu padre y a tu madre, para
que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da.» Éxodo 20:12.
¡Es la palabra sagrada! ¿Y tú qué haces?… Reírte de mí, tu padre, en mi
propia cara. Dios te va a castigar en su momento, pero creo que voy a
adelantarte el castigo y así ahorrarle el trabajo, a ver quién te crees que eres
—dijo mientras avanzaba y se iba quitando el cinturón de piel y hebilla
metálica que le sujetaba los pantalones.
Jacobo supo inmediatamente lo que iba a ocurrir y, aterrorizado, pensó
primero en su hermana antes que en sí mismo.
—Corre, Virginia, escóndete y no salgas de tu escondite hasta que vuelva
mamá —le dijo al oído de su hermana—. ¡Corre! —le gritó finalmente.
La pequeña obedeció y echó a correr sin saber muy bien dónde esconderse.
Tropezó un par de veces y no quiso mirar atrás, ni siquiera al escuchar los
gritos y lamentos de su hermano Jacobo, que estaba recibiendo los golpes de
correa de su padre, sin piedad alguna.
—¡Con la hebilla no, papá, por favor! —suplicaba amargamente mientras se
cubría el rostro con los brazos, entre sollozos de dolor.
—¡Cállate! ¡La herida que no tarda en curar no enseña lección alguna!
¡Aprende a respetar a tu padre! —le gritaba sin parar de azotarle una y otra
vez.
—¡Lo siento! ¡De verdad! ¡Lo siento! No me reía de ti, lo prometo, lo juro
por Dios…
—«No tomes el nombre de Dios en vano.» ¡Éxodo 20:7! ¿Es que no vas a
aprender nunca? —Y continuó dándole golpes y patadas en el costado hasta
que el chico quedó inmóvil, como un saco de harina, sin oponer resistencia.
Querido diario:
Una vez ya he contado desde qué lugar del mundo escribo, esta hermosa aldea francesa
llamada Bugarach, una vez ya sabe aquel que me esté leyendo en qué rincón de este planeta
me escondo, creo que lo correcto sería explicar quién soy en realidad o quién fui, o cuál es la
identidad que dejé morir un día para nacer de nuevo como Carmen Expósito.
Sé que la historia es algo complicada, pero le pongo todo el empeño del que soy capaz en
mi redacción para que se entienda lo mejor posible. No soy mujer de letras, tal vez más de
conversaciones cara a cara, tomando un café, por lo que enfrentarme al papel en blanco me
supone un esfuerzo que intento salvar cada vez que lo hago, cuando las obligaciones y el
ánimo me lo permiten, con el fin de que el interés de la historia esté muy por encima de las
deficiencias en mi forma de contarla. Dicho esto, he de confesar que mi auténtico nombre, el
nombre con el que me bautizaron mis padres cuando nací, fue Reina Antón.
Me encantaba llamarme Reina porque, detrás de ese nombre, que de por sí ya suena
fastuoso e importante, hay una bonita historia de cariño materno. Soy el fruto de un parto
múltiple, la mayor de los mellizos que mi madre alumbró por cesárea, tras más de catorce años
buscando descendencia y cuando ya había perdido la esperanza de ser madre. Mi hermano
pequeño, con el que me llevo cinco minutos y medio, producto del azar al sacarme a mí
primero del vientre materno, se llama Simón, como mi padre y como el padre de mi padre, pero
a mí, que me iban a poner Ana, como mi madre, decidieron llamarme Reina, porque sin duda
nací, como ella siempre me contaba antes de dormirme, precisamente para eso, para ser la
reina de la casa, la niña de sus ojos, la muñeca de mi madre.
Mi infancia fue absolutamente perfecta, llena de amor, de atenciones, un cuento feliz
hecho realidad. Mi hermano Simón y yo siempre fuimos dos en uno, dos partes de un mismo
ser, el lado masculino y el lado femenino de la misma persona. Se habla mucho de la conexión
especial que existe entre los hermanos gemelos que comparten material genético, pero he de
decir que, al menos en el caso de nosotros dos, mellizos nacidos de dos óvulos diferentes y
fecundados por dos espermatozoides distintos, esa extraña unión más allá de lo razonable
fue una realidad cuando fuimos niños y lo continuó siendo a lo largo de los años.
Ahora que ya no soy Reina sino Carmen, ahora que legalmente Reina ha muerto, a veces
me pregunto si mi hermano Simón será capaz de percibir que realmente eso no es cierto y que
sigo viva al otro lado de los Pirineos. Muchas noches, cuando no puedo dormirme y doy
vueltas intentando conciliar el sueño durante horas, cierro los ojos y pienso en él.
Mentalmente lo dibujo en mi cabeza porque me aterroriza olvidarme de su cara y me agarro
con fuerza a la imagen que he grabado de él en mi mente. Repaso la película de nuestros
buenos momentos juntos, como si fuera un proyector de cine, una y otra vez y así, por unos
instantes, vuelvo a ser Reina, la otra mitad de Simón.
A menudo converso imaginariamente con él, le cuento cosas de mi nueva vida e invento sus
respuestas. Me pregunto si recibirá mis mensajes, si percibirá esa comunicación que pretendo
establecer o si, sencillamente, habrá aceptado la versión oficial de mi muerte, así sin más, sin
hacerse preguntas, las preguntas que se haría la persona que mejor me conoce en este
mundo, mi única familia en este momento.
Lo que más me dolió de hacerme pasar por muerta fue tener que mentirle y pensar en el
dolor tan desgarrador que le estaba causando a mi hermano. Sabía que, cuando le
notificaran mi fallecimiento, sería como si le arrancaran el alma de cuajo y ese golpe lo
marcaría para siempre. Me ponía en su lugar y los ojos se me llenaban de lágrimas al
instante, tan solo por imaginar qué sentiría yo si alguien me dijera que a Simón le ha pasado
algo. Me hacía sentir culpable saber que le había dañado de esa manera, pero, por su propia
seguridad, era mejor que no supiera nada de la verdad.
Confiaba en que hubiera sabido rehacer su vida sin mí. Sabía que se refugiaría en su
trabajo y en su familia y que, tarde o temprano, no tendría más remedio que continuar hacia
delante, pero en el fondo, si soy sincera conmigo misma, lo que deseaba era que me buscara,
que no se creyera nada de lo que le contaran, aunque fuera un plan muy bien ideado por mi
parte, y que investigara lo extraño de todo aquello hasta dar con mi paradero, hasta
rescatarme de esta muerte forzada como castigo por saber la verdad de un ser maligno.
Simón ha sido el punto débil de mi fortaleza, la grieta que de no tapar adecuadamente
puede hundir el barco. Durante todo este tiempo de huida he sido muy consciente de ello,
pero, al mismo tiempo, también me ha resultado demasiado complicado romper definitivamente
el cordón umbilical que me une a él. Yo puedo escuchar su voz diariamente, pero él a mí no.
Yo puedo adivinar su estado de ánimo en su forma de hablar cada día, pero él piensa que yo
estoy muerta. Entre nosotros existe una comunicación en una sola dirección, de él hacia mí,
sencillamente porque Simón es locutor de radio, la voz carismática de una pequeña emisora
de costa que también emite por internet, ese lugar mágico que no tiene fronteras y que me lo
acerca cada día a través de mi ordenador. Él sigue ahí y yo lo escucho… ¿Cómo se hace
entonces para ignorarlo?
Lo siento, hablar de Simón de duele demasiado. Le echo tanto de menos…
4
Dioni era sin duda un mal bicho, una alimaña bípeda, un ser despreciable fruto
de la mala evolución de los seres vivos, pero hubiera necesitado para morir
bastante más veneno para ratas del que Virginia había utilizado para intentar
matarlo. La estricnina le dio un buen susto, pero la pronta atención médica que
recibió, gracias a que un vecino lo llevó al hospital de Cáceres con su propio
coche, hizo que los planes de la pequeña pelirroja quedaran frustrados.
Aquella vez fue la primera vez en su vida que Dioni pisaba un centro
médico y lo hizo aliviado porque, por momentos, temió morir en el salón de su
casa, y a los cobardes su propia muerte les asusta sobremanera. Tras
estabilizarle la temperatura corporal, limpiarle la sangre y controlar sus
convulsiones, El Vasco permaneció ingresado durante unos días. Mientras los
niños quedaban al cuidado de las vecinas, Remedios no abandonó la
habitación del hospital en todo ese tiempo, acompañando a su marido,
entregada como siempre a él, atendiendo cualquier necesidad que pudiera
presentarse, pero bajo la mirada desconfiada de Dioni, que estaba convencido
de que había sido ella la que le había puesto algo en la comida.
El día que le dieron el alta, el médico indagó para descartar que el incidente
pudiera ser intencionado.
—Ha sufrido usted un envenenamiento con estricnina. Es un veneno muy
potente que puede causar la muerte. Por suerte, pudimos atenderle en los
primeros minutos gracias a la celeridad con la que le desplazaron hasta aquí.
Una hora más y hubiese muerto. Es un hombre afortunado, la vida le ha dado
una segunda oportunidad. ¿Sabe usted cómo ha podido ocurrir?
—Ha dicho… estric… ¿qué? —balbuceó Dioni.
—Estricnina, una sustancia venenosa que se usa normalmente como
pesticida o en la elaboración de algunos raticidas. A veces, también se utiliza
como mezcla con otros estupefacientes; ni se imagina la de porquería que le
meten a los estupefacientes químicos. ¿A qué se dedica usted? ¿Toma drogas?
—Soy granjero. Tengo un criadero de ganado en Cachorrilla. Y no, no tomo
toda esa mierda —contestó molesto.
—¿Es posible que entrara en contacto con esta sustancia accidentalmente?
—Yo no uso pesticidas —explicó Dioni, que intentaba encontrar una
explicación lógica para apartar la oscura y profunda desconfianza que ya había
germinado sobre Remedios.
—¿Tal vez algún veneno para los animales salvajes o para las ratas? —
indagó el médico.
—Sí, eso sí, lo uso habitualmente. Donde hay animales de granja siempre
hay ratas que pretenden comerse su comida, las muy jodidas… Pero siempre
utilizo guantes, siempre llevo cuidado y no lo toco.
—También puede causar estos efectos si se inhala. Hay que ser muy
precavido porque, al colocarlo, un poco del raticida puede esparcirse
espolvoreado por efecto del viento y quedar liberado en el aire y, si se
respira, pasa directamente a la sangre. Puede resultar muy peligroso para los
animales de su granja. ¿Lo manipuló el día que enfermó?
—Bueno, sí, puse un poco alrededor del corral, pero nunca había tenido
ningún problema.
—Pues tenga más cuidado la próxima vez y utilice, además de los guantes,
una mascarilla. En cualquier caso, traiga una muestra para asegurarnos de que
ese producto del que me habla es realmente la causa de su envenenamiento.
Debemos hacer un informe.
El informe médico confirmó que la sangre de Dioni había sido contaminada
con la misma sustancia tóxica que contenía el matarratas que utilizaba en la
granja. Todo quedó oficialmente como un accidente, pero Dioni no estuvo del
todo conforme. No podía explicar en su cabeza el hecho de que empezara a
sentirse indispuesto justo después de comer el asado de conejo que le supo tan
amargo. Se decía a sí mismo que tal vez el veneno ya había alterado su
capacidad para saborear los alimentos. No creía capaz a su mujer de intentar
matarle como a una asquerosa rata, pero tal vez había encontrado el valor
necesario para hacerlo porque, en el fondo, él sabía que motivos no le
faltaban. Sus pensamientos se debatían entre considerarla una viuda negra, fría
y calculadora, capaz de envenenar la comida que le ponía en el plato, o una
mujer como Dios manda, su particular Dios que diseñaba esposas sumisas y
anuladas, al servicio de su marido y tomando como suya la voluntad del otro,
para borrar de un plumazo la propia. Pero ni por un momento supuso que la
idea de acabar con su vida había sido de su hija Virginia y no lo sabría nunca,
porque la niña siempre guardó el secreto, nunca se lo contó a nadie, a
excepción de su amiga la vaca Matilde.
Dioni, por de pronto, no volvió a utilizar raticida y optó por sustituirlo por
trampas. De noche, cuando una rata quedaba atrapada en una de ellas, el
silencio se interrumpía por el sonido chirriante y agudo de la agonía del
roedor. A Dioni le despertaba, pero en lugar de molestarle, le arrancaba una
sonrisa imaginarse a la rata retorcida en su trampa mortal. Sin embargo, a
pesar de conservar intacta su crueldad, el miedo a la muerte había arañado esa
coraza de hombre duro e imperturbable de la que siempre presumía. Ya no se
creía tan invencible después de sentir que el demonio se le metía dentro y lo
sacudía como un trapo mientras perdía el control de sus ojos, que se quedaron
en blanco durante las convulsiones. Además, suavizó su trato con Remedios, a
pesar de que en un primer momento pensó en darle un escarmiento por si le
rondaba por la cabeza alguna idea extraña, por si realmente había sido ella: un
escarmiento preventivo, como él lo llamaba. Sin embargo, lo descartó; cierta
paranoia, fruto de sentirse vulnerable, se apoderó de él. Remedios, pensó,
podría volver a intentarlo, esta vez fatalmente, o podría matarlo mientras
dormía… Algo en su interior le había cambiado tras la experiencia cercana a
la muerte, algo que duró tan solo unos meses, hasta que volvió a sentirse fuerte
y el Dioni de siempre volvió a no dar tregua a nada ni a nadie.
Y el tiempo pasó como lo hace siempre, hacia delante, sin posibilidad de
retorno a un tiempo que se nos antoje mejor por ser pasado. Cachorrilla
continuó siendo el refugio de un centenar de personas, decena arriba, decena
abajo, y su paisaje cautivador guardó los secretos de la familia Iruretagoyena
durante muchos años más.
Virginia, la pequeña pecosa de melena anaranjada que un día había pensado
en matar a su padre, pareció adormecer esa idea en un rincón de su cabeza,
aunque nunca la abandonó del todo. Creció tal y como había nacido: salvaje.
Acudió al colegio donde descubrió que había otros mundos y otras gentes.
Aprendió las ventajas de sentirse indiferente a los ojos de su padre, a esquivar
los desprecios y cobijarse como lo hacen las fieras, al calor de su hermano
mayor y de su madre, y más pronto que tarde, le rondó el amor.
Desiderio era un buen mozo natural de Pezcueza, el pueblo vecino al este de
Cachorrilla. Tenía tres años más que Virginia. Cuando la joven, a sus trece
años, empezaba a girar cabezas a su paso entre los varones del pueblo,
Desiderio era un desgarbado chico moreno, huesudo, con unas enormes manos
y pies, y una incipiente pelusilla oscureciendo su rostro. Solía ir con su
bicicleta de Pescueza a Cachorrilla y perderse por los campos. Amaba la
naturaleza, disfrutaba del aire puro y solo tenía ojos de optimismo para la vida
que empezaba a descubrir. Una mañana de verano pasó cerca de la granja de
los Iruretagoyena y se quedó muy sorprendido al ver a una preciosa chica,
sentada en mitad del pasto, conversando con una vaca mientras esta,
indiferente, comía hierba, masticando a dos carrillos y sacudiendo la cola y
las orejas para espantar a las moscas.
—¿Sabes, Matilde? Yo no voy a morirme sin ver el mar. Algún día, cuando
me marche de este pueblo, me construiré una enorme casa en lo alto de un
acantilado. Todas las mañanas, cuando me levante de la cama, bueno, no,
mejor desde la cama, veré salir el sol y luego, por la noche, lo veré
esconderse. En el colegio, cuando de niña dibujaba el mar, lo hacía con una
línea que se llama horizonte. Detrás de ella duerme el sol. El mar es inmenso,
parece que nunca tenga fin, pero lo tiene. Es como este pueblo, que parece que
estemos aquí atrapados y que nunca vayamos a poder salir, pero saldré. Me iré
lejos, a un lugar de la costa donde no haga frío. Seré una mujer muy importante
y poderosa y en el jardín de la casa, esa que te he dicho que me voy a construir
en lo alto de un acantilado, te haré un establo para ti sola. —Matilde,
despreocupada, seguía comiendo y tras el cercado, sentado en su bicicleta,
observando la escena, Desiderio escuchaba los sueños de Virginia confesados
en voz alta.
—¡La costa! ¿Y a eso le llamas tú irse lejos? ¡Bah! Yo pienso marcharme a
vivir al Paraíso —dijo con aires de superioridad Desiderio, asustando a
Virginia, que no se sabía observada.
—¿Y tú qué haces espiando? ¿Nunca te han dicho que es de mala educación?
Además, esto es una propiedad privada y no puedes estar aquí si yo no quiero
—le espetó con los brazos en jarras.
—Estoy detrás del cercado. Justo aquí, en este lado, ya no es tu propiedad
privada. ¿Cuántas tienes?
—¿Cuántas tengo? ¿De qué? —preguntó desconcertada Virginia, que no
sabía a qué se refería.
—Pecas, qué va a ser si no.
—¿Tú eres tonto de nacimiento o es que te has dado un golpe y la sangre no
te llega al cerebro? —respondió enfadada, porque la broma sobre sus pecas
nunca le había hecho ninguna gracia, y mucho menos viniendo de un descarado
desconocido.
—Me llamo Desiderio, soy de Pescueza —le dijo el joven, divertido por
ver a Virginia fruncir el ceño y deslumbrado por encontrarla preciosa. Le
tendió la mano, pero Virginia, demasiado orgullosa para aceptar el saludo, no
le correspondió—. Bueno, al menos dime tu nombre. A ver quién va a ser la
maleducada ahora…
—Me llamo Virginia y ella es Matilde.
—¡Ah! Que ella también tiene nombre…
—Por supuesto, ¡qué te piensas! Y además tiene un nombre mucho más
bonito que el tuyo. Desiderio, Desiderio —pronunció con voz jocosa mientras
contoneaba todo su cuerpo burlón—. ¡Menuda cursilería!
—Me pusieron Desiderio porque fui un bebé muy deseado. Mis padres se
morían de ganas por tener un niño tan guapo como yo. Ya ves, nací para ser
deseado, qué le vamos a hacer; mi destino es ese, quiera yo o no quiera, las
mujeres me desearán irremediablemente. —Una sonrisa socarrona con la boca
torcida puso el punto final a su pavoneo frente a Virginia, que no salía de su
asombro. No quería confesarlo, pero aquel chico parlanchín y descarado le
agradaba.
Pero Dioni no tardó en percatarse de la conversación entre ambos y, como
salido de la nada, avanzó como una furia, con un enorme rastrillo en la mano
derecha y con el puño de la mano izquierda cerrado y preparado para golpear.
Sus gritos se escucharon antes de que se dieran cuenta de su presencia. El
sonido de su voz se anticipó a su gesto amenazante.
—¡Largo de aquí! ¡No queremos visitas! Si te vuelvo a ver por mi finca, te
denuncio a la Guardia Civil después de darte un escarmiento. ¡Lárgate ya! ¡No
quiero a nadie husmeando por mi granja! ¡Fuera!
Desiderio se asustó un poco, porque Dioni era realmente una mole humana y
así, enfadado y rastrillo en mano, parecía que iba a embestirle como un toro.
Se subió a la bicicleta y empezó a pedalear, pero antes guiñó un ojo y le dijo a
Virginia:
—¡Volveré a verte, pelirroja! No te olvides de contarlas.
Cuando las zancadas de Dioni llegaron hasta donde estaba Virginia, que se
mordía las uñas para intentar ahogar una sonrisa nerviosa que se quería
escapar con fuerza de entre sus labios, Desiderio ya se había perdido entre los
árboles a golpe de enérgico pedaleo. Entonces, no hubo otra persona sobre la
que descargar su furia. Dioni agarró con fuerza del pelo a su hija y a tirones,
mientras ella se quejaba amargamente, la llevó hasta la casa gritándole:
—¡Ya sabía yo que este momento iba a llegar! ¡Lo supe desde el mismo día
en que naciste! ¡Puta endemoniada! La zorrita que llevas dentro no puede
evitarlo, ¿verdad? No, si ya lo dice la Biblia: «Pero tú confiaste en tu
hermosura, te prostituiste a causa de tu fama y derramaste tus prostituciones a
todo el que pasaba, fuera quien fuera». Ezequiel 16:15. ¡Puta pelirroja hija de
Satanás que viniste a este mundo para pervertir al hombre! ¡Bien joven
comienzas! ¡Y con un desconocido! ¡Yo te daré un escarmiento! ¡Yo apaciguaré
la lujuria que emana de los poros de tu piel! «Basta de lujuria y libertinaje.»
Carta a los Romanos, capítulo 13.
La cogio de un puñado y la metió en su cuarto. La dejó encerrada durante
una semana. Ni siquiera le permitió salir para ir al baño. Su madre le llevaba
la comida y le vaciaba el orinal en el que hacía sus necesidades, mientras se le
escapaban las lágrimas al escuchar las súplicas de su hija, que le rogaba que
la dejara salir.
—¡Chis! Calla, que te va a oír y será peor —le susurraba desde el otro lado
de la puerta, cerrada con un candado y a la que Virginia le daba patadas que
más parecían coces—. No va a ser tan duro. Es mejor hacer lo que dice. Te
traeré libros mañana. Te lo prometo, iré a la biblioteca y cogeré unos cuantos,
así podrás leer y se te pasará el tiempo volando, ya lo verás —le decía
Remedios para consolarla. Llevarle libros era lo más prohibido que el escaso
valor de su madre era capaz de hacer por ella.
El potro que era Virginia estaba sin domar y la cansada mula de carga que
era Remedios parecía llevar cepos invisibles que le impedían trotar sola y
escapar. Ella temía que la reacción de Dioni, si accedía a las desesperadas
súplicas de Virginia, tuviera consecuencias irremediables para ambas. Era
mejor no contrariarlo. Pensó que el menor de los males era soportar el
encierro como el castigo más benigno para un pecado que ni tan siquiera había
pasado por su imaginación de niña inocente.
Virginia se sentía muy sola, echaba mucho de menos a su hermano Jacobo, al
que apenas veía ya. Después de la paliza que le había propinado su padre con
la hebilla del cinturón, ya nada había vuelto a ser igual. Hacía unos cuantos
años que había decidido seguir la llamada de Dios y se había marchado a
Badajoz para iniciar sus estudios eclesiásticos en el Seminario de San Atón.
Allí estuvo hasta que cumplió los dieciocho y concluyó su período de
Seminario Menor. Una vez fue mayor de edad, debía tomar una decisión
importante, decidir sobre su vocación. Pero Jacobo lo tuvo claro y continuó su
formación en el Seminario de Orihuela en Alicante, muy lejos de su padre y de
su pueblo natal. Allí llevaba ya dos años.
Ocasionalmente le escribía, pero sus cartas eran frías, nada que ver con el
hermano juguetón y bromista que aquella paliza debió de matar; incluso su
caligrafía se había tornado formal. En las cartas, Jacobo parecía dejar escapar
algo de ese sentimiento de culpa que siempre le había acompañado por no
haber actuado de otra forma frente a su padre, se sentía responsable por no
haber hecho nada. Preguntaba por su madre, a quien siempre mandaba
recuerdos pero a quien nunca remitió una carta en exclusiva, tan solo unas
letras en las cartas dirigidas a su hermana, y a ella, a Virginia, siempre le
recordaba que no debía olvidar que podría contar con su hermano mayor, en
caso de necesitarlo.
Las letras de Jacobo nunca recibieron respuesta por parte de Virginia, que
hizo suyo, para dedicárselo a su hermano, el peor de los desprecios: el no
aprecio. Ella era consciente de que su actitud le haría daño a Jacobo y,
precisamente por eso, decidió no contestar nunca a ninguna de sus misivas, ni
atender al teléfono cuando de vez en cuando llamaba a la granja. Esa fue su
venganza, cargada de crueldad, fría y calculada, mantenida en el tiempo,
meditada para provocar dolor. En el fondo así era Virginia.
A Dioni, el hecho de que su hijo mayor se ordenara sacerdote fue algo que le
costó asumir.
—Mejor cura que maricón —decía Dioni en la taberna después de unos
vinos, con claro desprecio por la labor eclesiástica que para él era el trabajo
que Dios había inventado para los inútiles—. Siempre ha sido un poco blando
para el trabajo de la granja y si Dios lo llama para su servicio, no seré yo
quien le contradiga. ¡Pero, Dios mío, haberme bendecido con otro varón para
que me ayude cuando me fallen las fuerzas! —gritaba con las manos alzadas
mirando al techo de la taberna como si fuera el mismo cielo—. Y ahora, ¿qué
pasará con el apellido Iruretagoyena? —se lamentaba—. Moriré sin
descendencia de varón. ¿En qué te he ofendido, Dios mío? —Y bebía y fumaba
Ducados hasta que terminaban por invitarle a marcharse.
Para Remedios, sin embargo, fue toda una liberación saber que Jacobo
estaba fuera del alcance de Dioni. Ella misma alentó a su hijo a marcharse a
Badajoz para estudiar; sabía que allí estaría a salvo y pensaba que tal vez
Dios lo había llamado para salvarlo de la ira de su padre. Dios aprieta pero
no ahoga y, al fin y al cabo, los caminos del Señor son inescrutables, tal y
como decía Isaías en la Biblia.
Con todo, Virginia le guardaba cierto rencor; en lo más profundo de sí
misma le amaba como solo se puede amar a un hermano mayor que ha hecho
las veces de padre y madre, pero también estaba enfadada con él por dejarla
allí sola. Sentía que ese Dios del que tanto hablaba Jacobo y al que tanto
utilizaba para su conveniencia Dioni, ese al que ella nunca había terminado de
comprender, le había robado a su hermano, la única persona que le daba
afecto, la única persona que cuidaba de ella. Jacobo había faltado a su
promesa. La había abandonado a su suerte a pesar de comprometerse ante San
Sebastián a protegerla de por vida. Una promesa se da para cumplirla. Para
Virginia, aquello había sido un acto de cobardía: Jacobo no había seguido la
llamada de Dios, sino que había huido de Dioni por no tener el valor de
enfrentarse a él. Dos versiones distintas de un mismo hecho. Estaba
decepcionada y se sentía traicionada por el hermano al que siempre había
admirado, y eso no se lo pudo perdonar nunca.
Una semana de encierro no doma a una fiera como Virginia, ni siquiera la vida
que le esperaba sería capaz de hacerlo. Lo que consiguió Dioni fue más bien
todo lo contrario, acentuar la rebeldía y la atracción por lo prohibido. Por eso,
a los pocos días de ser liberada, Virginia volvió a encontrarse con Desiderio,
en el primero de sus muchos encuentros a escondidas, en la pequeña ermita del
Cristo de los Dolores, al sur de Cachorrilla, ya a las afueras del pueblo, en el
que sería su lugar secreto, el mismo que sería testigo de su primer beso, de sus
largas conversaciones, testigo de los sueños de unos jóvenes que confiaban en
que la vida los convirtiera en realidad.
—Cuando yo salga de aquí me iré al Paraíso. No pienso quedarme en este
país, se me queda pequeño —explicaba Desiderio, al que Virginia empezó a
llamar cariñosamente Desi.
—No seas tonto, Desi, al paraíso se va cuando uno se muere, pero antes de
eso tendrás que vivir en algún sitio.
Desi rio a carcajadas ante el comentario de Virginia. Siempre le hacía
mucha gracia esa ingenuidad de niña pequeña y el desparpajo con el que se
expresaba.
—No me refiero a ese paraíso, mujer, a ese no quiero ir, bueno, al menos
hasta dentro de mucho tiempo. Yo me iré al Paraíso de verdad, uno que hay en
esta tierra. ¿No sabes que hay una ciudad que se llama Ciudad Paraíso? —le
explicó intentando impresionarla.
—Bueno, supongo que lo habré leído, pero no me acordaba —contestó para
disimular su ignorancia.
—Está en México, en Tabasco, y los que viven allí se llaman paraiseños.
—Pues deberían llamarse ángeles —dijo Virginia riendo.
—¡Calla, tonta! He leído mucho sobre esta ciudad. ¿Sabes que se llama así,
Paraíso, porque coge el nombre de un árbol que es muy común en toda
América y especialmente en esa zona? Es un árbol pequeño que florece en
primavera. Su flor desprende un olor muy agradable, parecido al jazmín o al
galán de noche. Me imagino tu precioso pelo rojo, adornado con una diadema
de esas flores, la belleza adornando a la belleza. Supongo que una ciudad
llena de estos árboles, en primavera, debe oler como si estuvieras dentro de
un frasco de perfume… ¡Ay, Virginia! —suspiró—, creo que yo nací en el
lugar equivocado. Alguien me dejó en Pescueza cuando debería haberme
dejado en Paraíso.
—¡La cigüeña, no te fastidia! A ti lo que te pasa es que eres demasiado
sensible y eso al final termina por hacerte daño. El mundo necesita personas
fuertes.
—Bueno, es una forma de hablar, no es que me cayera del pico de la
cigüeña… Y si apreciar la belleza me convierte en un chico débil, pues sí, tal
vez no sea como los de por aquí. Pero no me importa ser diferente, el mundo
está lleno de cosas bonitas que están ahí para que alguien las sepa apreciar.
Tengo quince años, dentro de tres, o como mucho cinco, cuando consiga el
dinero suficiente, me iré a México y buscaré trabajo en Paraíso. Dicen que con
la industria del petróleo es una ciudad floreciente, con muchas posibilidades.
Y quiero que te vengas conmigo, Virginia —le dijo mirándola a los ojos.
Virginia esquivó la mirada, no se esperaba esa sutil declaración de amor.
Desi le gustaba, y mucho, pero sus planes de una nueva vida no pasaban por
ser compartidos ni con él, ni con nadie. El amor a veces es injusto y
desequilibrado. Cuando uno ama más que el otro, siempre tiene las de perder
porque entrega más de sí mismo. Desiderio estaba ya entregado a la pelirroja
pecosa que hablaba con las vacas y no podía hacer nada más que intentar
equilibrar la balanza a su favor.
—Allí, en Paraíso, hay una iglesia preciosa, la iglesia de San Marcos. No es
muy grande, pero es la más bonita que he visto nunca, es la iglesia con más
colores que conozco. Sus dos torres están pintadas en azul y rojo y también
algo de amarillo. Son preciosas, parece que las haya pintado un niño pequeño,
tan coloridas… En Paraíso, todo es de otros colores. Todo parece iluminado
con otra luz diferente, no como aquí, que cuando hay niebla no se ve nada y
todo es gris. En San Marcos podemos casarnos algún día. Viviríamos
tranquilos, pescando y bañándonos en playa Dorada.
—A mí me salen más pecas si tomo demasiado el sol —objetó.
—Pues compraremos el mejor protector solar que haya en el mercado o,
mejor, iremos a la playa al atardecer, para ver ponerse el sol. Allí siempre
hace calor, Virginia. No tendrías que preocuparte por nada. Tú padre nunca
vendría tan lejos a buscarte ni aun queriendo. Pondríamos un océano de por
medio entre el pasado y el futuro. Nos inventaríamos una nueva vida. Serías
mi mujer y yo cuidaría de ti y de nuestros hijos.
El discurso con promesa de amor y protección de por medio empezaba a no
gustarle a Virginia. Al fin y al cabo, todos los que habían prometido cuidarle
como Jacobo, o simplemente debían hacerlo, como su madre, le habían
fallado. ¿Qué le garantizaba a ella que Desi no haría lo mismo? Había
aprendido a cuidarse sola y a conseguir por sí misma todo lo que quisiera
obtener de la vida.
—Vas demasiado rápido, Desi, somos unos niños todavía. Ni siquiera había
pensado en casarme, y mucho menos en tener niños e irme a México. ¿Y qué
pasa con mis planes? Esos son los tuyos.
—Son los nuestros, Virginia. Yo deseo que seas parte de este plan, quiero
que sea nuestro plan. Los dos queremos salir de aquí. ¿Por qué no hacerlo
juntos? Haremos un precioso viaje en barco, un barco de lujo como el Titanic
y nunca más volveremos.
—Claro, para que nos pase lo que al Titanic y adiós sueño, boda e iglesia
de colores —contestó Virginia rompiendo todo el encanto que Desi dibujaba
con sus palabras.
—No digas eso, estoy hablando en serio. No me preguntes cómo lo sé ni
cómo ocurrió, pero estoy tan seguro de que eres la chica de mi vida que ni sé
explicarlo. —Desi le cogió la mano y se la puso en su pecho mientras le
miraba a los ojos para intentar explicarle, con su mirada, lo que con palabras
no era capaz de transmitirle—. Este corazón está loco por ti. No te pido que
me quieras ahora, ni que me quieras como yo te quiero a ti, solo te pido que
estés a mi lado. Sabré quererte de una manera tan auténtica, que no tendrás
más opción que corresponderme. Eres alguien muy especial y creo que tú
misma lo sabes, déjame ser esa persona que todos los seres especiales tienen
a su lado a lo largo de la vida.
A Virginia se le erizó la piel de todo su cuerpo y sintió algo extraño en el
estómago. La mirada de Desiderio la había atrapado y esas palabras que
escuchaba le sabían a sinceridad y entrega, como ninguna otra palabra le había
sabido antes; eran dulces pero no la empachaban, y hasta se humedeció los
labios para intentar saborearlas. Le gustó esa sensación y decidió que se
dejaría querer por ese joven que pensaba de ella que era alguien especial.
Tenía derecho a que alguien la amara. Tenía derecho a brillar, a ser el centro
de atención, a dejarse querer, a recibir lo que otro estaba dispuesto a
regalarle. Tenía derecho a todo eso, pero no estaba dispuesta a renunciar a
nada.
Martes, 22 de junio de 2010
Lo más complicado de fingir tu muerte es encontrar una forma de morir en la que no exista
un cadáver, obviamente porque se trata de una simulación y porque iba a necesitar mi cuerpo
para seguir viviendo con el nombre de Carmen Expósito. Reina Antón debía morir, pero sin
que su cuerpo lo hiciera.
En mi cabeza barajé distintos planes, más o menos elaborados, para conseguir mi objetivo.
En primer lugar, había pensado llevar a cabo algo que había visto en una serie de televisión,
de esas de asesinatos. Resulta curioso pensar en la de cosas que se pueden aprender de la
pequeña pantalla, y algunas de ellas no demasiado recomendables, por cierto. Pues bien, el
plan consistía en extraerme cierta cantidad de sangre diariamente e ir guardándola hasta
tener un total de algo más de tres litros. Después, debía simular una muerte violenta y
esparcir toda esa sangre por el lugar elegido como escenario del crimen, mi casa o mi coche,
por ejemplo. En la serie de televisión, habían elegido el maletero del coche de la supuesta
víctima en el que habían colocado un zapato, su bolso y la sangre en cuestión.
Cuando la policía encontrara el escenario preparado, los forenses analizarían el ADN;
para entonces, mi hermano ya habría denunciado mi desaparición y colaboraría con la
policía, entregándoles mi cepillo de dientes o el del pelo, supongo, para tener una muestra
con la que comparar. Los investigadores fácilmente llegarían a la conclusión de que esa
sangre me pertenecía y que, por lo tanto, yo era la víctima. Pasaría entonces de persona
desaparecida a víctima de un crimen cuyo cuerpo estaba desaparecido.
Tras una investigación, al comprobar la enorme cantidad de sangre esparcida en el
supuesto lugar del crimen, darían por hecho que no habría sido capaz de sobrevivir al
ataque y que mis heridas habrían sido mortales de necesidad. Decían en la serie que,
teniendo en cuenta que un cuerpo humano tiene una media de entre cuatro y cinco litros de
sangre, nadie sobrevive si pierde más de tres litros y medio en un ataque o en un accidente.
Entonces, buscarían mi cuerpo, sin lugar a dudas, le dedicarían tiempo y esfuerzo, pero
cerrarían la investigación sin hallarlo, dándome por muerta.
Así, sobre el papel o viéndolo en la televisión, parecía un buen plan, prácticamente
perfecto; de hecho, a la chica de la película le salía bien y conseguía escapar del mismísimo
FBI, pero no resultaba tan atractivo cuando lo que pretendes es trasladarlo a la realidad.
Había demasiados inconvenientes, alguno de ellos incluso de gravedad.
Para empezar, no me seducía nada la idea de tener que pincharme diariamente para
extraerme cierta cantidad de sangre durante no sabía muy bien cuánto tiempo. Tampoco sabía
cómo tenía que almacenarla para que se conservara, ni me imaginaba la nevera de mi casa
llena de bolsas de sangre al lado de unas pechugas de pollo o de unos yogures. Además,
nunca me gustaron las agujas y me mareaba cada vez que el médico me mandaba hacer un
análisis de control.
En segundo lugar, hacer pasar mi muerte por un crimen violento suponía una tortura
añadida al dolor que ya de por sí le iba a causar a mi hermano Simón mi desaparición. Suele
ser importante la forma de morir de la gente que quieres. Resulta reconfortante pensar que
alguien al que amas murió sin sufrimiento, y todo lo contrario, debe ser muy difícil asimilar la
muerte violenta de un ser querido. Aquel era un argumento importante para mí.
Pero el argumento decisivo, el determinante, la causa que me llevó a no decidirme por este
método para fingir un homicidio, fue mi conciencia. Sí, mi cargo de conciencia, el sentimiento
de culpabilidad que me acompañaría en el caso, no improbable, de que la policía detuviera a
alguien, obviamente inocente, como el supuesto culpable de mi muerte.
Convertirme en la víctima de un delito violento abría la puerta a la posibilidad de que la
investigación terminara con la detención de alguien que, con seguridad, era inocente. Esas
cosas pasan de vez en cuando. Inocentes que son condenados por crímenes que no han
cometido. Culpables que no lo son, pero que lo parecen a raíz de las circunstancias. ¿Y quién
puede controlar las circunstancias? Yo, desde luego, no me sentía capaz de ello. Y ya puesta a
alimentar mi neurosis de culpa, si eso ocurría, si se producía alguna detención en relación
con mi caso, también había aprendido de las series que los primeros investigados como
sospechosos son las personas cercanas al círculo de la víctima. El marido, en este caso
inexistente, el amante, igualmente inexistente, y la familia, reducida en este caso a mi hermano
Simón. En un noventa por ciento de los crímenes, los culpables son familiares o amigos
cercanos; entonces, ¿quién me garantizaba que no considerarían como sospechoso a mi
hermano Simón?
Tal vez pensaba demasiado y estaba alimentando una paranoia fruto del estrés que
acumulaba en aquel momento, es muy probable, pero me conocía bien y sabía que la opción
de «autoasesinarme» no era la más adecuada. Demasiados cabos sueltos, demasiada
tentación para la suerte, a la que le gusta jugar a inventar guiones que siempre superan a la
ficción.
Descartada, pues, esa forma de matarme, de hacer morir a Reina Antón, debía centrarme
en otra, mucho menos sangrienta y un poco más simple. Por algo se dice que la distancia más
corta entre dos puntos es la línea recta.
—Si yo estoy viva y quiero hacerme pasar por una muerta, sin que para ello tenga que
haber un cadáver… —me dije a mí misma en voz alta, como si al hablarme pudiera pensar
con más claridad—, entonces, piensa, Reina, ¿cuál es la línea recta entre esos dos puntos?
Al pronunciar la palabra cadáver, me sonó como con distancia. Por un momento, no la
identifiqué con mi propio cuerpo, no la identifiqué conmigo y pensé: ¿por qué me empeño en
que no exista cadáver? ¿Por qué no hacer que el cadáver de alguien, de una desconocida,
de cualquier otra persona que ya estuviera muerta, fuera identificado como el cuerpo de
Reina Antón, es decir, el mío?
La idea me hizo pensar durante un tiempo. Una muerta que suplantara mi personalidad
cuando, en realidad, yo iba a suplantar la de otra fallecida. Era un galimatías algo macabro
que, además, me estaba planteando muy seriamente. Toda la situación era una auténtica
locura que me estaba perturbando la razón. En cualquier caso, ¿dónde iba a encontrar yo
un cuerpo de mujer para hacerlo pasar por mí? Eso no era algo que pudiera comprar en un
supermercado, ni tan siquiera en el mercado negro, como había hecho con la documentación
que había precisado para mi nueva personalidad. Además, ¿cómo iba a borrar los rasgos
físicos que identificaban a ese cuerpo? Esa mujer, ese cadáver, en el improbable caso de
poder conseguirlo, tendría huellas dactilares, rostro, ficha dental, tal vez cicatrices o
tatuajes…
El asunto me estaba desquiciando sobremanera y ya no era capaz de pensar con claridad.
Se me acababa el tiempo y debía encontrar una solución a ese problema, así que decidí aquel
día irme a la cama e intentar conciliar el sueño para despejar mi mente. Me tomé un
somnífero para que me ayudara a la tarea y poder consultar con la almohada todas mis
preocupaciones. La almohada siempre había sido buena consejera. A la mañana siguiente,
cuando desperté, lo tuve claro. Fue como una clarividencia; supe exactamente lo que iba a
hacer para fingir mi muerte y que nadie necesitara un cadáver para certificarla. ¿Cómo no lo
había pensado antes?
5
La mañana del seis de enero del año 2000, Virginia cumplió quince años. La
chica pelirroja de las mil pecas vino al mundo, con mucha dificultad, un día de
Reyes, un día en que los regalos son los protagonistas, un día en el que los
niños juegan a saborear lo dulce que sabe la ilusión. Pero a ella, que en el
mismo momento de su nacimiento la arrancaron de la guadaña de la muerte,
parecía que esta le guardaba cierto rencor y, quince años después, quiso llevar
a cabo su venganza.
Se despertó al alba. No serían ni las seis de la mañana. Un sonido
intermitente que sonaba en el cristal de su ventana le hizo abandonar su
plácido sueño. No nevaba, pero había helado. El rocío había cristalizado y sus
gotas parecían diamantes. Se levantó de la cama y se echó una bata por
encima, antes de acercarse a la ventana para descubrir qué era lo que producía
ese ruido que la había despertado. Eran piedrecitas chocando contra el cristal,
pero sonaba como el granizo golpeando la ventana. Todavía estaba muy
oscuro, pero el sol asomaba muy ligeramente por detrás de los tejados de las
casas que se escondían muy al fondo de su mirada. Se frotó los ojos para ver
mejor y casi se muere del susto cuando, al abrirlos de nuevo, se encontró con
la cara sonriente de Desiderio detrás del cristal de su ventana.
—¿Tú estás loco o qué? —le susurró con un tono enfadado—. Casi me
matas de un susto, bueno, eso si no te mata mi padre como te vea. ¿Has visto
qué hora es?
—¡Feliz cumpleaños, mi princesa pelirroja! He venido hasta su castillo para
traerle un presente. No me dan miedo ni los ogros ni los dragones y, si es
preciso, lucharé espada en mano para liberarla de su cautiverio —le recitó
como un galán de cuento al otro lado de la ventana, lo que disipó el enfado de
Virginia al instante y le arrancó una sonrisa.
—¡Estás fatal! ¿Lo sabes, verdad?
—Estoy enfermo de amor, desahuciado, lo mío no tiene cura, me lo dijo un
hechicero al que consulté. ¿Me vas a dejar pasar o prefieres que tu caballero
andante muera de frío aquí fuera?
—Mi padre no tardará en despertarse y si te ve por aquí, nos matará a los
dos —le advirtió, al tiempo que abría de par en par la ventana para que
entrara y la adrenalina se le disparaba por el peligro.
Primero entró él y después se volvió a asomar al exterior para coger algo
que había dejado fuera. Se sacudió a sí mismo para hacerse entrar en calor y
se quitó el gorro de lana. Con las dos manos todavía enfundadas en los
guantes, sujetó la cara de Virginia, que tenía el cabello alborotado y las
mejillas sonrosadas, y la besó con tal intensidad que parecía que le estaba
absorbiendo todo el calor de su cuerpo, apoderándose de ella. Virginia le
correspondió gustosa y jugueteó con su lengua cálida abriéndose camino entre
los helados labios de Desiderio. Cuando la necesidad de respirar les hizo
separarse, Desiderio le mostró su regalo.
—Voilà! —dijo señalando con ambas manos lo que había metido por la
ventana después de entrar él.
—¿Un árbol? —preguntó extrañada Virginia al ver que su regalo de
cumpleaños era una maceta donde había plantado un pequeño árbol que no
superaba el metro de altura.
—Pero no es un árbol cualquiera, es nuestro árbol. Se trata de un magnífico
ejemplar de árbol del paraíso. Todavía es pequeño y, claro, no ha florecido,
porque lo hará en primavera, pero ahí donde lo ves es el símbolo de nuestro
amor y lo veremos crecer hasta que nos vayamos a México.
—Y… ¿dónde se supone que lo vamos a ver crecer? ¿Crees que podré
plantarlo en la granja sin que mi padre empiece a hacer preguntas?
—Está todo pensado, mi querida princesa. Ven conmigo. —La cogió del
brazo y la acercó de nuevo hasta la ventana. Con el dedo índice de su mano
derecha señaló—: ¿Ves ahí, al fondo, al final del camino? ¿Ves ese alcornoque
y el olivo que hay un par de metros más allá?
—Sí, los veo.
—Pues entre esos dos árboles lo voy a plantar. Siempre que quieras, podrás
asomarte a esta ventana y mirar nuestro árbol del paraíso. Lo verás crecer
desde tu dormitorio y solo tú y yo sabremos que es nuestro, las raíces de
nuestra historia. —Después de la explicación, acercó su boca al cristal de la
ventana y lo llenó de vaho. Sobre el cristal turbio dibujó un corazón donde
escribió las letras V y D.
—Precioso —dijo Virginia con sarcasmo—. ¿Y no morirá por el frío? Me
dijiste que en Ciudad Paraíso hay un clima cálido, y aquí los inviernos son
duros. Tal vez no sea este el lugar más apropiado para verlo crecer, ¿no te
parece?
—No lo creo. Tu caballero no deja nada al azar. Me he estado informando y,
según mis datos, el árbol del paraíso es capaz de soportar las bajas
temperaturas de los inviernos en Cachorrilla. Me lo han asegurado en el
vivero. ¿Te ha gustado mi regalo?
—Tengo que reconocer que me has sorprendido —contestó Virginia
disimulando un cierto desencanto. Ella era más de anillos, unos pendientes,
algo de lujo, tal vez un libro… La simbología del regalo la había dejado un
poco decepcionada, pero supo disimularlo—. ¡Qué cosas tienes! Eres un
romántico que no tiene cabida en este mundo de fieras…, ¿lo sabes? Debes
endurecerte, de lo contrario el mundo te comerá de un bocado algún día.
Estaban a punto de fundirse en otro beso cuando se escucharon ruidos en la
casa. Tal vez era Dioni, que ya se había despertado, pues solía levantarse muy
temprano.
—Anda, lárgate con tu árbol, que mi padre te va pillar y nos colgará a ti del
alcornoque y a mí del olivo como nos encuentre juntos en la habitación. ¡No
quiero ni imaginar lo que podría pasar!
—No olvides que voy a plantarlo hoy mismo. Cada vez que mires por la
ventana y lo veas, te acordarás de mí. ¡Te quiero! ¡Te quiero más que a mi
vida! —le dijo mientras salía de nuevo por donde había entrado.
Virginia se había curtido con el paso del tiempo hasta rozar peligrosamente la
línea que separa la autodefensa de la crueldad. Lo que no te mata te hace más
fuerte, eso es cierto, pero también se corre el riesgo de que te hiera de
gravedad, y Virginia estaba herida en lo más profundo de su alma, aunque ella
lo ignorara.
Había aprendido a ser fuerte por obligación, a no mostrar su debilidad, a no
soportar la debilidad de los demás, a luchar contra todo y contra todos,
incluso contra ella misma. No supo apreciar nunca el valor del amor porque,
por encima de este, siempre prevaleció el instinto de supervivencia.
Pero los planes de Virginia no iban a salir tal y como los tenía pensados, al
menos no en un futuro inmediato. Tan solo pasaron dos semanas de la muerte
de su madre cuando todo cambió. La granja necesitaba de una mujer que
hiciera las tareas de las que Remedios se encargaba, todas las tareas,
incluidas las de esposa.
Dioni tuvo un duelo breve, casi inexistente. Se lamentaba de tener que hacer
más trabajo del habitual porque se encargó de algunas labores que, hasta
entonces, eran responsabilidad de Remedios, como ordeñar a Matilde, limpiar
el establo o atender el corral. Pero nunca se lamentó de echar a faltar a su
esposa, su cariño, sus atenciones. A Virginia le encomendó todo lo
relacionado con las tareas domésticas: cocinar diariamente, teniendo especial
esmero con las exigencias de Dioni, que no eran pocas, hacer la compra, lavar
la ropa y ocasionalmente ayudar con los animales.
Un día, a finales de enero de aquel horrible año 2000, Dioni llegó bebido a
la casa. La desagradable mezcla de olores a sudor rancio, vino tinto y tabaco
negro llegó antes que él a la granja. Virginia le había preparado la cena, pero
El Vasco tenía ganas de un aperitivo. Nada más abrir la puerta y entrar, la
cerró con llave, algo que no solía hacer hasta que se iba a la cama. El detalle
no le pasó desapercibido a Virginia, que estaba viendo la televisión delante de
la chimenea encendida.
No dijo nada y fue directamente hasta su hija. La miró con ojos lascivos de
arriba abajo y ella se sintió intimidada y acorralada. Se cerró la bata hasta el
cuello, con la mano derecha, como si quisiera esconder su cuerpo al intuir lo
que estaba pensando su padre. Pero Dioni, con un aliento pútrido, se acercó al
oído de Virginia y le dijo:
—Bueno, ahora que tu madre no está, eres la mujer de la casa… Y yo soy el
hombre. Debes empezar a cumplir con tu obligación, ya me entiendes. Seguro
que no es nada nuevo para ti. Ese amiguito tuyo que te ronda hace tiempo ya
habrá probado a la putita pelirroja, ¿a que sí?
Virginia sintió terror e intentó coger el atizador de hierro que usaban para el
fuego de la chimenea, con la intención de tener algo con lo que defenderse,
pero no pudo porque ya estaba arrinconada y su brazo no le alcanzaba. Dioni
no le dio tregua. Inmediatamente empezó a manosearla por todo el cuerpo y
esparcir sus babas por su cuello. Virginia movía la cabeza de un lado a otro,
angustiada, intentando evitar que la boca de su padre se juntara con la suya, su
aliento le dio ganas de vomitar. Con los brazos, apartó como pudo el enorme
cuerpo de Dioni, pero la lucha era claramente desigual en fuerzas. Pero
Virginia no estaba dispuesta a rendirse. En un impulso, le propinó un rodillazo
en la entrepierna y Dioni gimió de dolor y bajó la guardia unos segundos, lo
que le sirvió a la chica para escapar del rincón. Pero no llegó lejos. La patada
cabreó todavía más a Dioni, que la agarró del pelo y la llevó hasta el
dormitorio a tirones. La lanzó sobre la cama. La misma cama en la que ella
había nacido y en la que hacía pocos días había muerto su madre. Allí mismo,
entre arañazos y patadas defensivas de la joven, la lucha parecía excitar
todavía más a su padre. Era un búfalo sudoroso que reía hincado de rodillas
sobre la cintura de su hija, inmovilizándola.
—Naciste para esto, todas las pelirrojas son unas putas, así que no te me
revuelvas tanto, eres una gata en celo que gruñe pero que disfruta, es tu
naturaleza. No me lo pongas más difícil. Hasta el mismo Jesucristo tuvo a
María Magdalena a su servicio.
Le abrió la bata y le arrancó el jersey que llevaba debajo. Después, rompió
de cuajo con ambas manos el sujetador y dejó al descubierto sus pechos
adolescentes, de piel blanca y pezones rosados. Los lamió con gula mientras
sujetaba con fuerza los brazos de su hija, que sintió la mayor repulsión de su
vida y por primera vez tuvo ganas de llorar. Pero Dioni estaba dispuesto a
llegar hasta el final y no se paró ahí.
—Es mejor para ti que te estés quietecita y disfrutes, pasará quieras o no
quieras. Si me lo pones difícil te mataré, pero primero mataré a esa vaca que
quieres tanto. Si se lo cuentas a alguien, comeremos filete de ternera todo el
invierno. ¿Me has entendido?
Le bajó el pantalón con una mano mientras con la otra la sujetaba. Virginia
le escupió en la cara y Dioni sonrió. Entonces le arrancó las bragas de un
tirón, se limpió el escupitajo con ellas y se las metió a Virginia en la boca
para que no gritara.
Allí mismo, sometida y humillada, bajo el repulsivo cuerpo de su padre,
pidió a Dios, ese que nunca le escuchaba, que le mandara a la muerte en aquel
mismo instante, pero esta vez también le hizo oídos sordos. La obligó a abrir
las piernas y la penetró violentamente moviéndose con energía como un animal
hasta hacerla sangrar, resoplando de placer, jadeando de gusto, mientras por
las mejillas de Virginia rodaban las lágrimas del dolor, la rabia, la ira y la
impotencia.
Miércoles, 23 de junio de 2010
Una vez tuve aquel sueño revelador, la solución para fingir mi muerte vino a mí. Simularía un
suicidio, pero un suicidio algo particular, sin cuerpo. Dicho así, parece algo imposible de
llevar a cabo, pero no lo es, es mucho más sencillo de lo que parece. La clave estaba en el
mar y en un reportaje que había visto hace años sobre los peligros de los cruceros de lujo. El
mar, esa inmensidad de agua salada que, contrariamente a lo que se cree, no siempre
devuelve todo lo que se traga. Los cruceros, esos supuestos viajes de placer que en ocasiones
son trampas mortales, auténticas pesadillas.
La información estaba alojada en mi subconsciente y solo había necesitado dormir unas
cuantas horas para rescatarla. Es curioso lo anárquico que puede resultar a veces el
funcionamiento del cerebro humano. Algo que había visto y escuchado hacía años, había
sido la clave para resolver el problema de mi muerte. Y toda esa información había estado
ahí, almacenada en mi cabeza todo el tiempo, hasta que había precisado de ella y la rescaté.
Recordaba incluso los comentarios de un sociólogo, que había denunciado en un reportaje
que había leído en un dominical, lo peligrosos que pueden llegar a ser los cruceros de placer.
Así que busqué en la red hasta dar con entrevistas y artículos publicados en prensa sobre este
asunto. Desde luego, cualquiera que hubiera prestado atención a todo aquello hubiera
desistido de inmediato de programar sus vacaciones a bordo de un barco de lujo para
pasarlas en alta mar. Multitud de afectados denunciaban el altísimo número de robos y
agresiones sexuales que se producen a bordo, los importantes brotes epidémicos que en
ocasiones se extienden entre los pasajeros y, lo que más me interesaba a mí, el número de
personas desaparecidas a lo largo del trayecto, un número nada insignificante.
Me documenté al respecto. La mayoría de las desapariciones se suelen achacar a las
imprudencias de los viajeros. Muchas veces, beben más de la cuenta y desoyen las
advertencias de la tripulación. Salen a pasear a cielo abierto cargados de alcohol y algunos
terminan cayendo al vacío del mar. Sus cuerpos no suelen aparecer, el mar se los traga para
siempre, la fauna marina da buena cuenta de ellos y muy frecuentemente estos incidentes
suelen ocurrir en aguas internacionales, es decir, en tierra de nadie. No hay cuerpo que se
pueda reclamar y, normalmente, la legislación aplicable en estos casos es la marítima.
Entonces, la compañía naviera debe hacerse cargo de estos accidentes y se suelen cerrar con
acuerdos económicos, con el fin de que se les otorgue la menor publicidad posible, con la
intención de que se haga poco ruido para no desprestigiar este importante negocio de
vacaciones en el mar.
Aquello era perfecto, era justo lo que yo necesitaba. Me embarcaría en un crucero, me
dejaría ver entre el pasaje, entablaría alguna amistad a la que le transmitiría toda mi tristeza,
con la intención de que pudieran dar fe de mi supuesto estado de ánimo y, más tarde, fingiría
mi suicidio, dejando una nota en mi camarote, explicando que me había lanzado al mar
porque era víctima de una profunda depresión. Después, tan solo tendría que desembarcar en
alguna de las escalas, eso sí, cambiando un poco mi aspecto para que no hubiera testigos
que pudieran reconocerme. Nunca más me volvería a embarcar y ya por tierra viajaría hasta
Bugarach, para empezar de nuevo como Carmen Expósito.
Reina Antón moriría pues en un supuesto crucero de placer. La causa de la muerte sería el
suicidio, con nota de despedida incluida con el fin de evitar especulaciones y acortar los
trámites burocráticos. La gente del pasaje avalaría mi versión, declararían que me notaron
muy triste y decaída. La compañía naviera daría carpetazo al asunto lo más rápidamente
posible, para evitar la mala publicidad, y yo, para entonces, ya estaría instalada en el pueblo
del Pirineo con mi nueva identidad.
Sencillamente, un plan perfecto.
6
Bajo la ducha, las lágrimas de impotencia de Virginia se confundieron con el
agua, y el hilo de sangre que le surcaba la entrepierna se tornó más rosáceo y
menos rojo intenso. Vomitó allí mismo, en la bañera. Todo se fue por el
desagüe, el vómito, la sangre y las lágrimas, todo menos el dolor, la ira, las
ganas irrefrenables de venganza, el veneno que cambió para siempre su alma.
Se culpó a sí misma por no haber sido capaz de matarlo antes, en un
descuido, cualquier día de su insoportable vida. Pensó que con los años había
perdido valor, que de niña había sido mucho más valiente el día que había
intentado envenenarlo sin éxito. Pero no era cierto, lo que ocurría era que los
años le habían aportado también un mayor sentido del bien y del mal y,
fundamentalmente, le habían hecho ser consciente de las consecuencias que
podría acarrearle matar. Lo quería fuera de su vida, pero no estaba dispuesta a
ir a la cárcel, ni siquiera a un reformatorio. Lo quería muerto, pero no pensaba
pagar el precio de su propia existencia entre rejas, sencillamente porque su
padre no lo merecía; de alguna manera, hubiera sido una victoria más de
Dioni, vencedor incluso después de muerto.
No sabía qué hacer y se sentía sola. Pensó en llamar a Antonio, el
veterinario, pero la idea se desvaneció al instante al sentir vergüenza solo de
pensar en contarle lo ocurrido. Tal vez debía llamar a su hermano Jacobo,
pensó, pero su orgullo todavía era muy fuerte como para eso. Además, quizá si
Jacobo no se hubiera marchado, aquello no hubiera ocurrido nunca, se
lamentó. Solamente le quedaba Desiderio, el enamorado joven que había
plantado un árbol por ella. Tal vez, él sería capaz de matar por amor.
Pasaron unos días hasta que reunió las fuerzas para quedar con él y hablar
de lo ocurrido. Durante todo ese tiempo, hizo lo posible por no coincidir en
casa con su padre. De noche, atrancaba la puerta con una silla hasta que ideó
un cerrojo de quita y pon, con un candado, para poder encerrarse desde dentro
y al menos dormir tranquila. Ese era su refugio. Quedaron, como siempre, en
la ermita del Cristo, a las afueras de Cachorrilla, en su lugar secreto, en una
fría tarde de febrero. El relato fue crudo, pero ni siquiera llegó a ser la mitad
de duro de lo que había sido la experiencia vivida por Virginia y Desiderio
quedó mudo al escucharlo, estupefacto, con una expresión de horror en su
rostro. La abrazó, pero Virginia rechazó el contacto físico de inmediato.
—Debemos acudir a la policía y a un médico para que te haga un
reconocimiento —le dijo Desiderio, cogiéndola de la mano.
—¿A la policía? ¿A un médico? ¿Pero tú has perdido la cabeza, Desi? ¿Qué
crees que ocurrirá entonces?
—Lo encerrarán, eso ocurrirá.
—¡Qué ingenuo eres! Eso no pasará. Iré de mano en mano, médicos,
psicólogos, mujeres policía, informes por aquí, por allá, toda esa mierda es lo
que pasará. Dudarán de mi versión. Él dirá que no me hizo nada, que nunca me
ha tocado, incluso es capaz de decir que fuiste tú…, ¿no lo habías pensado? —
Desiderio tragó saliva, no había pensado en ello. Siempre había deseado
acostarse con Virginia, pero todavía estaba esperando que llegara el momento.
Hasta entonces, se conformaba con algo de sexo furtivo sin llegar a mayores.
—Pero eres una menor, te protegerán de alguna manera. Decretarán prisión
preventiva o una orden de alejamiento… No sé, algo harán hasta que se
celebre el juicio…
—¡Claro, un juicio! ¡Tú has visto mucha televisión! A veces no sé en qué
mundo vives, Desi. La justicia no es para gente como nosotros. Si los pobres
queremos justicia, debemos tomarla con nuestras propias manos. Ojo por ojo,
eso sí es justicia. El que la hace, la paga.
—No sé a qué te refieres… —dijo Desi, creyendo conocer lo suficiente a
Virginia como para intuir por dónde derivaría la conversación.
—Me refiero a que merece morir por lo que ha hecho.
—¿Matarlo?
—Sí, matarlo —contestó sin pestañear la pelirroja.
—Pero ¿cómo vas a hacer eso? ¿Tú estás loca?
—A mí me pillarían enseguida, sería la primera sospechosa, no puedo
hacerlo yo. Una vez me dijiste que harías cualquier cosa por mí, ¿recuerdas?
—No puedo hacer eso, Virginia. No me puedo creer que me lo estés
pidiendo.
—¿No me querías por encima de todo?
—Claro que te quiero por encima de todo y de todos, lo sabes, pero no
puedo matar por ti. Me pides que me convierta en un asesino, exactamente es
eso lo que me estás pidiendo, ¿lo entiendes?
—No, lo que te pido es justicia. Si no eres capaz de dármela, entonces no
me quieres como dices —le dijo impasible, con la mirada fría y con sus ojos
color miel clavados en el horror que sentía Desiderio.
—No es justo que digas eso. Sabes que no lo es.
—Es así de sencillo, Desi, yo lo haría por ti sin dudarlo —mintió—, tal vez
porque yo sí te quiero de verdad. Es la primera vez que te pido algo y tú me lo
niegas… ¡Qué clase de amor es ese! ¿No se trata de querernos y ayudarnos en
lo bueno y en lo malo? ¿No deberías ser tú quien me proteja? En realidad, en
eso se basa una pareja, ¿no te parece?
—Estás equivocada, Virginia, sé que ahora estás enfadada, ni me imagino lo
que has tenido que pasar. Entiendo que no encuentres en tu cabeza otra
solución posible, pero ese no es el camino. Esa muerte nos perseguiría toda la
vida, tendríamos que huir para siempre, viviríamos como fugitivos, siempre
con miedo, siempre mirándonos las espaldas, y eso suponiendo que no nos
descubrieran —le explicó Desi angustiado, intentando hacerle entrar en razón.
—Mátalo y nos fugaremos a Paraíso, como tú querías… —le susurró
cariñosa y persuasiva al oído—. Toda la vida juntos, tú y yo, bañándonos en
sus playas. Me casaré contigo en esa iglesia de colores que tanto te gusta…
En aquel momento, Virginia era una serpiente tentadora, sinuosa y
manipuladora, intentando hacer sucumbir a sus encantos a un Desiderio joven
y enamorado, al que solo el hecho de notar el aliento caliente de Virginia
rozando su oreja le erizaba la piel.
—Fingiremos un robo de ganado, de noche, un día sin luna. Yo esconderé su
escopeta, la que tiene detrás de la puerta de la granja. Tú haz ruido y él saldrá
desarmado, pensando que es un intruso. Luego le dispararás y dejaremos
escapar algunas cabezas de ovejas. La Guardia Civil pensará que salió de
casa para evitar el robo y que el asaltante, al verse sorprendido, lo abatió.
Hay mucho ladrón furtivo por la zona, es un plan perfecto.
—No sé, Virginia, es muy fuerte lo que dices.
—Yo seré testigo. Diré que oí sonidos extraños y que vi cómo mi padre
salía para ver qué ocurría. Declararé que tuve miedo y que me escondí en mi
cuarto. Luego diré que escuché un disparo. Explicaré que estuve escondida un
rato hasta que ya no se oyó nada fuera y que fue entonces cuando llamé a la
Guardia Civil. No investigarán nada más, y mucho menos a ti… Después
dejaremos pasar unos meses para no levantar sospechas y nos marcharemos
juntos a Paraíso a empezar una nueva vida juntos.
Y empezó a sonar la canción del grupo Radio Futura, Eres tonto, Simón, un
tema que el locutor usaba como sintonía, parodiándose a sí mismo, mientras
vociferaba por encima de la letra su consigna de guerra: «Hay que ser muy
listo para hacerse pasar por tonto, te lo dice… ¡Simón Antón!».
Al taxista le divertía aquel programa y se reía con aquel tipo que se llamaba
tonto a sí mismo para luego presumir de lo listo que era. Estaba tan pendiente
de su cigarrillo y de la radio, que ni se percató de que una clienta había subido
al asiento trasero del taxi hasta que cerró la puerta.
—Buenos días, ¿está libre, verdad? —dijo la mujer acomodándose—. He
dejado mis maletas fuera, si no le importa…
—Buenos días, señorita —contestó aturullado el taxista, al tiempo que
tiraba la colilla del cigarrillo por la ventana y bajaba el volumen de la radio
—. Sí, sí, estoy libre. Ahora mismo le guardo el equipaje.
Eran tres enormes maletas que pesaban mucho. El taxista hizo un esfuerzo
por colocarlas de tal manera que cupieran en el maletero, mientras se
preguntaba por qué las mujeres necesitaban tantas cosas cuando salían de
viaje. Cerró el maletero de un portazo y se subió de nuevo al coche.
—Usted dirá.
—A El Rincón de Reina, por favor —dijo consultando un pequeño trozo de
papel donde había apuntado el nombre del lugar donde se iba a hospedar.
—Buena elección, bonito lugar. ¿Se va a quedar usted mucho tiempo en
Beniaverd? —le preguntó el taxista para darle conversación a la joven, a la
que miraba de reojo desde el espejo retrovisor.
—Todavía no lo sé, pero es probable que me quede bastante tiempo, quién
sabe, tal vez definitivamente.
—¿Ya conoce el pueblo?
—No, es la primera vez que vengo, aunque he oído hablar de él.
—Es un lugar estupendo, una maravilla de la naturaleza. ¿Sabe por qué se
llama Beniaverd?
—Ni idea.
—Porque es el pueblo más verde de toda la zona de levante. Por aquí las
montañas están peladas, mucha playa, mucho sol, pero los montes son
marrones por la falta de agua, ya sabe, llueve poco. Y en pleno desierto
mediterráneo aquí está Beniaverd, como un oasis, con sus acantilados azules y
salvajes y sus playas trasparentes que ríete tú del Caribe, pero es que además
tenemos montaña con vegetación abundante. Por eso los moros, cuando
conquistaron la zona, lo tuvieron fácil para elegir el nombre. Lo peor de todo
son los incendios en verano. La mayoría de ellos, intencionados. Ahora el
suelo en Beniaverd vale mucho, ¿sabe usted? —continuaba el taxista hablando
como si de un monólogo se tratara—. No hacen más que construir y construir.
Es lo que da dinero, ya no se vive del turismo. Muchas de las casas las
compran los ingleses para venir a jubilarse. Más de la mitad de los que viven
por aquí son de Gran Bretaña. Y claro, hay negocio seguro. En dos días, todas
esas montañas que ve usted por ahí —dijo señalando por la ventanilla—, a
menos que alguien haga algo por impedirlo, estarán plagadas de ladrillo, de
casitas como champiñones, todas igualitas, una al lado de otra, que cuestan
dos pesetas de hacer pero que venden por una millonada. ¡Qué país! ¡No sé a
dónde vamos a llegar! Y… ¿de dónde ha dicho que es usted?
—No lo he dicho —contestó cortante la mujer.
—Ah, usted perdone, me pareció…
—No soy de un lugar fijo. Hace tiempo que ando de aquí para allá. Nací en
un pequeño pueblo, pero me gusta pensar que soy ciudadana del mundo, al fin
y al cabo estuve poco tiempo allí —explicó intentando ser algo más agradable
de lo que había sido.
—Bueno, pues ya estamos llegando. Le encantará El Rincón de Reina, la
dueña es una mujer encantadora. Aquí es.
La carrera no alcanzó los veinte euros, más el recargo por equipaje. La
joven le dio un billete de cincuenta al taxista.
—¡Vaya! Me temo que no tengo cambio —se excusó.
—No se preocupe, quédese con la vuelta. Por la conversación.
—Muchas gracias, señorita, para que luego digan que los viernes trece traen
mala suerte —bromeó.
El taxista salió apresurado para llegar a tiempo de poder abrirle la puerta a
la joven, la propina bien merecía un trato gentil, caballeroso. Le ofreció su
mano para ayudarla a salir y entonces, ya de cerca, a plena luz del día, el
hombre fue consciente de la belleza de su pasajera. Escondida detrás de unas
enormes gafas de sol, bajó una preciosa chica de pelo anaranjado y piel
blanca salpicada por unas cuantas pecas. No supo adivinar la edad, pero
intuyó que era joven, a pesar de su aspecto sofisticado. Caminaba sobre unos
altos tacones afilados y, a cada paso, su cadera dibujaba un ocho en el aire.
Tenía una figura esbelta y delgada, ceñida en un traje de punto fino de color
verde intenso que lucía como una segunda piel. En la cintura, llevaba un
cinturón negro, muy ancho, que parecía abrazarla hasta casi dejarla sin
respiración. Resultaba irresistiblemente atractiva sin rozar lo soez, rezumaba
sexualidad por cada poro de su piel.
El taxista llevó las maletas hasta la puerta de El Rincón de Reina sin apartar
los ojos de ella. Y antes de despedirse, sacó una tarjeta de visita de su bolsillo
del pantalón, algo arrugada y mugrienta, la intentó alisar con las manos y se la
entregó a la joven.
—Este es mi teléfono, señorita. Si necesita que la lleve a alguna parte, no
tiene más que llamarme. Puedo enseñarle el pueblo por un precio módico.
Será un placer ser su taxista el tiempo que esté usted por Beniaverd. Mucho
gusto, señorita… —le dijo mientras le tendía la mano invitándola a que se
presentara.
—Rives, Virginia Rives. Muchísimas gracias, lo tendré en cuenta —contestó
la joven estrechándole cortésmente la mano.
Era la misma pero era distinta, otra mujer, empezando por su nombre. Cinco
años separaban a Virginia Iruretagoyena Rives, la joven que había parido un
niño, hijo de su propio padre, al que había dado muerte ahogándolo en el
abrevadero de las vacas, al que había metido en una bolsa de basura como un
desperdicio y había enterrado en un agujero en mitad del campo, de Virginia
Rives, la bella mujer altiva que había bajado de aquel taxi, envuelta en un halo
de sensualidad. Eran solo cinco años en los que no se había sabido nada de
ella, al menos nada que tuviera trascendencia. Había renacido de sus propias
cenizas, como un ave fénix, se había reinventado, empezando por eliminar el
último vestigio de su maltratador, su apellido, intentando borrar así parte de su
historia, de su vida, de su pasado. Virginia ya no era una adolescente, era una
mujer que, a pesar de tener solamente veinte años, los había vivido muy
intensamente, y eso se notaba en su aspecto, en su forma de estar, en su ser. Sus
rasgos eran dulces, jóvenes, frescos, pero su mirada color miel era dura, fría,
resentida y desafiante. La nueva Virginia Rives había aprendido a estar sola y
a confiar únicamente en sí misma, a tomar de la vida lo que le viniera en gana
y a negociar el precio de sus deseos. Cinco años había sido un tiempo más que
suficiente para licenciarse en la difícil asignatura de vivir cuando no tienes
nada, ni a nadie. Lo que hubiera ocurrido durante todo ese tiempo solo ella lo
sabía con certeza y los demás solo pudieron jugar a adivinarlo. Virginia Rives
era una mujer nueva con un firme propósito: comerse el mundo, empezando
por Beniaverd.
Querido diario:
¿Sabes una cosa?, al menos me quedaba el consuelo de poder escuchar la voz de mi
hermano Simón gracias a internet. Las nuevas tecnologías me seguían pareciendo algo así
como un milagro. Radio Beniaverd también tenía emisión digital y el programa Las Mañanas
de Simón, el más escuchado por todos los beniaverdenses, era por lo tanto de emisión
internacional. Solo necesitaba un ordenador y una conexión ADSL para tenerlo cerca de mí.
Estuviera donde estuviera, navegando por el Mediterráneo en un crucero simulando un
suicidio, o bien ya instalada en Bugarach, en el país vecino, Simón estaría a mi lado, con su
voz grave y potente, con su verborrea divertida y ocurrente, cerca de mí, aunque yo estuviera
lejos de él.
Cuando zarpó el Golden Mediterráneo, todos los pasajeros despedían a sus seres queridos,
saludando con las manos o agitando unas banderitas de papel con el logotipo de la
compañía naviera que una señorita muy amable te entregaba nada más subir al barco,
mientras te deseaba que disfrutaras del viaje. Todo era alegría, jolgorio, diversión… Los
niños reían alborotados por la emoción, los mayores se hacían fotografías para inmortalizar
el momento, los que estaban en tierra les deseaban buen viaje, todo era una fiesta, una fiesta
de la que todos participaban menos yo. Yo estaba sola, nadie me despedía, nadie me deseaba
buen viaje a una nueva vida, nadie me decía adiós porque nadie sabía que me marchaba y
fue en aquel instante cuando empecé a tomar conciencia de mi nueva situación. Sentí vértigo.
No sabría muy bien cómo explicarlo. Ya no había vuelta atrás. Los planes de dejar de ser
Reina Antón y empezar como Carmen Expósito habían dejado de ser teóricos y empezaban a
ponerse en práctica. ¿Sería capaz de hacerlo? Esa era la pregunta del millón que yo misma
me hacía mentalmente, una y otra vez.
El ser humano no sabe lo que es capaz de hacer hasta que no se encuentra en una
situación delicada. Eso lo había escuchado muchas veces, pero qué gran verdad es. Yo, que
llevaba una vida tranquila con mi negocio El Rincón de Reina, y que, por no tener, ni tenía
líos de amores, parecía estar viviendo una aventura más propia de película, en la que el
destino me había dado un papel protagonista.
Pido perdón al lector si en algún momento divago en el relato. De alguna manera, si esta
historia sale a la luz alguna vez, quisiera poder hacer entender de qué forma sufrí y sigo
sufriendo. Privarte de libertad debe ser algo muy duro, un castigo difícil de sobrellevar, pero
creo que es mucho peor privarte de tu identidad, sin ni siquiera haber hecho nada malo para
merecerlo, tan solo conocer la verdad oscura de una persona sin escrúpulos y, además,
teniendo que guardar el secreto para siempre. Por eso escribo este diario, porque siento la
necesidad de contarlo todo. Dicho esto, os relataré mi peripecia a bordo del Golden
Mediterráneo.
Tenía siete días para dar la imagen de una mujer triste y desolada. Aunque, como dije, el
crucero tenía una duración de ocho días, mi supuesto suicidio estaba planeado justo para la
noche anterior a la escala en el puerto de Villefranche, ya en suelo francés, la última parada
antes de que el buque volviera a Beniaverd.
En la cena de bienvenida, conocí a un simpático matrimonio de recién casados, Eva y
Santiago, los Gutiérrez. Ella acababa de cumplir los treinta y él ya pasaba de los treinta y
cinco. Viajaban en luna de miel y no paraban de hacerse arrumacos. Eran una pareja
encantadora. Los encontré por casualidad. Yo buscaba un lugar libre en alguna de las mesas
redondas que inundaban la gran sala lujosa donde se ofrecía la cena. En el escenario,
adornado con luces y muchos brillos, algo recargado para mi gusto, el capitán, vestido de
gala, con un traje de color blanco impecable que parecía almidonado, alzaba ya la copa
para brindar y dar la bienvenida a todos los pasajeros. La orquesta tocaba detrás de él, y las
luces de la sala eran suaves, para destacar el foco de gran potencia que seguía al capitán en
sus movimientos. Todos vestían de modo muy elegante, como si fueran a una boda o algo así.
Yo no caí en ese detalle y me puse para la ocasión ropa cómoda, como tengo por costumbre.
Evidentemente, desentoné entre tanto glamur.
Todas las mesas parecían estar ocupadas y yo buscaba con la mirada una silla libre. Cada
mesa era para seis comensales, a excepción de alguna preparada para grupos que no
querían separarse. Cuando ya me iba a dirigir a un camarero para requerir su ayuda,
encontré una silla libre.
Pregunté si estaba ocupada y Eva me contestó que no. Amablemente, me invitó a ocuparla.
Además del matrimonio, en la mesa cenaban tres señoras que ya no cumplían los sesenta y
cinco años. Era un grupo de amigas jubiladas que se dedicaban a quemar el tiempo
disfrutando de la vida. Reían divertidas, charlaban animosamente y piropeaban al capitán
cada vez que pasaba por su lado. Estaban desatadas y desinhibidas, como adolescentes sin
pudor. Las envidié un poco.
Pronto entablé conversación con el joven matrimonio. Me preguntaron algo extrañados si
viajaba sola. Les dije que sí y les expliqué que estaba pasando un mal momento. Hablé de
problemas en general, de una crisis existencial que debía solucionar y de que ese era el
motivo de mi viaje en solitario.
Eva fue un encanto conmigo, en todo momento intentó animarme, pero a su esposo, sin
embargo, pareció interesarle menos mi preocupación, incluso parecía fastidiarle.
Aprovechándome intencionadamente de la empatía de la recién casada, lo que me hizo sentir
algo culpable, la verdad, le di un toque algo tremendista a la historia.
En los días sucesivos, Eva me preguntó por mi estado de ánimo e incluso me invitó a
acompañarles en las excursiones que hicimos por Túnez, Nápoles, Roma y Florencia. Yo
siempre decliné estas invitaciones, para alivio evidente de su marido, cuyas expresiones
delataban, cada vez con menos disimulo, lo poco que le gustaba tener que aguantar mi
tristeza en su luna de miel. ¡Pobre hombre!
Con las mujeres jubiladas con las que cené la primera noche no volví a hablar nunca más.
Ellas iban a lo suyo y no me prestaron la atención que mi plan requería.
La mañana anterior al día elegido para fingir mi suicidio, Eva y yo intercambiamos
teléfonos y direcciones. Un formalismo para sellar una amistad que yo sabía inútil. Al
mostrarme ante ella especialmente decaída, recuerdo con cariño sus palabras de afecto. La
verdad es que siento mucho haberla utilizado porque sé que le llegó muy sinceramente el
sufrimiento ajeno de una desconocida. Si alguna vez esta historia se conoce o yo misma
puedo contarla, Eva será una de esas personas a las que me gustaría pedir perdón. A ella y a
su marido.
Cuando la noche cayó y el cielo del Mediterráneo era de un negro intenso y poderoso,
casi aterrador, empecé a escribir la nota suicida. Decía así: «Lo siento mucho. Lamento no
haber sido fuerte. Por favor, Simón, perdóname».
No quise poner nada más. Al fin y al cabo, ya le había mandado una carta que supuse
había recibido porque, cada vez que conectaba mi teléfono móvil, me saltaban decenas de
avisos de sus llamadas que prefería no contestar y mantener mi aislamiento, manteniéndolo
apagado la mayor parte del tiempo. La nota la escribí de mi puño y letra y hasta la rubriqué,
junto a mi nombre, con una lágrima que rodó por mi mejilla. Me despedía de mí misma y,
probablemente, nunca más firmaría ningún papel como Reina Antón.
Subí a la cubierta principal y me aseguré de que nadie me veía. Eran las cuatro de la
madrugada y prácticamente todos dormían. Allí, en la cubierta, dejé junto a la borda un par
de mis zapatillas. Había escuchado en algún lugar, en algún momento, que los suicidas
siempre se descalzan antes de lanzarse al vacío. Tal vez al tirarse por la borda harían lo
mismo.
Intenté descansar un par de horas, pero no pude conciliar el sueño. A la mañana
siguiente, tampoco bajé a desayunar para que Eva ya me echara a faltar. La llegada al
puerto de Villefranche estaba prevista para las once de la mañana. Yo dejé mi camarote con
la puerta entornada, la nota de despedida colocada sobre la almohada de la cama y todas
mis pertenencias dentro. Tan solo cogí un bolso de mano con algo de ropa, el dinero y la
nueva documentación como Carmen Expósito. Me disfracé con una peluca rubia de media
melena que había preparado para la ocasión. No sé si he comentado que yo tengo el cabello
oscuro y largo. Oculté mis ojos con unas gafas de sol y procuré bajar del barco sin llamar la
atención.
Aunque había un control de quién subía a bordo para que estuviera todo el pasaje antes
de zarpar, el control no era exhaustivo a la hora de saber quién bajaba del barco en las
excursiones. Encontré pronto esa grieta en la seguridad y la aproveché para bajar sin que
nadie se percatara de ello. Me resultó mucho más sencillo de lo que había imaginado.
Nadie se dio cuenta de que aquella rubia que bajaba en Villafranche era la pasajera
Reina Antón. El resto de la historia es una sucesión de conclusiones lógicas, hiladas
sutilmente hasta llegar a declararme desaparecida.
Alguien del servicio encontraría mi nota de despedida en la almohada de mi camarote
cuando entraran a limpiarlo. Seguramente, daría la voz de alarma al capitán o a algún
mando del buque. Muy probablemente, también encontrarían las zapatillas en la borda.
Atarían cabos y concluirían que me había lanzado por la borda en plena noche. Era un caso
claro de suicidio, así de sencillo, una conclusión que además avalaría el testimonio de Eva.
No habría cuerpo, supondrían que el mar se lo habría tragado para siempre. Tampoco había
garantías de que se pudiera recuperar. Esperarían un tiempo prudencial y legal para
declararme muerta y, entonces, Reina Antón habría desaparecido para siempre.
Mientras tanto, ya en tierra, me desplacé hasta Niza, ciudad vecina de Villefranche. Viajé
desde allí hasta Bugarach, mi nuevo lugar de residencia. Lo hice como Carmen Expósito y,
como tal, vivo en este rincón del Pirineo francés desde entonces.
8
Compartiendo una especial amistad con el empresario de la construcción y
magnate de los negocios, Mateo Sigüenza, Virginia no tuvo problema alguno
en encontrar casa. Dejó de alojarse en El Rincón de Reina y se instaló en un
acogedor chalet cerca de la playa, propiedad de una de las muchas empresas
de Mateo. La forma de pago del alquiler fue un asunto que no quedó por
escrito y en el que tampoco hubo nunca dinero de por medio.
El verano transcurrió ocioso y ardiente. Las altas temperaturas de Beniaverd
resultaron gélidas comparadas con la pasión que Virginia puso en la relación a
la que ella denominaba negocio. Mateo quedó enganchado a la poderosa droga
del sexo que le ofrecía, como una traficante, la pelirroja, su nueva conquista, o
al menos eso pensaba él. En realidad, quien movía los hilos siempre fue
Virginia, calculando cada movimiento, cada paso, cada encuentro, dando lo
justo para hacerle sentir la necesidad de más, manejando como una marioneta
a un hombre veinticinco años mayor que ella.
El Imperio era su lugar de encuentro, en mitad del mar, como quien dice en
mitad de la nada. El yate que servía para celebrar secretas partidas de póquer
con lo más influyente de la sociedad local, el mismo que era testigo de las
fiestas privadas a las que acudían políticos, banqueros y demás gente pudiente,
se convirtió además, aquel verano de 2005, en el nido de lujuria, bajo
condiciones, de una extraña pareja, la formada por Mateo y Virginia, la que
había empezado a dar que hablar en las colas de los supermercados, en las
reuniones de empresa y en las terrazas de verano en torno a una horchata.
Todos se preguntaban por la identidad de la jovencita con la que se dejaba ver
Sigüenza y todos hacían cábalas al respecto, porque especular sobre lo que se
desconoce siempre adorna una buena conversación.
Pero los planes de Virginia no se quedaban en ser la amante de un hombre
poderoso, los segundos planos no estaban hechos para ella. Consciente de su
irresistible magnetismo y atractivo, y tal vez no demasiado consciente de sus
limitaciones en aquel momento, lo que Virginia pretendía era acaparar todos
los focos que merece una primera actriz, puesto que para nada se iba a
conformar con ser una más del reparto. Mateo era un escalón más para ella,
pero la escalera podía llegar a subir más alto, mucho más alto, tan alto como
la vida le permitiera sin tener que renunciar a nada, porque ella, ya había
pagado el precio por adelantado.
En septiembre, para despedir el verano, tal y como se había hecho ya los
dos años anteriores, Mateo Sigüenza celebró a bordo de su yate una fiesta
New Age con destino a la isla de Ibiza. Un centenar de invitados, la mayoría
hombres, que en realidad eran unos cincuenta nombres muy escogidos con sus
respectivas acompañantes, fueron llegando al puerto deportivo con toda la
discreción de la que fueron capaces, que no fue mucha. Todo el que fuera
alguien influyente en Beniaverd estaba aquella tarde a bordo del Imperio. El
barco se decoró para la ocasión con cientos de velas por todas las cubiertas y
el aroma del incienso se mezcló con el del mar. Los invitados, cumpliendo con
las indicaciones de Mateo, acudieron vestidos con ropa ibicenca, la mayoría
de color blanco o tonos tostados. Faldas con encajes y vestidos sueltos hasta
el suelo para ellas y pantalones de lino con camisas amplias para ellos. Corría
una ligera brisa que jugueteaba divertida con las llamas de las velas y hacía
bailar las faldas de las mujeres.
Virginia se dejó el pelo suelto para la ocasión, sin pretender domar sus
ondas. Se lo adornó con una cinta de margaritas naturales de color blanco, a
modo de corona. Apenas se maquilló, tan solo un poco de carmín rosado en
los labios y una fina línea en el párpado superior de sus ojos para
enmarcarlos, de tal modo que lucía una belleza fresca y radiante. Para el
cuerpo, eligió un elegante vestido de croché en color blanco roto, que le
llegaba hasta los tobillos y que solo dejaba ver parte de sus pies desnudos,
calzados con unas sandalias planas por las que asomaban los dedos con las
uñas decoradas también con diminutas margaritas pintadas a mano.
Sin embargo, Virginia no estaba de humor. Tuvo que aceptar un discreto
papel en la fiesta porque la señora Sigüenza, la oficial, la de la foto con los
tres niños y la Visa Oro, iba a estar a bordo, haciendo los honores en el
protocolo que le correspondía por derecho de matrimonio, en un evento de
aquella categoría. Era un inconveniente que la enfureció, pero no lo suficiente
como para que pensara en no acudir, más bien todo lo contrario, quería medir
las fuerzas en un pulso de miradas. De hecho, la señora Sigüenza, en su papel
de perfecta anfitriona, era la que daba la bienvenida a todo el que subía a
bordo, mientras su esposo organizaba la tripulación y parloteaba, puro en
boca, con este y aquel, entre palmadas sonoras en la espalda y alegría fingida.
Cuando le tocó saludar a Virginia, ambas sabían quién era quién.
—Bienvenida —dijo la señora Sigüenza tendiéndole la mano cortésmente y
mirándola de arriba abajo y de abajo arriba en un par de ocasiones y en tan
solo unos segundos—. Creo que no nos han presentado. Soy Rosa, la esposa
de Mateo —dijo cínicamente remarcando la palabra esposa—. Tú debes de
ser la nueva amiguita de mi marido, la que me hace el trabajo sucio.
—Sé quién eres, al igual que tú sabes muy bien quién soy yo —contestó
Virginia tuteándola, sin tenderle su mano y dejando la de Rosa Sigüenza en el
aire—. ¿Tú hablas de trabajo sucio? Te recuerdo que no soy yo la que limpia
los mocos a unos niños malcriados. Mírame bien. ¿Cuándo tiempo hace que tú
no tienes este cuerpo? Ni pasando mil veces por el quirófano lo podrías
conseguir. El paso del tiempo nunca tiene vuelta atrás. Reconócelo, te gusta lo
que ves… Pues a Mateo le gusta mucho más, te lo puedo asegurar. —Y sin
decir nada más, pasó delante de ella, dejándola con la boca abierta ante tanto
descaro, no muy propio de la hipocresía a la que Rosa estaba acostumbrada en
su círculo de alta sociedad.
A punto estaba de zarpar el Imperio, cuando alguien avisó por teléfono a
Mateo de que el último invitado estaba llegando. Se mostró molesto, no le
gustaba que le hicieran esperar.
—¡Joder con «El Chino», se cree que es la novia en la boda! Pues le espero
cinco minutos, si tarda un segundo más me marcho sin él. A este tipo se le ha
olvidado muy pronto todo lo que me debe, me va a tocar tener una
conversación muy en serio con él —dijo en voz alta sin importarle la gente
que le pudiera estar escuchando.
Minutos después subió a bordo un hombre de unos cincuenta años, de escasa
estatura. Virginia calculó que debía de superar, en poco, el metro cincuenta.
Venía solo, sin acompañante, y era el único invitado que llevaba una camisa
azul marino y pantalones vaqueros. Parecía ir por libre, sin importarle nada, ni
siquiera contrariar a Mateo llegando tarde o desoyendo las indicaciones sobre
con qué ropa se debía acudir a la fiesta. Rosa se mostró empalagosamente
encantadora con él y le llamó «mi querido Goyo». Mateo, que debía de medir
cerca de metro noventa, tuvo que agacharse para rodear con sus brazos a aquel
hombre que casi se perdió entre ellos. Era una estampa graciosa, Mateo tan
alto y aquel tal Goyo tan pequeño. Todos se apresuraron a saludarlo, luciendo
la mejor de sus sonrisas, y Virginia dedujo que debía de ser alguien
importante.
—¿Quién es? —le preguntó a un camarero que ofrecía copas a los asistentes
paseándose con una bandeja.
—Don Gregorio Rosso, el alcalde —contestó el camarero ojiplático al no
entender que hubiera alguien que no conociera al pequeño Rosso, apodado El
Chino por sus ojos algo rasgados.
—¿Ese hombre es el alcalde de Beniaverd? —volvió a preguntar
asombrada.
—Sale todos los días en los periódicos, ¿no lo ha visto nunca? —dijo el
camarero zanjando la conversación, y continuó con su trabajo.
Los periódicos, la prensa, la cultura social, una falta que Virginia debía
subsanar si quería avanzar en sus planes, una falta importante que aquella
noche se le hizo más que evidente. Al fin y al cabo, Virginia era una mujer que
intentaba explotar al máximo su belleza natural y lo mucho que la vida le había
enseñado, pero carecía de estudios, tenía tan solo los básicos, había sido una
niña criada entre ganado a quien nadie le había inculcado el hábito de leer los
periódicos. Por un segundo, se quebró su fortaleza. Miró a su alrededor y se
sintió torpe, pequeña, inculta. A solas con Mateo era todopoderosa, la reina,
como si estuviera en la cima del mundo. Pero allí, entre toda esa gente, donde
todos parecían ser más que ella, más leídos, más cultivados, que hablaban de
economía, de mercados, de negocios…, no pudo evitar sentir unos segundos
de debilidad, ese sentimiento que tanto le repugnaba y que no permitía en
nadie, ni siquiera en sí misma.
El pequeño Rosso, como le llamaban cariñosamente los amigos y la gente
del pueblo, don Gregorio para el resto, era nieto e hijo de italianos. Se
contaba en Beniaverd que realmente descendía de la mafia calabresa. La
leyenda urbana decía que su padre había tenido que huir de Cittanova, una
localidad de la región de Calabria, en la punta de la bota de Italia, centro de
operaciones de sus negocios familiares, y que se había afincado en Beniaverd
huyendo de una disputa a vida o muerte con otro importante y peligroso clan
mafioso. Ya en España, el padre de Gregorio, decían, se cambió el apellido
Rossi, muy vinculado a la mafia calabresa, por el de Rosso, y se casó con una
española de cuya unión nació Gregorio Rosso.
Esta historia había llegado a oídos del propio alcalde en más de una
ocasión, que bromeaba divertido con el asunto, sin llegar a desmentirlo nunca.
¿Sería cierto que sangre mafiosa corría por sus venas? Su actitud altiva y
dominante y la forma en que gestionaba el poder en la ciudad, más propia de
un terrateniente que de un alcalde democrático, avalaban estos rumores, pero
nunca se había podido contrastar.
Para Gregorio Rosso, era su primera legislatura, lo que no le había
impedido arrasar en las elecciones municipales, consiguiendo una mayoría
absoluta desconocida en Beniaverd hasta la fecha. Los analistas políticos
estuvieron semanas buscando una explicación lógica para semejante resultado
electoral. La desidia en el resto de partidos, conocidos en demasía por la
población, la necesidad de creer en la esperanza de que algo nuevo puede
funcionar en política, tal vez el carisma de un hombre con una personalidad
arrolladora… Ninguno se puso de acuerdo a la hora de explicar por qué
Gregorio Rosso, hasta la fecha un hombre de negocios, el propietario de una
cadena de restaurantes, se había alzado con el triunfo en Beniaverd, con un
poder casi absoluto, un pequeño rey para un pequeño pueblo.
Lo cierto es que Rosso había sabido mover convenientemente las piezas del
ajedrez hasta conseguir el jaque mate. Había contado con el apoyo de unos
cuantos pilares económicos y sociales de la descontenta ciudadanía
beniaverdense, entre ellos Mateo Sigüenza, para fundar un nuevo partido
político, autónomo, con un ideario más empresarial que ideológico, al que
llamó ALBI, Agrupación Liberal Beniaverd Independiente. Prometió trabajo,
bonanza económica, empleo, riqueza, pero sin especificar para quién.
Aprovechando los deseos de prosperidad de la población, el ALBI plantó cara
a las fuerzas políticas tradicionales y Beniaverd se convirtió en el territorio
conquistado por Gregorio Rosso y su gente, un pequeño hombre en tamaño
pero cuya sombra abarcaba a todo el floreciente pueblo de la costa por obra y
gracia de las urnas.
Aquel día de la fiesta en el Imperio, Virginia Rives puso los ojos en Rosso.
Era el siguiente escalón que pretendía subir. Le estuvo observando durante
toda la tarde, a cierta distancia, e indagó entre los asistentes detalles sobre su
vida. Averiguó que era un hombre soltero y que vivía por y para su trabajo. Le
contaron que tenía un carácter fuerte, casi despótico, que de haber sido un tipo
alto y fuerte, hubiese dado el perfil de perfecto matón de discoteca. Intentó
cruzar alguna mirada con él, pero parecía resistirse a los encantos de la
pelirroja, algo a lo que ella no estaba demasiado habituada. Rosso estaba
acostumbrado a ser él el que atrajera a los demás y no al contrario. Dos
estrellas brillando en el mismo universo. Virginia pensó en dar el primer paso,
pero sabía que sería un error de estrategia demasiado grave. Una mujer treinta
años más joven que se acerca a un hombre poderoso solo puede pretender una
cosa de él, su poder. De hacerlo, hubiera puesto sobre la mesa sus cartas
demasiado pronto. Por eso, en un intento por ser lo más cerebral posible y de
buscar la forma de actuar más inteligente, esperó el momento adecuado, un
momento que no llegaría hasta un par de meses más tarde, en una partida de
póquer privada.
El tiempo jugó a favor de Virginia, que invirtió esos meses en manipular a
Mateo, un hombre rico cuyo cerebro pasaba con demasiada facilidad de su
cabeza a su entrepierna. Como una gata cariñosa a veces y rebelde otras, el
ronroneo de Virginia fue la banda sonora de su plan, encuentro tras encuentro,
hasta que caló el mensaje.
—Me encanta el equipo que formamos, Mateo —le susurraba después de
una tórrida sesión de sexo—. Tenemos que tomar las riendas para que el
caballo trote por nuestro campo… ¿Sabes lo que quiero decir?
—¡Tú sí que sabes trotar, mi diosa! —le contestó mientras la rodeaba de
nuevo entre sus brazos con la intención de volver a empezar.
—¡Estoy hablando en serio, Mateo! —respondió algo enfadada mientras se
lo quitaba de encima de un manotazo—. ¿No has pensado nunca que te
mereces más trozo del pastel? Sé que ayudaste a Rosso para que consiguiera
ser alcalde, lo cuenta todo el mundo, ¿y cómo te devuelve él el favor?
Dejándote las migajas. ¿Cuánto dinero le diste para financiar el ALBI? —
preguntó directamente.
—Pues… tal vez demasiado.
—Seguro que fuiste su mayor inversor. Sin ti, no hubiera podido seguir
adelante. Ahora se pasea por el pueblo, saludando a todo el mundo como si
fuera un héroe… Hasta te hace esperar cuando le invitas a una fiesta. No te
mereces cómo te trata. Todo el pueblo lo idolatra y esa admiración te
correspondería a ti, tú mereces ese reconocimiento, tus empresas son las que
dan riqueza a Beniaverd… ¿Qué te ha dado? ¿Unas cuantas concesiones?
¿Alguna que otra obra oficial? —Mateo la miró sorprendido. No se esperaba
que Virginia estuviera tan al tanto del funcionamiento de la política local—.
He estado leyendo. Soy nueva aquí y necesitaba saber en qué mundo me
movía, no es un delito —se excusó.
—Rosso y yo sabemos lo que nos llevamos entre manos. Hace muchos años
que nos conocemos, desde críos. El Chino es un tipo prudente, si no me ha
dado más es porque es mejor hacer las cosas poco a poco.
—¡Ja! ¡Eso es lo que él te dice! ¡Excusas! ¡Tonterías! ¿Cómo es posible que
te lo creas? Hay otros que quieren su recompensa y revolotean como abejas
sobre un tarro de miel. Si no exiges tú lo que te corresponde, alguien se te
adelantará. Debes ser el primero, debes estar ahí, recordándole que te lo debe,
te debe todo lo que es. —Dejó de hablar unos segundos para besar a Mateo
apasionadamente mientras su mano jugueteaba con su pene. Sin dejar de
hacerlo, recobró su tono de gata mimosa y le dijo susurrándole al oído, al
tiempo que le mordisqueaba el lóbulo—: Falta poco más de un año para las
próximas elecciones municipales. Pronto vendrá a ti, a pedirte tu dinero, a
prometerte lo mucho que te compensará si le vuelves a apoyar… Si no eres tú
el que pone las condiciones y te mantienes firme, la próxima legislatura
volverá a ocurrir lo mismo. Migajas, eso es lo que te ha dado hasta ahora. Te
mereces por lo menos la mitad del pastel. Es lo justo, ¿no te parece? Juntos
podemos hacerlo, Mateo, piénsalo. Ayúdame y seremos los más poderosos de
Beniaverd, el mundo estará a nuestros pies.
Las palabras de Virginia estaban empezando a envenenar a Mateo, que no
era capaz de pensar con claridad mientras se excitaba con los juegos eróticos.
¿Por qué no? Su discurso tenía sentido, era coherente y, lo mejor de todo, era
factible, relativamente sencillo de llevar a cabo si accedía Rosso, y este
accedería porque necesitaba su dinero, como el que necesita respirar. Virginia
lo tenía todo pensado.
—¿Y qué has pensado? ¿Que me presente a alcalde por el ALBI y quitarle el
puesto al Chino, o que me monte mi propio partido y le haga la competencia?
—preguntó divertido Mateo, esperando que la respuesta de Virginia le
sorprendiera, como así fue.
—Mucho más sencillo que todo eso —contestó mientras se vestía—.
Necesitamos estar dentro. Ya sabes eso que dice el refrán: el que reparte se
queda con la mejor parte. Quiero estar en las listas del ALBI para las
próximas elecciones. Quiero una concejalía con poder, con capacidad de
maniobra, ya me entiendes… Quiero partir el pastel y poder decidir a quién le
doy la mejor parte. ¿Imaginas en quién estoy pensando?
—¿En tu osito de peluche?
—¡Exacto! Tú me ayudas a estar en el gobierno municipal y nos repartimos
al cincuenta por ciento los beneficios que pueda generarte. Los hilos se
mueven desde dentro. Toda esa panda de torpes engominados que Rosso ha
colocado como concejales son amiguetes sin cerebro o los hijos inútiles de los
compromisos que ha tenido que pagar. ¡Pídele que me incluya en las listas y
déjame lo demás a mí! Si no acepta, no habrá financiación de Mateo Sigüenza.
Todo se dispuso para el encuentro, una timba de póquer a la que solo
acudirían Virginia, Mateo y el alcalde. Una pequeña trampa para propiciar una
conversación que, de haber sido acordada formalmente, con mucha
probabilidad no se hubiera producido nunca. Una encerrona, por supuesto,
ideada por Virginia.
Eligieron el restaurante de Mateo, situado en una de las zonas privilegiadas
de la costa de Beniaverd. Tras los intensos meses de duro trabajo que siempre
traía el verano, se solía cerrar durante el invierno, para reabrir en primavera.
El restaurante era un lugar discreto, lejos de las miradas de curiosos que
después inventarían historias sobre lo que pudiera estar haciendo el alcalde
con el constructor, acompañados de la joven misteriosa que últimamente se
dejaba ver en todos los eventos. Rosso llegó en coche oficial, conducido por
su chófer municipal, una persona de su confianza, de esas que no ven ni
escuchan lo que no se debe ver ni escuchar. Eran las doce de una fría y
lluviosa noche de noviembre, la hora de las cenicientas y las calabazas, la
hora en la que se rompen los hechizos. El termómetro marcaba siete grados y
la humedad se calaba hasta los huesos, lo cual era uno de los pocos
inconvenientes del clima de Beniaverd. El paraguas del chófer acompañó
servil a su jefe, el alcalde, hasta el rellano del restaurante, pero no pudo evitar
que sus brillantes y relucientes zapatos se mancharan del barro formado con la
arena de la playa. Le ordenó volver pasadas tres horas.
—¡Joder, Chino! Ya pensaba que tú tampoco ibas a venir. La gente es una
informal, ¿sabes? Para dos gotas que caen se rajan todos y desperdician una
partida con los amigos, ¡coño! Me temo que estaremos en familia. ¿Sabes lo
que te digo? ¡Que mejor solos que mal acompañados! —se excusó muy
teatralmente Mateo, utilizando la lluvia como el pretexto perfecto para
justificar las ausencias de unos invitados inexistentes—. ¡A mis brazos,
capitán! —le dijo mientras le daba un abrazo sonoro, con golpes en la espalda
como si le sacudiera el polvo, ante la mirada de Virginia—. Ven, que te voy a
presentar a una amiga mía.
La presentación fue un pulso de miradas. Virginia le tendió la mano, pero
Rosso tiró de ella para invitarla a que se prestara para darle un par de besos.
Se sirvieron una copa y comenzaron hablando del tiempo; la lluvia era
siempre un recurrido tema de conversación antes de entrar en materia. El
alcalde indagó sobre la pelirroja todo lo que ella se dejó, que no fue
demasiado. Quiso saber de dónde era, a qué se dedicaba, qué la había llevado
hasta Beniaverd, cuáles eran sus planes de futuro… Pero Virginia era una
experta en esquivar preguntas incómodas. La conversación pronto empezó a
tornarse algo incómoda. Entonces fue cuando Mateo invitó a cocaína.
—¡Vaya! Pareces de la Gestapo con tanta pregunta, precisamente tú, que
eres un puto mafioso. Déjate de historias y prueba esta mierda. Me la pasa un
tipo que sabe lo que se lleva entre manos. Hasta me ha propuesto entrar en el
negocio, no te digo más —dijo Mateo mientras cortaba con una tarjeta de
crédito seis finas rayas de cocaína encima del cristal de la mesa.
—Lo que te faltaba, meterte a narcotraficante. Si te pilla la guarda costera
con un alijo, a mí no me vengas a buscar. Vale que en los papeles me digan de
todo menos guapo, pero lo de las drogas no me lo perdonarían los votantes.
Uno puede prevaricar, pero no drogarse; es la doble moral de la política.
Además, yo creía que te habías especializado en el tráfico de influencias —
bromeó Rosso.
—¡Tráfico de esto, tráfico de aquello! ¡Qué más da! Yo lo llamo negocios.
Yo soy un tipo de negocios, lo de menos es con qué los hagas… Pero,
tranquilo, que todavía no me ha dado por ahí. Anda, toma, haz los honores, que
para eso eres el alcalde, el puto amo de Beniaverd —le dijo mientras le
ofrecía un canutillo de plata.
—Las señoritas primero, Mateo, ¿ya se te han olvidado los modales?
—¡Joder, qué fino te has vuelto!, pero tienes razón. Venga, Virginia, vamos a
pasarlo bien.
No era ni mucho menos la primera raya de cocaína que tomaba Virginia, ni
tan siquiera su primera droga. Lo consideraba parte de la estrategia, al igual
que tener que acostarse con tipos como Mateo. Eran meros gajes del oficio.
Con cierta soltura, esnifó la droga y se frotó la nariz para disipar el
cosquilleo.
—¿A que es genial? —dijo Mateo Sigüenza refiriéndose a Virginia—. Esta
chica promete, y creo que puede ayudarnos a ambos. ¿No crees que puede
adornar mucho tu próxima campaña electoral? Una mujer bonita e inteligente
seguro que te hace aumentar el voto masculino.
Rosso no hizo ningún comentario. Cogió el canutillo y esnifó su raya.
Empezaba a adivinar el porqué de aquel encuentro.
—Falta poco más de un año para las elecciones y creo que deberíamos
hablar de negocios. La oposición viene pisando fuerte y el ALBI necesita
caras nuevas, mentes pensantes, sabia fresca…
—Quiero estar en el próximo gobierno —dijo Virginia decidida,
interviniendo por primera vez, al ver que Mateo divagaba—. Sigüenza y yo
somos socios y juntos podemos impulsar tu proyecto político mucho más alto
que ahora. Yo seré la imagen y la voz de Mateo en el Ayuntamiento y trabajaré
duro para que este triángulo nos sea muy beneficioso a los tres.
—¿Socios? ¿Ah, sí? ¿Qué es lo que me he perdido, Mateo? Joder, me paso
un verano sin verte y me la lías —dijo el alcalde desconfiado al tiempo que se
servía un güisqui—. ¿Y por qué razón habría de hacer yo eso?
—Porque sabes que necesitas el dinero de Mateo y porque podrás entrar en
el reparto de los beneficios que obtenga una vez estés en el poder. Hasta
ahora, le has concedido algunas contratas y solo él ha sido el beneficiario de
sus ganancias. Digamos que ha sido un justo pago por financiar tu campaña.
Pero eso puede cambiar. A partir del próximo ejercicio, todos los beneficios
que se obtengan de las empresas de Mateo que tengan directa relación con las
gestiones municipales los repartiremos en tres partes, una para ti, otra para mí
y una tercera para Sigüenza. Tú solo te tienes que preocupar de conseguir otra
mayoría absoluta y de que los concursos públicos estén diseñados a su
medida.
—¿Qué me dices? —invitó Mateo a contestar—. ¡Joder, Chino, que no vas a
ser alcalde toda la vida! ¿No quieres retirarte con una pasta gansa en Belice?
Gregorio Rosso no soltaba palabra, pero su gesto torcido evidenciaba que
estaba contrariado. Parecía estar haciendo la digestión lentamente a la
propuesta inesperada y sorprendente que acababa de escuchar. Giraba el vaso
de güisqui en círculos hacia la derecha y hacia la izquierda, mientras fijaba la
mirada en los hielos que tintineaban rítmicamente, intentando encajar el golpe.
Tras unos segundos interminables de silencio, finalmente habló.
—¿Sabes, Mateo? A ti te conozco hace tiempo, somos amigos de toda la
vida, hasta nos hemos dado de hostias en el parque cuando éramos niños,
pero… ¿podemos fiarnos de ella? Solo es una niña con ropa cara —dijo
claramente sin importarle lo más mínimo importunarla, hablando como si no
estuviera presente, tensando la cuerda. Virginia enmudeció, aquel tipo era más
duro de lo que había pensado. No le gustaba en absoluto que la
menospreciaran, y mucho menos que se dirigieran a ella llamándola niña.
—Pongo la mano en el fuego por ella. Viene de mi parte y me molesta
siquiera que dudes de mi criterio. —contestó ofendido Mateo—. Es muy lista
la jodida, y además guapa. Escucha lo que tiene que ofrecerte…
—Seamos francos, Gregorio —intervino Virginia—. Comprendo tus
reservas hacia mi persona. Yo misma las tendría de ser tú. Es cierto que soy
joven, pero tal vez mi juventud pueda utilizarse como un elemento a nuestro
favor. No soy una chica tonta, ni una cara bonita sin cerebro. Aprendo rápido.
Puedo trabajar de tu mano o trabajar para otro. No te dejes llevar por
estúpidos prejuicios. ¿Sabes una cosa? En el fondo, me gusta tu desconfianza,
eso denota una gran inteligencia por tu parte, pero creo que no alcanzas a
entender que no se trata de una negociación. A ver si te lo explico. Si quieres
el apoyo de Mateo para tu próxima campaña, queremos a cambio una
concejalía suculenta. Me temo que tendrás que fiarte de mí… —afirmó con
mirada seductora mientras cruzaba las piernas sensualmente—. O lo aceptas y
todos contentos, o te tendrás que buscar los millones en otro sitio. Es hora de
repartir. ¿Lo comprendes ahora?
Las cartas quedaron sobre la mesa a pesar de no haber jugado al póquer.
Virginia había lanzado el órdago y ahora le tocaba a Gregorio Rosso aceptarlo
o no. Se marchó molesto por haber sido retado por una niña con tacones altos
que movía los hilos desde la cama de Sigüenza. Sabía que era lista y
tremendamente ambiciosa, podía oler su enfermiza ambición a kilómetros de
distancia, lo que la convertía en una competencia peligrosa para él. El
razonamiento era sencillo: si ahora quería una concejalía, pronto se le
quedaría corta y tal vez quisiera aspirar a la alcaldía, pensó Rosso para sus
adentros. Conocía muy bien y en primera persona lo insaciable que puede
resultar la droga del poder. Demasiado peligrosa como para compartir
adicción con alguien como ella. Dos adictos terminan siempre por encontrar
diferencias y, en el delicado negocio de la política, Gregorio Rosso era un
hueso duro de roer al que no le gustaba nada la idea de juguetear con la
peligrosa inexperiencia de la amante de su benefactor.
El chófer le esperaba en la puerta, puntual. Había dejado de llover y la luna
se abría paso entre las nubes. Le abrió la puerta de atrás de su coche oficial y,
sin mediar palabra, Rosso subió.
—¿Le llevo a casa, señor alcalde?
—Sí, a casa.
Cuando el coche arrancó, el alcalde sacó su teléfono móvil del bolsillo de
la chaqueta y marcó un número. Tenía el ceño fruncido y, mientras esperaba a
que alguien contestara al otro lado de la línea, jugueteaba nervioso con unas
llaves. Finalmente, respondieron.
—Siento despertarte a estas horas. Necesito que me hagas un trabajo.
Apunta este nombre: Virginia Rives. Sí, Rives con uve. Averíguame todo lo
que se sepa de ella. Quiero saber hasta el día en el que hizo su primera
comunión. Llámame en cuanto tengas algo. ¡Ah! Una cosa, esto es algo entre tú
y yo, nada oficial, ¿me has entendido?
Cuando tensas demasiado la cuerda, corres el riesgo de que se termine
rompiendo y el latigazo te dé en la cara. Virginia había retado a un hombre
poderoso que no parecía haber sucumbido a sus encantos, y la cuerda
empezaba a deshilacharse peligrosamente para ella.
Miércoles, 30 de junio de 2010
El Rincón de Reina fue mi hogar cuando era niña y mi negocio cuando crecí. Mi padre fue un
hombre de mar, como la mayoría de los beniaverdenses. Su abuelo también lo había sido, y ni
me alcanza la memoria para llegar a recordar qué generación de los Antón fue la que empezó
a echarse al Mediterráneo como medio de vida.
Desde muy joven, mi padre, acompañado de mi abuelo, pasaba más horas sobre su barco
pesquero, pequeño y modesto, que sobre tierra firme, incluso solía bromear diciendo que
algún día se le iba a olvidar caminar. Lo que generosamente el mar les cedía, y con mucho
esfuerzo y riesgo ellos conseguían capturar, era lo que se ponía a la venta en la lonja de
pescado. Si el mar amanecía embravecido, aquel día no había ganancia y la jornada se
dedicaba a otros menesteres en tierra firme, como reparar las redes o los desperfectos de la
barcaza. Era duro, muchos se dejaron la vida en ello y todavía conservo en mi cerebro el
intenso olor a pescado que mi padre traía a casa cada día, después de trabajar. Al darme dos
besos y rozarme la cara amorosamente con la piel de sus manos, áspera y curtida, comida por
el salitre, el perfume a mar, sal y pescado se me quedaba en la nariz durante horas; de hecho,
creo que nunca se ha ido del todo. Sí, mi padre fue un hombre que olía a mar, pero también a
esfuerzo y trabajo. Fue un hombre bondadoso, de esos que de tanta bondad parece que no
les cabe en el pecho y un día el corazón se les parte en dos. Murió de una crisis cardiaca a
los cuarenta y tres años, dejando una viuda y un par de mellizos, mi hermano Simón y yo, su
pequeña Reina.
No puedo ni imaginar la fortaleza de mi madre para continuar viviendo con un par de
niños a su cargo y sin ingresos. Solo la vi llorar el día del entierro. Supongo que pensó que
no había tiempo para lágrimas y lamentos, cuando la prioridad es subsistir y sacar a tus hijos
adelante. Hasta ese momento, ella había sido ama de casa, por lo tanto sin sueldo propio, y
eso sí, una gran administradora de lo que mi padre conseguía recaudar de lo conseguido en
el mar. Estiraba como nadie hasta la última peseta y era puro ingenio a la hora de llevar un
plato de comida en casa. Si el lunes cocinaba unas lentejas con patatas, solía decir que
había que cocinarlas con mucho caldo para que el viernes, añadiéndoles tan solo un puñado
de arroz, volviéramos a tener un plato caliente en la mesa.
Junto con la tristeza por la ausencia de mi padre, tuvimos que acostumbrarnos pronto a
convivir también con la escasez económica. El dinero no llegaba para cubrir todas las
necesidades, y las pocas tareas de limpieza y costura que mi madre hacía para amigas y
vecinas no eran suficientes. Pero el auge del turismo jugó a nuestro favor. Beniaverd, por
aquel entonces, empezaba a estar de moda como destino turístico de sol y playa. El pueblo
entero empezó a transformar su economía, básicamente pesquera, en una prometedora y
floreciente economía turística. La gente llegaba para pasar sus vacaciones. Venían de toda
España e incluso del extranjero, y todos ellos necesitaban lugares donde alojarse. La
industria hotelera comenzaba a construir sus grandes hoteles, pero los pequeños hostales,
algo más modestos y también más económicos, supieron aprovechar la oportunidad de
negocio. El pueblo entero empezó a transformarse. Nacieron nuevos comercios, restaurantes,
tiendas de recuerdos, y mi madre, una mujer emprendedora y con un ingenio natural
agudizado por la necesidad del momento, transformó su casa en un lugar de alojamiento
casero. No fue algo premeditado, pero salió bien. Las cosas más importantes de la vida las
suele planificar el destino y esta fue una de ellas.
Los tres, mi madre, mi hermano y yo, vivíamos en una gran casa, una antigua masía
propiedad de la familia de mi abuelo. Ubicada en la parte alta de Beniaverd, muy arbolada,
con pinos y palmeras, y con unas vistas espectaculares al mar, tenía acceso a una pequeña
cala gracias a un camino muy antiguo y algo abrupto por el que de niña mi hermano y yo
bajábamos, los días de sofocante calor, para bañarnos en sus aguas paradisíacas. La casa
tenía dos plantas, pero nosotros hacíamos la vida en la de abajo, alrededor del gran salón y
la cocina. En la planta de arriba, había cuatro habitaciones que se utilizaban como trastero
una de ellas y como alojamiento para la familia cuando venían a pasar unos días, las otras
tres. Normalmente, estaban cerradas y éramos mi hermano y yo los que subíamos allí a hacer
trastadas, a jugar a las tinieblas y al escondite, con el consiguiente enfado de mamá.
La ocasión la pintan calva, dice el refrán, así que mi madre debió de pensar que aquellas
solitarias, frías y deshabitadas habitaciones podrían ser el sustento de la familia. Ni corta ni
perezosa, ella misma les dio una mano de pintura, cosió unas bonitas cortinas de colores
vivos a juego con las colchas y tiró todos los trastos viejos para disponer de ellas. Empezó a
recibir inquilinos. Primero, se trató solamente de algunas personas conocidas de los vecinos
que, esporádicamente, tenían que pasar alguna noche en Beniaverd, por trabajo u otros
asuntos. Algunos viajantes y gente de negocios. Pero pronto empezó a recibir también a
turistas que quedaban muy satisfechos y no solo recomendaban el lugar, sino que incluso
solían repetir en años posteriores. Además del alojamiento, se ofrecía un trato familiar y
buena comida casera. El boca a boca fue la mejor publicidad, y fue rara la semana en la que
alguna de las habitaciones estuviera desocupada.
Así es la vida, que cuando te cierra una puerta te abre una ventana. Lo que empezó como
una actividad que nació fruto de la necesidad, a las primeras de cambio, se transformó en un
negocio floreciente que creció tanto que tuvimos que hacer sucesivas modificaciones con el
fin de adaptarnos a todo.
Transformamos la planta de arriba para que fuera mucho más funcional y rentable. Las
cuatro habitaciones se convirtieron en dos suites con baño incluido y zona de estar, con
capacidad hasta para cuatro personas cada una de ellas. Además, fuera, en el jardín, en los
alrededores de la casa pero dentro de la misma parcela de la familia, construimos dos casitas
adosadas, de una y dos habitaciones respectivamente, con la intención de atender las
demandas de familias enteras. Para entonces, mi madre ya era mayor y la vida de trabajo y
sacrificio empezaba a pasarle factura. Simón, ese ser inquieto que pasó nueve meses
completos junto a mí en el vientre materno, seguía igual de inquieto y empezó a probar suerte
con la radio; lo suyo no era la hostelería y nunca mostró excesivo interés por el negocio. Yo
me hice cargo de él y proporcioné el toque de marketing que mi madre no supo darle. Los
tiempos avanzan y no hay que quedarse atrás. Para empezar, le cambié el nombre, bueno,
sería más apropiado decir que en realidad le puse uno, porque hasta entonces no lo tuvo
nunca. Lo llamé El Rincón de Reina.
La muerte se llevó a mi madre poco después y yo me volqué en el negocio, sin más vida que
mi trabajo. Había dejado mi juventud en él. El Rincón de Reina se convirtió pronto en un
alojamiento internacionalmente conocido, muy conocido. Aparecía en todas las guías de
hoteles con encanto, lo conocían en todas las agencias de viajes, lo recomendaban en todas
las páginas webs. El Rincón de Reina ofrecía todo lo que escaseaba en los gigantes y
despersonificados hoteles que proliferaron ya por la zona. La presentación de sus suites y
apartamentos era muy cuidada, procuraba que el trato al cliente fuera personalizado, casi
familiar, que le hiciera sentir como en casa, y aunque la comida continuó siendo casera, con
platos típicos de Beniaverd, la mayoría marineros, he de reconocer que nunca alcanzó el
nivel de los guisos de mamá.
Esa es la historia de la casa que me vio nacer, crecer, quedar huérfana y renacer gracias a
la fuerza de mi madre; la casa que también tuve que abandonar el día que decidí escapar
para ser Carmen Expósito.
9
Los meses pasaron desafiando al acompasado reloj; lo hicieron con una
rapidez impropia del paso del tiempo, que suele ser constante, imperturbable,
salvo por lo subjetivo del ser humano. El invierno de Beniaverd era tan solo
un descanso que por aquellas tierras concedía el verano, casi perpetuo. El sol
siempre terminaba dominando al mal tiempo. Los beniaverdenses recibieron
con júbilo el año 2006 y, el día de Reyes, Virginia Rives cumplió los
veintiuno, envuelta en una vida que superaba en mucho sus expectativas
infantiles.
El regalo de Mateo fue un pequeño chihuahua de color canela, ojos saltones
y grandes orejas. Era una hembra de poco más de veinte centímetros y menos
de dos kilos de peso, vestida con un traje especial para su pequeño y
tembloroso cuerpo, en estampado de leopardo. Al cuello, la diminuta perrita
llevaba un collar de piel con dos diamantes engarzados. A Virginia le hizo más
ilusión el perro que los diamantes porque, si había algo en el mundo por lo
que ella sintiera especial debilidad, incluso más que por las joyas y el lujo,
eso eran los animales. No pudo evitar acordarse de Matilde, su querida vaca,
a la que había dejado tras de sí, en su vida pasada, sin despedirse de ella y a
la que echaba a faltar de vez en cuando, cuando necesitaba afecto sincero. Se
preguntaba si seguiría viva o si ya habría muerto de vieja. No quiso plantearse
ni siquiera que su padre pudiera haberla matado como venganza por su huida,
pero sabía que esa era una posibilidad bastante certera. Con todo, no se dejó
llevar por la nostalgia, nunca se lo permitía, y se aferró con fuerza al presente,
a ese instante que estaba viviendo, a un día de cumpleaños como nunca antes
había tenido.
—¡Es precioso! ¡Es tan pequeñito que parece un muñeco! —dijo casi con tono
y emoción infantiles—. Muchísimas gracias, Mateo, eres un cielo, un hombre
detallista. Bonito collar para un bonito perro. ¿Son diamantes de verdad?
—¡Claro que lo son! Es una hembra, con pedigrí, como tú. Un ejemplar así
se merece un collar de categoría. Ahora tienes que ponerle un nombre.
—Pues le pondré un nombre de categoría, elegante, con clase… Se llamará
Chanel.
—¿Chanel? Me gusta. Pero ¿sabes una cosa? No puede ser que Chanel luzca
ese collar con diamantes y que su mamá no tenga ningún diamante que la haga
brillar más todavía —dijo Mateo mientras se metía la mano en el bolsillo
derecho de la chaqueta—. Cierra los ojos, preciosa, esto hay que solucionarlo.
—Virginia obedeció emocionada, sabía que al abrirlos le esperaría una
sorpresa agradable.
—¿Ya puedo abrirlos? —preguntó impaciente.
—Sí, ya puedes. ¡Tachán!
Delante de sus ojos encontró una cajita de joyería. Estaba abierta y dentro
lucía un precioso anillo de brillantes que dejó a Virginia boquiabierta.
—Cierra esa boca, que te va a entrar una mosca —dijo Mateo divertido al
ver cuánto la había impresionado.
—¡Es una maravilla! ¡Es tan bonito que no encuentro palabras para
agradecértelo!
—Pues no me lo agradezcas con palabras, así de sencillo… —contestó
Mateo con picardía—. Ven que te lo ponga; espero haber acertado con la talla.
—Le cogió la mano derecha, porque con la izquierda Virginia sostenía a
Chanel, y se lo puso en el dedo anular—. ¡Perfecto! Como anillo al dedo,
como se dice en estos casos.
Para Virginia, aquella joya era mucho más que un anillo; era un símbolo de
un estatus social al que le estaba empezando a cogerle el gusto. No pudo evitar
estirar el brazo hacia la luz y, con la palma de la mano abierta, admirar los
destellos que el sol provocaba en los diamantes. Estaba borracha de lujo,
aunque para ella todavía no era suficiente; realmente, nunca lo sería.
El regalo de Mateo no fue el único. Ella misma se hizo un regalo, porque se
lo merecía, porque todo lo que se regalara era poco. Aprovechando que el
destino le había puesto en su camino a un amante poderoso y rico que le había
obsequiado con una preciosa casa sin coste alguno, invirtió parte del dinero
que tenía reservado para ese fin en un ostentoso coche deportivo. Eligió un
descapotable en color azul eléctrico, un biplaza, un BMW modelo Z4, con
todo el equipamiento, valorado en más de cuarenta mil euros. El propio Mateo
quedó impresionado al verlo, y no pudo evitar preguntarse de dónde había
sacado Virginia tanto dinero para vestir con ropa cara y permitirse aquellos
lujos, teniendo en cuenta que acababa de cumplir veintiún años. Pero esa
información tan solo ella la sabía, al menos por el momento. La estampa de
Virginia parecía sacada de una caricatura de joven guapa, ambiciosa y rica,
subida a un descapotable con el pequeño chihuahua metido en un bolso de mil
euros, paseando despreocupada por las calles de Beniaverd, donde todos ya la
conocían.
Tras el acuerdo alcanzado entre Virginia y Rosso, con Mateo Sigüenza como
convidado de piedra, el engranaje del partido empezó a funcionar. Había que
dejarse ver, darse a conocer, hablar de lo bien que se había trabajado en los
cuatro años de legislatura, maquillar los errores y, sobre todo, comerciar con
la ilusión de prosperidad y bienestar para todos, sacar conejos de la chistera y
vender un bien común, cuando lo que tramaban era un fin mucho más egoísta.
En cuanto a Virginia, había que lanzarla, porque al fin y al cabo era una
desconocida que había llamado demasiado la atención por dejarse ver al lado
de Mateo, un rico barrigudo con una guapa acompañante veinticinco años más
joven que él, el perfecto chisme de pueblo que en nada la beneficiaba en su
imagen pública. Acordaron, pues, que aquello debía cambiar y que era mejor
que solo se dejara ver en círculos políticos, junto a Rosso y el resto de
compañeros de partido, y que las visitas a la alcoba de Mateo fueran, en todos
los casos, privadas y ajenas a las miradas del pueblo.
Virginia visitó emisoras de radio, concedió entrevistas a diarios de la zona,
acudió a platós de televisión locales y se desenvolvió con soltura. Era lista y
aprendía rápido. Siempre iba acompañada de Chanel y desplegando su
encanto natural como el perfume que se desprende de la piel, volátil,
embaucador. No solo hizo gala de una impecable presencia física, sino que
además sorprendió al propio Rosso, al dominar la oratoria política, ese difícil
arte de hablar sin decir nada. Al verla y escucharla, su edad parecía un efecto
óptico, una mujer experimentada en un cuerpo fresco.
Los días de precampaña fueron frenéticos y causaron en Virginia el mismo
efecto que una droga: euforia y adicción. Los baños de multitudes la
embriagaban, la hacían sentir importante y poderosa, y ninguna otra sensación
de las que había experimentado en su corta vida, algunas de ellas muy
intensas, se podía igualar al éxtasis del poder. Pero pronto conocería el amor,
un sentimiento que no entraba en sus planes, un sentimiento que se escapaba a
su control y Virginia, sin autocontrol, solo era una joven como otra cualquiera.
Iván Regledo llegó a la vida de Virginia de la mano de Chanel, a tres días de
las elecciones, el veinticuatro de mayo de 2007, casi como un plan burlesco
ideado por el destino, jugando a obstaculizar todo lo ideado escrupulosamente
por Virginia. A punto de cumplir los treinta años, Iván era un hombre fornido,
de un metro noventa de estatura, profundos ojos verdes y un cabello castaño
cortado al tres. Hacía cinco años que había ingresado en el cuerpo de policía
local de Beniaverd y uno, que estaba adscrito a la Unidad Especial de la
Alcaldía. Allí donde el alcalde iba o venía, algún miembro de este cuerpo
especial, meticulosamente elegidos por el propio Rosso, velaban por la
seguridad del primer edil.
Aquel día, Virginia, acompañada de un grupo de compañeros del ALBI,
tenía previsto visitar un centro de la tercera edad con el fin de prestar atención
a un sector de la población cuyo voto era, en opinión de Rosso, fácilmente
influenciable, pero nada despreciable, si lo que se pretende es sumar una
mayoría absoluta. Cuatro promesas bien ideadas pueden obrar maravillas en
las decadentes mentes de los ancianos, es lo que solía decir el alcalde. En la
puerta del geriátrico, aguardaba un grupo de jóvenes opositores, adscritos a
grupos ecologistas la mayoría de ellos, que llevaban años criticando la
irrespetuosa actividad urbanística del alcalde en Beniaverd. El pueblo era un
pequeño paraíso natural con muchas hectáreas protegidas en las que, en los
últimos años, parecían haber brotado casas como si de champiñones se tratara.
El grupo no era demasiado numeroso, unas cincuenta personas más o menos,
pero se hacían oír. Llevaban pancartas de protesta y utilizaban cacerolas y
palos como improvisados instrumentos de percusión.
Virginia y Rosso iban en el mismo coche, un vehículo oficial con las lunas
tintadas, que aparcó en la puerta del centro. Primero, bajó Virginia y después
de ella lo hizo el alcalde, y en el mismo instante en que Rosso se estiraba el
traje y se arreglaba el pelo con las manos antes de disponerse a entrar en el
geriátrico con toda la comitiva, los manifestantes empezaron a lanzar huevos y
tomates maduros contra él y todo el que estuviera a su alrededor. La policía
cargó contra ellos, a porrazo limpio, desde las vallas de contención. La gente
gritaba y hacía un ruido ensordecedor golpeando las cacerolas. Pero los
huevos y los tomates seguían volando por los aires, impactando sobre el
impoluto traje de Rosso y también sobre Virginia.
En un gesto instintivo por protegerse, Virginia se cubrió la cabeza con
ambas manos y, en ese movimiento, soltó a Chanel, a la que llevaba sujeta con
su brazo derecho. El caos reinó durante unos segundos que parecieron siglos,
hasta que todos fueron capaces de refugiarse dentro del geriátrico y la policía
disolvió a los manifestantes. Pero ya a cubierto, Virginia no lograba encontrar
a Chanel y, con evidentes signos de angustia, comenzó a llamarla a voz en grito
y a buscarla desesperada por entre los pies de la gente, temiendo que con el
revuelo creado alguien pudiera haberlo pisado fatalmente sin darse cuenta.
Toda la fortaleza de Virginia, esa mujer aparentemente imperturbable, se
tornaba debilidad cuando se trataba de los animales, era algo que no podía
evitar, una grieta en su coraza, y como una niña pequeña a punto de echarse a
llorar, mirando el suelo, su desesperación crecía, casi hasta el ataque de
pánico, al ver que Chanel no aparecía.
—Tranquila, ¿es este Chanel? —dijo entonces una voz agradable. Virginia
alzó la vista del suelo y posó sus ojos en un guapo policía que con la palma de
su mano abarcaba el pequeño cuerpo de Chanel, tembloroso y asustado. Al
verla a salvo, Virginia suspiró aliviada.
—Esta —matizó.
—¿Cómo dice?
—Chanel es hembra —dijo mientras la recogía con ambas manos y la
acurrucaba amorosamente contra su pecho—. No sé cómo agradecérselo… Es
usted un héroe. Se merece una medalla. —El policía rio a carcajadas al
escuchar el comentario. No sabía muy bien si lo estaba diciendo en serio o no,
pero le resultó divertido imaginarse recibiendo una condecoración por haber
salvado a un pequeño perro de que lo pisara una multitud descontrolada.
Había hecho cosas mejores y más loables en su carrera como policía.
—Bueno, me conformo con haberla hecho feliz, señorita Rives —contestó
galante.
—Muy feliz, agente…
—Iván Regledo. Llámeme Iván, por favor.
—Solo si me llamas Virginia.
—De acuerdo, Virginia.
—Si dentro de tres días ganamos las elecciones, cuenta con esa medalla —
le dijo coqueteando antes de continuar con la campaña—. Gracias…, Iván.
Recuerdo muy bien al joven que un día se hospedó en El Rincón de Reina y que preguntó por
la dirección del ayuntamiento y por Virginia Rives. No tenía muy buen aspecto, estaba
extremadamente delgado y le faltaban un par de dientes. Su sonrisa era forzada porque sus
ojos siempre eran tristes, a pesar de que sus labios se esforzaban en dibujar una expresión
de alegría cada vez que me saludaba, supongo que por cortesía hacia mí. Me resultaba algo
esperpéntico y bastante desagradable, he de reconocerlo. No debía de tener ni siquiera los
treinta años, pero aparentaba muchos más. Su piel, demasiado pegada a sus huesos por la
falta de peso, marcaba en exceso sus pómulos, lo que le daba a su rostro un aspecto algo
cadavérico. Las cuencas de sus ojos parecían pozos sin fondo por los que asomaba una
mirada apagada, sin vida. Me llamaron especialmente la atención sus manos, curtidas, hasta
agrietadas. No las toqué, pero debían de ser muy ásperas. Pensé al verlas que se trataba de
un hombre de campo o tal vez de mar, mi padre también había tenido unas manos endurecidas
por el sol, el agua y la sal. Siempre iba limpio, muy aseado, incluso recuerdo que desprendía
un agradable aroma a colonia de niño pequeño, de esa que te echas sin reparar en la
cantidad, fresca. Es curioso en lo que repara la memoria, ¿verdad?
Apenas llevaba equipaje, tan solo una bolsa de deporte. Me fijé más tarde que se vestía
alternando un par de camisas y un par de pantalones vaqueros, deduje que era todo el
vestuario del que disponía. Además, era ropa antigua y gastada. Los pantalones tenían el
borde del camal rozado por el uso y apenas conservaban su color original. A las camisas se
le habían hecho bolitas en el tejido de tanto ponérselas y lavarlas por ser de mala calidad.
Era un hombre humilde, educado y agradable al trato que pensé había pasado por alguna
enfermedad grave, a juzgar por su aspecto.
Reconozco que al principio tuve prejuicios. Nada más verle me dio muy mala impresión y
hasta dudé si hospedarle o no en El Rincón de Reina. A lo mejor daba mala imagen y
causaba cierto rechazo en el resto de huéspedes y no me convenía una mala publicidad. Pero,
una vez compartí un par de minutos de conversación con él, me di cuenta de que los
prejuicios son malos consejeros. ¿Qué sabía yo de aquel pobre hombre y quién me creía para
opinar sobre su vida? Era exquisito en el trato, parco en palabras, pero muy educado. Me
dijo que le habían recomendado mi pequeño hotel y ahí ya me ganó por completo. No se
puede rechazar a alguien que viene recomendado por otro cliente, porque el boca a boca
siempre había sido mi mejor campaña de marketing.
Ahora pienso de otra forma. Ahora creo que debía haber hecho caso a mi instinto, ese
detector de peligros que todos llevamos dentro. Qué pocas veces lo escuchamos y cómo
subestimamos todo lo que no sea racional. De haber seguido mi primer impulso de no
hospedarle, de decirle amablemente que lo sentía mucho pero que no tenía ninguna
habitación ni apartamento libres, todo lo demás no hubiera ocurrido y yo no estaría ahora
mismo viviendo en Bugarach, haciéndome pasar por Carmen Expósito, temiendo por mi vida y
dejando constancia por escrito de todo lo que ocurrió y de lo que fui testigo.
Como iba contando, si su aspecto en sí mismo ya me llamó la atención, todavía me resultó
mucho más llamativo que preguntara por Virginia Rives, la concejala del Ayuntamiento, a
quien dijo conocer. ¿Qué tendría que ver aquel hombre mal vestido y con aquel triste aspecto
con Virginia, la pelirroja concejala, siempre tan pulcramente ataviada, la abanderada de la
elegancia? Me moría de ganas por preguntarle, reconozco que suelo pecar de curiosa, así me
ha ido, pero él no dio pie a más conversación y me tuve que conformar con las
especulaciones que mi cabeza barruntaba.
De pequeña, mi madre siempre me advertía de lo peligrosa que puede resultar la
curiosidad. Siempre fui una buena niña, pero algo metomentodo. Recuerdo que mi madre me
comparaba con un pequeño ratón, un ratón que se cuela por todos los rincones, husmeando
por las rendijas, buscando un trozo de queso que llevarse a la boca o cualquier cosa que el
destino pusiera en mi camino. Para mí todo era una aventura. Solía decirme que quien va en
busca de queso corre el riesgo de toparse con una trampa para ratones, y eso mismo es lo
que me sucedió. Mi curiosidad fue mi propia trampa, una peligrosa trampa mortal de la que
conseguí escapar con mucha dificultad y pagando un precio demasiado alto.
Por supuesto, y como no podría ser de otra manera, tampoco olvidaré nunca su nombre
porque él, aquel extraño huésped y la carta que me dejó el día que se marchó de El Rincón de
Reina, esa carta que nunca debí abrí, fue el principio de todo.
Maldigo aquel día con todas mis fuerzas y daría cualquier cosa por volver atrás. Maldigo
profundamente el día en que conocí a Desiderio, a quien le gustaba que le llamaran Desi y
por quien, extrañamente, también siento cierta lástima a pesar de todo. Maldigo a aquel
hombre que abrió la caja de los truenos. Y me maldigo a mí, por ir en busca de queso y caer
en la trampa para ratones.
11
Pretender ser la última en llegar a la fiesta y llevarte el mejor trozo del pastel
es propio de alguien que valora en exceso su propia capacidad al mismo
tiempo que subestima la del contrario, y eso mismo fue lo que le pasó a
Virginia.
Rosso tomó posesión de su cargo de alcalde de Beniaverd casi como lo
haría un rey absolutista, satisfecho con su desbordada mayoría absoluta, que le
otorgaba la posibilidad de hacer y deshacer a su antojo. El pastel era suyo y en
ningún momento, ni antes, ni ahora, había albergado la posibilidad de que
fuera otro y no él quien se llevara a la boca el trozo más grande, ni la guinda
más dulce.
Gregorio era quien era y estaba donde estaba porque sabía manipular como
nadie las voluntades ajenas, y con Virginia hizo lo propio, como buen hombre
de negocios metido a político. El reparto de competencias municipales fue un
momento tenso para la ambiciosa pelirroja que esperaba, como una niña el día
de su cumpleaños, que Rosso la recompensara con un suculento regalo en
forma de una poderosa concejalía. Pero le tocó bailar con la más fea y, tras
otorgarle tan solo la Concejalía de Eventos y Fiestas, se sintió defraudada,
traicionada y profundamente frustrada.
Una vez se disolvió la reunión de toda la corporación municipal, y cada uno
se marchó con su concejalía bajo el brazo, Virginia esperó a que todos
salieran del despacho de alcaldía para quedarse a solas con Rosso y pedirle
cuentas ante semejante despropósito. Estaba enfurecida.
—¡Me la has jugado, maldito seas!
—¿Disculpa? —respondió Rosso haciéndose el despistado, como si no
supiera a qué se estaba refiriendo, pero satisfecho al comprobar que la
reacción de Virginia era exactamente la que él esperaba.
—¿Concejala de Eventos y Fiestas? ¿Pero qué mierda es esa? ¡Ese no era el
trato! Prometiste darme alguna competencia con la que poder hacer
negocios…
—Una mujer tan bonita como tú merece que le saquen muchas fotos y que se
luzca en los periódicos, eres perfecta para esa concejalía.
—Una concejala florero, ¿eso es lo que quieres que sea?
—No deberías despreciar el valor de la imagen, precisamente tú que tan
bien la sabes utilizar… A la gente le gusta ver cosas bonitas, y tú eres la más
hermosa de toda la corporación, por qué iba a desperdiciar esa cualidad… Tu
vida será una fiesta continua, y encima te pagarán por ello, no creo que sea tan
malo.
—¡Tú ya sabes a lo que me refiero! No he llegado hasta aquí para hacerme
fotos con una panda de pueblerinos. Esto era un negocio, un negocio entre tres.
—Esa fue tu idea, pero nunca fue la mía. Lo que tú llamas negocios la ley lo
llama prevaricar, y para prevaricar hay que estar muy seguro de que no te van
a coger. No creo que estés preparada.
Rosso se dio media vuelta, invitándola gestualmente a que se marchara. No
tenía intención de discutir más al respecto. Él mandaba y él decidía, el ALBI
era suyo y nunca había tenido la intención de que nadie, y menos una joven
prepotente recién llegada, manejara los hilos. Pero Virginia no pensaba
dejarlo así, sin al menos discutir.
—¿Qué crees que pensará de todo esto Mateo? Él ha puesto mucho dinero
sobre la mesa. ¿Acaso piensas que se va a conformar?
—A Mateo sé muy bien cómo tenerle contento. Es el primero que está en el
punto de mira de la prensa y de la oposición. ¿Crees que la gente no habla de
todas las concesiones que se le otorgan? ¿Crees que no husmean para ver qué
pueden denunciar? Si no tenemos cuidado, esto nos estallará muy pronto en las
narices y no es mi intención dejar la política para retirarme en una celda
acusado de corrupción. Hay que ser muy cauto, y Mateo es demasiado simple
como para darse cuenta de todo lo que está bajo la superficie. Yo debo pensar
por mí y de paso también por él, porque la mierda termina por flotar. Además,
Mateo no se ha quejado durante cuatro años y tampoco lo hará estos cuatro
siguientes. A decir verdad, empezó a incordiarme cuando apareciste tú,
curiosa coincidencia, ¿no te parece? No se lo digas, pero es un tipo fácil de
manejar… ¡Vaya! Menudo secreto te acabo de desvelar… Pero si eso tú ya lo
sabes muy bien, ¿verdad? —dijo con sarcasmo—. Dime una cosa, Virginia,
¿en serio pensabas que ibas a llegar y a convertirte en mi mano derecha? —
Virginia le mantuvo la mirada fijamente, pero no contestó—. Te faltan al
menos veinte años de experiencia y mucha humildad para aprender. La
madurez te hará comprender que lo que quieres no siempre es lo mejor para ti.
Muchas veces, es más inteligente saber adaptarse a lo que la vida te presenta.
Ahora lárgate y aprende a conformarte con el trozo de la tarta que te ha tocado.
¿No querías ser concejala con tan solo veintidós años? Pues ya lo eres. No
tenses más la cuerda, no te conviene. Recuerda lo que guardo en ese cajón —
dijo señalando su mesa de trabajo—. Lárgate, tengo mucho que hacer.
Virginia obedeció y se guardó la ganas de estrangularlo con sus propias
manos, allí mismo, en el despacho del alcalde. Era la segunda vez que Rosso
le hacía experimentar esa sensación frustrante en lo más profundo de su pecho
que le pesaba tanto, que no la dejaba respirar. Le odiaba. Odiaba que siempre
fuera un paso por delante de ella. Odiaba ese control que ejercía sobro todo y
sobre todos, odiaba esa calma y seguridad en sí mismo, odiaba incluso que
nunca hubiera manifestado el más mínimo interés por sus encantos femeninos,
como el resto de los hombres. Parecía un hombre hecho de piedra, frío e
imperturbable, sin grietas por donde atacarle, pero ella, mejor que nadie sabía
muy bien que ninguna persona es así y que solo es cuestión de saber observar
y tener paciencia para dar con su punto débil.
Con aquella jugada, Rosso había dado un giro inesperado a los planes de
Virginia en contra de sus deseos. Poco de lo que pretendía hacer era posible
en la Concejalía de Eventos y Fiestas. El alcalde le había cortado el paso por
la avenida que pretendía frecuentar, así que pensó que tal vez debía buscarse
un atajo, callejear hasta llegar a su destino, aunque en ello tuviera que invertir
más tiempo del que esperaba. Virginia no era de esas personas que se rinden
al primer contratiempo, sino más bien de esas que les estimula la adversidad.
Además, estaba Iván, y esa sensación de mariposas en el estómago cada vez
que se cruzaba con él. Eso tampoco estaba en sus planes. Los encuentros con
él fueron secretos. Así lo decidió ella y así lo acató el policía, que estaba
ciego y totalmente entregado. Pasada la enajenación transitoria producida por
un estallido interior de hormonas, fruto del deseo, Virginia pensó con claridad
y sobre todo con frialdad. Iván no pasaría de ser su amante, era la mejor
opción para todos, un amante secreto al que no pensaba mezclar con sus
sentimientos, que siempre lo enredan todo. Pensamiento y sentimiento, dos
cuestiones en conflicto permanente para Virginia. Pero la razón no siempre
manda sobre el corazón, por muy fuerte y concienzuda que esta sea, y aunque
Virginia no quisiera reconocerlo, lo que sentía por Iván era lo más parecido al
amor que ella podía sentir. Siempre que ambos podían, propiciaban un
encuentro tórrido y apasionado, pero la frecuencia con la que se producían
distaba mucho de ser la deseada por ambos. Virginia era ahora una mujer muy
ocupada, una mujer pública, en el sentido mejor aceptado del término, no tan
poderosa como a ella le hubiera gustado, pero una mujer que se debía a los
miles de ciudadanos que la habían votado, a ellos y a Mateo, que al fin y al
cabo había sido la llave que le había abierto la puerta.
Meterse en la cama con Mateo después de haberlo hecho con Iván era algo
así como pretender saborear un puñado de tierra después de haberle dado un
bocado a una jugosa fresa. Nada volvió a ser lo mismo, y Virginia lo sabía.
Los primeros meses en el Ayuntamiento tuvo la excusa perfecta para
escabullirse de las insistentes llamadas del empresario. Estaba demasiado
ocupada: reuniones, eventos, fiestas locales, incluso dio orden de que no le
pasaran sus llamadas. Pero, un día, tras acudir a un acto oficial para dar un
pregón en las fiestas del barrio pesquero de Beniaverd, ya bien entrada la
noche, Virginia volvió a casa y se encontró con una desagradable sorpresa.
Nada más entrar en casa echó en falta los brincos impacientes de Chanel,
colándose entre sus piernas, deseosa de atención. Dio la luz de la entrada de la
casa y, mientras colgaba el bolso en el perchero de la pared y se quitaba la
chaqueta, llamó a la perra cariñosamente.
—Mi pequeña Chanel, ¿dónde estás? ¿Vienes con mami? ¿Dónde está mi
chiquitina? ¿Quién quiere salir a dar un paseo?
Pero la chihuahua no contestaba, ni aparecía. Fue entonces cuando de la
oscuridad del pasillo salió una figura humana, caminando lentamente, portando
algo en el brazo. Era Mateo Sigüenza con Chanel en una mano.
—¡Me has asustado! ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has entrado? —dijo Virginia
algo contrariada por el sobresalto.
—Te recuerdo que esta es mi casa, tengo llave de todas mis propiedades.
Menudo recibimiento el tuyo. Llevo meses intentando que te pongas al teléfono
y nada, ni me coges el móvil, ni me atiendes en tu despacho. ¿Qué otra opción
tenía? —contestó muy serio y muy pausado.
—Perdona, es verdad, te he tenido algo olvidado, pero compréndelo, son
mis primeros meses en el Ayuntamiento y todavía me estoy adaptando. No
tengo tiempo para nada. Todas las asociaciones de vecinos piden reuniones, y
cuando no hay una fiesta en un barrio, la hay en otro, ya sabes lo que son estas
cosas…
—Me hago cargo. ¿No me vas a dar un beso?
Virginia dejó las llaves encima de una bandeja de cristal que había en el
recibidor y se acercó para coger a Chanel. No pudo evitar tener que besar a
Mateo. Le acercó los labios suavemente, pero Mateo quería algo más que un
beso casto de amigos y tiró de ella con fuerza, agarrándola por el cuello y
obligándola a abrir la boca con su lengua. Al instante percibió el rechazo.
—¿Qué coño te pasa? ¿Ya no quieres nada conmigo? ¿Acaso hay otro que te
calienta la cama? ¿Rosso tal vez? —Virginia rio a carcajadas, aquella
especulación sí que no se la esperaba.
—¡Pero qué dices! Esa sí que es buena. No sé qué crees que podría
atraerme de ese hombre que no levanta un palmo del suelo. Tendría la
sensación de hacérmelo con un niño —respondió divertida—. Solo es que no
te esperaba y me has pillado por sorpresa. Anda, pasa y preparé un café, ¿o
prefieres mejor una copa?
Ambos pasaron al salón y Virginia le sirvió un güisqui. Ella se preparó una
cola sin azúcar, con un trozo de limón y mucho hielo, y la dejó sobre la mesa.
Chanel se subió al regazo de Mateo, que había acomodado su barriga y su
grueso trasero en uno de los sofás. La perrita buscaba mimos. Mientras,
Virginia se excusó para ir al baño y ponerse cómoda. Se desnudó
completamente y se cubrió con una bata de satén negra. Se descalzó y caminó
con los pies desnudos hasta el espejo del cuarto de baño que estaba al lado de
la habitación. Abrió el grifo del lavabo y dejó que el chorro del agua se
derramara generosamente. Con las manos se refrescó un poco el rostro,
mientras se miraba a sí misma con la distancia de quien mira a otra persona.
Se recogió el pelo en una cola alta y, a la vez que lo enroscaba para hacerse un
moño, miró el reflejo de sus ojos, la mirada que el espejo le devolvía, y no se
reconoció en aquella imagen. Se sentía cansada y por primera vez veía en sí
misma a una fulana, una puta cara con la que ella misma había comerciado sin
tener necesidad de ello. Proxeneta y prostituta al mismo tiempo. Tenía la
certeza de que en cuanto volviera al salón Mateo buscaría sexo con ella, y
también sabía que no podría negarse porque se lo debía. No quería hacerlo, no
tenía ganas de tener que soportar el olor a tabaco del empresario y los
soplidos de rinoceronte cada vez que la poseía.
Las intenciones de Mateo no se hicieron esperar. Ni siquiera apuró el
güisqui. Nada más verla aparecer la miró con deseo, se puso en pie apartando
a Chanel de un manotazo, y fue hacia ella. Le abrió la bata y, sin llegar a
quitársela, la echó con un ligero empujón sobre el sofá del salón. Ella no
opuso resistencia, simplemente se dejó hacer. Torpemente, y sin tan siquiera
quitarse los pantalones del todo, dejándolos a la altura de las rodillas, se
desahogó como un perro, pero con la brevedad de un conejo. Sin embargo, no
quedó satisfecho; es más, en cuanto pudo recobrar cierta capacidad para
pensar, entró en cólera.
—¿No te ha gustado? —preguntó mientras se abrochaba los pantalones.
—Estoy algo cansada, solo es eso.
—¡Y una mierda! Para echar un polvo así ya tengo a mi mujer, ¿entiendes?
¡Quiero a la Virginia que me volvía loco, no a la que mira al techo y se abre
de piernas! ¿Ya no te gusto o es que ya tienes lo que quieres y no me necesitas?
¡Claro! ¡Idiota de mí! ¿Eso es, verdad? —le gritó mientras con una mano le
cogía con fuerza la cara apretándole las mejillas.
—¡No me toques! ¿Me has oído? ¡Ni se te ocurra ponerme una mano encima!
—Virginia se revolvió con furia al sentirse violentamente acorralada como
cuando era niña. Chanel empezó a ladrar con insistencia.
—Todo lo que eres, todo lo que has conseguido, me lo debes, hasta esta
mierda de perro que parece una rata. Igual que te lo he dado, te lo puedo
quitar. ¡Maldita zorra! ¡Me has utilizado!
—Tiene gracia —dijo al tiempo que soltaba una risotada—. ¿Que yo te he
utilizado a ti? ¿Cuánto tiempo hacía que no te sentías como yo te he hecho
sentir? ¡Anda, dímelo! ¿Cuánto? ¿O es que ni te acuerdas?
—¡Yo puedo tener a la mujer que quiera! ¿Entiendes? —Se metió la mano en
el bolsillo del pantalón y sacó un fajo de billetes de cien euros enrollados y
sujetos con una goma. Los lanzó sobre la mesa—. ¿Ves eso?, solo es calderilla
para mí. ¿Ves esta casa?; es mía, y tengo otras muchas como esta. Tengo un
barco, empresas, coches deportivos y dinero en tres paraísos fiscales. ¿No
crees que podría tener a la furcia que quisiera?
—¡Yo no soy una furcia! ¡No vuelvas a llamarme así en tu vida! —le dijo
apretando los dientes mientras le daba un empujón y Chanel, enfurecida,
atacaba los tobillos de Mateo.
Mateo hizo un movimiento brusco con su pierna y lanzó a la perra con fuerza
hasta impactar violentamente contra la pared del salón. El ladrido de Chanel
se transformó en un gemido de dolor y quedó inerte en el suelo. A Virginia le
dolió más que si hubiera sido ella la golpeada y su instinto de protección para
con los animales hizo saltar todas las alarmas. Se acurrucó en cuclillas y, con
sumo cuidado, cogió a Chanel del suelo. Comprobó que respiraba y parecía
recobrar el sentido tras el golpe. Sin poder evitarlo, y sin meditarlo siquiera
un segundo, se levantó llevada por la ira y le dio una bofetada a Mateo. El
empresario se llevó la mano a la mejilla. No daba crédito a lo que acababa de
ocurrir. Jamás una mujer le había golpeado. Torció el labio, esbozando una
sonrisa maliciosa, la zorra tenía agallas, pensó, y acto seguido, abofeteó a
Virginia con tal violencia que cayó al suelo, sujetando a Chanel entre sus
brazos.
—Te quiero fuera de mi casa. Búscate otro cabrón que te ponga el pisito, ya
he sido bastante idiota. Tienes quince días para mudarte.
Mateo Sigüenza se dio media vuelta y dejó tras de sí a Virginia en el suelo,
sangrando por la boca y con Chanel gimoteando. Segundos después, se
escuchó un portazo brusco y un coche arrancar y chirriar ruedas antes de que
el sonido se perdiera en la lejanía y quedara atrapado por el silencio de la
noche. La pelirroja se tragó las ganas de llorar, se prometió no hacerlo nunca
por un hombre, pero se juró a sí misma que aquello no iba a quedar así. Se
sintió sola, débil y casi destruida, una sensación que ya le era familiar. Nada
parecía salir como ella lo había planeado. Todo a su alrededor se
desmoronaba y los enemigos empezaban a acumularse en la pesada mochila
que llevaba a cuestas. Estuvo tentada de llamar a Iván para buscar entre sus
brazos el consuelo que nunca había obtenido de nadie, pero no se lo permitió.
Hizo la digestión del bocado amargo que había tragado, acurrucada entre las
sábanas, con la sola compañía del diminuto cuerpo tembloroso de Chanel. Una
vez más echó a faltar a Matilde. ¡Qué habría sido de ella!
Diez días tardó Virginia en salir de casa. En el ayuntamiento se excusó
diciendo que tenía gripe. Iván insistió en visitarla, pero ella no se lo permitió.
Todavía tenía la cara amoratada y no se sentía con fuerzas suficientes como
para buscar explicaciones coherentes que evitaran demasiadas preguntas al
respecto. Todo ese tiempo de reclusión en casa lo invirtió en reinventarse una
vez más, reciclando todo lo que pudiera aprovechar de sí misma y volviendo a
encontrar, en su soledad, la fortaleza necesaria para seguir adelante. Hizo
balance de la situación y planificó de nuevo los pasos a seguir. Ahora estaba
sola, sin el apoyo de Mateo, ni el aval político de Rosso. Había sido apartada
a un ostracismo que en nada se parecía a lo que había imaginado que sería su
andadura en la vida pública. Ella diseñaba su vida y el destino se burlaba de
sus planes. Solamente era una figura bonita que cortaba cintas en
inauguraciones, recibía ramos de flores y se hacía fotografías en actos
públicos de poca relevancia y escaso glamur. Un cargo que saciaba su
vanidad, pero no su hambre de ambición. Sabía que aquel era su techo, al
menos mientras Gregorio Rosso fuera el alcalde, la cabeza visible y pensante
del ALBI. Contaba con demasiados obstáculos a su paso para poder abrirse
camino en su carrera política. Con Mateo ya no había vuelta atrás. Ser el pico
del triángulo no había resultado nada positivo. Parecía estar en un callejón sin
salida donde solo dos opciones eran posibles: o adaptarse como aquel día le
había aconsejado Rosso, o bien volver sobre sus pasos y modificar el
recorrido. Pero en el diccionario de Virginia no existían las palabras
rendición y resignación, y nunca empezaba algo que no pudiera terminar.
Necesitaba encontrar una escapatoria, una tercera opción en la que ella
resultara victoriosa y los meses siguientes puso todo su empeño en ello,
mientras el destino siguió jugando a inventar finales distintos.
El verano en Beniaverd volvió a despertar de su letargo una vez más,
cíclico y puntual. Había transcurrido un año desde las elecciones y Virginia se
empezaba a sentir como un hámster dando vueltas en la rueda de su jaula, sin
más aliciente que llevarse a la boca un puñado de pipas, cuando el queso se lo
estaban comiendo otros. Empezaba a ahogarse. Los últimos meses los dedicó a
acomodarse en un segundo plano, algo que le costó mucho esfuerzo, ya que no
era su hábitat natural. Había aprendido en poco tiempo que el clavo que
sobresale siempre recibe más martillazos y por eso, cansada de los golpes que
había recibido, había decidido retirarse de la primera línea de fuego mientras
elaboraba otra estrategia. Se refugió en Iván, pero sin abandonar su pacto de
relación secreta, lo que convertía la suya en una historia todavía más morbosa.
Virginia se mudó a un precioso chalet en lo alto de un acantilado, como
siempre había soñado, como de niña había imaginado. Se lo compró a un
británico de avanzada edad que había decidido volver a su país al saber que
padecía un agresivo cáncer y que le quedaban pocos meses de vida. Cada
mañana, desde la ventana de su cuarto, saludaba al nuevo día y desde ese
mismo lugar contemplaba esconderse el sol. Allí sí se sentía en la cima del
mundo, como si este estuviera a sus pies. Su casa le parecía un lugar mágico.
Le dio una llave a Iván, un paso importante en la relación, y desde ese mismo
instante, la casa del acantilado se convirtió en el nido de amor de la pareja,
conocido tan solo por Chanel. Las noches eran largas y calientes, apasionadas
y sensuales, y los días, cargados de suspiros que retumbaban en las gruesas
paredes de piedra del ayuntamiento del siglo XVIII.
Rosso, por su parte, se sentía confiado. No volvió a preocuparse por
Virginia, a quien pensaba derrotada. En realidad, estaba pletórico porque todo
cuanto tocaba parecía convertirse en oro: subvenciones europeas para
proyectos medioambientales, suculentas comisiones en maletines secretos para
obras amañadas, concesiones poco objetivas, recalificaciones de terrenos muy
oportunas… La sangre de sus antepasados mafiosos, según contaban las malas
lenguas del pueblo, parecía haber encontrado el perfecto caldo de cultivo en la
alcaldía de Beniaverd.
Su relación con Mateo Sigüenza siguió su curso. Ya sin Virginia de por
medio, todo volvió a ser lo que había sido, una amistad interesada. El
Imperio, el ostentoso yate del empresario, sirvió de refugio en numerosas
ocasiones para muchos de sus acuerdos al margen de la ley, con el mar como
único testigo. Confiado en sí mismo y entregado a sus muchísimos votantes que
parecían fácilmente impresionables con la política de fachada, sin ideología
alguna, que caracterizaba al ALBI, Rosso continuó promoviendo eventos,
algunos faraónicos, tal vez de demasiada envergadura para un pueblo de
treinta mil habitantes. Así fue como nació la «I Regata del Mediterráneo».
Con la intención de ampliar el turismo de sol y playa de Beniaverd y, de
paso, rentabilizar una importante inversión que sin duda llenaría un poco más
los bolsillos del alcalde, Rosso ideó el nacimiento de lo que pretendía que,
con el tiempo, se convirtiera en un referente mundial en el elitista deporte de
la vela: una regata que atrajera a gente exclusiva perteneciente a la alta esfera
de la sociedad española. Quería hacer de Beniaverd el objetivo de las
miradas de turistas y prensa y, por qué no, también de la Casa Real española.
Tras muchas gestiones, Rosso consiguió que la reina Sofía fuera la
encargada de inaugurar la primera edición de la Regata del Mediterráneo, una
madrina de excepción. Nunca antes un miembro de la realeza española había
pisado Beniaverd, y conseguir que Su Majestad accediera a inaugurarla
supuso todo un acontecimiento en el pueblo, una medalla más que el alcalde
lucía con orgullo, en su política de pan y circo.
—¡Soy el mejor! ¡El mejor! —dijo apretando el puño, en un gesto de
victoria, nada más colgar el teléfono. Acababan de confirmarle la asistencia
de la reina Sofía como madrina de la regata—. ¡Esto va a ser la hostia!
Queridos compañeros, amigos todos, atención, por favor: os anuncio que la
Casa Real vendrá a Beniaverd, nada más y nada menos que la reina doña Sofía
—comunicó a todos los concejales que estaban reunidos en su despacho, justo
antes de que se celebrara un pleno municipal—. ¡Estamos despegando! Quién
sabe si en un par de años logramos que el príncipe Felipe venga a competir o
que alguna de las infantas veranee en Beniaverd… Tenemos dos meses para
prepararlo todo. Os quiero a todos centrados en esta historia, ¿de acuerdo? ¡A
trabajar todo el mundo!
En unos segundos, tras el anuncio de la noticia, el despacho del alcalde fue
toda una algarabía. Todos abrazaban y adulaban a Rosso, le regalaban los
oídos, le decían lo bueno que era, lo importante que su gestión estaba siendo
para el pueblo. Todos le estrechaban la mano y le felicitaban, todos menos
Virginia.
—¿Y tú no dices nada? —dijo Rosso dirigiéndose a ella.
—Es estupendo —contestó sin entusiasmo alguno.
—¿No te hace ilusión hacerte una foto al lado de la reina de España? Ni en
tus sueños de grandeza lo hubieras imaginado. Te recuerdo que eres la
concejala de Eventos, y este será el más importante de todos los eventos que
este pueblo haya podido ni tan siquiera imaginar. Quiero a toda la gente de tu
departamento trabajando ya mismo en cada detalle. Necesitamos estar a la
altura de las circunstancias. Ponte a trabajar en coordinación con Protocolo,
Prensa y Seguridad. No puede fallar nada. ¿Entendido?
—Entendido —respondió cortante.
—¿No me vas a felicitar siquiera? No sé, un par de besos en la mejilla por
lo menos…, con lo cariñosa que tú eres…
Virginia lo miró con desprecio, se dio media vuelta y se marchó, dejando a
Rosso sumamente satisfecho. Disfrutaba viéndola contrariada, le hacía sentir
victorioso.
Los dos meses siguientes fueron frenéticos. La fecha ya estaba marcada en el
calendario, veinte de julio de 2008, domingo. Había comenzado la cuenta
atrás. La tranquilidad del pueblo se vio bruscamente interrumpida. El nombre
de Beniaverd empezó a ser frecuente en la prensa nacional, en los
informativos de las grandes cadenas. Los beniaverdenses no tenían otro tema
de conversación, no había tertulia en torno a un café que no se centrara en la
regata y la visita real. Las calles se engalanaron para la ocasión, los
comercios aprovecharon el tirón de nuevos visitantes, regatistas, periodistas y
curiosos. El pueblo entero estaba eufórico y pletórico, y el domingo señalado
llegó.
Como no podía ser de otra manera, el sol fue protagonista del cielo azul en
aquella mañana de domingo, un azul intenso que competía con el del mar. Los
barcos de vela que iban a participar parecían mecerse sobre las aguas del
Mediterráneo, un mar en calma que acunaba las embarcaciones a la espera de
que hicieran los honores y comenzara la regata. El pueblo al completo acudió
al puerto deportivo y acaparó incluso el paseo marítimo. Todos vistieron sus
mejores ropas y los niños agitaban pequeñas banderas de España que el
ayuntamiento se había encargado de repartir en grandes cantidades. El azul del
cielo invadido por miles de motas rojas y amarillas, como si fueran amapolas
urbanas. Tras las vallas de seguridad se agolpaban niños y mayores, mientras
la policía, numerosos efectivos del cuerpo nacional que habían llegado como
refuerzo a los policías locales, sudaban bajo el uniforme los más de treinta
grados a la sombra. La banda de música local amenizaba la espera tocando
piezas festivas.
Rosso no cabía en su traje henchido de orgullo como estaba. A su lado, la
más bella de las concejalas de su ayuntamiento, Virginia Rives, eclipsaba
cualquier otra mirada que pudiera desviarse a la primera autoridad municipal.
Ajena a la conveniencia o no para aquel acto, Virginia había elegido una
pamela de color rojo para protegerse del sol y unas enormes gafas oscuras.
Llevaba traje de chaqueta azul marino con botones marineros y zapatos altos
también en color rojo, a juego con el bolso de mano.
Simón Antón retransmitía cada detalle desde la unidad móvil de Radio
Beniaverd. El locutor reparó en la belleza y la elegancia de Virginia y le
dedicó numerosos piropos y muchos minutos de atención. Alcalde y concejala,
acompañados por otras autoridades, esperaban la llegada del coche oficial de
la Casa Real, que se estaba haciendo esperar. El sol era de justicia, pero todos
lo aguantaron estoicamente. Soplaba una ligera brisa marina que, de tanto en
tanto, aliviaba a los asistentes y agitaba las palmeras del paseo marítimo.
De pronto, el murmullo de la gente se tornó más sonoro, mucho más
bullicioso. Simón Antón anunció a su audiencia que se acercaba el coche que
llevaba a la reina doña Sofía. Todos aplaudieron con ganas y agitaron todavía
con más energía las banderas de España. Rosso suspiró satisfecho, y Virginia
procuró no olvidarse del saludo protocolario que debía hacer. La reina bajó
del coche y la multitud casi entró en un éxtasis colectivo. Ella saludó con su
mano derecha al pueblo y se dirigió a las autoridades. Todos le hicieron una
reverencia y los fotógrafos y cámaras acreditados para el evento, llegados de
decenas de medios de comunicación nacionales e internacionales,
encaramados a un templete que para la ocasión se había preparado para ellos,
comenzaron a disparar sus cámaras intentando inmortalizar el mejor momento,
capturar la mejor instantánea. Virginia se quitó la pamela y las gafas de sol en
señal de respeto y flexionó las rodillas al tiempo que saludaba a la reina de
España. Sintió dentro de sí que aquel momento era mágico y lo retuvo para
grabarlo en su memoria.
El acto fue un éxito, no hubo ni un solo contratiempo. Daba la sensación de
que Beniaverd acogía casas reales todos los días cuando, en realidad, se
trataba de la primera vez. La «I Regata del Mediterráneo» quedó inaugurada y,
en su breve discurso, su madrina, la reina Sofía le deseó una larga vida. Todos
aplaudieron satisfechos aquellas palabras, especialmente el alcalde Rosso,
que no podía sentirse más pletórico.
La prensa nacional del día siguiente guardó en todos los casos un hueco para
hablar de Beniaverd y su regata, con presencia de la Casa Real española.
Algunos periódicos lo trataron en la sección de deportes, otros en la de
sociedad, pero todos, sin excepción alguna, recogían las fotos de la llegada de
Su Majestad, saludando a las autoridades locales o posando en grupo con el
puerto deportivo de Beniaverd como escenario. España entera puso sus ojos
en Beniaverd y en aquellas instantáneas que serían el interruptor que activaría
lo que más tarde iba a ocurrir.
Miércoles, 7 de julio de 2010
Por la forma de cerrar la puerta, Virginia supo que Iván se había marchado
muy enfadado, mucho más de lo que podía desprenderse de su actitud y de sus
palabras y, en cierta manera, no le culpaba. Llevaban juntos más de un año de
relación secreta y era muy comprensible que empezara a estar harto; al fin y al
cabo, ella también lo estaba, aunque no lo reconociera. Iván era un buen
hombre, atento y cariñoso. La sencillez con la que afrontaba la vida era una
virtud para Virginia, una rareza difícil de encontrar entre la gente de la que se
rodeaba habitualmente. La trataba como a una obra de arte, con admiración y
muchos cuidados. Solía cocinar para ella y preparar románticos encuentros
por sorpresa en la casa del acantilado. La hacía sentir bien y, seguramente, eso
que ella sentía podría llamarse amor.
Pero la frialdad de Virginia no pensaba permitir que se abriera una grieta en
sus planes, los renovados planes de una mujer tan ambiciosa como vengativa.
Para ella, el amor era como un bonito globo de colores que siempre termina
por reventar al más mínimo roce punzante. Ella ya sabía lo que era estallar por
los aires y no pensaba volver a repetir la experiencia. Si algo había aprendido
en Beniaverd era a ser paciente, a medir los tiempos en función de la
recompensa, a matizar su impulsividad jugando a mostrar a los demás lo que
los demás pretendían de ella, un juego secreto que incluso empezaba a
divertirle, una nueva Virginia que en parte debía agradecer a Rosso y
Sigüenza, sus próximos objetivos. Siempre se aprende más de tu enemigo que
de las aduladoras palabras de tus amigos, pensaba ella, ajena a que los
periódicos también se leen en Cachorrilla.
Una vez más, Iván quedó en un segundo plano. En cuanto volvió con la
prensa y Virginia se emborrachó de vanidad al verse en todas las portadas, el
teléfono sonó. Era Simón Antón, el popular locutor que la reclamaba para una
entrevista en Las Mañanas de Simón. Demasiado tentador como para
rechazarlo.
—Lo siento, Iván, tengo que marcharme. No puedo decirle que no a Simón.
Es la primera vez que me llama tras las elecciones. Además, me llama a mí
sola, siempre he ido de florero de Rosso. Seguro que lo comprendes, dime que
sí… Te recompensaré. Quédate en casa si quieres y relájate. En cuanto pueda,
me escapo y regreso…
—No, Virginia, no me voy a quedar. Estoy cansado de esta historia, de ser
siempre el segundo plato, de ser un secreto. He sido un idiota al pensar que
podías hacerme un hueco entre portadas de periódicos y entrevistas de radio.
Necesitas todo eso más de lo que me necesitas a mí. Es una realidad que me he
estado negando todo este tiempo. Un hombre enamorado siempre piensa que
tiene el poder de cambiar a la otra persona, pero eso es una gran mentira.
Nadie cambia. La gente es como es y tú siempre serás así, una flor que gira sus
pétalos hacia donde el sol luce.
—No digas eso, Iván. Este es un momento complicado. Es mi trabajo… —
se justificó Virginia.
—Demuéstrame que te importo y déjame que te acompañe a la radio,
llévame a esa entrevista contigo y preséntame en sociedad como tu
acompañante —le dijo Iván para ponerla a prueba, sabiendo que no accedería
—. Ella agachó la cabeza y guardó silencio—. ¿Te das cuenta de lo que te
quiero decir? Todos los momentos van a ser complicados para ti. Me siento
como una pieza que no termina de encajar en ti. Tu vida es un puzle demasiado
complejo, Virginia, un puzle con demasiadas piezas. —Iván hablaba,
reflexionando en voz alta, con un tono triste, mientras recogía sus cosas,
esparcidas por la habitación—. Es mejor que lo dejemos aquí. No quiero que
nos hagamos daño.
—¿Me estás dejando? —preguntó Virginia, asombrada por esa reacción.
Hasta ese momento, siempre había sido ella la que dejaba las relaciones, a
excepción de Mateo, pero aquello había sido más bien un negocio.
—Necesito tiempo y tú necesitas espacio para brillar. Si me alejo ahora, no
te haré sombra. Lo siento, de verdad que lo siento.
Sonó de nuevo el teléfono, una vez más la pantalla del móvil avisaba de que
se trataba de un número oculto. Ahora Virginia ya sabía que no era Iván quien
la llamaba, que nunca lo había sido. Ahora conocía muy bien el nombre de la
persona que estaba al otro lado de la línea, su padre Dioni. Descolgó y con los
ojos inyectados en sangre contestó a la llamada.
—¡Te mataré, maldito hijo de puta! ¡Juro que te mataré y esta vez no pienso
fallar! ¿Me has oído?
—Buen provecho, hija de Satanás. Espero que hayas aprendido la lección.
¡Feliz Nochebuena! Y recuerdos al tal Iván. ¡Ah! Me he llevado de recuerdo
los dos diamantes del collar del perro, para hacerme unos gemelos. —Y una
carcajada de pura maldad zanjó la conversación.
Jueves, 8 de julio de 2010
Cuando un sobre misterioso que va remitido a la policía acaba en tus manos, un sobre que
intencionadamente ha dejado a tu alcance un extraño hombre con el fin de que lo encuentres,
resulta muy complicado no sentir curiosidad por su contenido. No es que me esté justificando
ante quien esté leyendo ahora mismo este cuaderno, bueno, tal vez un poco, pero en realidad
lo que pretendo es hacerle entender que, muy probablemente, la mayoría de la gente habría
hecho lo mismo que yo: curiosear en su interior. ¿O acaso usted no lo hubiera abierto?
Sé que me prometí a mí misma que, tras indagar en su contenido, lo volvería a cerrar y lo
entregaría a la policía, tal y como Desiderio había escrito de su puño y letra, pero pensé
encontrar dentro algo mucho más clarificador, más evidente y no una llave que lo único que
hizo fue estimular todavía más mi imaginación y mi curiosidad, un cóctel muy peligroso en
cualquier caso, pero mucho más en este en concreto.
¿Qué abriría aquella llave? ¿Qué secretos escondería tras de sí la puerta cuya cerradura
se correspondía con ella?
La observé con detenimiento y dejé mi mente en blanco para que la respuesta pudiera
encontrar el camino hasta mi cabeza con cierta facilidad. Era demasiado pequeña como para
corresponderse con la cerradura de una casa, eso era seguro. También era algo endeble,
como de aluminio o acero inoxidable, no sabría muy bien especificar el material, pero tenía
claro que no era una llave sólida, de hierro, que abriera la puerta de un hogar. Además, su
llavero, una chapa circular con el número 104, me llevó a la conclusión de que era una llave
de entre otras muchas similares a ella, como era obvio, una más, de una gran familia formada
por más de cien llaves.
Por su tamaño y características, bien podría haber abierto una maleta, una bolsa de
viaje…, pero, de estar en lo cierto, no encajaba el detalle del número. Nadie tiene más de cien
maletas como para tener que numerarlas. Aunque, bien pensado, llave y llavero podrían no
estar relacionados. Tal vez, la llave se correspondía con una maleta de Desiderio y el llavero
simplemente fuera eso, un llavero, sin más, sin significado alguno. Improbable, lo sé, pensar
demasiado a veces trae como consecuencia conclusiones estúpidas. Además, ¿dónde estaba
esa maleta para que la policía diera con ella? ¿Por qué no la había dejado también en la
habitación? ¿Acaso la había escondido en algún otro lugar? ¿De qué serviría entregar una
llave que abre una maleta sin dejar ninguna otra pista que nos llevara a encontrarla?
El número también me hizo meditar, tal vez se trataba de la llave de una habitación de
hotel. Si algunas llaves se numeran, esas son las de las habitaciones de los hoteles, pero, si
de algo entendía yo era de hostelería y sabía muy bien que todos los hoteles de Beniaverd ya
funcionaban con tarjetas electrónicas y, más concretamente, todos los de más de cien
habitaciones. ¿Pertenecería a un hotel de otra localidad? ¿Quizá era una pista para
llevarnos hasta otra habitación de algún lugar donde Desiderio se hubiera hospedado antes
de llegar a El Rincón de Reina? Si así era, ningún distintivo indicaba el nombre de ese
alojamiento, tan solo un número, el ciento cuatro y ninguna letra.
Cuanto más pensaba, más preguntas inundaban mi cabeza. Cada pregunta me daba como
respuesta otra pregunta más y parecía razonar en espiral, sin llegar a ningún punto concreto.
El caso es que no tenía ni idea de qué podía abrir esa llave misteriosa, y lo más curioso de
todo es que me resultaba tremendamente familiar, como si hubiese visto más de esas en algún
momento de mi vida.
Recuerdo que aquel día mi hermano Simón y yo comimos juntos. Solíamos reunirnos de vez
en cuando para hablar de nuestras cosas y ver a los mellizos, mis sobrinos. Cuánto echo de
menos esos ratitos. Aquel día comimos todos en El Rincón de Reina, aprovechando que era
temporada baja y todo estaba muy tranquilo. Yo había guardado cuidadosamente el sobre
entre las hojas de una agenda que siempre tengo en recepción y en mi bolsillo, la misteriosa
llave ciento cuatro. Pasamos una velada agradable, como siempre, comentando las cosas de
la vida, lo rápido que crecen los niños, lo cambiante del tiempo, la marcha de mi negocio, el
éxito de su programa… y ya en el tiempo del café, pensé que tal vez él pudiera aportarme
algo de luz sobre aquella cuestión.
Simón, aunque aparentemente parezca mucho más alocado que yo, en realidad es una
persona tremendamente sensata. Su personaje, el Simón Antón dicharachero que creó para su
programa de radio, no es más que una fachada, una careta que esconde y protege al
verdadero Simón, el hombre y padre de familia que piensa las cosas y actúa
concienzudamente, al menos, en este tipo de cuestiones. Por eso, cuando pensé en enseñarle
la llave para ver si él adivinaba a qué cerradura podría pertenecer, obvié la historia del
sobre y las indicaciones de entregarla a la policía porque, de habérselo contado todo, me
habría obligado a entregarla inmediatamente. Es más, no se hubiera quedado tranquilo hasta
acompañarme en persona y ver con sus propios ojos cómo cumplía con las indicaciones
escritas a mano por el huésped.
La historia que inventé fue sencilla. Simplemente, le dije que se trataba de una llave que
había aparecido por el suelo de una habitación cuando había hecho la limpieza y que
suponía que pertenecía al último inquilino, a quien pensaba devolvérsela. Le quité todo el
misterio a la historia y la adorné de una cotidianeidad aburrida ya que, infinidad de veces,
los huéspedes perdían u olvidaban objetos personales que solían reclamar más adelante.
Se la mostré. Le pregunté si le resultaba familiar, como me ocurría a mí, y si era capaz de
identificarla. Y así fue; casi al instante, supo decirme a qué puerta pertenecía la llave ciento
cuatro que Desiderio me pedía que entregara a la policía. Esa llave era una de las que abría
una taquilla de las instaladas recientemente en la estación de autobuses de Beniaverd. Lo
recordaba con tanta precisión porque fue noticia, y todo lo que es noticia pasa siempre por
sus manos. El alcalde Rosso, en el comienzo del verano anterior, había ordenado realizar
unas obras de remodelación y mejora de la estación de autobuses que habían incluido, entre
otras cosas, la instalación de ciento cincuenta taquillas, de esas que funcionan con una
moneda de fianza, con el fin de dotar de un servicio de guarda y custodia a los viajeros,
muchos de ellos trabajadores que iban y venía a poblaciones vecinas por cuestiones
profesionales.
Ni maletas, ni habitaciones de hoteles, ni nada por el estilo. La llave misteriosa abría una
taquilla, la ciento cuatro, de la estación de autobuses. ¿Cómo no me había dado cuenta
antes? Con razón me resultaba tan familiar. Algo importante había guardado Desiderio en
aquella taquilla, algo tan importante como para que tuviera conocimiento de ello la policía,
algo que necesitaba estar guardado en un lugar seguro, algo así como una caja fuerte al
alcance de cualquiera.
Lo sé; sé que, llegado a este punto, ya había traspasado la línea que separa la curiosidad
de la imprudencia…, pero ahora ya es tarde para arrepentirse. Sé que con la información que
tenía en aquel momento mi reacción, sensata y juiciosa, debería haber sido cumplir con el
encargo de entregarla a la policía, aunque, a estas alturas del relato, ya habrá adivinado el
lector de este cuaderno que no lo hice; es más, no solo no lo hice, sino que además tuve la
osadía y la nula precaución de jugar a detectives y abrir la taquilla. Lo que encontré allí
cambiaría mi vida.
13
Las doce campanadas que recibieron el año 2009 sonaron a muerto para
Virginia. Como en la iglesia de Cachorrilla cuando era niña, el día que murió
su madre, retumbando entre montañas el anuncio de difunto. Las campanas de
la iglesia de Beniaverd anunciando un nuevo año chocaron en las paredes de
su interior vacío, dolorosamente hueco. Nunca la soledad le había pesado
tanto. Nunca su mirada había dejado ver con tanta claridad su deseo de
venganza. Ya ningún disimulo era posible y empezaba a asomarse al abismo de
la locura. Estaba envenenada, carcomida por el odio que durante años,
silenciosamente, la había corroído por dentro.
El día de Reyes de aquel año cumplió los veinticuatro y no le hubiera
importado morir con esa edad, en aquel mismo momento. Odiaba el día de su
cumpleaños, siempre le ocurrían cosas horribles. A menudo, había coqueteado
con la idea de la muerte placentera como un acto de alivio, demasiado a
menudo para su edad. Había fantaseado incluso con tomar un puñado de
pastillas y dejarse ir, lentamente, metida en la bañera, abrazada por el agua
caliente a falta de un ser humano que la abrazara. Nadie la echaría de menos
en un tiempo y tal vez encontraran su cuerpo hinchado y con olor a podrido un
par de semanas después de su muerte, cuando en el ayuntamiento notaran su
ausencia.
Abandonó la idea rápidamente porque imaginó a Dioni satisfecho por la
derrota de su hija, capaz de dejarse morir antes que de matarlo. Capaz de
rendirse hasta la muerte antes que de plantarle batalla. Se sentiría victorioso y
no pensaba darle esa satisfacción. Su necesidad de venganza era más fuerte
que su deseo de suicidio y esa fuerza, como otra cualquiera, le había
funcionado otras muchas veces como motor para seguir adelante. Esta sería
una vez más, una de tantas. Había perdido ya la cuenta de cuántas llevaba. El
desgaste del tiempo y sus latigazos convertían la tarea en mucho más
dificultosa cada vez y Virginia se sentía cansada.
Se levantó de la cama con mucha debilidad y casi cayó al suelo por culpa de
un mareo. Llevaba días sin comer. Cada vez que intentaba llevarse a la boca
algo de alimento, sentía náuseas y no era capaz de borrar de su retina el
cuerpo de Chanel sobre la bandeja del horno, rodeado de una guarnición de
patatas, como si fuera un pedazo de cordero. Lo peor de aquella horrible
visión había sido ver los ojos de la perra. Esos expresivos, saltones y
risueños ojos que en vida siempre chisporroteaban, sobre la bandeja del horno
eran opacos, resecos, encogidos por efecto del calor, holgados dentro de sus
cuencas. Pero si algo era incapaz de superar era el olor: el aroma a carne
asada que incluso se le había antojado suculento y que parecía haberse
quedado dentro de su nariz para siempre. Se la hubiera arrancado de cuajo si
con ello hubiera conseguido apartar de su cabeza ese aroma a perro asado, a
su pequeña chihuahua cruelmente cocinada.
Le corroía por dentro la idea de pensar en cómo había muerto su perrita.
Sabía que Dioni era un hombre sanguinario y le dolía en lo más profundo de su
corazón pensar que muy probablemente la había cocinado viva, lentamente,
atrapada en el horno, intentando salir con su diminuto cuerpo, arañando la
puerta con desesperación, gimiendo de dolor, hasta que el calor terminara por
matarla. Sabía que, dentro de la tremenda crueldad del hecho, no había
existido un pequeño atisbo de piedad, ni un segundo siquiera; conocía bien a
su padre y tenía la certeza de que la había asado viva.
Como pudo, fue al baño. Rebuscó entre los cajones e hizo acopio de todas
las pastillas que guardaba en casa. Antiinflamatorios, pastillas para dormir,
antitérmicos… Todas fueron a parar al inodoro, flotando sobre el agua.
Después, tiró de la cadena y respiró aliviada. No quería tener ninguna
tentación a su alcance. Sentía que las fuerzas le flaqueaban y necesitaba vivir
para vengarse. Sonó el teléfono, una vez más, una de tantas como en los
últimos días, como en los últimos meses y como siempre con un número oculto
en la pantalla. Virginia no lo cogió, desde el día de Nochebuena ya no lo
hacía, pero a pesar de ello seguía recibiendo esas torturadoras llamadas que
prolongaban su agonía. El sonido del teléfono le martilleaba las sienes, pero
no podía apagarlo, era el número del ayuntamiento y debía estar siempre
operativo. Lo puso en silencio.
Se miró al espejo, estaba demacrada. Su belleza fresca parecía haberse
muerto por efecto del invierno como le ocurre incluso a las flores más
hermosas, pero el suyo era un invierno del alma, una oscuridad interior que
difícilmente encontraría una primavera. Sin pensarlo dos veces, se rebeló
contra sí misma. Sacó del cajón derecho del mueble del baño unas tijeras y sin
expresión alguna en su mirada, empezó a cortar, mechón por mechón, su
preciosa melena pelirroja. Era una forma de hacerse daño, una sutil mutilación
como castigo autoinfligido por no haber hecho antes lo que pensaba hacer
ahora. Mientras el cabello caía sobre el suelo, un hilo de voz le repetía una y
otra vez a la imagen del espejo:
—No quiero ser la niña del pelo rojo de mi padre. No quiero ser la hija de
Satanás. Quiero ser otra mujer y dejar atrás mi pasado. Te odio, Virginia. Te
odio, Dioni Iruretagoyena, te odio tanto, hijo de puta, que si me arrancara todo
este dolor no me quedaría nada dentro. ¡Te mataré! ¡Juro que lo haré!
Virginia no quería ser quien era y quiso cambiarse empezando por cortarse
el pelo, sin saber que por dentro seguiría siendo la misma, la víctima hecha
verdugo. Cuando acabó, se volvió a mirar al espejo y vio en su reflejo a otra
mujer. Se acarició la cabeza con ambas manos, para notar con su tacto la
nueva imagen que de sí misma le devolvía el espejo. Se notó algo extraña,
pero se sintió satisfecha. Incluso dibujó en sus labios una tímida sonrisa, un
tenso pulso consigo misma. No tardaría en acostumbrarse a su nuevo aspecto.
El corte de pelo, muy rapado, casi militar, le daba cierto aire masculino a sus
facciones, cierta dureza a su expresión. Sus pómulos se marcaban con más
fuerza, hundiéndole las mejillas. Se sintió preparada para el combate, para la
batalla a vida o muerte. Se metió en la ducha y dejó que el agua resbalara por
su cuerpo. El desagüe se tragó toda la indecisión, todo el temor, cualquier
atisbo de duda y allí, debajo del agua, su cabeza empezó a maquinar el plan
para cumplir con lo prometido: acabar definitivamente con Dioni.
Su vuelta a la vida pública, un par de días más tarde, causó sensación. El
cambio radical de imagen fue incluso portada de la prensa local y tema de
tertulia en el programa de Simón Antón. Aquellos días apodaron a Virginia
como la teniente O’Neil de Beniaverd, buscando la similitud con la actriz
Demi Moore, la protagonista de la película de Ridley Scott. Incluso marcó
tendencia entre las mujeres más atrevidas del pueblo.
Virginia continuó con su vida como si nada extraño hubiera pasado, como si
el nuevo año fuera uno más, porque había aprendido que la paciencia no es
más que conseguir que el tiempo no tenga fecha de caducidad. Debía ser
paciente para conseguir lo que quería, y estaba dispuesta a esperar cuanto
fuera necesario. Para empezar, escribió una carta que decía así:
Mi querido Desi:
Sé que recibir esta carta será un golpe para ti y tal vez no entiendas el porqué de hacerlo ahora,
después de tanto tiempo; un tiempo, todos estos años, en los que no he dejado de pensar en ti.
Soy consciente de que mi marcha, sin tan siquiera despedirme de ti, fue cruel. No sabría darte
una razón que justificara mi forma de actuar porque, seguramente, no será justificable. Te merecías
alguien mejor que yo en aquel momento y yo me ahogaba en Cachorrilla, así que hice lo que suelen
hacer los cobardes: huir sin mirar atrás, sin pensar en cuánto dolor pudiera causarte.
El tiempo me ha enseñado que no se puede escapar de tu pasado. Vayas donde vayas, pase lo
que pase, recorras cuantos kilómetros recorras, el pasado siempre está ahí, te guste o no, y si lo que
pretendes es seguir adelante, es mejor reconciliarte con él.
Nadie mejor que tú puede comprenderme. Solo tú sabes qué cosas tan horribles me ocurrieron
antes de escapar. En todo este tiempo jamás se lo he contado a nadie, así que eres el único que
conoce mi secreto. Por eso, también sé que encontrarás en tu corazón la forma de perdonar mi
huida, la forma en que no correspondí a tu cariño y toda tu bondad para conmigo.
Llevo unos meses intentando hacer balance de mi vida y, al repasar mis años más difíciles,
también me he dado cuenta de que, paradójicamente, también fueron los más felices, porque
estuviste a mi lado incondicionalmente. ¿Cómo fui tan ciega de no darme cuenta? Mi dolor no me
permitió ver más allá de mí misma y sin pretenderlo, sin que esa fuera mi intención, te arranqué de
mi corazón porque en aquel momento no era capaz de amar. Fui profundamente egoísta.
Tal vez hayas rehecho tu vida, tal vez incluso te hayas casado y tengas hijos. Si es así, me
alegraré inmensamente de tu felicidad. Olvida entonces esta carta de una osada que solo pretende
reparar el daño causado en su momento, pedirte disculpas y seguir adelante. Pero si no es el caso, si
sigues guardando algún pensamiento secreto para mí, si alguna noche ocupé tus sueños más
ardientes, si mi imagen te asaltó inoportunamente pellizcándote el corazón, me harías muy feliz si
accedieras a verme. Me encantaría que pudiéramos hablar cara a cara, abrazarnos, por los viejos
tiempos.
Ha pasado tiempo suficiente como para que todo haya reposado. Soy una mujer con una vida
nueva, llena de éxito profesional, con una casa preciosa, con dinero, con poder, con una existencia
que parece perfecta a los ojos de los demás, pero en la que hay un tremendo vacío: me faltas tú.
Te quiero, Desi, siempre te he querido, aunque en su momento no me diera cuenta y me consta
que fui correspondida. Fui una estúpida, una auténtica idiota que dejó escapar al amor de su vida. He
pensado en ti cada día, en nuestros planes de vivir juntos y felices en Ciudad Paraíso, en el árbol que
plantaste frente a la ventana de mi cuarto el día de mi cumpleaños. Ya debe de estar muy crecido y
precioso. Me acuerdo también de tus planes de boda en la iglesia de San Marcos, esa de tantos
colores de la que tanto hablabas…
Querido Desi, no sé si es demasiado tarde para nosotros, pero al menos tengo que intentarlo. Si
consideras que todavía estamos a tiempo, te esperaré en la estación de tren de Badajoz, tal día como
hoy, dentro de dos semanas, a las doce de la noche.
Siempre tuya,
Virginia
De camino a casa, tenía la sensación de llevar una bomba de relojería dentro del bolso en
lugar de una caja de zapatos de contenido incierto. Hubiera podido echarle un vistazo
furtivo en la estación de autobuses antes de guardarla, pero los nervios no me dejaron
pensar con claridad. Solo quería escapar de allí, irme a un lugar donde mi grado de
paranoia descendiera y poder descubrir el secreto que albergaba, en un lugar tranquilo,
pero sobre todo, donde me sintiera segura.
Conduje hasta El Rincón de Reina mirando de reojo el bolso que había colocado en el
asiento del pasajero. No podía evitarlo, aunque no sé muy bien qué esperaba con ello.
Aquellos diez minutos de trayecto me parecieron interminables.
Me refugié en la cocina y pasé el cerrojo, un pestillo viejo y endeble que cualquiera
hubiera abatido de una patada y que ni siquiera recordaba que estuviera en aquella puerta.
Nunca antes la había cerrado, o si lo había hecho, jamás había pasado el cerrojo, pero dado
el misterio, me hacía sentir más segura.
Me serví una tila caliente en el microondas. En menos de un minuto tenía la taza entre mis
manos. Bebí dos sorbos profundos antes de coger aire y animarme a abrir la caja. Primero lo
hice tímidamente, al igual que había hecho con la puerta de la taquilla, por si acaso saltaba
algo de dentro o desprendía algún olor desconocido, o vete tú a saber qué… Al comprobar
que nada extraño ocurría, le quité la tapa allí mismo, sobre la mesa de la cocina, mientras el
vapor de la tila dibujaba extrañas curvas en el aire.
Confieso que al ver su contenido me quedé algo decepcionada. No sé muy bien qué
esperaba encontrar, pero creo que tanto secretismo y mi desbordante imaginación me habían
hecho suponer algo que no se correspondía con la realidad. Allí dentro solamente había tres
cosas: una pequeña caja de joyería, un puñado de billetes sujetos con una goma y unas
cuantas servilletas de bar, escritas con muy mala caligrafía. ¿Eso era todo lo que debía
entregar a la policía? Menudo chasco. La cosa hubiera tenido más emoción de haber
encontrado un arma de fuego o tal vez un cuchillo ensangrentado o, por qué no, una parte
mutilada de un cuerpo humano… Lo sé, lo sé… demasiadas series policiacas, ya lo he
confesado antes.
Al menos me sentí más tranquila, lo que me permitió pensar con mayor claridad. Enseguida
me vino a la memoria el día en que Desiderio había abandonado El Rincón de Reina y había
pagado su cuenta con dinero en efectivo. Recordaba a la perfección el fajo de billetes de
cincuenta euros que había sacado de su bolsillo y que estaba sujeto con una goma.
Probablemente, el dinero de la caja de zapatos era el mismo con el que aquel día Desi me
había abonado la cuenta.
Le quité la goma y conté los billetes. Había un total de dos mil ochocientos cincuenta
euros. Una cantidad no demasiado elevada para ser objeto de un delito, al menos, de un
delito de cierta envergadura.
Lo siguiente que investigué fue la cajita de joyería. Era azul y brillaba por efecto de la
purpurina que tenía salpicada. Resultaba algo recargada a la vista. Con letras doradas en
cursiva, se podía leer en la tapa: «Joyería San José. Cáceres». Hice memoria, intentando
recordar si Desiderio me había comentado de dónde venía. ¿Tal vez de Cáceres? No logré
acordarme de ese detalle. La abrí y dentro encontré un anillo dorado, una alianza. Parecía
de oro y pertenecía a una mujer, a juzgar por la talla. A mí no me entraba nada más que en el
dedo meñique. Me lo probé, no pude evitarlo, así que concluí que con seguridad pertenecía a
una mujer con las manos muy finas.
Mientras la observaba con detenimiento para comprobar si tenía la marca habitual que
certificara que era de oro, me di cuenta de que en su interior había una inscripción. Tenía
grabados dos nombres, como es habitual en las alianzas: Virginia y Desiderio. Eché de menos
una fecha.
Dinero y un anillo de enamorados, eso era todo lo que tenía hasta el momento. Pero
alguna historia debían de contar esas cosas, supuse. Más que de interés para la policía, todo
aquello me estaba pareciendo una historia de desamor. En cualquier caso, una vez más
estaba sacando conclusiones precipitadas y, por lo tanto, equivocadas. La respuesta se
hallaba sin duda en lo último que llamó mi atención, sin embargo lo más importante. Todo
estaba escrito, detalladamente, en el puñado de servilletas que dormían en el fondo de la
caja de zapatos.
Supongo que debió de ser el primer papel que encontró a mano Desiderio en aquel
momento. Eran servilletas del bar El Reloj, una cafetería que hay justo en la entrada de la
estación de autobuses de Beniaverd. Todas llevaban el logotipo impreso en la parte inferior
derecha. Eran de papel absorbente y estaban dobladas con la forma del servilletero, de esos
que ponen en las mesas. Desi las había desdoblado para que le sirvieran de cuartilla.
Estaban escritas con bolígrafo de tinta azul y con una caligrafía bastante torpe, casi infantil.
La debilidad del papel, y supongo que la presión del bolígrafo sobre este, hizo que al escribir
algunas partes se rasgaran. Resultaba complicado descifrar el mensaje.
Había un total de diez servilletas que, además, estaban numeradas para poder seguir el
orden del relato. Con mucho interés, mientras apuraba la tila, comencé a leer lo que
Desiderio tenía que contarme. El relato no me dejó indiferente, y aquel día aprendí que hay
veces que es mucho mejor no conocer la verdad.
15
Ajena por completo a que Desiderio ya estaba en Beniaverd, Virginia se
disponía a desayunar tranquila en una cafetería cercana al ayuntamiento,
mientras leía la prensa. El papel impreso le devolvía la trágica realidad del
mundo, que en nada se correspondía con su estado de ánimo, gozoso y
pletórico. Las noticias solo hablaban de la creciente psicosis al contagio de la
llamada gripe A, que se expandía sin control por todo el mundo y que ya había
llegado a España, de la recesión económica que azotaba el país y de la resaca
de las protestas que, con motivo de las concentraciones del Primero de Mayo,
se habían celebrado en todos los rincones españoles. Todos esos grandes
problemas a ella le parecían nimios en aquel momento de su vida. Era feliz y
la felicidad suele ser egocéntrica. Su mundo giraba a su ritmo y sus planes más
inminentes se habían cumplido. ¿Qué más podía pedir? Poco faltaba para
llevar a cabo el resto de lo planeado y la maquinaria ya estaba rodando. Lo
demás, poco le importaba. El único pequeño inconveniente con el que se había
encontrado, la investigación de la policía al sospechar que el fuego que había
matado a su padre pudiera ser intencionado, no había llevado a ningún sitio, y
mucho menos hasta ella. Estaba libre de toda sospecha. Al fin y al cabo,
Desiderio no lo había hecho tan mal y no había resultado ser tan estúpido, ni
siquiera él había sido interrogado por la policía.
Divagaba entre sus pensamientos y las noticias del periódico, un rato aquí,
un rato allá, mientras esperaba a que le sirvieran el café con leche y las
tostadas con mantequilla que había pedido, sentada a una de las mesas del
fondo de la cafetería. La gente la saludaba, no en vano era una conocida
autoridad en Beniaverd y ella respondía amablemente, deseando los buenos
días a todo el mundo. El sonido de las cucharillas de café tintineando y el
aroma de bollería caliente le parecían una mezcla de sensaciones mágicas y
disfrutó, despreocupada, del momento. Hacía tanto tiempo que no se sentía tan
libre… El pasado puede llegar a pesar demasiado y a impedirnos caminar
hacia delante y eso ella lo sabía bien.
—Perdone que la moleste. ¿Está libre este asiento? —le interrumpió la
lectura una voz grave. Al levantar la mirada para responder, se encontró con
Iván, vestido de uniforme.
—¡Iván! ¡Qué sorpresa! —dijo absolutamente conmocionada—. Sí, está
libre.
—¿Te importa que te acompañe? Mi compañero prefiere tomarse el café en
la barra. —Virginia dirigió su mirada hacia la barra y saludó con la mano a
otro policía, que le hizo un gesto amigable, casi cómplice.
—Por favor, me encantaría que me acompañaras. —En realidad, estaba
encantada de que el destino le hubiera puesto la guinda a aquel momento y ya
no le importaba que la vieran junto a Iván.
—Te brillan los ojos.
—Será porque me alegro de verte.
—A mí también me ha gustado encontrarte. Desde que dejé la Unidad
Especial de la alcaldía no hemos vuelto a coincidir, y mira que este pueblo es
pequeño. ¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos? ¿Siete u ocho meses?
—En realidad creo que algo más. —Se mordió la lengua para no confesar
que los tenía contados. Nueve meses y dieciocho días exactamente.
—Estás preciosa con ese corte de pelo. Te vi en el periódico. Una chica
atrevida.
—Necesitaba cambiar. Ahora ya está creciendo. Es lo bueno del pelo, que
siempre crece. —Algo ruborizada, se colocó el cabello por detrás de las
orejas en un gesto coqueto—. Tú también estás muy atractivo con el uniforme.
Me has recordado el día que te vi por primera vez, en campaña electoral, el
día que salvaste a Chanel… —La conversación empezaba a ser entre absurda
y ridícula, con cierto aire adolescente, pero ambos estaban nerviosos y se
respiraba la misma atracción que en su momento les había unido. Fue Iván el
que finalmente dejó de frivolizar.
—Virginia, he pensado mucho en ti. Te he echado de menos.
—A mí me ha pasado lo mismo, Iván, pero no he querido que pensaras que
no respetaba tu decisión de darnos un tiempo. Fuiste tú el que se marchó, y
esto no es un reproche.
—Lo sé y te lo agradezco. Realmente necesitaba un tiempo, y ese tiempo me
ha servido para notar tu ausencia. Me dejaste un vacío muy grande, esa es la
verdad, pero me pregunto si sería demasiado tarde para… —Virginia sonrió
tímidamente intuyendo el final de la frase. Con Iván perdía toda su coraza de
mujer fuerte e imperturbable.
—He pensado mucho sobre lo que me dijiste y creo que tenías toda la razón.
Me equivoqué al mantener lo nuestro en secreto. Si volviéramos a empezar, si
tuviera otra oportunidad de hacer las cosas de manera diferente, no cometería
de nuevo el mismo error.
—¿Crees en las segundas oportunidades?
—En lo que realmente creo es en nosotros. Tengo confianza en que lo
nuestro funcione, y créeme cuando te digo que no suelo regalar mi confianza
fácilmente.
El compañero de la barra le hizo un gesto a Iván, señalando el reloj. Era
hora de volver al trabajo. Este respondió asintiendo con la cabeza.
—Tengo que marcharme. ¿Te gustaría que quedáramos para hablar?
—Me encantaría.
—Te llamo. —Se levantó de la silla y le dio un beso dulce en la mejilla.
Ella suspiró. No podía ser más feliz, era imposible.
El alcalde, Gregorio Rosso, tenía una cita con el programa de Simón Antón, en
Radio Beniaverd. Una vez al mes, respondía a preguntas de los ciudadanos,
una forma como otra cualquiera de acercarse al pueblo para mantener bien
pintada la fachada de su personaje. Un baño de multitudes radiofónico que,
por momentos, se tornaba chaparrón. El teléfono de la emisora no paraba de
sonar cuando la cita se acercaba y Simón se preparaba concienzudamente cada
una de las preguntas. Era un periodista incisivo, a pesar de su puesta en escena
algo excéntrica. Además, ningún otro profesional de los medios de
comunicación tenía el privilegio de contar periódicamente con la máxima
autoridad local en su programa, y Simón sabía aprovecharse de ello.
—Queridas vecinas, queridos vecinos. Amigos todos, oyentes de Las
Mañanas de Simón. Hoy es el gran día, la cita del mes que no se pueden
perder. ¿Ya han pensado qué le quieren preguntar a nuestro alcalde? Por favor,
no colapsen la centralita. Si no logran contactar con nosotros hoy, aguarden
pacientemente hasta el próximo mes. Querido oyente: ¡estrújese la neurona y
juegue a preguntar eso que está usted pensando y, si no es mucho pedir, por
favor, sea usted algo ingenioso! ¡La audiencia se lo agradecerá! Solo aquí,
solo en Radio Beniaverd, solo en Las Mañanas de Simón… Comunícate con
el alcalde Rosso, sin censuras, sin tapujos, de oyente a alcalde, de ciudadano a
político… con Simón Antón.
La promoción sonaba reiteradamente a lo largo de las horas previas, al
tiempo que la cita se tornaba más incómoda cada mes para Rosso. Las cosas
no iban bien, y el clima crispado de una sociedad que caía en picado se
trasladaba también al ánimo de los oyentes. Las reglas del juego pasaban por
prohibir los insultos y las palabras malsonantes, pero, una vez metidos en
harina y a micrófono abierto, no todos los que llamaban cumplían con el
requisito de la buena educación y el respeto. Rosso se sentía como si estuviera
en una caseta de feria, contra una pared de colores, delante de un puñado de
ciudadanos incontrolables que, por el módico precio de una llamada, jugaban
a tirarle tartas de merengue, sin poder hacer otra cosa más que intentar
esquivarlas, aunque cada vez esa tarea le resultaba más complicada.
El programa comenzó y entre las llamadas para quejarse de cuestiones
domésticas, como aceras rotas, árboles que molestaban en algunos balcones,
problemas de aparcamiento y cosas por el estilo, se recibió una mucho más
inquietante.
—Buenos días, ciudadano. ¿Con quién hablo? —preguntó Simón.
—Puede llamarme José.
—Adelante, José, con su pregunta, el alcalde le escucha.
—Más que una pregunta, quisiera hacerle llegar al señor alcalde una
advertencia, desde el cariño y el respeto que le tengo; como votante que soy
del ALBI, quiero decirle al alcalde Rosso que tenga cuidado. —Simón y
Rosso cambiaron el gesto de su rostro y, cariacontecidos ante lo que sonaba
amenazante, Simón intervino.
—¿A qué se refiere, José, con que debe tener cuidado? ¿Es acaso una
amenaza por su parte? Porque de ser, nos veremos en la obligación a dar
conocimiento de esta llamada a la policía para que intervenga inmediatamente.
—No, no, no me han entendido ustedes, o tal vez no me he explicado bien…
—dijo el tal José con voz pausada, tal vez demasiado pausada. Resultaba
extraña—. He dicho que hablo desde el respeto y el cariño. No se trata de una
amenaza, se trata de una advertencia que debe tomar muy en serio. No peligra
su vida, lo que peligra es su gestión y no soy yo el enemigo, yo solo quiero
avisarle…
—¿Quién es usted? ¿Avisarme de qué? ¡Explique con más detalle lo que
pretende hacer entender! —increpó Rosso con evidentes signos de
nerviosismo—. ¿A qué se refiere cuándo dice que peligra mi gestión?
—Mire a su espalda, señor alcalde, y no confíe en nadie. Sé que la palabra
«nadie» es muy ambigua, pero usted sabrá interpretarla adecuadamente. Tenga
cuidado. Buenos días. —Y el oyente que se había hecho llamar José colgó el
teléfono.
El silencio, que siempre es el peor enemigo de un programa de radio, se
apoderó de los micrófonos. Rosso hacía tiempo que se sentía acorralado por
la opinión pública y sus adversarios políticos y, lejos de pensar que se trataba
de una llamada de algún incauto ávido de notoriedad, tomó sus palabras muy
en serio. Para Simón, era la primera vez que ocurría algo así y no supo muy
bien cómo manejarlo. Estaba acostumbrado a que alguien gritara o insultara
por el teléfono. Ante eso, se cortaba inmediatamente la llamada y todo
formaba parte del espectáculo. Pero semejante advertencia en directo, en
aquel tono pausado, casi sentenciador, trastocó su serenidad ante los
micrófonos. Dio paso a unos minutos musicales.
El teléfono móvil sonó en el fondo del bolso. Como una chiquilla, Virginia
sintió cómo en el estómago se le hacía un nudo. Ansiaba la llamada de Iván y,
al comprobar en la pantalla que era él, se mordió el labio, nerviosa.
—Te invito a cenar. Comida italiana. ¿Conoces la Pizzería de Piero, en el
puerto? —dijo Iván, sin mediar ningún saludo.
—Acepto la invitación, pero solo si me dejas que después sea yo la que te
prepare el postre aquí, en casa.
—¡Cómo podría negarme!
—¿Pasas a por mí? Ya estoy lista. —Realmente llevaba horas preparada, a
la espera de que se produjera la llamada.
—Abre la puerta de tu casa.
—¿No me digas que llamas desde la puerta?
Corriendo como pudo sobre sus tacones, atravesó el pasillo, haciendo sonar
contra el suelo de madera un repiqueteo divertido que Iván escuchó desde la
puerta, haciéndole sonreír. A Virginia le encantaban ese tipo de detalles, esas
pequeñas sorpresas con las que siempre le sorprendía Iván. Abrió y allí estaba
él, riendo generosamente. Ella le borró la sonrisa besándole con el ansia de
más de nueve meses de deseo contenido.
El restaurante olía a orégano y a mezcla de quesos. La iluminación era tenue
y cada mesa tenía una lamparilla encendida. No había demasiada gente y el
ambiente era agradable. Eligieron una mesa algo escondida, en la intimidad de
un rincón. Pidieron una ensalada César para compartir, pizza pepperoni para
él y lasaña de espinacas para ella, seguía sin probar la carne. Para beber, se
decantaron por el vino blanco. El camarero les observaba con cierta
curiosidad. Iván era cliente habitual y Virginia era una autoridad local, así que
no pudo evitar cuchichear con el resto de camareros y hasta con el propio
Piero.
—Están hablando de nosotros —dijo Virginia, en tono confidencial.
—Se están preguntando cómo es posible que haya logrado engatusar a una
mujer tan hermosa y tan importante como tú —bromeó.
—Pensándolo bien, esta es oficialmente nuestra primera cita, al menos es la
primera vez que salimos juntos, como una pareja, fuera de mi casa.
—Puedes decirlo, como una pareja normal, que lo nuestro parecía más un
secuestro intermitente donde yo era el secuestrado, tú la secuestradora y mi
amor por ti, un síndrome de Estocolmo para estudiar en un diván. ¿No te
parece que así es fantástico? ¿No es mucho mejor no tener que esconderse?
¿Qué daño hacemos a nadie? A ellos hasta les parece divertido… —dijo
saludando de manera cómplice a los camareros.
El camarero sirvió las copas de vino y dijo con un marcado acento italiano:
—El señor Piero les hace saber que el vino es cortesía de la casa. Que
disfruten ustedes de la cena. —Ambos alzaron la copa y le agradecieron al
dueño del restaurante el detalle con un gesto de cabeza.
—Por nuestra primera cita oficial —dijo Iván.
—Por nosotros, por nuestra segunda oportunidad —brindó Virginia.
Las copas se juntaron apenas rozándose y el vino pronto hizo que a Virginia
le subieran los colores. No solía beber nada con alcohol, pero en aquella
ocasión se saltó las normas porque bien lo merecía. Reía sin reparos y
escuchaba divertida las ocurrencias de Iván. Eran dos jóvenes enamorados
cenando en una noche de un precioso mes de mayo. De tanto en tanto, sus
manos se encontraban por encima del mantel y la chispa saltaba
irremediablemente. Y es que la química entre ambos jamás había llegado a
morir. Las miradas de deseo de Iván le arrancaron a Virginia más de un
suspiro y, sin tener que decirse nada, ambos supieron que no tomarían el
postre en la pizzería.
De camino al coche, dieron su primer paseo juntos. Para ambos, todo era
nuevo, al tiempo que no lo era. Entrelazaron sus manos y caminaron
acompasados por primera vez. Los callejones oscuros fueron el pretexto para
más besos y para que las manos impacientes de Iván la buscaran por debajo de
la ropa.
—Vámonos a casa… —pronunció ella entre jadeos.
—¿Te acuerdas de nuestra primera vez? ¿En el templete de la música, en el
parque, la noche de las elecciones? —le susurró al oído.
—¿Se puede olvidar algo así? Eso fue una locura.
—Lo nuestro es una locura…
La casa del acantilado les esperaba. El mar se tornó algo violento por
momentos, se había levantado algo de viento. El habitual murmullo de las olas
muriendo en la orilla había sido sustituido por sonoros golpes de mar contra sí
mismas y contra las rocas. En lo alto, la casa de sus encuentros furtivos estaba
por encima de cuanto pudiera ocurrir a sus pies.
Aparcaron el coche muy cerca de la entrada del jardín y, aún sentados
dentro, volvieron a besarse bajo la luz de la farola.
—Abrígate, se ha levantado mucho viento —dijo Iván. Y justo cuando ella
iba a salir del coche, finalmente se lo confesó—. Te amo, Virginia, nunca
sabrás cuánto te amo.
Ella le devolvió una mirada, pero no dijo nada. Habría sido incapaz de
decirle a nadie que lo amaba, ni siquiera a Iván. Sintió que enmudecía y, que
al mismo tiempo, sembraba una semilla de decepción en él, que esperaba
escuchar que era correspondido. Virginia lo besó con dulzura, era lo más que
podía ofrecerle de momento, un beso sincero y una mirada limpia.
—Anda, vamos a casa… Parece que va a haber tormenta.
Los juegos eróticos empezaron en la puerta del jardín. Virginia no atinaba
con la llave en la cerradura porque Iván le hacía reír mordiéndole el cuello,
mientras la abrazaba por la espalda, atrapándola con sus brazos.
—Para un poco —le pidió divertida.
—Me gusta este corte de pelo, te deja todo el cuello al descubierto para que
pueda morderte…
Eran jóvenes y libres y jugaban a vivir con intensidad, pero no estaban
solos. Oculta entre las sombras, una mirada indiscreta los vigilaba. Apretando
con fuerza la pequeña caja de joyería que escondía en su bolsillo, Desiderio
contemplaba la escena sin ser visto y sintiéndose el hombre más estúpido del
mundo.
El viento se tornó violento por momentos y pequeñas gotas de agua
salpicaron la cara de Desi mientras la pareja entraba en casa. Había empezado
una tormenta de primavera y otra tormenta de desencanto y decepción
empezaba a fraguarse en el pecho de Desi, que no se movió durante minutos,
de la puerta de la casa del acantilado. Parecía petrificado, una estatua más del
paseo. Después, recogió los trozos de sí mismo y volvió a El Rincón de Reina.
Se refugió en su habitación, de donde apenas salió durante días.
Una vez, le escuché decir a alguien que la verdad es tan solo un punto de vista. No sé si estoy
de acuerdo con esa afirmación o soy más bien de las que piensa que la verdad es absoluta,
única y no varía según quién la pronuncie, pero el caso es que me encontraba ante la verdad
de Desiderio, en forma de relato, contada en unas cuantas servilletas de celulosa.
Comencé la lectura. Recuerdo que, en el encabezamiento, Desiderio había puesto su
nombre completo y el número de su documento nacional de identidad. Supongo que para
darle cierto carácter formal a lo que escribía, como si de una declaración ante la policía se
tratara.
El relato comenzaba hablando de su niñez, de su pueblo natal en la provincia de Cáceres,
llamado Pescueza, limítrofe con otro pequeño pueblo cacereño, de nombre Cachorrilla.
Contaba que fue allí donde había conocido a Virginia Iruretagoyena, una joven risueña,
pelirroja y pecosa que le encandiló a primera vista. En ese momento inicial de la historia no
relacioné a aquella Virginia con Virginia Rives, la concejala de Fiestas y Eventos del
Ayuntamiento de Beniaverd. Me despistó el apellido. Fue algo más tarde cuando Desiderio
explicó que había renunciado a su apellido paterno y por qué razones.
Fruto de aquel amor, Desiderio se confesaba «totalmente enganchado», tal y como él
mismo definía su estado, «adicto a una mujer de la que nunca había logrado desintoxicarse».
A juzgar por el relato, la vida de Virginia había sido extremadamente cruel y difícil. Según
contaba Desiderio, su padre la había violado cuando todavía era una niña y fruto de aquella
violación había nacido un bebé varón, en un parto malogrado al que no pudo sobrevivir.
Después, ella había escapado y Desiderio no había vuelto a saber nada más de la joven
hasta hacía poco.
Contaba, con tremenda amargura en aquellas servilletas de bar, cómo se sumió en el más
profundo de los agujeros, cómo había vivido la ausencia de Virginia, que al parecer
desapareció así, sin más, sin mediar siquiera unas palabras de despedida. El muchacho se
refugió entonces en las drogas y a punto estuvo de morir, un infierno que describía con cierta
torpeza pero con una sordidez de lo más angustiosa. Al leer aquello, comprendí el estado
físico en el que se encontraba el día que lo había conocido, cuando se presentó en El Rincón
de Reina. Pensé lo injusta que había sido con él al juzgarle por su aspecto.
La confesión continuó pareciéndome de una tristeza profunda y desgarradora, pero por el
momento, y teniendo en cuenta lo que llevaba leído, no entendía qué interés podía tener para
la policía, más allá de los abusos del padre de Virginia.
Pero fue entonces cuando entró en materia. Contaba Desiderio que Virginia había vuelto a
su vida unos cuantos meses atrás, una fría noche de invierno, de la misma forma que se había
marchado un día, por sorpresa. Él se había sentido feliz, pletórico e infinitamente contento al
pensar que la vida les ofrecía una segunda oportunidad, pero en realidad ella había
regresado por causas muy diferentes, por una motivación que él no conocía en ese momento:
una doblez que Desi no había sabido percibir. Según contaba, Virginia quería ver muerto a su
padre y se había servido de él para matarlo de una forma terrible y cruel, quemándolo vivo.
Lo había utilizado.
Tuve que parar en seco la lectura porque quedé conmocionada. Sentí de golpe un
tremendo calor que me subía por el estómago hasta casi salirme por las orejas. Estaba
leyendo que la concejala más popular del ayuntamiento, la misma que se había hospedado en
mi hostal nada más llegar a Beniaverd, había instado a Desiderio a que matara a su padre
para vengarse de una violación que había terminado en embarazo. Según ese relato, Virginia
era, pues, una parricida, al menos había sido la autora intelectual del asesinato de su padre.
Desde luego, ese asunto sí era de interés de la policía.
Pero aún quedaban cosas por contar y me sentía nerviosa por acabar cuanto antes de leer
las servilletas. Obviando los muchos detalles que Desi narraba, cómo lo había hecho, qué
gasolina había utilizado, el golpe que le había dado en la cabeza, de qué manera había
liberado a los animales de la granja…, como digo, obviando todos aquellos detalles,
Desiderio se declaraba culpable de la muerte de Dioni Iruretagoyena, por la que había
recibido cinco mil euros de manos de Virginia. Especificó haber cerrado el trato en la
habitación de un hotel de Badajoz, situado al lado de la estación de trenes de esta ciudad. El
dinero que había en la caja de zapatos sujeto con una goma era el que restaba de aquellos
cinco mil euros a cuenta, después de haber realizado algunos gastos. Con ese dinero había
comprado el anillo de oro al que le faltaba la fecha pues nunca habría tal compromiso.
También había pagado los billetes de su transporte y su estancia en El Rincón de Reina. Para
él, era dinero manchado de sangre, una mísera cantidad para una muerte que Desi dijo
haber llevado a cabo tan solo por amor.
Pero aquello no era todo. La rocambolesca historia que narraba tenía un final mucho más
inquietante incluso que todo lo que había contado hasta ese momento. Tras sufrir una
segunda decepción con Virginia, al saberse engañado en el momento en que la había
descubierto con otro hombre, a Desiderio se le cayó la venda de los ojos y empezó a
cuestionar todo lo que Virginia le había contado hasta entonces. Dijo de sí mismo haber sido
un idiota, el mayor idiota sobre la faz de la tierra.
Desiderio explicaba que siempre la había creído a pies juntillas. La palabra de Virginia
había sido incuestionable para él y jamás había puesto en duda nada de lo que ella le
contara. Hasta ese momento. Al saberse utilizado como quien se sirve de un objeto para
conseguir sus fines, sin tener en cuenta sus sentimientos y los años de sufrimiento, sintió la
traición como la peor de las heridas y empezó a dudar de ella. Virginia solo lo había querido
para matar a otro hombre, esa era una verdad escondida dentro de sus muchas mentiras, y si
le había mentido en eso, ¿en qué otras cosas no lo habría hecho? Fue entonces cuando Desi
desconfió de sus palabras y recordó algo que años atrás había ocurrido en Cachorrilla.
Semanas después de que Virginia huyera de su pueblo sin decir nada a nadie, unos
animales salvajes desenterraron una bolsa de basura que contenía restos humanos, no muy
lejos de la granja donde vivían los Iruretagoyena, en mitad del monte, en las inmediaciones
de Cachorrilla. La noticia conmocionó a todo el pueblo porque en el interior de esa bolsa se
había encontrado un bebé muerto, recién nacido, la placenta de la madre y restos de ropa
ensangrentada. Por aquel entonces, Desiderio no conocía todavía que Virginia había parido,
de hecho nadie lo sabía, porque el embarazo lo había mantenido en secreto. La policía que
había investigado el asunto nunca supo quién era la madre. Pero al bebé se le practicó la
autopsia, como es preceptivo en estos casos, y se llegó a la conclusión de que había muerto
ahogado. Se encontró agua en sus diminutos pulmones. El suceso fue noticia en todos los
periódicos de la zona. Nunca se supo quién había sido la madre asesina y el niño fue
enterrado en una fosa común.
Tras las mentiras de Virginia, Desiderio recordó lo ocurrido y se culpaba en el escrito por
no haberse acordado antes. Supongo que reprimió aquel recuerdo de manera inconsciente
cuando todavía se creía las cosas que Virginia le contaba. Pero ahora ya no era así, ahora
sospechaba que Virginia había matado a su propio hijo y que, una vez más, le había mentido
al decirle que el bebé había nacido muerto, y así lo dejaba reflejado en su relato. Dejó
escrito que estaba casi convencido de que ella era la madre de aquel niño enterrado en el
monte dentro de una bolsa de plástico. Dijo de la concejala, lo recuerdo bien, que era una
persona «cruel y capaz de matar» que había reconocido haber enterrado a su bebé con sus
propias manos. No le cabía la menor duda de que el niño de la bolsa de basura era su hijo.
La lectura de las servilletas me estaba poniendo mal cuerpo. Tenía el vello de punta y el
estómago revuelto y, por momentos, tuve que reprimir las arcadas. ¡Menuda historia! ¿Sería
cierto todo aquello que contaba o se trataba más bien del relato de un toxicómano
desquiciado por no haber conseguido a la mujer que había deseado desde joven? No sabía
muy bien qué pensar, pero no creía capaz a Desiderio de inventar semejante historia, tan
sórdida y cruel al mismo tiempo, y con tanto lujo de detalles. ¿Qué clase de persona
inventaría todo aquello por venganza? Un pálpito me decía que todo cuando contaba era
cierto, terriblemente cierto, y que Virginia Rives era una asesina.
Ahora era yo la conocedora de ese terrible secreto, la encargada de hacerlo llegar a la
policía. Por culpa de mi incorregible curiosidad, me veía involucrada en mitad de una
declaración de culpabilidad por el asesinato de un hombre. Por no haber sido prudente,
conocía el inconfesable secreto de la concejala Virginia Rives. Por un instante, sentí el
impulso de devolver la caja de zapatos de vuelta a la taquilla ciento cuatro, de donde nunca
debí sacarla. Pensé en guardar de nuevo la llave en el sobre para entregarlo a la policía,
como debería haber hecho desde el primer momento, pero no lo hice. Estaba metida en un lío.
16
Estaba amaneciendo. Era el momento mágico en el que el día coincide
furtivamente con la noche por unos instantes. Los pájaros de Cachorrilla,
cantarines, iban de aquí para allá, alborotados, en bandadas sonoras, como
chiquillos correteando por un parque. El día despertaba con cierta niebla, pero
con una temperatura muy agradable. Una fina capa blanca desdibujaba el
paisaje. Al final del camino que unía los restos de la granja quemada de los
Iruretagoyena con el pueblo, se olía la muerte, en el mismo lugar donde
todavía el aire conservaba el olor a quemado.
La rama del árbol del paraíso crujía por el peso. El balanceo rítmico del
cuerpo de Desiderio, oscilante, de izquierda a derecha y de derecha a
izquierda, hacía crepitar la cuerda de la que estaba suspendido por el cuello.
Aún se movía, y no era por efecto del viento, que esa mañana parecía seguir
dormido. Era la inercia de la vida que se resiste a marcharse. Tardó varios
segundos en dejar de agitar las piernas, tal vez porque es difícil matar el
instinto de supervivencia, a pesar de que había planeado su ahorcamiento muy
concienzudamente, durante horas, durante días enteros, a solas con sus
pensamientos.
El árbol del paraíso estaba muy crecido. Habían pasado más de nueve años
desde el día en que él mismo lo había plantado con sus manos para Virginia,
entre el alcornoque y el olivo, para que pudiera contemplarlo desde la ventana
de su cuarto. Había sido un regalo de cumpleaños, el árbol de la ciudad de sus
sueños. Ahora, ese árbol sujetaba una cuerda torpemente anudada a su rama
principal. En el otro extremo, una soga apretando la garganta de Desiderio.
Todo había terminado. Se había ido tranquilo, con la tranquilidad de
conciencia que proporciona una confesión, ligero de espíritu, pero sin ganas
de continuar. Se había ido pensando que tal vez la muerte le compensaría con
ese paraíso que la vida le había negado. Fue un viaje a una segunda
oportunidad en un mundo que esperaba fuera más justo y menos cruel. Un viaje
con destino incierto.
Finalmente, el cuerpo de Desiderio dejó de moverse y permaneció quieto
hasta el final de la tarde. Uno de los pocos buitres que repoblaban los montes
cacereños sobrevoló el cadáver y alertó a los vecinos. Había carroña cerca.
Había carne muerta con la que alimentar las conversaciones de taberna. Un
hombre joven, vecino de Pescueza, se había suicidado.
A Reina Antón, la caja de zapatos le quemaba entre las manos. Hacía una
semana que había descubierto su contenido, pero todavía no había hecho
acopio de las fuerzas necesarias para acudir a la policía. Temía tener que dar
demasiadas explicaciones. Sus miedos y sus paranoias se multiplicaban cada
vez que pensaba en ello. Estaba asustada. Uno de aquellos días de
incertidumbre, cuando la caja todavía dormía en el altillo de un armario, a la
espera de encontrar el momento oportuno y la valentía necesaria para
entregarla a las fuerzas del orden, escuchó a Virginia Rives por la radio. Su
hermano Simón la estaba entrevistando, era la invitada de Las Mañanas de
Simón.
Su voz era cálida, pero sintió un escalofrío al escucharla. Parecía tan
sensata, tan serena y tan convincente, que se le hacía difícil imaginársela
matando a un bebé con sus propias manos, llevada por un odio irrefrenable o
deseándole la muerte a su propio padre. Hablaba de forma pausada y parecía
mayor de lo que era. Se recreaba en las expresiones y lograba envolverte con
su discurso. A Simón se le notaba encantado con tenerla en el estudio, incluso
podía afirmar que esa mujer le gustaba. Reina conocía muy bien a su hermano
mellizo. Nuevamente, dudó sobre la certeza del relato de las servilletas de
papel. Podía tratarse de la fantasía de un trastornado que, de salir a la luz, tal
vez hiciera más daño que bien. Estaba hecha un lío, pero pensar con que tan
solo existiera una remota posibilidad de que todo fuera cierto y escuchar a esa
mujer peligrosa cerca de su hermano, la hizo decidirse.
Terminó el programa. Le hubiera gustado coger el teléfono y llamar a Simón
para advertirle de que la guapa concejala a la que acababa de entrevistar
podía ser una peligrosa psicópata. Tenía pruebas para demostrarlo. Pero Reina
sabía que esa clase de información en manos de un periodista como Simón
podía ser una bomba de relojería, y bastante le había afectado a ella todo el
asunto como para además involucrarlo también a él. Tal vez, ni siquiera la
tomara en serio sabiendo lo fantasiosa que podía llegar a ser, así que optó por
no contarle nada.
En Beniaverd no había Policía Nacional, tan solo un retén de la Guardia
Civil a las afueras del pueblo, algo alejado, y otro de la Policía Local que le
venía de camino al centro. Reina metió la caja en su bolso y con este bien
pegado al costado, caminó decidida a entregarlo. Daba pasos firmes y rápidos
e intentó pensar en otras cosas, no fuera a ser que volviera a arrepentirse por
el camino. Pero no se arrepintió y, ya en la central de la policía, se sintió algo
más relajada. Se dijo a sí misma que estaba haciendo lo correcto.
—Buenos días, vengo a entregar las pruebas de un delito —dijo en voz baja
al policía que le atendió en el mostrador.
—Muy bien. Por favor, si es tan amable, enséñeme su documentación y
dígame qué delito quiere usted denunciar. Rellene este formulario con letra
clara —dijo casi mecánicamente el policía, sin apenas levantar la mirada y
entregándole unos papeles oficiales.
—Mire, señor agente… ¿Podríamos hablar en algún lugar un poco más
discreto? —repitió en el mismo tono confidencial, agachando un poco la
cabeza y sin dejar de sujetar el bolso con fuerza, mientras se aseguraba con
una mirada rápida a izquierda y derecha de que nadie más la escuchaba—. Lo
que tengo que enseñarle es grave. Se trata de un delito de gran envergadura.
Las palabras de Reina lograron captar la atención del policía, que
inmediatamente levantó la vista. Beniaverd no era un pueblo que se
caracterizara precisamente por su índice de delitos importantes. Casi nunca
pasaba nada y cuando algo ocurría, solían ser pequeños hurtos o peleas de
jóvenes borrachos en las madrugadas festivas. El agente sintió curiosidad y la
hizo pasar a una sala contigua.
—Siéntese, por favor —la invitó ofreciéndole una silla. Él también tomó
asiento—. Y dígame…, ¿qué eso de «gran envergadura» que me trae? —
preguntó con cierto tono burlesco.
Reina sacó la caja de zapatos del bolso y la puso sobre la mesa.
—¿Una caja de zapatos?
—Mire dentro. A mí me pasó lo mismo que a usted…
El policía la abrió y echó un vistazo a su contenido, pero Reina, impaciente
como estaba, no dejó que sacara conclusiones por su cuenta e inició una
historia, algo inconexa, con la información que ya conocía.
—Esta caja estaba guardada en una taquilla de la estación de autobuses. La
llave de esa taquilla la dejó un huésped de mi hostal dentro de un sobre donde
había escrito «Para entregar a la Policía. Gracias». Lo encontré cuando
limpiaba el cuarto. Lo sé, debí traerlo en aquel momento, pero sentí curiosidad
y abrí la taquilla. Allí me encontré eso. Lo más importante de todo no es ni el
dinero, ni el anillo. Lo realmente importante es lo que está escrito en las
servilletas. Es una confesión de un crimen e involucra a la concejala Virginia
Rives en un asesinato —dijo casi sin respirar Reina.
—¡Alto, alto! Tranquilícese un poco, señora. ¿Dice usted que alguien ha
escrito en estos papeles que Virginia Rives ha cometido un crimen?
—Exacto. Eso mismo. En realidad, son dos crímenes, uno de ellos lo ha
ordenado cometer y el otro lo ha cometido ella misma.
—Eso que dice usted no tiene ningún sentido. Nadie ha muerto por aquí.
Además, ¿hay pruebas de ello?
—¿Pruebas? —Reina no había pensado en eso.
—Sí, algo que avale la versión de quien escribió los papeles. No se puede
acusar a alguien de un delito tan grave sin aportar pruebas —explicó el
policía, intentando disimular su asombro.
—No sé muy qué decirle, agente. El relato da muchos detalles de la historia
de Virginia Rives, habla de su vida, de su pasado, de su niñez y de las cosas
que le ocurrieron entonces. Habla de un incendio donde murió el padre de
Virginia hace unas semanas, en un pueblo de Cáceres llamado Cachorrilla. Los
crímenes se cometieron allí, por esa razón aquí no sabemos nada. El incendio
fue provocado y dice que fue ella quien ordenó que quemaran a su padre…
Pero, además, Desiderio, que es quien ha escrito todo esto, sospecha que
Virginia mató a un niño al que dio a luz con tan solo quince años, fruto de una
violación de su padre, aunque de eso no tiene prueba alguna.
—¿Pero usted se está escuchando, señora? Esa historia parece sacada de
una novela de misterio. ¿Sabe usted si realmente se produjo ese incendio del
que habla o si ese hombre ha existido realmente? ¿Acaso no le parece
realmente grave acusar a alguien de haber matado a un niño sin tan siquiera
saber si alguna vez ha dado a luz? —dijo el policía con la intención de
desacreditar todo lo que estaba escuchando.
—Entonces…, ¿no cree usted que sea cierto? —preguntó Reina al policía.
—Desconozco si es cierto o no, lo único que digo es que estas cosas hay
que investigarlas, comprobar si realmente son verdad y no dar crédito así
como así a unos papeles escritos por vete a saber quién. No se preocupe por
nada. Me encargaré personalmente del caso. Estudiaré detenidamente cada una
de las acusaciones y, si hay algo de certeza en ellas, no dude que iniciaremos
una investigación.
—¿Me mantendrá informada?
—Por supuesto. Déjeme sus datos —le dijo mientras le ofrecía un papel y
un bolígrafo.
—¿Ya está? ¿No es necesario que rellene una denuncia o algo así? —
preguntó extrañada Reina al recordar los formularios que le había entregado
nada más entrar en el retén, antes de pasar a la sala contigua.
—No es necesario. Iniciaremos cualquier trámite formal si los hechos son
constitutivos de delito y levantamos diligencias. De momento, déjelo en mis
manos. Haré las averiguaciones pertinentes. —Reina suspiró aliviada. Tal vez
le había dado demasiada importancia al asunto, pensó.
—No sabe cuánto se lo agradezco, señor agente —le dijo mientras le tendía
la mano—. Muchas gracias por todo. ¿Puedo saber su nombre?
—Agente Regledo. Iván Regledo, señora. Estaremos en contacto. Que tenga
usted un buen día.
Reina abandonó las dependencias policiales sintiéndose mucho más ligera
en comparación a como había entrado. Aquel guapo policía de ojos verdes
había conseguido tranquilizarla y devolverle cierto grado de coherencia a tan
rocambolesca historia. Se había quitado un peso de encima. Pero Iván, que
tras salir Reina de la sala había echado el cerrojo, quedó perturbado con la
lectura de las servilletas. ¿Era la mujer de la que estaba enamorado, la misma
que allí se describía, capaz de matar a sangre fría? La duda puede ser una
peligrosa semilla que germina incluso en los campos más áridos, y en Iván
pronto echaría raíces.
Con tan solo una maleta como equipaje, el alcalde Gregorio Rosso embarcó
con destino a Jamaica. Lo hizo solo y no fue un viaje de placer. Su instinto
depredador hacía tiempo que le advertía del peligro que corría y temía
convertirse en el cazador cazado de un momento a otro. Antes de que nada
pudiera ocurrir, Rosso necesitaba poner en orden determinados asuntos y
algunos de ellos pasaban por realizar algunas gestiones en las islas Caimán,
ese precioso territorio situado en aguas caribeñas donde el dinero sospechoso
duerme el sueño de los justos.
Se hospedó en un lujoso hotel donde los turistas adinerados son siempre
bien recibidos, si bien no disfrutó demasiado de los placeres y comodidades
del establecimiento. Un mozo, con uniforme color granate y botones dorados
en la pechera, como salido de una estampa colonial de los años cincuenta, le
acompañó hasta la puerta de su habitación, portando su única maleta en un
carrito para equipaje. El chico sonreía constantemente, luciendo una perfecta
dentadura de un blanco inmaculado. Rosso solo miraba al suelo del ascensor.
Estaba preocupado, apenas había dormido, y aunque en ocasiones había tenido
tentaciones de abandonar la alcaldía y escapar de todo antes de quedar
atrapado en su propia red, cierto ego personal le había hecho desechar la idea.
Cuando llegaron a la puerta de la habitación, el botones forzó un poco más la
sonrisa hasta tal punto que dejaba ver parte de sus muelas. Rosso comprendió
que era el momento de la propina. Abrió su cartera y le dio un billete de cinco
dólares.
En la habitación, una suite con decoración recargada, cortinas floreadas y
mucha mampostería dorada, había una cesta de frutas tropicales que presidía
la mesa del pequeño salón contiguo al dormitorio. Justo al lado de la fruta,
había otra bandeja más pequeña con un amplio surtido de bombones y una
enfriadera con una botella de champán y dos copas con ribetes dorados. Antes
de deshacer el equipaje, Rosso descorchó la botella y se sirvió una copa que
bebió de un trago, como si de agua se tratara. Después se sirvió otra.
Lanzó la maleta sobre la cama con cierta desgana y, al abrirla, lo primero
que puso en orden fueron los papeles que guardaba en un portafolios negro.
Después, buscó en el bolsillo interior de su cazadora, cerrado con cremallera,
y sacó un lápiz digital de memoria. Solo tras comprobar que todo ello estaba
en orden, se recostó sobre la cama, se descalzó, bebió dos copas más de
champán y llamó a recepción para solicitar los servicios de una señorita de
compañía, a ser posible que hablara español porque su inglés no era
demasiado fluido.
Pasada una media hora, cuando casi ya le habían vencido el sueño y el
alcohol, tocaron a la puerta. Una joven con acento cubano, de piel oscura y
cabello decolorado, pajizo y encrespado, lo saludó llamándole cariño como si
lo conociera de toda la vida.
—¿Eres tú quien quiere pasarlo bien? Me han dicho que tienes ganas de
fiesta. ¿Es cierto, mi amor? —dijo la joven, entrando sin pedir permiso.
Rosso la examinó de arriba abajo antes de cerrar la puerta de la habitación.
La encontró desgarbada y algo delgada para su gusto, ni siquiera era guapa.
Sus gruesos labios pintados de un rojo poco elegante, el excesivo azul de sus
párpados y una ropa escasa, que dejaba bien poco a la imaginación, delataban
a qué se dedicaba. Era vulgar, no parecía demasiado limpia y olía a perfume
barato y otras esencias que Rosso prefirió no adivinar. Pero, a pesar de todo,
no la rechazó. Tenía ganas de desahogarse, y aunque solía ser más exigente con
sus compañías femeninas, especialmente cuando las pagaba, pasó por alto sus
miramientos y le ordenó que se metiera en la ducha.
—Sí, mi amor, podemos jugar con el agua, pero el dinero por adelantado —
le dijo ella mientras le acariciaba sus partes por encima del pantalón—. Tú ya
sabes, mi niño…
Rosso sacó un puñado de dólares sin preguntar el precio de sus servicios;
fue la joven la que se sirvió con una sonrisa. El cliente era generoso y eso la
hizo feliz. Guardó el dinero en un bolso de mano y se desnudó. Cuando fue a
quitarle la ropa a Rosso, fingiendo cierto interés por él, este se lo impidió.
—¡Aséate! No me gustan las putas que huelen a otros —le dijo con
desprecio.
Ella obedeció sin rechistar; deseos más extraños estaba acostumbrada a
satisfacer. Cuando terminó, salió cubierta por una toalla anudada por encima
del pecho. Se acercó a Rosso, que continuaba vestido, y empezó a contonearse
para él, jugando a abrir ligeramente la toalla para provocarle. Pero Rosso
comenzó a sollozar repentinamente como un niño pequeño, ante la mirada de
asombro de la joven. Por un momento, se quedó paralizada y no terminó de
entender lo que estaba ocurriendo hasta que el alcalde habló, entre hipos y
pucheros.
—He sido un niño malo, mamá, y sé que me vas a castigar —dijo con tono
infantil, como si de una repentina regresión a su infancia se tratara—. Pégame,
pégame fuerte, que he sido muy travieso… Castígame, mamá, me lo merezco
—repetía una y otra vez, mientras le ofrecía una pequeña fusta a la prostituta y
no dejaba de sollozar.
La joven suspiró y lamentó su suerte. Era uno de esos tipos raros a los que
les gusta que les peguen, pensó, un masoquista pervertido que cree ser un niño
y que disfruta al ser dominado, un loco traumatizado por su madre, tal vez.
Una vez había comprendido por qué había sido tan generoso, le arrancó la
ropa con cierto grado de violencia fingida que a Rosso le gustó. Después,
cogió la fusta y le obligó a ponerse de rodillas de espaldas a ella. Sabía muy
bien qué era lo que el Chino quería y no tuvo ningún reparo en hacerlo.
Primero, le azotó en la espalda mientras le repetía con insistencia lo mal niño
que había sido, lo mal que se había portado. Le obligó a lamerle los zapatos
hasta que estuvieran relucientes y con el tacón le pisó cada uno de los dedos
de los pies. El alcalde jadeaba y sollozaba al mismo tiempo y, a juzgar por su
expresión de placer y dolor en su rostro, parecía estar satisfecho, muy
satisfecho. Después, lo agarró con fuerza del pelo y lo forzó para que se
pusiera a cuatro patas, como un perro sumiso. Ella le gritaba y él seguía
gimiendo. Cuanto más verbalizaba su enfado la joven puta, más parecía
disfrutar el alcalde. Tras dejarle la marca de la fusta en las nalgas, la chica,
haciendo gala de cierta experiencia en aquellos menesteres, pellizcó los
testículos de Rosso con sus uñas y lo penetró analmente con el mango de la
fusta. Fue entonces cuando, entre lamentos infantiles, Rosso alcanzó un
orgasmo, tirado en el suelo de la habitación de un hotel en la isla de Gran
Caimán, babeando de perverso placer, entre las cuatro paredes que guardaron
el secreto inconfesable del imperturbable alcalde de Beniaverd.
Aquella noche durmió como un niño que ha redimido su mal
comportamiento. A la mañana siguiente volvió a ser el mismo, el hombre
calculador y metódico que nada dejaba a la improvisación. Se afeitó, se dio
una ducha y se vistió con traje y corbata. No olvidó darse un toque de perfume
caro en su cuello. Con su portafolios bajo el brazo y su lápiz de memoria en un
bolsillo interior de su chaqueta, desayunó algo liegro antes de pedir un coche
que le llevara a una sucursal bancaria. Ya en el banco, se acercó a una señorita
que vestía completamente de blanco y llevaba el pelo recogido en la nuca. Le
preguntó si hablaba español. Ella sonrió y negó con la cabeza. Con un gesto le
indicó que se sentara. Rosso se acomodó en una butaca mientras la mujer
vestida de blanco se levantó y se adentró hasta un lugar donde él no podía
verla.
El banco era enorme, un gran espacio diáfano con mucha luz y enormes
ventanales. El suelo de mármol brillaba como un espejo y una joven algo
entrada en carnes no hacía más que ir de aquí para allá con una mopa,
limpiando sobre limpio. Al instante, volvió la mujer vestida de blanco,
acompañada de un hombre con gafas, de unos treinta años, muy delgado y de la
misma estatura que Rosso.
—Buenos días. ¿Puedo ayudarle en algo? Soy el señor Martínez —le dijo el
hombre tendiéndole la mano.
—¡Vaya! Siempre resulta agradable encontrar a alguien español en un país
tan lejano —contestó Rosso sorprendido, al tiempo que se presentaba.
—Mi abuelo era español. Yo nací aquí, pero mi padre siempre tuvo especial
interés en que hablara el idioma. Ya sabe, romanticismo patriótico…
—Pues me alegro por la parte que me toca, no sabe lo difícil que me resulta
manejarme con mi escaso inglés. Esa siempre ha sido mi asignatura pendiente.
¿Podemos tratar estos asuntos en algún lugar más discreto?
—Por supuesto, señor Rosso. ¿Qué ha venido usted a buscar aquí, si no es
indiscreción?
El joven le sonrió de manera cómplice y le hizo pasar a un despacho. No era
el primer cliente que buscaba pasar lo más desapercibido posible. En el
despacho, Rosso le explicó al señor Martínez su interés en abrir una cuenta
numerada, de esas en las que no aparece nombre alguno, solo dígitos. La
operación resultó ser bastante rápida para lo que el alcalde había imaginado.
Además de la cuenta, contrató también una caja de seguridad.
—Me gustaría poder depositar algo ahora mismo —dijo Rosso.
—Por supuesto, no hay ningún inconveniente. Le acompañaré yo mismo.
Las cajas de seguridad estaban en la parte posterior del banco. Para acceder
a ellas, había que pasar ciertos controles. Rosso siguió al señor Martínez, que
tras cruzar dos puertas blindadas separadas por un corredor, entró en una sala
cuyas paredes eran compartimentos privados con números, pequeños nichos
de secretos. En el centro, había una mesa. El señor Martínez comprobó el
número de la caja contratada y la abrió, colocándola sobre la mesa.
—Toda suya. Esperaré fuera.
Cuando Rosso se quedó a solas, sacó de su bolsillo el lápiz digital y lo
depositó en la caja junto con el portafolios negro. Después suspiró.
El señor Martínez le acompañó hasta la puerta. Le tendió la mano en señal
de cortesía y le agradeció que hubiera elegido su banco para sus gestiones.
—Espero verle pronto de nuevo por aquí —dijo el empleado sacudiendo
con fuerza la mano de Rosso.
—Tal vez antes de lo que usted se imagina.
—Comprendo —sonrió el joven, entendiendo entre líneas—. Le puedo
asegurar que esta isla es ideal para un retiro profesional. Además, podría
practicar el inglés. Nunca es tarde para aprender.
—Cierto, nunca es tarde para empezar de nuevo. Ha sido un placer.
Tras las gestiones bancarias, Rosso sintió la necesidad de tomar un trago y
un poco de aire a partes iguales. Decidió caminar dando bocanadas de oxígeno
caribeño con cierta ansiedad. A cuatro manzanas del banco, tomó asiento en la
terraza de una coctelería decorada para captar a los turistas. Pidió una ginebra
con tónica y marcó un número en su teléfono móvil mientras jugueteaba con los
hielos del vaso. Al otro lado de la línea respondió una voz masculina.
—Il mio amico! Che gioia parlare con te!
—No te hagas el sorprendido, Luigi, ya sabías que esta llamada se iba a
producir y, por favor, deja el italiano para otro momento.
—No estás de buen humor, amigo. ¿Ocurre algo?
—Las cosas se están poniendo feas y necesito que hagas unos movimientos
importantes con mucha discreción —dijo Rosso.
—Tú mandas.
Los dos policías judiciales que habitualmente seguían las escuchas
telefónicas del alcalde despertaron repentinamente de cierto letargo al oír la
conversación. Hacía días que no les llegaba nada interesante para la
Operación Imperio.
—¡Triangula la llamada y localiza dónde está ese tal Luigi! —ordenó
nervioso el de barba—. ¿Es este tu amiguito, Rosso? —se preguntaba en voz
alta, como si estuviera interrogando al alcalde—. ¿Acaso es este tu hombre de
paja? ¿Qué tienes que contarle desde las islas Caimán? ¡Vaya! Si al final será
verdad lo que cuentan de tu historia con la mafia… ¡Qué cabrón!
—El número está a nombre de un tal Luigi Manfredi, jefe, un italiano
afincado en Madrid. Habla desde allí.
—¡Estupendo! A ver qué tienen que decirse estos dos…
La conversación prosiguió y Rosso dictó a Manfredi un número de cuenta
bancaria, la que acababa de abrir. Quería efectivo en esa cuenta en cantidades
discretas durante los próximos meses, esa fue la indicación. Más tarde,
recibiría otras órdenes. El resto de asuntos debería seguir como hasta el
momento.
—Tenemos a su testaferro, jefe.
—La pieza que nos faltaba —afirmó el policía—. Ahora solo tienen que
mover el dinero. Dejemos que se confíen. Ellos solitos nos guiarán. Te hemos
pillado, Manfredi. Voy a saber de ti hasta cuándo te cortas las uñas. Quiero
conocer de ese tío hasta lo que desayuna los domingos. ¿Entendido?
Sociedades, inmuebles, cuentas, todo lo que esté a nombre del tal Luigi lo
quiero sobre mi mesa…
Rosso colgó el teléfono y terminó su ginebra con tónica como un turista más.
Se sentía mejor. Pensó que tal vez podía celebrarlo llamando de nuevo a la
puta cubana de la noche anterior. Estaba lejos de España y nada tenía que
temer. Le gustaba ser quien realmente era. Resultaba agradable poder sacar a
pasear sus perversiones, sin miedo a ser descubierto.
Martes, 20 de julio de 2010
Reconozco que hablar con el policía que me atendió el día que me decidí a entregar la caja
de zapatos me tranquilizó mucho. Me pareció un joven prudente y, sobre todo, analítico. Pero
la tranquilidad no me duró demasiado, puesto que pronto y por casualidad averigüé que el
tal agente Regledo tenía una parte subjetiva que había olvidado comentarme: su relación
sentimental con Virginia Rives, lo que le convertía en un policía con intereses personales en el
caso.
Lo supe por Simón, un domingo que comimos juntos. Hasta el momento, yo no le había
contado nada de mi hallazgo en la taquilla de la estación de autobuses, pero salió en la
conversación el nombre de Virginia Rives mientras tomábamos café y los gemelos jugaban en
el jardín.
Recuerdo que me dijo que, en los corrillos de prensa, se apuntaba a Virginia como la
nueva sucesora en el ALBI, tras el desgaste que estaba sufriendo la figura del alcalde,
Gregorio Rosso. Fue nombrar a Virginia y la charla se tornó interesante para mí.
Normalmente, me aburría sobremanera cuando Simón parloteaba con sumo interés, algo
petulante por cierto, sobre política y otras cuestiones. Eran temas que no solían atraerme
demasiado y que Simón utilizaba para hacerse el intelectual, dando a entender que no había
asunto en el pueblo que se le escapara. Le gustaba jugar a presumir de gran periodista
delante de mí, y yo lo dejaba. Pero en aquella ocasión, al nombrar a Virginia, por motivos
más que obvios, presté más atención e incluso le pregunté por su opinión personal. Aún se me
escapa una sonrisa al recordar lo sorprendido que se quedó Simón al verme tan interesada en
lo que él pudiera opinar al respecto.
He de decir que Simón es un hermano estupendo, generoso y buen amigo. Siempre ha
estado ahí cuando lo he necesitado y solo puedo contar bonitas experiencias vividas a su
lado. Es la persona a la que más quiero y mi única familia. No obstante, también es cierto que
entre nosotros, como ocurre entre todos los hermanos, siempre hubo cierta rivalidad por
superar al otro, tal vez algo más acentuada por su parte. Ahora, desde este ostracismo
autoimpuesto, echo de menos esas conversaciones, incluso echo a faltar su petulancia
intentando quedar por encima de mí. Cómo me gustaría tenerlo aquí conmigo, en mi pequeña
casa de comidas, en mi nuevo hogar, escuchándole disertar sobre los asuntos de Beniaverd,
en torno a un café que yo misma le prepararía… Qué pequeñas se ven ahora esas
rivalidades…
En fin, las cosas son como son y no sin esfuerzo empiezo a asumirlas, por el bien de todos,
incluido el de Simón. Al fin y a la postre, mi vida en Bugarach es tranquila y feliz dentro de lo
que cabe…
Como iba diciendo, Simón pensaba de Virginia que tenía potencial para la política, pero
que era demasiado joven para tomar el mando del ALBI. Creo recordar que dijo que le
faltaba experiencia, lo que me hizo dibujar una mueca en mis labios que sorprendió a Simón.
Me preguntó de qué me reía y yo disimulé con mi respuesta, por no decirle que de ser cierto
todo lo que yo había leído sobre ella, su experiencia en la vida podría resultar de lo más
trágica y sádica para cualquiera. Me guardé mis pensamientos para mí misma y Simón
continuó con su pequeño discurso.
Fue entonces cuando abordó el análisis de la vida personal de Virginia. Dijo que se la
había visto varias veces con un guapo policía local de Beniaverd, muy acaramelados, casi
como dos adolescentes que no pueden reprimir comerse a besos por los rincones, algo que,
según el criterio de Simón, resultaba contraproducente para su intachable imagen pública.
Por supuesto, no asocié a ese policía con el que parecía que Virginia estaba ennoviada
con el policía que me había atendido, hasta el momento en que Simón pronunció su nombre.
Recuerdo que mi hermano dijo, con cargada ironía y mucho sarcasmo, exactamente la
siguiente frase: «Ya verás qué poco tarda Iván Regledo en ascender dentro del cuerpo».
Fue entonces cuando me quedé fría. Como solía decir mi madre, si me pinchan, no me
sacan sangre. Maldita suerte la mía. De toda la plantilla de policías de Beniaverd había
tenido que topar con el novio de Virginia Rives, una fina ironía del destino.
Como es comprensible, la sensación de tranquilidad con la que días atrás había salido del
retén de la policía se esfumó inmediatamente. ¿Qué podía hacer entonces? ¿Debía confiar en
que el agente Regledo actuara diligentemente sin dejarse influir por sus sentimientos? Me
resultaba difícil creer que así fuera. ¿Era mi obligación acudir a otro policía, o bien a la
Guardia Civil, para contar lo ocurrido? ¿Y qué pensarían de mí si lo hacía? Ya ni siquiera
tenía la caja de zapatos que avalara mi historia. ¿Qué habría hecho con ella Iván?
Demasiadas preguntas para mi cabeza. Demasiadas incógnitas que no podía resolver. En
mi mano, solo estaba dejar que el tiempo escribiera el resto de la historia. Lo que aún yo no
sabía es que el resto de la historia me había elegido como coprotagonista.
17
Las blancas sábanas de algodón olían a Virginia, a dulce de almendras y a
lavanda. Ella dormía boca abajo ligeramente tapada, ofreciendo su espalda
desnuda a la brisa del mar que se colaba por la ventana. Iván estaba despierto
y la observaba. Su pálida piel resplandecía salpicada por diminutas pecas que
jugaba a contar en silencio. Le encantaba contarlas. Por alguna extraña razón,
los pequeños puntitos de melanina que cubrían el cuerpo de Virginia invitaban
a los hombres a contarlos, sin conseguirlo, un misterio que ella nunca había
logrado comprender.
La habitación estaba fresca. Las cortinas se ondulaban por el viento,
dibujaban garabatos en el aire, líneas curvas improvisadas. Con mucho
cuidado, Iván subió la sábana hasta los hombros de Virginia para que no
cogiera frío, sin despertarla, como en una caricia. Después, cerró la ventana.
Era muy temprano, pero no podía dormir. Virginia, sin embargo, parecía
capturada por Morfeo, nada perturbaba su plácido sueño. La contempló
furtivamente, a sabiendas de que ella no era consciente de que estaba siendo
observada. No sabía muy bien qué pretendía obtener de aquella minuciosa
observación. Incluso se colocó en cuclillas delante de su rostro, a tan corta
distancia que pudo sentir su respiración. Le hubiera gustado poder colarse en
su mente para saber qué estaba soñando. Le hubiera gustado conocer sus más
íntimos pensamientos y averiguar quién era realmente la joven de la que estaba
enamorado. Temía quedar atrapado en una trampa de la que no pudiera salir.
Descalzo y en ropa interior, Iván fue hasta la cocina y se preparó un café
cargado. Hacía más de un mes que vivía atormentado por el contenido de una
caja de zapatos que una mujer había dejado a su cargo, y esa historia le
quitaba el sueño. Se acababa el verano y aún no había tomado una decisión.
Aquel asunto le hacía dudar sobre cómo debía actuar. No le había comentado
ni una palabra a Virginia, temía estropear la segunda oportunidad de una
relación que parecía empezar a funcionar. Pero su instinto policial, su
curiosidad, esa incertidumbre que tenía dentro, tal vez todo junto, le impedían
ignorar lo escrito en unas servilletas de papel por un desconocido.
El olor del café despertó a Virginia, o tal vez fuera el martilleo de los
pensamientos de Iván en su cabeza. Era hermosa hasta recién levantada de la
cama. Con su pelo naranja alborotado y una bata de seda blanca, acudió al
reclamo del aroma.
—¡Qué madrugador! ¿Nadie te ha dicho que los domingos son para
descansar? —dijo mientras le robaba la taza a Iván y bebía un sorbo.
—No podía dormir. Pensaba en Chanel. —Virginia se sorprendió y tragó el
café con cierta dificultad.
—¿En Chanel? ¿Y eso a qué viene ahora? —contestó algo a la defensiva.
—Por un momento eché de menos su alboroto por la casa. Siempre que
pasaba la noche aquí y me levantaba antes que tú, se enroscaba por mis
piernas para que la cogiera en brazos. Era horriblemente pesada cuando lo que
quería eran mimos. Más de una vez casi me hizo tropezar. Yo creo que tenía
celos de ti. Es curioso cómo una criatura tan pequeña puede echarse tanto a
faltar. No me dijiste cómo murió —preguntó intencionadamente, aunque sabía
muy bien la respuesta, al menos la versión de Desiderio escrita en las
servilletas.
—La atropelló un coche —acertó a inventar Virginia.
—Es terrible… ¿Y dónde fue? ¿En qué calle? Me resulta extraño no haber
escuchado ningún comentario al respecto.
—Fue en el centro… No recuerdo el nombre de la calle. Un coche le dio un
golpe seco, no pudo frenar a tiempo cuando íbamos a cruzar por un paso de
peatones. No pareció ser nada grave en el momento, ni siquiera sangraba, así
que no le di mayor importancia y me marché a casa. Murió horas después por
una hemorragia interna, tal vez por eso pasó desapercibido el incidente. Debí
llevarla inmediatamente al veterinario para que le echaran un vistazo, no creas
que no me culpo por ello todos los días. —Suspiró satisfecha por la versión
que acaba de improvisar. Le pareció convincente, incluso con cierta carga
dramática—. ¿Te apetecen unas tostadas? —preguntó para intentar cambiar de
tema.
—Con mantequilla, por favor.
Hubo un silencio. Iván sorbía su café a pequeños tragos y pensaba. Virginia,
dándole la espalda, preparaba las tostadas y también pensaba.
—Estaba dándole vueltas a la cabeza esta mañana a lo nuestro. Me he dado
cuenta de que no sé nada de ti —dijo Iván—. Apenas conozco tu pasado,
nunca me has hablado de tu familia, de tu niñez, de las cosas que te gustaba
hacer cuando eras pequeña… No sé, nunca hemos tenido una conversación
sobre nosotros.
—Yo tampoco sé mucho de ti. ¡Qué importa el pasado! Lo importante es
quiénes seamos ahora, tú y yo, el presente —respondió Virginia, que
empezaba a incomodarse con la conversación—. ¿Se puede saber a qué viene
eso ahora?
—Sentía curiosidad. Me imagino que, antes de aterrizar en este pueblo,
habrás vivido en algún sitio. No creo que seas el fruto de una generación
espontánea, digo yo… —insistió.
Virginia desenchufó la tostadora tirando con fuerza del cable. Con desgana
puso el pan sobre un plato, untó la mantequilla y lo acercó hasta donde estaba
Iván, al otro extremo de la cocina, sentado sobre un taburete. Lo dejó sobre la
mesa con cierto desaire. El plato sonó con rotundidad y las tostadas casi caen
al suelo.
—A ver, ¿qué quieres saber? Te has levantado preguntón esta mañana —dijo
enfadada—. Dispara.
—Podríamos empezar por el principio… No sé… ¿Dónde naciste? ¿Dónde
pasaste tu infancia?
—Nací en un pequeño pueblo de la provincia de Cáceres llamado
Cachorrilla. Apenas alcanza los cien habitantes. Allí me crie y allí pasé mi
niñez y adolescencia. Hubo un momento en que el pueblo se me quedó
pequeño y decidí viajar. Estuve aquí y allá, nunca demasiado tiempo en cada
ciudad, hasta que llegué a Beniaverd. El resto ya lo sabes. ¿Satisfecho?
—No entiendo por qué te molesta tanto que te pregunte por tu pasado.
—No fui feliz en mi infancia y es una etapa de mi vida que prefiero olvidar,
eso es todo.
—¿Tienes familia?
—¿Es esto un interrogatorio o algo parecido? A lo mejor prefieres que me
siente y me apuntas con una luz en la cara como hacen en las películas… —
Hizo una pausa. Suspiró e intentó guardar un poco las formas antes de
continuar—. Para tu información, soy huérfana y solo tengo un hermano, pero
no tengo trato con él. Hace su vida y yo la mía. Fin de la historia. Se me ha
quitado el hambre —dijo tirando su tostada a la basura—. Me tengo que
arreglar, esta mañana hay un acto en una pedanía al que tengo que asistir. Será
mejor que me prepare unas palabras para el discurso. Si no te importa, me
encerraré un rato en el despacho para escribirlas. Estás en tu casa.
A paso ligero, la bata de seda, volátil y etérea, parecía volar alrededor de
las piernas de Virginia. Dio un portazo al entrar en el despacho. Estaba
contrariada y supo que había perdido la compostura ante las preguntas de Iván.
Cuando se sintió a solas, suspiró profundamente. El interrogatorio de Iván le
había pillado por sorpresa y dudó si haberle dicho una escueta verdad sobre
su vida habría sido lo más apropiado. Lo meditó unos segundos. Las mentiras
tienen las patas muy cortas y se les da alcance muy fácilmente, así que, tras
este razonamiento, concluyó que decir una parte de su verdad, la parte
confesable, tal vez había sido una decisión acertada al fin y al cabo. Se echó
en cara a sí misma no haber previsto que, tarde o temprano, aquello iba a
pasar. Debió anticiparse a aquella conversación, prepararse para resultar más
convincente, estar lista para cuantas preguntas quisiera hacerle. No podía
culparle por ello, era lógico que Iván quisiera saber más de ella a medida que
la relación se iba consolidando, pero a Virginia aquello le asustaba; su pasado
volvía a suponer un cerco que la ahogaba, una vez más.
De repente, le vino a la cabeza Desiderio. Se había olvidado por completo
de él. Le resultó extraño no haber recibido noticias suyas y pensó que estaría
esperando, tal y como habían acordado, a que Virginia se pusiera en contacto
con él. Volvió a suspirar. Necesitaba encontrar un modo de quitárselo de
encima antes de que diera problemas, pensó, sin saber que Desiderio era ya
otro problema muerto a sus espaldas.
En la cocina, Iván apuró el café y se sirvió otro. A cada respuesta de
Virginia había sentido un mayor desasosiego. Hubiera bebido un trago de
güisqui para templarse, pero en casa de Virginia no había alcohol. Frente a su
segunda taza, analizó cada respuesta y el comportamiento de la guapa
pelirroja, su extraño comportamiento cargado de nerviosismo. Era cierto que
había nacido en Cachorrilla, tal y como Desiderio contaba. También era cierto
que tenía un hermano y que ahora era huérfana, aunque había omitido que hacía
muy poco que su padre había muerto y en qué circunstancias. Sus respuestas
habían sido pinceladas del sórdido relato de las servilletas, una versión
amable, lo que le llevó a pensar si no sería cierto también el resto de la
historia que contaba Desiderio. La sola posibilidad de que así fuera le hizo
estremecerse. Iván no podía seguir con aquella incertidumbre, debía conocer
la verdad, y debía conocerla cuanto antes.
Las primeras indagaciones que hizo Iván fueron sobre Desiderio. Era
importante saber qué clase de persona es la que realiza una burda confesión
escribiendo en unas servilletas de papel de un bar. Contó con la colaboración
de la policía local de Cáceres, que le permitió, por tratarse de un favor entre
compañeros, indagar sobre su pasado. Pronto comprendió que se trataba de
una persona poco estable, con problemas de drogas e incluso con antecedentes
menores por algunos hurtos y robos. La pista le llevó hasta el centro de
rehabilitación donde Desiderio había pasado parte de su proceso de
desintoxicación, y fue allí donde le facilitaron un número de teléfono de
Pescueza, el pueblo limítrofe con Cachorrilla, donde al parecer tenía fijada su
residencia. Lo que no esperaba Iván era encontrarse con la noticia de que
Desiderio había muerto, y mucho menos que se había suicidado.
Fue su madre la que atendió el teléfono, una madre profundamente afligida y
que nada parecía conocer sobre qué motivos habían llevado a su hijo a
colgarse de un árbol, en el momento en el que empezaba a recobrar el control
sobre su vida. Una madre que sobrevive a un hijo.
—¿Y dice usted que era amigo suyo? —preguntó lastimosamente al otro
lado del teléfono.
—Bueno, solamente un conocido, señora. Me lo presentó una amiga suya,
una conocida que teníamos en común, Virginia Rives, de Cachorrilla —mintió
—. ¿La conoce?
—Rives, Rives… Pues no me suena… —dijo intentando hacer memoria
mientras se limpiaba la nariz sonoramente.
—Una chica pelirroja y pecosa que hizo amistad con su hijo cuando eran
unos chavales. Vivía en el pueblo de al lado. —El silencio se prolongó más de
lo que resulta cómodo en una conversación telefónica entre desconocidos y la
mujer pronto cambió su tono afligido por uno iracundo.
—Esa mala pécora no era amiga de mi hijo, ella fue su perdición. ¡Ojalá se
pudra en el infierno! Ella es la que tendría que estar muerta y no mi hijo.
¡Apártese de ella! ¡Todo lo que toca lo envenena! ¡Maldita sea! —Y colgó el
teléfono.
A Iván se le cortó la respiración. Pudo apreciar el odio en las palabras de la
madre de Desiderio y se le heló la sangre. Por un momento, se había sentido
aliviado al saber que el hombre que había escrito todo aquello en unas
servilletas era inestable y drogadicto, y por lo tanto, alguien poco de fiar. Sus
prejuicios lo habían llevado a dudar profundamente de su versión de los
hechos porque, en el fondo, pretendía creer en la inocencia de Virginia. Sin
embargo, el rencor que parecía guardarle la madre de Desiderio a Virginia y
su manera de manifestarlo le habían hecho no bajar la guardia todavía y
mantener encendida la luz de alarma. De no haber sido por esa reacción,
hubiera zanjado el asunto y se hubiera desecho de la caja de zapatos y sus
confesiones. Pero la realidad era que seguía hecho un lío y el paso del tiempo,
alimentando aquel tremendo secreto, no hacía más que aturdirlo sobremanera.
Estaba librando una batalla entre su corazón y su sentido común, y ambos
estaban empatados, tal vez porque quería creer que todo era una invención de
una mente trastornada, tal vez porque no quería creer que todo fuera verdad.
La conclusión a la que había llegado tras sus primeras indagaciones era que
ambos, Desiderio y Virginia, eran viejos conocidos, a pesar de que Virginia
jamás lo mencionara, algo que no terminó de extrañar a Iván, teniendo en
cuenta el hermetismo de Virginia sobre su vida. Pero ¿era cierto que
recientemente se habían reencontrado? La pregunta alimentó el desasosiego de
Iván, que rebuscó en la caja de zapatos. Sacó las servilletas manuscritas y
buscó con la mirada, ayudándose de su dedo índice, la parte en la que relataba
su encuentro en un hotel de Burgos, cercano a la estación de tren meses atrás,
una fría noche de febrero. Necesitaba confirmar la historia.
Encendió el ordenador de su mesa de trabajo y buscó el teléfono de ese
hotel y, sin pensarlo dos veces, llevado por el inmenso poder que tiene la
verdad cuando pugna por salir a flote, marcó el número.
Una voz femenina de catálogo sonoro, agradable a pesar de todo, atendió su
llamada. Iván se identificó como policía en el curso de una investigación,
dándose un aire interesante. Necesitaba confirmar una reserva del pasado mes
de febrero a nombre de una tal Virginia Rives.
—Lo lamento mucho, pero tendré que consultarlo con el director del hotel
—contestó sorprendida la recepcionista, pero sin perder su neutro tono de
amabilidad—. Por favor, no se retire, en unos segundos estoy de nuevo con
usted.
Mientras la música en espera taladraba la cabeza de Iván, monótona y
aguda, la impaciencia crecía en la boca de su estómago. Inconscientemente, se
sorprendió a sí mismo deseando que aquella cita secreta en un hotel de
Badajoz, una oscura y heladora noche de febrero, para planear un asesinato,
jamás se hubiera producido, pero algo le decía que era cierta. Más pronto que
tarde, la amable señorita del hotel lo devolvió a la realidad.
—¿Agente Regledo? ¿Sigue usted ahí?
—Aquí estoy.
—Siempre es un placer colaborar con las fuerzas de seguridad.
Efectivamente, hay una reserva en la fecha indicada a nombre de Virginia
Rives. Fue tan solo de una noche y se pagó en efectivo. Habitación doble con
cama matrimonial.
—¿Recuerda usted a su acompañante? ¿Les dio su nombre o algún tipo de
documentación?
—No, señor, no consta.
—Por favor, deme una dirección de correo electrónico y le enviaré una
fotografía, tal vez le ayude a recordar.
Iván buscó en su ordenador alguna foto reciente de Virginia y eligió una que
había hecho unas semanas atrás, un día que habían cenado juntos cerca de la
playa. Le dio al botón del ratón y la envió por correo.
—Ya tiene una fotografía en su correo. ¿Se acuerda de ella? ¿Es esa mujer la
que se hospedó en su hotel?
La joven, con una intriga impropia de su trabajo, aburrido y monótono, no
acertaba a darle al botón adecuado de puro nerviosismo. Finalmente, logró
abrir el archivo.
—¡Sí, es ella! —dijo casi entusiasmada—. La recuerdo muy bien. Llevaba
un gorro de lana y vestía muy elegante. Es guapísima… Aunque en la
fotografía lleva el pelo algo más largo. El día que se marchó la vi con la
cabeza al descubierto y me gustó su atrevido corte de pelo.
—¿Recuerda a su acompañante?
—Por supuesto, cómo podría olvidarlo.
—¿A qué se refiere? —preguntó extrañado Iván por la respuesta.
—Bueno, a que se trataba de una pareja poco convencional. Resultaba raro
verles juntos. Incluso llegué a pensar que se trataba de una profesional de lujo,
ya me entiende…
—¿Una prostituta? —dijo Iván sorprendido.
—Sí, una prostituta de alto standing. De no ser porque el hombre que le
acompañaba parecía venir de un comedor social, eso, y que fue ella la que
pagó la habitación, hubiera jurado que se trataba de un encuentro «comercial»,
llamémoslo así. —Iván frunció el ceño, algo molesto por el comentario, pero
lo dejó correr, al fin y al cabo, de alguna manera sí había sido un encuentro
comercial. La recepcionista prosiguió, animada como estaba por participar en
una investigación policial—. El chico era joven, rondando los treinta, diría yo,
y no era mal parecido, pero le faltaban varios dientes y vestía con ropa vieja.
Ella estaba deslumbrante a su lado. Recuerdo que pensé que si no se trataba de
una prostituta no podía imaginar qué otro motivo podía llevar a una mujer de
esas características a pasar la noche con aquel hombre. Realmente, una pareja
atípica, por eso me acuerdo.
—Muchas gracias, ha sido usted de gran ayuda.
—Ha sido un placer.
La historia tomaba cuerpo y a Iván no le quedó más remedio que asumir lo
que tenía entre manos. Nada más colgar el teléfono, escondió la cabeza entre
sus brazos, con los codos apoyados sobre la mesa de trabajo. Con sus manos
entrelazadas sobre la nuca, le hubiera gustado ser un avestruz para esconder su
cabeza bajo tierra y no tener que pensar sobre qué era conveniente hacer en
una situación como aquella. Cuando levantó la cabeza de nuevo, se topó con la
fotografía de Virginia en la pantalla del ordenador. La miró a los ojos unos
segundos y pensó que, al menos, merecía una oportunidad para explicarse. Una
moneda siempre tiene dos caras, y hasta ahora solo conocía la de Desiderio.
¿Qué tendría que decir Virginia de todo aquello? Se moría de ganas de
escucharlo.
Era casi la hora de comer y el fin de su turno. Se quitó el uniforme y de
alguna manera se liberó de cierto peso de responsabilidad. Vestido con unos
pantalones vaqueros y una camisa blanca, cogió el coche y condujo hasta la
puerta del ayuntamiento. Con suerte, llegaría a tiempo de recoger a Virginia
antes de que se marchara a casa. En la radio sonaba la canción del grupo
Efecto Mariposa Por quererte, y su estribillo parecía taladrar la cabeza de
Iván, como si el destino le mandara un mensaje en forma de canción: «No sé
quién eres. No sé quién soy…», repetía una y otra vez.
Justo en el semáforo de la esquina de la calle del consistorio, encontró a
Virginia. La luz se puso en rojo e Iván paró. Tocó el claxon y Virginia se dio la
vuelta, y al toparse con la sorpresa de Iván, no pudo reprimir una espléndida
sonrisa a la que él no correspondió. Abrió la puerta del acompañante para que
subiera al coche y pronunció las palabras que toda pareja teme escuchar
porque nunca anuncian buenos presagios.
—Sube. Tenemos que hablar.
El semáforo se puso en verde y ambos masticaron un silencio incómodo, a
pesar de que la música de la radio seguía sonando.
Jueves, 22 de julio de 2010
Desconcertada al saber que el agente Regledo era la pareja sentimental de Virginia, dudé
acerca de si era conveniente o no volver a hablar con él, interesándome por la marcha de la
investigación y, por supuesto, sin desvelar que conocía su íntima relación con la sospechosa.
Mi intención fundamental era conseguir que la caja de zapatos y todo su contenido volviera
a mis manos de nuevo y así poder acudir a la Guardia Civil para enmendar el camino
equivocado que había tomado y que me había llevado a un callejón sin salida. Supongo que
resulta bastante ingenuo pensar que me la fuera a devolver sin ninguna objeción, así sin más,
después de conocer su comprometido contenido. Pues sí, es un razonamiento muy poco
inteligente, lo que, unido a que el arte de disimular no es mi fuerte y que, además, no he sido
llamada para la interpretación, me hizo desistir rápidamente y abandonar la idea. Pero,
aunque finalmente decidí no volver a la comisaría de policía, el destino me tenía preparado
un encuentro con Iván por culpa de un mal aparcamiento.
Fue un sábado. Lo recuerdo porque era el día que realizaba las compras en el mercado de
abastos de Beniaverd. Algunos productos que utilizaba para la cocina de El Rincón de Reina
me los suministraban directamente, pero otros, como el pescado por ejemplo, prefería
elegirlos personalmente, una vieja costumbre heredada de mi madre o, tal vez, una vieja
manía de la hija de un pescador. Como decía, el sábado era el día reservado para estos
menesteres y el lugar, el tradicional mercado de Beniaverd, con más de cien años de historia,
albergaba muchos recuerdos de infancia para mí. El aparcamiento por la zona era toda una
pesadilla y supongo que sigue siéndolo a día de hoy. El parking privado solía estar completo
los sábados por la mañana. Aquel día, no me quedó más remedio que dejar el coche
estacionado en una zona de carga y descarga, al fin y al cabo, técnicamente era lo que iba a
hacer, más cargar que descargar para ser exactos. Pero coincidirá conmigo el lector de este
diario en que cuando se aparca mal, siempre hay un policía cerca. Es una de las reglas de la
ley de Muphy: si su coche es susceptible de ser multado, lo será y nada o casi nada podrá
hacer por evitarlo. Y como la suerte aquellos días parecía haberme abandonado como un
amante de verano, allí estaba él, el único policía de toda la plantilla de Beniaverd al que me
hubiera gustado evitar, el agente Regledo.
Iba cargada con unas bolsas para dejar en el maletero y volver al mercado de nuevo,
cuando lo vi de espaldas, con esa postura típica que tienen todos los guardias cuando van a
poner una multa: las piernas ligeramente entreabiertas y la cadera echada hacia delante
para así poder encorvar la espalda y utilizar su cintura como apoyo del boletín de denuncias
y el bolígrafo. Miraba mi coche, centrándose en la matrícula, con cierto aire de desprecio, sin
que el pobrecillo pudiera defenderse y a unos cinco metros de distancia. Al darme cuenta de
lo que estaba sucediendo, comencé a correr dificultosamente, cargada con las bolsas,
mientras repetía una y otra vez: «Espere un momento, agente, espere un momento…».
El policía se dio la vuelta al escucharme. Al principio, no lo reconocí. Llevaba la gorra
puesta y los ojos escondidos tras unas gafas de sol de cristales verdes, unas Ray-Ban modelo
aviador. He de reconocer que el agente Regledo es un hombre muy atractivo y que así,
uniformado y tras las gafas, me pareció como sacado de un anuncio de televisión, tan solo
faltaba la música sensual de fondo y un refresco sin azúcar en su mano. Pero la magia del
momento se hizo añicos cuando, ya de cerca, me di cuenta de que era él, el novio de Virginia
Rives.
Me quedé algo impactada por el repentino encuentro e intenté comportarme de la manera
más natural posible, pero en realidad no hizo falta que hiciera gran cosa; fue él el que hizo y
dijo todo, controlando absolutamente la situación.
Para empezar, no terminó de redactar la denuncia. Con su generosa sonrisa, me regañó
para que no volviera a aparcar en la zona reservada a los comerciantes, mientras rompía el
papel en mil trocitos. Yo se lo agradecí y, tras acabar el tema de conversación relativo a mi
mal estacionamiento, hubo un par de segundos de silencio. Supongo que ninguno de los dos
sabíamos cómo abordar la cuestión que ambos conocíamos. Finalmente, fue él el que sacó el
tema. Me explicó que había estado realizando una serie de indagaciones acerca de Desiderio
y que el resultado había sido bastante «tranquilizador». Recuerdo que utilizó exactamente esa
palabra, tranquilizador, para referirse a que Desiderio había resultado ser una persona
inestable, politoxicómana, con varios años de internamiento en un centro de rehabilitación, y
que, muy probablemente, nada de lo que ponía en su confesión fuera más allá de un delirio
de alguien de sus características. No comprendí muy bien qué era lo que había de
tranquilizador en aquello, hasta que caí en la cuenta de que realmente se refería a Virginia y
su implicación en los hechos. ¿Qué otra cosa podría importarle a él, más que su novia fuera
inocente?
Me atreví a preguntar sobre si era cierto o no que había sido ella la que había pagado a
Desiderio por quemar vivo a su padre, pero Iván no me contestó directamente. Empezaba a
molestarse por mi interés y por mis preguntas, y me demostró que dominaba el lenguaje de las
evasivas. Tan solo dijo que la investigación seguía su curso, pero que afirmar semejante
delito sin tener ninguna prueba era mucho más que arriesgado y altamente improbable.
¿Prueba? ¿No servía para nada una confesión escrita por Desiderio? Supongo que no. Mi
gozo en un pozo, qué otra respuesta pretendía esperar.
Ante sus poco explícitas y nada aclaratorias respuestas, dudé si preguntarle también sobre
ese bebé que Desiderio dijo que había aparecido desenterrado por animales salvajes, en
mitad del bosque, un bebé que él intuía que podía tratarse del hijo de Virginia. Sin duda, era
un asunto delicado, demasiado espinoso, pero me pudo la curiosidad y me faltó la prudencia
una vez más, así que mi boca desoyó a mi sentido común e hizo la pregunta casi a bocajarro.
Supongo que de haberla pensado un par de segundos más, no la hubiera pronunciado.
Iván carraspeó y tragó saliva, incluso cambió de postura corporal y se puso rígido, casi
marcial. Era evidente que le incomodaba la conversación. Estaba a la defensiva. Tras unos
segundos de silencio, se quitó las gafas y clavó su mirada esmeralda en mi persona y sin
dejar de ser amable, pero con evidentes signos de malestar, se limitó a pronunciar unas frases
que recuerdo a la perfección: «Señora Antón, deje este tema en manos de la policía, nosotros
sabremos qué hacer. Hablamos de la vida de alguien de carne y hueso, no de un serial de
televisión, y por favor, absténgase de comentar este asunto con nadie. Si la investigación
requiere de su testimonio, la llamaremos». Y me deseó un buen día colocándose la gorra y
ajustándose el cinto del pantalón, donde llevaba el arma y la porra.
Lo tomé como una advertencia. De alguna manera, había metido el pie en terreno
pantanoso y, de adentrarme más de la cuenta, corría el riesgo de llenarme de fango y, lo peor
de todo, de quedar atrapada en él. Aquello no era un serial de televisión, eso era más que
evidente, la vida siempre tiene mejores guiones que la ficción… y ¿a quién se refería al decir
que se trataba de alguien de carne y hueso? Supongo que pensaba tan solo en Virginia y el
daño que se le podría causar en caso de que toda esta historia saliera a la luz. Pero ¿acaso
el padre de Virginia no era una persona también?, ¿acaso no era de carne y hueso
Desiderio?, y qué decir del pequeño bebé enterrado cruelmente en el bosque, ¿no era el ser
más indefenso de todos?
Suspiré de impotencia y me tuve que tragar las ganas de contestarle todo aquello con la
rabia que sentía en aquel momento. Regledo me había invitado a dar un paso atrás y eso me
enfurecía. Aquel día, sin duda, fui consciente de que tal vez sabía demasiado.
18
En la central de la UDYCO, Unidad de Drogas y Crimen Organizado, se podía
mascar la tensión. Los agentes eran galgos enjaulados a punto de salir a ganar
la carrera. Estaban ansiosos y con el olfato afinado. La operación para
desarticular una red de narcotráfico que introducía hachís y cocaína por vía
marítima, procedente de Marruecos, estaba a punto de pasar a la acción. La
policía llevaba más de siete meses de complicadas investigaciones y, por fin,
se acercaba el momento de salir de los despachos y abortar la llegada de un
gran alijo al puerto de Beniaverd.
La operación antidroga, a la que habían bautizado como «Operación
Espalda Mojada», tenía en jaque a la Policía Nacional desde hacía casi un año
cuando, casi por casualidad, la detención de un pequeño camello en Barcelona
había hecho saltar todas las alarmas y dirigir las miradas hacia un pueblo
costero del levante español. El traficante tenía miedo, síndrome de abstinencia
y la lengua muy suelta. Fue sencillo sonsacarle información, pero lo que nadie
alcanzó a imaginar en aquel momento es que toda aquella incontinencia verbal
llevaría hasta una de las mayores operaciones de narcotráfico en España. Más
de diez investigadores trabajaban en ella sin descanso y, de tener éxito,
supondría la desarticulación de una importante red de narcotráfico con sede en
Marruecos, el primer eslabón de la cadena, pero con distribución europea.
Todo estaba bien atado. La droga se trasportaba por vía marítima, hasta llegar
al punto de recogida, el puerto de Beniaverd. Según habían podido saber los
miembros de la UDYCO, una vez recibida la mercancía y tras almacenarla
temporalmente en Beniaverd, se procedía a su distribución por las principales
ciudades europeas a través de una red de transportes legal, fundamentalmente
camiones de gran tonelaje con doble fondo, camuflada entre su carga. La
operación era de gran magnitud y nada podía fallar.
Todavía no se había producido ninguna detención, pero todo estaba hilado
con punto de precisión. La policía esperaba el momento oportuno para abortar
el envío y ese momento se acercaba. La adrenalina circulaba por las venas de
los agentes, más amigos de la acción que de la burocracia de los despachos.
Uno de los informadores había dado un chivatazo que había movilizado a toda
la unidad. El próximo alijo llegaría al puerto de Beniaverd en unos días, a
bordo de un yate de lujo llamado Imperio, una reciente adquisición de la
banda, un capricho de su cabecilla. Arribaría cargado con tres toneladas de
marihuana y dos de cocaína, aprovechando que la embarcación de lujo
despistaría sobre su carga, o al menos eso pensaban ellos. La última reunión
sobre la Operación Espalda Mojada se celebraba en la central de la UDYCO.
—Al parecer, la banda ha cambiado su forma de transportar la mercancía
por vía marítima —explicaba el jefe de la operación con voz solemne y rostro
serio—. Hasta ahora, como sabéis, hacían uso de yolas, porque con los barcos
de pesca se servían de una infraestructura que pasa bastante desapercibida
entre el resto de pescadores. Para ellos, eran medios discretos que no
requerían de ninguna inversión ni transformación. Todos los pesqueros de
cierta envergadura cuentan con sofisticados instrumentales y medios de
comunicación y pueden camuflarse con facilidad entre el resto de la flota
pesquera.
Mientras hablaba, con la sala en penumbra, imágenes en diapositivas se
proyectaban sobre un panel blanco. Con un golpe de clic, el jefe de la unidad
cambiaba de imagen en función de su discurso. Hizo una pausa y, tras darle de
nuevo al botón, apareció una fotografía del yate Imperio.
—Este es el nuevo medio de transporte de los narcos. Un yate de lujo
llamado Imperio. —Un murmullo de los agentes interrumpió el silencio—.
Ahora es propiedad de nuestro cabecilla en Marruecos, Mohamed Lagrich.
Anteriormente, pertenecía a un empresario de Beniaverd llamado Mateo
Sigüenza. La compraventa ha sido legal, con documentación de por medio que
puede acreditarla, pero algo me dice que ese tal Sigüenza no se ha limitado a
venderle su juguetito a Lagrich. Se comenta que se han hecho muy amigos e
incluso se los ha visto juntos en alguna ocasión después de cerrar la venta del
barco. Quiero saber más sobre ese tal Sigüenza. Gutiérrez y Sandoval,
dedicaos a averiguarlo todo sobre ese tipo y, muy especialmente, hasta dónde
llega la amistad con nuestro traficante. Tirad del hilo, mi instinto me dice que
Sigüenza está metido hasta el cuello.
—Sí, señor —contestaron los dos agentes.
—Quedaos con la imagen del yate, es nuestro objetivo en el puerto de
Beniaverd. Y de paso no olvidéis esta cara. —Le volvió a dar al botón y, en la
proyección, apareció una fotografía de Sigüenza, fumando un puro en una
terraza del puerto—. Es el antiguo propietario del barquito, el mismo que no
vamos a perder de vista hasta que no tengamos la certeza de que está limpio.
Lo mismo nos sorprende y nos lo encontramos por allí. Con estos tipos todo es
posible. Es una cara nueva que desde ahora debemos añadir a nuestra memoria
fotográfica. Miradlo bien. Al resto ya los conocéis. Sabremos pronto el día y
la hora de la operación. Os quiero a todos alerta, tenemos que cerrarla con
éxito. ¡A trabajar!
Los agentes arrastraron sonoramente las sillas y dieron por finalizada la
reunión. El jefe de la unidad encendió la luz de la sala. Todos se pusieron
manos a la obra y Gutiérrez y Sandoval comenzaron su investigación acerca de
Sigüenza desconociendo, en aquel momento, hasta dónde tal cosa les llevaría.
La autopsia realizada a los restos de un niño varón, recién nacido, hallados el pasado
miércoles, enterrados en el monte cercano a Cachorrilla, han dado como resultado de la
muerte «asfixia por sumergimiento en líquido». Los resultados confirman que el niño nació
vivo y que murió ahogado.
El forense ha encontrado agua en los pulmones del bebé, por lo que se abre ahora una
investigación para intentar esclarecer la autoría de los hechos. Se desconoce el nombre de la
madre, aunque se han recogido restos biológicos para poder determinar la maternidad.
En la bolsa de basura en la que apareció el cuerpo, también se hallaron restos de la
placenta, el cordón umbilical y ropa de mujer ensangrentada. Al parecer, la bolsa fue
enterrada a poca profundidad en la zona boscosa cercana a Cachorrilla y días después fue
desenterrada por animales salvajes. Fue un cazador que deambulaba por la zona el que
encontró los restos y alertó a la policía.
La policía baraja la hipótesis de que se trate del fruto de un embarazo no deseado,
posiblemente de una joven adolescente, que podría haber mantenido oculto durante toda la
gestación, pero por el momento no se tienen más datos sobre el caso, aunque la investigación
continúa abierta a la espera de obtener nuevas pesquisas.
Aquel era el último artículo del Diario de Cáceres que hacía referencia al
suceso. Nada más aparecía publicado sobre el asunto. Nada más en toda la
hemeroteca. Ni una sola palabra. Iván supuso que tal vez nada nuevo se había
sabido al respecto y, por lo tanto, la noticia había muerto por olvido.
Probablemente, el asunto había quedado sin resolver en los archivos
policiales y ahora ya solo era un número de investigación por el que nadie
había vuelto a preguntar. Una vida inocente que a nadie importaba. Un niño sin
nombre que había querido atrapar el aire a bocanadas con sus pequeños
pulmones para aferrarse a la vida y que solamente pudo respirar agua de un
abrevadero de animales. Una vida con una historia tan breve como cruel.
Sintió frío a pesar del fuego y echó al café otro chorro aún más generoso de
brandy. La conciencia le atormentaba y soñaba una noche sí y otra también con
un bebé llorando, desnudo, con el cordón umbilical colgado de su ombligo,
ensangrentado y amoratado por el frío y rodeado de lobos en mitad del
bosque. Angustiado, Iván intentaba salvarlo desesperadamente, corriendo
entre los árboles pero sin conseguir avanzar por más que se esforzaba en dar
zancadas amplias. En el sueño, disparaba a los lobos con su arma
reglamentaria, pero sin dar en la diana. Cada noche que la pesadilla recurrente
se repetía, despertaba empapado en sudor en el mismo instante en que
conseguía llegar hasta el bebé y se disponía a cogerlo entre sus brazos. Nunca
llegaba a hacerlo, nunca conseguía salvarlo y los lobos olisqueaban al niño
como lo hacen con una presa. El llanto del niño y la voz de Virginia le estaban
haciendo perder la razón.
Tras leer el artículo del diario, Iván decidió entonces que no podía obviar
todo lo que sabía y que la verdad le libraría de volverse loco. Aquel niño
merecía que se le hiciera justicia, incluso Dioni lo merecía. Si Virginia decía
la verdad, nada debía temer. Él era un buen hombre que había hecho el
juramento de cumplir y hacer cumplir la ley, y, ante eso, únicamente había un
camino posible: denunciar el caso. Tomó por fin la decisión más difícil de su
vida, entregar la caja de zapatos de Desiderio a la Policía Nacional para que
ambos homicidios, el de Dioni y el del bebé de Cachorrilla, pudieran cerrarse.
Supo que esa decisión le costaría su relación con Virginia, pero también supo
que jamás podría volver a amarla de la misma forma después de todas las
mentiras y de todo cuanto le había ocultado. Los secretos pueden ser los
grandes asesinos de los sentimientos, pensaba él. Sentía que ya no la conocía,
que ya no sabía quién era. La decisión de seguir adelante fue un bálsamo para
Iván, que aquella noche durmió mucho mejor. La tranquilidad de conciencia
fue sin duda para el policía el mejor somnífero.
En Sevilla estaba lloviendo cuando llegó Virginia. Tuvo que parar en una
gasolinera para poner la capota de su coche. Aprovechó y comió algo.
Compró una Coca Cola y un sándwich de esos envasados que venden en las
máquinas dispensadoras. Le supo a plástico, pero tenía hambre. Llenó el
depósito de gasolina y entró en el baño. Se arregló el cabello. Lucía una
melena corta a la altura de los hombros y con el viento del viaje la llevaba
alborotada. Se peinó con los dedos y se ayudó con un poco de agua para
domar el pelo. Vestía toda de negro, con un jersey de punto ceñido y unos
pantalones ajustados. Unas botas altas hasta la rodilla en color rojo la hacían
estar tremendamente sexy. Cogió algunas provisiones, unas galletitas saladas,
unos frutos secos y un paquete de chicles de menta. Se acercó a la caja para
pagar y le preguntó al dependiente si faltaba mucho para su destino, no se
manejaba bien con el navegador. El hombre no pudo evitar coquetear con ella,
no pasaban por allí mujeres como Virginia todos los días.
—Te quedan poco más de veinte minutos, pero si no tienes prisa, te puedo
enseñar Sevilla esta misma noche. ¿De dónde eres, guapa? Parece que el sol te
ha salpicado la cara. ¿Eres extranjera? No… No tienes acento. Te invito a
cenar y me lo cuentas. Salgo a las diez, ¿qué me dices?
—Pecas, lo de mi cara se llaman pecas, y hazme un favor: ¡muérete!
Cogió el resguardo, el dinero y la compra, y volvió al coche. Aún le
quedaba un rato, pero se le hizo corto. Tuvo suerte. Al llegar, aparcó justo
enfrente de su destino y, al levantar la vista y ver la fachada de la iglesia con
la campana en lo alto, no pudo evitar sentir un escalofrío. Recordó las
palabras que su padre repetía una y otra vez cada domingo, cada día que le
obligaba a ir a misa, y le deseó la eternidad en el infierno: «La Casa de Dios
es la Iglesia… del Dios vivo, columna y sostén de la verdad. Timoteo 3:15».
Le hubiera gustado poder borrar todas esas frases de sus recuerdos, olvidar
la Biblia para siempre, pero las había escuchado millones de veces y, de
manera recurrente e involuntaria, su memoria las rescataba sin que ella
pudiera hacer nada por evitarlo. Era su penitencia. Hay cosas que quedan
marcadas a fuego en la memoria y esa era solo una de ellas. Se puso el abrigo,
había atardecido y hacía frío. La puerta de la iglesia estaba abierta.
Le costó un esfuerzo mayor al que había imaginado el hecho de traspasar el
umbral del portón de madera. Hacía muchos años que se había jurado a sí
misma no volver a pisar una iglesia nunca más. El corazón se le aceleró. Casi
de manera automática, se sorprendió llevándose la yema del dedo pulgar de la
mano derecha a la frente para persignarse. Reprimió el gesto y se reprochó
haberlo hecho. La iglesia estaba bonita y destilaba paz, aunque no le gustó
reconocerlo. Era pequeña y muy acogedora, y olía a incienso. Había muchas
velas chatas encendidas por los rincones. Tres mujeres ancianas ocupaban tres
bancos distintos. Una de ellas sujetaba un rosario con la mano derecha y un
bastón con la izquierda y movía los labios con rapidez, pero sin emitir ni un
solo sonido. Las otras dos rezaban en silencio con las manos entrelazadas. No
había nadie más. Buscó con la mirada el confesionario. Era antiguo, de esos
de madera con rejilla en la ventana, pero el párroco no estaba dentro. En ese
momento, el padre Jacobo salió de la sacristía y Virginia, sorprendida, se
escondió detrás de un pilar de piedra; no quería que la viera, al menos no en
ese instante. Le pareció que tenía muy buen aspecto, estaba muy atractivo, y
pensó que era una pena que un hombre tan guapo hubiera desperdiciado su
vida con la religión.
Jacobo caminaba de manera pausada y saludó a las mujeres con un ligero
movimiento de cabeza y dejando caer los párpados. Apagó las velas, una a
una, y la magia de la iglesia quedó dormida, en penumbra. Después, entró en el
confesionario y se sentó. Se puso a leer una Biblia que tenía sobre una
pequeña repisa y esperó, paciente, a quien quisiera redimir sus pecados.
—Ave María Purísima —dijo Virginia desde el otro lado de la rejilla,
arrodillada frente a su hermano que la escuchaba, de lado, con la cabeza
gacha, sin mirarla y sin saber que era ella.
—Sin pecado concebida, hija mía.
—Jacobo, he pecado y necesito tu ayuda.
Fue entonces cuando el sacerdote descubrió que era su hermana Virginia la
mujer que le pedía confesión. Nadie lo llamaba solo por su nombre de pila. El
corazón le dio un vuelco y casi no pudo reprimir las ganas de salir del
confesionario inmediatamente y abrazarla como la hermana pródiga que era,
pero la confesión era sagrada.
—Virginia, qué sorpresa —susurró con cierto entusiasmo contenido—.
¿Estás bien? ¿Cómo es que has venido? ¿Qué ocurre? —preguntó con
insistencia.
—Vengo a confesarme y a pedir también tu perdón. Necesito que Dios me
perdone y que tú me ayudes.
—¿Vienes como hermana o como cristiana?
—¿Acaso hay alguna diferencia? Como las dos cosas. Necesito quitarme de
encima un peso que me oprime el pecho y quiero confesión.
—Por supuesto, siempre es bien recibido aquel que encuentra de nuevo la
luz que nuestro Señor pone en el camino.
—Todo lo que yo te diga en esta confesión quedará bajo secreto, ¿no es
cierto? —preguntó interesada.
—Sí, lo es.
—¿No podrás revelarlo nunca a nadie?
—Todo lo que me digas está protegido por el secreto de confesión.
—¿Ni siquiera a la policía?
—Ni siquiera a ellos. Dios tiene su ley y su forma de hacer justicia. Pero me
estás preocupando. ¿Qué ocurre?
—Jacobo, cuando te cuente todo lo que tengo que decirte, necesitaré a mi
hermano. Una vez me dijiste que me ayudarías en caso de que lo necesitara,
¿lo recuerdas?
—Lo recuerdo y lo mantengo.
—Pues ese momento ha llegado, Jacobo, ahora te necesito. He pensado
mucho en ti estos días. Me acordaba de cuando éramos unos niños y siempre
me protegías de nuestro padre. No creas que no sé que siempre te llevaste los
golpes por mí. Fui demasiado dura contigo, no creo que te lo merecieras, pero
estaba enfadada, tan enfadada… Ahora he cambiado, Jacobo. Me he dado
cuenta de lo equivocada que estaba y de lo injusta que he sido contigo. Pero
tengo miedo. Tengo miedo de que sea tarde para rectificar mi camino en la
vida.
—Nunca es tarde, Virginia, te aseguro que no lo es.
—Padre, quiero confesarme.
—Te escucho, hija mía. Dios te escucha.
El relato de Virginia en confesión mantuvo, palabra por palabra, la versión
de los hechos que había contado a Iván. Ella solo había sido la testigo
cómplice de la muerte de su bebé y nada había tenido que ver con la de su
padre. Desiderio había sido el único culpable de ambas muertes, eso había
dicho en su momento y eso mantuvo ante su hermano. Una mentira cargada de
todo el dramatismo que fue capaz de interpretar. Incluso lloró, algo que nunca
hacía. Virginia no necesitaba para nada el perdón divino y mucho menos el de
su hermano, a quien seguía considerándolo un cobarde cobijado bajo las
faldas de una sotana, un hombre sin carácter que la había abandonado a su
suerte. Pero su sentimiento de culpa podía resultarle de mucha utilidad. Ella
podía olerlo, como las fieras huelen el miedo, y pensaba aprovecharse de él,
como había hecho otras veces. Eso era lo que Virginia mejor sabía hacer en la
vida: manipular los sentimientos de los demás en beneficio propio, como
había hecho con Desiderio y como había pretendido hacer con Iván. Se mostró
frágil, temerosa y arrepentida ante los ojos de Jacobo, y este no pudo evitar
desplegar toda su protección sobre una oveja descarriada que volvía al
rebaño, su propia hermana.
—Necesito esconderme, al menos durante un tiempo, tal vez un año o dos,
hasta que todo se calme. La policía me buscará y es muy posible que me metan
en prisión a la espera de juicio, aunque sea totalmente inocente. Jacobo, no
podría soportarlo. Me moriría allí dentro, no sé qué hacer. Por favor, tienes
que ayudarme…
—Tal vez no ocurra eso, Virginia. Si no hay nada contra ti, si no hay
pruebas, tal vez…
—Ocurrirá, lo sé. No puedes fallarme ahora. No puedes volver a dejarme
sola otra vez.
Aquellas palabras taladraron el débil corazón de Jacobo y convencieron a
su voluntad. Era el momento que la vida le ofrecía para resarcir su falta del
pasado: haber abandonado a su hermana en manos de su monstruoso padre.
Era la oportunidad de expiar su culpa, así que sucumbió.
—De acuerdo, creo que podré ayudarte. Ego te absolvo a peccatis tuis in
nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti —dijo mientras con la mano derecha
realizaba la señal de la cruz.
—Amén.
El día seis de enero de 2010, el día que Virginia cumplía veinticinco años,
Jacobo y ella atravesaron la frontera portuguesa sin mayor complicación, a
pesar de sus cuentas con la justicia. Nadie pregunta a un hombre vestido con
alzacuellos y acompañado de una monja, por muy hermosa que esta sea.
Condujeron hasta Campo Maior, una localidad lusa fronteriza con Badajoz de
poco más de ocho mil habitantes, hasta llegar al monasterio Inmaculada
Concepción, un convento de religiosas concepcionistas franciscanas. Allí tenía
pensado Jacobo esconder a su hermana Virginia.
La decisión no fue recibida por Virginia con especial satisfacción. Vivir en
un convento no era precisamente el retiro que ella había pensado, pero
reconocía que como tapadera era perfecta. Se dijo a sí misma una y otra vez
que podría soportarlo, pero en el fondo lo dudaba. La vida tiene un sarcasmo
especial a la hora de escribir sus planes. Bajo los hábitos, le picaba la piel y
ya se sentía atrapada. No quería imaginar lo que iba a suponer vivir dentro de
esos muros. Incluso llegó a pensar que tal vez hubiera sido mejor enfrentarse a
la cárcel.
—¿En qué piensas? —dijo Jacobo interrumpiendo su silencio.
—Pensaba en… Bueno, no sé, no estoy demasiado convencida de lo que voy
a hacer. Tal vez no haya sido tan buena idea —confesó.
—Aquí nadie sabrá de ti y podrás marcharte en cuanto quieras, en cuanto
todo se calme, así de sencillo. Es perfecto. Solo será por un tiempo. Las
hermanas son encantadoras y cuidarán de ti como si fueras una hija. Ellas no
saben nada de tu historia, simplemente les he dicho que necesitabas de un
retiro espiritual, que has tenido problemas; al fin y al cabo, es la verdad. No
necesitan conocer los detalles.
—¿No tendré que vestir con hábito?
—No lo creo. Solamente ha sido una idea para que pudieras pasar
desapercibida a mi lado, tu pelo llama demasiado la atención y podrían
reconocerte por las fotos. No tendrás que llevar hábito, al menos no el de
religiosa, aunque tampoco podrás llevar tacones ni ropa ceñida. Vas a un
convento y hay que ser respetuoso. Nada de maquillaje, ni ninguna otra
ostentación. Creo que tu vestuario habitual no te servirá aquí. Ellas te
proporcionarán todo lo necesario. —Apartó por un segundo la mirada de la
carretera y observó el gesto contrariado de Virginia—. No pongas esa cara.
Estás en buenas manos, Virginia, he tenido que pedir favores para que te
admitieran, no me vayas a dejar mal ahora…
—Y te lo agradezco, Jacobo, de verdad que valoro mucho lo que estás
haciendo por mí, pero… no era esta la idea que tenía en mente, solo es eso…
—Te acostumbrarás. Te están buscando por todas partes, has salido en la
televisión, tu foto está en todos los periódicos: «la concejala asesina», «la
Ambición Pelirroja»… ¿A dónde tenías pensado ir? Confía en mí, esta vez no
te voy a fallar.
Virginia no discutió; de alguna manera, se sentía atrapada en su propio
destino. Sabía que tenía difícil escapatoria y que lo que Jacobo había pensado
era muy razonable, pero vivir dentro de un monasterio, rodeada de monjas de
clausura, era lo último que hubiera imaginado sintiendo ese rechazo como
sentía a todo lo que viniera de la religión. Su padre estaría riéndose de ella en
el infierno.
—Ya hemos llegado. ¿No te parece un lugar precioso? Se respira paz y
tranquilidad. Te va a venir genial para ordenar tu vida. ¿No era eso lo que
querías?
—Claro…
Eso era lo que había contado, pero no lo que quería. Era tarde para echarse
atrás. El monasterio era de un blanco impoluto y reflejaba la luz del sol. Las
ventanas y algunos detalles de su fachada estaban pintados en color azul
aguamarina. El colorido le recordó a Virginia la fotografía que Desiderio le
había enseñado, años atrás, de la iglesia de San Marcos en Ciudad Paraíso,
donde le había prometido que se casarían algún día.
—¿Estás lista? —preguntó Jacobo antes de entrar.
—Sí, lo estoy —dijo Virginia muy poco convencida, después de suspirar
profundamente.
Salió a recibirles una mujer que se presentó como la hermana Clarisa. Era
gruesa y de piel pálida, fina como el hojaldre. Hablaba español sin ningún
acento portugués. Su mirada era limpia y serena y, al cruzarse con la de
Virginia, esta no pudo evitar esquivarla. El monasterio destilaba un silencio
especial, distinto a todos los silencios del mundo. Virginia sintió por un
segundo que le faltaba el aire y que iba a perder la conciencia. Se sentía como
envasada al vacío, oprimida.
—Son los nervios —dijo Jacobo a la hermana Clarisa.
—Pobrecilla, si lo está pasando mal, necesitará un tiempo para curar su
alma. La trataremos como una hermana más, padre Jacobo, no se preocupe
usted por ella.
—Lo sé, hermana Clarisa, sé que la dejo en las mejores manos y con la
ayuda de Dios. Estaremos en contacto. Que Dios la bendiga.
Jacobo le dio un beso de despedida en la frente a su hermana, que estaba
blanca como la pared del monasterio, casi desvanecida, sentada en una silla,
mientras la hermana Clarisa le hacía aire con un improvisado abanico hecho
con unas hojas de papel. Hubiera querido gritar que no la dejara allí, que ya
estaba arrepentida, que ya no le parecía tan buena idea, pero no pudo hacerlo.
Observó a Jacobo abandonar el lugar y sintió el portón cerrarse como si fuera
la puerta de hierro de su celda. Le retumbó el corazón. Tragó saliva y reprimió
el llanto. Ella no se permitía llorar.
La primera noche allí no pudo dormir. Los peores fantasmas son los que uno
lleva dentro. En su cuarto, lo que las hermanas llamaban celda, un crucifijo la
miraba fijamente desde la pared desnuda. Cuando quiso rendirse al cansancio,
al amanecer, la despertaron para rezar y fue entonces cuando sufrió su primera
crisis de pánico al verse de nuevo entre aquellos muros. Todos pensaron que
sus problemas estaban pasándole factura y que necesitaba tiempo. Pero el
tiempo, para Virginia, lejos de liberarla, la estaba enfrentando a sus propios
demonios.
Jueves, 29 de julio de 2010
«Tal vez lo mejor sea dejar las cosas tal y como están ahora. Simón vivo y
ajeno a todo esto, en Beniaverd, y yo, intentando seguir hacia delante aquí, en
Bugarach. Estoy atrapada en mi propia existencia, de la que no sé cómo
escapar…»
Simón leyó las últimas palabras del diario de su hermana Reina, cerró el
cuaderno y lo abrazó contra su pecho, como si realmente la estuviera
abrazando a ella. Le dolía el corazón. Aunque dicen que es un músculo y no
duele, no es cierto, el dolor se aloja en él y puede hacerlo estallar si se
acumula en exceso, él lo estaba experimentando. Para el periodista, esta era la
segunda vez que se enfrentaba a la muerte de su hermana, y podía sentir cómo
estaba al límite, a punto de romperse en pedazos que nunca más podría volver
a unir.
Hacía más de dos años que se resistía a pensar que Reina se hubiera
suicidado y, cuando empezaba a aceptar la idea, con mucha dificultad e
incluso con terapia, recibió una sorprendente llamada de la policía francesa.
Una mujer española, de nombre Carmen Expósito, había muerto en su casa de
una aldea del Pirineo francés llamada Bugarach. La habían encontrado unos
vecinos, una semana después de su fallecimiento, al notar su ausencia en la
casa de comidas que regentaba, a la que acudía diariamente, excepto los
domingos. Temieron que algo pudiera haberle ocurrido y avisaron a las
autoridades. La mujer vivía sola y no se le conocía familia alguna. La gente
del pueblo la llamaba La Española y todos guardan un grato recuerdo de ella.
Simón no terminaba de entender qué tenía que ver con él esa mujer
desconocida de la que le hablaban por teléfono, pero aun así guardó silencio y
escuchó atentamente lo que el policía francés tenía que decirle. Su instinto
intuyó que la llamada era de suma importancia, y su instinto no se equivocó.
El policía prosiguió con las explicaciones con un castellano fluido y un
marcado acento francés. Le contó a Simón que, tras localizar a la propietaria
de la casa en la que vivía de alquiler la mujer española, alertados por las
sospechas de los vecinos y por un fuerte y desagradable olor proveniente de la
vivienda, consiguieron entrar y la encontraron fallecida, en avanzado estado
de descomposición, pero sin signos aparentes de violencia. La primera
hipótesis había sido pensar que había muerto por un ataque cardiaco o un ictus
cerebral, pero la autopsia reveló que el fallecimiento no se había debido a
causa médica alguna… Simplemente, había muerto. La causa oficial que
aparecía en el informe, según el forense, era «muerte natural». Tenía cincuenta
años.
Al revisar entre sus objetos personales, la dueña del inmueble encontró un
diario manuscrito, escondido debajo del colchón, atado con un cordón de
zapatos a una de las láminas de madera del somier. Lo entregó a la policía al
considerar que podía ser de su interés. Estaba escrito en español y ella no lo
entendía. Tras su lectura, la policía francesa descubrió que la verdadera
identidad de la fallecida no era Carmen Expósito, tal y como rezaba en su
documentación, que al parecer era falsa, sino Reina Antón, una mujer española
dada por muerta dos años antes. Su documento nacional de identidad como
Reina Antón estaba dentro del cuaderno. El nombre de Simón aparecía en
numerosas referencias a lo largo de todo el diario. Reina Antón contaba en su
relato que era su hermano mellizo, su único hermano, periodista y residente en
España, y por eso la policía francesa requería su presencia en el país vecino,
para identificar el cadáver y aclarar todo el asunto.
Así fue el modo en que Simón descubrió que Reina no se había suicidado,
tal y como él siempre había intuido y nadie había querido creer. Lo descubrió
de la peor forma posible, enfrentándose a su muerte real y al dolor de saber
cuánto había sufrido su hermana durante todo el tiempo que había estado
ausente, sin que él supiera nada.
Simón cogió el primer vuelo para Francia y, durante el viaje, los pocos
datos de los que disponía jugaron a enturbiar su pensamiento. No entendía
nada de lo que estaba pasando. Si no había sido capaz de asimilar un suicidio,
todavía le costaba más entender por qué su hermana había escapado, había
cambiado de nombre, de país, y todo ello envuelto en el más absoluto
secretismo. Una razón muy poderosa tenía que haber para explicar aquel
extraño comportamiento de Reina.
Todas las respuestas que Simón necesitaba las encontró en el diario que la
policía francesa le entregó después de identificar el cuerpo de su hermana. Lo
hizo a través de sus efectos personales y de una fotografía del rostro del
cadáver. Fue muy desagradable, pero necesario. Efectivamente, se trataba de
Reina Antón, registrada oficialmente como Carmen Expósito, propietaria de un
pequeño negocio de hostelería llamado La Española. El tiempo que Simón
estuvo esperando en la gendarmería para arreglar todo el papeleo fue
suficiente para leer de principio a fin el escalofriante relato de su hermana.
—Lamento lo ocurrido, monsieur Antón —dijo el policía que entró en la
habitación donde aguardaba Simón, al verlo abrazado al cuaderno y
comprender que había leído su contenido—. Es una historia increíble. Seguro
que su hermana era una gran mujer. Debe estar usted muy orgulloso de lo
valiente que fue. Al fin y al cabo, lo hizo todo para protegerle a usted y a sus
hijos.
—Sí, eso parece.
—¿Le apetece un café? —le ofreció, mientras se servía uno de una cafetera
Melitta que desprendía un intenso olor a café recalentado. Simón negó con la
cabeza—. Usted es periodista, ¿verdad? Dígame una cosa. ¿No se ha vuelto a
saber nada de esa tal Virginia Rives de la que habla su hermana en el diario?
—Nada de nada.
—¿Realmente cree que hubiera sido capaz de matarle a usted y a sus hijos,
tal y como creía su hermana?
—No lo sé, ya había matado otras veces. Tal vez sí… Supongo… —dudó—.
Pero ¿qué más da eso ahora? El caso es que mi hermana pensó que era capaz
de hacerlo, y eso la llevó a todo esto. No importa si un peligro lo es en
realidad, importa si tú lo percibes como real. De todas formas, hay algo que
no entiendo… ¿Cómo es posible que una mujer de cincuenta años fallezca de
muerte natural?
El policía suspiró profundamente y guardó silencio unos segundos mientras
le ponía a su taza cuatro cucharadas colmadas de azúcar que casi hicieron que
se desbordase el café.
—Me gusta dulce y aquí no me puede reñir mi esposa, ya sabe, no es bueno
para mi salud —explicó, al tiempo que Simón le observaba esperando
respuesta—. El forense dice que, probablemente, fuera una muerte causada por
un intenso estado depresivo sin tratar. El dolor emocional puede ser más
dañino que el dolor físico y pocas veces le prestamos la atención que merece.
—¿Quiere usted decir que murió de pena?
—Monsieur, no se atormente, nada de esto es culpa suya. Hay quien decide
quitarse la vida y se suicida y hay quien se consume, así, sin más.
Sencillamente, se le acabaron las fuerzas y un día no encontró más motivos
para vivir. Si en algo le consuela, también dijo el forense que tuvo una muerte
plácida, tranquila, probablemente mientras dormía… La encontramos en la
cama, con el pijama puesto. Le aseguro que he visto muchas formas horribles
de morir y, si tuviera que elegir una para mi propia muerte, ahora mismo
elegiría morir mientras duermo.
Simón meditó unos segundos las palabras del gendarme… Sabía que
albergaban buenas intenciones, pero no le calmaron su desasosiego. Él
pensaba que la peor forma de morir era, sin duda alguna, hacerlo totalmente
solo, de pura tristeza, pero no dijo nada porque nada podía cambiarse ya y
todas las palabras sobraban.
—Tome, firme aquí. —Le puso sobre la mesa unos papeles oficiales, en
color sepia y escritos en francés—. Básicamente, dice que usted ha
reconocido el cuerpo y que se hace cargo de él como familiar de la difunta —
dijo al ver que Simón ponía un gesto de extrañeza—. Fuera le ayudarán con
las gestiones necesarias para que pueda llevarse el cadáver.
—Llevarme a mi hermana, era mi hermana, no es un cadáver —replicó
molesto, haciendo hincapié en la palabra hermana mientras firmaba los
formularios.
—Usted perdone, monsieur, mi falta de delicadeza. Este trabajo te vuelve
un poco insensible y en ocasiones no nos damos cuenta. No era mi intención
molestarle.
Simón estrechó la mano del gendarme y este le correspondió con una
palmada en la espalda.
—Bon voyage, monsieur Antón. Venga algún día a visitarnos en mejores
circunstancias.
Simón asintió con la cabeza y se marchó de Bugarach con el diario de Reina
bajo el brazo y su cuerpo en una caja dentro de un coche del servicio
funerario. Volvía con ella a casa, para enterrarla junto a sus padres, en un
cementerio con vistas al Mediterráneo, el viejo camposanto de los pescadores
en Beniaverd. Junto a su tumba, lloró por fin su muerte, como su hermano
pequeño que era. La lloró todo lo que no la había llorado en dos años y le
prometió que algún día le haría justicia. Frente a una fría lápida de mármol, le
dio su palabra de honor de que encontraría a Virginia Rives. No cesaría en su
búsqueda hasta que no diera con ella. Poco le importaba dónde pudiera estar,
porque le juró que la encontraría, y Simón era un hombre de palabra.
En la celda donde Virginia dormía, el silencio mecía una canción de cuna que
su voz apenas tarareaba en un susurro. Acurrucada sobre sí misma, su imagen
frágil despistaba acerca de si, en sus sueños, ella era la madre o tal vez la
niña. Soñaba algo agradable porque sus labios sonrieron, como lo hacen los
bebés cando duermen. En su mundo onírico era feliz e inocente.
Pero Virginia Rives despertaría y entonces se daría cuenta, un día más, de
que vivía atrapada en la peor de las cárceles, porque cuando encierras a tus
demonios, estos pugnan por encontrar una salida.